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Esto se debe, como es sabido ya, a que las necesidades energéticas de nuestra
civilización y nuestro modelo de vida son enormes y constantes, y los modelos
disponibles para satisfacerlas son, sencillamente, nocivos para la estabilidad
climática del planeta. Especialmente la quema de combustibles fósiles, que libera
a la atmósfera toneladas de gases ricos en carbono, produce un aumento
desproporcionado del efecto invernadero.
Los cálculos, en ese sentido, no son optimistas. Se estima que durante la próxima
década, las temperaturas medias aumentarán casi 2 ºC respecto a los niveles
preindustriales, lo cual es suficiente para acarrear cambios drásticos en el modo
en que el clima se manifiesta a escala global. En resumidas cuentas, hablamos de
estaciones más crudas y extremas: inviernos más fríos y veranos más calientes,
pero también de precipitaciones torrenciales y mayor frecuencia de ciclones, a la
par que largos períodos de sequía y desertificación.
Sin embargo, los efectos más graves de este cambio los sufrirán los océanos: el
aumento del nivel de las aguas producto del derretimiento de los polos traerá
consigo una mayor acidificación y menores niveles de oxígeno, que atentarán
directamente contra la biodiversidad de los mares a un ritmo demasiado veloz
como para permitir una evolución adaptativa. Se trata, pues, de un fenómeno que
amenazará de manera directa e indirecta nuestro modelo de existencia y el de
millones de plantas y animales. Una temperatura global 2 ºC mayor a la actual, por
ejemplo, acabaría con todos los arrecifes coralinos.