Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Los años irreverentes / Quintín. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina,
2019.
940 p. ; 22 x 15 cm.
ISBN 978-987-87-0290-2
I
1991
1. El hombre antes que el título
II
1992
4. Un camino para dos
Sería absurdo afirmar que es mejor ver una película en un televisor que en el
cine. Eso es precisamente lo que se hace a continuación. O casi.
Un corto publicitario que se exhibe actualmente en los cines compara la
imagen de El último emperador en la pantalla grande con la imagen de un
televisor en la que apenas se adivina la versión en video del film. Este corto
nos alienta a ver las películas en las salas cinematográficas y a despreciar el
video. Solemos alabar su ingenio y su veracidad.
En algunas de las salas que proyectan esa publicidad se ve mal y se escucha
peor. Ir al cine es caro y queda lejos, la oferta de películas es reducida, no
quedan cines de barrio y muchas ciudades grandes se han quedado sin
ninguno. A pesar de eso, los dueños de los circuitos de distribución y
exhibición, históricamente responsables de muchos de esos problemas,
exhiben con agrado esa demostración barata de superioridad de una cultura
que, en realidad, está en vías de extinción. Desde la platea, aceptamos ese
sofisma con aprobación y simpatía. Somos cómplices de la parodia.
Al otro día, en nuestra casa encenderemos la casetera. Grabaremos cine de la
televisión para acelerar en los cortes o alquilaremos en el videoclub del
barrio. Repetiremos eso de que no es lo mismo que ir al cine, pero nuestro
mayor consumo de películas será a través de la pantalla chica. Tal vez
alquilemos precisamente El último emperador y nos quedaremos dormidos
viendo esta producción suntuosa, aburrida y tan estéril como su protagonista.
Volveremos a elogiar el ingenio del corto que nos invita a ir al cine.
Supondremos que en el cine no nos habríamos dormido, que en una buena
sala habríamos disfrutado de la música y la fotografía, que habríamos captado
la grandiosidad de algunas escenas. Pero la película no está en cartel. Si se
repusiera, sin embargo, no la veríamos de nuevo. Sospechamos que se trata
de una superproducción sin alma, que vista en el cine nos habría deparado
algunas sensaciones placenteras, pero no habría modificado nuestro juicio
global: un plomo. Volveremos a afirmar que “en el cine no es lo mismo” y
luego alquilaremos algo que nos inspire más confianza, como Cabalgata de
valientes de John Ford, Calle sin retorno de Fuller o El rey de Nueva York de
Abel Ferrara. Disfrutaremos como locos. Nos iremos a dormir acompañados
por esa vieja felicidad que hace muchos años nos produjo El graduado. Ese
recuerdo nos llevará a alquilarla el día siguiente No estará a la altura de las
expectativas. Saldremos a la noche a buscar un video abierto habiendo
averiguado que nuestros gustos cambiaron. Para experimentar, veremos La
strada y sentiremos la misma emoción que en aquella tarde del Lorraine.
Posiblemente más emoción. En hipertrasnoche probaremos Punto límite de
Katherine Bigelow. Una película brillante y muy física que lamentaremos no
haber visto en el cine en el que, por supuesto, duró muy poco tiempo.
Intercalaremos algunos bodrios, algunos placeres, algunas mediocridades.
Volveremos al cine. Veremos de nuevo el famoso corto. Sufriremos una
revelación inesperada: ese corto es un disparate. ¿Cuánto tiempo, cuánto
dinero hay que tener para ver todo lo que queremos en el cine? ¿Cómo
haríamos si viviésemos en San Justo o en una ciudad del interior a la que solo
llegan –los fines de semana– Los extermineitors o Bugsy? ¿Cómo haríamos
para disfrutar de nuestra pasión por el cine sin el video y la televisión?
¿Cómo tendríamos acceso a Bajo el signo de Capricornio, a The Searchers, a
Sin aliento, a ¡Qué bello es vivir!, a M, a Asalto al precinto 13, a Las aguas
bajan turbias? ¿Tal vez acertando el único día en cinco años en que se
exhiban en algún cineclub o cinemateca? ¿Cómo haríamos para ver catorce
veces uno de nuestros films favoritos, cómo estudiaríamos una película?
¿Viviendo en París, comprando las películas, trabajando en una sala de
proyección? ¿Qué recordaríamos del cine, qué podríamos saber de cine, qué
contacto tendríamos con lo que se filmó antes de nuestro nacimiento?
La repuesta a estas preguntas es sencilla: si no fuera por el video, solo nos
quedaría con el cine un contacto esporádico, residual, distante. El video nos
permite actualizar nuestra pasión, mantenerla viva, mejorarla. El video nos
deja amar el cine, analizarlo, cuestionarlo o repudiarlo.
El video no es la causa del cierre de las salas. Al contrario, permite que el
cine siga teniendo alguna vigencia y algún sentido. Pero su mayor virtud es la
de haber hecho al cine de dominio público, como lo es la literatura a través de
los libros. Así como un lector no depende de la iglesia, de la universidad o de
la biblioteca para leer un libro, el espectador ya no depende de la cinemateca,
del cineclub o del capricho de los poseedores de las copias para ver una
película. Por lo menos, de muchas películas. La historia del cine empieza a
estar disponible, es verificable, no depende de recuerdos dudosos o de
chismes de los especialistas. Es cierto que una enorme cantidad de películas
valiosas no está disponible en video. Pero, en general, tampoco lo está de otra
manera. También es cierto que los productores de video son tan miopes en
general como los distribuidores y los exhibidores de cine (en muchos casos
son los mismos). Y que la mayoría de los videoclubes suelen ser locales de
alquiler de cajas numeradas a las que otorgan un contenido irrelevante. Pero
lo que tenemos la suerte de encontrar es pasible de nuestra voluntad de goce
y de conocimiento. Y la oferta de cine a domicilio ha hecho a mucha gente
volver a tener contacto con la cultura del cine. Y muchos, incluso, han vuelto
a ver cine en el cine, para poder aplaudir el famoso corto.
El cine no será sin el video y la televisión. Es hora de que este fenómeno sea
tenido en cuenta. Una práctica social –la “salida” al cine, la pantalla grande,
la sala oscura, la continuidad, la entrega a la proyección– está dando paso a
otra –la “entrada” en el living o la cama, la interrupción, el retroceso o la
fijación de la imagen, el control de la proyección–. Cada una tiene sus
ventajas, pero el avance de la segunda es inevitable. Queda una pregunta por
contestar: ¿son las ventajas perceptivas de la sala de cine incontrastables,
definitivas?, ¿son, de alguna manera, esenciales al cine?
El mejor crítico francés, Serge Daney, observó que todo el mundo dice que
las películas pierden al pasar a la pantalla chica, pero que nadie dijo nunca
qué es lo que pierden. ¿Viridiana podrá parecer mala en video?, ¿se
convertirá en buena Gigante? Lo cierto parece más bien lo contrario: una
película que solo tenga música atractiva y fotografía ampulosa, que muestre
bellos paisajes en planos generales puede hacernos pasar un buen rato en el
cine, pero no nos engañará en video: la distancia que impone el video en
contraste con la magia de la sala oscura hará quizá más segura nuestra
apreciación estética, menos influida por lo sensorial (El famoso Último
emperador puede ser una buena prueba). Las emociones serán tal vez más
puras, más auténticas. La Historia de Tokio de Ozu, exhibida el año pasado
en pantalla gigante de video es una experiencia estética mayor. Lo sería
también por televisión. En todo caso, no hay manera de medir ese plus
fantasmático que supuestamente agregarían la pantalla grande, el grano de la
película y el efecto Dolby.
El debate en favor del video es, entre otras cosas, una apuesta a la
democratización del discurso sobre la historia del cine. Choca, por supuesto,
con un cierto purismo. Pero sabemos que los purismos encubren intereses: en
este caso el de los que poseen una buena memoria, son suficientemente viejos
o tienen un acceso privilegiado a ciertos materiales. Hay un cine para
propietarios y un cine para espectadores. El video es hoy el cine de
espectadores, la apuesta a que el cine no va a desaparecer en los museos, a
que puede seguir vigente como arte. Daney lo caracteriza con esta frase:
“Recicladas en el cambalache de la televisión, las películas ‘respiran’ mejor
que en el pedestal vacío de las cinematecas”. Una idea conocida, ciertamente,
para los que vieron nacer su amor por el cine en sesiones televisivas de
sábado a la tarde, en blanco y negro y en versiones mutiladas por la
publicidad y el doblaje.
El discurso purista tiene una consecuencia editorial y una frívola, ambas
indeseables. En primer lugar, el tratamiento que los medios dedican al cine en
video es escaso y, sobre todo, marginal. Mientras que en las páginas normales
de los diarios no se le dedica habitualmente ningún espacio, el video aparece
confinado a ciertos “suplementos” en los que se acumulan la nulidad crítica,
la complacencia y una transparente venalidad. Las revistas especializadas son
variaciones de propaganda directa o encubierta. Ningún programa de radio ni
de televisión se ocupa en serio de la oferta de cine en video. No hay guías
comentadas de videos editados en el país. Todo esto cambiará algún día.
También es significativa la afirmación de que, por culpa del video, la gente
habla en el cine y molesta como antes no lo hacía. El penoso esnobismo de
esta frase parece extraído de una charla entre viejas beatas, disgustadas
porque las chicas miran a los muchachos en la misa.
La pasión por ver cine no puede estar supeditada a su soporte material. La
batalla por mejorar la oferta del cine en video y jerarquizar lo que se dice
sobre él es el único camino que tenemos para seguir disfrutando de un placer
del que muchos no queremos prescindir.
Publicado en El Amante N°5 – mayo 1992
17. Video
Entre los juegos y deportes ridículos que suele transmitir la cadena ESPN
(carreras de tractores, concursos de bolita, etc.), hace poco hubo un concurso
de perros. Los concursos de perros son siempre ridículos, pero este lo era aún
más: competía un perro de cada raza: ovejeros, salchichas, terriers,
pequineses… ¿Cómo hacían los jurados para elegir entre animales tan
distintos? La misma pregunta me asaltó unos meses más tarde, en la edición
1992 del Premio Méliès de video, auspiciada por Uncipar, la Cinemateca
Argentina y la embajada de Francia y que recompensa al ganador con un
viaje a París. Los trabajos presentados (alrededor de 85) tenían como únicas
premisas una duración no mayor de 13 minutos y un tema (“Encuentros”) lo
suficientemente amplio como para incluir a toda la producción local: video–
arte, ficción, documentales, animación, trabajos experimentales. El problema
es que, en este caso, yo era uno de los jurados. Curiosamente, a pesar de esta
diversidad formal y temática, mis compañeros de tarea (Carlos Trilnick, Teo
Kofmann, Michel Froloff) y yo elegimos por unanimidad los ocho trabajos
preseleccionados. Estos se exhibieron en el SHA y el público (cuyo voto se
suma al de los jurados) coincidió nuevamente con nosotros en el premio
mayor. El ganador fue Gustavo Deveze con el dibujo animado Indiecito que
en dos minutos y con una ejecución muy cuidada sintetiza la conquista de
América y alude irónicamente al Quinto Centenario. Deveze forma parte del
grupo Familia Creativa de Wilde, ligado a la Escuela de Cine de Avellaneda.
Hubo menciones para La guerra de dos colores de Matías Stagnaro (ficción),
para Encuentro de Ángel Arroz (documental) y para el inclasificable Fuego
de Chuly Decurnex.
Resulta difícil explicar esta unanimidad frente a un material tan heterogéneo,
pero intentaré algunos comentarios. Los videos de ficción o narrativos fueron
mayoría entre los presentados. Sin embargo, uno solo accedió a la selección
final. Este tipo de trabajo presenta, evidentemente, serias complicaciones
técnicas para realizadores nuevos o de escasos recursos: manejo de actores,
problemas de edición, dificultades para mover la cámara, etc. El tema de la
voz es dramático: si el sonido es directo, el audio se llena de ruidos, si es
postsincronizado, casi nunca coincide con el movimiento de los labios. Pero,
además, cuando todos estos obstáculos se salvan, el resultado deja la
impresión de un gran esfuerzo, de una pesadez que imita al cine desde la
precariedad. El video, en cambio, parece beneficiarse con la agilidad, el
testimonio, el humor. La narración y el respeto por sus códigos
cinematográficos lo bloquea, le quita aire, lo hace más falso en la medida en
que pretende ser más verdadero. Una idea, un juego, un chiste, aunque no
estén del todo logrados, son más interesantes que el estándar: guion +
teleteatro + efectos, aunque su realización sea prolija. Ni hablar de lo que
huela a pretencioso. El video no goza de la tolerancia que el espectador le
otorga al cine: la narración tiende a hacerse morosa y cinco minutos son una
eternidad. La sorpresa, la alteración de los códigos, el humor tienen poder de
seducción instantáneo y son una vacuna contra la impaciencia. En este
contexto, la animación, las imágenes pictóricas, lo experimental, pasan sin
dificultad o con ventajas al nuevo medio. Es el cine el que se queda atascado.
El futuro del video es bastante misterioso. Pero no parece que pueda ocupar
el mismo espacio estético, cultural e imaginario que hasta ahora perteneció al
cine. En la Argentina, mucha gente filma en video porque no tiene los
recursos para hacer cine. Aunque pueda ser un buen ejercicio y aunque los
jurados de este tipo de muestra suelen tenerlo en cuenta, desde el punto de
vista del espectador, el video se ve de otra manera, con una disposición que
requiere alimentos visuales, auditivos y conceptuales cuya naturaleza apenas
se está delineando.
Publicado en El Amante N°9 – noviembre 1992
38. El año que vivimos encerrados
III
1993
La bomba del rock’n roll (The Girl Can’t Help It), Frank Tashlin, 1956.
La bomba dei rock’n roll es una obra maestra de la ambigüedad. Tiene la
forma de una comedia musical ambientada en el mundo del espectáculo, con
trama romántica y números musicales. Pero la sustancia de este género ha
sido alterada sutilmente. Ocupando el lugar de la actriz talentosa, que sabe
cantar y bailar, hay una mujer que no sabe hacer nada, y cuyo único mérito es
ser un símbolo sexual. Pero tampoco se trata de Marilyn, sino de la inútil de
Jayne Mansfield, que se parece mucho más a un dibujo animado que a una
criatura de carne y hueso. Y, para colmo, aunque hace hervir la leche y
derretir el hielo a su paso, es tan tonta y convencional que solo piensa en
cocinar y en tener muchos hijos. En cuanto a los números musicales, las
canciones de Broadway y los eximios bailarines de siempre han sido
reemplazados por unos tipos dudosos, en su mayoría negros, que ejecutan una
música bastarda acompañada con sospechosos movimientos de cadera.
“Esta es una historia de música, pero no de la música de antes, sino la
música que expresa la cultura, el refinamiento y la cortés gracia de nuestros
días”, dice Ewell al principio de la película con evidente sorna. En otro
momento, el gangster O’Brien, viendo a Eddie Cochran por televisión, grita:
“si este tipo es una estrella, cualquiera puede serlo”. Y agrega: “no sabe
cantar, pero tiene un sonido nuevo”. Él mismo terminará siendo compositor y
cantante y en su condición de representante máximo de la vulgaridad aceptará
inmediatamente esa nueva música que hace sacudirse a la sirvienta. Ewell, en
cambio, representante de artistas y tipo refinado, paseará su escepticismo por
todo el film y observará a los intérpretes con aire de infinito aburrimiento. Un
solo gesto, sin embargo, sugerirá otra cosa: su mano golpeará
involuntariamente la mesa siguiendo el ritmo de una de las canciones. La
aparición de una nueva cultura, quedará expresada en la mirada de extrañeza
y de ajenidad de Ewell, en la sensación nunca dicha de que hay algo
inmanejable en el ambiente. Habrá que esperar a Hairspray (John Waters,
1988), que mira el fenómeno desde el otro lado, para encontrarse con la
misma conciencia de que algo importante estaba en el aire. En el medio, las
películas de rock intentaron a costa de su propia mediocridad demostrar una
integración imposible. Pocas películas ha maltratado tanto al rock’n roll,
mostrándolo en cada diálogo como la máxima expresión del mal gusto de las
masas y de la manipulación de la audiencia. Ninguna película, sin embargo lo
ha respetado tanto. Porque al colocarlo en un contexto hostil, fuera del
entorno complaciente de los productos para consumo adolescente, le ha
permitido expresar su fuerza y su autenticidad. Las imágenes no celebran ni
ayudan a Little Richard, a Fats Domino o a Gene Vincent, y agreden
decididamente a Cochran. Los dejan defenderse solos, ubicados en salones de
baile artificiales y en night clubs helados, en atmósferas sofisticadas y adultas
que no son las suyas. Se los confronta con las notables cantantes Julie
London y Abbey Lincoln. Y sobreviven con enorme dignidad en las
trincheras enemigas. En cambio, es la comedia musical la que queda herida.
Porque la sustitución de su lujo y su refinamiento, de sus elaboradas
coreografías, de sus estrellas rutilantes por materiales mucho menos
elaborados, no resiente el ritmo, ni el humor y más bien beneficia la narración
y la fluidez. Lo único interesante del cine musical es el cine. El resto es teatro
y music hall. Tashlin vació las estructuras de su hojarasca para demostrar que
los clichés históricos de un género que produjo muchos más mitos que obras
valiosas eran superfluos y descartables.
La bomba del rock’n roll es la última comedia musical y la película más
importante sobre el rock’n roll. La bomba del rock’n roll es una obra maestra.
Publicado en El Amante N°12 – febrero 1993
49. Video
Recuerdos de Dorothy
El 14 de agosto de 1980, en Los Ángeles, un tal Paul Snider se encontró con
su esposa para arreglar detalles del divorcio. La golpeó, la violó, la mató, la
volvió a violar y se suicidó. La mujer tenía veinte años y era hermosa. Se
llamaba Dorothy Ruth Hoogstratten y dos años antes había dejado su
Vancouver natal, para mudarse a Hollywood, ser elegida la chica del año de
Playboy e iniciar su carrera en el cine haciendo de robot. La primera película
en la que su parte era importante no se había estrenado el día de su muerte.
Por entonces se llamaba Dorothy Stratten y prometía ser una estrella. Snider
era un rufián que la había descubierto en una cafetería y no podía soportar
que su producto se le escapara de las manos.
Historias así no ocurren sin que alguien haga una película sobre el tema. En
este caso, fueron dos. En 1981 apareció el telefilm Muerte de una modelo,
dirigido por Gabrielle Beaumont, con Jamie Lee Curtis como Dorothy.
Cuenta con la chatura propia de los telefilms, la seducción de una chica
ingenua (al parecer, lo era), su meteórica carrera y su muerte. Snider aparece
celoso del universo Playboy que la rodeaba y de un guionista millonario que
se había convertido en su pareja.
La segunda versión es Star 80 (1983), última película de Bob Fosse. Supera
a la anterior en pretensión y en presupuesto y difiere en algunos detalles. Por
ejemplo, en el precio de la escopeta homicida, que se eleva de 180 a 250
dólares. El papel de Dorothy lo hizo Mariel Hemingway, previo aumento
quirúrgico del tamaño de sus pechos. La historia está centrada en Snider (Eric
Roberts) que, como buen actor de método, se pasó meses frecuentando los
tugurios por los que andaba Snider y se mimetizó con su carácter presuntuoso
y violento, al punto de maltratar permanentemente a sus compañeros de
rodaje. Fosse estaba muy interesado en la pasión del hombre que
desencadenó la tragedia, su obsesión por el éxito y el rechazo que sufrió en
las esferas a las que había accedido su mujer. El resultado fue una serie de
escenas desconectadas en las que Roberts luce su cara de malo y Hemingway
sus tetas nuevas. Hay, con todo, una línea de diálogo inspirada. Dorothy se va
a Nueva York para filmar y su marido sospecha de su fidelidad. Tras hablarle
por teléfono, le dice a un amigo: “Estoy seguro de que me engaña con el
director. Cuando habla de la película dice film en vez de movie”. No se sabe
si fue Peter Bogdanovich el que le hizo cambiar a Dorothy la popular palabra
movie por la más técnica y culta film, pero lo cierto es que la dirigió en
Nueva York, se enamoró de ella, la llevó a su hotel durante la filmación y
que, de regreso a Los Ángeles, vivieron juntos hasta el día de su muerte.
La película que filmaron Bogdanovich y Stratten se llamó They All
Laughed, fue un gran fracaso comercial y crítico, se estrenó en la Argentina
como Nuestros amores tramposos, fue otro fracaso, se conoció en video como
Todos rieron y es la mejor comedia de la década del 80.
En Todos rieron, los empleados de una agencia de detectives se dedican a
perseguir mujeres por la ciudad. Con absoluta despreocupación por su trabajo
se concentran en el verdadero eje de la película: el levante. John Ritter, que se
parece mucho a Bogdanovich, logra finalmente atrapar a su presa, Dorothy
Stratten, que luce callada y radiante. Hay tres rubros en los que Bogdanovich
rompe los moldes. Uno es la visión de Nueva York. La capital del mundo
pierde su opulencia y su poder de intimidación para mostrarse, sin perder
identidad, como un lugar accesible y cotidiano en el que una mirada desde
abajo invita a caminar. El segundo es un papel secundario de un brillo
descomunal. Patti Hansen, la mujer taxista Sam, tiene una presencia y una
gracia que desbordan toda rutina actoral para ser el resultado de la interacción
con la cámara. El tercero es que la película logra exhibir la felicidad. No hay
otra palabra que describa los movimientos, los diálogos, las miradas. El buen
humor y un espíritu primaveral iluminan a Ben Gazzara y Audrey Hepburn, a
los buzones y los semáforos. Este milagro es un continuo apoyado sobre la
mirada amorosa. Pero más que un elogio de la pasión por el adulterio o por la
conquista amorosa, se trata de un festejo del ocio, de la actitud
despreocupada y la exaltación de una vida sin sombras. La versión del mundo
que corresponde, exactamente, a la de un tipo enamorado.
Después de la tragedia, Bogdanovich escribió un libro (The Killing of the
Unicorn) sobre Dorothy y terminó casándose con la hermana de la modelo
asesinada. ¿Quién fue Dorothy Stratten? Ninguna película podrá responder a
esa pregunta. Todos rieron está dedicada a su memoria. Un homenaje que, a
diferencia de los monumentos y las catedrales, comunica un secreto sutil que
rechaza la obviedad y la ostentación. Ese secreto es el cine.
Publicado en El Amante N°12 – febrero 1993
50. Otras yerbas
Acero para matar (By the Sword), Jeremy Paul Kagan, 1991.
Esta es la historia de una cobardía. Gustavo Castagna y yo somos los
miembros de El Amante que habitualmente vemos los estrenos en video que
tienen títulos como Coartada maldita, Asesinato por cuadruplicado o Crimen
con el picador de choclos. Normalmente las calificamos con una nota del uno
al tres y nos lamentamos del tiempo perdido, para poner inmediatamente La
jirafa psicópata en la videocasetera. El mes pasado, circuló por la redacción
un video con el dudoso nombre de Acero para matar, que prometía integrarse
con los productos anteriormente mencionados. De más está decir que
Castagna y yo la vimos y que fuimos los únicos. Se trata de una película de
esgrimistas. No de antiguos espadachines, sino de tipos que practican
esgrima. Murray Abraham llega desde el pasado al gimnasio en el que reina
el despótico Roberts para pedir empleo como profesor y conseguir solamente
que lo tomen para atender el vestuario. Entretanto, un grupo de jóvenes
alumnos se empeña en lograr el reconocimiento del maestro y el éxito en la
vida. Este asunto convencional está narrado con fluidez por Jeremy Kagan y
la película posee el encanto de una buena fábula en la que se cruzan los temas
del aprendiz y el maestro, del sentido de una disciplina dura como la esgrima
(que aparece emparentada con la gimnasia y el ballet) y del fin último y
solitario de la pasión deportiva. El personaje de Abraham tiene carisma y
misterio. Y ahora empieza la cobardía. Después de haberla visto, Castagna y
yo nos encontramos y, con evidente vergüenza, uno de nosotros (podría ser
cualquiera) pregunta “¿qué te pareció?” encogiendo los hombros y
murmurando “no está tan mal”, para recibir como respuesta, en idéntico tono:
“seee…”. Independientemente, decidimos cambiar un 5 inicial por un 6. El
día del cierre, cuando confeccionamos la tabla, con un poco más de
confianza, confesamos haberle subido la nota y, algo envalentonado,
Castagna dice: “Si me dejan un rato más le pongo un 7”. No lo hizo. Días
más tarde, le pregunto: “Adiviná a qué película Positif de diciembre le dedica
dos páginas” (Positif es una revista francesa “muy seria”, casi solemne).
Castagna toma el número 11 de El Amante, va a la página 64 y prueba con
toda la tabla antes de exclamar “¡no me digas que a Acero para matar!”.
Asombrados y entusiasmados, recordamos la película y decidimos que
merecería una reseña. Bien, aquí está. Queda una pregunta: cuando Truffaut
era crítico, ¿arrugaba como nosotros, o siempre se animaba?
¿Qué hacemos con el muerto? (Passed Away), Charlie Peters, 1992.
Si alguna vez se juntaran todos los programas de teatro por televisión que
hizo Darío Vittori y se extrajeran los mejores chistes, el resultado se parecería
mucho a ¿Qué hacemos con el muerto?
Publicado en El Amante N°12 – febrero 1993
51. Editorial
Christine Bailey: –Vos debés ser de los tipos que todas las mañanas hacen
flexiones para fortalecer el abdomen.
Mike Hammer: –¿Y eso qué tiene de malo?
Christine: –Que los hombres de abdomen flojo son más amistosos.
Cloris Leachmann y Ralph Meeker en Bésame mortalmente, de Robert
Aldrich.
Hace poco leí que el crítico Vincent Canby, del New YorkTimes, había
escrito que la actuación de James Caan en Una novia de dos novios era la
mejor de su carrera, muy superior al Sonny de El padrino. La película me
había parecido siniestra, fundamentalmente por la actuación de Caan. Por lo
tanto mi primera reacción fue gritar que el tipo no entendía nada. Unos días
más tarde, me sorprendí pensando que el equivocado podía ser yo. Después
de todo, ¿qué entendía yo de actores?, o mejor, ¿qué me importaban a mí los
actores? Apenas Cagney o Mitchum o algún otro monstruo del pasado me
despiertan admiración y, de los actuales, me interesan los personajes de
Eastwood, disfruto de ver a Costner, a Geena Davis o a Harvey Keitel, pero
ningún actor ni actriz me hace nunca ir a ver una película. La mejor actuación
de De Niro o de Irons me deja absolutamente indiferente, supuestas nuevas
maravillas como Judy Davis o Liam Neeson me parecen engendros y, en
general, cuando me preguntan cómo estuvo fulano en tal película, paso
momentos horribles tratando de imaginarme una respuesta. Cada vez que
alguien recuerda que
Hitchcock decía que los actores eran ganado, siento una perversa satisfacción.
Mi interés por Gérard Depardieu no se despertó porque mi sensibilidad
pudiera captar nada en su trabajo. Pensaba que era ese actor francés que
trabajaba seguido (muchos actores franceses trabajan seguido) y que por
motivos inexplicables, era bastante famoso. Las razones fueron otras. En
primer lugar, el amor que le profesa mi mujer. Este amor no es una mera
atracción o un affaire pasajero, sino una pasión abrasadora que la hace
delirar. Solo cuando lo vio hacer de travesti con su slip de leopardo en
Vestido de fiesta, se calmó por una semana, pero poco después volvió a la
carga. Y yo, celoso al principio, furioso en ocasiones, hace años que me veo
arrastrado al cine para ver toda clase de bodrios y películas qualité que jamás
vería de otra manera. Aunque trabajó con Truffaut y con Ferreri, recuerdo
con especial furia Mi tío de América, El regreso de Martin Guerre, Cyrano
de Bergerac, Te espero en mis brazos y siguen los éxitos.
Resignado a ser el segundo en el corazón de mi esposa, y aspirando a
conservar aunque sea ese modesto lugar que años de seguir a River Plate en
la infancia me habían enseñado, la acompañé, suprimiendo las airadas
protestas de los primeros tiempos. La segunda razón fue darme cuenta de que
el tipo, progresiva y notoriamente se había puesto MUY GORDO. Y que el
amor de las mujeres que lo siguen –mi cónyuge incluida– no había
disminuido un ápice. Es más: tenía cada vez más admiradoras nuevas en
todos los países. Se había transformado en el único gordo sex–symbol de la
historia del cine. En una época en la que la ausencia de grasa y los músculos
trabajados son una fiebre internacional, la popularidad del gordo Depardieu
me sugiere que las claves de la atracción sexual no han sido definitivamente
codificadas por la publicidad y que, probablemente, esto no ocurra nunca. La
tercera razón tiene que ver con una escena de Matrimonio por conveniencia.
Es aquella donde el gordo debe demostrar que sabe tocar el piano: el tipo se
sienta, mira con aire “de artista” y le empieza a pegar a las teclas de cualquier
manera. Cuando todos lo miran raro se detiene, dice que es un artista de
vanguardia y se manda con una canción elemental y ridícula con la que
seduce a la vieja dueña de casa. Sospeché inmediatamente que tal disparate
no podía estar originalmente en el guion y que era una idea de Depardieu que
la escena se deslizara hacia el grotesco. Un año más tarde, en Todas las
mañanas del mundo y Mi papá es un héroe (que fui a ver ya saben por qué)
comprobé que, por razones que solo él sabe, le gusta hacer de músico, ya sea
por exigencias del papel como en el primer caso o, en el segundo,
simplemente porque se le da la gana de aparecer haciendo que toca a Chopin
o cantando una canción cuando pasan los títulos del final. Mis viejos rencores
personales se fueron transformando en simpatía y ahora lo veo de otra
manera. Porque creo que uno de los principales problemas del cine de hoy es
que la vieja y siniestra idea de la verosimilitud en el cine pasa por los actores,
por su exceso de trabajo y de investigación para compenetrarse con los
papeles, su apego al famoso “método”, su exasperante cuidado por el ajuste
de sus personajes. Y Depardieu, con sus disparates y su presencia que parece
siempre un poco fuera de lugar, destruye esas convenciones mediocres.
Depardieu no es un típico actor de cine: está demasiado enamorado de las
palabras y de la entonación. Pero tampoco es el lamentable actor de teatro
que recita. Es una anomalía, un tipo con demasiada presencia física, con
demasiada movilidad corporal como para agotarse en las palabras. Y, sobre
todo, un actor al
que se le nota que disfruta estando ahí, con un placer primario que desborda
cualquier estado de ánimo de sus personajes y la calidad de los films. Y el
cine capta esa felicidad directamente, haciéndola mucho más verdadera que
las trabajosas situaciones dramáticas que fabrican los guiones. Pero hay más:
la presencia personal de Depardieu no es del tipo de la de Nicholson, que
siempre es él mismo jugando a que actúa. Es mucho más sutil, porque no se
apoya en el intento de exponer su personalidad global, sino en la transmisión
de deseos parciales, de matices que exceden a la película pero tienen la
suficiente ambigüedad como para dejarla seguir fluyendo. Con todo esto, no
quiero decir que a partir de ahora me zambulla en el cine cuando trabaja el
gordo (no es para tanto), pero sí que gracias a la infidelidad de mi mujer,
descubrí un actor que rompió los moldes y que mejora la calidad de vida del
cine y de sus espectadores. Y si mi mujer lo ama, se lo merece. Después de
todo, se casó conmigo y yo no soy, precisamente, Robert Redford.
Publicado en El Amante N°13 – marzo 1993
55. El cine en pantuflas
Sangre por sangre (Blood In, Blood Out), Taylor Hackford, 1993.
La primera película de Taylor Hackford, El fabricante de ídolos, personal e
intimista, contaba la historia de un compositor y productor de música pop que
se cansaba de hacer triunfar a otros y terminaba convirtiéndose en el
intérprete de sus propios temas. La carrera de Hackford ha seguido el camino
inverso. Después del gran éxito de Reto al destino y tras fracasar con Sol de
medianoche y Cuando me enamoro, se convirtió en productor y dirige
esporádicamente. En el camino está Hail, Hail, Rock& Roll, extraordinario
documental sobre Chuck Berry que no se estrenó en cine y de cuya edición
en video nos ocupáramos en El Amante N° 1. Su interés constante por la
música popular lo llevó a producir La bamba, sobre la vida de Ritchie Valens
y lo acercó (estoy inventando) a la cultura de los latinos que viven en Estados
Unidos. El tema que Hackford eligió para reaparecer como director es la
cultura chicana, medio en el que transcurre Sangre por sangre.
La historia de la mafia mejicana construida desde las cárceles que rodean
Los Ángeles había sido narrada por Edward James Olmos en American Me,
que tampoco se estrenó en cine (ver El Amante N° 10). Es imposible hablar
del film de Hackford sin compararlo con el de Olmos. American Me es la
historia de Santana, un chicano que decide organizar a sus compañeros de
presidio para defenderse de los otros grupos étnicos y explotar desde su celda
los negocios clandestinos dentro y fuera de la cárcel de Folsom. En Sangre
por sangre la cárcel es San Quintín, el personaje se llama Montana y el
protagonista no es él sino su asesino, integrante de una generación posterior
que toma el mando porque el líder se ha debilitado. El que será el nuevo líder,
Miklo, es chicano a medias, porque es rubio y de ojos celestes y su condición
de mestizo lo lleva a demostrar que es más chicano que nadie y ese desafío es
el origen de sus desventuras. Junto con su primo Paco, boxeador y pandillero
convertido en infante de marina (eco de Richard Gere en Reto al destino) y
más tarde en policía, y con su otro primo Paco, pintor y drogadicto,
componen un trío con el que Hackford pinta las variantes laborales de la
comunidad de mejicano–americanos del Este de Los Ángeles.
Sangre por sangre tiene lo mejor y lo peor del cine de Hackford. Lo mejor es
su garra para contar, su obsesión para que la historia sea siempre interesante
y su habilidad para hacer aparecer la emoción y el drama que agita el mundo
interior de los personajes. Lo peor es que esto se logra con cualquier recurso
y la intensidad bordea frecuentemente la telenovela y la declamación. Pero
esto no es tan peor. En el fondo, es una virtud: Sangre por sangre tiene sangre
en más de un sentido, incluido el de tener polenta, comida poco apreciada en
estos días en los que el cine oscila entre la dieta macrobiótica y el exceso de
hamburguesas. El problema con Hackford es más bien otro. Fue inoculado
tempranamente con el virus del sentido y contra eso no hay remedio. Para
Hackford, la vida y las vidas deben explicarse. Sus personajes están atrapados
en un dilema que se resuelve al final de cada película. En ese momento, sus
atormentadas criaturas descubren su esencia, su misión, su verdadero ser. El
dilema se transforma en destino. La superficialidad de Hackford, y contra
esto tampoco hay remedio, lo lleva a esos finales cerrados en los que no hay
más contradicciones, en los que la vida se termina antes de la muerte. Me
parece que ser superficial, en el fondo, es apoderarse del tiempo, concentrar
la eternidad un segundo antes de la palabra “fin”. Nota (a pedido del
sindicato de gente precisa): últimamente no se pone “fin” sino que aparecen
los títulos. Pero volvamos a la relación entre Sangre por sangre y American
Me. La conmovedora película de Olmos estaba desgarrada por la pertenencia
del director a esa cultura humillada por la miseria, la violencia y la
ignorancia. Su lugar está en esa comunidad concreta y su desgracia es la suya
propia. Olmos no quiere cantar la grandeza de su etnia sino mejorar su
condición de vida. Comprender que sus amigos son enemigos de su pueblo y
culpables de una asimilación suicida lleva a la muerte a Santana. Hackford,
en cambio, es un gringo y lo ve de otra manera. Los chicanos ofrecen su
riqueza y su vitalidad para construir una parábola opuesta a los desvelos de
Olmos. Para Hackford da lo mismo ser policía, gangster o pintor. Para Olmos
no: le duelen las dos primeras opciones, le duele el sistema. Para Hackford, el
sistema es el dato inmutable, la verdad última. La mirada de Hackford parece
enhebrar muy bien la superficialidad artística con el determinismo social. El
final de Sangre por sangre (final paradigmático de Hackford) exalta
supuestamente la gloria chicana destacando que los tres primos son partes
indisolubles de una misma raza. A esa simpática raza le tocaría ser parte de
un nuevo folklore que nutre la cultura del espectáculo (comidas, expresiones
graciosas, mariachis, padrinos mejicanos). También se le prescribe practicar
un racismo que le sirva de consuelo mientras soporta pasivamente su
desdicha y su aniquilación. Para que dentro de quinientos años, cuando no
quede ninguno, se construya el monumento al chicano y Sangre por sangre se
exhiba como parte de los festejos del Décimo Centenario.
Publicado en El Amante N°19 – septiembre 1993
84. Fracasos y bodrios
Una mujer para dos (Mac Dog and Glory), John McNaughton, 1993.
Podemos hablar francamente de nuestros defectos
solo a quienes reconocen nuestras virtudes.
André Maurois*
No es ningún escándalo que alguien cambie de opinión sobre una película al
verla por segunda vez. Me pasó con Héroe accidental. Ahora, decir por radio
que una película es un desastre y escribir después que es muy buena, ya no es
serio. Me está por pasar con Una mujer para dos.
No hay muchas comedias en el cine y las que hay empiezan con alguna
escena lo suficientemente clara como para que uno se diga: “ojo, esto es una
comedia” y se predisponga para un relato más ligero que los que uno ve
habitualmente. En ese estado de ánimo, uno espera que le cuenten chistes y, a
veces, le toca reírse. Hay gente de buen humor y otra naturalmente
malhumorada. A los que pertenecemos a este último tipo, nos cuesta menos
entender tecnicismos jurídicos, soportar pilas de cadáveres o aburrirnos con
dramas domésticos que largar una sonrisa. Por eso me ensarto con las
comedias. Necesito verlas sabiendo que me puedo llegar a divertir, para lo
cual tengo una serie de ejercicios preparatorios que no divulgaré. Cuando no
me preparo, suelo salir furioso. Hasta que, con el correr de los días, sospecho
que me perdí algo, que me pasé dos horas escuchando mis propios prejuicios
en lugar de ver la película. Estoy desarrollando un instinto para saber cuándo
metí la pata. Desarrollar otro para no meterla de entrada será tema de estudios
posteriores. En el caso que nos ocupa, tengo alguna disculpa. Se trata de una
película de tono menor, y los tonos menores son más difíciles de interpretar
que los mayores, como dicen los músicos. Además, cuando una película está
dirigida por el tipo que hizo Henry, retrato de un asesino (a la que se le puede
encontrar el humor, pero cuesta) y empieza con dos asesinatos feroces, no es
tan fácil darse cuenta de que es una comedia. Es más, muchos críticos
opinaron que se trataba de un drama, un policial o una farsa. Cuando me
enfrento con películas como esta, mi otro yo (el que ve las películas por
primera vez) interpretará los sarcasmos del asesino como intentos del director
y el guionista de hacerse los vivos. Seguidamente pasará a creer que las
ironías, los chistes y las situaciones ridículas no son para que uno las festeje
sino que merecen ser condenadas como cambios de tono injustificados y
pretenciosos. En cambio, el yo revisor, desprejuiciado y astuto, comprenderá
que no hay tales cambios de tono, advertirá que la película es una joyita y
declarará que se trata de una comedia a pesar de las apariencias. Y se reirá
como un cretino, a pesar de que el resto de los espectadores se obstine en
permanecer serio (cuando mi viejo se reía en el cine, obligaba a toda la sala a
reírse. Yo heredé algo así como la décima parte de esa habilidad y en el cine
éramos menos de cinco).
Una mujer para dos tiene estructura y tono de cine negro. El policía solitario,
las sombras y peligros de la ciudad, la rubia que aparece para cambiar la vida
del protagonista, las fuerzas del mal acechando. ¿Por qué, entonces, es una
comedia y no un policial negro? Basta un pequeño cambio de perspectiva, un
ligero ajuste en el ánimo para pasar de uno a la otra. O dicho de otra manera,
es las dos cosas, como ocurre con Tener y no tener y con otras películas de
Howard Hawks. Se trata de un policial negro y de una comedia (aunque no de
una comedia negra).
La película tiene la mejor galería de personajes que haya visto en mucho
tiempo. Estos son cuatro. Dos principales y antagónicos: el policía cobarde
que debió ser un artista (De Niro, controlado), el gangster psicoanalizado que
quiere ser cómico de escenario (Bill Murray, el mejor comediante de esta
época). Dos secundarios, escuderos de los anteriores: el policía que nació
para el oficio (David Caruso, un guapo del novecientos) y el matón sonriente
y un poco chiflado (Mike Starr, revelación). Entre ellos está Glory (Uma
Thurman), hermosa, sufrida y convencional en contraste con tanto excéntrico,
que actúa de nexo entre los personajes masculinos y es el MacGuffin de esta
historia.
He leído por ahí que la película es una historia penosa entre personajes
sórdidos. Nada más lejos de lo que vi (la segunda vez). Los cinco personajes
son simpáticos. Los principales comparten una sensación de estar solos y en
un lugar equivocado que los hermana. Los escuderos están buscando darse el
gusto de agarrarse a trompadas. El tono es de una generalizada melancolía
que deja lugar al amor, a la amistad, a la generosidad y a una sensación de
absurdo que –y esto es lo mejor– los protagonistas no dejan de percibir.
Todos están preparados para un juego destructivo y estúpido, pero a todos les
sobra paño para otra cosa. La épica y el romanticismo los acechan.
Hay muchos nombres importantes asociados a esta película. McNaughton
como director, Richard Price como guionista, Scorsese como productor. En
un film tan logrado, hay una escena indigna de los tres juntos y por separado.
Una noche, Mad Dog le muestra a Glory una calle de Nueva York en la que
un día, cuando estaba tomando una foto, apareció un venado. La cámara mira
la calle vacía, hay una atmósfera mágica y, de pronto, ise materializa el
venado! Seguramente se trata de una toma injertada por ya saben quién, que
se introdujo de madrugada en el estudio. Buena película, pero ¿por qué le
habrán puesto venados?
* Frase aparecida en el envoltorio de un bombón “Baci”, ingerido durante la
redacción de esta nota. También se ingirió otro que decía: “Las amistades no
son explicables y no deben ser explicadas si no se quiere acabar con ellas”
(Max Jacobs), que bien podría relacionarse con la relación entre Frank y Mad
Dog. Un tercero contenía una sentencia de Sartre: “No se juzga a quien se
ama”, remotamente aplicable a la relación entre Mad Dog y Glory. Hubo un
cuarto, cercano al momento del empacho: “El amor no es mirarse el uno al
otro; es mirar juntos en la misma dirección” (Antoine de Saint–Exupéry), un
tanto empalagoso, para el que no puedo encontrar otra utilidad que
interpretarlo como una señal para dejar de comer bombones.
Publicado en El Amante N°19 – septiembre 1993
86. Dossier Ciencia ficción
Qiu Ju, una mujer china (Qiū Jú Dă Guānsi), Zhang Yimou, 1992.
Es posible que las cuatro películas de Zhang Yimou estrenadas en la
Argentina tengan poco en común más allá de la presencia como protagonista
de Gong Li, su mujer. Aunque esto va más allá de la mera presencia de esa
mujer hermosa. Filmada cronológicamente desde la admiración, el deseo, la
piedad y la simpatía, Gong Li interpretó siempre a una mujer decidida en una
sociedad regida por hombres. Pero de la potencia épica de Sorgo rojo, del
academicismo pictórico de Judou, del manierismo claustrofóbico de Esposas
y concubinas hay muy poco en Una mujer china.
Qiu Ju, una campesina que lleva largos meses de embarazo, se entera de que
su marido fue golpeado por el jefe de la aldea. Contra el consejo de los que la
rodean, buscará que las autoridades obliguen al agresor a una reparación y a
una disculpa, atravesando para ello cuatro instancias administrativas y
judiciales. Imprevistamente, el jefe será castigado cuando ella ha decidido
perdonarlo porque salvó la vida de su hijo. La anécdota es mínima. También
lo es la intensidad de la narración y de la puesta en escena: sin
embellecimiento alguno de las imágenes sobre los desolados paisajes del
invierno chino, el relato carece de énfasis y de subrayados. También carece
de emoción. Aunque Yimou cuenta desde el punto de vista de la mujer, su
causa no reclama la identificación del espectador. Qiu Ju no parece necesitar
de nuestro apoyo porque, a cada paso, su petición contra el abuso es
reconocida por las autoridades y, aunque los arreglos que le proponen no la
satisfacen, su caso es atendido y su derecho como ciudadana nunca es
vulnerado.
La película no es ninguna de las tres alternativas que su argumento podría
sugerir. No se trata de un discurso contra el abuso de los poderosos. Ni el jefe
tiene demasiado poder, ni a Qiu Ju se le da por los monólogos trascendentes.
Las gestiones que emprende se sustentan apenas en una olímpica testarudez.
Tampoco asistimos a una obra decorativa, a una pintura neorrealista de la
aldea que use el argumento como excusa. Lo que observamos de la vida
comunitaria en la China contemporánea es mucho más chato que pintoresco.
Por último, aunque en algún momento sospechamos que las instancias
judiciales pueden prolongarse hasta el infinito, todo concluye antes de que
podamos pronunciar el adjetivo “kafkiano”. Estamos frente a una burocracia
templada y eficiente (los cuatro procesos no duran en total más de tres
meses). Aunque, tal vez, no haya nada más kafkiano que el hecho de que los
fallos judiciales sean vagamente justos pero nunca exactos. Una visión
suspicaz de Esposas y concubinas mostraba que Yimou, al que su evolución
posterior a Sorgo rojo confirmó como uno de esos directores ideales para
ganar premios en festivales, puede tener un par de cartas en la manga.
Esposas y concubinas, con sus encuadres pomposos y obsesivos, su historia
previsible y edificante, insinuaba la contracara de su convencionalismo a
partir de un elemento: la aparición de objetos contemporáneos que daban a
entender que la historia era mucho más actual que lo que parecía en un
principio. Que esos elementos estuvieran disimulados permitía suponer que
no se estaba hablando de señores más o menos feudales y sus mujeres, sino
de las oscuras luchas por el poder en la China actual y del inexorable destino
que el sistema reservaba para los jóvenes disidentes.
A partir de esas sospechas, Una mujer china podría ser otra cosa que la
ingenua fábula oficialista que las autoridades chinas han aprobado. Yimou
parece decir que el gobierno es benigno y se ocupa de sus ciudadanos pero
que estos harían bien en no abusar de su paciencia llevando demasiado lejos
sus reclamos personales. Los únicos malos verdaderos son los taxistas que se
abusan de los campesinos que llegan a ciudad, como podría ocurrir en una
película soviética de los cincuenta. Qiu Ju recibe dos reparaciones a su
demanda de justicia. Una informal, dada por la abnegada conducta del jefe
cuando su vida corre peligro, y otra legal, que castiga al culpable. Que estas
dos soluciones se opongan mutuamente, que la justicia de los magistrados no
sea la de los hombres, ¿no cuestiona un sistema en el que cada detalle de la
vida en común –como el hacer películas– está cuidadosamente legislado y
vigilado? Las continuas y aparentemente inexplicables referencias a la “Ley
de Planificación Familiar”, una de las normas más contrarias a la libertad
individual, parecen indicarlo. También la escena (claramente exterior al
relato) en la que una pareja que quiere casarse debe explicarle a un policía
bonachón las circunstancias de su noviazgo. Detrás de esta fachada
complaciente, ¿no hay una denuncia casi anarquista de la intromisión pública
en lo privado o una exposición fatalista de la imposibilidad de que el poder
tenga algo que ver con lo humano? La deliberada frialdad de la puesta en
escena, la fealdad y tristeza de todo lo que se muestra, ¿no es un intencionado
documental que sugiere que en la sociedad china no hay lugar para la vida y
que la sumisión a la organización legal es el gran obstáculo para ello?
Imposible saberlo. El misterio de su criptografía y la enorme facilidad de
Yimou para cambiar de estilo son problemas que desbordan las
consideraciones estéticas que plantean sus películas. Por mi parte, solo
recuerdo con placer Sorgo rojo, mientras que las tres restantes me
provocaron, respectivamente, desagrado, aburrimiento e indiferencia.
Publicado en El Amante N°21 – noviembre 1993
96. A través del Pacífico
John Woo
Uno de los deportes favoritos de los aficionados al cine es la caza del genio
oculto. El juego funciona mediante la regla de los círculos concéntricos: dado
un conjunto de personas entre las que se aprecia la obra de un cineasta, hay
un subconjunto en el cual se afirma que su obra no es tan valiosa ni su futuro
tan promisorio como el que corresponde a otro nombre del que la mayoría no
ha escuchado hablar. Este mecanismo, prensa más o menos underground
mediante, funciona como método de promoción anticipada en los países a los
que llega muy poco más que la producción media norteamericana. Esto es, a
casi todos los países, la Argentina incluida. Por supuesto, lo mismo ocurre
con la literatura, la música o el fútbol (“Hay un número nueve en el PSV de
Holanda que la rompe”) pero en el cine la inaccesibilidad del material lo es
todo. Cuando después de una larga espera, las películas de Jim Jarmusch
empiezan a conocerse y a debatirse entre nosotros, el crítico Quim Casas nos
anuncia en la muy esnob revista española de refritos culturales Co & Co que
Jarmusch siempre fue el director menos importante de la nueva ola
neoyorquina y que sus trabajos son muy inferiores a los de Amos Poe o Eric
Mitchell. Es más, la única película verdaderamente buena de Jarmusch sería
la que nadie vio: Permanent Vacation. El cinéfilo hispano ya puede
ilusionarse con los frutos de una nueva espera. El juego termina cuando
entran en acción los profesionales. El día menos pensado, el objeto de culto
pasa a ser reclutado por Hollywood o Scorsese le produce una película. Allí
pasa a ser público y el círculo de los conocedores se amplía tanto que deja de
ser interesante para los primitivos jugadores. Ahora la promoción llega a las
revistas comunes y hasta a los diarios y el mecanismo se reproduce, gacetillas
e intereses comerciales de por medio.
Este año, las revistas de cine del mundo (Cahiers du cinéma, Positif, Sight &
Sound, Film Comment, etc.) coincidieron en señalar un nombre exótico: el
señor John Woo de Hong Kong. Por estos pagos, antes de que eso sucediera,
fue Horacio Bernades en El Amante N° 11 el primero en apostar al talento de
Woo. De pronto, Woo pasó a ser considerado “el mejor director de películas
de acción del mundo”. Claro que no se trata de un recién llegado. Cuando El
killer (un título digno de Marcelo Araujo) se estrenó en Buenos Aires, Woo
ya estaba haciendo Operación cacería con Van Damme en Hollywood. La
precedían más de veinte películas realizadas en una de las cinematografías
más prolíficas del mundo. En 1990 solo la India con casi mil películas,
Estados Unidos y Rusia con algo más de trescientas aventajaban a los 287
films producidos en Hong Kong. La industria del gran fabricante de películas
para el consumo asiático tiene una historia y una riqueza a la que el número
especial de septiembre de 1984 de Cahiers du cinéma puede servir como
fascinante –aunque algo desactualizada– introducción. Este cine tiene
características especiales: es un cine de género, barato, absolutamente
comercial. Algo así como una gigantesca fábrica en la que solo se produce
clase B. Históricamente, fueron las películas de capa y espada, las de artes
marciales, los policiales, las comedias, nuevamente las artes marciales (a
partir de Bruce Lee) las que ocuparon el centro de la producción.
Últimamente, un género híbrido, la película de gangsters con artes marciales,
es el más popular. A diferencia de la India, cuya producción tiene una
tradición propia y se destina al consumo interno, Hong Kong ha recibido la
continua influencia del cine occidental, el norteamericano en particular. Hong
Kong exporta a China, a Japón, a Singapur pero también a Estados Unidos y
a la Argentina. Aquí es raro que sus películas se estrenen en cines, pero
nutren los catálogos de video y las emisiones por cable. Los films de Hong
Kong son acción pura y continua, violencia pareja e indiscriminada,
melodramas sangrientos y primitivos, relatos de ambición y poder, comedias
físicas poco refinadas. Los instructores de artes marciales son esenciales en
cada rodaje y se transforman en verdaderos coreógrafos. Los técnicos son
eficientes y rápidos. Los actores ruedan varias películas a la vez. Los
directores son empleados de los poderosos estudios. Todo en Hong Kong está
signado por el apuro: en 1997 la actual colonia británica volverá a manos de
China y todo corre el riesgo de terminarse. Es un país rico, superpoblado,
inestable y cada vez más desesperado.
En este contexto, aprendiendo desde adentro de la industria, se formó John
Woo. Desde 1987, con A Better Tomorrow, empezó a dirigir con cierta
independencia. Esto no implica que sus películas hechas en Hong Kong se
aparten de los criterios y la codificación habituales: acción sin pausa,
violencia exagerada, romanticismo de pacotilla, desprolijidad en el
argumento, desinterés por la verosimilitud, decorados kitsch, sentimientos
convencionales, maniqueísmo moral.
Woo no es un gran cineasta para los criterios habituales. Si bien se luce en
las escenas de acción, es notablemente inepto para contar escenas intimistas.
Sus personajes carecen de matices, de profundidad y de ambigüedad. Son
héroes irreprochables, ambiciosos desalmados, mujeres puras y abnegadas.
Sus códigos están tomados del universo de los gangsters y, en particular, de
Jean–Pierre Melville: coraje, eficiencia, lealtad masculina, entrega al destino,
nostalgia por un mundo menos cruel. Estos códigos melvillianos son bastante
mecánicos. Ya lo eran cuando fascinaron a la Nouvelle Vague hace cuarenta
años. Lo son más ahora, entre esos chinos que no tienen tiempo para
contemplar su propio desarraigo.
Después de ver A Better Tomorrow, Una bala en la cabeza, El killer y la
hollywoodense Operación cacería no hay duda de la habilidad de Woo. No
hay duda de que esa habilidad no es meramente una cierta eficiencia para
ejecutar una partitura preestablecida. El coeficiente de invención que Woo
aporta a un género acotado es altísimo. Aunque casi todo se reduce a una
sucesión de enfrentamientos armados (a Woo le gustan mucho más los tiros
que el karate), las variaciones que el director introduce son infinitas. Nunca
se repite, siempre propone soluciones nuevas. No se trata de variedades
coreográficas, sino de modos diferentes de contar, de mostrar, de montar.
Puesto en el difícil banco de pruebas de Hollywood, su película con Van
Damme es mucho más creativa, mucho más original que las rutinas
habituales de los superhéroes. Tiene otro ritmo, otra fluidez, otra ligereza.
Es en Una bala en la cabeza donde Woo hizo explotar al género. Partiendo
de la usual filmación con varias cámaras y de la también obligada falta de
sonido directo del cine de Hong Kong, la película es un poema visual cargado
de violencia. En una cabalgata que parte de Hong Kong y se traslada a la
guerra de Vietnam, tres amigos atraviesan una interminable línea de fuego en
la que intervienen manifestantes, policías, vietcongs, soldados
norteamericanos y los obligatorios gangsters. Woo utiliza un procedimiento
vertiginoso: de lo filmado por las distintas cámaras produce un montaje
alternado pero al que le faltan partes. De una carrera se muestran dos o tres
momentos separados, cortados por las tomas de las otras cámaras cuyos
fragmentos, a su vez, eliden también buena parte de su duración. De ese
modo, la narración se acelera mientras la unidad se mantiene en la banda de
sonido. Puede así filmar una cantidad enorme de planos que tienen, sin
embargo, el suficiente vigor interno como para ser apreciados
individualmente. Las escenas de guerra recuerdan Apocalypse Now y El
francotirador, pero llevadas a su paroxismo. Los puntos culminantes son
verdaderas orgías de violencia, que tienen una progresión dramática puntuada
por los materiales recurrentes de Woo: el enfrentamiento entre ex amigos, la
ejecución por piedad del compañero, la sangre que sella pactos de amistad
absoluta. Como en A Better Tomorrow, hay una vuelta desde la muerte para
enfrentar al traidor que se ha encaramado en la cúpula del mundo de los
negocios. Los negocios son siempre el símbolo del mal. Progresar en ellos
equivale a traicionar el sueño compartido de la adolescencia. Como en El
killer, aquí hay una cantante a la que los protagonistas protegen a costa de sus
vidas. Las mujeres de Woo son íconos sin psicología que encarnan los
valores más tradicionales de pureza y sirven de nexo a los protagonistas que,
al protegerlas con devoción, se convierten en verdaderos caballeros andantes.
Las relaciones masculinas tienen más erotismo: en El killer, el policía y el
asesino están enamorados el uno del otro como de su propia imagen en el
espejo. La intensidad es la clave de estas historias. No es el resultado de la
acumulación de escenas similares, sino de una variación constante que
mantiene el tono. Ese tono surge del compromiso de los protagonistas con un
ideal arquetípico que funciona a pesar de su esquematismo.
Las películas de Woo permiten sospecharle otras destrezas. Por ejemplo, las
escenas de comedia visual de la chica del violoncello en A Better Tomorrow
tienen una gracia extraña al género. Lo mismo ocurre con la escena de El
killer en la que los protagonistas no dejan de apuntarse, evitando al mismo
tiempo que la ciega se entere de lo que ocurre. O las escenas de histeria de
Lance Henriksen en Operación cacería. Otra innovación de Woo es el uso de
una técnica de videoclip en función narrativa: frecuentemente, Woo filma los
momentos de transición entre dos batallas mediante una sucesión de fundidos
encadenados con planos muy cortos. Este procedimiento, favorito de las
descripciones oníricas y divagatorias de tantos clips, aparece en Woo como
un modo sintético pero preciso de narrar.
Es notable cómo Woo pasó de las convenciones de Hong Kong a las de
Hollywood, sacando algunos de sus materiales habituales (el homoerotismo
está puesto del lado de los malos, los finales no terminan en la muerte de
personajes queridos) y adaptándose al tono más light y optimista que requiere
su nuevo público. En el fondo, se trata de lo mismo: respetar
escrupulosamente las restricciones de un género para crear dentro de sus
límites, aprovechar cada situación estándar pare resolverla de otra manera,
utilizar todos los recursos de iluminación, sonido y montaje para filmar con
placer y producir placer. No el placer bulímico y previsible del consumidor
sino el ligero deleite de los que creen en el cine. Como dice Van Damme al
final de Operación cacería: “los pobres también se aburren”. Esa
sorprendente metafísica legitima el cine de John Woo.
Publicado en El Amante N°21 – noviembre 1993
97. Dragon: la vida de Bruce Lee
Dragon: la vida de Bruce Lee (Dragon: The Bruce Lee Story), Rob Cohen,
1992.
Esta biografía de Bruce Lee es una doble sorpresa. Primero, porque tiene vida
propia y no debe nada a la evocación del héroe muerto como suele ocurrir en
este tipo de película. En The Doors, Bird, Malcolm X, el fantasma del
personaje legendario sostiene el argumento mientras que en Dragón, como
ocurría en el cine americano de otra época, estamos ante una buena ficción.
No importa si este Jason Scott Lee se parece o no a su homónimo ni si sus
peripecias fueron las suyas, como no nos importa en Murieron con las botas
puestas que Custer no haya sido el simpático y comprensivo personaje que
encarnara Erroll Flynn. Pero tal vez por eso –y esta es la segunda sorpresa– el
film permite pensar el mito de Bruce Lee y explicarme, en buena medida, las
razones por las que este oscuro chino nacido por accidente en Estados Unidos
se convirtió en ídolo mundial y puso las artes marciales de moda en el
Occidente. La fuerza del protagonista y la interesante presencia de Lauren
Holly, que hace de su mujer americana, sirven para replantear tanto el sentido
del karate como la representación cristalizada de “lo oriental” que el cine
acostumbra. Dragón documenta precozmente, en la California de los
tempranos setenta, el inminente culto del cuerpo y de la destreza que veinte
años más tarde dominaría el imaginario juvenil del mundo entero. El Bruce
Lee de Dragón también representa el sentimiento del marginal que, a través
de una voluntad inquebrantable y de una ambición superlativa, utiliza su
talento natural para abrirse camino hasta la cumbre del espectáculo. Lee es
Madonna con ojos rasgados. Esa es la mística que mueve al personaje y no la
de la fábula espiritual al estilo del Karate Kid. Lee no tiene paciencia ni sus
peleas son el último recurso de una modestia ancestral. Es un acelerado que
quiere ganar a toda costa y al que solo acecha su inconsciente. Tiene toda la
picardía del aventurero que se lleva el mundo por delante y que corresponde a
la tradición occidental. Hasta ahora, el cine americano le había negado
siempre ese papel a los caracteres orientales, anclándolos en una pasiva
sabiduría que sirviera de complemento a la iniciativa del protagonista blanco
(la presencia irrelevante de John Saxon en Operación Dragón ilustra esa
convención). La potencia de la película comienza, como corresponde, con las
brillantes escenas de combate pero sobresale en otros registros. La escena de
la filmación de El avispón verde es desopilante, mientras que la proyección
del fragmento de Muñequita de lujo es un testimonio transparente sobre el
racismo.
Publicado en El Amante N°21 – noviembre 1993
98. Visto, leído
Personal Best, Robert Towne, 1982.
Vi en cable Personal Best, primera película de Robert Towne, guionista de
los Barrios chinos, El último deber, Operación Yakuza, que después dirigiría
Traición al amanecer. Mariel Hemingway es una atleta adolescente que se
inicia en el sexo con una compañera y combate contra las prácticas
triunfalistas de su entrenador Scott Glenn. Está todo bien, desde las audaces y
frescas escenas eróticas hasta el placer y el dolor de la práctica atlética. Pero
lo más interesante es que Towne confirma que es el último romántico. Sus
guiones recuperan un clasicismo a contracorriente que privilegia los
sentimientos de amistad y cooperación en contextos modernos. Towne hace
películas de gangsters que no tienen necesidad de traicionarse según el
modelo dominante y de gente que vive en un medio competitivo pero
privilegia otra cosa. El lirismo y la alegría de las películas de Towne
contrastan con las opacas variaciones sobre la falta de solidaridad en que se
han convertido las comedias dramáticas. Los personajes de Personal Best son
un respiro para los que estamos hartos de que el coraje y el interés sean
patrimonio de los psicóticos, según el modelo más de moda.
Publicado en El Amante N°21 – noviembre 1993
99. Estrenos en video
Casco de Oro (Casque d’or), Jacques Becker, 1951.
“Casco de oro me confirma que el cine tiene una vocación de arte popular”,
decía Truffaut en 1965. No está muy claro qué puede querer decir esto en
1993. Casco de oro es una tragedia alegre, una combinación infrecuente. Más
si se considera que el cine francés logra hacer tristes las comedias.
Ambientada a principios de siglo en los barrios bajos, narra una sucesión de
acontecimientos desgraciados que culminan con una terrible ejecución, la
mejor que yo haya visto. Pero cada escena tiene una fuerza vital, los
personajes son tan interesantes y el relato es tan vertiginoso que esa
sensación de que todo está escrito y es terriblemente importante que
acompaña a las tragedias se desvanece en beneficio del interés y la libertad
del relato. Todo es tan atípico que Simone Signoret está encantadora. Cuando
lo popular es, en general, lo que carece de toda intensidad o lo que se
confunde con pompa y artificio, la frase de Truffaut podría reformularse
como: “el cine tiene una vocación popular pero no lo dejan”. Si todas las
películas fueran como Casco de oro, ir al cine sería mucho más atractivo. El
mundo también, seguramente.
Publicado en El Amante N°21 – noviembre 1993
100. El Universo Ozu
Libros
1. Paul Schrader, Transcendental Style in Film: Ozu, Bresson, Dreyer, Da
Capo, 1988 (reedición del libro original de 1972 de la Universidad de
California).
A Schrader le da por la religión y sus trabajos como guionista y director lo
demuestran. Este trabajo (Schrader es también un buen escritor) se propone
una caracterización de lo que el autor llama “cine de recursos escasos”
mediante el análisis de la obra de esos tres directores. Su descripción formal
es pertinente. Su conclusión de que este cine tiende a expresar lo sagrado es,
en cambio, discutible en lo que a Ozu se refiere. El estilo modular de Ozu se
describe como el resultado de una operación ritual que, más que la expresión
de un individuo, es su inmersión en una corriente espiritual. Dice Schrader:
“Si Ozu fuera un director ‘personal’ como, digamos, Fellini (esto es, si
hubiera buscado expresar su personalidad en sus films), habría que ubicarlo
en la tradición del arte individualista del Occidente, en lugar del arte
tradicional del Oriente”. Ozu, en cambio, decía: “Sigo la moda general en
cuestiones ordinarias y las leyes morales en cuestiones serias. Pero en arte,
me sigo solo a mí mismo”. La repetición y vulgarización de estas ideas de
Schrader fuera del contexto de este libro inteligente han contribuido a negar
el papel de Ozu como pensador del cine y a ocultar su obra tras un manto de
neblina mística.
2. Noël Burch, Pour un observateur lointain, Cahiers du cinéma/Gallimard,
1982 (traducción del libro original en inglés publicado por Scolar Press en
1979).
Este libro trata sobre el cine japonés y dedica un capítulo a Ozu. Casi todo lo
que escribe Burch, autor de Praxis del cine, es brillante. No todo lo que dice
es cierto. El efecto de fineza y profundidad que producen sus observaciones
tambalea cada vez que el autor sufre un ataque de ideología. Estos ataques se
manifiestan en su apresuramiento para caracterizar como revolucionarios o
reaccionarios a determinados rasgos de estilo. Su estudio sobre Ozu incluye
muestras de lo mejor y lo peor del autor y más afirmaciones erróneas que de
costumbre. Burch advierte con precisión, entre otras cosas, la
desdramatización propia de Ozu, pero su centro de interés es otro. Dice: “Ozu
interpela simbólicamente los dos principios fundamentales del modo
dominante de representación de Occidente” (nótese el matiz militante de la
prosa). Estos serían: el principio de continuidad –quebrado por los falsos
raccords– y el principio de inclusión del espectador en la diégesis (mundo
imaginario del relato) –quebrado por los continuos
cambios de mirada sobre los personajes que impiden la trampa de la
identificación–. Una frase de Edward T. Hal que Burch incluye en su artículo
(“Los japoneses piensan que la memoria y la imaginación deben participar
siempre de la percepción”) es más amplia y, al mismo tiempo, más precisa.
Ozu no rompe la continuidad ni la identificación. Se trata, en cambio, de una
continuidad y una identificación diferentes, más activas y con más actividad
intelectual. Ozu impone este modo de ver una película al espectador de
cualquier país –como podemos comprobar en cada uno de sus films– aunque,
en vida de Ozu, los propios japoneses pensaron que su cine no era apto para
occidentales y se negaron a exportarlo. La idea del cine como opio y del
espectador como opa subyace a esta interpretación. Burch termina
recurriendo a la idea de que los films de Ozu deben ser leídos como un texto,
idea deudora de la época del libro y una de las menos fecundas y más
difundidas entre los críticos de los últimos años. Burch dedica largos párrafos
a lo que él bautiza como pillow–shots, que no son otra cosa que los famosos
planos de corte de Ozu. Estos planos son transiciones que en general no
tienen presencias humanas y que Ozu utiliza para pasar de una locación a
otra, para describir lo que podría verse desde el punto de vista de los
personajes y, en su variante más difícil de descifrar, como contraste
inanimado de un ambiente humano. A Burch le interesan estos planos como
“interrupciones de la diégesis”, los estudia y clasifica. Termina
caracterizándolos como “un paradigma de descentramiento y de
insignificancia, el equivalente fílmico del maestro zen que reparte bastonazos
como respuesta a las preguntas graves de sus discípulos” (entre tanto
materialismo no viene mal un toque de niebla mística). Los planos “vacíos”
de Ozu tienden a disipar la posible intensidad dramática de algunas escenas, a
darles respiración (una preocupación permanente de Ozu). Pero no son
solamente un “espacio pictorial” como cree Burch sino que (y esta es otra de
las preocupaciones de Ozu) tienen valor narrativo propio y tensión interna.
No son comentarios ni invitaciones a la contemplación en sí misma (todo es
también materia de contemplación en Ozu) sino parte del relato. Para
terminar con Burch digamos que su texto incluye desaciertos como la
afirmación de que las imágenes de Ozu son “planas” (para salir de dudas,
vayan y miren) o la de que la familia de Ozu está sometida a un rígido
patriarcado feudal (los patriarcas de Ozu son tolerantes por convicción o
débiles en los hechos).
También hay tonterías insignes, como la peregrina teoría de que los films de
Ozu que valen la pena son los de preguerra, mientras que el resto es un
conjunto de estériles ejercicios académicos (¿los habrá visto?). La frase final
es indigna de Burch: “La obra de Ozu no es solo un logro individual: es, más
significativamente, el logro de una comunidad nacional”.
3. Donald Richie, Ozu, University of California Press, 1977 (edición original
en tapa dura de 1974).
Richie escribió por primera vez sobre Ozu en Film Quarterly en 1959. Vivió
en Japón, sabe japonés y conoció a Ozu y a la mayoría de sus colaboradores.
A partir de una experiencia de primera mano escribió un libro lleno de datos
interesantes sobre la vida de Ozu y sus métodos de trabajo. Leyéndolo, se
puede aprender mucho sobre la dirección de actores del cineasta, su método
de escribir guiones o apreciar la importancia de la colaboración con el
coguionista Kogo Noda. También que Historia de Tokio les llevó 103 días y
43 botellas de sake (el enorme tamaño de una botella normal de sake se
puede advertir, justamente, en Historia de Tokio). Y también que los
japoneses son ceremoniosos y cordiales con los familiares y conocidos, pero
extremadamente bruscos y antipáticos con los que no lo son (el cine de Ozu
incluye muy pocos encuentros entre extraños). Richie es, además, elocuente:
“Ozu era como un maestro haiku que se sienta en silencio y observa,
alcanzando la esencia a través de una extrema simplificación. Inseparable de
los preceptos budistas, coloca el mundo a distancia y deja al espectador
físicamente no comprometido. [...] El método, como todos los métodos
poéticos, es oblicuo. No se enfrenta a la emoción, la sorprende. Restringe su
visión para ver más. [...] Limita su mundo para trascender esas limitaciones.
Su cine es formal y la formalidad es la de la poesía, la creación de un
contexto ordenado que destruye el hábito y la familiaridad, devolviéndole a
cada palabra, a cada imagen su urgencia y su frescura originales”. Esto no es
orientalismo de bolsillo sino una valiosa descripción del cineasta como poeta,
más aun cuando lleva implícita la idea de poesía como práctica, como trabajo
artesanal. EI libro empieza con un poema que gustaba citar Ozu “Es algo que
siempre digo / la cosa más importante para mi soy yo / Y en ese yo el lugar
más importante / es el del trabajo”.
Lo mejor de este libro altamente recomendable es que se trata del único que
le dedica espacio a desentrañar el tema de las emociones en Ozu. Sigamos
con Richie: “Entre 1936 y 1942, Ozu evoluciona de la emoción predecible y
guiada por el director a una emoción imprevisible y sin pistas”
(agregaríamos: más sutil, más ligera, más profunda). “Los personajes de Ozu
son queribles (a través de la ironía para revelarlos) por su libertad y su
completitud consecuente. Los queremos porque los entendemos. Y los
entendemos porque Ozu no ha sacrificado nada de ellos a la acción,
continuidad de carácter ni plausibilidad a la que los films suelen apuntar”.
Esta última observación es muy útil para comparar la riqueza de los
personajes abiertos de Ozu que se manifiestan solo a través de su conducta y
nunca hablan de sus sentimientos con la tendencia actual del cine (tanto
europeo como americano) que, al intentar delinear perfectamente al contorno
de un personaje, logra empobrecerlo cerrándolo sobre lo que sabemos de él
(esto es así en Propuesta indecente pero también en Un corazón en invierno).
Lo que a Richie le sobra en empatía le falta, a veces, en rigor. Es el culpable
de un concepto generalizado sobre Ozu: le atribuye haber filmado todas sus
escenas desde la altura de una persona sentada en el suelo (o mejor, sobre el
tatami). Ni la cámara de Ozu estaba siempre a la misma altura ni la altura era
normalmente esa. En Tokio–Ga se puede advertir que Ozu filmaba muchas
veces casi a ras del suelo. Cualquier foto de sus películas permite ver que sus
tomas eran, en general, bajas pero que variaban según la altura y la distancia
del objeto enfocado. Una curiosidad: Richie –para reforzar la idea de que las
violaciones de la continuidad de Ozu son advertidas por los espectadores–
afirma que en Historia de Tokio, cuando los viejos conversan mirando al mar,
intercambian súbitamente sus posiciones. Eso no ocurre, al menos en la copia
exhibida en Buenos Aires.
4. David Bordwell, Ozu and the Poetics of Cinema, BFI Princeton
University Press, 1988.
Este libro de 400 páginas en formato grande, dividido en una sección general
y otra dedicada al análisis de cada película, empieza con una cita de William
Blake: “El arte y la ciencia no pueden existir sino en particularidades
minuciosamente organizadas”. La primera oración del prefacio dice: “Ozu se
ha convertido en mi guía de lo que el cine es y puede llegar a ser”. Con estas
dos frases, sabemos que estamos en el buen camino. Lo menos que puede
decirse del libro es que es extraordinario. Bordwell conoce ampliamente el
cine de Ozu (hay discusiones detalladas de cada película sobreviviente) y lo
describe con una profundidad y una certeza absolutamente infrecuentes. De
hecho, su lectura es la fuente de la mayor parte de las ideas de este artículo y
el anterior. Bordwell reúne en su escritura dos tradiciones que rara vez
aparecen juntas: un enorme conocimiento del contexto histórico y cultural de
la obra de Ozu y una descripción intrínseca de cada uno de los
procedimientos formales empleados por el director. En el camino, se encarga
de despejar los falsos conceptos y malentendidos que han sembrado quienes
lo precedieron. El análisis de las secuencias es detallado y penetrante pero lo
más sorprendente del libro es que esos análisis no están dirigidos a la
generalización vacía, a la charla abstrusa ni al empirismo ciego según la
norma habitual de los trabajos académicos. Bordwell se toma su material en
serio y logra aprehender las categorías y los conceptos desde los que Ozu
hizo cine. A partir de la convicción de que Ozu permite pensar el cine,
Bordwell encuentra una nueva manera de escribir sobre cine. El libro trata el
estilo narrativo de Ozu apoyado en dos convicciones: una es que Ozu no es
una alternativa al cine clásico sino una ampliación. La otra es que el
temperamento artístico de Ozu es una combinación de precisión y juego. Hay
también dos metarreglas. Una: el cine de Ozu se puede explicar o describir en
sus propios términos y estos son términos racionales. No hay que recurrir a
ningún fantasma místico ni cultural para dialogar con su obra. Dos: Ozu crea
teoría cuando filma (plantea problemas, crea formas); el espectador hace
teoría cuando ve el cine de Ozu (resuelve los problemas, recrea las formas).
Curiosos ecos de Karl Popper, que, como la cita de Blake, emparentan el arte
y la ciencia. Son particularmente brillantes los párrafos dedicados a la
descripción del sistema de 360° que utilizaba Ozu para ubicar la cámara y los
que se ocupan de esclarecer el sentido e importancia de los pillow–shots.
Algún defecto debía de tener el libro y yo le encuentro dos, ambos
relacionados con una cierta necesidad de legitimación académica. Uno es una
cierta frialdad en las descripciones de los procedimientos de Ozu que toman
muy poco en cuenta la emoción (para eso lo tenemos a Richie). Otro es el
capítulo dedicado a exponer una especie de contexto general teórico que el
libro no necesita y que, por otra parte, parece aplicarse con propiedad solo a
la obra de Ozu. Allí se utilizan términos como “el modelo del agente
racional”, “poética histórica” o “contextualización”, de marcada ramplonería
conductista. Pero escuchemos un poco a Bordwell en el final de la primera
parte: “El suyo es un cine del virtuosismo, un cine que intenta crear una
forma absolutamente saturada, el film más denso posible. En un sentido, Ozu
es considerado correctamente un minimalista, pero en otro sentido, crea films
‘repletos’ que son únicos, que nos atrapan en más niveles que los de un
Hawks, un Antonioni o un Bresson [...] Lo que el espectador quiere (quiere
en el sentido de que le falta) es un cine que en sus formas y materiales
sugiera modos frescos y sutiles de entender las fuerzas sociales que
constituyen la vida cotidiana”.
Artículos
5. Lindsay Anderson, “A cinco centímetros del suelo”, extracto del artículo
publicado en Sight and Sound en 1957, pressbook de Historia de Tokio,
Buenos Aires, 1991.
Se trata del primer artículo publicado en Occidente sobre Ozu. El extracto no
deja ver gran cosa, pero a Richie le hubiera convenido leer el título.
6. Tadao Sato, “Le point de regard”, Cahiers du cinéma, abril de 1980.
Sato es un personaje singular. Por un lado, es el mayor estudioso japonés de
la obra de Ozu. Por el otro, su pasión fue la pedagogía, pero en un sentido
curioso: publicó una enorme cantidad de libros que atacan todos los sistemas
de educación formal. No es extraño su acercamiento a Ozu, que fue un
ejemplo de rigor intelectual y que nada le debía a la escuela. El artículo es
muy interesante y, en particular, esclarece un punto oscuro sobre la manera
que tenía Ozu de filmar las conversaciones. Segun Sato, los japoneses no se
miran a los ojos cuando conversan, les resulta penoso o agresivo. Por eso es
que los personajes de Ozu rara vez están estrictamente enfrentados, pero el
director quería, a su vez, mostrarlos frontalmente. De allí algunos cambios
extraños en la ubicación de la cámara y parte del desconcierto espacial.
7. Santos Zunzunegui, “El perfume del zen”, Nosferatu, Madrid, enero de
1993.
El título ya huele mal y, efectivamente, la mercadería viene podrida.
Zunzunegui repite todos los errores clásicos sobre Ozu (imagen plana, vistas
desde el tatami, apelación a misterios orientalistas) y agrega otros nuevos.
Uno de ellos es la disparatada argumentación según la cual Ozu combina la
pintura oriental con la fotoquímica (?) del celuloide. Desde una pedantería
que no vacila en recurrir al latín (signo inequívoco de sordera intelectual) sin
haber aprendido previamente el castellano, se enfrasca en discusiones que
tienden a encontrarle un sentido a cada plano de Ozu para terminar diciendo
que el director se incorpora a la “lucha contra la prevaricación del sentido”
que según Barthes es “el combate fundamental del zen”. Curiosamente, estos
divagues contradictorios se presentan como una refutación de los trabajos de
Bordwell a los que desde una dudosa lectura atribuye la intención de negar
los “efectos de sentido pleno” de Ozu (¿no era que no había tal sentido?).
Para el final, una auténtica perla. En la página 23 dice: “planos opuestos 360°
entre sí”. ¿Se trata de la burrada lisa y llana que parece o es que Zunzunegui,
desde su pedantería infinita, está usando una manera rebuscada para decir que
esos planos tienen el mismo ángulo?
8. Rafael Filippelli, “El peso del tiempo. Sobre Historia de Tokio de Yasujiro
Ozu”, Punto de vista, Buenos Aires, 1992.
Después de leer a Zunzunegui, la prosa de Filippelli nos recuerda que todavía
hablamos en castellano. Entre interesantes observaciones sobre el tiempo y el
movimiento en Ozu hay algunas frases iluminadoras como: “Ozu nos indica
que es necesario filmar imágenes, no ideas bajo la forma de imágenes”. Lo
que quiero discutir con Filippelli es lo siguiente. El autor, al que le gusta el
cine moderno más que el clásico y el whisky más que el sake, ubica a Ozu
como un precursor de ese cine moderno, en particular de Antonioni. Así
como Filippelli afirma que Wenders es menos moderno que su maestro Ozu,
creo que lo mismo es cierto para Antonioni. Un plano sin gente de Antonioni
está ocupado por el director, mientras que uno de Ozu está ocupado por el
espectador. Ozu no decora pero tampoco enuncia. Sin mencionar que el plano
de Antonioni es mucho más aburrido. Salud.
Publicado en El Amante N°22 – diciembre 1993
IV
1994
102. Las patas de la mentira
Mucho ruido y pocas nueces (Much Ado About Nothing), Kenneth Branagh,
1993.
Quiero que la gente sienta que Enrique V
es del mismo mundo que Batman.
Kenneth Branagh
El teatro isabelino se ha prestado para que el cine haga las peores
barbaridades (Greenaway), las peores solemnidades (Olivier), las peores
puerilidades (Zeffirelli) y las peores iniquidades (Jarman). Frente a tantas
calamidad (y después de un ensayo bastante fallido con Enrique V) Kenneth
Branagh ha logrado una película capaz de aliviarlo a uno de sus
contrariedades.
Entre la televisión y la divulgación, Mucho ruido y pocas nueces tiene toda
la ligereza, el descuido y el buen humor con los que pocos se animan a
encarar a un autor tan prestigioso. Branagh ubicó la obra en un escenario
campestre, podó el texto, contrató gente como Denzel Washington, Keanu
Reeves o Michael Keaton (este último para que la gente recordara realmente
a Batman) y a otros actores que nunca pisaron un teatro ni para ver a Darío
Vittori. Le dio a la obra un ritmo cinematográfico de comedia musical y una
textura dramática de vodevil. Lo curioso es que, con estos ingredientes, el
texto siga poblado de luces y sombras y resplandezca de inteligencia.
Hay momentos de felicidad bucólica, como la coreografiada cena del baño
colectivo, de bufonada irreverente, como las escenas en las que un desatado
Keaton galopa un caballo inexistente al estilo Monty Python, de payasada
televisiva, como la de los ocultamientos en el jardín. Pero también, en el
momento en que la trama gira hacia la gravedad de un Romeo y Julieta,
quedan expuestas las fascinantes estructuras que usaba Shakespeare, se
comprueba que una comedia es una tragedia encubierta, se insinúan costados
oscuros de los personajes y se desnudan aspectos ambiguos de los lances
románticos y las relaciones sociales (¿por qué Claudio acepta con tanta
facilidad que Hero lo engaña? ¿Por qué Beatrice puede pasar en un instante
del amor al odio? ¿Por qué Leonato se siente inclinado a despreciar a su hija
frente al poderoso Don Pedro?).
Gran parte del placer que proporciona la película está asociado con el hecho
de que nadie sobreactúa ni declama. Es curioso que así sea, pero es. No solo
Washington exhibe una sobriedad ejemplar, sino que la pareja protagónica
está brillante. Branagh y Thompson constituyen el clásico matrimonio de
actores británicos. Ni él es muy masculino ni ella muy femenina (parecen la
sota de oros y una directora de escuela). Pero este es un buen trabajo de
ambos. Branagh parece un actor italiano y la Thompson abandona su molesto
rictus. Se los nota cómodos y relajados aunque no lograron convencerme de
que entre ellos haya sexo.
Mucho ruido… no es una adaptación culta ni moderna. Pero tampoco es una
simplificación bastarda. El teatro, desde que el cine usurpara su lugar de
diversión masiva, tiende a perderse entre lo experimental y lo chabacano.
Pero Shakespeare no era ni lo uno ni lo otro. Hacia ese territorio del
entretenimiento popular superior al promedio apunta la película de Branagh,
que intenta acercar un texto clásico a un público para el que el cine constituye
el entretenimiento más sofisticado. Una apuesta que corre el riesgo de
desbarrancarse en una tercera vía muerta: el plomífero producto de “calidad”
a lo Cyrano. Nada más alejado de la agilidad y la alegría que despliega
Branagh. La película vuela sin esfuerzo, con destreza y sabiduría. Ayudado
por Willie (el guionista de Stratford), Branagh, que escribió su autobiografía
a los 30 años, está empezando a justificarla.
Publicado en El Amante N°24 – febrero 1994
107. O sole mio
Lecturas de trasnoche
Los críticos Gustavo J. Castagna y Vincent Canby afirman que uno no
debería leer lo que otros escribieron antes de redactar una crítica. El primero
afirma que es peligroso dejarse influir por la escritura ajena y el otro que es
malo terminar discutiendo con los colegas. Justamente por eso es que leo
todo lo que encuentro sobre una película después de verla: para transmitir
ideas que aplaudo y pelearme con las que me ponen nervioso. Alguien
exageró en una reciente encuesta de El Amante diciendo que yo leo todas las
revistas de cine del mundo. Obviamente, hay muchas que no leo y otras que
ni siquiera conozco. Pero no parece mala la idea de contar algunas cosas que
leí en las revistas últimamente, aunque más no sea para justificar esas pilas de
papel que desbordan la biblioteca o el escritorio y se acumulan
inexorablemente en el suelo (“hacen falta más estantes”, dice Flavia).
I. Cholulismo a la italiana. Nunca compro la revista italiana Ciak, casi
homónima de la que circuló durante algo más de un año en Buenos Aires.
Integra, junto con la francesa Première y las españolas Fotogramas e
Imágenes, el grupo de revistas europeas que se ocupa principalmente de
publicar fotos de actores y recomendar prácticamente todo lo que se estrena
(si la película es del país de origen, tiene prestigio cultural o recauda bien,
tanto mejor). Pero Ciak padece de una forma de provincialismo un poco
patética. Casualmente, acaba de caer en mis manos el número de junio
pasado. Allí se declara film del mes (!) a Romance otoñal (La vedova
americana) y se la promociona como el debut de Marcello Mastroianni como
latin lover en EE.UU. También hay una nota sobre Clint Eastwood. El copete
anuncia que Clint ama el western, y que ese amor se le despertó gracias a
Sergio Leone (“un italiano”, nos recuerdan). Dentro de las 154 páginas de la
revista (tal vez la más grande del mundo), se encuentra la habitual sección de
pequeños anticipos y noticias. Una de ellas da cuenta del próximo estreno de
dos películas americanas sobre Wyatt Earp (Wyatt Earp de Kasdan y
Tombstone, que terminó dirigiendo Pan Cosmatos). El redactor recuerda
como antecedente Pasión de los fuertes (My Darling Clementine) de John
Ford y afirma que allí Victor Mature hacía de Doc Holliday. Todo bien hasta
que agrega que este personaje era el acérrimo enemigo de Earp. Es una vieja
costumbre hablar de las películas de John Ford sin haberlas visto.
2. Positivamente desconcertante. Positif, la vieja rival de Cahiers du cinéma,
consiguió superar los problemas económicos que amenazaron su continuidad
un par de años atrás. Su subsistencia, según contó uno de sus últimos
directores a la revista americana Film Comment, se sostiene sobre la base de
que sus colaboradores (en su mayoría profesores universitarios) no cobran
por su trabajo. Hay algo muy interesante en Positif y es la intención de
escribir en un lenguaje alejado de la jerga académica pero dando cuenta de
todo el cine del pasado y del presente y sin rehuir ningún tema. Hay algo muy
poco interesante en Positif: leerla. Es una de las revistas más aburridas del
mundo, incluyendo las de filatelia y nefrología. La causa de este sopor está
asociada con el ecumenismo de la publicación. Todos los directores son
tratados con respeto, sin criticarlos nunca globalmente, distinguiendo
infinitos matices, evitando las generalizaciones y dedicándoles una enorme
cantidad de espacio. Si uno pensara que el cine no es, después de todo, muy
importante, tanta atención a tantos cineastas resultaría chocante u ociosa.
Pero si uno piensa que el cine sí es importante, llega a la misma conclusión.
El lector de una revista de crítica se merece la furia y la exaltación y toda esta
templanza no se distingue demasiado, en el fondo, de la que practican las
revistas cholulas. Últimamente, Positif ha llevado las cosas al extremo. El
número de enero del 94 se inicia con 30 páginas dedicadas a dos cineastas:
Peter Greenaway y Robert Altman, con artículos no exentos de simpatía y
admiración. El número de febrero, en cambio, comienza dedicándose a otros
dos cineastas: Arnold Schwarzenegger y Sylvester Stallone, en un artículo de
ocho páginas no exento de simpatía y admiración. A veces pienso que
exageran.
3. Cuadernos en conflicto. Entre la cinefilia europea, circula la leyenda de
que Cahiers du cinéma “se vendió”. Habría mucho que hablar sobre el tema,
pero lo cierto es que Cahiers es todavía una de las pocas revistas que se
anima a hablar mal de Greenaway o de Altman. Sin embargo, hay algo de
cierto en el hecho de que Cahiers va cediendo, no sin resistencia, a la presión
del comercio por un lado (un reciente reportaje a Catherine Deneuve venía
acompañado por una doble página publicitaria de Yves Saint Laurent,
sponsor de la actriz) y a la industria cultural por el otro. El último festival de
Cannes fue una buena ocasión para que la revista expresara sus
contradicciones. Publicó reseñas laudatorias para las dos películas ganadoras
(La lección de piano y Adiós, mi concubina) pero el editorial afirmaba que
estas películas podrían ser la avanzada de una nueva y despreciable “qualité”.
Al número siguiente, aceptó publicar una carta de un lector (no hay una
sección habitual de correo) sin réplica alguna que les preguntaba si los
elogios a la película de Jane Campion no les daban vergüenza. Para colmo, en
el número de febrero aparece un artículo ambiguo y cínico del veterano Luc
Moullet que termina recordando malévolamente una característica común a
ambos films ganadores: “La violencia y el sensacionalismo pagan... para
ganar en Cannes, tómese el personaje principal y córtesele un dedo”. Pero el
caso más interesante es el que rodea a David Lynch. Cuando se estrenó
Corazón salvaje, el entonces jefe de redacción, Serge Toubiana, publicó un
artículo indignado en el que afirmaba que si el cine se deslizaba por el
camino de la arbitrariedad lynchiana, iba a morir en poco tiempo. Toubiana
dejó de dirigir la revista y esta empezó a reivindicar a Lynch. En enero,
Cahiers publicó un suplemento llamado “100 films para una videoteca” en el
que se reseñan otras tantas películas destinadas a comenzar una hipotética y
ecléctica colección. Una de esas películas es, por supuesto, Corazón salvaje y
la nota firmada por Serge Grünberg la pone por las nubes y termina diciendo:
“Los que estén familiarizados con las formas extremas del arte
contemporáneo (Body Art, performances, etc.) reconocerán su ironía
entristecedora y cruel. Allí está el malentendido entre Lynch y la ‘crítica
humanista’. El autor de Eraserhead no respeta las tradiciones del séptimo
arte. Para máximo placer de aquellos que no creen que un film deba ser
necesariamente una muestra de cultura popular destinada al gran número”.
4. Pasión de multitudes. Esta idea de que un cierto cine (que, por otra parte,
está más bien de moda) no es para cualquiera y necesita de prerrequisitos
culturales para ser comprendido se refuerza leyendo un artículo sobre la
última película de Greenaway que apareció en diciembre en la revista
española Dirigido. Dice allí Esteve Riambau: “Lógicamente, una concepción
del cine que somete el discurso argumental a códigos de puesta en escena que
exigen una determinada educación de la mirada, choca con los cánones
imperantes en la actualidad e incluso pueden provocar el rechazo de
determinados sectores de público que, una vez más, se escudarán ante la
pedantería del cineasta. Pero si The Baby of Mâcon puede herir la
sensibilidad del espectador, no será tanto por sus ataques a la Iglesia, la
muerte de una vaca o las 208 violaciones de la protagonista, sino por la
osadía de Greenaway de romper el sacrosanto código del cine como
mecanismo de reproducción de la realidad” (reproduzco el párrafo entero
aunque no venga al caso porque en el estilo de los redactores de Dirigido no
abundan los puntos y no quería perderme lo de las 208 violaciones). No
intento discutir acá los méritos de Lynch o de Greenaway (que me parecen
pocos) sino la particular posición en la que queda un lector que no ama a esos
cineastas frente a lo que bien podría describirse como una falacia de
autoridad. Ambos argumentos son del tipo: “si a usted no le gusta fulano es
porque usted es un bruto”. O: “si no sabe nada del Body Art o de los códigos
de nosécuánto, cállese la boca”. Hablando así se invierte, por así decirlo, la
carga de la prueba. Ya no es el crítico el que debe demostrar su erudición y
transmitirla al lector (en un acto de respeto, racionalidad y sano periodismo)
sino que, amparado en un lugar de autoridad autoconferida, el que escribe así
(en un arranque de matonería intelectual) cuestiona la cultura del lector
disidente sin siquiera dar cuenta previamente de la suya mediante otro
recurso que no sea la mención de nombres y vaguedades. Reclamarse como
parte de una élite no es otra cosa que enmascarar la ignorancia, jugar el juego
del medio pelo intelectual. Unas declaraciones de Robert Altman (justamente
en Positif de diciembre) pueden servir para ilustrar esta idea. Dice Altman,
tratando de demostrar que lo suyo es “arte” y no “entretenimiento”: “si
pudiéramos medir la actividad cerebral [del espectador], veríamos que en
Shortcuts es mayor que en El fugitivo”. Solo un megalómano como Altman
puede decir una burrada semejante. Y solo un burro puede creer que
pertenece a la élite de los sabios.
5. Crítica de la crítica. Visions, que se publica trimestralmente en Boston, es
la más interesante de las revistas que he leído últimamente. En su número de
verano de 1993 trae una entrevista a Ray Carney, profesor de la Universidad
de Boston. Es una crítica feroz contra la crítica de cine y viene anunciada en
la tapa como “Por qué los críticos de cine pierden siempre el barco”. Carney
destroza tanto a los reseñadores de periódicos como a los académicos.
Quienes escriben regularmente en diarios y revistas son para Carney simples
resortes del aparato publicitario de las empresas cinematográficas y nunca
han logrado apreciar ni difundir a los directores interesantes que ha dado el
cine americano en los últimos treinta años. Entre estos, nombra a Barbara
Loden, Elaine May, John Cassavetes, Robert Kramer, Mark Rappaport,
Charles Burnett, Paul Morrisey y Jon Jost. Estos críticos, dice Carney, han
declarado que otros cineastas, como De Palma, Coppola, Spielberg, Toback,
los Coen, Lynch, Spike Lee u Oliver Stone, producen obras de arte cuando lo
que hacen no puede ser tomado en serio. En cuanto a los críticos académicos,
Carney los divide en ideológicos y formalistas. Los ideológicos, preocupados
por la corrección política y la defensa de las minorías, prefieren sus
estándares de mentes chatas a la grandeza artística y
solo pueden proponer ideas de jardín de infantes. “No es raro”, dice Carney,
“que las críticas feministas prefieran Una mujer descasada de Mazursky a
Una mujer bajo influencia de Cassavetes”. Los formalistas, en cambio,
“ofrecen una visión del arte mediante una sanata estilística de una milla de
alto y un conocimiento de la vida de una pulgada de profundidad... El hacer y
mirar películas se ha convertido –ridiculiza– en una cuestión de ‘manipular y
decodificar estrategias diegéticas”. Carney afirma que el arte no es, en el
fondo, más que un modo del conocimiento, un modo más rico y más difícil
que el de la ciencia. Claro lo suyo, profesor.
Publicado en El Amante N°24 – febrero 1994
110. Estrenos en video
A grandes rasgos, el rock nació cuando el cine moría. Hubo dos artes
populares y universales en el siglo y una sucedió a la otra allá por los
cincuenta. Ambas fueron parientes despreciados de cosas más serias como el
teatro o el jazz. El cine logró sobreponerse un poco a su mala fama... para
morir poco después o, al menos, para dejar de ser estimulante, contestatario o
impredecible. El rock, más limitado en sus medios expresivos, logró en algún
momento esas características y logró también perderlas rápidamente. Los que
nacieron después de 1950 convivieron con el rock y el cine y su memoria está
poblada de imágenes y sonidos que se agregaron, como una segunda
naturaleza, al resto de las cosas. Aunque anduvieron por los mismos caminos,
el rock y el cine no llegaron nunca a encontrarse del todo. Posiblemente,
porque pocos cineastas y pocos músicos reconocieron que ambas disciplinas
convergían en esa memoria colectiva. Cuando los cineastas se acercaron al
rock, fue en general para mirarlo como un fenómeno de circo, sin advertir
que el cine se había transformado también en una rareza. Cuando los rockeros
utilizaron las figuras y las historias del cine no advirtieron tampoco que el
rock era una historia de cine.
Hubo excepciones. Una de ellas fue Wim Wenders, que produjo los únicos
textos literarios que pasan sin ruptura del lenguaje del rock al del cine y
vuelven de la misma manera. Wenders afirmó haber descubierto su estilo
cinematográfico en las tapas de los discos de rock y escribió frases como
esta: “las películas sobre los Estados Unidos deberían contener solo planos
generales, como ya ocurre con la música sobre los Estados Unidos”. Su cine,
en sus mejores momentos, registra la presencia del rock como sonido del
mundo. O Martin Scorsese, que filmó The Last Waltz entendiendo que la
música le imponía al cineasta un lenguaje. O, dicho de otra manera, que el
respeto por el concierto rechazaba los habituales contracampos sobre el
público, contracampos que decretan un significado y convierten al rock en el
hecho mediático que el mal cine quiso siempre que fuera (un espectáculo
circense en el que las chicas aúllan histéricas). La cualidad descriptiva que
Wenders advierte en el cine de Ford y en la música de Van Morrison (ver
pág. 44) acaso comience con las letras cinematográficas de Chuck Berry, que
nombran ciudades, enumeran trabajos y celebran a la adolescente que va del
baile a la escuela. Hay un uso de la tercera persona en esas letras que las
distingue y que tendrá algunas continuaciones. En Bob Dylan, por ejemplo,
con su imaginación poblada de las alucinaciones del cine (“A la gente le
gusta hablar de la nueva imagen de América, pero para mí sigue siendo la
vieja –Marlon Brando, James Dean, Marilyn Monroe– y no la cocaína, las
computadoras y David Letterman”). O en The Kinks, el grupo inglés que
llenó sus temas de nombres propios y de referencias cinéfilas y que a lo largo
de dos décadas pintara una Inglaterra íntima y cotidiana que no apareció
jamás en el cine contemporáneo de su país (“Quisiera que mi vida fuese una
película de Hollywood continuada/un mundo de fantasía de villanos y héroes
de celuloide/porque los héroes de celuloide /nunca sufren ningún dolor /y los
héroes de celuloide nunca mueren de verdad”).
En la Inglaterra de los sesenta, mientras los Kinks y su líder Ray Davies
nutrían sus canciones de cine, Richard Lester nutría su cine de las canciones
de los Beatles, pero ambos caminos no se tocaron nunca. El nacimiento del
pop separaba para siempre los lenguajes y juntaba a los protagonistas en sus
quince minutos de fama.
Una película estrenada en estos días, En el nombre del padre, incluye
canciones de Dylan (“Like a Rolling Stone”) y de los Kinks (“Dedicated
Follower of Fashion”) en un intervalo de pocos minutos. Y, si uno se fija
bien, son esas canciones las que les dan vida a unas imágenes chatas y
convencionales que intentan reproducir el “Swinging London”. Funciona así
un curioso ejemplo de circularidad descriptiva mediante el cual una época
vive en el cine porque en ella hubo rock, mientras que ese rock nació
inspirado por el cine.
En cuarenta años, como decíamos, hubo menos relaciones entre el rock y el
cine de las que hubiera podido esperarse. Los rockeros se asomaron poco por
los sets y los cineastas no fueron a los conciertos. Todos compartieron el
espacio del estrellato sin mezclarse demasiado, como en el famoso camino de
la fama de Hollywood Boulevard, en el que los músicos se identifican porque
su baldosa tiene un disco y los actores y cineastas porque tiene una cámara
(“Aquellos que tienen éxito/manténganse en guardia/porque el éxito camina
de la mano del fracaso /a lo largo de Hollywood Boulevard”, The Kinks, del
LP Everybody’s in Shou–Biz). Hubo muchos cruces superficiales. Como
siempre, los actores grabaron discos y los músicos actuaron en películas. Se
filmaron miles de conciertos (un nuevo género) y se hicieron biografías de
los muertos. Se usaron temas de rock en las bandas de sonido (no
demasiadas) y las modas llegaron a la Argentina. Tiempo después, se
inventaron los videoclips. Entre ejercicios de variada mediocridad hubo
algunas buenas películas convencionales y casos raros como la solidez de los
U2 o la inclasificable True Stories de David Byrne. De algunas de estas cosas
y de otras se habla en las páginas que siguen.
Publicado en El Amante N°25 – marzo 1994
114. Estrenos en video
La casa de los espíritus (The House of the Spirits), Bille August, 1993.
La casa de los espíritus es muchas cosas a la vez y todas son malas. La más
obvia es que se trata de un gran negocio en el que un elenco de famosos
interpreta a los personajes de una de esas historias que se inscribe en un
género que podría llamarse “épica de la desgracia” si no fuera más conocido
como folletín barato y que tiene su expresión más célebre en Lo que el viento
se llevó. Esta no es la única fuente de la película. Hay otros rastros de la
historia del cine, la literatura y la televisión: un poco de Gigante, de
Karamazov, de El Gatopardo (Irons está igualito a Burt Lancaster), de Dallas
y, por supuesto, del famoso realismo mágico en cuyo nombre Latinoamérica
adquirió una dudosa dignidad literaria en el terreno de lo exótico y
pintoresco. Detrás de la película está la novela de Isabel Allende (que se
declaró muy contenta por el resultado) y que incluye, al parecer, algunos
aparecidos y premoniciones de los que incursionan en la película. Algunas
malas adaptaciones (como El amante –no confundir con la revista
homónima–, por ejemplo) producen la impresión de que la novela que le da
origen puede ser otra cosa y que hay algo interesante detrás de sus imágenes
chatas. No es este el caso. Es imposible imaginarse algo interesante en la
novela después de ver su resultado cinematográfico. A menos que Bille
August, el director contratado para adaptar y dirigir el libro y darle el toque
final con garantía de producto de calidad europeo, es un especialista en estas
cosas. Lacrimógeno en Pelle el conquistador, obsecuente con Bergman en
Con las mejores intenciones, acá se muestra simplemente mediocre. Y un
poco desdeñoso con las circunstancias, ya que no tiene inconvenientes en que
en Santiago nieve en Navidad. Claro que puede tratarse de otro toque de
realismo mágico, tema que en August resulta confuso, ya que los aparecidos
se mezclan con tanto zombie que anda por la pantalla. Aunque ya es hora de
abandonar al amanuense August, sus marionetas unidimensionales, sus
locaciones portuguesas, su fotografía deplorable y sus escenas disparatadas
como la confesión de Férula o la del milico comiendo el sandwich.
La película cuenta la historia del hacendado Trueba (que no acredita
parentesco con el director de Belle époque), su mujer vidente y el resto de su
familia y empleados desde su juventud a su vejez y/o muerte. Esto último
ocurre en tiempos de la dictadura de Pinochet. Resulta que el tal Trueba es un
violador, un asesino, un explotador y un déspota. Su mujer, en cambio, es una
santa con poderes que no aprueba su conducta, lo mismo que su hija
actualizada, que su yerno socialista y su hermana reprimida. Las canalladas
de Trueba se muestran como el resultado de la conducta de un héroe que no
puede hacer otra cosa que actuar según los patrones de su época. Y aunque su
mujer lo repudie, no puede menos que confesar que lo más importante es su
amor por él: “no debes juzgar mal a tu padre; las cosas que hizo no las hizo
por maldad sino por exceso de energía”. Y este es el lugar de la mujer en esta
historia que se pretende feminista: ser la depositaria de la sensibilidad que
permita la continuidad de la familia, legalice los abusos de su jefe indiscutido
y le preste una coartada espiritual al sometimiento (con una insinuación de
lesbianismo nunca concretado para asegurar lealtades más modernas). Un
caso curioso de feminismo falocéntrico análogo al papel que la Iglesia se
atribuyó en la conquista.
Tanta ingenuidad, que consagra un cómodo primitivismo como descripción
de América Latina, se continúa en la curiosa interpretación del golpe militar.
Allí, el heroico Trueba se redime de sus pecados de conservadurismo
salvando a su yerno y reconociendo su error. Ese error fue apoyar el golpe,
sin advertir que el poder no iba a quedar en manos de su clase sino en la de
los descastados, de los hijos bastardos, de los arribistas sin apellido. Trueba
se da cuenta de que sus enemigos de la izquierda eran más parecidos a él y lo
respetaban más que los advenedizos uniformados. Y esto, más que una
interpretación política, es una confesión política, es una confesión que puede
hacer interesante el texto de Isabel Allende: debe tratarse de la versión más
clasista que se haya escrito sobre la realidad americana, una visión que
recuerda a la de la gente distinguida de muchas provincias argentinas. La
novela bien podría llamarse Elogio del feudalismo. Y en ese contexto, serían
más naturales tantos espíritus y otras cuestiones que modernamente se
califican (con razón) de tonterías.
Publicado en El Amante N°26 – abril 1994
117. 18 películas de Billy Wilder
Alejandro Chomski
Mi encuentro con Alejandro Chomski (25 años) no podría haber sido peor.
Lo conocí casualmente el último Jueves Santo y me preguntó si me
interesaría ver un trabajo suyo. Ante la respuesta afirmativa se subió al coche
y apareció a los diez minutos con una copia en video de su mediometraje
(23’) Escape to the Other Side, realizado en EE.UU. en 1993. De ahí en más,
me preguntó rigurosamente cada cinco minutos si yo iba a entender los
diálogos porque la versión no tenía subtítulos, colocándome en la incómoda
disyuntiva de parecer burro o pedante. Como si esto fuera poco, se dedicó a
enfurecerme hablando bien de Robert Altman. La impresión un tanto
pesadillesca que me produjo la abrumadora personalidad de Chomski se
disipó cuando vi la película.
Basada en un cuento de Bioy Casares (escritor que ha tenido poca fortuna en
el cine y el video), Escape… cuenta la historia de una ciudad que rechaza a
los viejos, asesina en nombre de la ciencia y neutraliza la cultura. La solidez
de la realización y la calidad de los rubros técnicos serían suficientes para
llamar la atención sobre el director. Pero esto no es lo más importante. Hay
en Escape… una garra y una gravedad infrecuentes. Chomski parece tomarse
el mundo en serio, creer en lo que cuenta y narrar con una seguridad
admirable. La existencia de esta película sugiere indirectamente que hay una
tendencia cultural –en la Argentina y en el mundo– que apunta en un sentido
opuesto al carnaval de frivolidad, desinformación y silencio que acaso
agonice detrás de su mediocre triunfalismo. Chomski, entretanto, afirma ser
sobrino de Noam (el lingüista) y de Marvin (el director), viene de trabajar con
Jarmusch, Kusturica y Spike Lee y tiene unos 500 proyectos. Escape to the
Other Side se exhibe (en 16 mm y con subtítulos) el 26 de abril en el teatro
IFT (si Rubén Katzowicz cumple esta vez con su palabra) junto con el
largometraje Alambrado de Marco Bechis.
Publicado en El Amante N°26 – abril 1994
119. La especialidad de la casa
Mientras que en el resto del mundo, Orson Welles figura en una especie de
panteón del cine desde que hizo El ciudadano a los 25 años y no se ha
movido de allí, en Estados Unidos no hizo más que caer en la estima de sus
conciudadanos a partir de 1942. Hasta su muerte, ocurrida en 1985, Welles
acumuló enemigos, frustraciones e injusticias en su país natal. Por otra parte,
la suma de contratiempos que fue su carrera lo obligó a aparecer como actor
en demasiadas películas malas, por lo que su presencia se hizo demasiado
conspicua y poco propicia para que se lo tomara en serio en sus últimos
treinta años. Era un personaje tan familiar que terminó siendo un
desconocido. Maltratado sistemáticamente por los críticos americanos que le
hicieron fama de irresponsable, de megalómano y hasta de no ser el autor de
sus obras, Welles fue siempre bastante desconfiado con los periodistas,
actitud común a los grandes directores americanos, pero que Welles
desarrolló hasta un verdadero arte de la provocación. Así que tanto en el
panteón de los inmortales como en la fosa común de los réprobos, Welles
dejó de ser materia de discusión para quedar más o menos pegado a alguno
de sus motes más característicos: genio absoluto o impostor repudiable. Lo
cierto es que El ciudadano fue una de las dos únicas películas de Welles que
se estrenaron sin modificaciones contrarias a la voluntad del autor (la otra,
Macbeth, tuvo un presupuesto risible). Por lo tanto, su obra no difiere mucho
de un conjunto de hipótesis. Ocurre que el propio Welles, además, no había
visto la mayoría de sus películas terminadas, de modo que sus propias
opiniones eran, en muchos casos, especulativas. La película que él considera
su obra maestra (Soberbia) sería una de las más mutiladas aunque el grado y
la importancia de esas mutilaciones siempre fue objeto de controversias.
El 4 de febrero de 1942 parece haber sido el momento fatídico de la vida de
Orson Welles. Ese día se embarcó a Brasil para colaborar como encargado de
relaciones públicas con el esfuerzo de guerra de su país (la sumisión de
Welles a los dictados del Departamento de Estado resulta bastante
misteriosa). Su tarea era hacer una película que acercara a Brasil y Méjico
con los Estados Unidos. Dejaba atrás la copia sin montar de Soberbia y el
contrato más favorable para un artista que hubiera firmado nunca Hollywood.
Al volver, ocho meses más tarde, todo había cambiado. Al decir de Welles,
“Lo menos que decían cuando me fui era que yo era alguna especie de artista.
Al volver, que era alguna especie de chiflado”. La RKO le había rescindido el
contrato y había estrenado la versión mutilada de Soberbia. La película
brasileña se había suspendido y lo habían dejado sin fondos. Comenzaba su
fama de elemento disolvente y poco confiable para los estudios, idea que
daría lugar a innumerables artículos y hasta a una biografía en años
posteriores. Desde el maldito viaje a Brasil, Welles era el ejemplo de maldito
que se había cavado la fosa por irresponsable.
Welles no murió precisamente lleno de alegría y gratitud con la industria del
cine (como la mayoría de los grandes directores). Pero su actividad había sido
tan vasta, su capacidad de trabajo tan febril y sus intereses tan diversos que
muchos de los proyectos olvidados empezaron a aparecer a unos años de su
muerte, dándole una especie de continuidad post mortem a su carrera.
Este dossier intenta ser el testimonio de algunos de estos aparecidos, acaso
una venganza del fantasma de Welles contra el brujo que lo maldijo en aquel
famoso viaje a Brasil. Las novedades más importantes son, por ahora, la
aparición de las latas de It’s All True, la película latinoamericana de Welles,
montada y estrenada en exhibiciones en el último año. Roberto Cattani se
ocupa de la génesis de esta película y de la estadía de Welles en Brasil en la
página 29. Como El Amante no acostumbra hablar de la película sin críticas,
aquí va en dos líneas. It’s All True está dividida en dos partes: en la primera
se lo muestra a Welles en Brasil y se ve en imágenes la historia que Cattani
cuenta en su nota. En la segunda parte, se ven algunas imágenes de uno de los
episodios filmadas por Welles, compaginadas con una música que las une a
modo de audiovisual. La primera parte es interesante y emociona la presencia
de Welles y la historia de los jangadeiros. La segunda recuerda a las fallidas
versiones de Que viva Méjico de Eisenstein y revela hasta qué punto las
imágenes en crudo difieren de una película terminada. Nadie debería incluir
en la filmografía de Welles este sospechoso engendro. De todos modos,
actualiza el tema, de por sí interesante, del viaje de Welles a Brasil, sobre el
que también se incluye una profética semblanza de Vinicius de Moraes en los
tiempos en que se dedicaba a la crítica de cine para probar, además, que
tenemos más colegas de lo que se cree a primera vista.
Otra novedad es la aparición del libro de Peter Bogdanovich, que reúne
conversaciones entre ambos de los años 1969–72 y que se ha convertido
seguramente en el mejor cuerpo testimonial que existe sobre Orson Welles.
También ha aparecido en video una nueva versión de Otelo rescatada en los
últimos años. De ella y del documental de filmación se ocupa David Oubiña.
A la televisión de cable, por otra parte, se le ha dado por emitir un
documental más o menos reciente del que se ocupa Gustavo Castagna.
Por último, Daniel Hakim agrega una ficción que no parece impropia
tratándose del hombre de La guerra de los mundos.
A casi diez años de muerto, Welles da más trabajo que muchos cineastas
vivos. La tarea de sacarlo del panteón y mirarlo de frente recién comienza
con una pequeña ayuda de los fantasmas.
Publicado en El Amante N°28 – junio 1994
126. Dossier Welles. Uno de esos americanos
Hacia 1986 Flavia había descubierto –algo tardíamente– a cierto grupo raro
de rock y escuchaba los cassettes todo el día. A mí, lo único que me llamaba
la atención era una frase en anglofrancés, “Psycho killer, qu’est–ce que
c’est?”. Eran los Talking Heads, los lideraba un tal David Byrne y se decía de
ellos que eran algo muy moderno. En 1987 vimos Stop Making Sense, una
película de Jonathan Demme que reproducía un recital del conjunto. Era,
junto a The Last Waltz de Scorsese, la única versión digna de un concierto de
rock que había llegado al cine. La puesta en escena del show era
extraordinaria y el diseño visual no apuntaba a lo espectacular sino a
enriquecer las canciones con humor e imaginación. Permitía sospechar,
además, que Byrne no solo era el líder del grupo sino una fuerza intelectual
que trascendía el medio. Ese mismo año vimos True Stories y se confirmó
que Flavia no solo es una mujer maravillosa, sino que cuando insiste con
alguna intuición es mejor hacerle caso (también es cierto que insiste tanto que
es imposible no hacerle caso, pero esa es otra historia). Me llevó diez
segundos de proyección disfrutar de True Stories. Me llevó siete años
entenderla. Más precisamente, situarla en alguna parte del panorama del cine
contemporáneo. Lo importante de una película importante es que sirve para
pensar todas las películas. True Stories es una película importante. Es una
película que propone una mirada.
Curiosamente, esa mirada no ha sido bien interpretada. Hoy mismo leo en la
guía Maltin que se trata de una “sátira a los tejanos” y en la revista Dirigido
que “documenta la locura y la estridencia del mundo contemporáneo”. En el
primer caso se trata de una crítica desde la derecha, en el segundo de una
aprobación desde la izquierda. Ambas están igualmente despistadas. Tanto
como lo estarían un elogio conservador o una diatriba desde lo políticamente
correcto ante una canción como “Nothing but Flowers”, que pone en
evidencia ciertos delirios ecologistas. Pero el mayor malentendido
relacionado con Byrne tiene que ver con la imagen de artista
multidisciplinario (se lo ha llegado a llamar “hombre del Renacimiento”) que
hizo mucho por su prestigio. Efectivamente, Byrne hizo canciones, videos,
películas, fotografías, pinturas y participó en la creación de espectáculos de
danza y de teatro. Fue uno de los primeros músicos de rock en hacer creativa
la parte visual de los conciertos y en jerarquizar los estándares del videoclip.
Esta diversidad y la gran popularidad de los discos de los Talking Heads
contribuyen a que Byrne parezca un gran bonete del arte y los medios, un
gurú pop. Su carrera como músico desmiente ese lugar. Aunque todo había
empezado antes, desde que huyó de los Heads, los intereses de Byrne se han
alejado progresivamente del tumulto pop para orientarse primero hacia
experiencias musicales distantes como la afrolatina y luego rumbo a una
progresiva austeridad que incluye una escena mucho más despojada y letras
más personales. La palabra clave en el Byrne de los últimos tiempos es
“desnudo”, que aparece una y otra vez en sus canciones. En concierto sus
movimientos son ahora más fluidos y naturales, se parece mucho más a un
trovador que al chico aplicado que cuidaba la escenografía mientras hacía esa
música tan bailable. La obra de Byrne ha seguido un impulso de soledad,
intimidad y sinceridad, aun perdiendo audiencia. Desde allí conviene mirar
True Stories. Aunque la reciente gira de Byrne por la Argentina haya incluido
una muestra multiarte en el Centro Recoleta en la que se exhibió la película
junto con videos, fotos y collages, es oportuno insistir en que el film es la
obra de un director. Así como Byrne empezó en la música como un
improvisado audaz y hoy es un músico por derecho propio, su actividad como
cineasta pretendió siempre la misma seriedad. Ni True Stories ni Between the
Teeth ni Ilé Aiyé son el capricho de una estrella sino un intento de hacer cine;
más aun, de hacerlo desde una enorme independencia.
True Stories retoma un gesto vanguardista, en particular de la tradición pop
americana emparentada con Warhol: hace antropología de lo inmediato, trata
con extrañeza lo que está cerca. Pero, por primera vez, el gesto resulta
divertido y rechaza la monotonía de su propia fórmula. Byrne no pretende
declarar lo obvio como arte sino poner en juego una sensibilidad que permita
apreciarlo sin condescendencia. A la ternura y la simpatía de la mirada camp
se le agrega una ausencia que implica una operación intelectual y sensible
bastante complicada. Si bien True Stories propone una estética de la
diferencia, una alternativa a la costumbre, le falta la soberbia y aun la pose
del artista que suele congelar esa apertura en un concepto. La presencia de
Byrne como narrador irradia modestia y permite un intercambio con el medio
y una participación a varios niveles: de los personajes en la formulación del
relato (como ocurre en la compilación de videos Storytelling Giant), del autor
transmitiendo su propia perplejidad y del espectador que accede a la
degustación de una variante en la emoción estética. Para instalarse en ese
nuevo territorio, liberar la ternura sobre la gente, los objetos y las costumbres,
para aceptar la alegría de la celebración de la excentricidad o la belleza de las
construcciones en serie es necesaria la supresión de todo cinismo por parte
del director y del espectador. Byrne hizo su parte, pero no así muchos críticos
que no aceptaron la invitación a la contemplación amable (de eso se trata) y
de ahí los malentendidos. True Stories exige la aceptación de las reglas de un
género, como sucede con el western o el musical, un paso que solo puede
darse si media el placer. Como en el musical clásico (y también en el western,
casualmente), las canciones ayudan. Una vez franqueado ese umbral, aparece
una sensación muy fina de libertad y de alegría, una utopía sutilmente
ingenua, democrática y encantadora. Byrne no nos invita a adorar lo vulgar
sino a engrandecer nuestra percepción de lo cotidiano.
En su reciente paso por Buenos Aires, David Byrne dio tres conciertos,
anduvo en bicicleta, fue a la Sala Lugones a ver El proceso de Welles y
concedió una entrevista a El Amante. No conozco muchas estrellas de rock,
pero Byrne no se parece a una. Con el aspecto de un chico crecido, se mostró
tímido y reflexivo, cordial y distante. Pensó cuidadosamente cada respuesta y
llegó a pedirnos nuestra opinión. Tuvimos el placer de conocerlo y la
satisfacción de verificar algunas ideas sobre su cine. Creo que nos tratamos
de usted a pesar de que Noriega le volcó café encima y de un cierto
cholulismo de todos nosotros incluido el fotógrafo. Mientras esperamos sus
próximos discos y películas, Flavia sigue soñando con acompañarlo en el
escenario, ahora que ha desaparecido su odiada Tina Weymouth.
Publicado en El Amante N°30 – agosto 1994
133. Estrenos en video
Max, el perro (Man’s Best Friend), John Lafia, 1991.
Max le tiene echado el ojo a la perrita Lassie de al lado. Cuando los patrones
de la casa se van, de un ágil salto, Max se introduce por la ventana del living.
Allí está ella, que huye turbada hacia el dormitorio de sus amos. Max la sigue
raudo por la escalera. Ella se ha refugiado acurrucándose en la cama
matrimonial. Max se encarama presto, no sin antes cerrar la puerta de la pieza
con la cola. Corte. Plano general del exterior de la casa. Ningún sonido. De
pronto, ¡Aúuuuuuuuuu...!, el aullido de satisfacción de Max, el perro. Esta
bucólica escena ocurre en medio de un thriller berreta en el que un científico
loco (Lance Henriksen) ha entrenado a ese enorme animal para matar
delincuentes. Max es raptado por Ally Sheedy que no sabe que su simpática
mascota es un asesino en potencia. La película recuerda vagamente a Perro
Blanco de Fuller pero con toques de farsa. Una película que tiene una escena
como la anterior no puede ser mala y no lo es. Eso sí, Ally Sheedy es la actriz
antisexy de la temporada. En cambio, Max se las trae.
Publicado en El Amante N°30 – agosto 1994
134. Horas desesperadas
Hace tres números, el autor de esta nota publicó una serie de exabruptos
bajo el título de “Abajo la comedia!”. Arrepentido y más tranquilo, resuelve
darle al género (o a una parte de él) una nueva oportunidad. La ocasión
llega de la mano de un libro sorprendente de Stanley Cavell.
Stanley Cavell nació en 1926. Profesor de filosofía en Harvard, en 1972
publicó su primer libro sobre cine, The World Viewed. En ese entonces, no
había leído el famoso ensayo “La obra de arte en la era de la
reproductibilidad técnica”, de Walter Benjamin. Lo hizo más tarde y lamenta
la demora en el epílogo de Pursuits of Happiness, publicado en 1980 y que
nos ha llegado en su edición francesa de 1993 (A la recherche du bonheur,
ed. Cahiers du cinéma). Cavell reconoce en Benjamin a un antecesor en el
señalamiento de una idea (que, de hecho, es apenas un paréntesis de ese
ensayo): la necesidad de reformular el concepto de arte a partir del desarrollo
del cine. El libro de Cavell, cuyo título completo sería algo así como
“Búsquedas de la felicidad: la comedia hollywoodense del rematrimonio”, es
único en la literatura cinematográfica. Es imposible (e inútil) discernir si se
trata de una obra de filosofía o de crítica. Más bien es un intento
deslumbrante de fundar un nuevo territorio de investigación, o más bien de
redefinir el modo en el que se habla sobre cine y, al mismo tiempo, de situar
el cine en el centro de las discusiones filosóficas y sociales. La ambición de
Cavell es decididamente radical: hablando del lugar del cine en los programas
universitarios, le parece absurda la idea de agregar cursos de la especialidad
en el currículum existente. Lo que pretende es sencillamente que la totalidad
de las carreras de humanidades se modifiquen a partir del reconocimiento de
la legitimidad del cine.
La escritura de Cavell está lejos de dos cosas esperables a partir del párrafo
anterior. No se trata de una crítica erudita, poblada de citas de otras áreas, ni
de la ilustración, por medio de escenas del cine, de conceptos filosóficos. Lo
que Cavell pretende no es tampoco una suerte de interdisciplina fabricada a
partir de la superposición de dos discursos. Es cierto que habla de cine y de
filosofía pero lo hace de tal manera que logra en todo momento transmitir la
sensación de que ambos son una sola cosa. El descubrimiento de Cavell es
que hay una conversación que atraviesa la historia de la filosofía y prosigue a
ambos lados de la pantalla de cine.
Ciertamente, Cavell es un wittgensteiniano, dispuesto a hacer filosofía de lo
inmediato más que a construir sistemas o a discurrir sobre la vida de los
conceptos. Las palabras más difíciles que uno puede encontrar en el libro son
libertad, matrimonio, felicidad. Esto no impide que el alcance de esos
términos sea objeto de una especulación sofisticada que se sostiene –al borde
del abismo– en el movimiento de la lectura. “Me gustaría decir que lo que
aquí nace no dura más que el tiempo en el que contemplo al objeto de un
modo particular”, cita Cavell a Wittgenstein y advierte al lector sobre la
fulgurante inasibilidad de este modo de discurrir. Acostumbrado a otro tipo
de enfoques, uno no termina de asimilar que Cavell esté hablando con esa
seriedad de los dos leopardos de La adorable revoltosa o de las ventajas del
estilo de comicidad de Leo McCarey sobre los de Chaplin y Keaton.
El tema manifiesto de Pursuits of Happiness es el análisis de siete comedias
americanas filmadas entre 1934 y 1949. Se trata de Lo que sucedió aquella
noche de Capra, Las tres caras de Eva de Preston Sturges, La adorable
revoltosa y Ayuno de amor de Hawks, Historia de Filadelfia y La costilla de
Adán de Cukor y The Awful Truth de Leo McCarey. Para Cavell, estas
películas constituyen el núcleo de un género, entendiendo por género un
conjunto mucho más preciso y restringido que el western o la comedia
musical, un conjunto estructurado alrededor del desarrollo de un concepto
filosófico y en el que cada caso particular actúa como una nueva revisión de
un mito. Se trata de algo así como una forma musical que, según nuestro
autor, posee una lógica interna o una biología. Lo que une a estas películas es
un aire de familia (una noción de Wittgenstein que alude al hecho de que el
parecido familiar es indiscutible pero no se reduce a un rasgo determinado:
no todos los narigones integran una determinada familia de narigones;
recíprocamente, es posible que haya algún pariente de nariz chica que, sin
embargo, es claramente un miembro de la familia). Estas películas comparten
un escenario común: una pareja (que creció junta, que no tiene hijos y en la
que por lo menos uno de ellos es rico, entre otras particularidades) se
embarca en una aventura que se inicia en el divorcio y culmina en una nueva
unión (de allí el término rematrimonio del título) que se lleva a cabo en un
territorio en el que puede florecer la felicidad conyugal (increíblemente, ese
territorio es, en varias de estas películas, el Estado de Connecticut). Durante
ese proceso, el matrimonio –que antes era solo una unión formal– será
legitimado mediante el nacimiento de una mujer nueva –una mujer que
reconoce su autonomía, su identidad sexual y su deseo– y los cónyuges se
reconocerán mutuamente en una igualdad tan estimulante como provisoria
(Cavell explica que los rasgos de cada película que no encajan en este
esquema –por ejemplo, en el comienzo de La adorable revoltosa los
protagonistas no están casados y ni siquiera se conocen– son sustituidos por
uno equivalente a los efectos de la familiaridad genérica). Uno de los
aspectos más originales del libro es la idea de que este estado matrimonial
más profundo o avanzado es simultáneo con un esclarecimiento del sentido
del matrimonio y se alcanza mediante una conversación que toma estado
público y en Ia que intervienen tanto pensadores (como Lutero, Nietzsche,
Thoreau o Freud) como el director, los críticos y los espectadores. Esa
conversación está asociada con el hecho de que los propios protagonistas de
los films hablen entre ellos sobre el matrimonio. La alegría de esas comedias
reside en su desarrollo y no en un crecimiento dramático que necesita de un
final feliz. Su ritmo es veloz y constante y su tono ligera o medianamente
disparatado (lo que en inglés se llama madcap o screwball comedy, que no
llega a la locura de los Hnos. Marx), no hay puntos de gran concentración
cómica, ni gags espectaculares (como en las comedias mudas). Estos rasgos
recuerdan justamente a una distendida y juguetona intimidad matrimonial. En
estas misteriosas coincidencias y duplicaciones –que las películas que
permiten reabrir la conversación sobre el matrimonio requieran que los
cónyuges hablen de él en la ficción o, dicho de otro modo, que la
conversación (seria, filosófica, social) sobre el matrimonio requiera de la
conversación en el matrimonio (burlona, cotidiana, informal) – reside lo
evanescente del estilo de Cavell.
Para Cavell, una de las prioridades internas de la cultura americana es el
derecho de sus habitantes a buscar la felicidad individual. Dentro de esa
concepción, enlazada con el protestantismo fundador, el matrimonio no tiene
una función social específica: no es la idea católica de familia la que lo
legitima ni los hijos, mientras que la ley reconoce la posibilidad del divorcio
como prosecución aceptable del camino hacia esa felicidad. La legitimidad
del matrimonio no proviene, por lo tanto, de la Iglesia ni de la investidura
social. Requiere, por así decirlo, de su propia legitimación. Pero, al mismo
tiempo, es una de las instituciones más importantes construidas por esa
sociedad. Desde un puritanismo entendido como la inadmisibilidad de toda
hipocresía (el lugar de la verdad en el cine americano que incluye el rechazo
a la infidelidad testimonia la fuerza de esa moral, con las comedias de
Lubitsch como alternativa), si la infelicidad fuera el destino inevitable del
matrimonio, terminaría cuestionando la propia legitimidad de esa sociedad ya
que esta sería responsable de proponerles a sus ciudadanos instituciones
insatisfactorias. Por eso, el debate sobre el matrimonio es, prácticamente, una
cuestión de Estado, un tema que reclama ser analizado y esclarecido. Tal
esclarecimiento alcanza para Cavell su punto más alto en el cine. Estas
películas no deben ser leídas como un síntoma de la ideología dominante ni
como un estudio de la fisiología matrimonial, sino como la creación de un
espacio en el que los directores de esos films intervienen para reabrir la
discusión del problema mediante la puesta en escena de una frase de Milton:
“Una conversación variada y dichosa es el fin principal y más noble del
matrimonio” (no es raro que esa sed de conversación haga de estas películas
unas de las más charladas en la historia del cine americano). Cavell ve en
estos films una continuación del problema que plantea el último acto de Casa
de muñecas de Ibsen y muestra cómo ese problema –aparentemente mohoso
y clausurado– vuelve a florecer enriquecido en estas historias. Al reconocer
ese lugar para los realizadores, Cavell les asigna tanto una elevada
competencia técnica (competencia que es capaz de describir como el más
recalcitrante de los cinéfilos) como la inteligencia suficiente como para estar
a la altura de un debate que tiene como precursores a Kant o a Nietzsche.
Cavell cree que Hawks, por ejemplo, es “un espíritu cultivado y brillante
aunque un poco brutal y, sin dudas, un artista” y rastrea las huellas de esas
características en sus películas. Ante la brillantez de estas exposiciones, los
académicos deberían entender que “no se trata de aplicar nuestra brillante
inteligencia a cualquier cosa, sino de advertir la inteligencia ya aplicada por
las películas en su realización”. La función del cine en los estudios
universitarios no debería pasar por la decisión entre “enseñar Kant o analizar
films de Capra”, sino por el reconocimiento de que obras tales como estas
comedias son parte del campo intelectual. Agrega Cavell que Kant no figura
en el bagaje cultural de los intelectuales americanos. Obviamente, tampoco
figuran Capra ni McCarey. La modificación de la enseñanza universitaria que
Cavell propone tiene que ver con la posibilidad de ampliar ese bagaje y hacer
estallar el escándalo de la filosofía, que “intenta cuestionar los fundamentos
de nuestra vida para ofrecer como compensación apenas la filosofía misma”.
El interés y, al mismo tiempo, la dificultad de Pursuits of Happiness radica
en que su análisis de la sociedad, el matrimonio, los autores, las películas, los
espectadores, la crítica y la teoría implica un desvío simultáneo de la
perspectiva habitual para mirar cada uno de esos elementos. Así, por ejemplo,
las comedias del rematrimonio aparecen en un contexto determinado, pero
son también el emergente oculto de una corriente que puede rastrearse en
algunas obras de Shakespeare, lo que el autor llama “comedias novelescas”,
que incluyen La tempestad y Sueño de invierno. En esas piezas, Cavell
descubre una posibilidad para el teatro que fue abandonada por la escena
inglesa, que habría elegido el costumbrismo de Ben Jonson como matriz de
su futura evolución. Esa forma teatral, a la que hay que sumarle el teatro de
vaudeville francés representado por Feydeau, fue la dominante en el campo
del entretenimiento popular. Su importancia negativa es haber sacado la
felicidad, la magia y la libertad de lo novelesco shakespeariano del escenario
para sustituirlas por la mera risa. Pero la premisa contenida en esas formas
dominantes desde el siglo XVII, en las que se sobreentiende que el
matrimonio es el fin de lo novelesco, es impugnada por el cine americano de
los años 40 con el género del rematrimonio, que reniega de todo
costumbrismo y sostiene la idea del matrimonio como aventura. Esta idea de
Cavell –una idea que venimos persiguiendo un poco a ciegas en estas
páginas– permite apuntalar una alternativa crítica frente a la estética sórdida
del espectáculo burgués, un mundo que incluye desde Greenaway a Benny
Hill pasando por Darío Vittori, Robert Altman y la casi totalidad del cine
argentino (más allá de las disputas por el poder en el cine francés, la campaña
de Truffaut como crítico de la qualité francesa estaba apoyada en premisas
semejantes). El terrorismo común a todas estas manifestaciones está en las
antípodas de lo utópico y novelesco en la comedia y es radicalmente
incompatible con las películas del rematrimonio, un género que Cavell hace
llegar hasta Sonrisas de una noche de verano de Bergman y en el que,
lateralmente, podríamos incluir Hechizo del tiempo o Mentiras verdaderas.
Pero esa alternativa –sigue innovando Cavell– no es meramente una
diferenciación estética sino que requiere de un espectador diferente: “El
espíritu cómico de estos films depende de nuestra disposición a adherir a la
posibilidad de un mundo en el que los sueños agradables se realicen”.
Cavell se arriesga incluso a postular que en el cine los actores tienen un
ascendiente sobre sus personajes desconocido en el teatro y redescubre algo
que los espectadores de su tiempo no ignoraban: que el placer de estos films
se incrementa enormemente si estamos dispuestos a admirar a priori las
actuaciones de gente como Cary Grant. En uno de los párrafos más insólitos
del libro, Cavell cita una crítica de The Awful Truth (a la que señala como la
mejor película de las siete) firmada por Pauline Kael en la que esta critica la
actuación de Irene Dunne. Cavell concluye que “cualesquiera sean las
razones de esta extraña reacción, esta es suficiente para anular todo lo que
diga Pauline Kael como espectadora de The Awful Truth”.
Estas películas sugieren también un nuevo lugar para la crítica, esa
institución que parece a veces construida a partir de la negación del deseo y la
subjetividad que la fundan. Para Cavell, la crítica debe ser una prolongación
natural de esa famosa conversación, una manera de interesarse en la propia
experiencia del crítico. “Una teoría de la crítica”, dice, “está forzosamente
ligada a una teoría de la afección personal (incluida una teoría de nuestra
afección por la teoría, de nuestro encanto por el pensamiento)”. Un crítico de
las comedias del rematrimonio no puede sustraerse a dos obligaciones: hablar
del matrimonio por un lado y autoexaminarse “como manera de retribuir la
experiencia que se le ofrece” por el otro. Si la crítica de cine tiene algún
futuro, este pasa por entender que un crítico no puede –como la protagonista
de La rosa púrpura de El Cairo– soñar con un mundo dorado que empieza
detrás de la pantalla mientras padece en silencio las sombras del propio.
Debe, en cambio, ser él mismo el puente entre esos dos mundos para evitar
que, llegado el momento, las figuras del celuloide abusen de su inocencia
como le ocurría a aquella chica. El cine, como dice Cavell, no es un
escapismo sino un recreo que permite pensar.
El lenguaje que usa Cavell, la falta de ciertos términos o de ciertos tópicos
hace sospechar a lo largo de la lectura del libro que puede estar pecando de
cierta ingenuidad o de cierto conservadurismo. En todo caso, se trata de una
ingenuidad y un conservadurismo muy especiales, tanto que sospechamos
también que no son tales. Fiel a su tenor filosófico, el libro muestra que
esclarecer el sentido de lo común es oponerse al sentido común. Cavell
enuncia que las comedias del rematrimonio son, en el seno de la privacidad,
un desafío a la estructura social. Amparados en el ocio y la independencia
que provee la riqueza que admiramos siguiendo a Thoreau (sigo citando a
Cavell sin comillas) porque “proporciona la libertad, el poder y la gracia que
sentimos propios de nosotros mismos”, los protagonistas advierten “el
carácter mentiroso del rostro del mundo”, mientras que nos permiten a los
espectadores conectarnos “con nuestro deseo insaciable de felicidad”. Al
insinuar que solo los que están casados pueden casarse verdaderamente, esas
comedias sugieren que “el único escándalo social es el amor sincero”, un
sentimiento que nos iguala en nuestra pretensión aristocrática de espectadores
de cine. Completa Cavell: “Frente a nuestro propio interés y al del mundo por
que permanezcamos estúpidos, la dificultad pero también el poder específico
de la filosofía es recibir la inspiración necesaria para extraer el pensamiento
de las condiciones mismas que se oponen a él”.
La comedia –como bien sabemos– es un asunto peligroso. Casi tan peligroso
como el matrimonio. El peligro común a ambos es que dan las cosas por
sentadas prometiendo felicidades continuas o definitivas: la risa permanente,
la satisfacción sexual eterna. Pursuits of Happiness pone la banalidad de esas
promesas en cuestión y sugiere a cambio posibilidades menos seguras pero
más atractivas. Queda como ejercicio rever las comedias del rematrimonio
para ver si el profesor Cavell no nos ha estado engañando.
Publicado en El Amante N°34 – diciembre 1994
Quintín
Un tiro en la noche (Ford), El hombre quieto (Ford), Alma negra (Walsh),
Decepción (Rossen), Garras de ambición (Walsh), Tener y no tener (Hawks),
Vértigo (Hitchcock), Sed de mal (Welles), Imitación de la vida (Sirk), La
mujer codiciada (Ray), Qué bello es vivir (Capra), Las tres noches de Eva
(Sturges), El diablo dijo no (Lubitsch), El padrino II (Coppola), Un rey en
Nueva York (Chaplin), El cameraman (Sedgwick y Keaton), Amanecer
(Murnau), Intolerancia (Griffith), Los 400 golpes (Truffaut), Vivir su vida
(Godard), Senso (Visconti), El río (Renoir), Historia de Tokio (Ozu), Ugetsu
Monogatari (Mizoguchi), Los siete samurais (Kurosawa), Carta de una
enamorada (Ophüls), El joven Manos de Tijeras (Burton), La invasión de los
Body Snatchers (Siegel), El fotógrafo del pánico (Powell), Freaks
(Browning), Intervista (Fellini), Él (Buñuel), Gatica, el Mono (Favio), El
último vals (Scorsese), La mujer del aviador (Rohmer), La Belle Noiseuse
(Rivette), Los caníbales (de Oliveira), Alicia en las ciudades (Wenders), El
imperio de los sentidos (Oshima), El frutero de las cuatro estaciones
(Fassbinder), Retorno al pasado (Tourneur), Shock Corridor (Fuller), Faces
(Cassavetes), Cazador blanco, corazón negro (Eastwood), Halloween
(Carpenter), Saint Jack (Bogdanovich), Playtime (Tati), Paisà (Rossellini),
Grisbi (Becker), La condesa descalza (Mankiewicz).
Publicado en El Amante N°34 – diciembre 1994
146. Revistas
Tradiciones peruanas. La gran ilusión
Hasta hace poco, La gran ilusión era una gran película de Jean Renoir. Ahora
es también una revista de cine editada por la Facultad de Ciencias de la
Comunicación de la Universidad de Lima (me viene a la memoria que,
desgraciadamente, El Amante es también una película de Jean–Jacques
Annaud). Aparece semestralmente y su número 2 tiene nada menos que 196
páginas. Algunos de sus redactores escribieron alguna vez en Hablemos de
Cine, que según ciertos cinéfilos fue la mejor revista de la especialidad que se
editó en Latinoamérica. Esta nueva, a juzgar por la edición que recibimos, es
–entre las que conocemos– la revista más balanceada, más completa y más
seria de las que se publican hoy en el mundo.
Sin duda, un sumario que incluye un Dossier Fellini (con reseñas de cada
una de sus películas), un dossier sobre cine peruano (con un diccionario de
realizadores peruanos, una entrevista a Francisco Lombardi –el director más
importante de esa nacionalidad–, un artículo sobre Sendero Luminoso en el
cine), un extenso elogio a la obra de Christian Metz, un repudio a la obra de
Cantinflas, una revisión de Desde ahora y para siempre de Huston, una nota
sobre las películas de Hollywood previas al código Hays, otra sobre las
revistas de cine en Latinoamérica, una entrevista al presidente de la
corporación de exhibidores peruanos, un artículo sobre animación por
computadora, otro sobre video, otro más sobre Ed Wood, un enésimo sobre el
cine en Brasil y en Ecuador y una sección de crítica de estrenos (que lleva el
oportuno nombre de Los cuatrocientos golpes) ¡de 50 páginas! demuestra la
riqueza y variedad del material tratado y su valor informativo.
Pero las mayores virtudes de La gran ilusión están en la escritura y el
contenido. Mencionemos, en primer lugar, algunas propiedades que la revista
no posee. a) No es pesada. A pesar del tamaño, se lee con facilidad e interés.
Lo que es más notable, cada una de las notas es amena, atractiva y trata de
despertar interés en el lector. Es evidente el trabajo que sostiene cada artículo.
B) No es complaciente. Tanto en las críticas, como en el resto de las páginas,
los redactores no vacilan en pegarle a quien corresponda. Hay un artículo
muy divertido en el que se le responde al director peruano Luis Llosa (El
especialista), que se queja porque las críticas de su país lo han maltratado y
afirma que en el resto del mundo su obra está bien considerada (parece que
en el Perú también hay de esos). El redactor se toma el trabajo de recopilar
críticas del mundo entero que señalan su incompetencia. c) No es académica.
A pesar de que está editada por una universidad, a pesar de que puede tratar
temas difíciles o especializados, en ningún momento se tiene la impresión de
que el cine es un saber abstruso o incomunicable. La revista apuesta a la
claridad y a la calidad de la escritura en un castellano preciso y exento de
jerga. d) No es autoritaria. En una época en la que el más novato de los
redactores de un diario no vacila en desgranar impunemente sus
imprecisiones estéticas o ideológicas, los que hacen La gran ilusión apelan,
en general, a una prudente sabiduría (en la reseña sobre La strada Emilio
Bustamante –un gran crítico, por otra parte– dice: “Alguna feminista fósil
puede ver machismo en todo esto. Que se pudra” y al hacerlo rompe
innecesariamente con la serena ecuanimidad frente al mundo que la revista
exhibe). e) No es sectaria. No toma partido previo por los films que analiza,
ni recurre a categorías cinematográficas de ocasión. No celebra el cine por su
éxito comercial pero tampoco habla de “la basura hollywoodense”. Es
respetuosa con todos los tipos de cine, pero distingue constantemente entre
las películas malas y las buenas.
La gran ilusión es una revista cinéfila. Su pareja consistencia revela un
acuerdo generalizado sobre la madurez artística del cine y la autonomía de la
crítica, entendida esta como actividad central de la escritura sobre cine y cuya
pertinencia reside en la exposición y evaluación de las propuestas estéticas y
de los recursos formales y expresivos de los directores dentro de un universo
específico. Algunos párrafos (casi al azar) pueden ilustrar la calidad de las
críticas de la revista. Rafaela García Sanabria sobre Una vez en la vida: “Se
contradice cuando en el primer encuentro amoroso se hace gala de un
apresuramiento (que tampoco se justifica en el desabrido e inocuo
conocimiento que lo precede) para después, en el quizá más emblemático y
publicitado de sus ‘arrebatos’, cambiar abruptamente de tono. Entonces lo
presenta en un acto que semeja más a una demostración de habilidades para
la danza o a una escultura cinética que a un coito”. Isaac León Frías sobre
Filadelfia: “En esas escenas, Jonathan Demme incluye algunos recursos que
había utilizado previamente en El silencio de los inocentes. En la primera, la
posición de la cámara y la iluminación rojiza. En la segunda, las inclinaciones
del encuadre, creando un efecto de desequilibrio e inestabilidad. El segundo
procedimiento no logra aquí la impresión de enrarecimiento que se producía
en la cinta precedente. Tampoco, Filadelfia alcanza el nivel expresivo de El
silencio de los inocentes, pero está bien y no es poco”. Emilio Bustamante,
sobre Como agua para chocolate: “La película no evoca necesariamente a
Rulfo o a García Márquez sino a las telenovelas brasileña y mejicana. [...]
Llama la atención que en una película donde se supone que la comida es el
eje, la cocina (el espacio culinario por excelencia) y el arte culinario (tan
ligado a la alquimia y a la brujería), forma sublime de expresión, la cámara
muestre los platos con timidez y jamás sensualice a los alimentos. [...] no
salvan a la película de caer en el abismo de la cursilería de lujo”. Entretanto,
a Fernando Vivas Sabroso le ha tocado una película –Un misterioso asesinato
en Manhattan, de Woody Allen– que va bien con su nombre. Su reseña no se
queda atrás: la celebra con sutileza y entusiasmo y hace honor así a sus dos
apellidos. Esta crítica, que acompaña al film y a sus actores (“uno no se ríe
solo por la gracia de los chistes, se ríe de la emoción por la aventura, como de
seguro reiríamos en grupo si estuviéramos en el pellejo de los personajes
cuando ejecutan la treta de las morcillas telefónicas. Se ríe también como lo
hace Diane Keaton, con una naturalidad que va más allá de la actuación...”).
En esta crítica se insinúa un movimiento que desborda saludablemente el
marco señalado anteriormente y apunta a una confrontación directa con las
emociones.
De todas las revistas de cine que conocemos, La gran ilusión es uno de los
pocos proyectos valiosos e interesantes. A los editores de otro proyecto que
aspira a esas calificaciones, esta brillante revista peruana nos permite
aprender y sentirnos acompañados.
Publicado en El Amante N°34 – diciembre 1994
147. Estrenos en video
Amanecer (Sunrise), Friedrich W. Murnau, 1927.
La edición de Amanecer me ha sido de gran utilidad por dos razones. La
primera es que mi lista de las mejores películas de la historia para la encuesta
de esta revista mejora notablemente con su inclusión en los primeros puestos.
La segunda es para convencerme –después de ver el Frankenstein de Kenneth
Branagh– de que bodrios como este no tienen excusa alguna y que si el cine
ha retrocedido es, en parte, porque los directores son francamente
incompetentes. Amanecer no tiene ninguna de las características de museo
que molestan en muchos directores mudos, en particular la previsibilidad y el
exceso expresivo. Es absolutamente moderna y anuncia el cine del futuro (del
suyo y también del actual). Narrada de tal modo que no precisa casi de
intertítulos, se da el lujo de anticipar hasta la comedia musical sin que
extrañemos el sonido. Los travellings increíbles, el humor sin subrayados, la
imaginación y la ternura con la que describe las cosas, la gente y la naturaleza
son apenas algunos de sus méritos. Todos los placeres del cine están
contenidos en Amanecer. La escena del viaje en tranvía es una de las más
hermosas que recuerdo haber visto.
Publicado en El Amante N°34 – diciembre 1994
148. Estrenos en video
Sin miedo en el corazón (Poetic Justice), John Singleton, 1993.
Si en Los dueños de la calle John Singleton era moralista y didáctico, en Sin
miedo en el corazón es simplemente un camelero. La violencia física del
gueto negro de Los Ángeles se ha vuelto agresión psicológica, la tragedia se
ha transformado en una historia de amor con dificultades. Ahora resulta que
hay esperanzas a través del amor y del trabajo. El film empieza con un
asesinato, como si partiera de la película anterior, y evoluciona lentamente
hacia la nada. Pero ese crimen ya está estetizado, diluido en las convenciones
cinematográficas elegantes que ha impuesto Spike Lee (es como si Singleton
anunciara que la anterior era en serio, pero acá se trata de una película). La
protagonista se llama Justice y escribe poesía (en realidad, su voz en off
recita los poemas de Maya Angelou que resultan generalmente inoportunos).
Mientras los protagonistas se maltratan los unos a los otros, Singleton celebra
con estos y otros artificios decorativos la gloria de la raza negra. Para hacerlo,
paga tributo a todas las convenciones contemporáneas, incluido el castigo
simbólico para los que les pegan a las mujeres. Dos tipos mueren sin
problemas, pero en un caso se trata de un traficante y en el otro, su música
vivirá para siempre en el alma de su primo,
cantante de rap en la vida real. Justice es la estrella de la canción Janet
Jackson (hermanita de Michael), una mujer poderosamente atractiva. Para
películas fabricadas alrededor del lucimiento de cantantes negras, me quedo
con El guardaespaldas, aunque un par de momentos muestran que Singleton
podría hacer cine si abandonara el camino actual de copión y mercachifle.
Publicado en El Amante N°34 – diciembre 1994
149. Estrenos en video
Misión explosiva (Chasers), Dennis Hopper, 1994.
Es una versión en joda de El último deber (Hal Ashby, 1973), película que en
esa época me pareció ultramoderna y hoy no me animaría a ver. Lo primero
que uno se pregunta con Misión explosiva es por qué Dennis Hopper retiró su
nombre como director de Backtrack y aceptó figurar en los títulos de esta
película que es no solo peor sino mucho más inconsistente. Lo segundo que
uno se pregunta es si Hopper es o se hace. Es imposible encontrar una
respuesta a la primera pregunta pero la segunda parece más accesible. Hay
momentos en los que el maldito sádico logra transmitir su humor perverso,
nos contagia la sensación de que se está divirtiendo y nos hace participar de
la farra. Otros en los que es evidente que todo le importa un corno. Así que la
respuesta –como para todos los que no se sabe si son o se hacen– es la
siguiente: es y se hace. Los temas del cantante country Dwight Yoakam están
bastante buenos. La polaca –o lo que sea– Erika Eleniak está rebuena. Tom
Berenger y un tal William McNamara –discípulo de Tom Cruise–, no.
Publicado en El Amante N°34 – diciembre 1994
ENTREVISTA A QUINTÍN Y FLAVIA DE LA
FUENTE
SEGUNDA PARTE
Sebastián Rosal: Hay una pregunta que puede ser básica, pero que deja
de serlo si se piensa en todos los temas en los que ustedes, en todos estos
años, han mostrado interés, por los que sienten afinidad, ¿por qué
eligieron el cine?
Flavia de la Fuente: ¡Porque nos encantaba! Todos íbamos mucho al cine,
nos encantaba el cine, y en los 80 apareció el VHS. Ninguno de nosotros, ni
Quintín, ni Gustavo (Noriega) ni yo éramos espectadores de cinemateca. En
esa época teníamos un taller de gráfica y empezamos a trabajar con el
catálogo de Video Club del Este, en la Galería del Este, que tenía una
colección de películas soñada. Todos los clásicos: empezamos a ver a John
Ford, a Godard… Ahí descubrimos la historia del cine, de la que no sabíamos
nada. Entonces veíamos cinco películas por día.
Quintín: Yo me acuerdo una de las primeras notas que escribí, se llamaba
“Elogio del cine en video” (ver nota n°16) que le produjo una ira
extraordinaria a Fernando Martín Peña, porque iba contra la idea de que solo
se podía hablar de aquello que se había visto dentro de una sala de cine. Pero
entonces era casi imposible conocer la historia del cine si no era a través del
VHS. No había otra manera. En esa época, además, no íbamos a la Lugones,
no había festivales, veíamos solo los estrenos de los jueves. Lo del VHS era
algo de sentido común, muy evidente, pero no se podía decir, era una de esas
verdades que estaban sobre la mesa pero eran secretas porque el mundo del
cine era muy solemne, muy acartonado, muy careta, y al mismo tiempo era
bastante precario intelectualmente, muy mediocre. Por ese estado de cosas era
relativamente fácil ponerse a escribir de cine si tenías una dosis de soberbia,
irresponsabilidad, inocencia y libertad.
F: En particular, no había ninguna revista de cine. Al principio, con Gustavo
y Quintín no queríamos hacer una, sino un libro de cine, una guía, algo como
Las 100 mejores películas para ver en video, o algo por el estilo. Nos
reuníamos tres veces por semana para hacer ese libro. Y el libro no avanzaba,
aunque seguíamos con el catálogo del Video del Este. Mientras tanto, yo
compraba libros. Compré cientos de libros en tres idiomas. Iba a todas las
librerías. Iba, por ejemplo, a la Oficina del Libro Francés, donde me daban un
diskette que llegaba cada cuatro meses con las novedades francesas. Así que
nos pusimos a leer, estábamos todo el día leyendo sobre cine. Y un día, de
casualidad, en la librería Hachette, el librero me dice: “Hay unos muchachos
que quieren hacer una revista que se llama El Amante. Cine. Teatro. ¿Los
querés conocer?”.
SR: Ya había un nombre para la revista antes de ustedes.
Q: Sí. Esos dos jóvenes eran Sergio Olguín y Pedro B. Rey. Es más, tenían el
diseño de tapa ya hecho, amarillo y negro, parecido al de los Cahiers aunque
no inspirado en él. Una gran casualidad.
F: Entonces los conocimos. Eran dos chicos muy entusiastas, de 25 años. Yo
tenía 32 y Quintín 40. Quintín no quería saber nada. ¿Cómo íbamos a hacer
una revista si no sabíamos nada? Así que el entusiasmo inicial, para tirarnos a
la pileta, lo pusimos Gustavo, estos dos chicos y yo.
Q: La única condición que pusimos fue que teatro, no. Y quedó El Amante /
Cine.
F: Ya tenían el dossier Brando preparado para ese primer número. La
cuestión es que gracias a ese impulso juvenil salió la revista, hecha por un
grupo de gente muy heterogénea. Pero como en el fondo no teníamos
demasiado que ver unos con otros, ya en el cuarto número casi la hacíamos
toda nosotros y en el octavo tomamos caminos distintos y quedamos
nosotros, Gustavo, Quintín y yo, a cargo de la revista cuyo objetivo era ser la
revista que nosotros quisiéramos leer. Había mucha omnipotencia en la idea.
Q: Pero en el fondo era un proyecto razonable, favorecido, entre otras cosas,
por la estabilidad de la moneda y porque teníamos ese taller de gráfica. Yo
hice la composición tipográfica del primer número. Sabíamos hacer una
revista desde un punto de vista físico, material. Y teníamos algunas ideas
para copiar. Por ejemplo, tomamos cosas de Les Inrockuptibles, la edición
francesa, que en sus primeros números hacía largas entrevistas a estrellas de
rock olvidadas. A Flavia y a mí nos gustaban mucho las entrevistas, hablar
con los directores, algo que para mí era muy enriquecedor y que a lo largo de
los años lamento haber dejado de hacer. Es una de las cosas que perdí como
periodista.
F: Los primeros Inrockuptibles, que salían mensualmente y venían en un
formato grande, con lomo y enormes fotografías, fueron una gran influencia.
A mí me permitieron conocer también mucha música nueva. Después empezó
a ser quincenal o semanal (y después se empezó a editar acá), pero en esa
época era una revista muy gorda, con un diseño hermoso, que le copiamos.
Es decir, el diseño de El Amante estaba copiado de los Cahiers de los
cincuenta en la tapa y de Les Inrockuptibles en el interior.
SR: ¿Ustedes habían escrito antes en algún lado?
Q: No, prácticamente nada. El catálogo este que te mencionamos, el libro que
nunca se terminó y nada más.
F: Yo no había escrito ni una línea. Pero vos siempre habías querido escribir.
Y habías escrito algunas críticas para vos mismo.
Q: Muy pocas, y profesionalmente nada. Bueno… tampoco se podía decir
que El Amante fuera muy profesional. Para mí El Amante era la oportunidad
para la escritura. Una escritura ensayística, no una escritura literaria, sino en
el sentido de que cada nota era una oportunidad para inventar formas,
estructuras, aproximaciones para cada película, y así probar y probarse.
Recuerdo que había salido otra revista, de inspiración académica, hecha por
gente de la Facultad de Letras, en parte como reacción a El Amante (no fue la
única, después saldrían Film, La Vereda de Enfrente o La Otra, de las que me
acuerdo). En esa revista, que duró pocos números, ellos no ponían “crítica”
sino “análisis”. Imaginate el ataque que les provocaba que le pusiéramos nota
a las películas, algo que habíamos tomado de los Cahiers amarillos pero que
después se había dejado de hacer (incluso en los Cahiers de la época) y que
luego volvió con gran furor. Me gusta pensar que fuimos los reinventores de
las calificaciones. Pero, efectivamente, nuestra escritura no era analítica, en el
sentido de descomponer, desmenuzar las películas en sus partes, aplicarles
alguna teoría, o algún marco general de los que aprendían en la facultad. Era
una escritura más bien sintética la de El Amante, encontrar ideas y tratar de
expresarlas. La escritura para nosotros era importante. Había que ser ameno,
había que decir algo original, algo distinto, algo que solo lo pudiera decir el
que escribía cada nota.
SR: Es muy notable que el primer número de la revista parece haber
nacido in media res: no hay editorial, no hay una declaración de
principios. Solo en una nota tuya, de la sección Video, hay alguna
referencia muy divertida (ver reseña de Suban el volumen, nota n°3). Es
decir, no hay un programa explícito, por así decirlo.
Q: Yo creo que ya en esa época tenía muy claro quién era el enemigo, o uno
de los enemigos, que eran los críticos de los diarios, que descomponían las
películas en las actuaciones, el argumento, la fotografía, es decir: esa especie
de suma de méritos, cuando en realidad las buenas razones para elogiar una
película eran, y siguen siendo, creo al menos para mí, de tres índoles
distintas. Una tiene que ver con la vitalidad, otra tiene que ver con la ética y
una tercera que tiene que ver con cierta cuestión abstracta del cine, con la
posibilidad del descubrimiento, la posibilidad de hacer del cine aquello que
revele algo, algo que es de un orden, en general, abstracto: una conexión
entre cosas, una estructura determinada. Quiero decir, que una película sea
capaz de mostrar el mundo desde otro lado, iluminarlo, por así decir. O
iluminar al propio cine, siguiendo una idea de Truffaut. Me parece que en esa
época lo tenía más claro que ahora, seguramente (risas). Tenía claro también
lo que era la crítica que se hacía en esa época, muy mediocre, muy cobarde.
En general, salvo algunas excepciones, las reseñas eran gacetillas de prensa.
Nosotros éramos honestos, no nos casábamos con nadie. No hacíamos crítica
por amistad, ni por política, ni por ninguna razón que no fuera lo que
honestamente nos parecían las películas. Y además éramos independientes.
Lo éramos de lo que podría llamarse el cine argentino como institución. Esa
institución existía, al punto que a los festivales viajaban los críticos
argentinos para sostener el cine argentino en el exterior (lo mismo pasa hoy,
aunque eso es algo que ocurre en todas partes: los mexicanos defienden el
cine mexicano, los españoles el español y así). Nosotros nunca hicimos eso,
aunque a nuestro primer Cannes fuimos invitados por Agresti, pero lo que
quiero decir es que nunca lo hicimos como parte del establishment oficial.
F: Cuando empezamos, estábamos tan afuera de todo que ni siquiera
sabíamos por ejemplo que había privadas, funciones de prensa. Íbamos al
cine pagando la entrada. Teníamos un lema entonces: “No conocemos a nadie
y nadie nos conoce a nosotros”. Lo curioso de todo esto es que la gente del
medio nos maltrataba, pero teníamos unos cuantos lectores.
SR: La revista nace, y comienza a andar. ¿Cómo vivieron esa época, los
primeros años? Porque ustedes abrieron varios frentes: con el mundo del
cine argentino; con el de la crítica de cine en la Argentina; más las
discusiones internas, que seguramente habría.
Q: Tuvimos la gran ventaja de que cuando empezamos, durante los primeros
años, casi no había cine argentino.
F: Estaban Subiela, Aristarain y un par de nombres más.
Q: Justamente nuestro primer año entero como revista, el 92, fue el año de la
polémica, en el que Aristarain intentó competir por el Oscar representando a
Uruguay con Un lugar en el mundo, aunque después lo descalificaron. Estaba
la película de Subiela y había ahí una gran división en el cine argentino.
Nosotros estábamos del lado de Aristarain, que en realidad era el único
director argentino que yo admiraba en esa época, de quien había visto varias
de sus películas y me habían gustado. Me gustaba su opinión sobre el cine
americano clásico, del que era un defensor. Y eso nos juntaba con los
cinéfilos de la línea dura. Ahí había un frente en común, de gente a la que le
gustaba ese cine, con el que nos sentíamos mucho más cómodos que con el
cine europeo, que era lo que en ese momento se consideraba obligatorio entre
las personas cultas.
F: También nos gustaban las películas de la Nouvelle Vague. Pero eso por
supuesto tenía que ver con los Cahiers. Éramos muy cahieristas. Los
facsímiles que se editaron de los Cahiers de los primeros años eran unas de
nuestras lecturas favoritas.
Q: Si ves las tapas de El Amante de esos años, te das cuenta de que el
corazón era el cine americano. ¡El anti Greenaway! Odiábamos ese cine de
arte impostado, el cine europeo de calidad y de prestigio, digamos. En ese
sentido, la revista tenía una línea muy clara. Casi nadie defendía ese cine
estándar europeo. Después aprendimos, conocimos cosas. A Ozu, por
ejemplo. Pero volviendo a lo que te decía antes: tuvimos la suerte de que
prácticamente no había cine argentino. Había algunas polémicas, algunos
directores que descubrimos como, por ejemplo, Agresti, de quien acá no se
conocía su obra temprana en Holanda y que nos gustó mucho cuando la
vimos. Pero ese vacío respecto del medio argentino nos permitió asentarnos
con rapidez, aun cuando no conocíamos a nadie.
F: Generó mucha ira El Amante. Hasta vino gente a insultarnos a nuestra
oficina. Fernando Peña y Sergio Wolf sacaron una revista, Film, que en cierta
forma era una respuesta a la nuestra. Yo iba a repartir las revistas a las
distribuidoras (cuando descubrimos que existían, que había un “barrio del
cine” que quedaba alrededor de Lavalle y Junín), y me decían: “Pero ustedes,
¿cuánto se creen que van a durar?”.
Q: Y contestábamos: “para siempre” (risas).
F: Es decir, mientras quisiéramos. Teníamos una fe ciega. Y una obsesión
total. Íbamos de kiosco en kiosco viendo cómo bajaban las pilas con los
ejemplares. Había mucha mística. Y hacíamos todo además. Repartíamos las
revistas con mi hermanito Lisandro… era algo muy casero.
Q: Al cabo de los años El Amante tomó cierta dimensión legendaria, pero
nosotros no teníamos idea de que tuviera alguna repercusión la revista.
Recibíamos cartas de lectores, pero no teníamos la impresión de que
fuéramos una referencia. Más bien estábamos entre nosotros, no teníamos
demasiada interacción con el exterior. Y el medio cinematográfico nos
ignoraba, pero la verdad es que tampoco, en el fondo, nos hacían nada
tremendo. La revista tenía cierto porte, porque hacer una revista de cine todos
los meses no era fácil. Hacía tiempo que no había revistas de cine en la
Argentina. Así, El Amante se transformó rápidamente en la revista de cine
más longeva de la historia, superando a Tiempo de Cine, la de Salvador
Sammaritano, que si bien estuvo varios años, llegó a tener solo unos
veintitantos números. Para nosotros superar eso fue muy fácil, teníamos
aliento como para hacerlo. La nuestra no era una revista de catacumbas,
aunque los años le pueden haber dado una pátina de culto. Pensá también que
era la época en la que no había festivales, no existían ni el Bafici ni Mar del
Plata. Una época en la que se cerraban las salas y en la que había una gran
avidez para ver películas, pero muy poca oferta. Toda la primera mitad de los
90 fue un páramo en ese sentido. Un páramo en el que se destacaba El
Amante.
F: En realidad, teníamos acceso a la mismas cosas que la gente que no era del
medio, que el público normal, digamos, excepto por la biblioteca que
teníamos. Esa revista tenía algo de mágica. Algo que podía leer cualquiera y
entenderla. Tal vez ahora la crítica se haya hecho menos abierta. Pero en esos
primeros textos, se escuchaba la voz de quien escribía, la de Quintín, la de
Ricagno, la de Tarruella, la mía, y así con todos. Cada uno tenía una
personalidad y un estilo muy fuerte. Después, con el tiempo, para mí la
revista perdió personalidad y perdió frescura.
Q: Sí, y tenía una potencia que no sé si después conservó.
F: Se volvió un poco más rutinaria, más previsible. Cada vez había más
gente, también. En un principio éramos menos, y más unidos. Cada nota se
debatía mucho.
SR: Se habla del canon de El Amante. Pero, excepto por algunos grandes
directores que estuvieron siempre (Ford, Hawks, por ejemplo), si uno
observa el recorrido de la revista, se da cuenta de que ese canon se fue
haciendo sobre la marcha.
Q: Sí. Y se fue modificando, además, porque no teníamos una idea
demasiado clara de nuestro propio canon. Conocíamos algunas cosas pero,
por ejemplo, ya con varios números de la revista en la calle, descubrimos a
Douglas Sirk. Esas eran las cosas que si no las habías visto en el estreno solo
podías verlas a través del VHS o de la Cinemateca. A ese núcleo inicial lo
fuimos ampliando. Pero en esos primeros números era claro el
enfrentamiento con las ideas dominantes en el medio.
F: Ahí en realidad es cuando empezamos a ir a la Cinemateca. Me acuerdo,
por ejemplo, de un ciclo de Fassbinder que vimos completo y nos pegó
mucho. Nos obsesionábamos, y leíamos lo que teníamos en los libros, y
soñábamos con Fassbinder y su grupo. Ya no nos quedábamos solo en casa
mirando VHS.
SR: ¿Cómo era la dinámica interna en la redacción?
Q: Las notas se asignaban y se peleaban un poco. Pero yo, personalmente,
nunca dejaba que me sacaran la película sobre la que quería escribir.
F: Yo tenía un rol muy ejecutivo. Quintín iba a las reuniones de sumario,
pero a los cierres íbamos Gustavo y yo. Quien se quedaba conmigo a cerrar la
revista hasta último momento era Castagna. Esos éramos los que le poníamos
el cuerpo a la revista en lo material, en elegir las fotos y todo ese tipo de
cosas, ya que hacíamos todo nosotros. Éramos Noriega, Castagna, Santiago
García, Jorge García, Gabriela Ventureira que era la correctora. Pero lo que
me pasó a mí en algún momento dado es que sentí que ya no podía escribir
más de cine. Que todos tenían una seguridad que yo nunca tuve y que ya no
había más lugar para mis bitácoras. En buena medida porque la revista, te
diría que hacia el año 98, se había convertido en otra cosa. Solo me salía
escribir crónicas, de viajes sobre todo. Pero creo que me estoy adelantando
(risas).
V
1995
Quintín
Como caídos del cielo
M. Butterfly
Esperando al bebé
El extraño mundo de Jack
Escrito en el agua
La edad de la inocencia
Asesinos por naturaleza
El mejor de los recuerdos
El club de la buena estrella
Mentiras verdaderas
La peor: Una vez en la vida
Publicado en El Amante N°35 – enero 1995
153. Estrenos en video
Convivencia, Carlos Galettini, 1994.
Cuando Cecilia Dopazo irrumpe en la casa de fin de semana que desde hace
veinte años comparten Sacristán (Adolfo) y Brandoni (Enrique), lo primero
que observa es que la construcción está llena de humedad y de goteras. Lo
curioso de este comentario es que la fotografía de Félix Monti y la dirección
de arte de Jorge Ferrari muestran unos interiores primorosos e inmaculados
en los que cualquier defecto resulta no solo invisible, sino también
inimaginable. Que el texto de la obra de Viale vaya por un lado y la
ambientación del film por el otro no debería sorprender a nadie, habida
cuenta de la incoherencia estética normal en el cine argentino. Se sabe que el
director de fotografía y el escenógrafo tienen derecho a lucirse y nada mejor
para eso que mostrar objetos bonitos iluminados publicitariamente, aun
cuando lo que se cuenta sea invariablemente sórdido.
Tampoco debería sorprender la profusión de escenas de desnudo de Cecilia
Dopazo. Su presencia, que el texto señala como una verdadera aparición,
debería contribuir a perturbar a los protagonistas aunque su vestuario
recuerde mucho al de las mujeres de los films con Porcel y Olmedo. Ni
siquiera debe resultar extraño que la cámara la filme en la ducha cuando los
otros no la ven y al solo efecto de estimular el voyeurismo del espectador. Si
el cuerpo de Dopazo dio tanto resultado en Tango feroz, sería injusto privarlo
a Galettini de hacer un uso intensivo de él.
Lo verdaderamente original de Convivencia –la película argentina más
taquillera del año– es, en cambio, que se propone como una perfecta metáfora
de la nueva sociedad argentina. Resulta que Sacristán tenía un amigo
intelectual, Tulio (Víctor Laplace), al que Brandoni odiaba, razón por la que
lo dejó morir ahogado hace quince años. Desde entonces, la imagen de la
muerte ronda la casa (notemos de paso el toque infaltable de realismo
mágico) y el fantasma de Tulio es un motivo de rencor. Pero aparece Cecilia
Dopazo y en una alegoría largamente subrayada, hace andar el reloj de la vida
detenido desde hace mucho tiempo. Enrique y Adolfo reviven frente al
contacto con la chica. La movilización espiritual permite que Enrique
confiese que provocó la muerte de Tulio y desoyó sus gritos de auxilio. Tras
una breve catarsis de llanto, el asunto queda superado y los amigos quedan
disponibles para compartir el amor que la mujer les propone.
Desgraciadamente, otras minucias se interponen entre ellos. Ella huye, el
reloj se detiene y la parca seguirá rondando muchos años más tarde. Cómo no
ver en este relato una evidente invitación a olvidar y perdonar los crímenes de
la dictadura militar y a adherir a la sana diversión que ofrece un símbolo de la
sexualidad mediática y de la más estricta contemporaneidad, un símbolo que
hace funcionar el tiempo nuevo. La ligereza con la que se trata ese asesinato,
la personalidad al fin y al cabo detestable de ese “intelectual que te llenaba de
fantasías”, el contraste –una vez más– entre una generación de viejos
culpables sin remedio y otra de jóvenes inocentes sin memoria terminan de
dibujar esas siniestras similitudes.
No es que Galettini se proponga como ideólogo del olvido y la amnistía.
Resulta simplemente que su cine irresponsable y mercantil no puede hacer
otra cosa que construir personajes enfermos en una sociedad sana y recrear
hasta el infinito los slogans que esa sociedad propone.
Publicado en El Amante N°35 – enero 1995
154. Estrenos en video
Una temporada de incendios (The Burning Season), John Frankenheimer,
1994.
Una experiencia terrible del cine es la de ver la última película de un actor del
que sabemos que murió poco tiempo después. Es difícil sustraerse a la
tentación más bien morbosa de descubrir los indicios de lo que habrá de
ocurrir en los rasgos de la víctima. Un Raúl Juliá demacrado hace de Chico
Mendes, el líder sindical y ecologista del Amazonas, un personaje que debió
de ser mucho más flaco que Homero Addams. La reducción de tamaño no
impide que Juliá despliegue una vez más su enorme y fatigada energía y
desgrane el acento inimitable que alguna vez oímos narrando uno de los
documentales que hizo Andrés Di Tella para la televisión de Boston. Este
otro telefilm, sobriamente contado por Frankenheimer, permite intuir en su
trama convencional –es una crónica típica sobre la lucha y el asesinato de un
dirigente popular– dos elementos interesantes. Uno es la asombrosa relación
de amor–odio–imitación de la derecha brasileña por los Estados Unidos,
encarnada en el terrateniente que cree tanto en el liberalismo económico
como en el asesinato político (orden y progreso). El otro es que la
sensualidad y la habilidad que la política requiere aumentan en la medida en
que esta se hace más transparente o, dicho de otra manera, cuánto mejor
político fue seguramente Gandhi (al que el Mendes del film se parece) que
Mussolini.
Publicado en El Amante N°35 – enero 1995
155. El pescado asesino
Hace algo más de un año debía organizar una serie de charlas en la que
participarían directores argentinos de los últimos 30 años. Repasando
filmografías, descubrí que había un tipo que había empezado a principios de
los sesenta, continuaba en actividad, vivía en el país, había hecho publicidad
y sus largometrajes iban del desparpajo de Players Vs. Ángeles Caídos a la
seriedad de Los días de junio, de la selecta cultura reflejada de Gombrowicz a
la masividad de La clínica del doctor Cureta. Además, acostumbraba hacer
declaraciones en contra de su propia obra. Decidí que podía ser el nexo
adecuado entre los directores de esas tres décadas que quería convocar, pero
sobre todo, decidí que quería conocer a Alberto Fischerman.
Nos encontramos por primera vez en el bar de Córdoba y San Martín que
solía frecuentar y me pareció un tipo afable y que cargaba cierta tristeza
asociada a la necesidad de proseguir su obra como director y a las
dificultades que encontraba en el camino. De los veinte encuentros que tuve
con él, incluidas una entrevista que le hicimos para la radio y otra para la
televisión, conservo un recuerdo que me pesa. Era siempre más elogioso con
mi trabajo de lo que yo fui con el suyo, aunque la cortesía impone que sea así
cuando la diferencia de jerarquías es tan grande. Pero, de todos modos,
Fischerman solía practicar la táctica de defender lo más atacado de su obra y
menoscabar lo más apreciado, aun la excelente Gombrowicz. Con una
excepción: recuerdo su orgullo cuando me mostró La pieza de Franz, una
película casi secreta cuya copia acababa de recuperar. Le conocí días de
pesimismo y abulia y otros de entusiasmo y alegría. Y conocí también la otra
dualidad que lo caracterizaba: la tentación de hacer un cine popular que no
perdiera la dignidad frente a la de refugiarse en la casi soledad de sus
proyectos más ambiciosos. El fragmento de su presentación al Instituto de
Cine del proyecto de Música en Tres Sargentos, que se reproduce en la
página anterior, es un testimonio de la primera y trasluce cierta sensación de
impostura que solía transmitir cuando se convencía de que ese era su lugar.
La charla con Guillermo Kuitca, en cambio, deja entrever una modestia más
cómoda.
Fischerman sabía lo que era el arte (la música, la pintura, la arquitectura
además del cine), un hecho infrecuente entre los directores que he conocido,
pero parecía ignorar lo que debía hacer un artista y así es como las
tentaciones mencionadas se alternaban en él. Una tarde, grabamos una
entrevista para la televisión, que quedó inutilizable por problemas de sonido.
Lo llamé a la una de la mañana; se terminó de despertar y vino al estudio.
Volvimos a grabar y a la noche dijo lo contrario de lo que había dicho a la
tarde: había cambiado de estado. Recuerdo otras dos charlas. En una, en la
que estaban presentes sus amigos Rafael Filippelli y Graciela Speranza,
estaba tan entusiasmado con su proyecto sobre Kuitca que había decidido que
merecía complementarse con un largometraje de ficción y nos preguntaba si
debía presentarse al Instituto con un guion en el que un director de cine
maduro se encuentra con un artista joven que representa su pasado antes de
perder el rumbo. En la otra, siempre en el café de Córdoba y San Martín, me
contó que venía de una reunión en la Universidad de Buenos Aires en la que
le habían propuesto hacer una serie de documentales de divulgación
científica. Hablamos de Capra y de Rossellini, dos directores que habían
hecho eso sobre el final de su carrera y, nuevamente, su preocupación era
biográfica. Alberto quería saber por qué se habían dedicado a eso y
curiosamente, los dos representaban los polos de su disyuntiva: mientras
Rossellini creía en lo educativo como su proyecto más ambicioso y
estimulante, Capra quería permanecer en contacto con el público masivo que
veía sus cortos por televisión porque Hollywood no le dejaba hacer ya sus
películas personales. Sobre el final, me dijo que le encantaría pasar los
últimos años de su vida haciendo películas. La tristeza que me provoca su
muerte se agrava cuando pienso que su proyecto más modesto era el más
irrealizable. Alberto tenía casi asegurado el crédito para Música..., podría
haber tenido éxito y seguir filmando para el gran público. Le faltaba poco
también para terminar El joven Kuitca. Pero nunca hubiera podido vivir en la
Argentina de un trabajo de interés comunitario: esa es la dimensión del
abismo que nos rodea. Un artista argentino puede excepcionalmente llegar a
ser famoso o reconocido, pero no puede tener un refugio que lo abrigue de la
estupidez, el cinismo, la ignorancia y la voracidad que lo rodean. Y también
me apena saber que la contradicción en la que se debatía hubiera tenido una
sola resolución: la posibilidad de haber filmado mucho más de lo que lo hizo.
Fischerman fue una promesa incumplida como director, aunque todas sus
películas destilan nobleza y están absolutamente alejadas de la estupidez y la
perversidad que caracterizan a la mayor parte del cine argentino de las
últimas décadas. En la entrevista malograda nos dijo que quería que su
próxima película lo hiciera sentir orgulloso. No hay duda de que su talento le
hubiera permitido, en otras circunstancias, tener varias películas más que lo
representaran plenamente. Las circunstancias no impidieron, en cambio, que
siguiera siendo el tipo cálido, sensible y generoso que conocí en el último año
de su vida.
Publicado en El Amante N°37 – marzo 1995
160. Mundo cine
Cine con la lengua afuera
El 16 de febrero estuve en la cancha de River, en el campo de juego para ser
más preciso. Nunca pensé que ese césped que me ha proporcionado algunos
recuerdos imborrables terminara siendo el escenario de una función de cine.
Efectivamente, no puedo decir que desde mi posición cercana al arco que da
al Río de la Plata haya visto un recital, sino una proyección en una pantalla
gigante y de extraordinaria definición, en la que se veía lo que el director de
cámaras quería transmitirme de lo que ocurría en un escenario que yo no
estaba en condiciones de ver y en el que se presentaban los Rolling Stones.
Queda dicho que lo que vi fue una película y queda por decir que la película
era espantosa: el espacio escénico quedaba fragmentado en miles de planos
arbitrarios que impedían la más mínima reconstrucción de lo que ocurría. Un
concierto devenido videoclip de la modalidad más detestable. Si a esto se
agrega que por la distancia el sonido (muy malo) llegaba más tarde a mis
oídos que las imágenes, la película era de esas en la que la voz está mal
sincronizada. Me resultó imposible compartir ninguna emoción con el
público enfervorizado y no creo que los muñecos inflables o los fuegos
artificiales pudieran compensar las carencias anteriores. Como había dejado
grabando la emisión por TV, llegué a mi casa con la esperanza de compensar
el bodrio que había visto. Nueva decepción. La transmisión en pantalla chica
era casi tan mala como la de la grande y el sonido apenas un poco más
audible pero, eso sí, sincronizado. Pero el problema era otro: fríos, rutinarios,
cameleros, los Stones son hoy una mala banda. Sobre el monótono e
imperturbable batido de Charlie Watts, se escuchaban voces cansadas y
músicos raquíticos. Esta es mi versión del evento mediático que, al parecer,
conmovió a Buenos Aires durante diez días.
Es que fue eso, un evento mediático, para el que durante seis meses se
fabricó un público zombie. En esa misma semana, la gente llenaba los cines
para ver The Mask, otra muy mala película. Una semana más tarde, un tipo
entró en una disquería y, ante mi estupor, dijo que el recital de los Stones era
el mejor que había visto en su vida. Tímidamente dije que no había logrado
escuchar la música. Obtuve la siguiente respuesta: “¿La música? No, yo no
hablaba de la música”. Ahora me queda más claro.
Publicado en El Amante N°37 – marzo 1995
161. Videos
Killing Zoe, Roger Avary, 1993.
Esta película bilingüe, estilizada y previsible es la primera de Roger Avary,
coautor de las historias de Tiempos violentos y amigote de Quentin Tarantino.
Según el propio Avary, entrevistado profusamente por los medios europeos,
se trata de un intento de hacer lo contrario de lo que hace Luc Besson en El
perfecto asesino. Mientras Besson intenta penetrar el mercado americano
filmando en inglés y ambientando en Nueva York (aunque de hecho, la
mayor parte esté rodada en Francia), Avary cruza el Atlántico en el otro
sentido para hacer cine francés y ambientando en París (aunque de hecho, la
mayor parte esté rodada en Los Ángeles). La empresa de Besson suena a
comercio y la de Avary a aventura underground, aunque las dos se parecen
más de lo que podría suponerse. En Killing Zoe, Stoltz es un ladrón de cajas
fuertes que viaja a París contratado por Anglade. En el camino se enreda con
la prostituta Delpy (la Zoe del título). Tras la escena sexual, aparece Anglade
y durante una hora lleva de las narices a Stoltz a una maratón de drogas
primero y a un asalto mal planeado a un banco después, mientras mata gente
casi por diversión y pronuncia frases grandilocuentes (tal vez porque tiene
sida). Un psicópata más, no muy diferente de Gary Oldman en la película de
Besson. Si El perfecto asesino es una pavada simpática de gran presupuesto a
la americana (con el acento puesto en la psicología de los personajes), Killing
Zoe es una pavada simpática de pequeño presupuesto a la francesa (sin
acentos). Aunque en la era de la cocacolonización, no hay demasiada
diferencia. Ambas explotan el romanticismo de la pareja central contra el
fondo de violencia y terror que los rodea. Ninguna llega a ningún lado. Pero
mientras que la ambientación y el tono menor de Killing Zoe permiten
suponer que Avary puede llegar a producir algo interesante en el futuro, la
espectacularidad y los subrayados mainstream de Besson demuestran que su
cine solo se sostiene en la simpatía de sus personajes. De todos modos, un
descanso de los psicópatas nos vendría bien a todos.
Publicado en El Amante N°37 – marzo 1995
162. 2600 almas
165. Libros
Video en la Puna, Jorge La Ferla, 1993–1994.
Video Cuadernos VII. Crónicas de Valdez I: video en la Puna, por Jorge La
Ferla. Editado por Nueva Librería, 110 páginas.
A Richard Key Valdez le gustaría decir que se trata de un hipertexto, pero no
es más que la suma de un pequeño libro y un video de veinte minutos. Y ni
siquiera está claro el título: Video en la Puna, Crónicas de Valdez I, El viaje
de Valdez, Videocuadernos VII son algunos de los nombres que aparecen
identificando con característica desprolijidad el trabajo en cuestión. Pero libro
y video sirven para empezar a encontrarle la vuelta al misterioso personaje
que ha venido fatigando las páginas de esta revista durante ya dos años. Y
también para explicarse la fascinación de este personaje con el mítico
territorio boliviano, que es el protagonista de este cuento. Porque alguien que
piensa que “la diferencia entre un aymará y un quechua era tan radical que
era imposible darse cuenta” no es fácil de analizar en su mezcla milagrosa de
genialidad e impostura. Menos aún si el camarógrafo Alberto Carpo Cortés,
única persona sensata en esta historia, lo describe como “un tipo
desestructurado por la Puna y el alcohol”.
Pero lo cierto es que la única vía de acceso a Valdez es la de interpretar sus
trabajos como parte de una estrategia, en lugar de recurrir a las categorías
estéticas o ideológicas que se aplican a videastas y escritores más
convencionales. “El español”, dice el libro, “era renovado por esta nueva
forma de irrupción de una cultura [el modo de hablarlo de los quechuas y
aymarás] indescifrable y sufría un proceso de reciclaje similar a las
deformaciones narrativas y expresivas que el video opera con el cine. La
lengua española era el cine, la palabra indígena el video”. De esta analogía se
desprende la lucidez que ilumina esa estrategia. Valdez entiende que la
ancestral batalla cultural de los indios bolivianos contra el conquistador
blanco no puede plantearse en los términos de confrontación que exige este
último sino a través de una infiltración que no pueda ser cabalmente
comprendida. Del mismo modo, la batalla contra la dominación de la
ideología de los medios no puede darse dentro de la racionalidad
supuestamente universal en la que estos aprisionan todo debate posible. Ese
es, casualmente, el tema manifiesto del video: una investigación que Ted
Turner le encarga a Valdez sobre unas misteriosas interferencias que
provienen del Altiplano en las señales de televisión. Valdez advierte que el
balance del poder es absolutamente desigual e idea una fórmula para encarar
el combate: la simulación de un poder que incorpora imaginariamente las
armas y el discurso del adversario para trivializar así su omnipotencia. De allí
provienen las limusinas, los jets privados y las reuniones en la cumbre que
Valdez acostumbra fabular. De allí se deduce también un sofisma que tiene la
rara particularidad de funcionar como ariete intelectual: si los medios son
todo, la marginalidad de las culturas alternativas son también los medios.
Esta premisa se traslada rigurosamente al lenguaje con el que Valdez elabora
sus videos.
Video en la Puna –o como se llame– es, en principio, un documental de
viaje, género decimonónico cuya especificidad se traslada al cine de la mano
de un axioma baziniano: basta con dejar rodar la cámara para que no solo la
realidad, sino su intensidad más secreta se transmita al espectador. Pero la
estrategia de Valdez parte de la comprobación de que esas imágenes han sido
tomadas, están prisioneras del sentido banal que el abuso y la saturación
televisiva le han impuesto. Por lo tanto, Valdez utiliza los efectos de la
tecnología de edición en video para distorsionarlas sistemáticamente. Así, en
el video terminado, no queda un solo plano que responda al paradigma del
registro directo. Todos han sido adulterados, ocultados, bellamente
maltratados como si se intentara demostrar que la realidad solo puede
recuperar su inocencia una vez que ha sido enmascarada (una idea que
recuerda al carnaval, una importante tradición de la zona). Es la lengua
indígena del video interfiriendo al cine –como diría Valdez– que mantiene la
formalidad ilusoria de una narración documental pero es otra cosa. El
resultado se parece a un noticiero hecho por un aprendiz que lo único que en
verdad registra –Bazin también se venga a su manera– son los susurros y
vacilaciones de la voz de Valdez. Una vez establecida la interferencia, la voz
de Valdez se traslada al libro –que tiene el sugestivo subtítulo de El poder de
la palabra sobre el video, la TV y la imagen electrónica– y entonces adquiere
una modulación serena y afectuosa impensables en el personaje. Allí, en el
libro, se cierra la estrategia astutamente paranoide de Valdez: las imágenes
interferidas forman la cortina de humo necesaria para fabricar un refugio en
el que el autor puede mostrar sus cartas y dedicarse a su deporte favorito:
mezclar sin enemigos a la vista la teoría con la confesión íntima. Como si
cumplir con los rituales de la tecnología fuera el requisito para tener acceso a
una expresión libre, personal y pública. Esa expresión describe los proyectos
de los indios para rescatar su propia historia al mismo tiempo que despliega
su cariño por la tierra boliviana y su admiración por las mujeres, rubro en el
que Valdez exhibe generosidad y apasionamiento.
El hipertexto del subdesarrollo de Valdez es la suma de un buen libro, un
video contundente y una posición provocativa y original frente a la amenaza
totalizadora de las imágenes.
Publicado en El Amante N°38 – abril 1995
166. Terapia de grupo
Cine puro
Películas como Un perro andaluz nos revelan un mundo de significaciones
que responden a concepciones más literarias o pictóricas que verdaderamente
cinematográficas (1948).
[Pregunta: ¿Sus artículos están fundados sobre la idea de que el cine no es un
arte que dice las cosas de modo diferente que el resto de las artes sino que
dice cosas diferentes?] Sí, es una idea a la que tiendo siempre (1983).
Confundir el espacio cinematográfico con el espacio pictórico es la fuente del
esteticismo (1983).
El sentido del espacio no debe confundirse con un sentido de la imagen o una
simple sensibilidad visual (1948).
El único reproche que puede hacérsele a Vinas de ira es que es la
transcripción cinematográfica de una novela que no tenemos ningún deseo de
releer. [...] ¿Para qué imitar una literatura que nace del cine? [...] Un arte
nuevo espera que se le deje la palabra (1949).
Creamos en Renoir cuando nos dice: “Estoy convencido de que nuestro oficio
es el de fotógrafo. Si uno se coloca frente a una escena y se dice: quiero ser
Rubens o Matisse, seguro que uno se mete el dedo en el ojo” (1956).
Cuando a uno le explican que un plano se parece a un cuadro de Vermeer o
de Lautrec, uno prefiere los verdaderos Vermeer o Lautrec y tiene razón
(1955).
Se nos machaca que el cine es un arte a pesar de que reposa sobre un modo
mecánico de reproducción. Yo afirmo todo lo contrario: el poder de
reproducir exactamente, estúpidamente, es el mayor privilegio del cine. [...]
Si la fotografía es un arte menor, no es porque no haga más que reproducir
sino porque reproduce mal: por la chatura de sus superficies, la dureza de los
contrastes, la rigidez que impone a todo lo que está vivo [al contrario del
cine] (1955).
Mi amor por el cine viene de mi amor por el esplendor de la naturaleza.
Prefiero mirar un paisaje que un cuadro que lo representa. La pintura está
obligada a trasponer, describir, metaforizar en lugar de registrar: es un poder
de imaginación que me molesta. Por eso prefiero el cine a las otras artes,
porque salvo las películas de tarjeta postal, no hay una depredación de la
naturaleza (1993).
Directores
Renoir no es existencialista en absoluto, pero es un moderno. Más
expresionista que impresionista, más cercano a Cézanne que a su padre.
Tiene también un costado brechtiano, un cierto didactismo y nada de Brecht
ha pasado al cine, salvo en Renoir. EI modernismo de Renoir es
completamente distinto del de Antonioni o Wenders, Renoir es el menos
teatral de todos los cineastas. El que llega más lejos en la crítica al teatro y, al
mismo tiempo, el que está más cerca del teatro. Que su lugar no haya sido
aún reconocido me demuestra que es efectivamente el más grande (1983).
Huston es un director que me parece uno de los más brillantes y más
característicos de una cierta inteligencia de su profesión, más rico en esprit
que en verdadera sensibilidad. Su estilo, aunque formado en la mejor escuela
(la americana) me ha parecido siempre, a pesar de algunos hallazgos, bastante
indigente en materia de invención (1953).
No se puede amar profundamente una película si no se ama profundamente a
las de Howard Hawks (1953).
Es evidente que desde un punto de vista técnico se puede defender las obras
de Clément, Clouzot, Wyler o Zinnemann. Pero una vez que se pronunció la
palabra belleza, se desinflan como un globo (1961).
Engaño
Para debilitar o controlar el dudoso poder de la palabra en el cine, no hay que
volver, como se ha creído, a hacer indiferente el significado sino hacerlo
engañoso. En el teatro no se miente nunca (1948).
El cine no puede considerarse un arte sino en la medida en que el espectador
dude de la realidad filmada (1995).
Mentir es condenable, pero la mentira es una de las cosas más bellas del ser
humano (1993).
Estructuralismo
Mi lectura de Balzac y la escritura del prefacio de La rabouilleuse son una
polémica contra la obra de Barthes S/Z, contra la interpretación semiológica
de Balzac, para liquidar mi querella personal contra el estructuralismo,
incluidos los Cahiers de la época estructuralista. Trato de explicar a Balzac
en una clave ontológica, heredada de mi lectura teórica de Bazin (1993).
Existencialismo
Para trazar mi itinerario estético e ideológico hay que partir del
existencialismo, de Jean–Paul Sartre, que me mareó al principio. Pero mi cine
es contrario al existencialismo, aunque soy sensible a él como el de Alicia en
las ciudades de Wenders, que acabo de rever y que encuentro admirable.
Pero yo siempre estuve a favor de un cine “optimista” (1983).
Expresión y comprensión
Aprendiendo a comprender, el espectador moderno ha olvidado cómo ver
(1948).
El carácter expresivo de un plano no es más que un elemento parásito, la
belleza de la imagen pasa a ser entonces rebuscada. Los films más valiosos
no son los que contienen las fotografías más bellas y la participación de un
fotógrafo de genio no es capaz de imponernos una visión del mundo original
(1948).
Como un Balzac o un Dostoievski, cuyo desdén por los refinamientos de la
expresión prueban que una novela no se escribe con palabras sino con las
cosas del mundo, el realizador mañana conocerá la alegría exaltante de
encontrar su estilo en la textura misma de lo real (1949).
Desconfiemos de los filtros, los tratamientos químicos de la película y otras
falsedades. Hay una especie de sensibilidad propia de la imagen bruta que se
debe respetar humildemente (1956).
Historias
Yo creo que una película debe contar una historia y que el modernismo no se
mide por la ausencia de historia como se dice a partir de Godard o Antonioni,
o como hoy en día, en que se lo dice menos pero se lo hace más (1995).
Modernidad
Encerrarse en una formula autoproclamada “moderna” y pretenderla
inmutable es un conservadurismo peor que pretender una permanencia de los
valores clásicos (1983).
El cine moderno debe temerle más a sus propios lugares comunes que a los
del teatro (1977).
Si es verdad que la historia es dialéctica, llega un momento en el que los
valores conservadores son más modernos que los progresistas (1948).
Hacer cine contemporáneo (por lo menos, desde un espíritu como el mío) es
amar la vida contemporánea, amar lo que está allí, amar la moda, es decir,
intentar hacer algo con la moda del día. [...] Uno puede burlarse de las modas
cinematográficas, pero en cuanto a la moda–moda es un acto de modestia
elemental saber sentir el espíritu del momento en el que se filma. De lo
contrario, no vale la pena hacer films contemporáneos (1987).
En nuestros artículos de la década del 50 intentábamos que la cultura de
vanguardia renunciara al culto de la forma, de la imagen bella, de un mundo
fantasmagórico heredado del cine mudo vanguardista que intentaba imitar la
pintura surrealista, para ganar en cambio en realidad, mediante una manera de
filmar tomada directamente del cine popular, tanto francés como
norteamericano (1993).
Moral
Yo diría, parafraseando a Godard, que la elección de las lentes es una
cuestión de moral. No es leal filmar con teleobjetivos. Yo filmo a la gente en
la calle –si no les gusta, que lo digan– pero no me escondo para filmarlos, me
pongo delante de ellos. Entre el riesgo de que moleste que la gente mire a la
cámara y el de reconstruir un entorno totalmente artificial, elijo el primero
(1995).
Mostrar
Lo esencial en el cine no es del orden del lenguaje sino del orden de la
ontología. Yo solo sistematicé una idea de Bazin que decía a propósito de El
mundo del silencio: “Mostrar el fondo del mar, mostrarlo y no describirlo,
eso es el cine”. Es algo que no se parece a nada, que no tiene equivalentes.
Hasta allí había que hacer un cuadro o bien describir. El hecho de poder
filmar nos lleva a un conocimiento del mundo totalmente diferente que
entraña una inversión de los valores (1983).
Lo que digo no lo digo con palabras. No lo digo tampoco con imágenes como
pretenden los defensores de un cine “puro”, que “hablarían” en imágenes
como un sordomudo lo hace con las manos. En el fondo yo no digo, yo
muestro. Muestro gente que actúa y habla. Es todo lo que sé hacer; pero ese
es mi verdadero propósito. El resto es literatura. [...] No hay claves en mis
personajes, yo no uso cobayos (1971).
En el cine mudo, todo deviene signo o símbolo. Adulado por el crédito a su
inteligencia, el espectador se ejercita en comprender y se olvida de ver. Que
la pantalla, liberada desde el nacimiento del sonoro de una tarea extraña a su
naturaleza, reencuentre su verdadera función, que no es la de decir sino la de
mostrar (1949).
Viva el cine que no pretendiendo más que mostrar nos dispensa del fraude de
decir. Poema cinematográfico, poesía descriptiva, el mismo sinsentido. No se
trata de cantar a las cosas sino de que las cosas canten por sí mismas (1951).
Qualité
No me interesan en absoluto films como Cyrano, Todas las mañanas del
mundo o El amante. Prefiero una película como Los visitantes: no es lo que
me gusta aunque es bueno que ese cine popular exista. Lo que une ese cine y
el de la Nouvelle Vague es la ausencia absoluta de un culto de la forma. En
ambos casos se registran las cosas de la manera más simple posible. En la
otra tradición, la de la qualité, hay una intermediación que infla, o mejor, que
hincha el cine: la imagen bella, el guion cultural, el “problema de la
sociedad”. No hay nada bueno en la seudocultura (1993).
Técnica
Cuando veo una película no pienso en absoluto en la técnica. Conservo el
recuerdo de lo que sucede, veo momentos interesantes, un rostro que tiene
una expresión extraordinaria, pero la manera en que está mostrado no la veo
ni a la primera ni siquiera a la segunda o tercera visión y eso no me interesa.
Cuando ruedo, pienso en la cosa que muestro. Si quiero mostrar esta silla, eso
me planteará problemas, y puede que titubee, pero el hecho de que una vez
Hitchcock o Renoir o Rossellini hayan filmado una silla no me sirve de
ninguna ayuda (1965).
Publicado en El Amante N°42 – agosto 1995
179. Dossier Rohmer
Seis cuentos morales VI. El amor a la hora de la siesta (L’amour l’après–
midi), Eric Rohmer, 1972.
En la escena más famosa de la película, Frédéric huye despavorido cuando
Chloé se le ofrece desnuda luego de un par de meses de preparación para el
momento. Solo Fritz Lang en La mujer del cuadro debe haber descrito con
pareja precisión el terror de un burgués timorato frente al adulterio. Pero si en
la película de Lang, Edward Robinson era un tipo viejo para el cual la
situación era apenas imaginable, el personaje de Rohmer no piensa casi en
otra cosa. Chloé, como antes Maud, aparenta ser infinitamente deseable. Sin
embargo, no lo es –al menos para Frédéric– en lo más mínimo. Lo que la
película encuentra, descubre es una brecha entre el deseo y el erotismo:
mientras más se satisface Frédéric con el placer de la conquista (la escena en
la que alucina con levantarse a todas las mujeres de los cuentos morales es
reveladora) más se aleja del interés por el goce sexual. La escena en cuestión
se ha interpretado de mil maneras, atribuyéndole razones diversas al
protagonista, tratando de averiguar qué quiso decir Rohmer cuando resolvió
la situación de esa manera. Pero el cine de Rohmer derrota cualquier
operación de ese tipo. Lo que el director hace es simplemente (nada menos
simple, en el fondo) mostrar una situación inexplorada en las relaciones
amorosas. Entre Chloé, entre las mujeres como Chloé y los hombres como
Frédéric hay una atracción que pulveriza el erotismo, una atracción que
redondamente rechaza el sexo y que los protagonistas no pueden explicarse
sino con excusas. No son la fidelidad ni los prejuicios los que lo prohíben,
sino un terror a entregarse a un deseo que no es reflejo del propio. Solo
Frédéric y Chloé, sus lugares en la sociedad, sus infancias, su mente tienen la
respuesta. A cosas como esta se llamaba hace un siglo la guerra entre los
sexos.
Publicado en El Amante N°42 – agosto 1995
180. Dossier Rohmer
Comedias y proverbios I. La mujer del aviador (La femme de l’aviateur),
Eric Rohmer, 1980.
On ne saurait penser à rien
(No se puede pensar en nada).
Alfred de Musset
A medida que Rohmer se va volviendo viejo, mejor retrata a los adolescentes.
La primera película de la nueva Comedias y proverbios prescinde de algunas
pesadeces de los Cuentos morales y establece una ley rohmeriana: a los
quince se es más libre y más inteligente que a los veinte y a los veinte se es
más libre e inteligente que a los veinticinco. Paulina en la playa probará
luego que los mayores de treinta son irrecuperables. Pero, atención, no es que
Rohmer esté diciendo la obviedad de que la gente se vuelve tonta con la edad,
sino que sus pelmazos de los cuentos morales –que oscilaban entre la
verborragia y la represión– nunca fueron estos adolescentes inspirados de
ahora. Nadie se ha acercado ni remotamente a la sutileza y la penetración con
la que Rohmer describe el mundo contemporáneo filmando a los jóvenes.
Más aún, nadie es capaz de filmar el mundo contemporáneo sino Rohmer.
Nadie tampoco –ni en el cine ni en la literatura– ha elaborado un argumento
de tan calculada elocuencia para demostrar que el mundo progresa: la gracia
de estos adolescentes es impensable en otro momento de la historia. Quizás a
eso se refiere el director cuando afirma, parafraseando a Rimbaud, que hay
que ser absolutamente moderno: la idea última de la modernidad es afirmar
que este es el mejor de los mundos posibles. No está mal para un cineasta
conservador.
Publicado en El Amante N°42 – agosto 1995
181. La Argentina secreta
Cuando la gente vuelve de un viaje tiene que contar una y otra vez las
mismas anécdotas. Aprovechando que es director de esta revista, Quintín
resolvió el problema de contar su viaje a Perú publicando esta nota.
Entre el 3 y el 11 de septiembre estuve en Lima, Perú. El origen de este viaje
fue bastante insólito pero sus consecuencias fueron excelentes: la pasé
fenómeno.
Hay una muestra itinerante de cine argentino que sospecho organizada por la
Cancillería y/o el Instituto de Cine y que fue a parar a la Filmoteca de Lima
en esos días de septiembre. La Filmoteca y la Embajada Argentina en Perú
decidieron invitar a un crítico y yo resulté misteriosamente elegido para la
ocasión. Me pagaron, me agasajaron, me entrevistaron en los diarios y en la
televisión. Estuve rodeado de personas agradables e inteligentes que me
trataron como si fuera una persona importante. Mis únicas obligaciones
fueron asistir a la inauguración y codirigir una charla después de la
proyección de Gatica, el Mono (evento que los peruanos denominan
“conversatorio”). No tuve que decir nada a favor de las otras películas de la
muestra: Cortázar, Convivencia, Una sombra ya pronto serás, El camino de
los sueños y El amante de las películas mudas. Pero lo más interesante es que
pude asomarme a un país estimulante, contradictorio y decididamente
hospitalario.
Dicen que Lima fue hasta hace unos treinta años una ciudad tranquila y
ordenada de la que se conservan testimonios arquitectónicos de distintas
épocas y de variada opulencia. Las migraciones internas cambiaron todo eso
para siempre. En particular, el centro de Lima –de un enorme valor turístico
potencial– fue abandonado por sus antiguos moradores e invadido por los
más pobres, que terminaron ocupando las casas y las calles e instalando sus
puestos de venta ambulantes. Estos “ambulantes” (alrededor de 400.000,
según los diarios) son hoy objeto de una operación militar por parte de las
autoridades y un motivo de debate constante en los medios. La noche de mi
llegada –un domingo– el centro estaba virtualmente ocupado por tropas
militares y policiales que cercaban la zona. La delincuencia y las acciones
armadas de Sendero Luminoso dejaron en Lima una huella que salta a la
vista: la proliferación de la vigilancia. Un neologismo peruano ilustra esa
situación: “wachimán”, palabra derivada de watchman que identifica a la
enorme cantidad de gente que se gana la vida en tareas de policía privada. No
hay edificio público o privado en el que no pulule gente uniformada.
Uno de mis anfitriones fue Isaac León Frías, conocido también como El
Chacho León (León es el primer apellido). Se trata de un afable caballero
limeño que supera apenas los cincuenta años y que es simultáneamente el
director de la Filmoteca, el decano de la Facultad de Comunicación de la
Universidad de Lima, integrante de la dirección de la revista de cine La Gran
Ilusión (que hemos elogiado en estas páginas) y crítico de un par de medios
escritos. El Chacho goza además de una gran popularidad entre las mujeres
de Lima, que lo saludan cariñosamente en sus paseos por la ciudad. Sería un
perfecto playboy peruano si no estuviera totalmente desactualizado en cuanto
a la vida nocturna y los lugares de moda. Nunca le perdonaré que en mi
despedida de Lima me haya invitado a un lugar que él llamaba “peña”, que se
parecía un poco a una cantina de la Boca y que tenía de típico todo lo que los
turistas despistados acostumbran encontrar en lugares semejantes. Por lo
demás, fue una compañía inestimable en los ratos libres que logró hacerse
entre sus múltiples ocupaciones.
Cenando en un fast–food con Ricardo Bedoya, nos sorprende un comercial
de televisión. Es algo así: “Goza de una enorme popularidad”/Imágenes que
son o parecen Fujimori/”Es de origen japonés”/Más imágenes de
Fujimori/”Es honesto y trabajador”/Más de lo mismo. Parece que estamos
frente a una publicidad electoral. Pero no, es una propaganda de autos Nissan.
El gobierno autoritario de Alberto Fujimori es objeto de un amplio y
silencioso consenso que el comercial citado viene a ilustrar. Durante el
gobierno de Fujimori se instrumentaron los ajustes de aplicación obligatoria
hoy en Latinoamérica, la guerrilla senderista retrocedió sensiblemente y la
tranquilidad ha vuelto a las calles mientras la economía observa un lento
crecimiento. En estos días, Fujimori busca acrecentar su poder en las
próximas elecciones municipales y se pelea con la Iglesia católica haciendo
aprobar una ley que permite la esterilización (pero no el aborto) como método
de planificación familiar.
Hablemos de Cine fue una revista que apareció en el Perú durante casi
veinte años y produjo unos 80 números. Leerla hoy produce una mezcla de
admiración y envidia. Más allá de la solidez crítica y la calidad informativa,
se desprende de la revista una sensación de unidad, de rigor y de compromiso
con el cine de la que no hubo equivalentes en la Argentina. Pero leyendo el
número 77 de marzo de 1984, lo más sorprendente resulta su insólito clima
de convivencia. Allí hay una entrevista a Francisco Lombardi, con el que los
redactores discuten su film más reciente. El tono polémico es durísimo y el
realizador incurre en ciertos clichés habituales para denostar a los críticos
(que no toman en cuenta la falta de dinero, que no ven lo más importante de
las películas, etc.). Las respuestas son impecables y constituyen una
verdadera lección de cine. En un momento, Lombardi acusa a la crítica de no
haber visto lo que él quiso poner en una escena. Ricardo Bedoya le contesta:
“No se puede exigir al crítico que vea lo que el cineasta y su equipo
intentaron o quisieron decir. El sentido de las imágenes no es unívoco”. Pero
a pesar de este ríspido diálogo, en el mismo número hay una entrevista a
Adolfo Aristarain hecha por el propio Lombardi. Desde entonces, Lombardi
se transformó en el director más importante del cine peruano, con una obra
que anda en los diez largometrajes y que incluye La boca del lobo, una
película que se suele dar en Space y que revela una seca y depurada garra
narrativa. Lombardi alterna sus funciones como director y productor con la
presidencia del club de fútbol Sporting Cristal. Mientras tanto, tres de los
críticos de Hablemos de Cine, León, Bedoya y Federico de Cárdenas, junto a
sus compañeros de La Gran Ilusión como Fernando Vivas, Emilio
Bustamante o Rafaela García Sanabria, son parte del establishment crítico y
docente peruano. En Lima, los diarios no cubren sistemáticamente los films
estrenados, pero este grupo de cinéfilos duros continúa una tradición iniciada
hace más de treinta años y que ha dado frutos notables como el libro de
Ricardo Bedoya que se llama 100 años de cine en el Perú: una historia crítica,
editado por la Universidad de Lima y el ICI. En una mezcla infrecuente, se
puede encontrar allí, entre otras cosas, toda la información y la bibliografía
sobre los 120 largometrajes de la historia peruana, junto con un tratamiento
crítico de películas y directores que no hace concesiones a la nostalgia ni a la
complacencia. Imaginar un libro semejante para algún período de la
cinematografía argentina resulta poco menos que inconcebible.
Mi otro anfitrión en Lima fue el embajador argentino Arturo Osorio Arana.
Este diplomático de carrera es hijo de un general conocido por su militancia
antiperonista, de activa participación en el golpe del 55 y en el
enfrentamiento entre Azules y Colorados en tiempos de Frondizi. Su mujer
desciende de Ángel Gallardo, entre otros nombres de calles, y se crio en el
campo. Tienen nueve hijos, son fervientes católicos y podría decir típicos
representantes de las familias patricias argentina. Podría decirlo, si yo hubiera
conocido en mi vida a alguna otra familia de ese origen, si hubiera tratado
alguna vez con diplomáticos o militares pero ese no es el caso. De modo que
conocer a los Osorio fue, posiblemente, la más exótica de mis actividades
turísticas en Lima. Me invitaron a cenar en la Embajada, una mansión
increíble que el gobierno peruano le donó a la Argentina en la década del 20.
Se mostraron abiertos, cordiales y de buen humor y descubrí que compartía
con ellos cierta nostalgia por una Argentina menos feroz. Además, soportaron
con un estoicismo que excedía a su función diplomática la proyección de
Gatica y de Cortázar, que, por motivos distintos, debían reabrirles viejas
heridas.
El tránsito en Lima es caótico y el sistema de transporte público es muy
especial. Los ómnibus son una red infinita de camionetas que se mueven a
velocidades supersónicas y en las que un tipo (por allá se dice un “pata”) saca
el cuerpo afuera para vocear el trayecto e invitar a los transeúntes a subir. Por
otro lado, viajar en taxi es una experiencia especial. El sistema no parece
estar regulado, de modo que basta con ponerle al auto una calcomanía que
diga “Taxi” para convertirlo en uno. Muchos de ellos son escarabajos
WoIkswagen. No tienen reloj, de modo que el precio se pacta antes de subir.
El resultado es sumamente beneficioso para el consumidor: es barato y no se
corre el riesgo de ser paseado ni trampeado. Comparado con el sistema
porteño, en el que los exámenes periódicos y la exigencia de que los modelos
sean nuevos son un subsidio para las empresas fabricantes de automóviles,
resulta más anárquico y mucho más eficiente. Efectivamente, es difícil
manejar en Lima y se corre el riesgo de chocar o ser atropellado. Pero no hay
insultos ni gente que se agarra a trompadas o les tira el auto encima a los
demás. En el balance, todo es más civilizado. Hay muchos robos en la calle,
pero no parecen ser tantos como me habían contado en Buenos Aires. Sin
embargo, las mujeres solas no parecen pasarla muy bien. Rafaela Sanabria,
Inés González, de la Embajada, y Norma Rivera, de la Filmoteca, relatan
varios asaltos sufridos. En cambio, Luisa Hohagen, que sacó algunas fotos
para esta nota, dice que nunca le pasó nada. Hay tantos chicos pidiendo
limosna como en Buenos Aires. Lima es una ciudad viva en la que no llueve
nunca pero está casi siempre nublado y la temperatura es deliciosamente
templada en esta época del año.
Me dicen que la última película argentina estrenada en Lima fue La historia
oficial, hace ya muchos años. Por otra parte, mucha gente conoce a Leonardo
Favio como cantante pero pocos saben que es un director de cine. Así que
presentar Gatica, el Mono resulta una experiencia riesgosa. Advierto a la
audiencia que los defensores de Favio solemos discutir sobre la posible
recepción de su cine en otros países: siempre nos queda la duda de que sus
temas sean demasiado locales. Durante la proyección de la película me ataca
una emoción inesperada. A pesar de todas mis protestas en contra del
nacionalismo en todas sus formas, ahí estoy yo, representando de alguna
manera a la Argentina, identificado con imágenes y sonidos que me llegan
como nunca. No sé muy bien qué hacer con esto pero, por suerte, el film es
muy bien recibido. En el debate posterior, los críticos peruanos demuestran
que Gatica no es una película de propaganda política a pesar de la filiación de
su director. Explican los procedimientos formales con los que Favio se
distancia de su protagonista y reconstruyen el concepto de distancia–afección
del libro de David Oubiña y Gonzalo Aguilar sobre el director. Una nueva
muestra de la solidez de la crítica peruana, que reconoce inmediatamente a un
realizador original y sofisticado. El público se manifiesta cálido y amable. La
muestra termina resultando un éxito, a pesar de que la Filmoteca está ubicada
en un lugar algo inhóspito. Alrededor de 1000 personas vieron Gatica,
seguida en números por Cortázar. Hay en el Perú un indudable interés por el
cine argentino, oportunidad para productores y distribuidores con iniciativa.
Por otra parte, me cuentan que hacer un largometraje en Perú cuesta apenas
unos 300.000 dólares, una buena cifra para armar coproducciones.
Me hospedé en Miraflores, a dos cuadras del mar. Curiosamente, el mar
parece hoy ignorado por la ciudad. Dicen que las playas están contaminadas y
los que pueden van a bañarse en verano a más de 50 kilómetros. En La
Herradura, que alguna vez estuvo de moda, comí cebiche (el extraordinario
plato a base de pescado crudo macerado en limón y un picante llamado
rocoto) mirando el mar desde un bar casi abandonado. Caminé en una noche
templada por el malecón solitario y daba la sensación de que era necesario ser
turista para disfrutar de esos placeres que los limeños se niegan.
En Miraflores está el Centro Municipal Ricardo Palma, un edificio
inaugurado hace dos años en el que funcionan una biblioteca y un auditorio
en el que Olga Hernández y Cristian Wiener (presidente de la asociación de
realizadores) programan funciones de cine los martes, sábados y domingos.
Con gran gentileza me invitaron a ver cortos peruanos en video. En los
últimos años, antes de que entre en vigencia la nueva ley de cine que no ha
producido resultados aún, los largometrajes peruanos fueron muy pocos pero
se produjeron cortos que hasta hace poco se exhibían en las funciones de
cine. Vi cuatro trabajos de Aldo Salvini –considerado el mejor
cortometrajista local– que resultaron sorprendentes. Salvini filma parábolas
cómico–religiosas con personajes alucinados, una gran destreza
cinematográfica y una estética que recuerda a Glauber Rocha. Es un director
de una fuerza y una originalidad ciertamente inusuales.
En la casa de Elida Román, marchand y crítica de arte, conozco a Raúl
Salazar, destacado cinéfilo y prominente economista. En diez minutos me
explica la economía del subcontinente. Me cuenta que las reformas peruanas
han conducido finalmente a un crecimiento mientras que las argentinas se
quedaron a mitad del camino. La libre empresa, afirma Salazar, es la ley de la
selva: produce quiebras pero también una reactivación. Pero para que
funcione necesita que no haya sectores protegidos ni monopolios, que es lo
que ocurre en la Argentina. Por otra parte, me anuncia que nuestra paridad
con el dólar es inviable porque todo lo importado termina siendo más barato.
Me entran ganas de no volver.
Quico Silva, otro integrante de La Gran Ilusión, y Norma Rivera, encargada
de hacer funcionar la Filmoteca con singular eficiencia, me consiguen una
copia en video del film maldito de Aristarain, director que goza de un gran
prestigio entre los cinéfilos consultados. La película se llama Deadly, entre
otros nombres, y es la que Adolfo se niega a estrenar en la Argentina y
también se rehúsa a prestarnos desde que lo conocemos. Prometemos una
reseña para el próximo número. En cuanto a Silva, al que no pude tratar
demasiado, parece el más omnívoro de todos los cinéfilos que haya conocido.
Observar juntos a Silva, Cárdenas, Bustamante y Vivas me hace acordar al
día en el que conocí simultáneamente a Russo, Castagna, Jorge García y
Emilio Álvarez. Ese día, invitado por Rodrigo Tarruella al departamento en el
que se exhibían películas los sábados a la tarde, participé de una reunión en la
que los citados personajes se encerraban en la cocina para hablar de cine
durante las proyecciones. Los grupo cinéfilos parecen responder a un patrón
común: cerrados, masculinos, depositarios de un saber tan fervoroso como
intransmisible.
La comida es variada y sabrosa. Una particularidad local muy extendida son
los restaurantes de chifa, comida chino–peruana muy superior a los desleídos
menús chinos de Buenos Aires. Como cebiche y tamales (preparados de maíz
rellenos con carne) pero me prohíben probar los anticuchos, brochettes de
corazón de vaca que se venden por la calle en Barranco, un barrio pintoresco
y de geografía complicada en el que el sábado a la noche los jóvenes de clase
media pasean y ocupan los cafés.
Los estrenos de cine en Perú son escasos y predomina casi exclusivamente
la producción norteamericana. Los cines están viejos y algunos están siendo
subdivididos. Se anuncia, igual que en Buenos Aires, el desembarco de los
multicines de cadenas norteamericanas. El mercado del video –la televisión
tiene norma NTSC– es, hasta ahora, pirata en un 90%, aunque se anuncian
controles y la instalación de un mercado legal. Nada de esto es un problema
para León ni para Cárdenas, que se niegan a ver cine en ese formato. El cable
está iniciando recién su expansión, pero se puede ver Telefé: es imposible
escapar de Tinelli, como diría La Ferla.
Vuelo Lima–Buenos Aires de Aerolíneas Argentinas. Mi vecino de asiento
es un gordito de bigotes con aspecto de gringo que resulta ser holandés. Nos
ponemos a charlar en inglés y me cuenta que trabaja para un consorcio
dedicado a la construcción y que viene a Buenos Aires para ocuparse de un
gran proyecto. Adivinaron, se trata de la aeroísla y el gordo me asegura que
es un hecho. Agrega que el problema de los contratos en Latinoamérica es
que hay que pagar un 25% de coimas contra el 1 o 2% de los países europeos
y asiáticos. Según él, hay que untar hasta seis niveles de funcionarios del
gobierno. No hay duda de que estoy de nuevo en casa.
Publicado en El Amante N°43 – septiembre 1995
183. Video
Coartada perfecta (Perfect Alibi), Kevin Meyer, 1994.
Coartada perfecta es una película convencional y está filmada con el
acostumbrado descuido de los policiales que tienen un destino inexorable: ir
directo al video. Son los errores de guion los que la hacen interesante.
Especialmente tres, de los que dos son puntuales y el otro estructural. 1) En la
primera escena una morocha arrastra el cuerpo de una rubia sobre la nieve y
oculta las pastillas que parecen haberla envenenado. En la segunda escena,
otra morocha llega a Los Ángeles para trabajar como institutriz francesa en la
casa opulenta de un médico. Con el correr de los minutos nos enteramos de
que el médico anda con la niñera, que planean liquidar a la esposa y que en el
camino despachan a su hermana y a un detective. Lo que no sabemos es
quiénes eran los dos personajes de esa primera escena y cuando nos
enteramos, resulta un hecho de importancia relativa. Claramente, esa famosa
escena está puesta ahí para despertar una intriga que no tiene fundamento,
pero lo cierto es que lo logra. 2) La mujer del médico se despierta durante la
noche, obnubilada por las pastillas que su marido le prescribe. Descubre que
él no está en la cama. Se levanta y rompe el vidrio de una fotografía
enmarcada que está sobre la mesa de luz. Va hasta la pieza de la niñera y la
encuentra en pleno acto sexual con el marido. Se desmaya. El marido la trae
de nuevo a la cama. Al otro día se despierta sobresaltada y descubre que el
vidrio está intacto. Se tranquiliza y besa aliviada a su marido. Nunca
sabremos si fue un sueño o si los malos reemplazaron el vidrio. Uno de los
raros momentos sin explicación en un cine que todo lo explica. 3) Los actores
que encabezan el reparto son Teri Garr y Héctor Elizondo, pero ninguno de
los dos es un vértice del triángulo: ella es la socia de la mujer en su negocio
de antigüedades y él es el policía. Si bien descubren los crímenes, son
irrelevantes para la trama. Pero como deben estar en cámara, el guion les
inventa un romance que se desarrolla con la lentitud y la falta de fuego
necesaria para que ocupen minutos sin desviar el interés de los incidentes
principales. Lo notable es que, como son gente agradable mientras que los
otros son tres zopencos, termina resultando placentero observar cómo
escalonan su abúlico enamoramiento. Moraleja: lo mejor que puede pasar en
un thriller de estos es que no pase nada o que lo que pasa no se entienda.
Publicado en El Amante N°43 – septiembre 1995
184. La maratón de Nueva York
VI
1996
191. Mi querido presidente
Este año descubrieron que estaba loco, así que este balance no puede ser
demasiado balanceado. Pero solo me di cuenta el día en que me encontré con
un tipo de la Escuela de Cine de Mendoza. No bien me vio me dijo: “¡Ah,
Quintín Gruñón!”, yo dije: “¿Quée?” y él: “Claro, allá te dicen Quintín
Gruñón, o Quintín el loco”. Por otra parte, en este número un lector uruguayo
me acusa de crítico hamletiano, haciendo referencia a las dudas del famoso
esquizofrénico. Con lo que el asunto de mi locura, secreto que yo creía
sepultado entre mis familiares y conocidos cercanos, ha trascendido al
dominio público por vía escrita.
Juro que cuando empezamos con El Amante yo no era así. Es decir, era
medio piantado y ciertamente gruñón, como Flavia bien puede atestiguar,
pero sabía una cosa con seguridad: qué películas me gustaban.
Los primeros síntomas empezaron hace ya algún tiempo, con unas notas en
las que me arrepentía de lo que había dicho antes. Y luego, la enfermedad se
hizo sistema. Hoy en día, no solo podría escribir simultáneamente una crítica
a favor y una en contra de casi cualquier película sino que no tengo certeza
alguna sobre lo que antes consideraba mis clásicos intocables ni mis
aversiones imperecederas. A esto se agrega otro fenómeno: tengo un
verdadero odio por casi todo lo que leo sobre cine, como si cada frase
estuviera destinada a destruirme. Esquizofrénico y paranoico. Eso es.
En este estado mental, llega el número de enero, me proponen listas y
calificaciones y me lleno de terror (ah, cuánto me gustaba al principio). Creo
que podría reemplazar todas las películas de mi lista de diez. Podría alterar
todas mis notas en más o menos 5 puntos. Podría declarar que me gustó The
Mask...
Pero hay una excepción relacionada con el mejor momento que el cine me
dio en el año. Era una noche tarde. Flavia estaba durmiendo. Yo estaba
aburrido. Prendí el televisor para hacer zapping hasta quedarme con el primer
partido de fútbol, béisbol, básquet o carrera de cucarachas que encontrara y vi
que empezaba una película llamada La ardilla roja, que después se estrenó en
Buenos Aires con el título Una vez, un amor, y me puse desganadamente a
verla. Cuando terminó pensé que había soñado. Había visto la película
imposible. Había algo en el film de Julio Medem que era distinto. Distinto a
esa equivalencia entre cine y vida real que se ve todos los días y que cada vez
me obsesiona más con su carga de psicología, verosimilitudes, emociones
prefabricadas, trucos de guion, efectos especiales. No quiero ver más thrillers,
dramas de la vida moderna, comedias románticas. No quiero tampoco ver
virtuosismos de salón, juegos de cámara, referencias cinéfilas, bodoques
sofisticados. Mejor dicho, sí quiero verlos, me interesan, pero sé
definitivamente que no puedo esperar de ellos un verdadero placer. Y me
interesan por eso, porque me gustaría descubrir por qué no me dan placer hoy
cuando me lo daban ayer. Es cierto que muchas de estas películas me hacen
llorar y reír, me intrigan y me atrapan, me muestran chicas lindas y paisajes
interesantes, pero no me hacen feliz más allá de la satisfacción que
proporciona el consumo. Como no me hacen feliz la televisión ni el fútbol.
Pero La ardilla roja me hizo feliz esa noche. Es una película inverosímil y
oscura y la recuerdo vagamente. Pero su sentido no venía impreso como un
cartel en cada escena y nunca pude saber a dónde iba. No es un cine difícil ni
solemne, no es un alarde ni una pesadilla. Es un sueño ligero, amistoso,
cercano, que no deja la huella de su materialidad sino la de una lejana
sensación que permanece. Es un cine de bajo presupuesto, sencillo, que
podría hacerse seguido si la gente no pensara que el cine es esa otra cosa, ese
mundo duplicado al que se supone interesante porque se toman todos los
recaudos para hacerlo sencillo y comprensible. El cine es una empresa
autoritaria que nos dicta cómo deben ser nuestros sueños, un Freddy Krueger
implacable e industrial que cree en la eternidad de sus recetas. Tal vez esto
tenga algo que ver con mis dudas, tal vez no. Creo que la idea de que el cine
es un panteón, un montón de experiencias pasibles de ser ordenadas de mayor
a menor me resulta cada vez más ajena. No soy responsable de mis actos
como espectador a los 8 a los 22 o a los 40. Me resulta cada vez más difícil
comparar lo que vi ayer con lo que vi hace diez años. Y hasta un año es una
eternidad. Perduran las historias, a veces los estilos, nunca los sabores. Me
aburren cada vez más las conversaciones cinéfilas y quisiera perder la
memoria definitivamente. Sé que hay experiencias cinematográficas que me
han marcado pero no guardo las emociones en la caja fuerte. Tal vez
beneficie a mi mal que haya cine en el manicomio. Tal vez no.
Publicado en El Amante N°47 – enero 1996
193. Todos los estrenos
Solo ellas… los muchachos a un lado (Boys on the Side), Herbert Ross
Una versión más hollywoodense de Las mujeres también se ponen tristes,
fuertemente influida por Thelma y Louise, con su mezcla milagrosa de sida,
lesbianismo, escenarios rurales, diálogos audaces, etc. El resultado es un
cambalache que tapa una historia de amor entre mujeres con el follaje de
subtramas, personajes secundarios y detalles de ambiente que apuntan para
cualquier lado. Apostaría que la idea original era una road movie en la que
Whoopi Goldberg y Mary Louise Parker se iban enamorando en la ruta y que
todos los ingredientes adicionales fueron concesiones impuestas por los
productores para pasteurizarla. El resultado final es indigesto.
Stargate, Roland Emmerich
El principio es prometedor. El arqueólogo y el militar heridos por la vida, la
mujer misteriosa, los jeroglíficos, la puerta del tiempo, las instalaciones
secretas. Pero todo no es más que un prologo a la segunda parte al otro lado
del monumento misterioso. Allí nos encontramos con los escenarios de Dune
y una trama absurda que mezcla el suspenso barato, las acciones
inexplicables y el choque de culturas. Todo se va al demonio y es tan
inconsistente que el aburrimiento y el desinterés son inevitables. Es curioso
que un producto tan caro muestre este nivel de chapucería.
Tan lejos, tan cerca (Faraway, So Close), Wim Wenders
Wenders está a la deriva desde hace algún tiempo. Y es curioso porque el tipo
había sintonizado hace algunos años el punto de cruce entre la modernidad
cinematográfica y la apetencia de un sector importante del público, al punto
de transformarse en un ícono cultural. Esta segunda parte de Las alas del
deseo recupera la parte menos discursiva y más tierna de esa película y le
agrega una trama seudopolicial, elemento con el que el director ha jugado con
suerte diversa en La angustia del arquero frente al tiro penal, El amigo
americano, Hammett y Hasta el fin del mundo. Todo va más o menos bien
hasta que los personajes aparecen en un barco y es imposible saber de qué se
trata y para qué está todo eso. ¿Se recuperará Wenders algún día? Esa
pregunta es el loto del cinéfilo.
Publicado en El Amante N°47 – enero 1996
194. La red
Hace unos dos meses que tengo acceso a Internet. Descontando un par de
semanas de vacaciones disjuntas, el resto de este tiempo podría agruparse
bajo los rubros euforia, decepción, esperanza, rechazo, interés, aburrimiento,
aprendizaje, pérdida de tiempo y cualquier combinación de los anteriores.
Flavia ya anticipó algunos detalles de mi alienación en el número anterior y
lo cierto es que hubo varios picos de obsesión y agotamiento. Pero vayamos
por partes.
La World Wide Web, el lugar donde hoy en día ocurre casi todo en la red,
tiene toda la apariencia de ser un lugar infinito, una galaxia de puntos
llamados “sites” en los que sus creadores ponen material que oscila entre la
trivialidad y la excelencia. Hay que empezar por decir que la proporción se
inclina decididamente hacia lo trivial y si uno examina sites al azar (hasta hay
programas especiales para eso) se encuentra en la situación de los habitantes
de La biblioteca de Babel: uno sabe que en algún lugar está el libro que
busca, pero todo lo que encuentra son combinaciones de letras escasamente
significativas. Claro que uno aprende más o menos rápido a orientarse y
entonces tiene, a veces, la impresión opuesta de que todo está al alcance de la
mano. Por ejemplo, Alejandro Ricagno nos pidió material sobre Madonna,
especialmente entrevistas, para la nota que aparece en este número. Tras
poner las palabras mágicas “Madonna” e “interview” en uno de los
programas de búsqueda (“engines”) aparecieron no menos de diez reportajes
a distintos medios, más comentarios de los fans, más artículos filosóficos y
sociológicos sobre Madonna (incluyendo uno que lleva el sofisticado título
de Post–Reagan/Pre–Fascist Bodies and Feminist Disruptions). Ahora,
Ricagno nos había pedido también que averiguáramos los directores de los
videoclips de Madonna: tras cuatro horas de búsqueda (acá las palabras
mágicas “Madonna” y “videoclip” no funcionaron) solo pudimos encontrar
uno. El mal humor resultante es indescriptible y se agrava porque uno no
sabe si esa información no está en la web, o uno no fue capaz de encontrarla.
Cosas parecidas ocurren cuando uno busca datos sobre una película. Una
institución de la red es la Internet Movie Database creada por la Universidad
de Cardiff y que se reproduce en sites de Estados Unidos, Alemania y
Australia. Allí los usuarios pueden no solo consultar sino agregar datos y este
proceso de adición es continuo. Hay como 100.000 películas y montones de
filmografías (casi invariablemente parciales). Algunas películas tienen fichas
técnicas completas, críticas, detalles del rodaje, fechas de estreno, otras solo
el título, y uno se puede encontrar con sorpresas tales como que a la película
maldita que Aristarain hizo con capital americano (Deadly es uno de sus
títulos) se le agrega un codirector polaco (?). Estas cosas no ocurren, en
cambio, en la base de datos en la que el Ministerio de Cultura de España pone
a nuestra disposición todas las películas estrenadas alguna vez en España
(locales o extranjeras) con datos precisos que incluyen la cantidad de
espectadores.
El caos de la web favorece ciertas cosas y dificulta otras. Uno puede
encontrar montones de obras literarias completas en inglés cuyos derechos de
autor están vencidos. En cambio, es mucho más difícil (si no imposible)
encontrar foros de discusión que satisfagan lo que uno busca. Hay varios
lugares (grupos de usuarios, listas de correo, etc.) a los que uno puede
suscribirse para participar en discusiones sobre cine. Todos los días recibo
unos veinte mensajes por el correo electrónico de una lista que se llama
“Screen–L”, de la cual no pude sacar todavía nada en limpio. Esta búsqueda
me llevó incluso a un lugar que se llama “The Well”, con base en San
Francisco, cuyos socios forman parte de la intelectualidad americana.
Abonarse cuesta 20 dólares por mes y tiene pilas de conferencias sobre los
temas más diversos. En una de ellas (sobre cine) un tal Brook Hinton
proponía abrir una conferencia distinta reservada a temas estéticos y exenta
de preguntas sobre el último modelo de steadycam, la estructura de los
guiones y los números de la taquilla. Eso es lo que yo estaba buscando, pero
las respuestas le decían que se dejara de embromar. Finalmente el tipo abrió
su conferencia en la que unos 20 tipos, la mayoría estudiantes y cineastas
alternativos, discuten sobre la posibilidad de hacer un cine no narrativo, la
obra de Stan Brakhage y otros temas poco masivos sin entenderse demasiado
entre sí. Yo osé mandar un mensaje que protestaba contra la adoración por
Kieslowski y recibí algunas reprimendas. Esto plantea un problema más
general sobre el tipo de temas y relaciones apropiados para la web. Muchos
creen que la naturaleza del medio no permite pasar de lo meramente
superficial. Por otra parte, es difícil encontrar un tono justo a un modo de
comunicación que está entre la informalidad de la charla oral (aunque sin las
entonaciones y gestos que permiten introducir matices, lo que origina no
pocos enojos y malentendidos) y la olvidada tradición epistolar, mucho más
formal e impostada. Sin embargo, hay un contraejemplo local sumamente
interesante. Junto con la Internet, estamos conectados a una red local (o BBS)
que se llama Interlink, en la que también hay conferencias de todo tipo y
mensajes personales. Allí, Alejandro Piscitelli, un conocido personaje que
mezcla cualidades de gurú y epistemólogo, es capaz de juntar la Biblia con el
calefón a través de un diario electrónico que publica desde hace más de un
año. Uno puede leer todos los días (incluidos domingos y feriados) sus
extensos editoriales, que se ocupan desde el platonismo en la filosofía
occidental hasta el futuro de la ciencia, pasando por la política domestica.
Estas disertaciones tan magistrales como erráticas, colmadas de
iluminaciones y errores, vienen acompañadas de artículos de medios
convencionales y un repaso de las noticias del día. Leer diariamente el
Headline News (así se llama el pasquín cibernético) es una experiencia
mucho más interesante que deprimirse con la mediocridad y adocenamiento
del Clarín. El periódico, a pesar de sus obvias virtudes, padece de una
pequeña pero cerrada oposición interna de corte fascistoide, lo que da para
pensar que el miedo a la novedad es una fuerza poderosa a favor de la
esterilización de la red (por otro lado, navegar la web hace pensar que la
esterilidad ya puede estar definitivamente instalada). Y, hablando del Clarín,
en los últimos días me llama la atención que se hagan continuas referencias a
la Internet, para buscar los libros de Jane Austen, para enterarse del
casamiento de Prince o para seguir la partida entre Kasparov y la
computadora. Resulta curioso que el medio cuyas páginas de literatura o
espectáculos son modelos de vaciamiento conceptual so pretexto de su
difusión masiva insista en referirse a un recurso que no alcanza ni al 1% de
sus lectores. ¿Esnobisno?
Volviendo al cine, lo que proliferan en la red son críticas de películas a
cargo de reseñadores amateurs (hay varios lugares que estimulan a que los
visitantes manden su crítica). Uno de estos voluntarios reclama desde su site
el título de crítico más joven del mundo (creo que tiene 14 años, o algo así).
Los comentarios son casi invariablemente paupérrimos, pero su estilo no se
diferencia mucho del de los profesionales americanos, con su sistema de
estrellas, su demagogia y su ignorante soberbia. Junto con los sites amateurs
están los de las universidades, que desparraman estudios y artículos a diestra
y siniestra. Por allí guardé uno sobre el director taiwanés Hou Hsiao Hsien,
un verdadero libro, que incluye capítulos sobre la historia de la China
contemporánea y una extensa comparación entre los estilos de Hou y de Ozu.
El problema con estos artículos es su caótica proliferación, que termina
acercándonos peligrosamente a la sobreinformación (¿cómo cuántos se
pueden llegar a leer?). Ayer puse “Eric Rohmer” en un programa de
búsqueda y me pasé la noche leyendo un artículo que sostenía en el
equivalente de unas veinte páginas que los directores de la Nouvelle Vague
eran poco menos que agentes del fascismo (tenía lo suyo, sin embargo) y otro
que estudiaba la relación entre el catolicismo de Rohmer y su cine. A esta
altura hay que señalar que el idioma inglés domina ampliamente por ahora la
web y que las críticas de contenido dominan ampliamente en los trabajos de
los universitarios americanos.
En la web va resultando cada día más difícil informarse que comprar. En
efecto, cuando se solucione el problema de seguridad (y todo el mundo está
atrás de eso) de modo que sea imposible adulterar las órdenes de compra
basadas en tarjetas de crédito, la Internet corre el riesgo de transformarse en
un gigantesco shopping center. Pero ya hay mucha gente en la tarea de
vender y no es difícil comprar. Ejemplo: queríamos encargarle a mi cuñada
que nos trajera de Estados Unidos el CD–ROM de Cinemania, que incluye
varias guías y enciclopedias (Maltin, Katz, Ebert, Kael), además de fotos,
fragmentos de películas, etc. Como ella no lo encontró en la tienda, miramos
el site de Microsoft, elegimos la página de “Cinemania” de un menú y
obtuvimos la información del precio (unos treinta y pico de dólares) y el
número de teléfono para llamar y que se lo enviaran a domicilio (en EE.UU.).
En esa página nos enteramos de que cada mes se publican actualizaciones
gratuitas que se pueden bajar de la web e incorporarlas al programa. No todo
es fácil, sin embargo: bajar las cuatro actualizaciones me llevó más de dos
horas. Por si no lo dije aún, la red es lenta y pasarse unas horas esperando
conexiones produce síntomas que incluyen el hastío y el dolor de cabeza.
Como sabrán los lectores, desde hace dos números venimos publicando
nuestra dirección de correo electrónico. Los resultados no han sido muy
prolíficos, pero sí gratificantes. Publicamos a continuación dos cartas
recibidas por esa vía. Notarán algunas cosas extrañas en la ortografia: la
orientación hacia el inglés hace que no se puedan usar eñes ni acentos (ni
diéresis, ni otro montón de símbolos)
Carta 1 (la primera que recibimos)
Hola Amantes!
Gracias por esta nueva posibilidad de comunicarse con ustedes! Muchas
veces leyendo la revista se me ocurren comentarios (no en este momento)
para hacer que finalmente quedan desechados por diferentes motivos: uno de
ellos es el hecho de escribir una carta y olvidarse de mandarla, por ejemplo.
Espero que tengan buen ano (y anio tambien) y que les vaya menos peor que
este 95 que se va (tipico saludo en epoca de crisis!). Un abrazo y beso grande
para todos y arriba los corazones!
Claudio Guidotti
Carta 2 (la última)
Para alguien que vive con muy poca guita por mes y paga alquiler adquirir El
Amante es verdaderamente grandioso. Pensar que con el precio de la revista
me alquilo tres peliculas o en peores lugares cuatro.
Soy Alicia, tengo 25 anios, laburo, tengo un hijo re–lindo de cuatro anios y
soy adicta a ver peliculas. (En video, el cine en San Luis no existe.) En
realidad mi carta es para contarles que anios atras lei algunos numeros de la
amada El Amante. Desgraciadamente tenia que ir a sentarme a un living frio
y silencioso en una mesa de vidrio para poder leerlos, ya que la duenia de la
casa y de las revistas es una asquerosa coleccionista conservadora que me las
prestaba de esa unica manera. Despues paso el tiempo y hace un par de
semanas pasaba por el kiosco y vi El Amante 47 que sera mi numero de
suerte... La vi y dije la quiero ya. Tengo todo el cine del 95 en mis manos.
Contado de una manera hermosa, el 95 en cine me dejo casi satisfecha.
Literalmente la revista es muy buena, crei por momentos que estaba leyendo
los Fragmentos... de Barthes. Algunos balances personales me divirtieron
mucho, otros me pegaron una cachetada, son sencillamente geniales…
COMO SE PUEDE SER MEJOR CUANDO SE ES PERFECTO? Quintin,
me pasaria horas escuchandote. Y mi amor a Santiago, si te quiero con tu
balance personal, con este regalo tambien te quiero: tu haces de mi vida esta
ceremonia demasiado pura. A. Pizarnik.
Que ningun amante se ponga celoso, todos me acompanian al banio a
descargar, a la cocina a tomar mate y algunas veces aparecen todos debajo de
mi cama con algunas pelusas en las palabras.
Deseo un 96 con muchas producciones para mirar y para que ustedes puedan
seguir escribiendo.
Nos veremos alguna vez.
Alicia
PD: Santiago me contenta ser la segunda o quinta, para mi Jodie tambien es
una Megaidola. Un abrazo.
Bien, ¿es buena la red, para qué sirve, qué lugares tiene para visitar,
sobreviviré a ella? Más respuestas o más interrogantes en el próximo número.
Publicado en El Amante N°48 – febrero 1996
196. El ruso, el tano y la puta
Todo por un sueño (To Die For), Gus Van Sant, 1995.
Este no es el tipo de película que permite al público identificarse con los
protagonistas, ni siquiera sentir una remota simpatía. Pero, cosa curiosa,
tampoco se burla de ellos aunque tiene todo servido para hacerlo. Todo por
un sueño es comedia negra a veces, nunca farsa. En este paso que no ha dado
el director Van Sant reside gran parte de la gracia de esta película altamente
inteligente y equilibrada. Sorpresivamente equilibrada para Van Sant,
después de algunos desbordes en Mi mundo privado y del descontrol absoluto
de Las mujeres también se ponen tristes. El tono recuerda más bien al de
Drugstore Cowboy, aunque la historia de esta pueblerina deslumbrada por el
estrellato que seduce a tres adolescentes oligofrénicos para que maten al
marido no da en principio ni para condolerse con los padecimientos de los
personajes. El film es frío y calculador como la rubia Suzanne Stone (Nicole
Kidman con un apellido que puede ser una alusión a su compañera de pelo
Sharon o más bien una burla a don Oliver, seducido como ella por la TV en
Asesinos por naturaleza). Pero, un momento, que la cuestión no es tan así.
He leído que el film es una crítica a la televisión o, mejor dicho, a los
efectos de la televisión sobre la gente. Me parece un comentario tan palurdo
como los protagonistas, propio de alguien que no leyó a Richard Key Valdez,
que nos ha demostrado una y otra vez que no miramos televisión sino que
somos la televisión: la televisión es incriticable so pena de insoportable
arcaísmo. Creo, en cambio, que el tema de Todo por un sueño es justamente
los palurdos, una nueva variación en la galería de marginales de Van Sant
que arrancó en Mala noche con el submundo latino, siguió con el de la droga,
el de la prostitución masculina y el de las lesbianas para recaer en este que en
el fondo es el más marginal de todos: ese horizonte mayoritario del
cholulismo en el que los participantes pueden intentar todo menos usar la
cabeza. Elegidos los palurdos como sujeto, Van Sant hace un movimiento
poco visto. Por un lado, los declara inútiles para todo servicio intelectual. La
rubia, los tres imbéciles y el marido que no lo es menos no tienen la más
pálida idea del mundo en el que viven, se engañan al punto de autodestruirse
y acá no hay un guion a la Forrest Gump que venga a salvarlos (el guionista
es Buck Henry, que hace de profesor y si se considera que escribió El
graduado, ¿Qué pasa, doctor?, El día del delfín y Protocolo, queda claro que
la decisión de no salvar a nadie proviene más bien de Van Sant y su puesta en
escena). La rubia engaña a los imbéciles y al marido pero resulta la más
engañada de todos: en una de las frases más lapidarias de todos los tiempos
nos enteramos de que el puesto de reportera meteorológica en un canal de
cable local, que la rubia considera el primer paso de su futura carrera, es el
escalón más alto al que puede aspirar en su vida. Y esta situación es un
insulto a las tradiciones de Hollywood que prescriben que el ascenso de un
protagonista es ilimitado aunque empiece de muy abajo y tenga pocas
condiciones. Pero la rubia cree en la leyenda y esa es su ceguera. Van Sant se
ubica así a una distancia olímpica, francamente aristocrática desde la que
declara que no hay futuro para los palurdos, lo que implica (recordemos que
la rubia intenta iniciarse en el video) que su propia condición de cineasta, de
parte del mundo de la cultura y el espectáculo, les será por principio
inaccesible a sus criaturas, que no tendrán lo que él posee sino una mala
caricatura. El cine americano, en cambio, desde Capra hasta Forrest Gump,
Nixon o Get Shorty, vivió siempre de su populismo, de la creencia en la
igualdad de oportunidades y ocultó celosamente toda evidencia en contrario.
Esta mirada aristocrática es abiertamente un eje del cine de Van Sant que,
como Keanu Reeves en Mi mundo privado, podrá enamorarse de River
Phoenix pero jamás ser como él, un eje que al perderse buscando una
posición de igualdad y simpatía como en Las mujeres también se ponen
tristes puede desbaratarlo todo.
Pero el movimiento de Van Sant es doble. Como si se tratara de la última
voluntad de los condenados, les concede a sus personajes la posibilidad de
expresarse a su manera y los muestra en buena parte del film mediante flash
forwards en los que se expresan a su manera frente a una cámara, como las
figuras televisivas que aspiran a ser. Allí la cámara oculta parcialmente el
contexto (solo al final sabremos dónde ocurren estas filmaciones) negando la
parte esencial de la verdad, exactamente como hacen los protagonistas. Y en
este gesto de generosidad no solo aparece el equilibrio de la película, sino
que en el modo de mostrar la inocencia de esas caras vírgenes de todo talento
puede leerse una forma de piedad y hasta de envidia que sobre el final llega
hasta a confundirse con emoción.
Publicado en El Amante N°49 – marzo 1996
199. Historia de una monja
Hace unos días me llama una conocida productora y directora argentina (no
diré el nombre) y me dice: “Vos que tenés Internet, necesito que me
averigües una cosa: estoy trabajando en la producción de la película (no diré
el nombre) de un conocido director argentino (no diré el nombre).
Necesitamos saber exactamente qué día y mes del año 1946 se estrenó una
conocida película de Hitchcock (no diré el nombre)”. “¿Para qué querés saber
una cosa semejante?”, contesté yo. “Porque queremos insertar un fragmento y
para eso, las leyes del copyright dicen que deben haber pasado más de 50
años de la fecha del estreno. La película nuestra no se puede estrenar hasta
que pasen esos 50 años”. Mientras preguntaba otras pavadas para hacer
tiempo, yo pensaba que no existía una base de datos en Internet que tuviera
esa información (tampoco tenía un libro que la tuviera, para el caso). Pero
había estado fanfarroneando con este asunto de la red y me lo merecía. Estaba
a punto de quedar como un idiota porque no hubiera podido convencer a
nuestra amiga de que en Internet no está todo y, más bien, hubiera quedado
como un gil que se compró un auto nuevo pero no lo sabe manejar. Después
de un par de horas de navegar por páginas dedicadas a Hitchcock (hay unas
cuantas), estaba a punto de tirar la toalla. Mi último recurso era SCREEN–L,
una lista de correo electrónico a la que estoy suscripto (es gratis, uno se anota
y recibe unos 10 mensajes por día de gente que discute sobre cine). Con
profunda timidez, mandé un mensaje preguntando si alguien conocía la
respuesta, o por lo menos dónde encontrarla. Les pedía además que si me
daban la fecha, indicaran la fuente. Increíblemente, en el transcurso de unas
pocas horas recibí dos mensajes, ambos de EE.UU. Un señor Bill de la
Universidad de Purdue (¿Bill Purdue no es un jugador de los Bulls?) me
contestó que de acuerdo a Film Noir: Enyclopedic Reference to the American
Style de Alain Silver y Elizabeth Ward, la fecha de estreno era el 22 de agosto
de 1946. Y Peter X Feng, de la Universidad de lowa, amplió diciendo que
según la New York Times Review, la película se estrenó en Nueva York el 17
de agosto y según Variety en Los Ángeles el 22. Y agrega que Peter
Bogdanovich, en un folleto impreso para una retrospectiva de Hitchcock en el
Museo de Arte Moderno, dice que la fecha fue el 9 de septiembre, pero Feng
piensa que se refiere al estreno nacional (es decir, en el resto de las ciudades).
Una experiencia como esta no solo indica un camino para resolver ciertos
problemas nacionales de aislamiento informativo sino que además reconforta
por el lado de la solidaridad espontánea. Uno tiene la sensación de que la
comunidad electrónica es un lugar que puede disimular nuestra soledad y
hasta hacernos sabios. Sin embargo, no todas son flores, como veremos a
continuación.
Estimulado por el hospitalario recibimiento, decidí participar de alguna de
las discusiones. La ocasión adecuada pareció presentarse cuando un tal Tony
Williams, profesor él, dijo que Ed Wood era una película que representaba el
conservadurismo posmodermo, porque no distinguía artísticamente entre
Orson Welles y el hombre de los sweaters de angora. Mi protesta se sumó a
la de otros participantes de la lista. Yo, más que mi opinión personal,
intentaba confrontar a Williams con la cálida recepción que tuvo la película
entre los cinéfilos argentinos. Williams contestó todas las objeciones menos
la mía, que fue ignorada olímpicamente. A esta experiencia se sumaron otras
de sentido similar. Lo cierto es que parece haber un lenguaje o una modalidad
de comunicación en la que no logro entrar. Tal vez sean mis deficiencias con
el inglés, tal vez mis ideas absurdas sobre el mundo, pero lo cierto es que
superado el punto de lo superficial, en el que todo son amabilidades, uno
parece entrar en un terreno resbaladizo en el que las idiosincrasias culturales
y la frialdad del medio se convierten en una barrera y dejan una sensación
ligeramente aterradora. El acceso al primer mundo no es tan fácil, amigos.
Para colmo, creo que estoy violando los principios de la “netiquette” (etiqueta
de la net): no se debe citar el contenido de los mails sin la conformidad de los
autores. Es decir, estoy atentando contra la privacidad de los señores Bill,
Feng y Williams. El consorcio Clarín inauguró la versión electrónica de su
diario. Esto explica seguramente las constantes referencias a la web que
aparecían en sus páginas y que comentamos en el número anterior. Sería
lógico suponer que los destinatarios de este producto son los argentinos
residentes en el exterior, que además tienen la posibilidad de ver a través de
él fotos especiales transmitidas desde el país o escuchar los partidos que
transmite Radio Mitre. Leer el diario de ese modo resulta en cambio una
experiencia engorrosa comparada con la tradicional. Quedan dos preguntas.
La primera es cuál es el negocio, ya que el acceso es gratis y hasta puede
restarle ventas al periódico. Lo comprenderemos en el futuro: el marketing en
la red es un misterio para mí (fuera de la red también, no nos engañemos). La
segunda es cuánto tardará la estrategia informativa del consorcio en construir
una imagen de la Argentina que terminaremos confundiendo todos con la
realidad.
Según trascendió en estos días a raíz del site de Clarín, hay problemas de
conectividad entre los distintos proveedores del acceso a Internet.
Efectivamente y nosotros somos también víctimas de esta situación. A pesar
de que todo el mundo cree que el correo electrónico es tan universal como el
otro, eso no es así, al menos en la Argentina: ocurre frecuentemente que los
usuarios pueden escribir a Indonesia pero no a Barracas porque algunos
proveedores se niegan a que eso ocurra. Esta Internet a la criolla hace que
algunos lectores no hayan podido enviarnos sus cartas electrónicas. Pero,
para no ser menos que Clarín, nosotros también tenemos una solución al
problema: un alias de nuestra dirección de e–mail
(amantecine@apriweb.com) que permite hacer pasar los mensajes por una
ruta alternativa en el exterior. Ahora no tienen más excusas, háganlo.
Publicado en El Amante N°49 – marzo 1996
202. Dura es la carne
Uno piensa que los viajes nos permiten descansar de Buenos Aires y de su
calidad de vida en descenso continuo. Muchas veces la pasamos peor que acá
y descansamos poco aunque presumamos de lo contrario. No fue así en este
caso. Fue un viaje reparador y agradable, de esos que crean la ilusión de que
son ilusorias las preocupaciones. Si alguien pregunta cuál es el secreto, estoy
dispuesto a divulgarlo: no fueron tres semanas de vacaciones de la Argentina
sino tres semanas de vacaciones de Hollywood. Después de 22 días en
Toulouse, París y Montevideo, me doy cuenta de que logré esquivar durante
ese lapso al cine americano con sus fuegos artificiales, sus dramas de segunda
mano y su recargado vacío para vivir en un espacio más aireado y menos
opresivo. No me enteré de quién había ganado el Oscar, no oí prácticamente
nada sobre la farándula mundial, no leí ninguna cifra de taquilla y aunque fui
al cine más de treinta veces, no recuerdo haber visto ni un solo efecto
especial, ni un solo actor famoso, ni una sola situación dramática de esas
imaginadas por 5 guionistas, verificada por 20 ejecutivos, probada en 10
previews e informada por 2000 medios de prensa. Existe otro cine, un cine
con películas buenas y malas, con directores mediocres y talentosos, con
niveles de producción dignos o lamentables, que muestra otros lugares,
cuenta otras historias, revela otras emociones y aunque a veces se esfuerce
por imitar los defectos del cine americano solo logra exhibir los propios que,
en todo caso, son otros. El cine no está en su mejor momento en ninguna
parte pero, de todos sus males, la uniformidad es el más grave. Ver siempre la
misma película está acostumbrando el gusto a un estilo narrativo, a una
dramaturgia y a un tipo de imágenes que configuran un modelo audiovisual
cada vez más pobre y que reduce el placer cinematográfico a seguir la trama
sin poder pensar, a emocionarse a control remoto y aburrirse sin darse cuenta.
Ver cine hecho en otras condiciones puede hacer sufrir de tedio o vergüenza
ajena, puede hasta provocar indignación, pero en todo caso es otro tedio, otra
vergüenza, otra indignación que la que un crítico de cine o un espectador
asiduo sufren semanalmente a manos de las producciones americanas. Estas
declaraciones pueden sonar extrañas en boca de alguien que ha preferido
desde la infancia el cine americano. Más extrañas en un momento en el que el
modelo de Hollywood parece dominar definitivamente los mercados y no
tiene enfrente una alternativa artística consistente. Hasta mi vecino Salvador
Sammaritano, que ha hecho una carrera mostrando cine europeo, me suele
proponer un ejemplo que muestra el estado de las cosas. Suele decirme que si
por algún azar de la economía mundial el cine turco dominara
económicamente la exhibición, la gente no iría a verlo como va a ver las
películas de la industria de Hollywood. La moraleja del cuento es que el cine
americano le gusta al público, nos gusta. Yo lo sé desde siempre. Pero
también sé que nunca viviremos en ese mundo dominado por el cine turco y,
en cambio, este que nos toca se va tornando cada día más irrespirable. Pero
pasemos a la primera parte de la descripción de ese espacio en el que
descansamos del hollywoodismo durante tres semanas y en el que nos
encontramos con sensaciones y problemas nuevos para nosotros.
En Toulouse está la supuesta casa natal de Gardel. No fuimos a verla.
También hay una iglesia, Les Jacobins, que tiene unas hermosas columnas en
el medio de la nave y en la que reposan los restos de Santo Tomás. Debe ser
impresionante, por una postal que nos regalaron. Toulouse la tierra del
languedoc, lenguaje de los trovadores y de la herejía cátara, pero poco puedo
decir de todo esto y menos aun de la fábrica de aviones que convierte a la
ciudad en la capital de la aeronáutica europea. Toulouse es también la sede
anual de los encuentros “Cinémas d’Amérique Latine” en los que este año se
exhibieron en cuatro salas unos ochenta largometrajes de la región para unos
20.000 espectadores durante ocho días. Entre función y función, en comidas
y cafés, nos dedicamos a discutir con realizadores, críticos especialistas y
organizadores el tema común, tan conflictivo para nosotros: el famoso cine
latinoamericano. Hablar de cine latinoamericano (o en plural, de cines
latinoamericanos, como astutamente se ha titulado el festival) supone para mí
tres inconvenientes iniciales. El primero es que hay una historia tan
importante como desconocida y un presente al que resulta imposible
asomarse desde Buenos Aires. Hoy en día, ambos problemas están
articulados por lo que es la revalorización, tanto en ámbitos académicos como
industriales, del cine popular de la décadas del 30 al 50 y, más
específicamente, del melodrama, sobre todo en su variante mejicana. Ese
cine, hecho desde los estudios y dirigido principalmente a las mujeres, se
considera en algunos círculos el mayor aporte del subcontinente a la historia
del cine. El rechazo hacia esos géneros que significaron la modernización y la
politización de las décadas del 60 y 70 puede aparecer hoy como un error,
como una vana operación intelectual que llevó a Latinoamérica a alejarse de
sus raíces culturales. Y esto se articula con el segundo inconveniente, que
podríamos llamar simplemente una cuestión de gusto. Mi propia historia
como espectador fue siempre contraria a estos dramones conservadores, a sus
divas y galanes, a su teatralidad y primitivismo, a su universo de pasiones
insensatas con salidas moralizantes. Es posible que aprenda a respetar los
melodramas latinoamericanos. No creo que llegue a amarlos nunca. Pero esta
no es una cuestión que se agote en el pasado porque hoy el principal producto
audiovisual exportable de Latinoamérica es la telenovela, cuyos códigos son
parientes cercanos de los del melodrama. He oído decir en Toulouse que las
telenovelas son valiosas por ser “ficciones latinoamericanas”, argumento
dudoso con excusa antielitista que nos llevaría finalmente a aceptarlo todo.
Pero el problema es que si a uno le gusta el cine es, en buena parte, porque
detesta esas ficciones y prefiere otras más elaboradas, menos reaccionarias y
también más pudorosas. Pero lo cierto es que hoy, desde Méjico a la
Argentina, desde Brasil hasta Colombia o Venezuela, producimos,
consumimos y exportamos las hijas del melodrama. En Toulouse se exhibió
una película brasileña llamada Cinema de lagrimas del venerable veterano
Nelson Pereira dos Santos, autor de la legendaria Vidas secas. La película se
basa en un libro de la argentina Silvia Oroz (Melodrama. El cine de lágrimas
de América Latina), también coguionista del film. Cito, de la contratapa del
libro, al ubicuo especialista Román Gubern: “De ahí el enorme interés
sociológico y cultural que suscita este macrogénero popular, al que la
televisión ha dado nueva vida...”. El argumento sirve para ilustrar la
discusión anterior. Un viejo actor y director de teatro decide revisar el cine
que hacía llorar a su madre y a su tía. Para ello, con la ayuda de un joven
admirador, viaja a Méjico para que en la filmoteca de la UNAM le proyecten
viejos melodramas mejicanos y argentinos. Algo así como la mitad de la
duración del film está ocupada por fragmentos de esas películas. El resto se
convierte también, forzada y torpemente, en otro melodrama. Sobre el final
nos enteramos primero de que el actor es homosexual y luego de que lo que
está haciendo allí verdaderamente es buscar un film relacionado con la vida
real de su madre. Y por último, de que las misteriosas desapariciones del
muchacho se deben a que se está muriendo de sida y además lo persiguen los
narcotraficantes (sic). Como si esto fuera poco, las imágenes de las viejas
películas (que resultan verdaderamente interesantes) se contraponen con un
discurso sociologizante que las impugna (que resulta verdaderamente
insoportable) y que queda derrotado por la mirada húmeda y el desdén del
viejo. Además, mientras los protagonistas van camino de la sala de
proyección, espían a la propia Oroz dando clase sobre el cine revolucionario
y se escuchan frases como esta: “el cine de autor se creó para contrarrestar a
la industria de Hollywood, pero como este cine era muy personalista fue
necesario el Nuevo Cine que expresara colectivamente la realidad política...”
(cito de memoria). Un discurso que parece atrasar 25 años en el tiempo. El
cambalache de Pereira dos Santos expresa, al juntar todo en una bolsa, una
precipitada tendencia a crear o recrear el concepto de Cine Latinoamericano
como una herramienta histórica, estética e industrial que permita admirarlo
todo y seguir adelante teniendo ese concepto como coartada.
Paradójicamente, en el film de Pereira las viejas películas se sostienen más
que el discurso que las legitima. Desde el lugar del espectador, los
fragmentos del Indio Fernández o una escena alucinante de Armiño negro de
Christensen sugieren que ese cine merece ser revisado desde otras bases. Una
polémica en la que estos puntos de vista se expresaron oralmente tuvo lugar
en una mesa redonda informal, organizada por Lola Millás, que trabaja para
el servicio exterior español. Alli me enredé en una discusión en la que yo
estaba a favor de Marcos Loayza, director boliviano que proponía un cine
artesanal, y en contra del profesor cubano Enrique Colina, que me acusó de
subdesarrollado (intenté responder, pero la acusación era justa) y de “ignorar
las enseñanzas del materialismo dialéctico” (esto último ante las risas de la
concurrencia incluyendo al propio Colina), y de Orlando Senna, que se
burlaba amistosamente de Loayza y de mí bajo el supuesto (no
necesariamente descabellado) de que intentábamos destruir las industrias
nacionales de cine. Y aquí nos tropezamos con el tercero de los
inconvenientes, que es la cuestión corporativa y nacional que se cuela cada
vez que uno intenta un análisis estético y viceversa. Este asunto de la
perspectiva histórica que empieza rescatando el melodrama y sigue con la
telenovela, termina en la producción de cosas tales como unos horrendos
cortos venezolanos que acompañaban a los largometrajes y que demostraban
la pérdida no ya de cualquier noción cinematográfica, sino de la más mínima
perspectiva ética. Pero, al mismo tiempo, engendros como esos forman parte
de la producción audiovisual de nuestros países, a cuya proliferación no es
simpático y ni siquiera lógico oponerse. Lo que es cierto es que no parece
sencillo encontrar un lugar en el que puedan convivir fácilmente el punto de
vista industrial y el crítico. Es decir, lo que no parece fácil es sostener la
producción nacional (sobre todo en el extranjero) sin hacerse el zonzo con las
malas películas. Curiosamente en lugares como los festivales, la perspectiva
comercial se complementa con la histórica, la museográfica o la académica,
mientras que la crítica parece venir sobrando una vez más. Personalmente,
este asunto me hizo crisis viendo un documental de Glauber Rocha sobre el
escritor Jorge Amado, Jorjamado no cinema. En un momento, Glauber lleva
la cámara a la puerta de un cine en el que acaba de estrenar Doña Flor y sus
dos maridos. La gente sale eufórica y elogia la película metiendo la palabra
“Brasil” en cada frase hasta llegar a una mujer que dice: “esta película nos
hace sentir orgullosos de ser brasileños”. Esto ocurría en plena dictadura
militar y me hizo sentir escalofríos. Hay un lugar en el que no puedo dejar de
asociar esa frase con la defensa industrialista del cine nacional y con el
aparato propagandístico que alrededor del tema ha montado Julio Márbiz en
el canal y la radio estatales, que cuenta con el apoyo de muchos integrantes
del gremio local y que Videla envidiaría sin duda alguna.
Ya que hablamos de Glauber, digamos que fue un grande y que Toulouse
ofreció una retrospectiva completa de su obra presentada por Orlando Senna
y Sylvie Pierre. Encontrarnos no solo con la obra de Glauber sino empezar a
descubrir lo que significó su figura dentro y fuera del cine tanto en Brasil
como en Francia, fue uno de los hechos salientes de este viaje. En el próximo
número publicaremos un dossier sobre Glauber Rocha que incluirá los
valiosos testimonios de Pierre y Senna que recogimos en Toulouse. Digamos
también que hubo una retrospectiva dedicada a Adolfo Aristarain, cuyos
films gustaron mucho. Presenté unos de ellos en un francés lamentable que
contó con la generosa tolerancia del público local.
Ha llegado el momento de ocuparnos de un cuarto inconveniente que se
presenta a la hora de discutir el cine latinoamericano, esta vez con
especialistas europeos, con gente de acá que vive allá y con los que viajan
mucho. El asunto es: ¿qué es lo que les gusta del cine latinoamericano? No
hace falta aclarar que el interés del público en general por el cine de otros
países que no sean el propio y los Estados Unidos es prácticamente nulo en
todo el mundo. Por lo tanto, el contexto de esta pregunta es el del pequeño
mundillo de entusiastas, críticos y profesores que se ocupan del tema. La
respuesta me resulta en general un poco alarmante. Entre esta buena gente, se
supone que el cine de los países periféricos en general y el latinoamericano
en particular está hecho desde realidades y visiones del mundo que escapan,
no solo al modelo de Hollywood, sino también a las tradiciones culturales
europeas. Esto trae como consecuencia que los más despistados sigan
pidiendo nuevas dosis de realismo mágico. Por suerte, no escuché a nadie
reivindicar Como agua para chocolate. Pero así como en alguna época se nos
pedía “cine revolucionario”, lo que ahora gusta es cierto pintoresquismo que
demanda irracionalidad y hasta tremendismo. Y aquí lo del melodrama
mejicano viene como anillo al dedo. Casualmente, a lo que asistimos en la
producción mejicana actual es a una cantidad de films que entran en una
categoría que podríamos llamar melodrama posmo o revisionista. En la
cumbre de esta tendencia está la obra de Arturo Ripstein, descubierto en
Europa hace pocos años. Ripstein es un director virtuoso, posiblemente el
más sofisticado de los que filman hoy en Latinoamérica. Vimos una sola
película de él en Paris (La mujer del puerto), pero en Toulouse se han
exhibido muchas en años anteriores. Las películas de Ripstein alcanzan
grados increíbles de truculencia. En La mujer del puerto hay miseria,
prostitución, incesto, crudeza sexual y hasta un aborto practicado a la fuerza.
Pero todo está contado con impecables planos secuencia y con una mirada de
segundo grado que cuestiona las claves de la sociedad mejicana y aun las del
propio género. No vi lo suficiente de Ripstein, pero lo que es cierto es que
acompaña desde arriba a lo que nuestro amigo Mauricio Martinez–Cavard
llama “la larga lista de dramones mejicanos”. Lo mismo ocurre con Frida, de
Paul Leduc, que es una gran película pero también una película tremenda y
una propuesta cinematográfica que no tiene mucha salida, aun para el propio
Leduc según se juzga por aquí su obra posterior. Creo que gente bien
intencionada no puede evitar cierto paternalismo que se traduce en una
división de tareas en el campo cinematográfico. Todo esto termina
produciendo que las películas que más me gustaron en el festival no tengan
mucho quórum en el circuito de apreciadores profesionales porque no son lo
suficientemente “latinoamericanas”: ni tremendas como Frida, ni “poéticas”
como las de Subiela, ni costumbristas como Guantanamera. Hablaré ahora de
ellas.
Lourdes Portillo, directora chicana de El diablo nunca duerme, hace lo
contrario que Pereira dos Santos en Cinema de lagrimas. En lugar de
adjuntarles una ficción a los fragmentos de melodramas fabricados, el de
Portillo es un film semidocumental que parte de la muerte de su propio tío y
se interna en una investigación en la provincia mejicana que termina
sugiriendo la posibilidad de un asesinato. En el camino se descubre que el
famoso tío, que ocupara el papel de patriarca mejicano, terminó sus días
siendo homosexual y un pelele de su mujer. Lo mejor de todo es que el
verdadero descubrimiento es que esta gente de la burguesía provinciana habla
como en las telenovelas y sus conflictos no difieren mucho de las historias
melodramáticas, con sus cuestiones de poder, dinero y filiación. Desde la
tranquila mirada de la directora, desde su humorística suavidad, nos
encontramos con una historia que edifica su misterio desde la cotidianidad y
que tiene en el centro los intereses sobre el agua de riego (una suerte de
Barrio chino del otro lado de la frontera) y que no reivindica para sí un amor
por el territorio sino en la medida en que es capaz de mirarlo desde una
modernidad inteligente que no se hace cómplice de una cultura que debe
morir. Este es el primer ejemplo de lo que podríamos llamar el espíritu de
ligereza en el cine latinoamericano, una idea para fundar imaginariamente un
movimiento a contracorriente que tendría como premisas básicas alcanzar la
emoción genuina y la exposición de la realidad desde la sutileza y la razón.
Sospecho que el tesoro oculto del cine latinoamericano es una cierta ternura
fuertemente original que pugna por aparecer detrás de la hojarasca de la
truculencia y la pasiva descripción de costumbres. Más aun, el encanto de la
película de Portillo sugiere que el desbalance del cine de estos pagos acaso
provenga de la ausencia de un costado femenino. No me refiero a la escasez
de directoras mujeres ni de reivindicaciones feministas (que en verdad hubo
pocas) sino a la falta de cierta paciencia, de cierta caricia, de un cine que nos
proteja y nos acompañe en la intimidad. Si la versión verdadera de este cine
es la película de Portillo (y las dos que comentaremos después), la falsa es
Carmen Miranda: Bananas Is my Business, de la brasileña residente en
EE.UU. Helena Solberg, que rescata un interesante material de archivo de la
diosa latina de los musicales, pero que le agrega una dudosa ficción
autobiográfica y una lamentable visión histórica que termina proponiendo a
la Miranda como “motivo de unidad de los brasileños”. Del populismo trivial
y de la autorreferencia gratuita del film de Solberg –que tanto apuntan al
pesado modelo del telefilm americano– es que huye el film de Lourdes
Portillo hacia la sobriedad, la ironía y la gracia.
Fernando Pérez es un realizador cubano del que se exhibieron dos películas
además de Madagascar, el mediometraje que inauguró el festival, Hello
Hemingway (que no vimos pero que es muy bueno según nos comentaba
Adolfo Aristarain) y Clandestinos (1987). Clandestinos es una película
curiosa que recrea un episodio de la guerrilla urbana contra Batista en los 50.
Por un lado, maneja bien las escenas de acción, lo que le da tensión al relato,
pero por el otro tiene un costado didáctico en la exaltación revolucionaria que
para la fecha de su realización resulta más bien esquemático. Sin embargo,
hay algo que sorprende en este film y es la tenacidad con la que Pérez se
aferra a las emociones de los protagonistas, como si quisiera contarnos otra
cosa que una fábula edificante y una voz contenida hablara de una turbulencia
emotiva que excede al argumento. Ese costado estalla en Madagascar,
ubicada en La Habana contemporánea y que se ocupa de la soledad de una
mujer que no puede liberar sus sueños y que se enfrenta con la desorientación
de su hija adolescente. Madagascar es la contracara de Fresa y chocolate. En
lugar de describir las privaciones, represiones y frustraciones de la Cuba
actual, Madagascar las deja fuera de campo para recuperar plenamente esa
tenacidad de Clandestinos. La intensidad interior conduce la película a una
situación universal en la que, si bien no se oculta que la angustia de la
protagonista se origina en sus problemas cotidianos, termina hablando de la
imposibilidad generalizada de estar a tono con el mundo contemporáneo,
desfasaje al que solo puede contrarrestar una fidelidad secreta a los resortes
más profundos del amor. Pérez se aferra a ese lugar y no lo suelta y, al
hacerlo, eleva la apuesta hasta permitir la catarsis del espectador de cualquier
país. Nada terrible ocurre en Madagascar, a no ser la profundidad de su
silencio.
Nada terrible ocurre tampoco en Cuestión de fe, del boliviano Marcos
Loayza, una road movie en la que un artesano borrachín y devoto, su
silencioso ayudante y un jugador empedernido deben llevar una estatua de la
Virgen desde La Paz a un pueblo de la selva por encargo de un caudillo de la
droga. Ni la Virgen hace milagros, ni matan a nadie, ni nadie declama que
vale la pena estar vivo. El único que hace milagros es Loayza, que con un
presupuesto bajísimo y medios técnicos escasos se las arregla para construir
un largometraje moderno que cuenta una buena historia con una fina
capacidad de observación, gran fluidez narrativa, una ausencia absoluta de
retórica y de costumbrismo y una puesta en escena imaginativa en la que cada
escena muestra la garra de un director que puede competir en cualquier
escenario. Cuestión de fe es una verdadera ficción latinoamericana, una
película entretenida y cariñosa como pocas y respetuosa de los vicios de sus
personajes, a los que acompaña con simpatía pero sin demagogia. Esta
película muestra que el cine latinoamericano puede contar historias propias
sin folklore ni guiños al mercado americano (en la vertiente opuesta del
segundo grado de El mariachi) y generar un público genuino y apasionado.
En la ópera prima de Loayza hay los suficientes indicios de madurez
cinematográfica y de vocación contemporánea como para alegrarnos como
espectadores y eximirnos de la condena a la autoflagelación, la copia y el
exotismo. Otra definición de la idea del espíritu de ligereza, un nombre
provisorio para una alternativa estética que clama por ser reconocida y
apreciada en su potencialidad.
El problema con las películas de Loayza, de Pérez o de Portillo, es decir, el
problema de transmitir el placer o el entusiasmo que nos producen, es que
parecen chocar con una forma particular de sordera, parecida a la que sufren
en los mismos circuitos los films del propio Aristarain. Realizadores y
críticos aceptan que son buenas, pero se trata de una aceptación a medias. No
solo se termina negando que en una producción que tiene un alto porcentaje
de películas malas, hacer una buena es de por sí un mérito, sino que se les
pide que tengan un plus indefinible que, en definitiva, les demanda que se
alejen de sus propios objetivos. Se cae así en una nueva servidumbre hacia
Hollywood, que en cada film necesita colocar un rasgo exagerado, un
elemento distintivo, una supuesta novedad que permita venderlas
previamente. Tratar de que el cine latinoamericano no se sacrifique en el altar
de la falsa originalidad (aunque sin duda las nombradas son películas
originales) bien puede ser un objetivo futuro para estos abiertos y
hospitalarios encuentros de Toulouse.
Recuadro
Parece raro, pero lo cierto es que la única revista dedicada al cine
latinoamericano se publica en francés. Cinémas d’Amérique Latine aparece
anualmente acompañando a los Encuentros de Toulouse, pero no es un
catálogo del festival, sino algo mucho más interesante: una revista que
mezcla información critica y teoría y que no solo da cuenta de la producción
cinematográfica del continente sino de la actualidad de sus tendencias
estéticas y de las discusiones centrales que hacen a su historia. El Nº 4,
correspondiente a este año, trae en sus 96 páginas materiales de interés
indudable para comprender qué es lo que sucede cinematográficamente en la
región. Más aun, en algunos casos el vuelo de los ensayos excede toda
limitación territorial y los transforma en ensayos de notable audacia sobre los
problemas más generales del cine. En uno de esos artículos, el brasileño José
Carlos Avellar (“El vuelo libre de la mirada”) enuncia las categorías de cine
de espectadores y cine de realizadores que dividen el campo de la práctica
cinematográfica. Este número se ocupa también del melodrama en artículos
de Orlando Senna y Paz Alicia Garciadiego (mujer y guionista de Ripstein) y
de los guiones con artículos de Jorge Goldenberg y la peruana Giovanna
Pollarolo. Hay dos artículos sobre Glauber Rocha (de Sylvie Pierre y de
Ivana Bentes) y uno sobre Borges y el cine de Edgardo Cozarinsky. El único
defecto visible de esta revista es justamente su escasa visibilidad fuera del
ámbito de Toulouse. Y es una lástima, porque es una excelente introducción
al tema y un punto de partida para discusiones ulteriores que en el contexto
actual de aislamiento sería vital desarrollar.
Publicado en El Amante N°50 – abril 1996
205. Cerebros fritos
No es una idea muy convencional del turismo, pero diez días en París sin
hacer otra cosa que caminar e ir al cine no parece un mal programa. Más si
como resultado uno recupera el placer por dos cosas de las que el estrés y la
cartelera de Buenos Aires impiden disfrutar. En el número anterior no
hablamos de aerobismo pero dijimos que una dieta de abstinencia de
Hollywood durante tres semanas puede ser reconfortante. Agregamos ahora
que la estadía parisina proporcionó momentos imprescindibles para la cura
mediante una dosis de 18 películas.
Es cierto que si uno ve en video Gertrud de Dreyer –que acaba de ser
editada– o Tierra en trance de Glauber Rocha –que vimos una tarde en
Gandhi gracias a nuestro amigo Hayra– uno se asombra redescubriendo que
el cine puede ser grande. Pero hacía tiempo que eso no me pasaba en una sala
de cine comercial y me pasó en París. El cine americano y sus imitaciones
mundiales, con sus códigos programados para hacer que el público se
acostumbre a saciarse de comida rápida, terminan produciendo –aunque
salgamos más o menos conformes de ver una película– una sensación
residual de fatiga, de vacío y hasta de angustia. Angustia de pensar que el
cine solo puede ofrecernos ligeras variantes de lo mismo, que está condenado
a la trivialidad, el efecto, la moraleja y la fórmula. Este cine hecho por
ingenieros no es libre. Y que el cine no sea libre nos dice que no somos libres
nosotros. Y que al no ser libre, tampoco es generoso y nosotros tampoco lo
seremos. Todos los que alguna vez creyeron en el cine saben que aceptar su
esclavitud y su mezquindad es prepararse para justificar las propias.
Después de este prólogo grandilocuente, confieso que vimos en París tres
películas americanas. La primera (imposible resistirse teniendo a Flavia al
lado) fue Mighty Aphrodite de Woody Allen. Con el tiempo, Allen ha
logrado dos cosas: una es convertirse en un viejo conservador; la otra es
filmar cada día con más gracia y fluidez. Allen ha dejado atrás la pretensión
bergmaniana de convertir la vida burguesa en un drama metafísico para
instalarse en el deleite del tono menor. Y Mira Sorvino está fantástica. En
cambio, el envejecimiento de Jim Jarmusch da para temer lo peor. Una vez
Russo escribió aquí que Jarmusch nos había engañado y que lo que
percibíamos como ascetismo en Down by Law podría ser simplemente falta
de ideas. Viendo Dead Man, que se acaba de estrenar en Francia, uno no
puede creer que exista una película tan vacía y tan pretenciosa a la vez. Este
western con indio sabelotodo, cameos importantes, malos chistes y Johnny
Depp usando el mismo sombrerito que en Corazones en conflicto tiene la
autoindulgencia de un Sam Raimi sin talento alguno para los trucos visuales.
Aunque no quiero seguir hablando mal del cine americano, no puedo menos
que lamentarme por lo efímeros que parecen resultar los nuevos talentos y
recordar que –una vez más– la escuálida narración necesita apoyarse en el
sadismo del villano Lance Henriksen. En el medio de estas dos está Blue in
the Face, la yapa de Smoke, que Wayne Wang y Paul Auster hicieron en tres
días usando la tabaquería regenteada por Harvey Keitel. Me dormí un buen
rato (no por la película sino seguramente cansado de tanto caminar) pero
Flavia dice que a uno le puede caer como una simpática improvisación o
como un insufrible ejercicio de autocomplacencia (sic). Por lo que vi, todo el
mundo (en la pantalla) parece divertirse mucho en un ambiente de gran farra
para los actores. No se me ocurre mucho más sobre esta película (acaso
porque no la vi) pero todo el mundo coincide en calificarla de divertida pero
intrascendente. Tal vez esta generación de actores sea lo mejor pero también
el límite de este cine americano.
Por una notable coincidencia, seis de las películas que vimos trataban de
personajes famosos. Una de ellas es un documental sobre el lingüista y
militante Noam Chomsky producido por la televisión canadiense y que se
llama Manufacturing Consent. La película trata sobre el intento de Chomsky
de mostrar que los medios norteamericanos muestran una visión del mundo
distorsionada. Lo curioso es que todo el film se estructura alrededor de la
presencia de Chomsky en esos medios, incluyendo su repetida presentación
como “el intelectual americano más importante”. Pero, aunque parezca que
Chomsky juega el juego de lo que combate, a lo que asistimos es a su
solitaria batalla por conservar la racionalidad y los principios libertarios y
socialistas en los que se educó hace mucho, en un mundo que era distinto.
Chomsky parece empeñado en decir que el famoso eslogan de McLuhan, “El
medio es el mensaje”, no es un enunciado científico sino un hecho político
que debe ser combatido. Tengo una verdadera debilidad por Chomsky y verlo
rebatir críticas y agresiones con su calma imperturbable y su aire de viejo
humanista me resulta irresistible. Hay dos momentos de la película que me
impresionaron particularmente. Uno tiene que ver con el escándalo Faurisson.
Robert Faurisson es un troglodita francés que intentó probar que el
holocausto y los campos de concentración no existieron. Censurado y
enjuiciado Faurisson por la administración francesa, los editores de su libro
recurrieron a Chomsky, que defendió el derecho a expresarse libremente de
su enemigo ideológico. Más aun, aceptó que su defensa se usara como
prólogo del libro de Faurisson. En la película, uno ve brillar la lógica
cartesiana del pensamiento de Chomsky contra la maraña de la hipocresía y el
doble lenguaje. En una de las tantas entrevistas, frente al enésimo periodista
agresivo e ignorante, Chomsky le contesta que ante un tema de principios
como la libertad de prensa uno solo puede tener dos posiciones: estar a favor
o en contra y, si se está a favor, hay que defender el derecho de los que no
piensan como uno. Chomsky no se cansaba de repetir que las teorías de
Faurisson le parecían absurdas y fácilmente rebatibles pero también que era
imprescindible reconocerle la libertad de enunciarlas. El otro momento
inolvidable nos atañe de alguna manera. Chomsky hizo una campaña para
probar que mientras la prensa americana condenaba la masacre de los kmer
rojos en Camboya, se hacía la distraída sobre la perpetrada por los indonesios
en Timor Oriental porque estos eran aliados de los Estados Unidos. Al mismo
tiempo, los periodistas le reclaman que sea conciso y que resuma su
pensamiento en los tres minutos que le da la televisión. Y Chomsky nos
descubre que en tres minutos solo se puede expresar una verdad de consenso.
“Si yo quiero decir que Pol Pot o Saddam Hussein son unos asesinos, me
sobran tres minutos porque eso se escucha todo el tiempo y todo el mundo
está preparado para aceptarlo. En cambio, si yo quiero hablar de Timor o
decir que los medios engañan al pueblo americano, la gente nunca escuchó
hablar de eso y pregunta qué está diciendo ese tipo. Ante lo cual, no queda
más remedio que explicarlo y eso no se hace en tres minutos”. Y digo que en
parte nos atañe porque algo parecido ocurre cuando uno intenta elaborar un
discurso alternativo sobre el cine en radio o televisión: está muy cerca de lo
imposible.
El otro documental que vimos se llama Nico Icon, dirigido por una
realizadora alemana y que trata (como su nombre lo indica) sobre Nico, la
que fuera cantante de los Velvet Underground. La película es convencional y
sensacionalista pero el personaje es único y los testimonios de gente conocida
son muchos. Nico era una alemana alta, fría y hermosa que fue modelo,
trabajó en La dolce vita y terminó aterrizando en Nueva York, donde Andy
Warhol la hizo cantar con el conjunto de Lou Reed y John Cale aunque al
principio no tenía la menor idea del oficio. Luego de sus 15 minutos de fama,
Nico se convirtió en compositora y heroinómana y buscó la muerte con altiva
y serena ferocidad. Esta llegó en 1988, pero en el camino hizo muchas otras
cosas, como salir con Brian Jones o Jim Morrison y tener un hijo con Alain
Delon, que el actor se negó a reconocer, aun al precio de enemistarse con su
propia madre, que fue la que crio al nieto. El testimonio de Mme. Delon
sobre su famoso hijo Alain es escalofriante. La película, con el clásico
recurso de enfrentar las opiniones de todo el mundo, deja dos momentos
memorables. Uno es cuando el director Paul Morrissey nos dice con
warholiano cinismo que en los 90 se considera artístico ser modelo, pero que
en los 70 lo artístico era morirse de sobredosis. El otro es el homenaje
musical y emocionado del gran John Cale. La película menciona otra relación
amorosa de Nico, por lo que esta historia continuará de manera inesperada
algunos renglones más abajo.
Los últimos días de Kant es un estreno de Philippe Collin que adapta una
novela corta de Thomas De Quincey. La idea de la película es que el filósofo
terminó siendo un viejo chocho y maniático y cuenta los meses previos a su
muerte como si fueran los del jubilado de la vuelta. El señor Kant de la
película se pone regresivo y todo es muy molesto –especialmente algunas
actuaciones– aunque el personaje termina cayendo simpático justamente por
su infantilismo.
La tesis obvia de Collin parece ser que la muerte nos iguala a todos, una idea
que siempre me pareció consustancial al cine académico. Alguien podría
decir que una película sobre Kant no se puede poner a hablar de las
categorías del entendimiento pero una operación equivalente es la que intentó
Derek Jarman en Wittgenstein (1993) demostrando que el cine no tiene por
qué achicarse ante las complicaciones. No es que esta biografía de Jarman se
interne en profundidades que excedan el material de divulgación que circula
sobre el pensador (familia millonaria – múltiples talentos – renuncia a su
herencia – estadía en Cambridge – pelea con Bertrand Russell –
homosexualidad – pensamiento intrincado y original – gusto por el cine
popular – tortura constante de su alma) pero la película apunta al polo
opuesto al de Collin: que Wittgenstein no fue un individuo ordinario y que su
singularidad merece ser celebrada. Para eso, Jarman utiliza al actor Karl
Johnson en un registro de sobriedad, sinceridad y nobleza que se contraponen
–desde el vestuario hasta el tono de voz– con el resto de los personajes. El
contraste es especialmente notable con las figuras de sus familiares y con
Bertrand Russell y John Maynard Keynes, a los que se presenta como dos
pavos reales, disfrazados respectivamente de académico y dandy, que
representan el afán de gloria intelectual y brillo social frente a la obstinada y
solitaria búsqueda de la verdad de Wittgenstein. Las simplificaciones de
Jarman dan curiosamente resultado porque está convencido y nos convence
de que su modelo humano posee una dignidad y una pureza a las que
debemos atender. Y para terminar de desmentir la comodidad de películas
como la de Collin, hasta la exposición de algunos pensamientos de
Wittgenstein resulta clara y hasta deslumbrante. Recuerdo uno. Dice
Wittgenstein en el film algo así como esto: “se dice que el Sol parece girar
alrededor de la Tierra, mientras que en realidad ocurre lo contrario. Pero,
¿qué sentido tiene decir esto, ya que no podemos imaginar un mundo en el
que pareciera que la Tierra gira alrededor del Sol?”.
Alguna vez Rossellini pensó que el cine podía tomarse el trabajo de
describir en serio el mundo. Y si la película de Jarman intenta algo en ese
sentido, la que verdaderamente logra un efecto de verdad extraordinario es
Crónica de Ana Magdalena Bach (1968) de Jean–Marie Straub y Danièle
Huillet, la película que más me deslumbró de las que vimos en este viaje. A
partir de un diario de la segunda mujer de Bach, el matrimonio Straub logra
poner en escena la vida del músico de una manera que revela para siempre
que todas las películas sobre músicos, desde Canción inolvidable hasta La
amada inmortal pasando por Amadeus o Bird, son romantizaciones baratas
que deberían avergonzarse de sí mismas. Crónica… muestra en su grisáceo
blanco y negro al señor Bach con su familia en una casa modesta y al señor
Bach tocando el clave y el órgano, dirigiendo una pequeña orquesta o un
coro. Mientras tanto nos enteramos por la voz en off de su esposa de sus
preocupaciones económicas, de sus múltiples trabajos, de las recompensas en
dinero que recibió por componer a pedido de los nobles y de los pequeños
acontecimientos familiares: asistimos a la vida de un trabajador. Ningún aura
de genio, ningún episodio romántico, ningún glamour, ninguna vanidad.
Oímos cosas del tipo “Johann Sebastian recibió hoy 10 monedas de oro del
duque tal por el oratorio que le dedicó y con eso podremos mandar a estudiar
a nuestro segundo hijo”. Mientras tanto vemos al actor que hace de Bach
tocar y oímos cómo la música sale auténticamente de esos instrumentos.
Presenciamos los conciertos de Bach en la corte, pero solo están en cámara
los músicos. El público y el palacio no aparecen jamás en escena y en toda la
película no vemos a ningún noble. Es un fuera de campo radical, una
expulsión de todo aquello que no merece ser mostrado. Exactamente lo
contrario de lo que hace el cine cortesano que nos acostumbra a ser cholulos
que espían los decorados de la riqueza.
La otra película sobre gente famosa es JLG/JLG, dirigida por el propio JLG,
es decir, Jean–Luc Godard. En los últimos films que vi de Godard me ocurre
que la banda de sonido es tan complicada que me cuesta mucho entender lo
que dice sin subtítulos. Pero creo haber entendido una frase que me dejó
helado: “Mientras la palabra siga saliendo de la boca del poeta, yo viviré”.
Imágenes del cine, de la pintura y del helado lago de Ginebra natal. Y la voz
de Godard, solemne y clara, que acompaña a un tipo que no se ríe nunca. Hay
cineastas del mundo y cineastas del arte. Godard debe ser el único que logró
incorporar el arte al mundo y hacer de su cine el único lugar habitado
objetivamente por el arte. Y esto lo distancia del mundo del cine y del mundo
del arte. Pasada la época en que la afirmación de su genialidad era una
moneda de cambio en el territorio de la cultura y enfrentado con otra que lo
ignora o la cuestiona, Godard ha seguido avanzando con la seguridad de
quien se maneja en un ámbito de descubrimiento permanente. Por eso su cine
tildado de difícil termina siendo el más fácil: al no hacer ninguna concesión a
la actualidad del cine (es decir, a un conjunto de reglas que satisfacen
supuestamente al público y que atrasan 40 años) su camino es de una fluidez
absoluta, de una ausencia total de trabas porque filma con el ritmo de su
pensamiento. Esto es particularmente apreciable en Guion del film Pasión, un
video que vimos en el Centro Pompidou, en el que demuele todas las ideas en
uso sobre la construcción de una película. Un guion, nos muestra Godard con
el rigor de un matemático y la puesta en escena de un mago, es aquello que
hace coherente un mundo imaginario. Es decir, un guion es apenas lo que
articula una imagen cuya consistencia debe demostrarse previamente a
cualquier cosa que se escriba en un papel. Como siempre con Godard, esto
parece una formulación oscura pero entender el cine es entender por qué es
transparente. Si el cine no es tan real como la naturaleza, al punto de tratarla
de igual a igual, no es cine. Exactamente la idea contraria a la farragosa
representación de la naturaleza a la que el cine nos tiene acostumbrados.
Si el cine de Godard sigue gozando de excelente salud, otro tanto se puede
decir del de Jacques Rivette, del que vimos su última película, Haut, bas,
fragile. En cambio, lo que parece hundirse irremisible (e injustamente) es el
prestigio de la Nouvelle Vague en la propia Francia. Vimos Haut, bas, fragile
en la sala de la Cinemateca de République en una función en la que se
prometía la asistencia del director. Rivette no apareció, aunque sí lo hicieron
dos de las actrices. Un señor –que creo que era el crítico y cineasta Jean–
Claude Biette– presentó el film intentando explicarle a un público bastante
joven la importancia histórica de la Nouvelle Vague. Uno de sus argumentos
fue que ese movimiento era el responsable de la existencia de directores
cinéfilos como Scorsese. Resultaba un poco raro ver cómo en la Cinemateca
francesa se trataban estos temas como sucesos desconocidos, trastos sacados
de un baúl de antigüedades. Pero aunque esto es de lamentar en buena
medida y aunque Godard, Rivette o Rohmer no formen parte ya de las modas
culturales y hablar mal de ellos resulte hasta de buen tono, hay una
contrapartida reconfortante: todo lo interesante que vimos en París, todas las
películas que permiten seguir renovando el placer del cine muestran la
herencia o la marca de la Nouvelle Vague. A grandes rasgos esto podría
resumirse en la decisión de que las películas nunca entren en una fórmula
preestablecida, que nunca se ajusten a límites que les son trazados desde
afuera: ni el género, ni la fotografía, ni el guion, ni los actores, ni la taquilla
pueden estar antes que la soberanía absoluta del director. Por el contrario, las
películas que hacen pensar que el cine es todavía una experiencia
extraordinaria son las que siguen uniendo la frescura con el rigor y siguen
suprimiendo todo embellecimiento artificial del cine y toda concesión a las
ideas que le son exteriores. El cine que vale la pena parece fácil por lo fluido
y mágico por lo imprevisible: no fabrica las emociones, no depende de la
tecnología, no se hace prosaico intentando una falsa poesía sino que es
poético con su prosa. En lugar de buscar trabajosamente y retóricamente el
sentido del mundo, despliega mundos que se autoexplican. Eso es lo que la
Nouvelle Vague reconoció en sus antecesores y contemporáneos, llevó a su
concreción y deja como legado hasta ahora insuperable. Haut, bas, fragile es
una delicia de película. Está hecha a partir de una especie de taller de guion
que Pascal Bonitzer hizo con las tres actrices principales a las que les pidió
que escribieran un personaje a interpretar. Luego, Rivette combinó esas
historias en una comedia musical con grandes dosis de improvisación. El
resultado es de una gracia y una libertad increíbles y combina la intriga
novelesca con el juego escénico y la profundidad conceptual. Rivette parece
haber alcanzado la felicidad y el poder de transmitirla.
No solo Straub y Huillet son herederos de este cine, sino también Nanni
Moretti, Philippe Garrel y João César Monteiro. De Moretti vimos
Palombella rosa (1989), de la que Castagna me viene hablando hace tiempo
con justa razón. Me parece la mejor película que vi del director italiano
(superior a Basta de sermones y a Caro diario). El propio Moretti (¡qué tipo
simpático!) hace de político comunista y jugador de waterpolo y la película
transcurre durante un partido en el que se mezclan las pasiones políticas y
deportivas del personaje con un humor brillante y una elegancia absoluta en
la puesta en escena. Sobre las crisis de la mediana edad y la del comunismo
italiano, Moretti se remonta a una contagiosa catarsis en su extraño y
particular tono que podría rotularse como pesimismo alegre. El tipo tiene una
lucidez y una determinación admirables que se expresan en una sencillez
coloquial que huye como de la peste del sentimentalismo a la italiana.
Vimos dos películas de Garrel. Una es un estreno, Un coeur fantôme, y la
otra es más vieja, J’entends plus la guitarre (1991), pero ambas son capítulos
de una autobiografía cinematográfica que Garrel viene desarrollando a lo
largo de los años. En Un coeur fantôme actúa el padre de Garrel y en ambas
el protagonista (siempre se trata de un actor distinto) tiene frente a sí dos
mujeres: una más doméstica, la otra más libre. La más libre de J’entends plus
la guitarre alude a Nico, con quien Garrel vivió tres años y a la que dedica la
película. Después de haber visto tantas películas sobre drogadictos y/o
alcohólicos, ver cómo Garrel trata el tema es como para que los otros
directores se avergüencen para siempre. Hay un pudor único en el cine de
Garrel, una honestidad para retratar la intimidad de los cuerpos tan intensa
que saca el aliento. La maestría de Garrel se apoya en esa intensidad
desgarradora y parte de un compromiso que elude todo ocultamiento. Su obra
encuentra la belleza del dolor de un modo que solo el cine puede mostrar. Si
el subtítulo de un famoso libro de Kracauer, La redención de la realidad
física, tiene un sentido, hay que buscarlo aquí. De paso, el personaje que
representa a Nico adquiere toda la humanidad que Nico Icon le niega y Garrel
rescata su memoria del lugar de carne mediática que la condenó en vida.
La comedia de Dios, de João César Monteiro, es un aerolito portugués que
chocó contra el mundo del cine. Ambientada en la Lisboa actual, trata sobre
el viejo gerente de una heladería que interpreta el propio Monteiro bajo el
nombre Max Monteiro y lo de Max es un chiste por su parecido con Max
Schrenck, el actor de Nosferatu. El tipo tiene dos manías en su trabajo: la
limpieza y la defensa del helado artesanal, y otras dos en su casa: coleccionar
pelos púbicos de mujeres y seducir nínfulas a las que baña en leche, bebe los
excrementos, sodomiza a traición, etc. Este sátiro es seguramente el personaje
más excéntrico que habitó la pantalla en mucho tiempo. Y la idea del
fabricante que se opone a las corporaciones creando sabores exóticos es una
metáfora del cine personal de Monteiro que alcanza una originalidad teñida
de capricho pero decididamente contestataria: la de Monteiro es una actitud
de resistencia apoyada en una arrogancia sideral. Hablar de transgresión en
Monteiro es quedarse tan corto como hablar de transgresión en Sade. En
ambos casos, se trata de la exposición de una moral alternativa que ignora
cualquier otra. Monteiro es un cineasta brillante y una personalidad que se las
trae. La comedia de Dios está fuera de toda noción de lo políticamente
correcto, es desvergonzadamente autocentrada. La película toma en cuenta un
solo deseo –el del sátiro– y actúa como su legitimación absoluta. No admite
otra opción que no sea la de satisfacer ese deseo sin protestar. Pero protestar
contra ese deseo de amo es lo que hace con indignación Colette Mazabrard en
la revista Vertigo, en un artículo que usa todos los nombres franceses para el
acto sexual y los genitales (leyendo se aprende) y donde lo trata a Monteiro
de farsante y termina diciendo que si se lo encontrara y le dijera que tiene
ganas de patearlo en el culo, este le contestaría: “patee nomás” y se quedaría
con la última palabra. No hay duda de que es así: un discurso semejante
excluye cualquier otro. Flavia, igualmente irritada por las licencias de
Monteiro, adhiere fervorosamente a los conceptos de Mme. Mazabrard. Por
mi parte, y para ser ecuánime, declaro que se trata de una película admirable,
pero le dejo a otro la tarea de admirarla.
Igual que La comedia de Dios, La mirada de Ulises del griego Theo
Angelopoulos y La mujer del puerto del mejicano Arturo Ripstein están
filmadas con uno de los dispositivos favoritos de la Nouvelle Vague. Son
películas que practican la religión del plano secuencia. La mirada de Ulises
cuenta la historia de Harvey Keitel, que es un cineasta que vuelve a su aldea e
inicia desde allí la búsqueda de un film perdido de unos imaginarios
hermanos que inauguraron el cine griego en 1905. Keitel viaja por los países
más conflictuados de Europa para acabar en Sarajevo en el medio de la
guerra, en un final espantosamente trágico. Cada plano de Angelopoulos es
de una complicación cinematográfica increíble y tiene principio, desarrollo y
fin, como si contara una historia en sí mismo. Esta es una película de
ambición infrecuente: intenta dar cuenta nada menos que de la historia de este
siglo. Angelopoulos tiene con qué sostener esta pretensión tanto desde sus
ideas como desde su técnica. Pero su estética me resulta –y esta es una
cuestión de gusto– demasiado cuidada, demasiado ampulosa, como si el tono
mortuorio y desesperanzado del film terminara teniendo algo de coquetería
con el academicismo, una estética cuyo propósito siempre me pareció
legitimar la muerte. Algo parecido me ocurre con La mujer del puerto, que
cuenta un espantoso melodrama prostibulario al estilo de Rashomon (cada
personaje da su visión de las cosas). Ripstein hace también lo suyo en cuanto
a imaginación cinematográfica (y en espacios mucho más reducidos que
Angelopoulos) y lleva ciertas constantes del melodrama hasta el extremo de
hacer estallar el género (como si dijera, “¿quieren cosas tremebundas?, ahí las
tienen, a ver si pueden soportarlas”). La película de Ripstein tiene algo de
ensayo teórico y nada de guiño posmoderno en cuanto a reciclaje y a la
mirada de segundo grado sobre los géneros. Esto no es una payasada como El
mariachi. Pero es imposible reconocer en la película un sentimiento o una
acción que gocen de la menor empatía por parte del director, que toma
elementos de Fassbinder sin seguirlo en su compromiso. Y esto también roza
el academicismo.
En cambio, La jetée de Chris Marker (1962) es también un experimento,
pero tiene una carga de emotividad enorme. Es un corto de 30 minutos, hecho
con planos inmóviles (salvo uno) a la manera de una fotonovela. Está tan
lograda que parece una demostración de la idea de Deleuze de que la esencia
del cine moderno no es la captura del movimiento sino del tiempo. La jetée se
ve como una película cualquiera, a la que no parece faltarle nada en su
crucero por el amor, la aventura y la desdicha. Es que la duración de los
planos articulados por su lógica interna más que por la voz en off dispara la
imaginación del espectador que completa los intersticios temporales a partir
de que su mirada reconoce la verdad de la imagen. Darle la sutileza de La
jetée a Terry Gilliam fue como darle una navaja a un mono. Su remake debió
llamarse 13 monos para incluir al director.
Nos queda La haine de Mathieu Kassowitz (1995), que tuvo una gran
repercusión en Francia. La película pertenece al nuevo género de “film de
suburbio” que describe la vida de los adolescentes en los barrios marginales
del mundo. Aquí se trata en blanco y negro de un día en la vida de tres
amigos, un judío, un negro y un árabe, pequeños delincuentes que habitan los
monoblocks de una de las ciudades dormitorios en las afueras de París y se
enfrentan con la miseria, la desocupación, la policía, los burgueses y los
skinheads. En Cahiers du cinéma apareció una crítica favorable de Bérénice
Reynaud (una mujer agradable e inteligente que conocimos hace un par de
años en Buenos Aires) que subraya un hecho indiscutible: que el suburbio y
la marginalidad están ausentes del cine francés, cuyos temas y personajes se
centran en la clase media y su visión de la capital no pasa del periférico
(como si dijéramos la General Paz). En cambio en Trafic (la mejor revista de
cine que se puede leer hoy), Pierre Léon (un hombre del que ignoramos si es
agradable porque no lo conocemos) destruye La haine en dos páginas
brillantes acusando a Kassowitz de torpeza, simplificación, complacencia y
complicidad con el problema social que enuncia. Estoy básicamente de
acuerdo con su punto de vista: Kassowitz pretende horrorizar declarando que
el mundo es un lugar terrible, con la ceguera de un predicador empachado de
verborragia. Cito a Léon: “Kassowitz cree oponerse a la ideología dominante
con un método que proviene de la peor práctica académica […] como si el
solo hecho de hacer cine ubicara al cineasta por encima de los que no lo
hacen”. La haine tiene un par de buenas escenas, un aspecto de noticiero
estilizado y un tratamiento sensacionalista y superficial que no deja de
cumplir con ningún requisito de la falsa modernidad: fotografía brillante,
montaje rápido, cámara en mano, sordidez y violencia gratuitas. Kassowitz
resulta un moralista de tres por cinco que se arroga el lugar de conciencia del
mundo para ingresar al mundo del espectáculo y, en definitiva, quedarse
tranquilo y tranquilizar con su denuncia. El éxito de La haine es un éxito feo,
un éxito hipócrita, comparable al de La sociedad de los poetas muertos.
Sabemos que entre la desprolijidad tramposa de La haine y la herencia de
rigor y honestidad de la Nouvelle Vague la balanza del público y la crítica se
inclina hoy hacia la primera. Pero ese cine no hará feliz a nadie y el otro
contribuyó a hacernos muy gratos esos diez días en París. Algo es algo.
Publicado en El Amante N°51 – mayo 1996
210. De eso se puede hablar
De mi barrio con amor, José Santiso, 1996.
Fue Christian Ferrer el que diagnosticó que los de El Amante éramos los
“blasfemos del cine argentino”, precisando que blasfemo es aquel que
“escupe sobre la religión pero necesita de ella”. El otro día, en una charla de
trasnoche, Flavia se preguntaba medio en broma por qué nos ocupamos del
cine argentino. Agregaba que muchos de nuestros lectores (y muchos más
que no lo son) tienen frente al cine nacional una actitud de cruce, esto es: si
pasan por un cine en el que dan una película argentina, cruzan la calle para no
caer en la tentación de entrar. Me decía, además, que nuestras críticas a las
películas argentinas y a la política cinematográfica de nuestro medio no nos
habían reportado más que enemigos y disgustos. Cito un ejemplo: cuando
publicamos la tapa en la que se decía que la última película de Subiela era “lo
malo” y los cortometrajes de Historias breves “lo nuevo”, ocurrieron las
siguientes cosas: a) el número fue el que menos se vendió en el año, b) varios
de los autores de los cortos dijeron que “los habíamos usado” y c) mucha
gente, entre ellos un par de cineastas, se nos acercó para decirnos que “se nos
había ido la mano”. Los que lo hicieron concordaban en dos actitudes
curiosas: 1) no habían leído la revista y 2) no habían visto la película de
Subiela. Eran los muchachos del cruce, pero aun ellos nos repudiaban.
Ganarse enemigos por las críticas, indiferencia por los elogios, ¿qué negocio
es este?, concluía Flavia. No voy a contestar diciendo que lo nuestro es
vocación de servicio ni tampoco masoquismo ni tampoco que nuestro deseo
sería haber nacido en Uruguay o en otro país sin producción de cine. Ferrer
tiene razón: tenemos una necesidad de cine argentino. No es una decisión
patriótica. En ese sentido, nuestro localismo solo llega a desear que haya
películas en las que algo de lo que nos rodea llegue a aparecer en una pantalla
mediante procedimientos dignos. Y esto a veces ocurre a nuestro juicio y lo
solemos celebrar. Pero se trata de excepciones. Las películas que hemos
defendido aquí se escapan de lo que uno podría llamar el cuerpo principal del
cine argentino de los últimos años. No es que este sea absolutamente
uniforme y no es posible definirlo en unas líneas. Pero sospechamos desde
hace tiempo que (para tomar solo películas reseñadas en este número) hay un
hilo invisible que une la demagogia superficial de El dedo en la llaga, la
barbarie cinematográfica de Policía corrupto, la inarticulada explotación de
la nostalgia de Al corazón y la autocomplacencia publicitaria de Geisha. Y
ese hilo es la falta de rigor en cualquier sentido que se le quiera dar a la
palabra. Rigor para construir guiones elaborados y consistentes, rigor para
adecuar los recursos técnicos a la historia, rigor para evitar la sobreactuación
y el exceso de explicaciones, rigor para que los conflictos se planteen con
algún grado de honestidad intelectual, rigor para mantener la tensión
narrativa y que el relato fluya…
Peto hay otro hilo, más sutil y más interesante para analizar. El cine
argentino es un cine descaradamente irreal, pero que se pretende realista. O
mejor dicho, es un cine que se constituye como comentario de la realidad y
que parte de una ilusión acaso fundadora: que vivimos en una sociedad sin
clases y sin conflictos que nos hace en el fondo a todos iguales, que somos
buenos y solidarios, que somos admirables a pesar de nuestros pequeños
defectos, que el amor nos redime y que vivimos en una tierra de bonanza de
la que unos pocos malos nos impiden disfrutar en plenitud. Ese cine
conservador, piadoso y sentimental tiene como herramientas el costumbrismo
para describir el mundo, el grotesco para hacernos reír (y para reemplazar el
dolor con la crueldad, pero ese es otro tema) y una suerte de realismo mágico
para legalizar mitos, delirios y desprolijidades. Mi propia necesidad blasfema
fue siempre la de poder dialogar con ese mundo que cientos de películas
legitiman (mal que nos pese) sin caer en la desesperación y en el silencio.
De mi barrio con amor es una película para intentar ese diálogo, porque está
construida alrededor de todos los lugares comunes del cine argentino pero es
una película rigurosa. Por un lado, está bien narrada y demuestra un
considerable trabajo que la hace consistente. Por el otro, esos lugares
comunes son los materiales con los que trabaja el film, puntos de partida a ser
elaborados y no clichés a los que se recurra para rellenar, desde la ideología y
la pereza, la acción dramática.
Hagamos un inventario de algunos de esos materiales. 1) El título, 2) el
barrio, 3) el tango, 4) Brandoni haciendo de porteño, 5) romance entre
Brandoni y Alicia Bruzzo, 6) aparición mágica de Gardel, 7) encuentro del
rockero Fabián Vena con el tanguero Brandoni, 8) Pepe Novoa haciendo de
Alberto Arenas, que tiene las trenzas de la china en la valija, 9) Brandoni que
se levanta una mina y resulta un travesti, 10) concurso musical en televisión
que ganan Brandoni y Arenas disfrazados respectivamente de ángel y de
diablo. Confieso que salí de ver la película sumido en el estupor,
preguntándome quién era ese director José Santiso que se animaba a hacer
una película con semejantes temas y que lograba que funcione. Una respuesta
parcial la obtuve viendo Malayunta, la primera película de Santiso (esta es la
segunda, después de diez años). Maluyunta no tiene nada que ver
temáticamente con De mi barrio. Aunque parte de una obra de Jacobo
Langsner, coguionista de la película actual, es un encuentro casi a puertas
cerradas entre tres personajes, repleto de sordidez, crueldad y metáforas
políticas. Sin embargo, tiene el mismo cuidado en la puesta en escena, la
misma fluidez narrativa y la misma corrección en el trabajo con los actores.
Una respuesta más amplia la obtuve de una conversación de dos horas con el
propio Santiso. Me encontré con un tipo obsesivo, orgulloso de haber sido
escenógrafo, director de fotografía, puestista de teatro, documentalista y
docente de cine. Sus métodos de trabajo pasan por una larga reescritura del
guion, una detallada planificación que incluye plantas y storyboards de cada
escena, prolongadas conversaciones con actores y colaboradores y la
convicción de que organizar metódicamente la filmación es lo que le permite
resolver problemas y aportar una contención ineludible al trabajo actoral. Y
agrega un detalle curioso: que se sintió más cómodo con la historia de esta
película, mientras que Malayunta era “demasiado intelectual” para su gusto.
Con respecto a De mi barrio, Santiso opina que la película fue un desafío con
forma de carrera de obstáculos: justamente, cómo elaborar esos lugares
comunes hasta convertirlos en otra cosa. El barrio, por ejemplo, está
deliberadamente cercado en su geografía, como para dar a entender que se
trata de un territorio de ficción regido por las convicciones y fantasías de sus
personajes y que permite incluir las apariciones fantásticas y anacrónicas que
llevan una buena parte del peso del relato. La otra parte, el romance entre
Brandoni y la gorda Bruzzo, es para Santiso otro reto (un reto sobre el que,
por ejemplo, De eso no se habla no logra triunfar), que la moderación actoral
ayuda a digerir por parte del espectador. Aun el tango de la película es un
tango entre comillas, una especie de residuo imaginario cuyo carácter ha
subrayado Santiso eligiendo a Oscar Cardozo Ocampo para la música,
justamente porque no es un músico de tango. El fantasma de Gardel,
entretanto, no intenta ser una realidad, pero tampoco una caricatura. Él lo
expresa diciendo que “el problema era que todas esas cosas no chirriaran”.
Creo que no chirrían y que el trabajo del director se orientó básicamente a
construir en el film una pasta homogénea que disolviera los grumos, si se me
permite la analogía culinaria. ¿Cómo meter a Gardel? Mostrándolo en la
semipenumbra y ecualizando la voz de sus discos con la del actor que lo
representa. Y también redoblando su presencia con el personaje de Arenas. Y
con la rubia de New York actualizada. ¿Cómo hacer verosímil el estatuto de
heroína romántica de Bruzzo? Poniendo un personaje más gordo aun y más
vulgar (Ana María Giunta) e introduciendo el personaje de Pasik, un
coleccionista de mujeres que también la desea, un personaje que hasta tiene
en el bulín un cuadro de Botero. Los cuidados de Santiso fueron muchos y su
dirección de actores lo ayuda ciertamente (me quedo con Bruzzo y Vena para
los premios).
Para Santiso, el costumbrismo y el grotesco de la película no son tales y
estoy de acuerdo. En ningún momento la película sostiene un “nosotros
somos así” ni apuesta a detener el tiempo. Los personajes y las situaciones se
pretenden auténticos solo en su anacrónico territorio. Paradójicamente, De mi
barrio se constituye como un homenaje al cine argentino, pero no al estilo
ramplón, obsecuente y turístico de Al corazón, sino decretando, en definitiva,
que ese cine ha muerto. Como es así, Santiso puede jugar con sus fantasmas,
sosteniendo el medio tono y la calidez de la película y puede apostar a un
segundo grado que no se lamenta por el pasado perdido ni pretende integrarlo
al presente más que como el material del que están hechos los sueños. Al
personaje de Brandoni (profesor de baile tanguero) ni se le pasa por la cabeza
abandonar el barrio con la rubia de New York asociándose a un improbable
revival del tango, solo quiere conquistar a la gorda y seguir con sus amigos,
es decir, no abandonar su condición de fantasma. Que los fantasmas no
triunfen más que en broma, que sus ilusiones sean modestas, es otro acierto
del guion de De mi barrio.
Dejo para el final lo que para mí es el peor momento de la película. Vena le
cuenta a Brandoni que el padre de su novia no lo acepta porque opina que
todos los rockeros son drogadictos. Brandoni le pregunta si él lo es. Vena le
contesta orgullosamente que no. Creo que aquí se cuela esa idea del
comentario pacato de la realidad, tan nefasto en el cine argentino, tan
necesitado de blanquear moralmente (y explícitamente) a sus personajes. Esa
intrusión chirriante, una verdadera salida de tono, muestra por contraste con
el resto del film que este logra con su cuidada artesanía y aun con su
ingenuidad ubicarse en el campo de lo que la crítica cinematográfica puede
analizar sin perderse a sí misma en el brulote o la furia silenciosa.
Publicado en El Amante N°52 – junio 1996
211. Bella de ayer
Hace un tiempo, cuando Mario Camara estaba al frente del Video del Ángel y
se quejaba de que recomendar películas a los clientes era una tarea
frecuentemente ingrata, se nos ocurrió una idea que en principio parecía
brillante. Armar un programa de computadora para que, alimentándolo con
sus opiniones sobre películas ya vistas, el cliente pudiera recibir sugerencias
para futuros alquileres. Dos cosas previsibles ocurrieron: nunca lo intentamos
seriamente y el chiche ya estaba inventado.
Navegando un día por la red, me encuentro con un lugar llamado Firefly
(http:/www.fly.com), una especie de club electrónico en el que (sin cargo) se
pueden calificar películas o discos para recibir luego las correspondientes
recomendaciones. No es lo único que se puede hacer en Firefly. También se
pueden escribir reseñas, hablar (vía el teclado y la pantalla) con los otros
miembros conectados, mandar y recibir mensajes, escribir una especie de
autorretrato y leer los retratos de los otros, etc. Ocurren cosas sorprendentes:
si uno mira los datos de un miembro a veces sale un cartel que dice que uno
coincide con él en los gustos sobre tales discos o películas. Pero si a esto le
agregamos que muchos de esos retratos son del tipo: “Soy morocha de ojos
azules. Me gusta Prince, Tom Cruise, ir de camping y hacer el amor” (en
inglés, por lo general), y que la gente firma con seudónimo, se entiende
rápidamente que el interés primordial de los integrantes no es la cinefilia. En
Firefly el elemento espiritual dominante es una atmósfera de sexo
adolescente: es un club de socialización y levante electrónico para péndex.
Evitando introducirme en la promiscuidad ambiente, pero no sin lamentar que
las computadoras personales no se hubieran inventado cuando yo tenía 17,
me concentré en el área de calificación y recomendación de películas y
califiqué (de 1 a 7) unas cien. Esto motivó que recibiera un mensaje de un tal
Cinemanic que me felicitaba por mis gustos cinematográficos, que contesté
también con amabilidad, pero sin poder evitar pensamientos del tipo: “¿Qué
querrá este?”. Pero vayamos a lo nuestro. El programa resultó un fiasco. A
pesar de que mis calificaciones eran las mínimas para todo lo que oliera a los
Monty Python (¡cómo los odio!), el maldito se ensañaba recomendándome
una y otra vez sus películas. Lo mismo ocurría con la obra completa de
Stanley Kubrick. Convengamos que el asunto no es fácil: se trata nada menos
que de construir un “sistema experto”, rubro del que se ocupa la disciplina
llamada “inteligencia artificial”. El programa debe aprender progresivamente
y corregirse a partir de los nuevos datos propios o ajenos. La idea básica es
que a partir de los datos que uno ingresa (supongamos que uno dice que las
mejores películas de las ofrecidas son Vértigo, Sed de mal y Sin aliento y que
Stargate y Batman eternamente tienen la nota mínima), el sistema identifica
al grupo de personas que contestaron lo mismo y qué otras películas prefiere
esa gente. Claro que esto va en contra de las costumbres de los espectadores
asiduos, que forman un mundo sostenido sobre las pequeñas diferencias. A
los que eligieron así, ¿les gustará Antonioni?, ¿y De Palma?, ¿y qué película
de Antonioni o De Palma? Bueno, esa es la dificultad del proyecto, que no
llegará muy lejos si solo incluye estadísticas. La pregunta del millón es: ¿qué
hipótesis hay que hacer, hipótesis finas, diferenciales, para que el aparato sea
tan eficiente como un agente humano, digamos una persona entrenada detrás
de un mostrador de videoclub como mi amigo Camara o Tarantino? Y mejor:
¿hay que pedirle algo prestado al conocimiento específico, es decir, a la
crítica de cine para poder formular esas hipótesis para identificar rasgos en
las películas que excedan género, título o datos del consumidor?
El sentido de todo esto se aclara un poco entrando en el lugar denominado
Each Movie (http://eachmovie.com/). Aquí solo se trata de calificar y
recomendar (de 1 a 5 estrellas esta vez, con un agregado divertido: “no la vi
pero suena horrible”). Aunque el universo de películas con el que trabaja este
sistema es más chico que el de Firefly y solo consigna estrenos más o menos
recientes, funciona mucho mejor y las predicciones se van corrigiendo
continuamente. La compañía que lo elaboró declara que usa una tecnología
matemática denominada “collaborative filtering”, y que se propone ahorrarle
tiempo y dinero al consumidor. Se trata de “un concepto de marketing
individual que combate la sobrecarga de información”. Sigue diciendo la
gente de Each to Each (la compañía intenta generalizar esta idea aplicándola
a otros campos) que su producto sustituye el boca a boca y permite que las
recomendaciones sean hechas, en definitiva, por gente que tiene los mismos
gustos y rechazos que el cliente. Ajá. Ahora veamos lo que sucede en la
práctica. Después de calificar unas 40 películas, pedí las primeras
recomendaciones: estas vienen con la calificación que el programa supone
que uno les otorgaría. Me mandaron 5 películas a las que yo seguramente les
adjudicaría 5 estrellas: dos que no vi y Ed Wood, Adiós a Las Vegas y Nixon,
a las que califiqué respectivamente con 4, 1 y 3. A partir de cada nueva tanda
que yo calificaba, las predicciones del sistema se modificaban aun sobre las
mismas películas. Pero la luz se hizo cuando descubrí un rubro titulado:
“Recalificación”. Allí aparecieron películas con la nota que yo les había
puesto y con la nota que el sistema pensaba que yo debería ponerles,
acompañadas por esta pregunta: “¿No quiere cambiar de idea?”. Ejemplo: a
Smoke yo debería ponerle un 3 y no un 5, lo mismo que a Los sospechosos
de siempre (recordemos que el universo es de películas recientes,
básicamente americanas). Acá es donde este juego aparentemente inofensivo
instala un escenario paranoico. Como en una de esas utopías totalitarias, esta
gente nos invita nada menos que a abandonar nuestros gustos, nos sugiere
amablemente que deberían ser otros. Imaginemos una sociedad en la que la
tendencia a la uniformidad en el consumo se establece en forma progresiva,
donde toda elección se limita a la pertenencia a unas pocas categorías.
Imaginemos además que la producción (de cine, por ejemplo) se limita a
abastecer los parámetros predeterminados para esas categorías. Imaginemos
ahora que eso es lo que pasa en este momento. No cuesta demasiado.
Publicado en El Amante N°53 – julio 1996
Algo muy personal (Up Close & Personal), Jon Avnet, 1996.
Algo muy personal empieza como Todo por un sueño: Michelle Pfeiffer es
una chica linda y estúpida que quiere trabajar en la tele. Pero esta es la
versión rosa: la chica se vuelve inteligente, triunfa y se engancha con Robert
Redford para dejarnos, de paso, una moraleja: la televisión es dura pero justa
en el fondo. El film sirve además para recordarnos que no solo en la
Argentina se filman películas que están envejecidas 40 años. Pfeiffer, que
viene coleccionando galanes jovatos como Connery (La casa Rusia),
Nicholson (Lobo) o Pacino (Frankie & Johnny), fracasa en su imposible
misión de hacernos creer que a Redford le interesa otra cosa que evitar que la
cámara muestre sus perfiles menos favorables, actividad a la que el actor se
dedica sistemáticamente desde hace unos cuantos años. La película tiene tan
poca tensión dramática que sus realizadores decidieron que no alcanzaba con
la historia de amor y éxitos y al final le inventaron a Redford una misión
peligrosa para que se haga matar, con la idea de que muchas emociones falsas
pueden reemplazar a alguna verdadera. Lo único original de Algo muy
personal es algo bastante impersonal: debe ser el primer desfile de modas
cuyas modelos son los sets de televisión, que en largas tomas compiten para
ver cuál es más pulcro y moderno.
Publicado en El Amante N°55 – septiembre 1996
Alguna mente suspicaz podrá pensar que esta nota obedece a una apuesta:
alguien jugó su Rolls Royce contra un palacete en Mónaco a que en El
Amante se puede discutir sobre cualquier película y encargó este escrito con
la promesa de una comisión. Su autor, sin embargo, asegura que habla en
serio.
Cuando se estrenó tardíamente Metropolitan, primera película de Whit
Stillman, El Amante publicó lo siguiente: “Metropolitan es el ejercicio teatral
de un tipo con plata sin ningún rasgo de humor. [... ] Los personajes de
Stillman no son carismáticos. Son tipos desagradables, casi obscenos. [...]
Integran una secta con las siglas SFRP (que puede ser releída como soberbia,
falsedad, repugnancia y pedantería). Mientras veía la película me acordaba de
los chistes de Woody Allen. Recordaba la desesperación de sus personajes
por un amor imposible, por el cine, por la vida, por el miedo a la muerte, por
los fármacos, por la religión, por Dios [...] Creía estar viendo a las Trillizas
de Oro en un almuerzo de Mirtha Legrand” (Gustavo J. Castagna, EA N° 32).
La segunda película de Stillman, Barcelona, no se estrenó en cine, pero ante
su edición en video, se dijo aquí: “Lo que sorprende de Barcelona es que es
una película abiertamente infame. [...] Lo que la hace odiable es la
obscenidad de querer hacer coincidir la propia mirada con la del poder. [...]
Se propone mostrar que el mundo es como lo muestra la derecha. Según
Stillman el establishment hace bien en confiar en la derecha porque la verdad
está de su lado. [...] Del choque entre el puritanismo yanki y el destape
español de entonces resulta una nueva victoria para el Imperio” (Silvia
Schwarzböck, EA Nº 54).
Confieso que vi Barcelona por pura curiosidad. Quería ver cómo eran una
película tan reaccionaria y un director tan imbécil. Para mi sorpresa, no pude
comprobar ninguna de las dos cosas y, tras ver también Metropolitan, estoy
dispuesto a sostener que tanto Castagna como Schwarzböck están
profundamente equivocados. Los personajes de Stillman y sus
conversaciones interminables me resultaron muy interesantes, y la ideología
de sus films no me parece la exaltación de la burguesía y el imperialismo.
Aunque ya arrancamos mal en esta discusión por partida doble. Por un lado,
que los personajes sean interesantes para mí y detestables para Castagna
parece una cuestión meramente subjetiva. Por el otro, el propio Stillman se
encarga de protestar contra el tipo de lectura que Schwarzböck hace de
Barcelona desde el mismo film: hay un pasaje en el que los dos protagonistas
interrumpen sus conversaciones habituales sobre mujeres, abandonan los
ajustes de cuentas que arrastran desde la infancia, se olvidan de exponer la
perplejidad que les produce su condición de americanos en el extranjero para
intercambiar un diálogo extemporáneo y absolutamente exterior al relato en
el que protestan porque “la gente se pasa hablando del subtexto y se olvida
del texto”. Como si Stillman dijera: “Schwarzböck, déjeme de joder con sus
interpretaciones políticas, que esto va por otro lado”.
Creo que la admonición de Stillman es justa, precisamente porque la
interpretación de Schwarzböck es injusta. Barcelona cuenta la historia de dos
primos americanos de unos 30 años, Fred y Ted, respectivamente un
ejecutivo y un oficial de marina asignados en la ciudad española. Resulta que
Fred y Ted son bastante gansos y la película no hace nada para ocultarlo: son
primitivos, esquemáticos, tienen mal carácter y su provincianismo armado de
metáforas zoológicas para la política y empresarias para la vida social rozan
el terreno de lo patético. A pesar de eso, tienen éxito con algunas chicas, ya
que tienen plata y son exóticos. El medio español de clase media de los 80 los
rechaza, en parte porque son palurdos de provincia y, en parte, meramente
por ser americanos. Claro que los españoles (o catalanes) resultan tan
provincianos como ellos y no tienen mucho que enseñarles.
Esta no es una película en la que el hombre blanco descubre el sentido
profundo de la vida en contacto con los aborígenes. Se trata, en cambio, de
testimoniar la colisión entre dos especies distintas del medio pelo occidental.
En Metropolitan, aparece una tercera especie, los adolescentes tardíos e
improductivos de la aristocracia neoyorquina que empiezan a descubrir que el
mundo no está hecho a su medida. Obstinados en sus discursos infantiles
sobre el orgullo nacional en Barcelona y sobre las diferencias de clase en
Metropolitan, los americanos de Stillman tienen inseguridades más
universales: el amor y la pérdida de las certidumbres de una adolescencia
protegida. La afirmación de sus valores será al final mínima y sus victorias
ridículas. En Metropolitan terminarán aferrados a la lectura de Jane Austen
como única alternativa frente a la vulgaridad de su clase. En Barcelona,
lograrán demostrarles a las españolas que hay hamburguesas deliciosas en los
Estados Unidos. Además de ser cierto, parece un tanto nimio como símbolo
de una “victoria del imperio”. Es, como diría Stillman, una pura cuestión de
texto y no de subtexto: es todo lo que los personajes pueden demostrar.
Ignoro cuál es la ideología del señor Stillman, del que solo sé que superó los
cuarenta, vivió en España y se casó con una española. Pero sus películas no
me parecen infames ni pasibles de ser leídas como telegramas del
Departamento de Estado. Su excentricidad, su ritmo, su tono las hacen más
bien elusivas, indescifrables.
Creo que Castagna tiene razón cuando afirma que los personajes de Stillman
no son carismáticos. Para ser justos, hay que decir que el director no se
esfuerza por que lo sean. Tampoco tienen sentido del humor, aunque su
seriedad provoque un sutil efecto cómico. Y también es cierto que no se los
ve desesperados por nada, menos que todo por Dios y por la religión, como
dice Castagna que les pasa a los de Allen. Ni falta que hace. El tono de
Stillman, la descripción del registro emocional de sus personajes es,
efectivamente, minimalista y distante. Pero sus películas están construidas
alrededor de pequeñas variaciones emotivas, de corrientes subterráneas que
no se subrayan jamás. Stillman huye de toda búsqueda trascendente, de toda
infatuación moral, de todo consuelo. Sus personajes se empequeñecen y se
ponen en ridículo a medida que se alejan de lo concreto. Y en ese sentido, la
búsqueda de Stillman resulta mucho más moderna que la de Allen, que aspira
a ser un clásico tardío. El cine de Allen propone una plenitud del sentido del
mundo o, en todo caso, una protesta organizada por su falta, falta que la
modernidad asume como un dato y sobre la que no tiene nada que decir. Y,
de paso, hay mucha más obscenidad en las ostentaciones consumistas de los
burgueses de Woody que en la implacable austeridad de los de Stillman, que
habitan el enrarecido espacio de una película sobre ricos de bajo presupuesto.
De esto no se deduce que Allen es un chancho burgués, a menos que
hagamos retroceder la crítica a la época en que algunos de sus practicantes
medían el cine con un izquierdómetro. Lo que intento decir es que la empresa
de Stillman es más árida, menos propicia para la gratificación fácil. Sus
películas se proponen encontrar briznas de fertilidad en el desierto. Pero si
algo revela esta búsqueda es justamente lo desértica que es la vida en las
latitudes que describe, una vida de apariencias que encubre afectos casi
secretos mediados por la convención y el prejuicio, obstruidos por la
incultura y la pereza. Cediéndoles la palabra a sus personajes en sus propios
términos, filmándolos como si los espiara acechando una intimidad que ellos
se niegan a entregarle, absteniéndose de mejorarlos aunque exponiendo lo
mejor que tienen –sus lealtades, sus destellos de nobleza– Stillman puede
provocar ira o aburrimiento, pero no deja de hacer la crítica social más
precisa, menos complaciente y más apegada a la verdad que haya dado
últimamente el cine americano. No es que Stillman señale con el dedo ni
descubra terribles contradicciones. Al contrario; su obsesión por atrapar
verdades pequeñísimas e irrelevantes produce un efecto de pérdida de
certidumbre, de rechazo de los clichés que mina toda producción de
ideología: como si las películas estuvieran desnudas y renunciaran a
protegerse esperando que la verdad asome si es que le toca asomarse, pero sin
preocuparse por producirla.
La pegajosa melancolía que atraviesa ambas películas es la contracara de un
cine eufórico cuya dramaturgia se resume en términos de éxito y fracaso, de
progreso económico y social. Que sus personajes se sientan perdedores
aunque su ubicación en la sociedad lo desmienta en principio, descentra esa
dramaturgia. La sospecha de que acaso lo sean, y de que esa contingencia no
obedezca a su neurosis ni a su carácter (la excusa de Allen) es, no solo
revulsiva, sino un signo elocuente de que algo no funciona en el orden del
mundo. Los aristócratas y burgueses de Stillman no son siquiera decadentes
como para que se pueda despreciarlos fácilmente. Son apenas anacrónicos y
están confundidos allí donde la confusión es un escándalo. Hay dos escenas
homólogas en los films, en las que alguien cuenta una película desde una
clave insólita: en Metropolitan, un personaje dice que alquiló El discreto
encanto de la burguesía engañado por el título y pensando que por fin se le
haría justicia a los de su clase. En Barcelona, alguien relata el final de El
graduado desde el punto de vista del cuadrado novio de Elaine, el que se
queda solo en la iglesia. “Viene ese mamarracho de Dustin Hoffman y se
lleva a tu novia en ómnibus. La vida es así”. La comicidad de ambas escenas
no oculta que el precio de sentirse humano es aceptar el terror del mundo
reconociendo que de nada sirven los privilegios. Las dos películas están
marcadas por un pathos profundamente democrático. Amenazados desde
adentro de su clase por los que abusan del poder en Metropolitan y desde
afuera por los que lo impugnan en Barcelona, los protagonistas de Stillman
descubren, tardía pero definitivamente, que el mundo es ancho y ajeno, que
ser oligarca o americano no tiene nada de especial, que nunca volverán a la
infancia ni se comunicarán profundamente con lo que no les es idéntico.
Pero, ejemplarmente, rehuyendo una vez más toda demagogia, Stillman
muestra que no tienen manera de reconocerlo y, menos aun, de cambiar algo
sustancial en sus vidas. Una sutil avería se produce en el mundo de sus
creencias y eso es todo: abandonarán a Fourier y empezarán a leer ficción,
como el pelirrojo de Metropolitan, o cambiarán la filosofía de las ventas por
la del marketing como el primo Fred, siempre a la búsqueda de un nuevo
libro que se agregue a la Biblia. Por esa avería fluye el sentido desconcertante
de Metropolitan y Barcelona, en el marco de un proustianismo casero en el
que el tiempo no será nunca recobrado.
Tampoco estoy queriendo decir que Stillman sea un gran cineasta. Ni
siquiera, por caso, que sea superior a Wood Allen. Lo contrario es cierto.
Stillman está muy lejos del virtuosismo y cierta precariedad para filmar suele
ensuciar sus relatos que, además, caen por momentos en la insignificancia
(aunque las dos primeras películas de Allen eran peores que estas).
Simplemente, intento observar que la originalidad y el rigor que sí muestra
Stillman no son fáciles de reconocer, básicamente, porque el cine es un
asunto difícil. Tan difícil como soportar la verdad que no confirma nuestras
suposiciones. Lo digo por experiencia.
Publicado en El Amante N°55 – septiembre 1996
225. Pra frente Brasil?
VII
1997
245. Está lista la lista
1. Diseño y presentación
El diseño será cuidado y atractivo, con más fotos, más grandes y en colores,
sin caer en la ostentación ni en el narcisismo gráfico. El tamaño de los
artículos no estará en función del diseño. Habrá más de 100 páginas, variando
el número exacto de un mes a otro. El tamaño de la tipografía será siempre
legible y la presentación será aireada y placentera. Con la revista se
entregarán, eventualmente, películas (en el formato que se use), libros o
separatas que no encarecerán el precio de tapa, que habrá disminuido
considerablemente. Asimismo, habrá páginas dedicadas a publicitar películas
y otros artículos. Las agencias de publicidad y los distintos sponsors se
disputarán esas páginas, que nunca excederán un máximo estricto ni
dificultarán la lectura.
2. Contenido
No hay duda de que la tecnología influirá en las formas de ver cine y que la
revista se adecuará a ellas. Seguramente, por ejemplo, no existirá más el
video en su forma actual y es posible que las películas de televisión se vean a
pedido. Confiamos en que las salas de cine seguirán existiendo y que se
seguirán estrenando películas. Más allá de eso, las secciones de la revista no
sufrirán cambios importantes: seguirá habiendo críticas, entrevistas, dossiers,
notas especiales y comentarios de libros y discos en algún formato. También
es muy posible que siga habiendo festivales y eventos internacionales que El
Amante cubrirá. La diferencia estará en la mayor calidad y profundidad de los
textos y, a través del prestigio adquirido, en la posibilidad de entrevistar a los
personajes internacionales que nos interesen en encuentros exclusivos. Se
mantendrán la actitud polémica y el acento en la opinión, pero se incluirá más
información y, en particular, las fichas técnicas completas de los films.
3. Funcionamiento interno
Las ediciones se confeccionarán armónica y metódicamente, sin más apuros
que los que provengan de circunstancias de último momento. Los
colaboradores (muy bien remunerados) entregarán sus artículos con la debida
antelación. Habrá reuniones de la redacción todas las semanas en las que se
discutirá permanentemente sobre la actualidad cinematográfica así como
sobre temas teóricos, técnicos e históricos. Estas se complementarán con
seminarios y conferencias. En las amplias salas de la nueva redacción,
provistas a tal efecto, se verán y se comentarán películas. Las discusiones
nunca se saldarán mediante la fórmula “a mí me gusta y a vos no te gusta”
sino que el intercambio de ideas de gran profundidad permitirá esclarecer los
aportes de cada uno. De estas reuniones de trabajo surgirán producciones
para los números venideros con una anticipación de seis meses. La atmósfera
será amable y apasionada y nadie pasará un día sin dormir por culpa del
cierre. Aumentará progresivamente la cantidad de mujeres.
4. Recepción y alcance
El Amante se leerá en todo el mundo de habla hispana a través de una enorme
red de suscriptores y se podrá conseguir en todas las ciudades importantes del
mundo. Será la referencia obligatoria para el cine argentino y material de
consulta de todos los críticos y especialistas del mundo entero. La influencia
intelectual de El Amante se sentirá hasta tal punto que nadie escribirá una
reseña en Cahiers du cinéma o Sight and Sound sin saber qué opinan los
redactores de nuestra revista. Estos recorrerán el mundo, invitados por las
principales universidades, cinematecas y festivales para dar cursos y
conferencias, percibiendo elevados honorarios por estos prestigiosos
servicios. Es probable que estemos a punto de lanzar una edición
internacional con traducción a varios idiomas. Dentro del país, El Amante
tendrá una legión de lectores desde Ushuaia a La Quiaca que se reunirán
periódicamente en muestras y festivales internacionales organizados por la
revista. Los redactores participarán como invitados especiales en todos los
medios importantes del país y del extranjero. Habrá también otras revistas de
cine que participarán conjuntamente en algunos de estos eventos. Con sus
redactores reinará un clima de compañerismo y respeto y las polémicas que
se susciten (sobre temas teóricos y estéticos) se leerán con apasionamiento y
se responderán con la inteligencia y cordialidad propias de quienes
comparten un oficio y el amor por el cine.
5. Estilo
No habrá un estilo uniforme y cada receptor o colaborador se destacará por su
visión propia y por su escritura brillante. Sin embargo, todas las notas
compartirán algunas características. Serán legibles sin ser elementales, serán
profundas sin ser solemnes, serán inteligentes sin ser exhibicionistas, serán
frescas sin ser pueriles, serán eruditas sin ser engorrosas, serán renovadoras
sin ser arbitrarias, serán personales sin ser caprichosas, serán complejas sin
ser rebuscadas, serán informadas sin ser enciclopédicas, serán didácticas sin
ser escolares, serán sólidas sin ser dogmáticas, serán enérgicas sin ser
violentas, serán emotivas sin ser sentimentales, serán sinceras sin ser
impúdicas, serán ingeniosas sin ser sofísticas. Muchas tendrán humor y
algunas serán perfectas.
6. Colaboradores
Todos aquellos que tengan algo que decir sobre el cine colaborarán con
mayor o menor frecuencia en El Amante. Cineastas, escritores, críticos,
técnicos, actores, periodistas, profesores, estudiantes, intelectuales del país y
del extranjero sabrán que si tienen algo importante que publicar, el lugar para
hacerlo es la revista. Los colaboradores habituales se irán renovando con la
incorporación de jóvenes talentos, pero todos seguirán vinculados a la gestión
y la participación en la revista. El Amante será una verdadera escuela en la
que los colaboradores más antiguos contribuirán a la formación de los que
recién empiezan.
7. Críticas
El análisis y la valoración de las películas se seguirán practicando. El análisis
será más riguroso. Los redactores conocerán a la perfección la historia del
cine y de la crítica, así como las teorías y publicaciones relevantes para dar
cuenta del lugar que ocupa cada película. Sin embargo, no practicarán la
escritura académica: el valor de cada film y la ética cinematográfica que los
nutre seguirán siendo los ejes principales del análisis. Pero se evitarán el
elogio automático basado en el prestigio y la destrucción apresurada. Los
redactores tratarán de analizar, junto con la película, sus propios puntos de
vista para que estos se vayan modificando con lo que la visión de nuevos
films y el propio trabajo de la escritura les aportan. No se enorgullecerán de
sus prejuicios ni se jactarán de la inmovilidad de sus criterios. El cine y las
propias ideas serán continuamente puestos en cuestión. Más que decidir lo
que deben decir de las películas, tomarán en cuenta lo que las películas les
dicen a ellos. No serán complacientes con los cineastas que prefieren ni
ciegos con los que no aman. Serán particularmente abiertos a lo nuevo, a lo
diferente y a lo que no conocen. Usarán todo tipo de fuentes en sus escritos
para ampliar el panorama, la información de los lectores y la ubicación de su
propio pensamiento, sin repetir sumisamente ni utilizar argumentos de
autoridad. Pero sobre todo no interpretarán, esto es, no buscarán signos que
reduzcan el film a un contexto distinto, ya sea político, filosófico, religiosos,
psicológico, etc. Estarán atentos a la forma, única manera de recordar que el
cine es un arte, en caso de que lo siga siendo. No serán agresivos con los
lectores sometiéndolos a despliegues innecesarios de erudición ni a muestras
de mala literatura. Tampoco serán complacientes con ellos diciendo lo que se
supone que quieren escuchar y no serán voceros de lo que está de moda ni se
constituirán en adelantados de la novedad. Menos aún predicarán una moral
que no sea estética. Y sobre todo, no escribirán como si fueran los
depositarios de un saber que administran, desde el poder que da la letra
impresa, a un conjunto de individuos inferiores destinados a leer y a admirar.
8. Cine argentino
En el año 2001, el cine argentino habrá evolucionado muy favorablemente.
Una nueva generación de cineastas estará en plena producción y se filmarán
muchas obras valiosas por año con capitales estatales y privados, dejándose
por fin de lado los intereses corporativos y las prácticas dudosas. Los
negocios se harán con las recaudaciones y no con los presupuestos. El
Amante tendrá un diálogo permanente con sus hacedores, y varios de sus
redactores intervendrán en la creación de esas películas. A su vez, muchos de
estos cineastas serán asiduos colaboradores de la revista. Por fin, se
establecerá un diálogo entre los que hacen cine y los que lo critican dejando
de lado prejuicios ancestrales. Habrá polémicas, pero estas ocurrirán en un
marco civilizado, respetuoso y constructivo. Todo el mundo volverá a creer
que hacer cine es una manera de hacer crítica y viceversa. Por otra parte,
nadie creerá que una película argentina debe ser defendida por el hecho de
serlo ni que debe mirársela con desdén frente a las cinematografías de otros
países. El Amante colaborará en la revisión crítica del cine argentino del
pasado y en una valoración nueva y desprejuicida de nuestro patrimonio
fílmico.
9. Lectores
Mucha más gente leerá El Amante, dentro y fuera del medio estrictamente
cinematográfico. En particular, será indispensable para la formación de los
estudiantes de cine. Será motivo de estudio y de reflexión entre los que hacen
cine, que aprenderán de las críticas para estar al tanto de los nuevos caminos
en la cinematografía y para aprender del señalamiento de los errores ajenos.
El público general de cinéfilos y espectadores asiduos seguirá
apasionadamente la revista como una continuación por otros medios de la
experiencia cinematográfica. Mucho tendrá que ver con esto el mejoramiento
de las condiciones económicas en la Argentina, que permitirá a vastos
sectores el acceso casi cotidiano a las salas y la compra de libros y revistas.
Asimismo, un importante circuito dedicado al cine menos comercial
funcionará con éxito en las principales ciudades y la oferta de títulos de todos
los países será múltiple y se encontrará analizada en las páginas de El
Amante.
10. Internet
La expansión de la red permitirá nuevas prestaciones e intercambios para El
Amante. Por otra parte, el abaratamiento de la tecnología y la prosperidad de
los negocios nos permitirán equiparnos profusa y adecuadamente. Todos los
redactores estarán conectados electrónicamente y, lo que es más importante,
el espacio de El Amante en Internet se enriquecerá. La totalidad de la revista
estará disponible on line con un índice para consultar temas y números
atrasados. El correo de lectores se convertirá en un foro de discusión
permanente en el que no solo se podrán incluir opiniones y aportar
información y comentarios sino que servirá de intercambio continuo entre los
lectores mismos. De esta manera será posible saciar la necesidad de
información de todos los lectores, tarea que hoy nos sobrepasa. Al mismo
tiempo, los redactores ampliarán sus notas en la versión electrónica utilizando
fotografías de films para ilustrar sus comentarios, algunos de los cuales se
registrarán mediante el uso de la voz.
Seguramente, el futuro no será como lo imaginamos esta noche. Pero el
presente sigue estando ahí para ser modificado. Y ahora, nos vamos a dormir
para seguir soñando. Buenas noches.
Texto coescrito con Flavia de la Fuente.
Publicado en El Amante N°59 – enero 1997
248. El reino de los cielos
Contra viento y marea (Breaking the Waves), Lars von Trier, 1996.
Contra viento y marea cuenta una historia única y alcanza una intensidad
singular. Lo mismo podría decirse de otras películas, como por ejemplo de
Secretos y mentiras, para tomar un estreno actual. La diferencia es que
Contra viento y marea es un film radical con la connotación de extremismo y
hasta de violencia que tiene la palabra. Se trata de una película seria, de una
película que le propone un desafío al cine. Es que el cine suele ser la menos
seria de las artes, no porque abunde en humor ni porque le falte solemnidad,
sino porque aun en las obras más ricas y más elaboradas sobrevuela una
sensación de intrascendencia que hace pensar en su manufactura industrial,
por un lado, y en la falta de un compromiso profundo por el otro. Lars von
Trier parece haber querido demostrar que el cine puede superar esa limitación
llevando al límite la condición del cineasta. Hay pocos films que exijan por
parte del director una prueba de integridad artística como este.
Contra viento y marea es la historia de un martirio. Bess, una chica
bondadosa y simple que tiene algo de la Gelsomina de La strada, vive en una
aldea escocesa. Bess se casa con Jan, un obrero extranjero que es un hombre
cabal y generoso. La felicidad de la pareja, con su gozosa intimidad sexual y
su ternura, contrasta con una familia frustrada y con una comunidad regida
moralmente por la iglesia local que practica una religión sombría y represiva.
Jan parte a trabajar en alta mar y Bess lo extraña tanto que le pide a Dios, con
el que cree hablar en voz alta, que su marido vuelva antes de tiempo. Así
ocurre, pero como consecuencia de un accidente que lo deja paralizado y con
mal pronóstico para su vida. El amor de Bess termina estableciendo lo que
ella cree que es un pacto con Dios por el cual cada vez que se entrega a un
desconocido, ayuda a la recuperación de Jan. Bess pasa a vivir en un infierno,
acosada por tres calamidades simultáneas: la iglesia, que va imponiendo el
repudio de sus paisanos y de su familia. La medicina, que decide que está
loca y debe ser internada. Y su propia misión de prostituirse que le resulta
repugnante. Cuando la condición de Jan empeora, Bess aumenta la apuesta y
va a buscar a un marinero violento que sabe que terminará matándola.
Von Trier describe la atmósfera del pueblo y la evolución de la protagonista
con una precisión y una fuerza extraordinarias. Las escenas de sexo entre
Bess y Jan, de una brevedad ejemplar, son de una rara sugestión. Las negras
convicciones de los notables de la iglesia, su sentimiento de superioridad se
pintan elocuentemente hasta culminar en la escena en la que uno de ellos
hace estallar un vaso. El papel de las manipulaciones del médico es también
crucial: a su modo, también usará la superioridad científica para intentar
conquistar a Bess y luego para destruirla. La escena en la que ella lo rechaza
es de una perfecta sutileza. La sordidez de los encuentros con extraños se
refleja sólidamente en una escena en el ómnibus. Igualmente segura es la
descripción de las fuerzas que acompañan a Bess, que se resumen en los
compañeros de Jan y la radio en la que estos escuchan música. La música
tiene un lugar importante en el film. Dividido en capítulos, estos se presentan
mediante figuritas animadas, con sonido de las canciones del pop inglés de
hace un par de décadas. Estos momentos, hechos de imágenes infantiles y
canciones pegajosas, establecen un horizonte de vulgaridad para la historia,
como si Von Trier quisiera dejar establecido que este no es un asunto de
gente sofisticada y declarar que se asocia con su cultura. También es un
indicio de lo que intentaremos explicar ahora.
La historia descrita hasta aquí se presta perfectamente como material para
cualquier director, especialmente para uno que quiera lucirse mostrando su
superioridad sobre personajes que se creen superiores. No es muy difícil
denunciar la crueldad de los pastores, los cálculos del médico, las
vacilaciones y rencores de la cuñada. Ni la pobreza humana de todo el
cuadro. Puedo imaginar varias películas repugnantes que cuenten estos
hechos. Tenemos además a la propia Bess, gran candidata a la película de
caso clínico con toques piadosos a la manera de, por ejemplo, Agnes de Dios,
en la que una monja adolescente, ignorante de todo, se cree embarazada por
el Espíritu Santo. Hay también en el argumento una arista fantástica (la
literalidad con la que se cumplen los pedidos de Bess que recuerda a La pata
de mono, el clásico cuento de W. W. Jacobs) que sería una buena base para
un film de terror. Pero Von Trier está intentando otra cosa. En primer lugar,
separarse de todo academicismo. Durante toda la película se usa
sostenidamente la cámara en mano con frecuentes fuera de foco. La idea, me
parece, es que esta mirada que busca y se desconcierta quiere evitar la
tentación de contar esta historia desde arriba, con planos serenos que
demuestren de algún modo que el director tiene la situación dominada y que
su claridad olímpica contrasta con el dolor de Bess y la confusión de los otros
personajes. Von Trier sabe que la condescendencia es fatal porque es una de
las marcas del cine falso y necesita obviarla en todas sus manifestaciones
potenciales. Pero creo que eso no es todo y que la película admite una
interpretación más audaz.
Bess muere asesinada pensando que Dios ha accedido a cambiar su vida por
la salud de Jan, desahuciado por los médicos. Visto con ojos distantes
estamos ante una tragedia espantosa, patética: una loca que cree que puede
cambiar las leyes de la naturaleza prostituyéndose hasta el suicidio mientras
su marido agoniza cruelmente. Pero Bess nos ha advertido que es buena para
creer. Y ocurre un milagro: Bess muere pero Jan se cura. En el cine hay
muchas clases de milagros: milagros cómicos como el El milagro de
Rossellini, milagros metafóricos como el de ¡Qué bello es vivir!, milagros
baratos como el de El campo de los sueños, milagros imaginarios como el de
la citada Agnes de Dios, milagros New Age como el de Ghost, milagros de
segunda mano como los de las recreaciones bíblicas. Pero este es un milagro
de carne y hueso. Un milagro sin ambigüedad ni explicación alternativa. Para
subrayarlo, las campanas que faltaban en la iglesia –y que Jan y Bess han
imaginado hacer sonar– tañen en el cielo mientras los instrumentos
científicos señalan que no se trata de un fenómeno natural. Pero no solo es un
milagro en serio, es un milagro necesario; sin él, Contra viento y marea sería
casi una película indecente, de una crueldad despreciable. Solo conozco un
antecedente semejante en la historia del cine: la majestuosa, extraordinaria
resurrección en Ordet, de Carl Theodor Dreyer, en la que el film de Von Trier
se inspira evidentemente. En esa película, las mismas fuerzas que aquí –el
fanatismo religioso, la creencia secularizada y el ateísmo científico– acuerdan
en una sola cosa: la imposibilidad de los milagros en el siglo XX. Contra esas
fuerzas (esto es, contra la tristeza represiva de la religión, el conformismo de
la sociedad, la tibieza y el egoísmo de los corazones) se alza el milagro de
Ordet en nombre del amor (el sexuado amor de la pareja). Von Trier, más de
cuarenta años después y cuando las calamidades del mundo que Dreyer se
atrevía a desafiar se han consolidado, vuelve a repetir el intento pero tomando
en cuenta el estado actual de las cosas. La mirada clara de Dreyer, sus
virtuosos planos secuencia, las discretas discusiones teológicas entre
pequeñoburgueses ya no son el marco adecuado para hacer estallar un
repudio similar contra el orden del mundo. Es necesario, parece pensar Von
Trier, extremarlo todo: ir a buscar entre los pobres de espíritu, entre los
ignorados, entre los alienados, para encontrar los últimos alientos del amor y
la bondad. Y también dejar sentado que las certidumbres se han apagado y
que las imágenes se vuelven borrosas y es necesario perseguirlas. Tanto el
mundo proletario de Jan y Bess con sus humildes gustos artísticos como los
movimientos de la cámara provienen de allí. El milagro ya no puede ser más
que un milagro violento.
Concederle a Bess sus plegarias es una necesidad de estricta lógica
cinematográfica. Lo contrario sería un gesto de frivolidad y de cobardía. Von
Trier se coloca (y nos coloca) en el lugar de Dios y no hay duda de que este,
al igual que en Ordet, no puede sino aceptar el pedido. Más aún, ciertas
miradas de Bess a la cámara hacen pensar que así como ella puede hablar con
Dios, también es capaz de mirarlo y que es justamente él quien maneja esa
cámara. Como si Contra viento y marea, con sus imágenes granulosas y
móviles, fuera una home movie filmada por un dios que es en realidad un
cineasta precario, un aficionado. No es que Von Trier se coloque en el lugar
de Dios, es mucho más osado: coloca a Dios, un dios en retirada pero todavía
poderoso, en el lugar del cineasta. Lo intima, como hace Bess, a responder a
la entrega de la mujer y al dilema del artista. Y así consuma una especie de
blasfemia devota que nada tiene que ver con las fábulas beatas y mucho con
la excepcionalidad del arte. El movimiento conceptual de Von Trier consiste
en hacer coincidir la pregunta por la posibilidad del arte con una demanda
para que Dios se siga manifestando. Si Dios no se pronuncia favorablemente
frente a Bess, es porque el cine es imposible. Y es Dios el que debe terminar
la película. Cualquiera sea nuestra opinión en materia religiosa o artística,
una ambición tan absoluta debería inspirar el respeto que se les debe a los
apasionados.
Publicado en El Amante N°60 – febrero 1997
249. La Cenicienta argentina
Ir a un festival era para nosotros, hasta ahora, develar una incógnita. No tanto
por el cine que veríamos sino más bien por la experiencia que significa
sumergirse en un medio desconocido. ¿Nos tratarán bien? ¿Conoceremos
gente interesante? ¿Haremos amigos? ¿Nos gustará la ciudad? ¿Comeremos
bien? ¿El hotel será una piojera? Como se ve, estas no son las preguntas que
los enviados a festivales suelen contestar en sus crónicas. Imaginemos a un
periodista destacado en el próximo festival de Cannes que, en lugar de relatar
los eventos del 50 aniversario o tratar de conseguir una entrevista exclusiva a
Clint Eastwood o a Juliette Binoche, o retratar el glamour de las fiestas de los
famosos, se dedicara a comentar la calidad de las medialunas del desayuno y
sus dificultades para levantarse a tiempo para las funciones de prensa. Pero
nosotros no vamos a Cannes. En primer lugar, porque no nos invitan. En
segundo lugar, porque no sabríamos muy bien qué hacer. Después de haber
transitado por un par de festivales pequeños y a escala humana, nos da la
sensación de que en materia de acontecimientos monstruosos no nos
conviene ir más allá de Mar del Plata, que con todos sus defectos, es parte de
nuestro imaginario y no un mundo hostil y desconocido. Al final, resulta que
en estos entornos básicamente amistosos, en estos micromundos que por su
tamaño lo incluyen a uno como parte, uno siente que puede hacer dos cosas
simultáneamente: contar algo de primera mano y poder pensar el cine a través
de sus protagonistas. De ahí que uno esté inclinado por transcribir anécdotas,
transmitir impresiones, hablar distendidamente y evitar así la incómoda
sensación de ser un número, cuyo único matiz de expresión es estar un poco
más a favor o en contra de una película que los lectores no han visto. Pero la
lista de nuestras inquietudes no se aplica a Toulouse, a la cual volvimos
sabiendo que teníamos amigos y que podíamos caminar la ciudad con la
despreocupada alegría del que se reencuentra con algo que siente como
propio.
Toulouse estaba espléndida. El sol iluminaba con fuerza las famosas paredes
rosas y una primavera intensa había hecho florecer los frutales. El ya habitual
paseo por la orilla del Garonne, con los estudiantes tomando sol plácidamente
en las barrancas, el cotidiano café en la plaza del Capitolio, el conocimiento
de las locaciones de las librerías y unos pocos restaurantes y la sospecha de
que la cocina del lugar es un asunto sofisticado nos permitieron sentirnos por
primera vez en nuestra vida de cronistas como ciudadanos del extranjero, al
punto de redescubrir la olvidada sensación de las vacaciones en un lugar fijo.
El elenco estable de Toulouse nos recibió con un cariño multiplicado.
Encabezado por Esther Saint–Dizier, el grupo humano de los colaboradores
de los Rencontres (donde nadie gana un solo franco) se caracteriza por su
amabilidad, su eficiencia y su buen humor. El núcleo de la organización está
compuesto, por un lado, por un conjunto de jóvenes, en su mayoría mujeres,
que cada año están un poco más grandes y más lindas. Por el otro, por los
veteranos de la ARCALT, la organización que pasó de la militancia solidaria
con los refugiados latinoamericanos a la realización de eventos culturales. A
los integrantes de este grupo unido nunca nos atrevimos a preguntarles por
qué se ocupaban de nosotros con tanta generosidad.
Los novenos encuentros de Toulouse presentaron tres novedades
importantes. La primera es que la cinemateca local, dirigida ahora por el
famoso productor Daniel Toscan du Plantier, inauguró su nueva sede que
incluye una hermosa biblioteca y sala de conferencias (adornada por un
fresco que lleva escrita la leyenda: “La internacional será el género humano”,
que delata su origen como local comunista o algo así) y, sobre todo, dos salas
de cine con excelente calidad de sonido e imagen (y butacas un poco
apretadas, defecto de la mayoría de los cines franceses). La segunda novedad
es que la revista que editan anualmente los encuentros, Cinémas d’Amérique
latine, se publica ahora en tres idiomas (francés, castellano y portugués). La
única revista mundial dedicada al tema se ha transformado en un
impresionante volumen de 184 páginas y su contenido, que tiene relación con
los eventos que presenta el festival pero autonomía propia, es de indudable
valor para especialistas e interesados. La tercera novedad es la menos
importante, dado el carácter amistoso y orientado a la no competencia de los
acontecimientos tolosanos: se trata de la institución de dos premios, uno
llamado Coup de Coeur, para ayudar con unos 5000 dólares a la distribución
de la película elegida, y un premio del público, una variante que, como
veremos más adelante, nos sigue arrastrando a situaciones un tanto cómicas.
Antes de pasar a hablar de personajes y películas, digamos que la comida
mejoró solo un poco, pero las muestras de cariño y amistad se multiplicaron
hasta hacernos sentir en casa, incluyendo el tamaño de la pieza del hotel,
minúscula como nuestro propio dormitorio.
Sin duda, la joya cinematográfica de la muestra fue una retrospectiva
completa de los films mexicanos de Buñuel, de la que hablaremos en el
próximo número, presentada por el crítico Tomás Pérez Turrent, quien fuera
amigo del director después de ser ayudante de Henri Langlois en la
Cinemateca Francesa y ayudante de Langlois después de haber sido torero.
La exhibición de los films buñuelianos incluyó un final alternativo de Los
olvidados descubierto hace apenas unos meses. Entre los eventos especiales
figuraron también una retrospectiva del chileno Miguel Littin, otra de María
Luisa Bemberg y una tercera dedicada a las películas del cangaço, una
tradición del cine y la literatura brasileños. También hubo mesas redondas
sobre Buñuel, sobre cine y literatura y un “encuentro de profesionales” con
cineastas y productores del que participaron representantes de dos
instituciones oficiales francesas: el Centro Nacional de la Cinematografía y
Unifrance. La loable intención de esta reunión fue acercar a los cineastas
latinoamericanos a las posibilidades de producción y distribución con
capitales franceses. El resultado fue pobre: los dos burócratas arrogantes que
ocupaban la tarima no son los mejores interlocutores posibles para nadie. Por
otra parte, el dinero del Fond du Sud, que es poco y se distribuye entre
muchísimos países, suele favorecer a los que viven en París u obligar a los
que lo reciben a gastarlo en Francia (el cine africano es una víctima de esta
situación de seudoayuda). Los profesionales se fueron de mal humor y los
burócratas con la sensación del deber cumplido. Y ahora, iniciemos nuestra
gira por el continente.
Argentina. Entre los concurrentes al festival hubo cuatro cineastas argentinos.
Se supone entre los latinoamericanos que uno de los defectos nacionales es la
arrogancia. No es que los argentinos tengan el monopolio de esta
característica, pero ciertamente los cuatro especímenes de realizador
blanquiceleste la compartían cada uno a su manera. Es difícil decidir cuál de
los cuatro ganaría el premio en términos absolutos, pero los matices resultan,
según el caso y el observador, más o menos irritantes. Gustavo Mosquera, a
quien no conocíamos, podría ser aparentemente inocente de tales
acusaciones. Su estilo es el del tipo humilde, de discurso modesto, que solo
quiere seguir su camino sin meterse en el de los demás. Pero resulta que
Mosquera debía ser el único cineasta del festival que se propone filmar algún
día una película de 50 millones de dólares (ver declaraciones), lo que no deja
de asociarlo con el estilo de arrogancia tecnológica y ambición a la
americana. En el extremo opuesto, Alejandro Agresti encarna al clásico
fanfarrón porteño. Sus declaraciones de autosuficiencia y sus modos
extrovertidos son formas tan puras del ser nacional que tienen el atractivo de
la autenticidad. Uno no termina de asombrarse ante la ola expansiva que
produce en cada aparición ni tampoco de divertirse con su alegría. Al mismo
tiempo, los que no gustan de este tipo de exteriorizaciones deben reconocer
que el egocentrismo del personaje lo expone como persona, lo arriesga a la
crítica apresurada, lo que no deja de ser un gesto de generosidad. La
arrogancia de Agresti es contagiosa en su espíritu irreverente. Poco, en
cambio, puede uno entusiasmarse con Mario Levin, un convencido de que
representa las formas más puras de la cultura y del conocimiento
cinematográfico. Un hombre que luce su perfecto francés al punto de hablarlo
con los argentinos residentes en Francia y parece proclamar en cada gesto el
desdén por los que lo circundan. Seguramente Levin no es malo en el fondo,
pero no va a ganar el premio “Cómo ganar amigos”. Dejamos para el final al
inefable Juan Pablo Lacroze, único director presente en el festival con un
corto. La arrogancia de Lacroze es una arrogancia de clase. Su cortometraje,
que lleva el título casi cómico de Ensayando la cultura, parece una
publicidad institucional del Teatro Colón con artistas invitados como Ernesto
Sabato. Su idea de la cultura es de una exterioridad insólita. Lacroze, un tipo
afable del que se cuenta que está casado con Assumpta Serna, tiene el aspecto
de un playboy que apareció en un festival de cine porque confundió el
camino hacia la exposición de Rolls Royce a la que se dirigía.
Chile. Miguel Littin se paseó durante diez días por Toulouse con el caminar
de un dictador latinoamericano en el exilio. Los primeros días estuvo
acompañado por su compatriota el escritor Luis Sepúlveda, con el que trabaja
en un guion. Después, con un aire de infinito aburrimiento se dedicó a dibujar
a los presentes. En Toulouse, las calles siempre se alejan del lugar al que uno
quiere llegar, como si fueran diagonales hacia la nada, pero cada vez que uno
descubre un nuevo atajo o la callejuela oportuna siente el orgullo del
lugareño postizo. Los tiempos de caminata se empiezan a acercar a los
famosos cinco minutos que los locales afirman que bastan para llegar a todos
lados y que, al principio, se transforman en media hora. Pero no era así para
Littin, quien se perdía cada vez que debía presentar una de sus películas, al
punto que, una noche, se hizo llevar al hotel por la policía. Decididamente
Littin no estaba clandestino en Toulouse. Vestido frecuentemente como un
guapo del 900, participaba poco de las conversaciones pero nos sorprendía
entre frases ininteligibles con aciertos tales como que Nazarín era la mejor
película mexicana de Buñuel contra los dictámenes oficiales de Pérez Turrent
que le daban a Él el lugar de preferencia. Littin nos resultó un misterio que
terminó resultando simpático en su soledad extravagante.
Bolivia. Mela Márquez, montajista boliviana residente en Roma, presentó su
primera película como directora: Sayariy. Extraña heredera de colombianos y
árabes con acento italiano, Mela estudió en el Centro Experimental de Roma
y trabaja allí de docente. Es curioso, porque Márquez declara que su director
preferido es Peter Greenaway y que su cine se inscribe en el “realismo
mágico” (“ferocidad mágica”, dice ella). Sin embargo, no parece haber en
este documental antropológico rastros de Greenaway ni de García Márquez
(salvo el apellido de la directora). Por suerte, la película es mucho más
interesante que su descripción conceptual. El film trata sobre el tinku, un rito
que algunas colectividades aymaras practican desde la era preincaica.
Complejo y misterioso, el tinku es aparentemente una ceremonia para
propiciar la fertilidad de la tierra y de las mujeres. Una vez al año, dos
comunas rurales abandonan su vida pacífica y dirimen un pleito ancestral en
la plaza del pueblo al que llegan después de correr durante una noche entera y
se retiran de allí para celebrar una fiesta. El encuentro (eso significa “tinku”)
es a golpes de puño. Durante varias horas se suceden enfrentamientos
individuales entre los hombres (y a veces entre las mujeres) que derivan
ocasionalmente en palizas colectivas. La violencia de la pelea es tremenda y
el resultado es impresionante: una multitud de caras sangrientas y tumefactas
y varios muertos. Mientras tanto, la iglesia del pueblo recibe donaciones y
ofrendas. La película tiene su centro dramático en el combate pero
fundamentalmente intenta describir la vida de las comunidades. Decimos que
intenta, porque con gran lucidez, la directora advierte que en la cultura que
investiga hay mucho de impenetrable para ella. La película termina con una
escena notable. En apariencia, vemos una escena en una casa parecida a otras
que vimos antes. La cámara se mueve y descubrimos que se trata de una
especie de filmación publicitaria en un edificio alto de La Paz. Al fondo, uno
de los protagonistas aymaras del film se ocupa de la limpieza de los vidrios.
El film se burla de sí mismo, se autodestruye y muestra el conflicto de su
propia realización. Márquez, esta vez, declara con acierto: “la película es mi
tinku personal”. Hay mucha energía en esta mujer que fue nuestra amiga
boliviana de la temporada.
Brasil. A diferencia de los argentinos que andan cada uno por su cuenta y se
recelan mutuamente, los brasileños parecen formar un elenco compacto.
Cuando Conceição, la mujer de Orlando Senna, lograba apartarlo de su
ocupación favorita que es dormir, al matrimonio se lo veía paseando o en
compañía de algún compatriota. Entre ellos se destacaba Octavio Bezerra, el
playboy del festival, que venía de ser padre y abuelo simultáneamente y
afirmaba ser un abuelo soltero. Este prototipo de seductor brasileño le disputó
el puesto al titular de las mujeres de Toulouse, Mauricio Martínez–Cavard,
que también tenía otros rivales como los más discretos pero movedizos
Mosquera y Lacroze. Y eso que Mosquera dio ventaja porque fue víctima de
los médicos que le hicieron tomar antibióticos por un resfrío insignificante.
Volviendo a Bezerra, hay que reconocerle su simpatía y calidez, cualidad en
la que compite con Senna. Propusimos a las autoridades del festival que en
futuras ediciones Senna sea el encargado de impartir lecciones de urbanidad
para invitados irritados del tipo Levin.
La película de Bezerra parecía representar su espíritu distendido. Con el
material para un documental que no conseguía financiación para terminar
armó una película de ficción (para la que sí le daban dinero) que se llama O
lado certo da vida errada. La historia es la de un personaje de clase media que
llega destruido a su departamento después de sufrir todas las calamidades de
la vida urbana para dedicarse a tomar cerveza y mirar alienadamente un canal
de televisión psicótico en el que se sortea dinero y una noche con una mujer
espectacular pero en el que, además, se pasan las escenas documentales que
filmó Bezerra junto con noticias de calamidades múltiples, frente a las que el
presentador exige en tono imperioso la solidaridad de los televidentes. El
resultado es una película loca, por momentos pesadillesca, siempre
desprolija, irreverente, exaltada. Un trip afiebrado al caos de la civilización.
Walter Salles y Daniela Thomas (que no vinieron) dirigieron Terra
estrangeira, de la que veníamos oyendo hablar bien hacía varios festivales.
Presentada por Orlando Senna como “una película que refleja el dolor del
exilio”, un mérito según nosotros secundario, se trata en cambio de una road–
movie/thriller con protagonistas jóvenes, rodada en Portugal en blanco y
negro, con aires nostálgicos aunque no de la patria sino de ciertas imágenes
del cine que los directores logran evocar con éxito. Aunque el guion está
lleno de agujeros, hay en la película un placer cinematográfico y una
modernidad que permiten reconocer inmediatamente una calidad de cine
poco frecuente en Latinoamérica. Una escena de amor, un barco encallado en
la playa, las siempre conmovedoras imágenes de Lisboa (¿por qué será tan
cinematográfica?) y las tan extrañas del Cabo San Vicente siguen en nuestra
memoria después de muchos días.
O sertão das memorias, también en blanco y negro, de José Araújo, integró
la sección de films sobre el cangaço, junto con, entre otras, las clásicas Dios y
el diablo en la tierra del sol y Antonio das Mortes de Glauber Rocha y la más
reciente Corisco e Dadá de Rosemberg Cariry. Este último departió
amablemente con nosotros junto con la estudiosa francesa Sylvie Debs sobre
el film de Araújo, a quien Debs entrevista en la publicación de los
Rencontres. Cariry enfatizó la pertenencia de su película y la de O sertão… a
los films sobre el Nordeste hechos por nordestinos, pero se manifestó
prudente a la hora de definir la estética del film, que cuenta una historia en la
que se representan las imágenes religiosas de la región, con sus referencias
inevitables al dragón de la maldad y a la lucha de los campesinos por el agua.
Debs, en cambio, fue enfática al subrayar el carácter alegórico del film y
negar –según palabras del propio Araújo– el carácter documental (“jamais,
jamais, jamais”). Por mi parte, la de Quintín (Flavia no vio este film), la
película resulta algo completamente distinto. No hay duda de que se trata de
un homenaje al sertão, en las personas de la familia de Araújo que son los
actores y en una evocación nostálgica de las tradiciones nordestinas. Pero el
mayor mérito del film, justamente, deviene de su carácter documental:
básicamente es una representación de teatro popular que recuerda, por
ejemplo, a Acto de primavera de Manoel de Oliveira y a mí me resulta
también cercano al excelente corto Negocios de Pablo Trapero que también
hace actuar a su familia y vecinos. No veo, en cambio, alegoría alguna y sí un
trabajo con las creencias como materiales de esa representación que, junto
con el amor de la cámara por los actores, le dan a la película una cercanía
humana y una originalidad poderosas. No es el mundo imaginario del sertão
en abstracto lo que le da a la película su atractivo (que sí le permite teorizar a
Debs) sino la presencia concreta de esa gente y la manera de mostrarla. Sin
ello, la poética de la película estaría peligrosamente cerca de una
generalización empalagosa. La banda de sonido (Araújo trabaja como
ingeniero de sonido en EE.UU.) es también admirable.
Colombia. Además de nuestro amigo Mauricio, Colombia presentó al
personaje exquisito del festival. Se trata de Francisco “Pacho” Norden,
veterano realizador y culto del año cero. Norden es uno de esos tipos que
inspiran respeto de solo verlos, con ese parecido a James Joyce o a William
Faulkner. Al mismo tiempo, el personaje es extraordinariamente sencillo,
sensible y amistoso. El único problema con Pacho era a la hora de confrontar
nuestra ignorancia con su erudición. De entrada nos preguntó por la vida de
una serie de pintores argentinos que nosotros jamás habíamos oído nombrar.
Otro tanto ocurrió en una cena de la que participaron los Agresti y los
Martínez–Cavard y en la que el tema de discusión era: “Qué es el arte”. Los
ejemplos de Pacho eran siempre irrefutables: hablaba de pintores, arquitectos,
escritores a los que el resto saludaba con una inclinación de cabeza y un coro
de “ajá”, mientras intercambiábamos miradas que significaban “quién será
ese” y aguardábamos el fin de la conferencia de Pacho para
imperturbablemente reanudar nuestras encendidas argumentaciones. Agresti
logró convertirse en el centro de las discusiones afirmando que “el arte es
buen gusto”, tesis aberrante en la que se mantuvo hasta las cinco de la
madrugada después de una cantidad apreciable de Calvados.
Lo que estuvo ausente de Colombia fue la producción, más allá de la
exposición de fotos de Mauricio y el video de Pacho sobre el poeta José
Asunción Silva. Parece que los burócratas colombianos impidieron que una
importante delegación participara de los encuentros y ni siquiera enviaron las
películas.
México. Esta vez no estaba Retes, sustituido por una nutrida delegación
integrada por Jorge Fons y Sra., Sabina Berman, Milt Valdez y el ya
nombrado Pérez Turrent. Los Fons resultaron muy agradables y Jorge nos
concedió una entrevista muy interesante que publicaremos en el próximo
número. Además de El callejón de los milagros, se exhibieron otras dos
películas de Fons, Los albañiles de 1976 y Rojo amanecer de 1989. Los
albañiles transcurre en una obra en construcción y es una película coral en la
que el medio social se describe con enorme precisión de actitudes y lenguaje.
No hay que asombrarse de las actuaciones de El callejón de los milagros.
Fons ya era un gran director de actores hace veinte años y la película
transmite la misma sensación de dominio del medio que su último film. Fons
es un director con un oficio que no abunda en Latinoamérica. Rojo amanecer
es una película curiosa, filmada casi en la clandestinidad, sobre la masacre de
Tlatelolco previa a los Juegos Olímpicos de 1968. Este oprobio del Estado
mexicano sigue siendo un tema tabú y aun en la fecha de realización de la
película era un tema de denuncia importante. La película sustituye con
ingenio la falta de presupuesto y evita los problemas con la censura con una
visión de los acontecimientos de ese día desde el interior de un departamento
que da a la fatídica plaza. Una familia vive la angustia de la posible muerte de
sus hijos militantes hasta que retornan salvos a la noche. Pero cuando todo
parece terminar, un comando parapolicial vuelve al departamento y los
masacra. El plano final muestra al hijo menor, una criatura de seis años,
abrirse camino llorando entre los cadáveres. Este epílogo nos resulta muy
poco convincente y recuerda al cine argentino posdictadura en su discurso
absolutorio del sistema e incriminador exclusivamente de los represores
directos. Mientras la película había mostrado que la masacre era una decisión
del Estado en su conjunto, el final demoniza a un conjunto de individuos
tenebrosos pero de rango mínimo. La aberración del sistema político
mexicano se convierte en el problema de un huérfano, así como La historia
oficial termina siendo el problema de una madre adoptiva.
Cuba. En los primeros días del festival nos sorprendimos muy gratamente
por un documental sobre Harry Belafonte llamado A veces miro mi vida. De
una bella serenidad, la película conseguía retratar al artista apelando apenas a
sus conciertos, a escenas de sus películas (Belafonte actuó mucho en el cine
americano) y a un par de entrevistas. En las antípodas de la escuela
tradicional cubana de Santiago Álvarez, sin juegos con la imagen ni montajes
alternados, su autor Orlando Rojas lograba en 1981 una película que debería
ser mucho más conocida. Si no lo es, es en parte por una situación
tragicómica. El material de archivo no tiene derechos, por lo que su
exhibición está prácticamente maldita. Pero el poder de convicción de la
película es tan grande que los espectadores, emocionados, salían del cine
queriendo fundar un nuevo club de fans de Belafonte. Es curioso, pero por
razones de edad muchos habíamos escuchado hablar de Belafonte, pero casi
nadie sabía a ciencia cierta quién era. Lo recordaremos a partir de ahora. Es
notable que el discurso militante quede en un segundo lugar frente a la
intimidad de las anécdotas de juventud y las reflexiones sobre el lugar del
artista. Un par de días después Rojas hizo su aparición por Toulouse, justo
para presentar lo que hasta hoy es su última película, una ficción llamada
Papeles secundarios, de 1989, en la que toda la transparencia de A veces miro
mi vida se transforma en oscuridad y barroco. El estreno de una obra de
teatro en La Habana es el motivo para que los miembros de la compañía
desplieguen todo tipo de intrigas y canalladas entre la ambición de los actores
y las maldades de los burócratas. La historia gira alrededor de una actriz de
mediana edad que pierde finalmente el papel que tanto ambicionaba. Al
presentar la película, Rojas anunció que él se identificaba con la protagonista,
con lo que el masoquismo del film se pone aun más en evidencia. A esta
mujer la humillan, la violan, la rechazan. Pero lo más interesante es que Rojas
insinúa tanto en la película como conversando fuera de ella que todo eso le
ocurre a la mujer por su culpa. La película pone tres generaciones en escena y
la intermedia es la más perjudicada. La generación vieja resulta respetable a
pesar de sus mañas y la joven es fresca y desprejuiciada. Es la propia
generación de Rojas (que tiene 47 años) la que carga con todos los defectos.
Como suele ocurrir en el cine cubano, la historia admite una inmediata
transposición al mundo del cine y aun a la propia carrera de Rojas como
director. En una larga charla que sostuvimos con él después de la película nos
resultaba casi insólito que Rojas planteara la realización de un film como una
operación de sofisticada estrategia. Las películas no tenían que ser demasiado
oscuras ni tampoco triviales, no tenían que ser contrarrevolucionarias pero
tampoco dejar de ser críticas. La aprobación de los guiones para filmar era
también un asunto complicadísimo, en el que los funcionarios que lo
rechazaban podían tener razón muy frecuentemente y todo era materia de
consulta y deliberación. En definitiva, Rojas sostenía que su generación tenía
algo de infantil, que al no haber hecho la revolución pero habiendo sido
educados por ella, ocupaba un lugar siempre secundario en el poder y, al
mismo tiempo, no tenía la libertad ni el cinismo de los más jóvenes. El
mundo del ICAIC, el legendario instituto de cine cubano, resulta difícil de
comprender a la distancia. Todos los que lo integraron alguna vez están
ligados indisolublemente y comparten códigos y secretos difíciles de entender
por el profano. Rojas terminó reconociendo que pensar el cine con la
obligación de aportar algo a la causa (“llevamos la isla sobre nuestros
hombros”) era una carga tal vez demasiado pesada. Para el crítico, apreciar
películas como Papeles secundarios se transforma en una cuestión difícil
fuera de las claves necesarias para su interpretación. Sin embargo, lo más
atractivo del film seguramente sean sus disparatadas conclusiones, que
exponen al director mucho más de lo habitual: uno tiene la sensación de que
Rojas está diciendo que su protagonista es sacrificada, pero que se lo merece,
sin que sus argumentos dentro y fuera del film aparezcan más que como un
acto de crueldad exagerada. Nadie es tan cruel contra sí mismo sino por una
buena razón. La de Rojas se nos escapa.
Premios. Mencionamos que había dos premios. El Coup de Coeur lo ganó
Agresti por Buenos Aires viceversa. El premio del público lo ganó Subiela
por Despabílale amor. Siguiendo la tradición inaugurada en el festival de
Lleida, los organizadores decidieron que Quintín era la persona más adecuada
para recibir el trofeo. Este disparate se origina en el deseo de Esther Saint–
Dizier de reconciliar su gusto por el cine de Subiela con su amistad por
nosotros. Para no mentir, cosa que nos gustaría, digamos que casi todos los
tolosanos son bastante fanáticos de Subiela. Como muestra vaya el
comentario siguiente, extraído del programa del festival: “un autor de primera
importancia, un realizador de excepción al que los distribuidores franceses no
le han dado todavía el lugar que se merece mientras se ocupan de promover
tantos valores falsos y dudosos”. Tras no pocas vacilaciones Q. aceptó
resignado su misión y se llevó otra vez premio y aplausos que no le
correspondían. El discurso de agradecimiento fue más o menos así: “La
organización del festival ha cometido un doble error al designarme para
recibir este premio. El primero es haber seguido la tradición que hace que
cuando los responsables de un film no estén presentes, el premio se le
entregue a un compatriota. Si uno debe hacerse cargo de los logros de su país
por el solo hecho de haber nacido en él, también debería hacerse cargo de sus
atrocidades. No pienso hacerlo. El segundo error es hacer que un crítico retire
el premio del público, porque ya es hora de que se comprenda que el gusto
del crítico no tiene por qué ser el gusto del público. De todos modos, esto
podría servir para instaurar una sección fija en el festival que se llame ‘el
castigo al crítico’, con lo que mucha gente estaría satisfecha. De todos
modos, les agradezco este premio, no en nombre de mi país, porque el
nacimiento es una circunstancia, ni tampoco en nombre del realizador, que no
es mi amigo, sino en nombre de los hermosos días que hemos pasado en esta
ciudad tan hospitalaria”. Y ahora, queridos lectores, deseamos pedirles un
consejo. El premio que ganó Piñeyro en Lleida se lo hicimos llegar a través
de su jefa de prensa con una nota irónica pero amistosa (que Piñeyro no
contestó). La situación es ahora más complicada. No nos da el cuero para la
nota amistosa ni conocemos a nadie que se ofrezca de intermediario. El
premio es una bella estatua de un peso considerable y lo hemos cargado a
través del océano como una penitencia. Amigos, ¿cómo hacemos para darle
el premio a Subiela?
Sebastián Rosal: En El Amante hubo una tapa famosa (la del n° 40, de
junio del 95) en la que contraponían una película de Subiela con los
cortos de Historias breves. ¿Cómo ven, con la perspectiva que dan los
años, el rol de la revista en el surgimiento del Nuevo Cine Argentino?
Quintín: Contraponer en la tapa “Lo malo” y “Lo nuevo” (en realidad la idea
original era poner “Lo que nace” y “Lo que muere”, pero justo nos enteramos
de que Subiela estaba enfermo, así que decidimos cambiarlo por una razón de
pudor) era una idea evidente, aunque en ese momento a muchos no les
pareciera así. Desde nuestro lugar veíamos ese cine argentino costumbrista,
teatral, muy atrasado, muy engorroso, retórico, torpe, lleno de metáforas,
recargado de palabrerío y de sentimentalismo atravesado también por un
progresismo condescendiente. Además era un cine muy poco interesante en
cuanto a las imágenes, muy poco cinematográfico podría decirse. En el caso
particular de Subiela, había influencias de Europa oriental, malas lecturas de
Tarkovski… cosas así. Pero no era solo Subiela, había otros directores. Es
más, creo que todavía hoy ese cine se sigue haciendo y sigue vigente, con
películas que hablan de “los argentinos”, “del país”, que quieren hacer una
metáfora sobre los avatares del ser nacional, sobre el hombre castigado por el
sistema; un cine naturalista, populista. Pero volviendo a ese momento: era
casi lo único que había. Frente a eso, cuando una noche vimos Historias
breves en el cine Maxi, dijimos “Acá pasó algo”. Y era fácil darse cuenta
porque en aquel momento la producción era muy acotada, no es como ahora
que se hace una cantidad de películas prácticamente inabarcable. Pero, te
decía, nos gustó tanto que al otro día teníamos un programa de radio e
invitamos a todos los directores. Había en ese cine, básicamente, cosas que a
nosotros nos gustaban: en esos cortos se hablaba de otra manera (no lo hacían
como en el teatro y la televisión), con una retórica más cinematográfica, más
seca, más americana podría decirse. Los personajes estaban más cerca del
espectador, eran más jóvenes, se parecían menos a los personajes del cine
argentino histórico que a la gente que uno conocía. Era también otra manera
de filmar, más realista, más virtuosa, digamos: una manera más moderna. Era
gente que había estudiado en las escuelas de cine y se notaba que habían
desarrollado una manera de filmar que era más eficaz y más diestra, porque
no interponían entre la película y el espectador una capa de retórica y de
mensaje. Creo que esto es lo que más nos gustaba de todo. El corto de
Caetano, en ese sentido, era ejemplar: casi mudo, de género, cinéfilo. Esas
cosas que en el cine argentino, sacándolo a Aristarain, no estaban. Era algo
que tenía mucho más aliento que un cine que era muy decadente.
SR: ¿Pero qué pasó luego con ese cine?
Q: Creo que el cine argentino independiente terminó entrando en el cine
independiente global. En aquel momento, excepto por Pino Solanas (más
bien por cuestiones políticas), ningún director argentino era reconocido en el
mundo, ni podía presidir, por ejemplo, el jurado de Venecia, como ahora lo
hace Lucrecia Martel. En ese entonces el mundo del cine independiente no se
había configurado aún, no existía. Pero después, el cine independiente
argentino se institucionalizó. Es gente que puede conseguir dinero para
filmar, muchas veces del exterior. Aunque también existieron siempre los
independientes de los independientes: Perrone primero, Campusano ahora,
son dos ejemplos. El llamado cine independiente se fue conformando:
aparecieron películas, empezaron los festivales, los directores comenzaron a
circular por el mundo. Eso lo veíamos, por poner una fecha, en el 95: vimos
que había un mundo en el que esas películas eran bien recibidas. Tardaron,
porque recuerdo que mandamos Mundo Grúa a Rotterdam y no nos dieron
bolilla ese primer año, aunque la terminaron programando al año siguiente.
Es decir, los nuevos directores terminaron siendo aceptados cuando los
programadores se dieron cuenta de que estaba apareciendo algo distinto del
cine latinoamericano anterior que ellos venían apoyando desde los sesenta.
Eso lo vimos muy claro en el Festival de Toulouse, en el que era difícil
encontrar algo nuevo, pero el cine argentino se destacaba por su novedad, por
su frescura. Y era la vuelta también del cine latinoamericano al mundo, algo
que no ocurría desde el cine político de los 70.
SR: Otro hito de aquellos años pareciera haber sido la defensa de Gatica,
el mono.
Q: Favio reapareció por aquellos años, y Gatica me tocó profundamente.
Favio fue un gran cineasta pero tuvo una escasa influencia. Hizo primero un
cine bressoniano y después lo que podría llamarse un “cine de poesía”
particular. Cuando estrenaron Gatica se podía ver justamente que Favio era
un cineasta importante aunque solitario. Gatica era una película grande
realmente, aislada, que no tenía nada que ver ni con el nuevo cine argentino,
ni con el viejo cine argentino, ni con Aristarain, ni con Subiela, ni con nada.
Era un cineasta completamente desconocido. Siempre cuento que una vez fui
a una semana de cine en Lima, un evento organizado por la embajada
argentina, si mal no recuerdo. Ahí conocí al Chacho Frías y a la gente de la
revista Tiempo de Cine. Presenté la película de Favio y, en algún momento,
alguien del público me interrumpió para preguntarme: “¿Este señor del que
usted está hablando es el mismo que canta?”. Es decir, Favio era muy
conocido como cantante pero no lo conocían como cineasta ni siquiera en los
países cercanos. Además, Favio era alguien que nunca viajaba a los
festivales, que vivía recluido aunque tenía sus seguidores acá. Volviendo a
Gatica, creo que a todos en la revista nos gustó, pero era una película que no
conectaba con el resto de lo que se estaba haciendo acá ni tampoco pudo
integrarse en el circuito de festivales, no pudo sumarse a esa salida del cine
argentino al exterior. En cierta forma, todavía sigue siendo un cineasta a
descubrir en el exterior. Ese número de Gatica fue importante para la revista.
Pero resumiendo, ahora con todos estos años transcurridos, nosotros
realmente creíamos que ese cine merecía ser alentado. Es cierto que algunos
de esos directores no llegaron a cumplir aquello que nosotros creíamos que
podían ser, pero uno no tiene la bola de cristal.
SR: Antes Flavia mencionó su interés por las crónicas. En algún
momento, teniendo la revista ya cierto rodaje, empiezan a viajar a
diversos festivales. Pareciera que el primer gran evento, el que empieza a
abrirles un mundo, es el del Festival de Nueva York, a fines del 95.
Q: Los festivales fueron un gran descubrimiento.
Flavia de la Fuente: Lo gracioso es que fuimos a pasear a Nueva York y
terminamos encerrados en el cine todo el tiempo. Es más, habíamos ido por
quince días y nos terminamos quedando tres semanas, para poder ver el
festival completo. En vez de ir a Nueva York fuimos al Lincoln Center, que
era la sede. Había funciones de prensa a la mañana y luego las conferencias
de los directores.
Q: Fue un gran aprendizaje. Y te diría que el primer festival importante al
que fuimos. Conocimos mucha gente. Recuerdo a Terence Davies, por
ejemplo. Fue como acceder a las Ligas Mayores, por así decirlo. Me acuerdo
haber viajado con Susan Sontag y con Almodóvar en el ascensor, después se
tiraban flores en la conferencia de prensa (risas).
F: Pero era todo muy sufrido, muy trabajado. Me acuerdo lo difícil que fue
conseguir las acreditaciones.
Q: La verdad es que nadie nos prestaba atención. Y sin embargo entramos
por la puerta grande, de casualidad. Habíamos llevado un regalo desde
Argentina de parte de alguien para una persona allá, y resultó que esa persona
nos consiguió las mejores acreditaciones. Esos golpes de suerte que son
necesarios. Muchos nos miraban con envidia, porque todos los demás tenían
que hacer la fila (risas). Nadie nos hablaba. Pensarían: ¿quiénes serán estos?
Pero igualmente, creo que ni siquiera nos dimos cuenta de que no existíamos,
porque éramos tan provincianos que nadie nos hablaba pero, al mismo
tiempo, ni siquiera sabíamos quiénes eran los que no nos hablaban. El
desconocimiento era mutuo.
F: Íbamos todas las mañanas a las funciones de prensa, donde éramos
siempre los mismos. Se acercaban, nos preguntaban de dónde éramos, qué
hacíamos, y en cuanto les respondíamos que teníamos una revista de cine en
la Argentina… ¡Adiós! ¡Encantado de conocerlos! No nos hicimos ni un
amigo. Noah Baumbach, por ejemplo, que entonces no era nadie más que el
hijo de un padre más o menos famoso, no nos quiso dar una entrevista.
Q: Tengo la impresión de que ni siquiera nos dábamos cuenta de que no nos
dábamos cuenta. Antes de ir a Cannes, no nos dábamos cuenta de nuestro
lugar más que humilde en el mundo. Teníamos una inocencia que después
perdimos. Suponíamos que nos iban a abrir las puertas porque éramos de una
revista de cine que salía todos los meses y no había tantas en el mundo. Pero
le tomamos el gusto. Yo, al menos, le tomé el gusto, porque estábamos todo
el día trabajando sobre el festival, viendo las películas, haciendo entrevistas.
SR: Hacia fines del 97, comienzos del 98, la revista tiene un cambio
importante, al menos en términos de diseño: deja atrás sus habituales
tapas en amarillo y negro y pasa a ser a color.
F: El Amante que yo guardo en el corazón es el de las tapas amarillas. Pero
en algún momento decidí cambiar la revista (yo era la que se ocupaba de esas
cosas), porque sentí que estábamos achanchados. Entonces decidimos hacerla
en colores. Lo llamamos a nuestro amigo Luis Goldfarb para cambiarle el
diseño, darle aire, porque era lo que sentía que faltaba para esos años, 97, 98.
Sentía que todo era adocenado. Mi corazón, mi entusiasmo desbordante lo
asocio sobre todo con los primeros cinco años de la revista. Después todo
empezó a ser más rutinario, en buena medida. Había notas buenas,
seguramente, pero se perdió esa libertad, esa cosa casera.
Q: Creo que sobre todo la revista perdió su identidad, la de los primeros
números, esa impronta personal que nosotros le dábamos.
F: Y empezar a ir a los festivales te intimida también. Salir de la aldea te
hace ver que hay un mundo que es hostil. Perdimos un poco la candidez.
Q: Yo creo que sí, efectivamente, se perdió la candidez, pero creo que
también sucedió otra cosa, que con cierta distancia se puede ver y es la
siguiente: al empezar a viajar, ya no teníamos tanto tiempo para dedicarle a la
revista. Y, además, en ese momento empezó a llegar a la revista gente para la
que escribir en El Amante era un paso profesional importante. Muchos de
ellos eran lectores. Y también, de alguna manera, nosotros hacíamos una vida
muy distinta a la que hacían los demás redactores. Flavia y yo viajábamos,
teníamos una especie de vida internacional, escribíamos sobre los festivales.
Había como una versión internacional y una versión doméstica, que no se
integraban del todo. Un gran momento, de todos modos, fue el primer
Festival de Mar del Plata (después de que estuviera muchos años
interrumpido), al que le dedicamos una gran cobertura.
F: El primer Mar del Plata fue como los números de El Amante amarillos.
Estábamos todos los periodistas en un hotel de dos estrellas, con todos los
críticos que estaban en ese momento, y nos quedábamos hasta las cuatro de la
mañana discutiendo las películas, estábamos todos enloquecidos. Eso no
existe más. En ese entonces nos quedábamos esperando que llegara el último
y nos contara las novedades sobre lo que había visto. Creo que eso ya no es
así. Y quiero agregar una cosa más: hasta vos, Quintín, te volviste otro en tu
escritura. No fuiste menos libre ni fuiste complaciente, pero sí te volviste más
serio, por ejemplo. Como si todos fuéramos más conscientes de la mirada
ajena. Y eso para mí la hizo un poco rancia a la revista. Aparecieron ciertos
miedos, como si hubiera cosas que no se podían decir. Al principio no
sabíamos que había ciertas cosas que no se podían decir.
ÍNDICE
ONOMÁSTICO
Actores
Actores: 43, 54
Bogart, Humphrey: 21, 40
Chan, Jackie: 233
Costner, Kevin: 43, 55, 62
Crystal, Billy: 77, 193
Lee Lewis, Daniel: 52
De Niro, Robert: 69, 171
Depardieu, Gerard: 54, 57
Lee, Bruce: 97
Madonna: 129, 249
Mitchum, Robert: 47
Redford, Robert: 10, 60
Stallone, Sylvester: 84
Autor
Autor: 1, 26, 130
Cine argentino
Agresti, Alejandro: 81, 135, 239, 256
Aristarain, Adolfo: 13, 177
Cine argentino: 13, 15, 37, 58, 63, 66, 68, 71, 73, 76, 78, 80, 81, 82, 91, 92,
118, 120, 122, 123, 127, 135, 151, 153, 159, 163, 164, 165, 169, 170, 177
181, 182, 189, 210, 212, 220, 227, 228, 230, 238, 239, 246, 249, 253
Favio, Leonardo: 68, 103
Martel, Lucrecia: 170
Olivera, Héctor: 58, 120
Perrone, Raúl: 122
Piñeyro, Marcelo: 73, 76
Polaco, Jorge: 45, 246
Rejtman, Martín: 135
Subiela, Eliseo: 15, 45, 73, 169, 170
Cine asiático
Cine asiático: 95, 96, 97, 100, 101, 131, 140, 176, 202, 233, 240, 246
Hou, Hsiao–Hsien: 184
Kiarostami, Abbas: 214
Kurosawa, Akira: 45
Ozu, Yasujiro: 100, 101
Wang, Wayne: 184
Woo, John: 103, 176, 246
Yimou, Zhang: 95, 103, 184
Cine estadounidense
Allen, Woody: 46, 193, 209, 224, 246
Altman, Robert: 28, 45, 107, 119, 136, 193
Bigelow, Kathryn: 19, 184, 205
Bogdanovich, Peter: 49, 121, 126
Burton, Tim: 22, 167, 168, 173
Cameron, James: 27
Capra, Frank: 1, 87, 128, 172, 191
Carpenter, John: 36, 187, 188
Coen, Joel y Ethan: 45, 172, 174, 175, 193, 241
Coppola, Francis Ford: 7, 55, 229
Cronenberg, David: 137
De Palma, Brian: 39
Disney, Walt: 75
Eastwood, Clint: 34, 35, 45, 193
Ferrara, Abel: 17, 45, 69, 70, 103, 129, 184
Fincher, David: 27, 206
Ford, John: 4, 7, 13, 34, 35, 121, 128, 136, 150, 156
Friedkin, William: 143
Hackford, Taylor: 2, 83, 103
Hartley, Hal: 61, 103, 184, 193
Hawks, Howard: 12
Hill, Walter: 110
Hollywood: 1, 3, 4, 7, 10, 11, 14, 17, 18, 19, 21, 22, 23, 27, 28, 29, 30, 32,
34, 35, 36, 39, 40, 41, 43, 44, 46, 47, 48, 49, 50, 52, 53, 55, 57, 59, 65, 67,
69, 70, 71, 72, 74, 75, 77, 83, 84, 85, 86, 87, 93, 94, 98, 105, 107, 108, 110,
111, 112, 117, 119, 121, 125, 129, 133, 136, 137, 138, 140, 141, 143, 148,
149, 150, 154, 155, 156, 157, 158, 162, 166, 167, 168, 171, 172, 173, 174,
175, 176, 183, 186, 187, 188, 190, 191, 194, 196, 197, 198, 199, 200, 203,
204, 205, 206, 207, 209, 215, 223, 224, 229, 231, 232, 233, 237, 249, 250,
251, 254
Hopper, Dennis: 149
Ivory, James: 241
Jarmusch, Jim: 2, 45, 209
Kubrick, Stanley: 3, 20
Lang, Fritz: 179
Lee, Spike: 22, 45, 67, 103, 148
Lewis, Jerry: 190
Linklater, Richard: 193
Lucas, George: 254
Mamet, David: 65
Mann, Michael: 52, 246
Pennebaker, D. A.: 139
Polanski, Roman: 103, 166
Scorsese, Martin: 6, 69, 85, 171, 196
Scott, Riddley: 4, 27
Sirk, Douglas: 29, 89
Spielberg, Steven: 75, 108, 111, 215
Stone, Oliver: 11, 141, 197
Tarantino, Quentin: 157
Van Sant, Gus: 198
Walsh, Raoul: 3, 21, 47
Welles, Orson: 125, 126, 136
Wilder, Billy: 25, 117, 207
Cine europeo
Europa: 88, 89, 124
Alemania
Fassbinder, Rainer W.: 24, 89, 90
Murnau, Friedrich: 147
Riefenstal, Leni: 56, 57
Straub–Huillet: 209
Von Trier, Lars: 103, 248
Wenders, Wim: 45, 47
España 6 (9, 24, 64, 207, 213, 217)
Almodóvar, Pedro: 24, 25, 184
Trueba, Fernando: 64, 207
Francia 8 (79, 99, 185, 216, 218, 234, 235, 236)
Bresson, Robert: 236
Buñuel, Luis: 211
Chabrol, Claude: 216
Garrel, Philippe: 209
Godard, Jean–Luc: 209
Marker, Chris: 209
Rivette, Jacques: 209
Rohmer, Eric: 178, 179, 180
Tavernier, Bertrand: 218
Truffaut, François: 99, 234,235
Inglaterra 6 (42, 114, 130, 134, 176, 222)
Branagh, Kenneth: 106
Davies, Terence: 184
Frears, Stephen: 59, 130
Greenaway, Peter: 8, 45, 74
Jarman, Derek: 209
Loach, Ken: 134, 184
Italia 1 (242)
Fellini, Federico: 103, 217
Moretti, Nanni: 33, 209, 242
Scola, Ettore: 45, 246
Portugal
Monteiro, João César: 209
Oliveira, Manoel de: 184
Otros
Angelopoulos, Theo: 209
Bergman, Ingmar: 88
Egoyan, Atom: 202
Kieslowski, Krzysztof: 193
Mijalkov, Nikita: 3
Cine latinoamericanocine
Cine latinoamericano: 116, 182, 204, 208, 214, 221, 225, 238, 244, 252, 256
Ripstein, Arturo: 209, 244
Rocha, Glauber: 208
Crítica/Cinefilia
Bazin, André: 26, 178
Cahiers: 26, 109
Crítica: 3, 8, 16, 26, 31, 38, 43, 44, 50, 51, 59, 63, 73, 84, 96, 101, 109, 112,
128, 135, 136, 138, 144, 145, 146, 152, 158, 167, 170, 172, 178, 192, 210,
214, 215, 219, 221, 224, 226, 245, 247, 255
Editorial: 38, 51, 63, 73
El Amante: 38, 152, 247
Positif: 109
Cruces
Arte: 46, 248
Ética: 56, 80, 162, 196, 206, 218
Filosofía: 144, 242
Historia: 78, 185, 227, 249
Modernidad: 178, 180, 190
Psicología: 166
Religión: 69, 124, 171, 196, 199, 203, 236, 248
Ficción y documental
Documental: 58, 151, 181, 243, 253
Ficción: 14, 141, 150, 206, 242, 243
Ficción y Documental: 11, 151
Fuera del cine
Fuera del cine: 104, 160, 182, 195, 201
Géneros
Acción: 96
Aventuras: 12, 251
Bélico: 3, 231
Ciencia ficción: 86
Comedia: 32, 39, 49, 59, 77, 85, 87, 98, 106, 121, 128, 133, 144, 190, 191,
207
Comedia musical: 48
Comedia romántica: 191, 250
Deporte: 50, 62, 72, 143, 232, 250
Entretenimiento: 23
Gangsters: 98, 171
Guiones: 19, 23, 65, 209, 227
Juicios: 164
Misterio: 21
Noir: 47, 85, 157, 175
Policial: 93, 94, 183
Road Movie: 4
Suspenso: 21
Terror: 36, 187, 188
Thriller: 19
Western: 12, 13, 34
Inasibles
Amor: 137
Crueldad: 1, 8, 22, 28, 42, 136
Deseo: 24
Muerte: 79
Nostalgia: 68, 77
Sadismo: 74
Sexo: 39, 179
Simetría: 74, 202
Sueños: 217
Independiente
Independiente: 61
Literatura/Teatro
Camus, Albert: 82
Literatura: 52, 56, 71, 82, 90, 101, 109, 116, 120, 126, 136, 142, 144, 146,
165, 204, 222
Shakespeare, William: 106, 222
Teatro: 106
Medios
Radio: 3
Tecnología: 150, 195, 201, 219
Televisión: 11, 59, 102, 141, 181, 198, 223
Nazismo
Hitler, Adolf: 56
Nazismo: 56, 90, 111
Shoah: 111
Niñez
Niñez: 75, 226, 229, 240
Política
Política: 1, 11, 13, 16, 27, 33, 58, 64, 66, 67, 68, 76, 81, 82, 87, 90, 91, 95,
102, 112, 116, 120, 131, 134, 141, 150, 154, 156, 171, 177, 189, 191, 197,
203, 216, 225, 227, 230, 238, 239, 249, 252
Peronismo: 68
Populismo: 1
Racismo: 9
Rock
Dylan, Bob: 139
Rock: 2, 6, 32, 48, 113, 132, 139, 160
The Band: 6
Viajes/Festivales
Viajes/Festivales: 104, 182, 184, 204, 209, 214, 221, 238, 243, 252, 256
Video
Video: 16, 37, 127, 165
INDICE
PRESENTACIÓN
PRÓLOGO
ENTREVISTA A QUINTÍN Y FLAVIA DE LA FUENTE - PRIMERA PARTE
1991
1. El hombre antes que el título
2. La película del rey
3. Páginas de video. Desde el sillón
II
1992
4. Un camino para dos
5. Mujeres al borde
6. The Last Waltz
7. Dossier Coppola. El brillo de los héroes
8. Diez nuevas razones para odiar a Peter Greenaway y un epílogo
9. Páginas de video. Desde el sillón
10. Páginas de video. Desde el sillón
11. ¿Puede el cine curar la calvicie?
12. Páginas de video. Desde el sillón
13. Un invierno para recordar
14. La multiplicación de las madres
15. Subiela y nosotros: un diario
16. Elogio del cine en video
17. Video
18. Video
19. Tristes thrillers
20. Dossier Llegando los monos. El día que se iluminaron los monos
21. Video
III
1993
42. Las dos inglesas
43. El guardabosques
44. ¿Qué gusto tiene el pochoclo salado?
45. Informe especial: 70 directores en el 92
46. El extraño caso del Dr. Woody y Mr. Allen
47. Dossier Cine negro
48. Video
49. Video
50. Otras yerbas
51. Editorial
52. Cómo filmar mal: un método
53. Héroes
54. El gordo, mi mujer y yo
55. El cine en pantuflas
56. Las vidas de Fräulein Leni
57. Otras yerbas
58. Replay en Catamarca
59. El juego de las risas
60. Algo más sobre Janet y Jane
61. Modernos en Long Island
62. Video
63. Editorial
64. Escritores y tipógrafos
65. Mamet martiriza más
66. Dossier Cine argentino
67. El caballero audaz
68. El alma del suburbio
69. Dossier Ferrara. Crimen y castigo
70. Dossier Ferrar
71. Libros. Hollywood en las pampa
72. Video
73. Editorial
74. La muda forma del sadismo
75. Dossier Spielberg. La niñez: tu ilusión y tu sustento
76. Tango atroz
77. El rey de la comedia
78. San Martín, el gallego
79. El sida es más frío que la muerte
80. Volando a Río
81. Agresti ocho y dos tercios
82. Ahí viene la plaga
83. El día de la raza
84. Fracasos y bodrios
85. Mírala de nuevo, Sam
86. Dossier Ciencia ficción
87. Cuando Dave conoció a Hillary
88. La plenitud de la vida
89. Dossier Fassbinder. 37 x 43
90. Dossier Fassbinder. Las penas de Franz Biberkopf
91. Veinte años después
92. Visto. Leído. Visitas
93. Estrenos en video
94. Estrenos en video
95. El misterio de la cuarta amarilla
96. A través del Pacífico
97. Dragon: la vida de Bruce Lee
98. Visto, leído
99. Estrenos en video
100. El Universo Ozu
101. Ozu en su tinta
IV
1994
102. Las patas de la mentira
103. Informe especial: 75 directores en el 93
104. Antes del terremoto
105. Nacida en el Bayou
106. Un sano esparcimiento
107. O sole mio
108. Allá lejos y hace tiempo
109. Teatro de revistas
110. Estrenos en video
111. El color del dinero
112. El silencio de los culpables
113. Dossier Cine y rock. Rock & Rollo
114. Estrenos en video
115. Estrenos en video
116. Con las peores intenciones
117. 18 películas de Billy Wilder
118. Visto, leído
119. La especialidad de la casa
120. Lo que el tiempo ha borrado
121. Todas las películas de Peter Bogdanovich
122. Visto, leído
123. Visto, leído
124. Lama nada
125. Dossier Welles. Últimas noticias sobre Welles
126. Dossier Welles. Uno de esos americanos
127. Otro cine
128. Dossier Comedia. ¡Abajo la comedia!
129. Juegos mentirosos
130. Cerveza para todos
131. Detrás de la censura
132. El último de los modernos
133. Estrenos en video
134. Horas desesperadas
135. Glotones y anoréxicos
136. Sed de mal
137. El otro señor Gallimard
138. Tentaciones de la crítica
139. El joven Dylan
140. Made in Taiwán
141. Mis criminales favoritos
142. Mundo cine
143. Estrenos en video
144. Bienvenido Mr. Cavell
145. Las 50 mejores películas de la historia
146. Revistas
147. Estrenos en video
148. Estrenos en video
149. Estrenos en video
VI
1996
191. Mi querido presidente
192. ¿Habrá sido así?
193. Todos los estrenos
194. La red
195. Diario de la red
196. El ruso, el tano y la puta
197. Un rostro con tres trazos
198. Los santos inocentes
199. Historia de una monja
200. Party salvaje
201. Diario de la red
202. Dura es la carne
203. Todos los hombres del intendente
204. Tres semanas en otras ciudades.
205. Cerebros fritos
206. Crímenes y pecados
207. Trueba en Paletolandia
208. Dossier Glauber Rocha. Introducción
209. Tres semanas en otras ciudades.
210. De eso se puede hablar
211. Bella de ayer
212. Geisha
213. La pasión turca
214. Tres semanas en otras ciudades.
Tercera parte: Cine en Montevideo
215. Soplando en el viento
216. Tiempo de asesinas
217. La luna en el ojo ajeno
218. Derecho a réplica
219. Diario de la red
220. Mi vieja se dio cuenta
221. Inventario gaúcho
222. Rebuznando con el bardo
223. Algo muy personal
224. Defensa de Whit Stillman
225. Pra frente Brasil?
226. El niño que no sabía demasiado
227. Femenino – masculino
228. A mitad de camino
229. Un niño espera
230. Los malvados duermen bien
231. Valor bajo fuego
232. Tin Cup–Juegos de pasión
233. Masacre en el Bronx
234. Dossier Truffaut
235. Dossier Truffaut
236. Video
237. Video
238. Un lugar en el mundo
239. Buenos Aires viceversa
240. Village of Dreams
241. Miscelánea
242. Teorema
243. Los documentales no muerden
244. Dossier Ripstein. Los sueños de los Ripstein
VII
1997
245. Está lista la lista
246. Todas las películas del 96
247. Sueño de una noche de verano
248. El reino de los cielos
249. La Cenicienta argentina
250. Un mundo feliz
251. Garras (donde comienza la leyenda)
252. Ensalada catalana
253. Hombres del hierro
254. Dossier La guerra de las galaxias. 9 hipótesis a corroborar
255. Dossier: la crítica en cuestión.
256. Cuentos de primavera