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Joseph Ratzinger Benedicto XVI

ENSEÑAR Y APRENDER EL AMOR DE DIOS


Con ocasión del 65.° aniversario de la ordenación sacerdotal del Papa emérito

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Contents
PREFACIO ...................................................................................................................................................... 4
EL SACERDOCIO CATÓLICO. MÁS ALLÁ DE LA CRISIS, HACIA LA RENOVACIÓN ......................................... 6
LOS SANTOS ÓLEOS, SIGNO DEL PODER SALVÍFICO DE DIOS Y DE LA UNIDAD DE LAS DIÓCESIS ........... 13
SER «CLÉRIGOS ESPIRITUALES» BAJO LA INSPIRACIÓN DE SU ESPÍRITU (JOHANN MICHAEL SAILER) .... 16
EUCARISTÍA Y PENTECOSTÉS COMO ORIGEN DE LA IGLESIA .................................................................... 20
EN LA MEDIDA QUE NOS ENTREGAMOS, NOS ENCONTRAMOS TAMBIÉN A NOSOTROS MISMOS ....... 25
POR UN CRISTIANISMO ATRACTIVO .......................................................................................................... 30
ACTUAR «IN PERSONA CHRISTI». SOBRE EL TRIPLE MINISTERIO DEL SACERDOTE ................................. 34
GESTOS DE LA ORDENACIÓN SACERDOTAL. LA IMPOSICIÓN DE MANOS Y LA UNCIÓN DE LAS MANOS
.................................................................................................................................................................... 36
CONVERTIRSE EN OFRENDA CON CRISTO PARA LA SALVACIÓN DE LOS HOMBRES ................................ 39
RESPONDER CON LA VIDA MISMA. EL EJEMPLO DEL BEATO MAXIMILIANO KOLBE ............................... 43
PEDRO, PROTOTIPO DE MISIÓN SACERDOTAL Friginga 1981................................................................... 46
EL SACERDOTE MONJE. HOMBRE QUE ORA POR EL PUEBLO ................................................................... 49
PENETRAR EN EL MISTERIO DEL GRANO DE TRIGO .................................................................................. 53
¡HACER PRESENTE AL DIÁCONO JESUCRISTO EN EL TIEMPO DE LA IGLESIA! .......................................... 59
TRANSMITIR EL EVANGELIO VIVO ............................................................................................................. 62
EL DIÁCONO, MAESTRO DE LA ACCIÓN DE GRACIAS ................................................................................ 65
VIVIR DEL «SÍ» DE CRISTO .......................................................................................................................... 68
PERMANECER FIELES EN LA ESPERA .......................................................................................................... 71
LLAMADOS PARA EL SERVICIO DE BODA ................................................................................................... 75
ALEGRÍA EN CRISTO .................................................................................................................................... 78
¡VUESTRO PUESTO EN LA LITURGIA ES EL EVANGELIO! ............................................................................ 83
PONERSE CON ÉL AL SERVICIO DE LA VIDA ............................................................................................... 87
PESCADORES DE HOMBRES ....................................................................................................................... 91
EL SACERDOTE, UN HOMBRE QUE BENDICE.............................................................................................. 95
MEDITACIÓN EN EL DÍA DE LA PRIMERA MISA ....................................................................................... 100
PARA QUE LA PALABRA DE DIOS PERMANEZCA ..................................................................................... 104
INDICADOR EN EL CAMINO SEGÚN LA ENSEÑANZA DE JESUCRISTO ..................................................... 109
«PAZ» COMO UNO DE LOS NOMBRES DE LA EUCARISTÍA...................................................................... 113
EN CAMINO HACIA LA PROFUNDIDAD DEL MISTERIO DE CRISTO .......................................................... 117
ESTAR AHÍ PARA LA MISERICORDIA DE DIOS .......................................................................................... 119

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ESTAR CERCA DEL HOMBRE ..................................................................................................................... 122
EL GRAN DESAFÍO DEL SERVICIO SACERDOTAL ....................................................................................... 125
HACER LO ÚNICO NECESARIO Y LLEGAR A SER RICO EN LA PRESENCIA DE DIOS .................................. 130
SER TESTIGOS DEL DÉBIL PODER DE CRISTO ........................................................................................... 133
UN PORTAVOZ DE RECONCILIACIÓN ....................................................................................................... 138
CONVERSIÓN HACIA LA LUZ ..................................................................................................................... 142
EL CENTRO ÍNTIMO DE LA VIDA SACERDOTAL ........................................................................................ 146
PREPARAR A LOS HOMBRES PARA RECIBIR A JESÚS............................................................................... 151
ENSEÑAR Y APRENDER EL AMOR DEL SEÑOR ......................................................................................... 155
... TOMADOS AL SERVICIO PARA QUE EL ENVÍO DE JESÚS CONTINÚE VIGENTE ................................... 158
EL SERVICIO DEL OBISPO .......................................................................................................................... 162
LA IGLESIA VIVE DE SU PERMANENCIA JUNTO A CRISTO, DE LA ADHESIÓN A ÉL ................................. 165
LLEVAR A CRISTO A LOS HOMBRES YA LOS HOMBRES A CRISTO ........................................................... 169
CARTA DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI PARA LA CONVOCACIÓN DE UN AÑO SACERDOTAL CON
OCASIÓN DEL 150.° ANIVERSARIO DEL DIES NATALIS DEL SANTO CURA DE ARS .................................. 173

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PREFACIO
Por el PAPA FRANCISCO

Cuando leo las obras de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI me resulta cada vez más claro que él ha hecho y
hace «teología de rodillas»: de rodillas porque, antes incluso que ser un grandísimo teólogo y maestro de
la fe, se ve que es un hombre que cree verdaderamente, que ora verdaderamente; se ve que es un hombre
que personifica la santidad, un hombre de paz, un hombre de Dios. Y así él encarna ejemplarmente el
corazón de toda la acción sacerdotal: ese profundo enraizamiento en Dios sin el cual toda la capacidad
organizativa posible y toda la presunta1 superioridad intelectual, todo el dinero y el poder resultan
inútiles; él encarna esa constante relación con el Señor Jesús sin la cual nada es ya verdadero, todo se
convierte en rutina, los sacerdotes en asalariados, los obispos en burócratas y la Iglesia deja de ser la
Iglesia de Cristo y se convierte en un producto nuestro, una ONG a fin de cuentas superflua.

El sacerdote es aquel que «encarna la presencia de Cristo, testimoniando su presencia salvífica», escribe
en este sentido Benedicto XVI en la Carta de proclamación del Año sacerdotal. Leyendo este volumen, se
ve claramente como él mismo, en sesenta y cinco años de sacerdocio que hoy celebramos, ha vivido y
vive, ha testimoniado y testimonia ejemplarmente esta esencia del actuar sacerdotal.

El cardenal Gerhard Ludwig Müller ha afirmado con autoridad que la obra teológica de Joseph Ratzinger,
antes, y de Benedicto XVI, después, lo sitúa en esa serie de grandísimos teólogos que han ocupado la
cátedra de Pedro; como, por ejemplo, el papa León Magno, santo y doctor de la Iglesia.

Renunciando al ejercicio activo del ministerio porrino, Benedicto XVI ha decidido ahora dedicarse
totalmente al servicio de la oración: «El Señor me llama a "subir al monte" a dedicarme todavía más a la
oración y a la meditación. Pero esto no significa abandonar la Iglesia, más aun, si Dios me pide esto es
propiamente para que pueda continuar sirviéndola con la misma dedicación y el mismo amor con el que
he tratado de hacerlo hasta ahora», ha dicho en el último y conmovedor Ángelus que ha rezado. Desde
este punto de vista, a la justa consideración del Prefecto para la Doctrina de la Fe, querría añadir que
quizás es precisamente hoy, como papa emérito, cuando él nos está impartiendo del modo más evidente
una de sus más grandes lecciones de «teología de rodillas».

Porque Benedicto XVI nos sigue testimoniando, quizás ahora, sobre todo, desde el Monasterio Mater
Ecclesiae, en el que se ha retirado, de un modo todavía más luminoso, el «fac¬tor decisivo», ese íntimo
núcleo del ministerio sacerdotal que los diáconos, los sacerdotes y los obispos nunca deben olvidar, a
saber, que el primer y el más importante servicio no es la ges¬tión de los «asuntos corrientes», sino rezar
por los demás, sin interrupción, con alma y cuerpo, precisamente como lo hace hoy el papa emérito:
constantemente inmerso en Dios, con el corazón siempre dirigido a El, como un amante que en cada
instante piensa en el amado, haga lo que haga. Así, Su Santi¬dad, Benedicto XVI, con su testimonio, nos
muestra cuál es la verdadera oración: no la ocupación de algunas personas consi¬deradas particularmente
devotas y quizás tenidas por poco ap¬tas para resolver problemas prácticos, para ese «hacer» que, sin
embargo, los más «activos» creen que es el elemento decisivo de nuestro servicio sacerdotal, relegando
así de hecho la oración al «tiempo libre». Orar no es tampoco simplemente una buena práctica para poner
un poco en paz la propia conciencia, o solo un medio devoto para obtener de Dios lo que en un momento
determinado creemos que sirve. No. La oración, nos dice en este libro y nos testimonia Benedicto XVI, es
el factor decisivo: es una intercesión de la que tienen más necesidad que nunca tanto la Iglesia como el
mundo —y tanto más en este momento de verdadero y propio cambio de época—; tienen necesidad de
ella como del pan, más que del pan. Porque orar es confiar la Iglesia a Dios, con la conciencia de que la

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Iglesia no es nuestra, sino Suya, y que precisamente por esto él no la abandonará; porque orar significa
confiar el mundo y la humanidad a Dios; la oración es la clave que abre el corazón de Dios, es la única que
consigue introducir de nuevo a Dios siempre, continuamente, en este mundo nuestro, y es, a la vez, la
única que consigue introducir de nuevo a los hombres y al mundo siempre, continuamente, en El, como
el hijo pródigo que vuelve a su Padre, lleno de amor por él, y no espera más que poder abrazarlo.
Benedicto XVI no olvida que la oración es la primera tarea del obispo (Hch 6,4).

Y así, orar verdaderamente va de la mano con la conciencia de que el mundo sin la oración no solo pierde
rápidamente su orientación, sino también la auténtica fuente de la vida: «Porque sin la vinculación con
Dios somos como satélites que han perdido su órbita y caemos como enloquecidos en el vacío, no solo
desintegrándonos nosotros mismos, sino amenazando también a los demás», escribe Joseph Ratzinger,
ofreciéndonos una de sus tantas estupendas imágenes esparcidas en este libro.

¡Queridos hermanos! Yo me permito decir que si alguno de vosotros tuviera en algún momento dudas
sobre el centro del propio ministerio, sobre su sentido, sobre su utilidad, si en algún momento le vinieran
dudas sobre lo que los hombres esperan verdaderamente de nosotros, medite profundamente las páginas
que se nos ofrecen en este libro, porque los hombres esperan de nosotros sobre todo lo que en este libro
encontraréis escrito y testimoniado: que les llevemos a Jesucristo y que les conduzcamos a Él, al agua
fresca y viva, de Ja que tienen sed más que de cualquier otra cosa, el agua que solo El puede re¬galarnos
y que ningún sucedáneo podrá nunca remplazar; que les conduzcamos a realizar ese sueño más íntimo
que tienen y que ningún poder podrá nunca prometerles ver cumplido.

No es casualidad que la iniciativa de este volumen —¡unto con la de dar vida muy oportunamente a una
Serie de libros temáticos sobre el pensamiento de Joseph Ratzinger / Bene-dicto XVI— haya partido de un
laico, el profesor Pierluca Az- zaro, y de un sacerdote, el reverendo padre Carlos Granados. A ellos va mi
cordial agradecimiento, bendición y apoyo por el importante proyecto, junto con el reverendo don
Giuseppe Costa, director de la Librería Editrice Vaticana, que publica la Opera Omnia de Joseph Ratzinger.
No es casualidad, decía, porque el volumen que hoy presento está dirigido en la misma medida a los
sacerdotes y a los fieles laicos; como magistralmente testimonia, entre tantas, esta página del libro que
ofrezco a los religiosos y a los laicos como una última y segura invitación a la lectura: «Casualmente he
leído en estos días un relato sobre estas cuestiones, en el que el gran escritor francés Julien Green describe
las peripecias de su conversión. Cuenta él cómo en el período de entreguerras vivía tal como vive un
hombre de hoy, con todas las permisividades que éste se da a sí mismo; ni mejor ni peor, esclavo de los
placeres, que están ahí junto con Dios, de forma que, por una parte los necesita, para hacer soportable
su vida, y al mismo tiempo encuentra insoportable esa vida. El es un hombre que busca dónde po¬dría
encontrar una salida, establece algunas relaciones. Un día va a ver al gran teólogo Henri Bremond, pero
el resultado es sólo una conversación de carácter académico, planteamientos de carácter teorético, que
nada le ayudan. Entonces entra en relación con dos grandes filósofos, el matrimonio Jacques y Raissa
Maritain. Raissa Maritain lo remite a un dominico po¬laco. El se dirige a aquél y le describe la situación de
su vida desgarrada. El sacerdote le dice: ;Y está usted conforme con esa vida? ¡No, claro que no! A usted
le gustaría vivir de otro modo, ¿se arrepiente? ¡Sí! Y entonces sucede algo inesperado. El sacerdote le
dice: ¡Arrodíllese! Ego te absolvo a peccatis tuis, yo te absuelvo. Julien Creen escribe: Entonces me di
cuenta de que, en el fondo, siempre había estado esperando ese instante, siempre había estado
esperando a que en cualquier momento hubiese alguien que me dijese: Arrodíllate, yo te absuelvo; me
fui a casa, yo no era otro, no, finalmente había vuelto a ser yo mismo».

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INTRODUCCIÓN

EL SACERDOCIO CATÓLICO. MÁS ALLÁ DE LA CRISIS, HACIA LA RENOVACIÓN


Por GERHARD LUDWIG MÜLLER Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe

Hablando del «sacerdocio», nuestros pensamientos se diri¬gen espontáneamente hacia tantos


sacerdotes ejemplares con los que nos hemos encontrado en nuestra historia vocacional y que han
marcado nuestro camino de fe. Su luminoso testimo¬nio es un faro que hace concreta a nuestros ojos
esta preciosa vocación a la que hemos sido llamados más allá de nuestros méritos y a la que tratamos de
responder cotidianamente, más allá de nuestras pobres fuerzas.

Precisamente la luz que se desprende del ejemplo de estos sacerdotes proviene de la vida y de la persona
de Jesucristo. A El remiten estos sacerdotes como testigos suyos. No pode¬mos, de hecho, pensar en el
sacerdocio de la Nueva Alianza sin referirnos al Señor Jesús, a Aquel que nos lo ha regalado como Sumo
Sacerdote (Archiereus) «fiel y misericordioso» (cf. Heb 2,17), y a los días en los que este don ha brotado
de su corazón.

Después de los días oscuros de la Pasión, la tarde del día de Pascua, mientras los discípulos, llenos de
temor, habían cerrado las puestas del lugar en el que se encontraban, el Señor resucita¬do se aparece y
se pone en medio de ellos. El se hace reconocible mostrándoles las manos y el costado, con las yagas del
Crucifi¬cado transfiguradas. En los discípulos renace la esperanza, y la desesperación se convierte en
alegría. Estaban como muertos, cercanos al fin. Ahora se despiertan y viven. La mirada y las palabras de
Jesús (antes de su subida a la derecha del Padre) los reanima y los envía a todo el mundo para anunciar a
todos los pueblos lo que El les ha enseñado, bautizando en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo (cf. Mt 28,19).

Este es el momento en que el Señor, crucificado y resucita¬do, revela a los Once el fundamento dogmático
del sacerdocio católico, manifestando su sentido profundo: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado
así os envío yo también». Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes
perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quie¬nes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn
20,21-23).

Con estas palabras, que se vuelven luminosas por su mira¬da «fiel y misericordiosa», el Señor resucitado
reanima el cora¬zón de los discípulos. Él ahora lleva a cumplimiento en ellos cuanto había sucedido en la
Pasuca: el paso de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, del miedo a la esperanza, del fin a un nuevo
inicio.

El encuentro con la mirada y las palabras de Jesús resuci¬tado realiza en los discípulos ese paso en la
nueva alianza ini¬ciado por el primer encuentro con El. Ahora todo da un salto cualitativo y se pone el
fundamento para superar cualquier crisis. Se supera así también su crisis de fe ante el mesianismo de
Jesús, esa crisis por la que le habían abandonado en las horas dramáticas de su entrega a los pecadores.
Es superada también la crisis de su apostolado, por la que todos se habían dispersado y diseminado, como
un rebaño sin pastor.

El abandono y la dispersión son vencidos. En torno a la presencia del Resucitado, los discípulos se recogen
de nuevo en unidad. Así se recopila su fe y su misión, desde la raíz nueva de la Pascua, recibe un impulso
renovado.

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Nueva savia vital reciben de la Pascua aquellos a los que Jesús, en el curso de su vida pública había elegido
y llamado como «apóstoles», haciéndoles partícipes de la misión confia¬da por el Padre y de su poder de
edificar el Reino de Dios: Jesús «subió al monte, llamó a los que El quiso y ellos fueron con El. Y los hizo
Doce, a los que llamó apóstoles, para que estuvieran con Él y para enviarles a predicar con el poder de
expulsar demonios» (Me 3,13-15).

Esta misión que los enemigos de Jesús habían hecho llegar hasta el «fracaso» en el madero ignominioso
de la Cruz, se transforma de tragedia en salvación, más allá de toda expecta¬tiva y previsión humana. Es
el milagro de la Pascua, el milagro de una nueva vida que irrumpe de pronto en la historia, a través y más
allá de la aparente derrota. El madero escandaloso de la cruz florece en la Resurrección.

Todas las palabras del mandato de Jesús a los discípulos se recogen en su anuncio pascual y manifiesta su
plena eficacia en el actuar post-pascual de aquellos que han llegado a ser defini-tivamente «apóstoles».
Entre sus tareas se encuentra también la atención a la transmisión de su misión y de su potestad.

De este modo, resulta evidente, ya en la edad apostólica y en el paso a la Iglesia sub-apostólica, la


definición del minis¬terio de pastor y guía, que se considera vinculante para toda la Iglesia en los tres
grados de obispo, presbítero y diácono, como cumplimiento de la institución divina del sacramentum
ordinis.

Todos los discípulos participan en la misión universal de salvación del Verbo eterno del Padre hecho carne,
del Hijo de Dios. Los apóstoles y sus sucesores (en el ministerio episcopal, presbiteral y diaconal) reciben
el mandato de guiarlos hasta que vuelva el Señor, al final de la historia.

Gracias a la fuerza del Espíritu Santo, su palabra y su ac¬tuar humano transmiten sacramentalmente,
como signo efi¬caz, la palabra y el actuar de Dios. Ellos hablan y actúan en la potestad de Cristo, y Cristo
habla y actúa por medio de ellos. Así, Jesús puede verdaderamente decir: «Quien a vosotros os escucha,
a mí me escucha; quien a vosotros os desprecia, a mí me desprecia. Y quien me desprecia a mí, desprecia
a aquel que me ha enviado» (Le 10,16; cf. 1 Tes 2,13).

Del mismo modo, al hablar de los apóstoles como «cola¬boradores de Dios» (2 Cor 6,1) y como «siervos
de Cristo y administradores ele los misterios de Dios», también san Pablo puede legítimamente interpretar
el apostolado como ministe- rium reconciliationis: «En nombre de Cristo, por tanto, somos embajadores:
por medio nuestro es Dios mismo quien exhor¬ta. Os suplicamos en nombre de Cristo: dejaos reconciliar
con. Dios» (2 Cor 5,20).

Con esto se hace patente ante nuestros ojos una clara fun¬dación, desde el punto de vista de la teología
de la revelación, del sacerdocio sacramental; o bien, como dice Lumen gentium 10, de ese sacerdocio
jerárquico que, por su naturaleza es esen¬cialmente diverso del sacerdocio común de todos los fieles.

Esta diferencia esencial se describe como sigue. El obispo y el presbítero participan de la potestad con la
cual Cristo mismo edifica, santifica y guía a su cuerpo: «por este motivo —dice el segundo parágrafo de la
Prebiterorum ordinis— el sacerdocio de los presbíteros, aun presuponiendo los sacra¬mentos de la
iniciación cristiana, se confiere por ese particular sacramento por el cual los presbíteros, en virtud de la
unción del Espíritu Santo, quedan marcados por un especial carácter que los configura a Cristo sacerdote,
de modo que pueden actuar en nombre de Cristo, cabeza de la Iglesia» (n.2).

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Contra una errada interpretación de las afirmaciones so¬bre el carácter sacerdotal de toda la Iglesia y de
todos los fie¬les (1 Pe 2,5-9), en contraposición al ministerio apostólico- sacramental, el apóstol Pedro, en
su Primera Carta, se dirige a los presbíteros de la Iglesia —junto a los cuales es presbítero él mismo—
exhortándoles así: «Apacentad el rebaño de Dios que os ha sido confiado [...] convirtiéndoos en modelos
del rebaño», mirando a Cristo «pastor supremo» (1 Pe 2,1-4), «el pastor y guardián de vuestras almas» (1
Pe 2,25). Aquí aparece claramente el fundamento cristológico y el marco apostólico del ministerio del
obispo y del presbítero.

En la línea de esta enseñanza, arraigada en la Tradición, el Concilio Vaticano II nos ha enseñado


nuevamente a conside¬rar la Iglesia como divinamente fundada. La Iglesia, por la me-diación de Cristo y
del Espíritu Santo, es comunión viviente con Dios y entre nosotros en la verdad, en la vida y en el amor.
En cuanto pueblo de Dios, cuerpo de Cristo —viña del Señor y grey de Cristo, el buen Pastor— y como
templo del Espí¬ritu Santo, la Iglesia no es una organización realizada por los hombres que persiga
finalidades religiosas o sociales; no es una «agencia humanitaria, una ONG asistencial» (como evidenció
el papa Francisco ya en su primera homilía el 14 de marzo y luego después el 23 de octubre siguiente). La
Iglesia es, más bien, mandada a llevar a todos a Cristo con su evangelio.

Solo en Jesucristo resucitado es la Iglesia realmente ella misma, es «sacramento universal de salvación»
(Lumen gen- tium [LG] 48; Gaudium etspes, 1). En analogía con el misterio de la unidad de la naturaleza
divina y humana en la persona del Hijo de Dios, ella está constituida por elementos divinos y humanos,
donde los elementos humanos están preordenados a la unidad de los hombres con Dios.

En este sentido, el Concilio Vaticano II puede afirmar con rotundidad: «Para apacentar el Pueblo de Dios
y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministe¬rios, ordenados al bien de
todo el Cuerpo. Pues los ministros que poseen la sacra potestad están al servicio de sus hermanos, a fin
de que todos cuantos pertenecen al Pueblo de Dios y go¬zan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana,
tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, alcancen la salvación» (LG18).

Estos pasajes del Concilio Vaticano II nos ponen ante la verdadera identidad del sacerdocio, un sacerdocio
cuya iden¬tidad se remonta a la voluntad misma de Jesús, a su palabra y obra pascual. Con sus palabras y
su mirada «fiel y misericor¬diosa», Jesús introduce a los apóstoles en este sacerdocio: con este sacerdocio
los identifica, a este sacerdocio los confía. Este sacerdocio se entrega a la Tradición de la Iglesia, del Nuevo
Testamento, pasando por el Concilio de Trento, hasta el Va¬ticano II.

Cristo, por medio de su resurrección, ha superado la ma¬yor crisis de la fe que nunca haya existido; la
crisis pre-pascual de los discípulos y, en particular, la crisis de la misión y de la potestad apostólica y, por
tanto, también la crisis del sacerdo¬cio católico. Así es posible superar también todas las crisis his¬tóricas
del sacerdocio, precisamente y solo en nuestra mirada dirigida al Señor, a aquel Señor al que se ha dado
todo poder en el cielo y en la tierra y que está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo.

Correspondiendo a su mirada sobre nosotros y sobre nues¬tro sacerdocio, con nuestra mirada dirigida a
El, fijando nues¬tros ojos en aquellos del Sumo Sacerdote, crucificado y resu¬citado, podemos superar
todos los obstáculos y dificultades.

Pienso particularmente en la crisis de la doctrina del sa¬cerdocio, que tuvo lugar durante la Reforma
protestante, una crisis a nivel dogmático, con la que el sacerdote ha sido re¬ducido a un mero
representante de la comunidad, mediante una eliminación de la diferencia esencial entre el sacerdocio

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ordenado y el común de todos los fieles. Y después a la crisis existencial y espiritual, que tuvo lugar en la
segunda mitad del siglo xx, y que explotó cronológicamente después del Concilio Vaticano II (pero
ciertamente no a causa del Concilio) y de sus consecuencias en el hoy que todavía padecemos.

El Concilio, de hecho, encuadró la constitución jerárqui¬ca de la Iglesia —que se despliega en las


diferentes tareas del obispo, del sacerdote y del diácono— en una eclesiología de amplio respiro,
renovada a partir de las fuentes bíblicas y pa¬trísticas (cf. LG 18-29). Las afirmaciones sobre los grados del
episcopado y del presbiterado (de un ministerio íntegramente articulado en tres grados), fueron
profundizadas en los decre¬tos Christus Dominus y Presbiterorum ordinis.

De este modo, el Concilio trató de reabrir una nueva en¬trada hacia la auténtica comprensión de la
identidad del sa¬cerdocio. ¿Por qué entonces se llegó enseguida, a la mañana siguiente del Concilio, a una
crisis de identidad parangonable únicamente con las consecuencias de la Reforma protestante del siglo
xvi?

Joseph Ratzinger evidencia con gran acierto que allí donde se debilita el fundamento dogmático del
sacerdocio católico, no solo se agota la fuente a la que se puede eficazmente abre-var una vida en el
seguimiento de Cristo, sino que se debilita también la motivación que introduce tanto a una razonable
comprensión de la renuncia al matrimonio por el reino de los cielos (cf. Mt 19,12), como al celibato en
cuanto signo escato- lógico del mundo de Dios que vendrá, signo que se debe vivir con la fuerza del Espíritu
Santo, en alegría y certidumbre.

Si la relación simbólica que pertenece a la naturaleza del sacramento se oscurece, el celibato sacerdotal
se convierte en la reliquia de un pasado hostil a la corporeidad y es comba¬tido y señalado como la única
causa de la penuria de los sa¬cerdotes. No en último lugar, desaparece también enseguida la evidencia,
para el magisterio y para la praxis de la Iglesia, de que el sacramento del Orden deba ser administrado
solo a varones. Un oficio concebido en términos funcionales, en la Iglesia, se expone a la sospecha de
legitimar un dominio, que, al contrario, debería estar fundado y delimitado en sen¬tido democrático.

La crisis del sacerdocio en el mundo occidental, en los últi¬mos decenios es también el resultado de una
radical desorien¬tación de la identidad cristiana ante una filosofía que transfie¬re dentro del mundo el
sentido más profundo y el fin último de la historia y de toda esperanza humana, privando a estas así del
horizonte transcendente y de la perspectiva escatológica.

Esperarlo todo de Dios y fundar toda la propia vida sobre un Dios que en Cristo nos ha dado todo: esta y
solo esta pue¬de ser la lógica de una elección de vida que, en la completa donación de sí mismo, se pone
en camino en el seguimiento de Jesús, participando en su misión de Salvador del mundo, misión que El
cumple en el sufrimiento y en la cruz y que El ha revelado ineluctablemente a través de su resurrección
de entre los muertos.

Pero en la raíz de esta crisis del sacerdocio, es necesario reconocer también factores infra-eclesiales.
Como muestra en sus primeras intervenciones, Joseph Ratzinger posee desde el inicio una viva
sensibilidad para percibir enseguida esos movi¬mientos que anunciaban el terremoto; y esto lo percibe
sobre todo en esa apertura, por parte de tantos ambientes católicos, a la exégesis protestante que estaba
en voga en los años 50 y 60 del siglo pasado.

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A menudo, por parte católica, no nos hemos dado cuen¬ta de las visiones basadas en prejuicios que
subyacían en la exégesis nacida de la Reforma. Y así sobre la Iglesia católica (y ortodoxa) se ha abatido la
furia de la crítica al sacerdocio ministerial, con la pretensión de que éste no tenía un funda¬mento bíblico.

El sacerdocio sacramental, todo él referido al sacrificio eucarístico (según lo que se había afirmado en el
concilio de Trento) a primera vista no parecía estar bíblicamente funda¬do, tanto desde el punto de vista
terminológico como por lo que se refiere a las particulares prerrogativas del sacerdote con respecto a los
laicos, especialmente por lo que toca al poder de consagrar. La crítica radical al culto —y con ella la
superación, a la que tendía, de un sacerdocio que limitarse la pretendida función de mediación— pareció
hacer perder terreno a una mediación sacerdotal en la Iglesia.

La Reforma atacó al sacerdocio sacramental porque, se de¬cía, podía poner en discusión la unicidad del
sumo sacerdocio de Cristo (en base a la Carta a los Hebreos) y marginaría el sacerdocio universal de todos
los fieles (según 1 Pe 2,5). A esta crítica se une, en fin, la moderna idea de autonomía del suje¬to, con la
praxis individualista que se deriva, la cual mira con sospecha a cualquier tipo de ejercicio de la autoridad.

¿Qué visión teológica resultaba?

Por una parte se observaba que Jesús desde un punto de vista sociológico-religioso no era un sacerdote
con funciones cultuales y, por tanto (por usar una formulación anacrónica) era un laico. Por otra parte,
sobre la base del hecho de que en el Nuevo Testamento, para los servicios y los ministerios, no se adopta
ninguna terminología sacral sino denominaciones consideradas profanas, pareció que se podía considerar
de¬mostrada como inadecuada la transformación —en la Iglesia de los orígenes, a partir del siglo m— de
aquellos que desarro¬llaban meras «funciones» dentro de la comunidad, en detento- res impropios de un
nuevo sacerdocio cultual.

Joseph Ratzinger somete, por su parte, a un estricto exa¬men crítico, la crítica histórica acuñada en la
teología protes¬tante y lo hace distinguiendo los prejuicios filosóficos y teoló¬gicos típicos del método
histórico. De este modo, él consigue mostrar que con las adquisiciones de la moderna exégesis bí¬blica y
un preciso análisis del desarrollo histórico-dogmático se puede llegar de forma muy fundada a las
afirmaciones dog¬máticas producidas sobre todo en los Concilios de Florencia, de Trento y del Vaticano
II.

Lo que Jesús significa para la relación de todos los hombres y de toda la creación con Dios —es decir el
reconocimiento de Cristo como Redentor y universal Mediador de salvación, desarrollado en la Carta a
los Hebreos por medio de la catego¬ría de Sumo Sacerdote (Arcbiereus)— no ha dependido nunca, como
condición, de su pertenencia al sacerdocio levítico.

El fundamento del ser y de la misión de Jesús reside más bien en su proveniencia del Padre, de esa casa y
de ese templo en el que habita y debe estar (cf. Le 2,49). Es la divinidad del Verbo la que hace de Jesús,
en su naturaleza humana que él ha asumido, el único y verdadero Maestro, Pastor, Sacerdote, Mediador
y Redentor.

El hace partícipes a otros de esta consagración y misión suya, mediante la llamada de los Doce. De ellos
surge el círcu¬lo de apóstoles que fundan la misión de la Igleisa en la historia como dimensión esencial a
la naturaleza eclesial. Ellos trans¬miten su poder a los cabezas y pastores de la Iglesia universal y
particular, los cuales operan a nivel local y supra-local.

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Desde el punto de vista de la historia comparada de las re¬ligiones, las primeras denominaciones de los
oficios de «obis¬po», «presbítero», «diácono», dentro de las comunidades cris¬tianas de origen pagano,
parecen ser términos de proveniencia profana. Y, sin embargo, en el contexto de la Iglesia de los orígenes,
su referencia cristológica y su relación con el oficio de apóstol no puede pasar desapercibido.

Los apóstoles y sus discípulos sucesores instituyen a los obispos, los presbíteros y los diáconos por medio
de la impo¬sición de manos y de la oración de consagración (cf. Hch 6,6; 14,23; 15,4; 1 Tim 4,14). En el
nombre del Supremo Pastor, ellos son los pastores que lo representan visiblemente y a través de los cuales
El mismo está presente en cuanto analogatum princeps del Pastor.

De aquí se desprende también la espiritualidad del presbí¬tero y, respectivamente, del obispo, los cuales
son consagrados por el Espíritu Santo a través de la imposición de las manos (Hch 20,28). Esta
espiritualidad no es el añadido externo de una piedad privada, sino la forma interior de la disponibilidad
a ponerse uno mismo internamente al servicio de Cristo y a remitir a El, testimoniándole con todo el
propio ser y con toda la propia vida.

La auténtica naturaleza del sacerdocio sacramental consis¬te en el hecho de que el obispo y el presbítero
son servidores de la Palabra, que desarrollan el servicio de la reconciliación y, como pastores, apacientan
el rebaño de Dios. En cuanto cumplen el mandato de Cristo, Cristo mismo, a través de sus acciones y su
palabra, se hace presente como único Sumo Sa¬cerdote en la Iglesia de Dios, reunida para la celebración
li¬túrgica.

La teología católica podría comprender las objeciones di¬rigidas contra su sacerdocio si este fuera
entendido por ella como una mediación autosuficiente, o también solo integra- tiva, junto a, o excluyendo
la de Cristo. Por ello también las objeciones de Martin Lutero en realidad no tocan el núcleo central de la
enseñanza dogmática vinculante sobre el sacerdo¬cio sacramental.

Como elemento fundamental para la reconquista de la identidad sacerdotal emerge por tanto la
disponibilidad a en¬tenderse a sí mismo como servidor de la Palabra y testigo de Dios en el seguimiento
de Cristo, y a vivir en comunión con El. Esta es la condición decisiva que Joseph Ratzinger nos in¬vita a
cultivar durante todo nuestro camino, a saber, «man¬tener vivo el contacto con Jesús. Si apartamos la
mirada de El, nos sucederá inevitablemente lo que le sucedió a Padreo cuando caminaba al encuentro de
Jesús sobre las aguas: solo la mirada del Señor puede superar la fuerza de la gravedad, y lo puede hacer
de verdad. Siempre permanecemos como pe¬cadores. Pero si Él nos toma de la mano, las aguas profundas
pierden su poder».

Para esto es necesario precisamente que el sacerdote tenga una buena formación teológica y esté en
constante relación con la teología científica.

Con el presente volumen, Joseph Ratzinger nos indica un camino que conduce fuera de esta crisis en la
que (sin impos¬taciones ni motivaciones teológicas y sociológicas adecuadas) ha caído el sacerdocio
católico; crisis que ha conducido a mu¬chos sacerdotes —muchos de los cuales había además iniciado su
camino con amor y celo— a un estado de personal incerti- dumbre y confusión sobre su papel en la Iglesia.
Este volumen podrá ser consultado con fruto no solo para la definición teo- lógico-científica del
sacramento del Orden, sino también para la profundización espiritual de la vocación sacerdotal, como
también para los ejercicios de los sacerdotes y para el anuncio del «misterio glorioso de la Nueva Alianza,
el ministerio del Espíritu y de la vida» (cf. 2 Cor 3,6-8).

11
El papa Benedicto XVI ha visto en el anuncio de la pa¬labra de Dios, que precede a todo obrar del hombre,
la tarea específica del servicio episcopal y sacerdotal. Esto es, por otro lado, precisamente lo que el papa
Francisco ha reclamado, en modo muy conciso e incisivo, el pasado 21 de abril, cuando con ocasión de
una ordenación presbiteral ha exhortado a los llamados al orden sagrado a «ser conscientes de haber sido
ele¬gidos entre los hombres y constituidos a favor de ellos para atender a las cosas de Dios», y a ejercitar
«con alegría y cari¬dad sincera la obra sacerdotal de Cristo, únicamente deseando agradar a Dios y no a
vosotros mismos». El ha subrayado con fuerza: «Sed pastores, no funcionarios. Sed mediadores, no
in¬termediarios».

En esta mirada de los dos grandes Pontífices sobre el sacer¬docio podemos encontrar de nuevo la mirada
misma de Jesús sobre sus apóstoles, y sobre todos aquellos que hoy, como en todos los tiempos, Él envía
a apacentar su rebaño. Es esta mi¬rada la que nos identifica y la que sustrae nuestra vocación sa¬cerdotal
de las caricaturas del mundo, siempre incompletas y reductivas. Es esta mirada la que nos empuja, con fe
y esperan¬za constante, más allá de la cortina de humo de todas las crisis.

Es la mirada del Supremo Pastor que, desde siempre, re¬nueva y libera a sus Pastores para la misión llena
de entusias¬mo a la que los llama, a pesar de su pobreza y miseria. La mirada y las palabras de Jesús son
la fuente perenne de la iden¬tidad sacerdotal» que nos hace avanzar más allá del desierto de cualquier
crisis hacia la tierra prometida (que se debe conquis¬tar cada día) de Su Reino. De esta mirada de Jesús y
de estas palabras queremos siempre beber, a partir de ellas podremos siempre, por encima de cualquier
aparente fracaso, recomen¬zar de nuevo.

12
ENSEÑAR Y APRENDER EL AMOR DE DIOS

LOS SANTOS ÓLEOS, SIGNO DEL PODER SALVÍFICO DE DIOS Y DE LA UNIDAD DE LAS DIÓCESIS
Homilía pronunciada en la Missa Chrismatis, 1978

El signo del aceite, que en la víspera del Jueves Santo da a esta misa su especial sentido 7 carácter, se halla
íntimamente unido al misterio de Jesucristo; pues este nombre —XQIÜTÓC;— significa el ungido. Es decir,
la Iglesia naciente, partiendo de la fe del Antiguo Testamento, no supo expresar mejor lo que Jesús era y
es, más que dándole como nombre este símbolo del aceite. ¿Pero qué es lo que propiamente se expresa
con este nombre?

En primer lugar, en él se hallan recogidas experiencias hu¬manas de carácter primario. El aceite era en
todo el Mediterrá¬neo —tanto en Palestina como en Grecia, Italia, el Norte de Africa— expresión de la
fuerza de la vida en general. El fruto del olivo era el recurso alimenticio básico, más aún que el pan de
cada día. Constituía la base de toda la alimentación huma¬na. Al mismo tiempo era también la medicina
con que se pro¬porcionaba al cuerpo energía, descanso y paz. En los salmos oímos una y otra vez la alegría
sobre la excelencia del aceite, cómo recubre el cuerpo reseco, cansado, extenuado por el sol y cómo, de
repente, le hace sentir todo el gozo y el vigor de la vida. Así es como el aceite, más allá de sus necesarios
servicios, se convirtió también en un medio de belleza y expresión de la alegría de la vida. Lo necesario y
lo superfluo, que también es necesario para el hombre, se hallan aquí indisolublemente unidos. Y por eso
se entiende también que el aceite, como portador de la fuerza de la vida, se halle próximo a lo divino;

pues Dios es precisamente Dios por el hecho de ser el poder de la vida. Se unge a los hombres de Dios, a
los profetas, a los sacerdotes y a los reyes, son «los ungidos», y eso significa algo más que el hecho de que
tengan en abundancia el aceite del olivo; debe ser expresión de que el poder de la vida misma está sobre
ellos.

Pero resulta que Jesucristo es el verdadero profeta, el ver¬dadero sacerdote y el verdadero rey. Y por eso
sólo él es pro¬piamente el Ungido en el pleno sentido del término. Que lo es quedó definitivamente claro
para los cristianos en la resurrec¬ción. Fue entonces cuando el óleo demostró definitivamente su poder
frente a la muerte. Era evidente que El estaba ungido con un óleo más potente, del que el aceite de oliva
sólo puede ser, por así decir, un signo, un mensajero. El estaba en pie con aquel poder de vida capaz de
regenerar la corrupción, de con¬tradecir a la muerte y de sacarlo del sepulcro como el Ungido y
presentarlo como el vencedor en medio de la humanidad. Al mismo tiempo resulta evidente cuál es este
otro y nuevo óleo, del que el fruto del olivo, a su modo, sólo podía ser indicio en la experiencia de la vida
cotidiana: el poder de la vida misma, el Espíritu Santo de Dios, que lo une a él como Hijo con el Padre,
salvando así también al hombre de las garras de la muerte. El es el Ungido, no ya con el fruto del olivo,
sino con aquello de lo que él es signo, con el poder de la vida misma, con el espíritu creador de Dios.

Esa es la razón por la que en los sacramentos cristianos el óleo ha adquirido un nuevo significado. Su
amplia presencia en los mismos —casi en todos los sacramentos juega un pa¬pel— es siempre expresión
de su puesto en la vida cotidiana dentro del mundo mediterráneo, y de ese modo los sacramen¬tos nos
recuerdan también la vida terrena de Jesús, el mundo a partir del que él se nos manifiesta. Y en el amplio
abanico en que en los sacramentos resulta eficaz el signo del óleo po¬demos ver siempre algo del espectro
de esperanzas inheren¬tes a los mismos: en la unción de los enfermos es medicina de Dios; en su
aplicación antes del bautismo nos recuerda una concepción del cristianismo en la que la vida cristiana se
concibe como un combate, como un pugilato olímpico en el estadio de la historia. El cristiano es una

13
persona que se arma para la gran lucha de la vida en el drama de la historia. Los atletas que pisaban la
arena ungían su cuerpo con aceite con el fin de que estuviese flexible, elástico, vigoroso, ágil, no re¬seco.
La unción en el bautismo debe significar que el cristiano es ungido por el Señor para entrar en el drama
de la historia como un luchador y como un vencedor. La unción que des¬pués del bautismo se aplica así
como en la confirmación y en la ordenación sacerdotal recuerda la unción de los sacerdotes, de los
profetas y de los reyes.

Pero todo esto ha recibido de Jesucristo un nuevo sentido más profundo. Cuando en el lecho del enfermo
el óleo consagrado se pone en la frente y en las manos de un sufriente, entonces ya no es simple expresión
de las esperanzas terrenas y a menudo vanas que en el mundo antiguo se ponían en el olivo, sino que se
lo puede considerar signo de la verdadera medicina de Dios, de la presencia de Jesucristo en el ámbito de
nuestros padecimientos, de nuestras angustias y de nuestras necesidades. Entonces es expresión de que
verdaderamente existe el remedio contra la muerte, de que Jesucristo ha entrado en la noche de la
muerte y de que, como verdadera medicina, aparece en la noche de nuestros padecimientos,
sosteniéndonos, proporcionándonos paz y la certeza de que estamos a salvo para siempre en manos de
Dios.

Y cuando nosotros antes del bautismo somos ungidos para el combate de la vida, eso significa que él, que
en la cruz ha superado la dramática lucha del odio, la envidia y la desesperación, se alza sobre nuestra
vida como la fuerza que nos sostiene, nos da vida, que no nos deja agostarnos; que va tras nosotros y nos
alcanza, cuando estamos cansados, conducién- do nos por el estadio de la vida hasta el seno de su
compasión. Y por encima de todo esto resuena también, con toda seguridad, la exigencia de estas
unciones, tal como está formula¬da en la palabra de san Pablo: «Christi bonus odor su mus ¡n omni loco
— Somos fragancia de Cristo en todas partes» (2 Cor 2,15). Es decir: Frente al hedor de la desesperación,
de la degradación del espíritu, de la codicia y del odio, poderes todos que, en definitiva, implican
corrupción y destruyen la vida, se presenta la nueva fuerza de su vida; y, en la medida que nosotros la
hacemos nuestra, a esa podredumbre de la des-esperación y del odio debe hacerle frente a la fragancia
de la verdadera vida, de la confianza en el amor indestructible, del estar a salvo bajo el poder del espíritu
de Dios y, por así decir, desinfectar el mundo.

La Iglesia antigua ha encontrado prefigurado todo esto en la expresión del Salmo 133,1-2: «Ved qué
dulzura, qué deli¬cia, convivir los hermanos unidos. Es ungüento precioso en la cabeza, que va bajando
por la barba, que baja por la barba de Aarón, hasta la franja de su ornamento». En esta expresión, cuyo
origen está probablemente en alguna de las escuelas de sabiduría de Israel, la dulce experiencia del aceite,
que pene¬tra en el cuerpo cansado restaurando su frescura y vitalidad, se convierte en símbolo de la
belleza de la paz entre los her¬manos. El cristianismo naciente vio aquí una expresión de la comunidad
fraterna de la Iglesia y de su propio ser-uno como consecuencia de la propia unidad sacramental que
procede de Jesucristo. El es el verdadero Aarón, y el óleo que de él des¬ciende no es ya mero símbolo de
la belleza de la comunidad, sino que constituye el fundamento de algo nuevo, la fuerza de la verdadera
vida del espíritu divino, y conforma la unidad fraterna de la Iglesia.

Y de ese modo se pone de manifiesto una última cosa: El Espíritu Santo, del que el óleo es símbolo, es el
amor. Y por eso es él la fuerza que se contrapone a la muerte y a la corrupción.

Por eso es el centro mismo de Dios, la unidad del Padre y del Hijo. Por eso es el punto de unión entre el
Creador y la crea¬ción. Por eso es él el fundamento de la Iglesia y nuestra paz. Y por eso esta Misa de los
santos Óleos, desde esta perspectiva de su sentido más profundo, es al mismo tiempo una fiesta de la

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Iglesia y de su unidad. Nosotros celebramos en torno al altar de la Catedral el santo sacrificio de Jesucristo.
Este altar, expre¬sión de nuestra iglesia local de Munich y Freising, de nuestro obispado en su unidad, es
a su vez un referente de Jesucristo mismo, el altar vivo y sacerdote al mismo tiempo. Nosotros recibimos
de y en esta Catedral los santos Oleos que ahora salen fuera, de modo que los sacramentos que se
imparten en todo el obispado proceden de este único centro, apareciendo así como fruto del sacramento
de la muerte y resurrección de Jesucristo. Se cumple así en esto que hoy tiene lugar, en la consagración y
recogida de los sacramentos, aquello a lo que hacen referencia las palabras del salmo: el fluir del santo
Oleo sobre el cuerpo todo de la Iglesia.

En este sentido querría dar las gracias una vez más a todos los que hoy representan esta unidad de nuestro
obispado, que día tras día se esfuerzan por ella, viven para ella y en ella basan su fe y por ella se dejan
guiar. El hecho de venir a recoger los santos Óleos es algo más que un mero transporte exterior, que
actualmente se podría resolver de otra manera. Se trata de un proceso interno por el que nos convertimos
en servidores de la vida, por el que nosotros llevamos conjuntamente a todo el cuerpo de la Iglesia el Óleo
que es fuente de vida, ponién¬donos así al servicio de la unidad fraterna de la Iglesia, que se funda en su
cabeza y vive de la fuerza que de ella procede.

Y por eso este día es también la fiesta de los sacerdotes, que han convertido en tarea de su vida esta
misión de llevar los santos Óleos, y cuya vida entera consiste propiamente en este ir y venir desde el
centro, con el fin de que el Óleo fluya por el cuerpo y para que participe de la fuerza que del Señor viene
hasta nosotros. Como hombres necesitamos lo definiti¬vo, pero eso sólo puede darse si en nuestro
incesante ir y venir buscamos el centro de que dimana y recibimos de nuevo su fuerza. Este es el sentido
que tiene cuando los sacerdotes, de acuerdo con el nuevo orden de la liturgia, renuevan en esta ocasión
las promesas de su ordenación. Penetramos de nuevo en el centro del que procede toda nuestra fuerza y
nuestra mi¬sión. Iniciamos de nuevo con el Señor la tarea de que el Oleo que crea de nuevo la vida nos
haga superar el hastío de la vida cotidiana y haga revivir en nosotros la alegría de la victoria de Cristo.

Hacemos esto a la vista de toda la Iglesia creyente. Pues así como los sacerdotes sostienen a su modo la
Iglesia, también ellos en su ministerio son sostenidos por vosotros los creyen¬tes. Cuando ahora llevemos
a cabo la renovación de nuestra consagración sacerdotal, os pido a vosotros, queridos herma¬nos, que lo
hagamos con el espíritu propio de quien se recoge para orar al Señor, que es el único que puede
sostenernos. Y yo os pido a todos vosotros, que estáis en representación de todo el obispado, que nos
sostengáis con vuestra oración, pidiendo que cada vez más se cumpla en nosotros esta prometedora y al
mismo tiempo interpelante palabra de san Pablo: «Somos fragancia de Cristo en todas partes» (cf. 2 Cor
2,15).

15
SER «CLÉRIGOS ESPIRITUALES» BAJO LA INSPIRACIÓN DE SU ESPÍRITU (JOHANN MICHAEL SAILER)
Homilía pronunciada en la Missa Chrismatis, 1979

En la carta que el Santo Padre ha escrito a los sacerdotes de todo el mundo con ocasión del Jueves Santo
habla de una costumbre que se ha ido formando en muchos lugares tras el telón de acero, donde la
persecución los dejó sin sacerdotes. Yo había tenido conocimiento de ello hace unos años a través de unos
amigos. Ocurre en tales lugares que la gente acude a una iglesia abandonada o, donde no la hay, a un
cementerio don¬de se halle sepultado un sacerdote. Entonces colocan la estola sobre el altar o sobre la
tumba y, juntos, rezan las oraciones de la sagrada Eucaristía. En el pasaje referente a la consagración se
produce un gran silencio, interrumpido a veces por lloros.

El Papa añade, dirigiéndose a nosotros los sacerdotes: Que¬ridos hermanos, cuando a veces os vienen
dudas sobre vuestra vocación, cuando dudáis de su sentido, cuando os preguntáis si socialmente es
infructuosa o incluso inútil, pensad en este he¬cho. Pensad cuánto ansian estas gentes oír las palabras
que sólo los labios de un sacerdote pueden pronunciar. Cuánto ansian recibir el cuerpo del Señor. Cuántas
veces esperan que alguien pueda decirles: «Yo te absuelvo de tus pecados». En esa «Eucaris¬tía del
anhelo» en la que las gentes, en su abandono, se dirigen orantes hacia el Señor, van a su encuentro en su
ferviente anhe¬lo y, creyendo de ese modo, entran en comunión con la santa Iglesia y a su vez con El
mismo, tiene lugar el testimonio de la Iglesia viviente, el testimonio de la oculta proximidad del Señor y el
testimonio de lo que significa el sacerdocio.

Cuán insignificante resulta frente a esta humildad de la fe el dictamen de ciertos teólogos cuando afirman
que en caso de necesidad cualquiera puede pronunciar las palabras de la consagración. En esa «Eucaristía
del anhelo» tiene lugar más presencia del Señor que en una disposición arbitraria que pre¬tende hacer
de Cristo y de su Iglesia nuestro propio producto. Ningún hombre puede osar hacer uso del yo de Cristo
como si fuese su propio yo sin incurrir en blasfemia. Nadie puede decir por sí mismo: «Esto es mi cuerpo»,
«Esta es mi sangre», «Yo te absuelvo de tus pecados». Y, sin embargo, necesitamos de estas palabras
como del pan de cada día. Allí donde ya no se pronuncian, el pan cotidiano se vuelve insípido y los logros
sociales resultan vanos. Por eso es este el don más profundo y excitante del ministerio sacerdotal, que
sólo el Señor mismo puede conceder: no se trata sólo de referir sus palabras como palabras del pasado,
sino de hablar con su yo aquí y ahora, de actuar in persona Christi; de representar la persona de Cristo tal
como la liturgia lo expresa.

En el fondo se puede extraer de esto toda la esencia de la acción sacerdotal y la misión de la vida del
sacerdote. Cierta¬mente, aun cuando un sacerdote contradiga con su vida estas palabras, éstas siguen
siendo eficaces precisamente porque de lo que aquí se trata es del yo de Jesucristo y no del yo del hombre.
No es el hombre el que perdona los pecados, sino El. Lo que se hace presente no es el cuerpo de éste o
aquél, sino el Suyo. Pero al mismo tiempo está claro que nosotros no podemos pronunciar esas palabras
sin que las mismas re¬presenten una exigencia para nuestra vida, sin que exijan una correspondencia
interior con lo que decimos. Pues en el caso de que internamente nuestra vida fuese contraria a lo que
re¬presentamos, se volvería contra nosotros en el juicio. Quien puede poner en su boca el yo de
Jesucristo, es necesario que crea en El. El sacerdote tiene que ser en primer lugar una per¬sona creyente.
Este es el centro de toda acción, y si eso no está presente, entonces nada verdaderamente real tiene lugar.
Es verdad que el servicio puede seguir funcionando, pero le falta lo esencial, la Iglesia se convierte
entonces en una sociedad de tiempo libre, resultando algo superfluo. Y por eso el Papa ha dicho en esta

16
carta con gran insistencia que la gente espera so¬bre todo sacerdotes de fe profunda, el sacerdote que
reza, que vive según el programa de las Bienaventuranzas.

Y ahora me dirijo especialmente a vosotros, queridos her¬manos en el sacerdocio, pues me he parado en


este punto: «Programa de las Bienaventuranzas». ¿Intentamos nosotros vivir realmente de acuerdo con
él? ¿O no ocurre más bien que todos sin excepción nos hemos habituado total y absoluta¬mente a los
estándares del mundo occidental, presuponién¬dolos como aspiraciones incustionables de nuestra vida?
Cier¬tamente, y gracias a Dios, ahora existe el lema de «vivir de otra manera», encontrar «formas
alternativas de vida». Pero cuando se llega al meollo de la cuestión, cuando se propone la forma cristiana
de vida como alternativa, entonces nos en-contramos con todos los tópicos de lo que hoy se considera
como lo normal e ignoramos que las Bienaventuranzas, que la fe de la Iglesia y la forma de vida que ésta
nos plantea, serían la alternativa que ciertamente tira piedras a nuestro propio tejado, que es la que
tendríamos que adoptar para que la fe fuera verdaderamente creíble. Y la gente espera a aquel que les
preceda en la fe, puesto que también ellos encontrarían esto si de nuevo se pudiera creer o si de nuevo
se atrevieran a creer: es verdad, existe Dios, existe un Cristo que me ama hasta mi última hora. Albert
Camus ha dicho: «Je n'aime pas les prétres anticléricaux —no me gustan los sacerdotes anticlericales»; él,
el anticlerical. A él le gustaban los hombres que lo son de verdad. No le gustaba la gente que disimula lo
propio y dice: «No te lo tomes tan en serio, yo tampoco lo hago. Yo pertenezco a este mundo de hoy». Él
buscaba a la persona que es plenamente, que es «él mismo» y que está a favor de lo que él es. Esta es la
exigencia que hoy nos plantea no sólo el Evangelio, sino precisamente esta época que busca alternati¬vas.
Tenemos que tener de nuevo el coraje de dejar a un lado esta banalidad. Todos hemos jugado y
coqueteado un poco a ese «prétre anticlérical», a ese tipo de sacerdote anticlerical. El sacerdote tiene
que tener el coraje de ser plenamente lo que es, de estar con la alternativa que él es, de hacer profesión
de lo que él es. A este contexto pertenece también —ya sé que no nos gusta oírlo— la advertencia del
Papa de que al sacerdote se le ha de reconocer incluso por su vestimenta.

Yo viví la revuelta estudiantil de 1968 en Tubinga y resul¬taba impresionante ver cómo aquellos jóvenes
que llevaban a cabo una negativa a lo que representaba su casa paterna y el mundo en que habían crecido,
lo escenificaban también con su tipo de atuendo, pues sabían que lo que yo soy tengo que manifestarlo,
tiene que tener su expresión propia. ¡Y qué pronto se encontraron seguidores que ponían mucho empeño
en aparecer con barba y otros aditamentos similares! Creo que en esto sucede algo importante: una
actitud que le importa a las personas no puede nunca quedarse en algo meramente interno, sino que
tiene que mostrarse a los demás. Quien se oculta, ni hace profesión de lo suyo ni entusiasma a los demás,
porque hay que suponer que él mismo duda de si lo que un día hizo suyo es ahora lo correcto y digno de
ser vivido por él.

En relación con esto ha escrito el Papa algunos pasajes dig¬nos de tenerse en cuenta sobre el tema de la
adaptación. El evoca las grandes figuras del sacerdocio de la Edad Moderna: Vicente de Paúl, Juan de Dios,
el Cura de Ars, Maximiliano Kolbe. Cada uno de ellos era distinto, cada uno de ellos era un hombre de su
tiempo y ha anunciado el Evangelio a la gente de su época con la agudeza crítica y salvífica que éste tiene
y que es necesario aplicar a otras heridas. En este sentido adap¬taron el Evangelio, haciéndolo el Evangelio
de su época; pero no porque disimulasen o se inventasen tácticas, sino —como dice el Papa— porque
cada uno dio la respuesta apropiada al Evangelio, porque cada uno de acuerdo consigo mismo, como ese
hombre interior que eran, había lidiado con el Evangelio y con el Señor y encontraron la respuesta, que
luego fue la respuesta del Evangelio para su época.

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Quien quiera hacer uso del yo de Jesucristo, tiene que creer en ello. Y quien cree, reza. Y quien reza,
confiesa. Y quien con¬fiesa su fe, vive también de ello. En este sentido, dice el Papa: Seamos pastores y
no jornaleros. No del tipo de los que calcu¬lan cuántas horas me quedan para mí y para mi vida privada.
Esto sólo necesitan hacerlo aquellos para quienes su vocación y su vida son cosas distintas. Pero ser
sacerdote no es algo que tengamos que realizar al margen de nuestra vida como nuestra profesión, sino
que es nuestra vida misma. Y ninguna misión mayor puede encontrarse que la de ser testigo del amor de
Jesucristo.

Hay otra idea de la carta del Papa que me ha impresiona¬do especialmente. En ella habla de la necesidad
de que nos convirtamos siempre de nuevo. Dice esto en relación con el celibato; pero es válido también
para todo el espectro de la vida sacerdotal, de la vida humana. Bueno, así en general, no tenemos nada
en contra. Todos somos pecadores y todos nece¬sitamos del perdón. Pero todos somos muy sensibles y
reaccio¬namos en contra cuando se trata de ser yo quien confiese que esta acción mía necesita del
perdón. Y es entonces cuando se trata de la verdadera conversión.

Nos resulta muy difícil reconocer que algo que considera¬mos normal y que se ha convertido en hábito
de vida debería ser de otra manera y que no está bien. Cuando algo se ha convertido para nosotros en
costumbre o incluso sólo en algo que hacemos frecuentemente, preferimos decir que la norma es errónea
antes que reconocer que nos hemos equivocado. Y mi observación apunta a que cuando un sacerdote
fracasa interna o externamente —esa no es aquí la cuestión—, cuan¬do no puede mantenerse unido con
su misión, en última ins¬tancia la culpa propiamente dicha es de un orgullo tácito, a menudo inconsciente.
No se trata de los problemas sexuales contra el celibato o cualquier otro tipo de cosas, sino de esto, de
que no nos gusta el perdón; que no queremos reconocer que nosotros siempre estamos necesitados de
conversión, de transformación, del perdón del Señor. Y todavía otra cosa cu¬riosa me ha llamado la
atención. Todos somos pecadores. Y a menudo aquellos a los que no les gusta el perdón son los que en sí
son más virtuosos y más cualificados. Y, sin embargo, si en su vida alguien les niega el perdón, entonces
se vuelven mordaces, se enemistan consigo mismos, con el mundo y con Dios, pierden la alegría y se
vuelven agresivos, porque lo no perdonado actúa en ellos.

Y al contrario: Puede que alguien que haya pecado in¬cluso muy a menudo, si tiene la sencillez de corazón
que admite aquello y que se deja perdonar, encuentre la alegría, la satisfacción y recobre la unidad consigo
mismo. El Señor es la reconciliación, y rechazarla significa rechazarlo a El. Una y otra vez ocurre que somos
aquel Pedro que no se deja lavar. Y, sin embargo, sólo podemos tener participación en el Señor si nos
dejamos lavar.

El símbolo especial de esta santa Misa, que recoge una par¬te del misterio de este Jueves Santo, es el
signo del óleo. Cristo toma su nombre de él, «XQiatóg» significa «el Ungido». Y de ese modo el óleo es el
signo del Espíritu Santo, de la nueva unción que se le ha dado a El y que de El fluye. El sacerdo¬te debería
ser ante todo un hombre espiritual. Necesitaríamos «clérigos espirituales», dijo una vez el obispo de
Ratisbona, Johann Michael Sailer. En este momento resulta al mismo tiempo claro que una consideración
como esa no es, sin em¬bargo, un asunto exclusivo del ámbito de los sacerdotes, sino que es algo que nos
importa a todos, porque sólo nosotros, todos juntos, podemos construir el Cuerpo vivo de Jesucristo,
porque sólo nosotros, todos juntos podemos donarnos unos a otros el aliento del Espíritu Santo. Y si los
hombres, en sus profesiones profanas, si vosotros, queridos hermanos y her¬manas, necesitáis esto,
necesitáis que haya sacerdotes que os precedan en la fe, que crean de antemano, nosotros necesita¬mos
que vosotros creáis en unión con nosotros. Y nosotros necesitamos esto: reconocer, gracias a vosotros,

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que con vues¬tra paciencia nos apoyáis y corregís, que somos necesarios y así recibir de nuevo nuestra
fe.

Unámonos, pues, en esta hora para rogar al Señor que ten¬ga a bien acariciarnos a todos nosotros con la
unción del Es¬píritu Santo. Que nos conceda vivir bajo la inspiración de su Espíritu para así llegar a ser
Iglesia viva.

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EUCARISTÍA Y PENTECOSTÉS COMO ORIGEN DE LA IGLESIA
Homilía pronunciada en la Missa Chrismatis, 1981

El Cenáculo sobre el monte Sión, en Jerusalén, adonde se dirigen especialmente nuestras miradas en estos
días, es el lugar de dos acontecimientos decisivos en la historia de nuestra sal-vación. En él tuvo lugar la
fundación de la Eucaristía, en él se ha repartido Cristo a sí mismo para ser pan de vida por todos los siglos.
Pero también tuvo lugar el envío del Espíritu Santo, la primera fiesta de Pentecostés. Con el signo de todos
los dis¬cípulos hablando en todas las lenguas en las que la Iglesia hacía su presentación, traspasando las
fronteras de las viejas lenguas, las fronteras de todos los lugares y tiempos y constituyendo una nueva
unión más allá de las fronteras, la comunidad del pueblo de Dios. Ambos acontecimientos, desde el punto
de vista in-terno, pertenecen al mismo espacio, ambos constituyen las dos caras de un mismo
acontecimiento, la fundación de la Iglesia. Pues sólo puede haber Iglesia porque Cristo se ha hecho
presen¬te a los hombres, ha entrado en comunión con ellos y así, en comunión mutua conduce a la unidad
de su Cuerpo, al nuevo organismo de su amor. Mas, por otra parte, sólo puede haber Iglesia porque el
Espíritu Santo de nuevo, por así decir, sopla sobre el barro y porque reúne a los hombres, que se hallaban
juntos unos contra otros, para que sean el nuevo organismo que Cristo quiere crear en este mundo.

Eucaristía y Pentecostés son ambos conjuntamente ori¬gen de la Iglesia. La Iglesia sólo puede existir
porque es or¬ganismo de Cristo, porque procede de El. Pero la Iglesia sólo puede existir porque este
organismo está animado por el Es¬píritu de Dios. Ese Espíritu «es el Espíritu del Cuerpo de Cristo» y es en
él siempre Espíritu encarnado. Sólo desde esta perspectiva se puede entender que el Santo Padre haya
invi¬tado a los obispos de todo el mundo a predicar hoy, en esta Misa, sobre el Espíritu Santo, sobre su
misterio pentecostal. El motivo externo es la conmemoración del concilio de Cons¬tan tinopla que hace
1600 años formuló la confesión común de la Cristiandad sobre el Espíritu Santo. Esta confesión es al mismo
tiempo la savia en el organismo de la Iglesia, la marca de su identidad, en la que siempre se encuentra a
sí misma, es ella misma. Y por eso esta conmemoración del Concilio de Constantinopla no es un jubileo
como cualquier otro, no es una evocación de algo que pasó hace mucho tiempo, sino re¬cordar (Er-Innern)
en el sentido propio del término: penetrar en lo interior (das Innere), en la auténtica fuente de vida, que
nos sostiene y nos hace cristianos. Espíritu Santo y Eucaristía, Pentecostés y Jueves Santo van de la mano;
una cosa nos ayuda a comprender la otra.

Intentemos, pues, desde el misterio de Pentecostés, com¬prender mejor el significado del Espíritu Santo;
y con ello la Eucaristía, con ello nuestra misión como bautizados y como sacerdotes al servicio de
Jesucristo. Si nos fijamos bien en el acontecimiento de Pentecostés, el Espíritu Santo se muestra como
fuerza de reunión, como fuerza de transformación y como fuerza de misión.

El Espíritu Santo es reunión. El reúne de nuevo a los dis¬cípulos a los que el temor y el egoísmo habían
dispersado. El viene hasta ellos, una vez reunidos, y los conduce plenamente a la unidad. Esto es algo que
corresponde a su más íntima esencia. Dios es amor nos dice la Biblia. Pero si es amor, eso quiere decir que
él es yo y tú, que él es un dar-se y donarse como respuesta. Y eso quiere decir que el «yo» y el «tú» no
permanecen separados frente a frente, sino que en el amor se unen profundamente. La revelación de la
fe nos dice que la unión que crea el amor y que nosotros llamamos Dios es una unión más profunda,
elevada y radical que la unidad de lo indivisible, que la más pequeña unidad de la materia. Por eso ser
trino y uno y ser uno no implican contradicción, sino que es algo que se deriva de la esencia del amor.

Donde hay amor, hay alteridad y hay unión. No es algo que resulte contradictorio, sino consecuencia del
hecho de que Dios es amor y de que el amor es la realidad originaria, lo divino. Dios es Padre e Hijo, pero

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como Espíritu es la unidad, es el amor, que no destruye los elementos contrapuestos, pero que tampoco
los deja subsistir separados, sino que los consti¬tuye en profundísima unidad. El Espíritu Santo es unión,
y este es su signo, su esencia a lo largo de la historia. Se lo reco¬noce en eso, en que es unión, conciliación:
«El que no reco¬ge conmigo, desparrama» (Le 11,23). La fe que procede del Espíritu Santo es siempre
unión; reunificación, que de nuevo une lo que estaba disperso. Y por eso el servicio sacerdotal es, ante
todo, servicio de conciliación, servicio de unión.

Aquí daremos un paso más. Unir (versammeln) es algo que sólo puede hacer quien está recogido
(gesammelt). Quien está escindido, quien vive superficialmente, está disperso en las mu-chas
distracciones del acontecer diario; quien carece de unidad interior y se halla escindido por las muchas
corrientes y afanes que nos arrastran, ¿cómo iba a poder unir, careciendo de re-cogimiento? Sólo quien
en sí mismo es recogimiento y tiene recogimiento puede proporcionar recogimiento a otros, puede
irradiar esa paz, esa unidad interior que de nuevo reúne y une. Recogimiento quiere decir salir de las
dispersiones, quiere decir buscar el arduo camino hacia el centro. Recogimiento es el gran paso hacia
aquello que a todos nos une. Recogimiento significa alcanzar el punto en que todos los hombres son uno
y pueden estar en contacto entre sí; alcanzar aquel punto en el que Dios, fundamento y unidad de todos
nosotros, se halla en el corazón de los hombres. Recogimiento significa descender a través de los
desórdenes y dispersiones hasta ese punto de unión que es el centro. Eso no puede tener lugar sin la
superación, sin la pacien¬cia que ese centro busca una y otra vez.

A partir de ahí, queridos hermanos en el ministerio sa¬cerdotal, resulta evidente que recogimiento, el
hecho mismo de estar recogidos, es una elemento decisivo de nuestro servi¬cio sacerdotal. Nosotros no
podemos desempeñarlo correcta¬mente si somos personas carentes de unidad, dispersos, escin¬didos y
superficiales. Yo creo que es un viejo peligro nuestro cuando, a la vista de las muchas ocupaciones que
recaen so¬bre nosotros, que son importantes para nosotros, que se nos imponen, llegamos a tener mala
conciencia si buscamos la hora del recogimiento. Llegamos a creer que sólo estaríamos trabajando
realmente como sacerdotes cuando hacemos cosas que se pueden listar, enumerar como trabajos
realizados. Y, sin embargo, occidente, nuestro país, los hombres del mundo enferman de ese activismo,
que escinde a los hombres en sus obras y que los hace tan pobres y vacíos en su interior, tan dispersos y,
por eso, tan agresivos, tan belicosos unos contra otros. No se trata de rehuir el trabajo pastoral, sino del
centro imprescindible mediante el cual aprendemos a ser personas de recogimiento. Se trata de que, a lo
largo de las tareas de la jornada, busquemos siempre la hora para el recogimiento. Pues esto es lo que
espera la gente de nosotros: encontrar a alguien que no esté agitado por las prisas, sino que irradie algo
de recogimiento, de paz, del sosiego propio de lo permanente, que nos caima y libera internamente.

El Espíritu Santo proporciona recogimiento y nos llama a que busquemos el recogimiento no como una
pérdida de tiempo, sino para profundizar en el misterio de la vida, en el auténtico fundamento sin cuyo
apoyo las obras resultan vanas y carentes de valor. El Espíritu Santo une, pero esto quiere decir también
que nos une en la confesión de fe común, en la forma católica común. Uno de nuestros peligros que hace
a la Iglesia tan incómoda es que cada uno quiere tener su fe particular, su teología particular; el que tenga
que haber una teología para los varones y otra para las mujeres, para traba¬jadores y para gente culta, y
para sabe Dios qué otras cosas. Y por estas teologías particulares nuestras, por este Jesús pensado por
nosotros, medimos la fe de la Iglesia, medimos lo que dice el Papa y lo que dicen los obispos. Pero Cristo
sólo está en el Nosotros, pues El está en su Cuerpo, es decir, en la comuni¬dad de quienes se han
convertido en su organismo y en sus órganos. El no está en el yo privatizado, sino sólo en la forma del
Nosotros, en la forma comunitaria, que se expresa en la confesión común de la fe.

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Hablamos del Espíritu Santo como unión. Es El el que, en la confusión del siglo IV, en la que la comunidad
de la Iglesia de Oriente parecía casi destruida y disuelta en teologías par¬ticulares de distintos grupos,
estableció la forma unificadora de la confesión, a partir de ahí la forma católica común, y así la unidad de
los que estaban escindidos. Cuando hablamos así de El, tenemos que aprender también ese
desprendimiento personal que no mide la fe por lo que uno particularmente piensa, sino que reconoce
que la teología es interpretación de la fe común y que en ella tiene su medida. No es nuestra fe privada la
que mide a la Iglesia, sino que es la palabra común de la Iglesia la que mide nuestra fe, si se ha convertido
verda¬deramente en la fe del Nosotros en la fuerza unificadora del Espíritu Santo. Esto es lo que hemos
de buscar de nuevo, esa forma unificadora que, como ámbito de unidad, nos acoge y nos sostiene, en
cuanto, más allá de tanto particularismo y di¬versidad, nos proporciona lo que, desde su raíz, nos
mantiene y une dentro de la diversidad.

«En la casa de mi Padre hay muchas moradas» (Jn 14,2), dice el Señor. Esto también es válido para la fe.
Y cuando nuestra fe procede del Nosotros común de la Iglesia enton¬ces se pone de manifiesto que hay
muchas moradas, muchas formas de encontrar nuestro sitio en la fe. Pero entonces no se trata ya de
posiciones dirigidas las unas contra las otras, en las que defendemos nuestras parcelitas, sino de moradas
de la única casa en la fuerza unificadora del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es transformación. La misa, que comien¬za como reunión, tiene su punto culminante en
la transfor¬mación. El pan de esta tierra se convierte en el Cuerpo de Cristo, en el pan de vida eterna. Lo
que refulge ante nosotros en lontananza —nuevo cielo, nueva tierra— es aquí una rea¬lidad. «He aquí
que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Del pan, fruto de la tierra y de nuestro trabajo, se hace su
Cuerpo. En él está ÉL, que se da a nosotros, como comienzo de transformación del mundo, como comienzo
de nuestra transformación, a la que nosotros, en aquella transforma¬ción, debemos acceder.

En la eucaristía se hace presente Cristo, por así decir, no como algo añadido al pan, de modo que Él estaría
junto con aquél. Él no está como una cosa junto a otra, Él es la fuente, la raíz, la fuerza creadora de todo.
Allí donde Él interviene las cosas no permanecen como hasta entonces, sino que tiene lugar una nueva
creación; las cosas se hacen nuevas. Por eso ser cristiano no puede consistir en añadir un pequeño mundo
de domingo a nuestro mundo de los días laborables, o en algo que podemos construir en cualquier
momentito de devoción de nuestra vida, sino que es un nuevo fundamento, es trans¬formación que nos
cambia.

La obra decisiva del Espíritu Santo es transformación. De ahí que el hecho de ser cristiano supone
conversión continua. Conversión es corresponder a la transformación que tiene lu¬gar en la eucaristía. La
tradición denomina ambas cosas con la palabra «conversio», expresando así la interna unidad de am¬bos
acontecimientos.

Nosotros sólo podemos ser cristianos si nos sometemos a ese proceso de nueva creación, de
transformación, en la me- elida en que consideremos ser cristiano no como un comple¬mento piadoso,
sino como fuerza que determina toda nuestra vida, en la medida en que dejamos que penetre hasta en
cada acción cotidiana, como nueva forma transformadora en no¬sotros. Debemos llegar a ser grano de
trigo de Cristo —pan de Jesucristo— con El, como decía san Ignacio de Antioquía. Convertirse en grano
de trigo quiere decir dejarse sembrar en la tierra, dejarse tomar, no permanecer cerrados en nuestra
propia vida privada. Significa dejarse penetrar por las fuerzas de la tierra y de lo alto. Dejarse transformar
uno mismo en ellas, dejarse moldear por aquello que accede a nosotros so¬licitando nuestra respuesta:
por las pruebas de Dios, por los dones, por las exigencias, por lo bueno y lo penoso que nos toca soportar

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de los hombres. Y en ese proceso de maduración, crecer y renovarnos. Esto significa aceptar el sol de Dios
y el agua de la tierra, dejando que fermenten en nosotros por la fuerza del espíritu, a ifn de que lleguemos
a ser buen pan de Cristo. Significa aceptar también el crisol de las tribulaciones y ser triturado en la
molienda de las penas de la vida cotidiana.

Tomemos ahora otra imagen: Para que una uva pueda lle¬gar a convertirse en buen vino tiene que haber
asimilado mu¬cho sol. Esta, queridos hermanos y hermanas, queridos her¬manos en el sacerdocio, es
nuestra tarea. Asimilar mucho sol con el fin de llegar a ser buen vino. Exponernos una y otra vez al sol de
la palabra divina, de la llamada divina, pero también a la tempestad, al viento y al agua, mediante los
cuales única¬mente nos convertimos en uva, que alcanza su maduración y da buen vino.

Y finalmente el Espíritu Santo es misión. Al final de la misa tenemos la frase «Ite, missa est». Id, ¡es misión!
Y no sin razón estas palabras finales, en la tradición, han dado el nombre de misa a todo el acontecimiento
en su conjunto, porque éste, en su totalidad, es misión, porque todas las acciones de Dios van dirigidas
siempre a los otros. El Espíritu Santo actúa siem¬pre bajo el signo del «para»; Él nunca viene a alguien de
un modo meramente particular, sino que viene siempre para que se transmita algo a otros. El siempre es
misión, llamada a se¬guir transmitiendo a otros. Y así es como deberíamos aceptar el mandato del «para»
en nosotros.

En la Sagrada Escritura, este mandato se pone de mani¬fiesto cuando el Espíritu Santo aparece en forma
de lengua de fuego. Un fuego que es energía que calienta y que alumbra: «¿No ardían nuestros corazones
dentro de nosotros mientras nos hablaba y nos explicaba las Escrituras?» (Le 24,32). Sólo quien arde en sí
mismo, puede encender a otro. Tenemos que volvernos ardientes. Tenemos que hacer con Él aquel
camino de los discípulos de Emaús, en el que nos dejemos encender por su palabra, en el que dejemos
surgir en nosotros el fuego que funde los elementos separados y los une, creando la uni¬dad,
exponiéndonos a él.

El fuego es calor. La palabra de Dios no puede ser para nosotros teoría. Tenemos que dejarnos calentar
por ella para poder proporcionar calor a otros. Tenemos que estar ardientes por el calor de Jesucristo, por
la energía que irradia su bondad. Y el fuego significa claridad. Esto es, el Espíritu Santo es la Verdad. Él
llama al hombre a ser transparente, a no esconderse ya ni ocultarse en ningún sitio, sino a ser claro,
abierto desde su verdad. Pero este fuego es también lengua, es decir, palabra. El Espíritu Santo no es un
ascua indefinida, es promesa cum¬plida del sentir y del amor de Dios. Tiene un contenido que se
manifiesta en la palabra de Dios. Por eso, es propio del fuego de la existencia cristiana el no ser exaltación
de los sentimien¬tos, sino comprensión que se abre a la palabra de Dios y que desde ella comprende lo
más profundo que Dios quiere para los hombres: el sentido que nos sostiene a todos y nos capacita para
comunicarlo.

El Espíritu Santo es también palabra. Al final de la Sa¬grada Escritura se nos dice algo acerca de su
lenguaje. Allí se dice: «El Espíritu y la Esposa dicen: "Ven"» (Ap 22,17). Esa es su palabra: ¡Ven, Señor Jesús!
Llama a Cristo. Y en eso se conoce al Espíritu Santo, en Que clama a Cristo. Y por eso el Espíritu permanece
como una fuerza de progresión; quiere completar la Encarnación; quiere que la humanidad entera se
convierta en el Cuerpo de Cristo. Quiere que lo que se inició en Nazaret llegue a su plenitud. Por eso el
Espíritu Santo es la verdadera renovación y el verdadero rejuvenecimiento de la Iglesia, porque es El quien
nos conduce hacia el futuro, hacia la venida de Jesucristo. Ciertamente, esta energía rejuvenece- dora es
siempre fidelidad al origen, pues lo que carece de raíces no puede crecer, no puede vivir y, por tanto,
tampoco puede rejuvenecer.

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El Espíritu santo dice: «¡Ven!». Donde El está, es Adviento, hay apertura hacia el futuro, hacia la nueva
Creación. Sólo Él puede renovar la faz de la tierra, en la medida que es llama¬da hacia Cristo. Intentemos
aprender su lenguaje, invocar a Cristo al invocarlo a El. Salgamos al encuentro del verdade¬ro futuro del
mundo, futuro de unión, de reconciliación, de transformación. Acerquémonos a esa fuerza que renueva
la faz de la tierra.

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EN LA MEDIDA QUE NOS ENTREGAMOS, NOS ENCONTRAMOS TAMBIÉN A NOSOTROS MISMOS
Homilía pronunciada en la despedida de sacerdotes y diáconos, 1982

Monición de entrada

¡Queridos compañeros [en el sacerdocio]!

¡Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

De todo corazón os doy a todos aquí la bienvenida en este momento a la Catedral de Frisinga y quiero
pronunciar un cordial «Dios os lo pague» por el hecho de poder vernos aquí reunidos en esta gran
comunidad del presbiterio, del ministe¬rio espiritual, en nuestro obispado, por sentirnos juntos como
Iglesia, y por el hecho de haber llegado hasta aquí, a este mo¬mento, tras todo tipo de sacrificios, con el
fin de dar gracias juntos al Señor por sus misericordias y para invocarlas de nue-vo sobre nosotros.

Nos hemos reunido en torno al altar en el que una vez di¬jimos «adsum»: Estoy dispuesto, Señor, puesto
que tú me has llamado; en torno al altar en el que pusimos nuestras manos en sus manos y nuestro camino
en su camino. Nosotros no sa¬bíamos ni podíamos saber por qué caminos nos llevaría, pero sabíamos que
sus manos son buenas y que podemos confiar en El. En esta hora le decimos de nuevo: Sí, ¡Señor, tómame
como soy!; ¡hazme como tú quieras que sea!

HOMILÍA

¡Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio!

¡Queridos diáconos y colaboradores en la pastoral de los fieles!

¡Queridos aspirantes al sacerdocio!

¡Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

En el marco de mi nuevo ministerio hace poco que me he encontrado con la historia de un sacerdote de
una tierra muy lejana, en la que se me reflejó, de forma conmovedora, la belle¬za y dificultad de nuestra
vocación en esta época. En su época de estudiante y en sus primeros años de sacerdocio fue una persona
entusiasta que, llena de la alegría, había descubierto la Palabra y la llamada de Dios, y se había ido
adentrando en esta Palabra, que en sus conversaciones, conferencias, encuentros y mediante el
testimonio de su propia vida se convirtió en guía y señal para muchos.

Como se le creía muy capaz, se lo enviaba siempre a terre¬nos yermos en los que la siembra de la Palabra
resultaba difícil.

Y como él entonces tenía que experimentar que después de su siembra nadie le preguntaba y que
ésta caía en saco roto, cada vez pesaba más en su corazón la infructuosidad de su labor. Al mismo tiempo
que pasaba por este momento oscuro se pre¬sentaron todas aquellas futilidades que por entonces
atormen¬taban al conjunto de la Iglesia: ¿Sigue siendo necesaria esta tarea? ¿No necesitamos una Iglesia
y un ministerio comple¬tamente distintos? ¿No tendría que ser todo de otra manera?

Y así mismo sintió también el duro peso de la soledad, plan¬teándose la pregunta de si tenía un
sentido el celibato, que él no había asumido en primer lugar, sino en función de la otra llamada.

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Todo se volvió oscuro en torno a él, de modo que abando¬nó. Quería ser finalmente un hombre como
todos los demás; sólo él mismo, libre de la excesiva carga de la Palabra de Dios y de la Iglesia de Dios.
Encontró un empleo lleno de sentido y al mismo tiempo bien retribuido como representante de seguros,
pudiendo continuar así con su capacidad para el diálogo, para el encuentro con las personas. Cuando
ahora iba a las personas con su nuevo cometido y ya no les comunicaba la Palabra de Dios, sino que
intentaba cerrar con ellas una operación, sentía que este intento, en sí mismo sin duda lleno de sentido,
re¬sultaba inferior a lo que había hecho hasta entonces. Y decía: Yo me daba cuenta de que Dios no me
había dado mi don de palabra para inducir a los hombres a hacer negocios, sino para anunciar su Palabra.

Lo que hacía entonces, aunque en sí mismo era algo bue¬no, resultaba, sin embargo, pobre frente al
hecho de dirigirse a la gente para hablarles de lo auténtico, de la cuestión de cómo podemos ser personas
y, como personas, vivir rectamen¬te. Cuán secundaria e insignificante resultaba la seguridad que ahora
ofrecía en comparación con la cuestión de lo auténtico, del fundamento sólido sobre el que podemos vivir
y morir. Así que se buscó otra cosa y se hizo asistente social, pudiendo entonces hablar de nuevo con la
gente acerca de su existencia y aconsejarlos al respecto.

Dicho sea de paso, me parece que es muy indicativo de nuestro tiempo, en el que todo se apoya en la
seguridad téc¬nica y en la certeza científica, el hecho de que el consejo y el asesoramiento hayan
adquirido tanta importancia. En esa búsqueda de consejo y asesoramiento, de la que ha surgido toda una
red de asesorías del más distinto tipo, se pone de ma¬nifiesto, frente a todo el saber acerca de la seguridad
y sus po¬sibilidades, el ámbito de la libertad humana, propio de nuestra autenticidad, que no es
susceptible de cálculo ni de control técnico, y al que sólo se puede ayudar en la forma de la liber¬tad,
conectando con la libertad del otro mediante el consejo, que reclama libertad y con ella se encuentra.

Pero entonces surge la pregunta, ¿qué pasa cuando el mis¬mo consejero sólo aconseja según lo que se
puede hacer a nivel humano? ¿No puede ocurrir que, en el caso de tener que acon¬sejar, en su oscuridad
se traicione a sí mismo? ¿No pudiera suceder que un ciego guiara a otro ciego? ¿No es acaso nues¬tra
sociedad, que imparte consejos cuando ella misma se halla desorientada, precisamente en su búsqueda
del consejo recto y del camino de la libertad, que no es susceptible de cálculo, si¬milar de hecho a aquella
otra sociedad de la que el Señor sintió lástima «porque andaban como ovejas que no tienen pastor»?

Volvamos al sacerdote que trabajaba como asistente so¬cial; él aconsejaba a las personas. Pero se daba
cuenta de que también esta tarea era mucho menos que lo que hacía an¬tes, pues ahora sólo podía
intentar mostrar caminos en una profunda e impenetrable oscuridad con su sentimiento, con su
entendimiento casero, con su experiencia personal, con ciertos datos estadísticos de la psicología y la
sociología. Así descubrió finalmente que él, como el hijo pródigo, tras todas sus idas y venidas, una vez en
calma, de nuevo se encontraba en camino hacia el Señor, de nuevo se había acercado a El y de nuevo lo
había encontrado en la grandeza y excelencia de su ministerio. De nuevo podía decirle: «Adsum», Señor,
es¬toy aquí, acéptame de nuevo, como aceptaste a Pedro, pues¬to que él, en medio de su debilidad,
nunca había dejado de amarte. El había redescubierto lo precioso de un ministerio que ofrece a los
hombres no esto o lo de más allá, sino aque¬llo de lo que pueden vivir, «un ministerio en el que no sólo
podemos ofrecernos a nosotros mismos y nuestra pobreza, sino aquello que sólo el Señor de toda vida
puede dar».

Verdaderamente, como hemos oído antes en la lectura, nosotros podemos conducir a los hombres a
pingües praderas, a las aguas vivas, inagotables, a las aguas de la vida, que sólo Dios conoce y da, a la
verdad de Jesucristo y de su Iglesia.

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Creo que en la historia biográfica que he descrito se refle¬ja algo de la gracia y de los conflictos del camino
que todos nosotros, servidores de Jesucristo, transitamos en este tiempo, aun cuando, gracias a Dios,
externamente, en general, no dis¬curran tan dramáticamente. Tras el entusiasmo de los comien¬zos,
siempre se da aquello con lo que Moisés, en la peregrina¬ción de Israel, tuvo que luchar, el deseo de
regresar a Egipto, la tentación de si no habría sido mejor permanecer en Egipto, la tentación de ser como
cualquiera, de vivir sólo para sí mismo y no tener que marchar siempre de su mano, la tentación de no
tener que estar expuesto al desierto de sus llamadas y a la aparente monotonía de su pan y del agua que
Él da.

Pero, gracias a la misericordia divina, siempre se nos caen las escamas de los ojos, reconociendo que
precisamente en la medida en que nos entregamos a él, resulta que nos en-contramos también a nosotros
mismos. En la medida en que reconocemos su derecho sobre nosotros, en la medida en que reconocemos
el derecho de los hombres a nuestra fidelidad y nos dejamos llevar por él, damos lo auténtico, podemos
conducir a las aguas de la vida, podemos hacer aquello en lo que consiste la más hermosa posibilidad del
hombre: darnos mutuamente aquello de lo que vivimos, el sentido que nos sostiene, la esperanza que
nos mantiene, la certeza con la que verdaderamente podemos vivir y morir. Queridos hermanos, esta
hora de la despedida es y tiene que ser sobre todo una hora de acción de gracias. El ministerio de obispo
hoy se ha¬lla lastrado con múltiples conferencias, reuniones y papeles. Era y sigue siendo hermoso poder
llegar hasta las comuni¬dades, poder tener experiencia de la Iglesia viva y ver cómo también hoy la Iglesia
está ahí, ver cuánta alegría también hoy les proporciona a los hombres, cuánto espacio de vida también
hoy les ofrece.

Ya sé que el obispo sólo vive, por así decir, la cara festiva de la comunidad y que tras los días de fiesta se
encuentran los días laborables mucho más rutinarios y penosos. Se requieren muchas horas
aparentemente infructuosas, muchos días de trabajo duro, así como de sobrecarga con asuntos que
propia¬mente no parecen formar parte de nuestro ministerio. Se re¬quiere mucha preocupación y
esfuerzo para que la comunidad crezca, para organizar sus servicios, para que aprenda a apre¬ciar la
palabra de Dios, para que la comunidad pueda reunirse en armonía. Esto exige paciencia, decepciones y
siempre una renovada disposición de servicio.

Pero, a la inversa, el ambiente del domingo no es sólo un destello, es fruto de esas muchas horas de
esfuerzo. Con las horas de la vida cotidiana, con sus fallos y su aspecto gris, se mantiene viva a la Iglesia,
puede ésta celebrar el domingo y ser domingo para los hombres con el fin de que puedan seguir
esforzándose por avanzar, mantener viva a la Iglesia y ponerse al servicio de Jesucristo y de su Cuerpo
vivo. Por esta gran oca¬sión de estar todos juntos, bendecida en todos sus esfuerzos, quisiera pronunciar
hoy de todo corazón un Dios os lo pague.

Como en nuestra existencia humana las cosas que comen¬zamos nunca están terminadas del todo, resulta
que el hecho humano de dar las gracias lleva siempre implícita la forma de un ruego. Al agradecer este
servicio de unión comunitaria en el mensaje de Jesucristo, que tan consolador resulta y con tanta fuerza
se pone de manifiesto en nuestra convivencia co¬munitaria, quisiera, por encima de todo, haceros un
ruego: ¡que nos mantengamos unidos, que permanezcamos juntos! El sacerdocio es un ministerio que
sólo se puede desempeñar en la forma del «nosotros». Por eso la divisa elegida por mí es «Cooperatores
Veritatis», en la cual va implícito ese nosotros de nuestro ministerio. Sólo en la medida en que somos
herma¬nos de Jesucristo, sólo en la medida en que ingresamos en la gran comunidad de los llamados y

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que somos el nosotros del presbiterio de una diócesis, podemos desempeñar individual¬mente el
ministerio en toda su integridad y para la totalidad.

¡Mantengámonos unidos! Es algo que os pido de todo corazón. Mantengámonos unidos en los
arciprestazgos. Ten¬gamos una mirada los unos para los otros, cuando alguno se sienta cansado.
Acudamos los unos a los otros, hablemos los unos con los otros. Apoyémonos. Ayudémonos
recípro¬camente. Intercambiemos nuestros cansinas y hagamos más fácil nuestro ministerio, dándonos
mutuamente lo que po¬demos dar. ¡Permanezcamos unidos y no permitamos que nos dividan en bandos!

Es bueno y está bien que haya distintos carismas y, por tanto, también distintos modos de concebir el
ministerio. Eso es algo que la Iglesia necesita, pues hay diversidad de perso¬nas. Pero no nos dejemos
dividir por eso. Permanezcamos uni¬dos, no rompamos la confianza fundamental que nos une, en el
sentido de que vivimos de una fe común, de una misión común; en el sentido de que, a pesar de todas
nuestras dife¬rencias, pensamos y actuamos en función de un fundamento común y por razón de él; y
precisamente por eso, en primer lugar, nos pertenecemos recíprocamente y sólo así podemos fructificar
recíprocamente unidos. ¡Permanezcamos unidos! Mantengámonos juntos, podemos hacerlo, a pesar de
nuestras diferencias, en la medida en que permanezcamos en lo que verdaderamente es nuestro
fundamento común, mientras per-manezcamos junto a nuestro Señor, mientras permanezcamos junto a
Jesucristo. ¡Amémoslo, acudamos una y otra vez a él!

El rezo del breviario, la oración personal, la contempla¬ción penetrando en su Palabra, todo eso no son
costumbres meramente externas y accidentales, que han ido surgiendo en el curso de la historia; son las
referencias que nos orientan hacia lo definitivo. Sólo si tenemos bien arraigado el funda¬mento de nuestra
común pertenencia podemos soportar toda clase de diferencias, pues, más allá de las mismas, lo que nos
es propio nunca se halla en cuestión, debido a que todos no-sotros estamos con él; estamos en la barca
de Jesucristo. ¡Per¬manezcamos unidos al Señor! ¡No dejemos que se rompa la profunda relación interior
con él! ¡Vivámosla para que pueda servirnos de apoyo! ¡Y permanezcamos unidos también en el sentido
de que no intentemos separar a Cristo y a su Iglesia! ¡No nos inventemos un Jesús propio que sería mejor
que el real, el que nos sale al encuentro en su cuerpo, la Iglesia! ¡No nos inventemos un Evangelio mejor
para contraponerlo a las miserias y fallos de la Iglesia! ¡Creamos que Cristo quiso vivir en un cuerpo y que
ese cuerpo es humano! ¡Creamos que él está sólo en el nosotros de la comunidad, guiada por él a tra¬vés
de tantos trabajos a lo largo de la historia!; ¡y que sólo en este nosotros de la comunidad de fe de la Iglesia
disponemos verdaderamente de su palabra, pudiendo así descubrirla tam¬bién personalmente, cada vez
con mayor profundidad, en su inagotable riqueza y en toda su grandeza!

Permanezcamos unidos en la Iglesia concreta, en la Iglesia con su obispo, con la comunidad de obispos,
con el Papa, y vivamos en ella el único Evangelio del Señor, que es la fuerza de todos nosotros. Cualquier
otro intento sólo podría traer nuevas escisiones. ¡Agradezcamos al Señor que nos siga llevan¬do hacia la
unidad y busquémosla nosotros, una y otra vez, con la humildad y paciencia renovadas!

La mies es mucha, dice el Señor en el Evangelio de hoy. Todavía me parece oír cómo el Santo Padre
profería bien alto esta palabra ante la multitud reunida en la explanada Theresien- wiese, dirigida sobre
todo al gran número de jóvenes, que allí estaban, y con qué profundidad explicó esta palabra de la mies,
que Dios ha plantado en los hombres y que sólo en ellos puede crecer y madurar bajo el sol de la verdad
divina y de su amor.

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La mies es mucha, hoy precisamente lo es. Uno puede quedar sorprendido cuando, dialogando con la
gente joven, percibe cómo preguntan por una vida mejor, por una alter¬nativa, por un sentido que les
dote de un verdadero soporte; cuando reconoce qué mies se presenta precisamente hoy en estas
preguntas y búsquedas, a la espera de operarios, y cuan¬do ve luego qué tipo de pájaros caen también
sobre esa mies, intentando recolectarla para sí. Y podemos agradecer al Señor, que nos ha llamado, en el
límite de nuestras capacidades, que siempre podemos y debemos asumir humildemente de nuevo, para
servir en esta mies.

«La mies es mucha, mas los operarios pocos. Rogad al se¬ñor de la mies que envíe operarios a su mies».
Este es también mi último gran ruego a todos nosotros que, en nombre del Señor, hagamos llegar hasta
él, una y otra vez, en voz alta esta oración como común deseo nuestro, que incesantemente le pidamos,
como él nos ha enseñado. Semejante oración no de¬jará de ser escuchada. Si la tendencia estadística de
los últimos quince años hubiese discurrido como se había calculado, sólo habrían ingresado en 1981 en
los Seminarios de toda Alema¬nia 130 estudiantes de Teología, pero fueron 542. No hay que contar
demasiado con los números, pero esto pone de mani¬fiesto que no hay leyes irreversibles, que existe la
novedad, que existe el nuevo comienzo que la estadística no había calculado, porque no puede calcular
la libertad. Y hay algunas diócesis en Alemania que hoy dicen agradecidas: ya no tenemos carencia de
principiantes.

La recuperación ha comenzado de nuevo. Esto significa que podemos rezar, que debemos rezar y que
podemos con¬fiar. ¡Hagámoslo de todo corazón! Hagámoslo con la mirada puesta en el Señor. Pero
hagámoslo también mirándonos los unos a los otros. ¡Hagámoslo no sólo con palabras, sino con todo
nuestro ser! ¡Invitemos a la gente, a los jóvenes, a aceptar el desafío de la palabra y asumir este ministerio
que es grande por ser difícil y, por tanto, hermoso!

Sabemos que la diferencia generacional tampoco puede ser un obstáculo y que muchos de nosotros
encontramos el camino a través de un sacerdote de más edad que la nuestra, en el que apreciamos una
existencia vivida en plenitud, digna de crédito y sazonada de bondad. Atrevámonos a hablarles, a invitarlos
con nuestra palabra, con nuestro mensaje, con nues¬tro modo de ser, sin menoscabo de su libertad.
¡Hagámoslo confiando plenamente en que el Señor aguarda nuestro ruego para poder actuar por
nosotros!

¡Y agradezcámosle una vez más al Señor que nos haya lla¬mado y nos haga dignos de servirlo en su
presencia! Señor hemos puesto nuestras manos sobre las tuyas. ¡Guíanos como tú quieras! ¡Llama a
hombres a tu servicio, que tu mies crezca en este tiempo nuestro!

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POR UN CRISTIANISMO ATRACTIVO
Homilía en la fiesta principal de la Hermandad sacerdotal de San Salvador, Straubing 1998

Evangelio: Le 14,1.7-14

¡Queridas hermanas y hermanos en el Señor!

San Pablo en su Carta a los Romanos dice: Nosotros no sabemos por qué debemos rezar, el mismo Espíritu
Santo tie¬ne que decírnoslo (cf. Rom 8,26). Creo que esta es una ex¬periencia que todos hemos tenido.
Queremos rezar. Pero las grandes palabras de la Iglesia se hallan demasiado alejadas de nuestra vida como
para que simplemente pudieran convertirse en nuestras palabras. Y nosotros mismos vivimos tan
aleja¬dos de Dios en los asuntos de nuestra vida cotidiana que el intento de hablar con él se agota
enseguida. El Espíritu tiene que inspirarnos la palabra correcta. Nosotros le hemos pedi¬do precisamente
que se digne concedernos su inspiración, que abra nuestra boca enmudecida. Toda oración comienza así:
en primer lugar, nosotros le pedimos a Dios mismo que se digne venir y elevarnos de algún modo hacia
él, que se digne concedernos su inspiración para entenderlo, para aprender a dirigirnos a él.

Aprender a orar quiere decir ir a la escuela del Espíritu Santo. Él nos enseña a orar de muchas maneras;
siempre de nuevo, por ejemplo, a través de acontecimientos de nuestra vida. A veces es una necesidad,
una aflicción lo que hace que clamemos a él, porque necesitamos una ayuda que está más allá de lo que
pueden hacer los hombres. O se trata también de una alegría que nos lleva a que tengamos que decir una
palabra de gratitud, que va mucho más allá de cualquier agra¬decimiento humano, hacia la eternidad. El
nos enseña a rezar mediante nuestra propia vida, si estamos lo suficientemente alerta como para percibir
esos impulsos callados, que a ve¬ces también pueden ser muy fuertes. El nos enseña también a rezar
cuando hacemos uso de la Sagrada Escritura; él nos enseña a orar sobre todo a través de la liturgia, que
es la gran escuela en la que al Espíritu Santo le gustaría introducirnos en la oración.

Así pues, intentemos nosotros entrar en esa escuela con dos frases de la liturgia del día de hoy. La primera
gran súplica propiamente dicha que acabamos de oír en la oración de la Iglesia (del domingo 22 del tiempo
ordinario) y que hemos presentado ante Dios dice así: «Insere pectoribus nostris amo- rem tui nominis».
«Siembra en nuestros corazones el amor a tu nombre». A los enamorados les gusta pronunciar en silencio
el nombre de la persona amada, que para ellos es algo más que una palabra. En ese nombre sigue presente
una porción de aquélla, en ese nombre la acarician. Cuando en su ausencia pronuncian su nombre, dirigen
su vida hacia ella y se sienten en comunidad con ella. La liturgia pretende claramente que algo así suceda
entre Dios y nosotros; que nos resulte querido y que al invocar su nombre lo rocemos y que accedamos a
su presencia. Pero lo que nos resulta fácil con las personas que están cerca y dentro de nosotros, ¿sucede
propiamente con Dios?

Cuando se trata de su nombre pensamos fácilmente y en primer lugar en el gran relato de la zarza
ardiente, desde la que Dios habla a Moisés mandándole ir ante el Faraón y ante su pueblo. Moisés se
resiste, debido a la magnitud de la misión y, en un mundo que está lleno de dioses, dice: ¿Cómo voy a
hablar de ti, quién eres en realidad tú? ¿Tienes un nombre para que yo pueda decir es éste o aquél quien
me envía? Y

Dios accede a su ruego diciendo: «Yo soy el que soy. Ese es mi nombre».

El nombre es un misterio. Y, sin embargo, es un nombre; pues eso significa que Dios permite que uno se
pueda dirigir a él, que podamos invocarlo con esa palabra, que se ka acercado hasta nosotros a la distancia

30
de una voz, que ya no está lejos ni inaccesible más allá de las nubes, como para que andemos
pre¬guntando: ¿Existe propiamente o no existe? Se halla inscrito, por así decir, en la guía del mundo, tiene
también un nombre que es como una especie de número de teléfono. Podemos di¬rigirnos a él y sabemos
que él nos escucha. El tiene un «nom¬bre». Ciertamente, lo que al principio aconteció en el Sinaí nos
aparece oscuro y distante. La auténtica y definitiva zarza ardiente está en Belén y en el Gólgota. Pero
ahora ya no es una palabra llena de misterio lo que Dios nos proporciona para que podamos dirijamos a
El; ahora se ha hecho uno de nosotros, se ha encarnado, junto a nosotros forma parte de la historia de
este mundo, y sigue siendo uno de nosotros. Él mismo, el Dios que se ha hecho hombre es la posibilidad
de invocar a Dios, su denominación, su nombre vivo y su nombre humano. Jesús, es, pues, mucho más
que una mera palabra. En ese nombre palpamos la realidad de que ahora Dios está realmente ahí, de que
se puede conversar con él, que es uno de nosotros. El nom¬bre Jesús ha completado el nombre «Yo soy
el que soy, Yahvé». Jesús es una prolongación de este nombre y significa ahora no simplemente «Yo soy»,
sino «Yo soy el que te salva».

Los latinos tradujeron esto con la palabra «Salvator» que significa lo mismo que Jesús y los alemanes lo
han traducido como «Heiland», el que me salva, aquel a quien yo puedo acu¬dir. Si dejáramos que esta
constelación de relaciones atravesara nuestra alma, entonces podríamos comenzar en verdad a en¬trar
en diálogo con Dios y decir más o menos algo como esto:

Tú, pues, te dejas tratar por nosotros, tú no eres simple¬mente la fría geometría del universo. Tú estás
ahí, me conoces.

No es verdad que tengamos que suponer que Dios sea tan grande, que nosotros pobres criaturas de este
planeta minús¬culo no le interesemos porque él tiene otras cosas que hacer. No. Precisamente porque él
es grande tiene corazón y espacio para cada uno. Dios, tú permites que nos dirijamos a ti. Tú te preocupas
por mí, también por mí, precisamente cuando me va mal y también cuando estoy contento. Siempre te
preocu¬pas por mí. En el evangelio de hoy nos dices has bajado hasta el último puesto.

Así es como el nombre de Jesús lleva a hablar con Dios, lleva a la oración de la Hermandad sacerdotal de
San Salva¬dor, que desde hace ahora 800 años es una comunidad de oración de sacerdotes y laicos. Esa
es la oración que proce¬de precisamente de este nombre para llevar a los hombres al diálogo con el
Redentor, con el Salvador. Y esta palabra «Heiland» (Salvador), como traducción del nombre de Jesús, se
ha convertido en una palabra de amor, en una palabra del corazón. Ciertamente las palabras de amor
exigen discreción. No se las puede exponer a la plaza pública; cuando se hace esto pierden su valor y
resultan cursis. Y desgraciadamente esto es lo que ha sucedido en el último siglo, que se ha proclamado
en exceso este sentimiento cuando no existía, de forma que apenas podemos emplear ahora en Alemania
la palabra «Hei¬land» (Salvador) porque nos parece de mal gusto. Pero hoy nos encontramos con el riesgo
opuesto.

Nos gustaría practicar el cristianismo sólo con la cabeza. Pero un cristianismo que sólo consiste en
discusión, organi¬zación y algo de moral no nos resulta atractivo, es algo con lo que no podemos
encariñarnos, no es alegría ni energía para nuestra vida. Para que la fe nos resulte atractiva y no sea una
carga para nosotros tiene que tocar el corazón, tenemos que encariñarnos con Dios. Y por eso, en este
día de la Herman¬dad del Salvador, vamos a invocar al Señor Jesús por su nom¬bre y vamos a pedirle que
de nuevo nos encariñemos de este nombre; que de nuevo, al usar este nombre, nos volvamos a sentir
cerca de él y redunde en alegría para nuestro corazón, la alegría de sentirse querido, de no sentirse solo
y que también perdure en nosotros y nos guíe en las horas de oscuridad y de tristeza.

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En la oración colecta del día siguen dos ruegos más, de los cuales me gustaría comentar todavía muy
brevemente sólo el primero: «Unenos cada vez más a ti», reza en español; li-teralmente en latín se habla
de «religionis augmentum»; un ruego de que la religión aumente y crezca. Y nosotros sabemos que hay
motivos de sobra para ese ruego. Pues, aun cuando la superstición y los sucedáneos de la religión gozan
de un amplio mercado, la religión está en retroceso. Lo vemos en las iglesias que se van quedando vacías
—hoy no es el caso gracias a Dios—, en conventos en extinción, en parroquias que no pueden cubrirse
porque ya no hay sacerdotes, en la ausencia de Dios en el ámbito público.

El intento de desterrar el crucifijo sólo ha sido un síntoma de que Dios debe desaparecer de la vida pública.
Pero aún hay otros síntomas: por ejemplo, el tono con que en público se habla de Dios y de la religión,
como haciendo una concesión en el mejor de los casos, con altanería y sorna; como si fuera necesario
poner de manifiesto que uno se halla por encima de eso, que uno es más ilustrado y no se interesa ya por
estas cosas. Pero para los hombres esta supresión de la religión no supone un progreso. Al contrario, el
humanitarismo se está perdiendo cada vez más. En Albania, en Rusia, en los países en que durante
decenios fue pisoteada la religión vemos que también el hombre fue pisoteado. Vemos que se destruyó
el humanitarismo, que se instalaron la carencia de sentimientos y la brutalidad.

Los Padres de la Iglesia dijeron una vez que la insensibi¬lidad era el pecado propio de los paganos y su
signo de dis¬tinción. ¿No estamos nosotros en peligro de incurrir en esa insensibilidad, en esa falta de
corazón? La religión se halla en retroceso y si recapacitamos y somos realistas tenemos que ad¬mitir que
hay motivos para pedir que crezca, que se reconozca de nuevo su importancia, que de nuevo sea normal
el respeto en lugar de la sorna ante lo sagrado, ante aquello que es sagra¬do para el hombre; que se
reconozca de nuevo la importancia de Dios y que volvamos a ser conscientes de que allí donde se excluye
a Dios el hombre sufre.

En el misal alemán, como ya he dicho, el ruego por el incremento de la religión figura así: «Únenos cada
vez más a ti». Esta es una traducción libre, pero en lo esencial totalmen¬te correcta, pues religión,
«religio», significa restauración del vínculo con el origen, con el Dios vivo. Claro que hoy no nos gusta ya
oír la palabra vínculo, porque preferimos la libertad. Pero resulta precisamente que la persona que no
está ligada a nadie degenera y su vida se vuelve vacía. El hombre vive de las relaciones en que se halla y
que le proporcionan valor y dig¬nidad. El dicho «Dime con quién andas y te diré quién eres» se cumple en
realidad. Quien tiene relaciones equivocadas o ni siquiera las tiene, degenera. Quien nunca pudo dirigirse
cariñosamente a su madre, quien nunca ha experimentado el amor de una madre, quien no tuvo ocasión
de dirigirse con¬fiadamente a un padre, ese lleva dentro de sí una herida que le resulta un lastre a lo largo
de toda su vida. Y quien nunca ha tenido experiencia de la bondad de Dios ese se halla herido en lo más
profundo, pues le falta la relación sobre la que se ordenan todas las demás. Sin el vínculo con Dios somos
como satélites que han perdido su órbita y que, perdida la referen¬cia, se precipitan a continuación en el
vacío, destruyéndose no sólo a sí mismos, sino constituyendo también una amenaza para otros.

«Únenos cada vez más a ti»: Esta es una oración al Espíritu Santo y por el Espíritu Santo. Pues él es quien
une al hombre con Dios; a través de él Dios penetra en el hombre y lo aca¬ricia. Él es quien nos une a unos
con otros, él es la atmósfera viva de Dios, que nos conduce hasta él. Él es el único que puede mostrarnos
la estrella directriz de nuestra vida. Y por eso, este ruego, que es una oración al Espíritu Santo, debería ser
el ruego de este año consagrado al Espíritu Santo: «Une- nos a Ti», tócanos por dentro para que sintamos
que existes. Danos sentido y gusto para el Bien, para la Verdad, para Ti, para el Dios vivo. Concédenos

32
experimentar la fuerza de tu presencia en nuestro corazón, concédenos gozar de nuestra fe. Muéstrame
la estrella directriz de mi vida a fin de caminar con rectitud.

Finalmente repasemos una vez más el Evangelio, este Evan¬gelio que habla del último puesto. Parece a
primera vista una pequeña regla de prudencia. «¡Cuidado, no en el primer pues¬to!», o incluso como
expresión de una falsa humildad. Pero ese no es en absoluto el sentido del texto, pues se trata de una
pa¬rábola. Y como todas las parábolas de Jesús, forma parte de una autobiografía encubierta de Jesús
mismo, en la que él muestra su camino, su intimidad. Él es el primero, el creador, el origen de todas las
cosas, el Señor. Pero él ha descendido, ha descen¬dido hasta nosotros, ha descendido hasta el último
puesto. Ha descendido hasta la noche del sufrimiento, del abandono, de la burla, de la muerte. Ha ido
hasta el último puesto del mundo.

¿Por qué realmente? Porque es ahí donde más se le nece¬sitaba, porque ahí es donde están los hombres
que carecen de amor, los que claman por el Salvador, por quien los sane. Él ha bajado también por
nosotros, que no estamos en el último puesto, ha bajado para curar nuestra soberbia, pues la sober¬bia
es la enfermedad propia del ser humano. Ese fue el peca¬do de Adán, no quería tener necesidad de ningún
Dios, sino que él mismo quiso ser Dios, quiso equipararse a Dios. Y esta es también la tentación de nuestro
tiempo, que querríamos equipararnos a Dios, que no querríamos tener ya necesidad de ningún Dios.
Nosotros nos valemos ya por nosotros mismos.

Pero al pensar y vivir así, al dejarlo fuera a Él, al pensar que no lo necesitamos, nos estamos colocando en
el puesto equivocado, es decir, en el puesto de la mentira. En realidad tenemos necesidad de Él, no
podemos existir sin Él. Y preci¬samente en eso consiste la grandeza del hombre, en que sólo Dios puede
satisfacerlo. Él ha ven ido como Salvador para salvarnos. Cuando empecemos a comprender esto,
entonces empezaremos a encariñarnos con Él, entonces empezaremos a amar su nombre, entonces nos
convertiremos en personas de oración, entonces actuará en nosotros el Espíritu Santo y viviremos
rectamente.

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PARA ORDENACIONES SACERDOTALES

ACTUAR «IN PERSONA CHRISTI». SOBRE EL TRIPLE MINISTERIO DEL SACERDOTE


Frisinga 1977

¡Queridos candidatos a la ordenación!

¡Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio!

¡Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

El día de la ordenación sacerdotal es el día de la cosecha en una diócesis, uno de los momentos
culminantes en la vida de la misma. Pues en ese día se pone de manifiesto cómo de viva está la fe en una
Iglesia local, cuánto motivo para la es¬peranza puede proporcionar a los jóvenes la fuerza y la alegría de
entregarse al servicio del Señor sabiendo que la fe común de la Iglesia les servirá de apoyo. Al mismo
tiempo es un día que resulta decisivo para la vida y el crecimiento o la extinción de una diócesis. Pues allí
donde la Eucaristía dejase de ser el centro vivo de una Iglesia local, tendría que ir agostándose lentamente
todo los demás.

Y no se trata de que, como a veces tendemos a opinar, haya una especie de competencia entre el
ministerio sacerdotal y los nuevos ministerios de los laicos, a los que estamos agradeci-dos. Sino que
siempre sigue teniendo validez el dicho de san Pablo: Si padece un miembro, todo el cuerpo padece; y si
uno se alegra, aprovecha al conjunto (cf. 1 Cor 12,26). Sólo ambos unidos pueden crecer y permanecer
vivos. Si la Iglesia deja de recibir del altar su fuerza vital, entonces pierde también la Pa¬labra de Dios, y
el anuncio de la Palabra pierde el fundamento en el que tiene su raigambre y descarrila en teoría y
academi¬cismo que no puede proporcionar ninguna fuerza.

Si el sentimiento de contrición no puede llevarse a cumpli¬miento gracias a las autorizadas palabras de la


absolución que se pronuncian en el nombre del Señor, gracias a la fuerza de un sacramento, entonces se
pierde también ese sentimiento en algo que nada dice, en algo carente de sentido. Si los jóvenes dejan de
acceder al ministerio del Señor, entonces cada vez se¬rán menos los jóvenes a los que alcance la fuerza
de su Palabra y de sus signos. Entonces la carga que recae sobre nuestros sa¬cerdotes será cada vez más
pesada, de modo que cada vez irra¬diarán menos en la molienda de la vida cotidiana la fuerza del
Evangelio, cada vez podrán proyectar menos su alegre energía luminosa en el tiempo, y entonces tendrá
que iniciarse un cír¬culo negativo de extinción, cuyo final no es difícil de imaginar.

Así pues, este es un momento para la reflexión, para la exigencia inherente a la fe, la esperanza y la caridad
de todos nosotros. Pero, al mismo tiempo, sigue siendo, y debe seguir siendo, un momento de acción de
gracias porque el Señor ha querido llamar a cuatro jóvenes, porque ellos han encontrado el camino hasta
el altar, porque, como Pedro, se han atrevido a bajar de la barca de la vida cotidiana de este mundo para
ir sobre las aguas del lago al encuentro del Señor, confiando en el sólido apoyo de sus manos.

Y ahora me dirijo a vosotros, queridos candidatos a la or¬denación. Quisiera sólo, tal como lo prevé el
pontifical roma¬no, evocar muy brevemente en vuestro corazón y en vuestra memoria lo que en estos
años y también en estos días de los Ejercicios habéis meditado. Sabéis que el concilio Vaticano II, con el
fin de dejar claro el sentido uno y pleno del sacerdocio, lo expone en la triple figura del ministerio de la
palabra, de los sacramentos y de los rectores del Pueblo de Dios (cf. PO 4-11).

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Tenemos el ministerio de Lapalabra, o mejor llamémoslo de la evangelización. En estos años de estudio
habéis meditado, vivido y en algunos pasajes también sufrido la Palabra de Dios, para poder ahora
vosotros transmitirla. Y yo os pido: Perma¬neced en ello, en meditar y vivir esta Palabra. Pues sólo en la
medida en que esté viva en vosotros, en que vosotros viváis en ella, podréis transmitirla y hacer que dé
fruto. Y querría leeros en este momento las palabras que dice el pontifical a este res¬pecto: «Convierte
en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado».

Luego tenemos el ministerio de los sacramentos, el ministerio sacerdotal en sentido estricto, el ministerio
de los signos sagra¬dos, de los siete sacramentos, con su centro en la celebración de la Eucaristía. Ningún
hombre podría por sí mismo pro¬nunciar las palabras que sólo en boca de Jesucristo son verdad: «Esto es
mi cuerpo»; «Esta es mi sangre». Sólo en su poder, sólo sostenido por la capacitación que sólo él mismo
puede dar, puede un hombre pronunciar esas palabras de salvación y de consagración de las que el mundo
está tan necesitado. El lenguaje de la tradición dice acerca de esto que el sacer¬dote las pronuncia «in
persona Christi», «haciendo las veces de Jesucristo». Pero vosotros sabéis que este papel, que podría
abrasarnos si en nuestro interior no estamos en consonancia con él, sólo lo podemos representar si
internamente entramos en él, si representamos al Señor no sólo externamente con la palabra y el gesto,
sino desde dentro, identificándonos con Él.

Y finalmente está el ministerio de rector del pueblo de Dios, que ha adquirido su forma completamente
nueva y transformada en Jesús, el único verdadero pastor, que se ha presentado como cordero. Él ha
ocultado el incontestable poder y la incontestable exigencia de su verdad y de su pa¬labra, haciéndose
cercano a nosotros mediante la igualmente incontestable fuerza de su amor. Que él se digne concederos
que podáis llegar a ser pastores de este estilo, poniéndoos a disposición de la incontestable exigencia de
su palabra y ha¬ciéndole vivo en este mundo, en la medida en que nosotros lo cubramos con la fuerza de
nuestro amor humilde, que se une y se somete al amor del Señor. Sólo así se constituye la verdadera
autoridad, que no es tiranía ni tampoco arbitrariedad, sino la presencia de la verdad en el mundo, que al
mismo tiempo es inseparable de la caridad. Que nuestro Señor, el «pastor de nuestras almas» (cf. 1 Pe
2,25), os conceda que vosotros mis¬mos, día tras día encontréis el camino que vosotros, a su vez, debéis
mostrar a los vuestros y que, de ese modo, pastor y rebaño unidos alcancéis la vida eterna, Cristo, nuestro
Señor.

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GESTOS DE LA ORDENACIÓN SACERDOTAL. LA IMPOSICIÓN DE MANOS Y LA UNCIÓN DE LAS MANOS
Homilía en la ordenación de cinco sacerdotes de la Compañía de Jesús en Múnich, 1977

Lectura: 2 Re 5,14-17

¡Queridos hermanos y hermanas!

¡Queridos candidatos al sacerdocio!

La ordenación sacerdotal no es sólo una fiesta para unos pocos elegidos, sino una fiesta de toda la Iglesia,
de todo el pueblo de Dios. Pues todos nosotros vivimos no sólo corporal- mente unos de otros, sino
también espiritual y anímicamente. La Iglesia, nuestra existencia cristiana en cada individuo, no podría
subsistir si no se celebrase la Eucaristía, si no se ad¬ministraran los sacramentos, si no se anunciase la
Palabra de Dios, en una palabra, si no hubiese hombres que se pusiesen totalmente al servicio de
Jesucristo y de su Evangelio. Pero también ocurre a la inversa: el sacerdote no podría hacer frente a su
ministerio, no podría encontrar el valor siempre renova-do para ser mensajero del Señor y de su misión,
ante la que siempre se queda uno demasiado corto, si no estuviera ahí el ámbito de la fe en el que puede
percibir la llamada; el espacio de la oración, que lo sostiene y fortalece; si no estuviera ahí el espacio de
la esperanza y de la caridad, que le responde y guía, una y otra vez, en medio del desaliento y de las
traiciones.

El Concilio Vaticano II, con toda razón, ha hablado mu¬cho del sacerdocio común de todos los cristianos.
Pero eso no significa precisamente, como a veces se ha malentendido, que todos puedan hacerlo todo y
que todos estén destinados a lo mismo; sino que significa que cada uno de nosotros tiene que seguir su
vocación, que todos nosotros estamos destinados unos para otros, y que, como ninguno puede hacerlo
todo, sólo todos en unión, como único Cuerpo de Cristo, podemos, con su gracia, cumplir de nuevo en
cada época la totalidad de su misión.

En la liturgia de la ordenación sacerdotal se expresa esta participación en el sacerdocio común mediante


la letanía de los santos. Todos nosotros rezamos, todos nosotros implora¬mos la misericordia de Dios,
todos nosotros cubrimos a estos jóvenes con el manto de la oración. Invocamos a los santos para que,
cual muro viviente, protejan su vocación, y para que, al mismo tiempo sean una puerta viva que les abra
el camino hasta el corazón de los hombres y hasta el corazón de Dios. Nosotros invocamos a estos santos,
pero también es asunto nuestro situarnos junto a ellos y debajo de ellos para ser ese muro y esa puerta.
Y de esa forma la letanía de los santos podrá ser para todos un examen de conciencia de si también
nosotros hacemos lo suficiente en este sentido.

Hay un viejo dicho que reza así «Oírme malum a clero» —todo mal procede del clero—, y el teólogo
francés Louis Bouyer ha escrito hace poco en un libro un tanto amargo que hoy no hay ninguna crisis de
la Iglesia, sino únicamente una crisis de los sacerdotes y de las monjas que se han can¬sado de su vocación
y que ahora, debido a ese cansancio de su corazón, deseaban volverse atrás, ser como los demás, que
tienen el deseo de una vida normal. En esto hay algo de verdad, pero resulta demasiado simple. Pues el
sacerdote no subsiste por sí mismo, sino que en torno a él la fe de la Iglesia le sirve de soporte, lo llama y
lo solicita, le abre puertas y es su muro defensivo. Cuando hoy nos quejamos tanto de crisis, es necesario
que todos nosotros, cada uno en particular, nos preguntemos en este momento si somos
sufi¬cientemente conscientes, si sabíamos que todos tenemos que apoyarnos unos a otros, que tenemos
que tratar siempre de¬tener en cuenta que también hay que proporcionar el ánimo de la fe y no sólo estar

36
dispuestos a recibirlo; que tenemos que tener abiertas las puertas de nuestro corazón y disponer los
caminos para que quien corre el riesgo de cansarse vea claramente cuánto deseo, cuánta demanda hay
del mensaje de Cristo también en este mundo de hoy. Y ahora me dirijo a vosotros, queridos jóvenes
amigos. Vosotros sabéis que en es¬tos últimos años se ha escrito incalculablemente mucho sobre el
sacerdocio, bueno y malo, provechoso e inútil. La liturgia de la Iglesia dice lo que es propiamente el
sacerdocio, sobre todo mediante gestos, haciéndonos así conscientes de que en él hay algo inalcanzable
que nuestras palabras nunca pueden agotar. Nos hace tomar conciencia de que la esencia del ministerio
sacerdotal no se puede captar con un entendimiento aislado, sino sólo con el entendimiento y el corazón,
con el espíritu y los sentidos. ¡También con los sentidos!

En la liturgia de la Iglesia el cuerpo participa en la oración. Habíamos olvidado en cierto modo que rezar
no es simple¬mente cosa del corazón, sino que exige la participación del hombre entero e indivisible, que
el cuerpo, también en sus gestos y ademanes, tiene que estar orientado hacia el Señor, tiene que ser
expresión de nuestra entrega al Señor. El cuerpo expresa lo que procede del corazón. Pero, a la inversa,
también la expresión que osamos practicar nos marca en nuestro inte-rior. Por eso no resulta extraño que
finalmente, en el centro de la liturgia de la ordenación sacerdotal, enmudezcan las pala¬bras y hablen los
gestos.

Querría, sólo muy brevemente, traer a nuestro recuerdo los dos gestos centrales de la ordenación
sacerdotal en los que siempre se ve más de lo que nosotros podemos decir: la imposición de manos y la
unción de las manos. Ambos se hallan en relación con dos miembros principales del ser hu¬mano, la
cabeza y las manos. En primer lugar, la imposición de manos con la que el obispo y luego todo el
presbiterio cubren la cabeza del ordenando. La cabeza del hombre, es, por un lado, el lugar en que está,
por así decir, la centralita de sus pensamientos, donde más a menudo y de un modo más inexplicable
interactúan el espíritu y el cuerpo. Y preci¬samente en este lugar, en el que, por así decir, el hombre se
encuentra más recogido en sí mismo, en el que tiene lugar la íntima actividad de su espíritu, resulta estar
al mismo tiem¬po la mayor apertura, los ojos, los oídos, la boca, resulta el hombre asumir el mundo en
su interior y, a través de la pa¬labra y de la mirada, proyectarse a sí mismo hacia el mundo. Esta cabeza,
con sus sentidos, con la recíproca implicación de sentido y espíritu, es el objeto de la imposición de manos.
El gesto es en primer lugar el de una toma de posesión. Aquello debe pertenecer al Señor. El sentir, el oír,
el ver, el hablar es algo que debe estar a disposición del Señor. Es un gesto de protección, como un tejado
de oración que se coloca por en¬cima de vosotros. Y un gesto de apertura, como una especie de antena,
que se orienta hacia el espíritu de Dios, que pe¬netra el tejado de la oración. Agustín ha dicho que
mediante la oración de la Iglesia se imparten los sacramentos, que esta oración de la Iglesia es el espacio
a través del cual penetra el Señor hasta nosotros.

Luego está la unción de las manos. Los antropólogos nos han hecho conscientes de hasta qué punto las
manos del hom¬bre expresan su humanidad. Para los animales más cercana¬mente emparentados con el
hombre son instrumento para agarrar y golpear. En comparación, entre los humanos son increíblemente
débiles, el hombre solamente puede vencer a una minoría de animales con la fuerza de sus manos. Y,
simul¬táneamente, se han vuelto incalculablemente fuertes. Con el trabajo de sus manos el hombre ha
cambiado el mundo, con la actividad artística de sus manos ha grabado en la piedra los rasgos del espíritu.
Sus manos serán ungidas, consagradas al ungido Jesucristo. Deben ser a la vez las manos que Jesu¬cristo
tiene en este mundo. De instrumentos para agarrar y golpear, con los cuales nos queremos apropiar del
mundo y ejercer nuestro poder sobre él, deben convertirse en manos de oración, manos que bendicen. Y
así se expresa en este signo de la unión de las manos todo lo que propiamente significa el sacerdocio:

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deben llevar el cuerpo del Señor, anunciar la absolución, conducir a los hombres a la adoración y ser ellas
mismas orantes, y ellas deben bendecir.

Acabamos de oír la lectura de Naamán, el sirio, que fue curado de su lepra en el Jordán. Lo que ahí hemos
escuchado está en una profunda relación subterránea con lo que aquí ahora tiene lugar, casi cada aspecto
de esta historia parece como una sombra del misterio de Jesucristo. Hay un aspec¬to de esta historia que
aprecio mucho, sobre el que he leído mucho, que a primera vista parece una nimiedad. Se narra que
Naamán, el sanado, quiere dar gracias. Y lo quiere hacer, como le corresponde a su papel, primero con
dinero. Pero debe reconocer que aquí no alcanza, que aquí entra en juego otra dimensión, ante la cual, el
dinero, por mucho que sea, siempre será insuficiente. Debe reconocer que aquí no basta una
compensación, sino solamente él mismo. Así, a partir de este momento, quiere ser servidor del Dios vivo,
realizar la verdad, en tanto que se hace adorador, alguien que se siente agraciado y, por eso, transforma
el mundo y se transforma a sí mismo. Como signo de que en adelante pertenece a Dios, hace que carguen
dos muías con tierra de Israel. A nosotros nos parece un poco paganizante, nos recuerda la idea de que
Dios está ligado a su tierra y que por eso ha de llevarla consi¬go. En realidad ahí se muestra algo muy
profundo: Dios no es algo simplemente disponible para nosotros, tal y como lo pensamos y queremos. Lo
podemos encontrar tal y como él se nos entrega. Y él se nos ha entregado a través de la historia de su
pueblo santo, en la cual la tierra de Israel es un antici¬po de la tierra sagrada de su cuerpo, de su santa
Iglesia. No podemos ser servidores de Dios de cualquier modo, sino sola-mente en la santa tierra de su
cuerpo, su Iglesia. Quiera Dios concederles que pertenezcan siempre a esta santa tierra y así preparen la
nueva tierra, en la que será todo adoración y, de este modo, verdad, libertad y paz.

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CONVERTIRSE EN OFRENDA CON CRISTO PARA LA SALVACIÓN DE LOS HOMBRES
Frisinga 1978

¡Queridos candidatos al sacerdocio!

¡Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio!

¡Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

¿Qué es propiamente la ordenación sacerdotal?, y ¿qué es el sacerdocio en el que la misma nos inserta?
Estas son pre¬guntas que se nos han planteado en los últimos años y cuya respuesta hemos de estudiar
de nuevo. La liturgia de la Iglesia da la respuesta en la oración y en gestos indicativos, las esboza de
antemano en las cuatro preguntas en las que se demanda la disposición de los candidatos y en las que se
perfila el espectro de exigencia y entrega del sacerdocio.

Nos llevaría mucho tiempo si quisiéramos ahora exami¬narlas todas. La última de las preguntas casi
comprende pro¬piamente en esencia todas las demás, y en ella vamos a fijar¬nos un poco para
comprender más profundamente el sentido de este momento. Reza así: «¿Estáis dispuestos a uniros cada
día más estrechamente con Cristo, nuestro sumo sacerdo¬te, y a convertiros con él en ofrenda para gloria
de Dios y para la salvación de los hombres?». Aunque no está dicho explícitamente, en esta fórmula se
halla implícita la misión eucarística como el centro de la existencia del sacerdote. El sacerdote está ahí
para celebrar la Eucaristía, para celebrar la fiesta de Dios entre los hombres, para ser como el que invita
al banquete de boda de Dios para su disfrute en este mundo. Pero la formulación es importante. No se
dice en ella: ¿Estáis dispuestos a hacer esto o a actuar de esta manera? Sino que dice: ¿Estáis dispuestos
a ser ofrenda con Cristo? No se exige el hacer, sino el ser. Y sólo en este nivel de profundidad en el que
uno se deja tocar, en el que uno está dispuesto a ponerse a sí mismo en juego, puede uno corresponder
a la entrega del Señor. La Eucaristía es más que un party, más que el círculo del sacerdote, más que un
encuentro de la comunidad. Es la festiva donación de Dios, en la que él mismo accede hasta nosotros y,
por encima de lo que podamos hacer, llega hasta lo más hondo de nuestra vida.

Cuando se sigue profundizando en esto se pone de mani¬fiesto la esencia y el alcance de la exigencia que
aquí se plantea. En primer lugar, resulta evidente lo que me gustaría denomi¬nar la «indisponibilidad de
la Eucaristía». Esto quiere decir: La Eucaristía no es algo que nosotros —el párroco o el obispo— nos
inventamos o hacemos, sino que en ella nos da el Señor más de lo que cualquiera de nosotros podría dar.
En ella tiene lugar lo que ninguno de nosotros puede inventarse o hacer. En ella se ha confiado al
sacerdote un don que también para él es un don y permanece en buenas manos. Esto, pienso yo, debería
ser siempre lo primero. La grandeza, la trascendencia de la Eucaristía, que está por encima de todos los
demás acon¬tecimientos del mundo, no depende de nuestras formas de celebrarla, por muy interesantes
que éstas sean, sino de lo que antecede a nuestra celebración: que en la oración y actuación comunitarias
de la Iglesia a través de la historia es el Señor mismo el que actúa. Lo que sobre todo importa es que nos
convirtamos en servidores de esto tan grande, que aprenda¬mos a trascendernos a nosotros mismos y
seamos portadores del don que ninguno de nosotros podría inventar y que to¬dos nosotros aguardamos,
pues todos tenemos anhelo, seamos conscientes de ello o no, de salir de lo simplemente construido por
nuestro espíritu y nuestras manos y recibir el regalo que nosotros no podemos inventar, que sólo puede
ser eso, regalo.

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Que eso es así, que aquí nos encontramos con algo que nosotros no podemos producir, sino sólo
transmitir, no signi¬fica desde luego que nos comportemos de un modo solamente pasivo, que nosotros
no podamos ni tengamos que contribuir en absoluto. Todo lo contrario: Precisamente porque aquí se
trata de algo tan grande, nuestro acceso a eso que nos antecede y supera con mucho implica una mayor
exigencia a todas las dimensiones de nuestro propio ser. De esa exigencia forma parte, en primer lugar,
la preparación externa, cuidar siempre de que el espacio para la celebración de lo santo esté dispues¬to
y sea digno, que los servicios necesarios tengan lugar, que las personas se hallen reunidas, que se
despierten las energías festivas y celebrativas, que las personas sean capaces y estén dispuestas a dedicar
su tiempo a algo que no es un asunto terrenal. Cuando decimos que se requieren tan variados servi¬cios
externos para que este gran misterio pueda tener lugar, se está diciendo también que la celebración
eucarística no puede tener lugar sin el constante anuncio de la Palabra de Dios, sin la disposición del fuero
interno en el que ella nos habla. La Iglesia se ha esforzado mucho en los últimos años para que a todo el
mundo le resulte comprensible y asequible la Eucaris¬tía. Y eso está bien. Pero al mismo tiempo hemos
tenido que observar que eso tiene un límite. Aun cuando todavía se sigue haciendo en este sentido. No
se puede escuchar la Eucaristía o acceder a la misma como si se tratase del periódico Bild o del programa
de noticias de la radio. Exige mucho más, exige una comprensión mayor y más profunda, y sería demasiado
tarde si pretendiéramos conseguir eso en la misma Eucaristía. A ello se añade que cada vez nos obligamos
a hablar más, que finalmente recubrimos con las palabras la gran fuerza de la acción sagrada,
verborreándola, y al final, sin embargo hemos dicho demasiado poco. La Eucaristía debe ir precedida de
ha¬ber escuchado la palabra de Dios, de la preparación de los sentidos y del corazón requerida para la
ocasión. Pues aquí es necesario escuchar y entender, lo cual implica la participación del corazón y de todo
el hombre, que comprende más de lo que el entendimiento pudiera captar.

Y es necesario también llevar a los hombres a la senda de la conversión, que aprendan a reconocer su
culpa y a recibir el perdón. Forma parte de la miseria de nuestro tiempo el que cada vez más se cuestione
la culpabilidad. El hombre no puede soportar la culpa mientras no divise en algún sitio el perdón. Entre
tanto la niega. Pero entre tanto vive contra la verdad. Y quien vive contra la verdad decae interiormente.
Sólo puede soportar su verdad, la verdad de su culpa, si aparece ante él una verdad mayor, la verdad de
Dios, que significa perdón. Este es el otro gran aspecto del ministerio sacerdotal: que no¬sotros podemos
pronunciar la palabra del perdón, posibilitan¬do así la verdad al hombre y proporcionando vida. Esto es
lo que debería penetrar hoy en vuestro corazón, el don de poder pronunciar la palabra del perdón, de
bendición y la palabra de la consagración.

Volvamos una vez más a la pregunta que se formula en el rito de la ordenación. Reza así: «¿Estáis
dispuestos a converti¬ros en ofrenda con Cristo [...]?». En un primer momento nos resistimos ante ese
tipo de formulación como la más profunda descripción de lo que es el sacerdocio. Podría parecemos una
extravagancia, en definitiva, exagerada y errónea. Pero eso se debe a que nosotros asociamos el término
«ofrenda» a un con¬cepto erróneo, algo así como la idea de un tormento sin fin que el hombre aguanta
por cualquier motivo como forma de adoración a Dios. O la idea de que la ofrenda fuese un trabajo llevado
a cabo una vez por Cristo y no necesitásemos ni pudié¬semos hacerlo más. Contra esto deberían
alertarnos las palabras de san Agustín: «Esta es la ofrenda de los cristianos: Muchos un cuerpo en Cristo».
Dios no quiere ni necesita nada de no¬sotros. El es el creador de todas las cosas. Quiere de nosotros lo
que sólo la criatura le puede dar: nuestro amor. En este sentido sacrificio no significa este o aquel
tormento, este o aquel esfuer¬zo, sino que abandonemos la ley fundamental del egoísmo, de la auto-

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afirmación, de la autocomplacencia y nos pasemos a la nueva ley de Jesucristo, que es hombre por los
otros, que es el Hijo del Padre en eterno intercambio de trinitario amor.

Como esto no lo podemos hacer por nosotros mismos, por eso la ofrenda de los cristianos quiere decir
precisamente esto: dejarse coger la mano por Cristo misericordioso y de¬jarse llevar hasta la unidad
interna de su organismo, la Iglesia santa, y así, unidos con él, llegar a ser semejantes a Dios. Pues Dios no
existe como un yo aislado en sí mismo, sino sólo en la recíproca donación y obsequio de Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Convertirse en ofrenda quiere decir dejarse asumir en este misterio, bebiendo así el vino
festivo de Jesucristo, el vino de la divinidad. A partir de ahí podemos comprender también el esfuerzo que
exige incorporarse cotidianamente al todo de su Cuerpo desde el yo cerrado. Lo primero y verdadero no
es el esfuerzo, sino esta grandeza de la transformación en el mis¬terio del amor trinitario. Cuanto más
presente tengamos esta grandeza y novedad tanto mejor concebiremos el esfuerzo de la vida diaria como
un regalo que nos enriquece y libera, no como un tormento que nos cercena y rebaja.

A partir de ahí es cuando se puede entender la penúlti¬ma de las preguntas que se formulan en el
ceremonial de la ordenación: «¿Estáis dispuestos a asistir a los pobres y a los enfermos, a los sin hogar y
a los que padecen necesidad?». No se trata aquí de un romanticismo social tardío, que se hubiese
insertado posteriormente en la imagen de lo que debe ser el sacerdote, sino que, más bien, porque se
trata de celebrar la Eucaristía, de beber el vino de Jesucristo, el vino de su amor trinitario, de incorporarse
a su Cuerpo, de salir del mero que¬rer ser uno mismo, entonces esto significa estar siempre tam¬bién
abierto a los demás, a aquellos que están marginados. Pensar y vivir en función de El significa valorar al
hombre no

por su utilidad, sino mirarlo con los ojos de Dios, que nos ha creado, con los ojos de Jesucristo, que nos
ama a cada uno de nosotros y por nosotros ha padecido.

En las pasadas discusiones sobre el sacerdocio se ha dicho repetidamente que ser sacerdote hoy no es
propiamente una profesión puesto que no encaja en un mundo de especialidades, en el que nada puede
pintar alguien que está en la vida para todo; y se ha dicho que si el sacerdocio debía seguir siendo una
profesión, entonces el propio sacerdote tendría que convertirse en un especialista, en algo así como un
especialista en cuestio¬nes teológicas, que esté a disponible para asesorar a la comuni¬dad. Mi opinión
es que no. Lo grande y siempre necesario del sacerdote consiste precisamente en que, en un mundo que
se desmigaja en especialidades y que enferma y sufre, por ello, su consiguiente descomposición, siga
habiendo personas que estén ahí para velar por el todo, que desde dentro mantengan la cohe¬sión del
ser del hombre. Esta es nuestra carencia, que el hombre ya no es hombre; lo que hay son departamentos
especializados para ancianos, para enfermos y para niños y en ningún sitio existe ya el ser humano. Si ya
no hubiese sacerdotes, habría que inventar alguien que, en medio de las especializaciones, fuese hombre
para el hombre desde el punto de vista de Dios; alguien que esté ahí para enfermos y sanos, para niños,
y ancianos, para la vida diaria y para las fiestas, manteniendo unido este todo desde el punto de vista del
amor misericordioso de Dios. Esto es lo propiamente hermoso, profundamente humano y al mismo
tiempo sagrado y sacramental del sacerdocio, que, por encima de la instrucción (que, ciertamente,
necesita), él no es un espe¬cialista más, sino servidor del ser creado, del ser humano, que, por encima de
la escisión de la vida en departamentos estancos, nos congrega a todos en torno al amor misericordioso
de Dios, en la unidad del Cuerpo de Cristo.

Y por eso, queridos jóvenes hermanos, queremos en este momento rezar por vosotros de corazón
pidiendo que, en medio de todo el sacrificio que se esconde tras esta palabra «ofren¬da», El os deje

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conocer siempre el vino de la alegría por el que todo esto tiene lugar. Y que El, en medio de la
fragmentación que ese ser para todos diariamente lleva consigo, os conceda tener siempre la preciosa
experiencia de que vosotros conti¬nuáis así el misterio de Jesucristo, congregando a los hombres y
conduciéndolos hasta él, de modo que mantengáis incólume el ser del hombre, os volváis necesarios, no
con la necesidad de quien hace esto o aquello, sino precisamente con la de aquello en lo que nos va el
fundamento de nuestra vida misma.

Todos nosotros queremos rezar en este momento para que Dios se digne bendecir el sí que estos
hermanos nuestros aca¬ban de pronunciar ante todos nosotros; que bendiga su minis¬terio, para el que
ahora emprenden el camino. Quizá la crisis del sacerdocio haya estado también condicionada porque las
comunidades hayan apoyado poco a sus sacerdotes, no hayan atendido a sus necesidades. ¡Volvamos a
hacerlo! Siempre ha¬brá faltas y debilidades, pero precisamente cuando las descu¬bramos
¡busquémonos los unos a los otros en el Señor! Apo¬yémonos tanto más unos a otros, por el Señor y con
su ayuda, para que la luz de la fe, la esperanza de la vida, que él nos concede, no se apague en nuestra
tierra, sino que tenga conti¬nuidad. Para que la alegría festiva de su amor ilumine nuestra vida, para que
nosotros, personas agradecidas, podamos ser personas de Eucaristía.

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RESPONDER CON LA VIDA MISMA. EL EJEMPLO DEL BEATO MAXIMILIANO KOLBE
Frinsinga 1979

¡Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio!

¡Queridos candidatos al sacerdocio!

¡Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

El teólogo francés Marc Oraison cuenta en sus memorias, de forma especialmente digna de consideración,
cómo encon¬tró su camino de médico a sacerdote. Como cirujano había tenido algunos éxitos en su lucha
contra la enfermedad y la muerte, pero siempre había tenido que experimentar, cada vez más a fondo,
los límites del arte médico y de su poder. Y a continuación escribe: con la muerte y ante todo aquello en
lo que experimentaba mi impotencia, sentía cada vez más inten¬samente la exigencia de hacer presente
la resurrección, esto es, de decir misa. Hacerse sacerdote no significaba para él decir adiós a todo lo que
había querido como médico, sino que por primera vez encontraba así la respuesta plena y definitiva a la
muerte, esto es, la resurrección: la resurrección de Cristo y con ella la actualización de la nuestra, lo que
sólo puede llevarse a cabo en virtud del cometido sacerdotal.

Actualizar la resurrección; en esa frase tuve que volver a pensar cuando, en la semana de Pentecostés,
pude participar en la celebración de la Eucaristía con el papa Juan Pablo II en el campo de concentración
de Auschwitz-Birkenau. Fue una idea y una experiencia emocionante vivir la actualidad de la resurrección
como la única y verdadera respuesta satisfactoria sobre ese descomunal campo de muerte, sobre ese
sembrado de muertos, en el que cuatro millones de personas habían en¬contrado la muerte. Fue
emocionante sentir cómo ese monu¬mento al odio y la deshumanización se convirtió en sede de la
victoria del amor a Jesucristo y de amor a la vida. Y también fue entonces cuando resultó comprensible el
sacrificio que de su vida hizo el padre Maximiliano Kolbe. Pues se vio que su muerte, la culminación de la
misa de su vida, fue un signo de esperanza y una victoria, debido a que tuvo lugar desde la fe en la
resurrección de Jesucristo, porque, debido a esa fe, fue una actualización de la resurrección. Por eso pudo
el Papa declarar lo que en su día fue escenario del mayor envilecimiento del ser humano como lugar de la
victoria del amor, en el que la fuerza del amor a Jesucristo se mostró más fuerte que todas las
destrucciones de lo humano.

Asimismo encontré también una respuesta clara a una pregunta que se plantea con frecuencia. Como se
ha dicho a menudo: ¿Se puede seguir creyendo en un Dios bondadoso después de Auschwitz? Yo he
comprendido lo siguiente. Pre¬cisamente porque existe Auschwitz, necesitamos la fe, necesi¬tamos la
presencia de la resurrección y de la victoria del amor; sólo la resurrección puede permitir que salga la
estrella de la esperanza que nos permita vivir.

Actualizar la resurrección —mis queridos jóvenes amigos—, en eso consiste en la práctica, descrito en
toda su esencia, lo que significa ser sacerdote; significa en el fondo poder hacer efectiva esta realidad
sobre el campo de muerte de este mundo, en el que la muerte y sus poderes siguen cobrando su cosecha;
significa hacer presente la resurrección, proporcionando así la respuesta de la vida, que es más fuerte que
la muerte.

Por eso es y sigue siendo en el fondo centro del ministe¬rio sacerdotal, cuya misión asumís hoy vosotros,
celebrar la Eucaristía del Señor, haciendo realidad entre nosotros, con el cuerpo y la sangre de Jesucristo,
su muerte y la victoria de su amor. En función de eso y a partir de este punto tiene que ajustarse en

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adelante vuestra vida, en función de eso orientar su camino. Pues celebrar la Eucaristía no significa sólo
la eje¬cución de un rito.

Las plegarias de la ordenación añaden: «Imitamini quod tractatis» —«¡Convertios desde dentro en aquello
que ha¬céis!»—. ¡Dejad que se conforme la medida y el modo de vuestro ser a través de este
acontecimiento, de tal manera que verdaderamente llegue a ser el centro más íntimo de toda vues¬tra
vida!

Actualizar la resurrección quiere decir vivir uno mismo en ella y de ella. Eso sólo puede suceder si
conocemos al Re¬sucitado. Cuando, después de Pentecostés, hubo que llevar a cabo en la Iglesia la
primera elección de un apóstol, la norma fundamental fue: el llamado para ello tiene que conocer a
Je¬sucristo, tiene que haberse sentado a la mesa con él, tiene que haber pertenecido a su círculo, tiene
que haberse encontrado con el Resucitado.

Sólo si conocemos a Cristo, si compartimos sus caminos, si hemos conocido su voz, si él habla en el interior
de nuestra vida, si acogemos al Resucitado, sólo entonces vivimos la mi¬sión de actualizar en este mundo
la resurrección.

Por eso me permito pediros una vez más, en esta ocasión, que busquéis siempre la compañía de
Jesucristo, que viváis orientados hacia él, que aprendáis sus caminos, que escuchéis su voz, que pongáis
las manos en su costado traspasado. Esto incluye también la comunidad con la santa Iglesia, pues sólo en
compañía de los doce y de los setenta se podía caminar con Jesús.

Si quisiéramos buscar a Jesús al margen de esa comunidad, nos lo habríamos creado nosotros mismos.
Pues él sólo vive en medio de la Iglesia, que es su cuerpo. En la medida en que vivamos la Iglesia, creamos
en ella y, de ese modo, la edifique¬mos, nos encontramos con él. Actualizar la resurrección no significa,
por tanto, conservar la liturgia como un relicario de vidrio, sino que, basados en ella, llevemos siempre al
mundo la vida y el amor, nos acerquemos a los hombres para regalarles vida y amor.

Quien cree en la resurrección no necesita preocuparse de sí mismo y de su autorrealización, no necesita


mirar si se pierde algo de lo que ofrece la vida, sino que sabe que su ámbito pro¬pio es la infinitud, que
puede pensar en sí mismo, sin evasivas, sirviendo a los demás. La prisa que querría apurar el instante, la
angustia que teme perderse algo de la vida es el signo de un mundo que no conoce la resurrección.
Precisamente en la me¬dida en que se aferran al instante, muchos pierden el tiempo. En cambio, nosotros
deberíamos ser aquel tipo de personas que, basadas en la fe en la resurrección, tienen tiempo, que no
temen que la vida les pueda maltratar, sino que, con la gran libertad que proporciona el amor eterno,
pueden dedicarse sin miedo al servicio de los hermanos. Del mismo modo, sólo desde esta perspectiva
puede entenderse también el celibato. Nunca puede consistir en un no, nunca puede deberse a
es¬cepticismo ni a misantropía; pues en ese caso no resistiría y sería contrario al sentir de Jesucristo. El
celibato tiene que ser, por el contrario, el estímulo para la fidelidad, el estímulo para la confianza; tiene
que provenir del coraje que apuesta la vida por la eternidad, en la que el amor sincero de Dios nos abraza
por siempre.

En la visita a Polonia me contó el obispo de Kattowitz que sus teólogos, terminado el tercer año de sus
estudios, tienen que ir a pasar un año en la mina o en la fábrica. Y me decía que todos regresan fortalecidos
y con una nueva alegría, que, ante la visión de la dureza de la vida cotidiana que experimentan en ese
tiempo, no sólo pierden el cicatero interés por el privilegio y el confort, sino que, ante todo, siempre

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escuchan decir una y otra vez a aquellos hombres: ¡Necesitamos al sacerdote! ¡Es¬tamos esperándolo! Sí,
que ellos mismos experimentan cómo en la plúmbea monotonía de esta época nuestra es
verdade¬ramente una necesidad vital lo otro, la luz de la resurrección, que es lo único que puede aportar
alegría a este mundo.

Yo no sé si, en el caso de unas prácticas de ese tipo entre nosotros, en Alemania, se oiría decir algo así a
nuestros traba¬jadores. Quizás, a causa de nuestra falta de fe, estamos todos demasiado empeñados a la
caza del instante, a la caza de lo que la vida quizá pueda darnos todavía, lo que el tiempo quizá nos depare.
Pero verdaderamente sólo necesitamos, de modo tanto más apremiante, la libertad, la serenidad que
procede de la fe en la resurrección; necesitamos el espacio de la infinitud y la luz de la esperanza, capaz
de proporcionar libertad a nuestra vida. Y ese es el envío de esta ocasión: que seáis testigos de la
resurrección. «¡Seréis mis testigos!» (Hch 1,8). Salid hoy con estas palabras.

Pero las palabras del Señor nunca son solamente exigencia, sino también promesa, gracia y don. Y por eso
corresponden a esta misión estas otras palabras: «Yo estaré con vosotros to¬dos los días hasta el final de
los tiempos» (Mt 28,20). Cuanto más seamos sus testigos, tanto más podremos experimentar la gracia de
esa presencia incluso en horas oscuras. ¡Así, pues, quiera el Señor, que es quien os envía, ser vuestra luz,
vuestra esperanza y vuestra plenitud!

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PEDRO, PROTOTIPO DE MISIÓN SACERDOTAL Friginga 1981
Lectura: Hch 3,1-10 Evangelio: Jn 21,15-19

Año tras año, sobrevuelan la ordenación sacerdotal las fi¬guras de ambos apóstoles, Pedro y Pablo, como
modelos de misión sacerdotal y como símbolos de la unidad de la Iglesia, en la que dicha misión tiene
lugar. A través de la liturgia de este día nos hablan, y os acompañan, queridos hermanos, en vuestro
camino hacia el ministerio. Con este sentido nos dis¬ponemos a escuchar las lecturas del día.

Ahí, en la llamada puerta Hermosa del templo, se halla sentado un paralítico que está mendigando. Pide
limosna para poder sufragar los gastos de su vida, que por sí mismo es incapaz de sostener. Pide dinero
como sustituto de su li¬bertad, de la que carece, como compensación por su propia vida, de la que no
dispone. Y entonces pasan Juan y Pedro. Qué pobres son respecto de lo que el hombre les pide. «No tengo
oro ni plata». Pero qué ricos son respecto de aquello en lo que él no piensa ni se atreve a pedir y que, sin
embargo, es lo apropiado: «Lo que tengo, eso te doy: En nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y
anda» (Hch 3,6). En lugar del sucedáneo se le da lo que no había demandado, lo ines¬perado, lo que no
había pedido. Se le da lo que le correspon¬de, tener su propia vida. Se encuentra con que dispone de sí
mismo. En adelante puede mantenerse sobre sus propios pies, puede hacer su propio camino, puede
saltar —todo un signo de libertad— como dice la lectura; puede entrar en el

Templo, lo que significa decir sí a Dios, su Creador, estar en armonía con el sí de la Creación, convertirse
en un sí para consigo mismo y para con su Creador.

«No tengo oro ni plata. Lo que tengo, eso te doy: En nom¬bre de Jesucristo Nazareno». He aquí una
descripción, válida para todas las épocas, del contenido del ministerio sacerdo¬tal. «No tengo oro ni
plata». Nuestra misión no es cambiar el mundo en su aspecto material. En un tiempo en el que tan
profundamente sentimos sus necesidades materiales, el ham¬bre de tantos millones, en el que sólo
cuenta lo cuantificable —es decir, aquello con lo que se puede contar, lo que se puede calcular y como
realidad se puede apresar con la mano— nos sentimos inmensamente pobres. Y resulta comprensible
que, una y otra vez, se presente la tentación por el hecho de tener solamente palabras, como parece;
palabras aparentemente tan vanas y tan poca cosa frente a las necesidades del mundo. Es común la
tentación de arriesgarse a convertir el sacerdocio en un servicio de asistencia social y de acción política,
para final¬mente dar, por así decir, algo palpable, algo efectivo.

Pero poco a poco vamos dándonos cuenta de que el hom¬bre no sólo tiene hambre de pan y de dinero,
sino que, en realidad, tiene hambre de palabras, de la palabra en la que de¬mos una porción de nosotros
mismos, en la que demos amor, que es el don apropiado del que el hombre vive. Empezamos a tomar
conciencia de que incurrimos en pecado cuando rete¬nemos este don apropiado y lo ocultamos
vergonzosamente. Y somos conscientes de que tampoco los millones de verda¬deramente hambrientos
de este mundo están contentos ni se les trata con justicia si sólo les soltamos algo de dinero para pan.
También ellos —y precisamente ellos— tienen hambre de algo más, tienen hambre de la palabra, de la
dedicación de nuestro amor. Y más aún: ¡nuestra palabra, nuestra propia dedicación qué débil es! Esta
nunca puede ser suficiente. No¬sotros tenemos algo más que dar —y esa es la grandeza de la misión del
sacerdote—. Tenemos que dar aquello por lo que el hombre no pregunta y muchas veces ni siquiera
conoce y que, sin embargo, constituye su auténtica necesidad. Y por eso no nos está permitido orientar
nuestros ofrecimientos en función de lo que se nos demanda, porque de ese modo limi¬tamos al hombre,
intentando adormecerlo con sucedáneos y manteniéndolo alejado de lo auténtico, de aquello que le
de¬vuelve a sí mismo. Tenemos para dar el nombre de Jesucristo. Y de ese nombre de Jesucristo es de lo

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que la humanidad, aun sin saberlo, está hambrienta y lo que demanda, por encima de todas sus protestas
por lo insatisfactorio que resulta este mundo. Él es el don que puede dar al hombre su libertad para
moverse por sus propios pies, andar, saltar, entrar en el templo del Señor y glorificarlo, dar su sí al Creador,
el cual, incluso en medio de las calamidades de este mundo, es nuestro redentor y está dispuesto a
acogernos en su sí.

Dar el nombre de Jesucristo es el permanente conteni¬do del ministerio sacerdotal. Me sigue


emocionando cuando, impartiendo la comunión, puedo decir, tengo que decir: «El cuerpo de Cristo»;
cuando damos a los hombres y ponemos en su mano lo que es infinitamente más que todo lo que soy y
tengo; cuando resulta que les puedo dar mucho más de lo que yo, como hombre, jamás sería capaz de
darles, cuando pongo en sus manos y en su corazón al mismo Dios vivo. Y resulta inaudito poder decir en
el sacramento de la penitencia: «Yo te absuelvo»; a ti, no como alguien vinculado a una colecti¬vidad en
la que todos decimos: «Todos somos pecadores» y «Dios se apiadará de todos nosotros», mientras que,
en reali¬dad —como dice un poeta moderno—, «no podemos dejar de rumiar nuestro pasado, todavía
pendiente de digerir». No, no se trata de ninguna colectividad en la que, en última instancia, yo no me
topo con mi propio pasado, mi culpa y mi miseria.

«Yo te absuelvo». Un amigo me contó el caso de un sacer¬dote a quien acudió, en un campo ruso de
prisioneros de gue- i ra, un clérigo no católico pidiéndole confesión. Y él le dijo: «¿Por qué acude usted a
mí?». Y la respuesta fue: «No quiero consuelo, sino la absolución». Eso es exactamente dar el nom¬bre
de Jesús, darlo a él mismo y decir: Estás libre, tu culpa no cuenta ya, se te ha quitado el peso de tu historia,
puedes levantarte y seguir tu camino, puedes acercarte a Dios y saltar y alabar. Y esto es lo que resulta
inaudito: poder dar la unción para la resurrección incluso en la hora de la muerte, actualizar la
resurrección como la única respuesta efectiva a la muerte, de modo que, incluso en esta hora en la que
tiene lugar la última parálisis terrena, podemos decir: ¡Levántate! Tú te levantarás y tú harás tu camino y
mirarás los ojos de tu Dios y alabarás, y nadie te privará ya de tu libertad.

Dar el nombre de Jesús. Esto presupone, desde luego, que nosotros mismos estamos en el nombre de
Jesús, que ha sido invocado sobre nosotros. ¡Y aquí se pone ahora de manifies¬to el profundo misterio de
la ordenación sacerdotal, queridos candidatos! Nadie puede por sí mismo hablar en nombre de Jesús. Sólo
él puede capacitarnos. «He aquí que pongo en tu boca mis palabras», dijo Dios a Jeremías al principio de
su llamada (Jer 1,9). Eso es precisamente lo que os dice él en esta hora: «He aquí que pongo en tu boca
mis palabras». Tú estás facultado para pronunciar mis palabras. Tú dirás: «¡Esto es mi Cuerpo! ¡Esta es mi
Sangre!». Y tú dirás: «¡Yo te absuelvo!». ¿Con mi yo? Para eso no te puede facultar nadie. Tampoco puede
hacerlo una comunidad, porque se trata solamente de Sus propias palabras personales. Esto sólo puede
tener lugar en el sacramento, en el poder sacramental, que él mismo con¬cede, y sólo de ese modo puede
continuar presente en este mundo el don de Su nombre.

He aquí que pongo en tu boca mis palabras. Esto es lo que en definitiva nos hace libres. No tenemos
necesidad de inventar la Iglesia. Y finalmente no depende de mi habilidad, de mi piedad, de mi limitada
capacidad de amar. «He aquí que pongo en tu boca mis palabras». Y por eso pudo Dios aceptar que
Jeremías le replicase diciendo: «¡De ninguna manera! Soy demasiado joven. Yo no sé hablar» (Jer 1,6).
Cuántas veces discutimos así con el Señor, y su respuesta es: Ya no eres tú. «He aquí que pongo en tu
boca mis palabras». Y por eso eres libre y puedes hablar con tranquilidad, puedes proclamar el nombre
de Jesús. El hecho de que estemos facultados para ha-blar en su nombre es lo que nos da esa gran
serenidad interior, esa paz y esa libertad, sin las que no se podría desempeñar este ministerio. Pero esto

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no quiere decir que estemos presentes, por así decir, con la indiferencia de un mero altavoz. Sólo se
consigue el pleno sentido cuando también nosotros mismos empezamos realmente a participar de sus
pensamientos y, de ese modo, empezamos a hablar, al unísono, con sus palabras.

Con esto hemos llegado al evangelio de hoy. En él se hallan en consonancia las dos palabras de Jesús a
Pedro: «¿Me amas?» y «Apacienta mis corderos» (Jn 21,15-17). Amar y apacentar son lo mismo según
esta maravillosa palabra del Señor. Apa¬centar —eso significa ser cura de almas— tiene lugar a base de
amor, a base de amar en unión con el amor de Jesucristo. Los sacramentos siguen siendo válidos sin
nosotros. La palabra sigue siendo verdadera aun cuando se vuelva contra nosotros. Y a menudo
tendremos necesidad de recurrir a esto como consuelo. Pero cura de almas sólo podemos serlo en la
me¬dida en que apacentemos, es decir, que amemos juntamente con él. Así, pues, dirijámonos al Señor
diciendo: Señor, tú quieres que yo hable en tu nombre. ¡Dame ese nombre! ¡En¬trégame a tu nombre!
¡Dame tu nombre! Y quisiera pedirles, queridos hermanos, que repasen una y otra vez las maravi¬llosas
palabras que sobre la amistad con Jesús nos dirigió el Santo Padre a los sacerdotes en Fulda, que las hagan
realidad en su vida. Y me gustaría entregarles como regalo unas pa¬labras que el papa León Magno, que
dijo una vez: «Tienes que aprender a encontrar en la Sagrada Escritura el corazón de Dios, aprender a
escuchar el latido del corazón de Dios». Apacentar quiere decir amar. Ser cura de almas significa amar con
el amor de Jesucristo, y eso significa: ¡amarlo a él, ser amado por él! Pues así es como él nos apacienta a
nosotros. Este amor de Jesucristo no es nada almibarado, barato ni có¬modo. Ese amor conduce, como
dice el Evangelio, al punto en que tiene validez lo que sigue: «Otro te ceñirá y te llevará a donde no
quieras» (Jn 21,18). Es necesario que encontre¬mos la amistad de Jesús, que encontremos y conozcamos
el latido del corazón de Dios en la Escritura; para que luego también nosotros, cuando él nos ciña y nos
conduzca adonde no queremos, lo sigamos reconociendo como amigo, sigamos reconociendo el corazón
de Dios y sepamos que aun allí don-de él nos golpea fuerte, nos conduce al amor, a la salvación, a la
libertad.

Y para terminar querría presentar una pequeña historia que Heinrich Mann relata en su autobiografía.
Cuenta que un día, en Italia, caminaba un trecho por caminos polvorientos en compañía de un capuchino.
Este le pregunta por su religión y él le responde que ni cree ni no cree, pues ambas cosas le resultan
demasiado profundas. Al final, al separarse en su cami¬no, el fraile le dice de repente: «Entonces tendré
que rezar por usted». También esto me parece a mí un ejemplo de servicio sacerdotal. Nosotros estamos
llamados a acompañar siempre a los hombres un trecho por los caminos polvorientos de este mundo en
la forma que Dios quiera. Y estamos llamados a tenerlos presentes en nuestro recuerdo ante Dios, para
de ese modo convertir su camino y el nuestro en el camino de Dios. Y se me presenta también como un
ejemplo del misterio de Jesucristo mismo: El va con nosotros por los caminos de este mundo. Nos
acompaña. Y nos dice al final a cada uno de no¬sotros; y os lo dice especialmente a vosotros en esta
ocasión, queridos candidatos al sacerdocio: «Ahora pensaré siempre en ti». El piensa siempre en nosotros.
Nos lleva en su pensa¬miento. Esta es nuestra gran esperanza. De ese modo somos entregados a su
nombre y su nombre nos es dado a nosotros. Con esa libertad y alegría, incluso en medio del sufrimiento,
recorremos nuestro camino. ¡Quiera el Señor, que hoy os toma de su mano, concederos la gracia de
reconocer siempre su pre¬sencia! ¡Quiera ayudaros a llevar al mundo el nombre de Jesús en el ministerio
sacerdotal todos los días de vuestra vida!

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EL SACERDOTE MONJE. HOMBRE QUE ORA POR EL PUEBLO
Mariawald 1991

El sacerdocio con que Cristo ha obsequiado a su Iglesia es uno solo, pero va unido a diversos carismas y
distintos dones de acuerdo con la diversidad de los hombres que han sido llama¬dos a la comunidad con
Cristo y deben formar su Iglesia. Hoy sucede que el sacramento del sacerdocio va unido al carisma del
monacato en su forma más estricta: la de la consagración al Señor en una vida de oración y de meditación
sobre lo divino. Nuestra idea de la pastoral se ha hecho entre tanto tan prag¬mática y funcional que sólo
muy difícilmente podemos ima¬ginar cómo compaginar esto: ser un pastor para los hombres desde el
Señor, y al mismo tiempo ser una persona de entrega, de silencio, retirado de las actividades de este
mundo, dedi¬cado a la oración al Dios vivo. Sin embargo, ambas cosas se pertenecen mutuamente, y
precisamente si nos fijamos en esa mutua referencia seremos preservados de una simplificación respecto
de lo que significa ser sacerdote y lo comprenderemos mejor. Podemos comprender correctamente esta
mutua impli-cación si penetramos hasta el fondo del asunto, que entonces se nos manifiesta en la múltiple
diversidad de su realización.

Me ha ayudado y me ayuda siempre a comprender esto una frase que la Iglesia, en conexión con textos
del Antiguo Testamento, ha compuesto para las segundas vísperas de un santo pastor. Allí se dice: «Hic
est fratrum amator qui multum orat pro populo suo»: «Este es el que ama a los hermanos, el que ora
mucho por su pueblo».

Ser sacerdote significa a partir de la comunión de amistad con Cristo convertirse en amigo para todos los
hermanos y her¬manas. El acto más íntimo de esta amistad para con los hombres consiste en llevar a
todas estas personas en su oración ante la presencia del Dios vivo, todas sus preocupaciones, sus dolores,
sus sufrimientos, sus esperanzas, sus alegrías. El sacerdote debe, por así decir, reunir y elevar hacia lo alto
todo lo que, carente de solución, se oculta en las actividades de la vida cotidiana y lo que en los
acontecimientos de este mundo oprime y amenaza a los hombres, convirtiéndolo en invocación al Dios
vivo de modo que llegue ante sus ojos, su oído y su corazón.

La historia de la liberación de Israel, la historia de la re¬dención del hombre, comienza con que Dios oye
el grito de la necesidad de Israel. Finalmente no puede seguir escuchándolo desde lejos porque lastima
su corazón y baja de lo alto a redi¬mir a su pueblo.

Esta es, por tanto, la primera misión del ministerio sa¬cerdotal: comprender, asumir y transformar en
oración los asuntos humanos, de forma que se conviertan en invocación presente a los ojos de Dios, que
le haga volverse hacia nosotros porque tocará su corazón y por eso querrá venir a nosotros para
liberarnos.

El centro de toda la actividad pastoral de Jesucristo eran sus noches de oración en el monte, a solas con
el Padre. En una de esas noches de oración, de tú a tú con el Padre, tuvo su origen la llamada de los doce.
En una de esas estancias en el monte tuvo la visión de la barca de la Iglesia, contemplando sus esfuerzos
en el mar, en las aguas de este mundo y cómo, con el viento en contra, no avanza y parece hundirse. Y
desde esa altura, que al mismo tiempo es proximidad, le ha propor¬cionado otra vez una nueva singladura
y continúa proporcio¬nándole nueva singladura.

Finalmente, tenemos ahí la oración del sumo sacerdote, Jesucristo, en la que él, como sumo sacerdote
está ante el ros¬tro del Dios vivo, elimina la muerte transformándola en amor, y de ese modo rasga el

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velo existente entre Dios y el mundo; todo el dolor del mundo es asumido en amor, y así surge paz y
reconciliación. Esta oración propia de un sumo sacerdote tiene su continuación en la noche del monte de
los Olivos y en el día del Calvario. Allí, en la soledad del monte de la Cruz, el Señor presenta ante el Padre
el grito del mundo en lo hondo de su corazón, de modo que desciende de nuevo y definiti¬vamente para
obsequiar al mundo con el don de la resurrec¬ción y de la transformación. El centro de la misión sacerdotal
consiste en repetir e imitar siempre de nuevo esta oración del sumo sacerdote Jesucristo en medio de
nuestras necesidades, para que así se transformen. «El que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su
pueblo», he aquí una profunda defini¬ción del ministerio sacerdotal. Querido padre Robert, eso es lo que
le pide la Iglesia en este día, que en el Señor, desde su amistad con él, ame a los suyos y que, en esa
comunión de amistad, ore mucho por el pueblo.

La tradición de la Iglesia ha considerado el relato de la escala de Jacob, por la que los ángeles subían y
bajaban, como una imagen de las condiciones internas de la existencia hu¬mana y, por tanto también,
como una imagen de la existencia del sacerdote. Los ángeles suben y bajan. Esto significa que a la
verdadera comunión de amistad con Cristo le corresponde subir hasta él y llevar ante él los asuntos de
este mundo. Pero esto implica de suyo que lo recibido por él vuelva de nuevo abajo. Y de ese modo «amar
a los hermanos» significa también ser pastor, conducir a los buenos pastos, o como lo explica san Pablo
de forma más comprensible y clara para nosotros, con¬vertirse en dispensador de los misterios de Dios.

La oración por el pueblo lleva a dispensar los misterios de Dios. Para eso está el sacerdote, para llevar a
los hombres los misterios de Dios y, con ellos, a Dios mismo. Llevar a Dios a los hombres, traerlo a este
mundo al que ha descendido con nosotros —esa es la primerísima de todas las labores y la pri- merísima
misión de un sacerdote. Puede hacer muchas otras cosas, quizá tendrá que hacerlas también. Pero si un
sacerdote empezara a pensar: primero hay tantos problemas que resolver, Dios no es tan importante,
cuando tengamos tiempo volvere¬mos a ocuparnos también de él —entonces erraría su camino
absolutamente—. Pues Dios, aun cuando no lo veamos y pre¬cisamente porque no lo vemos, es el
verdaderamente necesario y lo más necesario para los hombres y para el mundo. Donde desaparece Dios,
desaparece también el hombre.

El salmo del pastor del Antiguo Testamento, salmo 23, ha descrito con imágenes inolvidables la
dispensación de los mis¬terios de Dios, es decir, el llevar a Dios mismo a los hombres y al mundo: «Tú me
conduces a verdes praderas, a las fuentes de la vida. Tú unges mi cabeza y preparas una mesa ante mí, y
en las oscuras sombras de la muerte tampoco me abandonas». Conducir a las verdes praderas, a las aguas
de la vida significa llevar allí donde está la Palabra de Dios; más allá de toda la charlatanería de este
mundo, más allá de las turbias aguas de nuestras informaciones y de nuestras ideologías conducir has¬ta
el agua viva que nos da realmente la vida y hacer reverdecer y fructificar al mundo. Necesitamos dejar
hablar a la Palabra de Dios mismo sin imponer nuestras interpretaciones. Tene¬mos que ofrecer el agua
fresca tal como Dios nos la ha dado, en la certeza de que su palabra es verdad y de que nosotros
necesitamos la bebida de la verdad para poder vivir.

Ungir la cabeza, preparar la mesa; estas son imágenes para los misterios, para los sacramentos en los que
Cristo entra en contacto con nosotros y por así decir nos estrecha en sus bra¬zos. En los sacramentos él
se introduce siempre en el mundo sensible para entrar en contacto con nosotros allí donde vivi¬mos y
para seguir conduciéndonos a la eternidad.

Luego aparecen en el salmo las palabras «sombras de la muerte». Esto nos lleva a un tercer punto de vista
estrecha¬mente ligado con la fiesta del día. Hoy celebramos la fiesta de los siete dolores de la Madre de

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Dios. A primera vista podría parecer una fecha extraña para una ocasión tan alegre como ésta. Pero
precisamente esta fecha es una buena fecha. En la escena descrita por san Juan de la madre al pie de la
cruz, par¬ticipando del sufrimiento y de la crucifixión, ha reconocido la Iglesia el cumplimiento de la
profecía de Simeón: «Una espada atravesará tu corazón».

María está al pie de la cruz padeciendo con Cristo, y de ese modo se ha convertido en anticipación siempre
vigente de lo que la Iglesia es, se ha convertido en su viva imagen. El puesto de la Iglesia está junto a la
cruz de Jesucristo: en la comunidad con El, en la comunidad de la cruz; sólo de ella puede provenir la
fecundidad. El mundo necesita la compasión, pero una com¬pasión que trascienda nuestra pobre
capacidad, una compasión que coja el sufrimiento de este mundo para llevarlo ante la compasión de Dios
con nosotros, y así hasta el único amor que transforma el sufrimiento y redime, es más, que lo hace
valioso.

Hemos oído durante mucho tiempo a ideologías que nos dicen: El cristianismo se equivoca de lleno con
su discurso de la cruz, que consuela y tranquiliza a los hombres, en lugar de hacer que se rebelen. El
sufrimiento no es algo que se deba aceptar —así nos dicen las ideologías—, hay que eliminarlo. Esto suena
muy bien. Pero cuando volvemos la vista atrás hacia el campo de ruinas del sufrimiento «eliminado»,
en¬tonces vemos qué necio orgullo reside en esas afirmaciones. Quien pretenda eliminar el sufrimiento,
tiene que eliminar antes el amor. Pues el amor lleva consigo las fructíferas trans¬formaciones del
sufrimiento, sin las que, por así decir, no puede darse la alquimia de nuestro corazón, mediante la que
somos introducidos en el amor de Dios y somos liberados de nosotros mismos para ser libres, desde Dios,
para los otros. No, nosotros no podemos eliminar el sufrimiento. Ya vemos cómo con ese descabellado
intento casi se consigue destruir el amor, plantearlo como algo estúpido porque hacía depen¬dientes a
los hombres. Con ese orgullo el hombre no se eleva, sino que es rebajado por debajo de su propia
dignidad, hasta el rango de lo carente de alma. Nosotros necesitamos el ca¬mino que nos anuncia el
Crucificado: la comunión con él, con su sufrimiento. Unicamente llevando el sufrimiento del mundo a la
compasión divina, al cuerpo, que es el espacio de su amor, tiene lugar la t r a n s fo r m a c i ó n salvífica
del mundo, la redención del hombre.

Por eso forma parte de la misión del sacerdote compadecer con el Señor, comprender el sufrimiento del
mundo, soportar¬lo y entregárselo a Cristo, depositándolo en el amor redentor.

La Iglesia, desde antiguo, imparte la bendición con el sig¬no de la cruz. Pues, a partir de Cristo, la cruz se
ha convertido en distintivo del amor. Con su signo de bendición la Iglesia nos dice dónde está la fuente de
todas las bendiciones, de to¬das las transformaciones y de toda fecundidad. De modo que finalmente
podemos decir que la misión del sacerdote no se podría definir mejor que con estas palabras: El sacerdote
debe ser una persona que bendice; puede y está facultado para serlo por parte del Señor. Pero esta misión
implica que él mismo se sitúe en el misterio de la cruz.

Querido padre Robert, en este momento, en la fiesta de la Virgen Dolorosa Madre de Dios lo
encomendamos a la Madre del Señor, y la Iglesia lo encomienda también a ella, como Cristo, en la persona
del discípulo amado, la encomendó a todos los futuros discípulos. Si está junto a ella, estará bien.

Pero no olvide, no olvidemos, que, a la inversa, él también ha confiado a su madre a Juan. El confía su
Iglesia a nosotros los sacerdotes. Sólo con gran humildad y con incondicional confianza en la gracia de
Dios podemos atrevernos a prestar ese servicio, pero también a vivirlo como servicio de alegría.
Permanezca, pues, como el evangelio de este día explica, junto

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a la Madre a lo largo de toda su vida. Bajo su manto está usted seguro, puesto que así se halla a la sombra
de Cristo, a la luz de la resurrección.

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PENETRAR EN EL MISTERIO DEL GRANO DE TRIGO
Roma, San Pablo Extramuros, 1993

Evangelio: Jn 12,20-26

¡Queridos candidatos a la ordenación sacerdotal!

¡Queridos amigos de la Integrierte Gemeinde!

¡Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

Las palabras del Evangelio que acabamos de escuchar son la respuesta de Jesús a un ruego de parte de
unos peregrinos griegos que querían ver a Jesús. Estos hombres habían sido atraídos por la sed que tenían
del Dios vivo. Los dioses de Grecia, que hacía tiempo habían perdido su credibilidad, no podían significar
ya nada para ellos, pero incluso el dios de los filósofos, a pesar de lo grande y elevado de su concepto,
sólo era una idea humana, un intento de penetrar hasta el extremo de lo pensable, de penetrar más allá
del misterio del infini¬to. Pero ellos no necesitaban un dios ideado, un producto del pensamiento, ellos
buscaban al Dios vivo, que es la Verdad, que se muestra a sí mismo como ser vivo, iluminando nuestro
entendimiento y nuestro corazón.

Habían ido a Jerusalén para rezarle. Ellos eran paganos, pero se habían enterado de que el Dios único, el
creador del Cielo y de la Tierra, el Dios de todos los hombres había ha¬blado a Israel, este pueblo, y lo
había guiado a través de su historia. Por eso lo buscaban allí. Pero al mismo tiempo sabían que él se había
ligado a este pueblo, a leyes y ritos que no po¬dían llegar a ser los suyos, de modo que tenían que creer
que en cierto modo ellos parecían estar desterrados al atrio de los gentiles, sólo pudiéndole mirar desde
lejos para siempre.

Así es como sobre la hora de aquel encuentro sobrevolaba la pregunta que formularía luego Máximo el
Confesor: ¿Tiene que permanecer la luz, la gran luz del Dios vivo, oculta bajo el celemín de la ley, tapada
por su velo? ¿O puede ponerse sobre el candelero para que alumbre a todos los que habitan en la morada
de la creación?

Es la pregunta que siempre se vuelve a plantear, que se plantea precisamente en esta época nuestra de
un nuevo pa¬ganismo y también de un nuevo anhelo de Dios. ¿Está la luz de Dios, la luz de Jesucristo
oculta bajo el celemín de nuestras costumbres, nuestras indiferencias, bajo el flujo de nuestra pa¬labrería,
de modo que bajo éstas la Palabra no puede ya lucir con su propio brillo? ¿O puede sobresalir y llegar a
ser luz para todos los que habitan en la casa del Señor, en su creación?

La respuesta de Jesús trasciende el momento en que se plantea la pregunta. Apunta al conjunto de la


historia. El dice: Sí, vosotros, griegos, me veréis, yo hablaré con vosotros y vosotros conmigo. Vuestra
lengua será la mía y se conver¬tirá en la luminaria que irradiará la luz del Evangelio, la luz de Dios al
mundo. Yo desde mi elevación os atraeré a todos a mí; estaré ahí no sólo para vosotros, para unos cuantos
pe¬regrinos, sino para todos. Y vosotros todos debéis estar con¬migo en la luz y la vida de Dios. Pero
precisamente porque a todos importa, porque no se trata solamente de esta ocasión, sino de la historia
en su totalidad, por eso no es suficiente que yo hable con unos cuantos y tenga lugar un diálogo pa¬sajero,
como muchos de los diálogos de que tanto gustáis vosotros los griegos. Vosotros buscáis al Dios vivo. Pero
vida sólo puede darla la vida. Así que tiene que suceder algo más que una mera conversación.

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Por eso entra Cristo en el destino del grano de trigo que muere para que la cáscara se abra y de ella salga
gran fruto. Por eso entra en el gran misterio de la cruz para así, elevado sobre el mundo entero, resultar
visible a todos y poder hablarles a todos; con el fin de darles a todos más que palabras, dándose a sí mismo
y con él la vida del Dios vivo.

Él pasa por la cruz y la resurrección porque sólo así será plenamente palabra y vida. A través de la cruz y
de la resu¬rrección ya no se halla ligado a este o aquel lugar, sino que está con todos y les da más que
conversación, les da la vida del Dios vivo. Y sólo así puede ocurrir, en esta entrega de su pro¬pia vida, sólo
así se abre el grano de trigo y da fruto más allá de todas las épocas de la historia. En la conclusión que
sigue a modo de aforismo en el Evangelio de san Juan acerca de «conservar y perder la vida», el Señor
extiende su aplicación a sus discípulos. Ellos saldrán para llevarlo a él, el Crucifi¬cado y Resucitado, como
podemos experimentarlo aquí en este lugar de un modo tan enormemente dramático, donde Pablo, el
apóstol de las gentes, entregó su vida con Cristo y por Cristo y con él por el mundo. Tampoco ustedes
pueden venir con meras palabras. Sólo pueden comunicar a Cristo, en la medida en que pongan su vida
junto con la suya, en la medida en que se sometan con él a la ley del grano de trigo que muere y así, con
su vida, lleven la palabra viva que es él mismo.

Por eso el apóstol de Jesucristo nunca puede ser solamente un orador, nunca solamente especialista de
una determinada teoría. Por eso el ministerio propio del mensajero es ministerio sacramental, esto es, un
ministerio en el que palabra y ser se hallan en mutua correspondencia. Y de nuevo esto no se pue¬de
explicar en el sentido de que el mensajero, en un acto he¬roico, se entrega a sí mismo —qué sería él
entonces—, sino en el sentido de que el mensajero se deja aprehender por el Señor, muere en él y de ese
modo el Señor, a través de él, llega a los hombres. Esto es lo que denominamos sacramento: el hecho de
que más allá de la propia actividad, de la propia capacidad y conocimiento, acontezca este misterio de
muerte, consistente en el hecho de ser incorporados a él, de ser asumidos por él, de modo que sea él
quien hable, quien viva y esté presente a través de nosotros.

En el ritual de la ordenación sacerdotal, que vamos a pre¬senciar a continuación se representa esto de


forma especial¬mente visible en el trascurso del revestimiento de las vestiduras litúrgicas. Se trata del
hecho de ser revestido, una actitud pasi¬va; no me las puedo poner yo, como hemos oído en la segunda
lectura: Nadie toma el sacerdocio por sí mismo. Entonces se trataría de su propia acción y en definitiva
sólo estaría él, lo que él pudiera dar con su pobre yo. Tengo que ser revestido. Tengo que ser tomado por
él para que esté ahí a través de mí.

Así, pues, el hecho de ser revestido significa precisamente la inmersión de mi yo en él. «Despójame de mí
mismo para darme a ti», yo me entrego a ti para que a través de mí actúes e intervengas entre los
hombres. Ciertamente que este despojo, este sumergirse y desaparecer el yo en él y, por consiguien¬te,
la entrega de la propia voluntad a disposición de la suya contradice profundamente nuestro sentimiento
vital y, en mi opinión, el de todas las épocas. Pues lo que nosotros queremos es autoafirmar este yo,
queremos realizarlo, ser los propietarios de nuestra vida y, de ese modo, atraer en ella al mundo hacia
nosotros y disfrutarlo, dejando así una huella de nosotros mis¬mos, de modo que este yo nuestro
permanezca y conserve su sentido en el mundo.

Es una característica de nuestro mundo actual el hecho de que cada día aumente la forma de vida
denominada single, que cada vez sea mayor y dominante el porcentaje de quienes no aceptan tener
ninguna relación permanente, sino que sólo son «yo» y sólo viven su propia existencia. Y hay algo así como
un cierto traumático temor ante la fecundidad porque el otro podría quitarnos el puesto, porque sentimos

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amenazada nues¬tra existencia. Y en última instancia ese repliegue a querer ser solamente yo es miedo a
la muerte, miedo a perder la vida, todo lo que tenemos y somos.

Pero, como dice el Señor en el Evangelio, precisamente este desesperado intento de poseer el yo en su
totalidad, al menos este yo y tanto mundo como le pueda caber; ese inten¬to conduce a que el yo se
seque y vacíe. Esto es así porque el hombre, que ha sido creado a imagen del Dios trinitario, no puede
encontrarse a sí mismo mientras se cierre en sí mismo. Sólo puede encontrarse a sí mismo en la relación,
saliendo de sí mismo, haciendo donación de sí, con el gesto propio del grano de trigo que muere.

Hacerse sacerdote significa que nosotros, de una forma completamente específica, aceptamos la llamada
que el Se¬ñor nos hace en el evangelio de hoy, que decimos sí: Señor, tómame como soy, hazme como tú
me quieres, en tus ma¬nos me pongo, me entrego a ti. El Evangelio termina con esta frase: «El que quiera
ser mi servidor, estará donde yo esté, y el Padre lo honrará». Hacerse sacerdote significa convertirse en
diákonos Christou, convertirse en servidor de Cristo; y eso quiere decir no estar en el lugar propio, en el
lugar buscado por mí mismo, de mi propio yo, sino estar allí donde El está. Yo pienso que esta es
propiamente la descripción más íntima del ministerio sacerdotal: estar donde Él está; buscarlo a Él, estar
a disposición de Él, escucharle a Él, andar con Él, vivir con Él; y esto significa siempre estar inmersos en el
misterio de la cruz y de la resurrección. Pues ese es su lugar permanente, el lugar de su sufrimiento en el
mundo y al mismo tiempo el lugar de su esplendor, ya que al dejarse desgajar tiene lugar el misterio divino
de la fecundidad, la iluminación de la vida de Dios sobre el mundo.

Luego viene esa maravillosa promesa: «El Padre lo honra¬rá». Nosotros no buscamos la honra de los
hombres, no busca¬mos un puesto, pues en ese caso tendríamos que doblegarnos también ante la
opinión de los hombres, tendríamos que so¬meternos a la opinión pública, que pasa por ser instrumento
de libertad, pero en verdad es la esclavitud propiamente dicha, que eleva a los hombres y luego los hace
caer. Una y otra vez ocurre que los hombres son esclavizados debido a que ellos se congracian con esta
opinión buscando su pasajera y frágil gloria. No es eso lo que buscamos nosotros. La verdad os hará libres.
Os hará abandonar la búsqueda de las opiniones. Noso¬tros tenemos la mirada puesta en la verdad de
Dios, en el mis¬terio de Jesucristo, y estando con él estamos seguros en el lugar de lo poco vistoso, en el
lugar de la cruz de este mundo, pero precisamente de esta manera estamos en la gloria de Dios, en el
esplendor de su rostro que ilumina este mundo. Si busca¬mos la gloria de Dios, si buscamos la verdad,
entonces estamos en su gloria. Y esa es la bienaventuranza propiamente dicha, la libertad y la vida; no
sólo para nosotros, sino para los demás.

Queridos amigos, vosotros habéis dicho sí: «Sí, estoy dis¬puesto». Nosotros rezamos por vosotros en esta
hora para que el Señor bendiga ese sí, para que vosotros podáis siempre en-contrar el lugar donde él está
y para que, como servidores su¬yos, podáis estar junto a los hombres unidos a él, por él y con él y, de ese
modo, sigáis siendo glorificados por Dios.

«TÚ ME HAS PREPARADO UN CUERPO »

Porto Santa Rufina, La Storta (Roma) 2000

¡Queridos hermanos en el sacerdocio!

¡Queridos candidatos a la ordenación!

¡Queridos hermanos y hermanas!

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En este momento de fiesta para nosotros coinciden dos festividades de la Iglesia que pueden ayudarnos
a comprender mejor la realidad, el acontecimiento de este día: la festividad del Precursor del Señor, Juan
el Bautista, y la gran festividad de la Iglesia, el Corpus Christi.

San Juan se ha designado a sí mismo como «voz», como voz que llama a penitencia, a conversión, como
voz que invita a preparar los caminos por los que luego pueda venir Cristo, el Rey y Salvador. Los padres
de la Iglesia han unido esta defini¬ción como voz, que de sí mismo dio el Precursor, con el título más
significativo de Cristo que aparece en el cuarto Evangelio. Cristo —nos dice san Juan Evangelista— es el
Logos, la Pala¬bra, la autoexpresión creadora del Padre. Cristo es la Palabra y Juan es la voz que sirve para
que esta Palabra eterna hecha carne sea percibida, para que sea accesible y esté presente en este mundo.
Podemos decir que san Juan, que es la voz de esta palabra, vive una vida de servicio, una vida que no es
para sí, sino una vida de entrega de sí mismo, una vida que consiste en sacrificarse por otro.

San Juan es la voz de la Palabra. Si reflexionamos sobre el vínculo existente entre palabra y voz, podemos
comprender, en primer lugar, que el hecho de ser servidor, la existencia dia¬conal, no es una cuestión
pasajera, no es algo limitado durante un tiempo de la vida, de la ordenación. Es una dimensión
permanente, también para los sacerdotes, para los obispos, para el Papa, porque el mismo Cristo se
mantuvo siendo ser¬vidor; y san Juan, su Precursor, es plenamente voz para otro; no vive para sí, sino
para otro. Estar de servicio, ser servidor, ser diácono es una dimensión fundamental del sacramento de la
ordenación, y vosotros, que hoy recibís esa ordenación, in¬gresáis así en una íntima comunidad con la
historia de Cristo, prefigurada y vivida anticipadamente en el Precursor.

Juan es voz, es servidor, está al servicio del otro. De ese modo podemos comprender también que el
ministerio de la Palabra no comprende solamente la tarea de predicar, la tarea de la catequesis, de la
conversación religiosa, etc.; no es sola¬mente una tarea, sino una realidad existencial y esencial en la vida
del diácono, del sacerdote. Nosotros sólo podemos ser voz de la Palabra si nuestra vida se halla penetrada
por la Pala¬bra, si vivimos en la Palabra. Los Padres griegos han dicho que nuestra existencia tiene que
ser una existencia para la Palabra y de la Palabra. Dicho de otra manera, las palabras que nosotros
podemos proclamar únicamente convencen si nuestra vida es Palabra, está alimentada por la Palabra,
vive de la Palabra.

Sobre su pecho

Podemos pensar, pues, en el emotivo relato de la última Cena, en el que san Juan nos cuenta que el
discípulo predi¬lecto se reclinó sobre el pecho del Señor. Esa expresión nos hace pensar en el principio
del Evangelio en el que se dice que el Hijo procede del seno del Padre, que él está en el seno del Padre y
por eso permite ver al Padre. Estar al servicio de la Palabra presupone estar en esa íntima relación con
Aquél que es la Palabra, estar sobre el pecho del Hijo, como él está sobre el pecho del Padre, beber la
palabra procedente de su corazón, vivir en la proximidad de su corazón puro, beber de él la palabra de la
vida. San Pablo nos dice lo mismo con otras palabras, cuando dice que nosotros tenemos que
com¬penetrarnos con la mente de Cristo. ¿Cuál es la mente Cris¬to? Pablo responde: El se rebajó hasta
la cruz. Y precisamente por haberse rebajado ha superado la soberbia de Adán, la soberbia que destruye
a la humanidad. Con la humildad de ese rebajamiento hasta la muerte ha transformado la mise¬ria
humana; en la medida en que él se ha entregado, se ha convertido realmente en el Señor del cielo y de la
tierra. Y de ahí que oigamos la palabra del Señor que dice: Sólo quien se pierde, se encuentra
verdaderamente; quien quiere conservar la vida para sí, la pierde, y quien pierde su vida, la encuentra.
Perder la vida es el gran movimiento del amor, el movimiento propio del diácono, el movimiento de san

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Juan Bautista y, fi-nalmente, la dinámica del mismo Cristo. Penetremos en esta mente de Cristo y
aprendamos así la palabra para, con nuestra vida, convertirnos en palabra de Cristo y en palabra de vida.

Con esto hemos llegado ya a la otra festividad que hoy celebramos, la festividad del Corpus Christi, la
festividad del Cuerpo de Cristo. Se trata de una fiesta que tiene su origen en la Edad Media y, debido a
eso, los Reformadores del siglo xvi, y en cierto modo también los reformadores de la Liturgia en nuestro
siglo, la han estimado poco en cierto sentido: un asun¬to de la Edad Media —así se decía y así se dice—
no puede ser algo grande ni profundo. Preguntémonos, pues: ¿Aporta realmente algo nuevo esta fiesta a
la gran tradición eucarística precedente? La novedad que aparece en el siglo xiii es el culto de adoración
de la Eucaristía. Con el nacimiento de esta fiesta tiene su comienzo el uso del ostensorio, de las
procesiones, del sagrario, así como la práctica de la plática serena ante el sagra¬rio, mediante la cual
verdaderamente nos encontramos con el Señor: vemos su presencia, oímos su palabra, sentimos que él
está presente. Según los Reformadores del siglo de la Reforma todo esto es falso, un gran error, puesto
que la Eucaristía se creó bajo la forma del pan y del vino para comerla, no para ser contemplada; el Señor
sólo tuvo la intención de celebrar el banquete y la comunión en la celebración.

Nuevo alimento

Pero en este punto tenemos que preguntarnos qué es la comunión y cómo podemos comer este pan, al
Señor mismo. Lo que nosotros comemos en la comunión no es una porción de materia, este alimento es
otra clase de alimento, es el Hijo de Dios hecho hombre. Tomar este nuevo alimento no signi¬fica, por
tanto, comer cualquier cosa, es un encuentro de mi yo con el yo del Hijo de Dios, se trata de una comunión
de corazón a corazón. La comunión eucarística no es algo exter¬no. La comunión con el Hijo de Dios, que
se da en la hostia, es un encuentro con el Hijo de Dios y, por tanto, un acto de comunicación y de
adoración. Sólo podemos recibirla con una actitud de adoración, abriendo toda nuestra existencia a su
presencia, abriéndonos para que él se convierta en la fuerza de nuestra vida. Esto es lo que describe san
Agustín cuando habla de sus visiones, en las que oía que el Señor en la eucaristía le decía: Es otro tipo de
alimento, no eres tú quien tiene que asimilarme sino que eres tú el que ha de ser asimilado por mí.

Comulgar es, por tanto, adorar. La adoración es algo in¬compatible con la comunión, es el aspecto
profundo de la co¬munión, y sólo adorando entramos verdaderamente en comu¬nión con Cristo. Así,
pues, con la adoración se profundiza in¬finitamente en la comunión con Cristo. Tenemos constancia de
cuántas bendiciones se han producido en nuestras iglesias con la adoración serena, sabemos que los
grandes santos del amor se alimentaron de la adoración de la presencia de Cristo, porque ellos adorándolo
llegaron al conocimiento de su amor, porque comieron y bebieron su amor hasta el final y porque ellos
mismos llegaron a ser amor viviente. Sólo podemos co¬mulgar correctamente si la comunión se amplía,
se profun¬diza, se concreta en una adoración que realmente acepta el misterio de esta presencia.

En todo caso, la adoración que participa del misterio euca- rístico, que es la más íntima dimensión de la
comunión, tiene además una conexión mucho más profunda con el misterio de la voluntad del Señor.
Nosotros tenemos que preguntarnos lo siguiente: ¿Cómo es posible que Jesús se convierta en alimen¬to,
que nosotros podamos comer a Jesús? Eso sólo es posible porque él, en el acto de amor hasta el final en
la cruz y en la resurrección, se ha transformado en un ser que vive en el espí¬ritu que da vida, como dice
san Pablo. En la cruz, en la entrega de sí mismo, en la resurrección él se ha convertido en espíritu dador
de vida, y, de ese modo, es sacramento para nosotros. Este don que lo convierte en alimento, en espíritu
dador de vida, es adoración.

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Transformación del mundo

La Eucaristía no es, pues, un banquete en el que se dis¬tribuye algo, sino que es actualidad de ese tránsito
hasta el espíritu vivificador, es actualidad de ese dinamismo de acceso al Padre, es el Señor que abre la
puerta, como dice la Carta a los Hebreos. Sólo entrando por la senda de la transformación del Señor, sólo
accediendo a ese gran acto de adoración, en el que el mundo tiene que transformarse en amor, podemos
participar correctamente en el misterio de la Eucaristía. El misterio eucarístico alcanza así su plenitud; no
es sólo la trans¬formación del pan y del vino, sino nuestra transformación y la transformación del mundo
en hostia viva. Y cuando nosotros los sacerdotes, en el momento de la consagración, pronuncia¬mos las
palabras del Señor —«Esto es mi cuerpo, esto es mi sangre»—, cuando el Señor nos presta su boca para
pronun¬ciar estas palabras de la transformación del pan y del vino, decimos estas palabras para nosotros
mismos y para el mundo y rogamos que el Señor nos transforme y que nosotros mismos nos convirtamos
en adoración y hostia viva. Santo Tomás dice que el contenido último de la Eucaristía es la caridad, el
amor. La presencia del Señor sirve para transformarnos a nosotros y al mundo en adoración, es decir, en
un acto de amor y de glorificación de Dios.

Finalmente me gustaría mencionar el comienzo de la vida de Jesús tal como se describe en la Carta a los
Hebreos. Esta Carta nos dice que la Encarnación tiene lugar mediante un diálogo entre el Padre y el Hijo.
El Hijo dice: «No quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo [...]. Entonces yo dije:
He aquí que vengo» (10,5-7). En esta frase se halla comprendida toda la vida de Jesús. Se trata de la
pa¬labra de la encarnación y de la crucifixión a la vez. Tú me has preparado un cuerpo, he aquí que vengo.
Es la palabra sacer¬dotal, es la vida de Cristo. Y cuando recibimos la ordenación al sacerdocio, entramos
en esa palabra, queridos amigos, en ese momento decimos también nosotros: Me has prepara¬do un
cuerpo, he aquí que vengo, no quiero darte cualquier cosa, una parte o la otra; me has preparado un
cuerpo, que¬rría entregarme a mí mismo: He aquí que vengo. En este mo¬mento pedimos por todos
vosotros, queridos hermanos, para que toda vuestra vida radique en esa palabra y para que podáis ser
verdaderos diáconos, verdaderos sacerdotes de Cristo. Me has preparado un cuerpo, me has dado a mí
mismo; he aquí que vengo.

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¡HACER PRESENTE AL DIÁCONO JESUCRISTO EN EL TIEMPO DE LA IGLESIA!
Múnich, septiembre 1977

1. a Lectura: Am 8,4-7

2. a Lectura: 1 Tim 2,1-8

Evangelio: Le 16,1-13

¡Queridos hermanos y hermanas!

¡Queridos candidatos a la ordenación!

Las lecturas del día de hoy, domingo XXV del tiempo or¬dinario, y el Evangelio que acabamos de escuchar
concuerdan sorprendentemente de forma plena con el ministerio diaconal, a cuya disposición, queridos
amigos, queréis poneros vosotros en este momento y a partir de este momento.

Primero nos ha llamado la interpelante y potente voz del profeta Amos, una trompeta lo llaman los Padres
de la Iglesia, una especie de llamada a juicio, que pretende despertarnos del sueño de nuestro egoísmo,
de nuestra avaricia, de nuestro afán de poder. Amos, con una dureza insólita incluso en el Antiguo
Testamento, ha clamado ante la conciencia de los ri¬cos y propietarios, invitándolos a que sean
conscientes de que llegará un día en que tendrán que rendir cuentas ante Dios. El estaba profundamente
convencido de que el país entero había sido entregado al pueblo del Israel, de que nadie podía tener
posesiones para él solo, sino que toda propiedad es para el servicio mutuo. Y de ese modo se relaciona
esta lectura con la parábola del administrador infiel, en la que el Señor quiere que tomemos conciencia
de que todos nosotros somos

únicamente administradores; que el propietario es Dios. Y a todos nosotros se nos ha dado lo que tenemos
solamente para que nos sirvamos unos a otros. El Evangelio nos plantea la pregunta de si nosotros
podemos ser dignos de los grandes clones de la Verdad y de la proximidad a Dios, si resulta que no
administramos correctamente los dones pequeños, como son las cosas de este mundo.

Y ambas cuestiones se hallan en relación con la palabra de la oración colecta, en la que se dice: «¡O Dios!,
que has puesto la plenitud de la ley en el amor a Dios y al prójimo». El verdadero derecho de Dios, que
debe regular y purificar a este mundo, es el amor. Ser cristiano no significa estar sometido a un sinnúmero
de mandamientos que al final ninguna persona puede abarcar; ser cristiano, por el contrario, significa
acce¬der al centro del amor que procede de Dios y que se nos ha encomendado, para vivirlo en la vida
diaria en sus múltiples exigencias y formas.

Así es como detrás de todo eso se hace patente la figura del verdadero administrador, del administrador
verdadera¬mente fiel a Dios, Jesucristo, que nos ha sido dado a todos nosotros. El, el Hijo, se ha hecho
nuestro diácono. Este es un aspecto central del misterio de Jesucristo, a saber, que el Señor de todos
nosotros es diácono, Servidor, que va de un lado a otro para servirnos y descubrirnos el misterio del amor
de Dios. La grandeza del ministerio diaconal, que ahora van a recibir, consiste en la misión de hacer
presente al diácono Jesucristo en el tiempo de la Iglesia. Hacer pre¬sente al diácono Jesucristo quiere
decir representar y hacer real en la Iglesia el mandato de su amor. Por eso se les en¬comienda por encima
de todo continuar con la transmisión de los signos del amor de Jesucristo; con el cuidado de los enfermos
y de los que sufren; acercarse a ellos y darles lo que ninguna técnica ni medicina puede darles: la cercanía
de la compasión y de la convivencia; la fuerza de comprender que incluso en el sufrimiento se aprende a

59
creer en el amor de Dios; la solicitud de aquel que, en la compasión, hace que incluso el sufrimiento tenga
sentido y sea valioso. Y también se les ha encomendado la misión de cuidar y preocuparse de los pobres;
y también acompañar a los hombres en su último camino en este mundo, como expresión de nuestro
profundo respeto ante el misterio del cuerpo y de la vida, que está destinada a la inmortalidad, y como
parte del amor hacia quienes, en ese trance de la muerte, han perdido una parte de sí mismos. Ser diácono
significa hacer presente en la Iglesia, mediante el sacramento, el misterio de la diaconía de Jesucristo, su
amor.

Sólo aparentemente parece desviarse de este gran contexto, planteado por las lecturas y el Evangelio, la
lectura neotes- tamentaria de la primera carta a Timoteo. En su centro hay una frase luminosa en la que
se pone de manifiesto toda la sublimidad de la concepción cristiana de Dios y del hombre: «Dios quiere
que todos los hombres se salven y lleguen al co¬nocimiento de la verdad». Dios ama a todos. No tiene
hijos de primera y segunda categoría, sino que se interesa por todos, pues todos son criaturas suyas. Por
eso su salvación y su amor tienen validez para todos los que tienen rostro humano.

Pero precisamente por esa razón es necesario que la Verdad del Evangelio sea anunciada a todo el mundo.
Pues así nos lo hace saber este texto: la salvación del hombre es la Verdad. Eso resulta claro incluso desde
el punto de vista humano; pues, cuando yo vivo en la mentira, vivo entonces contra la reali¬dad, vivo
contra mí mismo, contra lo que propiamente soy. Y, cuando vivo contra la realidad, contra lo que me es
propio, entonces me extravío, sufro escisión y destrucción, y eso signi-fica: estoy en perdición.

Pero al mismo tiempo podemos decir: La salvación es el amor, pues la perdición del hombre es no ser
amado, caer en el olvido, la soledad que destruye su vida, que no le permite alcanzar la riqueza que se
comunica en la convivencia, en el misterio del amor.

La verdad es la salvación, el amor es la salvación. Am¬bas cosas no se contradicen entre sí, sino que se
hallan en consonancia, puesto que el mismo Dios es verdad amor. Por eso también el profeta ejerce su
crítica social no en función de una ideología, no por la envidia de quien ha prosperado poco, no por
resentimiento, sino desde la verdad de Dios revelada por el amor. Y el punto central de su crítica estriba
en que él echa en cara a los hombres que se hayan olvidado del día sagrado del descanso de Dios, del día
de la libertad, con que él ha obsequiado a los hombres; les echa en cara que no quieran aceptar el ritmo
de vida con que él nos ha dotado y que, en su lugar, implanten el ritmo contrario del egoísmo, de la codicia
y del despotismo. El amor de Jesucristo no pue¬de llegar a estar presente sin la palabra de la fe. Uno y
otra van de la mano. En cuanto a todos los ministerios del amor de que hemos hablado anteriormente —
visitar enfermos, atender a los pobres, consolar a los que sufren, acompañar a los hombres en su último
trance—, ninguno de ellos puede llevarse a cabo sin la palabra que dota de sentido y que hace que el
amor sea una certeza. Verdad sin amor no sería verdad, pero, a su vez, amor sin verdad se convierte en
obstinación y, en definitiva, en burda ideología sin capacidad para salvar.

Ya que ustedes encarnan al diácono Jesucristo, al servicial amor del Señor, precisamente por eso se les ha
encomendado el ministerio de la palabra. Así como los ministerios del amor difunden el Evangelio, del
mismo modo en los ministerios de la Palabra, en la escuela, en el púlpito, en la formación de adultos o en
cualquier otro sitio tiene que traslucirse algo del amor de Jesucristo.

Todo ministerio de la Palabra tiene su fundamento en este principio: «Dios ama a todos y quiere que todos
se salven». Ser diácono significa estar facultado para hacer presente al diáco¬no Jesucristo en la vida de
la Iglesia. En este momento todos nosotros rezamos por ustedes pidiendo que él bendiga el ca¬mino para

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el que ustedes se han ofrecido, para que éste resulte una bendición para toda la santa Iglesia de Dios. Y
rezamos para que sea verdad en ustedes y en nosotros todo lo que hoy dice la Iglesia en la oración de
después de la comunión: «Con¬cédenos, Señor, que lo que hemos recibido en el sacramento y
confesamos en la fe, se haga verdad en nosotros».

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TRANSMITIR EL EVANGELIO VIVO
Munich, febrero 1978

Lectura: 2 Tim 1,8b-10

Evangelio: Mt 17,1-9

¡Queridos candidatos a la ordenación!

¡Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

El Concilio Vaticano II, con un nuevo planteamiento, ha situado la función y ministerio del diácono en el
centro de la vida eclesiástica. Esto puede parecer contradictorio en un tiempo en que no sólo desaparecen
externamente las profesio¬nes dedicadas a prestar servicios, sino que tras ese fenómeno se halla latente
una oposición profunda y muy comprensible contra el hecho mismo de servir. Servir parece una
consecuen¬cia del dominio del hombre sobre el hombre, es decir, un ata¬que a la igualdad, a la igual
dignidad y libertad del hombre. Y ciertamente es verdad que en todas las épocas se ha dado abu¬sos de
dominio, un reparto abusivo de los hombres, negación de la igual dignidad, con que el Creador los dotó.

Sólo que cada vez somos más conscientes de que la supre¬sión del servicio no es la respuesta adecuada;
pues nosotros los hombres hemos sido creados de tal modo que necesita¬mos los unos de los otros, que
sólo podemos vivir en depen¬dencia recíproca los unos de los otros y, en consecuencia, los unos para los
otros; que, por consiguiente, sin servicio nuestra vida no puede subsistir. Y si no queremos seguir
sir¬viéndonos unos a otros, entonces sólo nos queda que esta necesaria dependencia recíproca la
procuremos de otra ma¬ñera, poniéndonos al servicio de las máquinas, al servicio de sistemas anónimos,
y a través de ellos, de la manera que sea, dejándonos poner en relación unos con otros. Entonces nos
ponemos al servicio de la máquina, del sistema, perdiendo nuestra libertad y pagando todo esto, además,
con un empo¬brecimiento de la convivencia humana, de la confianza capaz de unir a los hombres entre
sí.

En esta situación la Iglesia dirige su mirada a Jesucristo, que fue diácono para nosotros. El, el señor del
mundo, se hizo diácono, se hizo servidor. El reúne a los suyos a la mesa y les lava los pies. El transforma
el mundo llevando a cabo su rei¬nado como un servicio, de forma que siendo el señor sirve y se convierte
en el servidor de todos. De ese modo nos anima a asumir la verdadera dignidad y libertad del hombre y a
erigir un nuevo símbolo en este mundo. La Iglesia, si quiere ser Igle¬sia de Jesucristo, necesita hacer
presente al diácono Jesucristo.

Y lo busca en una doble figura. Por un lado, en el diácono ordenado, que permanece siendo diácono
toda su vida, ser¬vidor, y representa así, en nuestro tiempo, de forma visible, al diácono Jesucristo,
aceptando su llamada. Pero la Iglesia lo necesita también en el sentido de que cualquier otro minis¬terio
eclesiástico tiene que ser diaconía. No es sólo una vieja tradición el hecho de que la ordenación diaconal
preceda a la ordenación sacerdotal. Un sacerdote que dejase de ser diáco¬no, tampoco estaría
cumpliendo con su ministerio sacerdotal.

Y un obispo que no continuase siendo diácono no sería ya un verdadero obispo. Y un papa que no
fuese diácono no sería ya un auténtico papa. La condición de diácono es y sigue sien¬do una dimensión
de todo ministerio eclesiástico, porque el Señor, que es el titular de todos esos ministerios, él mismo se
ha convertido en nuestro diácono y permanece como tal en la sagrada Eucaristía hasta el fin de los días.

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Si nos preguntamos ahora cuál es la intención próxima de este diaconado encontramos la respuesta
precisamente en las lecturas de este día. En este sentido se dice en primer lugar: «Nos llamó con vocación
santa» (2 Tim 1,9). El diaconado está basado ante todo en su llamada y se sostiene siempre en ella. La
lectura tiende así un puente hacia el evangelio de hoy sobre la transfiguración del Cristo; pues todo este
evangelio tiene su centro en la voz del Padre, que da testimonio de su Hijo como cumplimiento de la Ley
y los Profetas, de Moisés y Elias, diciendo: «Este es mi Hijo amado, escuchadle» (Mt 17,6). Del rayo de luz
de Dios que penetró en los corazones de los discípulos les quedó como llamada permanente esta voz:
«Escuchadle». Y desde aquel momento supieron que ellos se hallarían ante esa luz de Dios, que ellos se
hallarían en el ámbito de la transfiguración, de la transformación del mundo si permanecían fieles a esta
voz y profundizaban cada vez más en ella. A partir de ese momento toda su vida fue un adentrar¬se en
esa voz: «Escuchadle»; una escucha cada vez más atenta al Hijo, a Jesucristo, para de ese modo conseguir
que los demás hombres también lo escuchen. Gracias a que ellos mismos la escuchaban, podían transmitir
la voz de Dios —«Escuchad¬le»— y hacer que los pueblos del orbe la escucharan, con¬duciéndolos así
hasta el resplandor de la transfiguración. Ser diácono significa, pues, vivir con esta perspectiva, significa
ser oyente de la palabra, oyente de Jesucristo.

La tarea principal del diácono es, según la tradición de la Iglesia, el anuncio del Evangelio a todos los
niveles y de todas las formas. Debe ser evangelizados Debe proporcionar a los hombres el pan de la
Palabra, que les dota del sentido del que el hombre vive no menos que del pan terreno. El diácono debe
ser evangelizador; pero él sólo puede anunciar lo que ha oído y si ha oído. Sólo puede seguir anunciando
vivamente el Evan¬gelio para este tiempo si él mismo permanece a la escucha del Evangelio. En la medida
en que escuche con atención podrá ser mensajero, podrá transmitir la voz de Dios: «¡Este es mi Hijo
amado, escuchadle!».

La lectura continúa: «Nos llamó, no por nuestras obras, sino según su designio y según la gracia» (2 Tim
1,9). Esta frase puede que primeramente nos resulte humillante. Si pen¬sáramos que destacábamos por
nuestras cualidades, nuestros méritos y aptitud, entonces nos encontramos con la siguien¬te respuesta:
No. Ningún hombre es por sí mismo adecuado para la Palabra de Dios ni lo suficientemente grande para
po¬der ser su portador. Pero precisamente eso que nos humilla es lo que nos anima. Pues, si
contempláramos nuestra propia talla, tendríamos que desanimarnos una y otra vez, tendría¬mos que
empezar a preguntarnos: Señor, ¿por qué precisa¬mente a mí? Hay otros mucho más aptos. Entonces
tiene que venir a nuestra mente la situación de Elias y de Jeremías, en la que decimos: «¡Señor, ya tengo
bastante. Déjame ir! ¡Yo no quiero tener nada que ver con esa misión!». La propia talla no basta. Mas
precisamente por eso podemos atrevernos llenos de confianza, puesto que es El quien nos ha elegido y
porque El es nuestro guía. La humildad, a la que de ese modo nos ha llevado, nos da ánimo; pues significa
que no tenemos que preocuparnos por nosotros. No necesitamos preocuparnos por cómo me va a ir, sino
que, prescindiendo de nosotros mismos podemos marchar tranquilamente, confiados en aquel que nos
ha elegido y que nos conoce tal como somos.

Y querría extraer otra frase más de esta lectura, justo la primera: «Sufre conmigo por el Evangelio» (2 Tim
1,8). El ministerio eclesiástico no es un empleo en el que la persona de uno pudiera permanecer al margen.
No es un empleo para ganarse el sustento, en el que uno cumple sus horas y luego pasa a ser persona
privada, poniendo fin al fastidio del trabajo y dejándolo atrás. Se trata de una profesión que nos requiere
en lo más personal, que nos requiere como persona, que nos pide precisamente estar dispuestos a asumir,
en lo más íntimo de nosotros mismos, este Evangelio y su servicio, así como a considerar que vale la pena
sufrir por él. Y sólo quien en sí mismo ha aceptado el sufrimiento puede comprender tam¬bién el

63
sufrimiento de otro, puede verdaderamente consolar y curar. Sólo el Redentor crucificado, que ha
experimentado en sí mismo el sufrimiento, podía llegar a ser el salvador del sufrimiento de este mundo.

El segundo gran servicio del diácono es la caridad: el mi¬nisterio que, con el amor de Jesucristo, atiende
al sufrimiento y la indigencia de este mundo. En la Iglesia antigua le estaba encomendado al diácono en
la Eucaristía el servicio del cáliz, de la sangre de Jesucristo como símbolo de la atención al su¬frimiento
desde el sufrimiento y del amor de Jesucristo con su capacidad de transformarnos. Vocación en la caridad
de Jesucristo significa, por un lado, estar anclado en el profundí¬simo misterio de la Eucaristía, en el centro
del culto cristiano, y, desde ahí precisamente, tener la capacidad y la disposición para, junto con el Señor,
ocuparse de la miseria del mundo y acogerla para proporcionarle consuelo, sanarla con nuestra caridad y
compasión.

En la definición del diaconado entra la persona así como su disposición a sufrir personalmente por el
Evangelio; a asu¬mirlo hasta el extremo de la propia vida. Y de ahí el profundo sentido de que la Iglesia
haya vinculado el diaconado, como etapa previa al sacerdocio, con la promesa de celibato, como
expresión de que se está dispuesto, con toda la vida, a poner todo en juego por el Evangelio. Sabemos
cuánto se critica hoy esta institución. Tenemos conocimiento de cuántas cuestio¬nes de peso y, sobre
todo, de carácter práctico-pragmático se plantean al respecto en relación con la falta de sacerdotes en
nuestro tiempo; pero yo creo que resulta extraordinariamente inaudito y audaz el hecho de que la Iglesia,
por encima de todo pragmatismo, contraponga este coraje intrépido de la fe, esta efectiva acción de
protesta contra una sociedad atrapada en el placer; que ella mantenga este signo de fe como expresión
de nuestro efectivo sí al Evangelio. Y por mucho que se proteste contra esto, en cierto modo permanece
como una espina cla¬vada en la carne de esta época el hecho de que haya personas que creen tanto en
el Evangelio que hacen por él lo que resulta irracional desde el punto de vista terreno y responden por
ello con toda su existencia, en cuerpo y alma, dando así testimonio de ello; pues sin la confianza interior
en el Evangelio no puede vivirse esa fidelidad. Cuanto más libremente la vivimos, más nos encontramos
con el Señor, más nos encontramos con el nuevo amor, que nos desvela ese tipo de libertad, más nos
en¬contramos con la plenitud que nace de la fidelidad.

En esta lectura se dice también que todo esto nos fue dado antes de los tiempos eternos, pero que se ha
manifestado ahora por la aparición de Cristo (2 Tim 1,10). Lo eterno realizado en el tiempo. Esta es la
grandeza del diaconado, que no es solamente un genérico negocio pasajero, sino que traslada la eterna
voluntad y el don de Dios a nuestro tiempo; en él se hace efectiva la manifestación, la epifanía de
Jesucristo, el haz de luz que los discípulos vieron sobre el Tabor, que los cubrió aunque no hasta el punto
de que el mundo se convirtiese así en el Paraíso. Tenemos que seguir abajo en el valle, pero de tal forma
que, en esta peregrinación, en la cercanía de su palabra, seamos portadores de la luz refulgente de su
bondad que nos abre camino.

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EL DIÁCONO, MAESTRO DE LA ACCIÓN DE GRACIAS
Munich, diciembre 1978

Lectura: 1 Tes 5,16-24

¡Queridos candidatos a la ordenación! ¡Queridos

hermanos y hermanas en el Señor!

La Iglesia nos proclama hoy, en el tercer domingo de Ad¬viento, un fragmento de la epístola más antigua
del apóstol san Pablo y, por tanto, de los tiempos en que tiene sus comien¬zos el Nuevo Testamento
escrito. Se advierte, incluso desde el punto de vista formal, la alegría temprana del comienzo, la alegría
de ver que la promesa se cumple, que la semilla de la Palabra da su fruto, que se propaga, que el árbol de
la Iglesia comienza poco a poco a extender sus ramas por todo el orbe. Y al mismo tiempo se nota también
la creciente preocupación paternal por que la Palabra eche raíces, por que no ocurra que, tras un
entusiasmo inicial, sea arrancada de nuevo, sino que crezca continuamente hasta dar su fruto. Por eso se
dice al fi¬nal qué es el Adviento: Vivir desde proximidad de Dios y con vistas a la proximidad de Dios.

Pero también se nos dice algo más sobre lo que en este momento tiene lugar, pues eso es lo propio de la
Palabra de Dios de que es tan rica que cada vez que se la escucha puede decirnos algo nuevo. Fijémonos
simplemente en un par de versículos de este fragmento de la Carta a los Tesalonicenses. Comienza con la
frase «¡Estad siempre alegres!». Desde los tiempos más remotos es este el acorde que la Iglesia ha hecho
resonar en el tercer domingo de Adviento, sólo que antes leía esta frase de una carta tardía de san Pablo,
la epístola a los Fili- penses, que él escribe en la prisión, confrontado con la muer¬te. Ahora bien, de ese
modo se abre precisamente un gran espacio de tiempo, de mayor amplitud que si tomásemos la frase de
una sola Carta. Pablo permaneció fiel a sí mismo. Lo que aquí figura no es solamente el optimismo del
principio, es algo que, conservado a lo largo de muchos sufrimientos, volverá a estar presente al final.

«¡Estad siempre alegres!». Propiamente, hablando en tér¬minos puramente humanos, esta frase es una
osadía. Hay tan¬tas cosas que pueden acabar con la alegría: una enfermedad que le rompe a uno la vida;
la muerte de personas queridas; el fracaso, la enemistad, la confianza defraudada. Todo esto podría
provocar que los hombres se desalentaran, que per¬dieran la alegría, que fueran arrastrados a la
resignación, in¬cluso al cinismo. Y si miramos hoy a nuestro alrededor, ¡en cuántos rostros se aprecian
resignación y cinismo! Y la imagen del hombre que impera en los medios de comunicación está orientada
a ridiculizar como ingenuas a las personas que osan estar contentas, que creen que la vida y el mundo son
buenos y motivo de alegría. Pero Pablo, que ha escrito esta frase, no es un ingenuo. Sólo hace falta leer
el informe de su vida en la segunda epístola a los Corintios para ver qué abismos tuvo que atravesar. Y a
pesar de eso y precisamente por eso dice: «¡Estad siempre alegres!».

El cristiano está inmerso en una alegría que no le puede ser arrebatada. Si una persona es objeto de un
gran amor, si ésta se puede sentir querida por alguien que es bueno, poderoso y absolutamente fiable,
eso no es una garantía de que no le pue¬da ocurrir algo horrible y de que el horror permanezca. Pero eso
no podrá destruirlo porque hay algo en él que no puede ser afectado por todos esos horrores: una luz y
una fuerza más poderosas que todo eso. Ahora bien, el cristiano es una per¬sona de ese tipo, porque ha
recibido el don de ser amado por

Dios, que es absolutamente bueno y poderoso, cuyo amor no depende del estado de ánimo y cuya
fidelidad nunca i laquea. Y por eso no van con el cristiano la resignación, la falta de alegría, la mordacidad,

65
la ausencia de buen humor, el cinismo. La doctrina espiritual de los monjes de la Iglesia primitiva y, en
parte también, la doctrina de las virtudes de la Edad Me¬dia —cosa que hemos olvidado en exceso—
presenta como el vicio de todos los vicios, como algo propiamente opuesto a la fe la «acedía», es decir, la
tristeza y la apatía del corazón, que ya no es capaz de conifar ni de alegrarse ni de amar. La falta de alegría
en este profundo sentido es renuncia a la fe, renuncia a Dios, cuyo sí sigue siendo el fundamento de
nuestra vida, pase lo que pase. «Estad alegres», esto quiere decir, por tanto: Sed creyentes, inmersos en
la certeza de lo que nos ha anunciado el Evangelio: Dios ama sin veleidad.

Y en ese sentido el texto en cuestión va dirigido a voso¬tros, queridos amigos. Vosotros debéis convertiros
en diáco¬nos del Evangelio. En evangelizadores de Jesucristo en nues¬tro mundo. Pero quien está
amargado o resignado no puede ser evangelizador. El Evangelio sólo puede ser anunciado con credibilidad
por quien, por un lado, ha sufrido, por quien no ha eludido la realidad —la difícil realidad de este mundo—
, por quien ha permanecido firme en la fe en el amor, que es más fuerte que el sufrimiento. Sólo quien es
evangelizador de esa forma puede a su vez transmitir la alegría que nece¬sitamos, que no es un sucedáneo
ni momentáneo adorme¬cimiento, sino que se mantiene firme frente a la realidad de este mundo.

«¡Estad siempre alegres y sed constantes en orar!», dice la segunda frase. También esto es de nuevo una
exigencia. Y des¬de luego no está dicho a la ligera o de labios para fuera, como si necesitáramos o
pudiéramos orar siempre con palabras. Pero hagamos una vez más una comparación. Una persona que
está poseída profundamente por una idea o por una pasión, por ejemplo, por una voluntad política, por
un conocimiento científico, por una pasión, codicia, odio, amor, por una pro¬funda y ardiente
preocupación, una persona así puede hacer y decir muchas cosas; pero una vez que termine, esa persona
volverá de nuevo a esa pasión, de la que en el fondo de su cora¬zón nunca se ha desprendido, porque le
llena profundamente. «Sed constantes en orar», esto debería significar que el fondo de nuestra alma está
siempre inmerso en Dios, que nosotros en el fondo de nuestro corazón siempre lo tocamos y siempre nos
hallamos en comunicación con él y que, en verdad, desde lo profundo de nuestro ser somos personas de
oración. Sólo si con esa hondura estamos en contacto con Dios, puede recibir energía y ser fecunda
nuestra palabra orante.

Por otro lado, sin duda, la lucha para encontrar la palabra orante conducirá siempre de nuevo el fondo de
nuestra alma a Dios 7 hará que permanezca junto a él. Creo que en los últimos años hemos olvidado
demasiado que el primer servicio del diá¬cono, del sacerdote, del obispo es orar por los otros. El Santo
Padre ha insistido en ello hace poco. Lo más importante, dice, que vosotros podéis hacer es la oración,
más importante aún que la acción católica, pues sin oración ésta se marchita. Y en este sentido hay que
entender también la oración del Breviario de las personas consagradas. No como una carga adicional, sino
como un medio sin el cual todo lo demás se viene abajo. Lo peculiar de nuestra actividad tiene que partir
del hecho de que nosotros somos hombres de oración.

Un obispo de la parte oriental de nuestra patria me dijo hace poco que a él lo que le importaba es que en
cada lugar, en medio de este necrosamiento de nuestra fe, quedaran al menos dos o tres personas de
oración y entonces el lugar permanece¬ría distinto, si siguen en él personas que mantienen el hilo de la
oración. «¡Sed constantes en orar!». Precisamente es este un mandato dirigido tanto a toda la Iglesia
como en particular un mandato a nosotros, a vosotros, que vais a ser diáconos de la

Iglesia. Sólo seréis maestros de oración si, sin cesar, sois discí¬pulos en la oración y de la oración.

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La siguiente frase: «¡Dad gracias en toda ocasión!». Otra vez una frase de carácter absoluto. ¡Estar siempre
alegres, orar siempre, dar gracias siempre! De nuevo la misma exigencia, y en el trasfondo oigo cómo se
me dice: Vaya, estas son las virtudes de los oprimidos con que se les quiere mantener empequeñecidos.
No, se me dirá; insubordinación es lo que necesitamos aprender. El cristiano no es un cómodo
confor¬mista que fácilmente se deja doblegar en el grupo, al estilo de una terapia de grupo, al que su yo
le abandona. Es algo que oiremos en seguida. El cristiano puede ofrecer resisten¬cia, pero lo primero no
es el no, sino el sí. Aprender a dar gracias en las vicisitudes de la vida cotidiana, en las penosas y en las
alegres. Aprender a ver a través de ellas a Dios, que me ama así, precisamente así. Y cuando lo
entendamos, cuando empecemos a transformar en acción de gracias las cosas de la vida cotidiana,
entonces veremos que eso cambia nuestra vida y el mundo, que éste adquiere un aspecto nuevo,
positi¬vo. La acción de gracias es el único asunto realmente creador que hay en este mundo. Tiene lugar
en la Eucaristía, en la ac¬ción de gracias de Jesucristo, en la que El ha transformado la muerte en acción
de gracias y así se ha hecho tan fecundo para todos nosotros como pan de vida eterna. El grano de trigo
que muere es fecundo, pero nosotros sólo podemos celebrar la acción de gracias de Jesucristo, la
Eucaristía, haciéndonos nosotros mismos agradecidos. Como diáconos tenéis el encar¬go de ser
servidores de la Eucaristía, y esto, en su aspecto más profundo, significará ser maestros de la acción de
gracias para que nuestra gratitud sea la patena en la que pueda tener lugar la acción de gracias de
Jesucristo.

Y dos frases más: «No apaguéis el espíritu». El espíritu ne¬cesita cuidado, se lo puede aplastar tan
fácilmente; y nosotros sabemos bien cómo hoy, mediante pasiones prefabricadas, se impide el resurgir
del espíritu. Ser diácono significa cuidar de que, en uno mismo y en los otros, el espíritu pueda crecer,
actuar y fortalecerse. Y finalmente: «¡Guardaos de toda clase de mal!». La apertura indiscriminada que
tantas veces se nos predica no es bíblica ni paulina; es, en verdad, arrogancia y pereza al mismo tiempo.
Sólo la pasión de la abnegación pue¬de purificarnos y liberarnos. Tendremos que convertirnos en
maestros de esta rebeldía para aprenderla de nuevo y enseñarla en una época en la que lo que se enseña
es todo tipo de insu¬bordinación; pero la abnegación, como la rebeldía verdadera y más profundamente
purificadora sólo encuentra menosprecio. Sabiendo que cuando el hombre reniega del deber sólo queda
la obligación y que la liberación de ésta será, en definitiva, esclavitud.

Si aceptamos todo esto, se transformará para nosotros en oración, a la medida de la grandeza de aquello
para lo que he¬mos sido llamados. Rezad para que el Señor ponga en nuestro corazón la alegría que
perdura. Rezad para que el Señor nos enseñe a orar, para que él nos haga agradecidos, para que nos ayude
a mantener alerta el espíritu y resistir al maligno en cualquiera de sus formas. Y nosotros, todos los que
hemos participado en esta ceremonia de ordenación, queremos pe¬dir en esta hora por ustedes, queridos
hermanos, para que el Señor tenga a bien hacer de ustedes verdaderos diáconos del Evangelio y
evangelizadores suyos en este mundo.

67
VIVIR DEL «SÍ» DE CRISTO
Munich, febrero 1979

Lectura: 2 Cor 1,18-22

¡Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

¡Queridos candidatos a la ordenación!

En esta hora de vuestra ordenación como diáconos resue¬na la maravillosa palabra de san Pablo, que
acabamos de oír: Cristo no es sí y no al mismo tiempo, Cristo es sí de Dios, sí a todas las promesas. A partir
de ahí Pablo desarrolla toda una teología del acontecer litúrgico. Con el amén que rezamos por medio de
Cristo penetramos en él mismo, en el amén de Dios y, de ese modo, en la unidad de cielo y tierra, de
promesa y cumplimiento. Desde ahí la mirada recae sobre la constelación formada por Dios, Cristo, la
Iglesia, el creyente individual y el conjunto de los creyentes entre sí. Por eso se dice que es Dios quien nos
afianza en Cristo, quien nos ha ungido, quien, por tanto, nos ha constituido como cristianos, quien nos ha
con¬firmado, quien nos ha reclinado sobre su corazón haciéndonos partícipes de su Espíritu.

Aun cuando todo esto se dice del bautismo, tiene su par¬ticular resonancia en esta hora en que vosotros,
como bauti¬zados, os ponéis al servicio de los bautizados. Pues este es el momento en que vosotros, de
un modo particular, os dejáis afianzar en Cristo, en él ancláis vuestra vida, en él encontráis albergue, la
morada segura, el lugar seguro para vuestra vida, en el que tenéis apoyo y desde el que podéis
proporcionar apoyo a otros. Esta es la hora en que vosotros, sellados en especial medida por él y para él,
sois provistos de su sello de pertenencia y ahora estáis marcados ante el mundo por él y para él para que,
de ese modo, seáis señal que apunta hacia él, os convirtáis en puente por el que se pueda ir hasta él. Y
esta es la hora en que recibís el envío del Espíritu, las palabras del Espíritu de Dios que habréis de decir en
este mundo, la palabra del Evangelio de Jesucristo.

Querría destacar especialmente de este profundo texto so¬lamente dos aspectos por su apropiada
relación con el evento de este día. El primero es el siguiente. Cristo no es «sí/no», esto es, la mezcla de sí
y no, sino que Cristo es precisamente la separación de lo que se halla mezclado confusamente, Cristo es
claridad, precisión y verdad. En él tiene lugar, por así decir, la separación de las aguas, la separación del sí
y el no. Y un paso más; en esta separación Cristo no está del lado del no. El es el sí de Dios. Ser cristiano
significa, por tanto, vivir desde el sí. Significa ser una persona afirmativa, que cree en la fuerza del sí, que
cree que, en medio de todas las destrucciones de la historia, la creación de Dios es buena y que el don de
Dios a los hombres ha seguido presente en ella. El cristiano cree que el mundo no necesita ante todo la
destrucción y la negación, sino que su salvación estriba en reafirmar el sí, en situarse del lado del sí, en
depurarlo de las negaciones, para que el mun¬do resulte habitable, para que sea verdaderamente mundo
de Dios y de ese modo llegue a ser un mundo humano.

El cristiano es el hombre del sí. Nosotros damos testimo¬nio de esto en un mundo en el que la dialéctica
negativa, por un tiempo, casi se había convertido en algo así como la re¬ligión de los intelectuales y en el
que la gran negación de la sabiduría por parte de Marcuse pareció ser la última palabra. La idea era que
había que negar este mundo, que sólo consistía en negación, en el que todo andaba torcido, para que de
la negación de la negación surgiera lo positivo. A partir de ahí se debía reescribir toda la historia y la
concepción del hombre. Quienes marcaron positivamente la historia aparecían repen¬tinamente como
aquellos que habían sostenido el pernicioso poder de los poderosos, como los verdaderamente

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«negativos». Y sólo los negativos, los rebeldes, los negadores, los herejes habrían portado la antorcha de
la Verdad, del Bien. Quien quisiera situarse en el lado correcto de la historia, sólo podría ponerse del lado
de la negación, tendría que ponerse del lado de los herejes, pues siempre se daba previamente por
supuesto que sólo aquél podía tener razón. Lo mismo ha ocurrido con el catálogo de las virtudes, la moral
fue sometida a revisión desde ese punto de vista. Las virtudes positivas aparecieron como el soporte de
la injusticia y de los poderosos y sólo la rebelión, la crítica, la destrucción, el decir que no resulta¬ron la
verdadera virtud que conduce a un mundo mejor. De acuerdo con esto, se vio también a Cristo bajo un
aspecto nuevo, como el rebelde que está en contra de las tradiciones y de la fe de los padres, que en la
cruz lleva a cabo el gran acto de la rebelión, de la renuncia y del no.

Pablo ve las cosas de otra manera: Jesucristo es el sí. El ha vivido el sí al Padre. Y su vida entera fue ese
«sí, Padre». La cruz no es el acto de rebelión, sino el mantenimiento del últi¬mo sí de la obediencia. Cristo
fue obediente hasta la muerte, hasta la muerte en la cruz. Y este sí continuado en medio de las tinieblas
del mundo, eso es lo que redime. La puerta se le abrió mediante el sí de la mujer que dijo: «Sí, hágase en
mí según tu palabra». Cristo habita en el sí. Y convertirse en su servidor significa adoptar la actitud de
María, abriéndole la puerta a su sí mediante nuestro sí. Y eso significa que nos atrevemos a dar el sí del
amor, a vivir desde él y desde su afirmación, practicando las denostadas virtudes: obediencia, humildad,
benevolencia, bondad y confianza. Yo diría precisamente que al cristiano se lo conoce porque no lleva
dentro de sí ninguna amargura, porque vive desde el sí y se purifica de la amargura de las negaciones,
pudiendo así decir sí, guiar a los hombres al sí, proporcionarles la alegría de Dios. Tampoco el celiba¬to,
que ahora prometeréis, puede ni debe nunca convertirse en expresión de desprecio, de menosprecio.
Entonces no sería algo digno de vivirse y en tal caso no sería cristiano. Sólo pue¬de ser el gran sí de la
confianza en el Dios creador y redentor; un sí al que nos atrevemos contando con él y sabiendo que, en
ese completo lanzarse hacia El, el mundo perdura en el sí y que, precisamente por eso, se convierte en un
nuevo sí.

Y con esto evocamos ya lo segundo. La actitud inequí¬voca de Jesucristo significa al mismo tiempo
perseverancia, confianza, fidelidad. La libertad del hombre no consiste en proponerse y hacer cada día
algo distinto. La libertad es preci¬samente la capacidad para lo definitivo, la capacidad de eter¬nidad,
como dijo una vez Karl Rahner. La libertad, como lo divino en el hombre, no consiste en que el hombre
pueda encontrar cualquier cosa, sino en que pueda encontrarse a sí mismo, en que pueda llegar a ser
definitivamente, en que en¬cuentre su verdad en la que puede permanecer. Ciertamente sólo se puede
permanecer en aquello que, a su vez, es perma¬nente y en lo que vale la pena permanecer. Pero esto sólo
se da en el caso de la verdad y del amor. Quien se aparta de la verdad no llega a ser libre, sino que vuelve
a caer en el círculo vicioso de la necesidad y de la falta de libertad. Por eso Cristo nunca necesitó echarse
para atrás en nada, por eso es el eter¬namente fiable y fiel, porque él permanece en la verdad, en el amor,
porque él mismo es la verdad. Por eso en él tenemos cobijo, sintiéndonos como en casa, en la que somos
nosotros mismos, en la que somos libres. Apartarnos de él no nos hace libres, sino que hace que la vida
sea vacía y esclava.

Una persona no es fiable y fiel simplemente cuando da su palabra por un instante, sino cuando la mantiene
también mañana y pasado mañana, quizá en momentos tormentosos, cuando no incurre en una mezcla
de «sí, pero no», cuando no se convierte en veleta, que el viento agita de un lado para otro. La verdad
exige no sólo el instante, sino todo el tiempo y paciencia de nuestra vida. Y esto resulta evidente por el
hecho de que la verdad no es nuestro instrumento, con el que noso¬tros jugamos, sino que este «sí» está
por encima de nosotros, la verdad es nuestra dueña, que nos toma bajo su cuidado, nos educa y nos guía.

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Y de nuevo resulta válido que, si el sí no era digno de mantenerse, si se basaba en la mentira, eso
redundaría en una esclavitud para nuestra vida. Pero si se da el verdadero sí, si se da la verdad, el sí de
Jesucristo, entonces se trata de la verdad a cuyo lado podemos y debemos estar y que podemos aceptar
como señora nuestra, a cuyo cuidado no sufrimos la destrucción, sino que nos encontramos a nosotros
mismos. Cuanto más cerca de él estemos en las tormentas, en los vendavales y temporales de la vida
tanto más se pondrá de manifiesto la hondura y riqueza de su sí y cuán pasajero y banal es, en última
instancia, lo que se le oponga. Ser diácono significa adentrarse en el sí de Jesucristo y, de ese modo, devol-
ver a los hombres el valor para dar el sí, el valor para ser fieles, para confiar, para amar, para todo aquello
de lo que estamos muy necesitados en un mundo lleno de desconfianza porque teme que no haya verdad
alguna. Esta es la enseña que nece¬sitamos levantar en alto. Y una cosa más: ser diácono quiere decir
ponerse en una relación de servicio, significa confiar en alguien y confiar por siempre. Podemos confiar
en él porque él es la fidelidad permanente de la que proceden el valor para ser fiel y el derecho a la
fidelidad y al amor en este mundo.

Y finalmente una mirada al Evangelio, a ese relato siempre conmovedor de los hombres que suben al
tejado, lo levantan para poner a su amigo a los pies de Jesús esperando que quizás encuentre la curación.
Pienso que en el mismo se representa propiamente la misión del sacerdocio, del diaconado. En úl¬tima
instancia no podemos hacer otra cosa que precisamente esto: levantar hombres, por el procedimiento
que sea, poner¬los a los pies de Jesús para que él los cure. Y luego, con segu¬ridad, ocurrirá de nuevo lo
que sucede aquí en el Evangelio, que Jesús responderá a una pregunta que ni siquiera habíamos
planteado, que cumplirá un deseo que nosotros no conocía¬mos, liberando así nuestro centro y dándonos
lo que verdade¬ramente necesitábamos para poder andar, para ser libres, para ser agradecidos y poder
transformar el mundo.

Dentro de unos instantes estaréis aquí echados a los pies de Jesucristo. Todos nosotros vamos a rezar con
todos los san¬tos, que vamos a invocar sobre vosotros, para que os suceda lo que se le concedió a este
hombre: que el Señor os dé respuesta a todas vuestras preguntas y peticiones y que aceptéis siempre la
carga de vuestra vida, que podáis ser libres y marchar y que, de ese modo, el mundo halle motivo para
alabar a Dios, para decir sí, para alegrarse en Dios, que es el gran Sí.

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PERMANECER FIELES EN LA ESPERA
Munich, diciembre 1979

Lectura: Flp 4,4-7

Evangelio: Le 3,10-18

¡Queridos candidatos a la ordenación!

¡Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

Celebramos esta ceremonia de ordenación diaconal en el momento culminante de la celebración eclesial


del Adviento. Ambas celebraciones se hallan en profunda relación interna entre sí, pues el diaconado es
un ministerio propio de lo que el Adviento representa, traducción del espíritu y mentalidad del Adviento
en el servicio y actitud de toda una vida. Lo que significa el Adviento lo ha expresado san Pablo con
pre¬cisión, en una sola frase, en la lectura de hoy: «El Señor está cerca». Pero lo que significa esto cuando
la proximidad del Señor tiene lugar en el corazón de una persona, cuando esa proximidad es aceptada por
ella, cuando la experimenta y res¬ponde a ella como una realidad, eso sólo puede expresarse a través de
las múltiples refracciones del talento humano, de su sensibilidad y de su mentalidad, aspectos todos en
los que los hombres, a lo largo de la historia, han descompuesto esta gran luz de la proximidad del Señor
en sus múltiples colores. Algo de esto percibimos nosotros en las oraciones de la Iglesia propias del tiempo
de Adviento que precisamente representan la respuesta del corazón creyente al entrar en contacto con
la proximidad del Señor. Así, en la oración colecta de hoy, se dice que el Adviento es fideliter exspectare
—permanecer fieles en la espera—, por tanto, correspondencia interna con el ver¬sículo del salmo: «Yo
espero tu palabra»; no bajar del monte de la expectativa que nos ha presentado la perspectiva de lo que
viene, del que viene. El Adviento es dinámica y fidelidad al mismo tiempo; significa permanecer firmes en
lo que ya se ha descubierto y, precisamente en esa permanencia, salir a su encuentro, perseguirlo y así
continuar adelante, transformán¬donos a nosotros mismos y al mundo ante la expectativa de su venida.
Fideliter exspectare, mantenerse fielmente alerta.

La oración colecta del viernes lo expresa con mayor plas¬ticidad aún cuando dice que Adviento es estar a
su espera en máxima alerta. Adviento significa correr a su encuentro con un corazón vigilante. En primer
lugar es, pues, vigilancia, des¬pertar del sueño que nos retiene en lo que aparece a primera vista, en lo
aparente; darse cuenta de que el que permanecía oculto se encuentra ya en medio de nosotros. Y el
Adviento es diligencia. Esto significa que a nuestra vida se le ha encomen¬dado en ese tiempo una misión
perentoria que exige toda su dedicación, para la que es importante todo momento. En con¬traposición a
la prisa de muchas personas, que con frecuencia sólo es síntoma del afán de olvidarse de la insignificancia,
de la sensación del sinsentido, ha irrumpido aquí una verdadera y urgente preocupación por nuestra vida,
por lo que está re¬clamando el mundo. Hemos de correr a su encuentro como vigías, como personas que
ya no dejan que pase desapercibido a sus oídos ni a sus ojos lo que continuamente la apariencia de este
mundo nos quiere hacer olvidar, a saber, que Él es el verdadero centro, que Él está en medio de nosotros.

Vivir el Adviento quiere decir vivir como un centinela, y eso lleva implícita a su vez la responsabilidad
propia de la vi¬gilancia, de despertar a otros, de indicar a otros qué es lo que da importancia a nuestra
vida por ser eso lo verdaderamente importante. Y en ese sentido el diaconado significa servicio de
Adviento, es decir, hacer lo que hizo Juan el Bautista, señalar con el dedo a aquel que, oculto, está ya en
medio de nosotros;

71
dejar claro que existe el Salvador, al que esperamos, y que no está allí o allá, sino que se llama Jesucristo.
El diaconado es mi¬nisterio bautismal, y en ese sentido es precisamente ministerio cristológico, significa
hablar de aquel que, en definitiva, im¬porta en. nuestra vida, ser testigo de aquel que es la verdadera luz
del mundo y de nuestra vida.

De este centro propiamente dicho se derivan los distintos ministerios del diaconado. Quien se mantiene
atento, quien se da cuenta de la presencia de Cristo, quien percibe el pro¬digio de que el Hijo de Dios está
ahí y nos mira, lo primero que siente es miedo. Le pasará como a la gente del Evangelio de hoy; necesitará
preguntar: ¿Qué debo hacer? Pero, como la acción no se aprende mediante palabras, sino únicamente se
puede aprender actuando, el diaconado ha surgido, preci-samente de modo especial como un ministerio
de la «acción previa». Cuando los apóstoles nombraron a los siete varones a partir los cuales se formó el
diaconado eclesiástico, lo hicie¬ron para confiarles el ministerio de la caridad en la Iglesia y que así ellos,
como apóstoles, quedaran de nuevo libres para el ministerio de la palabra. Desde entonces la caritas ha
sido siempre en la historia la «acción previa» que proviene de la fe y del amor, el rasgo distintivo del
ministerio diaconal. De¬bido a que nuestro Señor mismo no sólo realizó palabras y signos, sino que
consumó su mensaje hasta la muerte en la cruz con la realidad de su vida, la acción, la caritas, el cumpli-
miento de los deseos de Jesucristo en la vida cotidiana nunca ha sido para la Iglesia una mera ocupación
de segundo orden, que todavía se pondría en práctica para poder tener voz en cualquier parte del mundo.
Más bien ocurre que la acción previa del amor de Cristo pertenece al sacramento de Cris¬to, al centro de
la actuación misma de la Iglesia. Se trata de una parte del propio sacramento del orden que persiste en el
ministerio sacerdotal y diaconal a través de los tiempos. Una Iglesia que dejase a un lado esta «acción
previa» del amor, de lo social, de lo humanitario, la puesta en práctica de la bon¬dad de Jesucristo en los
asuntos de la vida, omitiría una parte esencial de su misión.

Por eso, precisamente en este tiempo, que se ha converti¬do en un tiempo de tantas palabras y en el que
las voces pi¬diendo amor no encuentran respuesta y la necesidad de amor en este mundo es tan fuerte,
era muy oportuno y necesario que se crease de nuevo el ministerio de diácono, el ministerio de la «acción
previa», que se lo colocase de nuevo en el centro de la vida de la Iglesia. En consonancia con esto se halla
el hecho de que san Pablo en la lectura prepare y abra la frase «el Señor está cerca» con las palabras
«vuestra bondad sea cono¬cida por todos los hombres». La bondad de los cristianos es el ámbito en el
que puede tener lugar la proximidad del Señor. La bondad de los cristianos es la traducción de la
proximidad de Jesucristo en el ser y la vida de los cristianos. En el texto griego en el lugar del término
«bondad» figura el sintagma xó ájtieixég íijxtov Se trata de una expresión procedente de la filosofía moral
y del derecho de los estoicos y quiere decir: que vuestra honradez, vuestra rectitud sea conocida por
todos. Tiene el sentido de lo que los romanos denominan la aequitas, la equidad; aquella disposición que
no conoce favoritismos y que, precisamente por eso, porque no favorece a nadie, sino que ve en cada uno
a un hermano y una hermana de Jesucris¬to, no trata a las personas con un falso igualitarismo, sino tan
distintas como ellas mismas son.

Este es el sentido de la bondad creadora, que reconoce lo propio de cada hombre en particular y lo trata
como ese ser único que es. Este es el sentido de la intuición del corazón que ve, que ningún tipo de
estructura puede reemplazar, debido a que el hombre será siempre un ser único y nuevo. Esta es una
actitud que no se limita a dar limosna, sino que busca el derecho del otro, que lo acepta como sujeto de
derecho fren¬te a mí, pero que, sin embargo, trasciende el mero derecho.

72
depurándolo y profundizando a través de una bondad crea¬dora. Este es el sentido en el que se funden
derecho y amor, lo común y permanente de las pautas morales con lo único e irrepetible, pero que sólo
puede ser descubierto por un cora¬zón tocado e iluminado por la fe en la proximidad del Señor.

De este modo la Lectura coincide directamente con el Evangelio, con el mensaje del Bautista, que dice a
los distin¬tos estamentos lo que deben hacer para responder a la proxi¬midad del Señor. Aquí se pone de
manifiesto un segundo aspecto de la función del diácono: la «acción previa» perma¬nece muda si no se
la interpreta con el anuncio clarificador, con el mensaje que hace que la acción se convierta en una
indicación. Por eso la Iglesia ha considerado la catequesis del Bautista, que debía preparar a los hombres
para la proximi¬dad del Señor, como totalmente propia, siendo consciente de que también ella tiene la
obligación de enseñar a los hombres la moral, especialmente la ética social, y que sólo entonces despeja
el espacio en el que puede tener lugar el Adviento, el encuentro con el Señor que se acerca. Siempre me
im¬presiona, una y otra vez, pensar que san Ambrosio inicia la conclusión de su catequesis bautismal con
las siguientes palabras: «Sobre las cuestiones morales hemos hablado día tras día. Ahora el tiempo nos
apremia a hablar del miste¬rio». En este mismo sentido, Ambrosio resalta también el hecho de que la
colección de pautas morales, colecciona¬das por Jesús Sirá en época tardía del Antiguo Testamento, haya
recibido el título de Ecclesiasticus, el libro de la Iglesia. El misterio, el núcleo secreto de toda nuestra fe y
de todo nuestro ser, sólo puede vivir, si nuestro pan de cada día sigue siendo esforzarnos por responder
correctamente a la proximidad del Señor. Una de los ministerios decisivos del diaconado consiste en llevar
a cabo esta misión del Bautis¬ta, que es una permanente misión cristológica. Practicar el cottidianus
sereno, la palabra de cada día, el pan de cada día de la instrucción interna, de la acción y de la sensibi¬lidad
así como de la vida en pos del Señor. Yo creo que la Iglesia necesita lanzarse de nuevo a esto y me permito
pe¬diros, queridos hermanos, que practiquéis esta catcquesis que prepara las condiciones humanas para
ser cristiano, de las que tan necesitados estamos hoy; que volváis a suscitar y consolidar las virtudes
cardinales del ser humano —Pablo las llama «estoicas»—, sobre cuya base se abre el espacio para
encontrar al verdadero hombre, al Hombre Dios, Je¬sucristo, y entrar en contacto con él.

Quien toma conciencia de la proximidad del Señor, sien¬te temor. Se da cuenta de cuán poco se
corresponde su vida con él y pregunta: ¿Qué debo hacer? Pero quien resista un momento en esa
proximidad, oirá también una segunda fra¬se. No sólo: «Que vuestra honradez sea conocida por todos los
hombres», sino la llamada: «Alegraos siempre. Una vez más lo digo: Alegraos». La proximidad del Señor
es alegría, pues descubrirla significa percibir que soy aceptado, que tie¬nen necesidad de mí, que hay
alguien que me quiere, que me ama. Y toda la infructuosidad de mi vida queda absorbida por este
profundo sentirse querido y necesitado: Antoine de Saint Exupéry dice en su Principito: «Si tú supieras
que hay una flor en una estrella, que quiere ser cuidada por ti, todo el cielo sería distinto para ti». Queridos
hermanos y hermanas, esa flor existe, el Señor está en esta nuestra estrella y todo el cielo es distinto,
porque somos esperados. Y porque también nuestro amor y nuestro rechazo humano es soportado por
esta voluntad que es buena con nosotros y nos necesita. Encontrar al Señor significa descubrir la alegría.
Y además anunciar a Cristo significa no sólo disponer las virtudes humanas, huma¬nizarse, para poder ser
Dios-Hombre con él; significa anunciar la alegría, ser evangelizador. Y al diácono se pueden aplicar las
maravillosas palabras de Adviento del profeta Isaías: «Qué her¬mosos son los pies del mensajero que
anuncia la paz, que trae la buena nueva». Podríamos anunciarla con tanta más fuerza cuanto más
sintiéramos nosotros mismos en nuestro interior esa alegría que hace estremecerse al corazón, que es
fuente de todo sentido y toda bondad. «¡El Señor está cerca! ¡Que vuestra bondad sea conocida por todos
los hombres! ¡Alegraos siempre!». En este triple acorde de palabras bíblicas de la litur¬gia de hoy está

73
expresada la esencia del diaconado, su rostro espiritual y, por tanto, vuestro rostro, queridos hermanos.
Y en esta hora queremos rezar todos unidos para que vosotros sintáis, cada vez más, la experiencia de la
proximidad del Se¬ñor. Para que ésta se traduzca cada vez más, en vuestra vida, en la bondad que
transforma el mundo. Y para que vuestra vida esté iluminada cada vez más por la alegría que él mismo es.

74
LLAMADOS PARA EL SERVICIO DE BODA
Munich, enero 1980

Evangelio: Jn 2,1-11

¡Queridos candidatos a la ordenación!

¡Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

El evangelista Juan, con las primeras palabras del Evange¬lio de hoy nos proporciona la clave del
misterioso relato de la boda de Caná. Comienza con las palabras: Sucedió «al tercer día». Expertos en
Tierra Santa nos dicen que allí, de acuerdo con una vieja costumbre, que bien puede remontarse hasta los
tiempos de Jesús, el tercer día de la semana, el martes, es el día habitual para celebrar las bodas, como
entre nosotros lo es comúnmente el sábado. Y entonces esa noticia, puesta al prin¬cipio, vendría a decir,
en primer lugar, algo completamente habitual, como habitualmente la boda era al tercer día.

Pero en el Evangelio de Juan incluso las cosas habituales, las meramente humanas apuntan a lo más
grande, al miste¬rio de Dios y de Jesucristo. Y así esta expresión habitual de «al tercer día» proyecta su
luz sobre el Antiguo Testamento, en el que, sobre todo en el relato del Sinaí, el tercer día es el día de la
teofanía, el día de la aparición de Dios, el día de la entrada de su gloria en el mundo del hombre. Y proyecta
anticipadamente su luz sobre el misterio pascual, del que los cristianos hacen profesión de fe desde los
orígenes de la Iglesia, con las palabras: «Al tercer día resucitó de entre los muertos». Los cristianos están
convencidos de que fue ante todo en este misterio de la Pascua cuando tuvo lugar la verdadera y propia
teofanía de Dios en este mundo, la entrada de su poder y glo¬ria: el Viernes Santo con la humildad de su
amor, olvidado de sí mismo y desprendido; y el Domingo de Resurrección con el poder de ese amor, que
abre con fuerza las puertas de la muer¬te y deroga la ley primitiva de este mundo, la ley del «muere y
llega a ser», mediante el poder de la vida no sujeta a la muerte. A ese misterio pascual apunta el primer
signo de Jesús. El hace alusión a su propio signo, que es, al mismo tiempo, su nueva realidad
transformadora de este mundo.

De ese modo Juan pone aquí ante nosotros, en un suce¬so y en la imagen de ese suceso lo que Marcos
condensa en una frase en el principio de su Evangelio: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de
Dios. Convertios y creed en el Evangelio» (cf. Me l,15s). Boda, banquete y vino son signos del misterio
pascual y, en él, signos del reino de Dios. Boda y banquete significan que el mundo se pone de fiesta, que
la gris realidad diaria pasa a segundo plano, la presencia de un amor que elimina las fronteras entre los
hombres, la presencia de una nueva libertad, de una nueva convivencia. Y el vino significa la eliminación
de los límites de lo humano en general, la apertura de la frontera entre hombre y mundo, la riqueza y la
excelencia de los dones de Dios. En todo esto se pone de manifiesto cómo será la fiesta de Dios con este
mundo.

Y un rasgo más resulta de importancia en la descripción de hoy sobre el episodio del Evangelio: la
abundancia. Según las medidas que da Juan, fueron de 500 a 700 litros los que Jesús proveyó; muchos
más, desde luego, de los que eran necesarios en esa hora tan avanzada del banquete. Pero ahí se ve la ley
de Dios, la ley del amor: a saber, la abundancia que no cuenta, que no calcula, que no pregunta cómo va
la cosa, sino que gasta sin cuestionar y de ese modo deja claro la grandeza, la libertad festiva del amor.
Abundancia es la ley de Dios, la ley del amor y la de la Nueva Alianza. Sólo donde empieza esa mentalidad

75
que ya no mira a su alrededor, ni cuenta ni sopesa qué tengo que hacer aún para que haya suficiente, ahí
es don¬de empieza la Nueva Alianza.

El primer signo de Jesús, la boda al tercer día, es signo de su último y propio misterio, el misterio de la
Pascua, es signo del Reino de Dios. Mas para sacar todo el partido a este tex¬to tenemos que considerar
aún un par de rasgos que llaman la atención en esta historia. María en respuesta a su ruego recibe primero
una brusca negativa. «¿Qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora». La hora de Jesús
es la cruz. Sólo con la cruz puede comenzar la resurrección, puede comenzar la Pascua, y sólo con la Pascua
puede comenzar la Nueva Alianza. El no puede provocar, determinar sin más esta hora; él por sí mismo
no puede ir a la cruz; hay que recorrer el camino hasta allí. Sólo está en el comienzo de su camino, su obra
apenas ha comenzado. Y por eso en esta hora sólo cuenta la voluntad del Padre y no la de la madre. Pero
entonces, una vez más, allí tie¬ne lugar algo extraño: Después de esa negativa María continúa como si
nada hubiese pasado. Ella aconseja a los sirvientes, les indica que sigan las palabras de Jesús; y de hecho
él hace el mi¬lagro. Él por sí mismo no puede determinar su hora, tiene que llegar; el camino hay que
recorrerlo, la voluntad del Padre tiene que cumplirse. Y, a pesar de todo, la petición de la madre no queda
desatendida. Él anticipa el misterio de su hora. Lo hace presente con el signo de este regalo de vino.

María —como siempre en el Evangelio de Juan— repre¬senta aquí a la Iglesia. La Iglesia está presente en
la precariedad de este tiempo, en que la humanidad tiene escasez una y otra vez del vino, sí, a menudo
incluso de agua, hasta el punto de que nosotros creemos que esta historia no puede ya seguir adelante.
Y la Iglesia, en este momento de precariedad, clama hacia él por su hora diciendo: ¡Venga tu reino! Y
aunque no¬sotros no podemos forzar la hora, sin embargo, la llamada no queda desatendida. Aun cuando
no es todavía su hora, nos obsequia con el misterio de su amor; ahora ya, con lo que pro- píamente
constituye su reino, en el sacramento de la Iglesia y en el sacramento nupcial de la Eucaristía. El se da a
nosotros y hace así que la luz de su amor se proyecte sobre el mundo, dándonos fuerza para continuar
siempre de nuevo, superar este tiempo y conducirlo hasta él.

María representa a la Iglesia. Junto a ella, muy cerca de ella y al mismo tiempo muy cerca de Cristo están
en este Evan¬gelio los sirvientes, a los que el texto griego llama por dos veces diakonoi, diáconos. De ese
modo el Evangelio nos habla ahora muy directamente a nosotros. Estos diáconos escuchan la llamada de
María. Están atentos a su palabra. Y ella misma a su vez los remite a la palabra de Jesucristo. Jesús les
manda sacar agua del pozo, les manda preparar los elementos para su milagro. En el fondo tienen que
ayudarle primero a hacer sim¬plemente un favor de carácter humano, una obra de caridad de la vida
cotidiana y, por desgracia, no tan cotidiana, con la que echar una mano a estas personas en el momento
en que su fiesta corre el riesgo de irse a pique y convertirse en motivo de disgusto. Pero en la medida que
se ponen al servicio de la buena obra de Jesús, contribuyen a que se haga presente su hora. La buena obra
a la que ellos contribuyen se convierte en el sacramento del Reino.

Finalmente, todavía hay algo maravilloso y digno de con¬sideración. El maestresala, se dice, no sabía de
dónde procedía el vino. Pero los sirvientes, los diáconos lo sabían. Al haber colaborado en la obra, eran
colaboradores en la caridad. Y como colaboradores en la caridad, se habían convertido en co-sabedores
de lo que había pasado. El especialista no podía saberlo, pero la colaboración en la caridad les había
abierto los ojos y les había dotado de conocimiento. Y como co-sabedores estaban llamados a convertirse
en creyentes y, de ese modo, de nuevo, en amorosos testigos del amor de Jesucristo.

En el marco de este relato, que describe la participación de los diáconos en el misterio de Caná, está
propiamente des¬crito en su totalidad lo que significa el ministerio del diácono. Significa, en primer lugar,

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estar dispuesto para la llamada de la Iglesia; estar disponible para su palabra. Pero la Iglesia remite a la
palabra y el mandato de Jesucristo. Y la palabra de Jesucristo exige que nosotros nos convirtamos en
servidores de su mise¬ricordia. Servidores del gran misterio de su reino y, por tanto, en servidores de la
misión cotidiana de su amor.

Desde los tiempos más remotos el ministerio del diácono en la Iglesia estaba especialmente asignado al
servicio del cáliz. El cáliz encarna el misterio más íntimo de la Eucaristía, la san¬gre que Jesús derramó por
nosotros. Remite así al misterio más práctico de la fe, a dejar traslucir el amor de Jesucristo en nues¬tra
vida. Cuando no se da ese signo, también el misterio, el sacramento, permanece mudo. En todo esto
estamos llamados a ser colaboradores con el Señor en el amor, en el sufrimiento y así siempre en el
conocimiento.

Permítanme, queridos candidatos a la ordenación, decirles aún algo muy personal. Como diáconos somos
servidores de los misterios de Dios. Pero al mismo tiempo somos y seguimos siendo comensales
totalmente habituales o quizás anfitriones como lo fue esta pareja nupcial de Caná. Y a todo el que hace
de anfitrión le pasará alguna vez lo que a esta pareja de novios, que el vino propio se agota. Cualquiera
que sea el conocimien¬to, la intención, la experiencia, la fuerza de voluntad que haya¬mos puesto, resulta
que el vino propio no es suficiente para la gente de la fiesta que queremos celebrar para el Señor.
Enton¬ces puede ocurrir que se caiga en el resentimiento y en acusar a la Iglesia. Pero puede ocurrir
también que precisamente así nos encontremos con la hora de Jesucristo, que entonces podamos
experimentar su presencia. Siempre que tengamos la paciencia y la humildad de María. Ella no le hizo
propiamente ninguna petición a Jesús. Sólo le dijo lo que pasaba y lo dejó en sus ma¬nos, sabiendo que
estando él al tanto es suficiente, aun cuando su respuesta sea distinta de la que yo espero; aun cuando
yo no sea capaz de imaginármela previamente. Incluso la negativa no tiene por qué llevar al desaliento,
sino que ahí está el saber sereno y confiado de la fe, de que también su negativa sigue siendo amor. Y de
ese modo, a través de esa frustración y de esa negativa, puede conseguir que llegue su hora; la paradoja
es que, aun cuando para la voluntad del Padre no ha tocado su hora, el ruego de María es aceptado. Si
nosotros procede¬mos con igual paciencia y confianza, podemos estar seguros de que nos tocará la hora
del Señor, de que nos proporcionará un vino nuevo que sobrepasará ampliamente nuestras expec¬tativas
y todo lo que nosotros hubiéramos podido preparar. Y por eso vamos a pedir, en esta hora, todos unos
por otros, y especialmente por vosotros, que el Señor se digne concedernos esa humildad, esa paciencia
y alegría que nos permita llegar a ser verdaderamente servidores de su hora.

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ALEGRÍA EN CRISTO
Munich, diciembre 1980

Antífona de entrada: Flp 4,4-5 Lecturas: Is 35,1-6a. 10 Evangelio: Mt 11,2-11

MONICIÓN ¡Queridos hermanos y hermanas!

La palabra dominante bajo la que, desde antiguo en la Igle¬sia, está el tercer domingo de Adviento la
escribió Pablo, desde la prisión, a los cristianos de Filipo: «¡Alegraos! De nuevo os digo: ¡Alegraos, el Señor
está cerca!». Nosotros nos alegramos en esta hora, porque podemos sentir algo de la proximidad del
Señor, que de nuevo ha llamado a un grupo de hombres para que sean diáconos del Evangelio, servidores
de su alegría entre los hombres. Vamos a pedirle que conceda a estos hombres, que hoy inician el camino
de su servicio, que experimenten siempre y cada vez más la fuerza de su cercanía, que nos conduzca a
to¬dos cada vez más a la proximidad de su presencia y de ese modo ilumine lo oscuro y se digne
concedernos su alegría.

HOMILÍA

¡Queridos candidatos a la ordenación!

¡Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio!

¡Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

«En medio de vosotros está aquél a quien no conocéis y yo tampoco conocía». El suceso que acabamos
de oír en el Evangelio de hoy recuerda esta expresión del Bautista en el cuarto Evangelio. El Señor está
hace tiempo en medio de nosotros y, sin embargo, surge siempre la pregunta: ¿Eres tú el que ha de venir
o tenemos que esperar a otro? El se halla entre nosotros y, sin embargo, sigue siendo verdad que no lo
reco¬nocemos y tampoco yo lo he reconocido. Juan lo reconoció cuando la paloma del Espíritu Santo se
detuvo sobre él. En ese momento lo proclamó como el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.
Paloma y cordero revelan el misterio del Redentor. Esto significa: Juan lo reconoció cuando dejó de mirar
y buscar al Redentor con sus propios ojos y crite¬rios, cuando empezó a mirar con los ojos del Espíritu
Santo y se sometió a sus criterios. Entonces es cuando vio. Este, el oculto, el que parecía carecer de
importancia, el cordero es el Redentor.

Dios viene como cordero y no como león o como lobo o como toro. Así lo habían esperado los hombres,
como la fuerza primigenia que saca de sus goznes las estructuras de este mundo y crea otras en su lugar,
que trae el día de la venganza divina, del que habla la lectura de hoy del profeta. Pero él no viene como
león, bajo cuyo símbolo se representan siempre los reyes de la tierra. Y la salvación tampoco viene por
medio de la loba, que era el símbolo de la antigua Roma, que con su poder para poner orden se ofreció
como la salvación y la redención del mundo. La redención no viene por medio de los grandes animales
poderosos, símbolo de los poderes y fuerzas de este mundo. Dios viene como cordero, con la fuerza de
su amor indefenso, y ese es su poder. Y en el momento en que se ve la paloma y se toma conciencia de
esto, se tiene la certeza de que, en lo más hondo de nuestra intimidad, hemos estado esperan¬do al
cordero, a la fuerza más grande del amor indefenso, que vence a los estruendosos y violentos poderes de
este mundo, que no destruye, sino que sana. Dios viene como cordero; esta es la redención del mundo.

El evangelio de hoy no dice otra cosa. En una primera lec¬tura superficial se podría pensar que aquí se
pone todo el acento en lo extraordinario y lo maravilloso: los sordos oyen, los ciegos ven, los muertos

78
resucitan. Pero si se escucha el texto con más atención, entonces se ve, muy al contrario, que pretende
preser¬var el anonimato de Jesús, su pequefiez, de la que se habla en la última frase del Evangelio, pues
el más pequeño en el Reino de Dios es él, Jesucristo. Y precisamente en esta pequeñez de Dios aparece la
nueva grandeza, que frente a toda la grandeza de este mundo sólo es irrisoria y, en definitiva, pequeña y
digna de lástima. Al dar Jesús esta respuesta, quiere decir: Leed, si no me queréis aceptar ni reconocer, si,
en lugar de eso, esperáis la gran explosión que vuelva todo del revés, leed de nuevo a los profetas y oíd si
no se había vaticinado esto.

Las obras de Jesucristo, que son sus verdaderos signos y su acreditación desde los profetas, que se
reducen a dos en este pasaje del profeta citado por él, son: A los pobres se les anuncia la buena nueva —
evangelización, éste es uno—; los ciegos ven, los paralíticos andan, los leprosos quedan limpios, los
muertos resucitan —misericordia procedente de la mise¬ricordia de Dios, éste es el otro—. Las obras de
Jesucristo, sus verdaderos signos, los signos del Cordero son estos dos: el Evangelio y la misericordia, la
palabra y el amor. Y por eso per¬manecen estos dos signos como patrón de todo seguimiento de
Jesucristo y como patrón de todo ministerio en la Iglesia, de todo servicio al Evangelio de Jesucristo. Y por
eso tampoco resulta sorprendente que coincidan con la descripción que la tradición eclesiástica ha dado
y da del diaconado: es ministerio del Evangelio y ministerio del amor de Jesucristo a los pobres de Dios, a
aquellos que esperan el signo de su misericordia. En tanto que tiene lugar este servicio, se mantiene
presente el signo de Jesucristo, se cumplen las palabras del profeta y se muestra el camino hacia aquel
que, desconocido, se halla en medio de nosotros.

Deben ser, pues, en primer lugar, evangelizadores, heral¬dos de la buena nueva. Un conocido pensador
se ha referido precisamente a nuestro tiempo diciendo que está caracterizado por su incapacidad para la
tristeza. Yo creo que es necesario afirmar que, antes y mucho más, se caracteriza por su inca¬pacidad
para la alegría. La alegría aparece precisamente como algo amoral, como un ataque contra la justicia en
este mundo en el que tantas personas son torturadas, en el que tantas pa¬san hambre, en el que tantas
se hallan privadas de su libertad, en el que tantas sufren de un modo insoportable. ¿Puede uno entonces
alegrarse propiamente? ¿O no es la alegría expresión de apatía, de indiferencia e incluso de cinismo, que,
a su vez, se convierte en opresión de los que sufren? Y de hecho, si nos fijamos en el mundo tal como es,
resulta que hay mucho más motivo de horror que de alegría. Y por eso vemos hoy tantos rostros marcados
por la tristeza, la ira y la indignación, en los que la ausencia de alegría y la ira se hallan inscritas como una
especie de credo pertinaz.

Si apagamos la luz de la alegría, si rechazamos la alegría, entonces el mundo se vuelve todavía más oscuro,
más tris¬te y desalentador. Eugéne lonesco dijo en una ocasión: sólo se puede amar a los hombres si
llevan a Dios dentro de sí. Me gustaría añadir: sólo se puede amar al mundo si ha sido querido por Dios,
si lleva a Dios dentro de sí. Pero eso es precisamente lo que nos enseña la fe. Y, además, como hay otro
factor que es más fuerte que todo lo horroroso que no¬sotros podamos encontrar, hay fundamento, a
pesar de todo, para estar alegres. Por eso el creyente es una persona alegre y lo será tanto más cuanto
más creyente sea, y la alegría que suscita la fe es una fuerza que transforma el mundo. Noso¬tros estamos
en cierto modo en deuda con el mundo y con los hombres si dejamos que se extinga esta alegría. No lo
mejoramos, sino que renunciamos a la tarea que se nos ha encomendado.

Esto fue lo emocionante de la visita del Papa, lo que con¬movió a la gente: que por una vez pudieron
volver a alegrarse, pudieron tener aplomo, que la fe volvió a ser alegría y asen¬timiento. De hecho, la fe
cristiana no es precisamente una polémica discusión interminable. No es un eterno hacerse pre¬guntas

79
que, en última instancia, consiste en una negación. La fe es, en su más profunda intimidad, asentimiento.
Es un sí. Es alegría. Y lo es desde el sí de Dios, desde el sí que, en pala¬bras de san Pablo, es el mismo
Jesucristo. Es el sí de Dios en nosotros y a nosotros. Debido a que en esos días de la visita del Papa volvimos
a tener esa experiencia de la fe, como derecho al asentimiento, como invitación a la alegría, gracias a eso,
la fe nos ha salido de nuevo al encuentro. Sólo con la fuerza del sí podemos superar las negaciones del
mundo. Y sólo el gran sí de Dios, que es Jesucristo, puede llegar a ser para nosotros fuerza para superar
las negaciones.

Ustedes, pues, deben ser evangelizadores. Y el mundo, incluso sin saberlo y aunque lo niegue, anda
buscando an¬siosamente evangelizadores. Estos deben serlo de múltiples maneras. A menudo puede ser
una simple palabra, un gesto de buena voluntad, un simple saludo. Pero, ante todo, corres¬ponde al
evangelizador proclamar el mensaje de Jesucristo. ¡Háganlo con serenidad, con alegría, con toda su
sencillez y sin ambages! Hoy lo ocultamos a menudo con miles de dis-culpas. Desaparece tantas veces en
el laberinto de nuestros métodos. Pero no tenemos ninguna justificación para dis¬culparnos por el
Evangelio. Tenemos que disculparnos por ocultarlo. Expongámoslo con tanta precisión, de forma tan
directa, con tanta sencillez como es en realidad, con la fuerza de su sí. No tengamos reparo en anunciar:
a Dios Padre, que ha creado el mundo y nos ama; a Cristo, que nos ha redimido y ha sufrido por cada uno
de nosotros; al Espíritu Santo, que también hoy guía a la Iglesia; los sacramentos, mediante los cuales él
nos salva y nos guía; la promesa de la vida eterna. Si hacemos esto, entonces podremos también
experimentar siempre cómo se cumplen las palabras del profeta; cómo los ciegos recuperan la vista; cómo
a una persona, para la que ya nada de este mundo le resultaba comprensible, se le hace la luz y la vida
vuelve a lucir con claridad; cómo los paralíticos aprenden a andar —en una vida sin rumbo se abre un
nuevo camino—; cómo los leprosos quedan limpios —el hastío de una vida fatal desaparece y se presenta
un nuevo panorama—; cómo los muertos resucitan —cómo una vida, sumida hacía tiempo en todo lo
contrario de lo que significa vivir, despierta de nuevo convirtiéndose en un sí—.

Todo agente de pastoral que anuncia el Evangelio puede dar cuenta de cómo, afortunadamente, ha
experimentado en lo más íntimo la verdad de las promesas, de cómo el Evange¬lio es misericordia de Dios
y remedio para los pobres, para los enfermos, para los que sufren, de cómo todavía hoy hace milagros. Y
verá que el Evangelio no sólo es palabra, sino mi-sericordia, amor. En efecto, no hay misericordia ni
desarrollo del mundo sin la palabra de la luz, sin la palabra del Evangelio. Y, a la inversa, donde se proclama
el Evangelio correctamente, ahí hay misericordia, ahí hay y habrá acción.

Con esto hemos llegado al segundo punto. Ustedes deben ser portadores de la misericordia divina en este
mundo. Igual que la alegría también la misericordia es hoy objeto de repulsa. Se nos dice: No, nada de
misericordia, nada de compadecer¬se del individuo, eso sólo contribuye a mantener la engañosa situación
de este mundo. Hay que cambiar las estructuras de forma que ya no haya necesidad de ningún tipo de
misericor¬dia. Del mismo parecer fueron también el sacerdote y el levita que pasaron junto al que habían
desvalijado en el camino de Jerusalén a Jericó y lo dejaron abandonado. También ellos fue¬ron de la
opinión de que de nada sirve compadecerse de uno en particular, eso sucede muchas veces cada día. Lo
único que sirve de ayuda es cambiar la situación. Y quizás asistieron a la sesión de una comisión donde se
aprobó cambiar la estructu¬ra. Pero este rechazo de la compasión es la negativa al compasi¬vo
samaritano que, en última instancia, es el mismo Jesucristo.

El mundo está necesitado de misericordia. El Santo Pa¬dre nos lo ha vuelto a decir con gran insistencia en
su última encíclica movido por la experiencia de una llamada justicia inmisericorde. Donde la justicia se

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separa de la misericordia, entonces resulta cruel e injusta. Sólo la misericordia puede preservar la equidad
de la justicia. Y cuando hay misericordia también se edifica el derecho. ¡Sean ustedes misericordiosos: con
los ancianos, con los enfermos, con los niños, con los jó¬venes, a quienes tantas veces les falta el amor
paterno y de los hermanos; sean misericordiosos con los pobres de Dios! ¡Y no olviden que también las
personas ricas pueden ser muy pobres! Si nunca se han sentido traspasados por la palabra de
miseri¬cordia, si nunca les ha llegado al corazón, entonces resultará evidente que la verdadera riqueza no
consiste en poseer, sino en la misericordia, en el amor, que es luz procedente del amor de Dios

En las palabras del Señor en el Evangelio de hoy hay ade¬más una frase muy extraña: «Bienaventurado
aquel que no se escandalizare de mí». Esto recuerda la primera predicación de Jesús en su ciudad natal
de Nazaret. El cita allí las mismas palabras del profeta acerca de que los ciegos ven, los pobres son
evangelizados, y dice: «Hoy se ha cumplido esto». Pero rápidamente protesta contra él la gente de
Nazaret. Les resulta ridículo que diga eso, pues ellos lo conocen, conocen al hijo del carpintero, cuya
parentela vive allí, con el que han convi¬vido a lo largo de todos esos años. Finalmente se enfurecen hasta
tal punto que lo expulsan de la sinagoga, lo echan de la ciudad e intentan lapidarlo. Este suceso en el
comienzo de la vida de Jesús es sólo una representación anticipada de todo el camino que había de seguir.
Pues toda su trayectoria es desde luego hacer presente lo dicho por los profetas, realización del Evangelio
para los pobres, de la misericordia de Dios. Y todo este camino termina con que los hombres lo expulsan,
mon¬tan en cólera y lo crucifican.

No pueden aceptar al Dios que viene como cordero y al que ellos habían esperado como león o como toro
o como lobo. No les gusta el Dios que viene como cordero, cuando ellos mismos son leones, lobos o tigres.
Quieren precipitarse sobre el cordero para despedazarlo. A eso se debe que la cruz forme parte del
misterio de Jesucristo. Se recorta, se desfigura la imagen de Cristo si se prescinde de esta realidad, si sólo
se refieren sus palabras y se olvida que él confirmó sus palabras con la cruz. Se recorta su figura si se
presenta a Jesús única¬mente como una persona que lo tolera todo, en el que todo es aceptación, un sí
sin límites, y para el que todo está bien, que dice sí a todo el mundo y que para todo, si fuere el caso, tiene
dispuesta una ideología. El Jesús real es de otra manera. Su ser cordero significa al mismo tiempo la cruz.
Por eso sólo está con él quien lo acepta hasta ese punto. Por eso forma parte del ser cristiano y constituye
su centro la participación en la Eucaristía, en la que se hace presente su cruz, la cruz en la que él
transformó en misericordia la cólera de los hombres y en la que su misericordia se convirtió en sacrificio
por nosotros. Por eso también forma parte del ser cristiano el valor de la cruz y la paciencia de los profetas,
acerca de la cual hemos oído en la lectura de hoy tomada de la carta de Santiago. Jesús no busca juncos,
veletas del espíritu de la época y gente de vestidos deli¬cados. El busca gente firme, con la paciencia de
la cruz.

Esa firmeza, que soporta la contradicción del espíritu mundano, sólo la puede conservar quien en su más
profunda intimidad es uno con el Señor crucificado y resucitado. Pues ese sabe que nada nos puede
separar del amor de Jesucristo: ni pasado ni futuro, ni altura ni profundidad, ni la vida ni la muerte. Es él
quien nos sostiene. Y el temor a la contradicción del espíritu de la época es en última instancia miedo a
perder el amor, miedo a la soledad. Pero entre nosotros es él quien tiene el mayor amor, que ya no nos
llama siervos, sino amigos. Y ese amor es la fuerza que nos sostiene, que es más fuerte que cualquier otra
fuerza que se pueda pensar.

Así, pues, me gustaría desearles en esta hora que puedan vivir cada vez con mayor profundidad en su
cercanía, que cada vez tengan más trato con él, estén cada vez más profundamen¬te unidos a él y de ese

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modo estén cada vez más profundamen¬te arraigados en la fuerza de ese amor, que es la alegría
indes¬tructible; que, de ese modo, el lema de este día sea también, cada vez más, verdad en vuestra vida:
¡Alegraos! De nuevo lo digo: ¡Alegraos!

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¡VUESTRO PUESTO EN LA LITURGIA ES EL EVANGELIO!
Munich, diciembre 1981

Antífona de entrada: Flp 4,4-5

Lectura: 1 Tes 5,16-24

Evangelio: Jn 1,6.8.19-28

¡Queridos candidatos a la ordenación!

¡Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio!

¡Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

«Alegraos siempre», esta expresión que el coro acaba de cantarnos, tomando lo que es la primera frase
de la lectura de hoy, constituye, desde tiempos muy antiguos, el acorde funda-mental del tercer domingo
de Adviento. Es también el acorde fundamental del mensaje paulino. Pablo lo ha registrado aquí, en la
que es su primera y más antigua carta (1 Tes 5,16), al comienzo de su itinerario misionero y al mismo
tiempo en medio de todo tipo de adversidades, pero siendo consciente de que la alegría que él tenía que
anunciar es mucho más fuerte que estas adversidades. La palabra «alegría» aparece de nuevo, en la
culminación de su obra, en la Carta a los Romanos (cf. Rom 14,17) y en la Segunda carta a los Corintios
(cf. 2 Cor 1,24) y finalmente, ahora ante la expectativa de su martirio, cuando en la carta a los Filipenses
dice: «Aun cuando tuviera que ser derramado como sacrificio de acción de gracias, me alegraría» (Flp
2,17). En la prisión, a la vista de la muerte, escribe a la comunidad de Filipo: «¡Alegraos! De nuevo os lo
digo: ¡Alegraos!» (Flp 4,4).

Esta palabra «alegría» no es algo peculiar del tempera¬mento de san Pablo, es luz, que él ha encendido
en la luz de Jesucristo, es simplemente expresión del mensaje, que él re¬cibió en la hora de Damasco; es
expresión del Evangelio, que en el fondo no dice otra cosa que esto: ¡Alegraos, hay motivo para estar
alegres! Así se transmite este mensaje a través del tiempo. Así comenzó, pues el Evangelio comienza con
el sa¬ludo del ángel a María: «¡Alégrate, llena de gracia!» (Le 1,28; cf. Zac 3,14-15). Cuando por primera
vez se escuchó en el mundo, en la Noche Buena, los ángeles inician de nuevo el anuncio del mensaje con
las palabras: «¡Os anuncio una gran alegría, hoy os ha nacido en la ciudad de David el Salvador, Cristo, el
Señor!» (Le 2,10). La culminación del Evangelio se alcanza finalmente en la mañana de Pascua con el
mensaje: «¡El Señor ha resucitado!» (Mt 28,6; cf. Le 24,34). Con esta noticia se pone fin al dolor del Viernes
Santo —y en el fon¬do, al dolor del mundo entero— que resulta transformado. Cuando Pablo dice
«Alegraos», anuncia simplemente lo que procede del Señor, siendo, por tanto, evangelizador de
Jesu¬cristo.

Y con esto, queridos candidatos a la ordenación, hemos llegado a este momento, pues ésta será en
adelante vuestra misión y la belleza de vuestra misión: ser evangelizadores de Jesucristo. A vosotros se os
ha encomendado en la liturgia la proclamación del Evangelio. En la Noche Buena vosotros po¬déis ser
para los hombres, siempre de nuevo, «hoy», el ángel del anuncio, y decirles hoy, aquí, en medio de la
oscuridad de esta época: «¡Os anuncio una gran alegría. Os ha nacido Cristo, el Señor!». Punto culminante
y centro del ministerio diaconal es, pues, en la noche de Pascua, llevar a cabo la ado¬ración del Cirio
pascual, que es para nosotros símbolo de la nueva luz de la resurrección, símbolo de Jesucristo resucitado

83
y, a continuación, con el Exultet invitar a cielos y tierra a ale¬grarse juntos, a cantar juntos, a festejarlo
juntos.

Vosotros sois evangelizadores. Vuestro puesto en la litur¬gia de la Iglesia es el Evangelio. Y esto no es una
distribución casual de funciones, externa, para que cada uno tenga algo que hacer, es compendio, centro
e interpretación de lo que principalmente asumís con este ministerio. Aquí está el punto de partida en el
que todo se compendia y del que todo lo de¬más se deriva. Vosotros sois llamados para esto, este es
vuestro puesto: ir a los hombres y llevarles alegría. Qué misión podría haber más hermosa que la de salir
al camino con alegría para proporcionarla a los hombres. Vosotros podéis decirles a los hombres: sois
mirados con ojos de amor, pues eso significa la Navidad; y también: el amor es más fuerte que la muerte,
pues eso significa la Pascua.

Ante todo y sobre todo vosotros sois evangelizadores. Si echamos una ojeada al evangelio de hoy, nos
encontramos, en los títulos del precursor de Jesucristo, con las otras dos misio¬nes del diácono, que no
son distintas, sino únicamente inter¬pretación de esta misión central. Esos títulos son: Testigo y Bautista.
En ambos se hace patente cómo es posible ser evan¬gelizados llevar al mundo, aquí y hoy, la alegría de
Jesucristo. La alegría de la Noche Buena y la alegría de la mañana de Pas¬cua sólo la puede anunciar el
que es testigo, quien ha recono¬cido la verdad de ese mensaje y ha sido colmado por ella. Por eso sólo
puede ser evangelizador alguien cuyo corazón haya sido internamente iluminado por la luz de la Navidad.
Por eso sólo puede ser diácono alguien a quien le haya sucedido como a María en la mañana de Pascua,
que oyó la palabra de Jesús, su nombre, y, llamada por su nombre, reconoció al que antes había tomado
simplemente por el hortelano (cf. Jn 20,11-18). Para ser diácono hay que haber metido, en cierto modo,
las manos en el costado de Jesucristo, como Tomás, y haber re¬conocido: Sí, él ha padecido por nosotros
y está vivo. El amor que ponen de manifiesto esas heridas es actual y está ahí. Para ser evangelizador es
necesario ser testigo, es necesario conocer a Jesús, conocer su voz, el timbre de sus palabras, su camino.
Por eso les pido de corazón que una y otra vez escuchen con atención la Sagrada Escritura, que hagan
suya la indicación que el papa Gregorio IX escribió a santa Isabel: «Permanece de buen grado a los pies
del Señor como María en Betania. Es¬cúchalo. No te vayas hasta que el cálido viento del Sur de sus
misericordias sople a través de los pensamientos de tu jardín». ¡Escuchar junto al Señor, permanecer junto
a él, conocerlo!

Me viene a la mente la frase del gran teólogo de Tubinga y de Múnich, del siglo xix, Johann Adam Móhler,
que dijo: «Si no tuviéramos la Sagrada Escritura, entonces no sabríamos cómo habló Jesús y creo que yo
no querría vivir más si no escuchara su voz». No obstante añade: «Si no tuviéramos la tradición de la
Iglesia, entonces no sabríamos quién fue el que habló allí y al punto se extinguiría la alegría acerca de
cómo habló él». Sean amantes de la Sagrada Escritura, siéntanse con ella como en casa, léanla en medio
de la fe viva de la Iglesia para, al mismo tiempo, ser siempre conscientes de quién habla y para oír cómo
su voz nos llama.

La mañana del día en que yo recibí entonces, según el an¬tiguo rito, la ordenación de Lector de la Iglesia,
uno de mis compañero me puso sobre mi pupitre una hoja en la que es¬taban escritas las palabras que
Dostoievski pone en boca del monje Zósimo: «Lee la Sagrada Escritura, léesela a la gente, no expongas
grandes teorías, grandes palabras acerca de ella. Deja siempre que sea la palabra misma, con pocas
aclaracio¬nes, la que penetre en sus corazones y no temas que la gente no pueda entenderla. El corazón
creyente lo entiende todo». Yo creo que es importante que no expongamos grandes teorías sobre la
Sagrada Escritura, sino que siempre la dejemos hablar, a ella misma, tal como está ahí, tal como nos la ha

84
regalado la Iglesia mediante la fuerza del Espíritu Santo. Es importante que no anunciemos una selección
de Jesús tal como se ha re-construido en fuentes, que han debido o podido existir detrás;

es importante que anunciemos al Jesús que en ellas nos sale al encuentro, a Jesús en toda su integridad,
al Jesús que vive, al real; al que escuchamos así y por el que nos dejamos interpelar así. Permanecer a los
pies de Jesús para llegar a ser sus testigos. Para eso es siempre necesario escucharlo, una y otra vez, con
la mirada puesta en él. Para eso es necesario darle respuestas, hablar con él.

El rezo del breviario, al que os vais a comprometer en segui¬da, no es un simple aditamento externo que
se añade al ministe¬rio diaconal. Es el medio interno de esa misión, la de ser testigo. La alegría sólo puede
perdurar en una persona que es receptiva, y sólo quien es constante en la oración puede recibir. Asuman
en la oración su ministerio, sus comunidades, las personas que les han sido encomendadas, y confíen que
esa oración será la fuerza más íntima de toda actividad pastoral. La Iglesia no vive principalmente de teoría
y organización, sino de la fuerza del Espíritu Santo, que invocamos en la oración. Y si hoy en la lec¬tura se
encuentra la frase «No apaguéis el espíritu», eso significa ante todo también: ¡Confiad en Dios! ¡Confiad
en la oración! ¡Y sed personas de acción desde la oración, para que el Espíritu Santo pueda actuar en este
tiempo nuestro!

Pero ser testigo significa ante todo también comprometer¬se. Un testigo es algo más que un reportero.
El testigo avala la palabra con su propia vida. Y por eso ser testigo significa anunciar el Evangelio no sólo
de palabra, sino con obras. Por eso, el meollo de la tarea diaconal es, desde siempre, el servicio del amor
al prójimo, son las obras de misericordia corporales. Esto no es un anexo social que se hace para
justificación de la Iglesia en esta época, sino fruto íntimo y necesario del Evan¬gelio. Nadie puede predicar
la alegría con tanta credibilidad como quien la ofrece, la practica, como quien practica el amor.

Y finalmente el otro título del Bautista: el de bautizar pre¬cisamente. Tampoco esto es una simple práctica
ritual, que os estuviese encomendada junto con el Evangelio, junto con la caridad. Es de nuevo mensaje
de la alegría de Jesucristo. Del Bautista se nos dice, por un lado, que predicaba en el desierto, por otro,
que estaba en el río y daba a los hombres el agua de la purificación, el agua de la vida. Ambas cosas son
sólo aparen¬temente contradictorias, ambas se hallan correlacionadas. En el desierto encuentra a los
hombres y los conduce al río, cons¬truyendo así caminos para Dios y caminos para los hombres mismos.
Desierto, que significa soledad, ausencia de relación, espacio en él que no hay nadie más, en el que la
soledad se convierte al mismo tiempo en espacio de muerte y de esterili¬dad. ¡Cuántos desiertos hay hoy
en medio de nuestras grandes ciudades! Un párroco me contó hace poco que en su parroquia cada vez
son más los muertos que la policía y los bomberos tienen que sacar de sus viviendas. Mueren solos. Nadie
los conoce, nadie les dice una última palabra de consuelo en la hora de su adiós. Las puertas, cerradas con
llave, tienen que ser forzadas. ¡Cuánto desierto, cuánta falta de relación, cuánta carencia de rumbo hay!

Bautizar no significa simplemente practicar un rito, sig¬nifica conducir a los hombres del desierto al río,
significa conducirlos a la purificación. Nosotros tenemos hoy una hi¬giene externa excesiva casi ritual,
quizá también como rito sustitutivo de la tan profundamente sentida carencia de hi¬giene interna, que el
hombre no se puede dar a sí mismo, que sólo Dios le puede proporcionar. Conduzcan ustedes a los
hombres hasta las aguas de la purificación y, de ese modo, a las aguas que refrescan, a las aguas de la
vida, y sean lo que Juan quiso ser, lo que el diácono tiene que ser, personas que construyen caminos
construyendo caminos para Dios; cami¬nos que conducen unos a otros, superan el desierto, crean de
nuevo una fecundidad vigorosa, una convivencia que sólo el amor y la misericordia del Redentor pueden
proporcionar.

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¡Alegraos siempre! Alegría del Evangelio sólo la puede su¬ministrar quien está colmado por ella, quien a
su vez ha re¬cibido en sí mismo el Evangelio. Este es el ruego que hace la Iglesia por vosotros, nuestro
ruego por ustedes, queridos diáconos, queridos candidatos a la ordenación, en esta hora: que la alegría
del Evangelio sea su guía todos los días, que en la medida que ustedes den alegría, la reciban ustedes
mismos cada vez más hondamente. Lo pedimos, pues, con gran con¬fianza, de acuerdo con la expresión
con que concluye la lectura de hoy: Dios es fiel. El lo ha iniciado, él también lo llevará a término.

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PONERSE CON ÉL AL SERVICIO DE LA VIDA
Munich, febrero 1982

Lectura: Lev 13,1-2.45-46 Evangelio: Me 1,40-45

¡Queridos candidatos a la ordenación!

¡Queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio!

¡Queridos hermanos y hermanas!

El ruego que marca la pauta en la misa de hoy es la llama¬da a un corazón nuevo y un corazón puro, una
llamada a la purificación y a la renovación. A primera vista nos parece que esto se halla muy distante de
los problemas y necesidades que mueven al mundo de hoy, que a nosotros nos remueven aquí en este
país y en este tiempo. Pero si se profundiza un poco más, puede uno darse cuenta de que esta llamada es
caracte¬rística de todas las épocas, de la nuestra no menos que de las precedentes. El conocimiento
acerca de la historia es cada vez mayor. Bajo los rayos X del análisis marxista, lo terrible, lo espantoso, lo
negativo de esta historia se presenta cada vez con mayor estridencia ante nuestra vista. La exigencia de
liberar de esa culpa, de esa deformación del ser humano ha llegado a ser cada vez mayor. La exigencia de
librarse de esta existencia con-taminada, de empezar de nuevo, de romper con ella, de salir de ella, de
construir realmente un mundo nuevo, con hombres nuevos es hoy más fuerte y apremiante que nunca.

Precisamente en nuestro tiempo se mantiene viva esta exi¬gencia. Ciertamente se da también lo


contrario, la experiencia de la inutilidad, la conciencia de que, precisamente cuando se intenta quedar
libre de todo esto, vuelve uno a enredarse y, como consecuencia de ello, viene luego el coquetear con la
impureza, la apetencia de la suciedad, que, sin embargo, es algo así como un grito de socorro.

¡Dios, si existes, mira qué sucios estamos! ¡Pero entonces tú no lo puedes soportar, tienes que crear
hombres nuevos y puros, tienes que proceder a la renovación, tienes que crear un mundo nuevo!

En las lecturas del día de hoy se nos plantea esta cuestión en la figura del leproso. En el mundo antiguo
se veía al leproso como portador de la muerte, que llevaba en su cuerpo vivo la muerte, la corrupción y
llevaba la muerte a los otros. El leproso es ante todo un ser que tiene que ser apartado de Dios porque
Dios es la vida y no tiene nada en común con la muer¬te. Mas, por el hecho de estar apartado de Dios,
tiene que ser apartado también de los hombres. Él es abandonado con el fin de que el poder de la muerte,
de la que él es portador, sea aleja¬do de ellos. Esto se expresa al decir «impuro», «apartado»: por ser
portador de lo que destruye la vida es expulsado con razón a la esfera de la muerte. En el momento en
que se le priva de la convivencia con los hombres y de la convivencia con Dios, es entregado
verdaderamente a la muerte, pues el hombre vive de la convivencia con los demás y en la soledad es
expulsado de lo que para él es vida.

El Antiguo Testamento podía reconocer esta situación, incluso determinarla, pero no podía dar respuesta
a la misma o cambiarla. Yo creo que a todos nosotros nos ha resultado extraño antes, después de la
lectura, el hecho de que, tras esas prescripciones terribles —«él debe ser expulsado»— tuviéra¬mos que
decir «¡Te alabamos, Señor!». Sin embargo, podemos decir «Te alabamos, Señor» —incluso ante estos
horrores del mundo— porque el Antiguo Testamento no ha sido la últi¬ma palabra, porque nosotros
leemos en el Nuevo Testamento y con el Nuevo Testamento, y Jesucristo puede pronunciar ahora la última
palabra, cosa que el Antiguo Testamento no podía; una palabra que tampoco pueden pronunciar los

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mo¬vimientos revolucionarios ni los renovadores de esta época: «¡Quiero, queda limpio!». El
abandonado, que tenía que gri¬tar: «¡Impuro!» y mantener apartados de él a los hombres, va hacia él y
Jesús no se aparta de él, como tenía que haber hecho de acuerdo con la ley. Para él éste no es el intocable,
que trae el poder de la muerte a la vida. El lo toca, y puede hacerlo, porque es el Hijo y porque Dios, que
se manifiesta en él, no necesita tener miedo a la muerte. Puede tocarlo porque en él el poder de la vida y
el contagio de la vida son más fuertes que el contagio de la muerte.

De ese modo, en esta breve escena del Evangelio se da a los cristianos una imagen de todo el mensaje de
Jesucristo. El ha venido para decir: «¡Quiero, queda limpio!». Él ha venido para traer el contagio de la vida.
Ha venido para proporcionar pureza y novedad; ha venido como servidor de la vida para que tengan vida,
y la tengan abundante, como dice san Juan (Jn 10,10).

Convertirse en diácono de Jesucristo significa entrar con Él al servicio de la vida, significa ser admitido al
servicio de la purificación y de la renovación. Jesucristo nos lo da. De acuer¬do con el Evangelio, esta
purificación y renovación llevada a cabo por él tiene lugar en tres etapas, y nosotros podemos ver en ellas
una correspondencia con las tres dimensiones del ministerio de diácono. En primer lugar se nos dice: Jesús
tuvo compasión de él. Esto no es todavía nada en absoluto sobrena¬tural o teológico, sino algo
completamente humano. Él no se aparta, no se oculta, no pasa de largo, no se comporta fría ni
reservadamente, es un ser humano. Contempla este terrible poder de la muerte, el efecto destructivo del
hecho de estar excluido y del miedo a la muerte del hombre; él contempla y compadece. En el texto griego
se expresa esto de forma mu¬cho más dramática y fuerte; toma el matiz del hebreo cuando escribe
splagxvisqeíj, «se le removieron las entrañas». Todo el hombre, en su cuerpo y en su espíritu, se conmovió
ante tal necesidad. Jesús es humano. Y precisamente en esta humani¬dad puede Dios encarnarse y
donarse.

De san Bernardo de Claraval procede esta admirable ex¬presión: «Deus est impassibilis, sed non
incompassibilis» (In Cant. Serm. 26, 5, ed. Winkler, V, 394). Dios no puede pade¬cer, pero sí compadecer.
El Santo Padre, en su encíclica «Di- ves in misericordia», nos ha desvelado la misericordia como el núcleo
esencial de nuestra imagen de Dios y como clave de la nueva imagen del hombre, procedente de este
Dios. El ser humanitario forma parte también del servicio de Jesucristo. Porque el hombre es un todo, no
puede darse lo sobrenatural y nuevo sin lo natural y humano sobre lo que se apoya. El cristianismo está
en peligro debido a que las virtudes huma-nas amenazan con desaparecer, a que el humanitarismo corre
el riesgo de colapsar. Si queremos ser diáconos de Jesucristo tenemos que intentar cultivar en nosotros
ese humanitarismo, que se puso de manifiesto de nuevo en el Dios hecho hombre, construir en nosotros
las virtudes del humanitarismo, del ser hombre.

Por eso, desde el principio, corresponde al ministerio dia¬conal, que, por supuesto, pasa al sacerdocio,
pero no termina ahí, sino que ineludiblemente permanece ahí, la dimensión de la caritas, esto es, del
servicio a los hombres, que presupo¬ne tener la mirada y el corazón puestos en el hombre. Y por eso,
queridos candidatos a la ordenación, lo primero que os pido es que procuréis siempre aprender de esta
humanidad de Jesús, que os esforcéis por tener una mirada y un corazón humanos, para así suscitarlos en
los otros. Que de ese modo tengáis el sentido y la alegría de ser hombres para los hombres, de descubrir
a los niños en su demanda de bondad y darles la respuesta pertinente, así como a los ancianos, a los
pobres y a los abandonados.

Gracias a Dios en nuestras zonas no existe hoy la lepra, de la que habla la Biblia aquí. Pero hay cosas muy
similares: tanta ruina interior en cuerpos que están vivos, tanta presen¬cia de la muerte en medio de la

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vida, tanto abandono en la soledad, tanta demanda de que alguien se atreva a mirar, a tender la mano, a
comportarse con ellos como un ser humano y a descubrirles, en la bondad del ser hombre en general, la
confianza en Dios y la posibilidad de creer nuevamente. Jesús tuvo compasión de él. El ser humanitario es
una dimensión fundamental de lo cristiano y, por tanto, del sacramento, del ministerio eclesial.

Pero el ser humanitario, si permanece aislado en sí mis¬mo, no basta. Se convierte en horizontalidad. Y


entonces nos encontramos en medio del tiempo, tal como es. En ese caso los ciegos conducen a los ciegos
y los muertos entierran a los muertos. El ser humanitario de Jesús supone un giro para el destino de la
historia universal, porque en ella habita el poder de Dios y porque, desde ese poder, puede tocar y de
hecho toca con el contagio de la vida a los que sufren. Jesús lo toca. Esta es la segunda dimensión de
nuestro ministerio. Los Pa¬dres de la Iglesia han visto en esta acción de tocar, que lleva a cabo Jesús, el
símbolo de toda la dimensión sacramental de la Iglesia. En los sacramentos él sigue estando ahí y establece
contacto corporal con nosotros, toca nuestro cuerpo corpo- ralmente con el suyo, haciéndonos sentir así
que es verdad: a:rtkxY%via0eÍ5, «se le removieron las entrañas» (1,41). Con su cuerpo él salva y redime
nuestro cuerpo.

Como diáconos sois también servidores de este tocar sa¬cramental, en la medida que él nos toca y
nosotros podemos transmitir ese contacto en este tiempo nuestro. Jesús lo tocó. Pero el Sacramento no
es ninguna clase de magia y por eso tocar a Jesús en el Sacramento significa tocarlo como persona. Por
eso es tan determinante para servidores de Jesucristo el tocarlo de persona a persona, meter, como
Tomás, siempre de nuevo la mano en su costado abierto. En eso consiste la gran importancia de la liturgia
de las horas. Tener así tiempo para Jesús; más allá del ser humanitario, que por sí solo quedaría vacío;
salir hacia el contacto con él; conocerlo, aprender a oír su voz, como él dice de los suyos. Y este es el
segundo ruego: que nunca dejéis el contacto con Jesús, que nunca lo conside¬réis como algo de segundo
orden, que incluso se puede aplazar. Sin ese contacto todo lo demás resultará vano, ¡Permanezcan junto
a él! ¡Búsquenlo para conocerlo cada vez más! Estrechen realmente cada vez más esa mano que es la
única que porta en sí el contagio de la vida. Y en este contacto también se puede vivir el celibato con
plenitud de sentido y fruto. No como negación y renuncia, sino como un «Sí Señor, tú me necesitas, tú me
atrapas para que yo dé testimonio de ti, de que tú eres una fuerza que sostiene una vida, que de ti procede
el gran contagio de la vida, su novedad y su pureza».

Y he aquí lo tercero. Jesús lo tocó y dijo: ¡Quiero, queda limpio! La palabra de Jesús viene por añadidura.
Los Padres de la Iglesia, una vez más, han visto en ello una expresión de la fuerza de la palabra
sacramental. «¡Quiero, queda limpio!». Sólo con el poder de Jesucristo se le puede decir al hombre lo que
no está al alcance de ninguna psicoterapia: no sólo ha¬blar del pasado y rumiarlo, sino eliminarlo
realmente. Quiero, queda limpio. Pero al mismo tiempo se esconde aquí toda la dimensión de la palabra
de Dios. Del cristianismo forma parte el ser humano de Dios, forma parte el contacto sacramental y la
palabra de Dios, que se dirige a nuestro espíritu, a nuestro entendimiento y a nuestra búsqueda de
sentido. Dios se ha relacionado con nosotros en la palabra y quiere, mediante ella, resultarnos inteligible
y que nosotros mismos aprendamos a comprender. Amor a la palabra de Dios y, desde ese amor, entender
y, desde el entendimiento, anunciar es para lo que el Señor busca siempre hombres y para lo que vosotros,
queridos candidatos, decís sí en esta hora. Amad la palabra de Dios, partid de ella y volved a ella, aprended
a comprenderla con el entendimiento y con el corazón y, a su vez, a interpretarla para el entendimiento
y el corazón.

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Y otra cosa muy importante al respecto: El cristianismo no es solamente cuestión de símbolos, no
es magia, tiene la palabra, es decir, es revelación de la verdad. Esa palabra no es intercambiable a
discreción, por así decir, un accesorio, por¬que algo se tiene que decir cuando algo se hace. También el
contenido forma parte de la fe cristiana, y no la mera opinión de buena voluntad; de la fe cristiana forma
parte el conoci¬miento y la profesión de fe en ese conocimiento, que no es manipulable a discreción, sino
que constituye la unidad espi¬ritual e intelectual de la fe.

Y aún se desvela algo más si continuamos con el Evangelio. Jesús prohibe a ese hombre aparecer
como propagandista de Jesús. Y lo hace incluso con cierto asomo de enojo; claramente porque ve que no
hay correspondencia ni la habrá a lo largo de los siglos. Le encarga algo completamente distinto: Ve a los
sacerdotes, presenta la ofrenda e intégrate de nuevo en Israel. No le encarga hacer propaganda particular
de un hombre po¬deroso y de su programa, sino que le encarga entrar en la co¬munidad de sacrificio y
fe del pueblo de Dios, en la historia común de Dios, en la que él ha constituido para los hombres este
«con» y este «nosotros» que es vida; porque la vida reside en la comunión, cuya pérdida representa
precisamente el des¬tino de muerte del que ha sido expulsado de la misma; el cual sólo halla su verdadera
curación una vez que ha entrado en esa gran convivencia acogedora de la comunidad de oración y de fe
constituida por Dios, en el todo de la común historia de la salvación y de su palabra. Esa es la llamada de
Jesús a nosotros también. Nada de propaganda particular de Jesús que solamen¬te divide y separa, y que
pasa por alto, en lo más íntimo, el mis¬terio de Jesús; sino ingresar en el «con», que él nos ha donado, en
el «con» de su cuerpo, la Iglesia. Por débil, frágil y llena de heridas que parezca, es, sin embargo, el espacio
en el que Él, que no se ha avergonzado del contacto con la debilidad, toca y salva siempre de nuevo, en el
ser «con» de la historia de la fe.

En la oración de después de la comunión de la misa de hoy alcanza su meta la petición de la oración colecta
y la oración sobre las ofrendas por la renovación y la pureza. En su texto latino, que en la traducción queda
algo confuso, contiene un doble aspecto. En primer lugar, la acción de gracias porque Dios nos permite
experimentar su alegría en la Eucaristía, y, como consecuencia, la petición de que, mediante el vigor de
esa alegría, estemos siempre en camino hacia aquello de lo que los hombres verdaderamente viven: hacia
su Verdad, hacia su Amor, hacia Él mismo, Jesucristo. Este es mi deseo para vo¬sotros en esta hora,
queridos candidatos a la ordenación, que podáis experimentar siempre de nuevo la alegría de Dios, que
esa alegría sea siempre de nuevo en vosotros la fuerza que os muestre el camino hacia aquello de lo que
verdaderamente vi¬vimos y os ayude a ofrecer ese camino a otros para que tengan vida y vida abundante.

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PESCADORES DE HOMBRES
Para Franz Niegel, Berschtesgaden 1954

Evangelio: Le 5,1-11

En el Evangelio de hoy, recién proclamado por el diácono, se ha captado un aspecto del encanto de Tierra
Santa.

Da la impresión como si por un instante se oyese el mur¬mullo de las olas del lago por el que el Señor
había navegado a menudo con sus discípulos, como si se percibiese el esplendor del cielo del sur, con su
bóveda despejada de nubes, y el saludo de la campiña en torno al lago, cuyas flores fueron celebradas por
el Señor en sus parábolas. Algo del encanto del lago de su tierra y del perfume de sus flores ha introducido
el Señor en el mensaje sobre el Reino eterno, y nosotros nos alegramos por ello, pues con alegría
reconocemos su parecido con la belleza de nuestra propia tierra.

Mas todo eso que se dice ahí es simplemente el marco ex¬terno dentro del cual sucede lo más grande e
importante: el amanecer de una vida humana en la que un hombre recibe la llamada y la misión de su
existencia. Este Simón, que durante años había navegado por el lago como pescador, sale a pescar una
vez más como antaño. Pero cuando conduce a tierra su pesado y maravilloso cargamento, que esta vez
no es resultado de su trabajo, da comienzo algo nuevo: «En adelante serás pes¬cador de hombres», le
dice el Señor.

Ahora las redes y la barca pueden quedarse ahí y que otros se ocupen de eso. Tú debes echar ahora las
redes de Dios en el mar del mundo. Tú debes llevar a la orilla de la eternidad a los hombres que se afanan
y encierran en los límites de la falsa apariencia de su supuesta felicidad. Debes hacerlo a través de la
oscura noche de muchos fracasos. Debes hacerlo sin des¬alentarte ni quejarte en las amargas horas del
día, en las que todo te parece que se hace en vano y que la obra de tu vida resulta inútil. Esto fue entonces,
pronto hará 2.000 años, el amanecer de una vida humana. Pero no fue simplemente. Es; sigue siendo,
aquí y hoy.

Pues qué otra cosa ocurre en la ordenación sacerdotal y en la primera Misa sino que Cristo vuelve a
presentarse ante unos cuantos jóvenes, Ies quita las barcas y las redes de sus manos, a las que iban unidas
tantos sueños de juventud, y les dice: Aho¬ra debéis ser pescadores de hombres. Debéis navegar hacia el
mar del mundo y echar la red de Dios con ánimo inasequible al desaliento en un tiempo que parece tener
todo su interés en escapar del santo cazador que es Dios.

Por eso resulta como un eco del lago de Genesaret cuando, al comienzo de la ordenación sacerdotal, el
obispo formula a los jóvenes diáconos que se hallan ante él sus futuras funcio¬nes; de un modo objetivo,
sobrio, escueto, tal como quedó formulada con el lenguaje del dominador romano del mundo.

El sacerdote tiene que ofrecer sacrificio, bendecir, presi¬dir, predicar y bautizar. Palabras escuetas, pero
pletóricas de contenido, sobre las que nuestros misacantanos han meditado muchas horas en los días de
los Ejercicios que preceden a la ordenación sacerdotal, pues en esas palabras se halla implícito todo el
contenido de su vida futura.

Ofrecer sacrificio, bendecir, presidir, predicar, bautizar. Querría desgranar sólo un par de destellos de toda
la luz que en ello se esconde, con el fin de que podamos hacernos una cierta idea de qué clase de día de

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la vida sacerdotal debe ser el que tiene que desarrollarse a partir de este amanecer en que se recibe la
misión. Primero está la misión de predicar.

Si se me permite contar algo a partir de mis propios re¬cuerdos, cuántas veces me he alegrado como
estudiante de po¬der predicar, de poder anunciar la palabra de Dios a los hom¬bres, que, en la
desorientación de su vida cotidiana, a menudo apartada de Dios, deberían estar esperando esta palabra.
Me he alegrado especialmente cuando una palabra de la Sagrada Escritura, un tema de nuestra doctrina
de fe ha recibido una nueva iluminación llenándome de satisfacción. Pero cuán des¬engañado me he
sentido cuando la realidad resultaba comple¬tamente distinta, cuando la gente claramente estaba
esperan¬do, no la palabra de la predicación, sino el final de la misma.

La palabra de Dios no forma parte hoy de los artículos de moda, por los que se pregunta y que resultan
de interés. Al contrario, está de moda saber mejor las cosas y llegar cuando la predicación ha terminado,
«pues ésta no servirá para mucho».

Así es como hoy la predicación se ha convertido verda¬deramente en una parte penosa de la pesca que
el sacerdote tiene que llevar a cabo. Y, sin embargo, precisamente en la predicación, como también en la
enseñanza de la religión, que propiamente no es más que otra forma de predicación, el sa¬cerdote lleva
a cabo precisamente una de las mayores misio¬nes encomendadas a la Iglesia. El teólogo romano Hipólito,
muerto el año 235 después de Cristo, dijo: «El nacimiento de Cristo no ha terminado. Cristo, el Señor,
continúa naciendo en este mundo. La Iglesia da a luz a este Cristo, cuando instru¬ye y predica a todos los
pueblos».

En la medida en que, en un mundo en el que triunfan la mentira, la desfiguración y la sensación, la Iglesia


sigue atre¬viéndose a proclamar indefectiblemente la palabra de Dios, está haciendo sitio a Dios en medio
de ese mundo.

El mundo llegaría a ser infinitamente pobre, si enmudecie¬se la boca de quienes, sin atender al
sensacionalismo ni a los vientos que soplan en las distintas épocas, se ponen de parte de una verdad de
Dios, que aparentemente no llama la atención y quizá parece inútil, y la proclaman. Con cada palabra de
ese tipo se recupera a Dios para nuestro mundo; dándose así al¬bergue al Dios que sigue buscando
albergue y sigue careciendo de techo. Cristo sigue naciendo de nuevo.

Sería un buen resultado de esta predicación si quisiéramos decidirnos a suscitar en nosotros de nuevo la
humildad de es¬cuchar; la humildad de escuchar y, al mismo tiempo también, el valor de hablar, cosa que
los cristianos de hoy necesitan más que las generaciones pasadas. En los pulpitos de nuestras iglesias
predican solamente los sacerdotes. Pero ¡unto a eso está el pul¬pito de la vida cotidiana y desde él puede
y tiene que ser todo el mundo sacerdote y predicador. Pues puede ser necesario que en el puesto de
trabajo, en la oficina o en cualquier otro sitio uno confiese lo que como cristiano cree y ama, proclamando
una palabra de fe ante un mundo que carece de ella. Quien hace eso cumple en el fondo la misma misión
que el sacerdote en la iglesia: proporciona un lugar en este mundo al Dios que busca albergue, al Dios sin
techo. Cristo nace de nuevo.

Junto a la misión de predicar está la misión de bendecir. Precisamente en estas semanas de la primera
misa es esta la misión más ostensible: El nuevo sacerdote lleva su primera bendición de casa en casa y es
recibido con una gran alegría y con una cordial confianza. Se cree palpar con mayor frescura y vitalidad la
fuerza del Espíritu Santo, que es el que ha ungido esas manos, más que en el caso de quien ya lleva largo

92
tiempo en el ministerio de bendecir. Pero siempre perdura el minis¬terio sacerdotal de la bendición.
Siempre tiene encomendada la misión de bendecir en un mundo que quizá maldice o so¬lamente calcula.

El sacerdote bendice a los niños en la escuela, bendice a los fieles en la santa Misa, bendice a los
caminantes que van por el monte o que viajan lejos, bendice a los enfermos y a los moribundos en las
horas de indigencia y de ese último aban¬dono, en el que sólo la bondadosa mano de Dios es capaz de
abrirse paso. Bendice al borde de la sepultura con una última bendición que alcanza hasta la eternidad.

Sí, fundamentalmente todos los sacramentos que el sacer¬dote dispensa no son otra cosa que una
bendición de elevada eficacia. Si se quisiera traducir en sentido amplio lo que pro¬piamente significa
«bendecir», podría decirse que aproximada¬mente significa tanto como decir: «Felicidad de parte de Dios,
en nombre de Dios». Mas si eso es así, entonces toda bendi¬ción es un reconocimiento del hecho de que
en el mundo no son simplemente las máquinas ni el dinero los que marcan la pauta.

Incluso cuando nosotros los hombres muchos días nos de¬seamos felicidad, estamos admitiendo que la
felicidad y el éxi¬to no residen solamente en cosas tales como la economía, sino que depende aún más
de la bondad interior de los hombres, de que seamos buenos unos con otros y para con los otros.

Cuando nosotros nos sometemos a la bendición, esto es, al deseo de felicidad por parte de Dios, estamos
diciendo con ello mucho más: Reconocemos así que nuestra felicidad y nuestro éxito dependen en
definitiva del amor del Dios eter¬no. Que en definitiva el mundo y nuestra vida no sólo están regulados
por los cálculos de la economía, sino por el cálculo de Dios, por ese amor eterno, por tanto, «que mueve
el sol y las estrellas» (Dante).

Cuando la mano del sacerdote, al bendecirnos se extiende sobre nosotros, nos inclinamos y guardamos
un instante de silencio, porque sabemos que el dedo de Dios, el dedo del amor que mueve el universo,
por un instante, llega algo más cerca a nuestra vida; porque sabemos que nuestro destino está en manos
de quien ahora nos desea felicidad y es el único que tiene el poder no sólo de desearnos felicidad, sino
también de concedérnosla.

Quizá también os haya llamado alguna vez la atención el hecho de que la bendición se imparta con el signo
de la cruz. Con el signo, por tanto, que nos recuerda el último desamparo del Dios-Hombre, Jesucristo y,
en general, el íntimo desampa¬ro, que subyace en el fondo de todas las cosas. Pero eso tiene que ser así.
Eso nos recuerda la dura y, sin embargo, ineludible realidad de que toda bendición procede de un
sacrificio; de su sacrificio. Por eso la tercera y suprema misión del sacerdote es el ofrecer el sacrificio.

Por sacrificio se entiende la celebración de la sagrada Eu¬caristía, en la que de nuevo se hace presente el
sacrificio de Jesucristo en la cruz. Mas detrás de la misma tiene que estar siempre también el sacrificio
personal del sacerdote, que, día tras día, deja a un lado su propio amor, el anhelo de su propia vida por el
brillo y la felicidad, para mantenerse totalmente a disposición de Dios.

Sobre esto habría mucho que decir, pero quizás sea mejor que nosotros, sin hablar mucho, nos
esforcemos sinceramente por adentrarnos de todo corazón en este primer sagrado sacri¬ficio en el que
nuestro nuevo sacerdote lleva a cabo el elevado servicio del sacrificio, y pidamos de corazón al eterno
Dios que tenga a bien concederle vivir, cada vez más, de la fuerza de este sacrificio para que, de ese modo,
reciba de ella la plenitud de su bendición para sí mismo y la fuerza para bendecir a los demás.

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Toda bendición procede de la cruz. Con esto volvemos de nuevo al Evangelio del día de hoy, del que
habíamos partido; pues a aquel luminoso amanecer de la llamada le siguió tres años más tarde el
momento de la misión definitiva, de la que nos daba noticia el Evangelio la víspera de la ordenación
sacer¬dotal. Muchas cosas pasaron entre tanto. Entre uno y otro mo¬mento quedaban la negación, la
crucifixión y la resurrección.

Y ahora, una vez más, ante Simón se halla retirado el Señor, a orillas del mismo lago de Genesaret, donde
enton¬ces por primera vez lo llamó a seguirle, y le da la siguiente misión: «¡Apacienta mis corderos,
apacienta mis ovejas!» (Jn 21,15-17). Pero, al despedirse, añade unas palabras llenas de gravedad:
«Cuando eras joven, Simón, te ceñías tú mismo el cinturón e ibas adonde tu querías. Tú mismo
determinabas el camino y la forma de tu vida. Pero llega la hora en que ex¬tenderás tus manos y otro te
ceñirá y te llevará adonde tú no quieras» (Jn 21,18).

De nuevo hay aquí como una resonancia de ese momento de la ordenación sacerdotal en que las manos
ungidas del sa¬cerdote son atadas firmemente la una con la otra y, con éstas atadas, toca el cáliz en el
que pronto ofrecerá al Padre eterno la Sangre redentora del Señor.

Sus manos están atadas y nunca más le pertenecerán a él mismo. Todo su ser está atado para Dios.
Aquellos tiempos de sueños esperanzadores, en los que todos los caminos y todas las posibilidades
estaban abiertas, son cosa pasada: él ha pues¬to para siempre sus manos atadas en las manos de Dios. Es
Dios quien determina ahora el camino y la posibilidad, sólo él.

Pero con radiante certeza de la victoria, habla en el introito de la misa de hoy la confianza, en el sentido
de que vuestras manos se hallan a salvo en las manos de Dios, cuando se dice: El Señor es mi luz y mi
salvación, nada temo. Quien ha puesto sus débiles manos humanas en las fuertes manos paternales de
Dios, las ha puesto en el seno del Amor eterno. Y, a pesar de todas las tempestades que pueda haber,
puede navegar con¬fortado por el mar del mundo, pues con él está todos los días aquel que ha dicho de
sí mismo: «Consolaos, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

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EL SACERDOTE, UN HOMBRE QUE BENDICE
Para Franz Niemeyer, Kirchanschóring 1955

Todos los años resulta verdaderamente un gran día no sólo para la catedral de Frisinga, sino también para
todo nuestro extenso obispado, cuando el 29 de junio el obispo aparece ante sus jóvenes diáconos para
imponer su mano con motivo de la sagrada ordenación y enviarlos al campo de Dios, que espera a sus
segadores. Grave y solemne suena la pregunta que, una vez más, el obispo hace a su arcediano: Seis illos
dignos esse? (¿sabes si son dignos?). En esa pregunta se pone de manifiesto el estremecimiento de toda
la responsabilidad de ese momen¬to. Y todavía, una vez que el arcediano ha pronunciado su sí, el obispo
se dirige a todo el pueblo y les pregunta a todos si están de acuerdo con que los jóvenes allí presentes
sean ordenados sacerdotes en la Iglesia. Pues a todo el pueblo le afecta lo que acontece. Y sólo cuando
nadie ha presentado objeción puede comenzar la sagrada ceremonia. A continuación se invoca la ayuda
de toda la comunidad de los Santos mediante la Letanía de los Santos; se ve en espíritu cómo se van
colocando en tor¬no al altar el glorioso grupo de los apóstoles, el glorioso ejér¬cito de los mártires, las
santas vírgenes y viudas; a todos ellos se les ruega que vengan en auxilio en ese sagrado momento. Y
luego —una vez que se ha constituido la asamblea plenaria de la Iglesia santa— el obispo se acerca a cada
uno y, en silencio, le impone las manos durante un momento.

Según la doctrina de la santa Iglesia es ese el preciso mo¬mento de la ordenación en el que uno se
convierte en sacer¬dote para siempre: ¡un momento inolvidable para todo el que lo ha podido vivir!
Cuando la mano del obispo reposa sobre la cabeza, esa mano, que ya no pertenece propiamente a un
hombre, es símbolo e instrumento de la paternal mano de Dios, extendida sobre un hombre; es símbolo
del «dedo de Dios», del Espíritu Santo, que es enviado a un hombre. Y el que allí está de rodillas lo sabe:
Con la mano del obispo se pone sobre mí la mano de Dios. Dios ha puesto su mano sobre mí; yo no me
pertenezco ya a mí mismo. El me ha tomado y me ha sellado para sí; yo soy propiedad suya. El dispone de
mí. Después del obispo pueden también imponer sus manos todos los sacerdotes presentes, que en
adelante deben cooperar con ellos, participando por así decir en la ordenación.

Y si puedo hacer ahora una observación puramente perso¬nal, diré que fue para mí un momento
inolvidable y conmo¬vedor cuando también pude imponer mi mano sobre nuestro reverendo señor
misacantano y querido amigo. Fuimos juntos al Instituto, cumplimos juntos nuestro servicio en el Ejército
del Aire y en el Servicio Social hasta que en enero de 1945 nuestros caminos se separaron. Dios había
dispuesto para él todavía un periplo difícil y penoso. Fue destinado a una uni¬dad situada en el Este; allí
resultó herido, pasando 2 años y medio de difícil cautiverio en Rusia. Cuando finalmente vol¬vió a casa en
1947, se encontró con su padre gravemente en¬fermo y es como un milagro el hecho de que, aun estando
casi ciego, haya podido, sin embargo, arrodillarse ante el altar de la primera misa. Y nosotros, en este
santo sacrificio, queremos dar gracias a Dios por ello; vamos a pedir también al eterno Dios por su padre
y por su querida madre para que puedan recibir de la bondad divina el don de gozar aún de muchos años
felices.

De todo esto era yo en cierto modo consciente en el mo¬mento de la imposición de las manos, cuando
finalmente se abrió para él la puerta del recinto sacro, que durante tanto tiempo permaneció cerrada para
él, pero que siempre había sido su segura y firme meta. Tras la imposición de manos, todos los sacerdotes
permanecen de pie un momento con la mano extendida, y me gustaría decir que ese es precisamente uno
de los más profundos símbolos de lo que principalmente es y debe ser el sacerdote: un hombre que
bendice, una perso¬na cuya mano no está para maldecir ni para pegar, ni tampoco para la técnica ni para

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la empresa, sino para bendecir. Y esto es más que todo lo demás. Y de ese modo podemos pedirte ahora,
querido y reverendo señor misacantano, que hagas uso de tu poder y que extendiendo tu mano sobre
nosotros y sobre toda esta comunidad nos bendigas con tu primera bendición como sacerdote... ¡Piadosos
cristianos! He intentado expre¬sar en una sola palabra qué es propiamente el sacerdote: un hombre que
bendice. Esta es su precisa misión en el mundo; está ahí para ser portador de bendiciones, y yo creo que
tene¬mos que recuperar el sentido de que ésta es una misión ver-daderamente necesaria, que la gente
de la construcción, que reconstruye nuestro pueblo y nuestro país, en vano construye si Dios, el Señor, no
construye con ellos. Y precisamente la historia de los últimos 50 años nos ha mostrado que toda
construcción de los hombres, por cuidadosa que sea, termina en el caos si Dios no está presente como
promotor. Y noso¬tros tenemos que reconocer que, incluso en un pueblo como este, en vano se trabaja
y en vano se afana la gente si la iglesia no sigue siendo el corazón del pueblo y si en ella no alienta la vida
que se nos transmite por medio del sacerdote.

Y nosotros, en estos años en los que el tiempo meteoroló¬gico vuelve a burlarse de nosotros, vemos
precisamente cuán desvalido se encuentra el hombre a pesar de toda su técnica, qué poco podemos en
definitiva si Dios no da su sí a nuestros planes y a nuestros propósitos. El sacerdote es un hombre que
bendice, esto es algo que intentamos ver en el ejemplo de las manos extendidas en la ordenación
sacerdotal. Me gustaría añadir dos ejemplos más, muy breves, en los que, en cierto modo, desde otra
perspectiva, podemos ver qué es propiamen¬te el sacerdote y para qué está.

El primero de esos ejemplos se deriva del Evangelio de este domingo, del episodio de la milagrosa
multiplicación del pan, que precisamente os he leído yo. Pero a este aconteci¬miento le había precedido
otro que se relata en el capítulo 6 del Evangelio de Marcos y que tengo que contaros brevemen¬te. Habían
precedido días de incesante actividad para Jesús, el Señor. La gente iba y venía, y se dice en la Sagrada
Escritura queno le dejaban tiempo ni siquiera para comer. Entonces Jesús decidió levantarse y marchar
buscando la soledad. Coge una barca y se adentra en el lago. Pero la gente se da cuenta y marchan a pie
a lo largo de la orilla y, antes de que Jesús pueda llegar con su barca, están ellos al otro lado del lago.
Cuando llega él, encuentra de nuevo a la gente de la que ha¬bía querido escapar. Y entonces ocurre algo
maravilloso. El no se enoja, no les riñe, como habría hecho probablemente un hombre, sino que, al verlos,
siente compasión de ellos. Ve su profundo desvalimiento interior, motivo por el cual lo siguen, motivo por
el cual mañana también seguirían a cualquier otro si llegase a prometerles algo más y mejor. En ese pasaje
se dice en Marcos algo admirable: «Se compadeció de ellos porque andaban como ovejas que no tienen
pastor» (Me 6,34).

Esto es como una instantánea de la humanidad en general. Si hoy viniese a este mundo alguien de otro
planeta y pudiese, por así decir, echar un vistazo por dentro y por fuera a la hu-manidad, no podría
describirla mejor que con estas palabras: están como ovejas sin pastor. La humanidad no sabe ya lo que
está bien ni lo que está mal, lo que puede hacer y lo que no, lo que es posible y lo que no es posible para
el hombre. En el pueblo las cosas van algo mejor, pero cuando hoy un joven se encuentra de pronto en la
ciudad, en una empresa, en el tra¬bajo en cualquier parte, pronto se da cuenta de que todas las
convicciones comunes se han venido abajo, que ya no existe ninguna costumbre en la que apoyarse y a la
que simplemente uno está vinculado; se da cuenta de que cada uno no admite como norma de referencia
más que a sí mismo y hace preci¬samente lo que él considera correcto. Que en ese tipo de con¬ducta al
final está el caos es algo que podemos observar pro¬piamente cada día en el periódico, tanto en sus
informaciones sobre política como en los reportajes de nuestra vida local.

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El hombre ha perdido el norte; de lo contrario, no tendrían su público dócil los adivinos, los astrólogos y
los curanderos ni los líderes de sectas podrían reunir numerosos seguidores. «Como ovejas sin pastor». El
Señor ve esto, lo ve primero en un grupo de palestinos que están a la orilla del lago de Genesa- ret, pero,
a través de ellos, mira también, después de milenios, a la humanidad de hoy y, viéndola, siente compasión
de ella; pues él es el pastor, el único verdadero pastor, el buen pastor.

Ahora me aparece, vedlo vosotros también, lo que esto tiene que ver propiamente con la profesión de
sacerdote. Ser sacerdote significa ser testigo y ministro del buen pastor Cristo Jesús; ser sacerdote significa
ser pastor con Cristo, el Señor, y participar en el cuidado y misión pastoral del Señor, y qué signifique esto
para un hombre lo ha dicho el mismo Cristo en otro pasaje del Evangelio, donde se dice: «El buen pastor
da la vida por sus ovejas» (Jn 10,11); ser pastor con Cristo quiere decir participar en la entrega de la vida
de Jesu¬cristo; ser pastor con Cristo significa ser una persona entrega¬da, alguien que ya no quiere nada
para sí, sino todo para Dios y para el prójimo por amor a Dios. No se hace uno sacerdote para sí mismo,
sino para los demás; no se hace uno sacerdote para tener muchas gracias especiales, por así decir, para
ocupar puestos de preferencia junto al querido Dios; ni la ordenación sacerdotal es una especie de reserva
para un puesto especial¬mente bueno en el cielo. No, quien se hace sacerdote, lo hace para ser servidor
de los demás, siervo de los siervos de Dios...

Pensad sólo en el sublime Evangelio del Jueves Santo, cuando el Señor, el Hijo de Dios, se levanta en medio
de sus discípulos, se ciñe el vestido y les lava los pies. San Agustín nos dice que esto es ún modelo de lo
que el sacerdote tiene que hacer; tiene que escuchar casi a diario, en el confesionario, los pecados y la
suciedad de la humanidad; él puede, mediante la gracia de Dios, con la absolución, volver a lavar, por
decirlo así, los pies sucios de este mundo y de estos hombres. Es un siervo de los siervos de Dios, incluso
en su vida cotidiana; pues todo el que tiene una necesidad o un sufrimiento puede y debe acudir al
sacerdote. E incluso en su misión más elevada, en la celebración de la Eucaristía, el sacerdote no es
propiamente un privilegiado, sino que celebra la santa Misa para ser vuestro servidor en la mesa del altar.
El es, por así decir, el servidor de la mesa de Dios. El que os pone la mesa del divino banquete.

Sí, yo creo que es necesario decir que el sacerdote no va al cielo más fácilmente que los demás, sino con
mayor dificultad; pues mucho menos que cualquier otra persona puede él llegar solo allí, ya que se le
preguntará por los otros, por todos aque¬llos que estuvieron confiados a su cuidado y amor de pastor. El
sacerdote es un hombre que bendice, pero es también pastor con Cristo, el Pastor, y eso quiere decir que
tiene que parti¬cipar en la entrega de la vida de Jesucristo. Si anteriormente, después de la primera parte,
he pedido a nuestro querido y reverendo señor misacantano que hiciera uso de su poder de bendecir y
nos bendijera, ahora, después de esta segunda par¬te, tengo un ruego para vosotros. Ser sacerdote quiere
decir ser pastor con Cristo, quiere decir participar en la entrega de su vida, y esa es, vista desde fuera, una
misión muy, muy difícil para un hombre, y nadie, por sí solo, podría atreverse a asumir esa tarea, si no lo
llamase Dios y si no supiese que to¬dos los demás le ayudan a llevar el cuidado de toda la grey de los fieles
que están a su cargo. Y por eso me gustaría contarles lo que figura al final del conocido dicho, que un
sacerdote dejó escrito en Salzburgo hace algunos siglos. Comienza con las palabras: «Un sacerdote tiene
que ser: muy grande y muy pequeño...», y termina con el siguiente ruego: «...lo contrario que yo; ¡rogad
por mí!». En efecto, ¡rezad por el misacantano del día de hoy, y rezad por todos vuestros sacerdotes!

Querría añadir un tercer ejemplo. Corría el mes de abril del año 1207, en la soleada Italia. Era ese el mes
en que san Francisco de Asís fue desheredado y repudiado por su padre. No tenía ya nada que le
perteneciese, ni siquiera la túnica que llevaba sobre su cuerpo, y, sin embargo, tenía algo que nadie le

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podía quitar, a saber, el amor de Dios, a quien él, de una forma completamente nueva, podía decirle
«Padre». Y él sabía que eso era mucho más que cualquier propiedad del mundo; y por eso su corazón
estaba pletórico de alegría y marchaba cantan¬do por su camino a través de los bosques de Umbría. Pero
en las proximidades de Gubbio se oye un ruido entre las ramas, saliéndole al paso unos ladrones; ellos,
sorprendidos por su extraño aspecto, se dirigen a él diciendo: ¿Quién eres tú? A lo que él responde: soy
el heraldo de un gran rey. Francisco de Asís no era sacerdote, sino que permaneció toda su vida siendo
diácono, pero lo que dijo entonces es precisamente también una profunda definición de lo que es y debe
ser un sacerdote: es el heraldo del gran rey Dios, es el que anuncia y predica el reino de Dios, que debe
difundirse en el corazón de cada uno y por todo el mundo.

No siempre ocurre que un heraldo haga su camino can¬tando; a veces sí; pues el buen Dios concede
siempre a cada sacerdote momentos en que, con sorpresa y alegría, ve y com¬prende cuán grande es la
misión con que Dios lo ha obsequia¬do. Pero también contra este heraldo se alzan los ladrones a quienes
este mensaje no les agrada. En primer lugar, están los indiferentes, que nunca tienen tiempo para Dios, a
los que siempre, si él los llamara, se les ocurre decir que tienen que hacer otra cosa, que tienen tanto y
cuanto trabajo; están tam¬bien los que dicen que primero hay que construir viviendas y nada de iglesias,
a los cuales, sin embargo, nada les importa que surjan todo tipo de cines y establecimientos de diversión.
Frente a ellos el sacerdote tiene siempre que proclamar la a menudo molesta realidad de que el hombre
no sólo vive de pan, sino, incluso más aún, de la palabra de Dios. Y que el hombre no simplemente vive
de pan sino de algo más, me parece que es algo que podemos ver hoy directamente.

Es verdad que siempre hay personas que tienen todo cuan¬to desean, que tienen dinero suficiente, que
tienen para vestir y comer como quieran, pero que, sin embargo, llega un buen día en que hacen cuentas
de su vida y dicen: no puedo seguir viviendo así, la cosa no marcha, esto no tiene sentido; enton¬ces se
ve que el hombre necesita de algo más que pan, que en él subyace un hambre más profunda, el hambre
de Dios, que debe saciarse con la palabra de Dios. Pienso que hoy, con ocasión de esta predicación y de
la fiesta de esta primera misa, podemos reflexionar un poco para ver si nosotros a veces nos encontramos
también, de una u otra forma, entre los indife-rentes, que con sus críticas, con su llegar tarde o ni siquiera
venir, dificultan y entorpecen la tarea de los sacerdotes. Están también los que tienen una actitud hostil,
los que en cada sa¬cerdote sospechan la presencia del representante de un cierto clericalismo, de un
poder contra el que tienen que protegerse; y no necesito deciros toda la clase de palabras y pensamientos
que circulan en torno a eso en nuestro tiempo; pues todos vo¬sotros sabéis tan bien como yo, y todos
nosotros vemos, creo yo, que no sólo la cosecha de vuestros campos se recoge con el sudor de la frente,
sino que también la cosecha del Reino de Dios exige el sudor de aquellos a quienes Dios ha enviado como
segadores a su campo, en el que también crecen cardos y espinos como en los campos de este mundo.

Y, a pesar de todas las contradicciones, el sacerdote tie¬ne que seguir anunciando el mensaje del Reino
de Dios, que quiere propagarse por este mundo, pues es el heraldo del gran rey Dios, clamando en el
desierto del tiempo o, como lo ex¬presan los teólogos de forma más sencilla y escueta: el sacer¬dote
participa no sólo en la misión pastoral de Cristo, sino también en su misión magisterial; no sólo ha sido
enviado para dispensar los sacramentos, sino también para anunciar la palabra de Dios.

¡Queridos cristianos! Lo que yo pudiera decir ahora en esta predicación son sólo un par de muy tenues y
pequeñas pin¬celadas tomadas del amplio marco de la existencia del sacer¬dote. Mas, ante las grandes
realidades de Dios, cada hombre es propiamente sólo un niño que balbucea, y ni el hombre más grande
es propiamente capaz de decir mucho más que un par de desvaídas pinceladas. Como conclusión, me

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gusta¬ría repetir un ruego que os he hecho anteriormente. Antes de que el misacantano en la plegaria
eucarística se convierta en ministro del milagro de la sagrada consagración, se volverá de nuevo para
deciros: «Orate, fratres»: ¡Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios,
Padre Todopoderoso! No toméis el ruego como un cliché, como una frase que está en el misal y que por
eso tiene que decirla el sacerdote, porque precisamente toca en ese momento, sino to¬madlo como un
verdadero ruego que él os dirige a vosotros. Pues quizá lo que más necesita hoy el sacerdote es que se
rece mucho por él, y para él es infinitamente reconfortante saber que los hombres se preocupan por él
ante Dios, que rezan por él. Es como si una mano amiga lo sostuviese por un camino escarpado, de forma
que piense: yo puedo seguir con tranqui¬lidad, pues me sostiene la bondad de quienes están conmigo. Y
siempre que en el futuro uno vaya a misa y oiga estas pa¬labras «Orate, fratres» —¡orad, hermanos!—,
tomadlo como una exhortación y como un auténtico y ferviente ruego que se os hace: Orad, hermanos,
para que la ofrenda de la vida de este y todos los sacerdotes sea agradable ante Dios nuestro Señor.

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MEDITACIÓN EN EL DÍA DE LA PRIMERA MISA
1. a Lectura: 1 Sam 3,1-10

2. a Lectura: 1 Pe 5,1-4

Evangelio: Mt 20,25-28

Siempre constituye una gran fiesta el día en que un joven puede por primera vez convertir el pan de esta
tierra en el cuerpo del Señor. Siempre tenemos la sensación de que la pri¬mera bendición que él puede
impartir con sus manos consa¬gradas es como un regalo precioso. El sacerdocio sigue siendo un don que
nosotros esperamos y por el que gozosamente da¬mos gracias. Pero todos sabemos también que la
festiva alegría de este día tiene lugar ante un oscuro telón de fondo. Nuestros Seminarios, que, todavía
hace poco, fueron objeto de recons¬trucción y ampliación, están casi vacíos; cada vez son menos los que
se atreven a dar el paso definitivo hacia el altar y cada vez son más los que después son presa de la duda
acerca del sentido de su profesión y buscan otro camino. Las sombras cada vez son más alargadas, la
soledad cada vez mayor, y la pregunta de los que siguen, acerca del futuro hacia el que se encaminan,
cada vez más difícil. ¿Tiene todavía sentido ha¬cerse sacerdote en un mundo en el que solamente cuenta
el progreso técnico y social? ¿Tiene futuro la fe? ¿Merece la pena jugarse toda la vida a esta carta? ¿No
es el sacerdocio una reli¬quia superada del pasado, que nadie necesita ya, mientras que todas las fuerzas
deberían emplearse en transformar la miseria e incrementar el progreso?

¿Pero es todo esto realmente así? ¿O no se conduce al mis¬mo tiempo la humanidad cada vez más, en la
medida en que hace girar más y más de prisa la máquina del progreso, hacia una locura suicida? El famoso
piloto francés Antoine de Saint- Exupéry escribió una vez en una carta a un general: «Sólo hay un problema
en el mundo. ¿Cómo se puede volver a propor¬cionar a la humanidad un sentido espiritual, una inquietud
espiritual; cómo dejar caer sobre ella el rocío de algo semejante al canto gregoriano? Comprenda usted
que no se puede vivir ya de frigoríficos, de política, de balances y crucigramas. Ya no se puede». Y en su
libro Elprincipito dice: Qué incomprensi¬ble es el mundo de los adultos, de la gente juiciosa. Nosotros sólo
entendemos de máquinas, geografía y política. Pero lo propiamente interesante, la luz, las nubes, el cielo
y sus estre¬llas no lo entendemos ya. Y el gran escritor ruso Soljenitsin informa del clamor desesperado
de un comunista recluido en las prisiones de Stalin: Nosotros necesitaríamos de nuevo ca¬tedrales en
Rusia y hombres cuya vida genuina hiciera de ellas espacios del alma.

En realidad, el hombre no sólo vive de frigoríficos y de balances. Cuanto más lo intenta, más desesperado
se vuelve, más vacía resulta su vida. Hoy necesitamos también, y hoy más que nunca, hombres que no
vendan artículos de lujo ni hagan propaganda política, sino que pregunten por el alma del hombre; que le
ayuden a no perder su alma en el trasiego de la vida diaria. Necesitamos sacerdotes; cuanto más ajenos a
los negocios del mundo y a la política, tanto mejor.

Pero ¿cuál es propiamente la misión del sacerdote? ¿Para qué se le ordena? Los dos textos del Nuevo
Testamento (1 Pe 5,1-4; Mt 20,25-28), que acabamos de oír, describen su misión con una palabra; tiene
que ser pastor; tiene que ser servidor. Pastor —en el trasfondo está la imagen de Jesucristo, del
ver¬dadero pastor—. En. el antiguo Oriente con la palabra pastor se nombraba a los reyes. Los monarcas
expresaban así todo el menosprecio que albergaban para sus pueblos así como todo el ansia de poder
que los caracterizaba. Para ellos los pueblos sólo eran ovejas de las que como pastores disponían a su
antojo. Je¬sús, el Hijo de Dios, es el verdadero pastor, a quien pertenecen las ovejas porque son sus
criaturas. Y porque le pertenecen, las ama, quiere lo mejor para ellas. El las apacienta con la ofrenda de

100
su propia vida. Prescindiendo de la imagen, esto significa lo siguiente. Él, mediante su palabra, ha
mostrado a los hombres el camino de cómo se puede vivir. Les ha mostrado la verdad que el hombre
necesita tanto como el pan de cada día para no perecer. Él les ha regalado el amor que necesitan como el
agua diaria para no morir de sed. Y como su palabra no era suficien¬te, se ha entregado a sí mismo. Ha
garantizado su palabra con la moneda de sangre de su propia vida.

Como Cristo, el sacerdote tiene que ser pastor. Pero ¿cómo puede serlo? Esto significa que, de entrada,
el sacerdote no es en primer lugar un burócrata que custodia los ficheros y toma decisiones
administrativas. Ciertamente tendrá que hacer eso una y otra vez, pero es algo que debería ser
secundario. No es su misión propiamente dicha. Otros pueden y deben ayudarle en eso. Ser pastor al
servicio de Jesucristo quiere decir mucho más; significa llevar a los hombres a Cristo y, de ese modo,
conducirlos a la verdad y al amor, conducirlos al sentido que también hoy necesitan. Pues también hoy
vive el hombre no sólo de pan y de dinero. Llevar hasta Jesucristo, conducir a la verdad que dota de
sentido, es algo que tiene lugar mediante la transmisión de la palabra de Jesucristo y dispensando los
sacramentos, en los que el Señor continúa dándonos su vida.

Palabra y sacramento, las dos misiones principales del sa¬cerdote; esto suena muy simple, muy rutinario,
pero encierra una riqueza que verdaderamente puede llenar una vida. En primer lugar, tenemos la
palabra. En principio nos sentimos inclinados a decir: ¿Qué es eso de la palabra? Sólo cuentan los hechos.
Las palabras no son nada. Pero quien reflexiona, a continuación se topa con el poder de la palabra, que
da lugar a hechos. Una sola palabra falsa puede destruir toda una vida humana, puede manchar
irrevocablemente su nombre. Una sola palabra de bondad puede transformar a un hombre, cuan ¬do
ninguna otra cosa le puede servir de ayuda. Así pues, debe¬ría quedarnos claro cuán importante es para
la humanidad que en ella no se hable solamente de dinero y guerra, de poder y utilidad; que no sólo exista
la charla de la vida cotidiana, sino que se hable de Dios y de nosotros mismos, de lo que hace que el
hombre sea hombre. Un mundo en el que ya no sucede esto resulta infinitamente aburrido y vacío. Es un
mundo que resulta descorazonador. Y que se hace intransitable.

Nosotros tenemos la experiencia de cómo hoy la vida se convierte para los hombres en hastío y sinsentido,
a pesar de tener todo lo que pueden desear. No saben ya qué deben ha¬cer consigo mismos; qué es lo
que el hombre propiamen¬te debe hacer y dejar de hacer. El hombre se convierte en un ser carente de
sentido, incapaz de soportarse a sí mismo; tiene que estar siempre inventándose a sí mismo y así está
constantemente desbordado, sin encontrar más que hastío y miseria. De ese modo podemos empezar a
comprender lo que significa que nuestros niños no sólo aprendan a calcular y contar, sino que también
aprendan a vivir. Todo el cálculo y la escritura de nada le sirven si no saben para qué viven; si no aprenden
para qué estamos en la tierra, recibiendo libertad, buen humor y bondad de ese saber.

La palabra de Dios acontece no sólo en la predicación, se da también en la instrucción en la escuela;


acontece en la conversación con los mayores, con los desamparados, con los enfermos, con las personas
para las que nadie tiene tiempo, para las que la vida se ha vuelto sombría y difícil. Cuánto ne¬cesitamos
hoy de personas que puedan escuchar; que estén ahí a disposición de quien tiene dudas y del que lucha;
que sean capaces de hablar con un enfermo en el atardecer de la vida, y darle esperanza y sentido cuando
las luces de este mundo se extinguen. La palabra de Dios es algo que realmente necesi¬tamos como el
pan de cada día. Y necesitamos personas que estén disponibles para esa palabra, precisamente porque se
ha vuelto extraña para nosotros. Todo esto deberíamos tenerlo en cuenta, cuando renegamos de la
predicación, cuando nos resulta aburrida o poco significativa.

101
Resulta difícil anunciar hoy la palabra de Dios en un mun¬do que está saturado de todo tipo de
sensaciones. Es difícil anunciar la palabra de Dios en un mundo en el que también el sacerdote tiene que
andar palpando penosamente en la os¬curidad, encontrándose ante la opción de o bien decir lo que nadie
entiende o bien, con mucha vacilación y de modo insu¬ficiente, traducir a nuestro mundo lo que se halla
tan distante de nuestra vida cotidiana. El ministerio de la palabra se ha vuelto difícil. A veces puede
sucederle al sacerdote como al profeta Jeremías, que sólo recibía disgusto con su proclama¬ción profética
y que a menudo se rebelaba vehementemente contra su misión como profeta: Tú me has engañado, Dios
mío —clama en su desesperación—, déjame en paz. Preferiría eludir la palabra que hace de él un solitario,
un bufón, una persona marcada, con la que nadie quiere trato. Pero él tiene que soportar el peso de la
palabra. Y precisamente así es como presta su servicio a los hombres que no quieren comprenderlo.

Todo eso tendríamos que tenerlo en cuenta cuando nos quejemos de la insuficiencia de la predicación.
En lugar de criticar, mejor deberíamos rezar los unos por los otros para que Dios conceda a los oyentes el
don de escuchar correcta¬mente; al predicador, la gracia de expresarse; y a todos, el don de la paciencia
para con los demás; que en medio de todo a todos nos conserve el don de su palabra, el pan de la verdad,
del que tiene hambre nuestra alma, incluso aun cuando no la entendamos.

Junto al ministerio de la palabra está el ministerio de los sacramentos, que abarcan toda la vida y que
evidentemente se hallan depositados en manos de la Madre Iglesia, en las manos del Señor mismo.
Goethe describió una vez, casi lamentándo¬lo, cómo los sacramentos de la Iglesia abarcan, transforman
todos los grandes momentos de la vida: desde el nacimiento hasta el difícil momento del último adiós.
Precisamente los sa¬cramentos hacen del sacerdote nuestro acompañante a lo largo de toda la vida, en
las grandes decisiones del ser humano, que en definitiva sólo pueden resultar bien si en ellas Dios nos
tiende su mano.

Fijémonos solamente en dos sacramentos que sobre todo marcan la vida diaria del sacerdote: el
sacramento de la peni¬tencia y el sacramento del altar. La recepción del sacramento de la penitencia se
ha hecho menos frecuente. Pero esto no cambia nada el hecho de que hoy sigue habiendo pecado y que
nosotros tenemos necesidad del perdón. Qué significa saber que una persona puede sentir
arrepentimiento; que de vez en cuando, dentro del año, está necesitado, no de echar la culpa a los demás,
sino de reflexionar sobre sí mismo; que necesita acusarse a sí mismo, ver su culpa y confesarla, reconocer
que es culpable, que ha faltado. Y qué significa saber que existe el perdón; que se puede empezar de
nuevo; que existe un po¬der que puede decir: Ve, tus pecados te son perdonados. Pero con el perdón de
Dios debemos aprender a perdonar nosotros mismos, pues un mundo sin perdón sólo podría convertirse
en un mundo de recíproca destrucción. La facultad de poder pronunciar la palabra del perdón es una de
las misiones más difíciles y hermosas del sacerdote: A menudo resulta opresivo ser el punto en el que se
deposita toda la suciedad de la huma¬nidad. Y, sin embargo, es al mismo tiempo una actividad llena de
esperanza: saber que todo puede cambiar, que el hombre puede transformarse.

El punto culminante del día en la vida sacerdotal es el sa¬cramento del altar, el misterioso hermanamiento
de cielo y tierra que proporciona. Dios nos invita a su mesa; nos quiere tener como huéspedes suyos. Es
él mismo quien se entrega a nosotros. El don de Dios es Dios mismo. La Eucaristía es la fiesta sagrada que
Dios mismo nos da, aun cuando las cir¬cunstancias externas sean pobres. En ella se traspasa el umbral de
la vida cotidiana. Dios celebra una fiesta con nosotros. Y esa fiesta de Dios es más que cualquier tiempo
de ocio, que resulta vacío cuando no existe esa fiesta que nosotros mismos no podemos organizar. Pero
tengamos en cuenta una cosa; la fiesta tiene su origen en el sacrificio. Sólo el grano que muere da fruto.

102
El centro de la vida sacerdotal es el sacrificio de Jesu¬cristo. Pero ese sacrificio no puede celebrarse sin
nosotros. Sin nuestra propia participación en el sacrificio. Esto significa para el sacerdote que, sin
sacrificio, sin el esfuerzo de la renuncia a sí mismo, aprendida poco a poco, él no puede desempeñar
verdaderamente el ministerio de Cristo.

En el Evangelio hemos oído esto precisamente. Seguir a Cristo significa seguir a quien ha venido a servir y
a entregarse a sí mismo. En eso consiste la grandeza y dificultad de la mi¬sión sacerdotal. Nunca se
alcanzará su plenitud. El servidor no está por encima del maestro. Y sólo se puede conseguir, si los demás
apoyan al sacerdote cooperando y compartiendo con él la fe y la oración. Todos nosotros, como cristianos,
vivimos también precisamente los unos de los otros y cada celebración de la Eucaristía quiere
introducirnos de nuevo en esa convi¬vencia de los unos para los otros.

Para terminar, escuchemos, una vez más, la palabra de Dios tal como nos la encontramos en la lectura del
Antiguo Testamento de esta primera Misa (1 Sam 3,1-10). Es de no¬che. Elí, el Sumo Sacerdote, es viejo y
empieza a quedarse cie¬go. Todo esto es al mismo tiempo un símbolo del momento en que Samuel recibió
la llamada. Israel vive en la oscuridad de la noche, como ciego ante Dios. La vida transcurre rutinaria, los
días pasan y Dios parece lejano. La vida cotidiana lo ha ocultado; parece como si ya no existiese, y en un
tiempo de sosiego e indolencia tampoco se pregunta por él. Sin embargo, la lámpara de Dios no se ha
apagado y la voz del Señor llama a este muchacho, cuyo corazón es puro y su alma está abierta. Dios se
deja oír de nuevo en medio de la indiferencia humana. El va tras los hombres, aun cuando ellos amenazan
con olvi¬darlo. El permanece. Pero él únicamente puede llamar porque, en medio de la noche, en Israel
hay un hombre que puede oír, cuya vida no se halla taponada con el montón de sus propias
preocupaciones e intereses. Samuel oye. De la escucha resulta la llamada; y de la llamada, una carga que
tiene que afrontar con el trabajo duro de una larga vida. Pero de la carga resulta, en medio del peso del
puro servicio, la gracia de encontrar sa¬tisfacción para sí mismo, así como para los hombres, que poco a
poco llegan a conocer a Dios y con ello a sí mismos.

Cuán vivamente nos impresiona esta historia en el mo¬mento de oscuridad, en el momento de ceguera
en el que vivi¬mos. ¡Pidamos a Dios que su lámpara tampoco se apague hoy! ¡Pidámosle que también hoy
llame a hombres! Que también hoy despierte a hombres que puedan oír. Y démosle las gracias por
enviarnos en este momento a este joven con su palabra. Encomendemos en sus buenas manos el camino
que hoy em¬prende: Señor Jesucristo, tú que eres el buen Pastor, bendice este comienzo; lleva a término
lo que tú has empezado.

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PARA QUE LA PALABRA DE DIOS PERMANEZCA
De la carga j el gozo del profeta.

Para Karl Besler, Traunstein 1973

1. a Lectura: Ez 2,2-5

2. a Lectura: 2 Cor 12,7-10;

Evangelio: Me 6,1-6a

Reverendo señor misacantano,

¡Queridos hermanos y hermanas!

La extrema seriedad de las tres lecturas que hemos escucha¬do está en admirable contrapunto con la
alegría de quien cele¬bra su primera Misa. Las tres hablan del profeta como extraño a este mundo, de su
desamparo ante la carga de la palabra de Dios a causa de la oposición de los hombres, mientras que a
nosotros la alegre claridad de nuestra parroquia de Traunstein, la festiva belleza de la Misa de Mozart,
nos permiten vivir el catolicismo como religión de la alegría.

Este contraste me recuerda el mismo día de julio del año 1951, en que también se celebró una primera
Misa aquí en esta iglesia, y de modo muy similar resonó, frente la alegría del día, el Evangelio del octavo
domingo después de Pente¬costés, el Evangelio del administrador infiel (Le 16,1-9); a los dos
misacantanos de aquél día tuvo que quemarles en el alma como una advertencia. Aquel día no se habían
convertido en señores, sino en administradores, que serían medidos por su fidelidad.

«Ministro de vuestra alegría» llama san Pablo al apóstol de Jesucristo (2 Cor 1,24). Lo hace en la misma
carta en la que precisamente hemos oído la confesión de su debilidad y de su desamparo ante la palabra
de Dios. ¿Cómo se compaginan ambas cosas? ¿Qué sucede propiamente aquí? ¿Cuál es el mi¬nisterio que
se inaugura en el momento de una primera Misa? La liturgia de hoy perfila, a través de tres personas, la
figura de que se trata: por medio del profeta Ezequiel, por medio del apóstol Pablo y por medio del mismo
Jesucristo. Sólo que aparentemente se desvanecen en el crepúsculo de un pasado lejano o en la altura de
una santidad inaccesible. En realidad, el aspecto común y penetrante de la llamada divina resulta en ellas
muy claro.

Ezequiel tenía 25 años; era precisamente el momento en que debía comenzar su servicio como sacerdote
en el Templo de Jerusalén, cuando le cogió la ola del infortunio nacional y fue deportado a Babilonia con
la gente ilustrada y acomodada de su pueblo. En lugar de prestar el servicio de sacerdote tuvo entonces
que construir canales en el húmedo clima de las hon¬donadas del Eufrates, el trabajo de esclavos que
realizaban los vencidos. Su proyecto de vida parecía haber fracasado; la pa¬tria, un amargo sueño. ¿Podía
esperar todavía algo de un Dios que no lo había protegido a él, siendo sacerdote del Templo, y que lo
había entregado a un pueblo extranjero?

Y, sin embargo, Ezequiel, en ese preciso momento de la ruina externa, descubrió de nuevo su sacerdocio
y, por primera vez, encontró verdaderamente su significado. El sabe que el Dios en el que él cree no es
solamente el Dios de Jerusalén y el Dios del Templo, sino que es el Dios del cielo y de la tierra. Y sabe que
el sacerdocio no sólo significa celebrar la liturgia en el Templo, sino que en esta hora alcanza su plena
exigencia y se exige de él proporcionar a los hombres un nuevo sentido y un nuevo apoyo a partir de la

104
palabra de Dios. Por los textos que escribió sabemos que estos deportados de Israel habían perdido su fe;
que para ellos Dios había sido vencido con su pueblo; que ya no admitían ningún Dios ni dioses, sino sólo
a sí mismos, y sólo confiaban en la suerte del momento; que se habían vuelto duros, desconfiados y
hostiles, habiéndose desentendido de toda vinculación.

En esa hora tiene él que mostrarles que Dios no ha muer¬to, que su mandato sigue vigente, aun cuando
ninguna tribu ni grupo de vecinos mire por ello; que también en un mundo extranjero perdura la palabra
de Dios y su corazón late tam¬bién por los hombres. Sabemos que este servicio prestado por el hombre
de Dios en el exilio de forma totalmente realista fue la condición de posibilidad para la supervivencia de
Israel como pueblo, pues sin el mantenimiento de sus peculiaridades en el exilio habría perdido
rápidamente su fisonomía y habría tenido que disolverse en el otro pueblo, como ha sido el desti¬no de
todos los emigrantes. Esa era precisamente la treta de la política babilónica, destruir pueblos mediante
su desarraigo. Israel ha sobrevivido, mientras que los oprimidos y opresores han desaparecido. Ha
sobrevivido porque encontró una nueva patria en la palabra de Dios, que conservó en medio de su
carencia de patria externa.

Y con esto nos encontramos ya, en realidad, en nuestra época. Nosotros aquí no somos unos deportados
y las heridas de la deportación de 1945 empiezan lentamente a cerrarse. Pero en el ámbito del espíritu,
con motivo de los cambios de los últimos años, sucede algo muy similar: una destrucción espiritual del
templo, una desintegración de lo que había sido la patria del alma. Tan distintos resultan el mundo y la
época, que, de repente, todo lo anterior no es más que pasado, nada subsiste ya ni se mantiene. «Dios ha
muerto», así se nos dice, «pues, entre tanto, nosotros conocemos las leyes con las que funciona este
mundo y conocemos los pasos que ha seguido la formación de la vida». Los mandamientos de antes ya no
valen. Son expresión de dominación que el hombre ilustrado tira por la borda, y las prohibiciones son
tabúes que sólo dan risa. En este mundo en el que nada de lo que antes mantenía unidos a los hombres
debe ser ya verdad, en el que el suelo se abre bajo nuestros pies, se explica también la situación del
des¬arraigo de las vocaciones sacerdotales, pues se nos dice: «Un cosa tan medieval y superada como esa
es algo que hoy no necesitamos ya». «Hoy tenemos otras tareas y obligaciones».

En el mundo moderno no hay templos. Y, sin embargo, no pocos de los jóvenes que hoy celebran por
primera vez el santo Sacrificio, han experimentado algo parecido a lo que vivió Ezequiel, ellos saben que
precisamente ahora Dios es necesario para que el hombre sobreviva; que precisamente ahora son
necesarios sacerdotes para que la palabra de Dios permanezca. Todos nosotros comenzamos a
comprender cada vez más que lo meramente útil no salva al hombre; que las ciudades en las que el
hombre sólo planifica pensando en sí mismo exclusivamente resultan insoportables, que necesitan el
aliento de lo eterno para ser humanamente habitables; que los hombres tienen que aprender de nuevo a
ver entre ellos, y en la creación, el reflejo de Dios para poder soportarse unos a otros, para poder de nuevo
alegrarse de vivir, para que de nuevo puedan apreciar lo que propiamente es amor. No ne¬cesitamos
solamente ingenieros para nuevas máquinas, en esta desintegración del mundo precedente necesitamos
sobre todo de servidores de lo humano, que se cuiden del hombre. Y eso sólo puede suceder desde Dios.

Dirijamos nuestra atención a un segundo punto de vista: En la lectura que hemos escuchado a Ezequiel se
le dirige la palabra como «hijo del hombre». La figura de Jesucristo se presenta como aquel que
preferentemente se llamaba a sí mis¬mo «hijo del hombre», situándose así en la línea que Ezequiel había
iniciado. En el lenguaje del Antiguo Testamento este término es expresión de la debilidad del ser humano.
«¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo del hombre, para mirar por él?», dice el salmo 8;

105
y el salmista expresa así su espanto ante el hecho de que el inconmensurable Dios tenga que preocuparse
por ese gusano, que es lo que en verdad es el hombre comparado con la grandeza del universo. Y
exacta¬mente en ese sentido se emplea aquí el término en cuestión, pues ¡cuanto más cerca llega al
hombre la palabra de Dios, tanto más inquietante e increíble resulta el hecho de que Dios tenga interés
por él! ¿Dios debe hablarme a mí? ¿Cómo puede ser eso? ¿Qué soy yo, pues? Un hombrecillo, nada más.
Y así se multiplican las disculpas y las resistencias.

A Pablo —lo hemos oído precisamente en la segunda carta a los Corintios— se le oye decir una y otra vez:
«Este Pablo, este hombre enclenque e inseguro, ¿debe ser el portador de un mensaje que es más grande
que toda la sabiduría de los griegos y que toda la erudición de los escribas judíos?». «Y Jesús, al que
conocemos bien —dice la gente— es el hijo del carpintero. No hay que preocuparse por su mensaje. Se
sabe bien quién es». Entre tanto, nada de eso ha cambiado. A uno y otro lado ocu¬rre lo mismo. El
sacerdote siente temor ante el atrevimiento de entrar realmente en trato con Dios, pues conoce muy bien
sus propias flaquezas. Y quizá lo más terrible que se le impone es el hecho de tener que emplear
constantemente las palabras más grandes del lenguaje humano, que nosotros, en propiedad, sólo
tímidamente podemos atrevernos a mencionar las palabras jus¬ticia, verdad, fidelidad, pureza, amor,
desprendimiento, que él constantemente tiene que pronunciar, y que, sin embargo, para él mismo
implican juicio y denuncia. Por eso, pienso yo, hay que comprender que haya hoy muchos sacerdotes que
senci-llamente no pueden aceptar ya este terrible desgarramiento, no queriendo ver su función más que
como un empleo, nada más que como lo que cualquier otro hace en cualquier otro ámbito.

Así es como, del otro lado, surgen naturalmente los repro¬ches, pudiendo decir con mucha razón:
«¡Vosotros nos ser¬moneáis, pero miraos por una vez a vosotros mismos!»; «¿Y esta Iglesia con todos los
escándalos y miserias que nosotros conocemos pretende ser portadora del mensaje divino? ¡No, eso no
lo aguantamos!».

Dios habla a través de los hombres. Él quiere de unos que se atrevan a ponerse su palabra en la boca para
que esté pre¬sente en el mundo, y de otros que la acepten precisamente a través de la débil criatura. Yo
creo que aquí se aprecia algo de la tarea común de todos los creyentes dentro de la Iglesia. ¡Cuánto puede
significar para un joven sacerdote el hecho de estar apoyado por la gente en una parroquia cuando sabe
que ellos aceptan también su debilidad, su impotencia, que pre¬cisamente así apoyan en él al mensajero
del Altísimo, que no viene por sí mismo; que le ayudan a creer la palabra que les ha sido dada a ambas
partes. Y eso puede perderse si choca contra un muro de escepticismo, si los hombres sólo lo ven a él y
no le ayudan a transmitir lo grande que hay en él.

Hoy habla todo el mundo de los derechos de los laicos, de forma que, a menudo, no se puede ver bien
para qué siguen siendo necesarios los sacerdotes. Yo, sin embargo, opino que aquí encajan de hecho esos
grandísimos derechos y obliga¬ciones de los laicos. Es vuestro deber y derecho forzar, por así decir, al
sacerdote, en contra de su propia pusilanimidad, a ser aquello para lo que ha sido llamado, quererlo como
sacer¬dote y ayudarle a que la palabra de Dios permanezca viva en este mundo. Sólo entre todos pueden
secundar esta llamada, pueden luchar y procurar que su poder siga presente en la actualidad.

Debilidad del género humano; seguro que Dios entiende por esto algo mucho más profundo. San
Ambrosio dijo en cierta ocasión que Dios no ha llamado a filósofos, sino a pesca¬dores. Si hubieran sido
filósofos quienes llevasen el mensaje de Cristo por el mundo, se habría podido decir lo siguiente: Eso se
lo han inventado ellos; así como nosotros estamos hartos de otros predicadores ambulantes, éstos se
inventan lo suyo. Se habría discutido sobre su mensaje lo mismo que se discutía sobre las muchas

106
sabidurías de la vida de aquella época. Pero de ese modo fueron pescadores los que vinieron, los cuales,
sólo de forma balbuciente, anunciaron un mensaje que los superaba a ellos mismos infinitamente.
Precisamente fue su debilidad la que garantizó la verdad del mensaje. Pues ella era la prueba de que el
mensaje no era una invención de aquellos hombres, sino que procedía de otra parte, que se lo había dado
otro. Quizá también sea esta la razón por la que Dios admite a servidores indignos y a sacerdotes indignos,
para que resulte evidente que no son ni el ingenio ni la habilidad humanas las que sostienen a la Iglesia,
sino que su fundamento tiene una procedencia completamente distinta.

Ciertamente, el verdadero sentido humano de que Dios llame a los débiles tiene otra explicación. El debe
llevar al ser¬vidor de la palabra a un estado de desprendimiento para que aprenda a no anunciarse a sí
mismo, sino la fe de la Iglesia, que es patrimonio de todos nosotros. Pablo dice en cierta ocasión: Yo no
puedo aguar la palabra de Dios como se hace con el vino. Tengo que transmitirla tal como él me la ha
entregado. Y esa debería ser la garantía permanente del mensaje y del men¬sajero, el desprendimiento
de sí mismo mediante el cual él se repliega detrás del que es más grande que él.

Ahora se plantea la pregunta que tan a menudo oímos hoy. ¿Pero es esta una misión que se pueda
proponer y que tenga sentido para un hombre? ¡Cómo puede encontrar pro¬piamente su identidad si no
le está permitido ser él mismo! Selma Lagerlóff ha contado en una de sus leyendas la historia de un
caballero medieval, un hombre de extrema brutalidad, dureza y egoísmo, al que un día se le metió en la
cabeza llevar incólume una llama ardiendo, sin que se extinguiera, desde Tierra Santa hasta su tierra en
el norte de Italia. Y, absorto al servicio de esta llama, que ahora es la única ley de su camino, se convierte
a sí mismo en otra persona. Pues ya no puede estar pendiente de qué será de él, sino que la llama es el
úni¬co objeto de su camino y de su vida. Por el hecho de estar al servicio de otra cosa se libera de sí
mismo, sana, madura, se vuelve bueno, afable, surge en él por primera vez aquello que verdaderamente
podía ser. A mí me parece que esto puede ser un muy buen ejemplo de la verdadera vocación sacerdo¬tal.
El sacerdote no está ahí para ocuparse de sí mismo, para preocuparse por ganar lo más posible, por llegar
lo más alto posible, sino para llevar la llama y, absorto en su servicio, en su desprendimiento llegar a ser
libre, puro, y alcanzar así su madurez.

De este modo hemos vuelto a la pregunta del punto de partida: ¿Qué tipo de ministerio es este que ahora
comienza, cuál es la misión del sacerdote en el mundo? La respuesta habi¬tual que se le ocurre al hombre
de la calle, que sólo ve las cosas desde un punto de vista superficial es la siguiente: Sí, claro, el sacerdote
está para decir Misa. Y a continuación le sobreviene espontáneamente la siguiente reflexión y dice: Pero
eso no lle¬na una vida. Eso se puede hacer de pasada. Pero con eso se ha pasado por alto, en muy gran
medida, la magnitud de su mi¬sión. Se trata de mucho más. Se trata de que la palabra de Dios perdure en
este mundo. Y poco a poco, conforme vemos cómo la humanidad sufre el hastío en medio de su riqueza,
cómo de ese modo se destruye a sí misma, empezamos a comprender que esta es la mayor riqueza del
mundo y que si esta luz llegase a extinguirse, el mundo se volvería extremadamente pobre. Él está ahí
para que la palabra de Dios permanezca, y está ahí para, desde la palabra de Dios, ocuparse de los
hombres.

Ejercer la cura de almas significa cuidar de que los hom¬bres no se queden sin alma, cuidar de que el alma
no muera en ellos, cuidar de que ellos, como sucede, no se conviertan en un reflejo de sus máquinas, sino
que sigan siendo imagen de Dios. Y sólo en ese contexto está permitido celebrar la Eu¬caristía. La primera
Eucaristía, el sacrificio de Jesucristo en la cruz, costó la muerte y la vida del Hijo de Dios, por menos no se
puede hacer. La fiesta no surge de la nada, exige un con¬texto espiritual en el que pueda tener lugar. Para

107
que las misas de Mozart sigan siendo algo más que conciertos y para que las iglesias sigan siendo algo más
que museos tiene que haber hombres que vivan la Iglesia. El museo es un lugar para depo¬sitar el pasado,
y eso, en el caso de que fuese valioso. Cuando se deja atrás el pasado, queda la intensa melancolía de lo
que ha pasado para siempre, de lo muerto. Pero las iglesias son espacios de vida y de vivos. En ellas el
ayer tiene su hoy y el futuro es en ellas presente. Pero sólo pueden ser y permanecer así, si se las vive, si
el hombre que las mantiene vivas sigue ahí.

En este contexto me viene a la mente con frecuencia una visión sobrecogedora. En el día de hoy se
ordenan cuatro sa¬cerdotes en Frisinga para un obispado de más de dos millones de católicos. El año
pasado fueron cinco. Y la tendencia se mantendrá así. Estadísticamente se puede calcular el día en que
no habrá ya sacerdotes para las magníficas iglesias de nues¬tra tierra. Y entonces se habrá perdido algo
más que un poco de folklore, como ocurre con los usos y costumbres que desa¬parecen. Entonces tendrá
lugar un desprendimiento de tierra de un tipo muy distinto; una desolación del paisaje del alma ante la
que sentirá terror incluso aquel que hace poco caso de la fe y de la religión.

Somos servidores de tu alegría. Todos nosotros amamos la fiesta y la alegría, pero eso no se regala, no es
gratuito; sólo puede darse al precio de una vida que está ahí para eso. Y así se unen principio y fin y, una
vez más, se hace patente que este es nuestro viejo asunto, pues no se puede pretender cosechar
rápidamente en cualquier instante el fruto de la fiesta y, por lo demás, estarse de brazos cruzados. Lo que
entonces quedaría serían únicamente lugares de exposición con toda la miseria de lo pasado para
siempre.

Todo esto nos incumbe y la pregunta que se plantea es: ¿Qué podemos hacer para que ese
desprendimiento de tierra no tenga lugar? Las técnicas de gestión no pueden ayudar mu¬cho en esto.
Pues, si con éstas se pudiese hacer algo, enton- ees nuestro siglo tendría que ser más glorioso que
cualquier otro de los precedentes. Y tampoco pueden solventar esto los obispos y sacerdotes. En los
Hechos de los Apóstoles de san Lucas hay una respuesta que sigue siendo válida. La primera vocación tuvo
lugar —así nos lo cuenta él— cuando la Iglesia estaba unida y rezaba (Hch 1,14-26). Cuando la Iglesia
per¬manece unida y reza, no necesita preocuparse mucho por la propaganda, entonces puede estar
segura de la respuesta del Señor.

Pero este es un día de alegría y de acción de gracias. De acción de gracias, porque nuestras iglesias están
vivas todavía, porque nuestra liturgia sigue siendo una fiesta, porque hoy, de nuevo, un joven se ha
atrevido a dar su sí. Estas gracias a Dios son de suyo un ruego para que bendiga este camino que empieza
aquí. Para que la llamada continúe y no deje de oírse la alabanza que ensalza al Señor y salva al hombre.

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INDICADOR EN EL CAMINO SEGÚN LA ENSEÑANZA DE JESUCRISTO
A los 40 años de la consagración episcopal del obispo Paul Rusch, Innsbruck 1978

Antífona de entrada: Ap 5,12; 1,6 —

Lectura: Ez 34,11-12.15-17 Salmo 23

Evangelio: Mt 25,31-46

¡Reverendísimo y querido obispo Rusch,

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,

Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

Han pasado cuarenta años desde que Paul Rusch fue consagrado obispo para, primeramente como
Administrador apostólico y desde 1964 como obispo diocesano, ejercer el ministerio para el pueblo de
Dios aquí en el Norte del Tirol, que, debido a la frontera de 1918, había sido segregado de Brixen, su
obispado matriz. Fue un tiempo difícil cuando el obispo Rusch tuvo que hacerse cargo del báculo de
pastor. Austria había sido anexionada a la dictadura de Hitler, en la que sólo podía haber una voluntad,
un poder, un espíri¬tu, el espíritu del hombre que se había declarado a sí mismo «Führer» (guía,
conductor). Mucho antes esta tierra se había puesto bajo la protección del Corazón de Jesús y se había
de¬clarado seguidora de aquel a quien todo poder en el mundo tiene que tener como referencia. La
veneración del Corazón de Jesús y la fiesta de Cristo Rey están estrechamente unidas, pues en ambas se
trata de la libertad y la dignidad del hombre según el criterio de Dios. Pues sólo cuando nadie puede hacer
simplemente lo que quiera, sólo cuando todo el mundo, en su última responsabilidad, se halla sujeto a la
norma que a todos nos obliga, está garantizada la libertad del ser humano, que radica en su dignidad
moral. Y esta dignidad moral se funda a su vez en el hecho de que el hombre ha sido creado por Dios y
que es amado por él hasta la muerte de su propio Hijo.

Por eso no es de extrañar que la veneración del Corazón de Jesús y la confesión de Cristo como Rey se
convirtiesen en el polo propiamente opuesto al poder de entonces; que el obispo concitase el odio de
aquellos que no querían someterse a la soberanía del Señor. Y por eso tiene también un profundo sentido
celebrar este aniversario hoy, en el día de Cristo Rey y que lo celebremos pensando en lo que significa el
Reino de Jesucristo.

Como acabamos de oír, la lectura y el Evangelio de hoy in¬terpretan el Reino de Jesucristo desde el punto
de vista de pas¬tor. «Pastor» era el título con que los reyes del antiguo Oriente se designaban a sí mismos
para expresar así su absoluto poder sobre los pueblos, que para ellos no eran más que ovejas. Y en la
práctica como ovejas los trataron siempre, como ovejas los mandaron al matadero. Como Israel sabía que
en verdad sólo hay un Señor en el mundo, trasladó a su Dios este título de poder. Y, puesto que Jesucristo
es el Hijo de este Dios vivo, Él es el verdadero pastor de todos los hombres. Pero cuando aparece este
verdadero pastor, la imagen del pastor cambia radicalmen¬te. Pues el verdadero pastor no mata a sus
ovejas, sino que las ama. Él las apacienta no mediante la violencia, sino con amor; más aún, el verdadero
pastor se ha puesto de manifiesto en que él mismo se ha hecho cordero, cordero que fue sacrificado. Y
así comienza la Iglesia la liturgia de este día con el canto de entrada del Apocalipsis: «Digno es el Cordero
degollado de recibir ho¬nor y poder y fuerza por los siglos de los siglos».

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¿Pero qué significa esto entonces, cómo se manifiesta, qué quiere decir que el cordero es el verdadero
pastor y que el ver¬dadero pastor es el cordero? Lo que la Lectura y el Evangelio, en su distinta
orientación, dicen en común sobre esto en la liturgia de hoy se halla íntimamente unido mediante el salmo
responsorial, salmo 23, que es una de las oraciones más her¬mosas, no sólo del Antiguo Testamento, sino
de la humanidad en general, en el que directamente resplandece la figura de Jesucristo, en el que el
Antiguo Testamento deja entrever el Nuevo: «El Señor es mi pastor», dice este salmo, «nada me falta, en
verdes praderas me hace recostar, me conduce ha-cia fuentes tranquilas. Aunque camine por cañadas
oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mí
[...] me unges la cabeza con perfume y mi copa rebosa».

En este salmo se recoge a modo de meditación el mensaje de la lectura y del Evangelio para llevarlo hasta
nuestro co¬razón mediante el canto. En él, más allá del título de pastor propio del antiguo Oriente, se
pone de manifiesto otro tras- fondo de la imagen del pastor, del misterio del Reino de Cris¬to. Alrededor
del año 300 antes de Cristo surgió en la cuenca del mar Mediterráneo la poesía bucólica, expresión de una
cultura tardía, en la que los hombres, a causa del stress, de la agitación y del distanciamiento entre las
personas, sentían nostalgia de la vida sencilla, pura y genuina, de un mundo más sano. «Arcadia», la tierra
de los pastores, se convirtió en la imagen del Paraíso. En un mundo desgarrado se sentía la necesidad de
lo natural, de lo sano. A ese deseo nostálgico de aquel tiempo, de todo tiempo, pues el nuestro se parece
mu¬cho a aquél, se dirige Jesucristo cuando dice: Esa Arcadia con la que soñáis existe realmente. ¡Y el
buen pastor que andáis buscando, existe, pues soy yo!

Pero ¿cómo demuestra esto? ¿Cómo podemos saberlo no¬sotros? El lo demuestra haciendo lo que la
gente espera de una vida como esa, de un pastor como ese. ¿Y qué esperan propia¬mente? Aquí está la
prueba: «Aunque camine por cañadas os¬curas, ¡tú estás conmigo!». Aquello con lo que todos nosotros
soñamos, en nuestra más profunda intimidad, lo que ningún hombre puede dejar de desear, es esa
seguridad por la que ya no tiene que tener ningún temor, ningún miedo, por la que su vida se ve elevada
a lo alto y seguro en medio de un amor y de un sí absoluto. Se anhela la seguridad. Evidentemente se
trata, no de la seguridad del esclavo, que nada tiene que perder, sino de la seguridad propia de una
libertad plena, de la seguridad de un verdadero amor. En un cuadro pastoril del siglo dieci¬siete (Giovanni
Francesco Barbieri, 1616-1620) aparece algo totalmente improcedente para la idea pastoril, a saber, una
ca¬lavera y debajo figura la siguiente leyenda: «Et in Arcadia ego», también en la tierra de los pastores
estoy yo, la muerte, ¡como en todas partes! Pero entonces ya no queda ningún paraíso de verdad,
entonces no nos libramos del último y auténtico mie¬do. El general de Gaulle contaba que en cierta
ocasión le dijo Stalin con tono triste: «Al final sólo cuenta la muerte...». Es la confesión de un poderoso
sin escrúpulos que, en un momento de sosiego, confiesa su impotencia.

Sólo podía ser pastor, el pastor que necesitamos, aquel que tiene poder para echar mano a las fauces de
la muerte, aquel que puede desterrar este último miedo. Jesucristo lo ha hecho, él ha levantado en la cruz
el árbol de la vida perdurable. Con¬fesar el Reinado de Jesucristo es, pues, ante todo, hacer profe¬sión
de fe en aquel que tiene el poder de proporcionarnos la vida eterna. Es la creencia en la vida eterna lo
único que puede liberar al hombre. Esto es lo que, en primer lugar, debería suscitar de nuevo este día en
nuestra conciencia, que nosotros estamos con aquel que tiene el poder sobre la muerte y que eso es lo
que lo acredita como el verdadero pastor.

Pero no es simplemente poder, el poder supremo, lo que pertenece al Buen Pastor. Nosotros esperamos
no sólo que él mantenga alejada a la muerte, sino que enriquezca nuestra vida, que nos procure

110
conocimiento y amor en plenitud, o, como se dice en el salmo: «Preparas una mesa ante mí enfrente de
mis enemigos». Los Padres de la Iglesia han visto en el tras- fondo de estas palabras el misterio de la
sagrada Eucaristía, el festivo banquete en el que el Señor derriba las fronteras entre los hombres y los
hace miembros de su Cuerpo; en el que nos da la vida grande, libre y sin límites; en el que se supera
tam¬bién el límite entre nosotros y la creación, entre nosotros y el Dios vivo, en la gran plenitud de su
vida. O dicho de otra ma¬nera: Jesucristo es rey como sacerdote, y su Reinado consiste en que él nos
presta un servicio sacerdotal, en que hace posible para nosotros el culto a Dios.

No están lejos los tiempos en que la expresión «ministerio sacerdotal» más bien suscitaba una sonrisa,
pues este ministe¬rio se consideraba algo superado. Pero tampoco tenemos que extrañarnos de que al
punto, en su lugar, hayan aparecido cu¬randeros del alma, predicadores de sectas, mensajeros de
sal¬vación de todo tipo, de cuyas lóbregas boticas del espíritu se nutren en abundancia los hombres. Y
cuando oímos hablar de experiencias terribles, como la semana pasada, que en el fondo sólo son la punta
del iceberg, tampoco tenemos que extrañar¬nos. El hombre no puede vivir sin que le quede abierta la
po¬sibilidad de sentir la llamada de más allá de lo terreno, de más allá de lo calculable. Ser el mediador
en esa llamada es algo que corresponde a la esencia del ministerio sacerdotal. Y por eso deberíamos
confesar con alegría a Cristo que es sacerdote y nos regala el ministerio sacerdotal de la Iglesia.

Finalmente, el Evangelio de hoy nos indica un tercer as¬pecto del Reino de Cristo. Este rey lo es porque
un día será también nuestro juez. Un día nos encontraremos ante él, sin tapujos, con el compendio de
nuestra vida. Un día tendremos que rendir cuentas sobre nuestra vida ante él, nuestro destino eterno
dependerá de su sentencia. Una vez más, los Padres de la Iglesia vieron en el salmo una alusión a esto,
cuando se dice que su cayado y su vara nos guiarán. Al buen pastor le corresponde también la vara, el
cayado, que señala y pone en el buen camino. Una vez más resulta que esto no casa bien con nuestra idea
de un cristianismo emancipado. En realidad, nosotros tenemos más bien la idea de que este pastor tiene
que contentarse con que vayamos de vez en cuando hacia él. Pero su cayado no es expresión de
arbitrariedad. Su cayado es la cruz con la que él nos conduce del valle de la muerte a la tierra de la
resurrección. Y quien buscase una libertad que está en contra de lo que indica la verdad, tendría que
encontrarse al final con la nada. Una libertad que contradijera a la verdad no podría ser a su vez amor.

Y con esto hemos vuelto a nuestro punto de partida, a la época que no quiso seguir la norma de Jesucristo,
y que por eso cayó en la ausencia de normas, poniéndonos a todos al borde del abismo. Ha pasado mucho
tiempo desde entonces. En esas cuatro décadas en las que el obispo Rusch ha des¬empeñado su
ministerio sacerdotal al servicio del Pueblo de Dios hubo que atravesar algunas colinas y algunos valles.
Tras las miserias de la guerra, el gran florecimiento espiritual, que tuvo lugar entonces, el deseo de volver
a vivir un cristianismo en plenitud, que tuviera sus raíces en las aguas más puras de la fe; el florecimiento
de un cristianismo que debía ser baluarte contra acontecimientos tales como los que habíamos vivido; la
alegría de la nueva vitalidad, de la amplitud y magnitud de los orígenes de la fe, que posteriormente
condujeron a los años del Concilio.

El obispo Rusch actuó allí de forma decisiva logrando que las grandes ideas de la fe, desarrolladas aquí en
Innsbruck por Josef Andreas Jungmann, por Karl y Hugo Rahner, y otros, se difundiesen y fructificasen a
lo largo y a lo ancho de toda la Iglesia. Y en verdad que no se trató entonces, como ahora les parece a
algunos, de malbaratar la fe, de aguarla, sino de dotarla plenamente del agua pura de sus orígenes. Por
haberse mantenido así en el Concilio, sin tener que dar ningún giro, pudo también, posteriormente,
permanecer con toda modes¬tia, siendo un referente de la doctrina de Jesucristo para su obispado; pudo,

111
con la vara de pastor a él confiada, trazar la línea divisoria entre lo que es espíritu y lo que no lo es, entre
verdadera y falsa renovación. Por todo ello le damos hoy las gracias de todo corazón. Se las da este su
Obispado y yo, como obispo vecino, del obispado de Múnich-Frisinga. Al mismo tiempo querría darle las
gracias en nombre de toda la Iglesia. Le damos las gracias al dar gracias a Dios por él y pedirle se digne
concederle todavía muchos años con salud y energía. Todos nosotros en unión con él vamos a pedir que
esta bella tierra del Tirol quiera seguir siendo una tierra del Corazón de Jesús, una tierra de Cristo Rey,
una tierra de fe, de paz y de libertad.

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«PAZ» COMO UNO DE LOS NOMBRES DE LA EUCARISTÍA
Con motivo del 70.° cumpleaños del obispo Ernst Tewes, Múnich 1978

¡Querido hermano en el episcopado Tewes,

Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

La liturgia comienza el nuevo año litúrgico con el saludo de san Pablo a la Iglesia de Dios en Corinto, que
nosotros conocemos también como saludo inicial de la nueva liturgia de la Misa: la gracia y la paz de parte
de Dios, nuestro Padre, y Jesucristo, el Señor, estén con vosotros (cf. 1 Cor 1,3-9). Es una palabra de
Adviento. La luz de la gracia y de la paz del Señor es puesta en el tiempo y nosotros somos llamados a esta
luz en el sentido de las palabras del salmo, que sirve de introducción al Adviento: «A ti, Señor, levanto mi
alma» (Sal 25,1). Pero, al mismo tiempo, en estas palabras del apóstol se pone de manifiesto el más
profundo sentido del ministerio apostólico, que prosigue en la misión de los sacerdotes y obis¬pos. Y de
ese modo resuena también en la singularidad de este momento y de este día, en el que celebramos el
cumpleaños y jubileo del obispo Tewes, a quien desde hace diez años se le ha confiado de modo especial
el cuidado de la Iglesia de Dios en nuestra ciudad de Múnich.

La gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y de Cristo. Esa es la misión del sacerdote y del obispo: invocar
una y otra vez la gracia y la paz del Señor para este tiempo. Se trata en pri¬mer lugar de una llamada
totalmente humana para que entre nosotros seamos hombres de gracia y de paz, hombres que no tengan
que estar siempre a justando cuentas, que sean capaces de una vez por todas de hacer borrón y cuenta
nueva, que no tengan puesta su atención en cuentas pendientes, que no dejen crecer en ellos el veneno
del resentimiento, sino que sean capaces de pasar por alto las cosas y empezar de nuevo. La palabra griega
gracia, «charis», viene de la palabra alegría y significa tanto como estar contento, alegría, y también
belleza, bienestar, simpatía. Cuando se da todo esto —dejar a un lado lo que podríamos exigir muy
fácilmente; empezar de nuevo; magnanimidad de corazón, que no deja algo escondido en los recovecos
de la memoria para más tarde— entonces surge la alegría, ondea la belleza, se irradia bondad al mundo
y se hace la paz.

Claro que, en última instancia, nuestra voluntad y nuestra acción nunca dan de sí lo suficiente. Y el
sacerdote nunca es un simple predicador moral. El anuncia lo que nosotros los hombres no podemos dar,
la nueva realidad que, proceden¬te de Dios, llega hasta nosotros en Cristo y que es algo más que palabra
y propuesta. Tras el término paz la Iglesia antigua percibió el misterio de la Eucaristía. El término «paz» se
con¬virtió muy pronto en el nombre apropiado para referirse al sacramento de la Eucaristía, pues en él
Dios se encuentra con nosotros, nos libera; en él nos acoge en sus brazos, a pesar de ser pecadores; en él
se da a nosotros. Y, al atraernos hacia sí en la comunión de su Cuerpo, al conducirnos al ámbito mismo de
su amor, al alimentarnos con el mismo pan, nos da ser hermanos entre nosotros. La Eucaristía es paz que
proviene del Señor.

Bajo el término gracia la Iglesia ha visto el misterio del sa¬cramento del bautismo y de la penitencia: el
perdón, la gracia que Dios nos concede. Ciertamente que éstas se han conver¬tido para nosotros en
palabras casi extrañas. El pecado es algo propio de otra época y, por tanto, el perdón y la gracia de Dios
tampoco representan algo que pudiera desempeñar un papel en nuestra vida —son frases de carácter
teológico carentes de valor real—.

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Casualmente he leído en estos días un relato sobre estas cuestiones, en el que el gran escritor francés
Julien Creen describe las peripecias de su conversión. Cuenta él cómo en el período de entreguerras vivía
tal como vive un hombre de hoy, con todas las permisividades que éste se da a sí mismo; ni mejor ni peor,
esclavo de los placeres, que están ahí junto con Dios, de forma que, por una parte los necesita, para hacer
soportable su vida, y al mismo tiempo encuentra insoportable esa vida. El es un hombre que busca dónde
podría encontrar una salida, establece algunas relaciones. Un día va a ver al gran teólogo Henri Bremond,
pero el resultado es sólo una conver¬sación de carácter académico, planteamientos de carácter
teo¬rético, que nada le ayudan. Entonces entra en relación con dos grandes filósofos, el matrimonio
Jacques y Raissa Maritain. Raissa Maritain lo remite a un dominico polaco. Él se dirige a aquél y le describe
la situación de su vida desgarrada. El sacer¬dote le dice: ¿Y está usted conforme con esa vida? ¡No, claro
que no! A usted le gustaría vivir de otro modo, ¿se arrepiente? ¡Sí! Y entonces sucede algo inesperado. El
sacerdote le dice: ¡Arrodíllese! Ego te absolvo apeccatis tuis, yo te absuelvo. Julien Green escribe:
Entonces me di cuenta de que, en el fondo, siempre había estado esperando ese instante, siempre había
es¬tado esperando a que en cualquier momento hubiese alguien que me dijese: Arrodíllate, yo te
absuelvo; me fui a casa, yo no era otro, no, finalmente había vuelto a ser yo mismo.

Si somos sinceros y recorremos esta historia desde dentro, nos daremos cuenta de que, en definitiva, en
todos nosotros se encuentra esa expectativa, de que en lo más íntimo de no¬sotros mismos clamamos
por que haya alguien que nos diga: ¡Arrodíllate!, ego te absolvo.

Un conocido teólogo protestante dijo hace poco: La parábola del hijo pródigo habría que contarla hoy
como la parábola del padre perdido. Pues en realidad la pérdida de este hijo consiste en que él ha perdido
a su padre, en que no quiere ver a su padre. Pero ese hijo perdido somos nosotros. Su indigencia es la
indigencia de nuestra época, que se jac¬ta de ser una sociedad sin padre. Siguiendo a Freud hemos creído
que el padre es una pesadilla del super-ego, que repre-senta un impedimento para nuestra libertad y que
tenemos que desprendernos de él. Y ahora, una vez que eso ha tenido lugar, nos damos cuenta de que
nos hemos emancipado del amor y hemos llevado a cabo la amputación de lo que es vida para nosotros.
De ese modo se pone de manifiesto, una vez más, el aspecto más íntimo de la misión del obispo y del
sacerdote: poder ser representantes del padre, del verdadero padre de todos, del que tenemos necesidad
para poder vivir como hombres. Ellos pueden hacerlo presente al impartir su paz, su gracia, la palabra de
absolución capaz de transfor¬marnos. Yo creo que, en esta hora, deberíamos dar las gracias de corazón
al obispo Tewes por haber desempeñado el papel de representante del verdadero padre en nuestro
tiempo para bien de todos nosotros. En la «Iglesia sin antecámara» él nos ha proporcionado, aquí en
Múnich, el ámbito adecuado en el que se pronuncian estas palabras: ¡Arrodíllate! ¡Yo te absuelvo! Y su
preocupación fue siempre que la paz de Cristo, con que nos obsequia la Eucaristía, se celebrase entre
nosotros de un modo vivo, fructífero, magno y profundo.

Una segunda misión del ministerio sacerdotal, íntimamen¬te unida a ésta, se hace patente cuando Pablo,
en el versículo siguiente, dice: «Habéis sido enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia».
Tomémoslo como un examen de conciencia. Es verdad que somos ricos en discursos así como también en
saber. ¿Pero somos realmente ricos en la palabra que es conocimiento y que en el cúmulo del discurso
represen¬ta para nosotros una guía? ¿O no ocurre más bien que en este aspecto hemos llegado a ser muy
pobres? Volvamos de nuevo a Julien Green. Él cuenta cómo desde su infancia fue iniciado, formalmente,
por su madre, que era anglicana, en la Sagrada Escritura. Conocer de memoria los 150 salmos es algo que
hasta el presente le resultó natural. La Escritura formaba parte de la atmósfera de su vida. Y dice él: Mi
madre me enseñó a entenderla como el libro del amor. Y me imbuyó, hasta lo más íntimo de mi ser, la

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idea de que, desde el principio al fin de la Escritura, sólo habla el amor. Todo mi ser no anhelaba otra cosa
que amar. Una persona que ha recibido un fundamento como ése no puede perderse definitivamente.

¿Y qué sucede con nosotros? ¿No tendríamos que comen¬zar totalmente de nuevo a hacer sitio a esta
palabra, en la que de principio a fin nos envuelve el amor, convirtiéndola en la atmósfera propia de
nuestros hogares y de nuestra vida coti¬diana? Esto no es un seguro de que nada se tuerza en la vida.
Pero sí es una fuerza que en última instancia nos sostiene, que siempre volverá a reconducirnos, que nos
hará ricos en verda¬dero conocimiento.

Y de nuevo tenemos que dar las gracias al obispo Tewes por todo lo que hace para que esta palabra
de vida y de amor esté presente entre nosotros. Pensemos en las meditaciones «Las cinco y cinco» y en
el Foro de San Miguel así como en muchas otras iniciativas. Dejemos que nos hablen. Reconozcamos que
en la charla necesitamos encontrar la riqueza del conocimien¬to, la palabra que no es otra cosa que amor
presente.

Y finalmente hay una tercera cuestión. Pablo dice que él da gracias porque «vosotros no carecéis
de ningún don de la gracia, de ningún carisma». En esa frase veo yo en cierto modo ante mí el rostro de
san Pablo sonriendo en el trasfondo con una pizca de ironía. Pues unas páginas más adelante levanta¬rá
el dedo índice criticando a los corintios precisamente por su afán de carismas. Él no retira esta palabra,
no se trata de una mera lisonja. No; todos los carismas, todos los dones de la gracia, están ahí. Pero
amenazan con perder su equilibrio, porque sólo les importa lo especial, porque cada uno querría superar
al otro y porque de ese modo ya no queda claro que todos los carismas, que todos los dones, sólo tienen
una última finalidad: conducirnos al amor y de ese modo constituir el organismo vivo de Jesucristo.

Pero también me viene a la mente san Felipe Neri, en cuyo Oratorio ingresó Tewes como joven sacerdote,
el santo que con inagotable humor e inmensa fe transformó la Roma de la segunda mitad del siglo xvi en
una ciudad en la que la luz de Jesucristo estuvo en el candelero y que los cristianos pudieron tomar como
pauta de referencia. El congregó en torno a sí a jóvenes que con él leían la Escritura, que con él tuvieron
ac¬ceso a los tesoros de la historia de la Iglesia y para quienes re¬sultaba completamente natural que
quien bebe de esa palabra tiene que exponerla a continuación yendo a visitar a los enfer¬mos del cercano
Hospital del Espíritu Santo, a los desgracia¬dos y pobres de Roma. Hombres tan eminentes como Cesare
Baroni, el gran historiógrafo de la Iglesia y otros muchos se formaron en esta escuela de carismas, con los
que se suscita¬ron los dones, con los que, sin ministerio ni nombramiento oficial, la fuerza de la palabra
de Dios cobró vida y atrajo a los hombres a su servicio, y todo, finalmente, se reconducía siempre al núcleo
que se llama amor, fe y esperanza. Y de nue¬vo una palabra de agradecimiento porque Tewes, de un
modo infatigable y con imaginación siempre nueva, ha intentado y logrado suscitar dones que hacen
posible la innovación en esta Iglesia y que, sin embargo, todos confluyen en el centro co¬mún de nuestra
fe.

Finalmente mi mirada recae sobre las palabras de san Pa¬blo: Doy gracias a Dios en todo tiempo a causa
de vosotros. Creo que sería el más hermoso regalo de cumpleaños y de aniversario jubilar al obispo Tewes
el hecho de que él pudiera decir esto en referencia a la Iglesia de Dios aquí en nuestra ciudad de Múnich.
Y el fruto más hermoso de esta hora sería si, por así decir, por parte de ustedes ascendiese como anuncio
de entre nosotros la proclamación de que fe y vida aquí, en la Iglesia de Dios de Munich, han de ser de tal
modo que el obispo, que cuida de esta ciudad, lleno de alegría pueda decir: Doy gracias a Dios en todo
momento a causa de vosotros. Entonces, a la inversa, podemos responderle nosotros con el versículo final

115
de la lectura de hoy con la plena certeza de la fe en la inquebrantable habilidad de la palabra de Dios:
«Fiel es Dios, el cual os llamó a la comunión con su Hijo Jesucristo, nuestro Señor» (1 Cor 1,9).

116
EN CAMINO HACIA LA PROFUNDIDAD DEL MISTERIO DE CRISTO
Con ocasión del 40.° aniversario jubilar de la ordenación sacerdotal de la promoción de 1939, Frisinga
1979

Evangelio: Le 5,1-11

¡Queridos hermanos en el sacerdocio!

¡Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

El Evangelio que acabamos de oír tiene en sí mismo algo de mañanero, tiene algo de esperanzador, de
alegría y de sali¬da temprana, que puede recordarnos aquel momento de hace cuarenta años, en que el
cardenal Faulhaber les impuso sus manos para la ordenación sacerdotal y en que ustedes oyeron la
palabra del Señor diciéndoles: Boga mar adentro; y con Pe¬dro le contestaron ustedes: «¡Confiado en tu
palabra, Señor, quiero atreverme!». Fue un gran momento aquel en que 51 jóvenes, en un tiempo de
turbación, se hallaron dispuestos a ponerse al servicio del mensaje del Evangelio y precisamente en esta
gran afluencia a dicho servicio había algo de esperan¬za y confianza. Ciertamente sabemos que a la vez la
oscuri¬dad de aquel tiempo se cernía sobre el día a día: las vejaciones del Tercer Reich que todos vosotros
tuvisteis que experimen¬tar en la celebración de vuestra primera Misa; y pronto, a continuación, el
estallido de la Segunda Guerra Mundial, de la que siete de vosotros no volvieron con vida. Después, la
nueva esperanza en esa eclosión de fe que siguió a la caída de aquel régimen anticristiano y luego, de
nuevo, aquellos tiem¬pos cada vez más difíciles en los que tan a menudo se repitió para cada uno de
vosotros la situación de Pedro, en la que se hizo necesario, o al menos se tuvo la tentación, de querer
decirle al Señor: ¿Para qué en realidad? Hemos trabajado toda la noche y sin ningún resultado, la fe
disminuye, la Iglesia se vuelve cada vez más pobre, más rota, más cuestionable.

Y, a pesar de ello, como Pedro, habéis tenido el valor de confiar en el Señor una y otra vez y de decirle:
Confiado en tu palabra sigo adelante. ¡Y ninguno de la promoción ha sido infiel a su ministerio sacerdotal!
Por esta muestra de fidelidad que ustedes pudieron dar mediante la gracia del Señor, que¬remos dar
especialmente las gracias en este momento. Y yo, como obispo, querría decir un cordial «Dios os lo pague»
a cada uno de los que en estos cuatro decenios ha seguido ade¬lante bajo el yugo y la gracia del Señor.

De este modo, mirando retrospectivamente a esos cuaren¬ta años, el texto de la Lectura presentará un
aspecto distinto del que veíamos al principio. En eso consiste la riqueza de la palabra bíblica, en que
cambia con nosotros y en que en todos los estadios de la vida tiene algo nuevo que decirnos. A mí me ha
resultado especialmente llamativa una observación, concretamente el cambio en las denominaciones
para referirse a Cristo antes y después de la pesca. Antes de la pesca dice Pe¬dro a Jesús: «Maestro», en
el texto griego figura «epistáta», que equivale a «maestro», «rabbi». El ve todavía en Jesús al gran
predicador de Israel, a aquél que sabe enseñar la Escritura y que, de ese modo, puede enseñar a vivir.

El «rabbi» es un hombre, un maestro en Israel, más que un mero profesor que transmite conocimiento
intelectual. El es maestro de vida. Y por eso Pedro, fiándose de su palabra, hace algo que, de acuerdo con
las normas habituales de la vida cotidiana, de acuerdo con su cálculo racional, carecería de sen¬tido. El
apuesta por aquel que es no sólo maestro de la palabra, sino también de la realidad. El da el paso,
confiando en que el Maestro, más allá de nuestra experiencia, puede dar instruc¬ciones a partir de la
plenitud de la palabra de Dios. Cuando vuelve, no se dirige ya a El con «maestro», sino con «Kyrios»:
¡Señor! Es el termino para referirse a Dios. En lo que ha suce¬dido ha comprendido que quien lo ha

117
mandado a pescar es no sólo un gran maestro de Israel, sino que ante él está el poder del Dios vivo. Y así,
entre ambos momentos, media no sólo la salida de unos cuantos kilómetros, sino también una
peregri¬nación interior de la vida, una peregrinación hacia el misterio de Jesucristo, en la que se pone de
manifiesto toda la hondura de lo que él era, de lo que él es.

Sólo porque Pedro se ha atrevido a dar el primer paso, puede esa salida convertirse en el viaje a la
profundidad de la verdad, que lo transforma a él y que transformará al mundo. Y en ese conocimiento
nuevo de Jesucristo se conoce a su vez a sí mismo. Ahora lo que sucede a continuación no es
sencilla¬mente, como normalmente sería de esperar, la simple alegría por el éxito —¡una gran pesca!—,
sino el miedo de sí mismo, la toma de conciencia de la propia verdad, el echarse atrás ante la grandeza
del misterio de Dios y ante la condición pecadora y desgraciada de su propio ser. Pero del mismo modo
que ha descubierto a Cristo, y con ello una nueva forma de conocerse a sí mismo, se recupera también a
sí mismo en una forma nue¬va. Al nuevo nombre de Cristo le corresponde que él reciba también un
nombre nuevo. Simón se convierte en Pedro, el nombre con que el Señor lo llama ahora, con el que él es
más que lo que por sí mismo pudiera ser. Por el hecho de haber dejado a un lado sus propios cálculos y
haber navegado mar adentro siguiendo la palabra de Dios, la llamada del Señor, por eso se recibe ahora
a sí mismo, y más de lo que él mismo es toda la fuerza de la llamada de Jesucristo.

Estos cuarenta años llenan, por así decir, el espacio que media entre ambas llamadas. Vosotros, como
Pedro, os habéis atrevido a navegar hacia el océano de la vocación, hacia el mundo que se cierra a Cristo
y que, sin embargo, es llamado por Cristo al insondable misterio de la palabra de Dios. En esa
peregrinación hay momentos de oscuridad, momentos de temor de sí mismo, de temor ante la grandeza
del misterio, ante la pequenez de nuestra acción. Pero también está la ma¬nifestación de que el poder de
Cristo es más grande que nues¬tra debilidad, su misericordia mayor que nuestros fallos. Si dirigimos hoy
nuestra vista hacia atrás, seguro que todos po¬demos decir que en esta aventura con la palabra, que en
esta marcha hacia lo que parecía casi un sinsentido —entonces se nos dijo: en el nuevo Reich no
tendremos necesidad de sacer¬dotes—, precisamente en ella, hemos sido obsequiados con un nuevo don,
en el sentido de que el Señor nos llama con un nuevo nombre y podemos, una vez más, tomar conciencia
de su grandeza. Así, pues, retornando al principio, querría dar de nuevo gracias de corazón por la fidelidad
y la paciencia de estos cuarenta años. ¡Cuántas cosas han cambiado! Cuántas veces tuvisteis que empezar
de nuevo, tuvisteis que tener el valor de empezar, de dar de nuevo el «Sí, confiado en tu pala¬bra» frente
a las probabilidades en contra, en un tiempo que se llenaba de oscuridad, en una comunidad cuya fe se
volvía cuestionable; cuántas veces le habéis tendido la mano tranqui¬los y serenos, sabiendo que su
llamada no engaña. Que Dios os pague todo eso.

Nosotros, llenos de gratitud por todo lo que nos ha dado en estos años, ponemos todo en sus manos,
incluso nuestros fallos. Sabemos que su gracia, también en el futuro, será más fuerte que todos los
poderes que se le oponen. Y con el con¬suelo de esa certeza queremos salir de esta celebración
con¬tentos de poder ser sus servidores y de que podamos así hacer lo más grande que se puede hacer
para entrar en la salvación eterna, en el Reino de Dios.

118
ESTAR AHÍ PARA LA MISERICORDIA DE DIOS
Con ocasión del 30.° aniversario jubilar de la promoción sacerdotal de 1951, Frisinga 1981

Lectura: Ex 3,1-6.9-12

Evangelio: Mt 11,25-30

¡Queridos hermanos en el sacerdocio!

¡Queridas hermanas y hermanos!

Este día es una invitación al recuerdo, a un recuerdo que no es simplemente una mirada hacia atrás, sino
que nos lleva a profundizar y, por tanto, a dirigir la mirada hacia delan¬te y hacia arriba. Hace treinta años
yacíamos aquí postrados mientras se recitaba la Letanía de los Santos y nos hallábamos, por así decir,
cobijados bajo el manto del rezo de todos los santos. Ellos debían ser nuestra guía y nosotros debíamos
ser conscientes de que en este camino nunca estamos solos, nunca vamos solos, sino que con nosotros
va siempre, apoyándonos, toda la Iglesia creyente y orante de todos los siglos y de que nosotros
solamente así, contando con ese apoyo, podemos contribuir, siendo, a su vez, soportes de la misma.
Nosotros debíamos ser receptores de la gran confianza de ese aliento de siglos, sabiendo que la Iglesia
hoy no es producto nuestro, sino que avanza a través de los siglos y porta dentro de sí la fuerza del Señor.
Esto significa, y es también válido en toda ocasión, que uno es el que siembra y otro el que recoge, es
decir, que, a menudo no nos está permitido ver nuestros éxitos. Pero en eso precisamente advertimos
que el éxito del Señor, que es dis¬tinto del nuestro, tiene lugar y que su siembra, como oímos en el
Evangelio del domingo pasado (Mt 13,1-23), germina a través de todas las miserias y que su pueblo
continúa su pere¬grinación. Aquí tuvo lugar la imposición de manos sobre no¬sotros. Todavía vemos
todos ante nosotros la imagen de cómo el anciano cardenal Faulhaber, inmóvil, mantenía extendida su
mano sobre todos nosotros. Era el símbolo de la paternal mano de Dios, del techo de sus manos
protectoras que está sobre nosotros; símbolo de esa mano que se puso sobre noso¬tros y nos dijo: ¡Yo he
puesto mi mano sobre ti, tú eres mío! Símbolo de la exigente y difícil petición de Dios de que nos
desprendamos de nosotros mismos, de que, dejando a un lado nuestra gris vida privada, nos entreguemos
a lo que nosotros no habíamos planificado ni imaginado y que tampoco llevare-mos a su término. Pero
símbolo también de esa mano bonda¬dosa que dice: «En mis manos he escrito tu nombre. En mis manos
estás tú». Símbolo de esa inmensa confianza en una mano que nunca nos deja caer.

Aquí fue donde tomamos el cáliz en nuestra mano con la misión central de anunciar la muerte del Señor
y por ella la salvación del mundo. Aquí fue donde se nos dijo: Ya no os llamo siervos sino amigos, porque
vosotros compartís mis experiencias conmigo. Entre tanto hemos experimentado a menudo el peso de
esta amistad, de esta concordancia con el Señor; el peso de conocer los misterios de Dios, su debilidad en
este mundo, el abismo de la miseria, de la lejanía de Dios, de la obstrucción contra la palabra. Pero
también hemos expe¬rimentado, una y otra vez, la gracia de esta amistad, que, pre¬cisamente en esa
concordancia, con su carga correspondiente, y compartiendo su carga, nos permite conocer la fuerza
recon¬ciliadora de su bondad, capaz de superar todos los abismos de este mundo.

Aquí se hizo realidad para nosotros el relato que hemos oído en la lectura. Aquí conocimos la llama de la
presencia del Señor; la llama que arde sin quemarse. Y aquí fue donde se pronunció nuestro nombre,
donde supimos que no era cual¬quiera quien lo leía, sino que el Señor lo conoce y nos llama. ¡Sí, aquí
estoy! Adsum se dice en la versión latina de la Biblia. Aquí estoy. Nos pusimos en pie, respondimos y dimos

119
un paso al frente. Ese fue desde entonces el paso de nuestra vida, el espacio para recorrer ese adsum,
aquí estoy.

Uno de nuestros teólogos me ha referido hace poco cómo esta palabra (adsum), hace poco tiempo, se
convirtió para él en una curiosa experiencia. Iba él por la calle Ludwig, en Munich, en la que, como
siempre, había mucho ruido, y de repente oyó cómo detrás de él alguien decía: «¿No hay nadie aquí?». Él
se da la vuelta y ve a un ciego que con su bastón intenta orientarse sin conseguirlo. La calle estaba llena
de gente, pero en ella hay una persona que tiene que decir: ¿Es que no hay nadie? Muchos había allí, pero
nadie estaba presente. Todos estaban a lo suyo, en sus pensamientos y sus plazos, e incluso a él le resultó
difícil estar presente y volverse para decir: Aquí hay alguien. Parece como una imagen de este mundo; son
tantos los que están ahí, y, sin embargo, a veces, parece que nadie está presente. Y el Señor nos llama
para que digamos: ¡Sí, aquí estoy! A menudo resul¬ta incómodo responder diciendo: Aquí estoy, porque
eso nos aparta de nuestros asuntos, y, sin embargo, sólo estamos en la medida que respondemos así,
estoy realmente aquí, en la me¬dida en que ya no estamos solamente para nosotros, sino para aquél que
llama.

Tenemos que caer en la cuenta de que Dios mismo, a quien Moisés —cosa que se ha omitido en la
lectura— responde que le diga su nombre, se llama a sí mismo «Yo soy», «Yo soy el "Aquí-estoy"». Él es
el que en la cruz es el «Aquí-estoy», el que en la Eucaristía es el «Aquí-estoy», expuesto permanentemente
a nuestra indiferencia, a nuestra incomprensión, y que siem¬pre se deja depositar en nuestras manos y
en nuestro corazón.

Decir «aquí estoy» significa, pues, traducir realidad de Dios a parámetros de la vida humana. Esta es la
misión que nosotros hemos asumido, a la que siempre nos ha conducido él una y otra vez. Moisés dice
entonces: Déjame, ¡¿por qué quieres enviarme precisamente a mí ante el Faraón?! Cuántas veces hemos
intentado o incluso realmente le hemos dicho a Dios: ¡Tú quieres enviarme al Faraón, déjame en paz!
Ante esa actitud responde Dios: Yo estoy contigo. Dominus tecum, que decimos tan a menudo. Esta es la
gracia que ante la exi¬gencia del adsum siempre nos responde: «Yo estoy contigo». Puede ser que a veces
veamos las cosas muy negras, y no nos mantendríamos en pie en ese instante si no se nos hubiera
concedido oír esa respuesta: Yo estoy contigo. Creo que en esta hora tendríamos que dar gracias porque
él nos ha per¬mitido recibir esa respuesta una y otra vez, unas veces en voz baja y otras de forma más
perceptible. Porque nos ha guiado a través de la confusión de estos revueltos 30 años. Porque más de una
vez nos ha sacado de las zanjas de la calle o cuando corríamos el riesgo de dar un traspié nos ha sujetado.
Porque siempre fue verdad lo de «Yo estoy contigo».

En primer lugar, le damos las gracias a El; nos las damos los unos a los otros por el mutuo apoyo; se las
damos a los fieles que nos han apoyado a menudo mucho más de lo que nosotros pudimos y debimos
apoyarlos a ellos. Ellos nos han permitido sobre todo experimentar siempre esto: ¡Sí, el Señor está hoy
también aquí! Muy a menudo la fe, abatida o animo¬sa, con la que nos encontramos en nuestro
desaliento, puede haber sido para nosotros la respuesta, y todos vivimos de que en esta respuesta de la
fe, en este anhelo de él, en el sí a él, en la paciencia y en la valentía con que él se conduce, hemos vuelto
a oír: ¡Yo estoy contigo! Por todo eso cada uno tiene que dar las gracias a otros, a otros por cuya mediación
el Señor le hizo posible escuchar: Yo estoy contigo.

Presentemos ante él en esta hora nuestra acción de gracias. Y como obispo a quien él ha tenido a bien
poner al frente de esta Iglesia de Múnich y Frisinga puedo en cierto modo daros las gracias de la Iglesia,
queridos hermanos en el sacer¬docio, porque siempre habéis estado dispuestos a poneros en pie, siempre

120
habéis escuchado esa voz, la habéis aceptado y siempre habéis dicho sí: ¡Adsum, aquí estoy! Vamos a
pedir al Señor que nos permita oír siempre esa voz.

Y con esto, un par de frases más sobre el Evangelio: Esta oración confiada de Jesucristo fue pronunciada
ciertamente cuando los discípulos le contaron lo que habían conseguido. Pero más todavía se trataba de
una situación en la que se perfi¬laba el fracaso externo de Jesucristo, en la que se puso de mani¬fiesto
que Israel no le seguiría, en la que se puso de manifiesto que su carrera terminaría con un fracaso externo;
que aquellos que habían mantenido la fe de Abrahán durante siglos, en esta hora rechazaban la llamada
del Dios de Israel por boca de Je¬sucristo. Y en esa hora del fracaso alaba a Dios diciendo: «... porque has
ocultado esto a los sabios y prudentes, pero se lo has mostrado a los pequeños». Alaba la arcana voluntad
de Dios, al darse cuenta de cómo la misericordia divina es capaz de hacer un nuevo milagro, lleno de
compasión, a partir de su fracaso. Dios, que no es aceptado por aquellos a los que él había cuidado para
que le prepararan un camino franco, es reconocido por los pequeños, por aquellos que tienen la
men¬talidad del Hijo; la mentalidad capaz de decir «Padre»; que es capaz de decir sí y, que por tanto,
conoce el misterio del Padre.

Creo que nosotros deberíamos aprender del Señor esta confianza en que él puede siempre sacar de sus
derrotas otra inesperada victoria de su amor. Deberíamos confiar de ese modo en él y pedirle que nos
ayude, que nos dé esa sencillez, esa alegría y esa apertura del corazón capaz de decir sí y que, por eso, es
capaz de aprender siempre de nuevo esa confianza y esa alegría de la fe.

121
ESTAR CERCA DEL HOMBRE
En el 25.° aniversario de la ordenación sacerdotal de la promoción de 1957, Frisinga 1982

Evangelio: Jn 21,15-19

Hace 25 años, en esta catedral, se pronunciaron vuestros nombres uno por uno. Y pudisteis ser nombrados
porque primero cada uno de vosotros se había oído nombrar por el Señor, porque cada uno había
experimentado que el Señor lo conoce y quiere y que es bueno secundar su palabra que le dice:
«Sigúeme». Ante Dios no somos masa, sino que conoce nuestro nombre y nos llama tal como somos. Y
cada uno le dio una respuesta, la antigua repuesta de Abrahán, Samuel y los profetas: «Adsum», aquí
estoy, y dio un paso al frente como Isaías, cuando oyó la llamada del Señor: «¿A quién enviaré?» (Is 6,8).
Los veinticinco años que han pasado desde entonces son propiamente, por así decir, una profundización
en ese ad¬sum, una continuación en ese paso al frente, una prolongación de lo que se quiso decir con ese
«aquí estoy».

Gratitud y alegría

Si echamos ahora la vista atrás ¿qué sensación tenemos? Seguro que cada uno la suya especial, según su
propia historia, que sólo a él le pertenece. Pero yo creo que, en conjunto —si lo miro desde mí mismo—
se da una doble perspectiva. Por una parte, gratitud y alegría, pues, cuando se profundiza en ese adsum,
se tiene la sensación de que es hermoso seguir al Señor, de que no es sólo un versículo del salmo lo que
no¬sotros hemos cantado —«Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre, Señor» (Sal 84,5)—
, sino que se sabe lo que es eso en la medida en que realmente se vive junto a él y se cantan sus alabanzas.

Todos nosotros hemos podido experimentar que en el fon¬do no hay profesión más hermosa que la de
estar ahí, junto a los hombres, para lo esencial de su existencia, no para tener que hacer cualquier cosa y
después vivir la existencia humana, sino estar ahí disponible para lo auténtico, para el ser mismo del
hombre y, en ese aspecto, estar próximos a los hombres para eso, y no como especialistas, sino para toda
la amplitud de la vida, empezando por los niños, con los problemas de la maduración y de las decisiones
en la vida, hasta el momento de la enfermedad y de la muerte. Poder dar nuestra acogida a toda la riqueza
de la vida humana y poder estar junto a los hombres precisamente en los momentos cruciales de la vida
y poder darles más de lo que nosotros mismos podríamos dar¬les, de ahí nace, en medio de todas las
penalidades, de todas las disputas y enojos, un espíritu de gratitud y amistad. De ahí se deriva la verdad
de lo que el Señor dijo a Pedro, el cual ciertamente no tenía mucho que abandonar, pero algo sí desde
luego, cuando éste le preguntó: «Entonces ¿qué recibiremos nosotros a cambio?» (Me 10,28). Y el Señor
le prometió no sólo el cielo, sino que le dijo que recibirían ya el ciento por uno —aun cuando con
persecuciones— de lo que aquí fueran su familia y todas sus propiedades, es decir, recibirían la nueva
familia de aquellos en medio de los cuales y para los cuales podemos prestar el servicio del Señor.

Esta alegría de no tener que vivir al margen de la vida, sino de dar lo propiamente valioso, servir en lo
propiamente valioso, poder estar realmente para los hombres, como dice la epístola a los Hebreos (Heb
5,1), desde la perspectiva de Dios, es ciertamente el gran motivo que debe movernos en un día como éste,
cuando se mira más allá de los nubarrones y la nie¬bla del momento. Porque nosotros necesitamos el
recuerdo de la gratitud para poder superar la presión de la niebla mediante la lámpara de la luz que se
alimenta de los momentos buenos.

Desaliento

122
Pero luego está precisamente esta otra cuestión que el Se¬ñor le dice también a Pedro con toda claridad:
Vosotros re¬cibiréis el ciento por uno, ya ahora, con persecuciones, meta diogmon (Me 10,30). También
esta experiencia está presente entre nosotros, y cuando se echa la vista atrás quizá surja algu¬na que otra
situación conflictiva. Junto a la gratitud y la ale¬gría se da también esta sensación de que resulta
propiamente inquietante tener que hablar siempre de los grandes temas, tener que hablar del amor, de
la verdad, de Dios, de la cruz, enormes temas que nos dejan infinitamente detrás, de modo que siempre
tenemos que temer que tales palabras, en nuestros labios, se conviertan en mentiras y alguien nos pueda
decir «¿De qué hablas tú?», y que pueda condenarnos con ello a nosotros mismos. Cuán peligroso puede
llegar a ser el que los grandes temas resulten manidos, como dijo santo Domingo sobre la vocación de
Alberto Magno, pues este último venía de la Facultad de Derecho, de la que tantos estudiantes afluían a
su Orden, mientras que ningún teólogo ingresaba en la mis¬ma; dijo al respecto que eso era muy fácil de
entender: Cuan¬do uno ha bebido siempre agua y, de pronto, toma vino fuer¬te, entonces queda
embriagado con esto. Pero vosotros sabéis que, si hay un sacristán que a diario está en contacto con lo
más sagrado, acaba pronto por dejar de arrodillarse, porque lo encuentra demasiado habitual. Este riesgo
lo experimentamos todos al sentir que lo grande nos supera, pero luego se con¬vierte en una rutina,
dejando de percibirlo y experimentarlo en toda su grandeza o como algo que nos supera y ante lo cual
sentimos temor o agobio.

Y con seguridad se da también esta otra situación: no sólo el desaliento a causa de lo que nos resulta
excesivo y cualitati¬vamente se nos exige así como a causa de lo demasiado fuerte, que siempre es más
que lo que es apropiado para nosotros; sino que hoy día se da también el desaliento a causa de lo que
cuantitativamente nos resulta excesivo, en un tiempo en el que nadie ya, o sólo muy pocos, pueden
experimentar el preciado valor de este vino. Entonces surge la cuestión de los pocos operarios existentes,
que ejerce su presión sobre los que se han puesto al servicio del Señor. Y así se despiertan pregun¬tas
como éstas: ¿Cómo seguimos adelante? ¿No terminará esto de cualquier manera? ¿No estaremos fuera
de época? Y de este modo todo el esfuerzo de cada día puede convertirse en una pesadilla.

Amor personal

Ambas cosas van juntas y, como ya dije, creo que es bueno que tengamos momentos en los que, saliendo
del agobio de la vida cotidiana, nos abramos de nuevo al don de la gracia, que nosotros también
experimentamos y del que fácilmente nos olvidamos. La respuesta a ambas experiencias, pienso yo, está
en el Evangelio de hoy (Jn 21,15-19). ¿Qué es lo que debemos hacer en los momentos de alegría y de
desaliento? En el mo¬mento de la llamada definitiva el Señor le lanza una pregun¬ta a Pedro, que
precisamente estaba tan abatido por haberse avergonzado ante una criada de que lo relacionasen con
Jesús. El Señor le dice: «¿Me amas?»; y a continuación viene lo del pastoreo, pues si hay amor, entonces
la puerta está abierta para el Señor y él pastorea por medio de nosotros (cf. Jn 21,17).

Lo decisivo es que cada día el Señor está realmente pre¬sente para nosotros, que estemos a gusto con él,
si se puede decir de esta forma tan banal, que en nuestro fuero interno estemos con él, lo amemos —y
en el fondo amar y creer son una misma cosa—, que realmente creamos profundamente en él y, creyendo
en él, verdaderamente lo amemos, y luego todo lo demás se da por añadidura. Pues si es verdad que él
nos ha enviado, que nos ha amado hasta la muerte, que nos espera en el umbral de nuestra propia muerte,
que él soporta y edifica el mundo para que sea su cuerpo; si esto es verdad, entonces podemos marchar
aliviados con él, entonces pode¬mos dejar estar tranquilamente el cheque en blanco que para el
desconocido futuro le firmamos entonces, y eso aun cuan¬do él nos conduzca adonde no queremos, pues

123
sabemos que su guía es mejor que nuestro propósito y que nos conduce a un sitio mejor que lo que
nosotros quisiéramos, aun cuando nos lleve a través del valle tenebroso del salmo 23.

Esta, pienso yo, es, en definitiva, la respuesta absoluta¬mente simple y totalmente decisiva; que no
permitamos que jamás se pierda este vínculo personal con él. Y cuando, tras los momentos de desaliento,
nos pongamos en su presencia y le dejemos preguntarnos «¿Me amas?» y le digamos «Sí», enton¬ces
podremos seguir adelante y continuar viendo también la luz. Pues entonces sabremos que no se trata del
éxito que se puede medir, sino de que lo dejemos todo tranquilamente en manos del Señor y de que en
ellas todo es fecundo y seguirá siéndolo. Entonces, las palabras, aparentemente desalentado¬ras, que él
dijo a los apóstoles —«Uno es el que siembra y otro el que recoge» (Jn 4,37)— son motivo de una gran
tran¬quilidad, porque no necesitamos andar midiendo cuánto ha crecido ya la semilla, sino que sabemos
que todo está en sus manos y que su siembra madura, aun cuando sean otros los que recojan la cosecha;
sabemos que la Iglesia seguirá viva y que nuestro servicio crece y llega hasta el eterno amor.

124
EL GRAN DESAFÍO DEL SERVICIO SACERDOTAL
Con motivo del 60.° aniversario de la ordenación sacerdotal de G. R. Vinzenz Irger, Múnich 1983

Lectura: Gál 3,26-29 Salmo: 63,2-9 Evangelio: Jn 15,9-17

Con la lectura y el Evangelio de este día hablamos del mis¬terio de Jesucristo. El es el hijo del Padre eterno,
que ha venido para llamarnos amigos suyos, sí, para hacernos hermanos su¬yos, para que nosotros,
unidos en el mismo espíritu, podamos decir con él: ¡Abba, Padre!

En estos textos se nos presenta el núcleo de nuestra fe, el misterio del Dios vivo, que no habita lejos en
algún punto del cielo, sino que está en medio de nosotros, que elige a hombres, que busca a hombres
para que sean sus amigos y sean uno con él. En conformidad con el nuevo Misal, estos textos de la liturgia
del domingo de hoy están unidos con un salmo en el que, por así decir, el antiguo pueblo de Dios de Israel
sale al encuentro del Señor que viene, tiende sus manos hacia él y le abre la puerta.

Usted, querido señor consejero episcopal Irger, a lo largo de los sesenta años de vida sacerdotal ha podido
no sólo pro¬nunciar día tras día las palabras de la transustanciación, sino que también, semana tras
semana, ha participado en el rezo de todo el Salterio, la oración de Israel, la oración del nuevo Pueblo de
Dios, la oración de la Iglesia de todos las épocas. Para usted los Salmos se han convertido en cierto modo
en la vía de acceso de su vida hacia Cristo. En los Salmos se halla traducida la llamada de la Revelación en
la vida humana. En ellos podemos prolongar la respuesta que Cristo nos pone en los labios y en el corazón.
Así, pienso yo que este salmo de la respuesta, que siempre ha sido también la suya, puede ayudar¬nos a
comprender el carácter especial de este momento:

Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,

Mi alma está sedienta de ti;

Mi carne tiene ansia de ti,

Como tierra reseca, agostada, sin agua.

¡Cómo te contemplaba en el santuario

Viendo tu fuerza y tu gloria!

Tu gracia vale más que la vida,

Te alabarán mis labios.

Toda mi vida te bendeciré

Y alzaré las manos invocándote.

Me saciaré como de enjundia y de manteca,

Y mis labios te alabarán jubilosos.

En el lecho me acuerdo de ti

Y velando medito en ti,

Porque fuiste mi auxilio,

125
Y a la sombra de tus alas canto con júbilo.

Mi alma está unida a ti,

Y tu diestra me sostiene (Sal 63,2-9).

El salmo refleja el ritmo de una jornada, desde la maña¬na, pasando por el mediodía, hasta la noche, y
permite al mismo tiempo ver el ritmo de la vida humana. En la mañana de la vida está el punto de partida,
la solicitud por lo grande, lo desconocido, lo que llena. La mañana es el anhelo de la luz, del agua de la
vida. También lo es la marcha en pos del gran misterio y el gran desafío del ministerio sacerdotal, que no
puede tener lugar sin vocación y que sólo es posible como respuesta a la vocación, pero que puede
ponerse en marcha si se da ese anhelo que hace buscar a los hombres y escuchar¬los. Sólo cuando el
anhelo de luz, la sed de Dios hacen su aparición, puede ocurrir también que se oiga la llamada y se acepte.

La mañana

Nuestro Santo Padre Juan Pablo II cuenta en jino de sus libros un pequeño episodio en el que estas
correlaciones re¬sultan sorprendentemente claras. Era en el año 1945. El Ejér¬cito Rojo había ocupado
Cracovia y un soldado ruso llamó a la puerta del Seminario. Casualmente abrió el joven Wojtyla, que había
llegado al sacerdocio como vocación tardía, con pe¬ligro de su vida, y le preguntó qué quería. Su respuesta
fue: «Me gustaría ingresar aquí en el Seminario». Y así fue como se entabló una conversación entre ambos,
en la que se puso de manifiesto que este soldado tenía muy poca idea de lo que es un Seminario, pero
que había comprendido con increíble agudeza lo último y principal. El soldado le dijo: «Desde mi juventud
se me ha machacado continuamente diciendo que no existe ningún Dios. Pero yo supe siempre que Dios
existe. Y por eso estoy aquí, porque me gustaría conocerlo».

En medio del desierto del ateísmo había surgido la ele¬mental sed de luz, la elemental sed del Dios vivo.
En medio o precisamente en el desierto del ateísmo este joven había tenido la experiencia que nos trae
el versículo del salmo: «Tu gracia vale más que la vida». Porque la vida sin Dios no es verdadera vida, es
un sucedáneo, es vivir de pasada encerrado en sí mis¬mo. ¡Dios existe, estoy aquí para conocerlo! Esta es
en última instancia la única razón legítima para llamar a la puerta de un Seminario. Sólo a partir de la sed
de Dios, sólo a partir de la voluntad de conocerlo y de darlo a conocer a los demás puede surgir la vocación,
puede crecer y perseverar.

El sacerdote es algo muy diferente de un especialista en ocio o de un ingeniero social. Nada de eso es
suficiente para el hombre. En apariencia se le podrán prestar buenos servicios, pero todo será muy poco
si no se le proporcionan las propias aguas de la vida, si no se sacia su hambre de Dios. Sólo a partir de ahí
puede continuar vivo este ministerio.

El escritor ruso en el exilio Wladimir Maximow ha con¬tado recientemente una historia de la Rusia actual
que ilustra una vez más esta coincidencia desde otra perspectiva. En Ru¬sia, dice él, se cuenta esta
pequeña leyenda. Un ángel vino a un campesino y le dijo: He venido para traerte la felicidad. El campesino
había oído hablar tanto de la felicidad que esto no pudo ya impresionarlo y, con más cortesía que interés,
le respondió: Te agradezco la noticia. El ángel, sorprendido, le dijo: ¿Pero no quieres al menos echarle un
vistazo a la felicidad para ver si es de tu agrado? Y el campesino le responde: Eso no corre prisa. Primero
permíteme dirigir una mirada a Dios.

126
En un mundo que vive de estrategias para la felicidad y que se jacta incluso de producir la felicidad, que
por eso se ha vuelto tan tremendamente inhumano, esta palabra resulta carente de sentido. Y tanto más
se aprecia que en definitiva sólo hay una cosa decisiva que puede salvar al hombre: tener la mirada puesta
en Dios. Y Maximow añade: en la gran ten¬tación de este tiempo, es decir, en la tentación de elegir entre
las promesas sociales de este mundo y Dios, esperamos que sea Dios la elección del hombre. Sólo si la
mirada permanece fija en Dios, puede salvarse la humanidad del hombre, puede salvarse el hombre.

Cuando usted, querido consejero episcopal, se ordenó de sacerdote hace sesenta años se hallaba también
nuestro país en un tiempo de prueba. Todavía no había pasado mucho tiempo de la primera Guerra
Mundial. La caída del mundo liberal y de su bienestar, que había tenido lugar en aquel marco, la efímera
República revolucionaria, con su tiránica pretensión de un mundo mejor, habían pasado por este país.
Entre tanto, imperaba la miseria de la inflación y también pisaban fuerte por las calles de Múnich las
columnas pardas, que de nuevo prometían construir sobre las ruinas de la fe el mundo mejor. En ese
tiempo aceptó usted la llamada de Dios, siguió la sed de luz del corazón humano, su sed de agua viva y,
desde la perspectiva de Dios, ha servido a los hombres y ha construido la Iglesia de Cristo durante 60 años.

Por eso es este el momento de una gran acción dé gracias, de dar gracias en primer lugar al Señor, que no
deja solo a este mundo, que vuelve siempre, que llama a los hombres y les dice —todavía nos parece estar
oyendo las palabras del día de nuestra ordenación—: «A vosotros ya no os llamo siervos, sino amigos» (cf.
Jn 15,15). Le damos gracias al Señor porque en los desiertos de la historia siempre hace que surja de nuevo
esta sed y, de ese modo, entra de nuevo en este mundo. Le damos las gracias a los hombres que en su día
le permitieron a usted recibir la palabra de la fe, que le abrieron las puertas para el Señor, que lo guiaron
a usted hasta él. Y le damos las gracias a todos los que como fieles le ayudaron en estos sesenta años,
pues nosotros, sacerdotes, sólo podemos servir de apoyo, porque nos apoyamos en la fe de la Iglesia, en
la fe de los hombres que nos están confiados. Y también le damos las gracias personalmente a usted por
la fidelidad y paciencia con que se puso incondicionalmente a disposición del Señor en los días claros y en
los días grises haciendo así que su llamada —«Vosotros sois mis amigos»— fuese viva realidad.

Cuando uno tiene presente de ese modo la llamada del Se¬ñor, se hace oír también a través de él la
invitación del Señor a otros, y entonces también otros perciben esa llamada. En estos momentos de
alegría, que para la Iglesia son también momen¬tos de gran preocupación, la acción de gracias ha de
convertir¬se también en el ruego de que aquí y hoy, en nuestra ciudad, en esta diócesis, en nuestra patria,
en Europa, en medio de las tentaciones del bienestar y las promesas mundanas, se conser¬ve la sed por
el Dios vivo, el valor de llamar y decir: Yo quiero conocerlo y darlo a conocer, porque sólo la mirada puesta
en Dios puede ser en definitiva la felicidad para el mundo.

Mediodía

Las horas del mediodía se describen en el salmo con tres versos: Con mi vida te bendeciré, te contemplaré
en tu santua¬rio, alzaré las manos invocándote.

Al momento de la ordenación sacerdotal siguió para usted esta larga hora del día y me parece a mí que
estos tres versos iluminan con precisión los tres aspectos del ministerio sacer¬dotal. En el santuario te
contemplaré. El sacerdote tiene que ser, no sólo por la mañana un hombre con sed de Dios, sino continuar
siendo una persona que mantiene la mirada puesta en él. Te bendeciré con mi vida. La palabra no basta,
tiene que hacerse vida en nosotros. Tenemos que dejarnos llevar por el Espíritu de Dios. Tenemos que
lograr que Dios realmente ha¬ble en nosotros. Y el signo del celibato pretende ser expresión, propia y

127
únicamente, de esto, de que nosotros aceptamos a Dios como realidad hasta lo más hondo de nuestra
persona y de nuestra intimidad, que hacemos que hable a través de no¬sotros, que nos atrevemos a
ponernos en sus manos con toda nuestra vida, que lo aceptamos como un fundamento sobre el que se
puede estar y que, de ese modo también, animamos a los demás a verlo a él como realidad en este mundo.

Alzaré las manos invocándote. Con esto se hace alusión al ministerio sacramental del sacerdote, que eleva
sus manos, pudiendo imitar así las manos del Señor, que nos buscan. Te contemplaré en el santuario. El
sacerdote tiene que ser, no sólo externamente, sino, sobre todo internamente, el que reza por su
comunidad. Los Evangelios hablan de la confesión de Pe¬dro sobre el Mesías: «¡Tú eres el Mesías, el Hijo
de Dios vivo!» (Mt 16,16). En el Evangelio de Lucas hay además una intro¬ducción que indica que a Pedro
le vino esta confesión cuando estaba presente en el momento en que Cristo oraba al Padre en soledad
(cf. Le 9,18-20).

Sólo puede conocer a Cristo quien penetra en su soledad con el Padre. Quien no llega hasta ahí, lo tendrá,
como la gen¬te de entonces, por un profeta, por revolucionario social o por cualquier otra cosa que le
cuadre en su concepción del mun¬do. Sólo penetrando en su intimidad, sólo orando con él, salta a la vista
quién es él: el Hijo de Dios vivo. Por eso corresponde al sacerdote ser una persona de oración que, en los
hermosos rezos de nuestra tradición —en el Vía Crucis y en el Rosario— deja, por así decir, que su corazón
se sature de Dios, y que en el rezo del Breviario participa en la oración que se reza desde hace milenios,
actuando así según la catolicidad y abriéndose a la oración de todos los tiempos. Sólo de ese modo puede
prepararse para ser la voz de Jesucristo en la Santa Misa, hablar con el yo de Jesucristo, pues esta es la
misión increíble que se nos ha encomendado, representar el yo de Jesucristo, decir: «Esto es mi Cuerpo».
Nadie puede hacer eso por sí mismo y, gracias a Dios, la validez de nuestros sacramentos no depen¬de de
nuestra santidad, sino únicamente de las misericordias del Señor, que siempre están presentes. Y, sin
embargo, ¿cómo podríamos nosotros representar a Jesucristo, atrevernos a darle nuestra voz, si no
hemos llegado a estar cerca de él?

Alzaré las manos invocándote. Usted, querido consejero episcopal, nos ha hablado del centro del
ministerio sacerdotal, del centro de la Iglesia, de la sagrada Eucaristía, pero este ver¬sículo del salmo nos
trae a la memoria el otro sacramento al que usted ha dedicado tanto tiempo y tanta energía de su vida,
el sacramento de la penitencia, en el que, al bendecir, la mano del sacerdote puede representar la mano
derecha de Dios, cuya sombra es gracia para nosotros.

En cierta ocasión contó un sacerdote que estando en el campo de prisioneros en Rusia vino hasta él un
pastor pro¬testante que quería confesarse, y él le preguntó: «¿Pero cómo es eso?» Y la respuesta fue:
«Porque quiero ser absuelto». Lo que nosotros necesitamos en realidad es absolución, no sólo análisis,
reflexiones, opiniones, sino la gracia de la absolución que nos cambie y, de ese modo, cambie al mundo.
Yo creo que todos experimentamos con mucha claridad cómo la supera¬ción de nuestro pasado resulta
inútil si no hay una absolución; cómo la superación del pasado se convierte, en realidad, en
envenenamiento del presente y cómo cercena el futuro. Lo único que nos puede ayudar a superar el
pasado y a crear el presente y abrirnos al futuro es la palabra del perdón, que nos convierte en hijos del
perdón que pueden comenzar de nuevo y son libres por la gracia; esa gracia que les ha sido concedida y
en la que unos a otros pueden reconocerse como dones del perdón.

Querido señor consejero episcopal, me gustaría darle las gracias muy especialmente por pronunciar en
esta iglesia pa¬rroquial una y otra vez la palabra del perdón, aportando así a esta nuestra ciudad la
renovación, el cambio y la superación de la culpa, que es lo único que nos puede sanar. Y a vosotros,

128
queridos fieles, querría invitaros a aceptar esta gracia, de la que el hombre siente necesidad en lo más
íntimo de su corazón, a aceptar la humildad de arrodillarse, que es lo que conduce a la gracia de un nuevo
comienzo y nos permite servir en este mundo con una nueva libertad como amigos de Dios.

La tarde

Y finalmente en el salmo se habla de la hora de la tarde. Donde se dice: «A la sombra de tus alas canto
con júbilo. Mi alma está unida a ti y tu diestra me sostiene».

Usted ha hablado de sus dos hermanos, que ya no pue¬den celebrar la santa Misa y se encuentran en una
residencia de ancianos. Pero también para usted tiene validez este verso consolador y lleno de esperanza
en el atardecer. A la sombra de tus alas me encuentro protegido en la hora de la noche, en la hora de mi
propia pobreza, pues mi alma se ha unido a ti. Y aun cuando mis manos pierdan fuerza, tu diestra me
sostiene.

Para el cristiano no hay ninguna vida inútil ni carente de valor. Y un sacerdote nunca se vuelve inútil y
nunca está to¬talmente fuera de servicio. Aun cuando ya no tenga una pa¬rroquia que administrar, puede
todavía, como se le ha con¬cedido a usted, administrar los santos Sacramentos y de ese modo puede
tener Iglesia. Y si ya no puede hacer eso, en su sufrimiento, puede en su interior seguir rezando por la
comu¬nidad, apoyarla con su oración. E incluso cuando ni siquiera esto sea posible, él sigue siendo un
símbolo de que la sombra de las alas de Dios nos cubre siempre y de que su diestra nos sostiene, cuando
nuestras manos han perdido su fuerza.

Creo que es importante en esta ocasión pensar cuánto debe nuestra archidiócesis a los ancianos
sacerdotes, qué pobre sería ésta si en ella no irradiase ya su sereno, diligente y alegre mi¬nisterio, su fe y
su oración, su actividad sacramental. Y cuando yo mismo pienso en mi trayectoria, tengo que decir que
para mí el ejemplo de los ancianos sacerdotes, la serenidad, la paz, la madurez, la fe y la fidelidad que de
ellos se desprendía, no ha sido menos importante que el ánimo, la fuerza y la palabra de los sacerdotes
jóvenes. En esta parroquia lo experimentan todos con gratitud, y todos nosotros le damos las gracias,
que¬rido señor consejero episcopal, en esta hora, por proporcio¬narnos este signo de un atardecer en las
manos de Dios, que sigue estando lleno de luminosidad.

En la oración de la Iglesia de este domingo hay una frase prometedora que, pienso yo, podría quedar para
usted, por así decir, como un signo evocador de este día. Dice así: «Tú, Señor, no dejas de la mano a
aquellos que han buscado su puesto en tu amor». Quien ha elegido el amor de Dios como su morada sabe
que lo sostiene una mano que no lo va a soltar. Sabe que no puede caer sino en manos de la misericordia
de Dios. Y este es el deseo con el que me gustaría terminar: ¡Que pueda sentir siempre la mano del Dios
misericordioso que lo sostiene! ¡Que pueda sentir por mucho tiempo, y a nosotros nos conceda verlo, que
la bondad de Dios es vida! ¡Y que la mano diestra de Dios lo guíe adonde usted siempre ha preten¬dido:
al Amor eterno!

129
HACER LO ÚNICO NECESARIO Y LLEGAR A SER RICO EN LA PRESENCIA DE DIOS
En el 60.° aniversario de sacerdote del obispo Rudolf Graber, Plankstetten 1986

Lectura: Ecl 1,2; 2,21-23

Salmo: Sal 90 (89),3-4.5-6.12-13.14.17

Evangelio: Le 12,13-21

¡Querido obispo Rudolf, Reverendísimos y queridos hermanos en el episcopado, Reverendísimos señores


abades, Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

«Enséñanos a calcular nuestros años, Señor, para que ad¬quiramos un corazón sensato» (Sal 90,12). Con
este ruego del salmo responde la Iglesia en el domingo décimo octavo del tiempo ordinario a la lectura
del Eclesiastés, que se lamenta de la brevedad de la vida humana, que sólo es como un «soplo».
«Enséñanos a calcular nuestros años». Celebramos hoy el 60.° aniversario de sacerdote del obispo Rudolf
Graber, que recibió aquí, en esta Iglesia abacial de Plankstetten, hace sesenta años, la imposición de
manos del obispo para su ordenación sacer-dotal. El obispo Rudolf ha sabido calcular sus años al haberlos
puesto en la balanza de Dios y haberlos llenado con el peso de lo eterno. El ha calculado sus años en
cuanto los recibió de las manos de Dios y en las manos de Dios los depositó. Y de ese modo pudo, con el
paso de los años, hacerse realidad, crecer y madurar lo que permanece y es para siempre. Por eso este
ju-bileo no es solamente una mirada retrospectiva al pasado, a un soplo que pasa, sino acción de gracias
por lo que permanece, por lo que ha crecido mediante la unión con Dios, un aliento de vida; acción de
gracias y referente, al mismo tiempo, para nosotros para aprender a calcular los años.

Querría intentar exponer lo que hay de ejemplar en esta vida en referencia a tres frases del Evangelio de
este domingo décimo octavo del ciclo ordinario, pues a mí me parece que esas palabras del Señor
adquieren una increíble actualidad en relación con él, en relación con esta vida, y, por otra parte, a la luz
de ellas se nos pone de manifiesto lo que de fundamental, integrador y consistente hay en esta vida, su
mensaje.

Este Evangelio comienza con el tema de un joven, con problemas de herencia, que se presenta ante el
Señor y le dice: «Maestro, di a mi hermano que reparta conmigo la heren¬cia». A esta petición
aparentemente tan razonable, tan huma¬na, responde el Señor con una inusual aspereza y brusquedad
diciendo: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o arbitro entre vosotros?». Esta respuesta apenas
comprensible a prime¬ra vista, se explica si la ponemos en relación con el contexto de hoy. Pues también
hoy hay tantos que se presentan ante Cristo y le dicen: Señor, di a los demás que den sus bienes. Señor,
comienza a redistribuir los bienes de la tierra. Hay tantos a los que les gustaría reducir el cristianismo a un
nuevo orden de la estructura social y del orden político; hay tantos para quienes la fe se reduce a un poco
de sociología, un poco de economía y otro poco de política. Y, además, se da por supuesto que la
sal¬vación propiamente dicha del hombre consiste en tener y en el nuevo orden del tener, y que la
salvación del mundo puede y tiene que tener lugar mediante la ordenación de la propiedad, puesto que,
en definitiva, no habría otra cosa ni importaría otra cosa que esto en la vida del ser humano.

Pensándolo en este contexto resulta evidente por qué la respuesta del Señor tenía que ser áspera. Pues
está claro que la petición es en realidad una tentación para Jesús, con la que comienza su historia y la
historia que pasa a través de todos los tiempos. Lo que aquí se le pide es, en definitiva, lo mismo que
aquella otra frase: «¡Haz que las piedras se conviertan en pan!» (cf. Mt 4,3), es decir, salva a los hombres

130
haciendo que sacien su hambre y satisfaciendo su ansia de poseer. Y asimismo que¬da claro también el
sentido de la profunda frase de la lectura de hoy, de la epístola de san Pablo, donde se dice que la codicia
es idolatría. Significa: Cuando el hombre admite que la pro¬piedad y el poseer y el orden de la propiedad
es el fin último y supremo que puede salvarlo, entonces está adorando a los bienes, algo que es inferior a
él, y está negando al Dios vivo.

¡Señor, reparte la herencia! Cuánto resuena hoy esta de¬manda a Jesús y cuántos son los que se empeñan
en reducir el Evangelio a esta cuestión. Y en este pasaje se pone de manifies¬to, a mi parecer, uno de los
aspectos fundamentales de la acti¬vidad sacerdotal y episcopal del obispo Rudolf. Como pocos más, él ha
tenido el valor y el don del discernimiento de espí¬ritus, el valor y la fuerza de resistir frente al falso
espíritu que se las da de Espíritu Santo y, en realidad, sólo es viento de Sa¬tanás. En los vaivenes de estos
sesenta años él se ha mantenido firme, como pocos, primero frente a las tentaciones del Tercer Reich y
luego, de nuevo, frente a un cristianismo reducido a sociología y política. Y precisamente por eso, por
haber vivido del núcleo central del Evangelio, por haberse mantenido en el núcleo central de su sí, ha
podido dar la talla y pronunciar el no correcto. Pues en toda apertura al mundo no podemos renunciar al
no profético que hay en la fe. La creación del mundo comenzó con la separación de la luz de las tinieblas,
y esto sigue teniendo validez siempre.

Una segunda frase de Jesús en este Evangelio. Se cuenta de un hombre rico que había incrementado con
éxito sus bienes, que quería construir nuevos graneros en los que, por el mo-mento, tenía la intención de
almacenar todo lo que se le pu¬diera ocurrir y pudiera encajar en ellos. Pero justo en ese ins¬tante sucede
algo inesperado. Dice Jesús: «¡Necio!, esta noche te van exigir tu alma». Inmediatamente se presenta ante
él lo que, a su juicio, ha olvidado y que, sin embargo, es lo impor¬tante: Dios y el alma. ¡En cuántos
aspectos es este hombre una imagen del hombre de nuestro tiempo! ¡De cuánto más somos capaces hoy!
¡Cuántas cosas nos ha hecho posibles la técni¬ca —en el nuevo bienestar, en la nueva comunicación, en
las nuevas capacidades de construcción y, sobre todo, de destruc¬ción—! Parece que casi lo podemos
todo, que lo calculamos todo, sólo una cosa no figura en nuestros cálculos y cada vez está más lejos de
los mismos: ¡lo único necesario! (Le 10,42): Dios y el alma. El Señor nos dice que toda la inteligencia de
este mundo, por grande y exitosa que sea, es necedad si pasa por alto y olvida lo único necesario. Y de
nuevo volvemos al ministerio sacerdotal y episcopal del obispo Rudolf, que siempre ha pensado y vivido,
siempre ha hablado y actuado en función de lo único necesario, Dios y del alma. Resulta claro que el «no»,
que él tuvo que decir repetidamente a lo largo del tiempo, sólo ha sido instrumento de este gran «sí»,
que nos lleva a lo principal, a lo que es central, sin lo cual todo lo demás carece de sentido. Desde esta
dinámica de lo esencial se explican, a mi parecer, todos los demás aspectos de su actuación como obispo.
El fue ecuménico mucho an¬tes de que eso llegase a estar de moda; figuró entre los pri¬meros que
intentaron y lograron el encuentro con las Igle¬sias orientales —ciertamente no en esa forma superficial,
pragmática, en que el ecumenismo ha degenerado hacia una especie de sociedad mercantil y en que el
ecumenismo se gestiona como una especie de comercio de trueque, como si nosotros mismos
pudiésemos confeccionar la Iglesia como un producto nuestro—.

En esto él no procedió buscando su propio éxito, con la mentalidad del hacer y del pragmatismo, sino
simplemente procuró escuchar la voz de la otra tradición para profundi¬zar en la fe, para poder vivirla
mejor, para estar más cerca de Cristo, para acercarse más a El, que es nuestra única unidad. Y así es como
se encontró con la gran teología teocéntrica de la Iglesia oriental. Así fue como el encuentro con la Iglesia
orien¬tal constituyó una inmersión en su recogimiento y silencio contemplativo. Por eso el encuentro con
la Iglesia oriental fue un redescubrimiento de la liturgia y del Sacramento como el «ya» de lo venidero.

131
Por eso el acercamiento a la Iglesia oriental significó para él acceder a la primacía de la adoración, que
tiene que ser el soporte y guía de todo lo demás. Y, por haber buscado el ecu- menismo de esa forma, sin
un objetivo establecido, su esfuer¬zo tuvo mejor resultado que muchos otros planificados con más
inteligencia humana. Y en medio de una crisis del diálogo ecuménico, queda lo que, bajo su inspiración,
maduró en los Simposios de Ratisbona, un puente de esperanza. Y por eso creo yo que tendríamos que
darte las gracias, querido obispo Rudolf, en este momento, por habernos guiado siempre y se¬guir
guiándonos hacia el centro y desde el centro hasta más allá.

Y finalmente una tercera frase de Jesús tomada de este Evangelio. Al final, como resultado de estas dos
historias, dice él: No acumuléis tesoros en este mundo, sino haceos ricos ante Dios. Nos hacemos ricos
ante Dios si nos desprendemos de las riquezas. Las riquezas que se dejan son los tesoros para Dios. Y si la
codicia es idolatría, entonces la renuncia y el abandono de las mismas es la escuela para hacerse rico ante
Dios. Pero no sólo deberíamos dejar cosas, sino a nosotros mismos, se trata del verdadero aprendizaje del
propio desprendimiento. Pues de ese modo nos hacemos semejantes al Dios trinitario, en el que las tres
personas se dan las unas a las otras y así es como son el Dios uno. Y así es como se desarrollan en nosotros
la justicia, la pureza, la verdad, la fidelidad, la bondad, todo lo que nos hace semejantes a Dios, lo que
constituye el tesoro de

Dios, las verdaderas riquezas que realmente salvan y que nadie nos puede quitar.

Hacerse rico ante Dios; quién no piensa, en este caso, en la humilde sierva del Señor, que en su «fiat» lo
entregó todo y lo ha recibido todo. María, con su sí ha obsequiado a Dios mismo, lo ha hecho más rico,
regalándole naturaleza humana, vida humana, palabra humana. De esa manera le ha devuelto de nuevo
la humanidad, la tierra y el mundo. Desde el primer día de la concepción hasta la última palabra de Jesús
en la cruz, su camino fue un desprendimiento, una entrega de Jesús al Padre y a nosotros. Ella lo devuelve,
obsequiándonos con el tesoro de todos los tesoros, con Jesús, el bendito fruto de su cuerpo. Y sigue siendo
rica para todos como permanente bienhechora.

Debido a que el sí del Evangelio tiene en María su figu¬ra viviente, me parece totalmente lógico que un
obispo que piensa, vive y actúa tan centrado en el Evangelio sea un obispo de devoción mariana. El obispo
Rudolf, en medio de la con¬fusión, del escepticismo, de la ilustrada élite intelectual de la época, ha tenido
el coraje, y sigue teniéndolo, de hacer que oi¬gamos la voz de la Madre, que es la que mejor puede
decirnos cómo hacernos ricos ante Dios, cómo salvarnos.

Por todo esto, querido obispo Rudolf, te damos hoy las gracias de corazón. Te damos las gracias
dándoselas a Dios por ti y por lo que él nos ha dado y nos da por medio de ti. Te damos las gracias rezando
por ti, y me parece que la oración de este día está puesta como para la ocasión y por eso nuestra oración
por ti, de modo totalmente especial, debe ser ésta: «Permanece cerca de tus siervos, Señor, y concédeles
tu bondad sin término».

132
SER TESTIGOS DEL DÉBIL PODER DE CRISTO
Bodas de oro sacerdotales del Prelado Konrad Miller, Múnich 1987

Evangelio: Mt 28,16-20

¡Reverendo y querido señor prelado,

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,

Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Con estas palabras ha interpretado el
Señor lo que tuvo lugar en el acontecimiento de la Ascensión. Ella es la expresión y manifestación de la
victoria definitiva que Cristo logró en la cruz con su obediencia, con su amor. El ha abier¬to, como dice el
misterioso libro del Apocalipsis, los sellos de la historia del mundo (Ap 5,5). El ha tendido el puente so¬bre
el abismo infinito entre tiempo y eternidad y ha abierto a los hombres la puerta hacia Dios; él ha hecho
posible para el hombre llegar a ser feliz; pues su felicidad es la eternidad del amor, de amar y ser amado.
El ha derrotado al poder más fuerte de este mundo, al que nadie de este mundo es capaz de resistir, a la
muerte, habiendo unido su poder con el poder de Dios; y por eso puede decir: «Se me ha dado todo poder
en el cielo y en la tierra».

No hay en última instancia ningún poder que se le opon¬ga. Por eso comienza con la Ascensión la era de
la Iglesia; pues Iglesia no es otra cosa que el ingreso de todas las generaciones en el ámbito de este nuevo
poder de Jesucristo; el surgimien¬to de un nuevo pueblo compuesto por todos los pueblos de este mundo.
Y por eso también, con la Ascensión de Cristo, comienza la definitiva figura del ministerio apostólico,
sacer¬dotal, que no es otra cosa que servicio a este poder salvífico de Cristo; y por eso el Señor, en sus
últimas palabras sobre la tierra, ha descrito la esencia de este permanente servicio. El lo expresa en tres
tareas que acabamos de oír en el Evangelio: «Haced discípulos a todos los hombres», «bautizadlos»,
«ense¬ñadles a todos lo que yo os he mandado».

«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra». Sin embargo, ¡qué insignificante, qué pobre se
presenta este poder ante los ojos humanos y en relación con los parámetros de esta historia! Cuando
Jesús pronunció estas palabras no tenía divisiones militares, ningún tipo de armas; tampoco grupos
terroristas o subversivos; ni ningún consorcio de especialistas en hacerse con el poder; ni universidades,
ni bancos ni dine¬ro; ningún imperio económico; nada de lo que, según nuestra mentalidad, son los
elementos de poder en este mundo. Sólo tenía testigos a los que envió como ovejas entre lobos (Mt
10,16).

Cuando el gran cardenal Michael Faulhaber, nuestro co¬mún obispo de ordenación, le impuso a usted las
manos para su ordenación sacerdotal, querido señor prelado, hace ya cin-cuenta años, hablar de ovejas y
lobos no era ningún símil, sino una palpable realidad. Para muchos de sus coetáneos y, sobre todo, para
quienes ostentaban entonces el poder del estado, aquellos que se ordenaban de sacerdotes —y eran
muchos— eran realmente ovejas, que no habían comprendido de qué iban los tiempos. Entre los lobos
de entonces estaban aquellos, en efecto, como ovejas, aun cuando se acordaran de que el Señor había
dicho que sus testigos debían ser no sólo senci¬llos como palomas, sino también sagaces como serpientes
(Mt 10,16).

133
Se enalteció la religión de los fuertes cont raponicndo 1 a al cristianismo, como la religión de los débiles.
Las brigadas de batidores del poder estatal se sentían lo suficientemente fuer¬tes para preparar un final
a esta religión de los débiles, a pesar de que, de vez en cuando, tenía que guardar cierta considera¬ción,
pues la fuerza de la fe estaba viva en nuestro país y cons¬tituía una barrera mucho más eficaz de lo que,
desde luego, sería hoy en una situación de presión similar a aquella. Quien se ordenaba entonces de
sacerdote sabía que no estaba del lado del poder externo de entonces y que no podía contar con las
ventajas mundanas.

Pero ese ofrecimiento hacía mucho tiempo que lo había rechazado Jesús en el monte de la tentación.
«Todo esto te daré», es decir, todas las riquezas, todas las ventajas, todo el poder de este mundo, «si te
postras y me adoras» (Mt 4,9). Estas fueron palabras de Satanás. La salvación según el es¬tilo de Satanás,
según la concepción del Anticristo, consis¬tiría en proporcionar a los hombres seguridad, estructuras
perfectas, bienestar y libertad para todo tipo de placer, que, a su vez, deben confundir con la libertad
misma —y qué bien suena este ofrecimiento—. ¿No sería esto propiamen¬te la salvación? —es la
pregunta de todos nosotros—. Qué más debería desear el hombre que todo tipo de seguridad y bienestar
así como que el derecho consista en hacer todo lo que se desee. E incluso el precio —«Si te postras y me
ado-ras»— parece muy poca cosa para un don como ése y resulta totalmente aceptable; sobre todo,
porque esa adoración se presenta como absolutamente inocua. Sólo consiste en ver todo eso como lo
último y suficiente, en no preguntar sobre más allá de la muerte y en no reconocer a Dios como el Se¬ñor
de todo el mundo, que es lo que nos importa. Después de eso se puede admitir de nuevo a Dios y la
religión incluso como un medio. Una religión que se convierte en un medio es algo que le va muy bien al
Anticristo. La única religión que no puede tolerar es aquella en la que se adora a Dios sin convertirlo en
un medio, en la que Dios continúa siendo lo primero y lo último. Pero quien no tiene respuesta para el
problema de la muerte, sino que lo reprime, quien priva a los hombres de Dios y no le permite ser Señor,
sino que lo convierte en un medio, ese engaña a los hombres, porque les priva de la verdad y anula la
grandeza de su vocación.

Por eso respondió Jesús: «¡Apártate de mí, Satanás!» (Mt 4,10). Por eso no aceptó ese poder de salvación,
sino que fue a la cruz. De ella viene su poder, todo el poder de Jesucristo. Todo su poder de salvación es
poder que procede de la cruz y por eso el ministro de Jesucristo tiene que empezar siempre por ahí. Por
eso tiene que ser la Eucaristía, la comunión con el Señor crucifi-cado, la fuente del nuevo y verdadero
poder de la Resurrección, punto central de su vida y de su ministerio; y este ministerio parece por eso
muy sencillo, muy humilde, pero precisamente por eso da felicidad y llega hasta el fondo.

Este ministerio consiste, en primer lugar, en hacer a los hombres sus discípulos. Esto es, guiar a los
hombres hasta su conocimiento, de modo que lo conozcan, confíen en él, aprendan a amarlo, quieran
llegar a ser de los suyos, sus discí¬pulos, su comunidad, la que está con él.

Y cómo ha determinado esta misión vuestra vida en estos 50 años, querido señor prelado: en visitas a
domicilio, en en¬cuentros, en conversaciones, en la enseñanza, en la catequesis. Vuestra trayectoria ha
sido siempre la de hacer a los hombres discípulos de Jesús, dárselo a conocer. En esta tarea se trataba no
sólo de establecer un conjunto de determinadas proposicio¬nes, de transmitir un sistema de
conocimientos, aun cuando el conocimiento sea también importante, pues la fe nos propor¬ciona
también información, nos instruye acerca de la realidad; la fe es respuesta y pretende capacitarnos para
dar respuesta a otros. Pero todas esas proposiciones, todas esas respuestas, que la fe nos proporciona,
no se quedan limitadas a sí mismas, sino que son ventanas que se abren hasta El, que nos muestran al

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Viviente, a El, la verdadera repuesta a nuestras preguntas y que, de ese modo, nos ayudan a convertirnos
en sus amigos; a acoger esa íntima relación de nuestra vida que perdura a lo largo de todos los vericuetos
de la misma proporcionándonos estabilidad. Porque eso es así, el «hacer discípulos» lleva implí¬cito el
discurso, el pensamiento, la enseñanza, ¡pero siempre es algo más que eso! Es iniciación en un
conocimiento personal, en el trato con Jesucristo.

Por eso esta primera misión lleva de suyo a la segunda: «Bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo».

El cristianismo no es una filosofía, no es una suma de pro¬posiciones y doctrinas, ni es un moralismo, ni


una incitación a hacer todo tipo de cosas; ¡es vida! Es comunidad de vida con Dios y, a través de él, vida
de los unos con los otros; pues en el discipulado de Jesucristo, en el seguimiento de Jesús no se trata
simplemente de llevar a cabo y continuar escribiendo el programa establecido por Jesús, no se trata
simplemente de transmitir sus ideas. Ni tampoco se trata de imitar su ejemplo humano. Todo esto, bien
entendido, puede formar parte de ello, pero el camino decisivo de Jesús es el camino de la resu¬rrección,
el camino hacia la comunidad con el Dios trinitario. Este camino lo recorremos siguiéndolo; todo lo demás
sería muy poco y se quedaría en el plano de otros programas. Sólo seguimos el camino de Jesucristo, en
su compleción y nove¬dad, si nosotros, también en esta vida, recorremos todo este camino que conduce
más allá del límite de lo creado, más allá de todo lo que un hombre puede por sí mismo hacer. Este camino
en su totalidad nos es necesario, porque el hombre es aquel ser que quiere y necesita lo imposible. El nos
lo da y esto sucede en los sacramentos, con los que él nos conduce a ese algo nuevo, grande y diferente,
que somos incapaces de crear por nosotros mismos.

Una parte de la creación —agua, pan, vino, aceite— pue¬de ser portadora de su presencia. Al recibirlos
somos llamados a un nuevo ámbito, a la comunión con él, con todos los santos del cielo y de la tierra, a la
comunión con el Dios vivo. Por eso el sacramento es adoración, y adoración en el centro del ser cristiano,
presencia delante del Dios vivo, comunión con él; mas, como Dios es creador, la comunión con el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo es también comunión entre todos nosotros. Adorarlo a él, recibir los
sacramentos, significa salir de nuestro aislamiento y, en los sacramentos, llegar a ser la comunidad viva
de la Iglesia; significa que nadie cree individualmente ante sí, sino que todos nosotros en conjunto nos
convertimos en cuerpo vivo de Cristo.

Y, de nuevo, si se me permite repasar esto al hilo de su vida, querido señor prelado, a cuántas personas
ha proporcio¬nado usted el sacramento del bautismo; a cuántas ha recon-ciliado con Dios en el
sacramento de la penitencia, cuántas veces ha podido celebrar en esta hermosa iglesia el sacramen¬to
del Cuerpo y la Sangre; cuántas han sido las personas que dieron el sí del matrimonio de por vida,
pudiendo así entrar comunidad con el Señor vivo. Y a eso hay que añadir que fueron tiempos
verdaderamente turbulentos. Esta iglesia fue reducida a escombros y cenizas; pero siempre encontró
usted un sitio en el que, sin embargo, el Señor pudiese estar entre nosotros; y en el que, a partir él, se
hizo posible de nuevo la vida en común. Así, contra toda probabilidad, tuvo usted el denuedo de
emprender la reconstrucción después de la guerra y también, cuando cambió la estructura de la
población, y esto no parecía aconsejable, usted no desistió de proporcionarnos a los muniqueses esta
iglesia nueva, pieza por pieza; finalmente también hizo resurgir los nuevos frescos, el mudo júbilo en el
que sigue estando presente la alegría de los redimidos. Y por eso procuramos que también el júbilo sonoro
tenga aquí su espacio, como felizmente podemos experimentar en esta Misa —la música nacida de la fe,
en la que las voces de la crea¬ción son llamadas a anunciarnos la gloria de Dios—. Usted ha restaurado de

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nuevo este espacio como precioso receptáculo para el Sacramento de la presencia del Dios vivo entre
noso¬tros; como permanente invitación a la fuerza de esta presencia, como lugar en el que por su
proximidad siempre se halle entre nosotros la Eucaristía, la cruz y la resurrección.

El primer período de su actividad sacerdotal estuvo en¬sombrecido por la crisis del nacionalsocialismo,
de la guerra, de toda la destrucción y todas las necesidades que afligieron a nuestro pueblo. Cuando se
superó el tiempo de las estrecheces y todo parecía invitar a la alegría de nuevos pasos hacia adelan¬te,
se puso de manifiesto que la erosión interior había llegado lejos. Ahora se trataba de superar una crisis
de naturaleza com¬pletamente distinta, que se nos presentaba procedente no de fuera, sino del interior
de la Iglesia; la tentación de confundir el Concilio de los medios de comunicación con el Concilio de los
Obispos, identificando renovación con arbitrariedad y con el mero cambio. Surgía la tentación de pensar
que la Iglesia que nosotros íbamos a hacer ahora con nuestras propias ha¬bilidades sería mejor que la
Iglesia que el Señor nos ha dado. A muchos les pareció que era ahora cuando empezaba lo bue¬no, y
precisamente con nuestro esfuerzo, como si fuera ahora cuando, por primera vez, las recetas inventadas
por nosotros pudiesen brindarnos lo nuevo y largamente pretendido. De-bíamos construir una nueva
Iglesia que fuese mejor y que por fin captase las verdaderas ideas de Jesús.

Cuando comenzó su ministerio sacerdotal, pertenecía us¬ted a aquella generación que con nuevo ánimo,
con una nueva intrepidez de la fe, con una nueva dinámica, practicó la cura de almas y se acercó a los
hombres. Con el paso de los años nunca ha renunciado a esa dinámica de animosa y nueva in¬trepidez, a
la nueva forma de realizar la fe en los tiempos que han venido. Pero precisamente porque se guió y se
guía por esa dinámica, sabía usted también que el Señor en la institu¬ción del servicio apostólico,
sacerdotal, no les dijo a los suyos: «Reunios, hablad sobre vuestros problemas y exigid vuestros
derechos». Usted sabía que él no dijo: «Sentaos, celebrad reu¬niones», sino que les dijo: «¡Id, id y haced
a los hombres discí¬pulos míos!». Usted ha permanecido fiel a ese «id»; y precisa¬mente por eso tampoco
se le pasó por alto el tercer mandato: «Enseñadles a guardar lo que yo os he mandado» (Mt 28,20).

La opinión de que ahora, precisamente al contrario, no es necesario guardar nada y de que en eso consiste
la dinámica, es algo que usted no ha compartido, porque sabía que sólo ca¬mina realmente quien
mantiene la dirección y que aquel que no mantiene ninguna dirección tampoco va a ninguna parte, sino
que practica un juego de manos. Por eso ha permaneci¬do usted fiel al Espíritu Santo, en cuya Iglesia
presta servicio desde hace 48 años y en la que desde hace 40 es párroco; ese Espíritu Santo sobre el que
el Señor dice: «El os recordará lo que yo os he dicho» (Jn 14,26) y «El que me ama, guarda mis
mandamientos» (Jn 14,21).

«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra». Al final cambia el Señor esta frase en una promesa
para nosotros: «Mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

Recientemente he leído en las memorias de juventud de Julien Green, que tienen pasajes muy sombríos,
el prólogo añadido últimamente y en el que dice: Cuando vuelvo la vista atrás no puedo comprender que
Dios tenga tanto tiempo para un solo individuo, tanta atención, como si únicamente estu¬viese él solo en
el mundo.

Cuando miramos a los otros, al mundo en su totalidad e intentamos enderezar el mundo, puede que
pensemos —y eso puede resultar una tentación de la fe— que Dios ha abando¬nado la historia de este
mundo. Pero si miramos atentamente a nuestra propia vida, entonces cada uno de nosotros puede darse

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cuenta de qué maravilloso es que Dios tenga tanto tiem¬po, tanta atención para él, para mí, como si sólo
necesitase pensar en mí. ¡Es verdad, él permanece con nosotros todos los días!

Hoy, querido señor prelado, le dan, las gracias muchas per¬sonas a quienes usted ha obsequiado con el
encuentro con Jesús; a quienes usted ha transmitido la palabra de la vida. Hoy le da especialmente las
gracias esta parroquia del Espíritu Santo, y hoy puedo yo darle las gracias en nombre de la San¬ta Iglesia
por el ministerio sacerdotal de cincuenta años. Por encima de nuestro agradecimiento, quiera el Señor
mostrarle su propio agradecimiento permitiéndole experimentar y sentir qué verdad es lo de «Yo estoy
contigo todos los días hasta el fin de los tiempos y más allá de todos los tiempos — eternamente».

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UN PORTAVOZ DE RECONCILIACIÓN
En la celebración del 80.° cumpleaños del cardenal Franz Hensbach

1. a Lectura: Ez 33,7-9

2. a Lectura: Rom 13,8-10

Evangelio: Mt 18,15-20

Nos hemos reunido para una fiesta de acción de gracias. Damos gracias a Dios por los 80 años que el
cardenal Hens¬bach va a cumplir en estos días. Le damos gracias por su obra y por todas las bendiciones
que la misma nos ha proporcio¬nado y continúa proporcionando en este obispado y en todo el mundo.

Mas el cumpleaños de un obispo, además de una fiesta de acción de gracias, es una fiesta de la Iglesia.
Pues él vive y actúa por encargo de Jesucristo. En los tempranos años de su vida respondió a la llamada
del Señor como antes lo hiciera Samuel: Adsum. Aquí estoy, Señor, dispon de mí. El se dejó atar las manos
poniéndolas así en las manos del Señor para que estuvieran a su disposición, como sus manos, en este
mundo.

En la aceptación del ministerio episcopal él asumió de nuevo este comienzo con una nueva profundidad
y ampli¬tud. La palabra de Jesús a los Doce se convirtió entonces en la máxima de su vida: Como el Padre
me ha enviado así os envío yo a vosotros. El vive desprendido de sí mismo, como el en¬viado del Señor,
cuyo instrumento en el mundo debe ser él. Y así puede decir con san Pablo: No nos anunciamos a nosotros,
sino a Jesucristo como el Señor y a nosotros como sus siervos por amor a Jesús. El es mano y boca de
Jesucristo en el mundo, nos guía hasta Jesús y nos muestra a Jesús. Pero, de ese modo, nos hace ver
también lo que es la Iglesia, en qué consiste su misión, y nos ayuda a cada uno de nosotros a conocer cuál
es nuestra misión en este momento de la historia. En una re¬flexión como la que este día nos plantea
puede orientarnos la liturgia de hoy. La primera lectura habla del servicio del centi¬nela en Israel. La
segunda nos ha mostrado los mandamientos de Dios como indicativos del único mandamiento del amor.
El Evangelio habla de la comunidad de la Iglesia, de su orden y de su promesa. En la palabra de Dios a
Ezequiel, que hemos oído en la primera lectura, han visto los Padres de la Iglesia un esbozo
veterotestamentario del ministerio episcopal, que por primera vez alcanza su pleno significado a la luz de
Jesucristo. Al profeta se le dirige la palabra como centinela. La versión griega del Antiguo Testamento ha
empleado en este caso la palabra skopos, que directamente lleva a la de epískopos en el Nuevo
Testamento, que pasa al alemán como Bischof{y al es¬pañol, como obispo).

Así, pues, nos encontramos aquí con el origen lingüístico y de contenido del nombre y de la misión del
obispo. Sko¬pos, es decir, un vigilante, uno que mira por otros. La forma compuesta de epíscopos, usada
en el Nuevo Testamento, da nombre a alguien que tiene una visión amplia, que no se pierde en los
detalles, sino que apunta al todo, al de dónde y al a dónde, y por eso conoce tanto los peligros como los
caminos que llevan hacia adelante y son promesa de vida. Y, desde luego, con esto no se piensa en una
mirada distante de mera curiosidad intelectual, sino en una mirada que implica cuidado y responsabilidad;
una mirada que se convierte en acción, en ayuda que acompaña y guía.

Preguntemos ahora a los Padres de la Iglesia: ¿Cómo se consigue esta mirada, esta atención al todo, que,
además, pue¬de convertirse en guía? Ellos dicen que para tener una visión panorámica, para ver el todo,
es necesario estar en lo alto. Sólo entonces se ve más. Y a continuación surge la siguien¬te pregunta: ¿Cuál
es propiamente la altura que nos permite ver correctamente, que nos proporciona realmente una visión

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de conjunto? La respuesta es: la verdadera altura del hombre, en la que él se conoce y aprende a mirar
por los demás, es la comunión con Jesucristo. El subió a la cruz y desde ella nos muestra quiénes somos y
a dónde tenemos que ir. Y sólo cami¬nando con él recibimos la mirada correcta, la mirada de amor, que
procede de Dios y es la única que nos permite ver bien.

Y así queda claro también que la altura que se exige al ministerio del centinela, al obispo, no es la altura
del distan- ciamiento, de un mayor conocimiento, de mantenerse en una actitud reflexiva o incluso de
orgullo y de guardar las distan¬cias, sino que esa altura es la altura del amor, por lo cual los Pa¬dres de la
Iglesia nos dicen: Cristo nos enseña que el verdadero ascenso del hombre tiene lugar cuando se atreve a
emprender el descenso del amor. Sólo con el amor llega a lo alto y se vuel¬ve grande. La altura la
alcanzamos no cuando abandonamos, sino cuando acompañamos a los demás desde Jesucristo.

El obispo Hengsbach, en todas sus actuaciones, se ha es¬forzado siempre por llegar hasta la altura de
Jesucristo y en¬contrar así la verdadera altura del ser humano, que es la que proporciona la mirada
correcta para la vida y para los demás. Y de ella recibe el valor para la sencillez, para la cercanía, para
es¬tar con todos, sabiendo estar siempre del lado de los hombres; recibe también el valor para la verdad
y para el dolor inherente a la verdad; el valor para contradecir, cuando es necesario; el valor para la
corrección fraterna; ese valor del que habla hoy el Evangelio y también la lectura, que no procede del
orgullo ni de la erudición, sino del amor.

Así es como, en los más de 30 años en los que ejerció aquí su responsabilidad como pastor, se esforzó
siempre por los hombres, uniéndolos en sus diferencias, colocando a trabajadores y empresarios, a
militares y civiles, y a otros muchos, en la comunidad de su única responsabilidad bajo la única medida de
Jesucristo, en el que podemos servirnos los unos a los otros y encontrar caminos comunes. El se ha
opuesto tanto a la fría racionalidad y al mero pragma¬tismo como a los planteamientos meramente
emocionales. Partiendo de Cristo, ha buscado la complementariedad, la vinculación de los hombres; a
partir de él, sentar una y otra vez a los hombres a una única mesa, y, de ese modo, en todos los problemas
que estos 30 años trajeron consigo con sus grandes cambios, una y otra vez los condujo a nuevas
soluciones. El nos ha permitido reconocer que, únicamen¬te desde el centro que es Jesucristo, podemos
nosotros ver bien y dar respuesta también a las cosas concretas.

Este cuidado de los hombres me parece a mí que es lo que lo ha mantenido joven. Nunca fue un mero
pragmatismo, que irremisiblemente languidece en cualquier momento, que en cualquier momento se
diluye en resignación y desengaño. Su actitud estuvo siempre sostenida por un optimismo siempre nuevo,
debido a que era partícipe del propio cuidado de Jesu¬cristo y, de ese modo, tenía la certeza de que, con
él, nada de lo que hacemos se pierde, de que, fundados en él, podemos comenzar siempre de nuevo.

Quien habla del obispo Hengsbach piensa ineludible¬mente en esta palpitante región del Rin y del Ruhr.
Y por eso en todo el mundo ha recibido el apelativo de «el obispo del Ruhr». En todas las misiones que ha
desempeñado a lo largo del mundo ha sido siempre muy consciente de seguir sien¬do el pastor de esta
tierra y de sus hombres, y por eso, como símbolo de ello, puso en su anillo el carbón, símbolo de esta
tierra, de su fuerza y también de sus necesidades y problemas. Pero, ya desde el punto de vista puramente
económico, pudo verse que esta región no podía vivir si se hubiese encerrado en sí misma. Necesita estar
abierta al mundo, a la importación y exportación, al intercambio con el ancho mundo. Destruiría su
identidad social y económica si pretendiese negar esta aper¬tura y sólo quisiera existir para sí misma. Lo
mismo ocurre en la Iglesia. Una Iglesia que sólo quisiera ser iglesia parroquial o regional se anularía a sí

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misma como Iglesia. Y quien quiere ser obispo aquí para estos hombres, sólo puede serlo orientán¬dolos
siempre hacia la apertura y amplitud de la gran Iglesia de todos los lugares y de todos los tiempos.

Así es como el cardenal Hengsbach, obispo del Ruhr, ha llegado a ser un obispo europeo y universal, y
tiene en su reloj histórico la reconciliación como la gran misión de un skopos, de un centinela de la Iglesia
de Jesucristo.

«A nadie le debáis nada, excepto el amor, en el que siempre sois deudores», acabamos de oír en la lectura
de san Pablo. Esto lo sabía el obispo Franz. Y con esa perspectiva ha dirigido la mirada a sus vecinos. Él
hizo que se tomara de nuevo con¬ciencia, que fuera de nuevo fuerza viva, la antigua conexión que el
obispo Altfrid, hace ya 1.100 años, estableció mediante el traslado de las reliquias de san Marsus de
Auxerre. Y ha sido él quien nos ha mostrado a los santos como puente en¬tre los pueblos, el que nos ha
hecho ver la comunión de los santos como el nuevo estado y la nueva ciudad en la que ya no hay
antagonismos de razas ni de clases, puesto que todos están bajo la misma gracia de Jesucristo. Y donde
antes había antagonismo ahora la frontera entre Francia y Alemania se ha convertido en una vía de
fraternidad, en la que nos hacemos regalos los unos a los otros y podemos ser una Iglesia unida.

En los años precedentes el cardenal Hengsbach había es¬tado ya en relación con la lengua polaca y con
personas de esa nacionalidad aquí en la región del Ruhr. Y cuando asumió el báculo de pastor se puso de
manifiesto que había sido una pre¬paración providencial para su misión: la de procurar la recon¬ciliación
no sólo con el Oeste, sino también con el Este, en esa triste historia entre alemanes y polacos. Él se
convirtió en su portavoz, de nuevo en conformidad con las palabras de Pablo: A nadie debáis nada,
excepto el amor. En eso sed siempre deu¬dores. En eso no está saldada la deuda. En eso nunca podéis
dar demasiado y tenéis que comenzar siempre de nuevo. Este fue el ímpetu que lo ha movido y lo mueve.
Y aun siendo tan difícil este proceso de entendernos unos con otros y acceder plenamente a la fraternidad
de la fe, aun pareciendo requerir tantas veces paciencia por ambas partes, quien sabe cuán a menudo
todos nosotros vivimos de la paciencia de Jesucris¬to, que continuamente nos soporta, que sabe cuán
poca es nuestra paciencia en esto de comenzar siempre de nuevo, ese sigue adelante de la mano de
Jesucristo, para que también aquí progrese la reconciliación, en la que ya no hay fronteras y, por tanto,
tampoco problemas fronterizos, porque todos nosotros, en cualquier parte, podemos sentirnos en casa.

Como portavoz de la reconciliación, el cardenal Hengs- bach ha llegado a ser un obispo europeo. Y, sin
embargo, no ha adolecido de un eurocentrismo estrecho. El ha sido uno de los primeros en darse cuenta
del gran reto que representa para nosotros Latinoamérica. Su nombre está inseparablemente unido a la
palabra «Adveniat» y, por tanto, a la rica historia de amor que entre tanto se halla latente en esa palabra.

Yo creo que hacemos bien en grabar fuertemente en nues¬tro oído y en nuestro corazón esta palabra con
la que comienza el Padrenuestro: Adveniat regnum tuum, venga tu Reino. Esto nos dice que no somos
nosotros, con todas nuestras fuerzas y habilidades quienes edificamos el Reino de Dios, sino que es Dios
quien lo hace. Y que él quiere que se lo pidamos. Allí donde los hombres afirmen que ellos pueden hacerlo,
se engañan a sí mismos y nos engañan a todos nosotros. Todos los paraísos construidos por los hombres
se han convertido inevitablemente en tiranías. Sólo Dios erige su Reino. Pero si nosotros se lo pedimos,
entonces es necesario que el ruego nos modele, es decir, el ruego exige de nosotros que salgamos al
encuentro de ese Reino, que nos abramos para aceptar su rumbo interno. Y esto es un desafío mucho
mayor que el del dinero y la economía. Se trata de un reto que llega hasta el fondo y exige un giro de
nuestro corazón que, de suyo, impli¬ca un giro en nuestra acción. Exige que aprendamos a mirar con los
ojos de Jesucristo y reconozcamos la dignidad de los pobres, que aprendamos a verlos como nuestros más

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íntimos hermanos y hermanas/Exige que veamos que la propiedad es siempre responsabilidad para con
el todo, del mismo modo que ni siquiera mi yo me pertenece a mí mismo, sino que mi yo me ha sido dado
y sólo podemos vivirlo correctamen¬te transfiriéndolo al tú. Del mismo modo nada relativo a la propiedad
es simplemente mío, sino que me ha sido dado para administrarlo en función del todo, para dar cuenta
de ello, para que verdaderamente haya comunidad de bienes en la tierra, con la que Dios nos ha
obsequiado.

Todos esos retos los ha asumido el cardenal Franz; en fun¬ción de ellos ha impulsado el drama Adveniat
para que real¬mente se dé comunidad de bienes en el mundo. Y siempre ha sido consciente de que
nosotros damos demasiado poco si sólo damos cosas y no enviamos hombres, sacerdotes, órdenes de
religiosas, que se den a sí mismos. Si sólo les siguiese llegando de nosotros más dinero, entonces daríamos
demasiado poco. Toda la problemática, por no decir el fracaso de la ayuda al desarrollo de los últimos 40
años, que en última instancia ha dado lugar al montón de deuda y a la cada vez mayor separa¬ción entre
el Norte y el Sur, se debe al hecho de que, muchas veces, con la mera economía hemos querido
exonerarnos del amor. Tenemos que dar más, no menos. Sólo el ciclo del amor puede ser un ciclo de vida.
El cardenal Hengsbach nos ha lle¬vado siempre hacia ese ciclo, hacia esa amplitud, hacia ese Ad¬veniat,
hacia ese camino que lleva al Reino de Dios.

Querido cardenal Hengsbach, con tu actuación nos has llevado hacia Cristo, has hecho que lo veamos. Por
eso te da¬mos las gracias en este día. Y en esta acción de gracias está comprendido todo lo demás, lo
grande y lo pequeño que aquí no es posible relacionar. La Iglesia introduce la liturgia de este domingo con
el verso del salmo: «Obra con tu siervo, Señor, según tu misericordia». Con esta sucinta oración de Israel
me gustaría revestir mi felicitación y la de todos nosotros: Que el Señor, querido cardenal, se digne hacerte
sentir su bondad to¬dos los días. Que se digne también seguir acompañando todos los días, con la plenitud
de sus bendiciones, tu actividad como obispo y como sacerdote.

141
CONVERSIÓN HACIA LA LUZ
En la celebración del 40.° aniversario de la ordenación sacerdotal de la promoción de 1951, Munich 1991

Lectura: Ef 1,3-14 Evangelio: Me 6,7-13

¡Reverendo y querido señor cardenal,

queridos hermanos en el sacerdocio y en el episcopado,

queridas hermanas y hermanos en el Señor!

En esta hora de recuerdo y acción de gracias nuestro pen¬samiento retorna ante todo y en primer lugar
a aquel gran ins¬tante en que nuestro obispo de ordenación, el cardenal Faul- haber, en medio del gran
silencio de la catedral de Frisinga, completamente llena, impuso sus manos sobre cada uno de nosotros
con cuidado y gravedad, ordenándonos como sacer¬dotes de Jesucristo. Nosotros sabíamos que en aquel
momento nos tocaba no sólo la mano de un hombre que estaba ya des¬pidiéndose de este mundo,
sabíamos que entonces se ponía sobre nosotros la mano de nuestro Señor y nos decía: Tú me perteneces.

Poner las manos sobre algo significa tomar posesión de ello. En la simbología de la liturgia del Antiguo
Testamento la imposición de manos significa algo más. Es la transferencia de la propia identidad al otro,
de modo que él, desde el punto de vista interno, me pertenece, mi yo pasa al suyo. Debe tener lugar un
cambio del ser, del entendimiento, de la voluntad. El Señor había puesto su mano sobre nosotros.
Nosotros éramos conscientes de esto; ahora ya no me pertenezco a mí mismo, me necesitan y me
requieren en este mundo. Este hecho de sentirse necesario, requerido, demandado es más y es superior
al vacío dar vueltas en torno a uno mismo. Estábamos bajo sus manos y sabíamos que teníamos que
emprender nuestro cami¬no a la sombra de sus manos, sabíamos que le pertenecíamos.

Así, pues, en el gesto de la imposición de manos está com¬prendido y conformado para una presencia
eficaz todo lo que hemos oído en el Evangelio. El Señor ha venido de parte del Padre; ha bajado hasta su
criatura para buscar la oveja perdida y extraviada de la humanidad y traerla de nuevo al redil. El escoge
hombres para que vayan con él, para que se pongan a su servicio. Podremos ir y transmitir lo que no
procede de nosotros mismos. Podremos ir con una seguridad mayor de la que nosotros habríamos podido
pensar. Podremos decir con la seguridad de su presencia: ¡Dios existe! Y este Dios es no sólo un ser lejano,
superior, un principio anterior a todos los tiem¬pos. Es un ser que nos conoce; que cuida de nosotros; que
nos ve a cada uno de nosotros. ¡Este Dios, por el que los hombres preguntan a lo largo de toda la historia,
en parte con miedo, en parte con esperanza, en parte con rechazo, es este Dios, y es como es Jesucristo!
Si esto penetra como verdad y certeza en nuestra vida, significa en sí mismo conversión, como nos dice el
Evangelio; es decir, la vida entera se orienta de nuevo, encuentra su camino. Entonces, podremos ser
portadores de la palabra, de la realidad que en el sacramento interviene como presencia.

En el Evangelio de hoy se nos expone esta dimensión sa¬cramental del ministerio sacerdotal de una forma
quizá un tanto extraña para nosotros. A los Doce que el Señor envía, con los que inicia su misión hasta el
fin de los tiempos, les confiere el poder de expulsar espíritus inmundos. Aquí pen¬samos nosotros
enseguida que se trata de algo ya superado. Pero si lo pensamos más profundamente, todos tendrán que
afirmar que también hoy es necesaria una desintoxicación de las almas, que estamos tan imperiosamente
necesitados de ella como quizás nunca lo hemos estado.

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Cada vez somos más conscientes de la contaminación de la creación por las cosas que nosotros hacemos;
y nos pregun¬tamos con desesperación cómo podemos detener o incluso re-trotraer la contaminación.
Los hombres nos hemos habituado de tal modo a utilizar y consumir cosas, que éstas irreversible¬mente
se agotan, salen del permanente ciclo de la renovación y de la vida, y se convierten en algo
irrevocablemente agotado y muerto. En esto vemos también un reflejo de nuestra forma de dominio
sobre el mundo y de nuestra propia deformación. Así como tenemos tanta necesidad y premura de buscar
vías de solución para conservar la creación de Dios a fin de evi¬tar que sucumba a la muerte y a la
consunción definitiva, del mismo modo estamos no menos necesitados también de un medio para
desintoxicar las almas, para reconciliarlas consigo mismas, con la creación y con los otros.

¿Cómo podríamos reconciliarnos con nosotros mismos, con los otros, con la realidad de Dios y su creación
si no es¬tamos reconciliados con Dios, si no nos reconcilia él desde dentro? Y si empezamos a preguntar
qué material podría servir para desintoxicar las almas del miedo, del odio y de la envidia, que las saque
del ciclo de la muerte y del asesinato hacia el camino de la vida, ¿qué otra cosa puede desintoxicar al
mun¬do más que el amor salvífico del Dios que se ha hecho hom¬bre, que ha tomado sobre sí el veneno
de los hombres y lo ha transformado en su amor? Hemos llegado a conocer que, sin merecerlo, él ha
puesto esa fuerza en nuestras manos.

Dios no hace ruido. No da lugar a titulares. En los 40 años de ministerio sacerdotal, en el silencio de la
acción de Dios, hemos experimentado una y otra vez quién es el que de hecho renueva las almas de forma
que puedan salir del círculo de la muerte y resplandezcan de nuevo reconciliadas, llenas de gratitud por
su propio ser, por el de la creación y por el de los hombres. Hemos hecho nuestro camino a la sombra de
sus manos. Cada vez más, también a través de todas las tribulacio¬nes, hemos aprendido que es una
buena sombra.

El gesto fundamental de la imposición de manos, con el que propiamente tiene lugar la ordenación
sacerdotal, está ro¬deado en la liturgia de la Iglesia por una corona de ceremonias que se desarrollan y
explican ampliamente. Se nos ungió y se nos entrelazaron las manos. Así cogimos el cáliz. Con esto se nos
dijo: estas manos no están ya para coger, para hacer o para golpear. Deben ser manos que sirvan al Señor,
que lleven al mundo el cáliz de sus misericordias. Personalmente, junto con la imposición de manos, me
impactó en lo más íntimo de la conciencia el momento de las Letanías de los santos. Nosotros estábamos
allí postrados en el suelo pidiendo al Señor que nos mostrase el camino, mientras nos envolvía el canto,
cada vez más insistente, de toda la catedral: «Ruega por ellos».

Es un instante en que la propia impotencia —postrados, sin ver a los otros, sin estar en contacto con
ellos— se expe¬rimenta muy íntimamente, la desproporción entre lo propio de uno mismo y la grandeza
de la misión, la falta de fuerza y la incertidumbre de un futuro que se extiende a lo lejos y del que nadie
puede decir cómo será, cómo en él esta misión será recibida, rechazada o prolongada. En medio de toda
la penu¬ria de sentir nuestra insuficiencia percibíamos, sin embargo, el ruego de toda la catedral, la
invocación de todos los santos. De forma cada vez más intensa, y al mismo tiempo de forma más
consoladora y enérgica, nos decía: ¡Tú no estás solo! ¡Tú vas con una gran comunidad que no te abandona!
Es la gran comunidad de los santos de todos los siglos. Ellos eran tan pobres hombres como tú y, sin
embargo, el Señor los obsequió con este camino. El solo lo pudo hacer.

Pero no sólo percibíamos la comunidad de una Iglesia del pasado, sino que estábamos incorporados a la
comunidad de la Iglesia de hoy, que sostiene y es comunidad peregrina, que no te abandona; estábamos
incorporados a la comunidad de la Iglesia de mañana, pues la Nave de la Iglesia ha sido construi¬da para

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siempre. El Señor, aun cuando a veces parece ocultarse y dormir, está siempre a bordo con nosotros en
todas las tor¬mentas. La Nave no se hunde. Tiene la promesa de eternidad. Esta conciencia penetró en
nosotros, nos hizo ponernos en pie y pronunciar nuestro sí.

En los 40 años de camino recorrido por nosotros se ha puesto de manifiesto la verdad de esto: ¡No
estamos solos! La santa Iglesia, la Iglesia de la gente sencilla y de la gente im¬portante, la Iglesia de ayer,
de hoy y de mañana, marcha con nosotros. Además de dar gracias al Señor, es este también un momento
de dar gracias, ante todo, a las personas que nos han precedido y servido de guía, a las que van con
nosotros y a las que ahora nos siguen y se hacen cargo de nuestra misión. De todas ellas hemos recibido
algo, precisamente también de aquellas cuyo nombre no figura en la historia, que no aparecen en los
periódicos; de quienes, siendo creyentes con humildad, en medio del lastre de este tiempo, hemos
recibido nosotros mismos la gracia de la fe, la experiencia de la persistencia de la Iglesia y de la fiabilidad
de su promesa.

Hemos tenido la experiencia de que se puede confiar en la Nave de la Iglesia. Pues la Iglesia no es de ayer
ni de hoy, no está en el concilio de Trento ni en el Vaticano I ni en el II, sino que, fundada por Cristo, todas
estas son etapas de su renovación, en las que siempre lo encuentra de nuevo a él y se encuentra a sí
misma, pudiendo así seguir adelante. Esta es la alegre certeza que nosotros tenemos y en la que
proseguimos nuestro caminar.

Finalmente hemos podido celebrar con el Obispo nuestra primera santa misa, hemos podido decir por
primera vez en el yo de Jesucristo: Esto es mi Cuerpo. Después de haber diri¬gido nuestra mirada al Señor,
queda aún un instante de gran recuerdo, la primera vez que nos volvimos a la comunidad de los fieles, la
primera vez que pudimos extender nuestra mano y bendecirlos. Bendecir, esto es, transmitir la fuerza de
una bon¬dad que es más fuerte que lo que yo quisiera y pudiera regalar. Fue la promesa hecha a Abrahán,
en el sentido de que él sería una bendición. Sabíamos que nosotros estábamos incluidos en la promesa
hecha a Abrahán y que con Cristo podríamos bendecir.

San Lucas cuenta al final de su Evangelio que el Señor, antes de ascender al cielo, bendijo a los discípulos,
bendijo al mundo (Le 24,51)- El desaparece bendiciendo con sus manos. Y bendiciendo permanece. El
evangelista quiere decirnos: pre¬cisamente por el hecho de extender sus manos y bendecir, no se marchó,
sino que se quedó, el mundo quedó siempre bajo la protección de sus manos que bendicen, que lo
protegen y al mismo tiempo siempre lo conducen de nuevo hacia arriba. Se nos dijo que nosotros
representamos las manos que bendicen del que subió y está presente, que en cierto modo son las su¬yas,
que podemos darle nuestras manos para bendecir.

Con esto se explica al mismo tiempo lo que hemos oído hoy en la lectura de la carta a los Efesios: Sólo
puede bende¬cir quien ha sido bendecido. Nunca se puede bendecir uno a sí mismo. La bendición es algo
que sólo se puede recibir o impartir a otros. Sólo en la medida que se la damos a otros, somos nosotros
mismos bendecidos. En este círculo de ben¬decidos, entre el que bendice y los que reciben la bendición,
marchamos llenos de confianza, sabiendo que el mundo ne¬cesita siempre que el Señor, que mantiene
sus manos bendi¬ciendo al mundo, también cuide siempre de que su bendición permanezca y continúe
siendo visible.

Era costumbre en nuestro obispado que al final de la orde¬nación los nuevos sacerdotes formaran en
procesión portando una vela encendida, que cada uno entregaba al obispo. Cuan¬do íbamos en procesión
con la vela encendida en la mano fue para mí como una imagen de nuestra vida. Se nos había en¬tregado

144
una luz. Teníamos que llevar esta luz y mantenerla en¬cendida en medio de los vientos y tempestades de
este tiempo. De esta luz, de su claridad y calor, de la luz de Dios, debíamos llevar un destello a los hombres
que andan afanados en medio de todo tipo de oscuridad. Sabíamos que transmitiéndola es como la luz
permanecería y aumentaría. En cierto modo la vela parecía ser una imagen de nosotros mismos:
debíamos, por así decir, poner a disposición la materia de nuestra propia vida para que la luz del Evangelio
arda, alumbre y caliente.

Ahora hemos avanzado a través del tiempo, durante 40 años, con la luz del Evangelio, con la luz de la
palabra y los sacramentos. A veces amenazaba con caerse de la mano, otras con apagarse en medio de la
confusión de los tiempos. Pero siempre había una mano amiga que nos protegía. Por eso esta¬mos
agradecidos y no nos quedamos estancados en el pasado, sino que miramos plenamente confiados al
porvenir:

Te damos las gracias, Señor,

porque nos has dado la luz,

porque siempre nos has brindado a alguien

que nos ayudó a llevarla.

Te pedimos

que siempre nos brindes manos que la acepten y la transmitan. Te pedimos

que nos permitas llegar con la lámpara encendida y que nos acojas en la fiesta de tu eterno amor.

145
EL CENTRO ÍNTIMO DE LA VIDA SACERDOTAL
25 años de sacerdote del P. Martin Bialas, Swarzenfeld 1993

Evangelio: Mt 16,13-20

¡Querido Padre Martin, queridos hermanos en el sacerdocio, queridas hermanas y hermanos!

Hace 25 años, en el revuelto año 1968, el P. Martin, antes de su ordenación, al ser llamado por su nombre,
respondió: Adsum!, estoy aquí, estoy dispuesto. Y esa respuesta fue algo más que una especie de
confirmación de su presencia. Fue el gesto de la vida que se pone a disposición en el camino del Señor.
Con esta palabra ingresó en la gran fila de quienes se han puesto al servicio del Señor. Esta palabra la
leemos por primera vez en Abrahán en el momento en que Dios lo llama para el misterioso sacrificio en
el monte Moria. «Aquí estoy», dice (Gén 22,1). Y luego nos la encontramos de nuevo en Samuel, al que el
Señor llama por la noche. Y el joven, que todavía no sabe lo que eso significa, responde, no obstante, con
las palabras que el sacerdote Elí le había dicho: «Señor, aquí estoy, estoy dispuesto» (1 Sam 3,1-21).Y
todavía me gus¬taría mencionar una gran escena. Isaías había contemplado la magnificencia de Dios en
el Templo y cuando aún estaba ate¬rrado ante el poder de aquel que llena el cielo y la tierra con su
magnificencia, oye decir a Dios casi como en forma de ruego: «¿Quién irá por nosotros? ¿A quién
enviaré?». Y entonces sale de él: «¡Señor, aquí estoy, envíame!» (Is 6,8).

La ordenación sacerdotal comienza cuando uno hace suya esta frase: «¡Señor, aquí estoy, envíame!». Y
siempre es esta pa¬labra del rito sacro el origen interno del ministerio sacerdotal, el centro íntimo de la
vida sacerdotal siempre significa estar a disposición de él, convirtiendo en vida, un día tras otro, esta
palabra del comienzo.

Mas, ¿para qué llama, el Señor propiamente? Intentemos encontrar respuesta profundizando en el
Evangelio de hoy. En primer lugar, como acabamos de oír, habla del origen de la Iglesia. La Iglesia comienza
cuando Jesús es reconocido y confesado, con el reconocimiento [Er-kenntnis] y la confesión [Be-kenntnis]
de Jesús. En el instante, y precisamente en ese instante, en que penetra en el corazón, en el entendimiento
y en la voluntad de unos hombres, hay Iglesia, pues ésta consiste en que Jesús esté con nosotros y
nosotros con él. Por eso el punto de partida es que Cristo sea confesado y reconocido. A esto le sigue la
respuesta de Jesús. Ahora es cuando puede en¬tregarle a Pedro el poder de las llaves sobre esta casa viva,
que queda así captada en su nacimiento.

Pero no es sólo el nacimiento de la Iglesia lo que se nos describe de ese modo. En el ministerio de Pedro
y de los otros once apóstoles tiene su comienzo también el sacerdocio en general. Se trata del origen del
ministerio sacerdotal. También el sacerdocio tiene su comienzo decisivo cuando reconocemos y
confesamos a Cristo. Hacerse sacerdote significa, en primer lugar, entrar en relación con Jesús, conocerlo,
no de segunda mano, sino de primera mano, por la propia convivencia con él. Conocerlo bien significa
siempre también amarlo, llegar a ser su amigo. En definitiva, el ministerio sacerdotal consiste en vivir en
esa amistad y en llevar a otros a la amistad con él, en llevarlos a la comunidad de amigos de Jesús que
denomi¬namos Iglesia, y, de ese modo, a la amistad verdaderamente firme, que llega hasta la eternidad.

Luego está también esto otro que Jesús dice a Simón: No has podido decir esto por ti mismo, sino porque
Dios te ha abierto los ojos y el corazón. Esto significa que uno no puede hacerse sacerdote simplemente
por sí mismo. No se trata de un peldaño en la escala de una carrera que uno se construye. Sacerdote sólo
se es hecho, es algo que sólo puede conjugarse en voz pasiva, se trata de algo que se recibe, se trata de

146
dejarse- llamar, de dejarse-regalar. No es algo que uno pueda escoger por sí mismo como si se tratase de
un trabajo por el que me¬rece la pena esforzarse, sino que se trata únicamente de dejarse llamar, aceptar
y marchar con él.

Reconocer a Cristo es algo que sólo sucede cuando tiene lugar ese reconocimiento del que hemos oído
hablar, cuando él es reconocido como el «Hijo del Dios vivo»; no como un hombre ideal cualquiera, no
como una gran personalidad, no como un ideal moral al que pretendemos emular, sino como presencia
de Dios con nosotros, como Dios humanado. Por eso, seguir a Cristo —ya sea como cristiano en el mundo,
ya sea como sacerdote— significa siempre algo más que imitar un ideal humano. Significa que lo seguimos
en todo su cami¬no, es decir, es seguirlo en su divinidad, en su estar a la dere¬cha del Padre, esto es,
seguirlo en la cruz y en la resurrección. Claro que esto no lo podemos por nosotros mismos. Este gran
camino que él nos abre, que va más allá de todas nuestras po¬sibilidades y que es la verdadera plenitud
del ser humano, sólo lo podemos recorrer si él mismo nos dota de las alas de la fe, que llevan más lejos
que nuestros propios pasos; cuando nos proporciona el vehículo de los sacramentos, en el que nos admite,
guiándonos y llevándonos hasta la comunidad con el Dios vivo, a la que no podemos llegar con nuestras
propias fuerzas. Reconocer al Hijo de Dios vivo, a Cristo en toda su integridad y, de ese modo, también
toda la grandeza de nues¬tra vocación humana, esto es, en primer lugar, reconocimiento y esta es la tarea
de la confesión.

San Pablo de la Cruz, el fundador de la Orden de nuestro querido P. Martin, ha destacado a este respecto
un especial punto de vista, que también oiríamos en Mateo, si pudiéra¬mos continuar la lectura del
Evangelio, y que, posteriormen¬te, Pablo ha planteado al mundo cuando dijo: Nosotros no nos
anunciamos a nosotros mismos, «anunciamos a Cristo el Crucificado» (1 Cor 1,23). Esto parece una
contradicción: la gloria de Dios y el crucificado. Pero ambas cosas se hallan en consonancia y nosotros sólo
hemos conocido la gloria de Dios cuando hemos conocido a Cristo crucificado. El verdadero Dios no reina
como los demás soberanos de este mundo, con golpes y destrucción, él no reina con bombas y violencia
o mediante el poder de la técnica, él reina de un modo comple¬tamente diferente. El reina acercándose
a nosotros, amándo¬nos y padeciendo por nosotros. Esta debilidad es la verdadera fuerza de Dios, la
fuerza mediante la cual renueva siempre el mundo, el único poder que sobrevive a la caída de todos los
poderes de este mundo y abre nuevas puertas a la vida.

Para nuestra sensibilidad actual esto resulta sumamente contradictorio. El sufrimiento es algo que hay
que borrar y desterrar, es algo que no debe existir. Nosotros queremos pla¬cer, éxito, queremos agotar
la plenitud de la vida. Mas precisa¬mente por esta incapacidad de renuncia resulta que ya no nos podemos
soportar unos a otros, que ya no podemos vivir jun¬tos, que perdemos la alegría que perseguimos. El
santo papa Pío X, como sencillo párroco rural, compuso para su catcque¬sis un catecismo en el que
escribió la siguiente pregunta: ¿Para qué ha venido Cristo al mundo? La sorprendente respuesta, en la
que se reflejaba todo el peso de la existencia en la po¬bre Venecia de entonces, rezaba así: «Vino para
ayudarnos a sufrir». Precisamente al padecer con nosotros y al enseñarnos a encontrar sentido en el
sufrimiento, haciéndonos así mejo¬res, purificándonos, precisamente así nos abre la puerta de la
humanidad y de la alegría, precisamente así se muestra como el Hijo de Dios vivo. Sólo si tenemos esto
en cuenta, apren-deremos a vivir, aprenderemos a amar, porque sólo entonces estaremos también en
armonía con Dios. De ese modo pienso yo que en este aniversario de la ordenación sacerdotal del P.
Martin tenemos presente la if gura de san Pablo de la Cruz sobre la que él ha escrito tanto; y sólo así
captamos en su in¬tegridad la confesión que constituye el objeto del ministerio y la vida sacerdotal.

147
A la confesión de Simón responde el Señor con la entrega del poder de las llaves. En la primera lectura
hemos visto qué significa eso en sentido amplio, se le encarga la administra¬ción de la Casa de Dios. Y así
podríamos considerar también el ministerio sacerdotal: ser administrador en la Casa de la Comunidad de
Dios. El Señor ha descrito esta función en di¬versas parábolas. Lo esencial en esto es que el sacerdote no
administra para sí. No crea una asociación de adoradores, sino que es albacea, administrador, que vela
por que los bienes de Dios estén a nuestra disposición, que nos pertenezcan a todos, que nos lleven a
convivir en armonía. Es administrador fiel. La fidelidad es lo primero. La fidelidad que no reclama para sí
lo ajeno, en la que uno no se pone en el centro, sino que, como auténtico administrador, vela por que se
conserve el bien del Señor.

Para esto se requiere esa vigilancia que está pendiente de que el bien no se malgaste, no se estropee, no
se descuide, no se vuelva insignificante. Para esto se requiere esa justicia y bon¬dad que mantienen unida
la Casa de Dios y que dan a cada uno lo suyo en el momento oportuno. Se requiere también inteligencia
que sepa velar de forma correcta por este bien de Dios. De la fidelidad forma parte también el ánimo
creativo. Tenemos la parábola de los talentos (Mt 25,14-30). El que mejor administra no es el siervo que
entierra este bien, para que nada le pase, sino aquel que lo pone en el «negocio» del mundo para que
crezca y se multiplique. Así, pues, ser admi¬nistrador de la Casa de Dios, ser albacea de Dios, significa
siempre esto, insertar en el ciclo vital del tiempo los bienes de Dios, la palabra viva de la fe, la gracia de la
vida con Cristo, los sacramentos, con el fin de que aumenten los bienes de Dios, de que se propague el
misterio de la palabra, de que cada vez tengamos más conciencia de ella, de que penetre cada vez más la
vida de este mundo. Ser administrador de Dios significa esforzarse por que aumente el tesoro de Dios en
este mundo, por que esté presente y vivo en él, por que la sal penetre el mundo, por que la levadura haga
fermentar a toda la masa de la humanidad.

El ministerio sacerdotal no significa, pues —lo digo una vez más—, conseguir una posición para uno
mismo. Desgra¬ciadamente muchos ven hoy el sacerdocio como una posibi¬lidad de «tomar parte en la
conversación», de «tener también algo que decir» sobre la Iglesia. Pero no se trata de eso. Si miramos a
las grandes figuras del sacerdocio, empezando por el apóstol Pablo hasta llegar, a través de los tiempos,
a Carlos Borromeo, al cura de Ars y a san Pablo de la Cruz, vemos que siempre se trata de algo muy distinto,
es decir, de lo que Cristo ha hecho, el mismo que nos dijo: «Los últimos serán los primeros» (Mt 20,16),
el mismo que, siendo el verdadera-mente primero, siendo el Dios vivo, se hizo el último entre los hombres
para así llegar a todos. Ser sacerdote significa siempre revestirse del gesto de Jesucristo, estar para todos,
con todos, querer ser último, para que la luz del Dios vivo irradie por doquier. Y esto ha sido objeto de
una gran promesa.

El Señor dijo una vez: «Quien por mí haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, hijos o
tierras» (Me 10,28), ese recibirá el ciento por uno en la tierra, aunque con tribulaciones, y, además, la
vida eterna. Y esto siempre se pone de manifiesto en el ministerio sacerdotal, y creo que también lo vemos
en esta comunidad viva, en el sentido de que, me¬diante esta existencia entregada a Jesucristo, crece una
familia en la que advertimos cómo todo esto produce su fruto, cómo nos renueva y cómo nos une a unos
con otros, cómo, de ese modo, el Señor nos obsequia con sus dones, no sólo en el más allá, sino también
en medio de este mundo con un nuevo amor, con una nueva amistad, con una nueva perspectiva.

Y finalmente, como conclusión, volvamos una vez más al Evangelio de hoy: A Pedro se le confiere el poder
de las llaves. Esto significa dos cosas: Por un lado, el poder disciplinar de excluir o de admitir; y como parte
esencial de ese poder, el poder del perdón, el poder de decir en nombre del Señor: yo te perdono, quedas

148
libre de tus pecados, tú estás renovado. Y esto significa poder doctrinal, el poder de establecer qué
pertenece a la fe y qué va contra ella. El poder de las llaves se entregó primeramente a Pedro, pero, cada
uno a su modo, también lo tienen los demás, los obispos, los sacerdotes, toda la Iglesia, pues todos somos
responsables de la fe, de la presencia de la verdad. Podríamos así compendiar también este poder de las
llaves como ministerio de la verdad, como ministerio del amor y como ministerio de la unidad. A todos se
nos ha encomen¬dado el servicio de la verdad, el servicio de esforzarnos por que la fe se mantenga viva
y sin falseamientos; y a todos nosotros se nos ha encomendado el amor, a todos nosotros se nos ha
encomendado perdonar siempre para que a nosotros también se nos perdone.

A todos nosotros se nos ha encomendado la unidad, amar la unidad y vivirla. Al sacerdote se le ha


encomendado esto de una manera especial. El tiene que ejercer siempre el mi¬nisterio de la verdad, tiene
que practicar el sufrimiento por la verdad, es necesario que tenga el valor de rechazar los juegos de
prestidigitación con la misma, que vele por que el patrimo¬nio del Señor permanezca puro. El es, como
dice el Evange¬lio en otro pasaje, guardián de la puerta, que tiene que saber cuándo cerrarla y cuándo
abrirla; que tiene que cuidar de la Casa de Dios en toda su extensión, pero también tiene que impedir que,
so capa de sabe Dios qué trucos, se introduzcan falsificaciones en ella, con las que haya personas que se
sirvan solamente a sí mismas.

En este tiempo, en que con la publicidad y todo tipo de recursos posibles son manipuladas tantas cosas
en nuestras al¬mas, es más importante ejercer el humilde ministerio de la verdad, en el que lo esencial,
la palabra de Dios, permanece vivo entre nosotros. A esto hay que añadir el ministerio de la reconciliación.
El mismo sacerdote tiene que empezar por ahí. Esto significa que él se experimente siempre también
culpable y pecador. Que él tenga la humildad de ver que también ha hecho cosas malas ante los hombres
y ante Dios; la humildad de confesar y de enmendarse con el perdón. En la medida en que lo haga consigo
mismo, podrá enseñar a los demás. Esta capacidad de reconocer la culpa y, con ella, la capacidad de
aceptar la gracia del perdón, es una de las condiciones funda¬mentales del amor, una de las condiciones
fundamentales de la convivencia humana y, por tanto, condición fundamental para la unidad de la Iglesia.

Y finalmente, el poder de las llaves del que hablamos, se ha dado a Pedro, dijimos, a los obispos, a los
sacerdotes, a todos los fieles, a cada uno a su modo, pero siempre, como servicio a la unidad. Nunca
trabaja el sacerdote solamente para sí o solamente para su comunidad; el servicio redunda siempre en
beneficio del todo. Siempre es mandato de Jesucristo acabar con las fronteras en el mundo y conducirnos
a la unidad, a la comunidad de unos con otros. Este es siempre un servicio católico, en el verdadero sentido
del término, es decir, uno que conduce hacia la comunidad universal de la Iglesia de todos los lugares y
todos los tiempos, y, en este gran sentido, un servicio de reconciliación. Por eso corresponde al sacerdocio
el estar unido con los otros sacerdotes, con los obispos, con el sucesor de san Pedro, a fin de incrementar
la unidad. Y al final está la unidad con el mismo Dios uno. Al Dios uno sólo pode¬mos llegar si nosotros
mismos somos y llegamos a ser unidad. Esforzarse por la unidad de la Iglesia forma parte de nuestra
confesión de Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, desde nuestro fuero interno.

«Te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia», así rezan los sacerdotes en la
segunda plegaria eucarística, que se remonta hasta principios del siglo tercero. Te damos gracias por estar
en tu presencia. Es nuestra vieja acción de gracias y es la acción de gracias por el sacerdocio que Jesucristo
regaló a su Iglesia. Pues qué puede haber más hermoso que estar ante el Dios vivo, servirlo y, de ese
modo, servir al mundo. En esta palabra de acción de gracias se expre¬sa también, de forma misteriosa y
humilde, la más profunda esencia del sacerdocio: Gracias por poder celebrar la Eucaristía, por poder decir

149
con el propio yo de Cristo: «Esto es mi Cuer¬po, esta es mi Sangre». Gracias porque, mediante el ministerio
sacerdotal, él se hace presente entre nosotros, se nos reparte y siempre nos levanta de nuevo. En esta
hora damos gracias al Dios vivo por los 25 años de sacerdocio que le ha regalado al padre Martin, porque
él, en un tiempo no siempre fácil, pudo estar al servicio del Señor, con corazón alegre y también con
generosidad hacia todo el mundo. Le damos las gracias a usted mismo, querido padre Martin, por todo lo
que en estos 25 años nos ha regalado, y nosotros le pedimos al Dios vivo que se digne concederle también
continuar su camino sacerdotal con corazón alegre y ánimo de servicio.

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PREPARAR A LOS HOMBRES PARA RECIBIR A JESÚS
En el 80.° cumpleaños y bodas de oro sacerdotales del P. Ignatius Glasmacher, María Eck 1994

Lectura: Is 58,9b-l4

Evangelio: Le 5,27-32

¡Querido P. Ignatius,

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,

Queridas hermanas y hermanos en el Señor!

En este sábado posterior al Miércoles de Ceniza nos pre¬senta la Iglesia, en el Evangelio, la historia de una
vocación que se desarrolla en tres actos, como en un drama: los antece¬dentes, el suceso propiamente
dicho del encuentro con Jesús y, finalmente, el seguimiento de la vocación.

Los antecedentes: Este hombre se llama Leví, lo cual signi¬fica que desciende de un linaje sacerdotal de
la Antigua Alian¬za y que, por su origen, de acuerdo con las leyes del Antiguo Testamento, está destinado
al sacerdocio. Su vida, desde luego, lo ha llevado muy lejos de eso, pues, según la costumbre orien¬tal,
los publícanos recaudaban el dinero no sólo para el estado, sino, ante todo, para sí mismos; a menudo de
forma despótica y casi siempre sin escrúpulos. Pero un cierto desasosiego inte¬rior tenía que quedar en
este hombre, una cierra conciencia de que él no estaba viviendo su propia vida ni su propio destino. Y
entonces se presenta Jesús ante él y le dice: ¡Sigúeme!

Es el momento en el que se encuentra volviendo hacía sí mismo y, al mismo tiempo, saliendo de sí mismo.
El Señor lo

llama al auténtico, al verdadero ministerio sacerdotal, al ser¬vicio de los Doce, que están destinados a
salir fuera y reunir gentes de todos los rincones de la tierra, pecadores, para la comunidad del nuevo
pueblo de Dios.

A continuación sigue el acto tercero: el seguimiento de la vocación. Leví da una recepción a Jesús e invita
a sus amigos a la misma. Son todos hombres a los que públicamente se los designa como pecadores,
hombres en los que, como él mismo sabe, hay una exigencia de mayor grandeza y pureza, pero cuya vida
pasa de largo ante lo auténtico. El los llama para que les suceda lo mismo que a él, la misma renova¬ción
transformadora hacia la verdadera vida con la que él se ha encontrado. El hace lo que representa el
contenido de todo ministerio sacerdotal, da una recepción a Jesús. Esto es lo propio, llevar a los hombres
a la recepción con Jesús, de modo que él encuentre respuesta y el mundo se convierta en su morada
viviente.

Nosotros celebramos hoy también la historia de una vo¬cación —cincuenta años de ministerio
sacerdotal—. Es ver¬dad que usted, querido padre Ignatius, no estaba sentado en la alcabala como Leví
cuando recibió la llamada. Usted pro¬cede, como me ha contado a mí, de la bendita pobreza de una
familia creyente con muchos hijos, en la que la alegría de Cristo ha sido algo natural. Sin embargo, el
sacerdocio no es simplemente producto de disposición y educación. Nadie puede simplemente arrogarse
o decidir esto; el Señor tiene que llamar. Y la llamada tiene que aceptarse, además, una y otra vez, a lo
largo de una vida. El camino del sacerdocio requiere siempre también que levantemos la barrera, que
retiremos la valla que hemos erigido en nuestra vida, con la que nos hemos consolidado en nuestros

151
planes y en nuestras ideas. La llamada tiene que oírse y ser aceptada una y otra vez: ¡Sigúeme! ¡Rom¬pe!
¡Sal de la barricada! ¡Ponte en camino para que la historia universal sea una recepción de Jesús!

Esta vida podría perfilarse muy bien en función de las gran¬des etapas en que se lia desarrollado: Colonia,
el Palatinado, Roma, ahora Adelholzen y María Eck. Pero a mí me ha pare-cido mejor otra cosa. Cada uno
llega a ser él mismo —propia¬mente y casi siempre— en el encuentro con los demás. Lo que somos y
llegamos a ser depende en gran medida de con quién nos encontramos y de cómo somos capaces de
acogerlo. Y así, quizá la forma mejor de describir esta vida sea mediante las grandes figuras, las figuras de
los santos que en cada momento crucial estuvieron presentes en su vida y le mostraron el cami¬no:
Francisco de Asís, Pedro, el pescador de Betsaida, que llegó a ser el príncipe de los apóstoles, María, la
madre del Señor.

En Francisco de Asís —acabamos de oírlo— y en su co¬munidad encontró usted el camino del sacerdocio.
Lleva us¬ted su hábito, tiene su fe alegre y natural. Con él tiene us¬ted también en común la alegre
sencillez con la que es capaz de mendigar —y la generosidad con la que a continuación puede regalar—.
Pues usted no pide para sí mismo, pide para proporcionar alegría a otros. Y ambas cosas forman parte del
hombre: la humildad de pedir y la magnanimidad con que es capaz de regalar. Cuando falta la una o la
otra nos endurece¬mos. Cuando no somos capaces de la primera, nos sobreviene el orgullo. Y cuando
dejamos de regalar, nos volvemos capri¬chosos y cerrados y, por tanto, banales.

Mas volvamos de nuevo a san Francisco. A mí se me ocurre que no se puede entender su figura sin tener
en cuenta, sobre todo, su «hora de Leví», su experiencia vocacional. El tenía algo en común con el Leví de
este Evangelio. El era hijo de un rico comerciante que tiraba el dinero a manos llenas disfru¬tando así de
la vida, y disfrutaba siendo cabecilla de aquellos que se comportaban como él. Tras su prisión en Perugia
se dio cuenta de que esa vida aparentemente llena de aventuras y de plenitud había carecido de valor.
Estaba aburrido de esa rica vida de holganza y de juego, buscaba ahora lo verdaderamente grande; pero
no sabía aún en qué consistía, cómo debía en¬contrarlo. Entonces, en la capilla medio en ruinas de san
Da- miano, le habla el Señor desde la cruz: «Francisco, reconstruye mi casa, que amenaza con caerse». Y
fue entonces cuando se despertó de sus sueños. El, el muchacho mimado, tiene que ponerse manos a la
obra realizando el trabajo duro y, a menu¬do, también sucio que es acarrear piedras, hacer la argamasa,
reunir amigos que colaboren en el duro trabajo físico. Llega a ser primeramente, en su sentido literal, lo
que hemos oído en la lectura del profeta: albañil que repara las grietas. Y así des¬cubre una construcción
más profunda. Se da cuenta de que no es sólo esa capilla la que está agrietada y de que no sólo quiere
aportar argamasa con las manos, sino que la Iglesia viva de Dios amenaza ruina, que necesita el albañil
que la restaure de nuevo. Aprendiendo a trabajar, aprendió a servir en este sen¬tido más profundo. La
Iglesia nunca está completamente ter¬minada. Y siempre ocurre como si estuviese a punto de caerse. Las
paredes están agrietadas y el Señor necesita hombres, alba- ñiles que reparen las grietas, que restauren
de nuevo su casa. Francisco lo hizo dedicando toda su vida a eso; anunciando la palabra no sólo con su
boca, sino viviéndola plenamente; convirtiéndose en amante, mendigo y donante. Y entonces se cumple
lo que también acabamos de oír en la lectura: Cuando sucede esto, también surge la luz en la oscuridad
de la noche, mana agua viva en el desierto.

Usted, querido padre Ignatius, también ha hecho de alba¬ñil; en Colonia levantó edificios, también
aprendió, con ese duro esfuerzo exterior que aparentemente se halla tan distante del ministerio
propiamente dicho de la cura de almas, a obe¬decer simplemente la voluntad de Dios; aprendió a
construir la Iglesia desde dentro, con todo lo que eso exige. Así es como ha preparado, desde hace

152
cincuenta años, la recepción de Cris¬to, llamando a gente de una vida a menudo extraviada, para que se
conviertan en invitados y receptores, para que, como receptores, den y hagan que brille la luz en un
mundo oscuro.

Y luego está, con la marcha a Roma, la figura de san Pedro, que lia dejado una impronta en su vida. Su
imagen simbólica han sido las llaves, a partir de las palabras de Jesús: «A ti te daré las llaves del Reino de
los cielos». ¿Qué son propiamente las llaves del Reino de los cielos? Desde luego, no concuerda con la
imagen que se ha inculcado, la de un anciano con barba que allá, detrás de las nubes, junto a la puerta,
desconfiado y de malhumor, pasa revista mirando si debe cerrar la puerta o no. Las llaves del Reino de los
cielos son algo muy actual. Son simplemente las llaves de la felicidad —pues esto es el Reino de los cielos—
, las llaves para una vida adecuada.

Pero ¿dónde están? ¿En qué consisten? ¿Qué es lo que abren? En las palabras de Jesucristo se hace
referencia con estas llaves al poder del perdón. De hecho, el núcleo de toda miseria en el mundo reside
en la culpa no purificada, en la oscuridad del corazón humano y en el enmudecimiento de la conciencia.
Hoy tenemos conocimiento de la inmensa mise¬ria que hay en el mundo, ya sea que dirijamos nuestra
mirada a Bosnia, a Somalia, a Angola o también a los escenarios de la droga, a toda la problemática de
nuestro país y del mundo occidental. Podemos enumerar toda una lista de males que devastan el mundo.
Pero nada de esto puede depurarse si no llegamos hasta la raíz de donde proviene, a saber, el
alejamien¬to de Dios por parte del hombre, del que se deriva su desme¬sura, por la que el hombre sólo
piensa en sí mismo y en lo que quiere poseer, volviéndose entonces violento, malo y carente de todo
orden. Sólo cuando se supera la culpa internamente, puede haber curación.

Hoy, en este mundo nuestro, la palabra «pecado» se ha vuelto extraña. Hace cincuenta años que un
escritor francés dijo que ya sólo pertenecía a la opereta. De ahí que la palabra «redención» tampoco
signifique nada. Pero «irredención» sí es algo que conocemos todos. El descontento o, como se dice hoy,
la frustración de la vida en este mundo. La llave para salir de esto, para renovarse, sólo puede ser la
superación del peca¬do, la gracia del perdón.

Usted, querido padre Ignatius, ha dedicado sus mejores años o, por decirlo con propiedad, todos los años
de su vida sacerdotal, a la misión del perdón de los pecados. Usted ha conducido a la recepción de Cristo
a personas que sabían que algo no iba bien en sus vidas y ha podido decirles: «¡Has sido perdonado. Ahora
sigúeme!». De este modo, les ha abierto la puerta a una nueva vida, ha reparado las grietas de las paredes,
ha podido levantar la casa que estaba en ruinas, haciendo así que entrara la luz.

Y, finalmente, está María, la Madre de Dios, que aquí, en este pequeño santuario, hogareño y familiar,
nos resulta tan cercana. Adelholzen (madera noble), Mario. Eck (el rin¬cón de María) —madera y rincón—
. Se podría pensar que usted, después de su actividad en las grandes metrópolis que ha dejado atrás, al
final ha sido, en cierto modo, «arrincona¬do ». Pero quien va a María nunca se encuentra en el sendero
errado, y el rincón en que la encontramos es siempre el lugar adecuado, en el que nos encontramos en
casa. En el misterio de la Encarnación, que es la mina de nuestra redención y de nuestra fe, encuentro yo
como algo especialmente hermoso lo siguiente: Dios quería desde ese instante tener una madre. Y ahora
ella es nuestra madre y de ahí ha resultado el pueblo de Dios, la familia de Dios, en la que nos encontramos
como en casa. Y podemos acudir siempre a la Madre llenos de sencilla confianza.

Pero volvamos a Francisco de Asís. Su camino, su cami¬no espiritual, comenzó en san Damiano, pero el
hogar de su corazón fue para él la Porciúncula —la «porcioncita»—, el «rincón» junto a la Madre de Dios,

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Maria Eck. Allí comenzó la orden, allí entregó su vida al Creador. Así ha llegado usted a un lugar
verdaderamente franciscano. María está siempre ahí para nosotros. En su compañía nos sentimos
protegidos. Quien está con María puede seguir mirando adelante en los últimos días de la vida. No
necesita volver la vista atrás con nostalgia porque el panorama que tiene por delante le pudiera resultar
limitado. ¡No! Ella, que pasó incólume por la muerte, nos muestra la vida en toda su integridad, que es
continua¬mente y cada vez más futuro. Estemos aquí o allí, dice Pablo, es decir, a un lado u otro de la
muerte, eso no es lo decisivo, sino que estemos con Jesús. Entonces estamos vivos. Esa vida es siempre
futuro, porque es siempre más rica, más grande y más profunda.

Al final de la Salve rezamos a María: Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos. Y después de este
destierro muéstra¬nos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. No nos gusta oír la palabra «destierro», porque
encontramos hermoso el mun¬do, y lo es. Pero también sabemos todos, cuando pensamos en todas las
sombras que hay en él, que no nos encontramos completamente en casa, que permanecemos fuera, y
que aque¬llo es plenamente hermoso, y que nuestra patria se encuentra plenamente en un lugar, cuando
la mirada está puesta en la ciudad definitiva, cuando Cristo está con nosotros. Ahí está la patria, ahí
estamos en casa, entonces se cumple el dicho: «Aquí no tenemos ciudad permanente, buscamos la ciudad
futura» (Heb 13,14). Así, pues, pidamos por usted y por todos no¬sotros a María que vuelva a nosotros
sus ojos misericordiosos y nos muestre a Jesús. Le damos las gracias, padre Ignatius, por haber mostrado
a Jesús a tantos hombres durante su vida y porque siempre continúa haciéndolo. Y con tanto mayor
motivo rezamos por usted en este día para que pueda verlo a él siempre y para siempre y, de ese modo,
pueda vivir verda¬deramente.

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ENSEÑAR Y APRENDER EL AMOR DEL SEÑOR
En el 40.° aniversario de sacerdote de Mons. Párroco Franz Niegel, Unterwossen 1994

Evangelio: Me 12,28b-34 ¡Querido Franz!

¡Queridas hermanas y hermanos de la Comunidad parroquial de Unterwossen!

Pensando en este domingo en Unterwossen, con motivo de nuestra acción de gracias por los 40 años de
sacerdote de nuestro Monseñor, me vino a la memoria una vieja historia de mis tiempos del servicio
militar. Estábamos con el uniforme recién puesto y el teniente nos preguntó a cada uno de no¬sotros qué
profesión pensábamos seguir. Yo le respondí que quería ser sacerdote católico, a lo que él, como
convencido representante del régimen, me gritó: «¡Entonces tendrá que buscarse otra cosa! En el futuro
no harán falta sacerdotes». Sólo unos meses más tarde aquel Reich quedó reducido a es¬combros y
ceniza, dejando una estela de sangre y lágrimas, que todavía hoy nos persigue. En el vacío que entonces
se originó experimentamos por primera vez, y lo sentimos aún, que necesitamos a los sacerdotes. Entre
tanto, también han desaparecido los regímenes del Este, que habían dicho que, en cuanto hubiesen
gobernado durante una generación, la re¬ligión desaparecería por sí misma como algo superfluo.
Tam¬bién ellos han desaparecido y en las destrucciones internas y externas, que han dejado tras de sí, ha
brotado de nuevo una sed de Dios y de hombres que puedan proclamar a Dios. ¿Para qué necesitamos
sacerdotes? Los necesitamos simple¬mente porque necesitamos a Dios. Y con esto hemos llegado al tema
del Evangelio de hoy. Un escriba pregunta al Señor: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?».
Nosotros no le preguntaríamos de ese modo, pues no nos gustan mucho los mandamientos. Pero lo que
él pensaba se lo preguntamos nosotros también: ¿Qué es lo más importante para llevar una vida recta?
¿Qué es lo que en ningún caso debo dejar de hacer? ¿Qué hace falta para que la vida merezca la pena y,
finalmente, poder ser feliz y estar contento y agradecido? ¿Qué es lo que no puede faltar? La respuesta
del Señor dice así: ¡Lo más im¬portante de todo es Dios! Si El no está en tu vida, lo demás no funciona. Es
como cuando alguien pulsa equivocadamente el primer botón; entonces todo lo demás está equivocado
y hay que empezar desde el principio. Cuando la relación funda¬mental, como es la relación con Dios,
marcha mal, entonces tampoco pueden ir bien todas las demás relaciones en las que consiste y sobre las
que se construye nuestra vida. Pues enton¬ces nuestra vida carece de un origen que la dote de sentido;
en ese caso no procede de un pensamiento ni de un corazón, sino que es una casualidad de la evolución,
que se ha permitido este juego y quizás ha jugado en falso. Entonces todo esto carece de fundamento,
está vacío y no tiene, por ende, una meta.

Donde Dios ya no está presente, todo lo demás se vuel¬ve sombrío y vano. No se advierte al momento.
Una genera¬ción, quizá dos, aguanten con el destello de su presencia; pero, cuando definitivamente
desaparece esa luminosidad, sólo que¬da una gran oscuridad y sólo queda la duda acerca de todo, la
evasión en la ebriedad, el sopor. El sí ya no tiene sentido. Ahora comprendemos lo que dice el Señor. Si
reflexionamos un poco, si nos fijamos un poco en la historia reciente, aun cuando no esté inmediatamente
a nuestro alcance y parezcan apremiarnos otros asuntos, si Dios no está en nuestra vida, si yo no lo he
encontrado y no estoy en paz con él, entonces ninguna otra cosa puede ir bien. Por eso son necesarios
esos hombres que son «hombres de Dios», como los llama la Biblia, que nos hablen de Dios, más aún, que
traigan a Dios a nuestra vida.

Pero si nos fijamos con más precisión en la respuesta del Señor nos encontramos con otra frase
sumamente importante. El no dice simplemente: Lo primero es que conozcas a Dios y sepas de El, aunque
esto se diga al principio de forma muy so¬lemne: «Escucha, Israel, el Señor es uno solo». Primero tienes

155
que saber de El, tener los oídos y los ojos abiertos para El, que entre en el campo visual de tu vida. Pero
luego continúa: Por ello tienes que amarlo con todo tu corazón; y de hecho resulta en cierto modo
conmovedor ver de qué modo, en la lectura de la Antigua Alianza, los israelitas son instruidos como por
un buen maestro: Esto tienes que tenerlo presente siempre, pues se olvida tan fácilmente; antes de irte
a dor¬mir te lo recuerdo una vez más; al levantarte, cuando estés de viaje, piensa en esto, mantén la
presencia de Dios en tu vida, cerca de tu alma, para que realmente penetre en ella y te llegue al fondo.
Pero luego, cuando suceda esto, te darás cuenta también de que tienes que amar a este Dios y de que ese
amor habilita para todos los demás amores, que luego, cuando aprendas a amar a Dios, verás también en
los hom¬bres una imagen de Dios y que los hombres, ya te resulten distantes, molestos o indiferentes,
son tu prójimo porque to¬dos pertenecen a la misma familia de Dios y, por tanto, son todos tus hermanos
y, porque en todos ellos resplandece la imagen de Dios, pueden ser amados.

Y así podríamos decir ahora que el Señor da dos respues¬tas, que se reducen a una, sobre lo más
importante en la vida. Lo más importante es que Dios esté ahí. Pero, a su vez, dice también: Lo más
importante en la vida es el amor. Y si no has encontrado el amor, entonces has vivido en vano. Y ambas
cosas son lo mismo, pues si Dios sale de nuestra vida, enton¬ces tampoco podemos ya propiamente amar.
Entonces el otro resulta peligroso, inquietante, extraño. No podemos soportar ya nuestra propia vida,
porque a menudo nos trata fatalmente. Luego, el amor desaparece también. Conocer a Dios y apren¬der
a amar son la misma cosa, el amor es lo más importante y, si eso es verdad, entonces es Dios lo más
importante.

A este respecto me viene a la mente una frase del nuevo libro del Santo Padre en el que relata sus años
de joven sacer¬dote y describe cómo para él fue una experiencia descubrir el amor entre los jóvenes y
conocer la belleza del mismo. Y cómo supo entonces cuál debía ser su misión: Tu misión como sacer¬dote
es enseñar a los hombres a amar. Amar el amor y enseñar a amarlo. Pues, de hecho, debemos aprender
a amar. El amor no consiste en el primer gran instante de arrebato. El amor consiste precisamente en la
paciencia de aceptarse el uno al otro, de llegar a estar internamente cada vez más cerca el uno del otro.
El amor, como el Evangelio, no es agua almibarada, no es cómodo, sino que es un gran reto y, en ese
sentido, purificación, transformación y curación de nuestra vida, que nos conduce a lo alto.

Enseñar y aprender el amor. Esta es la misión principal de quien habla de Dios. Y eso es lo que más
necesitamos, pues si no llegamos a amar de forma correcta, nos alejamos de Dios y de nosotros mismos,
y la vida se vuelve oscura y estéril.

En este contexto me permito decir unas palabras muy concretas sobre la situación actual. Hace muy poco
ha lle¬gado un escrito de Roma (Ordinatio sacerdotalis, del 22-5- 1994), que a muchos de vosotros os ha
extrañado y moles¬tado porque parece hablar duramente del hombre y parece carente de amor. De
hecho, en la vida de Jesús encontramos siempre ambas cosas. Por un lado, la infinita comprensión para
cada uno en particular y, por otro, el mensaje que nos llama a todos una y otra vez, que nos purifica, que
nos mués- era el elevado camino del ser humano hacia la comunión con Dios. De eso se trata también en
la Iglesia, de que am¬bas cosas estén ahí; que siempre esté entre nosotros la gran llamada del Señor, sin
alteraciones, con toda su exigencia; que nos exija una y otra vez, que nos conduzca y purifique, que nos
defienda a nosotros mismos y a la humanidad de la tendencia a dejarnos caer cada vez más y perdernos.
Que ella anime siempre la grandeza de la fidelidad, de la constancia y de querer marchar con Cristo. Pero
que en esa tarea también se mantenga su bondad totalmente personal.

156
Por ello en la Iglesia deben darse ambas cosas: la palabra, que introduce una y otra vez de nuevo su
llamada en nuestra vida, y que nos llama y exige, quizá también nos lastima; y el sacerdote, que lo hace
personalmente, que le da acceso a la vida de cada uno en particular y que lleva a cabo la reconcilia¬ción
entre lo general y el individuo. El interviene en poner la conciencia en paz con Dios y recorre el camino
con cada uno. No se trata de marginar a los hombres ni de excluir la con¬ciencia, sino de no perder esta
interior convivencia. Se trata de que la llamada del Señor no pierda su grandeza y de que al mismo tiempo,
mediante el ministerio del sacerdote, la bon¬dad personal del Señor aplique esa palabra a nosotros y de
que la introduzca en nuestra vida, purificándonos, sanándonos y ayudándonos con su bondad.

Y aparece un tercer aspecto. Necesitamos sacerdotes por¬que necesitamos a Dios, y porque los
necesitamos cerca, por¬que la gran palabra de su mensaje necesita tener carácter per¬sonal. Es decir,
necesitamos no solamente hombres que hablen de Dios, sino que lo hagan presente. Y esta es una
exigencia para todos, pues ninguno de nosotros puede, por así decir, llegar hasta el cielo y hacer que
descienda Dios. Nadie es tan grande que sea capaz de situar a Dios en nuestra misma vida. Así es como El
vino a nuestro encuentro. Él se hizo hombre y sacerdote nuestro, presente entre nosotros. Cuando
dirigi¬mos nuestra mirada hacia él, hacia Jesucristo, estamos viendo a Dios. En el Señor, que se halla ante
nosotros expuesto en el Evangelio, está el rostro de Dios, el corazón de Dios abierto a nosotros. A él
tenemos que dirigir nuestra mirada, en él está Dios. Y al mirarlo a él, que por nosotros se dejó crucificar,
ve¬mos al mismo tiempo el amor, vemos que Dios y el amor son una misma cosa.

Lo más sublime de la vida del sacerdote es simplemente que él puede ser ministro de Jesucristo, que no
sólo habla de él en el misterio de los sacramentos, sino que puede hacérnoslo presente: «Esto es mi
Cuerpo», «esta es mi Sangre», «yo te ab¬suelvo». No sólo hablamos de él; en el sacramento él se nos da
y está ahí y transforma nuestra vida, nos saca continuamente de nuevo de nosotros mismos, por encima
de nosotros mis¬mos hacia él, en su perdón y en la purificación de su mensaje.

Querido Franz, han pasado ya 40 años desde que tú pue¬des ejercer este ministerio. Somos compañeros
de promoción, nos acordamos de la marcha de los primeros años en que el mundo estaba abierto a los
cuatro vientos y nosotros creía¬mos en cierto modo poder construir en él el Reino de Dios, creíamos poder
transformarlo. Vinieron los años de lucha, de esfuerzo, de los cambios, de los vericuetos de la historia, y
ahora este hermoso tiempo otoñal, con sus colores, con su fruto, con su serena contención interior. Por
todo esto te da¬mos las gracias. Ahora se podría hacer una enumeración de lo mucho que has hecho,
pero lo esencial, creo yo, es esto: que tú con la gracia del sacramento sacerdotal has podido hacer
partícipes de la luz de Dios a los hombres. Y esto es lo más importante en la vida.

Al final lo que cuenta no es lo que tenemos o lo que pode¬mos, sino la luz que hayamos proyectado a
otros y que perma¬nece en ellos. Se me ocurre que esto es algo que tenemos que hacer todos. Lo hermoso
en el sacerdote es que él puede ha¬cer como actividad principal de su profesión lo que todos los demás
propiamente tenemos que intentar: darnos luz unos a otros, hacer perceptible entre nosotros la
proximidad de Dios.

Así, pues, te damos las gracias en este día y damos gracias a Dios por haberte obsequiado con este camino.
Le pedimos que nos guíe a todos nosotros, que siempre, incluso en aque¬llo que nos resulta oscuro,
podamos reconocer su bondad, y que, de ese modo, como hemos dicho hoy en la oración de la Iglesia,
liberados siempre de los obstáculos que se nos ponen en el camino, «vayamos con paso presuroso al
encuentro de la alegría que se nos ha prometido».

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... TOMADOS AL SERVICIO PARA QUE EL ENVÍO DE JESÚS CONTINÚE VIGENTE
Bodas de plata de episcopado del Dr. Hubert Luthe, Essen 1994

1. a Lectura: Is 61,1-2.10-1 1

2. a Lectura: 1 Tes 5,16-24

Evangelio: Jn 1,6-8.19-28

¡Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,

Queridas hermanas y hermanos en el

Señor Querido obispo Luthe!

Hace 25 años fuiste consagrado obispo en la catedral de Colonia en el domingo denominado Gaudete, el
día alegre del Adviento. Entonces nos encontramos con las mismas lecturas que acabamos de oír en esta
ocasión, como ilustración del día y como ilustración de tu misión. Un cuarto de siglo después, con todas
sus experiencias, con todas sus vivencias y su gran¬deza, las oyes tú, las oímos nosotros y nos
preguntamos: ¿Qué nos dicen en este momento de recuerdo, de reflexión, de fer¬vor?

«El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido» (Is 61,1). Estas palabras del profeta
Isaías son las que Jesús presentó en la sinagoga de Nazaret a sus paisanos y a todas las generaciones como
interpretación de su mensaje. Y, como ser consagrado obispo significa ser imbuido del men¬saje de Cristo
para que éste continúe surtiendo efecto y siga estando presente a través de los tiempos, podemos ver en
esta frase una interpretación de la consagración episcopal. «El es¬píritu del Señor está sobre mí, porque
el Señor me ha ungido». En el signo primigenio de la unción, la liturgia representa el don del espíritu. Pero
en este punto comenzamos a pregun¬tarnos: ¿Es esto ciertamente verdad? ¿Está sobre mí? ¿Está ahí?
¿Lo tengo yo? ¿Puedo sin más invocarlo? Y a este respecto no podemos tener en cuenta las consignas de
los círculos críticos existentes en la Iglesia, que son de la opinión de que nadie es tan ajeno al espíritu
como la jerarquía, y que para eso han acu¬ñado el término peyorativo de Iglesia oficial, como si obispos
y sacerdotes viviesen en una Iglesia distinta de la de los demás creyentes. Sólo tenemos que pensar en
nuestras propias expe¬riencias, cuán triste, cuán conflictivo y cuán difícil puede resul¬tar, cuando se
espera de nosotros una palabra de orientación, cuando se nos pide una decisión. Cuánto agradecemos,
en esas circunstancias, poder acudir a los hermanos y hermanas, poder asesorarnos con ellos y juntos
pedir la ayuda del Espíritu.

¿Es, pues, mentira la palabra del Señor, la palabra de la liturgia, o no será que la hemos interpretado mal?
Si volvemos a los textos originales del Antiguo y del Nuevo Testamento po-demos comprobar que la
palabra «está», el Espíritu del Señor «está» sobre mí, no figura en ellos. Sólo figura en la traduc¬ción. Y,
de hecho, el «estar», el mero reposar, no es la forma propia del Espíritu. No es algo que se tiene, como
tengo una moneda o muebles o cuadros. No es algo que se pueda tener, que yo pudiera contemplar como
propiedad mía y que quizá se pueda añadir, como una más, a otras peculiaridades mías. Las imágenes
esenciales del Espíritu en la Escritura son tor¬menta y fuego. El Espíritu no es posesión, que está en
reposo, sino fuerza transformadora. El nos saca de nuestros hábitos de vida, de nuestro estado de
autosatisfacción, nos quema y abra¬sa, nos purifica y renueva. Nosotros no tenemos al Espíritu, es él
quien nos toma a nosotros. Él nos incita y nos lleva al ca¬mino. Recibir el Espíritu significa entregarse a él
para conver¬tirnos en ministros de Cristo, significa ser aferrados de modo que seamos para él, para el

158
otro. Y así figura a continuación, en la frase siguiente: «El me ha enviado» (Is 61,1). Recibir el Espíritu en
el santo sacramento significa ser enviado, estar ahí para que Cristo me envíe adonde él quiera, aun cuando
yo tuviese otros planes.

Pero con esto ha quedado clara otra cosa. El Espíritu es tormenta y fuego. Pero no una tormenta
cualquiera, no es una excitación cualquiera, con el propósito de destruir para hacer cualquier otra cosa,
no es una teoría cualquiera para mejorar el mundo. El Espíritu tiene un nombre: es el Espíritu de
Je¬sucristo. Viene de él y conduce a él. El santo apóstol Pablo, en la primera carta a los Corintios lo ha
dicho con palabras totalmente inequívocas: Nadie puede decir «Jesús es el Se¬ñor», salvo por el Espíritu
Santo (1 Cor 12,3). Y con esto quiere decir lo siguiente. La prueba del Espíritu Santo es la confesión de fe
de la Iglesia respecto de su Señor. El Espíritu no conduce a cualquier parte, conduce a Cristo. Y Cristo nos
conduce unos a otros, para que juntos seamos su Cuerpo, la santa Iglesia. San Lucas ha expuesto esto en
los Hechos de los Apóstoles en la imagen de la Iglesia naciente y a partir de ahí ha dado cuatro reglas en
las que se pone de manifiesto la esencia del permanente acontecimiento de Pentecostés, del Espíritu que
siempre viene de nuevo, transforma y edifica.

El describe la Iglesia naciente con estas palabras: «Perseve¬raban en la enseñanza de los apóstoles, en la
comunidad, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). Estas son las reglas por las que también
hoy conocemos al Espíritu. Y quizá tengamos que invertir el orden para comprenderlas me¬jor:
permanecían perseverando en las oraciones. Lo primero es Dios. Sólo así surge la Iglesia, y sólo así surge
la verdadera comunidad: reconociendo primero a Dios, pidiéndole que se vuelva a nosotros y que nos
dejemos orientar por él. Y sólo cuando sucede esto, cuando los hombres empiezan a dejar de mirarse a sí
mismos y llegan a ser personas que rezan en común, que invocan a Dios y empiezan a escuchar a Dios,
entonces puede tener lugar la fracción del pan. Entonces él se entrega, nos da su Cuerpo y nos reúne a
todos para que en un solo pan seamos uno con él y entre todos. Y así es como se forma la comunidad. Y
con todo esto se nos van abriendo los ojos y los corazones, reconociendo que la sencilla enseñanza de los
apóstoles, que ellos recibieron del Señor, es la verdadera luz de este mundo. No nos animan cualesquiera
nuevas teo¬rías, sino esta palabra que ellos nos legaron para el camino de todos los tiempos y que
permanece como algo siempre nuevo e inagotable.

Querido Hubert, con tu vida, sufrimientos y alegrías po¬drías, en este momento, desdé los 25 años,
escribir todo un comentario a estas palabras. Nosotros queremos darte aquí simplemente las gracias por
haber aceptado tu ministerio, por llevar a cabo en este tiempo este humilde servicio al espíritu de Dios.
Te damos las gracias por no buscar la publicidad y los titulares, sino lo que es esencial, el centro, la reunión
todos en la oración y, de ese modo, la confluencia de todos en la fracción del pan y la nueva vida a la luz
de la enseñanza de los apóstoles. Te damos las gracias porque tú conduces al centro, porque buscas no lo
interesante, sino lo que es esencial. Pues sólo de ahí puede venir el remedio de salvación.

Pero volvamos a la lectura del Antiguo Testamento. Allí se habla —acabamos de oírlo— del don del
Espíritu, de la misión. Y esa misión es descrita con diversas palabras: curar, anunciar, llamar. Pero la
primera palabra, que al mismo tiem¬po lo comprende todo, es la de «euaggelizesthai», ser
evange¬lizador. Anunciar el Evangelio, buena nueva. Esta palabra del profeta «euaggelizesthai» ha
esperado, por así decir, a la llegada de Jesús. Sólo con él ha adquirido todo su sentido y toda su grandeza.
El es la Buena Nueva. Y ser obispo no significa otra cosa que ser evangelizador de Jesucristo, llevar ese
mensaje al mundo que está lleno de tristeza, de oscuridad y de problemas.

159
El eco de esta exigencia lo hemos oído precisamente en la primera Carta a los Tesalonicenses, en la que
dice a los tesa- lonicenses lo que dice a los filipenses, lo que nos dice a todos nosotros: «Estad siempre
alegres» (1 Tes 5,16). Y de nuevo nos quedamos pasmados. ¿Está bien eso, no es propiamente vacuo
romanticismo? Pablo sufrió mucho, y todo lo que la vida puede ofrecer de difícil le ocurrió a él. Cuando él
dice estas palabras no lo hace por una ilusión superficial, sino con un sentido más profundo. Hoy hay
investigaciones sobre la felicidad, sobre la satisfacción, quizá porque ambas cosas es¬casean tanto. Se
pretende descubrir qué es propiamente eso de ser feliz y cómo se consigue. Y los investigadores nos dicen
tranquilamente que no lo saben; que no conocen la clave; que en todo caso una cosa sí saben: de dónde
no viene la felicidad; que la felicidad no consiste en poseer, ni en la ca¬rrera ni en el éxito, que no se da
cuando tengo la experiencia de haber ganado a la lotería o que he llegado a ser alguien; que es algo muy
distinto, que aparece en mi vida como sin haberlo buscado, misteriosamente. El obispo, como sucesor de
los apóstoles, no es, por tanto, un mensajero de felicidad que trae dinero, que ofrece propiedades, que
trae recetas para transformar el mundo en un paraíso. No tiene nada de eso. Y Pedro se lo dijo ya al
paralítico que estaba en la puerta del templo: «No tengo oro ni plata» (Hch 3,6). Y con esto se re¬fiere a
todo lo que son bienes en propiedad. ¿Pero entonces qué es lo que tiene, qué es lo que puede aportar?
La alegría. Y entonces preguntamos de nuevo: ¿Qué es eso propiamente? Y uno podría decir: La alegría es
lo que se produce cuando me encuentro con el amor, que penetra muy hondo en mi vida. Un amor que
me hace saber que no estoy solo, que soy acep¬tado sinceramente y para siempre.

Entonces podría uno decir: ¿Pero cómo de frágil es eso? Quien me produce esa experiencia puede morir,
me puede ser arrebatado. Y podría quizá decir: No, la alegría es la esperan- xa, pues nosotros los hombres
vivimos de cara al futuro, y la vida sólo es buena cuando me precede una luz, cuando sé que el futuro es
bueno; pues eso significa poder tener esperanza. Y de nuevo otro podría decir: Pero si se trata de un
engaño, ¿entonces qué? Y podría responder: No; sólo la verdad es la alegría. Sólo ella puede proporcionar
una base fiable. Y enton¬ces preguntaremos de nuevo: ¿Será entonces que la verdad es la alegría? ¿O no
es más bien triste? ¿Es bueno ser hombre? ¿Es verdaderamente bueno el mundo? Los antiguos han dicho:
El saber nos hace tristes. Cuanto más sabe el hombre más triste se vuelve, tanto menos se puede alegrar.

Y si hoy dirigimos nuestra mirada a la faz de este mundo, cuántas cosas horribles nos encontramos en el
día a día que nos deprimen, que nos quitan la disposición para estar ale¬gres y, muy seriamente, hacen
que surja la pregunta: ¿Puede ser buena la verdad? ¿Es bueno el mundo? Y, si no es bueno, si la verdad
no es buena, ¿no será que toda nuestra alegría sólo es un pasajero fuego fatuo que pronto desaparece?

En este punto en el que nos encontramos nos sale al paso Jesucristo. Pues al verlo, vemos precisamente,
a través de toda la miseria y horrores del mundo, en su cabeza llena de sangre y en sus heridas, el desnudo
rostro de la verdad, y vemos que ésta es algo bueno. Vemos que él, que es la Verdad, porque es Dios, es
un ser con tanto amor que ha llegado a padecer con nosotros. Y si esto se ve con claridad e ilumina el
alma, si, a pesar de todos los horrores, reconozco en su rostro que la ver¬dad es buena, entonces sé
también que es bueno ser hombre, que es bello vivir. Entonces tengo esperanza. Pues, aun cuando yo
esté bien lejos del pleno encuentro con él, la luz se proyecta delante de mí proporcionándome confianza
y el amor no es en definitiva engañoso. Y yo pienso que de nuevo necesitamos esta Buena Nueva, pues
las dudas sobre si podemos alegrarnos, si la verdad es algo bueno, si está bien ser hombre, resultan casi
insolubles. Podemos empezar de nuevo si él nos sale al encuentro y si con el llegamos a comprender la
verdad como algo liberador, grande y bueno. El es la salvación porque tiene la respuesta a la indigencia
de nuestras dudas, un mensaje que es siempre nuevo; pues los hombres siempre vuelven a sumirse en el
abismo de sus dudas y de sus tristes experiencias. Y sólo a través del mismo podemos reconocer siempre

160
de nuevo la grandeza de lo que significa que él, el Hijo de Dios, nos ama y padece con nosotros. El es la
antorcha de la esperanza, que va delante de nosotros, y con él podemos marchar consolados.

Ser evangelizador. Esa es la misión de los sucesores de los apóstoles, anunciar la verdadera alegría, la
alegría que salva. Y un obispo lo puede hacer tanto mejor cuanto más haya pene-trado la luz de Cristo en
su propio corazón, cuanto más lleno esté de ella. Nosotros todos, precisamente también los obis¬pos,
conocemos momentos oscuros. Pero la mano del Señor, que se ha puesto sobre nosotros, no nos deja
solos. Y por eso no desaparece el tenue, a veces quizá tenue, rayo de luz. Él permanece y nos parecerá
tanto más luminoso cuanto más se lo mostremos a los demás.

Querido Hubert, en este día te deseamos que la luz de Jesucristo te ilumine en lo íntimo. Que te llene y
que tú, de esa plenitud, puedas llevar a los hombres la palabra de la que ellos, de la que nosotros, estamos
necesitados. Te deseamos que siempre puedas decir, con una certeza cada vez más pro¬funda: Estad
siempre alegres.

161
EL SERVICIO DEL OBISPO
30.° aniversario jubilar de episcopado del Cardenal Friedrich Wetter, Munich 1998

Evangelio: Jn 21,15-19

«Te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia». Así rezamos en el segundo canon
de la santa Misa con los cristianos de los primeros siglos, que compusie¬ron esta plegaria eucarística. Así
rezamos con el pueblo de la Antigua Alianza, pues el texto se remonta al libro del Deute- ronomio, en el
que la vocación del linaje de Leví se cifra en el estar ante el Señor y servirlo. Cuando la Iglesia primitiva
recogió estas palabras en la oración eucarística quería indicar así la unidad de la historia de Dios, la interna
unidad de An¬tigua y Nueva Alianza, pero al mismo tiempo la novedad del sacerdocio, que procede ahora
de la comunión con Cristo, de su presencia ante el rostro del Padre y de su entrega, del acto de culto de
su propia vida, de su pasión y de su resurrección. A la vista de la lectura de hoy consideraremos también
que por medio de la fe Cristo nos ha hecho el regalo de levantarnos de nuevo, nos libra de la parálisis del
pecado que cercena nues¬tro camino hacia Dios, nos libera del encorvamiento que nos impide alzar la
mirada por encima de las cosas materiales, que nos impide buscar y encontrar el rostro de Dios.

«Te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia». Estas palabras resuenan hoy de
un modo es¬pecial. Damos gracias a Dios por los 30 años de ministerio episcopal con que él te ha
obsequiado y, por tanto, a nosotros, querido cardenal Friedrich. Damos gracias al Señor por la lla¬mada y
por el acompañamiento en este camino, pues nadie puede hacerse obispo a sí mismo y nadie puede
cumplir ple¬namente este servicio en el lugar de Cristo sin su permanente acompañamiento, que siempre
es, además, acompañamiento de perdón. Pero también te damos las gracias a ti personal¬mente, por dar
siempre de nuevo tu sí a esta misión, por ejer¬cer el ministerio episcopal con afabilidad y bondad, pero
tam¬bién con decisión y firmeza, y por marchar al frente del rebaño de Cristo a ti confiado.

¿Qué es propiamente ser obispo? La palabra es una forma españolizada del término griego epískopos,
que de primeras sig¬nifica sencillamente «vigilante» y que en el mundo precristiano se utilizó para
distintas funciones. La Iglesia primitiva le dio un sentido nuevo, relacionando este término con la palabra
pastor, y situándolo así en la cadena de las grandes tradiciones bíblicas, en las que Dios mismo aparece
como pastor de Israel. El se hace bien cercano y concreto en Jesús, que no vive a costa de sus ovejas, sino
para ellas. El verdadero pastor es aquel que se entrega por los suyos. El pastor Dios se ha hecho cordero
en la persona de Cristo, cordero sacrificado. Él, al hacerse hom¬bre, ha ido tras el cordero perdido hasta
dentro de la zarza de la cruz para poner sobre sus hombros a esa oveja —a nosotros, a la humanidad, a la
naturaleza humana— y llevarla a casa. Así es como la palabra, en principio más bien antipática, de
epískopos, de vigilante, es transformada —en virtud de la res¬ponsabilidad, el amor, el servicio y la
entrega de sí mismo—.

Ser epískopos, ser obispo significa ponerse en clave de esa res¬ponsabilidad y de esa actitud de Cristo.
Las ovejas siguen siendo ovejas de Cristo. Así se lo dice el Señor bien claro a Pedro en el Evangelio de hoy.
Apacienta a mis ovejas; no las tuyas —ellas no se convierten en ovejas de Pedro, siguen siendo ovejas de
Cristo—. La Iglesia no es nuestra Iglesia, sino la Iglesia de Cris¬to. Ser pastor quiere decir ser albacea; velar
por la propiedad de

Dios, mirar por que así sea, luchar por que otros no se apoderen de la Iglesia, de las personas que están
en ella. Significa que no se impongan nuestras ideas y deseos, sino que permanezca su luz, y sus rutas
encuentren renovadas veredas.

162
El Evangelio de hoy nos proporciona aún unas cuantas ayudas más para entender el sentido del ministerio
episcopal. El encargo de Pedro, todo encargo pastoral en la Iglesia, está vinculado a la pregunta siguiente:
¿Me amas?; no a las pre¬guntas: ¿Eres un administrador hábil? ¿Eres un gran orador? ¿Te gusta mandar?;
sino: ¿Me amas? Se trata de un ministerio que se ejerce por él; y sólo cuando realmente nos importa él,
por encima de nuestra propia vida, podemos poner también la vida a disposición de su servicio. Quien
sólo busca una pro¬fesión interesante, poder, sustento, a sí mismo, no lo puede hacer con propiedad.

¿Me amas? El Señor emplea en esta pregunta dos pala¬bras distintas para «amar»: áyaJtav y (jnXelv. La
primera es el nuevo amor que procede de Dios y a Dios se dirige. La segunda es, en cierto sentido, algo
muy humano: el amor de amistad. En el Evangelio de Juan el Señor designa a sus discípulos repetidas
veces como sus amigos. Es discípulo el que es amigo. Y pastor sólo puede serlo el que es amigo. Sólo la
tercera vez pregunta Jesús por el amor de amistad, por esta unión bien especial y también humana con
él, y, sólo entonces, pregunta y misión llegan a término. El obispo, más allá del amor a Dios, que nos une
a Jesús, tiene también que haberse hecho, en un sentido muy humano, amigo de Jesús, tiene que haberse
aficionado a él; tiene que ser amigo, es decir, querer las mismas cosas que él y desechar lo mismo; tiene,
por así decir, que compartir con él sus preferencias, su opción, el gusto de la vida. Ante esta pregunta nos
sentire¬mos una y otra vez pequeños. Y sentiremos la insuficiencia en todo nuestro amar, pero también
la generosidad de Jesús, que acepta y acoge nuestra debilidad y, a pesar de todo, nos convierte en amigos.
Precisamente a partir del don de esa generosidad crece la amistad que ayuda a guiar a otros hacia Cristo,
a aprender a amarlo.

Ahí aparece entonces la misión de apacentar. De nuevo emplea el Señor dos palabras distintas (bóskein y
poimaínein). La una significa el sustento, dar al rebaño lo que necesita, con¬ducirlo a los pastos, a las
«aguas de la vida», dar vida. La otra significa pastorear y conducir, preceder y guiar, decidir y tam¬bién
amonestar. Esto nos recordará a los Hechos de los Apósto¬les, cuando los apóstoles, en la institución del
nuevo ministerio de los siete, formulan su propia misión con toda precisión: ora¬ción y servicio de la
palabra (6,4). Con oración se refiere ante todo la celebración de la Eucaristía, luego por supuesto el orar
y especialmente la mistagogía en la oración. Dios debe ser traído al mundo siempre de nuevo, al mundo
hay que ponerlo ante Dios, de lo contrario pierde no sólo su orientación, pierde la fuente de vida y va
dando tumbos hacia la tiniebla. Por eso el culto de la Eucaristía y la oración no son en absoluto una
ocu¬pación especial de unas cuantas personas piadosas, sino que se trata del mundo y de su vida y su
supervivencia. Ministerio de la palabra; es preciso anunciar el mensaje que da orientación y sentido a la
vida. A menudo dicho mensaje va contra la co¬rriente, contra lo plausible, contra lo que halaga el oído —
en tiempos de los profetas, en el tiempo de Cristo y en todo tiem¬po—. Te agradecemos, querido obispo
Friedrich, que ejerzas este ministerio con ánimo y determinación, con corazón e in¬teligencia, y que libres,
de forma consecuente, la lucha por la vida, por la vida biológica y la lucha por aquellos orígenes más
profundos de la vida. Ministerio de la palabra que no es sólo hablar, sino decidir, guiar, proteger,
amonestar. De esto forman parte también incómodos aspectos. Cuando se trata de la defensa de bienes
que nos parecen evidentes —como la protección de la creación, la protección del consumidor, la
protección de nuestros derechos—, entonces comprendemos esa necesidad sin mayor problema. Mas,
como a menudo, ya no vemos en absoluto la fe como un bien, fácilmente su de¬fensa nos aparece como
limitación de nuestra libertad, como recorte desmedido de nuestros derechos. Y son, sin embargo,
nuestros derechos los que se malogran, cuando la fuente del derecho, la palabra de Dios, se seca.

Finalmente queda una tercera indicación que nos da el Evangelio. Ahí tenemos la profecía del martirio:
«Cuando seas viejo, extenderás las manos, y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieres» (21,18).

163
La palabra que se refiere a extender las manos nos recuerda una vez más a la segunda plegaria eucarística:
«Él extendió los brazos en el árbol de la cruz». La extensión de las manos hace referencia a los brazos
descoyuntados en la cruz, una profecía de que Pedro morirá en la cruz como su maestro y de que le será
reservada justo la distinción de adoptar la forma del pas¬tor supremo que da su vida por sus ovejas. La
Iglesia antigua, que recogió esta expresión en el canon, ve también en esto una profunda interpretación
del misterio de la cruz.

Las manos extendidas son, en primer lugar, signo del su¬frimiento, de la enajenación, del ser atado por el
otro. Pero, al mismo tiempo, son también la postura de la oración, la postura de la adoración, del «estar
ante ti» y del servir por ti y los tuyos. Y, finalmente, ellas son el gran gesto del abrazo: «Y cuando yo sea
elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Son el gesto ampliamente acogedor del amor
con el que Jesús nos introduce en la comunión con su vida. La adoración a Dios se convierte en amor, el
amor a Dios deviene amor a los hombres. Pedro es introducido en la comunión de la cruz con los brazos
extendidos, introducido en el gesto de los brazos abiertos de Jesús. Ser obispo significa a partir de ahí
dejarse ceñir, dejarse conducir adonde tú mismo no quieres, dejarse coger y extender las manos ante Dios
y para los hom¬bres. El ministerio episcopal tiene que proceder siempre de la adoración y tiene conducir
al amor. Ese ministerio no se puede nunca vivir sin la disposición a dejarse llevar hacia lo no deseado —a
la comunión de la cruz—. Sólo así se consuma el servicio del apacentar.

Tras los destrozos de la Segunda Guerra Mundial el car¬denal Wetter, continuando las precedentes fases
de recons¬trucción, devolvió la plenitud de su historia a nuestra catedral de Munich en las capillas
laterales. En el centro la mirada se dirige totalmente al Señor. Dicha mirada se concentra sobre la cruz
que la Juventud Católica prometió al cardenal Eaulha¬ber y, posteriormente, entregó al cardenal Wendel;
de la cruz desciende al altar —de la imagen a la realidad—. Pues aquí es incesantemente Viernes Santo y
Pascua al mismo tiempo. El Señor atraviesa la cortina que da al Santísimo y permanece intercediendo por
nosotros ante el Padre, extiende sus manos hacia él y hacia nosotros, nos atrae en sus brazos en el misterio
de la Eucaristía y así congrega a todos. Pero esa parte central, que aparece ahí grande y pura, está a su
vez convenientemen¬te rodeada por la corona de capillas, en la que figura toda la historia de la fe y piedad
de nuestra región, la procesión de la historia que se dirige hacia el Señor. Nuestros antepasados rezan con
nosotros y nosotros con ellos. Lo que ha retornado a la catedral de Munich es no sólo una magnífica
colección de historia del arte; aquí hay más que historia, aquí está presente, de forma actual, la comunión
de los santos, de la fe común y de la piedad común de todos los tiempos.

Con este retorno del arte piadoso de la catedral de Múnich han vuelto también el altar de san Pedro y el
altar de san Pa¬blo, que el duque Guillermo V hizo levantar en el arco de san Benón, para consolidar e
ilustrar la veneración de las reliquias de san Benón, el sentido de su recepción en la catedral. Se te¬nía
que tratar de una confesión de los dos príncipes de la Igle¬sia, una confesión de la comunión con Roma y
una consciente confesión de la fe católica. Hoy ambos altares se hallan, de for¬ma más modesta, en las
capillas laterales, en el conjunto de la gran procesión de los Santos que conduce hasta el Señor. Pero su
mensaje propio sigue siendo, con todo, el mismo. Noso¬tros confesamos la Comunión de los Santos y nos
sabemos así en comunión con Cristo. Nosotros confesamos nuestra unión con Pedro y su sucesor y nos
sabemos así en la unidad viva de la Iglesia de todos los lugares y de todos los tiempos. Te damos las gracias,
querido hermano, por mantenernos en esa fe en el rebaño de Cristo uno y confiado a Pedro, y pedimos
también al Señor que se digne seguir bendiciendo tu ministerio.

164
LA IGLESIA VIVE DE SU PERMANENCIA JUNTO A CRISTO, DE LA ADHESIÓN A ÉL
Bodas de plata episcopales del cardenal Meisner y de los obispos auxiliares Dick y Plóger, Colonia 2000

Evangelio: Jn 15,1-8

¡Querido Señor Cardenal Meisner!

¡Queridos Señores Obispos auxiliares Dick y Plóger!

¡Queridos hermanos y hermanas en el Señor!

La liturgia de este domingo del tiempo de Pascua en el que, con alegría agradecida, celebramos los
veinticinco años de episcopado del cardenal Meisner y de los obispos auxiliares Dick y Plóger, pone ante
nosotros una de las grandes imágenes del misterio de Cristo que el Evangelio de Juan nos brinda: el pan,
la luz, la fuente, la vid. La vid es imagen de la delicadeza de la creación, de lo festivo y de la alegría que
ésta proporcio¬na. La vid se convirtió enseguida en imagen de la elección, de la historia de amor que Dios
se propone con los hombres y, de ese modo, se convirtió en imagen del Pueblo de Dios.

La vid es más pequeña que los demás árboles, decían los maestros en Israel; mas por su fruto los aventaja
a todos. Así es como la vid se convirtió en imagen de Cristo, en imagen de la unidad entre Cristo y la Iglesia,
en imagen de la unidad entre creador y creación, en imagen de la promesa, de Dios, en defi¬nitiva. Y,
desde luego, se trasluce en ella el misterio eucarístico, en el que el Señor se nos ofrece a sí mismo como
fruto de la vid, y nos da el vino santo de su amor, de su vida.

Estar de parte de Cristo

Todos los grandes temas de la fe —creación, Cristo, Igle¬sia, sacramento— penetran en esta imagen, que
de ese modo se convierte también en un símil del ministerio sacerdotal en su condición de ser con Cristo
y por Cristo, de estar en la Igle¬sia y para la Iglesia, de ser camino hacia su Reino. Por eso, esta imagen os
conviene de forma especial a vosotros en este día, queridos hermanos, en el que echáis la vista atrás a 25
años de actividad episcopal en la Iglesia de Dios.

Si se lee con atención el Evangelio (Jn 15,1-8), se puede advertir que está construido a modo de una fuga,
que cons¬tase de tres temas que se van interpenetrando cada vez más y que ponen así de manifiesto el
mensaje de la vid: perma¬necer — podar — fruto. Estas son las tres palabras funda¬mentales de esta
parábola; ya sólo en los ocho versículos del Evangelio en cuestión aparece la palabra «permanecer» seis
veces; en ella percibimos de ese modo el tema fundamental que Jesús, con esta imagen, quiso
proponernos —tema clave que se desarrolla y profundiza en los otros dos temas com¬plementarios—.

«Permanecer» es, pues, la primera palabra fundamental que figura como seña para nosotros y
concretamente también para el ministerio sacerdotal. Sólo el que permanece, vive jun¬to con la vid y
alberga vida. «Permanecer»; esta no es cierta¬mente una de las palabras preferidas de nuestro tiempo.
Todo lo contrario, lo que cuenta es el cambio, lo nuevo, lo otro, la movilidad, que no se deja fijar, sino que
es capaz de despren¬derse rápidamente de lo que había hasta ahora y volverse hacia situaciones
cambiantes.

Y, sin embargo, sin permanencia no hay crecimiento, sin vinculación no hay progreso. Allí donde no hay
vínculos, sólo hay ramas desprendidas condenadas a secarse, que pertenecen al mundo de los muertos,

165
aun cuando pudiesen parecer toda¬vía fuertes y vivas. La Iglesia vive de su permanencia en Cristo, de su
adhesión a él, aun cuando esto no parezca moderno.

«¿También vosotros queréis dejarme?» nos pregunta el Se¬ñor. Y vosotros, queridos hermanos, habéis
respondido con Pedro: Señor, ¿a quién iríamos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6,67s). Estamos
contigo; no nos dejamos doblegar ni ahuyentar por los vientos del momento. Tú eres la raíz que sostiene
y vivifica. Señor, tú has afirmado: nadie arre¬batará de mi mano a aquellos que el Padre me ha dado (Jn
10,28). Por eso te pedimos, Señor, que no permitas que sea-mos arrebatados de tu mano. No permitas
que los fieles que nos has confiado sean arrebatados de tu mano. No permitas que los lobos despedacen
a tus ovejas, que son en verdad tu rebaño... «Permanecer».

Querido Cardenal Joachim, en tiempos difíciles en la RDA has experimentado lo que significa permanecer.
No te plegaste a la dictadura. No te prestaste a falsas medias tintas; sabías que sólo Cristo permanece. Y
cuando permanecemos junto a él, incluso con vientos adversos, entonces nos mantenemos dere¬chos. Y
tú, en esas circunstancias, has tenido también presente la otra dimensión de esta permanencia, la de la
Iglesia. Pedro pronunció esta palabra de permanencia, y nosotros la pronun¬ciamos con él. Al hecho de
permanecer en la vid pertenece en efecto también la permanencia en la gran Comunión de los Santos de
cuya cohesión Pedro es garante.

Servicio de purificación

Cuando leemos las actas de los mártires del reciente siglo pasado, entonces nos sale siempre al encuentro
la siguiente cuestión. El hecho de tener conciencia de la gran comunidad de la Iglesia, el hecho de tener
conciencia de Pedro como sello de unidad, ha dado sostén a la gente en medio de la confusión;

fue para ellos signo y guía de dónde está la vid y de que la vid toda es patrimonio de todos. Sólo en el
todo, en la vid, que es una, permanecemos también con Cristo.

Desde que viniste al Oeste, el resistir y el permanecer han adoptado otras formas de expresión que exigen
no menos que antes el valor de la humildad. Me viene a la mente una frase de san Ambrosio, quien hubo
de librar con tesón hasta ven¬cer combates muy similares: «Desde que la Iglesia vive bajo el poder de
emperadores cristianos, ha crecido ciertamente en poder y riqueza, pero se ha debilitado en lo referente
a vigor moral» (In Luc IX, 32). ¡Qué verdadero es esto hoy también! «Permanecer»; con esto no se trata
en absoluto de algo estático ni cómodo. Al permanecer pertenece el servicio constante de la poda. En
relación con esto, tenemos hoy en día con mu¬cha facilidad una palabra a punto sobre la «Ecclesia semper
reformanda», debido a que al decirla siempre pensamos en los demás y en las estructuras que hay que
cambiar; sobre todo, allá lejos en Roma. Pero podar significa en realidad algo muy personal y nos afecta
a nosotros, si lo entendemos bien, de forma muy directa.

Me viene aquí a la mente una frase de san Agustín, de los sermones de los salmos, en la que se aprecia
muy claramen¬te el rasgo autobiográfico, la mirada retrospectiva a su pro¬pia vida: «Antes de entrar al
servicio del Señor, uno disfruta —en su vida en el mundo— de una especie de maravillosa libertad, como
uvas u olivas que cuelgan del árbol. Mas, tan pronto como se pone a disposición del Señor, le ocurre algo
así como si hubiera ido a parar al lagar: es golpeado, pisoteado, se arrampla con él —pero no para
destruirlo, sino para que como vino en sazón se almacene fluyendo en los aprovisionamientos de Dios—
» (En in Ps 83, 1).

166
Vosotros, queridos hermanos, habéis experimentado, cier¬tamente en buena medida, este ser golpeados
y pisoteados en los 25 años de vuestro ministerio episcopal. De otra manera no podemos llegar a ser vino
en sazón. Esto vale para todos nosotros, sacerdotes, obispos y laicos, para cada uno a su me¬dida. Para
que el fruto madure son necesarias lluvia, tempes¬tad y sol. Y para que el fruto alcance su destino
tenemos que ser prensados en el sufrimiento, nos guste o no.

Cristo mismo nos ha precedido: En la cruz se dejó prensar como racimo santo de Dios, y así se ofrece a
nosotros, a lo lar¬go de todos los tiempos, en el cáliz eucarístico como vino del amor de Dios. Una y otra
vez la Eucaristía acontece mediante el juntar y prensar de las uvas, mediante su fermentación y
maduración, en la que la Iglesia toda tiene que convertirse en buen vino y así llegar a ser una con Cristo,
la vid que nos soporta y vivifica a todos.

Con la idea del purificar ha resonado ya el tercer Leitmotiv de este Evangelio; lo referente al fruto a que
está destinada la vid. La parábola plantea tácitamente una contraposición entre la vid que sólo echa hojas
y la vid que es podada y va dando así fruto. Vuestra Iglesia —nos dice—, que produce muchos
documentos, pero nada de vocaciones de personas que se ofrezcan por entero al Señor, es una vid que
echa hojas, pero no produce sarmientos. Los documentos pierden vigencia, las palabras se las lleva el
viento.

La fe se torna amor

Las estructuras son superadas, pero el Señor busca el fruto que permanece. Dios no quiere lo muerto, lo
fabricado, que al final se desecha; quiere lo vivo, la vida. La vid es Cristo; la vid es, junto con él, su Iglesia,
el Pueblo de Dios que camina a través de los tiempos y al hacerlo va creciendo; con todo, sigue siendo
también válida la frase del judío y filósofo de la religión —un contemporáneo de Jesús—, Filón de
Alejandría, que dijo una vez: «El alma es la viña más sagrada» (Somn II, 172s.). El Señor espera que la vid
se enraice en el alma y, atra¬vesando toda poda, produzca el fruto de la fe, la esperanza y el amor.

El aguarda personas que se pongan a disposición, no sólo para una experiencia más o menos larga, sino,
de un modo total e ilimitado, con toda su vida y con todo el tiempo de su vida; personas que además se
dejen conducir por él allí adon¬de propiamente no querían. Él aguarda nuestro sí —ese es el verdadero
fruto para el que nos ha creado—.

Allí donde la fe se convierte en la fuerza que tira de la persona, donde la persona se confía plenamente a
Dios, la fe deviene de suyo amor. Nos lo ponen de manifiesto las grandes figuras de la fe: desde Pablo,
pasando por Francisco de Asís, hasta Maximiliano Kolbe y la madre Teresa. Donde la fe se degrada, se
enfría también el amor y crece el egoísmo. Mas allí donde Cristo habita en nuestras almas, prende también
su amor, y entonces se renueva la faz de la tierra mediante el amor en el cual Dios mismo entra en el
mundo.

«Coronas el año con tus bienes», dice el salmo 65 (versícu¬lo 12). Queridos hermanos, 25 años de
ministerio episcopal son una especie de fiesta de la cosecha. Lo sentimos en la ojeada retrospectiva a
estos 25 años, con todos sus esfuerzos y bendiciones: Sí, tú coronas los años de ministerio con tu bondad.
En este día de recuerdos la Iglesia de Colonia os da las gracias, os da las gracias la Iglesia de Dios, os da las
gra¬cias el Señor mismo, por la fidelidad del permanecer, por la paciencia en la maduración y por el fruto
que le presentáis.

167
Todos nosotros damos las gracias con vosotros por el don de la fidelidad, por la perseverancia en el
permanecer junto al Señor y por la alegría de la fe, que seguís regalando en toda tribulación. Y le pedimos
al buen Dios que os siga obsequian¬do con la corona de su bondad. Le pedimos que os ayude a continuar,
que siga bendiciendo vuestro ministerio y que éste produzca fruto abundante hasta la vida eterna.

168
LLEVAR A CRISTO A LOS HOMBRES YA LOS HOMBRES A CRISTO
En las bodas de oro sacerdotales de Mons. Georg Schuster, G. R. Alfons Karpf, G. R. Ludwig Radlmaier, StD
Georg Warmedinger y G. R. Johann Warmedinger, Múnich-Pasing 2000

Evangelio: Mt 16,13-19

Ha pasado medio siglo desde que en la catedral de Fri¬singa, en el momento de la ordenación sacerdotal,
al ser lla¬mados por vuestro nombre, vosotros respondisteis: Adsum! —¡estoy dispuesto!—. Es la palabra
con que Abrahán se puso a disposición de la llamada de Dios, como después de él a lo largo de los siglos
hicieron Samuel, los profetas de la An¬tigua Alianza y, finalmente, los testigos de Cristo. Adsum! ¡Señor,
estoy listo, dispon de mí! ¡Envíame! Quiero ser tu instrumento. También entonces era Año Santo y
ciertamente resultó que el Señor nos abrió la puerta. Atrás quedaban los oscuros años de la guerra que
había devastado Europa y muy especialmente nuestro país. Alemania estaba excluida de la comunidad de
los Pueblos y permanecía sometida al hambre y a la miseria de todo tipo. En el Año Santo se abrieron las
puertas a la peregrinación a Roma. Experimentamos el en¬cuentro con la gran familia de la Iglesia católica,
en la que no hay fronteras y que a todos nos abrazaba con el poder de aquella reconciliación que de Dios
procede. Se había roto el aislamiento y pudimos ver que era últimamente Cristo el que, habiendo quedado
atrás todo lo espantoso, unía a los pueblos y, entre ellos, también al nuestro.

Atrás quedaba para nosotros la dictadura del Tercer Reich, ante nosotros y a nuestro lado el
hipermilitarizado poder de la Unión Soviética que se hallaba al acecho junto a nuestras fron¬teras, en
medio de la propia Alemania. Apenas nos atrevíamos a cobijar la esperanza de que dicha Unión Soviética
fuese a detenerse en aquellos límites. Pero en medio de nosotros es¬taba Jesucristo y nosotros sabíamos
que de él —y sólo de él— podía venir la salvación para todos. Los imperios de los hombres que habían
sido construidos contra Dios demostra¬ron ser imperios de inhumanidad. El verdadero imperio de los
hombres sólo podía hacerse acontecimiento en el Reino de Dios, sobre la base de Cristo, que es el Reino
de Dios en persona. A él le habéis dicho «adsum» con la pasión y deci¬sión de vuestro corazón, de acuerdo
con todo lo que habíais experimentado: Aquí estoy, Señor —tómame a tu servicio para la venida de tu
Reino—.

Vosotros, queridos amigos, habéis mantenido en alto la llama de ese Sí en las oscuras y luminosas horas
de estos cin¬cuenta años, en vuestras tormentas tanto como en los buenos tiempos, y por eso os damos
las gracias en esta hora.

El Evangelio que acabamos de oír (Mt 16,13-19) nos muestra que hay dos formas de conocer a Cristo, de
encon¬trarse con él. Por un lado, está «la gente» que se topó en alguna ocasión con Cristo, al que oyó
predicar, que vivió un milagro, al que quizás incluso acompañó un trecho y por un peque¬ño tiempo
estuvo entusiasmada con él, pero que luego acabó marchándose. Y, por otro lado, están los Doce, a
quienes el Señor trata de «vosotros» —«Y vosotros, ¿qué decís de mí?»—. La «gente» ha captado algo de
él; este Jesús es para ellos una gran figura, como los profetas o Juan el Bautista. A esas figuras se las
admira, también se aprende quizá de ellas alguna cosa particular, pero ellas no cambian a fin de cuentas
nuestro vivir ni nuestro morir. Cristo es grande, y, con todo es, para la «gen¬te», uno más entre otros
grandes. Los discípulos lo conocen de otra manera, de una manera más profunda. Ellos comparten su vida.
Comienzan a conocerlo internamente. Lo tocan no sólo con las manos, sino con el corazón.

Uno podría pensar de forma parecida en la historia de la mujer hemorroísa, que se abre paso entre la
multitud hasta llegar a él y lo toca para ser curada. «¿Quién me ha tocado?», pregunta Jesús. La pregunta

169
les parece absurda a los discípu¬los, pues la gente lo toca por todos lados. Pero en este caso ha tenido
lugar otro tipo de contacto —la fe de la mujer ha tocado el corazón de Jesús y de ahí ha recibido
sanación—. De otro modo y, con todo, de forma muy semejante, ocurre con los discípulos de nuevo. Al
compartir la vida de Jesús, ellos comienzan a entrar en un encuentro íntimo con él. Ellos experimentan el
núcleo oculto de la figura de Jesús —su vivir plenamente con el Padre—. En la oración de Jesús sienten
ellos este centro íntimo de su ser, del que procede todo lo de¬más. Y así es como lo conocen realmente:
«Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo».

También vosotros, queridos amigos, habéis tocado a Cristo internamente. Desde pronto unisteis vuestro
camino al suyo y buscasteis una cercanía más íntima con él. Del mismo modo en que Jesús se vuelve hacia
la mujer curada, así se ha vuelto él hacia vosotros, ha puesto su mano sobre vosotros y os ha transmitido
algo de su fuerza para que vosotros, en su nombre, pudierais impartir los sacramentos, perdonar pecados,
invocar su presencia. El os ha enviado, no sólo a transmitir su palabra, sino para que lo deis a conocer a él
como vosotros habéis teni¬do la oportunidad de conocerlo.

A lo largo de cincuenta años os habéis esforzado por co¬municar a los hombres más de Cristo de lo que
«la gente» dice: a Él mismo. Lo habéis mostrado a él para que los hombres puedan ver en su rostro el
rostro de Dios (Jn 14,9) y que, de ese modo, aprendan a vivir. Vosotros no os habéis dejado despistar
cuando las aguas de la incredulidad subieron de nue¬vo; aguas que se convierten cada vez más en una
inundación amenazante. Habéis aceptado por ello el ser tachados de re-trógrados, de no estar a la altura
de los tiempos. Sabíais quién es el que tiene el tiempo en su mano. Pudisteis decir: Yo sé a quién he creído.
Y, gracias a Dios, habéis podido también experimentar una y otra vez que del Jesús al que anunciabais
llegaban fuerzas sanadoras a las personas que han experimen¬tado que Jesús es realmente más que un
profeta, a saber, la vida misma (Jn 14,16).

Vosotros habéis llevado a Cristo a los hombres y a los hombres a Cristo, y les habéis regalado con ello la
amistad que es decisiva en toda vida humana. Sin embargo, también sabíais que nadie puede disponer de
Cristo así sin más para sí mismo. El Evangelio no está escrito en el estilo individual del «yo», sino en el del
«nosotros»; no rezamos diciendo «Padre mío», sino «Padre nuestro»; no decimos «dame mi pan de cada
día», sino «nuestro pan de cada día»; no decimos «líbrame de toda maldad y de todos los males», sino
«líbranos». Cristo vive en el «nosotros» de su Iglesia, y sólo en este gran «nosotros» de los hijos de Dios
podemos estar con él. Aún más, vosotros sabíais que la Iglesia siempre es reconocible por el signo con
que se manifestó en su nacimiento en Pentecostés: Enton¬ces, ya en su primer instante, se pudo conocer
al Pueblo de Dios en el hecho de que habla en todas las lenguas. Es la superación de las divisiones que
separan a los hombres unos de otros. Es la unión que concilia la diversidad y conjun¬ta desde Cristo
mediante la fuerza del Espíritu Santo. La profesión de fe expresa esta cohesión diciendo: La Iglesia es
católica —es la Iglesia de todos los pueblos y culturas, abarca todos los tiempos y lugares, comprende a
vivos y muertos—.

Permitidme hacer en esto un inciso un tanto personal. En este Año Santo tenemos el privilegio de
experimentar, de forma bien realista, la patencia de lo católico. Cuando cruzo la plaza de san Pedro, es
más, cuando simplemente salgo de casa, me encuentro con gente de todos los países, de todas las edades,
de todo estado y condición. Ellos me reconocen corno obispo y se alegran, porque el obispo es para ellos
sucesor de los apóstoles, portador del misterio de la Iglesia, mensajero de Jesucristo. Sucede una y otra
vez como si todos fuésemos viejos amigos. Ninguno es desconocido para el otro. Nos co¬nocemos todos

170
gracias a la fe. A través de la Iglesia nos perte-necemos todos unos a otros. Y lo que más me emociona es
la alegría que palpita en todos estos encuentros.

Aquello que dicen los Hechos de los Apóstoles: «Tenían un solo corazón y una sola alma» (4,32), viene a
ser por mo¬mentos una realidad palpable. La fe brinda alegría y la fe nos une por encima de todas las
fronteras. Esta es la experiencia de lo católico, la experiencia de la Iglesia viva, también hoy, precisamente
hoy. Y cuando veo a los muchos jóvenes católi¬cos que comparten esta fiesta de la fe, entonces sé que la
fe, que la Iglesia, tiene futuro, es más, es el futuro. En la vida cotidiana de vuestros cincuenta años de
sacerdote todo esto ha parecido mucho más penoso. Y, sin embargo, también habéis experimentado una
y otra vez cómo con Cristo y dentro de la Iglesia pudisteis brindar a los hombres los dones esenciales que
necesitamos para vivir.

La Iglesia nos da la fe y, con ella, la amistad con Dios y el saber de dónde venimos, a dónde vamos, para
qué vivimos y cómo hemos de vivir. La Iglesia nos enseña a rezar. Solos no sabemos cómo debemos hablar
con Dios (Rom 8,28), pero con los hombres que han rezado antes de nosotros y por no¬sotros podemos,
sí, rezar conjuntamente y así encontrar la re¬lación con Dios que al mismo tiempo hace posible la relación
con aquellos que nos han precedido y que desde el Señor per¬manecen siempre cerca de nosotros. La fe
nos brinda la fiesta —hoy lo estamos comprobando—. Las fiestas en las que Dios no está presente pueden
ser fastuosas, pero al final falta algo. Sólo la fiesta en la que cielo y tierra coinciden, en la que el sí que
Dios nos dirige se presta a ser perceptible, sólo esa es una fiesta completa en la que se nos hace cierto
que Dios tenía ra¬zón cuando, al final de la obra de la Creación, dijo: Es bueno, es muy bueno.

Cuando vivimos la verdadera fiesta, podemos decir tam¬bién, por encima de todas las penalidades y
dificultades: Sí, es bueno que el mundo exista, que yo exista, que existamos no-sotros —y esa es la alegría
hacia la que nosotros los hombres estamos continuamente en camino—. En los sacramentos la Iglesia nos
acompaña desde el nacimiento hasta la muerte. Está el bautismo, como acogida en la familia de Dios; está
la Eucaristía, en la que él mismo se nos regala; está el sa¬cramento del perdón, que nos renueva
repetidamente; está el acompañamiento en la hora de la enfermedad; están los dos sacramentos que
fundamentan los estados esenciales en la Iglesia: el matrimonio y la ordenación sacerdotal. Como
pastoralistas habéis acompañado personas en todas las plea¬mares y bajamares de la vida, en las horas
de alegría y en las horas de tristeza, de sufrimiento. Habéis ayudado a personas a vivir y a morir. De este
modo, tenéis muchos amigos más acá y más allá del umbral de la muerte. Cuando llaméis un día a la
puerta del cielo no necesitaréis tener miedo. ¡Hay allí tan¬tos que os aguardan, que os están agradecidos,
a quienes les habéis mostrado el camino! Efectivamente, no estaréis solos cuando lleguéis allí. En esta
hora me gustaría daros las gracias en nombre de la Iglesia, en nombre de tanta gente, por el servicio de
fe y de vida que habéis prestado a innumerables personas en este medio siglo.

A Cristo lo encontramos en la Iglesia, y ésta es según su esencia Iglesia de Pentecostés y católica. Pero
vosotros habéis proporcionado además a los hombres otros dos signos bien prácticos para la Iglesia. La
Iglesia está ahí donde está Pedro, y está ahí donde está María. En el Evangelio lo hemos oído por boca de
Jesús: Sobre esta piedra quiero construir mi Iglesia (Mt 16,18). En el Evangelio de Juan lo volvemos a oír:
Apa¬cienta a mis corderos, apacienta a mis ovejas (21,15-17).

Cristo nos ha dado a los sucesores de Pedro como garantes de la unidad, como referencia fiable del lugar
de su Iglesia. Desde luego, no es la valía de los hombres, de los papas, la que mantiene a la Iglesia. Esto ya
fue así en el caso de Pedro y es de formas varias siempre así. Precisamente en la debilidad de los hombres
opera la fuerza de Dios, precisamente porque los hombres por sí solos no podrían hacerlo, vemos cómo

171
en los sucesores de Pedro Cristo está activo y sostiene a su Iglesia. Por eso, nos mantenemos fieles al
Santo Padre en la confusión de los tiempos y le agradecemos el servicio de la unidad que él nos presta a
todos, con humildad y lealtad, en medio de las contradicciones del mundo.

Y ahí está María. Como en Caná, ella, a través de los tiem¬pos, conduce a los hombres a Cristo. Cuando
se predicó la fe cristiana a los pueblos de América, el mensaje de los conquis¬tadores les tuvo que resultar
cuestionable. Pero en la imagen de la Madre pudieron reconocer también al Señor. La Madre: esa no era
religión de los conquistadores, era la faz bonda¬dosa del verdadero Dios que se desvelaba a través de
ella, de modo singular en Guadalupe. María se convirtió para ellos en la imagen de Cristo, guiados por ella
pudieron encontrarlo a él; y así ocurre a través de todos los tiempos. Quien afirma que María oculta a
Cristo, que ella desvía de él, dice un sinsentido. Ella alumbra a Cristo en todos los siglos; a través de su
bondad maternal aprendemos a conocerlo y amarlo. Por eso hicieron bien nuestros antepasados en
encomendarle nuestra tierra. Por eso estuvo bien que aquí en Pasing —por la iniciativa de Mons.
Schuster— se le devolviese a la imagen de la Madre de Dios su tradicional puesto en el corazón de la
localidad, de forma que ella nos salga allí al encuentro en medio de nuestra vida cotidiana,
conduciéndonos a aquel contacto del corazón con Cristo, que es lo único que salva.

La casualidad, o mejor, la providencia quiso que en el mis¬mo día los medios de comunicación estuviesen
copados por dos noticias desiguales. En una página aparecía la noticia de la descodificación del genoma
humano, por así decirlo, de la matemática de nuestro cuerpo; en la otra venía la noticia de la publicación
del secreto de Fátima, con lo que, en cierto modo, se hace visible la estructura genética de nuestras almas:
Convertios y creed en el Evangelio (Me 1,15); haced lo que él os diga (Jn 2,5). El conocimiento científico
de la estructura de nuestra existencia física, por muchos que sean los interrogan¬tes que deja aún
abiertos, es un don maravilloso. Es legítimo esperar que con el avance de la investigación también ofrezca
ayuda en la lucha contra la enfermedad y la muerte. Pero este conocimiento no puede ciertamente
suprimir el dolor ni la muerte. Si no recibimos algo más hondo en relación con esto, continuaremos siendo
a fin de cuentas los perdedores en esa lucha; al final nos pasará, a pesar de todo, como a la hemorroí- sa,
de la que hablábamos al principio. Tras largos años de pa¬decimiento tuvo que reconocer que había
gastado todo su pa¬trimonio y que, sin embargo, no había sido curada (Le 8,43).

La medicina da resultados magníficos y es una ayuda im¬portante para la vida, pero, más allá de ella,
estamos necesi¬tados de una curación más profunda para poder soportar el misterio del dolor y de la
muerte. Esa curación sólo puede ve¬nir del contacto con Jesucristo. Lo buscamos a él, a él nos di¬rigimos.
María, la Madre, nos conduce a él. A ella le pedimos que en nuestra última hora y ya continuamente, en
medio de nuestra vida, se digne encomendarnos a él, al que podemos llamar el fruto bendito de su cuerpo:
Jesucristo, nuestro Señor.

172
CARTA DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI PARA LA CONVOCACIÓN DE UN AÑO SACERDOTAL CON
OCASIÓN DEL 150.° ANIVERSARIO DEL DIES NATALIS DEL SANTO CURA DE ARS
Queridos hermanos en el Sacerdocio:

He resuelto convocar oficialmente un «Año Sacerdotal» con ocasión del 150.° aniversario del dies natalis
de Juan Ma¬ría Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19
de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús —jornada tradicionalmente dedica¬da a la
oración por la santificación del clero— . Este año desea contribuir a promover el compromiso de
renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea
más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.

«El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús», repetía con frecuencia el santo Cura de Ars . Esta
conmovedora ex¬presión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que
suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo pre¬sente
a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles
cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con
su estilo de vida. ¿Cómo no des¬tacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad
que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las
dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de «amigos de Cristo», llamados
personalmente, elegidos y enviados por El?

Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer pá¬rroco con el que comencé mi ministerio como
joven sacerdo¬te: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando
a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables her¬manos que
he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones,
comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sa¬cerdotal.

Pero la expresión utilizada por el santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo
y la coro¬na de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que
aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples
manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no
recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso
perseguidos hasta ofrecer el supre¬mo testimonio de la sangre?

Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante de¬ploradas, en las que la Iglesia misma sufre por
la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el
abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar
escrupu¬losamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la
grandeza del don de Dios, plas¬mado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de
amor a Dios y a las almas, directores espirituales cla¬rividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza
y el ejem- pío de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo. El Cura de
Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: «Un buen
pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a
una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la mise¬ricordia divina» . Hablaba del sacerdocio
como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura
humana: «¡Oh, qué grande es el sacer¬dote! Si se diese cuenta, moriría... Dios le obedece: pronuncia dos
palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia...» . Explicando a

173
sus fieles la importancia de los sacramentos decía: «Si desapareciese el sacramento del Orden, no
tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma
apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote.
¿Quién la pre¬parará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El
sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la re¬sucitará
y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote... ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... El
mismo sólo lo entenderá en el cielo»5. Estas afirmaciones, nacidas del cora¬zón sacerdotal del santo
párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el
sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmen¬so sentido de la responsabilidad: «Si
comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de
amor... Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa
la obra de la redención sobre la tierra... ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que
nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el
administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes... Dejad una parroquia veinte años sin
sacerdote y adorarán a las bestias... El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros» .

Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, adverti¬do por el Obispo sobre la precaria situación
religiosa: «No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá». Bien sabía él que tendría que
encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: «Dios mío, concéde¬me la
conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida». Con esta oración
comenzó su misión7. El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas,
insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.

Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el
método pas¬toral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio
ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es ex¬presión de su
«Yo filial», que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad.
De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque
no se puede olvi¬dar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro,
tampoco se puede dejar de lado la ex-traordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la
santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta
humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado,
«viviendo» incluso materialmente en su Iglesia parroquial: «En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su
casa... Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía basta después del Angelus de la tarde. Si alguno
tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar», se lee en su primera biografía .

La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el santo Cura de Ars
también supo «hacerse presente» en todo el territorio de su parroquia: visita¬ba sistemáticamente a los
enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba
dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos
sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la Providence (un Instituto que fun¬dó) y de sus
formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a
colaborar con él.

Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de co¬laboración en los que se debe dar cada vez más
cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sa¬cerdotal (Lumen gentium, 10)

174
y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos «para llevar a todos a la unidad del
amor: "amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua" (Rom 12,10)»
(Presbyterorum ordinis, 9). En este contexto, hay que tener en cuenta la enca¬recida recomendación del
Concilio Vaticano II a los presbíte¬ros de «reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y
la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia... Deben escuchar de buena gana a los laicos,
teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su expe¬riencia y competencia en los
diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos»
(ibíd.).

El santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo
aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía . «No
hay necesidad de hablar mucho para orar bien», les enseñaba el Cura de Ars. «Sabemos que Jesús está
allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Esta es la mejor oración» .
Y les persuadía: «Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de El para poder vivir con
El...» . «Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis»11. Dicha educación de los fieles en la presencia
eucarística y en la comunión era parti-cularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la
Misa. Los que asistían decían que «no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración...
Contemplaba la hostia con amor» . Les decía: «Todas las buenas obras juntas no son comparables al
Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios» . Estaba
convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: «La causa de la relajación
del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese
haciendo algo ordinario!»13. Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida
como sacrificio: «¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofre¬cerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!»16.

Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba —con una sola moción interior—del altar
al confeso¬nario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse
a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de
Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario
había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él inten¬tó por todos los medios, en la
predicación y con consejos per¬suasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza
de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo
iniciar así un «círculo virtuoso». Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los
fieles comenzasen a imitarlo, yen¬do a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su
párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de
penitentes, pro¬venientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se
comentaba que Ars se había convertido en «el gran hospital de las almas»11. Su primer biógrafo afirma:
«La gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtie¬sen] era tan abundante que salía en su
búsqueda sin dejarles un momento de tregua»18. En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: «No
es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace
volver a El»19. «Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes»20.

Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras
que él ponía en boca de Jesús: «Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre
dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita»21. Los sacerdotes podemos aprender del santo
Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo
en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del "diálogo de salvación»

175
que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien
se acercaba a su confesonario con una ne¬cesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en
él palabras de ánimo para sumergirse en el «torrente de la divina misericordia» que arrastra todo con su
fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura
de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: «El buen Dios lo
sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os
perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro,
con tal de perdonarnos!» . A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolen¬te, le mostraba,
con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo «abominable» de su actitud: «Lloro porque
vosotros no lloráis» , decía. «Si el Señor no fuese tan bue¬no... pero lo es. Hay que ser un bárbaro para
comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno» . Provocaba el arre¬pentimiento en el corazón de
los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como
«encarnado» en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de
una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la
inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: «Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios,
todo para agradar a Dios... ¡Qué maravilla!»25. Y les en¬señaba a orar: «Dios mío, concédeme la gracia
de amarte tanto cuanto yo sea capaz» .

El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el cora¬zón y la vida de muchas personas, porque fue capaz
de ha¬cerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un
testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4,8). Con la Palabra y con los Sacramentos
de su Jesús, Juan María Yianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque
no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del
ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar,
permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se
entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: «La mayor desgracia para
nosotros los párrocos —deploraba el Santo— es que el alma se endurezca»; con esto se refería al peligro
de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas .
Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se
mortifica¬ba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la
expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: «Le diré cuál es
mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos»28. Más allá de las
penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñan¬za sigue siendo en cualquier caso
válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación
sin participar personalmente en el «alto precio» de la redención.

En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida
y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: «El
hombre contemporáneo es¬cucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si
escucha a los que enseñan, es porque dan testi¬monio» (Evangelii nuntiandi, 41). Para que no nos
quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos
preguntarnos constantemen¬te: «¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en
verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La
conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto
de que realmente deja una im¬pronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?» . Así como Jesús

176
llamó a los Doce para que estuvieran con El (cf. Me 3,14), y sólo después los mandó a predicar, también
en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el «nuevo estilo de vida» que el Señor Jesús
inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo .

La identificación sin reservas con este «nuevo estilo de vida» caracterizó la dedicación al ministerio del
Cura de Ars. El papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nos- tri primordia, publicada en 1959, en el
primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisono¬mía ascética
refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para
los presbíteros: «Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado
clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se
le presenta como el camino real de la santificación cristiana». El Cura de Ars supo vivir los «consejos
evangélicos» de acuerdo a su condición de presbítero. En efec¬to, su pobreza no fue la de un religioso o
un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos
más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia,
sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la Providenceil, sus familias más necesitadas. Por eso «era rico
para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo» . Y explicaba: «Mi secreto es sim¬ple: dar todo y no
conservar nada» . Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pe¬dían:
«Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros» . Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta
serenidad: «No tengo nada... Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera» . También su castidad
era la que se pide a un sacerdo¬te para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a
quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón
arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que «la castidad brillaba en
su mirada», y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un
enamorado . También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega
abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo
para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse «a llorar su pobre vida, en soledad»37. Sólo la
obediencia y la pasión por las almas conseguían con¬vencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí
mismo explicaba: «No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como El quiere ser
servido» . Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: «Hacer sólo aquello que puede
ser ofrecido al buen Dios» .

En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar


particular¬mente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el
Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nue¬vas
Comunidades han contribuido positivamente. «El Espí¬ritu es multiforme en sus dones... El sopla donde
quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas... El
quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuerpo» . A este propósito vale la indicación del
Decreto Presbyterorum ordinis: «Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han
de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los
más altos, recono¬cerlos con alegría y fomentarlos con empeño» (n.9).Dichos dones, que llevan a muchos
a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros
mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas «puede impulsar un renovado compromiso
de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los
rincones del mundo» . Quisiera añadir además, en línea con la exhortación apostólica Pastores dabo vobis
del papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical «forma comunitaria» y sólo puede ser

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desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo (n. 17). Es necesario que esta comunión
entre los sa¬cerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la
concelebración eucarística, se tra¬duzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva
y afectiva (n.74). Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de
hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del
Evangelio.

El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pen¬samiento también hacia el Apóstol de los
gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente «entregado» a su
ministerio. «Nos apremia el amor de Cristo —escribía—, al considerar que, si uno murió por todos, todos
murieron» (2 Cor 5,14). Y añadía: «Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino
para el que murió y resucitó por ellos» (2 Cor 5,15). ¿Qué mejor progra¬ma se podría proponer a un
sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?

Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de san Juan María Vianney (1859)
viene inmediata¬mente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las
apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el beato papa Juan XXIII había hecho notar: «Poco antes de
que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en
otra región de Fran¬cia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de
penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida
de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes
verdades sobrenaturales en¬señadas a la vidente de Massabielle. El mismo sentía una devo¬ción vivísima
hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia
a

María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 18$4»
. El santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que «Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía
dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre» .

Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un
generoso y re¬novado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el
pensamiento y la tarea del santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a
Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su en¬trega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que
su ejem¬plo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos,
tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad
las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: «En el mundo tendréis luchas; pero tened va¬lor: yo
he vencido al mundo» (Jn 16,33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el
futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del santo Cura de Ars, dejaos
conquistar por El y seréis tam¬bién vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza,
reconciliación y paz.

Con mi bendición. Vaticano, 16 de junio de 2009.

BENEDICTOS PE XVI

12 Ibíd., 119.

15 Ibíd., 105.

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17 A. MONNIN, II Curato d'Ars, o.c., II, 293.

18 Ibíd., 10.

19 B. NODET, «Le Sacerdoce», a.c., 128.

20 Ibíd., 50.

31 Nombre que dio a la casa para la acogida y educación de 60 niñas aban¬donadas. Fue capaz de
todo con tal de mantenerla: «J'ai fait tous les commerces imaginables», decía sonriendo (B. NODET, «Le
Sacerdoce», a.c., 214).

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