Está en la página 1de 165

Convénceme de que me odias

Stephanie Lovecraft
Copyright © 2023 Stephanie Lovecraft
Copyright © 2023 Stephanie Lovecraft Todos los derechos reservados

Los personajes y eventos descritos en este libro son ficticios. Cualquier similitud
con personas reales, vivas o muertas, es una coincidencia y no ha sido intencionada.

Ningún fragmento de este libro puede ser reproducido, almacenado en un sistema


de recuperación o transmitido de cualquier forma o por cualquier medio,
electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación o de otro modo, sin el permiso
expreso por escrito de la autora.

Si quieres leer mis libros están a buen precio y escribirlos ha llevado trabajo,
valóralo… NO a la piratería.

Diseño de portada por: Mazo Design


Editor: Stephanie Lovecraft
A Nando Pérez, Sonia Sánchez García, Claudina AP, M. Cristina blanco Pérez,
María Del Carmen Carrión Pizana, Iris López, Angustias Hernández, Natalia
Cotiello, Roselena Quevedo Poesía, Florecita Guillén, Carme Castillo, Victoria
Fernández Cruz, Pino Negrin Guedes, Raquel Morante Morales, Josune Cuadrado,
Soledad Alvarez Almenara, Jgf Gonzalez, Mari Carmen Olaya Millana, Shirley
Guadamuz, Mercedes Toledo López, Yolanda Sempere Sempere, Carmen Gt,
Mamen Borrega Infante, Rosario Esther Torcuato Benavente, Krystyna López,
Encar Tessa, Xiomara Caycho La Rosa, Anika Padilla, Maria Carmen Guisado,
Krystyna Lopez, Angustias Hernandez, M Cristina B Perez, Ana María Padilla
Rodríguez, Miriam B Vázquez, Vimagalo GL, Ingrid Lorenzo, Soledad Álvarez
Almenara, María Herrera, Mariángeles Caballero Medina, Manolita Gasalla
Riera, Itziar Martínez López, Mary Rz Ga, Cristina Campos, Teresa Palop, Jessica
Gutiérrez Hernández, Juana Sánchez Martínez, Leydis Sabala, Chari Guerrero
Plata, Miren Olatz Larumbe Aresti, Sonia Huanca, Maripaz Garrido Gutierrez, M
Sol Zazo, Tammy Mendoza, Isabelsinc, beatrizgomez264, Alba Cabrera y para
todas esas valiosas personas que han explorado las páginas de este libro,
¡Gracias!

Vuestra curiosidad, pasión y apoyo han dado vida a esta obra, siendo una fuente
constante de inspiración. Agradezco sinceramente que me permitáis compartir mis
historias.

Con todo mi amor y agradecimiento,


Stephanie Lovecraft
Sinopsis
Asegura que no me desea, me lo ha repetido tantas veces que
he llegado a creérmelo. No le gusto ni un poquito y, a decir
verdad, a mí me resulta repelente. Tiene absolutamente todo lo
que odio en un hombre y un poquito más, de eso que tienes
ganas de tirarle algo a la cabeza «sin querer», solo que te
tomas tu tiempo en apuntar y aplaudes si aciertas.
¿Entonces? ¿Cuál es el problema?
El problema es que lo busco y me responde, me busca y yo
le contesto, sin importar la cantidad de veces que asegure que
no volveré a caer. Mi cuerpo me traiciona necesitándole e,
incluso mi mente, cada vez que toma el control, se lo imagina
acercándose y tomando mis labios como si fuese el dueño de
ellos. ¿Cuántos gemidos he de regalarle para comprender que
algo está jodidamente mal?
Quizás por sacarme la tirita decidí quedar con él, verle y
asegurarme de que nada de eso era real. Una bofetada brutal
que me quitase la tontería, sería perfecto, ¿verdad?
El plan era sencillo: quedar para tomar algo, meterme un
poco con él y retirarme indemne. ¿Qué cojones podría salir
mal, aparte de involucrarme en un grave caso de maltrato en el
que no solo está en juego la vida de una pobre mujer, sino
también la nuestra?
Capítulo 1
Las ocho de la tarde y el tiempo invita a salir y festejar. ¡La
primavera al fin ha llegado! Ahora os preguntaréis si es por
eso por lo que ando nerviosa de un lado para otro, releyendo
una y otra vez los putos mensajes, antes de lanzar el teléfono
sobre la cama y tomar la toalla.
¿A quién no le gusta el buen tiempo y…?
Primero me doy una ducha relajante, de esas en las que
cantas y bailas, pones caras ante el espejo, te ríes como si
estuvieras loca, y luego os explico. ¿Me dais diez minutos?
Bueno, es posible que un poquito más…
¡Bien! ¡Lista!
Son las ocho y media y a las nueve he quedado con mi
archienemigo. Un tío insufrible, carente de conversación y con
gustos de lo más incomprensibles. Un chaval que se cree con
la verdad universal e imposible de descifrar al que evito en la
medida de lo posible. Vale, es posible que fuese yo la de la
idea de quedar, no obstante, una diminuta parte de mí tiene
unas ganas terribles de pelear con él.
Sí, he dicho pelear.
Mimimimi. Casi puedo oíros. No, no me gusta y lo repetiré
hasta el día de mi muerte pues es cierto. ¿Entonces? ¿Cuál es
el problema? ¡El problema son las hormonas! Sí, esas
cabronas se revolucionan cuando está cerca.
¿Vas a tirártelo y a esto viene tanto cuento? ¡No! Mi
intención es hablar con él, recordarle a mi cabeza que no hay
por dónde cogerlo (COGERLO, ¿lo habéis pillado?) y
olvidarlo. Es por eso que he escogido mis vaqueros de andar
por casa y una camiseta floja que disimula mis curvas, no
obstante, y dado que hace tanto tiempo que no me mimo un
poco…
Hay un vestido negro en concreto que compré y nunca
llegué a ponerme, por el escote que tiene y porque tiene una
raja de esas que, si te descuidas, te deja medio culo al aire.
Que no digo yo que esté mal cuando estás caliente y la ropa se
interpone, pero ¿os imagináis estar de paseo y que un golpe de
viento os deje con el toto al descubierto? Pues eso, que ha ido
quedando relegado al fondo del armario y ahí me lo he
encontrado hoy, tan solito…
Bueno, el vestido vale, por esto de enseñarle lo que se
pierde (aunque no me interesaría ni que fuese el último
hombre del mundo), pero las converse se viene conmigo. ¡Si
tengo que ponerme tacones prefiero no salir de casa!
Me duele la barriga, voy a tomarme algo y vengo.
¡Ya!
Que no, no busco estar sexy para él, sino para mí. Hoy es
mi día, el día en el que escapo de mi realidad y me sumerjo en
quien fui, es más, pienso salir a bailar, beber y hacer el tonto.
Es por eso por lo que he escogido esa cafetería.
Dicho esto, opto por un moño alto y un poco de brillo, ya
que tengo los labios algo resecos.
«Siempre puede humedecértelos él», ignoro tan inoportuno
pensamiento y miro de nuevo el reloj, que avanza
terriblemente despacio.
Hace tiempo que la música me acompaña allí a donde voy.
Solo que hoy las letras que me arropan no son de todo
atinadas. Si a ti te gusta y a mí me encanta… Buff. Tú tienes
todo yo tengo ganas, ganas de todo… Vale, hoy bloqueo a
María León. ¿A mí me gusta así, así, así sin aviso? ¡Sin duda!
Bueno, la canción ya casi ha terminado…
Llego a la cafetería antes de tiempo. Pido un refresco y no
puedo evitar que mi cuerpo reaccione ante la canción que está
sonando, mi cintura se mece y reconozco, entre el grupo de
chicos que bailan al fondo, a una amiga. La saludo y ella me
invita a acercarme, normalmente no lo habría hecho, pero esos
diez minutos se clavan en mi abdomen como agujas.
A medida que avanzo, mi cadera se mece, dejo de lado los
reparos y la seguridad se desliza por mis venas al mismo
tiempo que la letra de dicha canción profundiza en mi mente.
Uno de los chicos se acerca a mí acompañado de Laura, yo los
miro a ambos, deteniendo mis ojos un par de segundos más en
él.
—¡Cuánto tiempo! ¡Dignos los ojos! —grita divertida, yo
acepto su abrazo y trato de convertirla en mi pareja de baile
envolviendo con delicadeza su cuello.
Todos ellos danzan demostrando una gran habilidad, yo me
uno sin pedir permiso y soy bien acogida, sobre todo por un
chico, de cuyo nombre no me acuerdo. Se coloca a mi espalda,
moviendo las caderas e incitándome a seguirle.
Alzo los brazos y mezo la cintura perezosa, sinuosa,
permito que mis músculos se desperecen en el proceso,
pidiendo mucho más a la vez que el calor asciende por mi piel.
No me doy la vuelta en ningún momento, tomo las riendas de
mis pasos y sonrío sin percatarme de que era precisamente eso
lo que extrañaba.
La puerta se abre y, tan pronto sus ojos se posan en mí,
siento que estoy bailando solo para Erik. Trato de apartar la
mirada, lo intento con todas mis fuerzas, pero mis iris regresan
a los suyos lanzando una oscura promesa.
Sus ojos se parecen demasiado a los de un depredador a
punto de saltar, un animal acorralado que desea atacar para
desquitarse, aunque sea en parte, de la mierda de día que ha
tenido. Con la boca seca, me giro parcialmente para sonreírle a
quien, con descaro, ha posado las manos en mi cintura.
Podría cortarlo ahí, la canción acaba de terminar. No lo
hago, pues de querer caminar ahora temo que las piernas no
lleguen a responderme y no estoy preparada para hacer el
ridículo. No, en su lugar vuelvo a sumergirme en las pupilas
de mi archienemigo que, incluso ordenando su bebida, no
llegan a despegarse de mí.
«Desearía que, justo ahora, me repitieras que no me
deseas», pienso sin poder evitarlo. Se quita la chaqueta y la
deja sobre el respaldo de la silla, acudo a él y apoyo las manos
en sus hombros. ¿Cómo saludarle si lo que menos deseo es ese
roce sin alma que dejo en su mejilla?
—Todavía estás a tiempo de huir —susurro sin saber por
qué, quizás lo mejor para ambos sería que aceptarse la oferta y
se largase y, si bien percibo cierta duda, no se mueve.
Creía que quería quedar y beber a su lado, sondear su
mente y averiguar quién se esconde ahí, de pronto me siento
rodeada y encadenada. Las palabras pierden su significado
cuando le pregunto qué tal le ha ido el día. ¿De verdad no se
me ocurre nada mejor? ¿Por qué tendría que ocurrírseme?
Percibo el desdén de su sonrisa ladeada, también cómo
frunce el ceño, lo ignoro, consolándome con las mil formas en
las que podría arrebatarle ese aire de superioridad. La idea de
morder su labio es la que más me seduce. Debe creer que estoy
loca ante la sonrisa que acompaña una respuesta que ya ni
recuerdo.
—¿Y bien? ¿Qué quieres hacer?
«¿Te aburres?», inquiero por dentro, consciente de que no
es una pregunta que vaya a abandonar mis labios.
Por un segundo tengo ganas de ponerme en pie y largarme,
tan agotada mentalmente que, la burbuja en la que me he
escondido, casi estalla entre mis dedos.
Ante mi silencio vuelve a hablar:
—¿Te apetece bailar?
Mi estómago da un vuelco, antes de poder controlarme le
respondo:
—Deberías concretar un poco más, acabas de dejarme sin
aire —chasqueo la lengua y me pongo en pie, en el fondo no
me importa si me sigue o no, necesito salir de allí. Me despido
de mi amiga con rapidez y me lo encuentro en la puerta,
pobrecito, pareciera que trata de salir huyendo.
¡Qué sencillo es hablar con cualquiera que no sea él! Me
giro y me tomo la libertad de acercarme a su oído para
susurrarle. No es por el ruido de la calle, ni siquiera porque su
olor me invite a mordisquear su cuello hasta quedarme
satisfecha, sino porque mi cuerpo necesita esa cercanía y estoy
cansada de negársela.
—¿Sugerencias? —musito.
—Si quieres conversar podemos ir a mi piso. ¿Un café?
Entrecierro los ojos, comprendiendo que no puedo hacerlo,
no cuando sus labios siguen moviéndose peligrosamente
despacio en mi cabeza.
—Supongo que, si te pidiera que me llevases lejos, a un
lugar tranquilo y apartado…
—Es posible que tenga alguno en mente.
—Para caminar —suelto rápidamente.
—¡Por supuesto!
Me guía hasta una imponente moto negra, retrocedo y Erik
me coge de la mano. No hace falta más para que tome el casco
que me tiende, me estremece la seguridad emana de cada uno
de sus gestos, me monto tras él sin saber dónde poner las
manos.
—¡Nos vamos a matar! —grito nerviosa, pego todo mi
cuerpo a su espalda y mis manos se deslizan bajo su chaqueta
con vida propia. Sus músculos se desplazan cual culebras bajo
las yemas de mis dedos, cada movimiento nos acerca un
poquito más a una muerte segura, sin embargo… Descubro la
línea de su cadera y me deslizo por su vientre. No he pedido
permiso, él se tensa, siempre mirando al frente, se pone en
movimiento.
Sonrío traviesa, repasando todos los detalles que solo el
tacto percibe. Cuento sus costillas, me lo imagino apretando
los dientes y me siento poderosa. Sus manos se tensan en el
manillar, yo sigo ascendiendo y araño sus pectorales,
pellizcando con suavidad uno de sus pezones.
Es ahí cuando se gira como regañándome, no sé si puede
ver la enorme sonrisa que le dedico. El semáforo nos lleva a
parar, odio esos cascos que se interponen entre nosotros.
«Le odias a él», me recuerda la voz de mi conciencia.
Me gustaría decir que el hecho de que me mire como si
quisiera castigarme me molesta, me encantaría poder
asegurarlo sin que la idea hiciese palpitar mi entrepierna.
—¿Perdona? —aúllo dichosa.
—No pareces muy arrepentida.
—No, no lo estoy. —Me encojo de hombros, Erik alza una
ceja—. Ya deberías saber que soy una persona muy curiosa…
—¿Has descubierto algo interesante?
Se nos acaba el tiempo, golpeo su hombro y señalo el
dichoso semáforo, un claxon le obliga a regresar a la realidad,
volviendo a concederme el poder de torturarlo. Quizás no sea
justo, pero me encuentro sedienta y no encuentro motivos para
no rozarle, para no martirizarle un poquito.
Su piel es cálida, suave, un fino vello acapara parte de su
pecho, descendiendo en fila por su ombligo e internándose en
un pantalón que… Detengo mis dedos ante un movimiento de
cadera la mar de inoportuno. De morros, subo un poco las
manos y le doy un respiro. Gira a la derecha en el desvío,
estamos saliendo de la ciudad y ni cuenta me había dado.
Con el vello erizado intento prestarle atención a cuanto me
rodea, a esa sensación de libertad que me embarga. La moto
incrementa la velocidad y yo deseo gritar, lo siento todo
multiplicado por mil, la intensidad es tal que me duele la piel
ante la necesidad de ser atendida.
Pasamos un pueblo la mar de pintoresco, donde cada cual
hizo su casa donde le salía del pairo y la carretera se parece
más en el callejón que lleva al lugar del asesinato que a una
carretera, es ahí donde toma otro desvío. Un cartel de madera
gastada dicta que a lo lejos encontraremos una cascada, el
sonido de esta va irrumpiendo en mis oídos a medida que nos
acercamos.
Nos detenemos y quiero llorar ante su ausencia, él me
tiende la mano y yo la tomo con cierto reparo.
Tan pronto bajo no dice nada, solo empieza a caminar. Le
sigo sin saber qué soltar, toda esa valentía que me caracteriza
desaparece cuando él está cerca, no obstante, fuerzo a mis
labios a moverse, negándome a refugiarme en ese silencio que
empieza a solidificarse en torno a ambos.
—¿Vas a decirme ya qué hacemos aquí? —me espeta con
brusquedad, tan atento a mi boca que pareciera a punto de
pescar cada palabra.
—No lo sé.
—Pensé que querías hablar.
—No lo sé.
Ahí veo que él tampoco sabe qué esperar, ambos nos
movemos por terrenos desconocidos.
—Te odio —musito tan bajo que Erik se acerca a mí en un
intento de escuchar, lo repito algo más alto, aunque en el
fondo me muero porque me envuelva entre sus brazos y
esconder mis heridas entre besos furioso y caricias
necesitadas. No preciso cariño, en realidad el cariño sería
como echar sal a las profundas yagas que adornan mi alma.
No, lo que necesito es esconderme en su piel, perderme entre
gemidos que me lleven a olvidar mi presente—. ¡Te odio! ¡No
te soporto!
Sonríe y yo pienso en golpearle, la paciencia que
demuestra no hace más que sacarme de mis casillas. Aparco la
timidez, dejo también a un lado el miedo a su reacción.
Estamos solos y, ¿acaso importa si ya he aceptado la locura
como compañera?
—Lo repites mucho.
—Y tú estás aquí cuando, por si lo habías olvidado, dijiste
que era insoportable.
—Lo eres.
Estoy en sus manos porque lo único en lo que puedo
pensar es en sofocar mi dolor y porque lo único que me
apetece es pelear contra alguien que no tenga miedo a
destrozarme. Quiero ante mí a un titán con la capacidad de
destruir mi mundo, quiero tenerlo y enfrentarlo, quiero
domarlo y obligarlo a hincar rodilla.
«¿De verdad crees que quieres domesticarlo?»
Le ofrezco la espalda y doy varias zancadas en dirección a
un pequeño sendero que asciende por la loma de la montaña,
creyendo ingenuamente que podríamos caminar un rato. Él se
pega a mí y, antes de que pueda dar un solo paso más, me
retiene envolviendo mi cintura. Entierra la boca en mi pelo,
cierro los ojos en un intento de controlar esa chispa que nace
en mi vientre y se esparce por todo mi ser.
Me cuesta respirar. Su aliento choca contra mi nuca,
calentándola.
—No es por ahí —suelta, descolocándome. Divertido,
señala otro caminito que me ha pasado desapercibido.
Acto seguido me suelta, desearía darle una patada en la
canilla que le haga girar cual peonza.
—Vale.
Paladeo el amargo sabor de la decepción cuando se pone a
mi lado. De reojo, me observa mientras yo rumio entre dientes
un par de maldiciones romanís, algo sobre que se le caiga o
gangrene rueda entre tantas palabras sueltas.
—Te dije que no era la mejor de las compañías —comenta
de pronto, ambos nos detenemos y opto por tomar asiento en
un par de enormes piedras que, a la vera del camino, parecen
estar aguardándonos.
Todavía no ha rozado su culo la piedra cuando salto y
vuelvo a incorporarme. Necito hacer locuras, cualquier cosa
que me impida pensar, que me arranque una sonrisa, incluso si
esta pudiera parecer desesperada. Lo miro y me pregunto si
podría meter la nariz en esos pensamientos que guarda con
tanto celo.
Aferro su brazo y tiro de él, el impulso le pega a mí.
Envuelvo su cuello al tiempo que olvido cuál era mi
pretensión inicial. Sus manos se apoyan en mis caderas, no sé
si para alejarme o para que yo no escape. Me mira y me pongo
de puntillas, rozando su nariz con la mía en una caricia
juguetona que le lleva a sonreír.
Juraría que su mirada se ha suavizado.
—Antes de nada, necesito dejar claro que me pareces
insufrible, un pretencioso con ínfulas que…
Su mano derecha bajo mi mentón me insta a alzar el rostro,
su boca desciende sobre la mía tan despacio que puedo
percibir a la perfección cómo sus pupilas se dilatan antes de
que sus párpados caigan. Un suspiro escapa de mis labios y él
lo aspira con gula, me aferro a Erik al ser consciente de que
mis piernas han perdido fuerza.
—Puedes contarme cuanto me odias en un ratito, ¿te
parece? —susurra prácticamente sobre mí. Trago la poca
saliva que tengo en la boca sin atreverme a moverme.
«Jamás en toda mi vida he tenido tanta hambre», pienso
ante ese inequívoco aroma a deseo que se escabulle de su
suspiro. Su lengua busca a la mía, que lo tantea juguetona. Un
toque, un mordisco, un roce más necesitado que hace que
nuestros dientes choquen…
Me aprieto contra él y me sorprendo cuando, con
seguridad, me alza y me gira, pegando mi espalda al tronco de
un árbol que no recuerdo que estuviera ahí. Quizás hemos sido
teletransportados a un universo paralelo, ¡quién sabe! Lo
inimaginable está sucediendo pues, en lugar de arrancarle la
cabeza cual mantis religiosa, estoy más que dispuesta a
convertirme en su plato principal.
Su mano en mi nalga, su lengua acapara mi boca,
dominándola, retándome a empujarlo lejos para ser yo quien
tome el control. Una peligrosa dureza se clava contra mi
entrepierna, su sonrisa orgullosa calienta mi pecho con un
ramalazo de ternura.
Es extraño como, una diminuta parte de mí, lo ignora y
conoce todo de su persona al mismo tiempo. Sus ojos son un
insondable abismo, también un espejo en el que me resulta
fácil verme reflejada.
Mis labios vuelven a recibirle, ansiosos por ese beso que se
torna casi doloroso, que busca destruirme y en el que participo
sin aceptar la derrota, por mucho que todo mi ser se mece en
busca de algo más. No es suficiente y la revelación me lleva a
detenerme, a apartarme durante un segundo de su boca y tomar
aire, a mirarlo y odiarme por estar entre sus brazos al
comprender que nada, sin importar cuánto lo intente, volverá a
ser como antes.
Mientras su brazo derecho me mantiene firmemente sujeta,
su mano izquierda se posa en mi mejilla y, con una dulzura
que me desarma, enmarca mi rostro. Me observa como si
tratase de entrar en mi mente, sus ojos recorren mis rasgos
adorando cada detalle y temo no tener palabras lo
suficientemente afiladas para defenderme de su ataque.
—No lo hagas —suplico sin voz.
—¿Que no haga el qué?
No puedo contestar con sólidos argumentos y lo hago al
apretar los dientes y cerrar los ojos, lo hago al pegar mi frente
a la suya y aferrarme a la cordura.
—No significa nada.
Si le molestan mis palabras no lo demuestra.
El tiempo carece de valor cuando me sostiene de esa
forma, aprisionándome y concediéndome la capacidad de
volar. Indefensa ante su escrutinio, opto por dejarme llevar,
prometiéndome que jamás volveré a acercarme tanto,
aferrándome a la idea de no volver a llamarle, de no suplicarle
al universo que cruce nuestros caminos, aunque solo sea para
odiarle un poquito más.
—Para. Para, joder. ¡Pueden vernos! —jadeo necesitada.
A modo de respuesta muerde mi cuello, un escalofrío
recorre mi columna vertebral.
—¿Y qué?
Su pregunta me descoloca pues, en el fondo, la idea no
hace más que subir un par de grados la temperatura. Sus
manos alzan ligeramente la falda del vestido, juraría que
empiezo a marearme y escojo ceder el control y dejar que haga
conmigo lo que quiera. Su posesividad me hace sentir viva
después de tanto tiempo que me niego a retroceder más, aun
cuando sospecho que ese día va a ser mi perdición.
Entre sus dientes aferra mi lengua mientras sonríe, abro los
ojos sorprendida y le descubro retándome con una mirada que
sabe a desafío. Paso los dedos por su pelo y suspiro
completamente perdida. Me deja ir a regañadientes, aunque
solo porque, con la boca llena no se habla:
—Harás cuanto te diga, ¿verdad?
Quiero gritarle que no, que le retaré hasta el día de mi
muerte, escojo callar. Despacio deja que me escurra de su
agarre, mis pies tocan el suelo temiendo que ese sea el final de
la velada.
»¿Y bien? —insiste.
El orgullo me impide darle lo que busca, escojo asentir
levemente y parece ser suficiente. Se asemeja a un lobo
cuando me rodea y se coloca a mi espalda, su pecho se pega
sin que llegue a tocarme directamente:
—¿Te ha comido la lengua el gato? —continúa divertido,
pasando la nariz, juguetón, por mi oreja.
—Todavía no.
—¿Todavía? —inquiere sarcástico. Su mano derecha se
posa en mi muslo y asciende en una caricia peligrosa,
llevándose con ella la tela. No me da tiempo a prepararme
cuando la izquierda se interna bajo la braguita y comienza a
acariciarme.
El roce lánguido se va convirtiendo en uno más intenso,
que se desliza por mis pliegues ayudado por la delatora
humedad. Juega a insertarse en mí casi por despiste,
retirándose con la misma rapidez. Su risa suena tensa, su voz
se ha vuelto más grave y ambos somos conscientes de ello:
—¿Todavía sientes curiosidad? —gruñe sobre mi oreja,
antes de deslizarse por mi yugular y lamer la zona. Un gemido
reverbera en mis cuerdas vocales cuando sus dientes aferran
mi piel—. Dime, ¿cuánto crees que podrás soportar?
—Todo —suelto antes de comprender lo que digo. Me
alegro de que no vea mi rostro, mis mejillas han tomado un
tono bermellón imposible de ocultar.
—¿De verdad?
El reto está ahí y ninguno de los dos va a retroceder. Su
sonrisa choca contra mis cabellos, su dedo corazón me penetra
de golpe, para deslizarse lentamente hacia el exterior, solo que,
esta vez, solo lo hace para regresar. Una y otra y otra vez.
Me apoyo en el árbol y clavo las uñas en su corteza, él se
arrodilla y desliza las braguitas por mis piernas. Sus dedos
dejan huellas en mi piel que dudo que alguien más pueda
borrar, ese pensamiento me desestabiliza y, por un momento,
me planteo largarme de allí.
—¿Tienes miedo? —Su voz me sorprende, también la
facilidad con la que me lee. Bajo el rostro y dejo que mis
cabellos lo cubran.
El silencio se asienta entre ambos, salto al sentir su boca y
debo esforzarme para no cerrar las piernas. Su lengua,
intrépida, traza los mismos caminos que antes me mostró,
apenas un minuto es suficiente para dejarme temblorosa y
sumisa.
»¿Es esto lo que necesitas? —continúa, pequeñas gotitas
saladas se congregan en mis lacrimales, contengo el aliento y
le dejo proseguir. Mi cuerpo le pertenece y Erik parece
percatarse, pues aferra mis caderas con ambas manos y tira de
mí, obligándome a inclinarme un poco más.
El sonido del condón al abrirse me zarandea, quizás
porque es mi última oportunidad de detenerme, tal vez porque
la impaciencia me lleva a mirarle sobre mi hombro y todo mi
ser pierde el aliento.
¿Qué tiene ese cabrón que me resulta tan irresistible? ¿Por
qué traiciono todos mis principios por acudir a su encuentro?
No tengo las respuestas y por ello alejo las preguntas,
olvidándolas tan pronto le siento entrar en mí.
Le percibo tan tenso que podría romperse en cualquier
momento. Su autocontrol está siendo puesto a prueba, sus
dedos se clavan en mí y ambos acudimos al encuentro del otro,
creando un sonido carnal que nos espolea y nos reduce a dos
animales hambrientos que olvidan que una vez se detestaron y
que se aferran entre sí negándose a separarse.
El orgasmo gana intensidad, lo pospongo cuanto puedo
antes de que ese tsunami se extienda desde mi vientre hasta
recorrer todo mi cuerpo, pero él no se detiene y yo me quedo
laxa, notando cada embestida mucho más, notando cómo crece
en mis entrañas listo para dejarse partir.
—¿Ya? —me burlo, dejando ir un gallo que le arranca una
sonrisa.
—¿Quieres más? Me has estrangulado hace nada… —me
recuerda sin vergüenza. Un último empellón y el final nos deja
confusos y sin saber cómo actuar. La pasión da paso al mayor
bochorno que he pasado en mucho tiempo. Me subo las bragas
tratando de aparentar una seguridad que estoy muy lejos de
sentir.
—Supongo que me llevas de vuelta —susurro cansada, tan
aturdida que me quedo oteando las esponjosas nubes que
pasan sobre nuestras cabezas. En el fondo no quiero irme, la
soledad pesa demasiado.
—¿No tienes hambre?
—No tanta como tú —espeto al malinterpretar sus
palabras, pasando los ojos por su cuerpo.
—Me refería a ir a tomar algo, a un restaurante o algo así.
Mira si soy bueno que te dejo elegir —concreta más tranquilo,
manteniéndose cerca sin estarlo. Regresamos a la moto, de la
que no nos hemos alejado demasiado, y me detengo.
La idea de conocerle, de darle la oportunidad siquiera, me
aterra, sin embargo, allí, en medio de la nada, me siento con la
confianza suficiente para vivir el presente. Algo tan peligroso
como saltar de un avión sin paracaídas pues, ninguno de los
dos, sabe qué está haciendo.
—Si pudiera elegir escogería avanzar sin rumbo. Si de
verdad pudiera, pediría que algo lograse sorprenderme o
incluso ilusionarme… —suspiro, tomando el casco y dando
por concluido el intercambio. Con él no tengo que ser
respetuosa o educada, no me importan sus sentimientos y,
quizás, eso es lo que me permite estar a su vera en ese instante.
Otra persona cualquiera habría ensuciado mis palabras con
molestas preguntas o comentarios jocosos, él no, él escoge
callar y hacer ronronear la moto.
—No tengo tanto tiempo —comenta Erik pasada media
hora. Aunque, por el rumbo que ha tomado, no vamos de
vuelta.
—Ni yo pretendo robarte más del necesario —aseguro,
posando la mejilla en su espalda y dejando que su calor
adormezca mis pensamientos.
Llevo días preguntándome qué es lo que me gusta de su
persona. No es el más atractivo que conozco ni mucho menos
agradable, sin embargo, cada vez que inhalo el aroma de su
cuerpo, cada vez que su voz roza mis oídos, mi piel responde
como si llevase una eternidad esperándole.
Con él los silencios no pesan, con él, la razón puede ser
desechada si es preciso.
—Nada de meternos en un maizal interminable o en algún
pueblo de dementes donde nos cazarán y convertirán en el
menú del día —suelto ensimismada—. No quiero ser la tía
maciza que, por estarlo, liquidan la primera.
—No tendrías ese problema.
—¿Perdona? —Yergo la cabeza fingiéndome molesta,
aunque la dejo caer un segundo más tarde al comprender de
quién proviene la pulla—. Tú serías el que sale corriendo
seguro. Ese que, casi por azar, sobrevive hasta la última
escena.
—¡No lo dudes!
—Acabarás grillado en algún bar de mala muerte llorando
por esa mujer a la que, sin pretenderlo, quisiste y no pudiste
salvar.
—Olvídalo —gruñe, acelerando hasta los límites
permitidos y sobrepasando dicha restricción. Poso los labios
en su hombro y lo beso a modo de castigo, Erik bufa y yo me
revuelvo sabiéndome ganadora—. No eres mi tipo —me
recuerda, si bien es cierto que no es la primera vez que lo dice.
—Lo sé.
—No lo olvides, no quiero malentendidos después.
—¿De verdad crees que caeré rendida a tus encantos? —
ironizo cansada, en el fondo, dudo que fuera capaz de caer
rendida ante nadie. El cansancio que anestesia mi ser va más
allá del cuerpo y aletarga mis sentidos, me impide alzar el
rostro o llenar los pulmones, ha ido apagando mis deseos hasta
que vivir consiste en continuar en pie. ¿Cómo querer a alguien
en esas condiciones?— ¡Tal vez ya lo he hecho y te estoy
atrapando en mi red de femme faltal! ¡Venga! ¡Sálvate
mientras aún estás a tiempo! ¡Tírate de la moto! ¡Hazlo ya!
—Debería dejar de fumar lo que sea que tomas.
Nos detenemos y le observo bajar sin llegar a pestañear. El
lugar ante el que nos hemos parado ha visto tiempos mejores y
se sostiene en pie de puro milagro, aunque parece limpio.
Entrecierro los ojos y me echo hacia delante, dejo el casco en
el asiento y permito que el viento meza mis cabellos,
refrescándome la piel.
Se acerca y apoya las manos en mi cintura, quizás
creyendo que preciso de su ayuda para moverme, sus dedos lo
único que logran es calentar la piel que se esconde debajo. Me
gustaría pegarle de la rabia que me da no ser inmune a su
influjo, el saberme dominada por mis instintos me hace sentir
débil.
—Y tendrás que cargar conmigo hasta que me devuelvas,
sana y salva, a casa… Pobrecito…
—Nunca dejas de sorprenderme.
—¿Eso es algo bueno o malo? —inquiero con mil
emociones deslizándose por mi interior.
—Por lo menos no me aburres.
Asiento y permito que me alce, pegándome a su pecho y
deslizándome por este hasta que mis pies vuelven a tocar el
suelo.
»¿Me explicarás por qué, después de tantos insultos y
amenazas, acudiste a mí? —continúa Erik, cercándome contra
la moto.
—No.
Capítulo 2
Quizás aún no lo sepáis, aunque no tardaréis en averiguarlo.
Estoy loca. No una locura de esas de manual que puedes tratar,
la mía es una locura necesitada a la que me aferro para no
hundirme por completo. Una felicidad forzada y enfermiza que
me lleva a tomar decisiones nada recomendables, como ceder
a la tentación que Erik representa.
A pesar de que evito pensar en ello a toda costa, percibo su
presencia a mi espalda, su cuerpo se aproxima y el mío vibra
en una melodía única que solo él sabe crear.
—¿Entramos? —lo suelta de tal forma que el calor
asciende por mi cuello y se asienta en mis mejillas.
Antes de que pueda moverme ya está sujetando la puerta.
Sus ojos recorren el vestido que llevo con cuidado, fijándose
en la raja de la falda, que se abre más de lo necesario cuando
doy el primer paso en su dirección. Una sonrisa de medio lado
me recibe en el momento en que, dado que no se mueve ni un
centímetro, me rozo contra su pecho en un intento de pasar.
—Aprovechado —rumio para que solo él pueda
escucharme.
—Calculador y eficiente, diría yo. —En ningún momento
trata de negarlo.
Se nota que no es de los que piden permiso cuando
atraviesa la estancia y se detiene ante una solitaria mesa, toma
asiento y vuelve a posar sus pupilas sobre mi cuerpo,
marcando a fuego cada zona.
—Me confundes —suspiro al tiempo que me dejo caer. La
tentación de tomar su mano y estudiar su reacción me lleva a
hacerlo, achicando los ojos y contando cada uno de los
segundos que tarda en retirarse de mi agarre—. ¿Nervioso?
—Demasiado íntimo para mi gusto.
—¿Ese es el límite? ¿Puedo quitarte los calzoncillos, pero
no rozar tus dedos? —Alzo ambas cejas y coloco uno de mis
mechones rebeldes tras la oreja.
—Puedes hacer conmigo lo que gustes mientras esté entre
tus piernas. —Sus ojos brillan y yo asiento perezosa. Bostezo
ligeramente mientras le cuento al camarero, un hombre de
pronunciadas entradas que, amablemente, nos ha informado de
que la cocina no tardará en cerrar, lo que quiero.
Odio que me digan que no puedo hacer o conseguir algo.
Es una sensación ponzoñosa que me lleva a intentarlo, aunque
en el fondo no me apetezca. Un acto de rebeldía inútil que me
metió en más problemas de los que puedo contar y, sin
embargo…
Me levanto y rodeo la mesa, para sentarme a su vera. Ante
su asombro, acerco la silla cuanto es posible y apoyo el
mentón en el ancho hombro, que se tensa ante el contacto.
—Un león estaría más relajado que tú…
—Un león sería menos peligroso —me avisa, sin que eso
me impresione mucho. Podría negar que me molesta la forma
en la que, la chica de dos mesas a mi derecha, le mira.
También podría prometerme que mantendría las manos
quietas, nunca fui de mentir y por eso ni lo intento.
Paso los dedos por su pelo y disfruto de la suavidad de sus
cabellos. Un gesto íntimo que me ayuda a abstraerme y que a
él se le atraganta.
—Déjalo…
—¿Sabes lo que haría ahora mismo? —Antes de que pueda
responder vuelvo a alzarme, solo que esta vez me siento a
horcajadas sobre su regazo, sorprendiéndoles a todos, no solo
a él—. Castigarte y a mí por el camino. Quiero marcarte con
los dientes y clavar las uñas en tu espalda —aseguro,
apretando los muslos y oprimiendo ese bulto que comienzo a
percibir.
—Baja ya.
—¿Te da vergüenza lo que puedan pensar? —lloriqueo
burlona, preguntándome en qué momento dejó de importarme
a mí. Me inclino sobre sus labios y ese aroma tan único, tan
suyo, me hace gemir hambrienta. Su sabor, su forma de
mirarme… es demasiado para soportarlo y vuelvo a asaltarle,
solo que esta vez en su boca la que me enfrenta.
Nuestros labios chocan y yo suspiro, momento que él
aprovecha para introducir la lengua entre mis dientes.
Comenzando una danza húmeda y sensual en la que lo
acompaño, mis caderas se mecen sin que yo les dé la orden,
sus manos se posan en mi cintura, instándome a pegarme más,
manteniéndome ahí mientras toma el control.
Puedo sentir, en la forma en la que sus músculos se tensan
bajo mis dedos, lo mucho que le cuesta aferrarse a la cordura y
separarse de mí. Puede que ayudase en algo el incómodo
carraspeo del camarero que, con los platos en las manos, nos
observa con una mezcla de envidia y regaño pintado en el
rostro.
—No pueden…
—¿No encuentra la palabra? —suelto directa. Juro que
normalmente no soy así, en realidad nunca me comporté de
esa manera…— Puede estar tranquilo, no pretendía tirármelo
aquí en medio, pero en algo tenía que matar el tiempo.
¿De dónde proviene esa rabia? ¿Por qué cargo contra un
camarero que bastante tiene con soportarnos?
Después de eso, como en silencio, más centrada en mi
plato que en mi acompañante. Soy como un barco a la deriva
que trata de lidiar con sus caóticas emociones y solo encuentra
consuelo cuando está entre unos brazos que no le pertenecen.
Alzo los ojos y lo encuentro observándome, bebe de la
copa y regresa a mí, poniéndome nerviosa.
—Tengo una duda, ¿a los polis también se les puede
detener por escándalo público y exhibicionismo? —Me llevo
el tenedor a la boca y lo mordisqueo, mis labios se estiran en
una mueca divertida que él emula—. Dado lo que acaba de
suceder… Aunque, tal vez, entre vosotros sois más
benevolentes.
—¿Quieres ponerme las esposas? Tengo unas por si te
apetece…
—¡Lo recuerdo!
—¿Todavía sigues molesta por ese pequeño encontronazo?
—¿Pequeño! —Tomo aire y trato de tranquilizarme—.
¡Me detuviste!
—Eras el reo más adorable que tuve el placer de meter en
el coche patrulla. Por la espuma que soltabas por la boca
habría jurado que tenías la rabia… —Inconscientemente se
acaricia el antebrazo en el que, con más fuerza de la debida,
clavé mis dientes.
—Sigues siendo… ¡Arg! De estar en mejores condiciones
te habría reducido yo a ti. ¡Que sí! ¡Deja de poner esa cara!
—¿Necesitas otro round y morder el polvo un poquito
más?
Olvido la ensalada que picoteo y tomo la copa, mis dedos
se crispan ante esa cara de superioridad que, sin embargo, tan
bien le sienta. Me concentro en hacer descender el refresco por
mi gaznate, aunque, a este paso, temo que pueda
indigestárseme.
—Que sepas que, en chirona, aprendí trucos que te harían
suplicar como a un niño chico.
—¿Chirona? Dormiste en la celda una noche.
—¡¿Qué sabrás tú lo que viví allí?! Ese es un mundo
peligroso, mi dulce criatura. Un mundo en el que, tú, no podría
sobrevivir jamás. —Fuerzo el tono de mi voz dándole un toque
grave que me lleva a cuadrarme en la silla. Mi postura de
mafiosa debe ser convincente, pues noto como mi poli
particular se tensa.
No llego a meterme otro bocado en la boca, Erik deja un
billete sobre la mesa y tira de mí, instándome a ponerme en
pie.
—Deja de alimentar el fuego o acabarás quemándote —me
gruñe tan pronto llegamos a la moto. Me besa con renovada
pasión y yo no puedo hacer otra cosa que colgarme de sus
brazos.
—¿Y si, lo que deseo, es arder para olvidar?
—Monta.
—¿Perdón?
—Que montes, lo que quiero hacerte, como bien has
puntualizado, podría lograr que nos detuvieran a ambos.
Capítulo 3
A estas alturas de la película estaréis más perdidos que un
pingüino en un desierto y es normal, quizás debería empezar
por el principio y explicaros cómo nos conocimos. Aunque,
para ello, tendremos que remontarnos a tres semanas atrás.
En aquel momento yo me creía feliz, tan dichosa como podía
serlo…

Una semana antes


2 de marzo
La ciudad huele a mojado y negras nubes se deslizan por el
cielo mientras yo, en mi eterna sabiduría, hago malabares para
llevar, al mismo tiempo, el paraguas y la media docena de
bolsas que he logrado reunir tras una tarde de compras.
Los tacones me matan y el bolso se clava en mi costado
como si fuese una soga que restringe, cada vez más, mis
movimientos. El hecho de que suene el teléfono precisamente
a dos calles de mi portar no ayuda en absoluto. ¡Todavía no
entiendo cómo logro hacerme con él sin que nada caiga de mis
manos!
—¿Sí?
—¿Y bien? —me interroga una melodiosa voz desde el
otro lado. No necesito preguntar para saber de quién se trata y
suspiro, añorándola.
—He comprado todo lo necesario y espero darle la
sorpresa de su vida.
—¿Picardías?
—Sí.
—¿Nata y esposas?
Me río porque, con ella, es inevitable no hacerlo.
Transmite una energía y vitalidad imposible de seguir, pero
que invita a soñar y ser feliz.
—Todo listo, excepto yo. Menos mal que tengo un par de
horas antes de que llegue y podré relajarme con un
espumeante baño.
—¡No olvides darle una buena nalgada de mi parte! Es un
tío con suerte, lo sabes, ¿verdad?
Las dudas todavía corroen mis entrañas, la idea de casarme
se me antoja enorme y me ahoga si pienso demasiado en ello,
de nuevo descarto mis reservas y me dejo llevar.
—Hablando de otra cosa, ¿a que no sabes lo que me pasó
esta mañana? —exclama Nati con voz entrecortada.
—¿Volviste a confundir el desodorante con la laca?
—¡Ese día estaba medio dormida y por supuesto que no!
—exclama con falsa indignación, removiéndose inquieta y
bajando el tono perceptiblemente—: ¿Recuerdas a mi jefe?
—¿Cuál de ellos? ¿Don culito prieto?
—Deberíamos dejar de ponerle motes, pero… Sí. ¡Ese!
—¿Qué pasó entonces? ¿No me digas que ya sabe que
fuiste tú la que…?
—¡No! ¡Ni lo digas! ¡Por supuesto que no! —coge aire—
Le di un cabezazo por error. Repito, por error. Yo no le
contaba inclinado, prácticamente sobre mí, mientras
examinábamos los últimos informes contables y, cuando me
incorporé…
—A este paso vas a dejarle lisiado…
—Sigue siendo un engreído, creo que podrá soportar un
poquito de sangre…
—¿Sangre?
—Su nariz. ¡Buah! ¡No sabes cómo sangraba! Aquello era
un no parar.
—Dime que no te pusiste a reír como una loca… —jadeo,
presintiendo cuál será la respuesta. La conozco lo suficiente
para comprenderla, no por ello queda bien que su reacción
ante este tipo de eventos sea esa.
—¡Lo intenté! Aunque casi me revuelco por el suelo. Un
día de estos me voy a encontrar la carta de despido en la mesa.
¡Menudo engreído! ¡Tenías que verlo con las dos mini-
compresas metidas en los agujeritos de la nariz, paseándose
por la empresa! El muy cabrón dijo que tenía la cabeza más
dura que el cemento y que, para la próxima, le avisase para
ponerse un casco.
—¿En serio? La última vez que lo vi parecía más que
interesado en conocerte… —la pincho y ella no tarda en saltar:
—¡Ni de broma! Es un engreído que cree que todas vamos
a tirarnos a su bragueta. ¡Yo no! ¡Me niego!
—¡Por supuesto! —corroboro sin hacerlo,
sorprendiéndome al detenerme ante mi portal y dejar las bolsas
a un lado. Un suspiro escapa de mis labios mientras abro y
trato de seguir el hilo de la conversación—. Aunque, siendo
abogada del diablo, ya te pidió perdón por lo que sucedió en la
cena de empresa.
—¿Perdón! Casi me quedo en pelotas delante de todos por
su culpa. ¿Un error? ¡Y una mierda!
—Esas cosas pasan, Nati. Su reloj se enganchó en la falda,
no hay más…
—Nena, nena. Te tengo que dejar. El insufrible me llama
con esa voz de pito que se le ha quedado. ¡Te llamo! No
olvides memorizar hasta el más mínimo detalle.
La línea se corta de golpe, me quedo mirando el aparato un
par de segundos antes de ponerme en movimiento. En el
fondo, muy en el fondo, subir las escaleras que me llevan hasta
mi piso se me antoja agobiante. Cada paso oprime un poco
más mi pecho y el aire se condensa en mi boca, negándose a
descender por mi garganta.
«Te ama y tú lo amas. ¿Qué esperabas que sucediera?»
No necesito pensar mucho en ello para que la respuesta
acuda a mi mente:
«Magia. Que me tiemblen las piernas al verle y todo mi
mundo se detenga cuando me tome entre sus brazos».
Dejo a un lado los sueños ridículos y me concentro en lo
que tengo por delante, recordando esos pequeños detalles que
hacen de Sergio mi hombre perfecto. Abandono las bolsas en
el recibidor y los tacones a un lado y me dirijo a la cocina, una
risa queda me llama la atención y me desvío hacia el
dormitorio.
No sé qué espero encontrar, a estas horas no debería haber
nadie en casa y, mucho menos, una mujer. Avanzo con cuidado
de no hacer ruido, esquivando ese punto donde cruje la tarima
y dejando que el frío, que asciende por mis piernas, adormezca
mis miedos.
Me asomo al dormitorio con la duda creciendo en mi
interior y vértigo, mucho mucho vértigo. Tardo en comprender
lo que presencio, incluso me froto los ojos como si, de esa
forma, pudiera borrar la traición de mi pecho.
Todo yo soy incapaz de moverme, incluso mi corazón se
detiene saltándose un latido. Me sudan las manos y, sin
embargo, no tengo lágrimas que pueda derramar por lo que
pudimos ser y jamás lograremos. Ese tal vez, ese futuro que,
durante años planeamos, se deshace entre mis dedos sin que
pueda quejarme o protestar.
—¿Ocupado? —inquiero sarcástica, su cara de sorpresa no
tiene precio.
—¡Eva!
Sí, esa soy yo. La del pecado y la tentación, la estúpida de
la que tienden a reírse. Algo muere en mí, puedo notarlo.
—¿Ocupado? Necesito cambiarme de ropa y las sábanas
—escupo con asco y rabia, adentrándome en la estancia e
inclinando la cabeza. La idea de sacar a la zorra por los pelos
no es descartada al momento…
—Yo… Deja que te explique…
Parece que la rubia entiende que está de más y trata de
salir por patas.
—Oye, ¡tú! Sí, tú. Te dejas el tanga —señalo el diminuto
trocito de tela que cuelga de mi lámpara—. Juraría que eso es
pelo… —musito asombrada ante la rata que descansa junto a
mis zapatillas de casa. En el fondo, la idea de que esa cosa
salga corriendo es lo que más me aterra de todo esto, retrocedo
lentamente y observo esa mata de cabellos con cierto reparo
—. Dile a tu… querida —matizo, con el veneno quemándome
la lengua—, que, de olvidarse algún complemento como un
seno, uña o demás mejoras que se haya hecho, estas irán
directamente a la basura.
—Eva, deja que… —susurra el indeseable mientras trata
de posar sus apestosas y húmedas manos en mis hombros.
Solo de pensar en dónde estuvieron antes una arcada zarandea
mi cuerpo.
—Ni te me acerques. ¡Largo ya, coñe!
—Eva, tenemos un hermoso futuro juntos. No estropees…
«¿Que yo no estropee! ¡¿Que yo no estropee?!»
Si fuera un dibujo animado mi cabeza estaría dando
vueltas y lanzando bolas de fuego, pero como no lo soy me
conformo con aferrar mi mullida babucha rosa y zarandearla
entre ambos. De dar un paso más le cruzo la cara. ¡Vaya que
sí!
—No significa nada. Tienes que comprenderme. Después
de tantos años, tus dudas… Estaba dispuesto a compartir mi
vida contigo y tú fuiste…
—Déjalo. No nos denigres a ambos con excusas baratas —
siseo cansada. Me hago a un lado y señalo la salida sin ganas,
mi brazo es un apéndice independiente que extiendo a la altura
de los ojos y del que me desentiendo.
Los minutos pasan y, mucho después de que se hayan
largado, parpadeo en trance. Este es el último lugar en el que
quiero estar. Mis ojos localizan casi por casualidad las llaves
del coche sobre la mesilla y me acerco a ellas.
No sé qué hago ni a dónde me dirijo, aunque me tomo el
tiempo suficiente para, con mi hermoso conjunto, colocarme
unas deportivas negras que, antaño, usaba para salir a correr.
Huir, eso es lo que importa. Huir lo más lejos posible de mi
fantástica y perfecta vida. Escapar de las explicaciones que
habré de dar o de las incómodas preguntas a las que me
someterán.
En el fondo pareciera que lo que menos me importa es mi
ex, casi juraría que respiro mucho mejor.
Me detengo en el parking y cuento los segundos que tarda
la puerta en desplazarse, mis dedos tamborilean inquietos
sobre el volante.
«No entiendo tus dudas ni tu reticencia. ¿De verdad crees
que aparecerá alguien mejor que yo en tu vida?», parece haber
pasado una eternidad desde que el indeseable soltó esas
palabras, aunque solo fueran tres días. ¿Tengo yo la culpa, es
eso?
Tan pronto me veo libre, clavo el pie en el acelerador, sin
preocuparme de si rasco la chapa al salir. Necesito la
velocidad, esa dosis de adrenalina que me saque de la
nebulosa.
Abandono la ciudad y tomo dirección norte. Me aferro al
volante y trato de concentrarme en la ristra de canciones que
salen por la radio, pero las letras, en lugar de ayudar,
humedecen mis ojos. No me percato de que estoy llorando
hasta que se me nubla la vista y jadeo en un intento de respirar.
¿Por qué duele tanto perder a quien no terminaste de ver como
parte de ti?
El coche ronronea, subo la marcha y dejo que este me guíe.
Bajo la ventanilla para incrementar la sensación de velocidad y
el viento golpea mi rostro, una bofetada de realidad que no me
ayuda en absoluto.
«Sigues esperando a que cometa algún error», en esta
ocasión las palabras le pertenecen a Nati, por un instante la
odio, al igual que a mí misma.
Una lucecita me sobresalta, ¿desde cuándo están ahí los
putos polis tocando los cojones? Vale, quizás no es el
vocabulario más aceptable del mundo, pero no tengo el mejor
día tampoco.
Disminuyo la velocidad y me hago a un lado, mi mirada
furibunda se topa con la de un atractivo pitufo. Frunzo el ceño
y aguardo la multa, lista para pasármela por los ovarios. En ese
instante el dinero no me duele, tampoco las consecuencias.
—Buenas tardes, ¿ha bebido? —me suelta con educación,
aunque bastante frialdad. Algo en mí termina de romperse y,
antes de comprender lo que suelto…
—¿Buenas? ¿Beber? Pues sí, no te jode. ¡Agua! Ya me
gustaría haberme tomado algo más fuerte. Si lo hubiera hecho
quizás mi día no sería tan mierda.
Mi respuesta, aunque sincera, no parece gustarle.
—¿Sabe usted a qué velocidad iba? —prosigue el
hombrecillo.
—¿En serio? ¿Tengo que saberlo yo o usted que, por la
libretita que lleva, veo que está más que contento de
multarme? Dejémonos de preámbulos y dígame en cuánto va a
salirme la bromita. Debería haber algún tipo de descuento
por…
—Apague el motor.
—¿Perdón?
—Vamos a hacerle un par de test. No se preocupe, no serán
más que unos minutos… —Por su cara no se cree dicha
afirmación, ¿de verdad el universo no siente ningún tipo de
compasión por mí?
El pitufo se apoya en la puerta y yo…
Capítulo 4
Le odio, le odio con cada fibra de mi ser por no permitirme
seguir huyendo. Su profesionalidad se estampa contra mi
fantasía, esa en el que puedo encontrar un lugar lejos de todo y
de todos donde lamerme las heridas y esconderme por un
tiempo.
—Sople aquí —me pide con un aparato entre las manos,
no de los que os estáis imaginando.
Lo hago a regañadientes, aunque, por poco, no escupo un
pulmón en el proceso. ¡Mirad si es generoso que me regala la
boquilla de plástico al terminar!
—¿Ya?
—No, tiene los ojos rojos. ¿Ha consumido alguna
substancia recreativa? —prosigue él, con una sonrisa seca en
los labios y sus ojos atravesando los míos.
—¿No tiene otra cosa que hacer? Precisamente hoy, lo que
menos necesito es toda su atención. Ya le digo yo que no.
—Si se niega, puedo llevarla a un hospital donde…
—Le cae mal a todo el mundo, ¿verdad? —Inclino la
cabeza y reviso sus fuertes brazos. Abro la puerta del vehículo
y el agente se hace a un lado, manteniendo entre ambos
siempre una distancia prudencial. Añoro los centímetros que
los tacones me habrían concedido, odio sentirme diminuta en
comparación.
—Deténgase.
—¿Tiene miedo de que le ataque? —Alzo la ceja derecha
ante semejante idea. ¿Qué podría hacerle? ¿Arañarle la cara o
mordisquearle un poquito? Una sonrisa real, aunque
enfermiza, aflora por sí sola ante dicho pensamiento—. ¿Se
imagina? Podría tener escondido una bazuca…
Lo que, a todas luces es una broma, le lleva a arrugar el
ceño. Antes de que comprenda lo que sucede, me obliga a
darme la vuelta y apoyar las manos sobre el capó del coche.
¡Surrealista! En otras condiciones incluso me habría divertido
con la escena, hoy no es ese día…
—¿Se puede saber qué es lo que hace? —pregunto al
límite de mi paciencia.
—Abra las piernas. Si prefiere que la cachee una oficial
femenina solo…
—¿Cachearme? Veo que cualquier excusa es válida para
meterme mano… —Apoyo la frente en la carrocería y exhalo
sin ganas—. Hágalo pues. Cuanto antes termine…
Sus manos se posan en mi cintura y ascienden en forma de
pequeños toques. Calientes, eficientes, palpan cada pedazo de
mi anatomía hasta llegar a la parte baja de mis pechos.
Sinceramente, no sé qué cree que puedo esconder ahí, dado su
tamaño… no obstante, mi respuesta es inmediata.
Me giro, mi cerebro grita comprendiendo lo que se
aproxima, de verdad que trato de evitarlo, pero mi mano ya se
halla en movimiento.
El sonido nos sorprende a ambos. El contundente bofetón
deja su estela en forma de rojizos dedos, él tarda en reaccionar
y yo… ¡me río!
Las carcajadas son liberadoras y, tan pronto comienzo, no
logro detenerme. Doblada sobre mí misma, suelto toda la
tensión y rabia contenida, mi cuerpo se mece sin control y las
lágrimas, no sé si de pena o de alegría, reptan por mis mejillas
rumbo al suelo.
Toma mi brazo y cierra una esposa sobre la muñeca,
observo lo que hace sin dar crédito. ¡Acaba de encadenarme al
manillar de mi precioso coche rojo! ¡Menudo exagerado!
—Resistencia a la autoridad —me informa él, apretando
tanto los dientes que estos rechinan. Se le nota cabreado y eso
me hace sentir extraña, pues desencadena una humedad entre
mis piernas imposible de explicar.
Me recuerda a un guerrero en plena batalla, todo él
desprende un aura oscura que le hace ver irresistible. Salvaje e
indomable, así lo percibo. Mi ensoñamiento me lleva a perder
unos valiosos segundos.
—¿Es necesario? —jadeo, en un intento de recuperar el
aliento.
—Habrá de responder por sus actos.
—¡Me acaba de meter mano!
Un tic sobre su ceja derecha me informa de que, mi
acusación, no le ha sentado nada, pero nada bien.
—Si tiene algo que reclamar podrá hacerlo en comisaría.
Me estiro cuanto el brazo me permite y me acerco a él.
Alzo el rostro en un intento de enfrentarle, mi oponente no
mueve ni un músculo.
—¿Puedo hablar con libertad, señor agente? —siseo, lista
para lanzar veneno.
—Hable —ruge el león prácticamente sobre mí. Nuestras
bocas están tan cerca que su aliento golpea mis labios. Huele
endemoniadamente bien, el calor asciende por mi piel y
enciende partes de mi anatomía que no deberían responder en
absoluto.
—Se cree superior a mí por su uniforme, inflexible y
autoritario, disfruta menospreciando y terminando de hundir a
la gente, ¿verdad? ¿Solo consigue empalmarse si otros sufren
por su causa?
—Le recuerdo que fue usted la que me golpeó.
—Conozco a los tipos como usted —lo señalo con la única
mano que me queda libre, clavando el índice en su chaleco—.
No le importa nada ni nadie que no sean usted mismo. Egoísta
y egocéntrico. ¡Todos los «ego» que existen!
Ya no sé ni lo que suelto…
—Si tiene bien a abrir los labios por mí, terminaremos
cuanto antes —continúa impertérrito el pitufo, con esa voz
ronca y mirada profunda que me cala hasta los huesos. Su
presencia me incomoda y me lleva a revolverme, la forma en
la que sus pupilas se detienen en mis labios entreabiertos
provoca que tenga mucha sed.
—¿Mis labios?
—Debe mantener esta tira bajo la lengua un par de
minutos —me explica, introduciendo dicho papelito en ella.
¡Esto es surrealista y denigrante!
Bufo y me trago los exabruptos, me consuelo con pensar
en todas las formas en las que podría romperle la cara. Si no
estuviera protegido tras ese uniforme y con un compañero que,
por el momento, se mantiene en segundo plano, estoy segura
de que, al menos, tendría una oportunidad.
—Limpia —corrobora sorprendido poco más tarde.
—Es usted insoportable —bufo cuando me vuelve a hacer
girar y me suelta, aunque no me deja espacio suficiente para
moverme. Literalmente me tiene atrapada entre la carrocería
del coche y su cuerpo, aunque no es que la posición me resulte
incómoda…
Dos emociones luchan por imponerse en mi interior:
La primera: golpearle un poquito más por tocarme tanto las
pelotas por una puta multa de velocidad.
La segunda: seguirle retando e instando a acercarse,
recrearme en su aroma y dejar que sus manos vuelvan a rozar
mi piel.
—Nos vamos de paseo.
—¿Perdón? —inquiero sin comprender a qué se refiere
exactamente.
—Erik, no es necesario —interviene, al fin, su compañero.
—Agresión y conducción temeraria. Merece un
escarmiento. Si cree que, por su cara bonita —sonrío, no
puedo evitarlo— puede librarse de esta va lista.
—¿También le apetece ponerme sobre sus rodillas y darme
unas buenas nalgadas? —ironizo.
—No me tiente… —sisea, prácticamente sobre mi oreja
sin que nadie más pueda escucharle. Sus brazos me cercan, su
pecho choca contra mí— Yo mismo me encargaré de que
aprenda la lección.
—No está acostumbrado a que una mujer, una de las de
verdad, le haga pie. No obstante, puede intentarlo si gusta. En
nada cambiará que me recluya un par de horitas. —Me encojo
de hombros—. Pasado el mal trago, usted seguirá siendo el
último hombre en el mundo al que me acercaría y yo seguiré
siendo la joven hermosa e inalcanzable que, lo que menos
desea en el mundo, es caer en las redes de otro mentiroso,
presuntuoso e insoportable varón.
—Por muchas ganas que tenga de conocerla, antes optaría
por arrancarme las pelotas —escupe mientras me empuja al
asiento trasero.
De nuevo repetiré que no suelo hacer estas cosas. ¿A qué
me refiero? A que quizás, y aprovechando que su brazo estaba
justo al lado de mi boca, le mordiese. En mi defensa diré que
no creía merecerme semejante castigo y que, ya que me tocaba
pasar por una celda, lo haría sintiéndome a gusto.
Pobrecito, quizás me pasé un poquito pues, al descubrirse
la zona, ambos nos topamos con el molde de mi dentadura al
completo.
—¡Me cago en la puta!
—Sí, creo que ya podeos irnos —le suelto con orgullo,
retándole a devolverme el golpe, disfrutando de saber que no
puede hacerlo.
Capítulo 5
¿Sabéis cuál es el peor sitio para pasar la resaca tras
descubrir la polla de tu prometido dentro de otra? ¡Exacto!
Una mugrienta celda, vale, puede que mugrienta no, pero
incómoda desde luego y que, por cierto, me toca compartir.
Es como volver a ir de excursión y tener que dividir a
partes iguales la habitación, con la excepción de que no sabes
si tu compi está ahí por haberse cargado a alguien.
Bueno, puede que esté exagerando… La pobre apenas se
mantiene en pie y estira las palabras cual serpiente, hasta
convertirlas en un galimatías imposible de descifrar. Dudo
que, de intentar apuñalar a alguien, lograse acertar, incluso
desde cerca.
Lo que más odio de toda esta situación es la impotencia y
el tiempo que tengo para pensar, para recrearme en la mierda
en la que se ha convertido mi día y en el cabrón número dos
que ha aparecido para rematarme. Si pudiera volvería a
abofetearlo, aunque solo fuera por el placer de hacerlo,
repetiría.
Me hago un ovillo sobre el banco y dejo que la pena me
envuelva. Las lágrimas descienden gruesas, durante varios
minutos lo único que puedo escuchar son mis hipidos y el tic-
tac del reloj que cuelga de la pared del fondo.
—¿Te encueeeeentrassss bien? —logra balbucear la
camorrista que me han adjudicado. Alzo los ojos para ver,
atónita, cómo prácticamente repta por el banco para colocarse
a mi alcance—. ¿Te hannn hecho daaaño?
Sonrío tímidamente y, con las mejillas todavía húmedas,
me aproximo a ayudarla, permitiendo que apoye la cabeza en
mi hombro. Los párpados de la “asesina” caen mientras trata
de volver a hablar:
—Nooo dejes que… —bosteza— nadie te veaaa llorando.
Es el mejor consejo que me han dado en mucho tiempo, no
obstante, solo logra que mi llanto gane intensidad. No me
duele haberle perdido, ni siquiera ese maravilloso futuro que
se supone que tendríamos por delante. Lo que en realidad me
quema por dentro es la traición y, por más que trato, no logro
evitarlo.
—Te invitaría a unaaa copa —grita mi recién estrenada
amiga. ¿No dicen que estos sitios unen para toda la vida?—
¡Pero eses cabrones me quitaron todo lo que llevaba encima!
¡Petardos!
Dejo que su euforia me embriague, lo justo y necesario
para poder entablar una ligera conversación que, dada la
ingente cantidad de cabeceos por su parte, pronto habrá de
finalizar:
—Si pudiera patearía un par de pelotas —exclamo,
suspirando a continuación—. Pero soy demasiado cobarde y
escogí huir, escapar de quien era y de lo que allí me
aguardaba.
—¿Mal deee amores?
—A mi ex prometido le gustan más las barbies y sus
complementos que las morenas con carácter, y lo descubrí de
la peor forma.
—Mejor antesss que después —asegura abotargada mi
compi, tomándose su tiempo antes de añadir—: ¡Pero por
esooo no se llora! No, no, no… Necesitamosss un tíooo bueno
que nos distraiga.
Se alza todavía más y logra, a duras penas, ponerse en pie.
Sus pasos son titubeantes mientras se aproxima a las rejas. Se
aferra a ellas en un intento de no caer y deja que su frente se
refresque contra el metal antes de aullar:
—¡Ayuda! ¡Necesitamos ayuda!
Son las palabras que mejor vocaliza desde que llegué. Tan
nítidas y contundentes que no tardamos en oír los apresurados
pasos de un agente. Para mi mala suerte pertenecen,
precisamente, a mi cabrón número dos.
—¿Se encuentran bien? —pregunta ese bombón, embutido
en un uniforme que enciende todas mis hormonas al mismo
tiempo. ¡Le detesto! ¡Le odio por mantenerme ahí encerrada!
No obstante, mis ojos recorren sus fuertes brazos con gula.
—No, porrr suuupuesto que ¡no! —canturrea ella,
sonriendo enfermizamente a quien empieza a sospechar que ha
sido engañado—. ¿No lo ve? Neceeesitamos ayuda para evitar
que suuuu corazón termineee de romperse —asegura
señalándome. Si pudiera me mimetizaría con la pared.
—¿Le sucede algo a la señorita? —Su voz desciende hasta
apagarse casi por completo.
—Sí, y el dolor que padece es insoporrrtable —asegura mi
defensora particular—. No obstante, conozco un remedio
¡bueníiiiisimo! Para este tipo de dolencias.
¡Qué bien se expresa cuando quiere!
—Sospecho que va a contármelo y que yo tengo algo que
ver en dicho remedio, ¿verdad? —Erik entrecierra los ojos.
—Como supongooo que lo de dejarnos ir por buen
comportamiento está descartado… —El silencio se impone
durante un par de segundos—. ¿Podría hacernossss un
steapteaseee de esos que consiguen que se nos caigan las
bragas? Porque yo llevo, ¿y tú?
Se gira hacia mi persona a tal velocidad que mi cerebro
cortocircuita. Muevo los labios sin que nada llegue a brotar de
ellos.
—Digamos que sí. Essss un poquito tímida —asegura a
modo de confesión, solo que su voz ha ganado fuerza y rebota
por las paredes del lugar. El calor asciende por mi cuello y se
asienta en mis mejillas, delatando mi vergüenza—. ¿Te
interesssaaan sus bragas? ¿Es eso?
—Debería tratar de dormir la borrachera.
—¿Borrachera? Si apenas estoy un poco piripi. La culpa es
de ese camarero blandengue… Borraaaacha… ¡Háyase visto!
—¿Te sientes poderoso?—me escucho hablar y me
sorprendo, mis ojos le atraviesan con oscuras promesas y, de
poder, en ese momento le arrancaría la cabeza—. ¿Cuándo
podré pagar u hacer lo que haga falta para largarme?
—¿Inquieta? ¿La estancia no es de su gusto? —Ya no usa
un tono profesional y distante, el fuego arde en sus ojos
verdes, haciendo que el oro fundido se deslice por sus iris—.
Póngase cómoda. El papeleo es muy lento y los cambios de
turno no lo agilizan precisamente.
—¿Cambios de turno? —Acabo de perder todo el color de
golpe. Si no estuviera sentada probablemente habría caído a
plomo.
—Sí, ya sabe. Cuando los inútiles se largan para dar paso a
los responsables y capaces. Ese momento en el que dejo el
uniforme a un lado y me refresco con una cervecita…
La idea cala en mi mente, la boca se me seca. Acorto la
distancia sin pensar en lo que hago.
—Espero que se te atragante —siseo, dejando que el
orgullo gane a mi cordura. Ante su escrutinio me siento fea, un
harapo que no fue suficiente para el hombre que dijo amarla.
Bajo la mirada y me sorprendo al observar cómo su brazo pasa
a través de los barrotes y limpia una lágrima que cae por mi
mejilla.
Alzo los ojos y nuestras miradas se encuentran. Su sonrisa
orgullosa me recorre de pies a cabeza, sus dedos, todavía en
contacto con mi piel, me arrebatan las pocas fuerzas que me
quedan. La intensidad que transmiten esos iris dorados me
bloquea, de pronto en lo único que pienso es en ser consolada
por él y eso hace que la rabia brote con vida propia.
—¿Eso es lo que les enseñan en la academia? —gruño,
necesitando sentir su sangre entre mis dedos— Primero las
detienen y luego aprovechan su miedo para doblegarlas.
Sádicos y…
Se aleja de mi al momento. Su sorpresa es genuina, al igual
que el asco de después. Todo rastro de humanidad se borra de
su rostro.
—No es mi tipo. Las prefiero bonitas, educadas e
inteligentes.
Se da la vuelta, listo para largarse, pero yo me niego a
dejar la discusión ahí. ¡Le detesto! ¡Me repugna la forma que
tiene de mirarme como si fuese una mierda que se le ha
pegado al zapato! Como si le diera pena… ¡Pena!
Paso las manos entre los hierros y aferro su chaqueta, tiro
con todas mis fuerzas sabiendo que, de no haberle pillado
despistado, jamás lo hubiera logrado. Pierde el pie y se
estampa de costado contra las rejas, uso ambas manos para
retenerle y aproximo el rostro cuanto puedo a su oreja. En esta
ocasión soy yo quien sonríe:
—¿Quieres saber por qué me detestas tanto? —inquiero,
negándome a disfrutar del contacto, cuando gira el rostro en
mi dirección y me observa de reojo. «Es un cabrón, un puto
matón. No es mi tipo…»
—Deslúmbrame.
Quizás fue el tono que empleó, o que se sometiera a mí al
no tratar de escapar, tal vez el calor que desprendía su cuerpo
o la mirada que me dirigió. Trago saliva y busco en el interior
de mi cerebro, con desesperación, esa gran respuesta que habrá
de dejarme por encima:
—Porque no soy de las que se doblegan a tus deseos. No
permito que me manipulen y, a diferencia de las muñequitas
que coleccionas, podría destrozarte. —Hace tanto tiempo
desde la última vez que me mostré tan segura de mí misma
que me cuesta reconocerme en dichas palabras.
Toma mi mano derecha y la aparta, dándose la vuelta y
quedando a solo un suspiro de mis labios. Tan cerca y tan
lejos, le detesto y, sin embargo, deseo que tome mi boca y la
domine. Tanto tiempo aceptando las caricias de un pusilánime,
conformándome con un amor tranquilo, carente de todo rastro
de pasión, que estoy más que ansiosa por ser devorada.
—Yo tampoco me doblego, preciosa —musita, solo para
que yo pueda escucharle. Ese «preciosa» se clava entre mis
costillas y me arrebata el alma, tal vez porque no suena a una
palabra más, sino a una declaración de intenciones—. Prefiero
dominar y poseer, domar y seducir hasta que, negarte a mis
deseos, sea lo último que quieras dejar.
Vale, el cabrón es bueno, eso no se lo puede negar nadie.
Esa furia animal que destila por cada poro de su cuerpo es un
afrodisíaco por sí mismo, eso si no le sumamos un cuerpo
trabajado y un rostro masculino donde los haya.
—¿Tiendes a subestimar a todos tus oponentes?
—No eres lo suficientemente importante para considerarte
un digno rival.
—¿Cómo te va la mejilla? ¿Mejor? ¿Tu ego podrá
soportarlo? —Enseño los dientes y él cubre mi mano derecha
con la suya, incrementando despacio la presión hasta que
suspiro y mis labios quedan entreabiertos.
—¿Por quién llorabas? ¿Nadie es capaz de soportarte el
tiempo suficiente?
—Seguramente te habría caído bien —aseguro, olvidando
toda contención al soltar su chaqueta y aferrar su cuello que,
tenso, provoca una peligrosa humedad entre mis piernas.
Él no se mueve ni un milímetro, yo me quedo congelada al
no saber si quiero ir más lejos. Mi situación ya es precaria de
por sí, no debería complicarla todavía más… Su pulso se
acelera bajo las yemas de mis dedos, ambos reciclamos el aire
que se mece entre nuestros labios con hambre.
—No eres mi tipo —suelta a bocajarro, trata de alejarse y
le retengo como puedo.
—Deberías aprender a mentir. Aunque no importa, se
necesita bastante más para molestarme. No, no, no… —
susurro— No eres rival para mí y, antes o después, te haré
pagar por todo esto.
—Supongo que, una niña mimada como tú, no está
acostumbrada a los castigos —presupone él, pasando el pulgar
por la parte interna de mi muñeca—. Quizás, si alguien te
hubiera dado unos buenos azotes a tiempo, habrías aprendido a
respetar la autoridad.
—¿La autoridad eres tú? ¡Ja!
—Por supuesto y, mira si estoy comprometido con la tarea,
que me ofrezco voluntario para dejarte el culo rojo…
—¡Menudo sacrificio!
—No lo sabes bien. La sola idea de estar en la misma sala
me repugna. Eres tan insoportable que apenas resisto las ganas
de dejarte aquí y tirar la llave, pero algún día habré de dejarte
marchar y debo estar seguro de que serás capaz de reintegrarte
en la sociedad sin ser un peligro para ti misma ni para los
demás.
—¡Muy gracioso!
—Lo sé. A diferencia de ti soy adorable y la mar de
agradable. —Se encoge de hombros y vuelve a atravesarme
con esas pupilas negras que parecen leer bajo mi piel mucho
mejor de lo que me gustaría—. Aprende a lamerte las heridas
y deja de humillarte a ti misma con espectáculos como este.
Retrocedo agotada y asiento, casi puedo sentir la bofetada,
aunque ni siquiera la necesitó. Lo observo sin despegar los
labios, regresando al banco del que nunca debí moverme.
»No deb… —La nada decora mis ojos al posarlos en él.
Una indiferencia absoluta me domina al tiempo que corto su
intento de disculparse.
—La verdad escuece —reconozco, demasiado perdida en
mis pensamientos para que eso me moleste—. Espero que
nunca esté en mi posición, aunque, un semental como usted
jamás será despreciado hasta el punto en el que le hagan dudar,
¿verdad?
—Yo…
—Déjeme sola. Quizás esté obligada a permanecer aquí,
no por ello debo soportar su presencia.
No le miro, sus pasos se alejan sin que perciba nada de lo
que sucede a mi alrededor.
—Eres tan fría que, en ocasiones, me das miedo. —La voz
de mi exprometido reverbera en mis oídos. Esas acusaciones
que, ante el más mínimo conflicto, esgrimía contra mí, ganan
peso y me entierran debajo—. Nada te importa, nadie es lo
suficientemente bueno para sobrepasar la barrera que has
erigido en torno a tu persona y, al final, acabarás quedándote
sola.
Ya lo estoy, sola y abandonada. Quiero reír, mantenerme
erguida, aunque todo mi cuerpo inste en dejarse caer, lo
intento con todas mis fuerzas.
—¿Te encuentrassss bien? —No me importa quién sea mi
compañera de cautiverio, en ese momento lo que más necesito
es consuelo y, por ello, no protesto cuando, como puede, rodea
mi cuerpo en un abrazo.
Capítulo 6
Seis horas más tarde me dejan ir. Según parece Erik no
presentó cargos en mi contra, pero la multa no me la quitaba
nadie.
Salgo al exterior como borracha, notando las miradas
curiosas de cuantos me cruzo caer sobre mi ropa y mi
maquillaje corrido. Les noto juzgándome, cuchicheando a mis
espaldas. Alzo el mentón y me dirijo hacia el centro,
necesitando llenar el estómago.
No he dado dos pasos cuando el teléfono vibra. Descuelgo
y me quedo mirando el edificio que tengo enfrente sin ganas
de responder a la ingente cantidad de preguntas que Nati
escupe. Su emoción dista mucho en ser compartida.
—¡Dime algo! Me tienes mordiéndome las uñas desde
ayer —exige, con ese tonito agudo que tanto me repatea.
—No soy su tipo.
—¿Que no qué? ¿Qué cojones ha pasado! ¿Dónde coño
estás? Dímelo y salgo ahora mismo para ahí —asegura,
haciéndome temblar y sentir tan diminuta a su lado…
—Soy insufrible, ¿lo sabías? Nadie se queda a mi lado el
tiempo suficiente porque soy fría, soy…
—¡Ya basta! Dime dónde estás.
—Saliendo de la comisaría del centro, esa que está junto a
nuestro antiguo instituto. Acabo de pasarme unas horitas en la
suite que guardan en el sótano —ironizo.
—¿Qué?
—Tuve hasta servicio de habitación, solo que le daría
menos de una estrella por el pésimo trato. ¿Existen los calienta
coños? Buah, aunque tampoco era para tanto. Un
impresentable, eso era.
—Nena, no entiendo nada de lo que dices…
—Solo quería escapar, conducir un rato y… No sé. No sé
nada. —Me paso las manos por el pelo y lo revuelvo un poco
más, hasta convertirlo en un inmenso enredo del que me
acordaré más tarde—. ¡Me detuvo y cacheó! Me metió mano
y, aunque no fue demasiado, ¡no tenía derecho a tocarme de
esa forma!
—Estoy saliendo. No te muevas.
—Nati, le gustan rubias. Al poli no, al otro. Al infiel.
Aunque no sé si era rubia ella o solo la rata que se ponía en la
cabeza. ¡Qué miedo daba! —exclamo, deteniéndome en la
cafetería de la esquina y tomando asiento. Pido un café y una
napolitana sin soltar en ningún momento el teléfono.
Quizás se debe a la falta de sueño o a que mi cerebro ha
alcanzado su límite, lo cierto es que observo cuanto me rodea
con ojos nuevos, deteniéndome en esas personas que,
indiferentes a mi dolor, continúan con su vida.
Localizo a Nati y la admiro durante los cinco minutos que
tarda en llegar hasta mí. Toda ella es glamour, elegancia e
inteligencia, toda ella invita a quedarse a su vera y cuidarla. La
diferencia entre ambas me lleva a encogerme un poco más en
la silla.
—¿Qué coño te han hecho? —Tira de mí y me abraza, sus
labios en mi mejilla dejan una huella rojiza que limpia con una
caricia a continuación—. Voy a matar a ese engendro del
demonio —asegura de malos modos y yo la creo, ella es capaz
de lograr lo imposible—. Le cortaremos los huevos y nos
haremos un collar con lo poco que logremos reunir. Ya verás,
se arrepentirá de cada una de las lágrimas que has derramado
por su culpa.
—¿Solo los huevos? —musito.
Ambas sonreímos y volvemos a abrazarnos, un contacto
que se extiende un minuto entero y me permite respirar.
—¿Mejor? —Asiento una sola vez, jugando con el
contenido de la taza que han dejado ante mí me decido a abrir
mi corazón, a ponerle palabras a esas emociones que no
termino de identificar, confesando, de paso, esos temores que
llevo ocultando tanto tiempo.
—No le amo ni le amé nunca —suelto de golpe, relajando
el gesto.
—¿Le rechazaste?
—Habría sido mucho más sencillo, así pues, incluso
sospechando que no le quería como debería si pretendía pasar
el resto de mi vida con él, acudí a su encuentro dispuesta a
aceptar pasar el resto de mis días a su lado en una lenta
condena. Me hice a la idea de que no habría grandes
emociones ni sexo espectacular, ¿me estaba conformando?
Posiblemente. Mas quería creer que el cariño y respeto era más
importante que esa pasión del inicio, que la primitiva
necesidad de tocarle, de tenerle sobre mi cuerpo.
—Suena horrible…
—Creí que podríamos ser dichosos —aseguro, sin estar
convencida del todo—. Cada día me repetía que yo lo era todo
para él, que me amaba más que a nada en el mudo, que era
perfecta… ¿Cómo rechazar lo que él me ofrecía? Casi parecía
un insulto a todas las mujeres que deben soportar a garrulos a
su vera, ¿verdad?
—Lamento si, de alguna manera, te presioné para
aceptarle.
No pude disculpar su actitud o consolarla y tampoco traté
de hacerlo. En su lugar proseguí con mi monólogo:
—¿Por qué aferrarse tanto a alguien si ya has fijado tus
ojos en otra persona? —le pregunto, con el corazón en la mano
y precisando una respuesta que logre calmar en algo la
quemazón de mi pecho—. ¿Por qué, si no le amaba, me dolió
tanto encontrarle en brazos de otra, gruñendo y tomándola
como nunca hizo conmigo? A mí no me tocaba de esa forma…
A mí no…
Alzo los iris al cielo y repliego las lágrimas, negándome a
rendirme, a pesar de que mi aliento posee un inequívoco toque
salado.
»Lo único que quedaba, mi respeto por él, se desvaneció,
siendo sustituido por la vergüenza y una pena infinita. Ni
siquiera tuve ganas de enfrentarle o reclamarle, no me sentía
con el derecho de hacerlo, no le amaba lo suficiente.
—Cariño…
Pena, eso es lo que todos sienten por mí. Pena es lo que
ella me transmite al envolverme y lo que me lleva a desear
despellejarla.
Seis años, eso fue lo que perdí, seis años de mi vida que no
voy a recuperar jamás.
—Estoy sola y eso me asusta —reconozco, enterrando el
rostro entre las manos y sorbiendo el jadeo que escapa por mis
labios—. También me emociona.
—Encontrarás a alguien que…
—Tendría que poder confiar en alguien —tomo un largo
sorbo del café—. Me niego a volver a caer tan bajo.
—Bueno, cambiando de tema. La despedida de soltera
sigue en pie, ¿verdad? —canturrea Nati, sonriendo casi con
ansiedad, tratando de contagiarme con su ímpetu.
—No va a haber boda.
—¿Y qué? Saldremos y festejaremos que no has caído en
su trampa. Brindaremos por tu libertad y los nuevos
comienzos. Nos recrearemos en algún culito prieto…
—Lo que menos me interesa en este momento son tíos sin
nada en la cabeza.
—¡Mientras lo tengan en los pantalones! Te aseguro que lo
único que necesitas es una buena anaconda que te quite el mal
sabor de boca.
—¡Bruta!
—¡No estaba pensando en eso! Aunque…
—¡Nati!
—¿Qué! Ahora eres libre y ya es momento de que
experimentes un poco, ¿no crees? —me interroga,
inclinándose sobre la mesa y acercándose a mí—. Además, no
puedes privarnos de la fiesta que, con tanto empeño, hemos
preparado.
—¡Si os habéis enterado de la proposición hace dos
semanas!
—Dos semanas intensas en los que apenas logramos pegar
ojo. Querida, quizás todavía no lo sepas, pero existen mujeres
que llevan meses a pan y agua. ¡Meses! Tanto tiempo que
temo haber olvidado cómo se siente el cuerpo de un hombre
sobre mí.
—Te estás tirando a tu jefe…
—¿Ese? Ese no da ni para medio polvo. No, yo te hablo de
los que tienen todo en su sitio y te hacen vibrar solo con
acercarse.
No recuerdo haber pagado la consumición, me limito a
seguirla en ese deambular sin rumbo que, sin embargo,
desemboca en mi portal. Como si pudiera sentir mi reticencia,
mi miedo incluso, me empuja suavemente.
—¿Me dejarás congelarme aquí fuera? —inquiere con
ternura, aunque con una mueca divertida.
—¿Me dejarás congelarme aquí fuera? —repito
refunfuñando— No hace menos de veinticinco grados, mona.
—Soy de sangre caliente —brama, tirando de mi hacia el
interior tan pronto abro. El lugar me resulta tétrico, como si
toda luz lo hubiera abandonado y los fantasmas, peligrosos y
rencorosos, nos acechasen desde la esquina. Incluso me
revuelvo un par de veces esperando ver manos huesudas brotar
de la nada y tratar de apresarme.
Todavía no hemos llegado hasta mi piso y ya ansío correr
lo más lejos posible. Me pregunto dónde habrá ido a parar mi
precioso coche mientras soy arrastrada por el tsunami Nati.
—Todo lo que ese cabrón haya dejado atrás se va directo a
la basura —asegura por su parte, detengo los ojos en la bolsita
que todavía descansa en el recibidor. El picardías, los
bombones, las fresas…
—Nunca me pareció atractivo, ¿lo recuerdas? —
rememoro, aferrándome a la conversación en un intento de
contener el ácido que asciende por mi garganta. ¿Cuántas
veces habrá remoloneado en ese mismo lugar con otra
mientras yo me dejaba los cuernos trabajando?— Pero era
divertido y atento.
—Si tú lo dices…
Asiento y atravieso el pasillo, la puerta del dormitorio
sigue abierta aguardándome, conocedora de lo que allí
sucedió.
—Ni siquiera hizo la cama —protesto, sin comprender por
qué esas sábanas revueltas me impiden respirar. Incluso me
paso las manos por el cuerpo en un intento de apartar esa
angustiante sensación de suciedad que me paraliza.
—¡Las quemaremos! Al igual que todo lo que haya tocado
esa…
Me acerco y lanzo de una patada la mata de pelo, que
todavía reposa junto a mi zapatilla, contra la «valiente» de
Nati, que grita como si un predator estuviera a punto de
despedazarla.
—Serás cabrona —aúlla, saltando sobre mí en una
venganza que termina antes de empezar, pues las lágrimas se
deslizan nuevamente por mi rostro sin saber si lloro por lo
perdido o por la rabia de haber sido utilizada y menospreciada
hasta tal punto de creer en todas sus mentiras—. Tranquila…
Shh… Te prometo que todo irá mejor de ahora en adelante…
Quizás el amor fuera sacrificio y paciencia, tal vez merecía
la pena luchar hasta el final por la persona indicada, a lo mejor
existía el final feliz. De lo que estoy segura es de que, a mí, ya
no me interesan los tíos y me niego, en rotundo, a volver a
caer en sus mentiras.
Capítulo 7
Tras dos días de resaca emocional, acompañada en todo
momento por Nati, al fin vuelvo a pisar la calle, aunque sea de
noche y las farolas iluminen mis pasos. El conjunto escogido
para una noche tan mágica son unos pantalones cortos, un top
blanco y unas deportivas. Algo cómodo, práctico y que, sin
embargo, me queda como un guante.
Las risas de mis amigas son una melodía a la que me
aferro, acompañándolas en sus chistes mientras escogemos la
ruta a seguir. Beber algo primero y después bailar hasta que
todos los músculos de mi cuerpo protesten a causa del
cansancio.
Perfecto, ¿verdad? No obstante, cada vez que bajo la
guardia mi mirada se apaga y la sonrisa se va difuminado de
mis labios, como si, de no forzarla, la felicidad me negase su
compañía.
—Que síiii… Está todo preparado, aunque me ha salido
caro de narices —asegura Nati, palmeando el bolso que lleva
colgando del hombro.
—¡Qué envidia! Vuelves a la soltería por la puerta grande
—asegura Coral, haciendo un efímero puchero.
—Dejadla respirar un poco —aúlla Nati, pasando el brazo
sobre mi hombro e instándome a encabezar con ella la
procesión.
El frío no me molesta, sé que durará poco. El silencio que
nos rodea es casi reconfortante, no obstante, un nudo va
ganando intensidad en mis entrañas, hasta que el dolor me
obliga a detenerme.
—Es demasiado pronto… —gruño, tratando de darme la
vuelta.
—¡Y una leche! ¡No nos obligues a cargar contigo! —grita
Nati.
—¿Cargar? Yo prefiero llevarla de una oreja, todavía tengo
agujetas de la clase de spinning… —protesta Maia.
—Tampoco pesa tanto y, entre las tres, hasta podríamos
hacerle la sillita de la reina que nunca se peina… —canturrea
Coral, dando varios saltitos y comenzando a bailar sin pudor
alguno.
—Esta ya lleva un pedal… —musita Nati, sin esforzarse
mucho en que su comentario pase inadvertido.
—¡Que no!
—¿Alguna ha preguntado si nos podemos liar con el boy?
—inquiere Carol, la mar de interesada.
—¡Es un boy no un puto, supongo que él podrá escoger
con quién terminar la noche! —chilla Nati.
—Entonces esto es la guerra —asegura Maia, negándose a
quedarse atrás en la locura colectiva.
Entre abrazos y besos, me han ido empujando hasta la calle
principal y comienzo a ver a varios grupitos de jóvenes que se
dirigen hacia la misma zona. Sí, he dicho bien, jóvenes pues, a
mis treinta años, esos imberbes me hacen desear más que
nunca una mantita y una buena peli con la que pasar las horas.
No recuerdo haber pedido la primera copa, el sabor amargo
del vodca desciende por mi gaznate encendiéndome,
despertando cada uno de mis sentidos. Casi por pura
curiosidad, inspecciono a los hombres que me rodean y
chasqueo la lengua. ¿En serio?
Quizás esté siendo algo injusta, no por ello me planteo
darle una oportunidad a ninguno. Cada vez que hacen el más
mínimo indicio de acercarse, les atravieso con la mirada y
niego con la cabeza una sola vez, un aviso mudo que, o son
demasiado imbéciles, o es fácil de comprender.
Las canciones son… bailables, la mayor parte de las veces.
Temas que me suenan de haberlos escuchado en la radio y que
tarareo sin mucho esfuerzo y, tal vez se deba a que alguien
acaba de cambiarme la copa, mas comienzo a sentir que me
estoy divirtiendo en esa locura que mis amigas han preparado.
—¿Seguimos! —No cuento con Nati tan cerca y pego un
brinco que derrama parte de mi vaso sobre un hombretón de
negras barbas, sus ojos pasan del malestar inicial a un interés
que descarto tan pronto como aferro el brazo de mi amiga y
me dejo llevar lejos.
—Sálvame —suplico con voz aguda, soltando sendas
carcajadas al segundo.
—Te veo mejor.
—¿Todavía puedes ver? Si en algún momento considero
largarme con algún tipo de estos, detenme —bramo, pagando
con todo barón mayor de 18 la traición a la que fui sometida.
Les detesto sin motivos y con cientos de ellos.
Zigzagueamos por un par de calles y nos detenemos ante
un local pequeño con apenas un cartel de madera colgando
sobre la puerta.
—Me esperaba algo más llamativo —comento,
descendiendo por unas empinadas escaleras que parecen
conducirnos a la entrada del infierno.
La tenue iluminación, mezclada con el aroma dulzón y la
música de jazz, me invita a curiosear, al sentir que estoy a
punto de poner un pie en un mundo completamente diferente
al mío.
—¿Tienen reserva? —me pregunta una joven en la que, de
no haber despegado los labios, ni siquiera habría reparado.
—Por supuesto —comenta Nati—. Dulce padecer —
agrega esas dos palabras abriéndonos, con ellas, las puertas de
un lugar exclusivo y que huele a poder. Apenas una docena de
mesas se encuentran dispersas en la inmensa sala. Sofás de
cuero y terciopelo negro aquí y allá completan la estampa.
Lo que no hay es un escenario o una barra, que por algún
motivo esperaba encontrar. Tampoco esos hombres tan
apuestos que habrían de robarme el sentido y devolverme las
ganas de follar.
—¿Cuándo se supone que empieza esto? —interrogo a
Nati antes de que pueda escaparse, tomándola de la mano y
entrelazando nuestros dedos en busca de apoyo.
—He contratado la experiencia completa por lo que
empezará cuando nosotras estemos preparadas. Por el
momento, acomodémonos y pidamos una buena botella de
champán, que tengo la boca seca —jalea ella, dejando el bolso
en manos de la camarera que se nos acerca.
La música nos envuelve con la calidez de una confidente,
las notas graves reverberan en nuestra piel y la voz de esa
mujer que, sin pretenderlo, nos hace sentir la pasión de ese
amor prohibido que la tortura, se clavan en mi garganta cual
afiladas cuchillas.
Cada pequeño detalle ha sido creado para estimular y
tentar, para que la mente se pierda y la realidad sea olvidada
en pos de un mundo onírico que puede llegar a antojarse
perfecto.
—No tragues de esa manera o luego no podrás ni
levantarte de la silla —el regaño de Nati hacia Coral cae en
saco roto y ella opta por vaciar la copa de un trago.
—¿Qué? ¿Pretendes que esté sobria cuando lleguen? Esta
noche es para desmelenarse, para soltar burradas y, si tenemos
suerte, no recordar la mayoría la mañana siguiente.
—Me niego a cargar con vosotras cuando no seáis capaces
de manteneros erguidas. No me tentéis o llamo a un taxi y os
mando de vuelta a casa —nos regaña Nati con voz maternal,
apretando los labios y aguardando un minuto entero antes de
volver a tomar la botella y rellenar las copas.
—Ni siquiera sé por qué os emocionáis tanto. Vale que
estarán para rayar queso en sus abdominales, pero, a la hora de
la verdad, siguen siendo tan inútiles como el resto de hombres
—bufa Maia, haciendo girar su bebida entre los dedos y
sumergiendo los iris en el dorado fluido—. Incluso peor. —Un
escalofrío la mece.
—Uy, uy, uy. ¡Aquí hay una buena historia! ¡Cuenta! —
exige Coral, siempre dispuesta a prestar su oído a un buen
chiste y a convertirlo todo en un monólogo hilarante.
—¿Os acordáis de Nick? —Por nuestros caretos,
claramente no, aunque eso no es relevante y opta por ponernos
un poco más en contexto—: Si, joe. El moreno con cuerpo de
semidios que conocimos en la fiesta que hubo después del
rally.
—¿El que jugaba profesionalmente en…? —intervengo.
—¡Ese! —Pega un enorme salto en la silla y se inclina un
poco más sobre la mesa—. El caso es que volví a
encontrármelo, por casualidad, el otro día en un bar y una cosa
llevó a la otra…
—¡Te lo tiraste! ¡Serás zorra! —canturrea Coral.
—Debí haber desconfiado por su forma de besar. Era una
mezcla entre pulpo y…
—¿Calamar? —se burla Coral, ganándose un par de risitas
por nuestra parte.
—Un beso sin fuerza y con más saliva de la necesaria. Sin
contar con el aliento… —Aparta un milímetro la copa, un
gesto que no me pasa desapercibido. La voz de Maia contiene
una dulzura imposible de emular que nada tiene que ver con su
personalidad—. A esas alturas de la película ya le dije que era
mejor que lo dejásemos. De verdad, me daba penita, pero…
—¿Te lo ibas a tirar por pena? —pregunta Nati.
—¿Existe otro motivo? —interviene Coral.
—El caso es que me convenció para ir a su casa y
“ponernos cómodos” —matiza entrecomillando esas dos
últimas palabras con los dedos, sin dejar lugar a dudas de las
intenciones de ambos. Sexo, un intercambio de fluidos que
debería ser satisfactorio para ambos, solo que, en la mayor
parte de los casos, solo ellos terminan. Dejo mis reflexiones a
un lado y trato de concentrarme en ella—. Me quita la ropa,
me acaricia… Sin mucho arte, por cierto. A puntito estuve de
preguntarle si creía que había movido las cosas de sitio.
—Aparte de que tienes un pezón algo más arriba que otro
no sé a qué… —la pica Coral.
Tras recibir una servilleta arrugada en plena frente, la
historia se reanuda:
—Guapo, un cuerpo tan perfecto que podría dar una clase
de anatomía… ¡Y no encuentra los condones! ¿Sabéis lo
mucho que baja la lívido ver a un tío en pelotas moverse por la
habitación y revolver en todos los cajones sin éxito? ¿A que no
sabéis dónde los guardaba el cerebrito?
Todas negamos con la cabeza, aunque nuestros ojos
refulgían clavados en ella:
—¡En el puto estuche de costura! ¡Junto a los alfileres!
—No usarías un condón de esos, ¿verdad? —salto.
—¡No! Yo tenía un par. No, no, no. ¡No! ¡Cómo puedes?
¡NO!
—Vale, vale… —palmeo su hombro y ella acoge mi mano
bajo la suya en un apretón cariñoso.
—El caso es que terminamos en esa cosa que él llamaba
cama. Como pude, aparté las sábanas y traté de ponerme en
sus manos. Él, que aseguraba ser un amante experto y que, con
su labia, me había ofrecido una noche inolvidable cumplió,
aunque de forma desafortunada, dicha promesa.
Arrugo el ceño.
»Si en algo era experto era en el uso de la lengua, era el
fantasma más grande conocido. Es posible que el tamaño no
tenga importancia, ¡pero en toda relación sexual se exige un
mínimo!
—No todos la tienen de dos metros, no obstante, te puedo
asegurar que… —Nati, la abogada particular del diablo…
—Así. —Maia nos muestra con la mano las medidas
exactas, aunque su índice y pulgar apenas se separan cinco
centímetros. El silencio cae sobre las únicas que, de otra
forma, tratarían de defender la masculinidad de este—. A
pesar de todo, ¡decidí seguir! Ya que había llegado hasta allí
me lancé de cabeza.
—Esta chica es gilipollas —rumia Nati.
—¡Pezqueñines no! —exclama Coral.
Yo opto por guardar silencio ante la ingente cantidad de
veces que apreté los labios y fingí un placer que no sentía.
Momentos frustrantes en los que trataba de pensar en la
persona que tenía entre mis brazos y no en mí misma y en mis
necesidades. La rabia y la decepción, la impotencia y hasta el
hastío pasaron a ser emociones recurrentes en mi día a día. En
ese instante quería gritarle que jamás volviera a conformarse,
nunca mejoraba.
—Bueno, bueno. Acabamos con él, “empalmado” entre
mis piernas, y yo, mirando el techo con resignación. ¿Qué más
podría salir mal? No es que existan más que dos caminos por
los que podría haberse internado y le había dejado en la
dirección correcta… Pues no acertó, o, si lo hizo, no me
enteré. Comenzó a moverse como si hubiera caído presa de un
ataque epiléptico y yo me debatía entre darle primeros auxilios
o dejarle terminar.
—¿Nada de nada? —inquiere Nati.
—De verdad que me concentré en el que debería ser
nuestro nexo de unión. Sentía sus caderas, sus piernas y
«algo» reptando entre nosotros.
—¿Algo? ¡Ugh! —Coral se retuerce y opta por volver a
mojar los labios en champagne.
—Hasta que ese «algo» rozó mi clítoris. De verdad no sé si
fue a causa de la sorpresa o del asco, pero le lancé cual
cucaracha por la ventana.
—¿Qué tipo de cosas haces tú con las cucarachas? —
cuestiona Coral.
—El cucaracho. No sería un mal nombre… —susurra Nati.
—Se cayó de la cama patas arriba, un par de patas muy
largas vistas en comparación y desde esa postura… Por un
momento me planteé la idea de que no fuera capaz de darse la
vuelta, atascado entre la pared y su propia cama, por sí solo.
Como las tortuguitas, ¿sabéis a lo que me refiero? —achino
los ojos y sonrío, aunque Maia lo soltó totalmente en serio.
—Acabaste zurrándole por incompetente —sentencio.
—No era mi intención —se defiende ella.
—Supongo que ahí se terminó el encuentro —deduzco—.
¿No? ¿Qué hiciste?
—Me sentía culpable… Que no fuésemos compatibles en
ese ámbito no quitaba que no me pareciera agradable y un
buen chaval…
—¿Y? ¿Por qué me da que lo mejor está por venir?
Maia esquiva mis ojos para, un segundo más tarde, soltar
un par de estridentes carcajadas. Alza la copa y nos invita a
brindar por todos esos torpes indefensos que engrosan nuestra
lista, al menos eso aúlla ella.
—¡Suéltalo ya! —exijo.
—Estaba avergonzado y traté de minimizar el golpe con un
par de mimos. Un beso aquí, una carantoña allá… Vamos, que
creyó que todavía podríamos seguir dónde lo había dejado. Se
emocionó y ¡trató de lanzarme sobre la cama!, tipo comedia
romántica, solo que no me lo esperaba y… me agarré a su pelo
desesperada, llevándome varios mechones conmigo —suspira
—. Traté de disculparme, pero la tensión del momento,
sumada a su cara de pánfilo que se le quedó, fue demasiado.
No era capaz de parar de reír, me retorcía como una croqueta
sobre el colchón mientras él me observaba de pie y con esa
cosita entre ambos. Cada vez que alzaba los ojos, creyendo
haberme serenado lo suficiente y lo veía ahí… De verdad,
tenía la cara empapada cuando ya se decidió a retirarse al baño
y vestirse.
Nos miramos entre nosotras sin saber qué añadir, las
sonrisas, tímidas al inicio, degeneran en cuestión de segundos
en forma de estridentes carcajadas.
—La salida de la vergüenza —musita Nati.
—Con los tacones en la mano y a medio vestir —
corrobora Maia—. Salí de allí como si un asesino en serie me
persiguiera.
—¡Aunque con el cuchillo más pequeño de la historia! —
exclama Coral.
—¡No seáis malas! —intervengo, alzando la copa junto al
resto mientras, creyendo que no la veo, Nati le hace una seña a
la chica que nos atiende. Segundos más tarde, dos chicos,
guapos y uniformados, hacen acto de aparición.
—¿De poli? ¿En serio? —gruño, más molesta de lo que
debería.
Vale, los tíos están cañón y me dirigen miradas
hambrientas que muy difícilmente podrían fingir, no obstante,
les falta esa oscuridad en los ojos que me enciende por dentro,
también la aterradora promesa de que jamás podría olvidarles,
que intuía bajo el tono grave de las amenazas de Erik.
Volver a pensar en ese desalmado que fue capaz de
encerrarme en un cuchitril de dos por dos sin considerar mis
atípicas circunstancias es lo último que quiero hacer en ese
momento, aunque me cuesta sacármelo de la cabeza y todo mi
cuerpo reacciona ante su recuerdo.
«Si alguien en este mundo te detesta, es ese engreído», me
recuerdo a mí misma en un intento de aferrarme a la cordura y
no a la patética esperanza, que surge en mi mente, de volver a
verle. ¿Acaso la traición del innombrable me dejó sin un ápice
de amor propio que me prendo del primero que se me cruza,
sin importar cuánta repulsa muestre por mi persona?
Me fuerzo a enfocar la mirada en esos dos tiarrones y
sonrío, mientras uno de ellos se saca la chaqueta y la lanza
sobre mí. Las risas me rodean, la música se torna lenta,
decadente, y ellos aprovechan los marcados pulsos de la
melodía para dar sendos golpes de efecto con las caderas.
Uno de ellos es moreno y sus ojos verdes me traspasan,
atrayendo mi atención. Sus anchos hombros se contraen
mientras se quita la camisa, que deja caer a un lado y es
olvidada poco después.
Cada paso que da en mi dirección me arrebata el aire, no se
detiene hasta que su cuerpo roza el mío y, de un tirón, hace
girar mi silla para poder quedar frente a frente.
Las locas de mis amigas nos jalean, si bien trato de
mantenerme imperturbable, se me antoja imposible cuando,
con descaro, ese bombón toma mis manos y las coloca sobre
sus glúteos. Dos montes firmes y calientes que, unidos al
alcohol, revolucionan también las pocas hormonas que todavía
habitan en mi cuerpo.
Un ramalazo de rabia me lleva a tensar los dedos, mis uñas
se clavan con firmeza en su dermis.
—Tranquila, preciosa. Cuidaré muy bien de ti —ronronea
sobre mi oreja, pasando la nariz por el arco de mi cuello
mientras su entrepierna se mece, peligrosamente cerca de mi
rostro.
No sé a qué se deben los gritos, tampoco me importa. Mi
atención está puesta en ese bombón y le sigo, desesperada por
ahogar la sensación de soledad. Me pongo en pie
sorprendiéndonos a ambos y enlazo los brazos en torno a su
fuerte cuello. Me cuelgo de él participando en su baile como
puedo, dejando que tome el control de mi ser.
—¿Nerviosa? —inquiere cuando me descubre echando un
rápido vistazo sobre mi hombro.
Justo en el centro, entre todas las mesas, un gran espacio
vacío crea la pista de baile perfecta. Él acepta mi reticencia a
que sus dedos recorran mi espalda y se internen en zonas más
peligrosas, yo disfruto de su cambio de rumbo cuando toma
con suavidad mis manos.
Una bachata vibra en los altavoces, yo gimo tras darle un
potente pisotón. Uno, dos, tres, cuatro, sigo el ritmo como si se
tratase de un sencillo problema matemático. Fácil y manejable,
al menos hasta que me hace girar y todo mi mundo pierde
sentido. Me sostengo gracias a sus brazos, que envuelven mi
cintura.
—Perdón —suspiro, sintiéndome carente de cualquier tipo
de coordinación.
—¿Por qué? Adoro que las mujeres hermosas insistan en
caer, una y otra vez, en mis brazos.
—¿Eso hago? —Pongo los ojos en blanco, él me castiga
tirando de mí y pegándome a su pecho. Si no supiera que le
están pagando por seducirme me lo habría creído, aunque
quizás así es mejor. Saber que no va a defraudarme, que no
hará promesas que no piensa cumplir y, al mismo tiempo,
tampoco estoy en peligro, me lleva a relajarme.
—Existen zonas muy interesantes en el cuerpo de una
mujer. Puntos tan sensibles que la piel se eriza y las pupilas se
dilatan… —describe, dejándome sin aliento. Su mano derecha
se posa sobre mi columna vertebral y la recorre, descendiendo
por el arco de mi espalda con una lentitud desquiciante.
—Te tomas en serio tu trabajo —bromeo, tratando de
restarle importancia a lo que acaba de soltar.
—Es el mejor del mundo, ¿no crees? —Su cabeza junto a
la mía, sus labios tan cerca del lóbulo de mi oreja que me
estremezco cuando creo sentirlos sobre ella. Me detengo,
esperando que suceda algo, pero él escoge retirarse.
Trago la escasa saliva que me queda en la boca.
Me suelta y me rodea, colocándose a mi espalda. Su mano
derecha en mi abdomen, su mano izquierda toma mi brazo y lo
lleva hacia atrás. Mi cuerpo se arquea ligeramente, él me toma
con más firmeza para impedirlo, pegando mi culo a su
evidente excitación.
Esa postura me deja en evidente desventaja, también me
permite ojear lo que sucede a mi alrededor.
Las tres brujas rodean al rubio y le toquetean sin pudor,
aunque este no parece molesto, al contrario. Alguien tuvo a
bien bajar la intensidad de las luces y la penumbra se extiende
más allá, aportando una engañosa sensación de soledad en la
que, sin embargo, me sumerjo.
Suspiro y dejo que mi cabeza caiga sobre sus duros
pectorales, mis párpados descienden y, sin saber cómo, regreso
al lado de un policía en concreto.
«Erik…», jadeo en silencio.
La caricia que, hasta entonces apenas provocaba un leve
cosquilleo en mi piel, se torna peligrosa cuando todo el vello
de mi brazo se eriza. Apenas puedo respirar.
—Jamás dejaría que me tocase… —siseo en apenas un
murmullo, odiándole con la misma intensidad con la que mi
cuerpo le anhela. Me rindo al notar unos labios en el arco de
mi cuello, también al rememorar la intensa mirada de odio que
Erik me dedicó un par de días antes, una mirada destinada a
doblegarme que, de alguna forma, enciende mis entrañas.
Necesito intensidad, que alguien me doblegue hasta el
punto en el que mis piernas se vuelvan gelatina. No obstante,
el toque del boy apenas es un roce, la ternura que demuestra al
sujetarme me saca de mis casillas. Un león ruge en mi interior
y apenas tengo fuerzas para retenerle, es por ello por lo que me
sacudo al hermoso ejemplar, que trata de seducirme, de
encima y pongo distancia entre ambos.
—¿Tienes sed? —Se acerca a la mesa y me tiende una
copa.
—Necesito respirar…
No lo pienso, tampoco comprendo los motivos que me
llevan a buscar las escaleras desesperadamente. Mi mente es
un enigma y la angustiosa sensación de claustrofobia me
envuelve hasta que logro salir al exterior.
El pobre chico me sigue en todo momento, envolviéndome
suavemente al tiempo que me doblo sobre mí misma. Tardo un
par de minutos en recomponerme, en reconocer que acabo de
tener un ataque de pánico y que, muy en el fondo, por más
ridículo que pueda parecer, siento que estoy engañando a un
hombre que no dudó en romperme el corazón.
—Lo lamento. Ni siquiera sé tu nombre…
—Bryan.
—¿Qué? —Parpadeo rápidamente y enfoco con cuidado,
descubriendo que es algo más mayor de lo que creía. Sin
embargo, esas canas que decoran su cabello le aportan un aire
maduro que no hace más que acrecentar su atractivo.
—Mi nombre, aunque muy pocas han llegado a interesarse
en ese pequeño detalle —reconoce, ofreciéndome el brazo con
galantería tan pronto me incorporo—. He visto de todo —
susurra en mi oreja.
—Encantada, eres mi primera vez en un sitio como este…
—bajo el tono a medida que comprendo lo que digo, las
mejillas se me tiñen de un delator tono carmesí.
—La noche todavía es joven —me promete, volviendo a
pegarse a mi cuerpo. Sus manos son pequeñas, aunque fuertes,
y se posan en mis caderas. Pareciera que se dispone a tomar
mis labios y la idea de un beso sigue siendo demasiado para
mí, por lo que bajo el rostro.
—Cierto. —Me giro avergonzada y paso los ojos por la
ingente cantidad de jóvenes que recorre la zona, moviéndose
entre un pub y otro. Nadie parece reparar en ese pequeño local
que, en todo momento, mantiene la puerta cerrada y al que no
se puede acceder si no has concertado una cita antes.
Quizás sea el destino, tal vez fruto de mi mala suerte, ¿se
puede invocar al diablo incluso si este es de carne y hueso?
Un escalofrío me recorre de pies a cabeza, giro el rostro y
le encuentro observándome. Así debe ser estar bajo la atenta
mirada de un depredador, solo que yo no deseo huir, sino
lanzarme en sus brazos en busca de pelea.
—¿Te encuentras mejor? —me pregunta Bryan, pero yo no
le veo, apenas percibo su presencia.
Mis pupilas atraviesan las de Erik sin que este haga el más
mínimo ademán de moverse. Se encuentra apoyado en la pared
del otro lado de la calle mientras conversa con su compañero.
Su postura relajada y su sonrisa tranquila son una máscara y
puedo sentirlo bajo la piel, que se eriza a medida que, una vez
descubre que le observo, sus pupilas recorren cada diminuto
pedazo de mi anatomía.
Me desnuda con cuidado y sin hacerlo, demostrándome
que existen muchas formas de doblegar a alguien, de hacerla
suspirar.
Si bien son las manos de Bryan las que se posan en mi
cintura, en un intento de atraer mi atención, es a Erik a quien
siento a mi vera, quien revuelve mis hormonas y las espolea
hasta que decenas de lenguas de fuego se deslizan bajo mi
piel.
—Si —logro balbucear, necesitando retroceder para
mantener la cordura, solo que mi cuerpo toma una decisión
que nada tiene que ver con la autoconservación. Me veo a mí
misma comiéndome el espacio entre ambos con pasos
ondulantes que me llevan a sentir poderosa. Cada centímetro
cuenta, su ceño se frunce, sus manos se convierten en dos
puños y yo gimo al sentir una pequeña descarga eléctrica en el
centro de mi ser.
Bryan hace el amago de seguirme, le pido que me aguarde
un momento, no tardaré demasiado…
¿Qué decir cuando lo que haces no tiene sentido? ¿Quién
en sus cabales avanzaría hacia el tío que la detuvo días antes
sin saber qué pretende conseguir?
Me paro a un par de metros y Erik alza la ceja derecha,
aguardando arrogante. Me cruzo de brazos sin detenerme a
pensar en que parezco una niña caprichosa a la que le han
negado su chuchería favorita, gesto que hace que se
compadezca de mí y, tras pedirle un par de minutos a su
compañero, se acerca.
—¿Dispuesta a confesar todos tus pecados? —¿De verdad
esa es su forma de saludarme? ¿Cómo es posible que,
semejantes palabras soltadas con arrogancia y tono despectivo,
se claven en mis tripas y me revuelvan por dentro de la forma
en la que lo hacen?
—Te dije que saldría y que te arrepentirías —suelto
brabucona, sin reconocerme en esas palabras, sin comprender
por qué con él la mujer que soy se desvanece. Toda yo ansía
clavar los dientes en su yugular, no sé si para desangrarle o
para marcarle como propio.
—¿Es una amenaza? —susurra, aunque soy ya la que da
un paso hacia atrás.
—Jamás osaría amenazar a la autoridad —exclamo, quizás
con demasiada vehemencia. Aunque no me detengo ahí—: No,
es un aviso para que puedas protegerte. Te cruzaste en mi
camino en mi peor momento y te cebaste con lo poco que
quedaba de mí. —«Detente…», pero no puedo, por más que
trato de mantenerla entre los dientes, mi lengua encuentra la
forma de liberarse—. Me subestimas si crees que no puedo
lograr que…
—Cuidado… Estoy harto de las pequeñas harpías —sisea,
casi con odio. No debería tocarme y ambos lo sabemos, sin
embargo, sus dedos se cierran en torno a mi muñeca.
Incrementa la presión para darle mayor veracidad a sus
palabras, yo alzo el mentón aceptando el desafío.
—No debes hacerlo… —canto, sorprendiéndole y
descolocándole. En ningún momento me ha hecho daño, es
más, su forma de sujetarme me excita y me recreo en ello para
proseguir–: Estás de servicio, ¿verdad? No puedes, ni debes,
desear a esa pequeña harpía… Dime, —Ahora soy yo quien le
retiene, pues su mano me ha dejado ir como si quemase—.
¿qué tipos de castigos tenías en mente?
—Estás loca.
—Es posible. Loca, aburrida, hastiada… ¿Importa?
—Jamás me fijaría en una mujer como tú. —Si cualquier
otro me lo hubiera dicho, reconozco que me habría jodido, sin
embargo, algo en su mirada, o en la forma en la que su cuerpo
se aproxima al mío, me lleva a ignorar semejante declaración.
—Reconozco que tampoco me caes bien.
—¿Crees que si me meto entre tus piernas caeré rendido a
tus encantos y, de esa forma, podrás acabar conmigo? —se
burla.
—Entonces… —me muerdo el índice y me quedo
pensativa un par de segundos. En el fondo temo que aproveche
ese lapsus para largarse, no lo hace— ¿tengo encantos?
Me río ante su evidente incomodidad, dejando que la
cálida sensación anestesie, en parte, la herida que llevo en mi
interior.
—Cualquier bruja estaría intimidada si tuviese que
competir contigo —asegura, sin lograr, en ningún momento,
molestarme. Quizás se deba a que estoy tan agotada
mentalmente que sus palabras apenas lograr atravesar la
neblina o a que no me importa lo suficiente lo que piense de
mí, en su lugar aprovecho que nadie más parece haber
reparado en nosotros para tomarlo del antebrazo.
No es alguien que me caiga bien, ni con quien crea que
puedo tener algo en común, por algún motivo, eso le convierte
en el único con el que me apetece estar en ese momento.
Erik me observa con los labios apretados y tan tenso que
me recuerda a uno de esos muñecos de acción con los que
juegan los niños.
—Señor agente, ¿sabe lo que estaba haciendo hasta hace
tan solo unos minutos? —inquiero, pegando mi pecho a él,
acortando el espacio hasta que directamente no cabe ni una
mosca entre ambos—. Me entretenía mientras un hombre se
desnudaba para mí. Aun ahora me espera —señalo sobre mi
hombro a Dylan—, sin embargo, no pensaba en él mientras
mis manos recorrían sus pectorales.
Erik aprieta los dientes y eso hace que su mentón se tense,
dándole un aire tan masculino… Contengo el suspiro.
»Ni lo haré cuando regrese a esa sala y deje que juegue un
poco más conmigo —aseguro, poniéndome de puntillas para
poder estar a su altura, para sumergirme en sus ojos, verdes y
con diminutas motitas doradas que danzan bajo mi atento
escrutinio—. Supongo que no es algo que te importe o interese
y te agradezco de corazón que te hayas quedado a escuchar
mis tonterías —me encojo de hombros—. Mis amigas
aseguran que lo que necesito es un buen polvo y quizás tengan
razón.
—Deberías beber menos e irte para casa.
—¿Verdad? —Le tomo de las solapas de la chaqueta y me
aproximo tanto como puedo, aunque él se tensa y retira,
dejando claro que, no solo cree que iba a besarle, sino que no
está por la labor. Eso sí que me jode, pero lo dejo correr. Solo
existe una forma de devolver un golpe, y es con otro mayor—.
Te prometería que no iré más lejos, pero me niego a mentirte.
Es más, te confiaré un secreto. Mientras me folle como la
zorra que estás convencido que soy, estaré pensando solo en ti.
Me siento sucia solo de hablarle así, no es algo propio de
mí, me niego a desdecirme y le dejo marchar. Más
avergonzada de lo que estoy dispuesta a reconocer, trato de
retroceder, esta vez es su mano en mi hombro quien me lo
impide.
—¿Sabes por qué puedes hacerlo? —me interroga, me giro
ligeramente hacia él.
—¿Tirármelo?
—No, fingir que soy yo quien está contigo —aclara,
dejándome sin voz o capacidad de enlazar dos letras con
coherencia. Mi cabeza niega despacio, mis labios se
entreabren en busca de oxígeno, ¿es impresión mía o hace
demasiado calor?— Porque jamás has estado entre mis brazos
y nunca lo estarás. De haberlo hecho, comprenderías que, ni
ese ni ninguno, podría hacerte estremecer como yo.
—Arrogante, prepotente y ahora un creído de cuidado.
Trato de soltarme, no me lo permite. Sé que estamos yendo
demasiado lejos y temo que estemos llamando demasiado la
atención.
—¿Qué? —siseo, aunque, de estar solos, le habría gritado
hasta quedarme afónica. La tensión entre ambos es tan intensa
que solo existen dos formas de dejarla ir: o tirármelo o
golpearle hasta quedarme sin fuerzas, ninguna es posible.
—No es arrogancia, es experiencia. Es saber dónde rozar o
cómo incrementar la pasión, es percibir a la perfección el
temblor que te causo y ser capaz de mantener el control
suficiente para incrementar dicha excitación hasta lograr que
tu cuerpo suplique por mis caricias.
—¿Es todo lo que tienes? —grazno.
—Ni de lejos —gruñe sobre mí. Su mano roza mi mejilla,
deteniéndose, apenas un suspiro, en la comisura de mi boca—.
¿Lo notas? El ruido se desvanece, los latidos de tu corazón se
aceleran y se te seca la boca. El aire escasea y tienes hambre,
todo tu organismo precisa alimentarse, pero no es comida lo
que buscas. En el fondo te comprendo mejor que nadie, pues
lo único que deseas es aquello que no puedes tener.
—Y, según tú, ¿qué es lo que no puedo tener?
—A mí.
Lo reconozco. Su olor, la proximidad de su cuerpo, el tono
de su voz, todo él parece haber sido creado para tentarme, pero
necesita mucho mucho más para interesarme realmente.
—¿Estás seguro? —Tomo su mano y entrelazo nuestros
dedos ante el asombro de Erik, que se resiste a reaccionar. Le
sonrío con dulzura y dejo que mis ojos se cierren, mientras le
susurro—: Si besarte fuera lo que pretendo habría buscado tu
boca. Si fuese tu piel la que quisiera reclamar como propia te
puedo asegurar que encontraría la forma de que tú mismo te
arrancases la ropa para mí. No, si bien aquel que me lleve a
casa esta noche tendrá tu cara una vez la habitación se suma en
la oscuridad, también será capaz de sorprenderme y adorarme,
una conversación amena y…
—Aburrida —remata por mí. Su cuerpo sigue escondiendo
nuestras manos de cualquier mirada indiscreta, su pulgar traza
peligrosos círculos por la parte interna de mi muñeca. Apenas
puedo controlar las ganas que siento de pegarme a él, clavo los
dientes en mi labio inferior con saña—. Te dará cuanto le
pidas y eso le convertirá en prescindible. Conozco a las que
son como tú.
—Eres un resentido, ¿es eso? ¿Te han hecho daño? —
ironizo.
Sus ojos destilan ira, rabia, también dolor. Una pérdida
puede producirse de muchas maneras, pero cuando va
acompañada de la traición siempre nos cambia, de una u otra
forma y, de nuevo, puedo verme reflejada en él.
Ni siquiera me contesta, su asco hacia mí es evidente y me
arrepiento tan pronto nuestras manos se separan. Asiento en
silencio y le observo regresar junto a su compañero
sintiéndome ridícula por esa sensación de abandono que me
envuelve, pero no me queda de otra que aceptarla y regresar a
esa gran fiesta en la que seré tan feliz…
Suspiro antes de darme la vuelta y asiento una sonrisa en
mi rostro, una sonrisa enfermiza que pretende una alegría que
no siento, una mueca tan marcada que todos parecen
creérsela…
Capítulo 8
La noche sigue siendo mi momento favorito y me aferro a
ello cuando regreso al lado de Dylan. Le tomo del brazo y
apoyo la mejilla sobre él, en busca de una confianza y un
cariño que no existe, precisando consuelo.
—¿Un viejo amigo? —me pregunta este con evidente
interés, colocando una mano sobre las mías y acompañándome
de vuelta al local.
A medida que descendemos mi interés por cuanto me
rodea se va desvaneciendo, aunque me fuerzo a disfrutar, o al
menos intentarlo.
—Uno de mis nuevos torturadores. —Mis palabras no
esclarecen en absoluto sus dudas, aunque no me importa. Fruto
de un arrebato, me detengo y sujeto sus hombros, me inclino
sobre él y pego mis labios a los suyos con saña, aplastándolos,
retándolo a rechazarme. ¿Qué estoy tratando de demostrarme?
Él toma mi rostro y trata de convertir el roce en algo más
tierno, de profundizarlo al intentar entrar en mi boca, yo me
niego y me retiro, avergonzada.
—Tus amigas se lo están pasando en grande —comenta,
señalando al grupo de locas que bailan en torno al otro boy.
Las manos de estas se pasean por el cuerpo desnudo del chaval
con descaro, palpando, acariciando e incluso incitándolo a más
—. ¿Quieres que nosotros…?
Retrocedo y me pego a la pared, todo va demasiado rápido.
Estiro los brazos cuando él trata de dar un paso hacia mí y le
detengo, negándome a mirar sus ojos por miedo a lo que ahí
pueda encontrar.
—¿Qué haces? —pregunto al sentir sus dedos sobre los míos,
en una caricia que no pasa de ahí.
—Puedes pararme cuando quieras —gruñe, deslizando los
dedos por mi brazo, su cuerpo se aproxima al mío
aprovechando que mis brazos se doblan sin fuerza. Me
envuelve con posesividad y desciende sobre mi boca tan
despacio que el tiempo se detiene entre ambos. Me gustaría
decir que su proximidad paraliza mi mundo, que el suelo se
mece bajo mis pies, nada de eso es cierto, aunque tampoco me
resulta desagradable.
Por varios minutos permito que me devore e incluso le
acompaño, no obstante, decenas de rostros pasan ante mis ojos
y comprendo que, lo que menos necesito, es convertirme en un
número más en su larga lista de clientas. No, me niego a caer
tan bajo.
—Yo no pago por… —musito avergonzada, sintiéndome
tan ridícula que me frustro— no pago por esto.
—¿Sexo?
Asiento y él sonríe.
—¿Crees que me tiro a todas las que entran?
—Es lo que demuestras —gruño, poniéndome de morros.
¿Acaso tengo derecho de reclamarle algo? Él, en cambio,
parece divertido y, con delicadeza, me obliga a alzar el rostro.
Sus ojos repasan mis rasgos, los memorizan.
—Nos contrataron por bailar, flirtear y beber con vosotras.
Nada más.
—Ya. —De reojo, observo a su compañero que,
claramente, está más que interesado en Nati—. Claro.
—Eso no impide que, cuando alguien nos gusta, podamos
llegar a más. Somos adultos —remarca—. No obstante,
todavía no has visto todo lo que te pierdes.
Me toma de la mano y ambos irrumpimos en la escena, yo
me siento y el streptease se reanuda como si nada. Un baile
sensual, una copa en mi mano y las risas ocupando el espacio
que la música deja.
En el fondo estoy perdida, borracha sin haber bebido
demasiado, y añoro esa sensación de poder e ingravidez que
Erik me hacen sentir.
Quizás por ello mi mente, lejos de recrearse en los
abdominales y pectorales de Dylan, regresan al hombre que
me retó por primera vez en mi vida y me negó lo que quería.
Su sonrisa altiva, su forma de sujetarme que, si bien no me
lastimaba, me demostraba una fuerza y pasión abrumadora…
Voy dibujando a ese insoportable ante mí poco a poco, tan
detalladamente que, al cabo de un rato, creo tenerle a un par de
metros, instándome a levantarme y bailar con él.
Vuelvo a llevarme la copa a los labios. El alcohol surca
mis venas, mi sonrisa descarada se enfrenta a él mientras
envuelve mi cintura y lo siento contra mí. Me hormiguean los
labios por probarle, me arde la piel ante la idea de sus manos
recorriendo cada diminuto rincón de mi ser. Quiero abrirme
para él, suplicarle que me saboree como a los buenos vinos,
despacio, sin prisa…
Le beso y gruño complacida al notar que, no solo me
responde con pasión, sino que nuestras lenguas danzan
acompasadas. Sus manos en mi cintura me sostienen pues las
piernas amenazan con dejarme caer.
El rostro de mi ex también está ahí, me atormenta. Aprieto
con fuerza los ojos alejando sus promesas, al igual que esos
bonitos recuerdos a los que, cada vez que dudaba de nuestra
relación, me aferraba.
Abro los ojos y retrocedo confundida. No es Erik quien me
sostiene, sino Dylan. Me llevo la mano a la cabeza y gimo,
estoy mareada.
—Lo siento —gimo, comprendiendo que no importa
cuánto beba o que no estuviera enamorada. En el fondo añoro
al cabrón que me prometió envejecer a mi lado, a quien
aseguró que cogería mi mano al final de nuestros días. Me río
como una loca y envuelvo de nuevo el cuello de Dylan—. Eres
el consolador mejor hecho que he visto en mucho tiempo —río
por no llorar, porque hacerlo es más sencillo que dejarse caer.
—Todavía no se me da muy bien la función de vibración,
pero voy mejorando.
—¿Sí? ¿Y necesitas pilas? —Le mordisqueo la oreja y
pego la frente a su cuello—. De necesitarlas… ¿por dónde hay
que introducirlas?
—¿Irías tan lejos?
Nati me observa y su ceño se frunce, el resto están tan
perdidas como antes en lo que el rubio les cuenta.
—Quizás esperé demasiado para contestarle. Él me lo
ofreció todo y yo dudé… —comento, levantando los brazos y
dando un par de vueltas sobre mí misma mientras la voz de
una mujer me incita a pecar, aprovechándose de esos tonos
roncos que, potentes, reverberan por sus cuerdas vocales. A
Dylan no le importan mis motivos, tampoco mi pasado, solo
que parezco dispuesta a ofrecerle mi cuerpo, aunque solo sea
por unas horas.
Quiero sentirme bien, necesito sentirme bien. Le miro y el
vacío es tan grande que apenas puedo respirar. Me escuecen
los ojos, mi mente apenas consigue formular dos ideas
correctas seguidas. Lo tomo del cuello y me sorprendo al notar
que me apartan de él. Me giro queriendo protestar y me
encuentro con Nati, que suspira y besa mi mejilla.
—Me la llevo a casa —la oigo hablar y tardo en
comprender que se refiere a mí. Me gustaría decirle que no
quiero regresar a ese lugar, que estoy harta de esas cuatro
paredes que instan en recordarme todos los años que he
perdido—. Dejo la cuenta saldada —toma a Coral de un brazo,
que es la que parece menos perjudicada, y la zarandea con
suavidad hasta que tiene su completa atención—: Nada de
hacer tonterías. Podéis quedaros en mi piso a dormir, aquí
tienes las llaves.
No me quedo a escucharla. Una a una, escalo las escaleras
como si de montañas se tratasen. Mis tacones se mecen
peligrosamente, amenazándome con dejarme caer. La
oscuridad me rodea y eso me hace sentir mejor, apoyo la
mejilla en la pared y trato de recobrar el aliento.
—Jamás estás satisfecha con nada —la voz del
innombrable me atraviesa y me giro esperando encontrarle ahí,
juzgándome desde lo alto de las escaleras—. Eva, somos
felices, lo somos. ¿Por qué insistes en complicarlo?
Porque así soy, tan complicada que ni siquiera yo me
entiendo. Un cúmulo de decisiones que siempre terminan
explotándome en la cara, una infinita cantidad de casualidades
que nunca son tal si te pones a pensarlo.
—Me niego a sentirme culpable. No fui yo quien escogió
irse con otra —murmuro apenas sin aire, me cuesta tanto
respirar que cada inspiración son decenas de candentes
cuchillas que descienden por mi garganta, arrasando con todo.
No sé cómo lo logro, pero llego a la calle y alzo el rostro
en busca de estrellas, solo que no encuentro nada más que
oscuridad y decadencia. Me apoyo en la pared y aguardo por
Nati, ¿cuándo dejé de soñar? ¿Por qué la locura ya no me coge
de la mano y guía mis pasos? ¿En qué momento empezó a
importarme lo que los demás opinasen?
Cuestiones demasiado importantes para una mente
agotada, lo suficiente para no reparar en el hombre que, ahora
vestido como cualquier otro, se dirige hacia mí.
—¿Eres real? —le pregunto, sonriendo al sentir su mano
envolviendo mi cintura—. Supongo que no, si lo fueras no
estarías conmigo, no habrías regresado y me sostendrías.
—Lo tuyo no es evitar los líos, ¿verdad? —Me toma entre
sus brazos, me alza con tanta facilidad que me limito a apoyar
la mejilla en su hombro. Sé que estoy a salvo, aunque no
pueda tener ninguna certeza de ello.
—Son los líos los que me persiguen a mí —protesto,
arañando su mejilla para pasar la nariz a continuación—. ¿De
verdad eres real? ¿Qué haces aquí?
Por una vez no me trata como si acabase de robarle la
cartera, en su lugar opta por apartar un mechón negro de mi
rostro y colocarlo tras la oreja.
—Supongo que no tenía nada mejor que hacer tras un
turno de ocho horas. —¿Sonríe? ¿Sabe hacerlo sin que su ceño
se frunza? No le queda mal…
—Si eres real, Nati va a enfadarse mucho. Está convencida
de que no estoy en condiciones de aceptar o negar ningún tipo
de encuentro sexual.
—¿Sí? ¿Crees que es eso lo que venía a proponerte?
—No lo sé —reconozco, me estiro y me preguntó como
sabrán sus labios—. Aunque seas uno de esos polis tochos que
salen en las películas, Nati sabe artes marciales. ¡Es
tremendamente buena! ¡Si! ¡Eso es! Le pediré que vengue mi
orgullo herido. Sí, eso haré…
—No creí que fueras de las que piden ayuda —susurra, tan
cerca de mi oreja, que tiemblo de pies a cabeza. El calor nace
en mi nuca y se extiende por mi cuerpo.
—¡Eva! —Su voz, la encuentro y me mareo, una arcada
asciende por mi gaznate, la controlo por poco—. ¿Cómo coño
has logrado que te cojan en brazos en cinco putos minutos?
Anda, dile a tu ligue que te baje antes de que le coloque las
pelotas de corbata.
—¿Tú también le ves? —le pregunto a Nati en un susurro
que no llega a ser tal. Erik alza una ceja y yo agrego
señalándole—: Si es fruto de mi imaginación sigue igual de
insufrible que antes. Tiene la capacidad de sacarme de mis
casillas.
—¿Le conoces? —Nati toma mi mano y la sostiene
mientras Erik, traicionándome, me deja escurrir entre sus
brazos hasta que mis pies tocan el suelo. Me planteo la idea de
golpearle, pero mi mente no es capaz de procesar dos cosas al
mismo tiempo y Nati reclama toda mi atención.
—¿Qué? Sí. Es el poli gilipollas que me detuvo. ¿Ves? No
es tan guapo, pero tiene algo… —chasqueo la lengua— que
me gusta.
—Eva, cállate y vámonos. —Trata de tomar todo mi peso
entre sus brazos, pero no lo logra y a punto estoy se caer. Erik
vuelve a pegarse a mí, su aliento especiado me arrebata la
poca cordura que me queda.
—Te gusta duro, ¿verdad? —Tomo el rostro de Erik entre
mis manos y le obligo a girar la cabeza, perdiéndome en sus
hermosos iris verdes. Tan llenos de otros tonos que podría
pasarme años estudiándolos sin llegar a lograrlo.
—No le hagas caso, no sabe lo que dice —interviene Eva.
No la escucho, ella no me interesa, es solo una voz molesta a
la que me niego a prestarle atención.
—El sexo te gusta duro, ¿verdad? —Pego tanto el rostro a
él como es posible, su aroma me distrae por un segundo,
aunque parece que ha pasado un año entero cuando retomo la
palabra—: Estoy cansada de quedarme a medias. ¿Sabes lo
frustrante que es? ¿Lo sabes? El innombrable creía que
colocarse encima y meterla durante cinco segundos era más
que suficiente para cumplir.
—Está borracha… —Nati me insta a callar, ¿desde cuándo
nos movemos? ¿En qué momento volvió a cogerme en brazos?
Se siente tan bien que me relajo todavía más.
—¿Por qué te preocupa lo que pueda pensar? —Coloco la
mano al lado de mi boca como si estuviera a punto de
confiarle el mayor de los secretos, mi voz no sale tan apagada
como pretendo—: Este gilipollas me detesta. Eso dijo. Seguro
que pretende volver a enchironarme, está medio loco…
—Eva, calla antes de que la cagues todavía más, si es que
eso es posible…
—Déjala, no sabía que era tan divertida —gruñe Erik,
deteniéndose en un semáforo en rojo a pesar de que ni un solo
coche circula a esta hora por la carretera.
—Todos los hombres sabios duermen, solo los locos se
aventuran a recorrer, en medio de la noche, una ciudad tomada
por la sensatez, un lugar que, de otra forma, jamás —bostezo
— podría pertenecerles.
—Toda una caja de sorpresas… —gruñe Erik,
recolocándome con rapidez y echando una significativa mirada
sobre Nati, que me arde por dentro. ¿Acaso ella sí le gusta?
¿Ella sí es suficientemente buena?
—No puedes tenerla —rujo, sin saber a cuál de los dos me
dirijo—. Puede que no esté dispuesta a tocarte con un palo,
pero Nati me quiere y es mi amiga —remarco ese «mí» como
si me fuera la vida en ello—. Jamás se juntaría con un chico si
este me gustase, aunque solo fuera un poquito de nada —
aseguro.
¿De verdad he bebido tanto? No lo recuerdo, aunque
aquellos chupitos rojos que Dylan iba dejando en mis manos y
bajaban con tanta facilidad podrían tener parte de la culpa.
—¿Tu amiga está prohibida? Eva, —Mi nombre en sus
labios suena demasiado bien, la forma en la que lo gruñe, me
lleva a pensar en todas esas cosas que no puedo hacerle. Me lo
imagino, mi cuerpo se retuerce sensible y él me aprieta con
más fuerza, reteniéndome entre esos músculos que reptan bajo
su piel—. No deberías retarme.
—¿Por qué? ¿Lo harías solo por joderme?
Eva avanza en silencio, nos observa como si ambos
estuviéramos protagonizando un espectáculo la mar de
interesante, tragándose, a la fuerza, cualquier comentario al
respecto.
—Es posible —reconoce Erik.
Llegamos a mi portal, ¿tan rápido? Una fría brisa remueve
mis cabellos y aprovecho para llenar los pulmones. Me gusta
el frío, me ayuda a pensar, despeja parte de la niebla.
Le empujo y logro que me suelte. Me pongo en pie y le
clavo el índice en el pecho, acusándole antes de hacerlo:
—Ni tú ni el innombrable lograréis destrozarme. Soy
fuerte y, te prometo por lo que más quieras, que te arrepentirás
de haberte cruzado en mi camino.
Acto seguido esa arcada, que creía que había dejado atrás,
asciende con tanta virulencia por mi garganta que no
comprendo lo que se avecina hasta que es demasiado tarde.
Lo que dejo sobre sus zapatos es mejor que no sea
descrito. Su cara de asco un poema que no tengo tiempo de
estudiar, el sudor impregna mi rostro cuando logro
incorporarme, el mal sabor de boca es lo único en lo que
puedo pensar, y me giro con la intención de entrar en mi piso.
—Esto me pasa por apiadarme de una pirada —bufa Erik,
moviendo los pies como si buscase que dicha substancia se
despegase de sus preciosas zapatillas.
—Lo siento. Ha bebido demasiado y…
—Te repites —exclamo, tras lograr introducir la llave con
éxito y prácticamente caer dentro del portal —. ¿Vienes? Nati,
de verdad, ni le mires. Está bueno, pero los hombres como él
no merecen la pena.
—Anda, cállate ya —grita ella, tomándome por la cintura
con el brazo derecho al tiempo que se despide con la mano del
cabrón del poli.
Estoy a punto de entrar en el ascensor cuando le recuerdo,
por algún motivo él no se ha movido ni un ápice y nos
observa.
—Te reto, poli cabrón. —Achico los ojos—. Convénceme,
si puedes, de que me odias.
—¿Cómo? —exclaman ambos.
—Claro. Asegura que me detesta, prácticamente mi
presencia le repugna. No obstante, no puede existir un
sentimiento tan negativo si no hubo previamente uno positivo,
¿verdad? Entonces… ¡eso significa que me amas! ¡Guau!
—A tu amiga se le ha ido la pinza.
—¿Sí? —continúo— Lo repites mucho y no te he creído ni
una sola vez. —Lo traspaso con la mirada, mi sonrisa triunfal
parece molestarle—. Si eres capaz, convénceme de que me
odias.
Capítulo 9
Dos días más tarde
Tras superar la resaca y machacar a Nati a preguntas sobre lo
que sucedió la noche anterior, preguntas que, por cierto, se
negó a responder, tocó deshacerse de esos pequeños objetos
que me recordaban al innombrable. Entre risas y comentarios
despectivos, tratamos de borrar su presencia de mi guarida,
devolviéndola a una etapa anterior.
Tardamos todo el día, no obstante, al terminar comencé a
sentirme dueña de mi nueva realidad. Quizás los cambios
fuesen duros, aunque necesarios y, de pronto, el no saber qué
me deparaba el mañana fue liberador.
Ahora, sentada ante media docena de diseñadores y
publicistas que aguardan mis decisiones, comprendo que soy
mucho más que la mujer a la que engañaron. Los tacones de
aguja me están destrozando los pies y la minifalda apenas me
deja libertad de movimiento, nada de eso importa, no cuando
percibo las miradas apreciativas de esos jóvenes que, hasta
hace unos días, me estaban prohibidos.
—Es demasiado largo y el mensaje que tratamos de
transmitir ambiguo —comento, alzando los ojos y
deteniéndolos en mi ayudante—. La música me encanta, pero
noto que le falta algo. Dadle otra vuelta y dejad los cambios en
mi escritorio mañana mismo.
Me pongo en pie y, solo ese gesto por mi parte, da por
concluida la reunión. Mi jefe, en realidad el jefe de todos, me
aguarda en la puerta y, por su sonrisa, sé que no son malas
noticias precisamente.
—Si tuvieras un par de minutos, me gustaría discutir un
par de ideas contigo —comenta Leo, parándose a mitad de
camino. Su mirada se detiene en mi escote apenas un
nanosegundo, tiempo suficiente para que me sienta halagada.
—Tengo un par de reuniones todavía, ¿te viene bien sobre
las seis, antes de salir?
Asiente y le sonrío, dirigiéndome directamente al despacho
de Álvaro, que cierra la puerta tan pronto me ve entrar.
—¡Lo hemos conseguido! —aúlla él, haciéndome saltar en
el sitio. Si bien sé que la cuenta de la que habla dejará jugosos
dividendos, ni siquiera eso logra hacerme reaccionar y le miro
con esa mueca feliz que tanto parece complacerles.
—Te dije que lo lograríamos. Solo necesitábamos algo
agresivo, pero que mantuviera la elegancia que les representa
—comento, tomando asiento sin que me lo ofrezca. Si
estuviera sola habría lanzado lejos los tacones y me masajearía
los pies con mimo, dado que es lo único que puedo
permitirme.
—Todavía no me lo creo —suspira, acercándose a la mesa
del fondo, coronada por una carísima cafetera italiana, y toma
una tacita de ella, que deja en mis manos antes de coger una
para sí mismo. Observo el negro líquido sin ganas de probarlo
y jugueteo con la cuchara sin apartar la mirada de él—. Te
confieso que, después de lo que sucedió en la fiesta de
presentación del producto, no creí que pudiéramos remontar.
—No ayudó nada que le pillasen en los servicios
enrollándose con el hijo del cliente —intervengo, disfrutando
de su evidente incomodidad. Después de tantos años
trabajando juntos, sé que existe la suficiente confianza entre
ambos para ser sincera.
—¿Cómo podía saber que era su hijo? —pregunta Álvaro,
con evidente satisfacción—. Pocas veces un chico tan guapo
muestra interés por mi persona, ¡negarme podría haberse
considerado un insulto!
Me río y él rodea la mesa para sentarse sobre ésta a pocos
centímetros de mí. Con cualquier otro habría puesto algo de
espacio entre ambos, no con Álvaro. Toma mi mano y suspiro,
su mirada de pena me atraviesa.
—¿Estás bien?
—Supongo que sabes lo que ha pasado. —Asiente, escojo
las palabras con cuidado—: Un solo «te lo dije» y dimito hoy
mismo.
—¿Yo? ¡Jamás! Aunque…
—¿Sí?
—Tienes que reconocer que, no solo era medio tonto, sino
que tenía el gusto en el culo.
—Vaya, gracias por lo que me toca —murmuro, sin saber
si me siento realmente ofendida.
—No seas tonta. Sabes a qué me refiero. ¿De verdad fui el
único que no vio ni medio normal que, el día que celebraste tu
cumpleaños, se molestase porque un niño le lanzó, sin querer,
a la piscina?
—¡Menudo cabreo se pilló! —sonrío, rememorando su
rostro cuando emergió de las aguas con su carísimo traje
arruinado—. La ropa le pesaba tanto que tardó varios minutos
en lograr salir. Creí que le había dado un derrame,
¿mecatupujoder? —Una palabra que englobaba la ingente
cantidad de improperios que, en aquel momento, se
acumulaban en su lengua. La rabia que discerní en sus ojos
llegó a asustarme, aunque, como todo lo que el innombrable
hacía, lo disculpé poco después.
—No seré yo el que finja que no me alegro de esta
desgracia en concreto y, por ello… tengo un regalo para ti —
comenta, tendiéndome una carpeta en la que no había
reparado. La tomo y la abro con curiosidad, mis ojos recorren
varios renglones con avidez, sonriendo ante el nuevo proyecto.
—¿De verdad?
—Sí, hoy mismo hemos firmado el contrato y… ¡es todo
tuyo! —Tira de mí y me estruja en un abrazo de oso. Dos
segundos más tarde regresa al otro lado del escritorio al
tiempo que estira las pocas arrugas que han aparecido en su
chaqueta—. No racanees en gastos. Tanto la fiesta de
presentación como los actores deben ser de categoría.
—Lo sé.
—Eva —me llama, antes de que pueda regresar a mi
despacho, a un lugar en el que todo puede ser controlado al
milímetro.
—¿Sí?
—Enhorabuena. Muy pocas veces logramos evitar un
golpe antes de que este se produzca.
Con esas palabras en mente avanzo por la sala común, en
la que la mayor parte de los publicistas tienen su cubículo,
pero es la televisión del fondo la que atrae mi atención. La
ingente cantidad de información con la que diariamente
trabajamos podría marear a cualquiera y, sin embargo, tengo la
impresión de que ya nada logra sorprendernos ni atraer nuestra
atención demasiado tiempo.
¿Cómo conseguir que nuestro público objetivo se quede
prendado de lo que tratamos de venderle cuando ni siquiera la
muerte o la posibilidad de una guerra logra ralentizar sus
pasos? ¿En qué momento dejamos de sentir para pasar a ser
robots?
El pistoletazo de salida había sido dado y ahora me toca
elegir, no solo un equipo, sino el camino por el que habremos
de movernos. Sin embargo, me tomo un segundo para
recuperar fuerzas, apoyada sobre la máquina de tentempiés
que decora la esquina.
—Necesitamos que nos ayudes a escoger la gama de
colores que emplearemos en la segunda escena —suelta mi
ayudante, saliendo de la nada y sobresaltándome.
—Voy.
—Andy no encuentra el informe de ventas de la campaña
de primavera de…
—¡Ya voy! —exclamo, poniéndome en marcha.
El ritmo es frenético y me ayuda a esconder mis
preocupaciones. Hago varias llamadas, redacto un pequeño
informe y paso varias incidencias que deben ser resueltas al
antes de que termine la jornada.
Nada de eso impide que, tan pronto cuelgo y mi estómago
gruñe reclamando comida, me tome un descanso y mi mente
regrese a Erik. Sus labios, su sonrisa, su voz…
—¡Le detesto! —salto, molesta conmigo mismo por desear
a quien solo apareció en mi vida para joderme, solo que no
como me gustaría. Me pongo de pie de un salto y tomo el
bolso, mis dedos se vuelven blancos a causa de la fuerza que
imprimo en mi gesto—. Al menos él no finge que yo le
gusto…
Me relajo a medida que salgo al exterior, necesitando de
una voz amiga tomo el teléfono y llamo a Nati.
—Estoy bloqueada. Quiero sexo, necesito sacarme la
espinita de una puta vez —suelto a modo de saludo tan pronto
descuelga.
—Creo que, por pretendientes, no será. Incluso el boy
estaba más que feliz por bajarte las bragas.
—Ya.
—¿Pero?
—No sé explicarlo —gimo, al tiempo que enfilo hacia el
norte, rumbo a mi restaurante favorito. En otras circunstancias
le habría preguntado a algún compañero si quería
acompañarme, no obstante, la idea me resulta sumamente
desagradable—. Era guapo y divertido, pero le faltaba algo…
—¿No tenía los ojos verdes?
—Sí, pero ¿por qué eso debería ser relevante?
—Quizás era demasiado moreno o, tal vez, ya tienes a
alguien en tu mira.
—¿Yo? —boqueo, recordando la facilidad con la que mi
cuerpo respondió a la cercanía de Erik. Si me concentro,
todavía puedo sentir el tacto de la esposa envolviendo mi
muñeca. Sus dedos poseen la capacidad de paralizarme, su
mirada atraviesa todas mis barreras y descifra mis mayores
miedos con tanta facilidad que me asusta. Bueno, sin contar
con el diminuto detalle de que yo no le gusto…
—¿De verdad no recuerdas nada de esa noche? —me
sondea, temo responder pues, si los pequeños flashbacks que
me han asolado los últimos días son ciertos, no necesité que
nadie me ayudase a quedar en ridículo.
—No, ¿algo interesante?
—Depende de qué consideres interesante. Tu yo sobria me
contó que el tipo que la detuvo era un gordo malhablado que
disfrutaba siendo sádico con las jóvenes inocentes —vale,
quizás hubiera exagerado un poco…
—Bastante exacto, la verdad.
—¿Sí? Porque tu yo ebria casi le arranca la ropa en mitad
de la calle mientras él trataba de llevarte a casa. Es más,
juraría que lo intentaste y que también le preguntaste si había
traído las esposas.
—¿Eso hice?
—Entre otras muchas —corrobora Nati, divirtiéndose a mi
consta, aunque con toda la razón—. Eva, no es malo que te
hayas fijado en alguien más.
—No es eso…
—¿Entonces?
Me detengo ante las puertas del restaurante, sin decidirme
entrar ante el miedo de que, oídos indiscretos, logren cazar mi
confesión. Como puedo, trato de explicarle el galimatías en el
que se ha convertido mi cabeza:
—¿Cómo podría funcionar cuando no logré que lo hiciera
con el innombrable? Él al menos me respetaba y fingía que me
deseaba, Erik en cambio disfruta mortificándome. Nati, no
puedo hacerlo. No puedo volver a poner en juego mi
corazón… —suspiro.
—Solo tienes miedo. No tienes que casarte con él, no es
necesario…
—Al menos Erik es sincero. Ni le gusto ni me soporta, no
queda mucho a lo que aferrarse, ¿no? —Quiero sonreír, no lo
logro.
—No estoy tan segura, es más, conociéndote sabía que no
darías tu brazo a torcer y por eso me tomé la molestia de
conseguir sus datos personales, en concreto, su teléfono.
—¿Por qué has hecho eso!
—Por ti —su respuesta es rápida, corta e impactante, pues
me deja sin argumentos. A través de la vitrina, observo a las
pocas cabezas que hay dentro del restaurante. Sus sonrisas, la
complicidad y esos pequeños gestos que hacen destacar a
quienes acaban de comenzar, me hacen sentir envidia de las
primeras veces. Momentos mágicos que parecen eternos,
instantes tan hermosos que todo es posible y te llevan a luchar
con uñas y dientes por dicho sentimiento.
—Lo que menos quiero es tener que soportar a un imbécil
que se crea con derechos sobre mí. Déjalo, estoy bien así.
—Que te dé su teléfono no implica que tengas que usarlo.
—«Touché»—. Aunque estés deseosa por hacerlo.
—¿Qué ganaría? De las dos veces que me lo encontré…
—Tres —me corrige.
—De las tres veces que me lo encontré: una, me detuvo;
dos, me insultó al tiempo que remarcaba que jamás me
desearía y… Bueno, la tercera es una gran incógnita, pero
seguro que algo hizo.
—Te cogió entre sus brazos, dejó que le toqueteases de lo
lindo, y te dejó a salvo en casa. Sí, estoy segura de que fue un
auténtico cabronazo.
—Pues eso…
—Te tengo que dejar. No obstante… ¡Ya está! Tú sabrás lo
que haces, pero no puedes seguir aferrándote a una relación
que lleva mucho tiempo muerta y enterrada.
Cuelga y me quedo mirando el teléfono un par de minutos.
El wasap parpadea, una cadena de números que, sin querer,
repito en el interior de mi mente como si tratase de
memorizarlos. No, no es eso, de verdad, no me importa lo que
él haga…
Entre todos mis proyectos hay uno que, si bien no me
reporta ningún beneficio monetario, me reconforta en mis
peores momentos. ¿Por qué lo digo? Porque me encuentro
precisamente con la coordinadora de dicho proyecto en la
entrada y, dado que me saluda, decido comer con ella y
aprovechar para concretar algunos detalles.
Para que sepáis un poco de lo que hablo, se trata de una
gala benéfica y de una serie de spots publicitarios en los que
trataremos de recaudar la mayor cantidad de dinero posible
para una causa que, si bien es antigua, nunca tiene suficiente:
las mujeres maltratadas.
La sonrisa de Dayanne me recibe y yo opto por darle un
cálido abrazo, que no rechaza. Pocas personas conocen su
historia, aunque, tras su evidente fortaleza, todavía se esconde
una mujer rota y delicada, que sabe apreciar los pequeños
detalles.
—Me alegro de encontrarte, así me evito un viaje a tu
oficina —comenta mientras esperamos a que nos traigan la
carta. Sus finas manos descansan sobre el mantel, pero son sus
ojos, que recorren los rostros de los presentes, los que atraen
mi atención.
—¿Sucede algo?
—Aitana —suelta a bocajarro, yo contengo el aliento al
recordar la historia de esta—. Ha decidido regresar con su
marido. Por más que he intentado recordarle el peligro que
corre, no lo conseguí, asegura que él ha cambiado.
—¿Crees que yo podría hacer algo?
—Es mi última esperanza. Contigo logró abrirse y, el
hecho de que permitiera que usases su historia… No sé, no
creí que esto pudiera pasar.
—No es culpa tuya.
—¿Y de quién es? —Sé que espera una respuesta
elocuente por mi parte, pero no tengo ninguna que pueda
resultar mínimamente aceptable y escojo callar—. Sé que no
tengo derecho a pedírtelo, no obstante, creo que, durante las
jornadas, llegasteis a crear un lazo que podrías emplear para
llegar a ella.
—Lo intentaré.
—Sé que estás muy ocupada, sin embargo, puede que
Aitana no cuente con mucho tiempo. La última vez… Sus
heridas fueron tan graves que creí que no lo contaría —
confiesa, sus manos se convierten en dos puños que esconde
sobre su regazo. La rabia y la impotencia nos embarga a
ambas, conscientes de que, más allá de tratar de convencerla,
no podemos hacer nada más que quedarnos aguardando al,
más que seguro, desenlace.
Mi comida consiste en una ensalada y un pequeño trozo de
lasaña, aunque con el estómago cerrado ninguna llega a
terminarse los platos. Conversamos sin hacerlo y nos
despedimos sin ganas, aunque con otro abrazo.
A pesar de lo preocupante de la situación de Aitana, mis
pensamientos siguen fijos en Erik y en el número que Nati me
mandó. Con el transcurrir de los días también llega la
normalidad y, si bien cada día me repito que soy fuerte y que
no necesito a nadie más, en el fondo añoro el calor de otro
cuerpo a mi vera, esa sonrisa dormida con la que me saludaba
el innombrable o el abrazo en el que me escondía cuando
debía afrontar un día de mierda.
El resto de la tarde me la paso corriendo de un lado para
otro. Me alegro de que el trabajo me sobrepase y tampoco
tengo ninguna prisa en regresar, por lo que me descubro a mí
misma cerrando la oficina, pasadas las once.
A diferencia de lo que suelen decir, no tengo miedo a caminar
por una ciudad dormida. Las pocas personas con las que me
cruzo van demasiado centradas en sus propias vidas para
percibir mi presencia, yo aprovecho para apreciar las bellas
fachadas que, restauradas, decoran las antiguas calles del
centro.
«Los pequeños detalles son importantes», pienso, la
declaración de Aitana sigue en el interior de mi cabeza y
accedo a ella en busca de esas señales que, incluso cuando
hablaba conmigo, se negaba a reconocer.
—¿Cuándo supiste realmente que estabas en peligro? —
Esa fue una más de las múltiples preguntas que le hice,
aunque la primera en la que pienso.
A diferencia del resto de mujeres que entrevisté, que
parecían haber pensado en ello con detenimiento y tenían las
respuestas preparadas de antemano, Aitana se tomó más de
cinco minutos para pensar. Quizás porque, cada vez que abría
la boca, dudaba y volvía a cerrarla, puede que todavía tuviera
demasiado miedo a que él pudiera enterarse…
—Más que saberlo, puedes sentirlo. Tu cuerpo se paraliza
cuando sabes que se acerca, incluso dejas de respirar por
miedo a molestarle. El primer golpe llega, eso es cierto, pero
mucho antes de que eso suceda empiezas a controlar cada
palabra que sale de tu boca por miedo a molestarle. Escoges
tu ropa pensando en si él la encontraría adecuada, tu peinado
deja de ser importante y vas apagándote, hasta que él parece
aceptarte, aunque nunca llega a ser suficiente.
—Si eso es cierto, ¿por qué no te ibas?
Ahí lo tiene más fácil, o eso pareció al ver que tomaba aire
y soltaba con rapidez:
—Porque, cuando sonríe, cuando te mira con aprobación,
tiene la facultad de convertirte en todo su mundo. Esos
momentos en los que regresa el hombre que te enamoró son
intensos, poderosos, tan maravillosos que crees que el
monstruo que te hizo daño no existe, que solo tuvo un mal
día…
Un escalofrío me recorre de pies a cabeza al comprender
que todo podemos caer en ese tipo de juegos, al percatarme de
que yo también llegué a apagarme y el innombrable no tuvo
que pedirme nada para ello.
Me desvío hacia la derecha y me detengo, mi mano
acaricia el teléfono y me pregunto qué estará haciendo Erik en
ese momento. Antes de decidirme a moverme ya he sacado el
celular y desplegado la agenda, guardando su contacto. Lo más
difícil es escoger su nombre pues, si bien lo sé, necesito algo
más personal con el que diferenciarlo del resto:
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
Sonrío, me siento traviesa y eso me gusta. Incluso doy un
par de saltitos que, en esos tacones, equivale a jugarme la vida
ante la posibilidad de tropezar con la alcantarilla y terminar
rodando tipo barrilete calle abajo.
No he hecho nada y lo he hecho todo. Sé que caeré y
pecaré, que romperé todas mis reglas y acabaré contactando
con él, pero cada minuto que permanezca firme será una
pequeña victoria.
Si le deseo tanto, ¿por qué no le soporto?
Pues… en primer lugar porque me observa como si fuera
gilipollas o precisase que alguien me salve. En segundo
lugar… porque todo lo que piensa sobre mí ni es positivo ni se
queda dentro de su cabeza, pues aprovecha la más mínima
oportunidad para lanzarlo con crueldad sobre mi yugular y, en
tercer lugar, porque detesto a quienes se creen con la verdad
absoluta.
«Tú tampoco te quedas atrás…»
¡Cierto! ¡No lo niego! Aunque con lo mucho que me ha
puteado el universo, y teniendo en cuenta que se pasó tres
pueblos al detenerme, creo que me lo merezco.
Llego al salón de mi diminuto, aunque precioso piso, y me
lanzo sobre el sofá. Me arranco los zapatos, odiándolos por ser
los causantes de mis doloridos pies, y los lanzo lo más lejos
posible, repitiéndome que mañana tocan deportivas. Bueno,
deportivas no porque tengo varias reuniones, pero zapato bajo
seguro.
Más tranquila, lleno la bañera y lanzo un buen puñado de
sales de baño. Enciendo velas, pongo música de fondo y…
Vuelvo a posar los iris sobre la pantalla del teléfono. En el
fondo, mi cerebro no deja de dar vueltas en busca de la frase
perfecta para iniciar una conversación. ¿Existe?
El agua cae y me deshago de la ropa. Me miro al espejo y
sonrío complacida, adorando incluso esas pequeñas
imperfecciones que el innombrable tanto criticó. ¿Y qué si
tengo una cicatriz sobre la cadera derecha de cuando me caí de
un árbol? ¿Tan malo son las pequeñas estrías que me han
salido en las nalgas?
¿Sigues tan amargado como el sábado?
Le mando el mensaje y lanzo un agudo gritito al aire,
dejando el teléfono sobre el mueble del lavabo como si este
quemase.
—No, no va a contestar. Además, si lo hace pensará que
estoy como una cabra. ¡No! —Me meto en la bañera y trato de
que la calidez del agua adormezca mis preocupaciones.
Cierro los ojos y me siento volar, regreso a esa playa en la
que traté de aprender a hacer surf y también a la montaña en la
que, siendo niña, me perdí. Me pregunto por qué todavía no
hice el viaje con el que sueño desde hace años y qué me ha
impedido volver a intentar hacer submarinismo.
—No es el momento, no todavía. Quizás dentro de un par
de meses… —Son las excusas de siempre, solo que ya nadie
me las exige y, quizás por eso, han perdido el sentido.
Me pongo en pie y tomo el celular, vale, puede que
revisase que Erik no me haya contestado, pero mis planes son
otros. Busco el teléfono de Aitana y aguardo con el corazón
encogido, tengo miedo por ella, tanto, que por un instante me
la imagino tirada en el cuarto de su dormitorio como entonces,
con el rostro ensangrentado y la respiración tan superficial que
parecía que no respiraba en absoluto.
—¿Eva?
Gimo porque sufro por ella, porque quiero gritarle y sé
que, de hacerlo, se cerrará en banda.
—¿Cómo te encuentras? —Existen dos tipos de preguntas,
las sencillas y las que van más allá de lo que pueda parecer, las
que nos atraviesan por las implicaciones que esconden y esa es
una de ellas.
—Bien.
—¿Cómo es eso posible cuando has hecho la mayor
gilipollez de toda tu vida? —Vale, quizás no sea la más
diplomática del mundo. Eso de pensar antes de hablar no va
mucho conmigo…
—Me quiere y ha cambiado. Va a las reuniones de control
de la ira y el psicólogo…
—Hace tiempo que aprendí que no importa lo que diga
porque tú ya sabes todo lo que puedo contarte. Solo
prométeme algo, si te ves en peligro, ¿me llamarás? No
importa la hora, tampoco que creas que yo podría regañarte,
estaré aquí.
—Gracias, pero…
—Sin peros —la corto—. Llámame, no voy a juzgarte.
Por un instante se rompe, puedo sentir las lágrimas
lacerantes a través del aparato y me gustaría consolarla, solo
que no puedo apoyar en lo más mínimo la decisión que ha
tomado. Aprieto el mentón y contengo la rabia, llegando a
odiarla por ser, quizás, su peor enemigo.
—Si le vieras ahora comprenderías que…
—No gastes saliva, no merece la pena —suspiro yo,
pasando la mano izquierda por la superficie del agua y
jugando a atrapar un buen puñado entre los dedos—. ¿Nos
tomamos un café mañana?
—No sé si…
—También puedo ir a buscarte a casa y quedarme allí
acampada hasta que accedas. A tozuda no me gana nadie.
—Lo sé. —Parece, ¿agradecida? Somos tan complejos que
no trato ni de preguntar, ¿qué sentido tiene si, de hacerlo, me
mentirá?
Concreto la hora y cuelgo, el frío se ha adherido a mi piel a
pesar de que el agua sigue caliente. Quizás porque, en
ocasiones, los malos presentimientos son mucho más que eso,
casi premoniciones. Quiero llorar, no lo consigo y, tras dejar el
teléfono a un lado, me hundo. Contengo la respiración y me
mantengo ahí abajo hasta que ahogarse se torna una
posibilidad, en un intento de ignorar el motivo real por el que
ayudo a esas mujeres.
No, no fui una de ellas, pero no me tocó demasiado lejos.
Asciendo a la superficie al borde del colapso y lloro, plaño
como llevo mucho tiempo sin hacer. Dejo que el nudo se
deslice por mi garganta en forma de suspiros salados para rugir
a continuación, recogiendo toda la fuerza que puedo de mi
interior, más que dispuesta a presentar batalla.
Justo en ese momento la pantalla se enciende.
Capítulo 10

Erik, carcelero y policía a tiempo completo


¿Quién eres?
Aguardo hasta haber preparado unos macarrones con
tomate y atún, no tengo muchas ganas de cocinar. Tomo el
plato y me lo llevo conmigo al sofá, donde enciendo la tele y
pongo una película de esas que atontan sin más.
Yo:
Si te lo dijese perdería la gracia…
Parece que aguarda mi respuesta pues no tarda en
responder, aunque no como a mí me gustaría:
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
Pues no me lo digas.
—Este tío es el alma de la fiesta… —bufo, negándome a
dejarlo así.
Yo:
Eres el típico caso en el que amordazan al tío antes de
tirárselo, pero le hacen creer que es un juego erótico.
Me río y comprendo que disfruto tocándole las narices
quizás porque, por muy lejos que vaya, la única posible
consecuencia es que me mande a freír espárragos y eso ya lo
ha hecho. Mi actitud pasivo-agresiva no me pasa
desapercibida.
Me concentro en la historia y bufo cuando la chica decide
inspeccionar la casa del asesino en serie que les persigue. No
sé qué espera encontrar más que cuchillos, aunque, pensándolo
bien, es más seguro para ella agenciarse un arma que ir
chillando cual cerdito el día de la matanza a manos
descubiertas.
Sin embargo, en esas películas los protagonistas apenas
buscan defenderse y eso me hace preguntarme si nuestro
instinto de supervivencia se ha ido atrofiando con el paso de
los años hasta convertirnos en corderos.
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
Si alguien termina amordazado, te puedo asegurar que no
soy yo.
Ya estoy sudando, él todavía no ha terminado:
Reconozco que soy más de esposas. El tacto del frío metal,
la llave en mis manos, la súplica en los ojos de mi presa… ¿Es
eso lo que buscas?
¡Ni siquiera sabe quién soy! La idea me enfurece.
Yo:
No sé qué me repugna más, si el hecho de que no te
importe quién está al otro lado o que aceptes a cualquiera de
esa forma.
No añado, menos a mí, por mero amor propio, aunque en
el fondo esas palabras no dejan de repetirse en el interior de mi
mente.
Me niego a volver a hablarle, valgo mucho más que esto.
¡Merezco más! No es que quiera tener algo serio con él… Solo
que… ¡No sé!
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
¿Escocida? Todavía no has logrado que bese el suelo que
pisas y, por lo visto, ya no estás dispuesta a luchar.
No quiero mirar y, sin embargo, cuando lo hago, se me
acelera el pulso.
«No es posible…», musito casi al borde del colapso. Me
tiemblan las manos, tomo el aparato sin saber qué contestar.
Lo releo sintiéndome vigilada, casi sin fuerzas tomo aire y lo
suelto, necesito ser valiente, al menos por una vez en la vida.
Yo:
Di mi nombre
Le suplico casi sin aire al mismo tiempo que le doy al
botón de enviar. Ya no me importa la película, aunque trato de
concentrarme en ella por todos los medios.
No recuerdo haberme sentido tan nerviosa y tan viva.
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
Me gusta más tu número de expediente o la cara que
pusiste cuando te metí entre rejas.
Esta vez no puedo esperar.
Yo:
Mi nombre
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
Eva, aunque, la verdadera pregunta es: ¿cómo conseguiste
mi número de teléfono?
Yo:
Si te digo que no fui yo, ¿me creerías?
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
No
Cuesta hablar con quien no muestra interés y quizás por
ello lo dejo estar. Recuerdo lo que es no ser suficiente para
alguien, recibir esos pequeños comentarios “sin mala
intención” con una sonrisa y que estos se te claven entre las
costillas.
No, no dejaré que las hormonas me controlen. No puedo,
no puedo hacerlo.
No estoy tan cansada… Apoyo la cabeza y cierro los ojos,
bostezo y me sumerjo en ese mundo en el que todo es posible
sin creer que lograré dormir, quizás porque llevo tantos días
sin descansar en condiciones que ya lo doy por sentado…
Mi cuerpo es demasiado sensible en este lugar. Mis manos,
mis brazos, todo mi ser se muere por ser tocado e, incluso el
aire que me roza al caminar, es placentero. Dejo que dicha
sensación me arrope, me sumerjo en ella y me imagino que
toma forma.
Alto, fuerte, dos ojos verdes que refulgen como si la
primavera hubiera explotado en su interior, pero son sus
manos, que me toman de las muñecas y me inmovilizan, las
que lanzan un escalofrío por toda mi anatomía.
No soy consciente de lo que mucho que me gusta el control
que ejerce sobre mi cuerpo hasta que me niega un beso para,
acto seguido, devorarme la boca. Juega a tentarme y yo
disfruto de ello.
Me pego a su pecho, él me acorrala contra una pared que,
hasta hace un segundo, no estaba ahí. Coloca las manos a
ambos lados de mi cabeza, su rostro tan cerca del mío que
apenas queda espacio entre ambos.
—No fue culpa tuya…
—Lo sé —aseguro, solo que mi voz se quiebra. Apenas
consigo respirar, el aire es tan espeso que se niega a bajar por
mi garganta.
—No fue culpa tuya…
—¡Cállate! —Me revuelvo y aprovecho el ligero espacio
para golpearle el pecho, solo que la rabia explota con rapidez
y pierdo el control. De alguna manera sé que estoy dormida,
soy consciente de ello, y eso hace que todas mis inhibiciones
desaparezcan.
Cierro las manos y las uñas se clavan en mis palmas. Le
observo con tanto odio que me cuesta pensar, quiero
destrozarle, destrozarnos a ambos en el proceso. Me lanzo
contra él y le asesto un puñetazo en el mentón que encaja con
facilidad, apenas mueve el rostro.
—Me convenció de no aceptar el trabajo de mis sueños —
escupo, una patada lateral impacta contra el gran poli, no
obstante, sigue sin defenderse y eso me cabrea todavía más.
¿Por qué todo lo que yo quería era una tontería? ¿En qué
momento dejé que sus opiniones me coartasen?—. Antepuse
sus sueños, sus problemas…
Con cada palabra, lanzo un puñetazo. Con cada pequeño
descubrimiento me odio un poco más.
Hasta que las lágrimas irrumpen como un manantial, pues
me siento tan pequeña que no me reconozco. Bajo el rostro en
un intento de ocultarme, no obstante, en esta ocasión Erik no
me lo permite.
—Mírame. —Él no pide, exige, y eso me gusta. Quizás
porque prefiero pelear de frente a lidiar con quienes van
minándote tan despacio, con frases tan inocentes, que no te
percatas.
—Le dejé hacer conmigo lo que quiso… Ahora ya no
puedo… Estoy perdida… —jadeo, disfrutando del roce de sus
dedos contra mi mejilla o de su mano izquierda en mi cadera.
Noto cómo se contiene para no lanzarse sobre mí y eso
provoca que mi piel se inflame.
—Lo sabías.
Mis secretos son suyos, somo la misma persona y eso me
aterra, quizás porque suelta las verdades sin anestesia,
directas a mi pecho.
»Sabías lo que estaba haciendo contigo. Mil veces
deseaste huir, pero temías demasiado decepcionar a quienes te
rodeaban.
—Me quería, sé que me quería… Él no sabía que…
Me besa para impedir que continúe, lo hace demandante,
exigente, carente de cualquier ternura y eso me lleva a
aferrarme a Erik con uñas y dientes. La conexión que siento es
indescriptible.
El corazón se revoluciona en el interior de mi pecho, late
tan, pero tan fuerte que temo que logre atravesarme las
costillas. La ropa de ambos desaparece, sus manos recorren
mis pechos, aferran mis pezones y los retuerce hasta que
arqueo la espalda. Su sonrisa detiene todo mi mundo, ese
mundo.
Gimo y él se bebe el sonido. Aprieto…
Me despierto sobresaltada, la alarma suena sobre la mesa y
el sudor perla mi piel. Solo un poco más y habría tocado las
estrellas, pero, como siempre, no tengo suerte.
Capítulo 11
Lo primero que descubro, tras ducharme, desayunar y
vestirme, es un mensaje que me sobresalta. Su nombre en la
pantalla hace que deje el teléfono sobre la mesa antes de leer
nada, cuando guardo el dichoso aparato en el bolso lo hago
con cuidado de no desbloquearlo.
El resto del camino lo recorro en una nube, el solo hecho
de que se haya tomado un segundo para hablarme, así fuera
para insultarme un poco más, me lleva a sentirme especial,
mimada de una forma que me es imposible de explicar, como
prácticamente todo en mi vida.
Pensaréis, si tiene tantas ganas de saber qué le escribió,
¿por qué coño no lo lee?
Porque, mientras no lo haga, todas las posibilidades están
sobre la mesa y eso me permite soñar, si es que queda algo de
imaginación en el interior de mi mente.
El caos que me espera en la oficina ayuda a mantenerme
ocupada, al menos la media hora que tardo en esconderme y
desbloquear el celular.
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
¿No soy lo que esperabas?
El vestido blanco que llevo me hace sentir hermosa, la
mujer que me devuelve la sonrisa desde el espejo me gusta, tal
vez porque ya no temo decir lo que pienso.
Yo:
Nadie lo es, ni siquiera yo misma. En tu caso… Diría que
te gusta la música satánica, torturar dulces animalitos y
martirizar a jóvenes hermosas.
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
Lamento informarte que soy un chico bueno, al menos si
me comparas con Jack el destripador.
Sonrío sin pretenderlo, uno de esos gestos que nacen antes
de que puedas pensar en ello y, esto es así, porque proviene del
corazón. Quiero creer que es cierto, no lo logro.
Una llamada entrante me sobresalta, el nombre de Aitana
logra preocuparme. Descuelgo sin ganas, deseando poder
retrasar ese momento y temiendo lo que pueda decirme.
—¿Te encuentras bien? —Mi voz sale aguda y rápida, alzo
los ojos hacia mi ayudante, que acaba de entrar. Le espanto
con un gesto de mano, me dejo caer sobre la silla y trato de
tranquilizarme.
—Sí —contesta dubitativa, ese tono húmedo, triste y
carente de esperanza no me pasa desapercibido—. Sé que
habíamos quedado, pero…
—¿No es un buen momento? Dime, ¿por qué no es un
buen momento?
El silencio se prolonga, sabe que conmigo no podrá
culpase a sí misma por una caída inexistente o por una palabra
que no debió pronunciar. Me niego a ayudarle, a disculparla o
sentir pena, no puedo hacerlo si lo que quiero es que salga de
ahí.
—Lo siento.
Cuelga y acepto mi derrota, por el momento. Dicen que no
puedes ayudar a quien no quiere ser ayudado, yo me niego a
claudicar con ella.
Con el teléfono todavía en la mano, pierdo un par de
segundos más y le mando un mensaje a Erik:
Yo:
Temo que ya no quedan tipos buenos en este mundo o, tal
vez, detestaría encontrar uno de esos «tipos buenos» de nuevo.
Debo irme, la reunión de las doce es una de las más
importantes que tendré nunca. Me pongo en pie, dispuesta a
hacer lo que se espera de mí… Acaricio la pantalla y recuerdo
esa mirada intensa que, cuando creí que estaba a punto de
romperme en pedazos y solo deseaba salir huyendo, me lanzó.
Me atravesó de pies a cabeza, me retó y yo desperté, como si
llevase mil años adormecida.
Yo:
¿Qué diría un chico bueno si tratase de alegrar el horrible
día de una mujer?
Tardamos más de tres horas en decidir el mensaje, los
protagonistas e incluso la música de un nuevo spot. Yo suspiro
cuando la sala se va quedando vacía hasta que me quedo sola,
o eso creo.
—Enhorabuena —exclama Leo, apoyado en la pared que
hay a mi espalda. Me giro y le observo.
—Gracias.
—¿Crees que ahora es un buen momento? —No pierde el
tiempo y deja caer un archivador casi sobre mis manos. La
rabia de su gesto me descoloca.
—Claro, siéntate.
—No es preciso —inspira y hace justo eso, sentarse tan
cerca que su colonia nos envuelve a ambos—. Perdona, no
pretendía pagar contigo mi frustración.
—Tranquilo.
—No encuentro esa chispa que convierte una historia en
algo especial, ese toque que engancha, que transmite. Eva, ¡me
juego el culo con esto! —Me río ante sus aspavientos y él me
imita, abriendo la carpeta nervioso e instándome a echarle un
ojo, como si yo pudiera desentrañar el lío.
—Da vértigo, ¿verdad? Recuerdo mi primer proyecto en
solitario —comento, pasando las hojas. Su propuesta es
interesante, también arriesgada—. Pero, si has de defenderla
ante la junta directiva, debes creer en ella.
—Debo encontrar un equilibrio que se me escapa, temo ir
demasiado lejos y terminar siendo ofensivo.
—Hombre, es difícil no serlo cuando tu forma de vender
condones es decir que no se gafen el mañana con una nueva
camada de críos —suelto, exagerándolo todo. La verdad es
que me gusta lo que tengo entre manos, también descubro con
facilidad esos puntos débiles que podrían hacerle caer en
desgracia.
—No todos quieren o están preparados para ser padres. No
quería el típico anuncio en el que una pareja folla. ¡Necesito
sorprender! Demostrar que puedo hacer mucho más.
—Te dieron un proyecto fácil, para que trabajases sobre
seguro y te estás jugando las pelotas. No sé si darte el pésame
o la enhorabuena. —Si hubiese llevado mangas largas me
habría remangado, como no era posible opto por tomar el
bolígrafo y ponerme cómoda—. Comencemos entonces. Que
conste que, si lo logras, me invitas a un finde de spa. Necesito
relajarme.
—Te doy los masajes yo mismo si es necesario.
—Siempre aprovechando para tratar de meterme mano, no
tienes remedio…
En un primer plano una pareja joven, apasionados. Las
manos de ella recorren el pecho masculino, él la alza y la
empotra contra la pared. Gemidos, gruñidos… No provoca
nada en mí y eso me lleva a recordar las esposas, pero quizás
sea demasiado y me muerdo la lengua. ¿Cómo podría preferir
un beso tranquilo a esa hambre que percibo en Erik cada vez
que me mira? Todavía no me ha tocado y ya intuyo que no
dejará nada de mí. ¿Todavía? ¡No! ¡Nunca!
Le aparto de nuevo de mi mente y releo tres veces un
mismo párrafo.
—¿Sabes lo que añoro más que nada? —le pregunto,
haciendo una introspección rápida.
—Sé que no está siendo, sentimentalmente hablando, una
buena época para ti.
—El humor. La risa, esas carcajadas que limpian las
heridas mejor que cualquier conversación profunda. Si pudiera
me reiría hasta que me doliesen las entrañas y el agotamiento
me venciera.
—Me uno al plan.
—Quizás es esa la solución. Puedes enfocarlo como algo
sexy con un toque responsable o…
—¿O? —Veo que he captado su atención.
—O —continúo— mostrarles lo que puede pasar si no los
usan. Un chiste con el que todos se reirán sin que nadie se
ofenda en el proceso. ¡Ya sé! —Saco el teléfono e ignoro el
mensaje de Erik. Despliego los vídeos y le muestro uno en el
que, padres no muy alegres en su momento, grabaron a sus
pequeños retoños destrozándole el sofá, televisión… —¡Este
es uno de los mejores! —Y le muestro a un precioso angelito
moreno tirando el Iphone de mamá por el retrete. Lo hace con
una sonrisa tan enorme en la carita que enfadarse es difícil,
mucho más cuando comienza a lavarlo y a cantar—. ¡Ves!
Nos reímos durante un par de minutos y pasamos a
disfrutar de la obra de arte que una niña hizo con pintura en el
sofá y televisión.
—Podría funcionar… —recapacita él en voz alta.
—Intenta no ser demasiado convincente. No queremos
dejar la natalidad a cero porque, viendo cómo han quedado
esos preciosos zapatos… —sonrío pues, a pesar de todo, dudo
que esas putadas hagan que los padres se arrepientan, aunque
sea por un segundo, de haberlos tenido—. Si lo piensas bien,
convierten cada anodino día en una aventura. ¡Lo mejor tiene
que ser tener que desmontar todo el lavabo para encontrar tus
anillos de boda!
—Hablaré con Max. Gracias, joder, te debo una.
Antes de pensar en lo que hace se pone en pie y clava sus
labios en los míos. Por su posterior reacción sé que se
arrepiente, aunque para mí no significa nada y le sonrío con
ternura.
—No importa —susurro, alejándome de él y esquivando su
mano cuando trata de agarrarme. No estoy preparada para
explicarle por qué eso estuvo fuera de lugar, tampoco para
mantener una incómoda conversación. Sin embargo, no puedo
permitir que se repita:
—Fingiremos que no ha sucedido —escupo, sin
comprender por qué me siento tan insultada.
Vale, puede que se trate de que confiaba en él, le
consideraba un amigo, y acaba de traicionarme de la peor
forma. Tal vez de que le permití acercarse en múltiples
ocasiones por creer que jamás traspasaría la raya de tener la
ocasión. ¿Importa?
Parezco otra persona cuando regreso a mi despacho, me
siento como si fuera otra. Todo aquello que considero una
certeza se resquebraja entre mis dedos, como si hubiera vivido
tanto tiempo una mentira que ya nada es real.
Tomo el teléfono y trato de no hacer una montaña de un
grano de arena.
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
¿Qué te ha pasado?
Mis dedos vuelan sobre el teclado, apuñalando cada letra,
tratando de destruir esa pequeña parte de mí que desea que
alguien la vea.
Yo:
¿De verdad te importa?
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
Mi día tampoco ha sido mucho mejor. Un borracho me ha
vomitado en el pantalón y unos chavales, que aseguraban
estar siendo perseguidos por perros asesinos, trataron de
convencerme de que deberíamos salir de caza por la ciudad.
Un instante después, una fotografía irrumpe en mi
teléfono, su cara tristona logra hacerme sentir mejor,
llevándome a sumergirme en la conversación:
Yo:
Tampoco te veo tan desmejorado. Hombre, si te viera de
noche seguramente me asustaría un poco… Pero ya vas viejo
para preocuparte por tu aspecto físico, ¿verdad?
¡Menuda exageración! Con la mente tan espesa tampoco
me quedan respuestas mejores.
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
Dicen que el aspecto de malote ayuda a que los culpables
confiesen.
¿Te animas a compartir tus pecados con alguien que tiene
la capacidad de castigarte por ellos?
Yo:
¿Cómo me castigarías exactamente?
Me echo hacia atrás en la silla y disfruto del cosquilleo de
anticipación que recorre mi cuerpo. Ansío la respuesta, le
observo escribir y, con cada segundo que tarda, mil ideas,
sucias todas ellas, se pasean por mi mente. Quizás no quiera ir
más lejos, aunque no tengo ni la más mínima intención de
detenerme…
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
¿Castigarte?
Pongámonos en el supuesto de que me interesas (no te
hagas ilusiones), si así fuera, aprovecharía que has sido una
chica mala para volver a ponerte las esposas. Debo reconocer
que quedaban genial cerradas en torno a tu muñeca…
Si así fuera, te llevaría a la locura para negarte el placer
de terminar en mi boca o puede que estrangulándome con tu
cuerpo. Te azotaría y estimularía, te mostraría la inmensa
cantidad de zonas erógenas que decoran tu cuerpo y que,
seguramente, nunca has explorado.
Pero eso no sucederá nunca. Lo que menos me apetece en
este mundo es tratar con alguien como tú.
El resto del día pasa rápido. No, no me ofendió, ni siquiera
me molestó un poco. Simplemente lo dejé correr y me recreé
en esa primera parte, en la descripción que dejó
innecesariamente si lo que pretende es rechazarme.
Capítulo 12
El ruido del agua me relaja. Es un sonido que adormece todas
mis preocupaciones y me invita a soñar con esas decisiones en
las que me acobardé y en cómo podría haber sido mi vida de
haber tenido más arrestos.
Aquel que diga que no se arrepiente de nada miente, de eso
estoy segura.
Yo:
Existen dos tipos de mentiras: las que contamos al resto
del mundo y las que nos soltamos a nosotros mismos
necesitando creer que son ciertas. ¿A cuál de las dos te
aferras?
Aprovecho que no tengo sueño y me dirijo al pc que
instalé, hace años, en el cuarto de invitados, reconvirtiéndolo
en el proceso en mi despacho. Ahí, en un disco duro externo,
es donde guardo todos esos trabajos que quiero conservar y ahí
es donde debo buscar.
Tan pronto se enciende localizo la carpeta, una decena de
vídeos aparecen ante mis ojos, escojo el de Aitana y adelanto
la grabación hasta el minuto doce.
—Quizás por eso siempre me protegí de tener hijos —
reconoce Aitana en ese momento, aturdida y envalentonada a
la vez.
—¿Nunca temiste que descubriera que tomabas la
píldora? —me oigo preguntar, no necesito escuchar la
respuesta pues eso lo recuerdo. Avanzo un poco más hasta que
creo haberme pasado y retrocedo—. ¿Alguna vez temiste por
tu vida? Uno de esos momentos en los que estás convencida de
que no volverás a ver la luz del día.
Su vergüenza es lo que más me escama, casi culpándose
por cada golpe, justificándole incluso cuando cree haber
aceptado que él era un monstruo sin alma que jamás la amó
como aseguraba. No obstante, sus ojos no mienten.
—Una tarde. Recuerdo que hacía calor y que, esa mañana,
decidí ponerme el vestido amarillo que tanto le gustaba. Uno
que realzaba mis pechos y me hacía sentir hermosa —sonríe y
yo no sé qué pensar. ¿Cómo un recuerdo tan doloroso puede
llevarla a suspirar tranquila? Somos tan complejos que
descifrarnos es imposible—. Le tenía la comida lista y había
puesto flores frescas para cuando llegase. En unos días sería
nuestro aniversario y… —duda— me levanté con la necesidad
de festejar dicho acontecimiento.
—Si quieres, podemos hacer un descanso… —le sugiero en
la grabación, ella niega lentamente, en el fondo necesita
soltarlo, dejarlo ir.
—Supe que había tenido un mal día tan pronto cruzó la
puerta. Algo en su rostro, en su forma de moverse. La luz del
sol me hizo sentir insegura, pues habría deseado que las
persianas hubiesen estado bajadas para poder escapar de su
escrutinio. —Estira los labios en una mueca que me retuerce
por dentro. Una más de las múltiples disculpas que lanza sin
pensar, siempre pidiendo perdón como si, el solo hecho de
alzar los ojos, debiera ser justificado—. Debía hacer cuanto
pasase por su cabeza sin que tuviera que perder el tiempo
pidiéndomelo. La comida lista, un beso tan pronto llegase.
Atenta a la más mínima señal por su parte y, sin embargo, no
lo vi venir…
—No es necesario que continúes, de verdad —me
estremecí entonces al igual que ahora. Podía sentir los
temblores de Aitana recorriendo mi dermis. Su respiración
agitada, el sudor de sus manos que, nerviosas, se aferraban al
librito que la acompañaba…
—Me preguntó por el vestido y me acusó de engañarle. El
hecho de que me hubiera arreglado fue prueba suficiente,
aunque, pensándolo desde la distancia, quizás si fuese extraño
tras tanto tiempo sin mostrar interés por mi físico. La verdad
es que ya no lo sé. —Se acaricia la cicatriz del antebrazo con
suavidad—. Creí que sería como siempre y me dejé, permití
que me agarrase por el pelo y que me zarandease, que me
abofetease y lanzase al suelo. Pero ahí comenzaron las
patadas y puñetazos. Cuanto más le permitía más enloquecía,
hasta que creí que no podría soportarlo y me hice un ovillo,
aceptando el final. No luché, no traté de evitarlo, en el fondo
necesitaba tanto descansar que incluso llegué a agradecérselo
en silencio…
Detengo la grabación sin comprender cómo la misma
persona que sale en el vídeo puede creer en que ese monstruo
ha cambiado. Me sorprendo al notar la humedad y me seco los
ojos. Un wasap de Erik me distrae, me aferro a ese
intercambio de palabras comprendiendo que saber de él me
arranca una sonrisa tranquila.
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
¿Es eso lo que necesitas creer? ¿Qué quieres de mí, Eva?
¿Qué buscas tan incansablemente?
No lo sé, pero la idea de que se aleje me aterra y,
precisamente eso, me lleva a proponer tan descabellada idea:
Yo:
Quiero verte, ¿te atreves? No sé si mi intención es
enfrentarme a ti o… No lo sé. Puedes negarte, acepto que no
te gusto, pero me gustaría verte…
Suspiro y me dejo caer, agotada hasta tal punto que me
niego a moverme. Debería comer algo, fingir que el mundo no
me asusta, pero al volver a darle a play comprendo que existen
seres tan aterradores a nuestro alrededor que nada de lo que
haga cambiará eso.
No obstante, la voz de Aitana pasa a un segundo plano,
también sus lágrimas e historia. Mi mente vaga libre y yo me
descubro mirando el teléfono nerviosa, ansiosa y temerosa por
la llegada de otro wasap. Podría ponerme mil excusas, pero
hace mucho que he aceptado que de nada sirven.
Veintisiete minutos, eso es lo que tarda en llegar.
Veintisiete eternos minutos en los que me imagino la forma tan
brutal en la que me rechazará, seguramente demostrando
mucha más madurez y cordura que yo misma porque, ¿qué
cojones vamos a hacer juntos? ¿Qué espero conseguir si no es
sexo?
«Fácil, es el único con el que te sientes viva, con el que
atisbas a la mujer que eras antes», suelta la voz de mi
conciencia con más valentía que mi yo real.
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
Tengo curiosidad por saber qué pretendes conseguir.
El sábado no tengo nada interesante que hacer, ¿crees que
lograremos saludarnos sin que me arranques la cabeza?
Yo:
No puedo prometerlo y quizás sea eso lo que más me gusta
del plan. Te animo a tratar de destruirme. Ven con todo, lo
necesito.
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
¿Por qué?
Yo:
Digamos que te considero un digno oponente, no es que
vayas a resistir mucho, pero al menos tratarás de plantarme
cara de verdad.
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
Estás muy segura de tus capacidades, no deberías
subestimarme en el cuerpo a cuerpo.
Capítulo 13
Así fue como acabé en su moto, mis dedos clavados en su
cintura y la ciudad dibujándose a pocos kilómetros. Sin
embargo, en lo único que puedo pensar es en la oscura
promesa que lanzó sobre mí antes de iniciar la marcha.
Sigo sin saber por qué confío en él, mimosa, me pego a su
espalda y dejo que el contacto me reconforte. Todavía puedo
sentir sus dedos recorriendo mi piel, su boca sobre la mía, sus
ojos atravesándome mientras él domina mi cuerpo.
La conexión que percibo con Erik es diferente a cualquier
cosa que haya sentido antes, es más, son las palabras las que lo
estropean. No me cae bien, tampoco soporto su forma de
pensar, sus gustos me resultan odiosos, sin embargo, cuando
me mira sé que me comprende y eso es suficiente, al menos
por el momento.
Nos detenemos al fin, me ofrece la mano para bajar y yo se
la tomo, él está tenso, pero no seré yo quien rompa el contacto.
Le sigo en silencio, fijándome en el portal o en el inmenso
espejo del recibidor que me devuelve la imagen de la pareja
perfecta que nunca llegaremos a ser. Lo sé porque me siento
incapaz de ir más lejos, de ofrecer algo más que mi cuerpo y
nadie se conforma demasiado tiempo con eso.
Recuerdo la primera vez que uno de esos chicos guapos y
malotes me rompió el corazón, no sé por qué pienso en eso
precisamente ahora, pero lo hago mientras me guía hasta el
segundo piso. Abre y yo me detengo, tirando de él.
—¿Estás seguro? —Aunque, la que de verdad está
dudando, soy yo.
—¿Tienes miedo? Prometo que no voy a asesinarte.
—¿Ahora buscas convencerme?
¿Sonríe? Le sienta tan bien que simplemente dejo que esa
imagen se grabe en mis retinas. Me atrapa contra la pared y
alzo el rostro aguardándole, sin que nada suceda.
—¿Ves algo interesante? —pregunto, angustiada y sin aire.
—Puede. —Su mano derecha en mi garganta, me sujeta sin
ejercer presión. Con el pulgar me recorre la yugular y sus ojos
verdes siguen la ruta, tan concentrado está que parece haber
olvidado que estaba hablando conmigo. Sus labios se
entreabren y yo tengo sed de él, solo que mi cuerpo no
responde cuando le suplico que se mueva.
—¿Y bien?
—¿Sabes por qué estoy aquí? —niego despacio, alza la
mano y dibuja el contorno de mis labios—. Siempre logras
sorprenderme…
Puedo saborear el peligro de estar con él, sus demonios nos
envuelven a ambos y yo dejo que me consuman. Su lengua
acude en busca de la mía, enzarzándonos en una danza
húmeda e hipnótica. Me tienta a acompañarle, rozándome al
tiempo que me alza.
Envuelvo su cintura con las piernas y disfruto de lo bien
que me hace sentir que pueda moverme como si apenas pesase
nada. Diminuta, delicada, consentida y deseada, así me hace
sentir. Cuando sus manos me rozan lo hacen con firmeza,
también con cuidado de no lastimarme. Cuando me deja sobre
la encimera de la cocina no busca acomodarme para poder
empotrarme a gusto, sino que desliza con cuidado la braguita
por estas y se coloca justo en el medio.
Estoy tan nerviosa que quiero gritar y apartarle. En
realidad, lo intento, pero Erik aferra mis manos y me
inmoviliza.
—¿Quieres que pare? —me pregunta.
—Eso no. Yo…
—¿Por qué?
—Me da vergüenza. Yo…
Parezco una ofrenda a algún dios pagano ahí tumbada.
Erik aprovecha que está sobre mí para rozar mi boca, apenas
una caricia que me arrebata la cordura y me lleva a alzar el
rostro en su busca, solo que todavía me tiene sujeta y no logro
llegar a él.
—Tendrás que ser valiente —susurra sobre mi oreja,
tratando de darme fuerzas, de devolverme esa valentía que, la
vida, ha ido mermando—. Quédate y disfruta, deja que te
saboree, que me recree en tus orgasmos, que estudie tu cuerpo
mientras se contrae de puro placer.
—Calla.
—¿Te molesta? —Con su nariz roza el lóbulo de mi oreja
en un toque enternecedor—. Para una vez que me porto bien y
hago lo que me piden…
—Yo no te pedí que me hicieras…
—Me suplicaste que te plantase cara. Implorabas por
alguien que no te concediera cuanto pidieras, por eso sé que lo
harás por mí.
—¿Por ti permitiré que me regales unos cuantos
orgasmos? —me burlo casi sin aire, tensa como la cuerda de
una guitarra a punto de ser tocada. Sigo expuesta ante él y le
veo colocarse entre mis piernas despacio, sus ojos en los míos
mientras se inclina y besa mi rodilla—. ¿Podrás soportarlo?
—Sí —gimo, rasgando una sola sílaba en dos.
Usa los hombros cada vez que trato de cerrar las piernas.
La culpa la tienen esos besos húmedos que, junto a su lengua,
trazan un camino que, ambos sabemos, terminará en mis labios
más sensibles.
—Te contienes —me regaña, llegando a mi clítoris y
golpeándolo con la punta de la lengua. Mi espalda se arquea
con vida propia, separándose del mesado.
—No.
—Sí, y eso lo hace más divertido.
Cada lametazo, lánguido y atrevido, me alza un poco más.
Me recorre como si estuviese hambriento y yo fuese la única
comida que queda en el mundo. Me devora, me hace sentir
deliciosa con cada gruñido, con la forma en la que sus dedos
se clavan en mis nalgas.
No lo pienso cuando sujeto su cabeza en un intento de
mantenerlo ahí. Si ahora mismo se alejase me pondría a llorar
como una niña.
El orgasmo es arrollador y me recorre despacio, todo mi
cuerpo se estremece mientras Erik me sostiene contra el
mesado.
—Joder —exclamo, tratando de ponerme en pie. Erik no
me lo permite y tira de mí para que me siente, aprovechando la
postura para quitarme el vestido. Se deshace del sujetador en
cuestión de minutos, demostrando que muchos han pasado por
sus manos.
Desnuda y bajo su escrutinio, me quedo sin aire mientras
su mano se desliza desde el escote hasta mi entrepierna.
—Desnúdame —me ordena. Me siento perdida cuando
comienzo a sacarle la camiseta. Temblorosa, noto cómo la
hebilla del cinturón vibra entre mis dedos. Sus caricias aquí y
allá no ayudan, aunque consigo dejar su cuerpo al aire.
Me gusta lo que veo. Me gustan esas marcas de la edad, al
igual que la ligera barriguilla mezclada con sus músculos
tonificados, muestra inequívoca de que hace bastante deporte.
Sus brazos fuertes y la fina cadera.
»Date la vuelta —continúa. Me giro y Erik aprovecha para
ponerse un preservativo que no sé de dónde sacó. Se coloca en
mi entrada sin más, atravesándome de golpe y arrebatándome
el alma. Todo mi cuerpo se estremece sensible ante la
intromisión, me toma del pelo y me insta a inclinarme más.
Entra tan rápido que parece que voy a romperme, sale tan
despacio que me fallan las fuerzas.
El control no me pertenece, sin embargo, se recrea de tal
forma en mi placer que tengo la impresión de ser el centro de
su mundo como si, sin mí, pudiera venirse abajo. Lo que
comienza como la típica postura del perrito muta cuando tira
de mí para que me pegue a su pecho, cambia radicalmente al
tiempo que envuelve mi cintura posesivo y, sus embestidas, se
tornan pausadas, endemoniadamente controladas.
—Necesito verte —suplico, gimiendo entrecortadamente.
—No me obligues a salir de ti.
¿Cómo hacerlo?
Muerde mi cuello y yo gruño. Clavo las uñas en sus brazos
y Erik me aprieta contra su ser en un intento de fundirse
conmigo, haciendo imposible distinguir dónde termina uno y
empieza el otro. No hay besos, tampoco promesas que ninguno
de los dos cumplirá. Solo necesidad primitiva y desahogo.
—Te dije que me deseabas —logro escupir antes de
derrumbarme, él sonríe sobre mi mejilla, mordiéndome
suavemente a la vez que incrementa el ritmo.
—¿Eso hago?
—Me deseas como nunca has deseado a nadie y eso te
aterra —aseguro, disfrutando de tenerle dentro de mí.
—Creída…
—Pero no lo niegas.
—¡Joder! ¿De verdad quieres que lo discutamos ahora? —
Su voz se quiebra, sonrío y me giro cuanto me permite la
postura buscando sus labios. Se tensa y sé que el placer ha
llegado también para él, le siento bobear en mis entrañas y le
recojo en un abrazo cuando empieza a deslizarse fuera de mí.
—¿Ya está? —Pongo cara de pena, él da un paso en mi
dirección amenazante.
—¿Quieres seguir jugando?
—Puede…
—Entonces estás bajo arresto domiciliario hasta nueva
orden.
—Resumiendo: no te gusto, te parezco insoportable y
psicópata de manual, ¿no?
—¿Nunca te dijeron que el mejor sexo es con las feas con
un punto de locura? —Me río y dejo que me aúpe entre sus
brazos, me acurruco en ellos y suspiro, descubriendo que su
aroma me resulta sencillamente embriagador.
Capítulo 14
Vale, supongo que ahora esperáis que os cuente todo lo que
hicimos después, habréis de conformaros con saber que obtuve
seis orgasmos y una seca despedida. Solo nos faltó darnos la
mano antes de que yo me fuese, aunque con el nivel de
endorfinas que llevaba en el cuerpo no podía preocuparme
menos.
Volver a mi vida, a mis quehaceres rutinarios y aburridos,
no me costó tanto como creí. Si bien Erik tendía a colarse en
mis sueños cada vez que cerraba los ojos, estos me
reconfortaban y creo que me hice adicta a él.
Los mensajes entre ambos no desaparecieron por
completo, aunque se tornaron más tranquilos y normales, más
sosegados.
Así transcurrieron cuatro largos días con sus efímeras
noches, solo que hoy no es un día cualquiera y, por ello, me
preparo a conciencia ante el espejo, que me devuelve más
ojeras de las que me gustaría.
—¿Cómo que no tienen listos los vestidos todavía? —aúllo
al tiempo que tomo el bálsamo labial y me echo una ligera
capa. La voz de mi ayudante, proveniente del altavoz que
descansa sobre el tocador, suena comedida—. Trata de
meterles prisa. Cualquier error podría salirnos muy caro. Oye,
¿sabes algo de la sesión de fotos de Astrid?
—Sin contar con que el fotógrafo casi se despeña, fue
perfecto. Te dejaré copias en tu mesa antes de ir a recoger a
Tiffany.
—Alberto, gracias. Sé que son tiempos complicados, pero
prometo recompensarte.
—No importa, somos un equipo, ¿verdad?
Cuelgo antes de ponerme ñoña, me niego a caer tan bajo a
estas alturas de mi vida. Dejo el rímel a un lado y evalúo el
resultado.
La noche se acerca y, con ella, una de las fiestas más
importantes a la que habré de enfrentarme. En el fondo odio
este tipo de eventos, pero son casi tan importantes, o incluso
más, que las reuniones de trabajo en las que los conocí. ¿Por
qué? La mayoría de esos magnates son arrogantes y
egocéntricos, por lo cual anteponen sus deseos y caprichos a
toda lógica. ¿La primera regla de alguien que se dedica a la
publicidad? Jamás deben sentirse insultados.
Las manos me tiemblan, inspiro y expiro varias veces en
un intento de normalizar mis latidos. Sin vestido que ponerme
a solo unas horas, escojo uno sencillo y unos tenis negros.
Guardo el perfume en el bolso y dejo que la fina brisa que se
cuela por la ventana me devuelva la capacidad de respirar.
Un mensaje vibra en mi bolsillo, voy con el tiempo justo,
no obstante, me detengo a leerlo. Mi mundo se detiene, un
agudo pitido tapona mis oídos.
Aitana:
Ven sola por favor… Te necesito.
Un sudor frío se desliza por mi nuca, el terrible
presentimiento de días antes se solidifica a mi alrededor y
temo lo que estoy a punto de descubrir, sin embargo, sé que no
puedo fallarle.
No me importa que me despidan, tampoco recuerdo a
dónde me dirigía hace tan solo un minuto, corro cuanto me
permiten las piernas y llego al ascensor, que casi nunca me
paro a coger. Me aferro a la puerta con el teléfono todavía en
la mano y dejo que el pánico me inunde, también una oscura
determinación. Antes de pensar en lo que hago…
Yo:
Necesito que me ayudes. Te mando una ubicación, te
espero ahí en diez minutos.
El miedo a verme allí sola, a enfrentarme a ese cabrón
maltratador a manos desnudas, me lleva a agregar:
Yo:
Erik, tengo miedo. Sin importar lo que estés haciendo, no
me dejes sola…
(ubicación)
Necesito creer que acudirá a mí, aunque de no hacerlo
nada cambia mi deber para con Aitana.
No veo la carretera, ni los semáforos, actúo por instinto.
Me fuerzo a centrarme, enfoco la mirada casi con
desesperación, no obstante, una y otra vez mi mente regresa a
esas conversaciones en las que, con demasiado detalle, ella me
contó las brutalidades que sufrió a manos de quien aseguraba
amarla.
—¡Joder! Debería llamar a la poli —gruño, molesta al
comprender que no puedo hacerlo. Ni siquiera sé lo que está
pasando en verdad y temo que, si voy demasiado lejos y
denuncio mis sospechas, puedo perderla para siempre.
Acelero infringiendo varias normas y me detengo ante la
pequeña casa de dos pisos sin preocuparme de la zona o de
cerrar. Corro hasta la puerta y la golpeo varias veces, el dolor
en mis tripas se incrementa cuando escucho cómo alguien
descorre los cerrojos.
Preparo un saludo informal y una sonrisa forzada, trato de
aparentar normalidad al tiempo que la puerta se abre. No
puedo pensar, el rostro que emerge de las sombras no
pertenece a Aitana, mas parece estar esperándome.
Trato de retroceder, de ponerme a salvo, él es más rápido y
me coge del brazo. Sus dedos se clavan con brutalidad en mi
piel, echo un rápido vistazo a mi alrededor en busca de alguien
que pueda auxiliarme, su siseo me arrebata las ganas:
—Haz algo y esa zorra está muerta.
«Ni lo pienses. No eres tan dura. Si entras, la que habrá
desaparecido para siempre serás tú», pienso con rapidez,
sopesando todas mis opciones en cuestión de segundos. Sé que
es fuerte y que mis posibilidades son reducidas, eso no me
impide dar el paso dispuesta a combatirle hasta mi último
suspiro.
—Si le has tocado un solo pelo… —Le amenazo al tiempo
que alzo el rosto. Instintivamente, echo un rápido vistazo al sol
y a las nubes que pasan sobre nosotros, esperando que no sea
la última vez que lo vea.
Capítulo 15
El salón parece haber sido el escenario de una gran batalla.
Los cristales rotos y muebles volcados son lo primero en lo
que reparo, las gotitas de sangre que salpican el sofá me
congelan la sangre, pero es el pequeño charco sobre la
alfombra el que se queda grabado en mi mente.
—¿Dónde está? —inquiero, dejando entre ambos la
máxima distancia.
Se muestra enfermizamente tranquilo, disfruta de mi
pánico y del malestar que me está causando, prolongándolo
hasta que yo grito, casi fuera de mí:
—¡Dímelo, maldito cabrón!
No lo veo venir, lo juro. Es tan grande que le creí lento,
cometí el gran error de subestimarlo.
La bofetada me estampa contra una pequeña mesita de
cristal, me quedo sin aire y le miro sin comprender lo que está
sucediendo. Me late la mejilla, el sabor salado de la sangre
inunda mi boca. Si espera que me acobarde, se ha equivocado
conmigo. Mis ojos refulgen, me pongo en pie y alzo el
mentón.
—El mensaje lo mandaste tú —adivino, al descubrir qué es
lo que aprieta con tanta fuerza en su mano izquierda. Sus
nudillos están surcados por numerosos hematomas, aunque la
sangre no parece pertenecerle.
—Le hiciste creer que merecía más. ¡Trató de
abandonarme de nuevo! —ruge, lanzándose sobre mí
dispuesto a terminar con mi existencia—. Éramos felices hasta
que te metiste en su cabeza y lo seremos una vez hayas
desaparecido.
—Eres un cobarde —respondo, esquivando por los pelos el
puñetazo. Me muevo con rapidez, intentando que, entre
ambos, haya un mueble en todo momento. Mis sentidos jamás
fueron tan afilados, sin embargo, solo puedo verle, oírle y
pensar en él. Ese monstruo es todo mi mundo, el tiempo deja
de tener sentido—. ¿Dónde está? ¿Qué has hecho con ella?
A la vez que lucho por seguir respirando, la busco por la
estancia.
«Sigue con vida… Él dijo que…»
Demasiado lenta, su puño se clava en la boca de mi
estómago, al segundo, caigo de rodillas y boqueo en busca de
aire. Mi cuerpo no responde, apenas logro alzar el rostro y eso
me permite comprender lo que es sentirse indefensa.
El sonido del golpe llega antes de que sienta nada, quizás
mi final ha sido tan rápido que me he librado de la agonía de la
que va acompañado. Parpadeo confusa, logro aspirar un fino
hilo de oxígeno y gateo hasta el sofá, al que me aferro para
tratar de ponerme en pie.
—Quieto o disparo —su voz… ¿Ha venido?
Con pasmosa tranquilidad, Erik apunta a Fran. Su índice
posado sobre el gatillo nos demuestra a todos que no va de
farol y, sin bien parece impertérrito, la venita que bombea con
rapidez en su sien derecha me indica que no lo está tanto.
Con él ahí me siento a salvo, también dolorida. Logro
incorporarme y doy varios pasos hacia el interior de ese
pequeño infierno. Pequeñas marcas sanguinolentas aquí y allá
marcan un sendero que tengo miedo de recorrer, a cada paso
que doy el desenlace se me antoja más aterrador, aunque lo
que más me conmociona es el silencio que impera allí.
Llego hasta el baño del fondo, la puerta entreabierta me
detiene como si, ante mí, se hallase un precipicio insalvable.
No me quedan fuerzas para saltar y ver lo que allí se esconde,
pero me niego a dejarla sola, abandonada como si nadie fuese
a llorar su ausencia.
El crujido de la puerta resuena tan alto que opaca el goteo
de la bañera, escucho un ligero jaleo a mi espalda, ni siquiera
me giro para investigarlo, no puedo hacerlo.
El cuerpo de mi amiga yace sobre un charco de sangre. Un
mango de madera sobresale de su costado, múltiples heridas y
hematomas deforman su hermoso rostro hasta convertirlo en
irreconocible.
Doy varios pasos en su dirección, temo tocarla y lastimarla
más de lo que ya está, por eso apenas rozo su cuello en busca
de pulso. Tose y salto hacia atrás, sus párpados vibran como si
tratasen de abrirse y tomo mi teléfono a toda prisa.
—Resiste. ¡Joder! —me frustro al percatarme de que no
consigo desbloquear la pantalla con los dedos húmedos—.
Resiste, preciosa. Eres una luchadora y no permitirás que ese
hijo de puta acabe contigo, ¿verdad? Tienes que vivir para
verle entre rejas. ¡Joder!
Logro marcar, me atienden al momento, ni siquiera me
escucho mientras pido que alguien acuda en nuestro auxilio.
Más aliviada, suspiro y tomo la mano de Aitana, temiendo
rozar la zona del cuchillo por miedo a que la hemorragia
empeore.
Un gran estruendo en el salón me obliga a regresar a la
realidad, el miedo a lo que allí esté sucediendo me lleva a
volver sobre mis pasos. No es que dude de las habilidades de
Erik, sino que no infravaloro la locura de su oponente. Una
persona normal si está encañonada ni siquiera respiraría por
miedo a morir de un disparo desafortunado, Fran, por el
contrario, se había lanzado contra Erik sin preocuparse por su
bienestar.
Lo que encuentro en el salón es a dos hombres peleando a
puñetazo limpio. No sé a dónde ha ido a parar la pistola y la
busco por el suelo con un vistazo rápido sin localizarla. El
golpe con el que le abre el labio a Erik me obliga a fijar los
ojos en ellos, el miedo que tengo a que le hagan daño es
irracional, también me vuelve impredecible.
A toda velocidad, busco algo con lo que defenderle. Doy
varios pasos en su dirección y, a la altura del sofá, me detengo.
Erik está tratando de atraparle con el mataleón sin éxito,
momento en el que recibe un cabezazo tan brutal que se
tambalea. Antes de caer es atrapado, las manos de Fran
envuelven su cuello y le arrebatan el aire.
El miedo me paraliza, lo siento pesado en forma de
grilletes en torno a mis muñecas, lo noto sobre mi pecho,
impidiéndome tomar aire, pero el tic tac del reloj de pared
sigue ahí, haciéndome comprender que el tiempo no se detiene
porque yo crea que debería.
No soy una heroína y tampoco he pretendido serlo nunca,
sin embargo, la idea de quedarme ahí observando cómo le
asesinan me resulta insoportable. Casi a traición, me imagino
cómo sería mi vida tras su muerte, cómo habría de continuar
con mi triste existencia sin esos mensajes que me obligan a
sacar las uñas y defenderme, pero también a despertar. A cada
segundo, perder a Erik se torna más en una certeza y eso me
hace sentir tan sola y abatida, gruesas lágrimas se deslizan por
mis mejillas.
Lo más sencillo es seguir el pasillo, coger la puerta y
ponerme a salvo. Lo más lógico y sensato tratar de buscar
ayuda, pero Erik no cuenta con tanto tiempo y me niego a
dejarle marchar, no así. Si quiere dejarme lo hará porque le
parezco repugnante y la idea de estar conmigo le espanta, no
porque… porque…
Mis dedos envuelven una estatuilla de un faraón egipcio,
una de las pocas que siguen intactas, y me coloco tras ambos,
temiendo que, en cualquier momento, puedan descubrirme.
Alzo el brazo y lo dejo caer imprimiendo en dicho golpe toda
la fuerza que poseo, dejando mi alma en él y rezando porque
sea suficiente.
Un grito de júbilo escapa de mis labios al ver a Erik libre y
este no tarda en volver a alzar los puños y lanzarse contra su
oponente. Las sirenas se van abriendo paso entre el caos que
en el que se han convertido mis pensamientos, el poli buenorro
lanza varios derechazos y noquea a Fran sin que este trate de
impedirlo.
Los labios de Erik se mueven, él mismo se acerca tras
colocarle las esposas al monstruo, al asesino, al desalmado
cabrón que convirtió la vida de Aitana en un verdadero
infierno. No obstante, los labios de Erik se mueven y sus ojos
están puestos en mí, se acerca y yo me quedo a esperarle,
necesitando que me sujete, que me reconforte.
—Está muerta, ¿verdad? —musito al tiempo que me aferro
a sus brazos, las piernas me fallan y él me recoge. Apoyo la
cabeza en su pecho y dejo que el miedo se materialice en
forma de ininterrumpidos sollozos.
Alguien más entra, dos sanitarios, al menos lo parecen por
el uniforme. Debería saludarlos, explicarles lo que ha
sucedido, aunque lo único que puedo hacer es alzar el brazo y
señalar la dirección correcta.
»Debí haberla convencido. Si hubiera insistido más…
Erik me observa con pena, le empujo con la poca energía
que me queda y me alzo, negándome a caer, a mostrarme
frágil. Me doy la vuelta y llego al pasillo, donde veo cómo
sacan en camilla un cuerpo que conozco. Quiero preguntarles
si sobrevivirá, necesito respuestas, pero me niego a ser tan
egoísta para robarle tan valiosos segundos y los dejo pasar.
—Tranquila —susurra Erik sobre mi pelo. ¿Cuándo se ha
acercado tanto? Su presencia me rompe, me desestabiliza y
obliga a apoyarme en la pared más cercana—. Saben lo que
hacen. Tu amiga está en buenas manos.
—¿Cuántas veces?
—¿Qué?
—¿Cuántas veces has mentido usando esas mismas
palabras? —Me giro y le enfrento. Sigue siendo tan atractivo y
tan masculino que todo mi ser reacciona sin que pueda
evitarlo. Su voz posee algo que no solo es capaz de excitarme,
sino de anestesiar mis preocupaciones, y lo demuestra cuando,
tras acercarse y cercarme contra un cuadro de un paisaje
marítimo, me contesta:
—Demasiadas.
Ante eso no me queda nada más que cabecear y rezar
porque ella tenga más suerte y su final no sea bajo tierra, no
todavía.
Me sigue costando creer que esas cosas le sucedan a gente
que conozco, recorro las estancias con la sensación de estar
pisando un universo paralelo, esperando encontrar algo que
pueda explicar lo sucedido.
—¿Por qué? —inquiero con rabia al llegar al jardín. Tanta
gente congregada allí sin motivo, ¿no comprenden que han
llegado demasiado tarde? Cuando ella los necesitó nadie
acudió, ni siquiera yo…
—¿Por qué, ¿qué?
—Por qué alguien querría lastimar a quien aseguró amar.
Por qué levantar la mano para algo que no sea regalar una
caricia. Por qué…
—Eva…
—¿Qué!
—Mírame. Estás a salvo. Ese cabrón se pasará una buena
temporada entre rejas.
Me río por lo ridículo que es que él pueda continuar con su
vida pasado un tiempo, por permitirle siquiera pensar en ello
cuando Aitana pelea por respirar, cuando lucha con uñas y
dientes por un mañana. Ella merece mucho más que eso.
—No lo comprendes, ¿verdad? —Alzo el rostro sin
dignarme a borrar los restos de humedad de este. No me siento
pequeña o desvalida, no puedo hacerlo pues aún debo ir al
hospital y acompañarla, quedarme a su vera hasta que se
recupere. No, no importa cómo me vea el resto del mundo o
cómo la vea a ella, ninguna de las dos somos débiles ni
frágiles, es más, tenemos más cojones que tipejos como Fran
—. Ella ya no estará jamás a salvo, sin importar que crea haber
curado sus heridas. Si sobrevive —matizo, obligándome a
recordar la realidad—. Si sobrevive —repito—, vivirá bajo el
yugo de un recuerdo. Confiar ya no es una posibilidad, ni
siquiera en sí misma podrá hacerlo ya…
—Eva…
Trata de envolverme en un abrazo, de ofrecerme un
consuelo que no me pertenece y le rechazo. No, él no tiene esa
responsabilidad para conmigo, ya ha hecho suficiente y me
niego a malinterpretar sus gestos. Soy la chica necesitada de
consuelo y él un poli con buenas intenciones, eso es todo.
Y sí, ya sé que le he visto sin ropa y hemos retozado como
animales, pero me niego a engañarme creyendo que significó
algo más para él de lo que de verdad fue.
—Si algún día acepto que alguien se quede conmigo solo
por un extraño sentido del deber, habré perdido todo rastro de
amor propio —siseo, dirigiéndome a mi propio coche y
encerrándome en él. Me recuerda a un cachorro abandonado
cuando dirijo mis ojos hacia él y le encuentro observándome
desde el otro lado de la ventanilla.
—Deberías pasarte por comisaría para prestar declaración
—suelta solemne. Incluso con varios morados en la cara y un
ojo ligeramente hinchado, sigue mostrándose como si nada
hubiera pasado, con pasmosa serenidad, abre la puerta y se
inclina sobre mí para añadir—: Es lógico que, tras una
experiencia de este calibre, nuestra mente nos juegue una mala
pasada. Por eso, no sería mala idea que buscases ayuda
psicológica para…
—¿Te sientes mejor?
—No te aísles. —En esta ocasión creo vislumbrar
auténtica preocupación, no la suficiente para que llegue a
importarme—. Es lo peor que puedes hacer.
Me dejo caer sobre el volante abrazándolo y giro el rostro
hacia él para sonreírle. Si no me conociera juraría que podría
quedarme plácidamente dormida allí mismo, pues me siento
como si acabase de correr una larga maratón y todo mi cuerpo
se resintiese por ello. Todavía me cuesta llenar por completo
los pulmones y me pregunto si me habría fisurado alguna
costilla, lo descarto por ser irrelevante.
—Prometo llamarte si tengo alguna pesadilla.
—Eva —me regaña al tiempo que me llama, tomándose la
licencia de apartar un mechón rebelde de mi rostro y colocarlo
tras mi oreja. Sin embargo, me cuesta mirarlo sin recordar el
cuerpo de Aitana, no soporto posar los ojos en él y que la
sensación de impotencia me domine—. También habrás de
explicarme qué cojones estabas haciendo aquí tú sola. Si de
verdad necesitabas mi ayuda, podrías haberme explicado…
Me encojo de hombros pues no tengo ninguna excusa que
esgrimir, aunque mi lengua es demasiado rápida:
—No tengo por qué justificarme ante nadie y menos ante
ti. Solo hemos follado, eso no te da ningún tipo de derecho
sobre mí.
—Eva…
—¿Qué! ¿Esperas que te dé las gracias por haber
aparecido? ¿Quieres un polvete para sentirte vivo o insultarme
para sentirte mejor? ¿Qué quieres de mí? ¡No somos nada! Ni
siquiera amigos, ¿por qué no te largas de una vez y me dejas
lamerme las heridas en paz?
Sus ojos se alejan de mí y yo le odio por no pelear, por no
obligarme a ponerme en pie y cobijarme en un fuerte abrazo.
Le detesto porque no tengo valentía para pedirle lo que más
necesito y es que, por más que le exija que me deje sola, no lo
haga… La soledad me aterra, el silencio es muerte, el silencio
es ausencia, el silencio es un cuerpo sanguinolento en un
cuarto de baño de lechosas baldosas.
Le veo alejarse y tardo varios minutos más en lograr
encender el coche. Me tiemblan las manos, mis piernas
pierden fuerza y mi pie se estremece sin control sobre el
embrague cada vez que trato de arrancar, aunque finalmente lo
logro avanzo a saltitos hasta la esquina.
Una vez pierdo la casa de vista siento que regreso a mi
mundo, aquel en el que nunca pasa nada y todo está bajo
control, el mismo en el que me siento a salvo bajo la estúpida
creencia de que esas salvajadas no me sucederán a mí.
Capítulo 16
El tiempo es un concepto extraño y sin sentido, aunque mi
mayor enemigo es mi capacidad de recordar con pelos y
señales lo ocurrido hace tan solo dos días.
Desde entonces he permanecido sentada en una incómoda
silla de hospital esperando a que Aitana recobrase la
conciencia evitando, dentro de lo posible, posar los ojos sobre
su maltratado rostro. No puedo comprender tanto
ensañamiento y, cuando más me dolía pensar en lo que tendría
que pasar si despertaba, la tomaba de la mano y le prometía
que no estaría sola.
Me dejo caer sobre el duro respaldo y observo el teléfono,
del que tampoco me he desprendido en todo este tiempo. Si
bien Leo no puso ningún tipo de inconveniente en darme unos
días libres, eso no impidió que mi equipo emplease tan
endemoniado aparato para obtener respuestas a las dudas y
conflictos que iban surgiendo, aunque lo agradezco, no sé qué
hubiera sido de mí sin esos pequeños entretenimientos.
Llevo desde entonces sin contactar con Erik, bueno, no es
del todo cierto pues le vi cuando tuve que ir a testificar.
Aunque apenas logro recordar nada de esos días, iba de un
lado para otro como un alma en pena y contestaba sin que mi
mente llegase a registrar las palabras que salían por mi boca.
Añoro dormir en mi cama, también darme un buen baño.
Me siento sucia y despeinada, me crujen las articulaciones y,
sin embargo, no puedo quejarme.
Tomo el teléfono y, como decenas de veces antes, busco
algo que no suene demasiado estúpido para retomar la
conversación con Erik sin éxito. Sus besos, esos que no creí
necesitar y de los que bebí hace tanto tiempo, hormiguean en
mis labios. Mi piel le añora, pero no es eso lo que, a cada día
que pasa, hace que le extrañe un poco más. Se trata de la
necesidad de escucharle hablar, de conocerle un poco más y de
perderme en sus preocupaciones.
Agotada y sin más orgullo que me proteja, me guarezco en
el cansancio antes de mover los dedos por el teclado. Qué más
da lo que piense, ¿verdad? Aunque no es del todo cierto.
Yo:
Creo que estas butacas fueron diseñadas como método de
tortura, aunque, si alguien ha de someterme, creí que serías
tú.
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
¿Te encuentras bien?
No lo sé ni quiero, pensar es agotador y el dolor de cabeza
tiende a vencerme antes de lograr llegar a algún tipo de
conclusión que me ayude a entender lo sucedido, más allá de
la maldad humana.
Yo:
Tengo hambre. ¿Te refieres a eso?
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
Baja por el ascensor y dirígete al parque que hay frente al
hospital en media hora.
Yo:
¿Por qué?
Me sobran veinticinco minutos y ese mero pensamiento
me hace sentir culpable. Yo dichosa por volver a verle y ella
tirada en una cama sin saber cuándo o si despertará. Beso su
frente sin comprender por qué nadie más vino a verla, aparte
de Dayanne, que apenas logró quedarse una hora. Ambas nos
sentíamos culpables y eso no ayudó a mantener viva la
conversación, quizás por ello respiré más tranquila cuando
ambas volvimos a estar solas.
Erik, carcelero y policía a tiempo completo
Tengo curiosidad, ¿qué tipo de comida te gusta? Siendo
tan problemática y malhablada seguramente… Querrías que
me untase de chocolate y te dejase mordisquearme un poco,
pero a estas alturas deberías saber que no estoy en el menú.
Yo:
Tienes razón, a estas alturas incluso a ti te pegaría un
buen mordisco.
Estoy a punto de salir por la puerta cuando un mensajero
se detiene ante la habitación. Revisa que está en el lugar
correcto y se dirige a mí con voz segura:
—Debe firmar aquí —suelta sin explicarme qué me
entrega o quien lo envía. Hago lo que me pide sin pensar y me
quedo observando el paquete con curiosidad una vez se ha
largado.
—Aitana Jiménez —leo en la etiqueta, sin decidirme a
abrirlo, aunque sé que ella no puede hacerlo. Me convenzo de
que quizás se trate de algo importante, si bien lo cierto es que,
lo que me empuja a abrirlo, es mera curiosidad.
Las excusas hacen más fácil esas pequeñas transgresiones,
sé que no es más que una justificación inútil, aunque nada me
prepara para lo que encuentro dentro.
Una diminuta cajita negra junto a una carta
mecanografiada. A simple vista podría parecer un presente
romántico, no necesito leer mucho para comprender que no
tiene nada que ver con eso.
Preciosa, perdóname por dejarte atrás, pero me vi
obligado a ello por las circunstancias. Amor, espero que
comprendas que no tenía intención de lastimarte y lo mucho
que me odio por ello. Aguanta, prometo que conseguiré volver
a tu lado.
Si bien no parece una amenaza, lo es. De haberlo recibido,
dudo que Aitana pudiera soportarlo, a mí, sin embargo, no me
provoca miedo sino una rabia y un odio difícil de explicar. ¿De
verdad espera que alguien comprenda sus actos?
Salgo con miedo real a dejarla sola, un miedo irracional lo
sé, pues ese cabrón está entre rejas. Atravieso el hospital y me
dirijo al punto de encuentro queriendo gritar hasta que la rabia
me abandone, si es que eso es posible.
Sin embargo, en el mismo momento en que poso los ojos
en Erik que, vestido de calle me observa desde la esquina
apoyado en su inmensa moto, todo mi ser olvida lo que estaba
haciendo y le devora.
Le deseo tanto que la necesidad se torna dolorosa y, a
pesar de que anhelo llegar hasta él, cada paso en su dirección
se convierte en una lenta, pero agradable tortura. Sus ojos me
recorren con la posesividad de un animal, uno que me custodia
en un intento de protegerme, también de marcarme con sus
besos y caricias hasta que no trate de mirar a nadie más.
No sé de dónde provienen tan estúpidos pensamientos,
tampoco trato de luchar contra ellos. Incluso me atrevo a
sonreírle con picardía, recordando cómo es estar entre sus
brazos o ser el centro de sus atenciones.
Me siento como si llevase toda una vida aguardándole y mi
cuerpo le reconoce, ardiendo solo de sentir sus pupilas
recorriéndome de pies a cabeza. Me desnuda de tal forma que
la ropa se desvanece y, cuando mezo las caderas sensualmente
al tiempo que avanzo, lo hago creyendo que puede admirar a
la perfección esa intimidad húmeda que suplica por él.
Olvido lo que llevo en la mano, también las horribles
pesadillas que me persiguen cada vez que cierro los ojos y
permito que los colores vuelvan a impregnar cuanto me rodea,
incluidos esos iris verdes que brillan peligrosamente.
—¿Y bien? —inquiero pícara plantándome ante Erik.
Cuando estamos tan cerca el resto del mundo se desvanece,
podrían estar gritando al lado de mi oído que no me habría
percatado.
Me sonríe con picardía. Un gesto tan suyo que me
sorprendería verlo en otra cara, baja el rostro en mi dirección
y, cuando creo estar a punto de perder las fuerzas, roza su
nariz contra la mía dejándome calentita y sin catar.
—Casi pareces bonita cuando te pones colorada.
—Antes no entendía lo de las mordazas a la hora de tener
sexo —siseo, posando la mano libre sobre sus pectorales—.
Antes —recalco.
Le detesto, os lo juro. Es tan… condescendiente y
orgulloso, vanidoso en ocasiones y siempre está tan seguro de
tener razón… ¡No lo soporto!
A pesar de todos estos motivos de peso, no me aparto
cuando, con sus brazos, envuelve mi cintura y me alza. Me
siento mimada y, si bien me aferro a la idea de que no tengo
motivos para ello, mis dedos vuelan a su mejilla y se deslizan
por la puntiaguda barba de dos días que luce.
—¿Mejor? —me pregunta, con un tono serio que rara vez
emplea conmigo.
—¿Es posible eso? —Me encojo de hombros.
—¡Quién diría que acabaría preocupándome por una cabra
loca como tú! —medio grita, medio suspira. Me hace girar sin
preocuparse por el espectáculo y yo me dejo llevar,
imaginándome la escena si, por efusivo, tropieza y ambos
terminamos revolcándonos por la acera. Solo de pensarlo…
—Es imposible adivinar por dónde vas a salir —comento,
sin que eso me moleste.
—Impredecible —sopesa dicha palabra—, me han dicho
cosas peores.
No veo venir ese beso tierno y yo misma me muestro
demandante cuando busco entrar en su boca. Le reclamo con
energía, le tiento a acompañarme en una danza húmeda que, en
cuestión de segundos, nos hace odiar todos esos ojos curiosos
que nos impiden tomarnos allí mismo.
Nuestros cuerpos lo necesitan, ambos nos separamos
jadeantes y más calientes que la moto de un hippie. ¿No se
decía así? ¡Como sea! Él me devuelve a mi ser, me permite
sonreír incluso cuando las emociones negativas parecen ser lo
único real en mi existencia.
Me tiende el casco y lo rechazo, ofreciéndole de vuelta el
paquete.
—Lee —ordeno nerviosa, echando un rápido vistazo a mi
espalda como si temiera ser descubierta haciendo algo
impropio.
Lo hace y veo cómo la rabia se adueña de él. No es el ceño
fruncido o que apriete la mandíbula tan fuerte que sus dientes
rechinen lo que me sorprende, sino la forma en la que estruja
la carta entre sus manos como si estuviera estrangulando a
alguien.
—¿Cómo es posible? ¿Sigue detenido? ¿Debo
preocuparme? —Mil preguntas más se acumulan en la punta
de mi lengua. Cuestiones importantes que no puedo ignorar, ni
siquiera ante la posibilidad de ser desnudada y poseída por el
único capaz de arrancarme dos orgasmos seguidos sin quitarse
la ropa. Toda una proeza dada mi experiencia.
—Lo está. Alguien ha tenido que ayudarle.
—¿Esto no es algún tipo de coacción o amenaza? Debería
haber alguna ley que lo prohibiera…
—La hay.
—¿Entonces?
—No te preocupes, yo me encargo —asegura, le impido
guardarse dicho paquete sin saciar del todo mi curiosidad y
abro el diminuto estuche de joyería. Tenía la idea
preconcebida de que, en su interior, se escondía algún anillo o
joya con el que pretendía comprar su perdón y silencio, la
realidad siempre supera mis expectativas.
¿Sabéis lo que hay en su interior? Una diminuta botella en
forma de colgante con sangre preservada en su interior. Vale,
quizás a simple vista no pueda estar segura de que se trata de
sangre, no obstante, me jugaría lo que queráis a que no me
equivoco.
No sé lo que significa, seguramente tenga una oscura
historia detrás, aunque me alegro de no conocerla. Erik
esconde el paquete y tira de mí, abrazándome con fuerza.
—Debes comer —me recuerda sobre mi oreja. ¿Cuándo
dejamos de insultarnos y pasamos a abrazarnos con confianza?
¿Por qué que me hable sobre la oreja no me resulta demasiado
invasivo sino un gesto tierno y aceptable?
—¿Qué propones? —ronroneo.
—Deja de tentarme, primero nos ocuparemos de llenarte la
tripa.
—¿Quieres hacerme engordar? ¡Ya sé! ¡Por eso no te
gustaba! —Se ríe y yo me dejo hacer mientras me coloca el
casco. No soy una niña, pero sus atenciones me calientan por
dentro de tal manera que no trato de impedirlo—. Jamás lo
permitiría —suelto convencida.
—¿El qué?
—Que me pegasen, no podría. Yo no… ¿verdad? —Las
dudas me llevan a mirarlo como si solo Erik pudiera darme
una respuesta aceptable, pero él escoge guardar silencio—.
Supongo que nunca fue tan fácil.
—Eres fuerte, quizás por eso…
—¿Por eso qué?
—No importa.
Asiento y nos ponemos en movimiento. La moto ruge
entre mis piernas y yo disfruto de aferrarme a su cintura, solo
que no me detengo ahí. He descubierto que adoro pasar los
dedos por sus músculos y de cómo estes se mueve bajo la piel
cual culebras. También me encanta tentarle sabiendo que no
puede responderme por más que lo desee, encendiéndole en
forma de tímidas caricias.
—Sigue con tus juegos y te prometo que acabaré dándote
un buen escarmiento.
—¿Sí? ¿Qué harás? —aúllo tras él, sin preocuparme de
quien pueda escucharme.
El semáforo le permite detenerse, su voz llega apagada, no
por ello el mensaje pierde intensidad:
—Esposarte y dedicarme a darte placer hasta el punto justo
en el que creas que al fin podrás correrte, lameré esas primeras
gotitas de lujuria y enfriaré tu ser, para volver a comenzar. Te
llevaré a la locura —describe, con innecesaria precisión. Se
pone en movimiento y yo me aferro a él tras un pequeño susto,
su risa fuerte y decidida es un sonido tan hermoso que, ni de
lejos, ayuda a mitigar la quemazón que se asienta entre mis
piernas.
—Sádico… —comento, pegando los labios a su cuello y
dejando que estos dibujen sobre él la palabra. No sé si me ha
entendido o lo supone, pero responde:
—Te has visto obligada a enfrentar situaciones dolorosas,
yo te ofrezco un dolor diferente, una contención insoportable
que, al final, resultará liberadora…
—¿Tratas de convencerme? —alzo la ceja derecha
susceptible.
—¿Eso hago? No, sigues sin ser mi tipo, aunque, he de
reconocer, que eres muy buena en la cama.
—¿Gracias? —No me reconozco cuando comienzo a
reírme, tampoco al dejar que el sonido me arrope y gane
intensidad. Egoístamente, permito que esos momentos nos
pertenezcan solo a nosotros dos y que todo lo malo se
desvanezca.
Nos detenemos y me sorprendo al ver que abre la puerta
del restaurante para que pueda pasar. Un gesto sin sentido que
me convierte en el centro de sus atenciones, al igual que el
hecho de que deslice la silla para mí o que… pues que
aproveche que el mantel nos cubre las piernas para posar la
mano en mi muslo y deslizarla ascendentemente por mi pierna.
Su caricia me impide pensar cuando el camarero se acerca,
Erik toma el menú con la mano derecha mientras los dedos de
la izquierda siguen jugueteando sobre ese punto en el que mis
piernas se unen por encima de la tela del pantalón.
—Toma. —Deja sobre la mesa un par de bolitas de metal y
las desliza hacia mí. Las atrapo y las hago girar, sin
comprender qué pretende que haga—. ¿Ya sabes lo que
quieres?
—Que me sorprendas. Reconozco que nunca he probado
este tipo de comida…
—Hecho. Ahora, ponte en pie y aprovecha para ir al
servicio.
—¿Perdón? No tengo ganas —replico molesta.
—Las tienes, solo que todavía no lo sabes. —Su sonrisa se
me atraviesa en las costillas, su perfume me emborracha hasta
tal punto que solo deseo consentirle—. Ojalá pudiera hacerlo
yo… —protesta en un arranque de lo más mono—. Imagina
que son mis dedos los que las obligan a entrar hasta el fondo,
¿vale?
—¿A entrar?
Me roba una bolita y la coloca ante mis ojos. Boqueo sin
comprender y comenzando a hacerlo.
—Puedo sentir la humedad, estás lista. Por ello
aprovecharemos la espera y las introducirás con cuidado,
pensando en todo momento en que son mis dedos los que las
guían. —Lo suelta tan convencido que mi primer impulso es
negarme, asegurarle que jamás logrará que me arriesgue tanto.
No obstante, tengo mucho calor, me arde la piel y ese tira y
afloja, junto a las caricias y besos que me roba a la más
mínima oportunidad, me llevan a desear llegar hasta el final.
Su tono autoritario, unido a esa mirada oscurecida por el
deseo, me convencen del todo y me pongo en pie.
Sé que me observa mientras me dirijo al servicio. Puedo
notar sus ojos atravesándome, pegándose a mi culo y
siguiendo el bamboleo. Poderosa, incluso podría decir que
invencible, soy lo único que, en ese momento, le importa en
todo este inmenso mundo.
El espejo me devuelve el reflejo de una chica azorada y
sonriente que, con manos temblorosas, se baja el pantalón y la
braguita. Tímida y jadeante, dicha chica sonríe dubitativa
mientras examina las bolitas. Solo que esa chica soy yo y esa
chica tarda un minuto entero en introducirse la primera y
apretar los músculos de su vagina para impedir que vuelva a
salir.
Meterme las cuatro me estremece, cada vez que me muevo
las bolitas se deslizan en mi interior, rozando zonas que, de
alguna manera, parecen estar conectadas y convierten el mero
hecho de mantenerme en pie en un acto la mar de placentero.
Debería estar prohibido llevarlas en público. A mi regreso
tengo la impresión de que, todos los ojos de la sala, están
puestos en mí, como si, al verme, se les hiciera fácil descifrar
mi gran secreto. Erik me toma de la mano y desliza el pulgar
por la cara interna de mi muñeca.
—¿Podrás soportarlo? —su pregunta esconde, burdamente,
un reto que no dudo en aceptar. Me remuevo inquieta y, ante el
súbito latigazo de placer que me recorre, me veo a mí misma
tomándolo por la camiseta y pegándolo a mí para tomar su
boca.
No pregunto ni pido permiso, pero si él se siente ofendido
por mi arrebato no lo demuestra, al contrario, su lengua se une
a la mía durante varios segundos.
Aturdidos y necesitados, nos separamos y fingimos que no
ardemos por ir más allá. Me concentro en el plato que acaban
de dejar ante mí y juego con la pasta, tomo un bocado y trato
de ignorar cómo las bolas se asientan en mi interior.
El calor y me lleva a quitarme la chaqueta, me quedo
mirándole mientras le da el primer bocado al arroz. Comemos
en silencio, aunque sus ojos no se despegan de mí y yo me
revuelvo incómoda y sensible cada pocos minutos. Todo mi
ser necesita estallar en un orgasmo brutal, no obstante, por
más que las bolas rozan y me excitan, no logro terminar; sin
contar con que la idea de correrme en medio de un restaurante
lleno hasta los topes no me apetece en absoluto.
Mi plato sigue medio lleno, por el contrario, hace varios
minutos que no me queda agua en la botellita.
—Está buenísimo —comenta, señalando su pollo guisado
—. ¿Quieres probarlo?
«Sí, joder. Quiero probarte y sentirte, necesito correrme de
una puta vez», pienso desesperada.
—No tengo hambre…
—Apenas has comido nada. ¿Te encuentras mal? —insiste,
disfrutando del sonrojo de mis mejillas o de cómo aprieto los
labios en un intento de contener el gemido que trata de abrirse
paso. Al final lo dejo ir en forma de húmedo suspiro, casi al
borde de la locura.
La música que ambienta la comida me resulta conocida,
trato de concentrarme en la letra e, ignorándole, tarareo el
estribillo. Sorprendiéndome, me tiende la mano que tomo sin
comprender, todavía, qué es lo que pretende.
Cuando tira de mí y me obliga a poner en pie un latigazo
de puro placer me recorre de pies a cabeza, no obstante, no
satisfecho con sentirme temblar entre sus brazos y ver cómo
apoyo la frente en su pecho en un intento de contener mis
reacciones, me hace girar y comienza a bailar.
No le preocupan los ojos que se posan en nosotros ni que
el lugar no esté habilitado para ello, ante mi incomodidad,
sonría sobre mi oreja y comenta:
—Solo una canción…
Suspiro resignada y me aferro a él. Espero que, de
caérseme alguna de esas bolitas, la braguita y el pantalón sean
suficientes para evitar el espectáculo, aunque no las tengo
todas conmigo. Su mano derecha en mi cintura apenas me
roza, con la izquierda acaricia mi cuello mientras su boca, a
unos centímetros de la mía, sonríe.
Giramos mirándonos a los ojos, lo hacemos conscientes de
lo que llevo dentro y de lo que eso provoca y también ansiosos
por llegar a un lugar mucho más íntimo. ¿Cómo puedo estar
segura? Por la tremenda erección que me roza el bajo vientre.
La pieza termina y me permite sentarme. A estas alturas
soy más una muñeca sin voluntad que una persona, pues todas
mis neuronas están concentradas en impedir el orgasmo
doloroso que se gesta en mis entrañas.
—¿Vas a querer postre? —pregunta con dulzura, señalando
la carta de helados.
—¡No! —salto golpeando la mesa, un arrebato que pago
con creces ante el primer espasmo que me rompe en dos. Bajo
el rostro para que el pelo me oculte, mordiéndome el labio
para convertir el gemido en un suspiro quedo. Mi respiración
agitada es demasiado evidente, aunque en ese preciso instante
no puedo concentrarme en nada más que en esas contracciones
involuntarias que me llevan al cielo.
Con una enorme sonrisa, Erik aparece a mi espalda y me
rodea con los brazos. Pega la boca a mi cuello y aspira mi
aroma como si tratase de emborracharse con él, gruñendo de
placer de tal forma que me retuerzo por dentro.
—No tienes compasión… —susurra.
—Me las pagarás por esto —aseguro, convirtiendo mis
manos en dos puños que contengo para no estampar en su
rostro.
—Te fuiste sin pensar en mí. Quería estar dentro de ti
cuando eso sucediera —lloriquea, aunque no suena muy
convincente. En realidad, se muestra como si fuera
precisamente eso lo que esperaba que sucediera—. No
importa, todavía no he terminado contigo.
—¿Me amenazas?
—Te ofrecí tu postre, ahora yo quiero el mío. —No me da
tiempo a reaccionar. Su boca se pega a mi cuello, sus dientes
mordisquean la zona antes de que la lengua la calme. Asciende
despacio y aferra el lóbulo de mi oreja, que tortura durante un
minuto entero antes de penetrar mi oído como si me estuviera
follando delante de todos.
La depravación de tal idea me resulta excitante y eso me
sorprende, todo mi cuerpo vibra sin fuerzas y tan sensible que
aprieto las piernas en un intento de serenarme, sin comprender
que eso solo multiplica los roces innecesarios en esa zona.
»¿Nos vamos? —continúa Erik con un evidente doble
sentido mientras me pega la erección al culo. No le importa lo
que el resto del mundo pueda pensar, en ese momento solo yo
existo. Nadie antes me había mirado de esa manera…
Asiento y me toma de la mano. Pedimos la cuenta en la
barra y, tras invitarme, me dejo llevar. Iría hasta el fin del
mundo a su lado y eso me preocupa, pues la sola idea de
alejarme de Erik en ese momento me da ganas de llorar.
Me lleva hasta su moto y yo retrocedo. ¿Cómo pretende
que me monte con las dichosas bolas en mi interior? Incluso
caminar me resulta incómodo, la idea de abrir tanto las
piernas… ¡No! ¡No puede ser!
Me tapo el rostro ante las imágenes que aparecen en mi
cabeza.
—¿Pedimos un taxi? —sugiero, tirando de él y
envolviendo su brazo. En esta ocasión no me observa con
ironía o esa mueca despectiva que tenía preparada para mí al
inicio. Lo que me transmite es una ternura que me desarma al
tomar mi mentón e instarme a alzarlo. Desciende sobre mi
boca y la roza en un beso tan delicado que me arrebata
cualquier posible argumento. Quizás no tenga sentido, pero
quiero llorar y que él me consuele, dejar que las lágrimas
laman mis mejillas hasta quedarme vacía.
—¿Vamos? —Tira de mí y yo gruño, apretando tanto mis
paredes vaginales como puedo. Sin embargo, en el momento
que alzo la pierna siento cómo algo se desliza desde mi
interior y cae pesadamente sobre mi braguita. Como si me
cagase encima, la vergüenza provoca que baje la guardia y…
Otro ¡plof! Juro que puedo escuchar cómo ambas bolas chocan
y eso me descoloca.
¡Parece que en mis bragas se está jugando una puñetera
partida de billar! Al menos hasta que el peso se torna excesivo
y tengo que llevar las manos a la zona para impedir que estas
acaben desperdigadas a mis pies.
—¿Te diviertes? —gruño, odiando los vaqueros que me
impiden sacármelas sin tanto escándalo.
—¿Quieres que te ayude?
—¿Cómo podrías hacerlo! —No es enfado lo que siento,
sino una mezcla de excitación y nervios que me tienen tan
tensa como la cuerda de una guitarra. Le observo quitarse la
chaqueta sin comprender qué pretende, envuelve mis piernas y
me pide que la sujete ahí de tal forma que le obedezco sin
pensar, tan aturdida, que tardo en reaccionar cuando se pega a
mí y cola entre ambos su mano derecha.
Me pierdo en sus pupilas, mi boca se abre sola en busca de
aire al notar cómo sus dedos se deslizan bajo mi braguita y
comienzan a buscar, aunque, por los erráticos movimientos de
estes, sospecho que se está recreando en el proceso.
Finalmente aferra una de dichas bolitas, yo apenas controlo
mis suspiros y envuelvo su cuello con uno de mis brazos, el
placer me desmonta y me dejo hacer, más que dispuesta a
recibir cada roce y caricia. Soy suya, lo soy sin pretenderlo y
sin pensarlo.
La saca y se la guarda en el bolsillo, repite la misma
operación varias veces más y, justo cuando aferra la última,
me besa con tanta pasión que apenas recuerdo estar
sosteniendo la chaqueta. Su lengua me arrolla, sus dientes
atrapan mi labio antes de retirarse y me deja ir con lentitud.
—¿Nos vamos ya? —Su tono ronco es… ¡Buff! Me faltan
las palabras.
—Yo… Sí. Supongo.
—Joder… estás tan húmeda que te follaría aquí mismo —
asegura, sentándose ante mí y arrancando la moto. Toma mis
manos y envuelve con ellas su cintura, suspiro y apoyo la
cabeza en su espalda con una sonrisa tranquila en los labios.
No recuerdo haber estado tan cansada nunca, me pesan tanto
los párpados que lucho por mantenerme consciente.
El viento golpea nuestros cuerpos, la carretera ya no me
asusta pues tengo la impresión de que, mientras esté con él,
nada malo puede sucederme.
Capítulo 17
Nos detenemos y me ayuda a bajar. Antes de movernos, me
quita el casco y vuelve a dominar mis labios. Me saborea
como un animal desesperado, me sostiene con la rabia de
aquel que jamás ve saciada su hambre y está a nada de
enloquecer.
—Juraría que me deseas —musito sobre sus labios,
disfrutando de esa mirada turbada que me dirige.
—¿Eso hago? —Alza la ceja derecha y me toma de la
mano. Entrelaza nuestros dedos y le oteo sin llegar a
comprender su actitud, que no casa en nada con el hombre que
aseguró que jamás podría estar con alguien como yo. No
obstante, me resulta agradable y, a estas alturas, ya hay pocas
cosas que lo hagan. Nos dirigimos a su departamento y
subimos, la oscuridad nos esconde, nuestras respiraciones se
oyen pesadas en medio del silencio sepulcral que nos recibe.
Me detiene en el recibidor de su piso y me acorrala contra
la pared. Envuelvo su cuello y disfruto del calor que su cuerpo
desprende, alejando el miedo que, desde lo ocurrido con
Aitana, me persigue.
Sus besos no llegan a encenderme, el corto trayecto me ha
permitido pensar y eso es lo peor que puede sucederme. Los
recuerdos se mezclan con aquello que pudo pasar y me
congelan el alma, Erik se detiene y me observa.
—¿Qué te pasa? —Toma mi cara entre sus manos y la
enmarca—. Estás ausente.
—Pude morir.
—¿Qué?
—A manos de un cabrón que se habría salido con la suya.
¿Tan poco valen nuestras vidas?—Aunque no es en mí en
quien pienso, sino en esa mujer que permanece tumbada en la
cama sin saber si algún día llegará a despertar.
—Yo estaba allí. Jamás hubiera permitido…
—¿Por qué? —Poso los dedos sobre sus labios y continúo
—: Aseguras detestarme, pero pierdes tus días escuchándome,
me das tu tiempo y tus caricias, me regalas noches enteras sin
pedir nada. ¿Por qué ofrecerle tanto a quien, a tus ojos, no vale
nada?
Sus falanges se crispan sobre mi cuello, su boca queda
suspendida sobre la mía mientras suspira, con los ojos
cerrados trata de encontrar una respuesta durante dos
interminables segundos:
—Mi deber es proteger a quienes se encuentran en peligro.
—Ya.
Giro el rostro, sus dedos incrementan un poco más la
presión.
—Debes entender que no estoy preparado para iniciar una
relación con nadie. Quizás fui demasiado brusco…
—Te prefería cuando me detestabas —lo empujo sin lograr
moverlo, aferro su camiseta y lo zarandeo casi con el mismo
efecto—. ¡No me trates como si fuese una niña indefensa!
—No es esa mi intención…
—¡Basta! —aúllo, abofeteándolo con saña, dejando los
dedos marcados en su mejilla y, si bien me arrepiento tan
pronto lo hago, me niego a disculparme.
—No deberías haberlo tomado como costumbre —sisea,
yo no llego a comprender a qué se refiere—. La última vez te
dije que te castigaría, ¿lo recuerdas?
Asiento.
»Lo único que me lo impedía eran los testigos —echa un
rápido vistazo a nuestro alrededor, yo le acompaño y me
quedo sin aire—. Ahora estamos solos —matiza, recalcando lo
evidente.
Sé que está esquivando una conversación incómoda,
aunque se me olvida cuando se acerca a la mesita del pasillo y
extrae del cajón unas esposas. Las mece ante ambos y vuelve a
tomar mi mano, cerrándolas sobre mi muñeca.
—No me trae recuerdos agradables —comento,
planteándome la idea de detenerle.
—¿No? —De un tirón me pega a él, aprovecha mi
desconcierto para cerrar la otra esposa—. A mí, la idea de
tenerte a mi merced, de poder castigarte, me resulta
embriagadora. ¿Tienes miedo?
—No.
—¿Quieres irte o aceptas ser castigada?
El estómago me da la vuelta, la boca se me seca. Su mano
derecha toma mi pecho y lo aprieta sopesándolo, sus ojos fijos
en mis labios mientras busco una respuesta. ¿Quiero irme?
¿Quiero negarme la posibilidad por temor a lo que pueda
pasar?
—Me quedo, por el momento.
—Vas a gritar, preciosa. Lo vas a hacer. Te enseñaré a
suplicar y a pedir perdón —asegura, alzándome los brazos con
una sola mano y volviendo a pegarme a la pared—. Aunque no
te prohibiré abofetearme. —Se inclina y mordisquea mi pezón
sobre la ropa.
—Estás loco.
—Comprobémoslo.
Me gira y pasa los dedos por mi sexo sin llegar a
desnudarme. Su mano me recorre arriba y abajo varias veces,
pega su polla a mi culo restregándose sin pudor.
»Estabas tan mojada que el pantalón sigue húmedo. No te
preocupes por él —me pide antes de abandonarme y regresar
con unas tijeras.
—¡No te acerques!
—No voy a hacerte daño, solo quiero recortar tu ropa un
poquito… —Se arrodilla y me observa—. Ven hacia mí y
coloca un pie sobre mi hombro.
—¿Para qué?
—Ahora. —Todavía esposada, comprendo que me está
permitiendo escoger de nuevo y eso, mezclado con la
curiosidad y la excitación que me provoca, me lleva a hacerlo.
La postura me deja expuesta y a dos centímetros de su boca,
aunque me creo a salvo hasta que, con cuidado de tomar solo
ropa, comienza a recordar, primero la tela vaquera y más tarde
las braguitas, hasta crear un considerable agujero que deja mi
sexo al aire—. Perfecto —gruñe, posando las tijeras a su vera
y colocando la mano sobre mi trasero.
—¿Qué…?
Saca la lengua y me da un lametazo, tan inesperado como
intenso. Cuando creo que está por comerme, su mano
izquierda aparece y me penetra con un dedo, que se interna en
mí con facilidad ante mi evidente excitación.
Erik sopla sobre la zona mientras se mueve. Su sonrisa
orgullosa me sostiene a la vez que mi cuerpo se derrite poco a
poco.
—Si te mueves, aunque sea un centímetro, me veré
obligado a atarte.
Asiento y su rostro se aproxima, su lengua sobre mi clítoris
lo besa como si estuviera tomando mi boca. Con evidente
habilidad, se desliza por la superficie dibujando mi nombre.
Lo tatúa, lo marca e inflama. También influye que el orgasmo
está próximo, tanto, que sujeto sus cabellos, momento en el
que sus dientes aferran mi diminuto trocito de placer y lo
oprimen hasta convertir el agarre de mi clítoris en algo
doloroso.
—¡Joder! —aúllo, notando el inicio de un orgasmo
interrumpido. La rabia hace que clave las uñas, aunque él ya
me ha soltado.
—¿Enfadada?
—Eres un cabrón.
—Puede. ¿Quieres irte ya? —Odio sus juegos de palabras
casi tanto como a él, le tiro del pelo y se ríe—. Te noto un
poco molesta. —De un salto se pone en pie y me toma en
brazos, llevándome a su dormitorio. Me deja sobre la cama y
se coloca encima. Se apoya sobre un brazo y, con el índice,
dibuja mis labios. Noto su pene cálido contra mi sexo, me
acaricia despacio con él mientras me observa.
—El condón. Joder, ponte un condón —suplico al borde de
la locura, comprendiendo que, en breves, dejará de importarme
y eso es lo más peligroso de todo.
—Aún no…
Comienza desabrochándome la blusa. Botón a botón, va
dejando mi piel al descubierto y, con cada centímetro,
provecha para besarlo o lamerlo. Sube el sujetador y se centra
en mi pezón derecho, solo que, de pronto, pasa al izquierdo.
Trato de seguir sus movimientos, de anticiparme a ellos, pero
me resulta imposible.
¿Lo peor? Que sé que juega conmigo y solo yo me hallo
completamente perdida. Me ha arrebatado todo el control y lo
demuestra al volver a colar la mano entre ambos y penetrarme
con el dedo corazón.
—¿Este también necesita un condón?
—Eres gilipollas.
—¿Recuerdas la pregunta que me hiciste? Lo de si
vuestras vidas no tenían valor.
—Fue… —gimo. Me está resultando imposible mantener
una conversación mientras mece la mano, rozando con el
pulgar el clítoris. Su polla también está ahí, la siento contra
mis nalgas y está caliente y tersa, tanto, que solo pienso en
suplicarle que me penetre, pero de verdad. Quiero volar y él no
me lo permite—. Un momento de debilid… ¡Joder! —Mi
cuerpo se arquea por sí solo, está rozando nervios que no
conocía, llegando a zonas de mi anatomía que no recordaba
tan sensibles—. No importa.
—Lo hace. —Se aleja y grito, trato de envolver sus
caderas sin éxito. Saca un preservativo y se lo pone sin dejar
de mirarme. ¡Al fin! Su sonrisa lobuna me confunde, mucho
más cuando me hace girar y coloca mi culo en pompa. Oigo
sus pasos alejándose, no tarda en volver—. Por ello quiero
agradecerte que me llamases. A pesar de ser una pequeña
delincuente, yo jamás te habría dejado sola.
—Era tu deber, lo sé. ¿Estás usando las tijeras? —inquiero,
aunque es ridículo hacerlo pues siento cómo la ropa se cae y el
aire refresca mis nalgas.
—¿Mi deber acudir a la llamada de una pirada que me tiré
una vez?
—Vaya, gracias.
Un azote resuena por la habitación, fuerte, imprevisible, el
dolor da paso a una quemazón.
—No te di permiso para hablar —me regaña Erik,
acariciando la zona e inclinándose para besarla. Pasa su nariz
con pereza por ahí, aferro las sábanas en busca de cordura
pues, a pesar de la incomodidad y el miedo a que se repita,
noto cómo, entre mis piernas, la humedad se transforma en un
pequeño problema—. No soy el tipo de hombres que hace algo
por obligación, cuando hago algo es porque quiero.
Me separa las piernas y sigue acariciando, tira de mí para
hacerme caer por el borde de la cama y se coloca entre ellas,
sin dejar de rozar mi dermis en ningún momento. Estoy
desesperada por verle, por tocarle, por pelear con él. Necesito
formar parte de lo que está sucediendo, pero lo único que Erik
me permite es disfrutar de mis atenciones.
Me roza con el grande, traza varios círculos sin llegar a
penetrarme, por más que empujo el culo como buenamente
puedo contra él.
—Suplica.
—¿Qué?
—Lo quieres, ¿verdad? —Me golpea con la polla ahí
donde yo le necesito, la usa a modo de látigo y eso me hace
sonreír. En el fondo es un niño grande, uno que parece estar
empecinado en doblegarme—. Entonces, pídemelo como
debes. Deja el orgullo, preciosa, al menos si quieres saber lo
que es tocar el cielo.
—No eres tan bueno.
Otro azote, no tan brusco como el primero. Grito con
fuerza y Erik me castiga introduciendo dos dedos en mí, los
revuelve y estira, me estimula de tal forma que creo que podría
lograr correrme, solo un poco…
—¡No! —aúllo fuera de mí, si pudiera le… le… ¡le
abofetearía!
—No seas cabezota. ¿De qué te sirve el orgullo si no vas a
tener lo que más quieres?
—¿A ti? —inquiero entre dientes, mordiendo las sábanas
al sentir su cuerpo sobre mí. Está en todas partes menos en
donde más le necesito y eso me da rabia, también provoca que
el calor sea asfixiante.
—Al menos a un pedazo de mí. Entiendo que el pack
completo no te guste, pero seguro que mi mini-yo te agrada.
Dilo, suplícame preciosa.
Por su forma de decirlo parece que quien suplica es él y yo
me dejo llevar. La necesidad es ahora un dolor lacerante tan
intenso que me cuesta pensar, me retuerzo como una culebra
necesitada, rozándome contra lo que puedo.
—Por favor…
—Por favor, ¿qué? —insiste.
—¿Qué quieres que te diga? —lloriqueo, encogiéndome al
sentir su polla en mi entrada, al notar cómo incrementa la
presión y me arrebata cualquier resto de reticencia. Quiero ser
suya, necesito que me domine y me arrebate el alma, que aleje
a los monstruos y me permita sentirme segura. Solo él puede
hacerlo pues, desde que se cruzó en mi camino, ningún otro
hombre parece estar a la altura.
—Dime qué quieres que te haga. Sin vergüenza, usa esas
palabras desvergonzadas que tanto te cuesta emplear.
—Fóllame. Joder, Erik… ¡Hazlo ya!
—Si supieras lo bien que suena mi nombre en tus labios no
dejarías de gritarlo nunca.
—¡Yo no he gritado!
Entra en mí con contundencia y todo mi ser se estremece.
La intromisión es tan brutal que lloriqueo contra el colchón,
dejándome hacer casi al borde del colapso.
—Todavía —matiza al tiempo que sale, aunque no tarda en
regresar.
Supongo que no es tan inmune a mí como trata de
aparentar, pues sus embestidas se tornan frenéticas,
desesperadas. Sus dedos se clavan en mis caderas, sus dientes
en mi hombro. Ambos buscamos en medio de ese descontrol el
placer, ese ramalazo de paz que nos mantenga cabales en un
mundo que insiste en destruirnos.
La cima no tarda en aproximarse y nos subimos a ella sin
pensar. Me retuerzo y estiro, concentrándome solo en el
orgasmo que ya puedo tocar. Todo mi cuerpo es lamido por
tres intensas olas que me consumen, sorprendiéndome cuando,
antes de terminar, le siento bombear.
Está tan perdido como yo.
Me suelta antes de incorporarse, me deja desecha y sin
ropa, a no ser que quiera unir los retazos con imperdibles y
rezar porque no quede nada demasiado expuesto. La idea me
resulta ridícula y me concentro en el problema inmediato.
—Puedes estar tranquila. En cuanto comience mi turno,
mandaré analizar la sangre y haré unas cuantas averiguaciones
—me promete desde el interior del baño, yo tardo algo más en
espabilarme.
No, no espero un gran beso o que me acurruque tras lo
sucedido, sin embargo, al dejarme sola me hace sentir como si
fuese un objeto que ya sobra en ese lugar. Trato de mantener
mi orgullo intacto y me fuerzo a sonreírle al reflejo que, desde
el espejo del fondo, me devuelve la mirada. Esa mujer está
aturdida, confundida cuando menos. El mundo gira demasiado
rápido y hace tiempo que ha perdido el control de sus pasos.
—Gracias —recuerdo responder, envolviéndome en la
sabana, la misma que estrujé entre mis dedos y mordí rabiosa,
y le sigo. Me apoyo en el marco de la puerta y le observo. Es
un hombre atractivo, pero no es eso lo que me gusta de él, sino
la seguridad que emana de cada uno de sus gestos—. Debería
regresar, pero, como no lo haga en pelotas, me acabas de dejar
sin pantalones.
Me otea a través del espejo y se entretiene lavándose la
cara.
—Mira en el armario.
—¿Qué busco exactamente? No usamos la misma talla y
no quiero parecer un payaso.
—No me pidas milagros —exclama con una enorme
sonrisa—. Si sabes leer serás capaz de localizarlo.
Espoleada por la curiosidad, me dejo guiar y empiezo a
rebuscar entre su ropa, aunque solo tengo que mover un par de
perchas para dar con un hermoso vestido negro. La etiqueta
llama mi atención pues lleva una pequeña nota grapada:
Si todo sale tan bien como espero, pronto habrás de
necesitarlo.
Ojalá sea de tu gusto.
Erik
—¿Es lo que le das a todas las tías a las que te traes? —
pregunto, lo suficientemente alto para que pueda escucharme.
La idea de que lo haya hecho antes me disgusta, quizás porque
convierte esos pequeños detalles que me hicieron creer
especial en mero teatro.
—¿Por qué? —inquiere desde la puerta del baño. Me
observa y analiza, está tan pendiente de mis gestos que le doy
la espalda en un intento de mantener a salvo mis sentimientos.
¿Sentimientos? Jamás caería tan bajo de nuevo.
—Da igual. Debería irme.
Sus pasos apenas son perceptibles, aunque la tarima cruje
aquí y allá. Se detiene a mi espalda, sin embargo, no me toca,
tampoco es necesario para que todo mi cuerpo reaccione ante
su proximidad.
—¿Te molestaría que así fuera?
—¿Por qué? Necesitaba un buen polvo y ya lo tengo, el
resto se lo dejo a ellas.
—¿Qué ellas? —insiste.
La idea de ponerme el vestido no me agrada y lo cojo de
malas formas, dispuesta a retirarme cuanto antes.
»¿Qué ellas?
—¡No importa!
Sin previo aviso me toma del pelo y se inclina sobre mí. La
presión de su agarre no es dolorosa, aunque sus dedos
profundizan en mis cabellos cuanto es posible:
—La verdad. No me gustaría volver a castigarte.
—Y, ¿cuándo podré castigarte yo por hacerme daño?
—¿Eso hago? —Sus dedos se relajan y eso me enternece,
algo que, al momento, me lleva a apretar los dientes rabiosa.
—Lo haces cuando me denigras a compararme con el
resto. Yo no… ¿Cuántas? No pretendo… ¡No me importa!
—No es lo que parece, cabezota. —Su nariz roza la mía—.
Sigues cayéndome pesada, pero eres la primera en la que me
recreo de esa forma. No diré que no deseaba hacerlo, nunca
encontré a alguien que creyera que podría soportarlo y llegar a
disfrutarlo.
—Soy tu fantasía…
—¿Ahora sí quieres saber más?
—¿Lo soy? —Alzo todavía más el mentón y tiro de él,
necesito sus besos, sus abrazos y no temo pedirlos. Él me
recompensa con eso y más, pues guarda silencio mientras,
durante varios minutos, me escondo contra su pecho, dejando
que los acompasados latidos de su corazón normalicen el mío.
—Codiciosa —me acusa mientras me separo de él y me
introduzco en el vestido, que se pega a mis curvas cual
segunda piel.
—Es demasiado atrevido —musito, ante el generoso
escote y escaso largo.
—Te ves hermosa.
Lo ignoro, al menos eso trato de aparentar, por dentro
estoy dando saltitos.
—¿Crees que, si logra recuperarse, de verdad estará a
salvo de su marido? Ha pasado por mucho y, por más que me
gustaría pensar que este será el punto de inflexión, temo que
pueda llegar a excusarle y perdonarle.
—La protegeremos —me asegura.
—¿En plural? —Se encoge de hombros y yo no insisto,
ambos hemos dado mucho más de lo que pretendíamos y no
quiero ir demasiado lejos.
Capítulo 17
Doce días, esos son los días que he pasado aquí encerrada y
los que me quedaban de vacaciones no cogidas. Doce días y
doce noches en las que mi única compañía era el teléfono y las
escasas salidas que hacía para comer, casi siempre
acompañada por Erik.
Mis amigas tampoco me dejaron solas, sobre todo Nati,
aunque nada de eso cambia que Aitana sigue dormida,
paralizada en un momento de su vida que nunca debió suceder.
La mayoría de los hematomas se han ido desvaneciendo y solo
los golpes más graves se niegan a abandonarla, aunque no
preciso verlos para recordar su rostro cuando la encontré tirada
en el servicio, por más que he tratado de olvidarlo.
Mil veces hablé con ella y le supliqué que se despertase sin
éxito y hoy, dentro de dos horas, he de darme por vencida y
regresar a mi vida. Un momento que me aterra porque me hace
sentir que me he rendido con ella y que, como el resto del
mundo, la abandono.
¿Tiene eso algún sentido?
La relación con Erik ha ido cambiando, aunque ambos nos
aferramos al sexo para evitar las conversaciones incómodas y,
las pocas veces que hemos pisado terreno pantanoso, nos
agarramos a ese odio que, al menos en mi caso, se ha
convertido en algo completamente diferente.
Sí, chicas, sí, me gusta. Me ha ido camelando y temo que
la idea de no verle me resulta angustiosa.
—¿Podría comprobar que ha anotado bien el teléfono? —
le repito a la enfermera jefe por segunda vez, precisando que
todas recuerden que, ante el más mínimo cambio en su estado,
han de ponerse en contacto conmigo.
—No se preocupe, lo hemos añadido a la ficha.
—Sin importar la hora, debe prometerme que…
—De verdad, le prometo que cuidaremos bien de ella. —
¿Por qué la gente tiende a lanzar promesas sin pararse a pensar
en ellas? Las escupen sin darle el valor que realmente tienen,
convirtiéndolas en papel mojado y a ellos mismos en burdos
mentirosos.
Asiento y me doy la vuelta.
—Vendré cada vez que tenga un par de horas libres —
susurro al aire.
«Al principio al menos…», completa la voz de mi
conciencia. Una voz repelente y que, muy en el fondo, espero
que no tenga razón. No le pido argumentos, no por ello decide
callar: «El trabajo, tus amigas o Erik, siempre tendrás algo que
hacer y lo irás posponiendo hasta que llegue un día en el que
no recordarás cuándo fue la última vez».
Salgo de ahí prácticamente corriendo y me encamino hacia
la esquina, donde sé que me espera. Se ha convertido en una
especie de rutina, le observo con el gesto apenado y él abre los
brazos.
—Eres mi sirena —canturreo lanzándome contra su pecho.
—¿Perdón?
—Siempre acudo a tu llamada —replico, dejando que la
pena gane intensidad y llorando lo que no dejé ir hace un mes.
—Entonces supongo que no pondrás ninguna pega al plan
que he preparado —comenta, tendiéndome un arnés.
—Creo que no soy tan atrevida como tú. El sexo está bien,
pero…
—¿Sexo? No sabía que eras tan pervertida, aunque si es
necesario puedo sacrificarme y…
Me río y le sigo hasta un coche que no recuerdo haberle
visto antes. Me abre la puerta y me deslizo a su interior, se
sienta a mi lado y me ofrece la mano antes de arrancar.
—Aún puede despertar.
—Días, meses o años. Es imposible saberlo.
Ante eso no hay nada que pueda objetar y asiente, el motor
ruge y escojo concentrarme en la carretera, al menos durante
un eterno minuto.
—Cuando le hice la entrevista aseguró que le creía capaz
de matar. Nunca llegué a preguntarle cómo podía estar tan
segura, pero pude verlo en sus ojos. Había algo más, algo que
le aterraba compartir. —Dejo caer la cabeza y cierro los ojos
—. Quizás, si no hubiese tenido miedo a continuar, a
introducir el dedo en la llaga…
—¿Te he contado ya lo que le pasó a David ayer? —
pregunta interrumpiéndome. Le observo de reojo y niego, sin
llegar a prestarle mucha atención— A eso de las nueve
recibimos un aviso de robo, que puede parecer muy grave,
pero es más rutinario que otra cosa. Cuando solemos llegar a
ese tipo de avisos el ladrón hace mucho que se ha ido y, sino
está en proceso. Bueno, a lo que iba. Llegamos allí y un señor
mayor nos recibe visiblemente alterado.
—Pobre…
—Asegura que solo es uno y que todavía sigue allí. Ambos
decidimos intervenir cuando nos comenta que su esposa se
encuentra dentro de la casa y que teme por ella. ¿Qué otra cosa
podíamos hacer?
Está creando ambiente y su voz me atrapa, paso las uñas
por su antebrazo en un gesto perezoso que demuestra que, la
confianza entre ambos, ha crecido considerablemente.
»El caso es que nos separamos y David entró en un
pequeño cobertizo en busca del dichoso ladrón. Armado con
un táser y una linterna, decidió hacerle frente al zorrito que,
hambriento, allí se escondía. No obstante, y dada la falta de
luz, David aseguraba que su atacante, el mismo que le metió
un buen mordisco en la mano, era mucho más fiero y grande.
Antes de lograr encontrar al zorro juraba que se trataba de un
lobo o quizás de un león.
—¿Cómo?
—No se veía un carajo y, con los gruñidos y tras chocar
con todas las herramientas que había allí colgadas, se puso
nervioso. Ahora le toca una buena temporada de cotilleos y
bromas… Si es que… ¡Un león!
Sonrío ante su intento y me dejo llevar, recordándole que
debo pasar antes por casa para cambiarme y darme una ducha
rápida. Tras oír lo de la ducha no pone ningún tipo de pega a
ese retraso momentáneo, aunque me deja en el portal para ir
adelantando y aparcar.
Después de tantos días en el hospital me permito recrearme
en los pequeños placeres, como en los rayos de sol que caen
sobre mi piel o en lo que Erik me hará bajo el agua. Sonrío sin
comprender por qué no hacerlo ya no es posible, temiendo la
bofetada de realidad que me demuestre, una vez más, que ese
hombre tampoco es para mí.
«Aprovecha mientras dure», me digo con cierto
resquemor, necesitando confiar y sin la capacidad de ello.
Entro y subo las escaleras sin percatarme de que el portal
ya estaba abierto o que la luz no ha llegado a encenderse,
aunque a esa hora del día tampoco es preciso para poder intuir
dónde está todo. Llego hasta mi piso y meto la llave en la
cerradura, tras mucho tiempo vuelvo a sentirme en casa y esa
sensación me reconforta mientras abro.
Alguien me sujeta desde atrás, yo me dejo creyendo
ingenuamente que se trata de Erik, al menos hasta que percibo
el frío metálico de un cuchillo contra mi cuello.
—Entra. No hagas ninguna tontería —la amenaza me deja
fría, quizás porque ya he visto lo que puede suceder si me
quedo a merced de alguien. Me pregunto si no es mejor
arriesgarme a morir desangrada ahí que enfrentarme a lo que
él pueda tenerme preparado.
—Lárgate. No estoy sola y…
—A mí me parece que sí.
De un empujón me obliga a traspasar el umbral, su sonrisa
triunfal cuando me giro no solo me resulta desagradable, sino
perturbadora pues, en el mismo instante en el que nuestros
ojos se conectan, comprendo que no existe ningún tipo de
duda en ellos.
—¿Qué… qué quieres? —logro balbucear, tratando, en
vano, de controlar el temblor de mis manos.
La puerta sigue abierta, aunque no se muestra preocupado.
Me recorre de pies a cabeza apreciativamente, deteniéndose en
mis pechos y entrepierna de tal forma que el pánico me atrapa.
—Lo pasaremos bien y luego… bueno, cosas que pasan —
se encoje de hombros como tal cosa.
«Entretenlo, tú puedes. Solo debes ganar el tiempo
suficiente para que Erik llegue».
Es más fácil pensarlo que hacerlo, las palabras se atoran en
mi garganta.
«Yo no soy así, joder. No dejaré que él, ni nadie, vuelva a
pisotearme», me digo.
«Tiene pensado hacer mucho más que eso», me recuerda la
voz de mi conciencia, yo la ignoro pues, de dejarme llevar por
ella, ya estoy muerta.
—¿Haces todo esto por sexo? ¿No sabes lo que son las
putas? Si te falta pasta…
Su sonrisa le convierte en un ser todavía más nauseabundo,
la idea de que sus manos se paseen por mi cuerpo me lleva a
desear arrancarme la piel a tiras. Una sensación ponzoñosa me
envuelve, desearía poder meterme bajo el chorro de la ducha y
quedarme ahí acurrucada por horas.
«Y todavía no ha sucedido nada…»
Da un paso en mi dirección y yo retrocedo. Mantengo la
distancia entre ambos buscando una salida que no sea la
ventana, la caída desde un tercero sería mortal. No estoy
preparada para partir de este mundo, todavía no.
—Eres un cobarde. ¿Tanto miedo me tienes que no puedes
dejar el cuchillo y enfrentarte a mí a manos descubiertas? —le
reto con saña, aferrándome al odio para no caer.
—¿Por qué hacerlo cuando es mucho más sencillo así?
Salta y trato de esquivarlo, le lanzo el jarrón sin flores que
tengo más cerca y no aguardo a ver si he hecho blanco. Corro
hasta que una mano me atrapa por el pelo, incluso así lucho
por dar un paso más, pero el dolor lacerante me detiene.
Intento arañarle, lanzo un par de patadas al aire que no
impactan en ninguna parte. Estoy tan aterrada que no me
percato del cuchillo contra mis costillas hasta que la punta
atraviesa la ropa y penetra ligeramente mi carne.
—Shh… Tranquila…
Posa los labios en mi oreja en un beso húmedo que me
arranca una arcada que me dobla en dos, al menos lo haría si
él, al sostenerme por el pelo, no lo impidiera. Las lágrimas
acuden a mis ojos, pero me niego a derramarlas.
Sus gruñidos de placer se graban en mi alma, le empujo
con los brazos olvidando el peligro en el que me encuentro.
Mis dedos aferran su andrajosa camiseta si éxito, llegando a
desgarrarla ante su maltratado estado sin que eso le mueva ni
un ápice.
Grito, aúllo y él me abofetea, rompiéndome el labio. La
sangre se desliza por mi mentón sin que eso me preocupe,
pues apenas me percato. Si siento dolor mi mente no lo
registra.
—¿Podrías dejar de montar jaleo? —¿Erik? Giro los ojos y
me sorprendo de encontrarle ahí. De alguna forma había
olvidado que no tardaría en subir, aunque la sonrisa que luce
me descoloca—. ¿De verdad me vas a obligar a llamar a la
policía de nuevo?
El cabrón que me sostiene se coloca a mi espalda
moviéndose de forma que, en ningún momento, se pueda ver
el arma con la que me amenaza.
—Es tan fogosa que olvidamos cerrar la puerta —se
disculpa mi agresor, su risa azorada de después me descoloca
—. Te prometo que bajaremos el tono…
—Eso ya lo oí antes. —El cabreo que Erik trata de ocultar
se hace evidente cuando da un paso hacia nosotros.
—¿Celoso? No todos tienen la suerte de domar a una
mujer como esta —se jacta, pasando la mano izquierda por mi
pecho y apretando con tanta fuerza que debo morderme el
labio para evitar gritar.
—Yo jamás querría a una mujer como esa —suelta con…
¿asco?—. La idea de meter la polla en quien se abre de piernas
para cualquiera no es apetecible.
—Jajaja. —Algo se rompe en mi interior—. No deberías
subestimar la experiencia de estas zorritas. Si no te importa,
déjanos solos para poder aprovechar mejor el tiempo.
Erik hace el amago de cerrar la puerta, con la mano
todavía en el pomo, se detiene:
—¿A este lo has conocido en el portal? ¿No podías
esperar? —Boqueo, la puñalada me atraviesa el corazón.
—Parece que entre vosotros hay mucho más de lo que
aseguras…
—¿Entre nosotros? Pido mucho más en una mujer de lo
que ella puede ofrecer.
Me encojo ligeramente sin atreverme a intervenir. ¿Por qué
me molesta si ya me lo ha dicho antes? No obstante, en esta
ocasión sus palabras me atraviesan y hacen pedazos porque,
incluso sin pretenderlo, me había ilusionado. ¿Cuándo? No lo
sé, pero es así.
—Si quieres te llamo cuando hayamos terminado. Cierto
es que la zorrita no sirve para mucho más, pero el polvazo no
se lo puede negar nadie…
Guiado por un arrebato, Erik se acerca a mí, el cuchillo
que el asaltante porta se clava un poco más en mi carne. Antes
de que comprenda lo que pretende, alza la mano como si fuera
a abofetearme, pero no es eso lo que sucede.
En el último momento alza la pierna y nos embiste a
ambos con una patada. Yo caigo al suelo, Erik salta sobre mi
agresor y comienza a golpearle, el cuchillo se desliza lejos de
ambos en el proceso. Todo sucede tan rápido que tardo en
sentir la herida que sangra en mi costado, con dedos trémulos
oprimo la zona mientras vuelvo a ponerme en pie.
—¡Habla! —exige Erik, sé que ha dicho algo más antes,
pero un agudo pitido me impide escuchar la mayor parte de la
conversación. No recuerdo haberme dado ningún golpe en la
cabeza, aunque noto algo húmedo cayendo desde mi ceja.
—Debía evitar que testificase —confiesa el pobre trozo de
carne que, en cuestión de segundos, ve convertida su cara en
un amasijo sanguinolento. Erik está fuera de sí, sus puños caen
sin control sobre quien ya solo alza los brazos en un vano
intento de protegerse.
—¿Quién te envía? ¿Cómo obtuviste su dirección?
¿Cómo…?
Dejo de escucharlos y llego hasta el sofá, me dejo caer y
mis párpados caen.
«¿No podías esperar?», su pregunta reverbera, una y otra
vez, en el interior de mi cabeza. No sé cuánto tiempo pasa,
Erik aparece ante mí y me obliga a ponerme en pie. Habla y
me toca, roza mis heridas y me guía hasta el portal, donde una
ambulancia me espera.
—Voy con ella —suelta con orgullo tomando mi mano, yo
le dejo hacer porque, muy en el fondo, ya no me importa.
¿Verdad?
Capítulo 18
Tumbada en una camilla y con una enfermera sobre mí
mientras cubre mis heridas con apósitos, observo al hombre
que, desde la puerta, continúa al teléfono. Es un hombre
atractivo y seguro de sí mismo, uno de esos tíos que,
irremediablemente, invita a caer rendida a sus pies. Es tan
sexy que mi cuerpo reacciona, aunque en esta ocasión algo es
diferente.
—Al final no fue tan grave como parecía —asegura la
enfermera con dulzura, yo asiento y la dejo parlotear, aunque
mis pupilas no se despegan de ese policía despeinado y
molesto que comienza a gritar—. Nosotros la cuidaremos y, en
menos que canta un gallo, estará de regreso en casa.
Gimo ligeramente en respuesta, Erik alza los ojos y los fija
en mí. La preocupación que luce me sabe tan falsa que me
irrita, le ignoro lo mejor que puedo, pues ni siquiera soportaría
dirigirle la palabra.
»Si me necesitas aquí te dejo el timbre.
Nos quedamos solos y me cubro con la almidonada
sábana, cubriendo no solo mi desnudez, sino también mis
miedos.
—He pedido que pongan a un hombre en la puerta de
Aitana —me informa, eso sí que logra hacerme reaccionar.
—¿Le ha pasado algo?
—El tipejo que te atacó era el primo de su esposo y estaba
ahí para evitar que testificases. Es más, dudo que se hubiera
conformado con violarte. —¿Cómo puede hablar con tanta
tranquilidad de ello?
—Claro.
—Eva —me llama y se sienta a mi vera, me encojo sobre
mí misma para evitar roces innecesarios—, lo que dije…
—No importa.
—Lo hace. No era cierto, lo hice para que bajase la
guardia. Necesitaba acercarme y era la forma más fácil de
hacerlo.
—Lo entiendo.
Suena razonable, no obstante, sus palabras estuvieron
demasiado cerca de la verdad y nada de lo que diga ahora
borrará eso. Me detesta, me lo repitió varias veces, ¿por qué
perder el tiempo negando lo evidente?
»Gracias por cuidar de ella. Lo necesita.
Me doy la vuelta y trato de dormir. El agotamiento ha ido
sedando mis músculos, también me permite posponer esas
reflexiones absurdas que, de una u otra manera, me torturarán
durante semanas. ¿Cómo puedo tener tan poco amor propio
para desear un abrazo de quien acaba de lastimarme?
No recuerdo haberme dormido, me despierto cuando la
noche ya ha caído y el silencio reina en la habitación. Me
pongo en pie y un ligero mareo me obliga a tomar un
descanso, vuelvo a intentarlo y suspiro al comprobar que mi
cuerpo responde mucho mejor.
Avanzo hasta el servicio tratando de pasar por alto la
ausencia de Erik pues, muy en el fondo, creí que lucharía por
quedarse a mi vera. Tenía esa absurda esperanza, aunque es
obvio que no comparte mis sentimientos.
Orino, me lavo las manos y me apoyo en el lavabo
mientras inspecciono los daños. Nada que vaya a dejar marca,
aunque mis ojos son diferentes y la sonrisa que trato de
mantener se mece inestable sobre los labios.
—¿Cuánta verdad se esconde en una mentira? —le
pregunto a esa mujer malherida que se mantiene en pie por
pura fuerza de voluntad. Aseguran que mi debilidad se debe al
golpe en la cabeza, aunque yo sé que se trata del dolor que
siento en el centro del pecho.
—¿Cómo ha podido pasar? —la voz de Erik interrumpe en
mis pensamientos al alzar el tono con evidente cabreo, busco
su procedencia y me pego a la puerta para poder escuchar
mejor—. ¿Muerto? Se suponía que ambos estaban bajo
vigilancia… ¿De dónde sacó el dinero? ¿Eva? Te puedo
asegurar que si hubiera sospechado siquiera que le había hecho
daño…
Entreabro con cuidado de no ser escuchada, él parece
rabioso y se mueve por la zona como si fuese un animal
enjaulado.
»Joder, creo que nunca pasé tanto miedo como cuando la
vi allí y creí que no podría salvarla. ¡Joder! Cada vez que lo
pienso… Si la hubiera perdido…
Las lágrimas regresan, así es cómo me descubre al darse la
vuelta, colgando al momento y aproximándose a mí. Con la
mano derecha limpia la humedad de mi rostro, con la izquierda
acaricia la zona en la que se cobija mi herida.
—No deberías haberte levantado —me regaña, tirando de
mí de regreso a la habitación, yo le detengo.
—¿Todavía me odias? —musito cansada, necesitándole
como parte de mi vida, no como un entretenimiento que suple
otras necesidades. Le fuerzo a detenerse y tomo su rostro entre
mis manos, sumergiéndome en sus pupilas.
—Si lo hice fue porque no podía permitirme desearte como
lo hice.
—¿Todavía me odias? —repito.
—No podría, no pude hacerlo —susurra sobre mis labios,
ambos sonreímos antes de besarnos. Apoya la frente sobre la
mía—. Estuve prometido, preciosa. Se lo habría dado todo y,
mientras yo suspiraba por ella, ella conversaba con mi mejor
amigo, aunque sospecho que hicieron mucho más, pues me
dejó por él.
—Lo lamento.
—Déjate de tonterías, lo mejor que podía haberme pasado
fue que se largase. No, mi pequeña diablesa, lo que me
preocupaba era caer de nuevo en manos de una mujer sin
escrúpulos —me explica entre pico y pico—. Quería meterme
entre tus piernas, no que tú te introdujeses en mi corazón.
—¿Y?
—Estaba perdido desde el principio.
—¿De verdad?
—¿Qué necesitas que diga para creerme?
—Convénceme de que me odias tanto como yo a ti.
Ambos sonreímos al comprender lo que de verdad
significa. Nos odiamos con toda el alma, nos deseamos con la
misma intensidad. ¿Por qué seguir negando lo evidente?
Nos besamos con tanta pasión que jadeo necesitada,
aunque los puntos me recuerdan que habremos de contenernos
de momento.
—Trata de dormir algo, no me moveré de tu vera.
—Túmbate conmigo…
—Ahí no cabemos los dos y si nos pillan…
—¿Llamarán a la policía?
Sonreímos, me acomodo entre sus brazos y descubro que
no existe mejor forma de conciliar el sueño.
Epílogo
Me gustaría decir que Aitana despertó por arte de magia,
aunque tardó algo más de un mes en hacerlo. Cuando al fin
abrió los ojos yo estaba en el trabajo y casi me la pego con el
coche para llegar a su lado, no obstante, verla consciente y
sentada en la cama mereció la pena. Desde entonces, hemos
conversado mucho y nos hemos apoyado mutuamente en el
proceso judicial que teníamos por delante, sosteniéndonos
cuando los malos recuerdos nos hacen dudar.
Erik no me deja ni a sol ni a sombra, a mí no me molesta y
he aprendido a confiar en mi instinto pues, incluso cuando
asegura castigarme con besos, mordiscos y algún que otro
azote, lo hace con la intención de regalarme el máximo placer
posible.
Quizás lo nuestro sea para toda la vida, tal vez mañana
mismo se termine, la verdad es que no tengo ni idea y, por
primera vez, no me preocupa. Vivo el momento y es
suficiente, ¿no estáis de acuerdo?
—Podrías tratarme un poquito mejor, te aseguro que, por
ello, no dejarías de gustarme… —gruñe, a la vez que pasa los
dedos por la cima de mi pezón, jugueteando con él hasta que
este se tensa bajo el contacto.
—Ni de coña —gimo, apenas sin aire. El sudor perla mi
piel, todo mi ser se estremece ante el roce de sus manos, que
descienden por los laterales de mi cuerpo, siguiendo un
sendero que desembocaba entre mis piernas—. No soportaría a
esa estirada —me acerco a su oído y susurro—: Dudo que
pudiera convivir con ella, ya tengo bastante contigo.
—Entonces supongo que no podré añadir a nadie más a la
fiesta —gruñe con tristeza, mostrándome su evidente erección
—. ¿De verdad le negarás formar parte?
—Bueno… Si lo pones así…
—Eres una glotona insaciable.
—¿Lo dices por algo? —Mi cara de inocencia no cuela,
mucho menos cuando me pongo sobre él y desciendo sobre su
glande. Me relamo y Erik vibra de pura anticipación. Si hay
algo de lo que estoy completamente segura es de que su alma
me pertenece.
Bueno, si me perdonáis, voy a dejaros aquí. No creo que
queráis acompañarme en esta sucia aventura… ¡Dios! Perdón,
¡Adios!
agradecimientos
¡Muchas gracias por llegar hasta aquí y por dedicarme vuestro
valioso tiempo!

Me encantaría recibir vuestro feedback y comentarios.


Vuestras puntuaciones y opiniones son una recompensa
invaluable que aprecio de todo corazón. Ayudarán a mejorar
mi trabajo y a seguir creciendo como escritora.

Además, me complace anunciaros que he creado un grupo en


Telegram donde podréis compartir libremente vuestras
opiniones sobre mis libros y estar al tanto de las últimas
novedades. No dudéis en uniros: t.me/+nlLQLXO8uFfyYzFk

También podéis encontrarme en:

Facebook: EscritoraARCid
Instagram: a_r_cid

También podría gustarte