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Quintín

Los años irreverentes / Quintín. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina,
2019.
940 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-87-0290-2

1. Ensayo Argentino. I. Título.


CDD A864
© 2019, Quintín
© 2019, ASL Ediciones
E-mail: asalallena@asalallena.com.ar
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Argentina.

Diseño de tapa: Fabio Villalba.


Fotografía: Flavia de la Fuente.
Curaduría, edición y entrevista: Sebastián Rosal.
Corrección: Sebastián Rosal y Gabriela Ventureira.
Digitalización: Lautaro García Candela, Maximiliano Passarelli, Matías Orta.
Dirección editorial: José Luis De Lorenzo y Carlos Federico Rey.

Impreso en EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA


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E-mail: info@autoresdeargentina.com
A Flavia, con quien compartí los maravillosos años
de El Amante y el amor de una vida.
A mi madre, Luisa Goldenberg, y a mis suegros, Constantino de la Fuente y Norma Postel, que
alentaron y financiaron una empresa quimérica.
A Gustavo Noriega, amigo, socio y compañero de esos años de aventura.
A nuestra amiga Gabriela Ventureira, que corrigió y sigue corrigiendo nuestros errores con la misma
aplicación y generosidad.
A todos los compañeros de redacción de El Amante, porque suya también fue la revista. De ellos
guardamos recuerdos entrañables de tiempos más despreocupados.
A Haydée Thompson y Gustavo Requena Johnson,
fieles guardianes de la vieja guarida.
A José Luis De Lorenzo y Carlos Federico Rey,
que tuvieron esta loca iniciativa y la materializaron.
A Sebastián Rosal, que se tomó el trabajo de leer y releer
como amigo esta larga salva de disparos a ciegas.
Presentación
En el número de diciembre de 1994, El Amante organizó una encuesta entre
los lectores y el staff de la revista para determinar las cien mejores películas
de la historia. En el texto que acompaña la publicación de los resultados,
Gustavo Noriega bromea comentando que un propósito no declarado de la
encuesta era que El ciudadano no la ganara, aunque finalmente el viejo Orson
se salió con la suya. También menciona, al abrir la nota, que “La experiencia
de leer más de 140 cartas no puede dejar indiferente a nadie”. Esa frase
volvió a mi cabeza luego de completar la primera de varias lecturas de las
notas que Quintín escribiera para la revista y que hoy conforman el presente
libro, el primero de dos volúmenes. La razón es sencilla: es imposible
permanecer indiferente frente a ellas.
Justificar esa experiencia implica dar cuenta, en primer término, de ciertas
particularidades presentes en su escritura que no escapan a quienes lo hayan
leído: la profundidad de la mirada, el estilo elegante y cristalino, el humor, la
irreverencia frente al saber constituido (o fosilizado) que las notas despliegan,
algo que reconocen incluso aquellos que no comparten sus ideas. En ese
sentido, me gustaría mencionar también otros dos aspectos. Por un lado, la
riqueza del material aquí publicado permite entrever que el cine puede ser,
potencialmente, un arte infinito. Y al decir esto no me refiero a su técnica o a
su retórica. Estas notas alumbran la posibilidad de que el cine cumpla esa
condición porque, a partir de él, se pueden tender puentes hacia cualquier
territorio, hacia cualquier ámbito de la experiencia humana. Las películas se
convierten así no solo en objetos de interés por sí mismos, sino también en el
medio que permite interrogarse sobre el mundo o descubrir en él aspectos
insospechados, conexiones imprevistas, vías de iluminación de la realidad en
cualquiera de sus facetas. Por otro lado, revelan que la hoja en blanco puede
ser el estímulo para iniciar, a partir de ella, la aventura del pensamiento.
Podría decirse que estos textos, más que elaboraciones concluyentes sobre las
películas (así como los escritos de Quintín sobre literatura, fútbol, vinos o lo
que fuere), son una especie de work in progress de dicho pensamiento en
acción, puntos de partida y nunca sitios de llegada. La manifestación de
quien, como bien señala Flavia de la Fuente en la entrevista aquí incluida, es
libre. Libre de todo, en particular de sí mismo.
Este libro no reniega de la magnitud de sus objetivos. Pretende ser tanto
fuente de placer para el lector como material de consulta y estímulo
intelectual. Es, también, un legado. A casi treinta años de la salida de aquel
ya mítico primer número, que apareció a la manera de un raro objeto nuevo,
casi como un ovni, la importancia de El Amante en la historia de la crítica de
cine en la Argentina no puede ser soslayada, entre otras cosas por su rol
formativo para las nuevas generaciones de críticos.
La existencia de este libro se debe al impulso inicial de José Luis De
Lorenzo y Carlos Federico Rey, quienes tuvieron que insistir para superar la
resistencia del propio Quintín a que se publicaran sus materiales. Es también
una apuesta que reconoce la importancia de la impresión en papel en tiempos
en los que tal decisión adquiere los ribetes de una quijotada.
Hemos decidido publicar las notas en estricto orden cronológico.
Entendemos que dicho ordenamiento posibilita apreciar de manera clara la
evolución del estilo, así como la ampliación de los campos de interés del
autor. Permite ver además el desarrollo de los muchos frentes de batalla que
la revista abrió en su momento en el territorio del cine argentino. Hacia el
final, el lector encontrará posibles recorridos temáticos, organizados con las
salvedades u omisiones que promueven la riqueza y la amplitud de los textos.
Se trata de sugerencias para posibles agrupamientos. Se incluye además una
entrevista a Quintín y a De la Fuente, dividida en tres partes que intentan
acompañar cronológicamente distintas etapas del libro. No era así, sin
embargo, el plan inicial. Este contemplaba que Quintín se respondiera a sí
mismo, más de un cuarto de siglo después, abordando nuevamente
determinadas películas o temas particulares y dando su visión actual sobre
ellos. Finalmente, le pareció que era romper el carácter de documento que
tiene el libro y entrar en una especie de loop infinito de revisiónes. Y agregó:
“No he vuelto a leer estas notas y tampoco quiero hacerlo. Sospecho que hoy
me arrepentiría de muchas cosas que escribí y corregiría otras tantas. Pero es
mejor dejar los errores y los disparates en su estado original. No solo resulta
más sincero, sino también más divertido”.
Quisiera agradecer a De Lorenzo y a Rey por su confianza para realizar la
tarea. A Noriega, por su prólogo. A Gabriela Ventureira, por su desinteresada
colaboración en la corrección definitiva. Y por supuesto a Quintín y Flavia,
por su amable predisposición cada vez que fue requerida. Para ellos, también,
una mención final que tal vez sea un gesto reñido con el pudor. Además de
mi agradecimiento por su colaboración, quisiera que este libro fuera también
una suerte de pequeña devolución a ambos por haberme brindado, y seguir
haciéndolo, la generosidad y el afecto propios de una amistad a la que siento
como entrañable.
Sebastián Rosal
Prólogo
Conozco a Quintín y a Flavia desde hace tantos años que no podría ubicar un
evento inicial. Mi papá y el papá de Quintín, Ricardo Antin, eran músicos y
amigos entrañables, al punto que mi hermano se llamaba Ricardo en honor a
él. Más avanzado en el tiempo, conocí a Quintín como parte del grupo de
amigos matemáticos de mi hermano, quien era doce años mayor que yo. Se
trataba de un grupo de personas al que yo, que idolatraba a Ricardo,
consideraba poco menos que rock stars. Para mí, un niño criado entre
grandes, Quintín, el Gallego Fernández, Quiquín y Carlitos Sánchez, entre
otros, eran los popes de las opiniones inteligentes y del humor sofisticado.
Me provoca ternura reubicarme hoy en las diferencias de edad y pensar que
aquellas personas que me transmitían una sabiduría inalcanzable eran apenas
muchachos veinteañeros.
Con el tiempo y mi llegada a la adultez fui desarrollando mi propia relación
con Quintín, ya no mediada por mi hermano. Tengo recuerdos aislados, casi
siempre asociados con el fútbol: estar jugando en la Ciudad Universitaria y
meter una cortada en profundidad (ahora se dice “entre líneas”) y que la voz
de Quintín, que pasaba casualmente, apareciera de un costado de la cancha
elogiando mis capacidades (primer elogio que recibí de él y también uno de
los últimos). Ir a la cancha de Vélez y ver en el partido preliminar que el juez
de línea del lado de la platea donde estábamos Ricardo y yo era él y que,
junto al alambrado, escoltaba, incansable, Flavia. Compartir tribuna los
miércoles a la noche en el Monumental, a fines de la década del 70,
discutiendo por Leopoldo Jacinto Luque.
Si traigo a colación estas anécdotas de mi relación personal no es solamente
porque quiero hacerlo (al fin y al cabo es mi prólogo) sino porque dan una
clave acerca del rol que jugó Quintín en la creación de El Amante y de cómo
uno podía relacionarse con él a lo largo de tantos años y con un proyecto en
común tan noble como el de la revista. Esa situación simbólica de hermano
menor en la que me instalé y una admiración no exenta de temor fueron
esenciales en el buen desenvolvimiento de la empresa. Los tres directores
estábamos dispuestos como un triángulo, uno en el cual el vértice
representado por Quintín señalaba la dirección y los dos restantes, el de
Flavia y el mío, como base más apegada a la realidad en donde apoyarse. Lo
cierto es que así funcionó durante los años inaugurales, en los que se sentaron
los fundamentos de la revista. Si esto suena un poco ideal y edulcorado es
porque cuando se ponen las cosas en perspectiva, las asperezas cotidianas
pasan a un segundo plano y el gran relato se centra en lo realmente
importante. Como decía Borges, la memoria, como la noche, elimina detalles
innecesarios.
Los “detalles innecesarios”, en el caso de la creación de El Amante, tienen
también, en la perspectiva que da el tiempo, su encanto y su gracia. Ser socio
de Quintín, intentar someterlo a una disciplina mensual de tiempos y espacios
que no siempre estaban en sintonía con lo que él tenía en mente, consensuar
el contenido de una revista periódica de 64 páginas, manejar la relación con
una docena de críticos de cine –cada uno de ellos con sus manías y sus fobias
exacerbadas–, cumplir con formalidades comerciales y legales, puede haber
sido una pesadilla en tiempo presente –lo fue y tuvo sus costos– pero se
convierte al ser conjugada en pasado en motivo de satisfacción y orgullo.
Hay muchas formas de ser inteligente, hasta un estúpido puede serlo.
Quintín lo es de una manera extraordinariamente incómoda. Lo que
caracteriza su forma de pensar es una lucidez descarnada, que a menudo pasa
por pesimismo, y un inconformismo a toda prueba. El consenso, lejos de
tranquilizarlo, le resulta sospechoso. Si la redacción veía antes que él una
película y tenía una opinión más o menos homogénea, era
extraordinariamente probable que luego a él le pareciera todo lo contrario.
Sin embargo, reducir a Quintín a un personaje meramente contrera es
perderse mucho más de la mitad del retrato. Como suelen decir sus fans en
Twitter: “Quintín tiene razón incluso cuando no tiene razón”. En algo
siempre acierta: o es el tono injurioso con alguien o algo que se lo merece, o
es una mirada sorprendente e inesperada, o es un razonamiento que vale por
sí mismo, más allá de la justeza en la valoración de una película (o libro, o
vino, o jugador o réferi o tweet). Esa es su brillantez y no hay manera de
copiarla o de tomarla como modelo, es suya y solamente suya. Lo que sí nos
enseña es la libertad con que enfrenta cada evento que le dispara una
reflexión: todo puede ser considerado, nada está condenado de antemano ni
tiene su beneplácito automático. Fueron legendarios en la revista sus
radicales cambios de opinión y hasta se barajó la posibilidad de que él mismo
escribiera a favor y en contra de una misma película.
Sus intereses fueron variando a lo largo del tiempo que compartimos en El
Amante. Su comienzo fue a pura iconoclastia para luego reorientar sus
inquietudes de manera más constructiva, estableciendo una relación con el
cine argentino y con la vanguardia. Su primer mazazo fue –en mi memoria–
en el número 2, en febrero de 1992, cuando escribió “Diez nuevas razones
para odiar a Greenaway y un epílogo”. Aunque hoy haya pasado a un
merecido olvido, en aquel momento Peter Greenaway era un director muy
difícil de criticar, aceptado con temor y reverencia por todo el establishment
cultural. La nota de Quintín no dejaba de expresar explícitamente su ira
mientras argumentaba punto a punto, numerados como en las películas del
inglés, los horrores de su sádico sistema cinematográfico. Terminaba con la
siguiente frase: “Curioso destino el de Greenaway. Nadie dice que su cine sea
bueno a secas. En cambio, acostumbra a recibir el calificativo de Genio, ese
frecuente sinónimo de imbécil, que la megalomanía suele disimular”. La
siguiente película de Greenaway (La tempestad, donde paseó a Sir John
Gielgud toda la obra con un gorrito coya) fue un fracaso estruendoso y,
aunque la cantidad de lectores que teníamos no llegaba ni por asomo a la de
gente que iba a ver sus obras, el distribuidor, indignado, nos culpó de su
debacle y nos acusó de haberle hecho perder un montón de plata.
Cuando comenzamos con la revista, nuestra relación con el cine argentino
era prácticamente nula. Rescatábamos las figuras de Adolfo Aristarain (a
quien le hicimos entrevistas en los números 2 y 4) y de Leonardo Favio, y
prácticamente ignorábamos el resto de la producción nacional, que en aquella
primera mitad de la década del 90 era escasa y sin relevancia estética. Aún
recuerdo el momento preciso en que aquella situación cambió. A mediados
de 1995, me encontraba en nuestra oficina de la calle Esmeralda cuando entró
Quintín, acompañado de algunos otros redactores, en un estado de posesión
mental que incluso para él era desacostumbrado. Venían de ver Historias
breves, una colección de cortometrajes auspiciados por el Instituto de Cine,
de la cual se rumoreaba que podía tener algún tipo de interés (algunos de los
directores finalmente desarrollarían carreras sólidas y trascendentes: Lucrecia
Martel, Israel Adrián Caetano, Daniel Burman y otros). Con su de por sí
expresivo lenguaje corporal especialmente desplegado, Quintín nos anunció
aquella tarde que el cine argentino tenía un futuro. Ese día nació una relación
especial entre él y el cine nacional, una relación larga, fructífera y llena de
roces, encuentros y desencuentros que aún está lejos de llegar a un final y de
la cual este libro deja un registro fundamental.
Buena parte de esa relación se dio en el marco de las ediciones que Quintín
tuvo a su cargo en el Bafici –siempre acompañado por Flavia, quien fue
convocada como programadora antes de que a él lo nombraran director–. Su
gestión, cargada de épica y voluntarismo y desarrollada durante una de las
peores crisis económicas del país, sentó las bases para que el Festival de
Buenos Aires se abriera al mundo de una manera inédita y que el cine
argentino, que había irrumpido desde aquella mítica tarde de Historias breves,
encontrara una plataforma de contacto internacional.
La llegada de Quintín al Bafici no fue casual: desde hacía unos años, él y
Flavia habían descubierto el circuito de festivales, que demostraba que las
películas que llegaban semana a semana a las salas de estreno distaban
mucho de agotar las posibilidades del cine. Así, comenzó a solidificarse para
él un nuevo punto de interés: la expansión en el tiempo y en el espacio de las
cinematografías posibles, con la consecuente diversificación estética. La
gestión de Quintín en el Festival de Buenos Aires fue una prolongación
natural de su trabajo como crítico en El Amante.
Inevitablemente, la sucesión de viajes a distintos festivales y su cargo en el
Bafici lo fueron alejando de la realización sistemática y tediosa de una revista
mensual. Por otra parte, tampoco era fácil conjugar sus intereses estéticos con
una publicación que necesariamente también tenía entre sus páginas los
estrenos en sala y las novedades en los distintos formatos que se fueron
sucediendo durante la revolución digital. Un cuerpo de redactores más joven,
con una cinefilia distinta y un intenso apego a la comedia, se contrapuso al
creciente interés de Quintín por la vanguardia y el cine menos estandarizado.
La distancia con la revista se fue haciendo insalvable y a mediados de 2004
me resultó inevitable plantearle la separación y la necesidad de abrir una
nueva etapa en la historia de la publicación.
El azar quiso que Quintín y Flavia dejaran El Amante al mismo tiempo en
que muy abruptamente cesaran sus funciones en el Bafici. Despojado de las
dos grandes actividades que habían articulado su carrera desde comienzos de
los 90, comenzó allí su retiro en la costa bonaerense. Como dice el ya gastado
lugar común, la crisis –para quien tiene la capacidad de aprovecharlo– puede
representar una oportunidad, y allí comienza la nueva actividad de Flavia
como fotógrafa y directora y el resurgimiento de Quintín como tuitero,
comentarista político, crítico de literatura y analista de fútbol, quizás el más
original y completo que se pueda leer en la Argentina.
Como todas las cosas que suceden en la vida, haberme cruzado a Quintín y
relacionarme con él y su mujer en una empresa tan quijotesca como El
Amante fue producto de una serie de casualidades. En qué medida mi vida
cambió por una circunstancia tan fortuita es una pregunta que naturalmente
no tiene respuesta precisa. Aun así me atrevo a pensar que algo era inevitable:
si nuestros caminos no se hubieran encontrado y en mi hilo temporal no
hubiera sucedido que tuviera el honor de compartir la dirección de El Amante
(o si ni siquiera me hubiera dedicado a la crítica de cine o al periodismo)
igual su manera de pensar y de ejercer la crítica habría llegado a mí y me
habría provocado la misma excitación intelectual y placer estético que lo hace
ahora y lo hizo desde que leí su primera línea escrita para la revista. Tuve la
fortuna, en definitiva, de encontrarme y disfrutar de la amistad del hombre
que siempre tiene razón, incluso cuando no la tiene. Sumergirse en estas
páginas y no incendiarse en la lectura alternando la irritación con la
carcajada, la perplejidad con la iluminación, es estar muerto. Imagínense el
privilegio de haber estado allí cuando se escribieron.
Gustavo Noriega
ENTREVISTA A QUINTÍN Y FLAVIA DE LA
FUENTE
PRIMERA PARTE
Sebastián Rosal: Me gustaría que habláramos sobre un par de temas
previos a la aparición de la revista que, creo yo, tienen que ver con lo que
fue El Amante después, en cuanto a clima, a espíritu, podría decirse. El
primero de ellos se relaciona con tu formación como matemático. Sobre
todo en términos de, ya que ese es el título de este libro, irreverencia.
Irreverencia frente a una determinada autoridad, digamos.
Quintín: La matemática te da cierta…
Flavia de la Fuente: Soberbia.
Q: Exacto (risas). Me sale la misma palabra. Uno supone –y este es uno de
los defectos de la mayoría de los matemáticos que conozco– que si uno puede
entender un teorema y hacer razonamientos de cierta sofisticación
(razonamientos demostrables, no opiniones), que si uno se prueba como
suficientemente bueno en ese ejercicio mental, después puede entender
cualquier cosa. Te da cierta sensación de superioridad sobre aquellos que
vienen de las ciencias blandas, digamos así, o de los que tienen otra
formación.
F: Yo participé en muchas mesas de matemáticos cuando íbamos a cenar con
los colegas de Quintín (antes de la salida de El Amante) y siempre me llamó
la atención la libertad de pensamiento y la diversidad de las cosas que decían.
Me resultaba algo extraño. Creo que así son casi todos los matemáticos. La
matemática es lo más sublime, y lo más difícil. Solo es comparable a la
filosofía. Si vos sos un matemático o un gran filósofo, podés hablar de
cualquier cosa y tenés con qué. Esa es la impresión que tengo.
Q: Sí, los que estudian filosofía tienen en cierta medida el mismo perfil. En
los matemáticos tal vez se note más, pero los filósofos también creen estar
viendo las cosas de más arriba y con más claridad. No por nada estudié
matemáticas y en una época estudié filosofía también.
F: Estar en contacto con Dios (risas).
SR: ¿Pero no hay una diferencia posible también entre un filósofo y un
matemático? Porque, de alguna manera, en las matemáticas da “lo
mismo un burro que un gran profesor”; lo que importa es que seas capaz
de demostrar aquello que querés demostrar, y no necesitás apoyarte en
ninguna voz autorizada previa. Sos vos frente a aquello que tenés que
demostrar, en la más absoluta soledad.
Q: Claro. En la matemática no existe la cita, ni hay que ampararse en la
autoridad de nadie.
F: Incluso un matemático puede no haber estudiado formalmente.
Q: Cuando alguien dice: “Esto es así porque lo dijo tal”, un matemático suele
pensar: “Entonces demostrámelo porque no importa que lo dijo tal o cual, ya
sea un gran genio o el verdulero de la esquina”. En ese sentido es muy
democrática la matemática, no hay una estructura piramidal, como la que se
da mucho en las ciencias blandas, donde cada uno que escribe se pone bajo el
paraguas de una teoría, de una autoridad, de una palabra respetada. Sobre
todo, creo que mi formación me ayudó a no sentirme intimidado, al menos
por el saber académico, en materia de cine. Las teorías sobre el cine, por
ejemplo. ¿Cuáles eran las autoridades en esa época? Por un lado estaban los
que estudiaban Artes Combinadas: la crítica académica, la semiótica, la
influencia de Metz, y después el otro factor de intimidación era la cinefilia
dura, porque ahí había una tradición importante. La tradición de los Cahiers,
de una cinefilia que en la Argentina tenía sus representantes.
F: Rodrigo Tarruella.
Q: Sí, Tarruella, pero también otros.
F: Nosotros, apenas empezamos, no conocíamos a nadie de la cinefilia, a
nadie. Ni bien se fueron nuestros socios originales (a los cuales Tarruella les
inspiraba ideas homicidas) empezamos a acercarnos, a buscar a los cinéfilos
como Roberto Pagés, Eduardo Russo o Gustavo Castagna.
Q: Yo había leído también a Ángel Faretta. Eran todos representantes de un
saber, digamos, esotérico en algún sentido. De un saber sobre el cine que era
contrario al del sentido común, contrario al saber del mediopelo cultural que
iba hacia otro lado.
SR: Quisiera ahora mencionar el segundo de los temas de los que hablé
al comienzo, si me permiten. Por un lado, ya hablamos entonces de las
matemáticas, de filosofía. Por el otro, alguna vez me comentaste que
buena parte de tu adolescencia y primera juventud transcurrieron entre
la sala de cine y la tribuna de la cancha de futbol. Menciono esto porque,
en mi opinión, la revista siempre supo ubicarse en el punto medio exacto
entre el academicismo snob por un lado y el populismo demagógico por
el otro. Una revista, si me permiten el oxímoron, de cierta “clase media
aristocrática”.
Q: Algo de eso hay. Una influencia importante, en mí al menos, fue El
Gráfico de los años 60. Era una revista de deportes, era popular pero no era
populista. Desde Panzeri a la época de Juvenal, digamos. Había una mirada
sobre el fútbol que a mí me influyó mucho, porque se lo tomaban en serio. Se
tomaban en serio cómo mirar los partidos, cómo analizarlos, y no caían en la
demagogia. El Gráfico tenía un suplemento que se llamaba Sport, que salía
una vez por mes en el que escribía Pepe Peña, que era el padre de Fernando
Peña, el actor. Peña era un dandi, un aristócrata, y desde su lugar de
aristócrata se ocupaba del fútbol. Y eso se notaba en su escritura, en su
libertad para pensar, en no estar pegado a los clichés demagógicos de la
profesión. Yo creo que Pepe Peña también fue una influencia muy
importante, porque ponía la vara muy alta respecto de algo tan popular como
el fútbol. Era un tipo que, por ejemplo, era capaz de decir que el fútbol
argentino era malo y se tomaba un avión a Montevideo, veía un partido en el
Estadio Centenario y a la noche volvía y lo comentaba (ahora me doy cuenta
de que con Peña aprendí a no creer que el fútbol empezaba y terminaba en la
Argentina). Resumiendo, mi El Amante ideal era una mezcla entre los
Cahiers du cinéma y El Gráfico.
F: Y para mí había un ideal, que es eso de lo que hablábamos al principio con
la mesa de los matemáticos, un ideal de libertad, de individualismo, en el
sentido de que uno tenía derecho a escribir de lo que quisiera. Yo creía en eso
más que Quintín.
Q: Sí, es cierto. Yo en ese sentido tenía más miedos que Flavia. Pero escribía
más.
F: Recuerdo que en el balance de algún año puse que lo mejor que me había
pasado era que había nacido mi sobrina Vera. O que el Joven Manos de
Tijeras tenía “corazón de galletita”. Si había dos o tres críticas sobre una
película, a mí me gustaba que aparecieran todas. También era importante la
libertad en el estilo. Si uno quería escribir en primera persona y asociar con lo
que le gustara, podía hacerlo. Eso era lo más importante para mí. Por eso me
gustaba que escribiera Tomás Abraham. Porque él era libre. Quintín también
era libre. Pero no todos lo eran en El Amante.
Q: Recuerdo que escribir en primera persona era muy mal visto por los
colegas. Incluso hoy, hay quien anda diciendo que hacíamos una crítica
narcisista, poco objetiva. Tonterías. Teníamos mil defectos, pero no ese. La
primera persona servía como herramienta de la sinceridad. Impedía escudarse
en esos saberes autoritarios.
SR: Con respecto a tu escritura, Quintín, a tu estilo, mi sensación es que,
a medida que la revista iba ganando en años, se volvió más homogénea,
por así decirlo, como si hubiera conciencia plena de una firma.
Q: No soy para nada consciente del estilo. Si algo nunca hice en la escritura
es buscar un estilo. Es decir, podría decirte que casi por ignorancia, o tal vez
por intuición o por convicción, siempre me pareció que cuando uno le
buscaba una vuelta “literaria” o efectista o estructural a una nota, era falsa.
Siempre traté de escribir lo que me salía y que eso fuera lo menos adornado,
lo menos deudor de lo que uno llamaría el estilo.
F: ¿Cuál sería tu forma de escribir?
Q: Trato de que la escritura se construya a medida que se produce. Empiezo
de algún lado y avanzo, y después no sé qué pasa. Puede que llegue a
conclusiones distintas de las que partí, puedo llegar a contradecir lo que
pensaba, puedo llegar a encontrar otros caminos.
SR: No sé si estoy tan de acuerdo con tu idea de que no tenés un estilo.
Yo encuentro elegancia y fluidez. Son textos llanos, sin decirlo de manera
peyorativa.
Q: Para mí es un gran elogio que digan que mi escritura es elegante, pero no
es algo que yo busque. Para mí la elegancia está ligada a la simplicidad y a la
claridad, aunque las ideas puedan ser complicadas. En realidad, las ideas que
se me puedan ocurrir a mí no son demasiado complicadas. Pero si llegan,
trato de exponerlas.
F: Yo no quisiera estar en la cabeza de Quintín (risas). Y ver una película con
él es todo un tema, también. Porque va cambiando de opinión todo el tiempo.
A mí me saca de quicio (risas).
Q: Es interesante eso. Es algo que me pasa seguido. La sensación que tengo
apenas termino de ver una película no necesariamente es la misma que a la
hora o que al día siguiente, o durante el tiempo que todavía queda en mi
cabeza. Y, especialmente, cuando me pongo a escribir: allí todo lo que
pensaba de una película puede cambiar.
F: Ese cambio en tu opinión es algo que a mí siempre me llamó la atención.
Porque a mí, si una película me gustó cuando la vi, si me dio placer, después,
aunque le vea defectos, generó algo en mí que va a hacer que la quiera
defender, porque no quiero que esa sensación inicial quede relegada por el
pensamiento puro posterior. Y a vos siento que te pasa lo contrario.
Q: Yo no lo veo así. Cuando estoy en el cine, me ocurren dos cosas. Por un
lado, tengo miedo del director. Tengo miedo de sufrir, de que me hagan
maldades en el cine, que me agredan con la crueldad, con la bajeza, con las
cosas que pueden pasar en el cine. Y siento cierto alivio cuando esas cosas no
ocurren. Esa sensación de alerta está activa durante las películas, aunque con
los directores que prefiero me siento a salvo. Pero uno en definitiva está
atrapado frente a una película. Puede ser atacado y no hay manera de
defenderse. Siempre tuve esa sensación en el cine, y la sigo teniendo. Creo
que la crueldad tiene que estar muy justificada en el cine. Hay películas que
son crueles, pero la crueldad no tiene que ser un acto deliberado contra el
espectador ni contra los personajes, tiene que derivar de la tragedia, de lo
inevitable, pero no de la contingencia basada en la decisión del guionista, o
de la manipulación del espectador. Odio las torturas, a los directores que
matan chicos, animales, las violaciones, todas esas cosas me resultan
insoportables. Eso durante la película. Las películas que no me atacan de esta
manera puedo verlas con cierto alivio y tiendo a salir relativamente conforme.
Después aparece el peligro contrario: hay películas que se vacían,
sensaciones que fueron más o menos placenteras pero que enseguida
empiezan a secarse, a afearse, a diluirse y, cuando me encuentro frente a la
circunstancia de escribir sobre ellas, ya las sensaciones placenteras se fueron
y quedaron otros residuos tóxicos que en el momento de verlas no reconocí.
Y a veces ocurre al revés: las películas empiezan a construirse en la reflexión
que se genera en la escritura. Empiezan a tener otro peso, otra gracia. Por eso
es que hay películas que al verlas no las disfruto, pero que después las
reivindico. Es decir, puedo encontrar el placer después, no necesariamente en
el momento de verlas. En definitiva, creo que no es cuestión de cambiar de
idea sino de encontrarles la vuelta a las películas. Y hay también otra
característica de mi escritura, en relación con dos cosas que existen en el
cine, que yo no veo y que no me interesan: las citas y los símbolos. No me
importa si algo que aparece en una película está sacado de otra parte, aunque
la cita sea obvia. A mí me pasan completamente inadvertidas. Y en cuanto a
los símbolos, soy impenetrable. Primero porque no los entiendo. Y en caso de
hacerlo, me disgustan, me desagradan. Me parece una banalidad que una cosa
sea en realidad otra. Que tal cosa simbolice la muerte, que tal otra la vida, y
así. Las alegorías también me molestan, eso de pretender que las películas
tengan una lectura en otro plano. Puede que esas cosas existan en el cine y
para algunos sean decisivas, pero a mí me resultan irrelevantes.
SR: Alguna vez alguien te definió, y lo hizo en términos positivos, a
manera de elogio, como un “gran sofista”. ¿Cómo tomás ese comentario?
Q: Yo no creo que sea un sofista. Al contrario, soy tremendamente platónico.
Yo creo en lo que escribo. Un sofista es alguien que no cree en la verdad, que
solo cree en la retórica. Acá habría que diferenciar entre, por ejemplo,
escribir una crítica o una reseña para un catálogo, un género si se quiere un
poco innoble, porque se necesita vender la película. En tal caso, si la película
no me gustó demasiado, lo que hago es tratar de esforzarme para encontrarle
algo bueno a aquello que no me gustó. No lo que el espectador pueda ver,
sino algo que a mí me interese. En todas las películas hay algo que puede ser
interesante, incluso en las peores. Con los documentales es más fácil, porque
siempre hablan de algo. En las ficciones es más complicado. Pero volviendo
a lo de sofista, yo defiendo aquello en lo que creo. Yo creo en la verdad, al
menos en la mía.
F: ¿Por qué cada vez te interesa menos la crítica de cine, y ver cine, incluso?
Q: Es cierto eso y es raro. Creo que soy mejor para escribir de cine que de
literatura, por ejemplo. No tengo dudas de eso, me sale más fácil. Por otro
lado, escribir sobre fútbol, que es algo que hago mucho últimamente, es
mucho más árido. Creo que lo que ocurre es que en algún momento me sentí
agobiado por los festivales. Estoy muy agobiado, en general, por el cine que
veo, un cine muy adocenado. No es que antes los estrenos de los jueves o los
del cine independiente fueran todos maravillosos, pero siento que había
muchas más cosas para descubrir. Al mismo tiempo, no soy de las personas
que hoy verían la retrospectiva completa de Mizoguchi, por ejemplo. El cine
mudo es algo que siempre me interesó poco. El cine de animación, nada. Y el
cine de género de cierta época me parece retardatario, por así decirlo, es
como quedarse fijado en un momento del cine que no conduce a nada. Me
refiero a cierta cinefilia que cree obligatorio, por ejemplo, ver la obra
completa de Leo McCarey. Acá en realidad hay otra cuestión: meterse con un
director es una cosa complicada, porque hay que dedicarle una cantidad de
tiempo increíble para llegar a conclusiones pobres. Los cineastas son lugares
en donde quedarse a vivir. Estar allí mucho tiempo y rumiar y volver a ver
sus películas. En esas condiciones me interesa. Pero ver películas salteadas de
un director muerto no me interesa mucho.
F: Para mí tu falta de interés actual por el cine no tiene que ver con eso.
Porque con la literatura te pasa lo mismo: no te gusta leer para atrás. A
Quintín le gusta leer y mirar para adelante. Le gusta descubrir, le gusta lo
nuevo.
Q: Eso es cierto. Tengo una gran fascinación por lo nuevo, por los nuevos
directores, por los nuevos escritores, por las primeras películas y las primeras
novelas porque, en general, son mejores que las que vienen después. No es
que no me interesen los clásicos, solo que siento menos impulso por ir hacia
ellos. En mi formación literaria, siento que necesitaría leer un montón de
cosas que no leí. Pero volviendo al cine, por eso es que en cierta forma lo que
todavía me genera cierto interés son los festivales, a pesar del cansancio que
mencioné antes, porque de una manera u otra siempre se descubre algo. Pero,
al mismo tiempo, siento que lo que circula en los festivales está muy
formateado, amañado para rodar por ese circuito. Antes no era así. Yo siento
que ahora las películas se hacen para los festivales, para esa pasta estética que
es la ideología de los festivales.
F: ¿Sentís que los libros son más personales que las películas?
Q: En cierta forma sí. Creo que los libros son más personales, uno puede
establecer un diálogo imaginario con los autores. Los libros revelan más al
escritor que las películas, que últimamente no revelan nada, que parecen ser
parte de un sistema, anónimas. Y el objeto libro tiene, frente al objeto cine,
una escala más humana. Es como si en el cine hubiera que complacer a
demasiada gente, hacer demasiadas concesiones, tener en cuenta que es
mucha la plata que circula. Son pocos los cineastas realmente independientes
que quedan, los que no ceden. Se puede ver que el cine está así, siempre
necesitando poner algo más, algo más truculento, algo de la agenda del
momento, lo que fuere.

I
1991
1. El hombre antes que el título

Frank Capra (1896–1991)


El título de esta nota alude al de la autobiografía del director norteamricano,
aunque también podría ser una descripción de sus ideas populistas. Capra
fue un creador mucho más interesante de lo que los prejuicios de una crítica
distraída pretendieron durante mucho tiempo. Esta nota intenta revalorizar
lo que podría llamarse el período social de su cine.
El cine de Capra se desliza entre una visión y una paradoja. La visión es el
“amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Incluye tanto la cordialidad entre
vecinos como la paz entre naciones y se localiza en la tierra prometida de
Shangri–la en la que reinan la sabiduría y la abundancia. Su sujeto es el
humilde, el hambriento, el pobre de espíritu, el “hombre que barre”, el
hombre que está solo y espera. Los enemigos de la visión son los enemigos
del hombre común: los ambiciosos, los ricos, y sobre todo el capital
corporativo y sus operadores: los banqueros, los políticos, los periodistas:
aquellos que tienen el poder para manipular y frustrar las ilusiones de la
gente. “En cuanto tienes una cuenta de banco empezaron tus problemas: te
vas transformando en un idiota”, nos dice el vagabundo Walter Brennan en
Meet John Doe. Hay pues solo dos bandos (con posibles desertores):
nosotros, el pueblo, y ellos, los poderosos. Sobre este fondo vagamente
anarquista, también llamado populismo, se cuentan las historias de la lucha
de los individuos contra los intereses. Estos conflictos se desarrollan en un
mundo sórdido, peligroso e injusto. Y los malos son mucho más fuertes. En
apariencia, sin embargo, ganarán los buenos y el final feliz será un respiro
para los protagonistas. Pero todo lo que conseguirán será sobrevivir, casarse o
festejar la Navidad. Cuando la película termine, el sistema seguirá intacto
acechando a los desvalidos y a los inocentes. Mr. Smith no mejorará el
Senado, ni Doe la prensa, ni Matthews (State of the Union) la maquinaria
política, ni Conway (Horizontes perdidos) logrará la paz, ni Apple Annie
(Lady for a Day, A Pocketful of Miracles) dejará de ser una mendiga, ni
George Bailey vencerá definitivamente al malvado Potter. La alegría del final
se habrá reducido al instante del abrazo o de la canción. Y esto es lo
específico de Capra: el conflicto entre una visión espléndida y una realidad
mezquina que no se resuelve sino en una tregua y en un desgarramiento. El
desgarramiento es el que hace llorar al espectador, no de felicidad sino de
dolor porque la felicidad es precaria. No por la bondad del ángel, sino por lo
arduo de su tarea. En ese panorama sombrío, un simple gesto de ternura o aun
de mera amabilidad es tan emotivo porque a través de él se manifiesta que el
mundo podría ser de otra manera, pero no lo es. Las películas de Capra no
tranquilizan, no proveen una salida. Por el contrario, el corazón de los
personajes nos transmite la angustia de saber que la vida será siempre más
pequeña que la visión.
Los héroes caprianos no se limitan a comprobar la injusticia, sino que luchan
contra ella. Como en general no son ni lúcidos, ni inteligentes ni talentosos
(los protagonistas son hombres y en el mundo estas cualidades corresponden
esencialmente a las mujeres), sus armas se reducirán a la integridad y a la
obstinación. En el trío de preguerra Deeds/Smith/Doe, completado después
por State of the Union, la desigual batalla entre el bien y el mal se planteará
frente al público. Habrá un debate en el parlamento, un juicio, o un discurso
por radio. En ellos el protagonista intentará convencer al pueblo de que tome
el destino en sus manos y no se deje utilizar por los canallas. Pero el rechazo
visceral hacia cualquier personaje poderoso, esencial al populismo (y que en
la década del cuarenta todavía podía ser expuesto en voz alta), llevará este
argumento a un callejón sin salida. Porque, por un lado, la idea de rechazar a
los políticos es política y se llama fascismo. Y el fascismo es inaceptable para
alguien que cree, como Capra, tan profundamente en el individuo y en la
libertad. Pero además, el populismo está amenazado por una crisis lógica: el
líder de los humildes no puede ser humilde ni dejar de serlo. Este es el
destino de Juan Nadie (Meet John Doe), en el que se plantea abiertamente
una revolución universal basada en la solidaridad. Por eso el director filmó
cinco finales y ninguno llegó jamás a convencerlo. Una triple paradoja
encierra entonces los films de Capra: la alegría es tristeza, la humildad es
soberbia y es un deber no callar frente a la injusticia, pero el camino de la
palabra pública no es para la gente decente.
El funcionamiento del mundo de Capra es cruel y hasta siniestro. Los
personajes rondan permanentemente el suicidio y si las historias escapan al
espantoso final que les espera es porque un hecho inesperado altera la trama a
último momento. La intervención del ángel en ¡Qué bello es vivir! es el
ejemplo extremo de esta lógica: solo una poderosa fuerza exterior (Dios o un
capricho del guion) puede evitar la derrota del bien, que siempre está en
inferioridad de condiciones. Desde hace cuarenta años hay quienes califican
este mundo gris y poblado de desgracias, enfocado con originalidad, humor y
energía, de pueril y reaccionario. Aún hoy se lo llama trivial, cursi y
patriotero, se habla de los “cuentos de la abuelita Capra”, de su “ideología de
boy scout” y de “sus falsos problemas de color de rosa”. Entre quienes lo han
elogiado, pocos han evitado pedir disculpas o empezar diciendo “a pesar de
las fallas, que etc., etc.”. Aunque no le niegan su maestría técnica, el
tremendo impudor de sentimientos de este norteamericano nacido en Sicilia
resulta demasiado personal y demasiado molesto para quien se siente
obligado a repartir méritos, a separar defectos de virtudes, a distanciarse para
tomar examen.
Su estética brillante y desmesurada no tuvo discípulos ni continuadores. El
melodrama sociofamiliar, la tragedia optimista, el mundo del patán inocente y
digno han sido su territorio privado. La herencia de Capra aparece, sin
embargo, por el lado de cierto cine negro. John Doe piensa que el mundo
anda mal, pero que debería cambiar. Marlowe y Gittes piensan lo mismo,
pero no se lo dirán a nadie. Solo lo dejarán adivinar, con un gesto pudoroso e
inesperado de generosidad. A partir de allí, la corriente principal del cine
americano será indiferente a los problemas del hombre frente a la sociedad.
Entre la hipocresía y el cinismo, retratará a la injusticia como un error que
tiene fácil solución o como el destino manifiesto de los débiles.
Capra nació en la miseria, emigró, se recibió de ingeniero, entró en el cine
por casualidad, perfeccionó el personaje de Harry Langdon, cimentó la
grandeza de la Columbia, ganó tres Oscars como director, creó la comedia de
enredos, logró condecoraciones por sus documentales de guerra, fue
presidente de la Academia y de la asociación de directores. En los años
sesenta, como a otros colegas de su generación, Hollywood lo dejó sin
trabajo. A diferencia de Hitchcock o de Hawks, los críticos franceses no lo
rescataron como “autor”. Como respuesta escribió su autobiografía The
Name Above the Title, que debería traducirse como “El cine de autor lo
inventé yo”, y que alude a su lucha por afirmar la importancia y la
independencia del director en la industria. Con la misma pasión y la misma
capacidad de entretener con las que hizo cine repasa los puntos críticos de su
vida y de su obra y termina diciendo que tuvo suerte y que “si las puertas se
abrieron para él, se pueden abrir para cualquiera”. Sus películas muestran qué
difícil es que algunas puertas se abran. Pero al evitar la falsa astucia de la
crueldad, tuvo la delicadeza de compartir esa suerte con sus personajes y con
los espectadores.
Publicado en El Amante N°1 – diciembre 1991
2. La película del rey

Hail Hail Rock and Roll!, Taylor Hackford, 1987.


La mejor película de rock editada en video se llama Hail, Hail, Rock and
Roll! Está centrada en la figura de Chuck Berry y en el concierto que se
realizó en 1986 en St. Louis para festejar sus 60 años.
La banda. Keith Richards, harto de escuchar las lamentables e improvisadas
bandas con las que Berry se hacía acompañar durante los últimos años,
decidió que el rockero más importante de la historia merecía un mejor sonido.
Para eso armó una base formada por él mismo y Robert Cray en guitarras,
Johnny Johnson en piano, Joe Spampinato en bajo, Steve Jordan en batería,
Bobby Keys en saxo, Chuck Leavell en teclados e Ingrid Berry en coros.
Como invitados actuaron Eric Clapton, Julian Lennon, Linda Ronstadt y Etta
James.
Los testimonios. Intercalados entre las escenas musicales y comentarios de
Berry y de los músicos, aparecen reportajes a todos los grandes del rock and
roll de los 50. Bo Diddley, Little Richard, Jerry Lee Lewis, Roy Orbison,
Willie Dixon, los Everly Brothers. Entre todos se reconstruye la historia del
nacimiento del rock con especial énfasis en la censura, la discriminación y las
dificultades de los artistas negros.
El lugar de Berry. Observaciones extraídas del film: “En lugar de las
canciones vacías de la época, Berry hacía comentarios sociales. Es el poeta
del Rock and Roll” (John Lennon). “Fue el primer compositor–cantor–
guitarrista. Ese concepto nace con él” (Orbison). “Definió la manera de tocar
la guitarra en el rock” (Clapton). “Dios le dio el talento, el carisma” (Lewis).
“Aprendí a escribir letras de su sencillez y su visión para el detalle. Algún día
les contaré a mis nietos que toqué con Berry” (Springsteen).
El compositor. Berry compuso e interpretó durante los años de oro del rock
(1955–1959) más éxitos que ningún otro músico. Basados en el rhythm &
blues y con toques country, los hits de Berry llegaron con su fuerza
arrolladora a los adolescentes blancos y negros. En la década del 60
influyeron a los grupos ingleses y, por un efecto de rebote, volvieron a los
Estados Unidos para alimentar la llama de la tercera generación. Las letras de
Berry son extraordinarias. Ricas y elaboradas, con versos de una métrica
rigurosa sobre la que se acomoda el ritmo. Su tema principal es el mundo
cotidiano de los adolescentes autorreferido al universo del rock, y más
generalmente, al ocio en general. Si se habla de la escuela, es porque la
escuela es el lugar al que se va al otro día del baile y del que se sale corriendo
para escuchar música. El rock en sí mismo es entendido como un universo de
energía y de placer. Y ese placer es lo importante. El estudio, el trabajo, el
servicio militar no son más que “monkey business”. Berry empezó a los 25
años, cuando ya era un hombre curtido que tenía una familia y que había
estado en la cárcel. Su fama creció con el rock and roll. Su mirada de adulto
sobre las adolescentes, entre poética y libidinosa, tiene una carga de sexo con
la que ni la pelvis de Elvis, ni las sacudidas de Jerry Lee Lewis pueden
compararse. “Es tan linda que no puede tener ni un minuto más que
diecisiete”, cantaba el mismo año en que Nabokov publicó Lolita.
El artista. Apretando siempre dos cuerdas, como lo explica Clapton, y con un
sonido basado en los acordes del piano de Johnny Johnson, la guitarra de
Berry es primera y rítmica a la vez (cuando Richards le dice que en una
canción no puede tocar las dos partes, Berry le contesta con una mirada
brillante de ironía que antes eso se podía hacer). Por otra parte, estamos en
presencia de un showman extraordinario, que domina la escena y la banda,
con recursos de improvisación e histrionismo (como el famoso paso de pato),
alegre, comunicativo y de una energía que a los 60 años resulta sobrehumana.
Berry nunca tuvo mucha voz y su canto fue sobrio y afinado, hablado a veces
y más cercano al baladista que al blusero. Cuando lo vemos cantar en el
estudio I’m Through with Love y A Cottage for Sale, dos baladas clásicas,
advertimos la afinidad que tiene con el género. Estos momentos
extraordinarios de la película y aquellos en los que, sobre los títulos finales,
toca la guitarra slide con maestría, confirman que el talento artístico de
Chuck Berry es completo.
El personaje. La personalidad de Berry tiene unas cuantas aristas y, por lo
menos, dos lados oscuros. Uno es su pasión por las menores de edad, que le
costó la interrupción de su carrera más dos años de cárcel y que últimamente
ha vuelto a traerle problemas. El otro es su pasión desmedida y obsesiva por
el dinero que, ligada a una extraña ignorancia sobre el alcance de su obra, lo
lleva a descuidar su arte. Cuando, en tono elogioso, le dice a Richards que se
podría haber dedicado a guitarrista de jazz, este le contesta con una sonrisa de
triunfo y el tono de sorna de quien cierra una discusión con los argumentos
del otro: “No se gana plata con eso, Chuck”. Los ensayos muestran el
carácter caprichoso y dictatorial de Berry. El reportaje, la violencia con la que
les impide hablar a su esposa y a su secretaria. Pero también muestra su
enorme inteligencia, su lucidez, su humor, su astucia, su facilidad para
expresarse sobre todos los temas y su energía incomparable. “Me da más
dolores de cabeza que Mick Jagger”, dice Richards, “pero no puedo dejar de
quererlo”. Los diálogos también muestran su espléndido y altivo orgullo
racial.
El concierto. Las escenas del concierto son inolvidables. La relajada alegría
que despliegan Berry y Richards, los acordes boogie de Johnson, el excelente
sonido de la banda y la emocionada euforia del público se sienten en todo
momento. La aparición de los invitados impone un crescendo emotivo. El
recuerdo de Lennon en la correcta versión de su hijo de Johnny B. Goode, la
fuerza de Linda Ronstadt en Back in the USA, la continuidad del estilo de
Berry en Robert Cray haciendo Brown Eyed Handsome Man. Más adelante,
Clapton canta The Wee Wee Hours, un blues que fue el lado B de Maybelene,
primer single de Berry. Y en el mejor número, la increíble gorda Etta James
sube para hacer Rock and Roll Music con una fuerza insuperable.
El director. Taylor Hackford nació en 1945. Su primer largometraje, El
fabricante de ídolos (The Idolmaker, 1980), está también relacionado con la
música de los 50. Es la vida de un productor (basado aparentemente en un tal
Bob Marcucci) que “inventa” cantantes para que toquen su música. Es su
mejor película antes de Hail, Hail... En 1982 logra un enorme éxito con la
garra de Reto al destino (An Officer and a Gentleman), mezcla de sueño
proletario y propaganda militar. En 1984 filma El poder y la pasión (Against
All Odds), entretenida y confusa remake de Retorno al pasado (Out of the
Past, Tourneur, 1947). En 1985 se ocupa con oficio de la guerra fría, con
Baryshnikov y Gregory Hines escapándose de Rusia en Sol de medianoche
(White Nights). En 1987 se estrena Hail, Hail... En 1988 realiza Cuando me
enamoro (Everybody’s All American), sobre la vida de un jugador de fútbol
americano y de ciertos usos y costumbres del Sur de los Estados Unidos: un
bodrio, con Dennis Quaid y Jessica Lange. Es alto, rubio–canoso y de barba:
se lo puede ver un momento en la primera fila del recital.
La película. Wim Wenders señaló alguna vez que el problema de las películas
de rock era que estaban hechas con desconocimiento, con desprecio y con
desinterés por el rock. Sorprenden gratamente el afecto y el interés con los
que Hackford trata a los músicos y la música, y la cercanía e inteligencia con
los que filma tanto los ensayos como el concierto en sí. Algunos primeros
planos del público sobran y se parecen a tantos otros de otras películas. Pero
los planos del escenario captan lo que está pasando de importante, sin abusar
del rutinario reparto de tomas entre los intérpretes que aburre y destruye la
tensión. Los planos laterales en los que aparece más de un músico captan
frecuentemente la interacción entre los protagonistas. En muchos momentos
nos acercamos al clásico del género: la inédita The Last Waltz, de Martin
Scorsese.
El documento. Hail, Hail… es más que un documento sobre una parte de este
siglo. Es uno de los documentos más importantes sobre una de sus partes más
importantes. Le cabe a Keith Richards la gloria de ser, al mismo tiempo que
una figura importante del rock, el defensor más lúcido de su historia. Su
sonrisa en el camarín, después del concierto, era la de quien sabe que hizo
posible algo grande.
Recuadro: Excéntricos en el paraíso
En Extraños en el paraíso Eva (Eszter Balint) llega de Hungría con un único
cassette para su grabador. Su primo Willie (John Lurie), que hace todo lo
posible por parecerse a un “verdadero norteamericano” se niega a escuchar
los extraños alaridos de Screaming Jay Hawkins que canta la versión original
de I Put a Spell on You. El tema es famoso por sus múltiples versiones, entre
otras, las de Nina Simone y Creedence Clearwater Revival. Jalacy J. Hawkins
nació en Cleveland en 1930 y es uno de los últimos representantes de la
tradición del “blues shouter”. Pero además es el continuador de otra tradición,
de orígenes más imprecisos: la del cantor–actor–comediante de cabaret.
Pero el personaje que SJH viene representando desde hace mucho tiempo es
bastante más raro que el promedio. Se trata de una variante del cantante loco
que empieza sus actuaciones saliendo de un ataúd, y que dialoga
continuamente con una calavera clavada en un bastón a la que llama Henry.
La relación de Hawkins con el cine no se agota con esta aparición indirecta
en la primera película de Jarmusch. Actúa en su tercera película: Mystery
Train (1989), en la que interpreta al conserje de un hotel.
Ya había actuado en American Hot Wax (Floyd Mutrux, 1978), biografía del
discjockey Allan Freed. En 1991 participó en avisos de televisión e hizo una
breve aparición en A Rage in Harlem de Bill Duke. Su carrera pasa por un
gran momento.
Publicado en El Amante N°1 – diciembre 1991
3. Páginas de video. Desde el sillón

Nacido para matar (Full Metal Jacket), Stanley Kubrick, 1987.


Cuando Samuel Fuller salió de ver Nacido para matar, gritó indignado: ¡esta
es una película de reclutamiento! Entre la derrota de Vietnam y la victoria del
Golfo, la opinión norteamericana fue variando desde el pacifismo y la
vergüenza hasta un renacido patriotismo belicista. En Apocalypse Now
primero y en Jardines de piedra después, Coppola mostró que para hacer la
guerra en serio era necesario sumergirse en serio en el horror y que no había
nada peor que ir a la guerra sin estar preparado para no dejarse matar (o para
matar, según el matiz). De ahí la importancia de la instrucción militar, y del
estrellato de una figura simbólica: el Sargento Instructor, encargado de
quebrar mediante la humillación la voluntad de los niños/reclutas para
convertirlos en hombres/soldados. Así que desde el karateca negro con
mentalidad de mayordomo encarnado por Lou Gosset Jr. en Reto al destino y
pasando por el anticuado Eastwood de El guerrero solitario, llegamos aquí a
la versión paradigmática del personaje: el Sargento Hartman, interpretado por
R. Lee Ermey que en la vida real no fue otra cosa que sargento instructor.
Hartman morirá en su ley: asesinado por el oligofrénico y obseso soldado
Pyle, al que a fuerza de golpes y tormentos ha convencido de que él también
puede ser una máquina de matar. En cambio, el inteligente y contestatario
Jocker atravesará la instrucción sin resignar del todo su espíritu desafiante.
Mantendrá su altanería juvenil como periodista militar pero finalmente
alcanzará el estado adulto en el campo de batalla luego de ver morir a sus
amigos y compañeros y de ultimar a un enemigo indefenso. Después de un
baño de sangre y marchando con su pelotón al compás de la Canción del
Club de Mickey Mouse, nos contará que por fin es un hombre, que no tiene
miedo y que siente la alegría de estar vivo.
Con La patrulla infernal (1957), Kubrick produjo un panfleto antibélico en
el que los soldados eran la carne de cañón de superiores cobardes y corruptos.
Treinta años después, en su segundo film de guerra, decidió prescindir de la
exageración y del mensaje. Los personajes más siniestros están ahora
humanizados y la narración tiene un tono sereno y rutinario que acompaña la
progresiva adaptación del protagonista. En este contexto de indiferencia, la
violencia se percibe como normalidad mientras que el rito y la barbarie
militar resultan profundamente sensatos, solo porque contribuyen a sus
propios fines.
Esto no necesariamente convierte a Nacido para matar en una película
probélica, sino que 1957 era un buen año para la denuncia y 1987 fue más
propicio para el cine deshuesado. Y lo que Kubrick cree lucidez de su parte,
es en realidad un fantasma que acompañó siempre a las modas intelectuales
con más precisión que el más descarado de los oportunismos.
Peligro en Miami (Miami Blues), George Armitage, 1990.
Peligro en Miami podría ser la última película del género negro, especie
detective. El sargento de policía que hace Fred Ward no es joven, pero
tampoco es fuerte; no es que sea simplemente pobre, sino un miserable que
vive en un tugurio espantoso. No es muy inteligente, ni siquiera muy honesto.
No es orgulloso (¿cómo podría?), apenas un poco obstinado. Es una especie
de Columbo que ha perdido la confianza en sí mismo. Su humillación se
completa cuando pierde su pistola, su placa y su dentadura postiza a manos
del criminal que interpreta Alec Baldwin. Este es un peligroso sicótico, que
se cree policía algunas veces y Robin Hood otras. Que es capaz de las peores
crueldades, pero quiere hacer una vida de yuppies con una pareja estable.
Esta no es otra que la prostituta que encarna Jennifer Jason Leigh, tonta y
sentimental, preocupada por encarrilar al demente que tiene al lado y por
rescatar “sus partes buenas”. Alrededor de ellos giran crápulas de todas las
especies y en cada habitante de una Miami monstruosa se esconde un
criminal o un corrupto. Los momentos más emocionalmente comprometidos
son aquellos en el que el policía le pasa a la chica una receta de cocina y el
del final, en el que ella le tira un disco de plástico, como señal de cariño.
Parece haber más, especialmente en la relación de la mujer policía con Ward,
pero esa relación es una sombra proyectada desde la novela, que la película
incluye como un fantasma sin peso ni densidad (un problema frecuente en las
adaptaciones). Basada en los libros de Charles Willeford y producida por
Jonathan Demme, Miami Blues es de lo más moderno en materia de
policiales. El policía sigue siendo un tipo por el cual se puede sentir simpatía,
la chica tampoco es mala, el de Baldwin es un buen personaje, la historia está
bien contada. Pero la mezcla de convenciones de viejas películas con relatos
criminales de los diarios corre el riesgo, a través de un ritmo forzado que
quema a los personajes y a las situaciones, de terminar en un punto tan
alejado de la fantasía como de la verosimilitud: el mundo tan poco interesante
de la pura violencia.
La casa Rusia (The Russia House), Fred Schepisi, 1990.
Alguna vez, Julio Cortázar hizo el chiste de que las novelas de John Le Carré
eran cuadradas como su apellido. Una afirmación apresurada. Las novelas de
espionaje del escritor inglés se caracterizan por la sutileza con la que pinta a
algunos espías como seres sensibles atrapados en un laberinto helado y
burocrático. Lo único parecido, en este género poco cultivado en todo
sentido, son algunos libros de Graham Greene, claramente inferiores. La casa
Rusia es la última de las novelas de espionaje de la guerra fría. Ambientada
en plena perestroika, es una historia de amor en la que sus protagonistas, sin
otra fortaleza que la de sus sentimientos, intentan eludir a los servicios de
inteligencia de sus respectivos países, los que a su vez están bastante
ablandados. Una sensación de tristeza recorre la novela. Esta sensación es
una mezcla de tres elementos: la precariedad de los individuos frente a las
organizaciones, la desolación de estas organizaciones ante la vista del final
del juego y la concomitante pesadumbre del escritor frente a la despedida de
un género que alguna vez le permitió apasionamientos mayores.
Pues bien, en manos de la incompetencia iletrada de Schepisi, todo queda
reducido a una sucesión de postales de Moscú y Leningrado (todavía no
había vuelto a ser San Petersburgo), tomadas aprovechando la oportunidad de
filmar en Rusia. Por si no bastaran estas fotos, se agregan algunas vistas de
Lisboa, otra ciudad maravillosa. Son buenas postales, lo nefasto es la
película, torpe y artificial como buena visión turística. El protagonista es un
inglés que ama profundamente a Rusia. No hay ninguna justificación en el
film para este amor, salvo esa belleza de folleto que tienen esas fotos.
Sin embargo, vale la pena ver La casa Rusia porque la relación entre
Connery y Pfeiffer es extraordinaria. Transmiten una ternura, una admiración
y una necesidad recíproca que rompen totalmente el molde de esta
producción tan chata.
Ojos negros (Ochi chiornie), Nikita Mikhalkov, 1987.
Cuando para mostrar que la acción transcurre en 1903 se construye un
calendario floral y la cámara se detiene sobre él y nos dice que estamos en
1903, hay algo que choca en la naturaleza de este artificio.
Cuando todos los personajes son mediocres, malignos o tontos, en Italia y en
Rusia, en la casa, en el hospital y en el pueblo, y la única excepción la
constituye el militante de Greenpeace de principios de siglo que quiere evitar
la polución del ambiente, hay algo que molesta.
Cuando todos estos personajes sin cerebro son, al mismo tiempo,
tremendamente intensos, hay algo que sospechar sobre la visión estereotipada
de los caracteres nacionales.
Cuando Mastroianni interpreta por enésima vez al italiano cansado,
mediocre y cobarde y se ratifica igual a sí mismo a través de los años y los
directores, no hay más remedio que concluir que se ha vuelto un actor
abominable. No tanto porque se repita, sino por el personaje que ha elegido
ser.
Ojos negros da que pensar sobre un cine que fabrica imágenes bellas para
ilustrar las miserias de la vida. También nos preguntamos por qué ese cine
tiene un cierto público asegurado y a la crítica de su parte, casi antes de que
se estrene la película. Elena Sofonova hubiera resplandecido sin necesidad de
hacer brillar artificialmente los objetos que muestran su presencia. Y contada
desde su punto de vista, la historia hubiera sido mucho más interesante.
Tango bayle nuestro. Jorge Zanada, 1989.
Tango: Dance, then song… (The Penguin Encyclopedia of Popular Music,
1988).
En Buenos Aires sobreviven algunos eximios bailarines de tango. Son los
últimos milongueros. Su mundo es inimaginable para cualquier porteño
criado a base de rock. Aunque ese porteño conozca algunas letras, aprecie a
algunos cantores, se conmueva con ciertas nostalgias y escuche
ocasionalmente FM Tango, este es otro asunto. Es, mejor dicho, otro tango.
Es el resultado de una tradición que comienza alrededor de 1890 en los
prostíbulos y alcanza su apogeo unos sesenta años más tarde, durante la
primera presidencia de Perón en el momento de auge de una cultura
orgullosa, asentada en el barrio y cuyos portadores se reunían a la hora del
entretenimiento en una multitudinaria sala de baile. El milonguero no va al
baile a escuchar las letras de los tangos (ignora quién los compuso y le
importa muy poco). Ni a escuchar a la orquesta ni menos aun al cantante (de
ahí el aprecio por Ángel Vargas, que seguía rigurosamente la orquesta y el
desprecio por la expresividad del lejano Gardel, al que tilda de impostor
fabricado por el cine). Tampoco se trata de enganchar algo. El milonguero va
al baile a bailar. Pero tampoco va a dar un espectáculo (de ahí el desprecio
por el bailarín profesional, por la danza de fantasía, por el show para turistas).
Este es el mundo de Tango bayle nuestro de Jorge Zanada. Un mundo al que
el rockero argentino puede llegar de la mano de un actor de cine famoso
(Robert Duvall), de un bailarín ruso, de un coreógrafo neocelandés, o de una
directora de TV americana, extranjeros fascinados por la destreza de los
milongueros y por las enormes posibilidades de una danza cargada de
sensualidad. El rockero porteño se asoma a ese mundo con ojos igualmente
extranjeros. Y puede llegar a ver de cerca a los protagonistas de la trama
intensa, trabajada y múltiple de una cultura simultáneamente popular y
elitista. Porque los milongueros son en definitiva un conjunto de exquisitos.
Y su exquisitez es más inasible porque se alcanza lejos de los teatros y las
universidades.
Tango…, una de las mejores películas argentinas en video, tiene el raro
mérito de mostrar una particularidad cultural en sus propios términos, lejos
del folclore y la condescendencia. Y esta es su verdadera poesía en términos
de cine, mucho más profunda que el puñal y la rosa que adornan los afiches.
Recuadro 1: Un general de caballería
A George Armstrong Custer (1839–1876) no le fue del todo bien en la vida.
Murió a manos de los indios a orillas del río Little Bighorn, junto con todos
los soldados que comandaba (unos 250). Militar bastante torpe, se distinguió
en la guerra civil por su osadía y por el desprecio por la vida de sus hombres.
Finalizado el conflicto fue a parar al Oeste, donde durante diez años hizo la
guerra con los indios con el séptimo de caballería. Firmó con ellos un tratado
que violó para atacarlos a traición y masacrarlos de maneras varias. Los
motivos de su derrota final, en la que se lanzó innecesariamente contra una
fuerza ampliamente superior, siguen siendo un tema de debate para los
historiadores. Custer nació en Ohio, era rubio, usaba barba y bigotes y tenía
más arrogancia y vanidad que el promedio de sus compañeros. Parece haber
sido uno de esos profesionales de quien los colegas temen que algún día
ocupen un puesto de importancia, e indefectiblemente llegan a ocuparlo.
Después de su muerte, la propaganda patriótica lo convirtió en un héroe y en
una leyenda. En el cine, su figura tuvo una cobertura amplia, algo que
seguramente no le hubiera disgustado. En Camino a Santa Fe (Curtiz, 1940),
en un papel premonitorio (¿qué opinarían sus colegas actores de sus
aspiraciones políticas?), Ronald Reagan hace de Custer joven, que pierde la
chica a manos de Errol Flynn. Henry Fonda fue el prejuicioso y poseído
coronel Thursday, que Ford moldeó sobre la figura de Custer en Fuerte
Apache (1948). Robert Shaw fue Custer en cinerama (Custer of the West,
Siodmak, 1967). Hasta Leslie Nielsen hizo el papel en la remake de The
Plainsman (1970). En ese mismo año, Arthur Penn filmó el western
revisionista Pequeño gran hombre, en el que a Custer (Richard Mulligan) le
toca ser un asesino narcisista e imbécil. En 1941 Raoul Walsh dirigió la más
famosa de las biografías de Custer: Murieron con las botas puestas con Errol
Flynn de protagonista. Es el clásico “biopic” hollywoodense, que cuenta la
vida de un personaje ilustre en clave romántica e ingenua. Aquí Custer es un
honesto y aguerrido militar, romántico y fiel esposo, aunque un poco
atropellado, que sacrifica su regimiento para evitar una matanza mayor. Este
Custer ama a los indios que son nobles y valientes mientras que los malos de
la película son los intereses comerciales que quieren quitarle la tierra a sus
legítimos dueños y, de paso, venderles whisky (que esta imagen de los indios
–rebelarse y matar porque han sido traicionados– sea la más común de los
westerns contradice un lugar común que pretende que Hollywood solo los
mostraba como salvajes sanguinarios y que su imagen recién mejoraría en la
década del 70). Esta fantasía divertida y brillantemente filmada en blanco y
negro acaba de ser estrenada en video en su versión adulterada por el color
electrónico del poderoso señor Turner, dueño de la CNN y actual marido de
Jane Fonda. Casi simultáneamente apareció también el telefilm Hijo de la
mañana estrellada. Aquí no se trata de la adulteración del color ni de la
verdad histórica, sino del concepto mismo de lo que es una película. Mientras
que el argumento se estira arbitrariamente como en un teleteatro
(seguramente para llegar al segundo o tercer día de proyección), el personaje
de Custer aparece en cada escena con una personalidad distinta de la anterior.
Custer ama apasionadamente a su esposa pero tiene una hija con una india;
quiere defender a los indios y los asesina a traición; trata despóticamente a
sus subordinados más sensatos que al final aparecen como los verdaderos
traidores; es odiado en el Este, pero es allí donde le dan sus misiones más
importantes, etcétera. Estas contradicciones, lejos de enriquecer el personaje,
simplemente lo deshacen. Es la síntesis imposible entre Nacieron… y
Pequeño gran hombre. Mientras tanto, fotografías falsamente bellas de la
pradera se alternan con escenas de amor doméstico entre Custer y Rosanna
Arquette, un personaje paupérrimo. Pensándolo bien, a Custer tampoco le fue
muy bien en el cine.
Recuadro 2: Suban el volumen
Suban el volumen (Pump Up the Volume), Allan Moyle, 1990.
Alabar una película tan llena de defectos como Suban el volumen se hace
estrictamente necesario por una cuestión de principios.
Principio a): La inverosimilitud del argumento, la puerilidad del planteo, la
falsedad de la historia y otros vicios de construcción, de actuación o de
reparto no pueden ni deben invocarse como argumentos para descalificar una
película que es fresca, divertida y graciosa. Y que para colmo está a favor de
la rebeldía en alguna de sus formas y tamaños. Esto es en realidad un
corolario del principio A.
Principio A): Ningún argumento es bueno para descalificar una película.
Corolario a su vez del principio AA.
Principio AA): Ningún argumento es bueno.
Principio b): Solo deben ser rechazadas las películas aburridas, deshonestas
u oficialistas.
Principio c): Los motivos señalados en el principio b) no constituyen
argumentos, sino calificaciones y por lo tanto no violan el principio A ni el
AA.
Lo anterior, lejos de una axiomática de ocasión para el pensamiento
adolescente, es un serio intento de esquematizar la ética de la crítica de cine,
intento que se irá desarrollando en ulteriores entregas de esta revista.
Suban el volumen es una nueva película de ese género extraño que es “la
radio en el cine”. Este género tiene, para empezar, muchas más posibilidades
que su opuesto, “cine por radio”, entre cuyos adeptos solo se cuenta, tal vez,
Stevie Wonder.
La radio es un medio particularmente siniestro de alienación, de falsa
comunicación y de ocultamiento de las relaciones de poder. La radio genera,
como la televisión nunca soñó hacerlo, una participación falsa, alimentada
por el narcisismo de los llamados telefónicos y por los más dolorosos y
secretos deseos de los oyentes. Pero por alguna razón, el sórdido mundo de la
tiranía de los locutores mejora, revive y hasta cambia de signo cuando
aparece en la pantalla. Tal vez porque lo que muestran las películas a las que
vamos a referirnos no sea la radio. Y lo que muestran es un estallido de
rebelión en la voz del locutor, un abandono de la mesura y el buen tono para
emprender un viaje amargo, audaz y con destino desconocido. Hasta la
siniestra Solos en la madrugada (Garci, 1978) vibra en los monólogos
escépticos y agresivos del comienzo, antes de que el personaje de Sacristán
adhiera blandamente al optimismo barato del destape. Suban el volumen es el
tercer film en pocos años en los que un programa de radio propone una
alternativa arriesgada a la trivialidad y a la docilidad del mundo. Los
anteriores son Buenos días Vietnam (Levinson, 1987), en el que Robin
Williams hace tambalear las represivas estructuras de una radio militar, y La
radio ataca (Stone, 1988), en el que el también guionista Eric Bogosian
recuerda al personaje de Alan Berg que se lanzó hacia la muerte por meterse
con el sexo y la raza en el Sur norteamericano. En ambas, la emoción y el
vértigo se apoderan del espectador cuando las escenas en el estudio crecen en
tensión y en audacia, superando cualquier clímax logrado en otras películas
por esos mismos directores. Cuando el protagonista de Suban el volumen
monologa, agrede, incita, se masturba, la atención del espectador se potencia
a niveles que nunca alcanzará escuchando la radio. Poco importa que el
mensaje sea confuso o que su personalidad tipo Clark Kent resulte de
caricatura. El grito de guerra adolescente, la rebeldía contra el mundo de los
mayores, la incomodidad frente a su sociedad o a cualquier otra, la soledad,
la timidez, las dificultades con el sexo opuesto se transmiten en cualquier
idioma y en cualquier frecuencia. La radio vuelve a atacar, y otra vez cuando
está apagada.
Publicado en El Amante N°1 – diciembre 1991

II
1992
4. Un camino para dos

Thelma y Louise (Thelma & Louise), Ridley Scott, 1991.


Un MacGuffin es, en la terminología de Hitchcock, un objeto sobre el que
parece girar la trama de una película y que sirve para consolidar el relato,
pero que en realidad carece de toda importancia. Lo mejor de Thelma &
Louise gira en torno de un MacGuffin brillante y el uso que se hace de él.
La historia es así: Louise y Thelma empiezan siendo dos caricaturas. Louise
Sarandon es una camarera de mediana edad, aburrida de su trabajo, soltera y
amargada. Thelma Davis es un ama de casa tonta, harta de un marido
autoritario y débil mental. Louise y Thelma se van a la montaña por el fin de
semana para escaparle a la rutina. En la primera parada en el camino, un
cowboy intenta violar a Thelma y Louise lo mata. Louise y Thelma intentan
huir a México. Thelma conoce la satisfacción sexual con un ladrón que las
deja sin dinero. Thelma asalta un supermercado. Thelma y Louise recorren
las polvorientas carreteras secundarias de Oklahoma, Nuevo México y
Arizona. Las persigue un policía local humanitario (el siempre maravilloso
Keitel) y el deshumanizado FBI. Thelma y Louise son dos caricaturas, pero
ahora de Butch Cassidy y el Sundance Kid.
El MacGuffin es un secreto escondido en el pasado de Louise que se llama
“lo que sucedió en Texas”. Aparentemente, allí fue violada y la justicia
protegió al violador, o tal vez algo peor. Louise se niega a hablar de él. La
película tiene un punto de inflexión en el que deja de llamarse Louise &
Thelma para adquirir su nombre definitivo. Porque hasta allí, es la película de
Louise. Con su mal humor, su presunta racionalidad, su madurez y su
traumático secreto que la lleva al crimen. En esa mañana, en la que están sin
dinero y casi sin esperanza, el camino de Louise es entregarse. Y para
salvarse, contar lo que pasó en Texas. Pero entonces, Thelma asalta el
supermercado y la película se desplaza desde un lugar muy cercano a la
comedia de costumbres y al drama judicial, al cine de los espacios abiertos y
el viaje iniciático. Y el secreto de Louise que hasta aquí hacía pensar que la
película se encaminaba hacia un desenlace poblado de explicaciones, se
revela como el astuto MacGuffin que es. Por una parte “lo que sucedió en
Texas” permite (porque Louise no quiere volver a pisar ese Estado) que el
auto vaya a México por una ruta absurda que pasa por el Gran Cañón del
Colorado, lo que a su vez es una excusa para atravesar Monument Valley, el
mítico territorio de los westerns de John Ford. Pero además, la película
cambia cuando el secreto pierde su poder explicativo y su carácter de eje
oculto del relato para revelarse como un mero elemento destinado a crear
intriga y mantener la atención. Porque la película de Louise/Sarandon, una
mujer con psicología encarnada por una gran actriz, se transforma en la
película de una mujer con magia, encarnada por una heroína del celuloide. Y
la magia de Geena Davis inunda la pantalla, con su alegría irresponsable. El
brillo de su mirada es la evidencia de que la locura y la inspiración se han
apoderado del relato (“Parece increíble –dice Thelma– pero tengo un
verdadero don para esto de los asaltos”). Y luego, en el legendario desierto,
los diálogos se reducen al mínimo y Thelma y Louise se olvidan de la policía,
el trabajo o el marido y se apodera de ellas un sentimiento ligero y profundo
de libertad, propio del cine y de la carretera. Y aunque Keitel haya
averiguado el secreto, y a través de él intente llegar a Louise, ya no importa.
Louise está curada. Sus rasgos se han suavizado y sabe que, en el fondo, un
trauma es solo un MacGuffin de la existencia.
El único que no se cura del todo es Ridley Scott. Cuando Ford filmaba
Monument Valley, la cámara se detenía lo suficiente como para que una
sensación del carácter casi sagrado y ritual del desierto llegara hasta nosotros.
Pero el apuro de Scott por cambiar de ángulo y de distancia nos informa de la
belleza del paisaje, pero nos transmite una parte muy pequeña de la emoción
que provoca en las protagonistas. Por eso estas deben referirse explícitamente
al paisaje o bajarse del coche para admirarlo. Observamos cómo el paisaje
actúa sobre Thelma y Louise, pero no lo sentimos actuar en nosotros. Vemos
una sucesión acelerada de fotos fijas con una banda de sonido a base de
guitarra slide como en París, Texas, el cliché oficial para “música de
desierto”. Y es increíble que en una película en la que se resuelve de manera
tan brillante el destino de los personajes, el director se sienta tan inseguro de
sus medios que llene la parte final con una cantidad de gags triviales, entre
los que el del ciclista negro sobresale como el más forzado. Y a esto se
agregan todavía otros lugares comunes, como la escena de los policías
mirando apasionados una película de amor, del modo en que el general que
encarnaba Robert Stack lloraba con Dumbo en 1941, o los Gremlins se
enloquecían con Blancanieves. ¿Será la figura del director otro MacGuffin?
Publicado en El Amante N°2 – enero/febrero 1992
5. Mujeres al borde

Thelma y Louise (Thelma & Louise), Ridley Scott, 1991.


Tengo un sueño recurrente. Escribo sobre una película protagonizada por
negros. Me encuentro con Spike Lee que me golpea el pecho con el dedo
índice y me dice “esto no es para ti, blanquito”. Voy a ver Thelma & Louise.
Me parece una película más bien machista. Luego leo artículos escritos por
mujeres que dicen que la película es feminista, o que refleja el punto de vista
de las mujeres. Vuelvo a soñar: me encuentro con María Luisa Bemberg, que
me dice: “esto no es para ti, nenito”. Pienso: ¿quién soy yo, sexo masculino,
para discutir con una mujer sobre películas sobre mujeres? Precisamente,
creo que este es el problema. Que el tema de las mujeres sea un problema de
mujeres es escasamente beneficioso para todo el mundo, con la posible
excepción de los que piensan que las mujeres no deben salir de la cocina.
Bien, al grano. Thelma tiene un marido tradicional, machista, mujeriego.
Pero no solo eso: el tipo se golpea con la puerta, se para encima de la pizza,
es uno de los personajes más ridículos que se hayan visto. Este es el marido
al que Thelma abandona (temporariamente, en principio). El camionero no es
solo grosero, es un oligofrénico. El cowboy no es solo tosco, es precisamente
un violador. Eliminando a estos siniestros personajes, ¿las mujeres dejarían
de ser discriminadas? Estos tipos tienen una característica en común: los
malos modales. En cambio el ladrón es un chico encantador. La trata muy
bien a Thelma, hasta la hace llegar al orgasmo. Este orgasmo le cuesta 6.000
dólares y tal vez la cárcel, pero ella no le guarda rencor. Cuando el ladrón se
cruza con el marido en la comisaría, le recuerda que se ha acostado con su
mujer y la ha hecho gozar para mostrarle su superioridad. Conclusiones: con
un tipo que la trate amablemente y la satisfaga en la cama, una mujer debería
estar contenta, aunque el tipo la haya engañado para sacarle la plata. Para que
un tipo sea realmente indeseable, tiene que ser tan estúpido y poco viril como
el famoso marido. Tenemos la impresión de que con un tipo 10% más
inteligente, 10% más eficaz sexualmente y 10% más cariñoso la huida no
valdría la pena. También parece que la idea de tener un buen cafiolo no es del
todo repudiable para el corazón femenino. Y la frase “yo a la loca la tengo
contenta, no se puede quejar” resultaría más que aceptable en un marido que
cumpliera con algunos requisitos. Un importante retroceso si uno piensa que
Casa de muñecas se estrenó en 1879. Un guion menos misógino tal vez
habría hecho un poco menos ridículo al marido, un poco menos musculoso al
ladrón, hubiera prescindido del camionero y habría hecho sufrir un poco a
Thelma por haber sido engañada.
Otro ítem: Thelma y Louise resuelven todos los problemas que se les van
presentando con el mínimo posible de racionalidad. Desde la innecesaria
huida, pasando por la ruta disparatada, la resistencia a hablar con Keitel (en el
que toda la sabiduría es depositada), la negativa a contarle lo que pasa al
novio de Louise (del que ella desconfía a tal punto que le da el dinero a
Thelma), el anonadamiento en las situaciones difíciles, hasta el asalto con
libreto plagiado al ladrón, que ha terminado de seducir a Thelma contándole
que es Billy the Kid y no el ratero que verdaderamente es. Thelma & Louise
no es precisamente una apología de la capacidad intelectual de las mujeres.
La mujer paradigmática de la película es la camarera que interrogada por
Keitel le dice que Louise no puede haber matado a nadie porque le dejó una
buena propina, para después tirarse un lance con el policía que, en el contexto
apropiado, bien podría equivaler a las muecas del camionero (“no me habrás
hecho quedar hasta esta hora para que no pase nada”).
Que las mujeres recorran la carretera, fraternicen como los hombres y
tengan aventuras sexuales, es una buena idea. El chiste sería que en Thelma
& Louise no pagaran esos pecados con la vida. De todos modos, es posible
que la película admita otras interpretaciones, de mujeres y de hombres. Pero
resulta molesto que toda película protagonizada por mujeres despierte furores
femeninos ante la pasividad de los hombres que ni se molestan en
considerarlos, porque después de todo, son cosa de mujeres.
Mientras añoro la propaganda por la liberación femenina al viejo estilo, me
prometo a mí mismo no escribir nunca sobre una película de vampiros.
Publicado en El Amante N°2 – enero/febrero 1992
6. The Last Waltz

The Last Waltz, Martin Scorsese, 1978.


El 25 de noviembre de 1976, uno de los más grandes grupos de la historia del
rock americano, The Band, tocó su concierto de despedida en el Winterland
Arena de San Francisco. Duró siete horas y tuvo como invitados a la élite del
rock y afines de los setenta. Desde el legendario cantante de blues Muddy
Waters hasta la sofisticada Joni Mitchell, pasando por Dylan, Neil Young,
Van Morrison, Clapton y hasta Ringo Starr y Ron Wood, que funcionaban
como representantes de los Stones y de los disueltos Beatles, para mostrar la
importancia del evento. La película es mucho más que la filmación de un
recital. Es, por una parte, un festejo del que Martin Scorsese participó como
un devoto más de la música que lo acompañaba desde su adolescencia y que
era parte esencial y trascendente de su mundo, tan ligado a la experiencia
religiosa. “El rodaje de The Last Waltz”, declaró una vez, “fue la experiencia
más hermosa de mi vida”. El concierto –en el Día de Acción de Gracias– es
además una celebración de los sobrevivientes y un homenaje a los caídos. El
recuerdo y la sensación de que cualquiera de los que subieron a ese escenario
podría estar muerto se expresa en los reportajes pero además no deja de
notarse entre los alegres intercambios de camaradería (de hecho, Richard
Manuel se ahorcaría diez años más tarde).
The Band, formada por los canadienses Robbie Robertson (guitarra,
composición, coros), Rick Danko (bajo, voz), Richard Manuel (piano, voz),
Garth Hudson (teclados, acordeón) y el nativo de Arkansas Levon Helm
(batería, voz), se disuelve en 1976 porque sus integrantes creen que han
llegado al final de una experiencia límite: después de dieciséis años de tocar
juntos en la carretera, están exhaustos y asustados; saben que muchos de sus
amigos quedaron en el camino muy jóvenes por hacer la vida que ellos
mismos han llevado por demasiado tiempo.
The Band fue un conjunto fuera de lo común. Básicamente fue un sonido
único, inconfundible, adictivo. Una particular mezcla de las raíces de todos
los tipos de música rural de los Estados Unidos y una historia de muchos
años en todo tipo de escenarios acompañando a grandes figuras del blues, el
country, el R&B. Dos pianos y un sonido muy rítmico, decididamente
acústico y con tres muy buenos cantantes solistas, especialmente el baterista
Helm, mientras que Robertson, líder del grupo, brillante guitarrista y
compositor que desarrollaría luego una interesante carrera como solista, no
hacía más que coros. Letras con un fuerte acento campesino, que encarnaron
una simpatía de gente del Norte por ciertas tradiciones del Sur. The Night
They Drove Old Dixie Down, por ejemplo, es un himno antibélico (y
antiyanqui) que entona un trabajador contra la expoliación del Sur por parte
del ejército de la Unión después de la guerra civil.
The Band era la manera en que Bob Dylan solía llamar al grupo que lo
acompañó en muchas de sus giras mundiales de los 60. Durante mucho
tiempo acompañantes del famoso autor y cantante, son recordados por mucha
gente en ese papel. Pero fueron mucho más que eso. A punto tal que los
fanáticos de Dylan que escuchamos hoy los discos que grabaron juntos con
un poco menos de apasionamiento, deseamos frecuentemente que el solista
desaparezca para disfrutar del armonioso y pausado brillo de la banda.
El concierto y la filmación son perfectos. Los músicos están felices y
relajados. Scorsese, que estaba en pleno montaje de New York, New York, lo
interrumpió para registrar el concierto. Hizo traer la escenografía de La
Traviata y los candelabros de Lo que el viento se llevó. Preparó un guion de
200 páginas donde describía la iluminación y los movimientos de siete
cámaras que rodaron simultáneamente. Luego grabó en estudios dos números
más, reportajes y el vals–logotipo y finalmente montó cada canción
personalmente a lo largo de dos años. Las cámaras penetran en el recital con
una fidelidad perfecta, captando cada detalle, envolviendo con excepcional
cuidado a los músicos, sin distraerse un instante con tomas del público con el
que, sin embargo, el espectador comparte toda la emoción y el placer.
The Last Waltz, una película mayor de Scorsese, una ocasión musical
irrepetible, no está editada en video en la Argentina.
Publicado en El Amante N°2 – enero/febrero 1992
7. Dossier Coppola. El brillo de los héroes

Un mafioso arrepentido, o tal vez un personaje de Buenos muchachos,


declaró alguna vez que pertenecer a la Organización fue lo mejor que le pasó
en su vida, que esta le permitió sentirse diferente de la gente común. La
enorme originalidad temática del El padrino reside en haber mostrado por
primera vez a la honorable sociedad de italianos y sus descendientes como
integrantes, no de una asociación criminal, sino como orgullosos miembros
de una aristocracia alternativa.
Exagerando un poco, podríamos decir que la obra posterior de Coppola es
una exploración de los modos de la aristocracia o de la búsqueda de este
concepto en sus manifestaciones menos convencionales. Y que esos modos
son tanto más interesantes en la medida en que se hacen más íntimos o más
insospechados.
La vida sin Zoe, el cuento de hadas que integra las Historias de Nueva York,
es un insólito elogio a la vida de los ricos. Una descripción de lo feliz que
puede ser la infancia de una niña millonaria. De lo agradables que pueden ser
sus amigos multimillonarios, de lo bondadoso de sus padres, de la cordialidad
de los sirvientes, de lo atractivas que pueden ser sus fiestas y sus viajes. Es el
reverso de La Cenicienta. Zoe no espera al príncipe azul torturada por la
madrastra. Se divierte en su palacio atendida y mimada por el mayordomo
cuando el padre no puede dar un concierto para ella o la madre no la lleva de
compras a París. Este argumento tan raro, tan alejado de la convención que
obliga a los ricos a sufrir o a ser infelices, tiene, sin embargo una moraleja
sorprendente: que el ser colmado de atenciones, que le den todos los gustos
es, simplemente, lo que merece todo chico de buen corazón.
Tucker, en cambio, no es rico pero es un genio. Es un tipo no demasiado
inteligente en un sentido convencional, pero con un don especial para los
inventos. Y con un sueño: ser un gran empresario. Pero no en base a la
especulación financiera ni a la dureza para negociar, sino a la calidad de sus
productos. Tucker se puede permitir el lujo de actuar lealmente, de no
sobornar a nadie, de no humillarse, porque su sueño es más grande que sus
enemigos y su visión le permite vivir en un mundo en el que no hay lugar
para mezquindades. Tucker, el Coppola de la industria automotriz, también
fue un aristócrata pero, a diferencia del director, no necesitaba siquiera de sus
productos porque su imaginación estaba repleta de ellos.
En Apocalipsis Now, el enigmático coronel Kurtz no es un militar común: es
un aristócrata guerrero cuya sabiduría y concepción de la guerra vienen de
fuentes mucho más profundas de las que se nutren las academias militares.
Esa aristocracia es la que fascina a Willard, ese carácter que contrasta a tal
punto con su propia carrera manejada por los burócratas. Ese es el
sorprendente subtexto de una película que está muy lejos de un supuesto
pacifismo trivial: la guerra, nos dice Kurtz, no es para los militares, sino para
los que están dispuestos a sumergirse en el horror, para los privilegiados que
pueden llegar al corazón de las tinieblas.
Si Apocalipsis Now marca una relación clara con la figura del aristócrata
samurai, la otra película de Coppola sobre militares, Jardines de Piedra, que
se ocupa de suboficiales, de paradigmas de la gente común, interesa más
aquí. El sargento Clell Hazard no solo supera en medallas al sargento York,
lo que lo convierte en el soldado más condecorado de la historia del cine, sino
que esas condecoraciones le importan muy poco. En realidad, Hazard y su
amigo Nelson son de los pocos personajes del cine que se toman la educación
en serio, con la posible compañía del profesor que hace Edward James Olmos
en Stand and Deliver (Con ganas de triunfar, Ramón Menéndez, 1987).
Hazard y Nelson sienten que tienen una misión que cumplir: entrenar
soldados, evitar que mueran sin saber defenderse en el campo de batalla. Por
eso, Hazard quiere ir al frente. No lo impulsa el patriotismo, ni la sed de
aventura. No disfruta de la guerra. Su novia es una militante pacifista, extraña
asociación que solo se explica porque Hazard es, en una profesión de
acomodados y arribistas, el aristócrata que actúa por deber, condición que el
film privilegia sobre el heroísmo en el campo de batalla y que le permite estar
más allá de la ideología de sus colegas.
Pero es Peggy Sue la película que más paradójicamente muestra la tipología
de los héroes de Coppola. Kathleen Turner es coronada dos veces como reina
de la promoción, ese resabio monárquico de la escuela secundaria americana.
Peggy Sue es la más popular de sus compañeras. Sigue siendo la más popular
25 años más tarde. ¿En qué se diferencia Peggy Sue del resto? ¿No es acaso
una típica representante de la clase media de un típico pueblo americano? El
que sea la más popular, ¿no la hace aun más común y estereotipada? No es la
más inteligente, ni la más ambiciosa, ni tampoco la más linda. En su época
madura padece la frustración del envejecimiento y el dolor del divorcio. Pero
Peggy Sue viaja al pasado a buscar su perdida grandeza, y se reencuentra con
su capacidad de sentir. Y allí comprende que su verdadero don es el de
reconocer y respetar el talento y la sensibilidad ajenos. Es capaz de proteger
al futuro científico y de entregarse al futuro poeta. Pero sobre todo, es capaz
de amar con todo su corazón al común, timorato y confundido Charlie, al que
el tiempo le quitará sus escasas virtudes, salvo la de amar apasionadamente a
Peggy Sue y a sus hijos. Pero Peggy Sue no soporta volver a ser la reina hasta
recuperar el cariño por sus seres queridos, desde su abuela hasta sus
compañeros. Y esta es la versión más sutil de la aristocracia y su refugio más
inesperado: el corazón del individuo común que no renuncia a su sensibilidad
ni a sus afectos. Una condición que, al alcance de cualquiera, implica sin
embargo una violenta diferencia. Es a ese final de la adolescencia, tan crítico
en la vida de los norteamericanos, a donde Peggy Sue debe ir a buscar su
perdida corona. Es allí donde debe averiguar que ella y Charlie fueron felices
antes de dejar de ser héroes. Pero fueron héroes porque eran felices. Es esa
marca de felicidad la que el conserje reverencia en Zoe, no su dinero. Es el
sueño de Tucker, no sus coches. Es la generosidad de Hazard, no sus hazañas.
Porque la aristocracia es el club al que pertenecen los que alguna vez fueron
felices, los que alguna vez fueron generosos, los que alguna vez lloraron por
amor.
Desde la riqueza hasta la sensibilidad, los dones humanos son para Coppola
caminos de excelencia, alternativas a la chatura de las vidas y las
instituciones, vías y recuerdos de la felicidad. Y por eso, esas películas que
podrían ser la apología del dinero, del capitalismo, de la guerra o del
matrimonio en su versión más burguesa representan, en cambio, una mirada
diferente sobre el alma de sus personajes y una invitación a disfrutar de la
belleza y la profundidad de la vida. Los melancólicos irlandeses, los oscuros
oficiales de caballería de John Ford, tan apegados a las peleas, los bailes y las
borracheras, tan sentimentales en los entierros eran, al igual que sus decididas
mujeres, miembros de esa aristocracia. Los héroes fordianos brillaban con
una luz interior que alcanzaba para iluminar las valiosas peculiaridades de su
entorno. Un brillo que solo el cine registra y que la cámara de Francis
Coppola supo reconocer no solamente en un viejo inmigrante, sabio y feroz,
sino en una nena de diez años y en una mujer que se casó prematuramente.
Publicado en El Amante N°2 – enero/febrero 1992
8. Diez nuevas razones para odiar a Peter Greenaway y un epílogo

Conspiración de mujeres (Drowning by Numbers), Peter Greenaway, 1988.


1. El cine de Greenaway invita a pertenecer. Como la literatura de Umberto
Eco, genera la ilusión de estar en contacto con una forma superior de la
cultura, contacto que se logra sin demasiado esfuerzo y que solo exige un
agradecimiento en forma de admiración. Es, en cierto sentido, un cine de
divulgación: de divulgación de la firma Peter Greenaway. Propone que se lo
admire como erudito y artista sin transmitir emoción alguna ni sugerir
ninguna idea interesante, salvo la su propia genialidad.
2. Sus películas tratan de cuestiones más bien sórdidas. Es una regla
establecida de la tontería cinematográfica que los finales felices son más
“comerciales” y menos “artísticos” que los finales desgraciados. Y también
que las películas que describen individuos siniestros y miserables son más
valiosas que las que tratan de gente agradable. A menores rasgos de
compasión, más “arte”.
3. Ante el habitual compendio de estupidez y crueldad, el espectador no
puede simpatizar ni identificarse con ningún rasgo de los personajes. Pero le
queda una salida para que el film no le resulte insoportable: ponerse del lado
del director y sentirse –si no mejor que lo que ve, porque la idea es que todo
es corrupción, vanidad y podredumbre, incluidos el director y nosotros– al
menos del bando privilegiado: el de los que se dan cuenta de cómo es todo. Y
esto implica, en particular, ser casi tan astuto como el propio realizador.
Greenaway propone así una satisfacción dudosa y una alianza cobarde: el
director y el espectador contra los personajes.
4. Pero en Conspiración de mujeres, el director supera la pintura de la
sordidez para alcanzar el sadismo. Un chico se cuelga por un malentendido.
La nena que salta a la soga es atropellada por un coche. Algunas muertes son
arbitrarias, gratuitas. Pero obedecen a una necesidad. Porque Greenaway es el
cineasta del control. Y el máximo control posible es el asesinato impune de
sus criaturas. Para mostrar que así como puede darles la vida, puede
quitársela. Y, por supuesto, el lugar reservado al espectador no es el de sufrir
con las víctimas como en una buena película de terror, sino el de disfrutar con
el verdugo.
5. No hay un solo objeto en la pantalla que no haya sido buscado y colocado
a propósito. No hay una sola toma que escape a una idea maniática de la
composición. Cada fotograma de Greenaway es un monumento a la represión
de cualquier autonomía de los actores o de las imágenes. La fotografía de
Sacha Vierny –recargada, horrible como un jardín de orquídeas– muestra a
cada paso la voluntad de poder del director.
6. Los hombres cobardes, las mujeres perversas, los caracteres maníacos y
despóticos, la descomposición, la muerte, pero también el destino y la
fatalidad en su versión más melodramática son parte del universo de ficción
de Greenaway. Sus alegorías conceptuales (como la famosa relación entre el
embarazo y el cáncer de estómago de El vientre de un arquitecto) son burdas.
7. Sus tramas son aburridas, pero plagadas de incidentes. No hay un tiempo
muerto, una escena sin significado, un diálogo sin interpretación. La imagen,
la banda de sonido están superpobladas. Greenaway padece de horror al
vacío.
8. En Conspiración de mujeres, Greenaway consuma la destrucción del
territorio de lo cinematográfico. El título original de la película es Drowning
by Numbers, o “ahogándose según los números”. Los ahogados son tres
maridos que mueren a manos de sus mujeres, abuela, madre, hija, que se
llaman exactamente igual. Lo de los nombres iguales, que en una novela
podría ser enormemente efectivo, es en el cine absolutamente inocuo, otra
discutible ingeniosidad, otra muestra de torpeza.
9. En cuanto a los números, van del uno al cien, y aparecen en un cartel, en la
camiseta de un corredor o en un libro, y corresponden a los cien planos de la
película. Cuando Hitchcock aparecía en sus obras, provocaba un tipo de
ruptura del relato semejante al actor que le habla a la cámara: un guiño, una
fisura, con el efecto de un chiste o de un lapsus. Pero alguna vez dijo que
prefería aparecer más bien al principio para que el espectador no se pasara
todo el tiempo buscándolo. Greenaway hace exactamente lo contrario, y el
espectador –tal vez para acelerar el final– se la pasa buscando el número
siguiente con obsesiva desesperación.
10. La película se burla de la costumbre inglesa de practicar con supuesta
seriedad juegos aparentemente absurdos como el cricket. Entonces le propone
el juego de los números al espectador. Esta mezcla –que llega hasta el título–
de lo narrado con la narración o del lenguaje con el metalenguaje, por así
decirlo, completa el sadismo de Greenaway al acorralar al espectador y
privarlo de toda posibilidad de gozar del film. Se consuma así la violación del
espacio narrativo, no para enriquecerlo, para jugar con su ambigüedad, sino
para anularlo y transformarlo en el territorio del capricho.
Epílogo. Greenaway declaró alguna vez su fascinación por los catálogos y las
listas de elementos heterogéneos. Afirmó que el montaje era similar
precisamente al de un bibliotecario que cataloga y junta pedazos diferentes.
Un crítico español afirmó que ideas como esta eran “demasiado inteligentes”
para el espectador común afirmando que el director inglés era un Auténtico
Artista. Curioso destino el de Greenaway. Nadie dice que su cine sea bueno a
secas. En cambio, acostumbra recibir el calificativo de Genio, ese frecuente
sinónimo de imbécil, que la megalomanía suele disimular.
Publicado en El Amante N°2 – enero/febrero 1992
9. Páginas de video. Desde el sillón

Boom Boom, Rosa Vergés, 1989.


Hay dos razones para ocuparse de una película espantosa. Una es que haya
tenido éxito, y para protestar por ese éxito. Otra, que tenga algo que la
diferencie de otras películas espantosas similares. Boom Boom cumple con
los dos requisitos. De gran suceso en España, puede hacer carrera en video
como “una película como las de Almodóvar”. En realidad es una comedia sin
gracia, más bien pacata y de un convencionalismo barato y anticuado. Que
esta pieza del museo de los años 50 pase por moderna es un misterio que
merecería un análisis más bien sociológico. Pero hay algo más. En Boom
Boom hay un personaje que hace de inmigrante argentino, que encarna a un
dentista argentino, uno de los tantos que hay en España. Este personaje es el
más ridículo de la película: se cree un gran conquistador, habla como Gardel
y es un chanta subhumano que supera a los libretos más miserables de Pinti.
En algún momento se llega a sugerir que tiene trabajo solo porque la
protagonista se ha apiadado de él. Ese personaje no es escarnecido por su
personalidad o sus características, sino en tanto argentino.
Se sabe que el racismo es una constante de la España próspera de hoy. Boom
Boom es por eso una película diferente: exhibe ese racismo con toda la
naturalidad que le presta su arrogante ignorancia.
Publicado en El Amante N°2 – enero/febrero 1992

10. Páginas de video. Desde el sillón

Havana, Sydney Pollack, 1989.


Cuando ocurre una hazaña deportiva, al cabo de un tiempo resulta que hay
más gente que afirma haber estado presente de la que corresponde a la
capacidad del estadio. La noche de Año Nuevo de 1959 en La Habana
también está empezando a superpoblarse. En un principio, era difícil
distinguir a nadie en la desbandada de mafiosos y funcionarios del régimen
de Batista ocasionada por el triunfo de la guerrilla. Hace unos años supimos
que esa noche y ese lugar fueron los elegidos por Al Pacino para besar a su
hermano John Cazale en la boca e informarle que estaba condenado a muerte
por traicionar a la familia Corleone (El padrino II, 1974). Luego, Richard
Lester descubrió allí a Sean Connery representando a un mercenario inglés
enamorado y un poco perplejo (Cuba, 1974). Pero hubo que esperar hasta
Havana para que esa noche singular se reprodujera con más detalle, y uno
pudiera palpitar la sensación de que se terminaban los tiempos en que podía
escucharse a Frank Sinatra en el casino. Y así fue que también nos enteramos
de que Robert Redford, jugador de póker y aventurero, también anduvo por
allí. Y Lena Olin, sueco–americana mujer de un dirigente castrista, y Raúl
Juliá, el dirigente. Aunque la crónica no registre si estos se cruzaron con
alguno de los anteriores, es bastante probable, ya que los turistas no eran
tantos, después de todo. Tal vez un poco más que la colección de extranjeros
que habitaba en 1942 esa ciudad colonial de la Francia de Vichy situada en el
norte de África. Efectivamente, Havana es una remake de Casablanca (antes
de filmarla se descartaron otros lugares como Caracas, Dakar y Madagascar).
Un enorme fracaso comercial en Estados Unidos, y una película destruida
por la crítica americana el día de su estreno. A tal punto que muchas de las
reseñas que se escribieron después empiezan diciendo “no es para tanto”.
Pero a Casablanca no le fue nada bien en el estreno. ¿Llegará un día entonces
en que Havana sea un clásico? Después de todo, si uno las compara, tiene
cosas a favor: una excelente reconstrucción de lugares, incluida la banda de
sonido con las canciones de la época. Tiene también un personaje
maravilloso: el de Alan Arkin, que puede compararse ya sea con el policía
francés Paul Henried (como amigo del protagonista), al que aventaja
claramente, o con el dueño de bar Sydney Greenstreet (como colega), que
está magnífico pero que actúa menos. Y por supuesto, Juliá hace un marido
mucho más interesante que el solemne Paul Henried, cuyo único mérito
parecía ser su habilidad para cantar La Marsellesa siendo austríaco. Juliá es
un verdadero rival, no un pelele para tenerle compasión por su militancia.
Hasta el policía de Batista es mejor que el oficial alemán.
Hay muchas buenas líneas de diálogo en Havana. Ejemplo: “Es fácil ganarle
al póker a los políticos. No entienden que a veces conviene perder con una
mano ganadora porque quieren el poder todo el tiempo”. O: “No es cierto que
usted no crea en nada. Al menos cree en las mujeres hermosas” (dicha por el
marido al tipo que quiere seducir a su esposa). Y la trama es más sofisticada
desde el punto de vista de la intriga, y tan romántica como la original.
Claro que pierde en muchos rubros. En primer lugar, cada situación
secundaria de Casablanca es interesante en sí: la mujer al borde de
prostituirse por un pasaporte, la clausura del bar, las ganancias amañadas del
policía, la solidaridad de los empleados. Las anécdotas en Havana son más
bien pobres. Aunque algunas partidas de póker están bastante bien. Pero la
secuencia que termina en una fiesta entre Redford y las dos turistas empieza
con las dos mujeres mostrando burdas caras de excitación en el espectáculo
porno, en una clara demostración de chapucería escénica (que exhibe de paso
la inferioridad moral de los yankis, al peor estilo tercermundo). Y el
personaje de Richard Farnsworth (el “profesor”, ¿tal vez Hemingway?) y su
diálogo con Redford son vacíos e innecesarios.
Alguien dijo alguna vez en Hollywood que Adolphe Menjou mostraba que
tenía huevos en cada actuación. Pero cuando actuaba Gable se escuchaban los
huevos chocar. Esa es aproximadamente la diferencia entre Bogart y Redford.
En ambas películas es necesario mostrar que el protagonista es un tipo
valioso detrás de su cinismo de aventurero. En Havana, se lo muestra en
primer lugar valiente, en la escena del barco. En segundo lugar, generoso,
porque devuelve el dinero. En tercer lugar, sensible frente a la injusticia. Y
por último, inteligente porque estudia libros de matemática para jugar al
póker científicamente. En Casablanca se logra el mismo efecto mostrando a
Bogart durante 15 segundos. La magia de Ingrid Bergman en Casablanca
admite pocas comparaciones. Cuando entra por primera vez en el café de
Rick, parece que se van a caer todas las copas. Cuando la cámara toma por
primera vez a Lena Olin en el barco, uno piensa: “Linda morocha”. Pero Olin
no tiene toda la culpa de una actuación realmente muy fallida. Es que
Redford está tan interesado (como siempre) en su propio personaje que se
refugia en la absoluta opacidad expresiva y le deja a su compañera toda la
tarea de transmitir emociones. Y tanto la obliga a hacerse cargo de los dos,
que en una escena en la que se entera de una noticia inesperada, la cámara le
cae encima a la sueca y ella recurre entonces a unas morisquetas propias de
un ejercicio elemental de mal teatro. Por otra parte, las escenas entre los dos
están construidas de una manera tan aberrante, que cada vez que se
encuentran tienen la obligación de decir una frase ingeniosa y singular, algo
que ningún escritor de diálogos puede lograr sin caer en el artificio y la
pedantería.
Pero no son estos detalles los que hacen de Havana un engendro. Si Havana
se hubiera filmado en 1942 y Casablanca en 1991, la frase “Si quieres
cambiar el mundo, por qué no cambias el mío” provocaría tanto placer como
el que se siente hoy al escuchar “No sé si es el ruido de los cañones o el
latido de mi corazón”, y en lugar de la famosa y apócrifa “Play it again,
Sam”, alguien habría inventado que Redford dijo “Pongan otra vez el disco
de Fats Domino”. El problema es en realidad la ceguera estética y política de
Pollack, que cree que puede tomar a Bogart y Bergman, un personaje de
novela negra y una mujer que debe elegir entre el amor y la abnegación,
extraerlos de un film de 1942, trasladarlos a 1958 e imitarlos en 1990 sin
ningún intento de parodia o de ironía, haciendo de cuenta que nadie fue
nunca al cine. Es esta ingenuidad la que resulta, en definitiva, paródica, y
hace que el film esté pasado de moda antes de estrenarse. Y esta ingenuidad,
propia del “progresismo” de Pollack, resulta además altamente tramposa
porque hace aparecer a la revolución cubana como una causa que vale la pena
defender (homóloga a la lucha contra el nazismo), pero simultáneamente trata
de que la identidad política de los revoltosos se mantenga en el perfil más
bajo posible. Si el planteo de un melodrama y los valores políticos viajan con
dificultad en el tiempo, al ambiente caribeño, a la música y al clima de los
casinos les va mucho mejor con la evocación. Y, por otra parte, escenas como
el monólogo final de Redford, con su sentimentalismo pegajoso, revelan que
el guionista empleó a fondo su inteligencia y acertó más de una vez en el
juego de los parlamentos brillantes.
Recomiendo ver Havana. Pero que nadie diga que yo dije que era una buena
película.
Publicado en El Amante N°2 – enero/febrero 1992
11. ¿Puede el cine curar la calvicie?

JFK, Oliver Stone, 1991.


I. JFK es la “película problema” del mes, papel en el que viene a sustituir a
Thelma & Louise. Pasto para las redacciones de los diarios, alimento de
políticos y expertos varios. JFK es cine–escándalo, material para llenar
páginas. Pocos creen –fuera de Hollywood– que sea una gran película pero
algunos dicen que es una buena película porque sostiene una buena causa y
otros que no es una buena película, pero sostiene una buena causa.
II. En un artículo aparecido en Premiere (EE.UU.), en el que defiende el
carácter mesiánico de su film, Stone empieza con una reflexión curiosa.
Observa que cuando conocemos un tema y vemos su cobertura en un
noticiero de televisión, comprobamos que esta resulta siempre errónea, así se
trate de un simple espectáculo deportivo. Un punto de partida interesante.
III. Los mensajes de un noticiero deben ser cerrados. Deben producir la
sensación de que lo que se ha contado es simplemente una versión resumida
de todo lo que hay. En un evento deportivo la historia se termina cuando
aparece en pantalla el resultado. Los comentarios sobre las imágenes se
construyen como un preámbulo a una conclusión –ese resultado– que sobre el
final liquidará toda incertidumbre y hará obsoleta toda disputa. Esto se logra
condensando el tiempo para convertir sutil o burdamente lo que alguna vez
pudo ser de otra manera en pasado irrevocable. Se logra así dejar afuera todas
las dudas que en su momento tuvieron los protagonistas y los testigos. Las
vacilaciones, las sospechas no son el material de los noticieros, aunque su
eliminación en beneficio de la síntesis deje en el camino los jirones de la
verdad. Su función es fijar la historia, convertirla en hechos.
IV. Durante algunos años un arquitecto deambuló por las pantallas de
televisión diciéndole a todo el mundo que la Tierra estaba siendo invadida
por alienígenas hostiles, sin lograr que nadie le creyera. Los invasores es la
materia prima de muchos relatos: el descubrimiento de que hay algo que no
es lo que parece, de que un objeto que no encaja en un cuadro es, en realidad,
la huella del mal en el mundo. La ficción habla de lo que no muestra, de lo
que se teme, de lo que resulta esencialmente abierto detrás de su engañosa
solidez. Una foto que al ampliarse deja ver un revólver, un suicida zurdo que
empuñó el arma con su mano derecha, un abogado caro que aparece
ocupándose de un caso de poca monta, son indicios de una conjura criminal
que se mueve en las sombras. Muchas películas pueden resumirse en las
peripecias de un personaje para convencer a los demás de que la conspiración
y la amenaza que solo él conoce no son producto de su imaginación
desvariante. Todo buen thriller es una exploración de esa estructura
paranoide. La paranoia, la sospecha no aparecen nunca en las noticias de las
nueve; en cambio, son el fundamento y el nervio de toda ficción: el interés
que despierta una buena historia está absolutamente ligado a alguna variante
de la idea de que las cosas no son lo que se cree. El develamiento paulatino
de los hilos ocultos de la trama conspirativa es una fuente de placer que tiene
pocos rivales en el deseo del espectador de ficción. Por eso, para todo aquel
que se relame cuando el inocente protagonista de un film descubre que un
coche lo está siguiendo, la perspectiva de que le cuenten cómo fue asesinado
verdaderamente un presidente norteamericano resulta un programa
inmejorable, la culminación de un género fílmico. La idea de que en
noviembre del 63 hubo un golpe de Estado en el país más orgulloso de su
tradición democrática y en el que nunca se interrumpió la vigencia de la
Constitución, resulta altamente excitante para la imaginación; y la pretensión
de esclarecerlo, una fuente de interés que no admite rivales. En cambio, JFK
es el mayor intento conocido de convertir un thriller en un noticiero. Con la
excusa de abrir un caso aparentemente cerrado, Stone fabrica una base de
ficción altamente atractiva para que sustente otra historia cerrada, otra verdad
resumida.
Los personajes ficticios del hampa homosexual de Nueva Orleans son un
conjunto pintoresco y de grandes posibilidades dramáticas. Un general de
inteligencia que sabe todo lo que pasa en la trastienda de los servicios
secretos es alguien a quien uno desea escuchar. Un fiscal incorruptible y
obstinado es un protagonista perfecto.
V. Pero Stone es ambicioso. No se conforma con narrar la investigación.
Intenta reconstruir el crimen. Y JFK salta entonces al vacío, para caer en
brazos de la televisión. Duplicando algunos trozos de evidencia filmados y
televisados, fabricando otros, la película reconstruye y adultera las partes
faltantes u oscuras, inventa un alegato que nunca existió, aporta pruebas que
se descubrieron más tarde con la sola finalidad de resultar convincente para la
retórica de un informativo, sin advertir que en un relato de ficción una
palabra oportuna o un silencio pueden ser más valiosos que mil imágenes. En
otras palabras, el recurso a la supuesta verdad documental solo puede tener
eficacia narrativa como simulación de que los personajes advierten la
evidencia oculta. El cine nos hace creer en lo que experimentan los caracteres
de ficción, pero nadie se detiene en los pedazos de película para averiguar por
dónde entró una bala como si detuviera la imagen de un partido para saber si
un gol fue en offside. Stone fabrica un noticiero falso que se adivina falso y
cuya veracidad es, en el fondo, irrelevante. El poder del cine no fue nunca el
de la capacidad demostrativa de las imágenes, capacidad de la que en el
fondo carecen, sino en todo caso, el de sus posibilidades de recrear lo
ambiguo. Son los eventos deportivos los que necesitan de la repetición y de la
multiplicidad de enfoques. La cámara lenta es en el cine un procedimiento
estético, no un argumento para los árbitros como en el fútbol americano. El
cine es, en ese sentido, tan capaz de testimoniar la historia como de curar la
calvicie.
VI. Pero hay otras mistificaciones en JFK. Kevin Costner no encarna después
de todo a Jim Garrison, oscuro fiscal de Nueva Orleans, que se caracteriza
como personaje por su absoluta y convencional chatura, sino a John
Fitzgerald Kennedy, ex presidente de los Estados Unidos. Cuando Costner,
durante el alegato final, mira a la cámara como un político que solicita coraje
a los espectadores al tiempo que recita la frase más famosa del político
asesinado (“No se pregunten qué puede hacer su país por ustedes, sino qué
pueden hacer ustedes por su país”) se consuma uno de los casos de
transmutación de personalidades más notables de la historia del cine desde
que Bela Lugosi decidió dormir en un ataúd pensando que era el conde
Drácula. En esa identificación Kennedy–Costner se intenta sustentar la fuerza
evocativa y polémica de la película. Esa famosa imagen de joven político
valiente, sensible e inteligente es la que conecta esa cara en la pantalla de los
tempranos sesenta con otra cara, que treinta años más tarde representa
también la belleza, la fuerza y la sinceridad. Esa otra cara es la tan creíble de
Kevin Costner, amistoso y racional como deportista (American Flyers, La
bella y el campeón) o granjero de izquierda y ex hippie (El campo de los
sueños) o policía inflexible frente a los poderosos (Los intocables). Creíble
como representante ante los indios sioux como Kennedy lo era frente a los
rusos (Danza con lobos), o como creíble defensor de los pobres en el
condado de Notingham, a pesar de su origen aristocrático (Robin Hood),
como Kennedy lo era frente a muchos desposeídos, especialmente negros.
Esa simbiosis tiene, a su vez, sus complicaciones.
VII. La relación entre los Kennedy y Hollywood se remonta posiblemente a
la época en la que Joseph P., padre de los tres hermanos senadores, producía
películas y proveía de alcohol clandestino a la colonia artística californiana.
Años más tarde, los hermanos solían tener a Peter Lawford de cuñado, a
Frank Sinatra de amigo y a Marilyn Monroe de amante. Kennedy es, de
alguna manera, el reverso de Reagan, el actor que llegó a presidente: es el
presidente que pudo haber sido actor. Una especie de Henry Fonda, Robert
Redford o, por qué no, Costner, apto para papeles de buen mozo progresista,
sincero y patriota.
Pero los mil días de la presidencia de Kennedy son contemporáneos del fin
de la época dorada de Hollywood y del comienzo de la era audiovisual. Y
John Kennedy fue el primer presidente de esa era: la elección que lo llevó a la
presidencia se decidió gracias a los cuatro debates televisados en los que el
apuesto senador por Massachusetts resultó mucho más convincente,
transmitió una imagen de mayor honestidad que el feo y muy poco expresivo
Richard Nixon. En los sesenta, el espectador dejó de espiar el glamour de las
estrellas en movimiento para fascinarse por esas imágenes de gente sentada
que lo miraba directamente a los ojos. Cuando en mayo de 1962, Marilyn
Monroe abandonó un rodaje en Hollywood para ir a cantarle el feliz
cumpleaños al presidente en Nueva York, estaba haciendo algo más que
poner en peligro su carrera y en evidencia su relación clandestina: estaba
simbolizando la inmolación de la última estrella del star system con sede en
California en el altar de la publicidad ubicado en la ciudad sede de las
grandes cadenas televisivas. Jack Kennedy fue el hombre que convirtió el
encanto cinematográfico en capital político y en presencia televisiva.
Curiosamente, Stone intentó algo equivalente: transferir el poder del cine a la
presentación televisiva. Pero, ¿hasta dónde llega el carisma?
VIII. Para todos los que creyeron en el carisma del presidente rubio, sincero y
valiente, la idea de la conspiración para matarlo es convincente y condenable.
Pero para muchos otros, Kennedy fue algo muy diferente: el Judas rodeado
de intelectuales que estaba entregando la nación en las garras de la
conspiración comunista. Como Costner en Sin salida, donde detrás de aquel
pulcro y atractivo oficial de marina injustamente perseguido se ocultaba nada
menos que un espía ruso (para otros más, era un halcón disfrazado de paloma,
un rostro benévolo de la conspiración imperialista).
IX. Ese entrecruzamiento de paranoias, esa textura de sospechas es el
verdadero mecanismo de la convicción política. Después de todo, los
siniestros personajes del hampa de Nueva Orleans se sentían también
amenazados por fuerzas traidoras y tenebrosas, y se veían a sí mismos como
víctimas de una conspiración. Y estos caracteres paranoicos son
inimaginables en cualquier programa político de una gran cadena
norteamericana, en cualquier noticiero. Como los vampiros, no se reflejan en
el espejo de la pantalla chica: son únicamente visibles al ojo de la ficción.
Esos conspiradores que se sienten conspirados conspiran contra la no–
ficción (un género que se desarrolla en los 60) y resultan lo mejor de JFK, lo
único profundo, lo más sugerente. Nadie recordará el argumento de la bala
mágica, ni los detalles del film doméstico; mientras que el petiso de la peluca
colorada y el rubio preso por prostituirse se recordarán con facilidad. La
ficción, después de todo, también resulta una conspiradora cuya presencia
viva se advierte detrás de la superficie periodística. Son los caracteres
inventados los únicos verosímiles y los que dejan adivinar la cara
impresentable y subterránea del pensamiento político. Esa cara que nunca
aparecerá en un noticiero, porque es a otros a los que les toca anunciar la
Historia. Y es a otros también a los que les tocará creérsela: al famoso
ciudadano medio, ese ser cuyo cerebro es la imagen de la pantalla de
televisión, ese ser libre de toda paranoia del que no se consigue ningún
ejemplar, aunque sea mayoría en todas las encuestas.
Publicado en El Amante N°3 – marzo 1992

12. Páginas de video. Desde el sillón


Río de sangre (The Big Sky), Howard Hawks, 1952.
Pregunta: ¿Qué directores influyeron sobre usted?
R.W. Fassbinder: …, …, … y Hawks con sus historias de maricas.
P: ¿De maricas?
R.W.F.: En Hawks, siempre (entrevista de 1974 con Wilfried Wiegand, en
Fassbinder, Ed. Rivages).
“El impulso central de su obra es la bisexualidad, la crisis final del orden
social establecido, la liberación, a la vez terrorífica y gozosa, de lo que la
sociedad reprime fundamentalmente” (Robin Wood, crítico de cine y
militante del movimiento homosexual, Howard Hawks, Ed. JC).
Es muy interesante que un director como Hawks haya filtrado a lo largo de
toda su obra semejantes subtextos frente a la abrumadora censura del
Hollywood de su época. Más interesante es que no se supone que Hawks
fuera homosexual y que siempre negó todo esto. El trasfondo oculto de sus
películas puede rastrearse en algunas de sus declaraciones. Interrogado sobre
la obvia relación incestuosa entre Tony Camonte y su hermana en Scarface,
el director contesta: “Los censores casi no se dieron cuenta, pero todas las
personas inteligentes advierten que hay en esas escenas algo inhabitual, algo
que no se puede tratar abiertamente, y eso las hace mejores” (Cahiers du
cinéma, 1956).
La edición de Río de sangre permite, a pesar del siniestro coloreado de
Turner, disfrutar de una gran película de aventuras (no es un western) con
hermosos exteriores en el río Missouri. También permite observar otra de las
ambiguas historias de Hawks, esta vez entre Kirk Douglas y Dewey Martin,
amigos inseparables hasta que una mujer se interpone entre ellos.
Publicado en El Amante N°3 – marzo 1992
13. Un invierno para recordar

Un lugar en el mundo, Adolfo Aristarain, 1992.


En La parte del león, en Tiempo de revancha, en Últimos días de la víctima,
Aristarain se fue convirtiendo en uno de los pocos directores argentinos
capaces de contar una historia. A este oficio casi insólito para su medio le
agregó la extraña costumbre de que en sus películas los actores de cine
parecieran actores de cine. Un lugar en el mundo es también una gran
historia. Pero marca una variación importante en su carrera. Del paisaje
urbano, del tono de policial negro, del mundo de personajes mediocres,
corruptos y desesperados que poblaban los films anteriores, no queda
prácticamente nada. Esta es una película de espacios abiertos, un western y
una historia de héroes, de gente que posee una consistencia edificada sobre la
nobleza, el valor y la sensibilidad. En definitiva, un salto temático y
ambiental en el que el realizador se ha manejado con un nuevo y luminoso
entusiasmo.
Ernesto (Gastón Batyi, un adolescente creíble, logro insólito en el cine
nacional), que nació alrededor de 1970, es el narrador y testigo permanente
de una historia que ocurre en el Noreste de San Luis hacia 1984. Su padre,
Mario Dominici (Luppi, que alcanza otra vez una dimensión y una presencia
gigantescas), sociólogo que vuelve del exilio para convertirse en maestro
rural y líder de una cooperativa lanera de pequeños propietarios, está casado
con Ana (Cecilia Roth), médica y hermana de un desaparecido. Ambos son
amigos de Nelda (Benedetto, que al igual que Roth evita con expresiva
sobriedad el personaje de la mujer “sufrida” y “profunda”), una monja
peronista y anticlerical. Hans (Sacristán, controlado y lejos del
pintoresquismo) es un geólogo español, cínico brillante que llega como
empleado del mandamás del lugar, el terrateniente y concejal Andrada
(Ranni). Ernesto vivirá su primer amor enseñándole a leer a Luciana, hija de
Zamora (Hugo Arana), el servil capataz de Andrada y presenciará otros
acontecimientos que harán inolvidable ese invierno. La historia se compone
de pequeñas fuentes de interés e incertidumbre que se integrarán
paulatinamente: incógnitas amorosas, sociales, económicas, cuyas respuestas
se aglutinarán para decidir el destino de los protagonistas y de la comunidad.
La fuerza del relato se apoya en tres constantes que son, al mismo tiempo,
tres restricciones: una tradición cinematográfica, un punto de vista y una
ideología, que condicionan respectivamente al autor a la grandeza, el pudor y
el olvido.
La tradición es la de la obra de John Ford: los espacios abiertos, la serenidad
del tono, la heroicidad de los hombres y las mujeres, la familia, las
ceremonias. Dominici es el arquetipo fordiano: duro, obstinado, generoso,
poseedor de una secreta sabiduría. Las mujeres son absolutamente impulsivas
pero aportan amor y equilibrio de una manera típicamente femenina. Ernesto
aprende a ser hombre de sus padres, a no flaquear, a vivir con el código de la
dignidad. El geólogo es el personaje ilustrado y moderno que William
Holden interpreta en Cabalgata de valientes y James Stewart en Liberty
Valance. Es el símbolo temido y anhelado del progreso, el hombre que
conoce el ritmo de su tiempo y del que la heroína no puede evitar
enamorarse.
La restricción del punto de vista consiste en mirar con los ojos de Ernesto y
contar, por lo tanto, solo aquellos acontecimientos de los que el niño es
testigo. El relato es así consistente y, al mismo tiempo, se mantiene en la
ambigüedad porque la cámara observa, aparentemente, hechos cuya
interpretación puede ser distinta para el protagonista y para los espectadores,
sin que estos posean ninguna información adicional a la que manejan los
protagonistas. Pero además, permite instalar una zona de reserva y de secreto
que quedará oculta para siempre y que de otra manera habría resultado un
mero escamoteo.
La restricción ideológica reside en haber borrado cincuenta años de historia
argentina. El pensamiento que alimenta las acciones del protagonista es
alguna variante del socialismo iluminista de los años 30. Una posición que le
permite despreciar olímpicamente la decisión de los miembros de la
cooperativa so pretexto de que estos se han aburguesado. Para Dominici, el
peronismo no existió y su conducta es la de un anarquista polaco que carece
de cualquier mala conciencia frente a los vasallos de los señores feudales que
rigen muchas regiones argentinas. Los años de la dictadura, a su vez, son un
recuerdo doloroso pero no evocan una derrota sino la posibilidad de volver a
las fuentes, en un contexto en el que el tiempo ha disipado algunas
confusiones.
Pero además, en Un lugar... no hay ni violencia ni erotismo explícitos,
climas que Aristarain domina notablemente como lo demostró en Últimos
días… o en la miniserie Pepe Carvalho. A estas exclusiones deliberadas se les
agrega una absoluta parquedad en la visión de los paisajes, hasta llegar casi a
ocultar la naturaleza. No hay tampoco color local, personajes secundarios
pintorescos ni distracciones de ninguna especie (en esto, la estética se aparta
rotundamente de la de Ford). Este ascetismo se traduce en un alarde de
economía expresiva que atenúa los picos dramáticos para hacer crecer
pausadamente la emoción y permitir al espectador involucrarse en el drama
mediante una simpatía cada vez más profunda y fraternal con los
protagonistas. La solidaridad que los envuelve, la nobleza y seriedad de sus
pasiones brillan frente a la inexorable tristeza de su destino.
Hay una rara alegría que brota de la voluntad de desafiar lo irreparable, ya
sea la muerte o la velocidad de los trenes, el control de las multinacionales o
el éxito del cine complaciente. Un lugar en el mundo dice algo sobre esa
alegría.
Publicado en El Amante N°4 – abril 1992
14. La multiplicación de las madres

Mentes que brillan (Little Man Tate), Jodie Foster, 1991.


Mentes que brillan, el primer trabajo de Jodie Foster como directora, es una
película especial. Exteriormente pertenece a uno de los peores géneros del
cine norteamericano: la comedia dramática en la que se expone un “problema
hondamente humano”; en este caso es el de los niños superdotados y su
inserción en la sociedad. La idea que Foster –ella misma una estrella precoz–
transmite de los chicos ultrainteligentes es inverosímil y confusa. El
problema aparente: ¿cómo debe ser la educación y la vida de los que nacieron
con una inteligencia superior? provoca en las inteligencias normales la
curiosidad por lo fantástico y poco más. Pero Foster sabe contar su historia,
justamente porque la mantiene en el limbo de lo que no es cotidiano ni
demasiado creíble pero interesante. Y porque la narración acelerada, fluida,
hecha de elipsis continuas y drásticas tiene un enorme poder de síntesis y
elude muchas convenciones del género, especialmente las escenas de
recalentamiento emotivo que llevaron a una película como Rainman a ganar
el Oscar, y a que mucha gente decidiera odiar a cualquier especie de
esquizofrénico, sobre todo si se parecía a Dustin Hoffman. El pequeño que
hace de Fred Tate –un niño superdotado en la vida real–, en cambio, no tiene
ninguna condición de actor y produce precisamente por eso, un efecto de
verdad muy sorprendente en el mundo de actuaciones codificadas que es el
cine emocional de Hollywood (el contraste con el chico de la capa, que sí
sabe actuar, es particularmente estimulante). Foster como actriz, en cambio,
está bastante mal: refleja la idea que una mujer inteligente y sofisticada como
ella tiene de una mujer vulgar y tonta que tiene la suerte de ser madre de un
prodigio. En cuanto a Dianne Wiest, que ha transitado por todos los papeles
de imbécil que puede ofrecer el cine, se supera a sí misma: es la superdotada
más idiota que se haya visto, un ser cuya inteligencia aparece ponderada
durante toda la película, pero a la que uno no vacilaría en adjudicarle el
coeficiente mental de una gallina.
La idea de la capacidad ilimitada del protagonista, que a los ocho años se
destaca en música, pintura, matemática y todo lo que se le ponga por delante,
las imágenes llenas de números y ecuaciones, que intentan mostrar cómo
funciona su mente cuando debe calcular de memoria la raíz cúbica de un
número de no sé cuántas cifras, su humanismo idealista que le produce una
úlcera son absolutamente pueriles. Pero de una puerilidad mágica que le
permiten a la película escapar de los trillados y estériles caminos de la
verosimilitud y la psicología barata. Esas falsas reconstrucciones funcionan
como alusión, como una especie de cartel en el que la directora parece decir:
“Imagínense un chico superdotado. Las ideas de ustedes son tan buenas como
las mías. En el fondo, no importa”. Este tratamiento ligero, el bajo perfil
dramático y la ausencia de diálogos esclarecedores colaboran con el ritmo, la
agilidad y la alegría del relato, que ciertamente brilla más que las mentes.
En la película hay un asunto notable: no hay hombres. Dede Tate y su
amiga, que tienen hijos, son lindas y trabajan de camareras; no tienen ni
marido, ni novio, ni amante, ni nada. Dede le dice a su hijo que él es producto
de “la inmaculada concepción”. Nada sabemos tampoco sobre el padre de los
hijos de su amiga. No hay una sola mirada con un hombre, una sola
referencia a un hombre en sus vidas. En cuanto a la doctora Grierson, tiene
una altísima probabilidad de ser virgen. Mentes que brillan es un mundo de
madres e hijos, sin la más remota presencia masculina. La única relación
heterosexual, entre Eddie y su ocasional compañera, se interpone en el
camino de Fred y corresponde a un mundo, el mismo de su escuela y su
barrio pobre de Cincinatti, en el que el niño no podrá ser feliz porque es
diferente. El chico tendrá finalmente dos madres, que le aportarán
separadamente el cariño y el estímulo intelectual. El reconocimiento de esa
diferencia, la aceptación de sí mismo como alguien que debe vivir segregado
y rodeado de sus iguales unifica el tratamiento del niño superdotado con el de
su madre lesbiana, aunque de ese lesbianismo no haya ninguna referencia
concreta. Esa falta de referencia coincide con el reclamo de la comunidad gay
a Jodie Foster el día de la entrega de los Oscars para que confiese su supuesta
condición
homosexual. Pero Mentes que brillan no necesita de ninguna confesión para
ser personal, audaz y divertida.
Publicado en El Amante N°5 – mayo 1992
15. Subiela y nosotros: un diario

26 de marzo: Llamado a la redacción de El Amante.


–Mucho gusto. Soy Eduardo Stupía, jefe de prensa de Transeuropa. Subiela
está terminando su nueva película. ¿Les interesa una entrevista?
Del otro lado de la línea estoy yo. No vi ninguna película de Subiela. Solo sé
que, en 1987, tuvo un gran éxito de crítica y público con Hombre mirando al
Sudeste.
–Sí, nos interesa.
De los que están en ese momento, solo Noriega vio una película de Subiela.
Y le gustó. Pero quedamos Flavia y yo (mujer y marido en la vida real) en
hacer la entrevista.
Hay dos películas de Subiela en video, Hombre... y Últimas imágenes del
naufragio.
28 de marzo: Nos lanzamos sobre los videos.
Hombre mirando al Sudeste (1987). Me sorprenden algunas cosas, pero no
me gusta ni medio. Detesto a ese doctor Denis, saxofonista aficionado, que
durante toda la película parece un tipo sensible y sobre el final viola a la
mujer y asesina a su paciente. Me parece una buena historia arruinada por
una de las lacras del cine argentino de los ochenta: la necesidad de descargar
la culpa por los años de la dictadura en protagonistas sádicos e infelices,
gente de lo peor. La sensibilidad y la lucidez están reservadas a los internos
de los manicomios, como en la Balada para un loco, una letra siniestra de
Horacio Ferrer.
Odio a los locos. Los que conozco son malas personas. Aparte de eso, la
película está bien filmada. No tengo ninguna simpatía por las películas bien
filmadas.
30 de marzo: Con infinita aprensión, vemos Últimas imágenes del naufragio
(1989), a la que algunas consultas previas asignan una calidad inferior a
Hombre... Una sorpresa muy agradable. Una película rara, divertida, llena de
hallazgos visuales y, en algún sentido, la contracara de Hombre... Roberto, el
protagonista, se relaciona con una mujer y con su familia de modo similar a
la película anterior. Pero desde un interés científico análogo, desde una
supuesta superioridad intelectual, se encamina hacia el reconocimiento de los
otros a través del afecto. Y produce una historia, algo que crece y completa
un movimiento que se inició en la primera escena de Hombre… y del que esa
película funcionaba como una distracción o un paréntesis. El abstracto
protagonista de Subiela encuentra, vía Quilmes, un caldo de cultivo propicio
para el asombro y la emoción. Últimas imágenes... termina dos veces. En el
primer final, el importante, el protagonista se reconoce y reconoce a los otros.
En el segundo pronuncia un discurso artificial sobre la “salvación”. Contra
las apariencias, el primero es un final feliz y el segundo es desdichado e
innecesario. La debacle económica, la marginalidad y hasta la locura son
datos; los largos diálogos y parlamentos en off están integrados a esos datos,
los acompañan y comentan sin molestar. La película está bien filmada y es
absolutamente coherente. Tengo una gran simpatía por las películas
coherentes. Más si son fantásticas o inverosímiles.
A esa altura, nos aparece la sospecha de que hay un “mundo Subiela”.
Protagonista masculino de clase media, vagamente intelectual, que se fascina
por la marginalidad. Solitario, afectivamente pobre, siente un vacío en su
vida. Aparecen la prostituta, el ladrón, el loco. Lo que lo atrae de ese mundo
ajeno es la idea de que la vida está en otra parte. Hay, además, un realismo de
lo insólito que no es irónico ni pintoresco, sino una cotidianidad misteriosa.
1 de abril: El día del reportaje. Laboratorios Fonalex, Núñez, donde Subiela
mezcla, con Carlos Abbate, el sonido de El lado oscuro del corazón.
Llegamos tarde. Su asistente, Silvina Chaine, nos atiende con gran
amabilidad. La entrevista es a la vuelta, en un club de tenis. Tarde
primaveral, recuerdos de La mujer de la próxima puerta. Subiela es un tipo
cordial, franco.
Proponemos desdoblar la entrevista en dos partes, una para hablar de cine en
general, otra para hablar de la película una vez que hayamos visto la copia
terminada.
No es fácil hablar con Subiela del cine ajeno. Mucho más abierto, más
cómodo se lo escucha cuando se trata de su propia obra. El tono es sincero,
tranquilo.
Algunas cosas que dice Subiela:
–Hoy no tolero una película si me aburre. Una película puede parecer muy
buena, pero digo “iLástima que es aburrida!”. Hace diez o quince años no me
habría animado a decirlo. Hay cierto cine que es muy valioso, aun de
directores que yo amo, como Tarkovski, pero me hubiera gustado tomar un
café con él y decirle: “Cacho, no te podrá salir un poco menos aburrida.
Porque vamos a llegar a más gente y es tan importante lo que transmitís...”.
En una época había un cierto prestigio del aburrimiento. Algunas de estas
cosas son escandalosas en mi medio. No tanto como antes, como en los 60 y
aún en los 70, pero en esa época yo tampoco lo pensaba. Ahora lo tengo más
claro. Tengo menos ataduras ideológicas. No tengo pudor en decir que me
gustó Terminator.
–En Hombre… yo partía de una cierta desconfianza de la realidad, ahora
estoy convencido de que no hay una única realidad, sino casi tantas como
seres humanos. Todo es un invento de la mente. Es probable que por este
camino me acerque cada vez más a lo fantástico, le estoy perdiendo el miedo.
En ese sentido, creo que el cine argentino está todavía muy lejos de la
literatura argentina. Me interesa mucho llegar a ese nivel fantástico de la
literatura latinoamericana. En Marechal, te metías en un árbol de Saavedra y
entrabas al infierno. Es una libertad que todavía el cine argentino no tiene.
Todo tiene que tener una explicación, un sentido. Y es que fuimos formados
en una época en que el cine tenía un sentido social y político demasiado
rígido. En una época se cargó al cine con demasiada responsabilidad. El cine
tenía que hacer la revolución, que el hombre tomara conciencia, y me parece
que ahí nos equivocamos. La gente paga una entrada para soñar un ratito,
para volar, lo cual no quiere decir que se la estupidice.
–Creo que una de las causas de la crisis del cine y del teatro actuales es el
desprestigio de la palabra en beneficio de la imagen, como si la imagen fuera
el cine puro, cosa que no es cierta. La pura imagen es el videoclip y no el
cine.
Después de la entrevista, nos invitan a ver la mezcla de sonido. Vemos así
un acto de la película en una pantalla borrosa. Benedetti (patriarca de la
izquierda fósil), Nacha Guevara (campeona nacional de la histeria), gente que
me resulta muy poco simpática. Grandinetti que se empeña en decir poemas.
Un coito volador. Pienso “¿De qué se trata esto?”.
15 de abril: Por cable dan La conquista del paraíso (1983), primera película
de Subiela. Me gusta mucho. Un tipo que trabaja en una agencia de
publicidad recibe como herencia el mapa de un tesoro fabuloso y las
indicaciones para encontrarlo en la selva misionera. El protagonista se
engancha con una prostituta brasileña. Parte a buscar el tesoro con la
prostituta, el ladrón, el loco... No lo encontrarán, la mujer quedará
embarazada. El hombre la abandonará para volver a Buenos Aires y seguir
con su vida. Una gran historia, imágenes excelentes de la selva, el rio, fuerza
narrativa. Y las constantes de siempre: la atracción del tipo de clase media
por lo distinto, lo no civilizado. Un protagonista opaco y cobarde, que tiene
una relación fuertemente sexual con la mujer y muy poco diálogo. Las
prostitutas son las mujeres para los protagonistas de Subiela. No hay otro tipo
de mujer, como no sea la habitual ex esposa, que aparece para marcar el
contraste. A esta altura, me siento bastante subielista.
Después de la proyección, reportaje de Alfredo Garrido.
Subiela: “Con mi próxima película, quiero que aumente la venta de los
libros de poesía”. ¿¿¿Qué???
16 de abril: Espacio joven de la Feria del Libro. Mesa redonda sobre cine
argentino. Invitados: Eliseo Subiela (por ser un director argentino), Claudio
España (porque es crítico y especialista en cine nacional) y yo (porque tengo
una pariente en la organización del evento, Gimena Dávila). España, ausente
sin aviso. Pregunta a Subiela: “¿Qué opinás de los críticos”. Respuesta:
“Como dijo alguien, preguntarle a un director qué opina de los críticos es
como preguntarle a un árbol qué opina de las perros”. Pregunta: Qué opino
yo de lo que dice Subiela. Respuesta: “Los críticos argentinos suelen ser más
bien complacientes con la producción local. Tratan de hablar bien aunque no
les haya gustado. Puede ser que sean perros, pero en todo caso, apuntan para
otro lado”. Al final, me acerco a saludarlo y Subiela me dice: “Después de lo
que dijiste, espero que seas franco con mi película”. Se agradece.
30 de abril: Proyección privada para El Amante organizada por Stupía.
Aclaración 1: Stupía es un tipo con una capacidad de trabajo alucinante.
Además de eso, sabe una bola de cine. Y, sobre todo, tiene un trato con la
prensa que contrasta con la apatía y el sadismo profesional de algunos de sus
colegas. Aclaración 2: El mundo de las “privadas”. Son proyecciones de cine
que ocurren en las inmediaciones de Ayacucho y Lavalle, “el barrio”. Las
organizan las distribuidoras para la crítica e invitados especiales, quienes
integran el mundo de los tipos que van gratis al cine. Ir a una privada
completa uno de mis sueños infantiles: entrar de garrón a la cancha y al cine.
Hubo una época en que entraba gratis a la cancha. Ahora, conseguimos que
nos inviten a algunas privadas.
El mismo día, a la noche. Con Flavia, pensamos sobre la película. Mejora
con los minutos. Recuerdo el pedido de Subiela. Hay una cierta impostura en
la crítica de cine, en la figura del tipo que hunde o levanta una película.
Nuestra apuesta, la de mirar el cine como espectadores o como amantes, corre
el riesgo permanente de deslizarse hacia esa figura que ha empobrecido
gracias al tiempo, la retórica y la mediocridad.
Por la aparición de algunos personajes, por algunas propuestas estéticas
como la del surrealismo, mi relación con El lado oscuro... (el día de la
primera charla con el director) no podría haber empezado peor. Pero cuando
vi la película ya me interesaba el universo Subiela, y había descartado otro
temor inicial: que el suyo fuera un ejemplo más de cierto cine argentino que
me da vergüenza, el de la superioridad moral entendida a partir de una cultura
reaccionaria y apócrifa (ver La historia oficial). Estoy convencido ahora de
que el mundo cinematográfico de Subiela es personal, interesante, gracioso e
intenso. Y me causa un gran placer haberme pasado el último mes
descubriendo ese mundo. Y más aún, cuando ese mundo tiene muy poco que
ver con el mío. Si algo tiene el cine es esa posibilidad de asomarse a otros
mundos y de seguir a un director como una aventura en episodios. Gran parte
de las películas de Subiela transcurre en Buenos Aires, en lugares que
conozco, con gente de la que conozco equivalentes. Pero, en realidad, no
conozco ese Buenos Aires ni a esa gente. En parte por la manera de filmarlo,
con coordenadas publicitarias (es sugestivo cómo Subiela utiliza las palabras
“vender” y “comprar” en las entrevistas), y en parte porque detrás del
escritorio de Subiela conviven posters de Truffaut, de Greta Garbo y del Che
Guevara (una mezcla que me resulta incomprensible), porque su película
tiene música de boleros (ni medio compás de rock) y cuadros de Magritte (y
soy un ignorante en pintura).
Las expresiones de Subiela, sobre la venta de libros de poesía, el carácter
saludable de la película, la responsabilidad en la conducta sexual me parecen
ingenuas y disparatadas. Pero la película, a esta altura, me gusta mucho.
Porque disfruté viéndola, porque es absolutamente audaz y porque transmite
una alegría diferente. Y por un par de razones que tienen que ver con la
evolución de sus personajes hacia la libertad y hacia un nudo de
contradicciones más profundas y a un tema más rico que la tortura de la
soledad y el mundo gris de la oficina. Del famoso personaje opaco y
reprimido, al que la marginalidad atrae y repele, hemos pasado a un nuevo
protagonista. A un tipo que es él mismo marginal, pero que encuentra poca
satisfacción en serlo (Grandinetti está perfecto). Que sabe, como en esa vieja
canción de Dylan, que no hay éxito como el fracaso pero que el fracaso no es
ningún éxito. Que se siente cómodo con el sexo pero busca secretamente el
amor. A una mujer que ha dejado de funcionar como apéndice del hombre, y
que tiene un destino y un funcionamiento propio. Y a una película en la que
la parafernalia sexual es siempre un motivo de comicidad y nunca una
alegoría. En la que la poesía tiene un valor de uso, insólito y desacralizado. Y
en la que se plantea una enorme contradicción: el trabajo regular como cárcel
por un lado frente al dinero como herramienta imprescindible para obtener
amor por otro. Esta contradicción expresa, con singular precisión, la carrera
de Subiela y el dilema de nuestra existencia de clase media. Y en la que la
muerte tiene una cara convencional que aparece como castigo de la
adaptación y otra, que bien podría ser el verdadero sentido del final del film,
como el evento para el que una vida plena nos prepara. En algún momento de
la entrevista que sigue, le preguntamos a Subiela cuáles eran las palabras que,
si el protagonista se olvidaba de decir, implicarían su muerte. Subiela
responde: “no las puedo decir, porque en una de esas me lleva”, en lugar de
contestar, por ejemplo, que las sabe pero no las va a decir. Ese lapsus
establece el carácter dual de esa muerte, esa confusión que provoca el no
saber si es la estabilidad o la aventura las que nos acercan a ella. Esa
contradicción alimenta el film, lo hace menos obvio, más incierto,
saludablemente abierto.
Hay muchas cosas inquietantes en esta película de Subiela. De todos modos,
hay algo que me tranquiliza. Ni él ni yo corremos peligro mientras la muerte
sea encarnada por Nacha Guevara Ya se sabe: le gustan los pendejos.
6 de mayo: Segunda entrevista. La noche anterior preparamos con Flavia
una larga serie de preguntas, una lista de cosas que nos gustan y no nos
gustan en la película. Subiela aceptará todas las preguntas, reaccionará con
sorpresa y con humor. Explicará con convicción sus puntos de vista y no
tendrá miedo de nadar en un mar de contradicciones. La transcripción que
sigue intenta reflejar el buen humor que nos produjo una conversación de dos
horas.
Publicado en El Amante N°5 – mayo 1992
16. Elogio del cine en video

Sería absurdo afirmar que es mejor ver una película en un televisor que en el
cine. Eso es precisamente lo que se hace a continuación. O casi.
Un corto publicitario que se exhibe actualmente en los cines compara la
imagen de El último emperador en la pantalla grande con la imagen de un
televisor en la que apenas se adivina la versión en video del film. Este corto
nos alienta a ver las películas en las salas cinematográficas y a despreciar el
video. Solemos alabar su ingenio y su veracidad.
En algunas de las salas que proyectan esa publicidad se ve mal y se escucha
peor. Ir al cine es caro y queda lejos, la oferta de películas es reducida, no
quedan cines de barrio y muchas ciudades grandes se han quedado sin
ninguno. A pesar de eso, los dueños de los circuitos de distribución y
exhibición, históricamente responsables de muchos de esos problemas,
exhiben con agrado esa demostración barata de superioridad de una cultura
que, en realidad, está en vías de extinción. Desde la platea, aceptamos ese
sofisma con aprobación y simpatía. Somos cómplices de la parodia.
Al otro día, en nuestra casa encenderemos la casetera. Grabaremos cine de la
televisión para acelerar en los cortes o alquilaremos en el videoclub del
barrio. Repetiremos eso de que no es lo mismo que ir al cine, pero nuestro
mayor consumo de películas será a través de la pantalla chica. Tal vez
alquilemos precisamente El último emperador y nos quedaremos dormidos
viendo esta producción suntuosa, aburrida y tan estéril como su protagonista.
Volveremos a elogiar el ingenio del corto que nos invita a ir al cine.
Supondremos que en el cine no nos habríamos dormido, que en una buena
sala habríamos disfrutado de la música y la fotografía, que habríamos captado
la grandiosidad de algunas escenas. Pero la película no está en cartel. Si se
repusiera, sin embargo, no la veríamos de nuevo. Sospechamos que se trata
de una superproducción sin alma, que vista en el cine nos habría deparado
algunas sensaciones placenteras, pero no habría modificado nuestro juicio
global: un plomo. Volveremos a afirmar que “en el cine no es lo mismo” y
luego alquilaremos algo que nos inspire más confianza, como Cabalgata de
valientes de John Ford, Calle sin retorno de Fuller o El rey de Nueva York de
Abel Ferrara. Disfrutaremos como locos. Nos iremos a dormir acompañados
por esa vieja felicidad que hace muchos años nos produjo El graduado. Ese
recuerdo nos llevará a alquilarla el día siguiente No estará a la altura de las
expectativas. Saldremos a la noche a buscar un video abierto habiendo
averiguado que nuestros gustos cambiaron. Para experimentar, veremos La
strada y sentiremos la misma emoción que en aquella tarde del Lorraine.
Posiblemente más emoción. En hipertrasnoche probaremos Punto límite de
Katherine Bigelow. Una película brillante y muy física que lamentaremos no
haber visto en el cine en el que, por supuesto, duró muy poco tiempo.
Intercalaremos algunos bodrios, algunos placeres, algunas mediocridades.
Volveremos al cine. Veremos de nuevo el famoso corto. Sufriremos una
revelación inesperada: ese corto es un disparate. ¿Cuánto tiempo, cuánto
dinero hay que tener para ver todo lo que queremos en el cine? ¿Cómo
haríamos si viviésemos en San Justo o en una ciudad del interior a la que solo
llegan –los fines de semana– Los extermineitors o Bugsy? ¿Cómo haríamos
para disfrutar de nuestra pasión por el cine sin el video y la televisión?
¿Cómo tendríamos acceso a Bajo el signo de Capricornio, a The Searchers, a
Sin aliento, a ¡Qué bello es vivir!, a M, a Asalto al precinto 13, a Las aguas
bajan turbias? ¿Tal vez acertando el único día en cinco años en que se
exhiban en algún cineclub o cinemateca? ¿Cómo haríamos para ver catorce
veces uno de nuestros films favoritos, cómo estudiaríamos una película?
¿Viviendo en París, comprando las películas, trabajando en una sala de
proyección? ¿Qué recordaríamos del cine, qué podríamos saber de cine, qué
contacto tendríamos con lo que se filmó antes de nuestro nacimiento?
La repuesta a estas preguntas es sencilla: si no fuera por el video, solo nos
quedaría con el cine un contacto esporádico, residual, distante. El video nos
permite actualizar nuestra pasión, mantenerla viva, mejorarla. El video nos
deja amar el cine, analizarlo, cuestionarlo o repudiarlo.
El video no es la causa del cierre de las salas. Al contrario, permite que el
cine siga teniendo alguna vigencia y algún sentido. Pero su mayor virtud es la
de haber hecho al cine de dominio público, como lo es la literatura a través de
los libros. Así como un lector no depende de la iglesia, de la universidad o de
la biblioteca para leer un libro, el espectador ya no depende de la cinemateca,
del cineclub o del capricho de los poseedores de las copias para ver una
película. Por lo menos, de muchas películas. La historia del cine empieza a
estar disponible, es verificable, no depende de recuerdos dudosos o de
chismes de los especialistas. Es cierto que una enorme cantidad de películas
valiosas no está disponible en video. Pero, en general, tampoco lo está de otra
manera. También es cierto que los productores de video son tan miopes en
general como los distribuidores y los exhibidores de cine (en muchos casos
son los mismos). Y que la mayoría de los videoclubes suelen ser locales de
alquiler de cajas numeradas a las que otorgan un contenido irrelevante. Pero
lo que tenemos la suerte de encontrar es pasible de nuestra voluntad de goce
y de conocimiento. Y la oferta de cine a domicilio ha hecho a mucha gente
volver a tener contacto con la cultura del cine. Y muchos, incluso, han vuelto
a ver cine en el cine, para poder aplaudir el famoso corto.
El cine no será sin el video y la televisión. Es hora de que este fenómeno sea
tenido en cuenta. Una práctica social –la “salida” al cine, la pantalla grande,
la sala oscura, la continuidad, la entrega a la proyección– está dando paso a
otra –la “entrada” en el living o la cama, la interrupción, el retroceso o la
fijación de la imagen, el control de la proyección–. Cada una tiene sus
ventajas, pero el avance de la segunda es inevitable. Queda una pregunta por
contestar: ¿son las ventajas perceptivas de la sala de cine incontrastables,
definitivas?, ¿son, de alguna manera, esenciales al cine?
El mejor crítico francés, Serge Daney, observó que todo el mundo dice que
las películas pierden al pasar a la pantalla chica, pero que nadie dijo nunca
qué es lo que pierden. ¿Viridiana podrá parecer mala en video?, ¿se
convertirá en buena Gigante? Lo cierto parece más bien lo contrario: una
película que solo tenga música atractiva y fotografía ampulosa, que muestre
bellos paisajes en planos generales puede hacernos pasar un buen rato en el
cine, pero no nos engañará en video: la distancia que impone el video en
contraste con la magia de la sala oscura hará quizá más segura nuestra
apreciación estética, menos influida por lo sensorial (El famoso Último
emperador puede ser una buena prueba). Las emociones serán tal vez más
puras, más auténticas. La Historia de Tokio de Ozu, exhibida el año pasado
en pantalla gigante de video es una experiencia estética mayor. Lo sería
también por televisión. En todo caso, no hay manera de medir ese plus
fantasmático que supuestamente agregarían la pantalla grande, el grano de la
película y el efecto Dolby.
El debate en favor del video es, entre otras cosas, una apuesta a la
democratización del discurso sobre la historia del cine. Choca, por supuesto,
con un cierto purismo. Pero sabemos que los purismos encubren intereses: en
este caso el de los que poseen una buena memoria, son suficientemente viejos
o tienen un acceso privilegiado a ciertos materiales. Hay un cine para
propietarios y un cine para espectadores. El video es hoy el cine de
espectadores, la apuesta a que el cine no va a desaparecer en los museos, a
que puede seguir vigente como arte. Daney lo caracteriza con esta frase:
“Recicladas en el cambalache de la televisión, las películas ‘respiran’ mejor
que en el pedestal vacío de las cinematecas”. Una idea conocida, ciertamente,
para los que vieron nacer su amor por el cine en sesiones televisivas de
sábado a la tarde, en blanco y negro y en versiones mutiladas por la
publicidad y el doblaje.
El discurso purista tiene una consecuencia editorial y una frívola, ambas
indeseables. En primer lugar, el tratamiento que los medios dedican al cine en
video es escaso y, sobre todo, marginal. Mientras que en las páginas normales
de los diarios no se le dedica habitualmente ningún espacio, el video aparece
confinado a ciertos “suplementos” en los que se acumulan la nulidad crítica,
la complacencia y una transparente venalidad. Las revistas especializadas son
variaciones de propaganda directa o encubierta. Ningún programa de radio ni
de televisión se ocupa en serio de la oferta de cine en video. No hay guías
comentadas de videos editados en el país. Todo esto cambiará algún día.
También es significativa la afirmación de que, por culpa del video, la gente
habla en el cine y molesta como antes no lo hacía. El penoso esnobismo de
esta frase parece extraído de una charla entre viejas beatas, disgustadas
porque las chicas miran a los muchachos en la misa.
La pasión por ver cine no puede estar supeditada a su soporte material. La
batalla por mejorar la oferta del cine en video y jerarquizar lo que se dice
sobre él es el único camino que tenemos para seguir disfrutando de un placer
del que muchos no queremos prescindir.
Publicado en El Amante N°5 – mayo 1992
17. Video

El rey de Nueva York (King of New York), Abel Ferrara, 1990.


Frank White (Walken) sale de la cárcel para disputar el control del hampa
neoyorquina con sus rivales latinos, chinos e italianos. Se le opone un grupo
de policías. Sus hombres son en su mayoría negros, sus asistentes mujeres. La
vida del grupo protagonista es una sucesión de orgías y tiroteos, matizados
por sus actos de caridad. Su combustible, una cantidad enorme de cocaína.
White es un ángel vengador (casi el título de un film anterior del director
Ferrara), quiere mejorar la vida de la ciudad, llegar a ser alcalde o rey, tiene
una justificación racional para sus actos y está completamente loco. Abundan
el color azul y los primeros planos. Las muertes son abruptas y precisas. Se
destacan algunos tiros a quemarropa. Ningún personaje duda, todos hacen su
parte con energía y emoción. La violencia es constante y necesaria, excepto, a
veces, la de la policía. No hay problemas étnicos, solo algunos insultos
convencionales. La lealtad al grupo es el único código moral y está por
encima de la raza. Todo el mundo se droga, pero no hay ningún drogadicto:
la cocaína simplemente existe. El eje de la película no es la historia, apenas
son los personajes: es el clima, perturbador y profundo. Hay una sorprendente
cercanía con las situaciones, con un mundo que es marginal y oscuro como
los tonos de la fotografía. La dirección se hace cómplice con lo narrado e
invita a disfrutar de lo morboso. Lo logra ampliamente. El film es una
pesadilla borrosa, irresistible y absolutamente amoral.
Hay una Nueva York majestuosa, aérea, iluminada, importante. Es la del
cine de Woody Allen, de Spike Lee, de Scorsese. En esa ciudad dominan la
ambición profesional, las comunidades étnicas, los dilemas éticos. Hay una
Nueva York pequeña, sombría, subterránea. Es la de Abel Ferrara. En ella no
hay Dios, ni raza ni futuro. Su modo es la presencia constante de la muerte.
La muerte es la cara más certera de la verdad. El cine “B” puede captar de
verdad la muerte. El cine “B” puede revivir el cine.
Publicado en El Amante N°5 – mayo 1992
18. Video

Llamarada (Backdraft), Ron Howard, 1991.


La morfología del monstruo, al que se suele denominar Frankenstein por
herencia del apellido de su creador, suele variar con las versiones
cinematográficas, pero hay dos características que lo identifican: está hecho
de pedazos de otros seres y la vida le fue otorgada por un artificio
tecnológico. Llamarada es una película en el sentido en el que Frankenstein
es un ser humano: está hecha de otras películas y tiene la vida abominable del
artificio.
Cuando en la primera escena dos chicos se pelean por acompañar a su padre
teniente de bomberos (Kurt Russell con bigote) a apagar un incendio, se
adivina fácilmente que el bombero morirá en el incendio y que la película se
ocupará de la vida adulta de los dos hermanitos, uno de los cuales resultará
Kurt Russell (sin bigote).
Este adelanto anticipa la textura dramática de melodrama barato y la catarata
de obviedades que se avecina. Las obviedades llegan, especialmente por vía
de la fórmula. La pelea entre los hermanos que se aman entrañablemente, la
intriga policial, la corrupción administrativa, la abnegación profesional, el
adiestramiento del novato, el entierro solemne son algunos clichés antiguos.
Se agrega uno nuevo, que probó su éxito en El silencio de los inocentes: el
criminal encarcelado –Donald Sutherland– que posee una inteligencia
superior y al que se debe recurrir para que colabore en la investigación. Pocas
películas encarnan el cine comercial como Llamarada, y son tan descaradas
en su intención de atraer espectadores usando recetas probadas. Pero
Llamarada es una de las pocas películas de bomberos, lo que en primer lugar
quiere decir una película de incendios y siempre es bueno ver un buen
incendio. En segundo lugar permite encarnar en el cuerpo de bomberos todas
las virtudes que antes tenían los soldados y los policías: mientras que los
policías del cine ya no pueden hacer gala de honradez y valor, los bomberos
sí (acá no corre eso de que se roban todo lo que encuentran); mientras que los
soldados ya no pueden cantar alegremente que quieren matar al enemigo, los
bomberos combaten contra el demonio inanimado, un blanco perfecto. Los
bomberos son el último refugio del espíritu de equipo, la vocación de
servicio, el crisol de razas, el heroísmo desinteresado, instituciones
características del cine americano que el film recuerda con ingenuidad y
transparencia: en Llamarada no hay simulacro, sino empeño por mantener
vivo el aliento de las convenciones. Y el director Ron Howard, que una vez
dirigió una comedia terriblemente romántica en la que la mujer tenía cola de
pescado (Splash, 1984), es capaz de impulsar con brío a la criatura.
Llamarada es también un espectáculo construido alrededor de la fascinación
por el fuego, un atavismo que emparenta a los bomberos con los incendiarios
y los hace víctimas potenciales de un cierto deseo irrefrenable y acaso
revolucionario de destruir el mundo. Así, el film se vuelve a emparentar con
Frankenstein: es un monstruo simpático al que su existencia artificial y su
fealdad terminan haciendo más humano que varios de los personajes de su
entorno. Hay que agregar que parte de la fórmula contiene una gran dosis de
imprevisibilidad, a pesar de la escena inicial; pero una imprevisibilidad que
no es la arbitrariedad del folletín televisivo tipo Dallas, sino un razonable
juego sobre la posible evolución de los protagonistas y sus destinos. De
materiales parecidos estaba construido el monstruo hollywoodense por
excelencia, Lo que el viento se llevó, en el que las fórmulas y los clichés se
montan sobre una épica más conocida y más ambiciosa que la de un cuartel
de bomberos y que incluía, por otra parte, un hermoso incendio.
Hay un momento raro en el film. Es aquél en que el incendiario le pregunta
con un misterioso brillo en la mirada al joven bombero si ha visto realmente
el fuego. Este instante recuerda a un momento de otra película, Punto límite,
un producto brillante del neohollywood, en el que el protagonista es
alcanzado por la verdadera sensación de cabalgar sobre las olas. En la misma
película, los personajes se tiran desde un avión y vuelan un largo rato antes
de abrir el paracaídas. Fuego, agua, aire… ¿Será necesaria una remake de El
profanador de tumbas para exhibir el amor por el cuarto elemento? Extrañas
vibraciones de la Era de Acuario en la posmodernidad despoblada de dioses.
Publicado en El Amante N°5 – mayo 1992
19. Tristes thrillers

Testigo Fatal (Blue Steel), Kathryn Bigelow, 1990.


Blue Steel, azul acero, es el color del uniforme de la policía de Nueva York.
En la primera media hora, Kathryn Bigelow muestra cómo Jamie Lee Curtis
se recibe en la academia policial y cómo es su primer día de servicio. La
cámara y el personaje acarician el uniforme, se pasean con él orgullosos por
las calles de la ciudad, se enfrentan inesperadamente con el miedo y la
violencia. En esa media hora, Bigelow y Curtis muestran lo mejor de sí
mismas. La mirada sensual de la directora sobre la mirada inteligente de la
actriz. El paisaje urbano, Ias sensaciones ambiguas de una chica de clase baja
para la que ser policía es un logro social y un refuerzo de la autoestima.
Después de ese primer día entra en acción el cocodrilo y se traga la película y
la paciencia. El nombre de ese cocodrilo es “cine estándar de Hollywood
posterior a la década del 70”. Su menú es el talento de los directores y el
placer del espectador. Sus garras son la repetición, la sorpresa barata, la falta
de imaginación, las emociones codificadas. Blue Steel se transforma, por
obra del saurio, en un film de asesino psicópata que, además, padece el
síndrome de Terminator: hay que matarlo quinientas veces.
La manera de arreglar esta película sería sencilla: cortarla a los treinta
minutos. Se crearía así un nuevo género, que no es el del cortometraje, sino el
del thriller que se termina con la presentación de los personajes. Hollywood
está, hoy en día, genéticamente imposibilitado de ir más allá de esta etapa sin
perder el interés y la gracia. Los guiones de años anteriores venían
tropezando en el momento previo al desenlace, cuando habían pasado tres
cuartas partes de la película. Era allí cuando aparecía el final convencional o
forzado. Ese límite se ha corrido antes de la mitad. Pero no se trata solamente
de la imposibilidad de imaginar alternativas interesantes. Las historias,
simplemente, no pueden continuar, porque la modalidad de producción actual
es introducir hechos fuertes y originales, abandonar el ritmo tranquilo de las
primeras escenas y hacer que todo tienda rápidamente al paroxismo. El
problema es que el arma para lograr esos efectos es la creación artificial de
suspenso. Pero el suspenso ha agotado sus posibilidades narrativas, se ha
transformado en un puñado de trucos gastados. El resultado suele ser de una
enorme pobreza emotiva e intelectual, matizado por ocasionales sustos,
golpes bajos y giros injustificados de la trama. Este mecanismo consume las
imágenes y los personajes, lo incinera en el altar de la banalidad. Y no se
puede salir de esta trampa por más que se aguce el ingenio. Porque el
repertorio está limitado a la variación sobre algunas fórmulas que probaron
alguna vez ser del agrado de algunos espectadores. Pero lo más notable es
que cuanto más aparentemente ingeniosas son las historias (no es el caso),
peor es la película. Cuanto más intentan perseguir lo inesperado, más caen en
lo ridículo. En Al borde del abismo no se entiende quién mató a quién, pero
es una película maravillosa, sostenida por el movimiento interior de cada
escena y la riqueza de los personajes. En La mano que mece la cuna todo es
absolutamente claro y es un tremendo bodrio, condenado por su rigidez y su
trivialidad. Es cierto que se trata de la diferencia entre Howard Hawks y
Curtis Hanson, pero también entre la libertad y el régimen, entre la ligereza
de lo imaginario y la pesadez del mecanismo.
A películas como Blue Steel solo le quedan dos opciones. Una es estirar el
planteo para permitir que las situaciones se puedan seguir abriendo, se
preserve el clima y la vida del film no se cierre sobre peripecias ciegas que se
parecen cada vez más a los malos dibujos animados. La otra es convertirla en
una de esas nuevas películas de media hora. Hay una tercera: a partir de
cierto momento, tirar el guion a la basura, e improvisar con el material del
que se dispone para terminar con la tiranía de la letra impresa a la que hay
que convertir en celuloide. Ninguna de estas opciones es potable para los que
invierten dinero en ese cine. Pero el cine no es el arte de filmar guiones ni el
de hacer que los actores practiquen morisquetas. Y, por eso, el negocio se
está complicando.
En el número 5 de El Amante, Alejandro Ricagno anunció que el título en la
Argentina de Blue Steel sería algo como Nunca juegues con psicópatas o
Persecución amorosa y mortal. Resultó igualmente ridículo pero más corto:
Testigo fatal. Se agrega así un nuevo integrante a la larga lista de thrillers con
un testigo en el título, lista que probablemente se inicie con Testigo de cargo
(Billy Wilder, 1957). Casualmente, esta última película es uno de los puntos
más altos del ingenio combinatorio del thriller de relojería llevado a la
pantalla con toda la solvencia técnica posible. Que también es un bodrio es lo
que se intenta insinuar en los párrafos anteriores.
Publicado en El Amante N°6 – junio 1992
20. Dossier Llegando los monos. El día que se iluminaron los monos
Prehistoria. Una tribu de monos lucha con otros animales y con otra tribu de
monos por la posesión de un pozo de agua. La situación les resulta bastante
desfavorable. Hasta que un mono contempla un misterioso monolito de
origen extraterrestre. El mono se ilumina. Toma un palo. Lo sacude contra el
suelo. Lo vuelve a sacudir. Descubre su valor como arma. Lo utiliza contra
sus enemigos. Nuestra tribu gana la batalla por su superioridad tecnológica.
Alegre, el mono lanza el garrote al aire. Este se convierte en una nave
espacial y esa elipsis a través de las eras describe la evolución del hombre a
partir de la inspiración repentina de aquel mono y, de paso, la supuesta
esencia agresiva de la especie. Así empieza 2001, odisea del espacio de
Stanley Kubrick.
Alguna vez, Stephen King renegó de la visión cinematográfica de El
resplandor. Según el autor de la novela, Kubrick había hecho una
superproducción de terror sin entender ni siquiera los rudimentos del género.
No es la competencia de Kubrick para la ciencia ficción lo que intentaremos
discutir aquí, sino su incursión en el género biográfico. Efectivamente, la
escena que se comenta más arriba tiene que ver más bien con otras escenas de
iluminación súbita que han aparecido en la pantalla a lo largo del biopic:
aquellas en las que el compositor se le ocurría la melodía que lo haría
famoso, o en que el médico advertiría la manera de fabricar la vacuna, o el
general ideaba la maniobra estratégica que quedaría en la historia militar, casi
diríamos, la escena en la que a Newton le caía la manzana en la cabeza. Estas
escenas son recordables por su artificialidad y su pretensión al borde (y detrás
del borde) del ridículo. La de los monos es la primera escena del único biopic
a escala antropológica y su carácter ridículo es proporcional a la medida de su
ambición. Tal vez porque el cine, que tiene una facilidad única para
reproducir el tiempo ordinario, los momentos en los que no pasa nada
especial, es, en cambio, particularmente poco propicio para mostrar los
instantes privilegiados. Como si la pretensión de mostrar la historia a través
de sus puntos distinguidos chocara contra el límite de lo que el cine puede
expresar o recrear. Aunque, tal vez, la escena en cuestión mejoraría mucho si
se hubiera salvado una omisión lamentable: cuando el mono se inspira, no se
ve brillar sobre su cabeza la lamparita Phillips.
Publicado en El Amante N°6 – junio 1992
21. Video
Sin conciencia (The Enforcer), Bretaigne Windust / Raoul Walsh, 1951.
A todos los placeres de Sin conciencia hay que agregarles una particularidad:
fue la película en la que se usaron por primera vez las palabras contract y hit,
extraídas de la jerga gangsteril, para designar respectivamente a un asesinato
por encargo y a su víctima.
Aunque los títulos afirman que el director de Sin conciencia es el casi
desconocido Bretaigne Windust, se la suele considerar una película de Raoul
Walsh. Un problema para críticos, historiadores o para los integrantes de una
nueva profesión, que tal vez merecería existir: los autenticadores de películas
(que en sus convenciones presentarían ponencias en las que se leyera: “fulano
nunca hizo un travelling de izquierda a derecha, sino que los hacía siempre de
derecha a izquierda” o “mengano jamás hubiera permitido que un actor se
sonara la nariz”).
El suspenso es el correlato narrativo de la premonición. Es un mecanismo de
distorsión del tiempo del espectador. Se apoya en un principio simple: la
espera de la desgracia: es lo que le ocurre a un jugador de ajedrez cuando
advierte que su posición es inferior, que no la puede remediar y que su
oponente no tardará en advertirlo. Lo que sigue es el miedo, la agonía, la
angustiante espera de la muerte. Esa dilación entre una amenaza y su
consumación provoca el deseo simultáneo de detener y acelerar el tiempo, la
esperanza del milagro y el deseo de que todo se termine. El que espera la nota
de un examen, el arquero frente al tiro penal saben de qué se trata el
suspenso. Los primeros veinte minutos de Sin conciencia son una muestra
impecable de suspenso: el gangster Ricco debe testimoniar a la mañana
siguiente contra su jefe, Albert Mendoza. Ricco intuye que este lo va a matar
y no hay fuerza humana que pueda evitarlo.
Mientras que el suspenso está ligado al futuro y a la premonición, el misterio
es el territorio del pasado, del secreto y de la curiosidad. El misterio está en el
origen del cristianismo y del psicoanálisis, dos de las grandes catedrales de lo
pretérito. El misterio en el ajedrez no tiene la carga angustiosa de la partida,
sino la tranquila intriga de la solución de un problema, o mejor aún, de los
curiosos ejercicios del lógico Raymond Smullyan, en los que a partir de una
posición dada, hay que reconstruir, no la jugada ganadora, sino las jugadas
anteriores. Las preguntas por excelencia del misterio son “¿Qué es lo que está
pasando?”, o “¿Quién es este personaje?”. Para resolverlas, hay que ir a
buscar la clave al pasado. Una de las escenas paradigmáticas de misterio es la
primera de París, Texas en la que Harry Dean Stanton camina por el desierto
y hace que uno se pregunte maravillado por su procedencia. Si el suspenso
corre el riesgo de transformarse en tedio cuando el futuro nos alcanza, el
misterio corre el peligro aún mayor de dejarnos insatisfechos al comprobar
que el pasado es interesante solo cuando no lo conocemos. Además, el placer
que depara la búsqueda retrospectiva es del tipo contemplativo, no está
ayudado por la ansiedad. La segunda parte de Sin conciencia reconstruye la
decadencia de un conjunto de gangsters, explica cómo tipos durísimos se han
convertido en piltrafas humanas. Lo hace mediante fashbacks dentro de otros
flashbacks, una verdadera cornisa estética. Pocas películas han manejado los
dos registros, la compulsión por el futuro y la fascinación por el pasado con
eficacia tan pareja.
El actor principal de la película es Humphrey Bogart, que interpreta a un
fiscal al que solo le preocupa lograr la condena del malvado Mendoza. Nada
se sabe de su vida privada, ni de su pasado. Muy poco de su carácter. Bogart
empezó en el cine como gangster (El bosque petrificado), alcanzó la estatura
de leyenda como antihéroe romántico e impulsivo (Casablanca, Tener y no
tener), ganó su único Oscar como un borrachín de poco seso (La reina
africana) y volvió a los papeles de psicópata (Horas desesperadas, El motín
del Caine). Era feo, petiso, físicamente débil, absolutamente incapaz de
cantar, bailar y, sobre todo, de sonreír. Su aura cinematográfica se basa en su
carga de energía interior. Pero por lo menos en tres películas, La condesa
descalza, Sin conciencia y La caída de un ídolo en las que interpreta a un
director de cine, a un fiscal y a un periodista, Bogart ocupa un segundo plano
en el drama: es –especialmente en La condesa– un espectador privilegiado y
un ser reflexivo. André Bazin escribió alguna vez que Bogart se podía definir
como el hombre que conocía la cara de la muerte. En una clave menos
metafísica, se puede arriesgar que Bogart podía ser el hombre capaz de
pensar: en ese registro y en esas películas alcanzó una dimensión diferente, la
del hombre bendecido por la inteligencia, una tipología que pocas estrellas
masculinas del cine americano fueron capaces de encarnar. Para esos papeles,
Bogart no necesitó del aire universitario de Peck, de la frialdad de Fonda, ni
de la astuta veteranía de Tracy. Tal vez, porque era un tipo inteligente.
Sin conciencia debe ser una de las películas más secas, menos adornadas de
la historia del cine americano. Más que una obra maestra, es un manual del
arte de narrar.
Publicado en El Amante N°6 – junio 1992
22. Batman Vuelve. Recuadro: Introducción a la ética tribal

Batman vuelve (Batman Returns), Tim Burton, 1992.


En Batman vuelve, los pingüinos son solidarios con los pingüinos, los gatos
con los gatos, los murciélagos con los murciélagos. Hasta el desalmado
Schrek, de la tribu de los ricos, tiene un gesto imprevisible cuando se
sacrifica por su primogénito, por alguien de su misma sangre. En cambio, las
alianzas y los amores entre miembros de especies distintas están condenados
al fracaso. La sombría e imaginaria Ciudad Gótica, habitada por ciudadanos
de cartón, es el campo de batalla entre grupos zoológicos irreconciliables.
En Fiebre de amor y locura de Spike Lee, en la luminosa e hiperreal ciudad
de Nueva York, los italianos y los negros se comportan como los murciélagos
y los pingüinos de Tim Burton. Los amores interraciales están igualmente
condenados al fracaso.
La diferencia es que en Batman la segregación es uno de los tantos castigos
que aquejan a una ciudad maldita. En cambio, en Jungle Fever, la mezcla de
las razas es el sinónimo del pecado. La curiosidad hace que la gata lama al
murciélago. Y la curiosidad es la que mata al gato aunque Angie (Annabella
Sciorra), secretaria como Gatúbela, no muere. Y mientras la mujer gato
vuelve a rondar los callejones, la gatita blanca es sentenciada a volver con sus
brutales y retardados familiares. Los estúpidos habitantes de Ciudad Gótica
no son los únicos personajes de cartón con los que uno puede encontrarse en
una pantalla. Y la crueldad no es patrimonio exclusivo de un Pingüino de
infancia desdichada. Es ejercida, con igual rigor, por algunos directores de
cine sobre sus criaturas. Especialmente si sirve para enseñarles su lección de
ética tribal. Y la película didáctica no es obviamente, la de Tim Burton.
Publicado en El Amante N°7 – julio 1992
23. ¿Cambiaría su vida por la del sargento Riggs?

Arma mortal 3 (Lethal Weapon), Richard Donner, 1992.


El cine llamado “de entretenimiento” suele tener un problema: es muy
aburrido. El arte de fabricar productos taquilleros se ha convertido en una
alquimia ineficaz, en un monstruo que viola sus propias reglas. La estructura
de telefilm, el desprecio por la inteligencia de los espectadores, la trivialidad
e hipertrofia de los guiones, la pobreza de los personajes no resultan buenos
ni para que sus productores ganen plata. Un reciente artículo de Luis Gruss
en Página 12 describe con precisión y lucidez ese estado de las cosas. En las
líneas finales, el autor contrapone a ese cine medio de factura americana las
obras de Kieslowski y La tarea del mejicano Hermosillo. Su conclusión,
apuntalada en esos ejemplos, apuesta al vigor de ese estilo más culto y
desprovisto de efectos especiales como alternativa para la supervivencia del
arte cinematográfico. Gruss cita a Wenders: “es una rareza en el cine de hoy
encontrar personas y objetos que se muestren como realmente son”.
Si esas fueran las únicas posibilidades que tiene el cine Arma mortal 3 caería
en esa categoría de films sobre los que la nota afirma que “muchos
espectadores aceptan el ritual de asistir a una historia que ya conocen a través
de infinitas versiones”. Aunque no es necesario recurrir a esta famosa
dicotomía entre “cine comercial” y “cine de autor” para no tomarse Arma
mortal en serio. Las guías de video americanas (Maltin, Scheuer, Martin &
Porter, Halliwell), catálogos de cierto gusto medio americano, que le ponen el
máximo número de estrellas a la abominable Kramer vs Kramer, advierten
sobre los excesos de las versiones anteriores de la serie (“entretenida mientras
uno no piense demasiado en ella”, “predecible pero divertida”, “un poco
demasiado estúpida”, etc.). Hace muchos años, François Truffaut escribió que
tal vez al público le interesaba más que le muestren la gente como debería ser
que la versión que algunos tienen de cómo es la gente en realidad. Esta idea
nunca ingresó en el horizonte crítico norteamericano, ni en las visiones
dicotómicas que ponderan exclusivamente el cine que se ocupa de algo
parecido al conocimiento del alma. Por eso es que el western, el policial
negro y el horror gozaron siempre de poquísimo prestigio desde esos puntos
de vista. La crítica a los últimos productos estándar de Hollywood se
confunde con el rechazo global de todo el cine que no se apoye en la vida
cotidiana. Efectivamente, nadie conoce gente como el personaje sicótico de
Mel Gibson y el sentimental Danny Glover, ni como el simpático malandrín
de Joe Pesci, ni como la implacable mujer policía Rene Russo, y menos aun
como los extraordinarios villanos de la serie, en este caso el feroz Stuart
Wilson. Ni falta que hace. Aunque, curiosamente, nadie conoce tampoco un
matrimonio burgués tan creativo como el de La tarea ni a un chico asesino
como el de No matarás, ni como la cantante telépata de Las dos vidas de
Verónica. Esa gente es más cercana en un caso, más sórdida en otra, que los
acelerados, delirantes, extrovertidos caracteres de Arma mortal. No por esto,
los personajes de Donner están más lejos de la vida que los de Kieslowski o
Hermosillo. De los que sí están muy lejos, en cambio, es de los de Frankie y
Johnnie, La mano que mece la cuna o Un destello en la oscuridad que llevan
la imposible doble carga del naturalismo y la oquedad, marcas indelebles del
mal cine.
Pero, volviendo a Wenders, hay más verdad en los planos industriales de
Donner que registran autos chocando o helicópteros levantando vuelo que en
la cámara de video experimental, cinéfila y autorreferente que usa la
protagonista de La tarea. Y tal vez transmita más emoción una sonrisa de
Danny Glover que las muecas de Irene Jacob. La pretensión artística no
puede ser la medida del cine. Y la queja contra la estupidez, la insensibilidad
y la chapucería carece de todo interés si se formula desde la autoafirmación
del alma bella.
Arma mortal 3, como sus predecesoras, es una película divertida y
espectacular, cargada de trampas y de astucias calculadas. Hasta
ideológicamente, los abusos policiales de sus protagonistas se balancean con
la caracterización de los malos, sucesivamente mercenarios de la CIA,
funcionarios del appartheid sudafricano y otros policías. Todos ellos son
extremadamente crueles, despiadados y se merecen morir asesinados. En los
films hay siempre persecuciones de coches, escenas de ternura entre los
protagonistas, chistes ingeniosos, tiroteos paroxísticos. Son la expresión más
alta, el state of the art del cine de acción. Pero no precisamente por sus
efectos especiales o por el despliegue de recursos de los que no reniegan.
Más bien porque son los productos más alegres que ese cine haya fabricado.
Y la clave de esa alegría no es el humor cada vez más presente, cada vez más
autoirónico. Son alegres porque parten, en progresión creciente, de una nueva
vuelta de tuerca en la gran producción industrial americana. En primer lugar,
son films de escenas y no de guion. Cada vez importa menos la trama, la
construcción del suspenso orientado al desenlace, a favor de secuencias más
autocontenidas, más distendidas, con vida independiente. A favor de una
historia común que el espectador conoce, no hay que presentar a nadie, pero
tampoco hay que desarrollar la intriga para resolver un conflicto dramático.
Alguien parece haber redescubierto que hay otros placeres en el cine además
de la lógica complaciente de un guion ingenioso sobre la que se construyen
todos los productos televisivos. Curiosamente, no hay caídas de tensión,
porque la tensión del relato es innecesaria, y las imágenes respiran con una
libertad que es artificial pero efectiva. En ese sentido, la aceleración y la
acumulación de efectos resultan arbitrarias y parecen producidas por una
necesidad de reaseguro comercial de un producto que no termina de creer en
la solidez de su base emotiva. En segundo término, el ritmo y la fluidez de la
narración tienen como amalgama el atractivo de los personajes centrales.
Estos han aumentado desde la clásica pareja de policías de la primera,
pasando por el trío con el embrollón Leo Getz de la segunda hasta el cuarteto
fraternal y delirante de la última, con el loco Gibson, el negro Glover, la
independiente Rene Russo y el sexualmente ambiguo Pesci. Esa fraternidad
se edifica sobre una lealtad basada en el amor al oficio de policía y no
reconoce discriminaciones ni prejuicios de ningún tipo. Se consolida cuando
Gibson increpa a Russo, que pertenece al nuevo estereotipo de los
investigadores del Departamento de Asuntos Internos, es decir, la policía de
la policía, y le pregunta si es o no una verdadera policía, logrando así
ablandar su corazón. La escena de sexo entre ellos, enormemente cómica, se
basa en la exhibición de las cicatrices producidas por su profesión. Por
último, hay un gran ausente: el éxito, el dinero, la carrera. Como los viejos
héroes del western, como los detectives chandlerianos, son figuras en un
paisaje sin otro horizonte que el orgullo por ser como son. Solo los chicos
malos de la película creen en el sueño americano. Los buenos aman su vida y
a los que los rodean. No necesitan otra cosa. Son, y en eso se diferencian de
sus predecesores de vida modesta, sorprendente y activamente felices.
Arma mortal es una receta, una fórmula. Pero los ingredientes son, esta vez,
de primera categoría. Son el resultado actual del talento y la inteligencia que
una industria acumuló a lo largo de muchos años, a veces a pesar suyo.
Cuando en Los carabineros de Jean–Luc Godard el emisario del rey trata de
convencer a los protagonistas de que se enrolen en el ejército, estos le
preguntan si van a poder escaparse sin pagar de los restoranes. La respuesta
afirmativa resulta un argumento de peso para aceptar la oferta. En Arma
mortal 3 los sargentos Riggs y Murtaugh amenazan a un peatón con matarlo
por haber cruzado la calle por un lugar prohibido. Cuando el tipo logra
liberarse en pleno paroxismo de terror, los policías estallan en una contagiosa
carcajada. “¡Qué divertido es este trabajo!”, le gusta exclamar a Riggs en
medio de sus misiones disparatadas y peligrosas. Pero la colección de Armas
mortales no es una glorificación de la violencia policial. Es más bien un viaje
hacia la infancia en busca de la travesura. Una palabra rigurosamente ausente
del modelo estándar de infancia que es el cine de Steven Spielberg, el de los
chicos solitarios que aprenden de la televisión, el de los TV kids al que Gus
van Sant y William Burroughs aluden en Drugstore Cowboy. La anárquica
atmósfera de estas películas, el desprecio por las jerarquías, el tono
independiente y salvaje de sus héroes es también el reverso de la eficiencia
mecánica y de la tristeza corporativa. Con su pirotecnia millonaria, su
despliegue centrado en la acción desenfrenada, con la autoparodia obligatoria
que impone hoy el género, se trata, en realidad, de la evocación de una
utopía. De un sueño en el que funcionan la libertad, la amistad, la armonía
familiar, la satisfacción por el trabajo y la pasión amorosa. Que para hacer
creíbles estos sentimientos, que Capra localizó en 1937 entre los lamas de
Horizontes lejanos, el cine recurra, justo en 1992, al Departamento de Policía
de Los Ángeles, un paradigma de brutalidad y de racismo, no es culpa del
cine ni mérito de la policía. Es el mundo el que no parece dar para otra cosa.
Una conclusión parecida es la que se desprende de los amargos films de
Krysztof Kieslowski.
Publicado en El Amante N°7 – julio 1992

24. Dossier Almodóvar. Pedro Almodóvar: la seriedad del deseo

Desde un lugar de La Mancha. En 1980 el cine medio español era muy


medio. Se ocupaba de las experiencias medias de personajes de mediana edad
que pertenecían a la clase media. El Madrid del posfranquismo se
encaminaba ya hacia la opulencia y el consumo del Quinto Centenario. En
ese contexto, un empleado telefónico nacido en 1949 en el oscuro pueblo de
Calzada de Calatrava, realiza su primer largometraje: Pepi, Luci, Bom..., una
historia de la marginalidad madrileña, punk, feminista, amoral y festiva.
Estaba hecho sin presupuesto, con un sonido imposible, con actores novatos y
por un director que tenía muy pocos conocimientos de técnica
cinematográfica. Poco tiempo después, ese director se convertiría en un tipo
de moda, símbolo de una ciudad y de una generación. Años más tarde, en el
cineasta con más éxito mundial de la historia del cine español.
El ojo. Aunque sus acciones irían subiendo entre la crítica, pocos directores
han generado tanto odio en sus comienzos. En la Guía de video–cine de
Carlos Aguilar se puede leer en el comentario sobre Matador: “Film penoso e
insufrible (...) su ignorancia cinematográfica es poco menos que incalculable
(...) Una auténtica vergüenza y uno de los casos más escandalosos del
presente cine español”. Los méritos que se le suelen asignar a su cine tienen
que ver con su aire de frescura y desparpajo y por el retrato de la famosa
movida, del pop, del kitsch, de los desvíos sexuales y de la juventud en
general. La gente suele reírse en los momentos más dramáticos de sus
películas que se entienden como livianas y divertidas, como un producto
ligero que puede consumirse con facilidad. La idea general es que Almodóvar
es un director frívolo, torpe pero original y con un gran talento para la
autopromoción. Una especie de arquetipo posmoderno.
La frivolidad podría describirse en general como una forma de la miopía o
como una red tendida sobre la realidad en la que quedan atrapadas muy pocas
cosas. Algo así como la contracara light de la solemnidad. En la red del cine
de Almodóvar, en cambio, queda mucho más. Casi demasiado. Su poder de
observación es, muchas veces, asombroso. Un ejemplo. El lector ve una chica
en la mesa de un bar que sonríe abiertamente, gesticula con desenvoltura y a
la que le brillan los ojos. Se asoma para ver a su interlocutor. Resulta siempre
una mujer. Si en cambio calla, hace mohínes artificiales y su mirada es opaca,
está con un hombre. Dice Almodóvar a propósito de Pepi... “Me interesa ver
el gozo con que una chica habla con otra, la complicidad física que hay entre
las mujeres”. Pepi… debe ser la primera película que describe esta situación
cotidiana, tan visible y tan oculta. Es una muestra de una de las claves de su
cine: algo así como “lo esencial es absolutamente visible a los ojos”. Esa
intercambiabilidad de la esfera de lo secreto con la de lo manifiesto, que
muchos años de cine han separado, se demuestra en la increíble escena de
Tacones… en la que Victoria Abril confiesa un crimen ante las cámaras de
televisión, pero en la que la sorpresa de esa revelación empalidece frente a la
exhibición de fotografías de simples objetos que le provocan un llanto
incontrolable.
El oído. Si Almodóvar no fue el que dijo la frase siguiente merecería serlo:
“Se suele decir que hay muchas formas de ubicar la cámara para tomar una
escena, pero una sola es la correcta. Yo pienso, en cambio, que hay muchas
formas correctas de encuadrar pero, en cambio, hay una sola manera correcta
de decir un diálogo”. Partidario del sonido directo, los micrófonos de
Almodóvar captan el sonido ambiente con fidelidad pero mejor aún registran
los matices, los acentos y las muletillas de los personajes. En diálogos de
elaborada gracia y precisión, no solo las expresiones del pop madrileño han
quedado registradas en sus bandas sonoras, sino los acentos andaluces y el
lenguaje de los viejos, las expresiones arcaicas que mezclan la locura y el
sentido común de la gente del pueblo, parlamentos insólitos que Chus
Lampreave ha llevado a un arte mayor.
Boleros. La música de los films de Almodóvar, que progresivamente
evolucionó desde el rock hacia las tonadillas y los boleros, no es un
complemento o una ilustración de las imágenes. Esa música no está orientada
al espectador sino a los protagonistas: los acompaña, los expresa, los
emociona. En eso se aproxima a las primeras películas de Wenders,
estructuradas en torno de la presencia de la música. Su manejo de los
elementos del pop y del kitsch, como las canciones, los avisos de televisión y
los objetos de consumo no es una parodia y está en las antípodas de Andy
Warhol, de la glorificación del mal gusto y de la repetición mecánica. Los
elementos de la cultura de masas son los materiales de la vida de sus
personajes y tienen toda la importancia que estos les adjudican. Almodóvar
tiene el enorme mérito de haber introducido la contemporaneidad en el cine a
través de los objetos.
Gente. Pero no son las cosas sino los actores los que sostienen sus películas.
Almodóvar es uno de los grandes directores de actores del cine actual. Basta
comparar a la Carmen Maura resplandeciente de sus films con esas películas
en las que parece una apagada veterana de cien telenovelas. A Antonio
Banderas y acordarse de su espantoso personaje de Los reyes del mambo, a
Victoria Abril, a Miguel Bosé, a Cecilia Roth, a Marisa Paredes, a tantos
secundarios. El uso que Almodóvar hace de los actores es tan intenso que
atenta contra la fluidez de su narración. Esa característica y la compulsión a
no perderse la oportunidad de resaltar un detalle hacen que las películas de
Almodóvar estén llenas de baches, de caídas de tensión. Es que algunas
escenas están tan llenas de objetos y de intensidad dramática que tienen la
tendencia a independizarse. Pero además, cada actor trabaja más en función
de su personaje que de la situación, cada uno tiene un mano a mano con la
cámara, es una criatura que vive para su relación con ella. La emoción en
Almodóvar es un asunto individual e intransmisible a los otros personajes: es
la solitaria expresión del deseo.
El deseo. La presencia de Antonio Banderas desde Laberinto de pasiones le
ha servido a Almodóvar para concentrar en un personaje el aspecto trágico de
su obra. En Laberinto..., en Matador, en La ley..., en ¡Átame!, y en menor
medida en Mujeres..., Banderas encarna al que desea sin ser deseado. Buena
parte de la tristeza y la melancolía que se filtran en su cine se centran en la
maldición metafísica del deseo no correspondido. En ¡Átame!, la última de
ellas, hay un ajuste de cuentas con esta maldición que transforma un thriller
de psicópata en una novela rosa. Aquí, Banderas revierte el estigma mediante
un expediente clásico: purifica su deseo y se convierte en un héroe perfecto:
está dispuesto a perder la vida si se queda sin amor. Después de ocho
películas, un pase de magia transporta el imaginario de Almodóvar cargado
del furor y la violencia urbana a un idílico viaje familiar en las cercanías de
un pueblo apartado, en el que
el novio canta a coro con las dos hermanas. La relación estrecha, pero
cargada de la frustración de cada uno, entre los dos hermanos de La ley del
deseo deviene en armonía y felicidad. El deseo de Banderas se convierte en el
deseo de la madre de Almodóvar y un largo ciclo llega a su fin.
Lo que vendrá. A partir de Mujeres.., sus realizaciones se hacen menos
caóticas, los argumentos están mejor construidos y el mercado internacional
descubre a Almodóvar. El futuro de este cineasta impredecible pero idéntico
a sí mismo es, sin embargo, incierto. En Pepi..., Bom resolvía que el rock
estaba agotado y debía pasarse a los boleros (curiosamente la actriz Alaska se
convertiría en la vida real en una cantante de boleros). Los boleros pasarían a
ocupar el centro de la escena dos películas más adelante. En Tacones…,
Marisa Paredes anuncia que ya no está para ser una estrella del pop, que
ahora le corresponde ser una gran dama de la canción. Poco después,
Almodóvar anunciaba que Madrid le estaba quedando chico, como si él
también aspirara al destino de gran cancionista, de cineasta universal. Aunque
es difícil imaginárselo convertido en una especie de Woody Allen español,
ese puede ser uno de sus destinos, especialmente si sigue merodeando a
Bergman. Pero hay algunos indicios sombríos: el director de ficción de
¡Átame! que sabe que está haciendo su última película y la cantante de
Tacones lejanos. Almodóvar tocó el tema de la muerte recién en su cuarta
película, pero sus primeras muertes eran casuales o el resultado de la pasión.
El director y la cantante, en cambio, están al final de su carrera y la muerte
aparece por
primera vez como resultado de la enfermedad. Algunos años antes,
Almodóvar dijo, tal vez en broma, pero con una anticipación notable: “estoy
esperando pasar de moda para convertirme en un clásico”. Su vertiginosa
carrera y su progresiva aproximación a la muerte lo acercan a un cineasta con
el que detesta ser comparado: Rainer Werner Fassbinder, alguien que alguna
vez dijo: “No cabe la menor duda de que esta cultura me utilizó, pues de otro
modo no me habrían dado tantas facilidades para hacer cosas”. El director
que en los ochenta representó la audacia y la libertad en el cine español desde
un nuevo realismo, tiene más de un punto en común con su homólogo alemán
de la década anterior.
Publicado en El Amante N°7 – julio 1992
25. Todo Almodóvar

Laberinto de pasiones, 1982.


Almodóvar se confiesa admirador del cinismo y la dureza del cine de Billy
Wilder. Laberinto... tiene algo de ese cinismo y esa dureza, a pesar de que el
autor la ubica en un pop blando, opuesto al pop duro de Pepi... Es la única de
sus películas en la que aparecen personajes de la alta burguesía, y en la que la
ambición, la fama y el dinero juegan un papel importante. También es la
única en la que dos personajes se enamoran con un amor en el que la mutua
necesidad es más importante que el deseo físico. Que sea su película menos
lograda es menos atribuible a un guion descabellado que a que Almodóvar no
es cínico como Wilder y a que no se maneja con comodidad con las
multitudes, la gente importante y el amor platónico.

La ley del deseo, 1987.


Pablo desea a Juan, Antonio desea a Pablo, Tina, hermana transexual de
Pablo, desea a Antonio. Sobre esta cadena de deseos unidireccionales se
construye una intriga policial y un melodrama. Es el film de Almodóvar
sobre la homosexualidad, su película de acentos más dramáticos, la más física
y en la que mayor piedad exhibe por sus protagonistas. Según sus propias
palabras, es su obra más autobiográfica. Tal vez porque Pablo (Eusebio
Poncela), director de cine, está atrapado entre las exigencias públicas de su
trabajo y la insatisfacción de sus pasiones privadas. Representa un personaje
muy singular entre la fauna almodovariana. Es el único de sus personajes
centrales reflexivo, el único que combina el egoísmo de la distancia con la
empatía por los que lo rodean. Sumergido en la cultura del exhibicionismo y
de la droga, la contempla con desapasionamiento y frialdad. Los personajes
de Almodóvar suelen ser esclavos del mundo y de sus pasiones, ajenos a toda
lucidez, mientras que Pablo es el que comprende, desde cierto estado de
gracia no exento de generosidad, el mismo que el personaje de Carmen
Maura alcanzará recién al final de su acelerado viaje en Mujeres... La mirada
de Pablo sobre sus congéneres que no es ni pop, ni punk, ni kitsch, ni
posmoderna y que posee la serena calidez de un cineasta clásico. Una mirada
muy parecida a la de Pedro Almodóvar.
Publicado en El Amante N°7 – julio 1992
26. Esa otra revista de tapas amarillas

La celebración de los cuarenta años de Cahiers du cinéma fue motivo de una


serie de homenajes a los que Buenos Aires no fue ajena. Coincidió además
con la publicación de un libro de dos tomos llamado Histoire d’une revue de
Antoine de Baecque, integrante del comité de redacción actual de la revista.
Como un hombre célebre que se considera lo suficientemente importante para
escribir su autobiografía, la revista está hoy en una posición en el mundo
cultural que le permite ocuparse de sí misma como tema, practicar una
moderada autoglorificación. A ello se agrega la publicación, en forma de
facsímil, de los ejemplares correspondientes a los primeros catorce años
desde su aparición, aquellos en que la revista mantuvo sus tapas amarillas.
Esta colección ya lleva diez volúmenes (desde 1951 hasta 1960). Cahiers es
la revista de cine más prestigiosa del mundo. Dar cuenta de su historia supera
los límites de esta nota que intenta aproximarse a algunos puntos de su
trayectoria, especialmente a los años en los que esos cuadernos amarillos
revolucionaron la crítica de cine para desembocar en el mítico y breve grupo
de películas al que suele llamarse Nouvelle Vague.
Abril de 1951. Primer número de los Cahiers. El editorial, dedicado a Jean–
George Auriol, muerto recientemente y fundador de la antecesora Revue du
Cinéma, anuncia que el recuerdo del amigo desaparecido provoca el deseo de
editar la revista para ‘”no entregarse a una especie de neutralidad malevolente
que tolere un cine mediocre, una crítica domesticada y un público
embrutecido”. Los caminos por los que estos propósitos se llevarían a cabo
serán en lo sucesivo una sorpresa para los jefes de redacción, Jacques
Doniol–Valcroze y Lo Duca, (André Bazin se agregaría en el número 2). En
efecto, el primer artículo de la revista está firmado por Doniol y es un
comentario de Give Us this Day de Edward Dmytryk. El elogio del film está
basado en su carácter “comprometido” –en pleno macartismo–, es de una
notable pobreza conceptual y de una llamativa ligereza metodológica (llega a
decir “no conozco My First Romance –otra película del director–, pero me
han hablado muy bien de ella”). Lo Duca, por su parte, analiza en una nota
llena de cifras la industria italiana del cine. Hay además una reseña favorable
a Sunset Boulevard de Wilder –que sería un director casi repudiado años más
tarde–. Apenas una reivindicación de Bresson, un artículo de Bazin sobre la
profundidad de campo y algunos párrafos de Alexandre Astruc (la
reivindicación de Hitchcock, o la idea de que el cine, a diferencia de la
novela, logra su grandeza tratando los actores como personas y no como
personajes) guardan relación con lo que serían los temas y las elecciones
estéticas de años posteriores.
En el número dos, además, hay un extenso artículo de Pierre Kast
subtitulado “Notas sobre el dandismo en el ejercicio del cine”. En él se afirma
que un director de Hollywood carece de libertad frente al sistema y solamente
algunas obras amargas como Monsieur Verdoux o La dama de Shanghai, y en
menor medida los films negros como El halcón maltés, son una verdadera
alternativa al cine complaciente de la industria. Kast haría cine, continuaría
colaborando durante años con los Cahiers, defendiendo la perspectiva de
actuar dentro del sistema pero sin ser cómplice (significado del “dandismo”),
actuando cerca de la vanguardia literaria representada por el surrealismo y su
amigo Boris Vian, ponderando el cine de países periféricos, repudiando con
toda energía el catolicismo de algunos colaboradores y defenestrando en toda
ocasión posible a Alfred Hitchcock y a Howard Hawks, los primeros ídolos
de la “política de los autores”, una creación de los jóvenes redactores que
poco después invadirían la revista y que harían tambalear todas las ideas
preconcebidas sobre el cine, redactores entre los que se contarían los futuros
cineastas Eric Rohmer, François Truffaut, Jacques Rivette, Jean–Luc Godard
y Claude Chabrol.
André Bazin. Sin embargo, algunas bases de lo que después sería el núcleo
duro de la publicación estaban establecidas desde antes. Principalmente a
través de los escritos de André Bazin, que en 1951 tenía apenas treinta y tres
años pero ya era un crítico de prestigio. Bazin era integrante de dos especies
casi extinguidas ya en esa época: el militante cultural no ligado a ningún
partido y el católico de izquierda. La cruzada de Bazin fue siempre la lucha
para que el cine fuera considerado un arte mayor, independiente de la
literatura y ubicado en la madurez y en la plenitud de sus recursos. El arte
cinematográfico alcanza para Bazin con el advenimiento del sonido y la
posterior llegada del color y el cinemascope la cima de un progreso
continuado en el que la era clásica está a su alcance. Esta idea choca contra
los que todavía defienden el cine mudo como período de excelencia creativa
frente al que el advenimiento del sonido constituye un retroceso. Pero
además, Bazin se opone a toda idea de vanguardia en el cine y ubica su
grandeza en el terreno de lo popular, a pesar de que algunos de sus cineastas
paradigmáticos, especialmente Rossellini, solo serán objeto de consumo de
una élite. A esta concepción subyace su particular idea del “realismo”
cinematográfico La combinación de imagen y sonido del cine, como
reproducción mecánica de la realidad, no es ni una representación de ella ni
tiene necesidad de superarla. Su grandeza, que lo coloca en un lugar
privilegiado entre las artes, consiste en que puede “mantener la ambigüedad
de lo real”. Su defensa del plano secuencia y de la profundidad de campo
estará ligada a la idea de que esos recursos permiten al cineasta transcribir sin
limitaciones y sin subrayados lo que el lente de la cámara y el micrófono
captan de la vida real. Esos recursos alivian la necesidad del montaje,
elemento central de la teoría de Eisenstein, absolutamente contraria en
intención y en contenido. La sombra del realismo baziniano sería el fantasma
contra el que generaciones posteriores de críticos (incluidos los de Cahiers) y
cineastas combatirían en el intento de desmontar, desde nuevas vanguardias,
un espacio ligado a una idea de belleza que solo el cine está en condiciones
de producir.
Bazin moriría, a los cuarenta años, el 11 de noviembre de 1958, exactamente
el primer día de rodaje de Los cuatrocientos golpes, después de haber pasado
sus años en los Cahiers combatiendo contra la tuberculosis y la leucemia.
Desde su lugar de maestro, respetado como tal por los más jóvenes, sería el
encargado de introducir una moderación admirada frente a la escritura de sus
discípulos, cuyas ideas lo excederían en virulencia y profundidad. Algunos
artículos de Bazin, cuya prosa tenía un equilibrio y una solidez
incomparables, describen las luchas internas de la redacción con una
ecuanimidad paternal y estimulante y son un modelo de humildad y de
honestidad crítica. Honestidad que sería invocada por Bazin para publicar la
famosa tabla con estrellas en la que los críticos califican las películas –una
práctica que muchas revistas de cine imitarían en el futuro– con el argumento
de que esa tabla es la mejor manera de que los lectores conozcan la posición
de los redactores a los que leen. Esa idea de transparencia era característica
del carácter angélico con el que sus compañeros evocarían siempre la figura
de André Bazin.
La hora de la audacia. En el número de febrero de 1958, el comentario de The
Strange One de Jack Garfein dice así: “solo le recomendamos ver esta
película si usted reúne las siguientes condiciones: 1) Usted es pederasta. 2)
Usted es masoquista. 3) A usted no le gusta el cine”. Para esa fecha, los
Cahiers se podían permitir expresiones semejantes de salvajismo. Pero esta
libertad había arrancado tiempo atrás, por cuestiones más trascendentes. En
mayo del 53, Jacques Rivette firmaba un artículo titulado “Genio de Howard
Hawks”, que sería el equivalente de publicar hoy en una revista seria de
música, por ejemplo Lulú, una nota llamada “Genio de los Rolling Stones”.
“Hawks”, dice Rivette, “resume las más altas virtudes del cine americano, el
único que sabe proponernos una moral, de la que he aquí la perfecta
encarnación; admirable síntesis que contiene el secreto de su genio. La
fascinación que impone es menos la de la idea que la de la eficacia; el acto
nos atrae menos por su belleza que por su misma acción en el interior de su
universo”. Las afirmaciones y el estilo de los llamados “jóvenes turcos”
atentan contra las verdades más preciadas de un universo crítico que había
permanecido dormido a pesar de sus pretensiones de amplitud y modernidad.
La elección de un director del corazón de Hollywood como máximo
exponente de las virtudes cinematográficas es una bofetada a esas
convicciones. La audacia de este gesto implica, entre otras cosas, un
redescubrimiento del cine a partir de la modificación del lugar de la crítica.
En lugar de la medianía bienpensante que otorga a los films un valor que
depende de su pretensión artística, de su adecuación a una jerarquía cultural y
de un criterio de valoración extraído de otras artes, las mejores críticas de
Cahiers crearán nuevos valores, descubrirán la especificidad del cine y la
localizarán en el interior de las imágenes fuera del alcance de los prejuicios
del gusto medio y de la racionalidad de tono academizante. Los argumentos
últimos en favor de esos nuevos valores estarán, en última instancia, lejos del
sentido común pero también de la exégesis técnica. “Que nadie se
sorprenda”, dirá Rohmer a propósito de Hitchcock en 1954, “de encontrar en
lugar de las palabras travelling, encuadre, objetivo y toda la espantosa jerga
de los estudios, los temas más nobles y pretenciosos de ałma, Dios, diablo,
inquietud o pecado”. La escritura sobre el cine encontrará así una autonomía
y una libertad que le permitirán mantenerse al margen de los referentes
culturales de la época como la vanguardia surrealista y la politización de
modelo sartreano. Desde un espacio de máxima agudeza y exigencia
intelectual, subvertirán la jerarquía tradicional en la que la cultura daba
cuenta del cine, para intentar que el cine diera cuenta de la cultura y que un
género tan poco jerarquizado (“no conozco ningún chico que diga que cuando
sea grande quiere ser crítico de cine”, anotaría alguna vez Truffaut) se
convirtiera en una posibilidad de reflexión sobre el mundo. Este espacio
abierto por jóvenes de poco más de veinte años se mantendría, hasta
mediados de la década siguiente, en el que sería paulatinamente ocupado por
el saber académico de las ciencias sociales –en particular la semiología– y
por una creciente politización que desembocaría en los Cahiers maoístas de
la década del setenta. Recién en los ochenta, la revista volvería a hablar de
cine desde el cine, aunque con un horizonte más comercial, más integrado y
mucho menos riesgoso. Para ese entonces, la cinefilia ya tendría asegurado
un lugar en el mundo del consumo.
Una famosa tendencia. La revalorización del cine americano tenía una
contrapartida evidente: el ataque frontal al cine francés. En enero de 1954,
Truffaut firma una de las piezas más duras de la historia de la crítica: “Una
cierta tendencia del cine francés”. El objetivo declarado de la nota es el
análisis –para su demolición– de lo que se llamaba entonces Qualité
Française, sello que ha pasado desde entonces a tener una indudable
connotación peyorativa. La QF es, en ese momento, el tipo de cine que le
hace a la industria francesa ganar premios en los festivales internacionales y
le confiere a sus películas un aire de prestigio cultural que Truffaut se
propone demoler. Las obras de la QF son, en general, adaptaciones de autores
literarios franceses, tarea para la que los guionistas Jean Aurenche y Pierre
Bost han desarrollado una verdadera escuela. Su método consiste en
descomponer las libros originales entre escenas “filmables” y “no filmables”
y luego inventar escenas “equivalentes” de estas últimas sin traicionar, en
apariencia, el espíritu de la obra. Truffaut la emprende contra estos guionistas
y contra los directores que utilizan sus servicios como Claude Autant–Lara,
Jean Delannoy, René Clément, Yves Allégret, Henry Georges Clouzot y los
acusa de todos los pecados cinematográficos posibles. Y también de todos los
extracinematográficos, aun desde ángulos contradictorios: desde la derecha,
de ser blasfemos y no respetar la religión católica; desde la izquierda, de ser
un grupo de burgueses que hacen cine de burgueses y para burgueses. De
traicionar las fuentes literarias o de presentar personajes veladamente
homosexuales. Pero entre la ferocidad de la diatriba surgen algunas líneas de
argumentación que serán de importancia en el futuro de la revista. Entre ellas,
la idea de que el cine no es una cuestión de guion sino de puesta en escena. Y
también la sorprendente comprobación de que el cine esclavo del guion, que
se autodenominaba de realismo psicológico, no era más que un muestrario de
sordidez gratuita, y la búsqueda de una complicidad fácil con el espectador a
costa de los personajes. Con gran ingenio, Truffaut sugiere que el día en que
el espectador comience a pensar que el cornudo del que estos films le invitan
invariablemente a reír no es su primo ni su vecino, sino él mismo, se mostrará
más bien ingrato con esa visión del mundo que se le propone desde un cuarto
piso de un barrio elegante. Truffaut desenmascaraba, posiblemente por
primera vez, la oscura relación entre el mal cine, el supuesto “compromiso”
edificado sobre la banalidad, la ecuación que identifica realidad con sordidez
y el desprecio por los personajes como ética narrativa. “Ninguno (de los
directores de la QF) podría decir como Flaubert ‘Madame Bovary soy yo’”,
resumía Truffaut.
La guerra contra la qualité estaba declarada. “No creo en la coexistencia
pacífica de la Tradición de la Calidad y un cine de autor” (los autores del cine
francés serían para los Cahiers Bresson, Cocteau, Becker, Gance, Ophüls,
Tati, Renoir). Treinta años más tarde, Serge Daney diría que esa guerra era
una “guerra civil franco–francesa” que excedía al cine y que nunca habría de
terminar; una guerra culinaria entre lo crudo y lo cocido, la guerra declarada
por una minoría vehemente contra la hipocresía de la seudoprofundidad. La
batalla atravesaría las fronteras. Una gran parte del cine de otras
nacionalidades, entre ellas ciertamente la argentina, se sigue y se seguirá
haciendo con los parámetros de la qualité francesa.
La política de los autores. Los jóvenes de los Cahiers elegirán entonces a
algunos directores y los ungirán como representantes del cine con
mayúsculas. Demarcaron así un territorio en el que el nombre de esos autores
se convertiría en sinónimo de lo valioso en materia cinematográfica. Ellos
serán seguidos a través de su obra, entrevistados, difundidos y reverenciados.
Los comentarios sobre sus películas se construirán según un patrón que
consiste en demostrar en cada ocasión posible que el cine es exactamente lo
que ellos hacen, que su obra es la encarnación de la belleza y la esencia del
arte. Por vía de este estilo, la crítica se transforma en un ejercicio apasionado
de selección y defensa, abandonando para siempre la rutina de la crónica
tradicional y la ponderación distante de cualidades y defectos de cada film.
La selección en sí misma no estaría exenta de injusticias. Bergman sería un
“autor Cahiers” pero no así Fellini. Hawks gozaría de la máxima exaltación
mientras que John Ford sería considerado poco más que un viejo cineasta en
decadencia y a una obra maestra como The Searchers se la despacharía
brevemente como un “buen guion fallidamente realizado”. Pero esa selección
tuvo indudables méritos, como el de colocar definitivamente a los Hitchcock,
Welles, Renoir y Lang en la categoría de los maestros, separándolos de los
René Clair, Marcel Carné o John Huston y el de descubrir en cineastas
menospreciados corno Authony Marin, Nicholas Ray, Samuel Fuller o Robert
Aldrich su notable e insospechado valor. La línea divisoria pasaría por la
elección de quienes hacían en el cine lo que solo puede hacerse en el cine (la
puesta en escena) y por cierta dimensión ética que podía sintetizarse en la
famosa y misteriosa frase que gustaba repetir Godard: “un travelling es una
cuestión de moral”.
Este particular ejercicio de la escritura sobre el cine no fue nunca
estructurado en la revista como una teoría. La “teoría del autor” se compuso
después artificialmente en torno de clichés tales como: “La peor película de
un autor vale más que la mejor película de quien no es un autor”.
Afirmaciones como esta alimentarían un malentendido de aspectos
caricaturescos, reforzados porque la idea de autor no pasaba, como suele
creerse, por la libertad creativa, la escritura de los guiones y el control
absoluto del resultado final, sino por una característica casi indefinible de los
realizadores elegidos. Esos autores Cahiers trabajaban muchas veces con las
restricciones impuestas por la industria y sus películas se plegaban
frecuentemente a las convenciones del sistema. Su valor residía en muchos
casos en la posibilidad de expresar su arte a pesar de esas restricciones, por
poseer un talento y una fuerza capaces de revelar lo esencial y lo específico
del cine en productos de aspecto plenamente comercial y por servir de
vehículo para que esos escritores, que ya pensaban como cineastas,
manifestaran su amor por el cine. Los críticos de Cahiers se convertirían en la
bestia negra de muchos de sus colegas alrededor del mundo. Harían rabiar a
algunos de sus propios compañeros como Pierre Kast o Georges Sadoul y, a
lo largo de los años, generarían verdaderos ataques de odio y de locura a
ambos lados del océano en gente tan variada como Bertrand Tavernier,
Pauline Kaël u Homero Alsina Thevenet.
Elipsis. Hasta octubre de 1964, los Cahiers conservarían sus tapas amarillas.
Esa década coincide con el fin del cine clásico americano y con la irrupción
del cine moderno europeo. Hasta 1963, cuando Rohmer es obligado a
abandonar la dirección de la revista, la tendencia marginada por los ahora
integrantes de la Nouvelle Vague se mantiene, con distintos matices, en los
nuevos redactores. A partir de allí, irá variando la concepción del cine, la
ciencia y la política irrumpirán de distintas maneras, los directores a seguir
serán otros, se cuestionará gran parte de lo escrito en la década anterior. En
1968, la defensa de Henri Langlois al frente de la Cinemateca Francesa, será
la primera causa extracinematográfica que abrazarán los Cahiers. Esta lucha
será una de las chispas que encenderán el famoso mayo francés. El cine irá
pasando a un segundo plano frente a las necesidades de la revolución. La
cinefilia reaparecerá recién a fines de los setenta, en una publicación errática
y al borde de la quiebra. La riqueza y la complejidad de esos años superan al
autor de esta nota y exigen una mirada mucho más detenida.
Hoy. En 1991, Cahiers cumple cuarenta años. Serge Toubiana es el director
desde hace unos diez. Durante su gestión, la revista se consolida
progresivamente. Tiene ahora un diseño gráfico bastante sofisticado, fotos en
color y un aire de lo más respetable. Entretanto, la política de los autores se
ha impuesto de un modo inesperado y perverso: las películas se cotizan según
la fama de su director. Estamos en la era de las firmas, el cine se parece al
mercado de la pintura. Un Woody Allen, un Scorsese, un Almodóvar son
respetables productos culturales. El staff de dirección se mueve en un cierto
posmodernismo. La línea editorial podría describirse como “empresa + arte”.
En un reportaje de la revista Esprit de enero del 92, Toubiana rescata el viejo
dandismo: operar en el engranaje cultural pero ser consciente de él. En mayo
le tocará integrar el jurado del festival de Cannes. En la edición del mes
siguiente, relatará su experiencia en esa función. Casi horrorizado por el
triunfo de una película que la revista califica de mediocre y convencional,
confesará que su intento de convencer a sus pares del jurado de que deberían
premiarse los films que intentaran una apertura respecto de la medianía o que
mostraran otros mundos u otras realidades no solo sería desechado, sino que
los miembros del jurado encabezado por Gérard Depardieu no entendían de
qué estaba hablando. Esas dos manifestaciones expresan la contradicción
actual de la revista. Por un lado, la necesidad de seguir vendiendo y la
aceptación de las reglas del carnaval de los medios y por otro, una creciente
convicción sobre el futuro negro del cine, esterilizado para siempre en su
nicho como parte de la cultura del espectáculo. Un año antes, en el número
que festeja el 40 aniversario, la redacción seguiría ejerciendo la costumbre de
elegir, de tomar partido de acuerdo con uno de los resabios de su tradición
polémica, negándose a considerar, como hacen muchos de sus colegas, que
todo da más o menos lo mismo. En esa entrega, se eligen 20 cineastas para el
año 2001: Pedro Almodóvar, Olivier Assayas, Eric Barbier, Luc Besson, Tim
Burton, Jane Campion, Léos Carax, Souleymane Cissé, los Coen, François
Dupeyron, Jim Jarmusch, Chen Kaige, Vitali Kanevski, Aki Kaurismäki,
Emir Kusturica, Spike Lee, Patricia Mazuy, Irissa Ouedraogo, Steven
Soderbergh, Gus Van Sant. Esa lista expresa, al mismo tiempo que la
intención de continuar descubriendo el cine, la extraña mezcla que resulta de
combinar la cinefilia con las exigencias del mercado cultural. Salud, y por
otros cuarenta años.
Publicado en El Amante N°7 – julio 1992
27. La gloria de Ripley

Alien³, David Fincher, 1992.


Hacer pronósticos sobre la historia del cine puede resultar peligroso. Por
ejemplo: “Las historias del cine podrían prescindir de Samuel Fuller y su
obra” (Homero Alsina Thevenet, Cine sonoro americano). Por eso aquí va
otro: Sigourney Weaver tendrá un lugar en la historia del cine como la
teniente Ripley de la trilogía de los aliens.
Si bien Weaver llamó la atención en Alien (Ridley Scott, 1979), donde era
solo la segunda en el reparto, detrás del inexistente Tom Skerritt y fue
candidata al Oscar por Aliens (Cameron, 1986), es en Alien³ donde alcanza
una estatura de heroína que no admite comparaciones. La naturaleza de
Ripley siempre fue dual: una mujer que se parece en todo a un hombre pero
sigue siendo una mujer. Pero si en las dos primeras de la serie, su naturaleza
femenina se manifiesta de manera tangencial (en la gran escena de
semidesnudo y erotismo con el alien, en el cariño hacia la pequeña Newt), en
la tercera es la mujer de un hombre y de un alien y la futura madre de otro. Al
mismo tiempo, es aquí donde Weaver/Ripley tiene más aspecto de hombre:
sigue siendo demasiado flaca, alta, con los pómulos salientes, pero ahora está
rapada, con doce años más que en Alien, en un uniforme menos atractivo y
en medio de una comunidad masculina, En otro aspecto, la evolución del
personaje será también espectacular: Ripley es una blanca de clase media
alta, educada con la ética de la profesionalidad y del cumplimiento de las
reglas. En Alien y Aliens aprendía a trabajar como un cosmonauta, a pelear
como un soldado y a convertirse en una sobreviviente. Aquí aprende a morir
como Juana de Arco. Por último, aterrorizada y rabiosa enemiga de los
monstruos, se acercará más allá de todo límite a la especie maldita,
compartirá su suerte y, al mismo tiempo, será ella misma un alien, una
extraña en el planeta en que ha aterrizado (¿planetizado?). La fuerza, la
inteligencia y la ternura de Weaver/Ripley estaban preparadas para mucho
más que la ingeniería y la disciplina militar. Tenían un destino de
profundidad y de gloria.
El primer Alien (1979) era la última película de la era 2001, con la nave
espacial como metáfora del mundo, acechado por el mal insondable
encarnado en el monstruo. Aliens (1986) era la película reaganiana que
adelantaba la Guerra del Golfo. Alien³ es, entre otras cosas, la película del
SIDA: el mal que ataca desde adentro y que amenaza destruir el mundo.
Ripley, puritana pero embarazada del alien (y que al mismo tiempo ha tenido
relaciones sexuales por primera vez en el relato), grita que es imposible que
eso le esté pasando a ella. Y para seguir con las metáforas, como señala Amy
Taubin en la revista británica Sight and Sound (que trae en la tapa la foto de
Weaver con la leyenda “¿Quién es el alien?”), la película habla también de
los derechos de la mujer al aborto, del derecho a matar a la criatura que lleva
en su interior, en contra de los intereses de la muy conservadora Compañía.
Taubin también señala con acierto que la afirmación de un prisionero (“La
Compañía piensa que somos la escoria y no le importa la muerte de uno de
nuestros amigos”) representa la protesta de los homosexuales contra la
indiferencia de la sociedad frente al SIDA. Las metáforas de Alien no son una
interpretación caprichosa sino que forman parte de la manera en que concibió
la película. Cuando el novelista William Gibson fue convocado para
colaborar, se sorprendió al oír que los productores y guionistas Walter Hill y
David Giler se pasaban discutiendo sobre la metáfora del alien. “Esperaba
encontrar este tipo de discusión de los subtextos entre académicos, nunca
entre productores” (Cinefantastique, EE.UU., junio de 1992).
La saga de los aliens, una de las pocas grandes leyendas fabricadas por el
cine, es un vaivén entre la continuidad y las alteraciones. La continuidad está
sostenida por las características físicas de los aliens, la insistencia en los
espacios cerrados, túneles y pasadizos, por la ineptitud de los que están al
mando y por la trayectoria del personaje de Ripley y su pesadilla. La primera
parte no solo transcurre en el futuro, sino que intenta describirlo (el vuelo de
la nave y los chiches tecnológicos se muestran corno si fuera Viaje a las
estrellas, se dan detalles sobre una organización social diferente). En la
segunda, los marines, a pesar de algunas armas futuristas, son los marines de
ahora. En la tercera, no hay más astronautas ni soldados: solo Ripley y una
colonia de prisioneros que profesa un cristianismo medieval. Más que una
cárcel, se trata de un monasterio. La tecnología disponible es apenas de
mediados de siglo, la suficiente para no hacer ridículo el anacronismo. Los
presos deben enfrentar al alien como si fuera el diablo: sin armas y con la
sola ayuda de la fe.
El sentido político de la segunda parte invierte la situación de la primera,
cuando la intención de la Compañía de traer el bicho, sacrificando a sus
propios empleados, se transforma en una cruzada patriótica de exterminio que
solo un ejecutivo ambicioso e individualista intenta sabotear (aunque la
debilidad del capitán y el poder de ese ejecutivo hacen pensar en otra
interpretación, lo cierto es que el gobierno y la Compañía aparecen
diferenciados). En la tercera, la Compañía vuelve a ser malvada y es, por
primera vez, todopoderosa. Los presos son los desposeídos de la Tierra, las
víctimas de una situación que los deja fuera del sistema. Los navegantes de
Alien (especialmente los que no eran oficiales) también lo estaban, pero no
parecían advertirlo. Los de Aliens eran los defensores del sistema. La
progresión política corresponde a los tiempos históricos norteamericanos.
Reagan, Bush, ¿Clinton?
Para salvar el bache sobre la política de la Compañía (es decir, reactualizar
la idea de que la Compañía quiere rescatar al monstruo y no destruirlo, algo
absolutamente necesario para la trama), el relato sobre la segunda parte será
alterado por boca de Ripley que describirá la misión de los marines con el
título de una película de John Ford (“They Were Expendable”, es decir: eran
prescindibles), una falsedad que retoma la frase que se lee en la computadora
de Alien y que se refiere a la tripulación del primer viaje. En realidad, poco
importa, ya que lo que la película actual rescata y expande de una primera
parte políticamente inerte es la relación íntima de Ripley con el alien (u otro
alien, o los aliens, da igual). Esta relación, como veíamos, tiene un sentido
más profundo y más interesante que el del políticamente sesgado segundo
capítulo, en el que la obviedad del discurso xenófobo y militarista (la película
termina con la nena haciendo la venia) es una superficie sobre la que el relato
se desliza sin dificultad, aunque paga el precio de cortar el vínculo con el
Otro al definirlo como lo radicalmente diferente.
En Alien³ explota una visión apocalíptica, el sentimiento de que ha
terminado la era de lo humano. Esos oscuros prisioneros del espacio –todavía
más desamparados e infantiles que los infantes de marina de Aliens y los
marinos mercantes de Alien– son los últimos restos de una civilización que
está a punto de ser devorada por las fuerzas más tenebrosas pero, al mismo
tiempo, ya ha caído para siempre en las garras del totalitarismo. Los hombres,
condenados para siempre a recibir órdenes de una maquinaria burocrática y
todopoderosa, no pueden distinguirse de los androides. Lo curioso es que esta
visión nace de la puesta en escena de la segunda parte, porque a pesar de las
restricciones que provienen del argumento, la naturaleza de la opresión deja
de ser psicológica para transformarse, Cameron mediante, en otra cosa, que la
tercera parte pondrá en evidencia.
En Alien³, el terror de Alien deviene horror después de haber atravesado la
paranoia de Aliens. Ese cuadro de desolación definitiva, de abandono de toda
esperanza y de nacimiento de una resignada melancolía culmina en el gesto
misterioso y ambiguo de Ripley, que en medio de la caída en la que se
sacrifica inútilmente para salvar al mundo, ve nacer el alien de su pecho, y se
aferra a él como si intentara no dejarlo escapar pero también como si quisiera
protegerlo o acaso amamantarlo. Es el único gesto íntimo de las tres
películas: la relación sexual fue solo higiénica, las caricias a la nena y al gato,
apenas convencionales. Veinticuatro años después, ese gesto maravilloso
libera al cine de la huella de 2001 odisea del espacio (Kubrick, 1968) y de su
metáfora barata y pomposa edificada sobre la idea de un progreso abstracto y
de un futuro falsamente atractivo. Ese gesto le permite volver la mirada hacia
su única fuente posible: el abismo interior y los lazos con un pasado concreto
y misterioso.
Recuadro: Segunda rueda
¿Qué ocurre cuando una película que basa buena parte de su poder de
seducción en el suspenso y la sorpresa se ve de nuevo, conociendo todo lo
que va a pasar?
Hacer esa experiencia con la serie de los Alien puede ser instructivo. Si
tuviera que medir la calidad de cada una de las tres por el impacto de la
primera visión, el orden sería seguramente Alien, Alien³, Aliens. Después de
verlas por segunda vez, en un caso después de más de diez años, la sorpresa
es mayúscula: Alien es la peor de las tres, la única que aburre por momentos,
la menos rica cinematográficamente. Y complementariamente, Aliens, detrás
de su parafernalia militarista, oculta un relato impecable, en el que el primer
monstruo aparece recién después de una hora de proyección. Su revisión es
absolutamente placentera. Tal vez porque no contiene verdaderas sorpresas y
admite ser contada sin anticipar los golpes de efecto. Aliens es pura acción, lo
que no quiere decir pura violencia y suspenso. Es la más contemporánea en
un sentido: está podada de tiempos muertos, de explicaciones. Alien, en
cambio, abunda en tomas de la nave espacial, su vuelo, sus comandos, en
escenas chatas y mal resueltas. Es una de las últimas películas en las que la
tecnología espacial tenía un atractivo propio. Su eficacia radicó, en el
momento de su estreno, en que mezclaba esa etapa cienciaficcionalista y
astronáutica (¿qué?) para introducir, con toda potencia, a un nuevo tipo de
criatura. La irrupción del alien rompiendo el pecho de John Hurt es la gran
entrada en escena del verdadero monstruo: los efectos especiales. Pero vista
doce años más tarde, resulta una película que abusó de nuestra ingenuidad y
nos tomó desprevenidos. Alien resulta muy inferior a su fama y Ridley Scott
un realizador bastante poco creativo, decorados aparte. No es que Alien haya
envejecido. Tal cosa no existe: sus defectos existieron siempre. No hay que
echarle al tiempo la culpa de nuestro mal gusto. Recíprocamente, la escena de
la bombacha sigue teniendo la sugestión y la carga erótica de siempre.
Si la destreza de Cameron, director de Aliens, se ratifica en la segunda
vuelta, la de David Fincher brilla en la revisión con sus planos bajos, las
tomas subjetivas desde el alien y el mejor seguimiento de Sigourney Ripley,
aspecto en el que Cameron no creyó demasiado a pesar de la candidatura al
Oscar. Alien³ se puede volver a ver y disfrutar de su épica oscura, de su clima
opresivo, aunque el montaje sincopado y la necesidad de que la acción no
pare y de que el monstruo muera más de una vez irriten como sucede con
todos los clichés del cine concebido para que los telespectadores no hagan
zapping.
Publicado en El Amante N°8 – octubre 1992
28. Setenta cameos y ninguna flor

The Player (Las reglas del juego), Robert Altman, 1992.


Hay gente que dice que el fútbol consiste en veintidós tarados corriendo
detrás de una pelota y varios millones de tarados mirando. En Nashville, de
Robert Altman, se mostraba el mundo de la música country como el
amontonamiento de unos cuantos tarados que tocaban para otros miles de
tarados. En The Player, de Robert Altman, el cine de Hollywood se describe
como la interacción de ejecutivos, productores, guionistas y actores (y
policías). Cada uno de ellos es más inmoral, más imbécil, más frívolo y más
cruel que el otro. Mientras que esa clase de afirmación pueril sobre el fútbol
produce normalmente indignación (por suerte), la película de Altman ha sido
recibida con una catarata de elogios que coinciden en calificarla como una
crítica ácida, genial y divertida al ambiente del cine. (*)
Esos comentarios futbolísticos gratuitos provienen de gente que no sabe si la
pelota es redonda o cuadrada, mientras que la película (Perogrullo mediante)
está hecha por un director de cine. Este se encarga de hacerlo notar en la
primera escena: mientras dos personajes hablan del comienzo de Sed de mal
(O. Welles, 1958), que es una escena sin cortes de alrededor de tres minutos,
el plano secuencia que está filmando Altman dura ocho minutos. Esto aclara
que lo que podía Welles lo puede Altman, multiplicado por 2,66.
Pero no son la pretensión ni la pedantería las cualidades esenciales de esta
película. Para ilustrarse al respecto, es mejor ver Buffallo Bill y los indios
(Altman, 1976). Lo más suculento de The Player es una cierta coherencia.
Toda película que tenga al cine como tema plantea una pregunta: ¿qué pasa
con la propia película, se parece a lo que muestra? En ese sentido, se trata de
un caso ejemplar. Cuando Truffaut estrenó La noche americana (1973),
Godard lo criticó severamente porque sospechaba que el director tenía una
relación con Jacqueline Bisset y eso no aparecía en el film. Altman va más
lejos en el escamoteo: no son los amores del director sino el director entero el
que desaparece: su mundo de los estudios es un mundo sin directores. Y
aunque eso sea parcialmente cierto en el cine americano de hoy, no lo es en el
film: la presencia del tono Altman se advierte en todas partes. Pero eso es lo
que le da a la película, paradójicamente, la coherencia apuntada más arriba.
Como decíamos, su universo se caracteriza por la inmoralidad, la
imbecilidad, la frivolidad y la crueldad, que son exactamente las
características del film. Palabras duras, de acuerdo. Pero solo un imbécil
puede creer que las películas están hechas por imbéciles para imbéciles, que
en esa confusión de ambiciones y disparates no hay también alguna dosis de
talento, imaginación y grandeza. En El ocaso de una vida (Wilder –un
famoso cínico–, 1950), las figuras de Hollywood aparecían débiles, patéticas
y vanidosas, pero también interesantes, generosas y dignas de compasión. En
Cautivos del mal (Minnelli, 1952) el productor era un déspota megalómano,
pero su mirada estaba puesta en la calidad de sus películas. En The Player,
todo es tan chato y tan aburrido como el propio film. Volviendo a lo del
fútbol: como aquí no es un neófito el que oculta sino un director, y lo hace
para sostener su producto, no se trata de ignorancia sino de inmoralidad. Ni
Batman vuelve ni Alien³, independientemente de sus méritos, nacen a partir
de que un guionista le propone a un productor un argumento en 25 palabras,
como se supone en el film que trabajan siempre los estudios. La que sí cabe
en 25 palabras es The Player. (“Productor yuppie mata a guionista. Su carrera
tambalea, pero se sale con la suya. Mezcla de La hoguera de las vanidades
con Crímenes y pecados.”) Y también es extremadamente desagradable hacer
pasar el autobombo –de Altman y de todos los que aparecen– como
autoparodia.
Por otra parte, es tan frívolo preocuparse obsesivamente por el agua mineral
–que es lo que hace el protagonista– como recurrir a setenta cameos y filmar
ocho minutos seguidos sin ninguna necesidad –que es lo que hace el
director–.
Por último, la crueldad. En el sórdido estudio hay un solo personaje que cree
en ciertos valores éticos o estéticos. Es Bonnie, al principio ayudante y novia
del malvado protagonista. Maltratada todo el tiempo, al final es despedida y
humillada por alegar en favor de algo así como la integridad artística, ante la
mirada indiferente del tránsfuga. The Player es un producto extremadamente
light, donde todos parecen divertirse y pasarla bien. Un verdadero party de
Hollywood. Con un director más honesto podría haber sido una comedia
negra, divertida e inocua en la que todos la pasaran bien y celebraran sus
egos. Pero no. El castigo infligido a ese personaje viene a recordar que esta
payasada va en serio. Y no hay nada más cruel que un payaso siniestro. Pero
no es una casualidad que la ética de Bonnie sea absolutamente de pacotilla.
Porque de no haberlo sido, o de haber mostrado un mínimo grado de
dignidad, la película se habría contaminado de un elemento que la habría
destruido. Ese elemento es el que hace que mucha gente ame el cine pero
huya despavorida del circo.
The Player se estrenó en la Argentina con el título Las reglas del juego. Con
un par de eses menos, Jean Renoir se levantaba de la tumba.
(*) Entre los elogios desparramados a mansalva sobre The Player, hay uno
que merece destacarse. Es el que la califica como un placer para cinéfilos,
porque les permite jugar a descubrir las caras conocidas. En realidad, eso se
llama cholulismo. A los cinéfilos, en cambio, dicen que les gusta ir al cine
para ver buenas películas. Y que cuando quieren ver muchas estrellas
prefieren mirar al cielo en una noche despejada.
Publicado en El Amante N°8 – octubre 1992
29. Video

Sublime obsesión (Magnificent Obsession), Douglas Sirk, 1953.


Hay muchos consumidores de cine que no solo no vieron ninguna película de
Douglas Sirk sino que jamás oyeron hablar de él. Hasta hace poco tiempo, yo
era uno de ellos. En algún momento, el nombre Sirk empezó a sonar cerca,
básicamente en boca de algunos cinéfilos conocidos recientemente (después
de diciembre de 1991, fecha en que apareció por primera vez esta revista) y,
un poco antes, leyendo declaraciones de Fassbinder en las que le atribuía una
influencia decisiva sobre su obra. Después me encontré con un libro de
entrevistas al director (traducción del excelente Sirk by Sirk de Jon Halliday,
Ed. Fundamentos), que en ese momento leí salteado para no enterarme del
contenido de sus films (ver una película sin saber nada de ella es un placer
incomparable). A esta altura, sabía unas pocas cosas sobre Sirk: no se
llamaba Douglas Sirk sino Hans Detlef Sierck, había nacido en Alemania en
1900 y muerto en Suiza en 1987, había estudiado filosofía e historia del arte,
dirigido teatro. Emigrado a Estados Unidos en la época de Hitler debía su
fama a una serie de melodramas realizados en la década del 50, ninguno de
los cuales se había editado en video. Por último, se decía de él que era el
autor más desconocido de todo el cine americano. Había algo más: la
creciente sensación de que sus películas eran un tesoro por descubrir, una
fuente de placer felizmente inexplorada.
Esta introducción en primera persona (adivino, justifico y aun aplaudo
pensamientos del tipo “A mí qué me importa la historia de tu ignorancia”)
tiene como único propósito un cierto suspenso sobre el encuentro con
Sublime obsesión, primer Sirk en video, sobre la que tengo, por otra parte,
poco que decir. Efectivamente: esta película me produjo una admiración
fervorosa y un asombro mudo. ¿Cómo es posible un film perfecto con un
argumento ridículo? ¿Cuál es el secreto que permite despegarse de la trama,
dejarla fluir hacia las circunstancias más inverosímiles sin que decaiga el
interés ni disminuya la emoción? En Sublime obsesión hay una puerta
invisible que comunica el mundo habitual con una dimensión encantada, en
la que todos son buenos y tristes y en la que reina una melancolía
desconocida y profunda. Es el reino de la penitencia, el lugar de los
sentimientos nobles en estado puro. Es un país de Oz, en el que las fronteras
no están en el sueño, sino disimuladas en la realidad cotidiana. Es el mundo
sin ambición, sin dinero, sin violencia, el mundo del amor universal. Pero lo
extraordinario es que no se trata de una alegoría beata, de un llamado piadoso
(ni menos aun de una ironía). Es más bien un espejo (uno de los elementos
recurrentes del cine de Sirk), pero un espejo que abstrae en vez de reflejar.
Un espejo inverosímil y realista. Un espejo que borra la fealdad para
mostrarla como sombra de la belleza. Como si el movimiento de las figuras
en la superficie lograra ocultar imágenes más profundas, sin impedir que su
presencia absorba parte de la luz.
Otro mundo, otro espejo, otro cine: sin una mancha de drama psicológico, de
truco mágico, de explicación. Un cine de una pureza maravillosa y aterradora.
Hay una pasaje de La angustia corroe el alma (Fassbinder, 1974) que es así:
un inmigrante árabe y una vieja mujer viven en pareja ante la mirada racista y
odiosa de sus vecinos. Apenados, discuten su situación en un bar. Uno de
ellos dice que si se van de vacaciones, a la vuelta van a encontrar todo
arreglado. Salen de viaje. Cuando vuelven –mientras uno espera que todo se
repita–, como en un milagro, pero por causas concretas, en el barrio florece la
tolerancia. Esa escena es una huella de Sublime obsesión, un efecto del
espejo de Sirk, el espejo que cambia el mundo sin dejar de mostrarlo. No hay
muchos más ejemplos, no hay muchas más huellas de ese arte olvidado y
misterioso. Por el contrario, abunda el material escrito que lo pasa por alto.
En 50 ans de cinéma américain, de Tavernier y Coursodon (libro lujoso, caro
y mediocre), el artículo sobre Sirk termina así: “Es de lamentar que Sirk no se
haya enfrentado con guiones más abiertamente poéticos, más ambiciosos,
más literarios”. Sublime obsesión es la refutación exacta de esa afirmación
que niega al cine.
Publicado en El Amante N°8 – octubre 1992
30. Video. Recuadro: A mí me gustó

El príncipe de las mareas (The Prince of Tides), Barbra Streisand, 1992.


Está bien. El príncipe de las mareas es un catálogo de fórmulas y lugares
comunes. No solo eso, también propone una de las versiones del psicoanálisis
más silvestres de las que se tenga memoria: una esquizofrénica se cura
porque el hermano le cuenta a la psiquiatra los traumas de su infancia (solo
comparable a los usos que hiciera Hitchcock de esta disciplina). Y como si
esto fuera poco, abusa del énfasis para separar a los buenos de los malos. No
hay que olvidarse tampoco de que actúan Barbra Streisand y su eterno
narcisismo más Nick Nolte con sus frankensteinianas operaciones de
rejuvenecimiento. Con estos ingredientes, El príncipe… es un blanco perfecto
para el ensañamiento crítico. No basta con ellos, sin embargo, para lograr la
fenomenal adhesión de público que tuvo, más aun si se tiene en cuenta que
todo lo que sucede es más bien previsible, que no hay suspenso ni golpes de
efecto espectaculares. Puedo observar apenas un par de elementos. Uno es
que los protagonistas son íntegros e inteligentes. Otro es que
rompe con una convención de cincuenta años de cine: el marido no elige
entre la mujer antigua y la nueva por el brillo del enamoramiento ni por la
fuerza de la moral. La película no defiende la familia más allá de la necesidad
que el protagonista tiene de la suya. Entre un sinfín de convenciones y
distorsiones, hay un sesgo ligeramente subversivo para el cine americano: el
film sugiere que los sentimientos son privados. Por último, hay una
progresión narrativa que no vuelve nunca hacia atrás, que no se detiene para
relatar desencuentros o escenas de histeria y que desemboca en un final que
no admite una pregunta que me irrita, pero que tiene su cuota de sentido:
¿qué les va a pasar a los personajes ahora que terminó la película?
Publicado en El Amante N°8 – octubre 1992
31. Todos los cines, ¿el cine?

En un viejo film de Lelouch, un ladrón interpretado por Lino Ventura cae,


siguiendo a una mujer, en una cena de snobs. La conversación deriva hacia el
cine y un comensal le pregunta indignado: “Pero si usted no lee las críticas,
¿cómo hace para elegir una película?”. Ventura, intercalando una mirada
sugestiva a la dama, le contesta: “Del mismo modo en que elijo a una mujer:
corriendo riesgos”. Mirando las recaudaciones de estos días en los cines de
Buenos Aires, se observa que no muchos siguen el consejo de Ventura: muy
pocos se aventuraron con Nouvelle Vague, con Wayne’s World, con Festín
desnudo, con Down by Law, con Rush, películas que podrían haber tenido
cada una sus adeptos. En cambio, la tan poco interesante Mediterráneo,
incapaz de enfervorizar a nadie, se desenvolvió más que aceptablemente.
Conclusión provisoria: el público no corre riesgos. Aunque, probablemente,
tampoco lea las críticas. Está claro que no se puede hablar de un público sino
de públicos que se confunden solo a la hora de contar las entradas en la
boletería.
Volviendo a las críticas, lo interesante no es preguntarse por su calidad o su
honestidad sino por otro fenómeno: su evidente incapacidad para despertar
aunque sea curiosidad en quienes no están predispuestos de antemano a ver
un film. Hablar de públicos lleva a la idea de hablar de cines. Y a la sospecha
de que hay estéticas, tradiciones y mundos distintos que dejan de
diferenciarse en el momento en que confluyen en el celuloide perforado, en la
sala oscura y en las mismas páginas de los diarios. O de una revista como
esta. Hojeando números anteriores de El Amante se asiste a un desfile de
críticas donde todo se mezcla. Acaso demasiado. ¿Notaron los lectores que
nos parece muy importante Hasta el fin del mundo de Wenders, en contra del
repudio de casi toda la crítica mundial? ¿Qué hace allí, rodeada de El amante
de Annaud, The Player de Altman y Henry de MacNaughton, con cuyas
propuestas comparte muy poco? No es de la opinión sobre la película de lo
que estamos hablando (que, como se sabe, varía con los opinantes), sino de
una clase distinta de cine, de un modo alternativo de ver, de contar y de
soñar.
Por eso es que, casi a manera de juego o de experimento, en este número
hemos clasificado los estrenos en secciones. Se supone que una buena
clasificación reúne dos requisitos: todos los elementos entran en alguna
categoría y no hay ninguno que entre en dos. Esto no ocurre aquí. En primer
lugar, porque la cantidad de material clasificado no alcanza para cubrir todas
las posibilidades. Pero, sobre todo, porque tanto las categorías elegidas, como
la inclusión de cada película en alguna de ellas son materias infinitamente
discutibles. Intentaremos, sin embargo, justificarnos.
La primera sección es la de nuevos directores. No es la edad, ni la cantidad
de películas lo que marca la inclusión, sino la comprobación de que aportan
novedades o renovaciones que los diferencian por alguna razón de sus
predecesores en el oficio. Mi mundo privado, Delicatessen, Nikita, Volere
volare son distintas u originales, más allá de la opinión que nos merecen: a
casi todos nos deslumbró My Own Private Idaho, pero alguien huyó
despavorido de Nikita y no menos de cinco miembros de la redacción nos
aburrimos espantosamente con Volere volare.
La segunda categoría es “cine de qualité”. La palabra francesa evoca la
tradición del realismo poético y también la feroz diatriba de Truffaut, que
hace cuarenta años identificaba la qualité con la preeminencia excesiva del
guion y la crueldad innecesaria. Con el paso del tiempo, la qualité ha
permanecido incólume (por desgracia, estaría tentado de decir el que
suscribe). Su registro se ha afirmado en cierto prestigio equívoco que les
confiere a sus productos una especie de nobleza temática y un parentesco no
menos sospechoso con el “Arte”. Este estilo de cine se encuentra hoy cómodo
en ambientes de otros siglos, en prestamos de las otras artes y en el uso lujoso
de la técnica (fotografía, música, vestuario, escenografía “bellos”). Todas las
mañanas del mundo es de lo mejor que la qualité puede construir. Valmont es
demasiado parecida a una comedia y 1492 una superproducción demasiado
oportunista como para pertenecer exactamente al rubro.
El manoseado término autor se suele usar de dos maneras tal vez opuestas:
como sinónimo de “cine verdadero” y como reconocimiento de
independencia y personalidad en una obra. El estreno de films de Godard,
Ferreri y Herzog puede actualizar una polémica interesante, con la condición
de que se elimine la noción de “cine de autor” entendida como marca de
privilegio cultural equivalente a “cine fino”. Y que se acepte que algunos
pensamos que es más interesante hablar de Clint Eastwood o de Herschel
Gordon Lewis que de James Ivory o de Marce Carné.
Por último, dos películas, La investigación y El mundo según Wayne se
incluyen en un rubro llamado, algo arbitrariamente, “otros mundos” que
intenta agrupar miradas sobre zonas de la realidad que se rigen por sus
propios usos y costumbres.
Como siempre, rechazos y refutaciones son bienvenidos.
Publicado en El Amante N°9 – noviembre 1992

32. It’s excellent

El mundo según Wayne (Wayne’s World), Penelope Spheeris, 1992.


Un humor compuesto de chistes idiotas no necesariamente es un humor
idiota. Los que conocen a mi amigo el Pato lo saben perfectamente. En 1978
éramos seis frente a un televisor en el que jugaba Argentina. Daniel Valencia
era uno de los jugadores más cuestionados de aquel equipo. De pronto, el
Pato: “Este Valencia tiene una falla”. “No una, sino mil”, pensamos todos.
Silencio. Al rato: “Este Valencia tiene una falla”. Todos sabíamos que venía
el maldito chiste. Otra vez: “Este Valencia tiene una falla”. “Está bien, Pato,
¿qué falla?”. “Una falla valenciana”. (Por las dudas, y como no hay nada peor
con un chiste idiota que no entenderlo, las Fallas son los carnavales de la
ciudad de Valencia). El Pato soportó estoicamente los golpes en la cabeza.
Pero yo todavía recuerdo este juego de palabras infantil. Me olvidé, en
cambio, y él también, de otras miles de asociaciones ilícitas con las que él
había alegrado nuestra adolescencia unos diez años antes. El mundo según
Wayne se parece al humor del Pato: los adolescentes tienen un aislante contra
el mundo externo compuesto de códigos cerrados y sobrentendidos. En
algunos casos, como este de los heavy metal tardíos, ese pequeño mundo,
como el de los surfers o el de los barrabravas, tiene las dimensiones y la
universalidad de una cultura. Esta es una cultura de desechos: discos viejos,
comida rápida, vocabulario reducido y una gracia que se apoya en la
ingenuidad consciente de sí misma. El mundo de Wayne es el mundo de la
omisión, de la ignorancia, de un anacronismo anclado en la simpatía
colectiva, la excentricidad y la no violencia: un hippismo paródico,
trasnochado y alegre.
Penelope Spheeris convirtió un sketch de televisión (origen de los
personajes de Wayne y Garth) en una película. Una tarea que consiste en
pasar de dos dimensiones a tres, en darles a los protagonistas un entorno más
amplio y una biografía. Sus antecedentes como directora eran los adecuados
(“No tenían a nadie más para el puesto: ningún director de prestigio sabe
nada sobre ese tema y me tuvieron que llamar a mí”): The Decline of Western
Civilization, partes I (1981) y II (1988), son documentales sobre el mundo
del rock y de los adolescentes. El subtítulo de la segunda parte es,
precisamente, The Metal Years. Varios de sus films de ficción tienen como
tema a un par de adolescentes varones rockeros. El resultado es una película
que brilla en el aspecto testimonial y logra esa tercera dimensión en unos
personajes apenas esbozados en su medio original (Garth, por ejemplo, no
pasa de los monosílabos en el programa). Los bares, las discotecas, los
diálogos son reconstrucciones de primera. Y no importa demasiado que la
introducción de Rob Lowe –obviamente motivada por la desconfianza de los
productores en que el producto se sostuviera por sí mismo– no tenga nada
que ver y que los protagonistas no puedan actuar. Porque cuando el cine
consigue captar un átomo de verdad, cuando propone una complicidad basada
en las imágenes y no en la ideología –en Wayne’s World o en Nouvelle
Vague–, ese átomo tiene la propiedad de comunicar placer a todos los que
entren en su órbita sin anteponerle las molestas recetas que prescriben cómo
deben ser las películas. ¡Schwiiing!
Publicado en El Amante N°9 – noviembre 1992
33. Instrucción cívica

La investigación (Il portaborse), Daniele Luchetti, 1991.


El cine de denuncia ha sido una eterna víctima de la sobredramatización, el
maniqueísmo y la puerilidad. La investigación evita estas trampas con
sobriedad e inteligencia.
Fax a Manhattan. El ministro Botero no es Gordon Gekko. El especulador
despiadado de Wall Street que encarnara Michael Douglas es absolutamente
repugnante. El juvenil político de estilo socialdemócrata representa, en la
presencia brillante de Nanni Moretti, a un tipo agradable y carismático. Sin
embargo, los dos personajes son ambiciosos y despiadados. Ambos son unos
cerdos, unos mentirosos y unos criminales. Pero Gekko nunca podría
presentarse a una elección, mientras que la especialidad de Botero es
ganarlas. Botero comenzó su carrera política como el diputado más joven del
parlamento –igual que el Ministro del Interior argentino–. Su discurso se
apoya en el elogio de la modernidad, su imagen es la del que viene a barrer
con una generación de políticos envejecidos y amantes de la retórica. Sus
armas, la lucidez y la energía que encajan brillantemente con el pragmatismo
de su generación.
Luciano Sandulli no es Budd Fox (el personaje que hace Charlie Sheen en
Wall Street). El provinciano que viene a probar suerte a la ciudad no tiene la
experiencia ni la formación del profesor de literatura. Pero a los dos los
tientan el dinero, los privilegios del poder y hasta enredarse con la amante de
su jefe. Y algo más profundo: gozar del desafío a su talento y a su habilidad,
no dejar escapar la posibilidad de evitar el envejecimiento prematuro en un
escritorio o en un aula, huir del destino que la burocracia y la rutina les tienen
reservados. Ambos abandonarán a su patrón porque traiciona a sus
respectivos padres (biológico o espiritual) que representan una escala de
valores alternativa.
Daniele Luchetti no es Oliver Stone. Stone cree que el poder está integrado y
abierto a la sociedad, que la corrupción es un problema de las manzanas
podridas, que la buena conciencia es una herramienta eficaz contra la maldad,
que la democracia contiene el remedio para sus enfermedades, que la
honestidad puede ser compartida por los humildes y los opulentos. Luchetti,
en cambio, muestra que el poder es un círculo cerrado, que la corrupción y el
sistema son la misma cosa, que la política y la verdad son incompatibles, que
la democracia no puede impedir el abuso y que la honestidad no tiene nada
que ver con todo esto.
La investigación no es Wall Street. El humor, el tono ligero, la ausencia de
demagogia, la lucidez son todo lo contrario de la solemnidad, la
complacencia y la confusión.
Excursión a Washington. Hace cincuenta años, el señor Smith fue al senado
(Caballero sin espada, Capra, 1939). Encontró lo mismo que el profesor
Sandulli: una situación irremediable. Los boy scouts y su devoción por
Jefferson eran sus únicas armas frente a la corporación parlamentaria. Se
salvó de ir preso por una oportuna intervención del guionista.
Regreso a Roma (por cualquier camino). En el film hay un viejo periodista
que intenta acosar al ministro desde una cierta superioridad moral. Botero le
anuncia que la Historia va a barrer con gente como él. El periodista luce
gordo, cansado y mal vestido. Su imagen contrasta con el impecable
dinamismo del ministro. Al final, el vaticinio se cumplirá ampliamente. En la
arrogancia triste, desaliñada y estéril que muestra el periodista se condensa
uno de los caminos que el tiempo ha reservado a la militancia de izquierda. El
otro camino es precisamente el del ministro: un cambio de discurso que tira
muchas viejas ideas a la basura, pero mantiene una esencial: que lo único que
importa es la toma del poder y su conservación. En esa idea confluyen todos
los partidos: democristianos y socialistas, demócratas y republicanos,
peronistas y radicales. Y los que intentan oponerle al sistema los valores
morales olvidan que estos pertenecen a la órbita de lo individual, mientras
que la lógica de la rapiña gobierna la esfera pública por definición. Es por eso
que –en un gran acierto del guion– los electores insultan al candidato cuando
se los consulta por teléfono, pero luego lo votan a pesar de las sombras que
pesan sobre su decencia. En ese contexto, es el carisma televisado lo que
cuenta. Y los medios solo exigen personalidades ganadoras, tipos que
transmitan la ilusión de que los espectadores pueden participar mínimamente
de su buena suerte. Botero es perfecto.
Moraleja en Cheshire. Los asesores, técnicos, consultores, expertos son, en
definitiva, productores de los gags. Los textos que traducía el alumno
brillante sirven como latinajos jurídicos para sacar a los corruptos de la
cárcel. Un inflamado discurso contra la injusticia se usa para defenderla.
Todo el material que la inteligencia puede producir es reciclado para otros
efectos. Una de las sospechas más aterradoras que despierta La investigación
es que hasta el sentido de las palabras se decide por las necesidades del
gobierno. Aunque hace más de un siglo, Humpty Dumpty ya se lo había
advertido a Alicia: “Las palabras significan lo que yo quiero porque yo soy el
que manda”.
Publicado en El Amante N°9 – noviembre 1992
34. Dossier Eastwood. El amigo americano
“No hay segundos actos en las vidas americanas.” Con esa cita de Scott
Fitzgerald comienza Bird, que termina con la muerte de Charlie Parker a los
34 años. A esa edad, Clint Eastwood protagonizaba Por un puñado de
dólares y comenzaba el segundo acto de su vida. Hasta allí, el deambular por
el Oeste, diez papeles insignificantes en el cine, Cuero crudo para la
televisión. Después, la fama como actor y director. Y la saga de sus
personajes: el cowboy, el policía, el payaso, atrapados casi siempre en un
segundo acto, en una segunda existencia. Fantasmas en La venganza del
muerto, El jinete pálido; cambios de vida en Josey Wales, Bronco Billy, El
principiante, Los imperdonables; encuentros con un nuevo destino en Ruta
suicida, Breezy, En la cuerda floja, Impacto fulminante; revisión de lo
actuado en Cazador blanco, Los imperdonables… ¿Por qué esa cita,
entonces?... Para Eastwood, el segundo acto fue el cine. Y el cine es la
oportunidad para reflexionar sobre las vidas americanas.
Comienzos. El actor Eastwood se establece en el público con dos caracteres
emparentados: el pistolero sin nombre de Leone y el policía Harry Callahan
dirigido por Don Siegel (Harry el sucio, 1971). Ambos encarnan variantes
del individualismo, el carácter violento y el cinismo. Los westerns de Leone
rompen el género desde la ópera, las referencias bíblicas, los silencios y los
primeros planos. El policial de Siegel es más lineal, más ligado al ritmo
acelerado de la tradición norteamericana. Una escena, la de la persecución
que termina en el estadio (ideada por Eastwood), deja muchas incógnitas
sobre el sentido de la fábula. Pero Eastwood queda a merced de la crítica: es
un fascista, un abominable continuador de John Wayne. Sus dos primeras
películas como director agregan a las feministas entre sus enemigos. En
Obsesión mortal (en la que se inspiraría la muy inferior Atracción fatal), una
mujer es el villano. En La venganza del muerto (en la que convergen Harry y
el ángel exterminador de Leone con una estética que mezcla el spaghetti con
el policial negro), el protagonista viola a una mujer. Una mirada más atenta
muestra que La venganza… es una denuncia feroz contra la complicidad
burguesa, contra una comunidad basada en el interés y el egoísmo. En
Obsesión…, es la propia imagen de Eastwood como estrella la que se
cuestiona. El personaje de Jessica Walter, mucho más interesante que el de su
novia, se enamora de la voz del disc jockey y este acepta esa conquista fácil.
En una escena memorable, Walter atacará con una tijera el cuadro que pintó
de Eastwood, como si rompiera las páginas de una revista de cine. Tres de los
temas obsesivos del director ya están planteados: el carácter de la sociedad,
los límites de su personaje y la relación con las mujeres.
De la misoginia al feminismo. El locutor de radio de Obsesión… no puede
entender cómo esa mujer se ha metido en su vida y ha adquirido poder sobre
él. Ese poder es en la película objeto de repudio. Un repudio que se
manifestará en La venganza… como dominio sobre los dos personajes
femeninos. Pero en Breezy, el film siguiente, una situación análoga se
resuelve de manera opuesta. La hippie que encarna Kay Lenz se meterá en la
vida de William Holden, quien reaccionará con fastidio primero, para
terminar aceptando que la necesita. Un primer paso hacia el reconocimiento
de la mujer, pero a través de la persona de otro actor. En el film siguiente,
Licencia para matar, repetirá el desprecio por la mujer fácil, atraída por el
poder, encarnada en la alumna rubia a la que el profesor–espía desdeña
violentamente. En cambio, el personaje se sentirá atraído por dos mujeres
ambiguas, una india y una negra. Josey Wales se pondrá de novio con su
enemiga de la guerra civil, Sondra Locke, una chica lunar y callada. En el
medio, en The Enforcer (dirigida por James Fargo), Harry Callahan se
rebelará cuando le asignan una mujer policía como pareja, con el argumento
de que se va a hacer matar porque no está preparada para salir a la calle. En el
final de la película, ella morirá efectivamente, pero por salvarle la vida a
Harry que no supo defenderse. El lugar de la mujer va creciendo. Sondra
Locke también le salvará la vida en Ruta suicida. Desde su papel de
prostituta, le explicará además al torpe y envejecido policía Ben Shockley
cómo es la naturaleza de todas las cosas. Locke, cuya importancia en la vida
de Eastwood fuera de la pantalla debió de ser enorme, es la histérica heredera
por la que Bronco Billy desfallece de amor y la asesina a la que Callahan
perdona en Impacto fulminante, reconociéndola como su igual. La heroína de
Bird es Chan, la mujer de Parker. En Los imperdonables, las mujeres ocupan
toda la escena: como la conciencia moral del protagonista heredada de su
mujer muerta, como fuerza que desencadena la tragedia, a través de las
prostitutas que se rebelan contra el abuso y la ley de los hombres y como la
visión prejuiciosa de la suegra que abre y cierra el relato. Munny flotará a la
deriva en un mundo dominado por la presencia femenina. En la cuerda floja
(1984), dirigida por Richard Tuggle, pero fuertemente controlada por
Eastwood, marcará los límites y el centro del conflicto de Eastwood con el
tema. Geneviève Bujold y el policía Wes Block se enfrentan al principio
desde sus respectivos prejuicios. Block se encuentra con su “lado oscuro”,
aquel que lo acerca a un asesino de mujeres y que lo impulsa a controlar
siempre la situación (el tema de los actos sexuales con mujeres esposadas lo
subraya). Bujold representará la posibilidad de una relación sin control
previo, fantasma que circula por este largo inventario de conflictos con
mujeres. Eastwood mira cada vez más de frente sus constantes personales,
sus propios puntos ciegos, sus preguntas.
El hombre flaco. La evolución creativa de Eastwood corre pareja con la huida
de la previsibilidad y el encasillamiento que amenazan a un producto
taquillero. Es que Eastwood se resistió siempre a ser un producto. La
Malpaso Company, su propia empresa, le permitió una independencia de
Hollywood y de sus recetas que el cineasta manejó siempre con instinto
certero. La particular característica de su cine (director + actor) lo colocó en
la difícil situación de Chaplin y de Welles. El actor permaneció inalterado
con el tiempo. Fue su personaje que varió con el director y el productor.
Cuando Harry fue acusado de parapolicial, la segunda de la serie tuvo como
culpables a un comando de policías fascistas que mataban fuera de la ley.
Pero este fue un cambio superficial. El pistolero sin pasado y sin escrúpulos
de la era Leone se transformó rápidamente en Josey Wales, un hombre con
historia y con sentido de justicia. Su personaje de policía recorrió todos los
matices de la debilidad y nunca volvió al estereotipo, salvo como parodia. El
cowboy dio lugar al clown, a la representación de un personaje construido a
la medida de los sueños infantiles (Bronco Billy), a la farsa de Pendenciero
rebelde (Fargo, 1978). El solitario cínico que ganaba siempre y no necesitaba
de los demás terminó siendo el Red Stovall perdedor de Honkytonk Man, el
patético sargento Highway de El guerrero solitario, el sombrío y deteriorado
Will Munny de Los imperdonables. Tres constantes, en cambio, se
mantuvieron: la música, el individualismo y la tolerancia.
Sonidos. La música que Eastwood ama –el jazz, el country– acompañó como
tema y como presencia su cine desde su primer film, en el que Cannonball
Aderley toca el saxo en el festival de Monterrey y el protagonista pasa a
Erroll Garner por radio. Hay dos biografías de músicos: el apócrifo Stovall de
Honkytonk... y el bien real Parker de Bird. Son homenajes al mundo de los
músicos, oficio por el que Eastwood profesa una admiración incondicional y
una envidia que lo lleva a mezclarse, cada vez que puede, entre los intérpretes
(con poca fortuna, es cierto). Su tolerancia con las culturas ajenas no incluye
los gustos musicales. El rock es defenestrado en Bird y en Sala de espera al
infierno (ambas de 1988). Pero ya en Obsesión mortal, un film militante en la
materia, el policía le solicita al actor Eastwood que pase discos de Mantovani,
cumbre en su tiempo de la música comercial. Eastwood director responde
haciéndolo asesinar horriblemente sin ningún beneficio para la trama.
El hombre del Oeste. En Josey Wales, una road–movie rabiosamente
pacifista, Eastwood expone su visión de la comunidad utópica. Después de
atravesar un territorio devastado por la guerra y poblado de miserias
humanas, Wales se establece en territorio cheyenne. Lo acompañan un grupo
de blancos de bandos opuestos y de indios de distintas tribus. Se dedicarán a
labrar la tierra en paz con sus vecinos. Algo parecido hacen los integrantes de
la troupe de Bronco Billy (otra road–movie): una comunión de etnias se
refugia en el territorio proscripto del circo, aislados del odio, la locura y el
furor mercantil (la convivencia racial es una constante del universo
Eastwood, entendida de una manera radical. No hay un “problema” étnico en
Eastwood, la tolerancia es un dato de partida. Nadie se sorprende en Los
imperdonables de ver a un cowboy negro). El destino del resto de los
personajes de Eastwood es vivir en la resistencia. Luchar contra la estupidez
y la maldad desde una escala de valores individual anclada en la patria
mitológica del hombre libre, un espacio parecido a la Irlanda mítica de John
Ford. Eastwood, como Ford, es un anarquista nostálgico. Su lucidez escapa a
los parámetros con los que las universidades y los diarios analizan el mundo.
Ambos acompañaron el envejecimiento de los personajes en visiones cada
vez más pesimistas. Tal vez por eso su cine respira libertad e inteligencia y
necesita de pocos adornos. Presupuestos relativamente bajos, desprecio por la
ortodoxia de la continuidad, pocas tomas, un cierto descuido formal, un uso
sabio del paisaje y actuaciones basadas en la presencia. Un cine del Oeste.
Últimas imágenes. Las últimas películas de Eastwood vuelven sobre sus
temas para interrogarlos de cerca. Bird se pregunta por la autodestrucción de
un artista, como antes lo había hecho Honkytonk Man. No desde un mensaje
policial contra la droga (la policía aparece inequívocamente metida en el
negocio), ni desde la moralina como cree equivocadamente nuestro
compañero Tarruella, sino desde la desesperación de comprobar que la
sociedad aniquila a sus mejores talentos. Cazador blanco... cuestiona la
función del cineasta, su uso desaprensivo de la violencia y su narcisismo. Los
imperdonables, además de cerrar el ciclo de las mujeres, se vuelve contra
códigos clásicos del cine americano en la materia: aquellos que indican que la
violencia está permitida si el contexto la hace justa, que los héroes son los
que matan por una buena causa. Los héroes del film matan por dinero y por
venganza. No hay justificación para sus actos, no hay un valor que ampare su
conducta, no se diferencian de los villanos. Munny es otro ángel
exterminador, pero esta vez consciente y arrepentido. Su misión final es
matar a Harry Callahan disfrazado de sheriff justiciero, en medio de la noche
y la lluvia. Este, a su vez, había expulsado al europeo y barroco pistolero
encarnado por Richard Harris. Una sugestiva analogía de la sucesión de los
personajes Eastwood: el extravagante extranjero del Eastwood/Leone, el
policía brutal del Eastwood/Siegel, el autocrítico y desconcertado
Eastwood/Eastwood. La luminosidad de los westerns anteriores se apaga en
las tinieblas de la violencia por fin despreciada.
Balance. Dieciséis películas como director en veintidós años. Más de treinta
como actor. Una trayectoria prolífica y coherente. Considerado todavía por
algunos como un actor taquillero y un cineasta menor, Clint Eastwood es uno
de los pocos grandes directores de las últimas décadas del cine
norteamericano. Una presencia en la pantalla que nos alegra en cada nueva
aparición y que celebramos como el reencuentro con un amigo, aun en sus
films menores. Preguntarse cuáles son los mejores entre ellos no es
importante para el que ha disfrutado de todos. Pero, excluyendo Los
imperdonables por demasiado nueva, me quedo con Bronco Billy, con
Honkytonk Man y con Cazador blanco... Y no elijo Bird ni Josey Wales,
acaso los más elogiados por la crítica. Ambas tienen un aspecto de obra
redondeada que comparten con Honkytonk... Pero esta se abre hacia un
abismo de libertad y de emoción. Se expande, se alarga hacia una muerte
anunciada que va destilando todos los matices de la vida, agregándole colores
y música. Bird, en cambio, se cierra sobre esa muerte, se muere antes de
haber empezado (de acuerdo, Tarruella). Acaso porque intenta explicar al
personaje, encerrarlo en un formulario de virtudes y defectos, construir una
biografía o una obra en lugar de una película. Josey Wales padece la misma
falta de libertad, la misma previsibilidad. Es demasiado redonda, como el
destino de su protagonista. Se extraña la respiración del Eastwood inseguro y
sin destino fijo. Es una película que sabe adónde va, que llega a algún lado.
En contra de la incertidumbre de Cazador blanco..., de la errancia
interminable de Bronco Billy.
Publicado en El Amante N°9 – noviembre 1992

35. Todo Eastwood


Breezy (Interludio de amor), 1973.
Como muchos años después en Bird, Eastwood no aparece como actor. A
contramano de las películas que ya lo habían hecho rico y famoso, es una
historia de amor entre un ejecutivo cincuentón y una hippie adolescente. Es la
primera vez en su filmografía que un hombre necesita de una mujer, una
mujer que pertenece a otra edad y a otra cultura. Ambos escapan a través del
otro de sus mundos respectivos con una ternura y una alegría que Eastwood
no volvería a filmar. Kay Lenz insinúa posibilidades que no llegarían a
concretarse en el futuro. El film fue un tremendo fracaso comercial y
condicionó durante muchos años a Eastwood a refugiarse en las infinitas
variantes de su personaje como actor. Lo que, tal vez, haya beneficiado su
cine al limitar sus aspiraciones como director a lo que su propio cuerpo podía
mostrar, obligándolo al ejercicio ejemplar de coherencia y ambigüedad que
caracterizó su carrera.
Bronco Billy, 1980.
Encarnando una serie de valores pasados de moda, cantando “Todo el mundo
ama a los cowboys y a los clowns”, Bronco Billy y su circo miserable
recorren el país. Sus marginales integrantes saludan la bandera, aman los
buenos modales y les dicen a los chicos que digan sus oraciones y obedezcan
a sus padres. Las órdenes de Bronco Billy no se discuten, aunque es un
cabezadura de escasa inteligencia. “Para vos todo es sencillo, porque sos un
cowboy que nunca salió del Oeste”, le dice la sofisticada Sondra Locke (Miss
Lily) al protagonista. Bronco Billy le contesta: “Nací en Nueva Jersey y hasta
los 31 años vendía zapatos”. Y agrega: “Soy lo que quiero ser”. Este diálogo
resume la película y la película resume a Clint Eastwood. Nadie ocupó como
él el territorio del simulacro, sin deslizarse hacia la parodia ni la moraleja
barata. Nadie construyó un circo para mostrar que ese era el lugar imaginario
del sueño americano, pero que fuera del circo se construye otro que es su
imagen perversa: ese afuera en el que los ricos se despellejan, los psiquiatras
encarnan la locura y los policías practican un sadismo implacable. Uno de los
integrantes de la troupe resultará ser un desertor de Vietnam. Bronco Billy se
olvidará del patriotismo y el orgullo y se dejará humillar por un sheriff
corrupto para sacar a su amigo de la cárcel. El simulacro resulta la máscara
de una ética impecable, el grupo de marginales la metáfora del poder moral
del cine.
Heartbreak Ridge (El guerrero solitario), 1986.
El guerrero solitario se parece a Jardines de piedra de Coppola. Los
veteranos sargentos Highway y Hazard quieren ir al frente para enseñarles a
sus soldados. Lo que en Coppola es tragedia y solemnidad en Eastwood es
simulacro (como los entrenamientos en el film) y ligereza. Obviamente, el
drama de Vietnam no es lo mismo que la caricatura de Granada. Menos
obviamente, el sargento Highway y el director Eastwood son casi la misma
persona: dinosaurios individualistas, sobrevivientes que siguen insistiendo
con lo mismo, frente a un nuevo mundo tecnocrático e impersonal que
promete barrerlos del mapa. Hazard vive un maduro romance con una
intelectual. Para Highway, como siempre, las mujeres son un misterio y vive
leyendo revistas femeninas para reconquistar a la suya, que atiende un bar.
El guerrero solitario se parece más a La legión invencible de John Ford.
Highway, como el capitán Brittles (Wayne), quiere cumplir su última misión
antes de retirarse. A ambos les falta la mujer y saben que son el último de su
especie. Ford e Eastwood rondan los 55 cuando filman sus películas, la edad
de sus personajes. También saben que son los últimos y que no quieren irse.
Para Ford es una cuestión seria y nostálgica. Para Eastwood, es igualmente
seria. Por eso lo muestra como una parodia, que es como sus contemporáneos
ven al cine popular.
White Hunter, Black Heart (Cazador blanco, corazón negro), 1990.
Eastwood director filma a Eastwood actor que hace de director. Este último
no es Eastwood, sino John Huston, más preocupado por cazar un elefante que
por hacer una película. El personaje es un aventurero, un liberal y un frívolo.
Reflexión en voz alta sobre el cine, la libertad y la ética, mirada de Eastwood
sobre su propia obra. El cineasta que mejor manejó la cuestión étnica, el
desprejuicio y la convivencia pasa por el continente africano sin una gota de
pintoresquismo, sin el menor matiz de condescendencia, con la misma
naturalidad y autonomía con la que siempre miró su país. El director de
ficción comparte su espíritu libertario pero su conducta flaquea al dejarse
llevar por el narcisismo y la irresponsabilidad. Cuando la tragedia lo alcance
comprenderá que su deber es cuidar de sus personajes, únicos seres a los que
un artista puede cambiarles el destino. Una de las dos miradas más lúcidas
que el cine se haya permitido sobre sí mismo. La otra no me la acuerdo.
The Rookie (El principiante), 1990.
Enésima variante del policía interpretado por Eastwood. Esta vez es un
polaco que, como es la costumbre de la casa, tuvo una vida anterior como
corredor de autos. Pulowski es, como otras veces, una caricatura de Harry.
Tan caricatura que, al final, asciende de grado (Callahan no lo hubiera
permitido). Pero, además, es un personaje casi secundario, alrededor del que
giran las imágenes más vertiginosas y violentas de todos los policiales de
Eastwood: persecución de coches, explosiones, tiroteos. La pareja de malos –
Raúl Juliá y Sonia Braga– tiene encanto, inteligencia y valor. El lema de Juliá
es “improvisar”, exactamente el consejo que el sargento de marines les daba a
sus soldados en El guerrero solitario.
Charlie Sheen es un chico rico que se hace hombre aprendiendo a despreciar
el dinero (dos millones de dólares se vuelan al diablo como indicando que a
Eastwood le importa un comino el fracaso de sus películas anteriores). En
una de las escasas escenas eróticas de toda la filmografía, Braga lo viola a
Eastwood para demostrar, una vez más, el poder de las mujeres y el miedo
reverencial que les tiene el director. El feminismo no para ahí: Braga salva a
su compañero en el momento más difícil, la novia de Sheen –una verdadera
mosquita muerta– liquida a un asaltante de un balazo en la espalda y cuando
Sheen deja de ser un principiante, su lugar lo ocupa una mujer (mejicana). En
una escena clave, Sheen no se anima a tirar sobre Braga desarmada.
Alrededor de ese momento interminable –en el que uno desea que apriete el
gatillo, comprendiendo al mismo tiempo que no es fácil y sospechando que se
trata de una vida– se construirá la fábula moral de una película mucho más
ambiciosa: Los imperdonables. El cine de Eastwood es un arte combinatorio.
Publicado en El Amante N°9 – noviembre 1992
36. Dossier Terror

The Texas Chainsaw Massacre (El loco de la motosierra), Tobe Hooper,


1974.
Un gran ejemplo –acaso uno de los pocos– del poder liberador de la sangre y
la violencia en el cine. Los protagonistas son perseguidos por una familia de
carniceros caníbales y vampiros. Pero el ataque los libera de enemigos más
molestos: el calor, los insectos, el tedio, la tensión familiar. Lo más grotesco
del film es el presupuesto, que impide cualquier efecto especial
medianamente digno. El gore no son las vísceras ni los hachazos sino la
brutalidad con la que se encadenan las escenas, en las antípodas de una trama
matizada por el suspenso. La vaga angustia del principio deriva hacia el
paroxismo final en el que la chica grita durante media hora musicalizando el
desenlace. En sus alaridos se concentra un humor involuntario, tan lejos del
gag como de la parodia. Se trata de un terror físico y alegre que ahuyenta el
espantoso fantasma de lo cotidiano. Una película feliz.
Halloween (Noche de brujas), John Carpenter, 1978.
Punto de partida de un subgénero –el asesino psicópata de adolescentes, base
del terror de los 80– y de la carrera de Jamie Lee Curtis. El asesinato inicial –
filmado desde la óptica del asesino en un travelling de cuatro minutos–
invierte el de Frenesí de Hitchcock. Howard Hawks aparece en los títulos de
La cosa que dan por televisión. Donald Pleasence –que encarna la mezcla
solemne de científico con exorcista que reaparecerá en El príncipe de las
tinieblas– disfruta asustando a unos chicos para ser asustado a su vez por el
policía. En la noche de Halloween el Cuco se mezcla con las calabazas, la
locura con el Mal y el Mal oculta al demonio. El sexo, matizado por la
crueldad y el aburrimiento, ocupa la cabeza de los chicos del pueblo.
Carpenter se apropia de la historia del cine B clásico para recrearla desde la
misma serenidad narrativa, las mismas alusiones sociales o metafísicas y la
misma belleza de las imágenes. Esos recursos postulan un espectador
sediento de placer. Pero hacía tiempo que la industria creía que la gente
estaba demasiado madura para estas tonterías. Ese año, Jane Fonda ganó el
Oscar por Coming Home.
Publicado en El Amante N°9 – noviembre 1992
37. Premio Méliès

Entre los juegos y deportes ridículos que suele transmitir la cadena ESPN
(carreras de tractores, concursos de bolita, etc.), hace poco hubo un concurso
de perros. Los concursos de perros son siempre ridículos, pero este lo era aún
más: competía un perro de cada raza: ovejeros, salchichas, terriers,
pequineses… ¿Cómo hacían los jurados para elegir entre animales tan
distintos? La misma pregunta me asaltó unos meses más tarde, en la edición
1992 del Premio Méliès de video, auspiciada por Uncipar, la Cinemateca
Argentina y la embajada de Francia y que recompensa al ganador con un
viaje a París. Los trabajos presentados (alrededor de 85) tenían como únicas
premisas una duración no mayor de 13 minutos y un tema (“Encuentros”) lo
suficientemente amplio como para incluir a toda la producción local: video–
arte, ficción, documentales, animación, trabajos experimentales. El problema
es que, en este caso, yo era uno de los jurados. Curiosamente, a pesar de esta
diversidad formal y temática, mis compañeros de tarea (Carlos Trilnick, Teo
Kofmann, Michel Froloff) y yo elegimos por unanimidad los ocho trabajos
preseleccionados. Estos se exhibieron en el SHA y el público (cuyo voto se
suma al de los jurados) coincidió nuevamente con nosotros en el premio
mayor. El ganador fue Gustavo Deveze con el dibujo animado Indiecito que
en dos minutos y con una ejecución muy cuidada sintetiza la conquista de
América y alude irónicamente al Quinto Centenario. Deveze forma parte del
grupo Familia Creativa de Wilde, ligado a la Escuela de Cine de Avellaneda.
Hubo menciones para La guerra de dos colores de Matías Stagnaro (ficción),
para Encuentro de Ángel Arroz (documental) y para el inclasificable Fuego
de Chuly Decurnex.
Resulta difícil explicar esta unanimidad frente a un material tan heterogéneo,
pero intentaré algunos comentarios. Los videos de ficción o narrativos fueron
mayoría entre los presentados. Sin embargo, uno solo accedió a la selección
final. Este tipo de trabajo presenta, evidentemente, serias complicaciones
técnicas para realizadores nuevos o de escasos recursos: manejo de actores,
problemas de edición, dificultades para mover la cámara, etc. El tema de la
voz es dramático: si el sonido es directo, el audio se llena de ruidos, si es
postsincronizado, casi nunca coincide con el movimiento de los labios. Pero,
además, cuando todos estos obstáculos se salvan, el resultado deja la
impresión de un gran esfuerzo, de una pesadez que imita al cine desde la
precariedad. El video, en cambio, parece beneficiarse con la agilidad, el
testimonio, el humor. La narración y el respeto por sus códigos
cinematográficos lo bloquea, le quita aire, lo hace más falso en la medida en
que pretende ser más verdadero. Una idea, un juego, un chiste, aunque no
estén del todo logrados, son más interesantes que el estándar: guion +
teleteatro + efectos, aunque su realización sea prolija. Ni hablar de lo que
huela a pretencioso. El video no goza de la tolerancia que el espectador le
otorga al cine: la narración tiende a hacerse morosa y cinco minutos son una
eternidad. La sorpresa, la alteración de los códigos, el humor tienen poder de
seducción instantáneo y son una vacuna contra la impaciencia. En este
contexto, la animación, las imágenes pictóricas, lo experimental, pasan sin
dificultad o con ventajas al nuevo medio. Es el cine el que se queda atascado.
El futuro del video es bastante misterioso. Pero no parece que pueda ocupar
el mismo espacio estético, cultural e imaginario que hasta ahora perteneció al
cine. En la Argentina, mucha gente filma en video porque no tiene los
recursos para hacer cine. Aunque pueda ser un buen ejercicio y aunque los
jurados de este tipo de muestra suelen tenerlo en cuenta, desde el punto de
vista del espectador, el video se ve de otra manera, con una disposición que
requiere alimentos visuales, auditivos y conceptuales cuya naturaleza apenas
se está delineando.
Publicado en El Amante N°9 – noviembre 1992
38. El año que vivimos encerrados

Primer aniversario de El Amante


Pasado y presente. Una revista de cine es un ente extraño. Más extraño aun es
el lector de una revista de cine. Cuando hace un año –sin experiencia, sin
marketing, sin nadie que se dedicara profesionalmente a la crítica– nos
propusimos editar El Amante, teníamos una sola cosa en claro: el resultado
debía ser una revista que nos gustara leer. Quinientas doce páginas más tarde,
los nueve números editados hasta este primer aniversario nos producen
sentimientos encontrados. En primer lugar, el recuerdo del esfuerzo de las
muchas horas de discusión, de escritura, de composición tipográfica, de
diagramación, de búsqueda de fotos, de noches encerrados en la redacción, de
películas buenas y de bodrios. El primer año de nuestras vidas dedicado al
cine. Luego, la certeza de que la revista ha cambiado en ese tiempo. Más de
sesenta colaboradores han aportado, con una generosidad que nunca
terminaremos de agradecer, sus conocimientos y sus puntos de vista para
ocultar un poco nuestras limitaciones.
El Amante es una revista independiente. Los temas, las opiniones, las
elecciones no obedecen a compromisos ni a presiones publicitarias. No es un
gran mérito: no sabemos hacer otra cosa. Nuestro carácter simultáneo de
empresarios, editores y redactores nos encasilla en un perfil que nos obliga a
defender nuestro producto con una única herramienta: hacerlo cada vez mejor
El Amante es una revista conflictiva. No se parece a otras. A veces no se
parece siquiera a sí misma. Sus objetivos son ambiciosos. En principio:
mantener una alta calidad en la escritura, utilizar el sentido del humor, cubrir
la actualidad del cine y el video, recrear la historia del cine, entretener,
informar, divertirnos, ser originales, rigurosos y tolerantes. Hay un objetivo
todavía más ambicioso: hablar de cine. O, mejor dicho, mantener abierto un
espacio en el que la crítica de cine se diferencie de aquellos textos que
hicieron que, hace un año, nuestra insatisfacción como lectores se convirtiera
en esta pasión actual de editores. Esos textos mencionan al cine pero no
hablan de cine. Las críticas complacientes y rutinarias, las recopilaciones
eruditas, los enfoques que miran el cine como un subproducto cultural nos
produjeron siempre una mezcla de indiferencia e irritación. Lo nuestro
proviene de una fuente más inocente y tal vez más rica: la discusión
apasionada de los que no pueden salir del cine sin pelearse por el valor de lo
que han visto. Puestos a escribir, algunos de esos polemistas hemos
comprobado, al enfrentarnos con nuestra propia torpeza, que opinar sobre una
película lleva inevitablemente a preguntarse “¿qué es el cine?” y tratar de
responder honestamente a esa pregunta obliga a un viaje interior en el que la
naturaleza del que escribe queda irremediablemente expuesta. Aunque
muchas veces hemos hablado como si supiéramos –somos prisioneros de la
gramática, decía Nietzsche–, en nuestras contribuciones más logradas ha
quedado latente la idea de que ese viaje es infinito y que ese abismo sin fondo
es el que justifica el seguir intentándolo. Esto resulta equivalente a la
convicción de que el cine es importante. No como una expresión más de la
cultura y del espectáculo, sino como un puente que nos conecta con lo mejor
de nuestra vida. Es esa vida con el cine la que intentamos festejar, en un
medio en el que la frivolidad de los ritos del pasatiempo y la no menor
frivolidad de cierto parasitismo académico se manifiestan como nuestros
enemigos más insidiosos.
Leer El Amante no es un asunto del todo sencillo.
Desgraciadamente, es una revista cara. Pero además, presenta una amenaza
que comparte con pocos medios que pretenden una difusión masiva.
Hojeándola suelen aparecer sorpresas desagradables: el elogio a un film que
el lector odia o, lo que es peor, que una de sus películas favoritas aparezca
crucificada en un artículo o en un puntaje. No es fácil sobreponerse a la
irritación. Por eso, nos sentimos infinitamente halagados cuando alguien nos
felicita por la revista y añade: “aunque muchas veces no coincido con las
opiniones”. Solo podemos agregar que esos momentos en que nuestro gusto
se pone a prueba frente a argumentos justos o descabellados son los que nos
han permitido a nosotros mismos asomarnos a una reflexión que amplió
nuestras perspectivas sobre el cine. Y que, en cambio, aunque solemos
alegrarnos de ver nuestras preferencias reflejadas en los escritos ajenos, no
hay nada que resulte más sospechoso y más ofensivo que cierta
homogeneidad en la opinión que se manifiesta en el seguimiento de
conceptos heredados, de modas irrefutables, de nombres a los que se rinde
pleitesía de antemano. No estamos vacunados contra el error y el prejuicio, ni
siquiera contra la solemnidad y el desvarío. El único antídoto que hemos
encontrado contra esos pecados de mediocridad es la polémica, la apertura de
un espacio que permita la divergencia y los matices. Sin embargo, tampoco
creemos en el eclecticismo. No todo lo que se escribe sobre cine merece el
mismo respeto. Solo nos parece valioso lo que muestra un compromiso con
un pensamiento propio. En esas quinientas doce páginas hay de todo. Recién
ahora estamos aprendiendo a distinguir cierta pertinencia a la hora de elegir.
A elaborar un criterio que coloque la pasión y la sinceridad de un lado y el
narcisismo y la falsa profesionalidad del otro. No hay nada que nos moleste
más que ver que una nota publicada en El Amante está escrita a media
máquina o es la exposición irreflexiva de ideas ajenas. Aspiramos a cierta
unidad de propósitos que, en ningún caso, debe confundirse con una unidad
de opiniones o de conceptos sobre el cine. Son los lectores, precisamente, los
jueces de esta nueva muestra de ambición. Una vez más, muchas gracias.
Posdata sobre este número. Andy Warhol usaba latas de Coca Cola para
demostrar que cualquier cosa podía ser arte. Peter Greenaway usa a
Shakespeare para demostrar exactamente lo contrario: que el arte puede ser
cualquier cosa. La tempestad nos parece un mamarracho pomposo.
En el otro extremo, Leandro Katz, director argentino que reside en Nueva
York, presentó en una única función en la Sala Lugones su primer
largometraje, Mirror on the Moon. Katz usa a Borges y muchos recursos de
su pasado como artista plástico –libros apócrifos incluidos– al servicio de un
cine deslumbrante y cargado de misterio. Descubrir el cine de Katz y
rechazar el de Greenaway nos hace pensar que podemos ser medianamente
útiles.
El párrafo anterior prueba nuevamente que El Amante es una revista
conflictiva. En el próximo aniversario, tal vez sintamos que también es una
buena revista de cine.
Publicado en El Amante N°10 – diciembre 1992
39. Yo no estoy loco (*)

Demente (Raising Cain), Brian De Palma, 1992.


Desde la pieza de su hija, Cain/Carter/Josh/Margo (John Lithgow) observa a
su mujer Jenny (Lolita Davidovich) tirada en la cama a través del pasillo y se
excita sexualmente. En una escena muy posterior, él está en el dormitorio y
ella en el otro cuarto. A través del mismo pasillo, Lithgow la mira furioso.
Esta vez quiere matarla. Descubrir esa inversión de lugares es una pequeña
satisfacción de las que proporciona el cine.
Jenny se levanta sigilosamente de la cama mientras su marido se afeita en el
baño. Caminando en puntas de pie, con aire travieso, abre un cajón para ver si
no se confundió el regalo para su marido con el de su amante. La gracia de
ese gesto pertenece también en exclusividad al cine. Días después, uno
escucha distraídamente el vals “Pedacito de cielo” (“y recuerdo tu gesto
travieso después de aquel beso robado al azar”) y se imagina a Lolita
Davidovich. Homero Espósito también pasa a ser parte del cine.
Jenny cree que se equivocó de regalo porque lo vio en un flashback, pero el
flashback resulta ser un sueño. Cuando se despierta, descubre que el sueño le
ha revelado lo que en realidad ocurrió: se equivocó de regalo. Parte hacia el
hotel de Jack (el amante, Steven Bauer) para verificarlo. Sigilosamente, entra
en su habitación, Jack se despierta. Mientras hacen el amor, ella revive el
momento en que hicieron el amor en el parque y descubre que el hombre que
los observaba era su marido. Sale corriendo en el auto hacia su casa. En el
camino choca contra una estatua y el auto termina ensartado en un enorme
objeto puntiagudo. Se despierta. Era otro sueño. En algunos de los tantos
thrillers seudo–hitchcockianos que se estrenan todos los días, el relato
abreviado de una secuencia contiene su ejecución cinematográfica. Con una
ventaja para el relato: el falso suspenso produce una sensación de
incomodidad, de apuro para que llegue el desenlace. El mal cine se apoya en
la prisa del espectador. En Demente, en cambio, nada nos urge. Flotamos con
las imágenes, disfrutamos de la mezcla de irrealidad y placer sexual que
tienen los sueños eróticos. Son los famosos pedazos de torta de Hitchcock
(ver nota anterior).
Jenny es médica y se enamoró de Jack cuando iba al hospital para cuidar a
su esposa con cáncer. En la noche de año nuevo, Jack y Jenny se besan por
primera vez. La pantalla de un televisor muestra a la gente festejando, pero el
vidrio también refleja a la enferma que se despierta y ve a los enamorados.
De pronto, Jenny lo advierte. Se da vuelta. La mujer sufre un paro cardíaco.
Jenny mezcla su función profesional y su estado de ánimo y le pega un
tremendo puñetazo en el pecho. La escena es macabra y cómica porque, otra
vez, predomina la sensación de travesura. En Demente, todo el mundo juega
a la escondida. Los personajes pasan de la compulsión a espiar a la
fascinación por ocultarse de la mirada de los otros. En su casa, Cain observa
a su hija por medio de un monitor de televisión. En la comisaría, se permite
una sonrisa siniestra de satisfacción a espaldas de los policías a los que ha
engañado. Ese juego infantil, esa simultaneidad del espiar y ocultar, es
justamente el cine. Y ahora, basta de contar la película.
Demente es el film más divertido del año. No en el sentido de diversión que
proveen los gags de Delicatessen, sino más en el del chiste de Woody Allen
sobre el sexo (“nunca la pasé tan bien sin reírme”). Los mejores momentos
(hay de los malos) comparten con el sexo la sensación de flotar en un espacio
falto de representación. Cuando uno ve Obsesión fatal o algún otro
monumento a la trivialidad y a las rutinas sociales, las imágenes pesan,
aplastan, con su repetición barata del mundo que dejamos al apagarse las
luces. Demente produce la sensación ligera de la diferencia mediante un
primitivo y sofisticado buen humor. La simpatía de Lolita Davidovich, su
encarnación del deseo con alegría y sin culpa, su estilo de actuación tan
alejado de la mina atractiva convencional contribuyen enormemente a ese
propósito. Y también el personaje de Cain, que aparenta encarnar al perfecto
asesino psicópata con traumas infantiles del tipo Henry. Pero su psicología es
tan improbable como convincentes son sus reacciones en cada momento.
Demuestra, una vez más, que en el cine la verosimilitud es chatura y que la
realidad se pliega a la imaginación. No olvidemos a la increíble Dra.
Waldheim (Frances Sternhagen), expresión última de vitalidad patética.
Ahora bien, ¿por qué una película como esta debe luchar contra un viento
crítico que atraviesa tanto los medios convencionales como la redacción de
esta revista? Thierry Jouse, en Cahiers du cinéma se ocupa de este tema:
“Tanto la crítica americana como la francesa han destruido Raising Cain,
juzgándola excesiva y ridícula, prefiriendo películas que no hacen ninguna
ola estética pero que no cometen ninguna ofensa al buen gusto. Si bien a
veces está al límite del hundimiento, el film de Brian De Palma no merece
para nada este desprecio y brilla con un placer de cine que no es común.
Raising Cain es, en el fondo, un antídoto regocijante contra la normalización
estética general”. Al paso que vamos, es posible que esa normalización
estética haga que el placer del cine pase de ser objeto de desprecio cultural a
motivo de internación
psiquiátrica. Cuando en el manicomio pasen películas, ojalá den Demente y
no Prospero’s Books…
(*) Falso. Flavia, Noriega y siguen las firmas.
Publicado en El Amante N°10 – diciembre 1992
40. Gran Hotel Casablanca

Casablanca, Michael Curtiz, 1941


Afiche. “No es una película. Es un afiche”, repite Gustavo Castagna. Parece
que no le gusta mucho Casablanca, pero la frase nunca me queda clara y se
niega a explicarla.
Bergman, Ingrid. “Cada vez que veo Casablanca me pasa lo mismo que a
Dana Andrews en Laura y me da vergüenza enamorarme de una persona
muerta tiempo atrás”. Confesiones de Noriega.
Curtiz, Michael. Nacido en Hungría como Mihály Kertész. Cincuenta años de
cine, más de cien películas. Suele ser considerado un artesano de Hollywood.
Con este término, opuesto al de artista, se suele designar a los realizadores
que poseían cierta habilidad y un talento limitado. Luz y sombra, Dodge City,
entre otras, indican que Curtiz era más bien un canalla. Este esclavo del
estudio procesaba mecánicamente los guiones, encadenaba lugares comunes
como un fabricante de chorizos. Curtiz, por lo que muestran sus films, no
creía en el cine, le era éticamente ajeno. Le daba todo lo mismo. Ver
Casablanca desde la óptica de otros films de Curtiz destruyó en mí treinta
años de veneración. El brillo de Casablanca está en los diálogos, en una
corriente subterránea de simpatía que disfraza el drama de la guerra en un
torneo de frases ingeniosas de salón. Y en los actores, en la concentración
increíble con la que actúan cada escena, en su predisposición para encarnar
esa simpatía. Muchas escenas están bien, pero la confusión de Curtiz entre
ambigüedad e inconsistencia se traduce en el film en una sucesión de escenas
en las que los mismos actores encarnan personajes diferentes, desconectados,
que sostienen una pirotecnia verbal tan efectiva como irresponsable.
Eco. Umberto Eco (el que de todo se hace ídem) también escribió sobre
Casablanca. Atribuye su éxito a la confluencia en el film de todos Ios mitos
de la historia de la literatura. Termina diciendo: “Dos clichés provocan risa.
Cien clichés conmueven”. Disparates. Ver las películas de Sandrini.
Finales. La leyenda dice que estuvo a punto de rodarse un final alternativo, en
el que Bogart se va con Bergman. ¿Dejar al marido para irse con el amante,
en un film de Hollywood de la época? Por favor.
Gallegos. Ediciones Júcar, Madrid, publica una versión de la película en
fotos, con más de 1400 cuadros. En la traducción del texto se aclara que los
famosos salvoconductos del ejército alemán (el MacGuffin de la trama) están
firmados por el general ¡¡¡De Gaulle!!! Se dice que en la versión de la misma
editorial de El zorro del desierto, Rommel comanda las operaciones del
ejército inglés.
Humedad. Con motivo de los cincuenta años de Casablanca, la Warner
decidió reestrenarla en todo el mundo. En Buenos Aires fueron muy pocos a
verla. Uno de ellos fue nuestro colaborador Emilio Bellon, que viajó
especialmente desde Rosario. “Es maravillosa”, comentó, “todos los
personajes tienen los ojos húmedos”.
Laszlo. Convocando el patriotismo de las multitudes, ganándose el respeto de
sus adversarios en la guerra y en el amor, con pinta de haberse escapado, más
que de un campo de concentración, del casino de Montecarlo, el personaje de
Paul Henried es el cornudo más admirado de la historia del cine.
Leyendas. A la leyenda de Casablanca se agrega la leyenda de la filmación
de Casablanca. Todos los años se escribe un libro nuevo que trata de develar
el misterio de la autoría de cada línea del guion definitivo. Los mellizos
Epstein, Howard Koch (guionistas acreditados), Casey Robinson (no
acreditado), Hal Wallis (poderoso productor) son algunos de los nombres en
danza. Estas confusiones provienen en parte de que la película se comenzó a
filmar sin el guion terminado. Cada detalle de preproducción (si Ronald
Reagan figuraba en los papeles para hacer de Rick Blaine o acaso de Victor
Laszio) es pasto de historiadores y críticos. Nuevas anécdotas de rodaje se
desentierran o se inventan en cada publicación. Una buena: Bogart, Henried y
Rains amenazaron al director Curtiz con retirarse del rodaje si seguía
maltratando –como era su costumbre– a los actores secundarios. Otra buena:
Peter Lorre conectó un micrófono cuando Curtiz –otra de sus costumbres– se
volteaba a una minita en un rincón del set, como en la escena de ficción en
MASH. El último libro en la materia se llama Round Up the Usual Suspects.
The Making of Casablanca (“Arresten a los sospechosos de siempre”), escrito
por un tal Aljean Harmetz.
Mura. Era un número 8 de Independiente. Su hermana, Corinne Mura es la
actriz que hace de guitarrista. Camilo dice que es uno de los mejores
personajes secundarios de la historia del cine. A partir de esta revelación
sorprendente, partió hacia Europa para entrevistarla.
Renault. En Film Comment de mayo–junio de 1991, Peter Hogue escribe una
“visión herética de Casablanca”. Entre otros cuestionamientos, sobresale el
del personaje de Claude Rains. ¿Cómo es posible que ese hijo de puta,
chupamedias de los alemanes, cómplice de la tortura y el asesinato, que
cambia visas por relaciones sexuales, sea tratado como un personaje
simpático, no solo al final, sino durante toda la película? La respuesta es que
tal vez se trate del primer hijo de puta part–time.
Rick. Todos vienen a Rick’s. La pregunta es ¿por qué? El personaje de Bogart
ha quedado en el imaginario colectivo como el tipo duro y cínico que tiene el
corazón herido por un desengaño amoroso. Victor Laszlo le pide que le venda
los salvoconductos. Bogart se niega. Laszlo: “¿Por qué?”. Bogart:
“Pregúntele a su mujer”. Además de duro y cínico, Blaine era un botonazo.
Papelón. Bogart (y Hawks) arreglarán el problema en Tener y no tener a la
que algunos distraídos describen como “una Casablanca sin garra”.
Rito. Mi viejo me inició en el rito de ver Casablanca cada vez que la pasaban
por televisión. Su escena favorita, por supuesto: la de La Marsellesa, que tal
vez le recordara las épocas en que cantaba el himno francés en las
manifestaciones contra Perón.
Sarris. Andrew, crítico. “El más feliz de los accidentes felices y la excepción
más decisiva a la teoría del auteur”.
Wilson. Dooley. Es Sam y no sabía tocar el piano. Todo el mundo se
pregunta por qué la famosa frase “Play it again, Sam” no figura en la película.
En realidad, esa escena se filmó. Pero cuando Bogart le dice: “Play it again,
Sam”, Sam le responde: “Sí, bwana”.
Publicado en El Amante N°10 – diciembre 1992
41. Video.

American Me, Edward James Olmos, 1991.


Hace muchos años, un productor de Hollywood dijo el célebre: “Cuando
quiero un mensaje, voy a la Western Union y pongo un telegrama”. En el
transcurso de esos años, el monopolio de los mensajes fue quedando en
manos de la Western Union y desapareciendo de las pantallas de cine. Todo
el mundo parece convencido de que cuanto más se acerca una película al
mensaje, más se aleja del arte.
American Me es absolutamente didáctica. El mensaje es el siguiente: “No
hay esperanza para los mejicanos de Estados Unidos mientras crean en la
delincuencia organizada”. En Con ganas de triunfar, Edward James Olmos
anticipaba esa faceta didáctica interpretando a un profesor de matemática que
convencía a sus alumnos de que ponerse a estudiar era su única esperanza en
la vida. Aquí hace de Santana, un jefe de la mafia chicana del Este de Los
Ángeles que comprende demasiado tarde que su aprendizaje carcelario lo
preparó para un mundo de poder y de violencia que le ocultó la vida. Pero
mientras su película anterior era casi un cuento de hadas, esta es sórdida
como pocas. La demostración de la incompetencia vital del personaje es una
escena en la que se alternan planos de la primera relación sexual de Santana
con una mujer con otros de la violación a un preso que él ha ordenado y que
transcurre simultáneamente. La secuencia de la cárcel termina con un
asesinato y la otra con la evidencia de que Santana solo puede satisfacerse
penetrando analmente a la mujer con violencia, que es todo lo que sabe en la
materia. La mujer le dirá después: “Eso es todo lo que sabés hacer y los
chicos del barrio crecen admirándote”. Pero Santana es un gangster reflexivo.
Se ablandará, error fatal, pero no perderá su dimensión heroica, como Cagney
en Ángeles con la cara sucia (Curtiz, 1938), que aceptaba fingir temor ante la
muerte para mantener a la pandilla en el buen camino. Pero, por suerte,
American Me está muy lejos de la moraleja oficialista de Curtiz. Se parece
más bien a Los dueños de la calle (Singleton, 1990), en la descripción de otra
comunidad de Los Ángeles castigada por el racismo y la pobreza. Pero no se
parece del todo. Lo que distingue a Olmos es la cercanía y el cariño con la
que mira su comunidad. Una cercanía que Singleton apenas roza y que Spike
Lee ni siquiera intenta, en su apuesta por triunfar como ídolo de los medios.
Esa cercanía se manifiesta en el cuidado para reproducir un lenguaje que
mezcla el inglés y el castellano, con frases en verso, un lunfardo que se
ostenta orgullosamente a lo largo de toda la película. Pero sobre todo, en una
descripción del barrio que rara vez se aleja de los primeros planos, como si
todo se mirara desde adentro y la narración fuera parte de lo narrado. El
mensaje se transforma así en un susurro o una confidencia, en un diálogo en
la intimidad de una cultura. Esto distingue a American Me de la tradición
iniciada con El padrino. Con todas sus referencias étnicas, la saga de los
Corleone no deja de ser una tragedia americana. Cuando Santana y su socio
desafían al mafioso italiano que arregla el jardín –como
Marlon Brando, en su casa opulenta–, la imagen muestra el contraste entre
ambas realidades y grita un telegrama que la Western Union no está
acostumbrada a transmitir: “Muchachos, esto no es para nosotros”. Una
música rara para el oído de los gringos, acostumbrados a que las películas
étnicas sean versiones subalternas de las career movies: esas fábulas en las
que se relata la ascensión de un marginal hacia las cumbres del sueño
americano.
Publicado en El Amante N°10 – diciembre 1992

III
1993

42. Las dos inglesas

Bajo sospecha (Under suspicion), Simon Moore, 1991.


El clan de los Krays (The Krays), Peter Medak, 1990.
Decir que una película inglesa es cruel es lo mismo que decir que el agua es
húmeda. A grandes rasgos, hay tres subsistemas básicos cuya mezcla, en
distintas proporciones, dibuja el espectro del cine británico. Ellos son: a) la
crueldad social. El rígido sistema de clases sociales inglesas se describe como
un determinismo cerrado en el que los individuos no pueden evadirse de las
taras de su casta respectiva. Los aristócratas no pueden dejar de ser altaneros
y decadentes, la clase media no puede desprenderse de su pacatería y
cortedad, los nacidos en la clase trabajadora no pueden evitar ser ignorantes y
brutales. b) La crueldad individual. La gente no solo es mala por naturaleza.
También goza, secreta o públicamente, haciendo sufrir al prójimo. c) La
crueldad sexual. El sexo es siempre un asunto sucio. En un marco de
abrumadora represión, el sexo no hace feliz a nadie y se trata más bien de una
oscura y molesta necesidad. Hay un cuarto subsistema que les da coherencia
a los anteriores. Es d) la crueldad profesional. La industria cinematográfica
inglesa se compone de técnicos de televisión (Inglaterra es el único país cuya
televisión tiene más calidad que el cine) y actores de teatro. El resultado es
que nadie cree en el cine. Todo está organizado para que las películas repitan
los mismos modelos y los actores se disfracen de los mismos personajes. El
cine inglés no tiene estrellas, sino actrices feas y actores poco viriles. El cine
inglés no tiene directores sino artesanos que juegan al eterno juego de
burlarse de los personajes y engañar a los espectadores con sus comedias
sádicas, sus apolilladas piezas de época, sus policiales pastosos y sus insulsos
dramas sociales, géneros que comparten un lamento que contribuyen a
perpetuar: que la vida es una desgracia y que el cine es un oficio cuya función
es reproducirla pero sin tomársela en serio.
Hay un error en lo anterior. Es el tiempo de verbo. El cine inglés era así.
Hoy, simplemente, no es. Lo que queda son algunos restos que reciclan los
viejos defectos. Bajo sospecha es uno de ellos. Se trata de un whodunit, un
policial cuyo único interés es descubrir la identidad del asesino. Ubicada en
los cincuenta, los protagonistas desean una salida a la norteamericana de su
origen pobre, en una anacrónica ambientación moral de la era Thatcher. El
entorno es, por supuesto, sórdido y está ocupado por individuos de cara torva
y homosexuales vergonzantes (elemento infaltable del paisaje). La crueldad
funciona en todos los niveles, pero específicamente en el de la estructura
whodunit, herencia literaria típicamente inglesa y de la Sra. Christie con su
escritura sin relieve. La verdad no está en la imagen sino en la última página
del guion (que podría ser cualquier otra). La cámara cuenta desde el
protagonista y este puede ser el asesino. Si lo es, ¿por qué no contar el
asesinato? La respuesta hay que buscarla otra vez en el sistema: este prescribe
que el director debe tener más poder que el espectador. Debe engañarlo con
indicios contradictorios, mostrarle imágenes falsificadas, inducirle dudas que
la cámara–ojo del narrador no tiene, porque sabe la verdad. El whodunit es
una broma pesada en el que la víctima es el espectador y en el que el director
no arriesga nada ni necesita creer en nada. Total, la gente es mala. Cine para
la hora del té.
El clan de los Krays es otro asunto. Inglesa hasta la médula, con un
argumento disparatado, abunda en escenas de violencia sádica, en personajes
perversos y patéticos que llevan su origen clavado en la espalda. Describe la
carrera de los gemelos Krays, dos gangsters londinenses de los 60, su
matriarcal familia y su entorno del East End (la parte más baja de la ciudad).
Lo sorprendente es que el director Medak se acerca a sus criaturas, las
justifica y las perdona. La madre de los gemelos, que educó a los monstruos
con voluntad de hierro, que los ampara y los sirve, resulta cálida e inteligente.
La siniestra y deprimida tía es un pozo de lucidez. El padre débil y desertor
no sabe boxear pero sabe bailar. Los hermanos no son, en el fondo, más que
zombies alucinados. “¿Quiénes son los Beatles?” le pregunta un Kray al
mafioso norteamericano que declara admirarlos.
El film es justamente la historia de la Inglaterra a la que los Beatles le dieron
la espalda (“Que dejen de decirnos que merecen respeto porque pelearon la
guerra”, solía decir Lennon). The Krays es una paradoja: ningún film inglés
se sumerge de modo tan explícito en la crueldad, pero esa inmersión, lejos de
ser gratuita ni rutinaria, pone en evidencia que la única crueldad importante
es la de la tradición de realizadores distraídos y cobardes que creó ese cine
que hoy agoniza. La película llega al corazón de las tinieblas y sugiere
también una hipótesis sobre los orígenes de ese sistema estético: que su
función fue siempre ocultar un fantasma todavía más horrible.
Publicado en El Amante N°11 – enero 1993
43. El guardabosques

El guardaespaldas (The Bodyguard), Mick Jackson, 1992.


Cuando la prensa norteamericana defenestra una película, seguro que vale la
pena verla. No siempre se trata de un gran film, pero normalmente tiene algo
distinto, algo que se escapa de las fórmulas habituales. Y, si no, al menos
sirve como pauta para medir, no la película, sino el gusto del día de esa
prensa americana que suele medir el cine mediante la “verosimilitud” del
guion, por el grado de teatralidad de las actuaciones y por el indefinible e
indefendible criterio de lo “políticamente correcto”. El caso de El
guardaespaldas, declarada la peor película del año por alguna votación de
esa prensa, es un caso interesante. Se trata de una receta que apunta a una
gran recaudación en base a una de las fórmulas más viejas de Hollywood: una
intriga policial que sirve de pretexto para que la pareja protagónica,
compuesta de figuras muy populares, se entregue a un romance dificultado
por las circunstancias. ¿Qué es lo distinto, entonces? Simplemente, que estas
películas no se hacen más. En los últimos años, recuerdo apenas Traición al
amanecer con Michelle Pfeiffer y Mel Gibson como ejemplo de un
romanticismo al que acecha la muerte. Y La casa Rusia, otra vez con Pfeiffer,
acompañada esta vez por Sean Connery. Y, sin la intriga policial, Mujer
bonita con Richard Gere y Julia Roberts. ¿Por qué no se hacen más? ¿porque
no hay más estrellas?, ¿porque no hay más guiones románticos?, ¿porque
cuando se hace una, todos los críticos gritan “iplástico!” al unísono? Guiones
debe haber y cuando la película funciona en la boletería –como en este caso–,
a los productores les importa poco la crítica. Pero estrellas, esto es, galanes y
heroínas capaces de sostener una mirada de amor que seduzca a la platea,
efectivamente hay pocas. Hay, sí, jóvenes capaces de encarnar el erotismo y
el amor loco (Nicolas Cage y Laura Dern en Corazón salvaje), pero estas
efusiones no serían aprobadas por ninguna de mis abuelas si estuvieran vivas.
Creo que ha llegado el momento de hablar de Kevin Costner. Costner empezó
haciendo de todo. Hasta que, en algún momento, probablemente en American
Flyers encarnó a un personaje trágico disfrazado de ciclista y adquirió una
madurez repentina. Esa madurez cristalizó en La bella y el campeón, la gran
película de béisbol de la historia (en la Argentina, como en Francia, el béisbol
es veneno para la taquilla; no saben lo que se pierden). Y una gran película a
secas, donde además de pegarle a la pelota conquistaba finalmente a Susan
Sarandon, en uno de los pocos ejemplos de los últimos tiempos en los que la
primera mirada entre un hombre y una mujer establecía sin lugar a dudas que
se pertenecían mutuamente. Luego se dedicaría a hacer de héroe y padre de
familia (Los intocables, Danza con lobos, JFK, Robin Hood) y de padre de
familia (Los intocables, Danza con lobos, JFK, El campo de los sueños).
Pocas escenas románticas, apenas una carga erótica en Sin salida con Sean
Young, que muere a los quince minutos y una buena dosis de ternura con
“Parada en un puño” en Danza…
En todas ellas, Costner fue desarrollando el personaje lacónico, seguro,
eficiente que lo define como el actor americano de presencia más importante
de los últimos años. Es decir, como un integrante de esa rara especie de
actores que, como Wayne o Eastwood, nunca se dejan absorber del todo por
su papel. Aquellos que en el triángulo cuyos lados son el personaje, el
hombre y el actor, hacen que el público identifique fuertemente a los dos
primeros y se olvide de que existe el tercero, a diferencia de los actores de
“estudio”, que cuando son buenos como De Niro pegan al actor con el
personaje para hacer desaparecer al hombre y que cuando son malos como
Hoffman aniquilan también al personaje y quedan solos en la escena
haciendo morisquetas (Nicholson, como Brando, sería de otra clase: los que
liquidan al actor y personaje para hacer siempre de sí mismos, dentro y fuera
del set). Eastwood declaraba hace poco que había grandes actores como
Lancaster, cuya actuación era límpida, y otros, como Cooper, que eran más
introvertidos, que obligaban a que el público se interesara en ellos para saber
lo que pensaban verdaderamente. “Aunque el personaje de Wayne en Río
Rojo era abierto”, decía Eastwood, “tenía algo de incierto, como si dudara de
sí mismo. Había un matiz de ambigüedad”. Ese costado, que es el secreto de
la presencia porque insinúa al hombre detrás de la máscara, es el que Costner,
a pesar de ser más simpático y más ingenuo que Wayne o Eastwood, alcanza
en sus mejores momentos. Y en El guardaespaldas, su profesión sombría lo
lleva a una tristeza esencial que descubre bien al Costner romántico. Del otro
lado de la mesa del bar, Whitney Houston, que encarna una hermosa réplica
de sí misma, evita también que alguien recuerde que hay una actriz en el
medio. Y Whitney/Rachel, igual que Kevin/Frank, tiene sus tristezas para
mostrar. Y los dos son el custodio experto y la cantante exitosa, pero ni ellos
mismos saben lo que piensan. Y la debilidad repentinamente expuesta y la
necesidad mutua hacen pensar en el amor. Por lo menos a mí. Y estoy seguro
de que lo mismo le pasaría, por lo menos, a una de mis abuelas. El plástico
puede tener también un matiz de ambigüedad y hasta convertirse en un
material noble.
Publicado en El Amante N°11 – enero 1993
44. ¿Qué gusto tiene el pochoclo salado?

Sobre unos doscientos estrenos de cine en el 92, más de la mitad fueron de


origen norteamericano. Como en esta revista se habló todo el año de cine
americano y, como este número tiene listas por todos lados, podemos ensayar
una estrategia para este tema que no sea la de evaluar y clasificar.
Restringiremos ese aspecto del tema a algunos postulados vagos y arbitrarios.
1) Hay unas pocas películas americanas de las que no me gustaría hablar:
Arenas blancas, Deseo y decepción, El engaño, Camino a la fama… Son las
que no vi. 2) Hay unas cuantas películas de las que no se puede dejar de
hablar: Alien³, Batman vuelve, Los imperdonables. Son de las que ya
hablamos bastante. 3) Hay unas pocas películas de las que no hablamos: Los
reyes del mambo, Tomates verdes fritos... No tengo intención de hablar de
ellas.
En cambio, quiero hablar de Mi primo Vinny. Pero antes, quiero introducir a
Leonard Maltin. Maltin es uno de los críticos americanos más famosos. Tiene
un programa de televisión, varios libros publicados sobre diversos temas, es
un tipo de aspecto jovial, barba y anteojos, que hace una breve aparición,
interpretándose a sí mismo, en Gremlins II (una de las escasas apariciones de
un crítico en la pantalla). Pero, por sobre todo, Leonard Maltin es el editor de
la Leonard Maltin’s Movie and Video Guide, un volumen de edición anual de
mil quinientas páginas que reseña como veinte mil películas y telefilms, le
pone estrellitas a cada una y es el más famoso de los libros de su género.
Entre nosotros, es común ver que si tres críticos disputan sobre el año de una
película o sus protagonistas, los tres extraen simultáneamente el Maltin de su
portafolio para salir de dudas. Maltin es irreemplazable, por lo tanto, para los
que hacen plata apostando sobre la mala memoria ajena y también es fuente
principal para distribuidores de cine y editores de video. Bien, ¿qué dice
Maltin de My Cousin Vinny? Ante todo, le pone dos estrellas y media, que
los frecuentadores del mamotreto identifican como la nota estándar: tres
estrellas sería “buena” y dos equivale a “floja”. Luego dice: “Comedia muy
agradable (tal vez demasiado ‘agradablosa’) en la que Pesci, un ‘abogado’ de
Brooklyn, intenta defender a su primo inocente (Ralph Macchio) y a un
amigo de un cargo por asesinato en el Sur profundo. Pesci está perfecto en un
papel a medida y ver a Marisa Tomei que hace de su novia es un placer.
Aunque no hay ninguna razón para que esta comedia simple se tome tanto
tiempo para llegar adonde se propone”. La razón para hablar sobre Mi primo
Vinny y de Leonard Maltin es que lo que tiene de interesante la primera es
exactamente lo que el segundo deja afuera de su comentario. No es que no se
trate de “una comedia agradable”, como diría Bernard Shaw, ni de que Tomei
y Pesci estén mal, ni de que no tenga sus defectos y sus ingenuidades (sobre
la duración hablaremos más tarde). La guía de Maltin está escrita para
consumir videos y cable: se propone ahorrarle tiempo a ese consumidor. Y a
eso apuntan sus indicaciones: a medir el grado de entretenimiento que
proporciona una película. Salvo cuando se trata de películas europeas, que
tienen indefectiblemente una estrella más que si se tratara de una producción
norteamericana, porque Maltin y sus congéneres tienen mala conciencia con
lo que identifican como arte serio, al que se obligan a respetar sin que les
interese demasiado. Esta dicotomía, cine europeo como arte, cine
norteamericano como entretenimiento, de la que Maltin se hace eco a pesar
de que está claro que el cine que ama es el de su propio país, es uno de los
clichés estéticos que persigue a la crítica desde hace muchos años. Mi primo
Vinny está muy lejos de ser una obra maestra. Pero está igualmente lejos de
ser un “producto pasatista”. Porque los productos pasatistas no existen. Lo
que existe son las buenas y las malas películas, las películas interesantes y las
estúpidas. Y lo que el cine norteamericano tiene como marca de fábrica,
como fuente de inspiración y como atractivo inimitable es que las películas
que no son definitivamente estúpidas (como Juego de patriotas, Los reyes del
mambo o Un horizonte lejano) ponen en juego un universo moral, político y
social que les da un atractivo con el que ninguna cinematografía puede
competir. En Mi primo Vinny, el juicio se decide porque la novia de Pesci,
cuya ayuda este trata de evitar para mantener el control de la pareja, resulta
una experta absoluta en marcas y modelos de automóviles. ¿Qué tendrá esto
de moral, político o social? Veamos: en primer lugar, una mujer sin
educación y sin otro elemento que sus sentidos resulta entender más que el
especialista hombre del FBI con todos sus aparatos. En segundo término, ella
y su novio desafían desde la informalidad de la clase baja al juez y sus
atildadas maneras de caballero sureño. La ética del fiscal se pone a prueba en
la aceptación de las credenciales empíricas de la chica: seguir manteniendo la
acusación por mero afán competitivo, profesional, regional y social contra
aceptar el peso de la verdad. Por último, lo más original: la reivindicación de
la sabiduría inútil. Conocer todo detalle posible sobre los automóviles es una
pasión de algunos individuos. Una pasión que tiene tan escaso valor como
mercancía como saber datos sobre cine. El tipo de conocimiento que no sirve
para ganar plata, ni ascender socialmente ni para conquistar a la novia. El
juicio de Vinny es la reivindicación de los tipos que saben cómo formaba
Chacarita en 1962. Vinny se recibió de abogado de grande, después de que lo
bocharan en cincuenta exámenes. El juicio de su primo es el primero de su
carrera. Su pelea –y su triunfo– es la de los que nunca serán yuppies, tan
desigual, fantástica e imposible como los que sueñan con ganar la lotería. En
Mi primo Vinny hay un condenado a muerte. Contra su ejecución protestan
unos pocos manifestantes. El reo es ejecutado. El espectador se entera porque
otro preso les dice a los muchachos que no hay luz porque están usando la
energía para la silla eléctrica. Y así es todo. Sin ninguna declamación, sin
alegatos y al servicio de un cuento divertido, los problemas y las diferencias
de la sociedad norteamericana se insinúan como un fondo: las clases sociales,
la rivalidad del Norte y el Sur y del campo contra la ciudad, el feminismo, la
pena de muerte, la ineficacia de la justicia, la falibilidad de los expertos, la
cocina regional, los italianos, el afán de protagonismo de los tipos grises que
son designados como jurados, el racismo, la violencia. Todo en un tono
absolutamente ligero y, como diría Maltin, agradable y entretenido. Pero esa
densidad del contexto, esa multiplicidad de costumbres, conflictos,
regionalismos, manías, diferencias, ambiciones, es el placer del cine
americano común. Que no se trata de un mensaje a interpretar, sino de un
espacio cinematográfico para descubrir y disfrutar. No se puede hacer una
película norteamericana de serie sin que la ausencia de esa rica trama cultural
aparezca como una presencia determinante. Cuando no está, la chatura y la
mediocridad resaltan inevitablemente, las imágenes se hacen triviales, los
diálogos carecen de interés y hasta Maltin se da cuenta a veces (cuando puede
salir de su ecuación guion + actuaciones + fotografía). El estándar del cine
norteamericano sigue siendo muy alto. Junto a los grandes creadores como
Coppola, Scorsese o Eastwood, junto a las promesas talentosas como Gus
Van Sant, Jodie Foster o Sean Penn, junto a los virtuosos cinéfilos como De
Palma o Carpenter, junto a los cuestionadores políticos como Edward James
Olmos, John Singleton o Wes Craven, el cine de serie sigue manteniendo
exigencias de calidad y riqueza envidiables.
Posdata 1. Las películas americanas han pasado en los últimos años, de una
duración media de noventa minutos a una sorprendente uniformidad en torno
de las dos horas como, por otra parte, siempre duraron los films de Clint
Eastwood (un precursor de tantas cosas). Una buena oportunidad para el
chiste tonto: “eran malas con media hora menos, no sé para qué las alargan”.
Desde esta óptica un tanto exaltada prefiero apuntar que esa media hora sirve
para distender cierto ritmo convulsivo y efectista, permite un placer narrativo
más pausado y que en más tiempo se pueden desarrollar y enriquecer las
situaciones. Las dos horas mejoran el ritmo y, de paso, distancian el cine de
los telefilms, productos cuya factura endeble se hace evidente e insoportable
después de los primeros minutos. Dos horas de una buena película es mejor
que una hora y media. Para una mala película, diez minutos es mucho.
Posdata 2. Se dice que los norteamericanos ven cine acompañados por
enormes cucuruchos de pochoclo salado. Este tiene gusto a pochoclo y es
salado.
Publicado en El Amante N°11 – enero 1993

45. Informe especial: 70 directores en el 92

Robert Altman (The Player)


Ejemplar fósil del director “progresista”, ha encarnado siempre su papel con
algunos toques de pomposidad. Altman sigue creyendo que hacer crítica
social consiste en ridiculizar a la gente, con lo que su sistema moral converge
con el más feroz puritanismo norteamericano. Por eso es que sus películas se
encuentran cada tanto con el respaldo unánime de la crítica de su país. The
Player es una de esas coincidencias, pero hay que decir en su favor que la
película contiene una maldad y una intolerancia impensables en un tipo tan
viejo.
Billie August (Con las mejores intenciones)
Con el equívoco prestigio que le prestan el nombre de Bergman como
guionista y la Palma de Oro en Cannes, Con las mejores intenciones parece
confirmar el lugar que Pelle el conquistador reservó para August: el de
retratar en clave épica vidas familiares antiguas, de gente pequeña y
miserable. En esa Escandinavia de 1900, los burgueses y los intelectuales se
encontraban en el teatro para discutir sobre las supuestas verdades de la vida.
Un siglo más tarde, las películas de August se ofrecen gentilmente para el
mismo propósito. Suelen recibir el calificativo de “exquisitas” y “refinadas”,
términos que probablemente aludan más a un propósito cultural que a una
dirección tan chata y rutinaria. El cine suele ser más plebeyo y, con suerte,
menos aburrido.
Joel Coen (Barton Fink)
Barton Fink, notoriamente inferior a De paso a la muerte, impuso a los Coen
en Buenos Aires como el paradigma del cine sofisticado de los 90. Imposible
negarles ingenio y refinamiento técnico, pero, ¿cuántas películas se pueden
hacer parasitando los géneros, deslizándose por la superficie de un cine al que
secreta y burlonamente se da por muerto? No en vano las películas de los
Coen están llenas de cadáveres.
Brian De Palma (Demente)
Disfrutar de Demente permite, además, mirar la filmografía anterior de De
Palma desde un nuevo ángulo y concluir que en este cineasta obsesivo y
virtuoso han coexistido siempre una tendencia solemne y una humorística. Y
que la humorística es la única interesante. Mientras que sus supuestas
angustias y búsquedas trascendentes son afectadas imitaciones hitchcockianas
(Magnífica obsesión, por ejemplo, es una versión sin profundidad de Vértigo
a la que solo salva la comicidad de la situación incestuosa), su gracia es
genuina, personal, irreverente y lo redime del aspecto apolillado y masoquista
de la cinefilia.
Clint Eastwood (Los imperdonables)
Los imperdonables es la culminación en varios sentidos del sistema
Eastwood. Es una obra maestra que resume su cine pero, además, coincide
con la intención definitiva de su autor de desdoblarse entre el actor al servicio
de otros productores y el director que filma a otros protagonistas. Un
personaje americano (el Eastwood director y productor de sus propios
personajes) se retira de la cancha soñando con un trabajo menos duro y,
acaso, con un Oscar que en su caso sería, más que un halago artístico, lo que
para un deportista de su país es la entrada en el Salón de la Fama: un honor
que se alcanza después de una larga y gloriosa trayectoria.
Abel Ferrara (El rey de Nueva York)
Tras doce años de televisión y producciones de bajo presupuesto, El rey de
Nueva York parece haberle permitido a Ferrara entrar en la consideración de
las grandes productoras. Cabe preguntarse si la fuerza de su cine marginal,
violento y deslumbrante se mantendrá en las nuevas condiciones. En todo
caso, es uno de los cineastas americanos más originales del momento y el
único tipo que cuenta historias de gangsters sin disimular su simpatía por los
delincuentes.
Jodie Foster (Mentes que brillan)
A los treinta años es una actriz veterana, lo que le permite, como directora
debutante, saber todo lo necesario sobre el funcionamiento de la industria.
Pero Mentes que brillan muestra, además, un
talento y una audacia que prometen una carrera más que interesante.
Peter Greenaway (La tempestad)
La tempestad es, por fin, el Greenaway puro: no hay pretextos narrativos ni
situaciones escandalosas. Pura acumulación, puro amaneramiento, puro tedio.
Tiene además el mérito de ser el único nombre de esta lista por el que los
redactores de El Amante abandonan su costumbre habitual de disentir y
pelearse. Perdón: Jorge La Ferla dice que Greenaway es un gran videasta.
Jaime H. Hermosillo (La tarea)
La tarea podría ser una ópera prima, un cortometraje o ambas cosas, porque
es mucho más una idea sobre una película que una película. Curiosa mezcla
de porno soft, home movie y ejercicio académico es, sin embargo, el
decimosexto film del director mejicano, lo que no habla muy bien de su
futuro.
Jim Jarmusch (Bajo el peso de la ley)
Jarmusch es un tren que viene atrasado. Stranger than Paradise –estrenada
en video– y Down by Law tienen ocho y seis años, son en blanco y negro y
definieron a este americano influido por Wenders y el cine europeo como un
director de culto y una contraseña intelectual. Si alguna vez se estrenan sus
dos últimos films, se podrá comprobar si después de la original, graciosa y
antropológica Stranger than Paradise, Down by Law fue el camino hacia la
solidez creativa o hacia la repetición y el amaneramiento, que es lo que
piensa, hoy en día, la mayoría de la crítica internacional.
Akira Kurosawa (Rapsodia en agosto)
Cumplidos los ochenta, Kurosawa parece haber abandonado a Shakespeare,
los samuráis y las superproducciones para hacer un cine extremadamente
sencillo con preocupaciones ecológicas.
Rapsodia... es sentenciosa, sentimental y pueril como los peores Sueños, pero
también es conmovedora, profunda, inteligente y el único testimonio de su
director sobre el Japón contemporáneo.
Spike Lee (Fiebre de amor y locura)
Orgulloso de su capacidad para el marketing, Lee declara que solo Madonna
lo supera en ese aspecto. Orgulloso de su raza, sugiere en Jungle Fever que
los drogadictos negros merecen la muerte y que solo la caída en una
animalidad detestable hace que las razas se mezclen sexualmente. A pesar de
que parece más preocupado por vender remeras que por evitar que su
discurso coincida con el del Ku Klux Klan, sus películas han progresado
mucho desde la insoportable School Daze, aunque su carácter de producto
mediático hace difícil tomarlas del todo en serio. Paradójico representante de
la era Bush y de la dureza de estilo neoyorquino, la prueba decisiva para
Spike Lee se llama Malcolm X.
David Mamet (Identificación de un homicidio)
Después del thriller psicológico Casa de juegos, contado con la precisión de
un reloj suizo –pero la pasión de un reloj suizo– y de Las cosas cambian, una
comedia de gangsters de tono menor, este veterano guionista mostró virtudes
cinematográficas insospechadas en Homicide. Esos progresos no incluyen,
por ahora, la sagacidad para entender que cuando se abandonan las
convenciones representativas del teatro para aceptar mayor libertad del cine,
este tolera mal la manipulación y los golpes de efecto. Cuando se intenta
construir personajes que exceden la categoría de figuras de madera, las cosas
no cambian porque el guion así lo indique, aunque Joe Mantegna sea un
amigo y se mate intentando simularlo.
Penny Marshall (Un equipo muy especial)
Penny Marshall dirigió una de las producciones más curiosas del año, Un
equipo muy especial, que obligó a que famosas actrices se entrenaran durante
meses para poder simular que jugaban al béisbol. No lo lograron y, como la
película está centrada en los partidos, se asiste a dos horas en las que famosas
actrices simulan que juegan al béisbol. Como decía Joe Di Maggio, un
segundo de imaginación vale más que diez años de entrenamiento. Marshall
prefirió confiar en el entrenamiento. ¿Dónde está la directora de la deliciosa
Big (1988)?
Phillip Noyce (Juego de patriotas)
De Noyce se recuerda Terror a bordo, un thriller bastante sádico que caminó
bien en video. Juego de patriotas fue la perlita reaccionaria de la temporada.
Defensa de la corona británica y de las masacres clandestinas de la CIA,
racismo contra los irlandeses, apología barata de la familia y regodeo en la
violencia innecesaria. Con llamativa estupidez, Noyce dirigió la peor película
con Harrison Ford.
Jorge Polaco (Siempre es difícil volver a casa)
Para salir del gueto del cine “transgresor”, Polaco eligió una novela de Dal
Masetto como tema, a Víctor Bo de productor y a los Midachi de
protagonistas. El resultado no pareció conformar a nadie, pero es un Polaco
auténtico, lleno de escenas desagradables y de gente repugnante. Hay algo
simpático en un tipo que se empeña en mostrar, aun a costa suya, que el
mundo es una mierda. Tanta obstinación puede terminar algún día en una
buena película.
Ettore Scola (Qué hora es)
Scola, que dirigió muchas películas en las que transcurren décadas, concentró
la acción de Qué hora es en unas horas y en el diálogo entre los personajes de
Mastroianni y Troisi. El resultado, sorprendente, por la solidez que alcanza
un film muy difícil a partir de elementos mínimos. Scola no se distrajo, no
dejó entrar el sentimentalismo y confinó su habitual mirada melancólica a un
territorio puramente cinematográfico en el que hay muchos más sentidos que
significados. ¡Qué director raro es este Scola!
Jim Sheridan (Esta tierra es mía)
Después de haber acaparado premios y elogios con un producto tan teatral
como Mi pie izquierdo, la segunda película de Sheridan exagera tanto ese
rasgo que desilusionó a muchos de sus partidarios. Esta tierra es mía, que
podría haberse llamado “Irlanda era todo lo contrario de lo que se ve en El
hombre quieto de Ford”, es tan arbitraria que bien podría esconder a un
director más sutil de lo que parece. Un pequeño misterio.
John Singleton (Los dueños de la calle)
Spike Lee versión modesta. Singleton apunta más al interior de su comunidad
que al corazón de los medios masivos. Demasiado didáctico, su único film
muestra a un realizador con garra que, además, es capaz de incluir un héroe
trágico (el personaje de Ice Cube) en un panfleto. Su próxima película se
llama Justicia poética, un buen título.
Pino Solanas (El viaje)
A partir del documental clandestino y pasando por la nostalgia de
exportación, Solanas llega con El viaje al punto más bajo de su carrera. Con
la grandilocuencia oportunista de una falsa postal, la película peor actuada del
año confunde el cine con la propaganda electoral sin beneficio para ninguno
de los dos terrenos. La potencia que Solanas es capaz de lograr en las
imágenes merecería un mejor destino, del que cada vez parece más alejado.
Eliseo Subiela (El lado oscuro del corazón)
El lado oscuro del corazón revive el éxito de taquilla de Hombre mirando al
Sudeste y agrega un nuevo eslabón a la continuidad del cine de Subiela: una
imaginación visual de fuerte acento publicitario (cada plano, un concepto),
una mirada cálida y emotiva sobre la clase media porteña y una enorme
confusión cultural. Pocos directores pueden manejar una estética tan segura
apoyada en ideas tan endebles y hacer una película a la que André Melançon,
Benedetti y Nacha Guevara juntos no puedan arruinar. La astucia de Subiela
promete nuevas oportunidades para la polémica.
Wim Wenders (Hammett)
El mejor Wenders ha celebrado la contemporaneidad a través de sus
imágenes y sus sonidos en una sinfonía sin historia cuyos protagonistas son el
rock y los aparatos visuales. Hasta el fin del mundo es la culminación de esa
tendencia en un viaje planetario poblado de música y objetos. La crítica
internacional ha confundido esa elaborada y ligera felicidad con un videoclip,
lo que probablemente llevó al director a reincidir en la otra cara de su cine:
una segunda parte de la retórica plañidera de Las alas del deseo. Atrasada
llegó también Hammett donde, en un decorado y con una luz que llevan el
sello de Coppola, Wenders comunica el placer por un relato sin urgencias
dramáticas.
Zhang Yimou (Sorgo rojo)
Sorgo rojo luce como la ópera prima de un director de talento, que narra con
libertad y potencia visual. Esposas y concubinas, hecha apenas tres años más
tarde, muestra al mismo director empeñado en la carrera de los festivales,
esmerando su caligrafía y retrocediendo a un cine mucho más aburrido y
convencional, ese cine de imágenes recargadas que reluce con la falsa
dignidad de los productos académicos. En el futuro, el cine le dará a Yimou
unos cuantos premios más. ¿Tendrá Yimou algo más que darle al cine?
Publicado en El Amante N°11 – enero 1993
46. El extraño caso del Dr. Woody y Mr. Allen

Maridos y esposas (Husbands and Wives), Woody Allen, 1992.


Woody Allen podría compararse con un ventrílocuo. El señor Allen y el
muñeco Woody. Pero, últimamente, parece haber invertido el truco habitual
del oficio. Mientras que lo habitual es que el muñeco diga lo que su dueño
reprime, ahora el director hace lo que el actor censura. En Crímenes y
pecados, el personaje que encarna Woody es un oscuro director de
documentales, que desde su pobreza y sus principios filma lo imprescindible
y rechaza el mundo del poder, del dinero y de la fama que encarnan el
personaje del médico acaudalado y el productor de televisión famoso que se
queda con la chica. Mientras que su personaje padece de las limitaciones de
la miseria, la timidez y la oscuridad, el millonario Allen es uno de los
directores más poderosos del cine americano, dirige sistemáticamente una
película por año y suele casarse con actrices famosas. En Maridos y esposas,
su personaje advierte que una relación con su alumna veinteañera no puede
sino terminar mal y se queda solo. Simultáneamente, el director vive el
famoso romance con su hijastra adolescente. Mientras que el personaje ha
exhibido una rigurosa pacatería en lo sexual y nunca ha aparecido un desnudo
en un film de Allen, fue justamente la aparición de unas fotos de Sung–Li
desnuda lo que desencadenó la tormenta matrimonial con Mia Farrow.
Las dualidades de Allen no se agotan en la relación entre su persona y su
personaje. En Maridos y esposas Sam, la novia gimnasta de Sydney Pollack –
para mayor escarnio es hija de un policía–, declara en una reunión de
intelectuales que cree en los horóscopos, lo que motiva que una de ellos le
diga: “mi sirvienta también cree en eso. Te la voy a presentar” y que Pollack
esté a punto de golpearla en la escena más violenta de toda la filmografía de
Allen. El propio Woody le dice a su amigo, cuando se entera de que anda con
la chica: “¿se te encogió el coeficiente intelectual?”. Pero con la misma
superficialidad con la que la chica dice que nunca juntaría a un Libra con un
Géminis, Woody afirma que los hombres son distintos de las mujeres porque
hay muchos espermatozoides para un solo óvulo. La trivialidad con la que se
usa la ciencia como coartada contra la astrología se suma a la impostura
cultural con la que se caricaturiza la afición de Sam por las dietas para
afirmar en otra escena que la literatura de Dostoievski es una comida
completa, llena de fibra y de minerales. Mientras que Woody interpreta a un
profesor distinguido, los diálogos que su director le asigna revelan a un
campeón de la seudocultura.
Los párrafos anteriores caen perfectamente en lo que suele considerarse un
sacrilegio: el de juzgar las obras de un artista por su vida privada. Pero si
alguien hace una película que protagoniza junto a su mujer y en ella se
despedaza a la esposa, mientras que el marido se relaciona con una
adolescente y, al mismo tiempo fuera de la pantalla, el matrimonio integrado
por las mismas personas se destruye en circunstancias idénticas, no relacionar
ambos hechos es una absoluta hipocresía. Porque si un artista no habla de su
vida, ¿para qué diablos produce su obra? El mérito y hasta la grandeza de esta
película molesta y desprolija se advierte justamente si se la mira en esa clave.
Como un ajuste de cuentas y una mirada despojada de toda simpatía por un
mundo que es el suyo y del que su situación social, cultural y profesional le
impide escapar. Lejos de la supuesta universalidad que hizo su fama y su
fortuna y que solo en sus momentos más inspirados de humor logró rozar, lo
conmovedor de este Allen es que, por fin, habla de sí mismo de otra manera,
en un tono más casero y más desesperado que en su mejor película (Crímenes
y pecados). Sus actos de ventriloquía y sus fanfarronadas culturosas no
resisten la fuerza arrolladora con la que barre con un entorno que es el suyo,
en el que reinan la sordidez y la ambición y en el que es inconcebible una
manifestación de afecto o de espontaneidad. Por el contrario, esas
simulaciones y crueldades funcionan como pruebas de lucidez, como sus
observaciones más agudas. La humillación de Sam es la humillación de los
que la rodean, Allen incluido. El contraste entre la manera de filmar esa
banalidad aterrorizada y mortuoria –que se localiza en interiores sofisticados
y vacíos– y la forma de presentar la juventud de la presumida pero vital
Juliette Lewis –que aparece al aire libre o en situaciones mágicas como el
corte de luz– marca la elección de Allen y su apuesta imposible: recuperar un
lazo con sus sentimientos a través de la figura de la “mujer kamikaze” y la
necesidad de huir de su propia vida a cualquier precio.
Casi no hay chistes en el film. No es un chiste tener casi sesenta años y
transgredir todo sabiendo que eso tampoco sirve para nada. Maridos y
esposas es el testimonio desgarrado de un cineasta cuyas tonterías fueron
tomadas por las palabras de un oráculo. Sería terrible que esta vez se lo
tomara por una broma. Tal vez el arte no sea otra cosa que decir la verdad
cuando se está mintiendo, en oposición a tantos productos que mienten
cuando dicen la verdad. En Maridos y esposas, Allen es un mentiroso que
habla en serio.
Publicado en El Amante N°12 – febrero 1993
47. Dossier Cine negro

Alma negra (White Heat), Raoul Walsh, 1949.


El personaje de Cody Jarrett es un clásico asesino psicópata, pegado a la
madre, con manifiestas tendencias asesinas y acaso homosexuales, que
desafía al sistema desde su paranoia. Walsh y Cagney salvan al espectador de
cualquier psicosociología de bolsillo presentando a un tipo infinitamente
querible y explicando sus acciones de acuerdo a la lógica más pura. Alma
negra sustituye la pesada letanía de la culpa (de la que el cristianismo de
Coppola y de Scorsese, por ejemplo, han abusado largamente) y la superflua
explicación vía trauma social, cuando de criminales se trata, por una simpatía
contagiosa y alegre. Cody es un loco de la guerra, pero es más grande que la
vida.
Nueva victoria del cine sobre las ciencias sociales y una buena oportunidad
para preguntarse si la idea de cine negro no es más que una patraña de los
historiadores.
Hammett / Investigación en el Barrio Chino (Hammett), Wim Wenders,
1983.
Un engendro en el que Wenders se sometió a las repetidas órdenes de
Coppola de volver a filmar y a montar la película, el resultado es lo que
podría llamarse cine negro descafeinado. Una película con decorados a lo
Golpe al corazón, que toma motivos como el detective, la mujer fatal y la
traición para recrearlos con tonos pastel que se parecen a la versión coloreada
de Al borde del abismo que dan en TNT y sin ningún dramatismo ni
suspenso. Lo curioso, dadas las circunstancias, es el placer que proporciona
la película. Y esto provoca la sospecha siguiente. Que el desequilibrio de la
normalidad y la tensión entre la tranquilidad inicial y su alteración por la
violencia no son esenciales para poder narrar en el cine, y que permanecer en
reposo (sin suspenso) no resiente la acción. Walsh y Ozu sabían de estas
cuestiones, pero Wenders siempre dudó entre el relato sin historia de sus
primeras películas y la historia con explicaciones de Las alas del deseo y la
segunda parte de París, Texas. Aquí, inesperadamente, se acercó a sus
maestros.
Adiós muñeca (Farewell, My Lovely), Dick Richards, 1975.
Robert Mitchum hizo dos veces de Philip Marlowe. Repitió en El sueño
eterno (Michael Winner, 1978). La primera es muy buena, la otra muy mala.
Mitchum hizo un Marlowe superior a Dick Powell, a Bogart –y, obviamente,
a Elliott Gould–. Pero, sobre todo, la película recrea como ninguna el clima
de las novelas de Raymond Chandler. Ha llegado el momento de recordar que
Marlowe no era un cínico –como se suele decir, confundiéndolo con los
detectives de Hammett y copiando confusiones anteriores–, sino todo lo
contrario: un redentor. Marlowe era un tipo corpulento cuyas actividades
exteriores –tomar whisky, recibir golpes, ser seducido por las mujeres– eran
apenas una pantalla para una incesante actividad mental y una piedad
exasperada, de la que su cuerpo no daba ningún testimonio. Por esa
parquedad de gestos y de
emociones que no delata visualmente la procesión interior, Mitchum es el
Marlowe perfecto para el cine. Y por eso es consistente con el motor secreto
de sus acciones: la quijotesca necesidad de proteger al gigante oligofrénico y
enamorado contra un mundo que no puede comprender.
Publicado en El Amante N°12 – febrero 1993
48. Video

La bomba del rock’n roll (The Girl Can’t Help It), Frank Tashlin, 1956.
La bomba dei rock’n roll es una obra maestra de la ambigüedad. Tiene la
forma de una comedia musical ambientada en el mundo del espectáculo, con
trama romántica y números musicales. Pero la sustancia de este género ha
sido alterada sutilmente. Ocupando el lugar de la actriz talentosa, que sabe
cantar y bailar, hay una mujer que no sabe hacer nada, y cuyo único mérito es
ser un símbolo sexual. Pero tampoco se trata de Marilyn, sino de la inútil de
Jayne Mansfield, que se parece mucho más a un dibujo animado que a una
criatura de carne y hueso. Y, para colmo, aunque hace hervir la leche y
derretir el hielo a su paso, es tan tonta y convencional que solo piensa en
cocinar y en tener muchos hijos. En cuanto a los números musicales, las
canciones de Broadway y los eximios bailarines de siempre han sido
reemplazados por unos tipos dudosos, en su mayoría negros, que ejecutan una
música bastarda acompañada con sospechosos movimientos de cadera.
“Esta es una historia de música, pero no de la música de antes, sino la
música que expresa la cultura, el refinamiento y la cortés gracia de nuestros
días”, dice Ewell al principio de la película con evidente sorna. En otro
momento, el gangster O’Brien, viendo a Eddie Cochran por televisión, grita:
“si este tipo es una estrella, cualquiera puede serlo”. Y agrega: “no sabe
cantar, pero tiene un sonido nuevo”. Él mismo terminará siendo compositor y
cantante y en su condición de representante máximo de la vulgaridad aceptará
inmediatamente esa nueva música que hace sacudirse a la sirvienta. Ewell, en
cambio, representante de artistas y tipo refinado, paseará su escepticismo por
todo el film y observará a los intérpretes con aire de infinito aburrimiento. Un
solo gesto, sin embargo, sugerirá otra cosa: su mano golpeará
involuntariamente la mesa siguiendo el ritmo de una de las canciones. La
aparición de una nueva cultura, quedará expresada en la mirada de extrañeza
y de ajenidad de Ewell, en la sensación nunca dicha de que hay algo
inmanejable en el ambiente. Habrá que esperar a Hairspray (John Waters,
1988), que mira el fenómeno desde el otro lado, para encontrarse con la
misma conciencia de que algo importante estaba en el aire. En el medio, las
películas de rock intentaron a costa de su propia mediocridad demostrar una
integración imposible. Pocas películas ha maltratado tanto al rock’n roll,
mostrándolo en cada diálogo como la máxima expresión del mal gusto de las
masas y de la manipulación de la audiencia. Ninguna película, sin embargo lo
ha respetado tanto. Porque al colocarlo en un contexto hostil, fuera del
entorno complaciente de los productos para consumo adolescente, le ha
permitido expresar su fuerza y su autenticidad. Las imágenes no celebran ni
ayudan a Little Richard, a Fats Domino o a Gene Vincent, y agreden
decididamente a Cochran. Los dejan defenderse solos, ubicados en salones de
baile artificiales y en night clubs helados, en atmósferas sofisticadas y adultas
que no son las suyas. Se los confronta con las notables cantantes Julie
London y Abbey Lincoln. Y sobreviven con enorme dignidad en las
trincheras enemigas. En cambio, es la comedia musical la que queda herida.
Porque la sustitución de su lujo y su refinamiento, de sus elaboradas
coreografías, de sus estrellas rutilantes por materiales mucho menos
elaborados, no resiente el ritmo, ni el humor y más bien beneficia la narración
y la fluidez. Lo único interesante del cine musical es el cine. El resto es teatro
y music hall. Tashlin vació las estructuras de su hojarasca para demostrar que
los clichés históricos de un género que produjo muchos más mitos que obras
valiosas eran superfluos y descartables.
La bomba del rock’n roll es la última comedia musical y la película más
importante sobre el rock’n roll. La bomba del rock’n roll es una obra maestra.
Publicado en El Amante N°12 – febrero 1993

49. Video

Recuerdos de Dorothy
El 14 de agosto de 1980, en Los Ángeles, un tal Paul Snider se encontró con
su esposa para arreglar detalles del divorcio. La golpeó, la violó, la mató, la
volvió a violar y se suicidó. La mujer tenía veinte años y era hermosa. Se
llamaba Dorothy Ruth Hoogstratten y dos años antes había dejado su
Vancouver natal, para mudarse a Hollywood, ser elegida la chica del año de
Playboy e iniciar su carrera en el cine haciendo de robot. La primera película
en la que su parte era importante no se había estrenado el día de su muerte.
Por entonces se llamaba Dorothy Stratten y prometía ser una estrella. Snider
era un rufián que la había descubierto en una cafetería y no podía soportar
que su producto se le escapara de las manos.
Historias así no ocurren sin que alguien haga una película sobre el tema. En
este caso, fueron dos. En 1981 apareció el telefilm Muerte de una modelo,
dirigido por Gabrielle Beaumont, con Jamie Lee Curtis como Dorothy.
Cuenta con la chatura propia de los telefilms, la seducción de una chica
ingenua (al parecer, lo era), su meteórica carrera y su muerte. Snider aparece
celoso del universo Playboy que la rodeaba y de un guionista millonario que
se había convertido en su pareja.
La segunda versión es Star 80 (1983), última película de Bob Fosse. Supera
a la anterior en pretensión y en presupuesto y difiere en algunos detalles. Por
ejemplo, en el precio de la escopeta homicida, que se eleva de 180 a 250
dólares. El papel de Dorothy lo hizo Mariel Hemingway, previo aumento
quirúrgico del tamaño de sus pechos. La historia está centrada en Snider (Eric
Roberts) que, como buen actor de método, se pasó meses frecuentando los
tugurios por los que andaba Snider y se mimetizó con su carácter presuntuoso
y violento, al punto de maltratar permanentemente a sus compañeros de
rodaje. Fosse estaba muy interesado en la pasión del hombre que
desencadenó la tragedia, su obsesión por el éxito y el rechazo que sufrió en
las esferas a las que había accedido su mujer. El resultado fue una serie de
escenas desconectadas en las que Roberts luce su cara de malo y Hemingway
sus tetas nuevas. Hay, con todo, una línea de diálogo inspirada. Dorothy se va
a Nueva York para filmar y su marido sospecha de su fidelidad. Tras hablarle
por teléfono, le dice a un amigo: “Estoy seguro de que me engaña con el
director. Cuando habla de la película dice film en vez de movie”. No se sabe
si fue Peter Bogdanovich el que le hizo cambiar a Dorothy la popular palabra
movie por la más técnica y culta film, pero lo cierto es que la dirigió en
Nueva York, se enamoró de ella, la llevó a su hotel durante la filmación y
que, de regreso a Los Ángeles, vivieron juntos hasta el día de su muerte.
La película que filmaron Bogdanovich y Stratten se llamó They All
Laughed, fue un gran fracaso comercial y crítico, se estrenó en la Argentina
como Nuestros amores tramposos, fue otro fracaso, se conoció en video como
Todos rieron y es la mejor comedia de la década del 80.
En Todos rieron, los empleados de una agencia de detectives se dedican a
perseguir mujeres por la ciudad. Con absoluta despreocupación por su trabajo
se concentran en el verdadero eje de la película: el levante. John Ritter, que se
parece mucho a Bogdanovich, logra finalmente atrapar a su presa, Dorothy
Stratten, que luce callada y radiante. Hay tres rubros en los que Bogdanovich
rompe los moldes. Uno es la visión de Nueva York. La capital del mundo
pierde su opulencia y su poder de intimidación para mostrarse, sin perder
identidad, como un lugar accesible y cotidiano en el que una mirada desde
abajo invita a caminar. El segundo es un papel secundario de un brillo
descomunal. Patti Hansen, la mujer taxista Sam, tiene una presencia y una
gracia que desbordan toda rutina actoral para ser el resultado de la interacción
con la cámara. El tercero es que la película logra exhibir la felicidad. No hay
otra palabra que describa los movimientos, los diálogos, las miradas. El buen
humor y un espíritu primaveral iluminan a Ben Gazzara y Audrey Hepburn, a
los buzones y los semáforos. Este milagro es un continuo apoyado sobre la
mirada amorosa. Pero más que un elogio de la pasión por el adulterio o por la
conquista amorosa, se trata de un festejo del ocio, de la actitud
despreocupada y la exaltación de una vida sin sombras. La versión del mundo
que corresponde, exactamente, a la de un tipo enamorado.
Después de la tragedia, Bogdanovich escribió un libro (The Killing of the
Unicorn) sobre Dorothy y terminó casándose con la hermana de la modelo
asesinada. ¿Quién fue Dorothy Stratten? Ninguna película podrá responder a
esa pregunta. Todos rieron está dedicada a su memoria. Un homenaje que, a
diferencia de los monumentos y las catedrales, comunica un secreto sutil que
rechaza la obviedad y la ostentación. Ese secreto es el cine.
Publicado en El Amante N°12 – febrero 1993
50. Otras yerbas

Acero para matar (By the Sword), Jeremy Paul Kagan, 1991.
Esta es la historia de una cobardía. Gustavo Castagna y yo somos los
miembros de El Amante que habitualmente vemos los estrenos en video que
tienen títulos como Coartada maldita, Asesinato por cuadruplicado o Crimen
con el picador de choclos. Normalmente las calificamos con una nota del uno
al tres y nos lamentamos del tiempo perdido, para poner inmediatamente La
jirafa psicópata en la videocasetera. El mes pasado, circuló por la redacción
un video con el dudoso nombre de Acero para matar, que prometía integrarse
con los productos anteriormente mencionados. De más está decir que
Castagna y yo la vimos y que fuimos los únicos. Se trata de una película de
esgrimistas. No de antiguos espadachines, sino de tipos que practican
esgrima. Murray Abraham llega desde el pasado al gimnasio en el que reina
el despótico Roberts para pedir empleo como profesor y conseguir solamente
que lo tomen para atender el vestuario. Entretanto, un grupo de jóvenes
alumnos se empeña en lograr el reconocimiento del maestro y el éxito en la
vida. Este asunto convencional está narrado con fluidez por Jeremy Kagan y
la película posee el encanto de una buena fábula en la que se cruzan los temas
del aprendiz y el maestro, del sentido de una disciplina dura como la esgrima
(que aparece emparentada con la gimnasia y el ballet) y del fin último y
solitario de la pasión deportiva. El personaje de Abraham tiene carisma y
misterio. Y ahora empieza la cobardía. Después de haberla visto, Castagna y
yo nos encontramos y, con evidente vergüenza, uno de nosotros (podría ser
cualquiera) pregunta “¿qué te pareció?” encogiendo los hombros y
murmurando “no está tan mal”, para recibir como respuesta, en idéntico tono:
“seee…”. Independientemente, decidimos cambiar un 5 inicial por un 6. El
día del cierre, cuando confeccionamos la tabla, con un poco más de
confianza, confesamos haberle subido la nota y, algo envalentonado,
Castagna dice: “Si me dejan un rato más le pongo un 7”. No lo hizo. Días
más tarde, le pregunto: “Adiviná a qué película Positif de diciembre le dedica
dos páginas” (Positif es una revista francesa “muy seria”, casi solemne).
Castagna toma el número 11 de El Amante, va a la página 64 y prueba con
toda la tabla antes de exclamar “¡no me digas que a Acero para matar!”.
Asombrados y entusiasmados, recordamos la película y decidimos que
merecería una reseña. Bien, aquí está. Queda una pregunta: cuando Truffaut
era crítico, ¿arrugaba como nosotros, o siempre se animaba?
¿Qué hacemos con el muerto? (Passed Away), Charlie Peters, 1992.
Si alguna vez se juntaran todos los programas de teatro por televisión que
hizo Darío Vittori y se extrajeran los mejores chistes, el resultado se parecería
mucho a ¿Qué hacemos con el muerto?
Publicado en El Amante N°12 – febrero 1993

51. Editorial

Qué pasa, lector


Esta columna esporádica, que oscila entre el optimismo y la extravagancia,
comienza hoy con una nota de tristeza. La descalificación de Un lugar en el
mundo como candidata al Oscar a la mejor película en lengua no inglesa nos
deprime por varias razones. Fundamentalmente, porque la que para nosotros
es unánimemente la mejor película argentina del año pasado no se merecía
una carrera tan accidentada y llena de sospechas en su búsqueda del
reconocimiento internacional. A riesgo de caer antipáticos, debemos confesar
que nos habría parecido injusta la nominación de El lado oscuro del corazón
porque sus méritos nos parecen inferiores a los del film de Aristarain. El cine
argentino merece apoyo, créditos e inversiones. Pero también merece mejores
películas, críticas menos complacientes y procedimientos que apunten a la
transparencia. Y, sobre todo, que la mezcla de exitismo, chauvinismo y
sensacionalismo con que la prensa se ocupa de él deje paso de una vez por
todas a la apreciación estética. No nos interesa discutir cuántos técnicos o
cuánto capital uruguayo tiene Un lugar en el mundo ni las razones que la
llevaron a perder una votación insólitamente corporativa. Sí, en cambio,
afirmar que merecería habernos representado con cualquier bandera y que su
triunfo nos habría enorgullecido.
Jorge Polaco no es uno de los directores favoritos de los que hacemos El
Amante. Sin embargo, el análisis de su obra que Luigi Volta propone en este
número responde a la necesidad de balance y pluralismo de nuestra
publicación y a la igualmente necesaria profundización estética que
apuntábamos en el párrafo anterior.
Cuando salía de ver El último de los mohicanos, escuché al pasar cómo un
espectador decía: “es entretenida y nada más”. La película me había parecido
aburrida y mucho más que eso, abominable. Mientras mentalmente trataba de
refutar esos conceptos y controlar la irritación, descubrí que lo más molesto
de esa frase era la frase misma. Se parecía a otras: “un correcto
entretenimiento”, “un pasatiempo sin pretensiones”, “un producto comercial
sólidamente elaborado”. Enunciados que los jueves y viernes fatigan las
columnas críticas de diarios. En estos clichés aparentemente ingenuos
subyace una concepción del cine. En primer lugar, establecen la existencia de
dos categorías de películas: una importante y seria y otra de la que el cronista
preferiría no hablar, pero que parece obligado a comentar por la ingratitud de
su oficio. El
resultado suele ser una doble mistificación. La hipertrofia de películas
pretenciosas por sus temas, su técnica o el nombre de sus directores, por un
lado, y la miope igualación de todo lo demás, por el otro. Con el agravante
que se inventa una figura que desnaturaliza la crítica: la reseña
condescendiente. En esos textos se le perdona la vida a las películas y
simultáneamente se las desvaloriza adjudicándoles méritos de consumo. Un
concepto ajeno al arte (¿alguien dijo alguna vez de un cuadro o de un
concierto que son buenos solo para pasar el rato?) y que coloca a la crítica de
cine en el mismo rubro que la apreciación de objetos industriales o
decorativos, como si alguien leyera el diario para que le digan que cierto
modelo de televisor está bien terminado o tiene los transistores en su lugar.
Justificar estas afirmaciones argumentando que la mayoría de los films no
son “arte” es un disparate. El cine es siempre más interesante que esta
reducción arbitraria y cada película lo es. Aun la más fallida y la más
deshonesta (como el peor cuadro o el peor concierto). Por supuesto, hay films
más ambiciosos o más profundos que otros, también más aburridos que otros.
Y nadie puede privar a los espectadores de su derecho a ir al cine como mera
distracción. Pero la crítica no puede ser cómplice de la subestimación del
objeto que es su profesión y debería ser su pasión. Porque cualquier película
es capaz de plantear problemas éticos y estéticos de insospechada
complejidad. Y cualquier película muestra, con la particular combinación de
imagen y sonido que solo el cine ha logrado, cortes de la realidad y el
pensamiento, mundos sensoriales e imaginarios de los que el texto crítico
debería dar cuenta. Cualquier película remite, por último, a la historia del
cine y a la pregunta por la naturaleza del cine. Nadie está exento, a la hora de
escribir, del error, la distracción o la torpeza. Pero equivocarse es muy
distinto de buscar refugio en un sistema estructurado para no tener que
pensar. Las frases hechas que se enumeran más arriba no son más que uno de
los síntomas de ese sistema. Ojalá que El Amante pueda contribuir a la
desaparición de esas frases –que nosotros mismos hemos usado más de una
vez– de la jerga periodística.
En las antípodas de ese espíritu perezoso y anónimo, Guillermo Saccamanno
entró hace pocos días en la redacción enarbolando unos papeles y gritando
que acababa de ver Nada es para siempre –la última película dirigida por
Robert Redford– y que le había cambiado la vida. Aunque Saccomanno es
escritor y no crítico de cine y aunque muchas veces se lo recordamos
irónicamente, esos papeles se convirtieron en la crítica que publicamos de esa
película. Ese texto ilustra sobre las ideas y las pasiones que el cine puede
despertar y sobre el valor y la importancia que la subjetividad puede tener
cuando se escribe sobre él.
Una nueva sección llamada “Crónicas catódicas”, a cargo de Jorge La Ferla,
se ocupará del video independiente y de la imagen electrónica en general. La
Ferla es de los que creen que el cine será en un futuro cercano sustituido por
alguna variante del video y la televisión. Su alter ego, Richard Key Valdez,
suele afirmar que llegará el momento en que nadie tenga casa ni trabajo, pero
sí el acceso a un control remoto. Tanto la crítica de video como la de los
fenómenos comunicacionales asociados a la televisión y la relación del cine
con todas estas cosas merecen un lugar en la revista y también la atenta y
desconfiada mirada de nuestra cinefilia. La actividad de los videastas tiene
también a esta altura un volumen considerable y un futuro imprevisible.
También, a partir de este número, habrá una página destinada al análisis de
las películas argentinas del período “clásico” o, si se quiere, al de la época de
los estudios. Una tercera novedad es el comentario de películas en televisión
abierta y cable. Esta sección extiende el campo de nuestra habitual cobertura
del cine en video y nos recuerda que los hábitos de consumo de celuloide se
modifican cada día. Más allá de la nostalgia por las salas que se cerraron y la
pantalla grande, este fenómeno hace explotar la idea de actualidad
cinematográfica. Una película emitida por televisión abierta tiene muchas
más espectadores que la suma de los que concurren a ver los estrenos. Al
mismo tiempo, las ediciones en video y los programas de cable colocan la
historia del cine en el presente, la arrebatan del polvo de las cinematecas y la
hacen democráticamente accesible a una nueva visión que suele desmentir a
los libros y a los recuerdos. Debido a que los canales de aire anticipan su
programación apenas en una semana y que las emisoras de cable suministran
información del 1 al 31 mientras que El Amante aparece a mediados de mes,
por ahora solo podemos cubrir la segunda quincena del cine por cable.
Última novedad: un texto de Roberto Pagés inaugura la sección “Cuentos de
la cinefilia”, que incorpora la ficción a nuestras páginas.
Otra nota de desencanto. En el número anterior, en ocasión del dossier sobre
Cine Negro, Eduardo Russo leyó previamente –a instancias nuestras– la nota
de Daniel Grilli y Horacio Campedónico para polemizar sin repetir
innecesariamente. Los autores de dicha nota solicitaron el derecho de
contestar el artículo de Russo. El Amante les ofreció una página, accediendo
así al pedido de publicación de un texto que, más allá de las diferencias de
opinión que siempre hemos bienvenido, introduce una carga de irritación que
nos hace preguntarnos por los requisitos para que una polémica tenga,
simultáneamente, sentido e interés.
Entre las muchas cartas recibidas con motivo de nuestra encuesta, nos ha
sorprendido que varios lectores afirmen que les inquieta la fecha de aparición
de El Amante. Hace ya cuatro números que la revista aparece puntualmente
entre el 10 y el 15 de cada mes y continuaremos haciéndolo. Nuestra cuota de
irresponsabilidad se limita cada vez más a los textos, mientras que los
aspectos formales tienden a consolidarse.
Publicado en El Amante N°13 – marzo 1993
52. Cómo filmar mal: un método

El último de los mohicanos (The Last of the Mohicans), Michael Mann,


1992.
1. Tome una mala novela. Por ejemplo, El último de los mohicanos de
Fenimore Cooper.
2. Revise la aburrida adaptación de 1936 de George B. Seitz.
3. Usted está por hacer una película de aventuras. Olvide que los rasgos
esenciales del género son el humor y la fantasía. Olvídese, por lo tanto, de
Dumas o de Salgari, si es que alguna vez oyó hablar de ellos y, de paso,
también de Raoul Walsh o Jacques Tourneur si es que ídem. Aténgase a
Fenimore Cooper.
4. A partir del paso anterior, olvídese de Erroll Flynn o aun de Randolph
Scott, el protagonista de la versión anterior, que era incapaz de moverse (en
algunos barrios solían llamarlo “la momia”) pero sabía sonreír. Elija, por lo
tanto, a Daniel Day–Lewis, recordando el alegre personaje de Mi pie
izquierdo. Como sospecha que quedó un poco entumecido después de esa
película, téngalo tres meses entrenando para interiorizarse del papel.
Oblíguelo a pruebas de supervivencia en la selva y a largas caminatas
cargando un tronco de árbol. El actor sufrirá como un chino con estas torturas
pero se consolará pensando: “menos mal que no trabajé con este tipo cuando
tuve que hacer de homosexual en Ropa limpia, negocios sucios”.
5. En cuanto a la fantasía, sustitúyala por la erudición. Mientras Day–Lewis
se prepara en los bosques, gaste buena parte de su tiempo en consultar
toneladas de libros de historia para saber exactamente (?) cómo eran los
Estados Unidos en el siglo XVIII. Es decir, olvide la historia del cine que
construyó un territorio mitológico (el western) a partir de pocos detalles
verdaderos y muchos falsos. Actúe como si su trabajo no fuera hacer una
película sino una disertación doctoral en la Universidad de Harvard.
6. Cuando comenzó el cine sonoro, los productores de Hollywood se
desesperaron. Suponían que los actores de cine debían tomar clases de
pronunciación para poder actuar. Contrataron, por lo tanto, a cientos de
directores y actores ingleses de teatro y a otros tantos profesores de
pronunciación. A los actores que quedaron del período mudo, los obligaban a
hacer gárgaras. Esta payasada se terminó cuando alguien dijo “¿Qué pasa si
la gente habla normalmente?” y todo funcionó perfectamente. Usted, tal vez
por haberse formado en Inglaterra, descree de esa anécdota y piensa que para
interpretar a gente tan importante (porque murió hace muchos años) es
prescindible que los actores pronuncien cada palabra con verdadero énfasis y
con la expresión facial más rígida posible. Vuelva sesenta años atrás y
contrate a muchos instructores de diálogo, una profesión de moda
actualmente. No se olvide de tener a mano a algún kinesiólogo, para
desentumecer las mandíbulas de los actores después de cada escena. Podrá
obtener así unos bonitos primeros planos de caras sofocadas por la tarea de
hablar de esta manera. Para no arruinar el truco, corte la escena en la que uno
de los extras le dice al que hace de coronel inglés: “no sé para qué gritás si
me tenés al lado”.
7. Usted vio Danza con lobos. Allí los indios sioux hablaban entre ellos en
sioux. Aquí tiene cuatro idiomas: inglés, francés, hurón y mohawk. Gran
oportunidad para lucirse y llenar la pantalla de subtítulos. Pero además, puede
aprovechar a sus instructores de diálogo para que les enseñen a los actores a
hablar inglés con acento francés, hurón con acento inglés, francés con acento
mohawk, etc. (Tiene 12 combinaciones posibles. Úselas todas) A partir de
ahora, nadie va a recordar al profesor Cousteau.
8. Usted sabe del éxito que tuvo Danza con lobos, acompañado con una
reivindicación indigenista. Incluya algunas parrafadas solemnes para
reivindicar a los indios. Eso sí: de la versión del 36 elimine el romance entra
el indio y la blanca, que tímidamente sugería la posible mezcla de razas. Los
indios son fenómenos, pero a la minas que no las toquen. De paso, cambie el
personaje de la hermana, que en la versión vieja era una hermosa y valiente
chica rubia, para sustituirla por una histérica sacada de una película de
Woody Allen. Hágala tirarse al precipicio, no porque el indio malo la quiere
desposar en vez del indio bueno al que ama, sino por una simple insinuación
del jefe guerrero.
9. Ahora viene la parte difícil: las escenas de batalla. Utilice la siguiente
receta: filme gente corriendo para todos lados, incluyendo al camarógrafo.
Intercale primeros planos de fusiles que disparan seguidos con otros primeros
planos en los que se muestra cómo impacta la bala del plano anterior. Repita.
10. Repitió diez mil veces de más. El asunto le quedó algo monótono. No
importa. Introduzca escenas de crueldad arbitrarias e inútilmente violentas
para matizar.
11. Con tanto gasto en pólvora, profesores de idioma y consultas por fax al
Instituto Smithsoniano, usted se está quedando sin presupuesto. Para la
escena de las canoas deslizándose por los rápidos, use transparencias berretas
en las que se nota el trucado. Si alguien le dice algo, replique que hizo la
película simplemente para apoyar a los ecologistas y que esos detalles no
cuentan.
12. Se quedó sin presupuesto. Cuente todo el final con una música fuerte y
sin sonido de ambiente –tipo publicidad de tono operístico–y cierre el destino
de cada protagonista, aun el de los más repugnantes, mostrándolos heroicos
frente a la muerte. Quedará bien con todos –americanos, ingleses, franceses,
indios varios– y de paso terminará de reemplazar la estética de la aventura
(que es una anticuada y alegre celebración de la vida) por una moderna
exhibición de la muerte como banalidad.
13. Ahora, escuche bien. “Su prosa palabrera, abarrotada de vocablos de
origen latino reúne todos los defectos y ninguna de las virtudes del estilo de
la época. Hay un contraste incómodo entre la violencia de los hechos
narrados y la lentitud de su pluma” (Jorge Luis Borges sobre Fenimore
Cooper en Introducción a la literatura norteamericana).
14. Usted lo ha logrado. Se llama Michael Mann, dirigió la versión 1992 de
El último de los mohicanos y ha conseguido la perfecta transformación de un
bodrio literario en un bodrio cinematográfico. La taquilla le ha sonreído. El
futuro es suyo.
Publicado en El Amante N°13 – marzo 1993
53. Héroes

Un milagro para Lorenzo (Lorenzo´s Oil), George Miller, 1992.


¿Qué es un héroe? ¿Un chico de seis años que lucha desesperadamente por la
vida frente a una enfermedad incurable? ¿Su madre, que sigue
comunicándose con él a pesar de que todos creen que su hijo se ha convertido
en un vegetal? ¿Su padre, que decide que el matrimonio debe aprender
medicina y bioquímica para encontrar una cura que detenga los efectos del
mal? Los tres lo son, pero también lo es a su manera un director de cine que
puede contar esta historia con toda la carga de horror que produce el
sufrimiento del pibe y, al mismo tiempo, describir la batalla familiar contra
una enfermedad hereditaria y degenerativa como un acto subversivo y un
grito de libertad.
La trilogía de Mad Max creaba un mundo mitológico y apocalíptico en el
que el protagonista era el último hombre íntegro. Las brujas de Eastwick
reclamaban una vida plena en contraste con su entorno, aunque tuvieran que
entregarse al diablo. En el fondo, se trataba de lo mismo: de individuos que
no aceptaban las leyes de su entorno, que no se resignaban a ser parte del
rebaño. El heroísmo no era para ellos sino el deseo de seguir siendo humanos
cuando sus congéneres habían olvidado de qué se trataba.
En Un milagro para Lorenzo ese deseo se escapa de lo fantástico para
ubicarse en un contexto de máxima banalidad. Υ allí es donde la dimensión
heroica alcanza su verdadera potencia. Porque en una civilización en la que
todos los caminos están trazados, en la que familiares comprensivos, médicos
altruistas y fundaciones solidarias disimulan la cara de la muerte, el héroe no
solo debe luchar contra el Minotauro, sino que primero debe aceptar que el
Minotauro existe detrás de esas apariencias. Más difícil que atreverse a entrar
en el laberinto, es darse cuenta de que se está adentro y que no hay otra salida
que combatir. Conservar la esperanza implica rechazar el consuelo barato, la
ayuda a medias, la simpatía de ocasión. Es no aceptar como compañeros a los
que no están a la atura de la empresa. Es estar solo y ser un rebelde. Como en
la llanura desolada de Mad Max, como en el universo mágico de Eastwick,
pero con la carga adicional de que ahora hay mucho más que perder: el
trabajo, la familia, la razón, el respeto de los ciudadanos sumisos. A cambio,
apenas, de prolongar la vida de un hijo. Es esa banalidad del problema lo que
introduce la emoción que les faltaba a las cuatro películas anteriores de
George Miller. Pero es
esa convicción épica que evidencia su filmografía pasada lo que le permite
contar este cuento –ideal para un telefilm siniestro– con una seguridad
inquebrantable, con una fuerza dramática sostenida y con una claridad
conceptual asombrosa.
Justamente por eso, Un milagro para Lorenzo está destinada a la
incomprensión y al rechazo. Porque esa seguridad sobre el sentido de lo que
está haciendo le permite al director mostrar los gritos desgarradores del chico,
su imagen desolada, los efectos terribles de la enfermedad sobre su cuerpo y
sobre la vida de los que lo rodean. Por eso también puede creer –más allá del
carácter verídico de la historia– en que lo más lógico que puede hacer un
padre cuando le dicen que su hijo tiene dos años de vida y que su muerte será
horrible es adelantarse a una ciencia regimentada e indolente para descubrir
la cura por sí mismo. Por eso puede presentar los dilemas éticos como un
problema de los otros, como un acto de cobardía, como un sometimiento a los
intereses creados. La ética no tiene dilemas. “No le pido su comprensión ni su
aplauso. Apenas un poco de coraje”, le dice Susan Sarandon a Ustinov, que
encarna a la eminencia bondadosa que no deja de plantearle cuestiones
abstractas sobre la ciencia y la humanidad. “Su sumisión me da asco” le dice
Nick Nolte al tipo que preside la fundación de padres afectados por el mal.
Pocas películas han mostrado que la inteligencia y el afecto son las dos caras
inseparables de la pasión. Es que la película en sí está hecha con vehemencia
y construida con esas herramientas. La sensibilidad no es excusa para omitir
la reflexión. El brillo técnico no disimula los sentimientos. La dirección tiene
una solidez abrumadora que no se distrae, no se repite y no se siente
intimidada, que está en perfecta sintonía con la determinación y la
consistencia de los protagonistas.
Publicado en El Amante N°13 – marzo 1993
54. El gordo, mi mujer y yo

Christine Bailey: –Vos debés ser de los tipos que todas las mañanas hacen
flexiones para fortalecer el abdomen.
Mike Hammer: –¿Y eso qué tiene de malo?
Christine: –Que los hombres de abdomen flojo son más amistosos.
Cloris Leachmann y Ralph Meeker en Bésame mortalmente, de Robert
Aldrich.
Hace poco leí que el crítico Vincent Canby, del New YorkTimes, había
escrito que la actuación de James Caan en Una novia de dos novios era la
mejor de su carrera, muy superior al Sonny de El padrino. La película me
había parecido siniestra, fundamentalmente por la actuación de Caan. Por lo
tanto mi primera reacción fue gritar que el tipo no entendía nada. Unos días
más tarde, me sorprendí pensando que el equivocado podía ser yo. Después
de todo, ¿qué entendía yo de actores?, o mejor, ¿qué me importaban a mí los
actores? Apenas Cagney o Mitchum o algún otro monstruo del pasado me
despiertan admiración y, de los actuales, me interesan los personajes de
Eastwood, disfruto de ver a Costner, a Geena Davis o a Harvey Keitel, pero
ningún actor ni actriz me hace nunca ir a ver una película. La mejor actuación
de De Niro o de Irons me deja absolutamente indiferente, supuestas nuevas
maravillas como Judy Davis o Liam Neeson me parecen engendros y, en
general, cuando me preguntan cómo estuvo fulano en tal película, paso
momentos horribles tratando de imaginarme una respuesta. Cada vez que
alguien recuerda que
Hitchcock decía que los actores eran ganado, siento una perversa satisfacción.
Mi interés por Gérard Depardieu no se despertó porque mi sensibilidad
pudiera captar nada en su trabajo. Pensaba que era ese actor francés que
trabajaba seguido (muchos actores franceses trabajan seguido) y que por
motivos inexplicables, era bastante famoso. Las razones fueron otras. En
primer lugar, el amor que le profesa mi mujer. Este amor no es una mera
atracción o un affaire pasajero, sino una pasión abrasadora que la hace
delirar. Solo cuando lo vio hacer de travesti con su slip de leopardo en
Vestido de fiesta, se calmó por una semana, pero poco después volvió a la
carga. Y yo, celoso al principio, furioso en ocasiones, hace años que me veo
arrastrado al cine para ver toda clase de bodrios y películas qualité que jamás
vería de otra manera. Aunque trabajó con Truffaut y con Ferreri, recuerdo
con especial furia Mi tío de América, El regreso de Martin Guerre, Cyrano
de Bergerac, Te espero en mis brazos y siguen los éxitos.
Resignado a ser el segundo en el corazón de mi esposa, y aspirando a
conservar aunque sea ese modesto lugar que años de seguir a River Plate en
la infancia me habían enseñado, la acompañé, suprimiendo las airadas
protestas de los primeros tiempos. La segunda razón fue darme cuenta de que
el tipo, progresiva y notoriamente se había puesto MUY GORDO. Y que el
amor de las mujeres que lo siguen –mi cónyuge incluida– no había
disminuido un ápice. Es más: tenía cada vez más admiradoras nuevas en
todos los países. Se había transformado en el único gordo sex–symbol de la
historia del cine. En una época en la que la ausencia de grasa y los músculos
trabajados son una fiebre internacional, la popularidad del gordo Depardieu
me sugiere que las claves de la atracción sexual no han sido definitivamente
codificadas por la publicidad y que, probablemente, esto no ocurra nunca. La
tercera razón tiene que ver con una escena de Matrimonio por conveniencia.
Es aquella donde el gordo debe demostrar que sabe tocar el piano: el tipo se
sienta, mira con aire “de artista” y le empieza a pegar a las teclas de cualquier
manera. Cuando todos lo miran raro se detiene, dice que es un artista de
vanguardia y se manda con una canción elemental y ridícula con la que
seduce a la vieja dueña de casa. Sospeché inmediatamente que tal disparate
no podía estar originalmente en el guion y que era una idea de Depardieu que
la escena se deslizara hacia el grotesco. Un año más tarde, en Todas las
mañanas del mundo y Mi papá es un héroe (que fui a ver ya saben por qué)
comprobé que, por razones que solo él sabe, le gusta hacer de músico, ya sea
por exigencias del papel como en el primer caso o, en el segundo,
simplemente porque se le da la gana de aparecer haciendo que toca a Chopin
o cantando una canción cuando pasan los títulos del final. Mis viejos rencores
personales se fueron transformando en simpatía y ahora lo veo de otra
manera. Porque creo que uno de los principales problemas del cine de hoy es
que la vieja y siniestra idea de la verosimilitud en el cine pasa por los actores,
por su exceso de trabajo y de investigación para compenetrarse con los
papeles, su apego al famoso “método”, su exasperante cuidado por el ajuste
de sus personajes. Y Depardieu, con sus disparates y su presencia que parece
siempre un poco fuera de lugar, destruye esas convenciones mediocres.
Depardieu no es un típico actor de cine: está demasiado enamorado de las
palabras y de la entonación. Pero tampoco es el lamentable actor de teatro
que recita. Es una anomalía, un tipo con demasiada presencia física, con
demasiada movilidad corporal como para agotarse en las palabras. Y, sobre
todo, un actor al
que se le nota que disfruta estando ahí, con un placer primario que desborda
cualquier estado de ánimo de sus personajes y la calidad de los films. Y el
cine capta esa felicidad directamente, haciéndola mucho más verdadera que
las trabajosas situaciones dramáticas que fabrican los guiones. Pero hay más:
la presencia personal de Depardieu no es del tipo de la de Nicholson, que
siempre es él mismo jugando a que actúa. Es mucho más sutil, porque no se
apoya en el intento de exponer su personalidad global, sino en la transmisión
de deseos parciales, de matices que exceden a la película pero tienen la
suficiente ambigüedad como para dejarla seguir fluyendo. Con todo esto, no
quiero decir que a partir de ahora me zambulla en el cine cuando trabaja el
gordo (no es para tanto), pero sí que gracias a la infidelidad de mi mujer,
descubrí un actor que rompió los moldes y que mejora la calidad de vida del
cine y de sus espectadores. Y si mi mujer lo ama, se lo merece. Después de
todo, se casó conmigo y yo no soy, precisamente, Robert Redford.
Publicado en El Amante N°13 – marzo 1993
55. El cine en pantuflas

El campo de los sueños (Field of Dreams), Phil Alden Robinson, 1989.


Es muy difícil evitar conmoverse con esta obra cumbre de lo lacrimógeno si
el espectador incluyo alguna vez el deporte en el mundo de sus sueños.
Jardines de piedra (Gardens of Stone), Francis Ford Coppola, 1987.
Obra maestra habitualmente poco valorada de Coppola, en la que la guerra se
identifica con el filicidio y la obsesión de su autor por defender la tarea
solitaria de un hombre frente a un sistema insensible alcanza sus acentos más
patéticos.
Publicado en El Amante N°13 – marzo 1993

56. Las vidas de Fräulein Leni

Leni Riefenstahl nació en 1902 y todavía vive. En 1987 terminó su libro de


memorias después de haberse encerrado durante cinco años para escribirlo.
No es la única actividad que desarrolló concentrada y compulsivamente.
Antes había sido bailarina, actriz, alpinista, cineasta, presa, expedicionaria,
fotógrafa y buceadora. A lo largo de seiscientas páginas estas ocupaciones
desfilan en un relato sencillo, ordenado, minucioso que muy rara vez se
detiene a analizar o a sacar conclusiones.
El interés por una biografía tan curiosa está centrado, en principio, en el
periodo de siete años (1932–1939) que dedicó plenamente a dirigir y en el
que filmó apenas tres largometrajes: La luz azul y los documentales El triunfo
de la voluntad y Olympia que la alojaron en la historia del cine. Fue en esos
años en los que Riefenstahl cultivó una amistad que resultaría decisiva para
su futuro: la de Adolfo Hitler, que fue su declarado admirador y protector. El
libro testimonia que la admiración fue recíproca y la autora no se preocupa en
ocultarlo. Con ese argumento, agregado al de que era ignorante de las
atrocidades del régimen, enfrentó después de 1945 a los tribunales de
desnazificación, que la absolvieron, y a la opinión pública, que la condenó
para siempre. Así atravesó tres años de cautiverio que incluyeron la
internación forzada en un manicomio y una indefinida proscripción que la
alejó de todo apoyo económico y que le impidió volver a filmar salvo para
concluir con grandes esfuerzos Tierras bajas (1958), rodada durante la guerra.
Las Memorias testimonian que era una mujer de extracción burguesa, de
cultura mediana, de enorme tenacidad y de variados talentos. En particular,
fue capaz de aprender a bailar ya terminada su adolescencia, a escalar
montañas a los treinta años, a bucear después de los setenta, a escribir a los
ochenta y sobre todo a dirigir sin más experiencia que la de observar al
director de sus películas como actriz y habiendo visto muy poco cine. En una
de las pocas ocasiones en las que habla de sus gustos mezcla a Cocteau con
Zinnemann, a Buñuel con Clément, a Fellini con Cayatte. En cuanto a sus
reflexiones sobre la realización, apenas menciona algunas ideas, como la
necesidad de priorizar la imagen sobre la palabra y la de un montaje basado
en la musicalidad y el ritmo. ¿Cómo logró entonces un trabajo tan admirable
como Olympia? Parece ser que exactamente así: trabajando. Ella sola editó el
film eligiendo sobre 400.000 metros de película. Y lo hizo con su exclusivo
criterio, reconstruyendo en una sala de montaje el arte del cine, en uno de los
ejemplos de autodidactismo que más impresionan por su resultado.
Cuando se habla de Riefenstahl se suele decir, con cierta hipocresía y con
evidente afán por lavarse las manos, que fue una gran cineasta a pesar de que
su cine es ideológicamente aberrante. Es cierto que Olympia fue utilizada
brevemente como propaganda del Tercer Reich y que El triunfo de la
voluntad tiene como tema un congreso del partido nacionalsocialista. Pero,
¿qué hay de nazi en Olympia? Nada que no se haya reproducido en la
transmisión de los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992: alusiones
mitológicas, cuerpos sudorosos (de varias razas), banderas flameando (de
varios países), multitudes eufóricas, tomas a los jefes de Estado presentes.
Riefenstahl nunca creyó que esto tuviera algo que ver con el nazismo. Por
eso, cuando después de presentar su libro de fotografías sobre la tribu de los
nuba en el Sudán, se encontró con un ensayo de Susan Sontag llamado
“Fascismo fascinante’”, en el que la autora afirma que esas fotos encarnaban
los ideales de fuerza y belleza que ratificaban su ideología nazi, se quedó
perpleja. Se había pasado cuarenta años tratando de demostrar que no había
sido amante de Hitler, que nada
sabía de Ios campos de concentración, que no era racista, que no había
colaborado activamente con el régimen y ahora resultaba que sus trabajos
más inocuos la delataban. Pero a esa altura, después de más de quinientas
páginas, el lector no puede esperar otra cosa. Sabe que el pensamiento de
Riefenstahl se maneja en un nivel de empirismo al que ese tipo de
afirmaciones no pueden sino sorprender. Porque la mujer que uno va
conociendo a través de la lectura no es un personaje lúcido. Más bien aparece
como una adolescente eterna que tuvo dos vidas: hasta la guerra fue una chica
mimada por el éxito artístico y social; después, un personaje entristecido y
sombrío pero dedicado con ahínco a buscar nuevas metas y nuevas
emociones con la misma obsesión de sus tiempos felices. Lo que la biografía
trata de ocultar no pertenece, en todo caso, al terreno de lo ideológico. Uno
adivina que está siempre al nivel de los hechos. Como, por ejemplo, una
curiosa omisión de la segunda parte del libro: la de sus relaciones amorosas,
que hasta la finalización de la guerra se describen profusamente, desde la
pérdida de su virginidad hasta su matrimonio, pasando por sus amoríos
pasajeros. Este silencio sugiere, más que un pudor por relatar su vida
sentimental en la edad madura, una relación clandestina o, acaso, un cambio
de orientación sexual. Pero, con respecto a la pregunta sobre si Leni
Riefenstahl era nazi, la conclusión del libro (con la provisoriedad de un juicio
basado en una única fuente) es que ella no se consideraba así. A través de esa
ingenuidad es que el libro puede depararnos una perturbadora sorpresa final:
la confesión de que no puede evitar seguir admirando a la persona de Hitler.
Ante la publicación del Diario de Spandau de su amigo Albert Speer, que es
la autocrítica después de veinte años de cárcel del único jerarca nazi que se
confesó culpable en Nuremberg, Riefenstahl le escribe que comprende su
posición pero que Speer no ha contestado la única pregunta importante:
“¿Qué había en Hitler para que no solo el pueblo alemán, sino también otros
extranjeros quedaran impresionados, incluso embrujados por él?”. Y agrega:
“Tampoco puedo yo olvidar o perdonar las cosas horribles que se hicieron en
nombre de Hitler. Pero tampoco quiero olvidar cuán enorme era el efecto que
se desprendía de él; me resultaría demasiado fácil”. Y es aquí donde el lector,
que ha venido leyendo con mirada de juez o inquisidor, siente que su
posición de comodidad puede tambalearse si se plantea una simple pregunta:
“¿Qué hubiera hecho yo si las circunstancias me hubieran llevado a ser
apreciado por un tirano?”. U otras, de más fácil respuesta: “¿Yo, que me
considero un ciudadano libre, nunca he admirado ni admiraré a un tirano
sanguinario, nunca lo he imaginado como un hombre bondadoso y
desinteresado, que es la imagen que la autora recuerda de Hitler?”. Hablar de
Leni Riefenstahl sin hipocresías no es un asunto del todo sencillo.
Publicado en El Amante N°13 – marzo 1993
57. Otras yerbas

El gran Babe (The Babe), Arthur Hiller, 1992.


En Vecinos, un corto de Buster Keaton de 1920, un policía se lo lleva preso.
Pasan por un estadio y Buster se detiene para espiar entre dos tablas. Le dice
al cana: “Babe Ruth está al bate”. Su custodio lo arrastra del brazo, pero, en
ese momento, Ruth batea un homerun y la pelota sale del estadio y le pega en
la cabeza al vigilante. En lugar de escapar, Keaton se queda a aplaudir y se lo
llevan de nuevo. Ese mismo año, Ruth fue transferido de los Medias Rojas de
Boston a los Yankees de Nueva York por 125.000 dólares y batió
nuevamente el record de homeruns para una temporada. El ser uno de los
pocos nombres propios que aparecen en la filmografía de Keaton es un buen
testimonio actual para medir su popularidad de entonces.
Aunque este asunto del homerun es esencial en el béisbol, el juego es mucho
más que eso. La película no lo entiende así, y el Babe –que era un bateador
de homeruns, pero también un jugador completo– se la pasa mandando la
pelota a las nubes. Es como si la historia deportiva de Pelé se contara
exclusivamente por su habilidad para patear penales. El béisbol de El gran
Babe es una empanada sin relleno. Lo mismo le pasa a la película: parece
cierto que el gordo Ruth pasaba buena parte de su vida dedicado a comer,
tomar y coger, pero ¿y dónde está el relleno? Hiller, aferrado a un esquema
de hierro, incapaz de imaginar, apurado por filmar todas las páginas de un
mal guion, no logra captar un solo instante de verdad. Es una lástima, porque
lo tenía a John Goodman. Dos sugerencias para la próxima biografía del gran
Ruth, basadas en artículos de este número: a) contratar a Leni Riefenstahl
para que explique cómo meterse adentro del deporte, b) en caso de escasez de
gordos, ofrecerle el papel a Depardieu.
Publicado en El Amante N°13 – marzo 1993
58. Replay en Catamarca

El caso María Soledad, Héctor Olivera, 1993.


El psicodrama es una experiencia en la que los pacientes dramatizan las
situaciones de la vida real con fines terapéuticos. El docudrama,
denominación que se le ha aplicado a la última película de Héctor Olivera,
sería análogamente la dramatización de sucesos reales con fines informativos
o didácticos. Como nadie en su sano juicio piensa que el psicodrama sea
parte del arte teatral, podríamos usar esta analogía como excusa para no
ocuparnos de El caso María Soledad. Quienes han escrito sobre el film
pasaron muy rápidamente por sobre sus cualidades formales –insinuando por
omisión que son muy pocas– para elogiarlo por su mensaje o, más
precisamente, por el valor que tiene el film como recordatorio, como
actualización de un caso más en el que los poderosos de la Argentina
intentaron sepultar a sus víctimas en el olvido. La película, dicen las crónicas
y los “comunicadores sociales”, es importante porque es seria, digna,
valiente, necesaria. En ese contexto de irrefutabilidad, decir que es frívola,
oportunista y cobarde, suena como un acto de
herejía contra la memoria de la chica asesinada y acaso contra el pueblo de
Catamarca. Pero esa es exactamente mi opinión y no intentaré refugiarme en
la excusa antes mencionada.
La película es una repetición de los sucesos que ocuparon las páginas de los
diarios y las pantallas de televisión durante varios meses. Quien haya seguido
el caso no encontrará en el film nada que no recuerde, nada que no haya sido
noticia. Las escenas que ocurren en público podrían pasar por una
recopilación de noticieros, en la que los personajes originales han sido
sustituidos por actores. Solo faltan, justamente, los periodistas de esos
noticieros. En un golpe de ingenio, su lugar de narradores está ocupado por
Mava, la compañera de María Soledad, que se encarga de hablarle a la
cámara como si fuera una locutora. Y lo hace con la misma pasividad con la
que la información se procesa en televisión. El cine se despoja así de su única
arma frente a la desinformación televisiva: el punto de vista. No hay ninguna
hipótesis, ninguna teoría, ninguna conclusión que avance sobre lo que la
televisión ya dijo. Se trata de un noticiero más, que encima llega tarde. Si
esos cronistas televisivos tuvieron el mérito de poner el caso en la
consideración nacional e impulsar un movimiento que terminó (por ahora)
con la dinastía de los Saadi en la provincia, la repetición mecánica de cada
suceso resulta ociosa y vacía. Porque un cineasta goza de una libertad de la
que carecen quienes hacen televisión en directo. Puede opinar, discutir,
refutar y hasta condenar. Olivera no hizo nada de eso. En cambio, se refugió
en la obscenidad mediática que mezcla brutalmente el dolor de las víctimas y
el cinismo de los verdugos: todos tienen micrófono para decir lo suyo. Lo que
simula ser una denuncia por el tono de indignación con el que se lo expresa,
se transforma, al carecer de blancos concretos y de razonamientos
inteligentes, en una coartada para el silencio. Más aun si, como en este caso,
los hechos se acomodan de tal manera que no dejan mal a nadie. Las cosas no
se llaman por su nombre, ni la gente por sus nombres: el subcomisario Patti
es presentado como “el subcomisario” sin apellido, un hombre “violento pero
efectivo” y no como alguien que ha sido acusado varias veces de torturador.
Su intervención es oscura, su retiro obedece a que “no se quiere ensuciar las
manos”. El personaje es tan tramposo que tanto los que lo identifican como
un resabio de la dictadura, como los que le atribuyen ser un campeón del
orden, pueden quedar satisfechos con la caracterización. El presidente
Menem aparece solo para hacer justicia leyendo el decreto de intervención a
la provincia. Una vez más, se puede, de acuerdo con los prejuicios previos
del espectador, reconocer la actitud de un culpable o la de alguien que
cumplió con su deber. La insinuación de que la monja Pelloni es una
subversiva por parte del ministro del Interior recuerda que Manzano no está
más en el cargo sin que se sepa cuál fue su actuación en el caso. La intención
del obispo de alejar a la Iglesia del conflicto puede ser un acto de
complicidad o un sabio ejercicio de prudencia. La culpabilidad de los
distintos acusados se maneja con la reserva con la que los jueces ocultan sus
expedientes. Aunque los Saadi se llevan la peor parte, sus viejos acomodados
en la Gobernación son apenas “gente que se quedó sin trabajo”. Nadie
arriesga una explicación del motivo por el que el caso sigue sin resolverse.
Los asesinos son unos oscuros personajes de aspecto torvo que parecen
escapados de otra película. Todo parece arreglarse con la exaltación de
quienes promovieron y participaron en las marchas de silencio y en el clamor
popular por que se haga justicia. Tanta vaguedad, tanta complacencia atentan
justamente contra el espíritu de esas marchas y contra su voluntad de
esclarecimiento. El mal cine político es mal cine y mala política.
Invitada al estreno del film en Buenos Aires, la Mava real declaró que
agradecía a Dios que María Soledad estuviese muerta porque gracias a su
asesinato los Saadi no gobernaban más en Catamarca y así se evitaban nuevas
víctimas. Palabras tan desafortunadas son el corolario apropiado para una
película gratuita.
Publicado en El Amante N°14 – abril 1993
59. El juego de las risas

Héroe accidental (Hero), Stephen Frears, 1992.


Como han podido comprobar los lectores, en El Amante son frecuentes las
polémicas. Más que la certidumbre o el dogma, hemos preferido la idea de
que el cine es una materia viva y por lo tanto un territorio en exploración. En
este número abundan las opiniones contradictorias sobre la misma película.
Esta nota insiste en el tema pero con una variante: las contradicciones
pertenecen a la misma persona: yo. Vi dos veces Héroe accidental. La
primera vez me pareció un bodrio. La segunda, una gran película. Ahora que
estoy convencido de que esta última es la apreciación valedera, intentaré
explicar la anterior. No me gustó la primera vez porque: a) estaba de mal
humor, b) en las proyecciones del Cineclub Núcleo hay mucha gente y me
tocó mirarla desde la escalera, c) detesto a Dustin Hoffman, d) no me gustan
los films de Stephen Frears y e) soy un bobo. Descartado el interés crítico que
puedan tener los puntos a), b) y e), hay una combinación de c) y d) que me
resultó fatídica en esa primera visión: las películas anteriores de Frears (salvo
quizás El sabueso verde) se caracterizan por un punto de vista que siempre
me produce rechazo. Es el del director que se arroga el saber sobre sus
personajes, a los que describe a partir de su ignorancia, su crueldad y sus
limitaciones para generar una conclusión tan obvia como innecesaria: su
muerte acompañada de la sensación de “así es la vida” (La ejecución,
Relaciones peligrosas, Ambiciones prohibidas, Susurros en tus oídos, Sammy
y Rosie van a la cama), a cambio de un vago mensaje sobre los males de la
sociedad y la trivialidad de las vidas humanas. Frears suele moralizar sobre la
futilidad del engreimiento de sus protagonistas, tema que remite a la futilidad
del engreimiento del director.
Hoffman es en principio el actor perfecto para encarnar a un idiota sin gracia
que cree que el mundo está hecho a la medida de su paranoia (Perdidos en la
noche, Ishtar, Rain Man, Bily Bathyate), porque es capaz de inventar en cada
caso setecientos gestos que lo demuestren, sin que a uno le importe un pito la
idiosincrasia de personajes tan poco interesantes. Los primeros quince
minutos con la pantalla llena de Hoffman haciendo de ladronzuelo psicótico
parecen preanunciar al peor Frears y al Hoffman de costumbre. La aparición
siempre estimulante de Geena Davis no me alcanzó para espantar la pesadilla
Hoffman, probablemente porque su intervención inicial como reportera de
televisión desalmada la dibujaba como una muñeca a cuerda, previsible hasta
para su jefe, nada menos que un Chevy Chase más caricaturesco que nunca.
Durante algunos días traté de justificar estos disgustos atribuyéndole a
Héroe accidental el carácter de una mala parodia de Meet John Doe de Frank
Capra, de la que toma al tipo anónimo convertido en ídolo de las multitudes
gracias a la ambición de una periodista y también la escena final en una
cornisa. Pero cada vez que quería redondear una descalificación, sonaba
desafinada. Por lo que tuve que verla de nuevo y, como diría Haydée
Thompson, fui iluminado por la gracia. Lo que me había parecido una de las
tantas parodias sobre el poder maléfico de la televisión, terminó
imponiéndose como una gran comedia. ¿Cuál es la diferencia? En principio,
que en las películas sobre la obviedad del mensaje televisivo, la maldad de
los ejecutivos, la credulidad de las masas, el cretinismo de los periodistas, la
cobardía del ciudadano medio (o sobre cualquier otro tema análogo) los
personajes son solo las piezas de una demostración, que se demuestra a su
vez inútil porque todo está dicho en la primera escena. Aquí, estas evidencias
son apenas datos sobre los que se construye otra cosa. Pero esa otra cosa no
es, como sucede por ejemplo en Detrás de las noticias, un “drama humano”,
con conflictos individuales resueltos en escenas donde se concentra el
significado. Más bien se trata de poner en escena un principio de circulación,
de permutabilidad: los sucesos adquieren una velocidad que los aleja de la
verosimilitud, de la pintura de caracteres, del naturalismo y de la moraleja
para lanzar la historia a un espacio donde imperan las reglas puras de la
ficción. En ese espacio, no solo se construyen las risas, sino también las
lágrimas. Aparece un placer imprevisto, el de las situaciones ridículas que ya
no corroboran ninguna conclusión previa, que no comunican nada importante
fuera de la capacidad del cine de convertir a las marionetas en actores y a la
vida en juego. Un juego brillante, sostenido, imprevisible en el que la
exageración evita la humillación (base de las malas comedias y del
sufrimiento del espectador sensible) para generar esa rara atmósfera de
regocijo colectivo en la que todo deja de tener importancia salvo el ritmo del
relato y la felicidad de la platea. Los apuntes continuos sobre la torpeza y el
cinismo televisivo refuerzan el juego, lo potencian en lugar de detenerlo. Y
en esa atmósfera recién aparece el sentido, la crítica, la profundidad. No es
necesario ir al cine para enterarse de la perversión de los medios. La cuestión
es eludir su opacidad desde una mirada que no sea esclava de sus trampas,
que rechace su pretensión de universalidad sin quitarles su carácter de
actualidad, que proponga una refutación dentro de sus propias leyes y no
desde la buena conciencia. Héroe accidental se anima con la empresa, como
alguna vez lo hizo Fellini en Ginger y Fred. La pirotecnia de la acción teje
una telaraña alrededor de Hoffman, neutraliza sus manías, incorpora su
actuación autista como fuente de verdad, permitiendo de paso el despliegue
de Geena Davis, la actriz más importante de la última década, la única que
transmite emoción por su sola presencia, mientras que Andy García interpreta
a un lunático con gracia displicente y Chase alegra en cada aparición. Hay un
gran guion en Héroe accidental. Hay también una burla permanente que
enriquece la endémica incapacidad para la comedia del cine americano,
atrapado en la representación de lo cotidiano y en la alegoría. Frears alcanza
en este género un sentido nuevo de libertad, una dimensión que su cine no
insinuaba, perdido en el alegato social y la sordidez didáctica. Una libertad
escondida en los pliegues de la historia del cine americano y cuya aparición
insinúa una riqueza que parecía perdida.
Publicado en El Amante N°14 – abril 1993
60. Algo más sobre Janet y Jane

Un ángel en mi mesa (An Angel at my Table), Jane Campion, 1990.


Mientras que en Nada es para siempre, Robert Redford intenta por todos los
medios convencernos de que la historia de un predicador y sus hijos
pescadores es la vida misma, en Un ángel en mi mesa, Jane Campion hace
todo lo posible para mostrar la vida como inasible y ajena y a la protagonista
como una víctima de la idea de que hay tal cosa como “la vida misma”.
La hermosa película de Jane Campion no parece provenir de ninguna de las
variedades del cine actual. Esta diferencia es particularmente notable en el
tratamiento del material literario en el que se basa el film. Mucho más que la
transcripción a la pantalla de una autobiografía, se trata de una investigación
en tercera persona sobre un personaje que aparece como un misterio a
develar. En Nada es para siempre, el punto de vista del director Redford se
hace transparente para dar lugar a la voz del escritor Norman Maclean. En Un
ángel en mi mesa la directora trabaja en el sentido contrario: se interpone
entre Janet Frame y su obra para interrogarse sobre una vida extraordinaria.
Esta mirada es la que busca una distancia en la que esa singularidad pueda
conmover porque está pintada como tal. ¿Quién es esa mujer pelirroja,
fascinada con las palabras desde la infancia, cercana a la locura, reacia a
trabajar y a mezclarse con la gente? Lejos de naturalizarla haciéndola una
chica común y mucho más lejos de simplificarla depositándola en la categoría
de “artista”, Campion interviene para que lo que es singular se imponga por
sí mismo, se haga claro en carácter de tal y solo en ese carácter resulte
universal.
Así, la historia de una mujer para la que la vida es un resultado de la
literatura resulta mucho menos literaria que la vida de un hombre para el que
la literatura es una consecuencia de la vida. Un ángel en mi mesa no es una
adaptación, no es la interpretación de un libro. En cambio, es una descripción
inspirada de la oposición entre el escritor y el mundo, del poder y la
fragilidad de las palabras. Apenas las escenas de la vieja profesora recitando,
del cuaderno de poesías, de las hojas escritas a máquina, testimonian esa
corriente subterránea que se opone a la naturaleza poderosa, a los incómodos
lazos familiares y sociales. La Nueva Zelandia agreste, la Inglaterra
industrial, la España primitiva, tienen una fuerza pictórica que hace el mundo
de Janet Frame más intangible y por eso más valioso, más heroico. La
aventura del cine sigue siendo la de la luz, el color y el sonido como armas
para registrar lo invisible.
Publicado en El Amante N°14 – abril 1993

61. Modernos en Long Island

Con treinta y cuatro años y tres largometrajes producidos fuera de


Hollywood, Hal Hartley es uno de los pocos cineastas americanos
independientes que prometen llegar a los cines argentinos. Las dos primeras
películas de Hartley costaron muy poco, suceden en Long Island en un barrio
blanco de clase baja y cuentan con la misma protagonista femenina (Adrienne
Shelly) y otros actores secundarios. Son, además, muy parecidas y muestran
constantes de estilo que identifican claramente al director. Ambas cuentan
historias de amor imposible entre una chica con conflictos familiares y un
tipo más bien marginal. Están narradas con distancia, sin sentimentalismo (en
Trust no hay un solo personaje que llegue a sonreír), con diálogos que varían
entre el monólogo y la declaración ampulosa, con actuaciones trabajadas
fuera de lo psicológico y en relación directa con la cámara. Son films diurnos,
con una fotografía muy iluminada que algunos llaman hiperrealista. Son
comedias ácidas o tragedias atenuadas, según cómo se las mire. Su autor se
declara admirador de Godard, de Preston Sturges y de Bertold Brecht. Sus
obras se parecen a las de otros dos americanos jóvenes con influencias
europeas: Jim Jarmusch y Steven Soderbergh. Al primero porque describe
barrios bajos y personajes perdidos en la vida. Al segundo (por lo menos al
de Sexo, mentiras y video), porque propone remedios para salir de la soledad
y de la marginación: la sinceridad, la confianza mutua y la educación. Sin el
guiño juguetón de Jarmusch ni la angustia de Soderbergh, el arma de Hartley
es la seguridad con la que cuenta. Las dos películas son un compendio
didáctico de enfermedades sociales y un apunte sobre cómo curarlas. Son
películas sobre los problemas de una minoría étnica: la de los jóvenes blancos
de clase obrera amenazados por el cambio social y la desocupación. Hartley
trata a sus blancos como Singleton a sus negros o Edward James Olmos a sus
chicanos. Hay, además, una curiosa ingenuidad en las dos películas: los
personajes no parecen saber nada acerca del sexo. Es más: la indudable
originalidad de las historias se apoya en un cierto infantilismo sexual. Los
hombres practican la castidad, las mujeres sufren las consecuencias de una
actividad sin deseo. Esta flagrante ausencia de sexo es el costado perverso de
los films. Los ubica en un espacio enrarecido en el que los personajes
circulan incompletos y misteriosos por esa ausencia. La represión funciona
como la oculta fuente vital de la acción.
Algunas declaraciones de Hartley remiten a Spike Lee: se declara, además
de cineasta, hombre de negocios. Está orgulloso de fabricar un producto que
produce dinero y que tiene un valor en el mercado. Esto lo acerca a los
protagonistas masculinos de las dos películas: ambos son genios en lo suyo:
reparar automóviles y electrodomésticos respectivamente. Ambos (o los tres)
tienen con qué sobrevivir en la sociedad, un talento expresado en una
artesanía. Los personajes tienen también una enorme confusión, problema del
que el director no padece. El de Hartley es un cine extremadamente confiado.
Tal vez demasiado confiado, demasiado consciente. Demasiado advertido de
los artificios y preocupado por el rigor. Hartley tiene el mismo dominio del
material que sus personajes artesanos y el control del hombre de negocios
que declara ser. Como su intención es permanecer fuera de la gran industria,
no cae nunca en la fabricación de emociones baratas, uno de los rasgos de esa
industria. Pero su repertorio no incluye una fuente de emoción alternativa.
Los personajes carecen de libertad y de sensualidad. Los filma muy de cerca
pero sin acercarse a ellos, precisamente porque nunca se aleja lo suficiente ni
deja rodar la cámara como para que las escenas adquieran una respiración
propia. La tensión del relato está siempre
presente y los personajes no existen fuera de ese relato. Con esa mirada, arma
situaciones complejas que no llegan a ser del todo mecánicas porque Hartley
tiene un talento notable para filmar de frente a los actores, para permitirles
que despierten interés y un cierto agrado que no es simpatía ni identificación.
Ese interés que transmiten los caracteres sostiene la historia, la hace fluida a
pesar de su artificialidad. Pero es tentador preguntarse dónde está la primera
persona de Hartley detrás de sus complicadas criaturas.
Las dos primeras películas de Hartley son simples y sofisticadas, frías y
entretenidas, ligeras y sólidas, abstractas y precisas, inocentes y retorcidas.
Como buen hombre de negocios, Hartley sabe que debe correr riesgos. ¿Es
capaz de correrlos como artista? Su tercera película se llama Simple Men y es
muy posible que también se estrene este año en Buenos Aires.
Publicado en El Amante N°14 – abril 1993
62. Video
El saludo del gladiador (The Blood of Heroes), David Peoples, 1990.
“Las ligas menores les ofrecen a los jugadores viaje monótonos, comida
descartable y comodidades espartanas por un trabajo nocturno, estacional,
con bajos salarios y transferencias involuntarias. Todo esto a cambio de una
posibilidad en catorce de acceder al show”. Así termina el curioso artículo
antropológico en el que el National Geographic se ocupó en 1991 del béisbol
de las ligas menores. El “show”, como pueden recordar quienes vieron La
bella y el campeón, es el béisbol de las grandes ligas, el acceso al gran dinero
y al estrellato. En esa película, Kevin Costner encarnaba a un jugador
veterano, que alguna vez había hecho una breve aparición en el béisbol
mayor y que había deambulado el resto de su vida deportiva arrastrando su
máscara de catcher por pueblos oscuros y miserables al servicio de los
pequeños equipos locales. “¿Cómo es estar en el show?”, le preguntaban sus
compañeros a Costner, “¿es verdad que tenés un tipo que te lleva el bolso?”.
En El saludo del gladiador, la joven y ambiciosa Joan Chen le preguntará a
Rutger Hauer: “¿Es verdad que los jugadores de La liga se visten de seda? ¿y
cómo es la seda?”. Hauer supo ser una estrella del deporte en esta fantasía
futurista que recuerda a los escenarios de Mad Max en el mismo desierto de
Australia. Aquí, en lugar del caos posnuclear reina un poder omnímodo, que
posee la escasa tecnología del planeta y cuyos súbditos y funcionarios se
entretienen con un juego practicado por atletas profesionales en las nueve
ciudades subterráneas que tienen equipos en la liga. Un poco a la manera de
Rollerball, pero sin las obviedades grandilocuentes de la película de Jewison.
El reglamento de este juego –mixto por razones de guion– lo asemeja
vagamente al fútbol americano. Dos bandos de cinco jugadores disputan
alrededor de un cráneo de perro que deben clavar en una estaca ubicada en la
línea de defensa contraria. Uno solo de los jugadores –llamado el quick
(veloz)– puede llevar la “pelota”. El resto se limita a proteger a su quick
utilizando garfios y garrotes. El equipo que logra clavar una vez la cabeza de
perro es el ganador y se lleva como trofeo el cráneo y el dinero. El tiempo lo
mide un
cronometrista que arroja cien piedras contra una superficie metálica. Si luego
de tres asaltos, nadie logra clavar la cabeza, el resultado es un empate. Los
riesgos son mayores que los del béisbol: piernas quebradas, pérdida de un ojo
o, simplemente, la muerte (en la que la historia, elegantemente, no insiste
porque estamos frente a una epopeya deportiva a la que no le interesa la
violencia inútil). Pero tanto Costner en La bella... como Hauer aquí son algo
más que viejos jugadores. Ambos encarnan el orgullo del deportista, el
secreto y parco conocimiento de que son buenos en lo suyo, que son mejores
que muchos profesionales. Mientras que Costner sabe que su día de grandeza
no llegará nunca y se limita a hacer lo suyo con displicente sabiduría, Hauer
siente la tentación de la revancha, quiere demostrar que su exclusión (debida
a un escándalo privado) fue una injusticia. Es el líder de un equipo que
recorre las pobres aldeas de la superficie enfrentando a los conjuntos que se
cruzan en el camino. La acumulación de trofeos los calificará para desafiar a
uno de los equipos de la liga. Los más jóvenes del equipo ven en ese partido
la oportunidad de su vida, la ocasión de ser contratados profesionalmente y
abandonar para siempre la miseria a cambio de una dorada esclavitud de
gladiadores.
El saludo del gladiador es una gran historia dirigida por David Peoples, (¿el
guionista de Los Imperdonables?). Es también una brillante exposición de las
sutilezas vitales del deporte. Curiosamente, se apoya en un juego imaginario
cuyas reglas y tácticas se descubren sin explicaciones a lo largo de la acción,
un poco a la manera de quien se pone a mirar fútbol australiano por
televisión. Pero me gustaría interpretar la ética impecable de Hauer y la
ambición de sus compañeros como un homenaje a la entrega y el sueño de
gloria de tantos jugadores argentinos por cuyos pueblos nunca pasó el
Campeonato Nacional.
Publicado en El Amante N°14 – abril 1993
63. Editorial
Esperando al cine argentino
La película del rey de Carlos Sorín podría ser una buena metáfora del cine
argentino de la última década. Allí, un director de publicidad soñaba con
convertirse en cineasta. Terminaba el guion, elegía el reparto y los técnicos,
luchaba por la financiación instalado en la comodidad de su estudio y con los
procedimientos habituales de su agencia. Hasta que llegaba el día de ir a
filmar a la Patagonia. Allí, a la intemperie, todo se desbarrancaba. El rodaje
se interrumpía, el equipo volvía a Buenos Aires, el protagonista regresaba a
la publicidad. Al ver el film, Ilamaban la atención la endeblez del relato y la
pobreza de las pocas escenas rodadas. Las películas estrenadas este año, más
algunas que se vieron en la semana de preestrenos argentinos que organizó la
Asociación de Cronistas muestran una situación que se parece a la de la
película de Sorín. Hay excelentes técnicos (fotografía, sonido, montaje),
actores nuevos, la financiación llega a través de las coproducciones. Todo lo
que el cine tiene en común con la televisión y la publicidad está en manos de
expertos. Pero, nuevamente, a la intemperie, a la hora de filmar, el resultado
es más bien pobre. No hay buenos guiones, las imágenes tienden al
embellecimiento artificial de los comerciales, los diálogos a la superficialidad
de los teleteatros. Hay una tendencia a que cada escena sea autónoma y se
choque con la siguiente y con la anterior. Los relatos tropiezan con la alegoría
y la solemnidad. Es un cine bastante vacío, en el que faltan rasgos de
expresión personal y al que se le notan demasiado las marcas de fabricación.
De todos modos, el nivel técnico, la mayor elaboración y la mejor fluidez
financiera apuntadas son una base que promete mejoras para más adelante.
Un muro de silencio, la estimulante opera prima de Lita Stantic, es un atisbo
de una renovación largamente esperada. Igualmente esperado, el estreno de
Gatica de Leonardo Favio permite retomar el contacto con uno de nuestros
cineastas más importantes.
El 29 de abril de este año, el crítico Claudio Daniel Minghetti publicó en
Página 12 una reseña adversa a la película Matar al abuelito de César
D’Angiolillo. Fue la única en los diarios de esa mañana. Las demás
desplegaron el habitual repertorio de elogios inmerecidos y técnicas de
disimulo con los que se recibe el estreno de las malas películas argentinas y
de muchas de las extranjeras. Unos días antes, Eliseo Subiela, Fernando
Solanas y Eduardo Mignona habían publicado notas en los diarios que
saludaban el debut de D’Angiolillo como director, inaugurando así una nueva
técnica publicitaria. A esta se sumó la colocación de unos pasacalles que
desataron ridículos enojos de funcionarios públicos y hasta de algunos
periodistas despistados. Dos días más tarde, D’Angiolillo, a su vez, publicó
un artículo en el mismo diario en el que escribió Minghetti. Allí aprovechaba
la oportunidad de responder al intendente y otros burócratas para deslizar una
protesta por haber recibido esa crítica y acusar a su autor de “no cumplir con
su trabajo”, confundiendo el derecho de un ciudadano a ejercer la libertad de
comercio con un intento de censura a quienes no admiraban su obra. Pero
esto no fue todo. A los pocos días, Pablo Nisenson, directivo de la asociación
que agrupa a los directores de cine, volvió a la carga contra Minghetti, de
nuevo en Pagina 12. El artículo se quejaba otra vez de la reseña y terminaba
con veladas amenazas en una torpe exhibición de grosería. Los argumentos
con los que se atacó la dichosa reseña fueron de escaso vuelo y, para el caso,
irrelevantes. La verdadera pregunta es: “¿Puede un crítico decir cualquier
cosa de una película?”. Y la respuesta es, decididamente: “Sí, mientras no
ataque por interés o por motivos personales”. Porque en todas partes hubo y
habrá críticos buenos y malos, agudos y torpes, cautelosos y audaces. Pero
solo los lectores tienen el derecho a juzgarlos. Presuponer lo contrario es caer
en la censura o la intimidación. La libertad de prensa, si es que tal cosa existe,
es eso. El derecho a la equivocación y al disparate. El derecho a analizar una
película desde el ángulo que se le ocurra al que escribe. El derecho a rechazar
la ideología o
la estética del director. La buena fe es el único requisito. Es posible que haya
críticos chapuceros e irresponsables. También directores de cine. Si estos
arriesgan su capital y su futuro cuando estrenan una película, los críticos
arriesgan su credibilidad, que es su capital y su fuente de trabajo. Es tan
ridículo que un director piense que un crítico no cumplió con su trabajo
porque no le gustó una película, como que un espectador vaya a la boletería y
diga: “esto es un bodrio, devuélvanme la plata porque el director no cumplió
con su trabajo”. Si se propone un mecanismo que impida a los críticos hacer
malas reseñas, por qué no uno que impida a los directores hacer malas
películas. En esta comedia, faltó que alguien dijera que Minghetti rompió los
códigos como dijo, con ingenua sinceridad, un futbolista expulsado por un
árbitro severo. Estas bufonadas no solo son peligrosas y autoritarias. También
ponen de manifiesto la función que se les atribuye a los críticos en el
mundillo del cine argentino. A fuerza de ser obsecuente y ligera, la crítica ha
logrado que ya se esté pensando en suprimirla a menos que sea
unánimemente favorable.
Recién entonces quedará claro el significado de eso de “cumplir con su
trabajo”.
La presencia en Buenos Aires de Fernando Trueba para el preestreno de
Belle epoque fue la ocasión para una larga entrevista, que ocupa en este
número de El Amante una extensión inédita. La idea fue escuchar a un
cineasta que posee una gran independencia de criterio y una notable lucidez
sobre las particularidades de su oficio. Una aproximación a una mirada muy
personal sobre el arte de hacer películas y su historia que constituye un placer
y una sorpresa.
Gracias y hasta pronto.
Publicado en El Amante N°15 – mayo 1993
64. Escritores y tipógrafos

En Ópera prima, el protagonista es escritor, en Sé infiel y no mires con quién


dirige una editorial, en El sueño del mono loco es guionista. En Belle époque
y en El año de las luces hay dos personajes maduros, muy parecidos, que
encarnan la sabiduría de la vida. Ambos están rodeados de libros. La
recurrencia de la palabra escrita en las cinco películas que vi de Fernando
Trueba son absolutamente coherentes con el Trueba de carne y hueso que
conocimos en Buenos Aires. Mientras que los tres primeros personajes tienen
una edad y un oficio relacionados con su vida, los otros dos son la
encarnación de algo más importante. Trueba, como ellos, es un hombre de la
Ilustración. En primer lugar, es alguien que cree en los libros. Pero, sobre
todo, es un heredero de la tradición francesa que recorrió la España del siglo
XIX y se consolidó con el establecimiento de la Segunda República,
alrededor de 1930, época en la que transcurre, justamente, Belle époque. El
título alude a una etapa de la vida del protagonista pero también a ese tiempo
que tres años de
guerra, treinta de franquismo y veinte de tránsito hacia la posmodernidad han
sepultado en el olvido. Un tiempo de libertad, de desafío, de irreverencia.
También un tiempo de tolerancia, borrada poco después por la radicalización
de las posiciones. Tiempos en los que un cura podía ser progresista y en los
que intelectuales como Unamuno eran tipos populares. Tiempos de ocio y de
charla, de humor local y ambiente universal. El liberalismo español de
preguerra era optimista, culto, cosmopolita. Tenía fe en que las Luces
iluminarían el planeta, en que la Razón y la Revolución Francesa llegarían
finalmente a imponerse en un mundo feliz en el que reinaría el amor libre. A
diferencia de la fe militante de los años posteriores, esta era una creencia para
tiempos de paz, era la certidumbre de que el reino de la libertad se impondría
por su propio peso. Sesenta años más tarde, esta convicción de mayorías
aparece como una reliquia ingenua, como una curiosidad del pasado. Pero
también como el núcleo de una moral de resistencia. Esa creencia en
el espíritu moderno, esa vocación ilustrada es lo que parece permitirle a
Trueba hacer cine, elegir sus raíces culturales y hasta dirigir una editorial.
La editorial que dirigen Trueba y sus hermanos se llama Plot. En inglés,
trama, argumento. Toda una definición de su cine. Y toda una visión de la
historia del cine. La idolatría por Billy Wilder va de la mano con esa visión
que privilegia el argumento. ¿Quiere decir que en Trueba el argumento va en
detrimento de la imagen? Belle époque prueba que no es así. Pero sí adhiere a
una manera de ver el cine que no concibe las imágenes sin historia y que cree
que el oficio de director es una artesanía que da forma a esas historias.
Marcel Pagnol dijo alguna vez que todo el cine estaba en la fuente literaria y
que el trabajo del director era tan poco importante desde el punto de vista
artístico como el del tipógrafo en una novela. Trueba se dedica a hacer libros.
Con ese orgullo de artesano también hace películas. Pero no concibe que
haya mayor mérito en el cine que ese. Una larga tradición de la crítica
cinematográfica se asienta en el equívoco que proviene de separar al cine “de
argumento” del cine de “puesta en escena”. Una idea fructífera para descubrir
a cineastas que filmaban con maestría cualquier guion como los Walsh, los
Minnelli o los Sirk, ignorados por los críticos que entraban al cine creyendo
que iban al teatro o leían un libro. Pero lo que alumbran las películas de
Trueba es una consecuencia del espíritu ilustrado que se adapta a su tiempo e
incorpora las novedades: la idea de que el cine es una forma posible de contar
una historia. Una forma más
compleja que la literatura, más difícil y hasta más ambiciosa. Que requiere de
sus propias técnicas y en la que la planificación y el montaje deben servir al
argumento sin estropearlo ni empobrecerlo. Como el tipógrafo y el libro, pero
recordando que no es nada fácil ser un buen tipógrafo. ¿Significa esto que el
trabajo del director es una cuestión mecánica, tarea de técnicos sin relación
con el arte? La respuesta es que la Ilustración no imagina la técnica como una
actividad sin arte y que los tipógrafos eran tipos ilustrados. En el momento en
que dejaron de serlo, los libros pasaron a ser una mercancía y perdieron el
aura que todavía tenían para el viejo afrancesado de El año de las luces. La
gran contradicción de la modernidad es haber alumbrado con sus libros la
independencia de la técnica. Para no ser víctimas de ella, Bazin y Rossellini
necesitaron encontrar en el cine una trascendencia de la imagen, un valor
sagrado que
la pusiera a cubierto de la manipulación mercantil. Pero para la tradición laica
a la que pertenece Trueba, no puede haber nada sagrado en un pedazo de
celuloide. Y sí un amor por el trabajo del cine en cada una de sus etapas, una
unidad armoniosa e inseparable en la que se confunden el arte y la artesanía.
Esta unidad es exactamente contraria de la que hace predominar el argumento
como modo de producción: la que es habitual hoy en Hollywood, la que
produce monstruosidades como Asesina y transforma a los directores en
esclavos.
Esa idea del trabajo artístico está asociada con la sensualidad y con la
alegría. No es extraño que esos elementos estén siempre en las películas de
Trueba y que Belle époque sea su celebración.
Publicado en El Amante N°15 – mayo 1993
65. Mamet martiriza más
Hoffa, Danny De Vitto, 1992.
El precio de la ambición (Glengarry Glen Ross), James Foley, 1992.
El primer teorema de Mamet dice así: “La vocación de la gente es
engañarse”. El segundo es: “Cuanto más cree alguien que ha logrado engañar
a los demás, más se ha engañado a sí mismo”. Los guiones de Mamet
(filmados por él o por otros) son demostraciones de los dos teoremas de
Mamet. Los débiles se engañan porque son débiles. Pero los fuertes también
se engañan, porque siempre hay alguien más fuerte que ellos. En sus tres
films como director (Casa de juego, Las cosas cambian, Identificación de un
homicidio) no hay más que esto en cuanto a emociones humanas ni puntos de
interés salvo el inesperado rapto de simpatía de Mantegna por Don Ameche
en Las cosas cambian (podría apostar que el final le fue impuesto). Como
guionista, Mamet es más de lo mismo. El problema es que el tipo es
endiabladamente sólido y que las
posibles aplicaciones de su teoría son infinitas. Y, encima, de la variante
prolífica. No solo filma algunos de sus guiones sino que además le alcanzan
para repartir.
Cuando un director se topa con un guion de Mamet, parece enfrentarse
también con un problema insoluble: la imposibilidad de cambiarlos sin
destruirlos y la dificultad para infiltrar su propia personalidad en un mundo
que Mamet sostiene en cada coma. Los resultados son películas fallidas como
Hoffa o aberrantes como El precio de la ambición. Cuando Danny De Vito se
topó con el guion de Hoffa, le pasó algo curioso: no lo entendió. En todas sus
declaraciones a la prensa, dijo que gracias a la película había descubierto que
el sindicalista Jimmy Hoffa, lejos de ser un gangster como le habían
enseñado, era un luchador heroico y un gran hombre. El Jimmy Hoffa de
Mamet está lejos de serlo: es simplemente un ambicioso y un desalmado.
Pero el personaje que interpreta el propio De Vito, el del eterno ayudante y
segundón del gremialista, lo ve efectivamente como un gran hombre. Que es
aparentemente lo que el guion pretende: Hoffa cree tener más poder del que
tiene, su ayudante lo ve mucho más grande de lo que es (De Vito se filma de
tal manera que pone de manifiesto que es un verdadero enano). Es decir,
ambos se engañan. Pero el personaje de Sancho Panza que interpreta el
director resulta inesperadamente bueno, fiel, íntegro, solidario y... feliz. Está
dispuesto a morir por su jefe y a conservar siempre su lugar. Está orgulloso
de lo que es. Es un personaje querible que neutraliza la lógica de Mamet y su
tono sombrío. Como consecuencia de eso, la película es incomprensible y
esquizofrénica, porque la caracterización de Nicholson es la máscara que
Mamet pretendía y no la que ve su ayudante. Pero la visión del ayudante es
más interesante que la moraleja. La astucia del guionista y la ingenuidad del
director se destruyen mutuamente, empatan cero a cero. Esa es,
aproximadamente, la cantidad de gente que vio el film.
A James Foley le tocó bailar con la más fea. Glengarry Glen Ross no solo es
un guion de Mamet, sino que nace a partir de una obra teatral del propio
Mamet. Drama de oficina, vendedores que estafan a sus clientes y son
estafados por la compañía, humillación constante de los personajes, sordidez
gratuita y grandilocuente, hace acordar a lo peor del “teatro independiente”
de los 60, aquella época en la que los males del sistema capitalista se hacían
recaer sobre las espaldas de los pobres tipos. Ellos, a su vez, eran culpables
de todo lo que les pasaba por no ser revolucionarios. Hay algunas películas
argentinas hechas en esa clave, pero para qué recordarlas. En resumen, una
verdadera paliza al espectador. Hay gente que ha disfrutado de esta película.
Me consta y me asusta. Pero volvamos a Foley. Para hacer tragar este gusano
teatral y convertirlo en mariposa cinematográfica, el director eligió el camino
de la estilización y el disfraz. Revistió la catarata de palabras con una
atmósfera de cine negro: noche lluviosa, música de jazz, bares, iluminación
indirecta. Ambientación de los cuarenta para una historia de los sesenta
contada en
los noventa. Reciclaje de cine con esencia de teatro, con actores caros, con
técnica sofisticada. Horrible.
Mucho se ha insistido en la historia de la crítica con la preeminencia del
director sobre el guionista, de la puesta en escena sobre el argumento.
Revertir bases tan ideológicamente cerradas como los escritos de Mamet –
situaciones de relojería, personajes desagradables, determinismo absoluto–
está fuera del alcance de los De Vito y los Foley. Tal vez, de cualquiera. Pero
para ocuparse de la miseria humana se requiere el talento de Welles o el de
Fassbinder. Sin la visión y el compromiso de los genios, los directores harían
bien en limitarse a esas bonitas historias que hacen que la gente no se sienta
agredida cuando va al cine. Tal vez, hasta les salga una buena película.
Publicado en El Amante N°15 – mayo 1993

66. Dossier Cine argentino 93. La memoria de los tiempos de olvido

Un muro de silencio, Lita Stantic, 1993.


El cine argentino suele ser más eficaz cuando se ocupa de los verdugos que
de las víctimas. Dos imágenes de Héctor Alterio, separadas por veinte años,
me vienen a la memoria. La de Varela, coronel fusilador de La Patagonia
rebelde y la de El Lobo, policía sádico de Tango Feroz. Dos buenos
verdugos, hasta con dudas en un caso y con sutilezas en el otro. En cambio,
las víctimas han quedado más bien para lo chato, lo esquemático y lo
edificante. Un muro de silencio es una película sobre las víctimas, tal vez la
primera, con seguridad la mejor. En una nota anterior (sobre El caso María
Soledad, El Amante n° 14), sostuve que el mal cine político era mal cine y
mala política. Intentaré desarrollar esta idea a partir de una ligera variante,
sugerida por esta película que se ubica en las antípodas de la de Olivera: el
buen cine político es cine y, por lo tanto, es buena política. No coincido con
muchas de las opiniones políticas de Lita Stantic (ver entrevista)
Pero eso no tiene importancia. Sí la tiene que Un muro de silencio me haya
hecho pensar en sus opiniones y en las mías, en que haya actualizado viejas
discusiones, viejos terrores y viejas sospechas en este tiempo de escepticismo
y de impotencia. Lo interesante es que ese espacio abierto para la reflexión no
se logra desde la declamación de consignas sino desde la ficción
cinematográfica. En Stantic hay voluntad de hacer cine. Recuerdo una escena
de La historia oficial. Norma Aleandro da una clase de historia desde la
aséptica medianía de los libros de texto. Un alumno, que oficia de rebelde, se
levanta y le endilga un discurso sobre Monteagudo (jacobino de los tiempos
de la Independencia). El discurso tiene una doble función: ser una alegoría
del título de la película y, al mismo tiempo, hacer irrumpir la verdad: hay una
historia oficial, falsa, y una historia alternativa, verdadera, a la que un
adolescente exaltado puede acceder por el simple
procedimiento de ubicarse en el bando ideológicamente correcto. Una verdad
fácil, limpia, heroica y, sobre todo, universal. Que aunque nada tenga que ver
con la película, la legitima al ser su metáfora. Aleandro queda perturbada. Es
sencillo: se enuncia la verdad y una buena conciencia no tiene más que
aceptarla. La ficción consiste en representar el mecanismo de la iluminación.
En Un muro de silencio Ofelia Medina toma examen en la facultad. Un
alumno explica el pensamiento de Horkheimer sobre el pragmatismo y su
exposición se aplica perfectamente al silencio sobre los desaparecidos.
Medina lo escucha distraída. Preocupada por sus propios conflictos, le
pregunta la edad y lo aprueba con desinterés. La exposición no ilumina la
película, no la subraya, apenas la comenta. Su verdad es relativa, ineficaz,
letra muerta, parte del decorado. Ni a la protagonista ni a la película le sirve
esa verdad que viene desde afuera. El territorio de ficción solo puede
legitimarse desde adentro. Sostener la verdad de la ficción frente a la ficción
de la verdad es precisamente esa voluntad de cine.
Kate Benson (Redgrave) viene a la Argentina para hacer una película sobre
el caso de un montonero desaparecido y su mujer. Un muro de silencio narra
esa historia, la historia actual de la mujer y la historia de la filmación. Las
tres historias se articulan y se complementan, se alimentan una a la otra. El
guion tiene una complejidad desusada en el cine argentino. Las historias no
están pegadas por voluntad del montaje. Las escenas no son sketches
independientes, sino que la narración las atraviesa. Es una película. Los
gustos en cine de Lita Stantic tampoco son los míos (ver entrevista): vi poco
cine polaco, del cine inglés preferiría no hablar. Pero esto, nuevamente, tiene
poca importancia: el relato, las imágenes son las del cine. Las escenas de
filmación, en las que se confunden los niveles de cine en el cine, lo
demuestran irrefutablemente con su manejo del espacio fuera de campo.
Benson se pregunta por la historia argentina de la década del setenta. Intenta
comprender a la guerrilla, al país, a los personajes, a los actores. Hay algo
que se le escapa. Silvia (Ofelia Medina), la mujer, le rehúye. Kate siente que,
sin ella, su film no refleja toda la verdad. La función de Kate es doble. Por un
lado, es la extranjera que, por definición, no puede comprender. Por el otro,
representa las dificultades de la directora y del espectador para tratar el tema.
Dificultades que no dependen de la nacionalidad. Es la dificultad de hablar en
serio de las víctimas. Porque las víctimas no son heroicas, no son modelos,
no son piezas de cartón. No están para demostrar nada, sino para mostrar lo
que hasta ahora no fue mostrado.
¿Qué pasó en esos años que nadie quiere recordar? Y, sobre todo, ¿por qué
nadie quiere recordarlos? La respuesta es tan obvia como insatisfactoria: por
el dolor. Pero el dolor es una experiencia intransferible. El dolor de Silvia es
un dolor en particular y no un arquetipo de dolor. Un dolor distinto del de
Bruno, un dolor distinto del de cualquiera. Y aunque la película se ubica en
una posición muy clara, deja que cada uno piense en su propio dolor. Por eso
es que mientras que el personaje de Bruno le parece a la directora un ejemplo
ético y el de Kate más distante y menos comprometido, a nosotros nos
pareció lo contrario. Según las declaraciones de la directora, Vanessa
Redgrave modificó su personaje, le dio más vida que la prevista. Y esto es el
buen cine político: la realidad no queda prisionera de un esquema definido
por el guion. La
Historia tampoco: está en reescritura permanente. El medio para lograrlo es la
ficción. Una ficción que introduce un componente de misterio que la hace
avanzar. Pero que, al mismo tiempo, va mostrando que el horror fue mucho
más amplio que el que pudimos creer. El film empieza con Bruno diciéndole
a Kate que todos sabían o se imaginaban. El desarrollo sostiene esta posición
al mismo tiempo que la niega: vemos lo que pocos sabían o se imaginaban.
Que el horror no tuvo límites. Que la represión fue mucho más siniestra que
la cuenta del número de sus víctimas. Que la aparición con vida de los
desaparecidos fue, en algunos casos, el extremo de ese horror. Y todo esto, en
una película que cuenta la historia de una filmación, donde vemos que las
víctimas no son personajes sino actores. Esta sutileza en el tratamiento, esta
manera indirecta de contar la historia pone de manifiesto esa dificultad de
enfrentarse con el tema al mismo tiempo que de hecho lo hace. Esta decisión
es admirable. Contar, aun sabiendo que es imposible y mostrando que es
imposible.
No hay una “interpretación correcta” que pueda absorber esta película, una
conclusión fácil, una fórmula tranquilizadora. La honestidad y la valentía con
la que está hecha no ocultan que nunca nos repondremos del horror y que
nunca sabremos cómo pudo evitarse. Que hay partes de la Historia que no
pueden escribirse pero tampoco pueden olvidarse. Que viviremos para
siempre con el pasado sobre nosotros. Y que cada uno estará solo frente al
suyo. Todo esto a partir de una pequeña pieza de ficción privada, alimentada
por el suspenso, narrada en voz baja, cargada de ambigüedad, exenta de
concesiones. Esta sí es una película necesaria.
Publicado en El Amante N°15 – mayo 1993
67. El caballero audaz

Malcolm X, Spike Lee, 1992.


En un acto de arrojo, vi dos veces Malcolm X (¡400 minutos!). La primera
vez fui preparado para ver discursos y me encontré con una comedia musical,
una película de gangsters, otra de cárceles, otra más de intriga político–
criminal, historias de amor y, por supuesto, discursos. Tuve la sensación de
que, más que de una película, se trataba de una exposición o un museo: un
lugar en el que en distintas salas se exponían facetas de la vida del líder
musulmán. Todas eran independientes y podían haberse visitado en cualquier
orden. Un programa ideal para un video interactivo: se aprieta una tecla y se
selecciona el estilo y el contenido de lo que uno quiere ver. Salí con cierta
sensación de perplejidad: me pareció que me había gustado, discursos
incluidos. Durante varios días recordé el Test de Cooper (no el del aeróbico
Dr. Cooper, sino el de Julian Cooper: una película nos gusta de verdad si
tenemos ganas de verla de nuevo). Pero creo que este test no es válido para
películas de más de dos horas y media. Así que fui de nuevo, pero más bien
por obligación. Esta vez disfruté de la primera parte y me dormí cuando
aparecieron los discursos. Pero no estamos aquí para esto, así que lo anterior
puede leerse como una introducción.
En Spike Lee nada es lo que parece. O mejor, es lo que parece pero al
mismo tiempo es otra cosa. Por ejemplo: ¿qué es Malcolm X? ¿Un
monumento a la memoria de un mártir de la causa negra? Sin duda. Pero
entonces: ¿por qué la música, las escenas de ficción, el humor, la estilización,
las tres horas y media? Tal vez sea un gran paquete comercial, diseñado por
un rey del marketing y que apunta a ser vendido por su lujo y extensión,
como si se tratara de la versión hecha en Harlem de Lo que el viento se llevó.
Efectivamente, es un gran paquete comercial. Pero está hecho con una
limpieza que los paquetes comerciales no tienen. Otra pregunta: ¿cuál es la
relación de Spike Lee con la figura de Malcolm X? Es un devoto admirador.
Malcolm es el hombre que ha inspirado las ideas que Lee defendió en todas
sus películas y en cada reportaje, al punto de decir que filmar esta película es
la razón de su vida. Pero ¿por qué, entonces, la ideología del personaje se
hace dubitativa y contradictoria hacia el final? ¿Por qué resulta menos
importante que la descripción de sus anécdotas?
Lee nos tiene acostumbrados a decir una cosa y filmar otra. Veamos: las
mujeres son inferiores y deben subordinarse a los hombres en las películas de
Lee. Lee se lo hace decir a Malcolm. Pero sus convicciones al respecto
resultan caricaturescas (a pesar de que el guion oculta que la esposa de
Malcolm X, a la que el film presenta como una santa en oposición a la mujer
blanca, lo abandonó tres veces en la vida real porque él no la dejaba trabajar).
Más aún: las mujeres blancas son los seres más despreciados por Spike Lee,
la encarnación del demonio que tienta al hombre negro. El personaje de
Annabella Sciorra de Fiebre de amor y locura es uno de los más maltratados
de la historia del cine. En cuanto a la compañera blanca de Malcolm en sus
años de ladrón, cuando a este le preguntan si conoció algún blanco bueno, la
película recuerda las imágenes de unos cuantos canallas y racistas que
aparecieron en el pasado y les agrega la de esa
rubia que le fue fiel y lo siguió en sus andanzas. Pero tanto ella como el
personaje de Sciorra están enamoradas de un negro y nada prueba que no
sean inocentes. Son personajes atractivos y sinceros. Otra cosa: en una
escena, Denzel Washington y su compinche Spike Lee juegan a que son
Cagney y Bogart. Cuando simulan tirotearse, suena un tiro de verdad, que
alude a la muerte del padre de Malcolm y parece decir: esto es veneno para
los negros. Sin embargo, se trata de una de las escenas más elegantes y
placenteras de la película y Lee la aprovecha para burlarse de su propia
estatura (“Sos muy petiso para hacer de Bogart”, le dice Washington.
“Entonces puedo hacer de Cagney”, responde Lee). Penúltimo ejemplo: Lee y
sus personajes defendieron siempre la idea de la separación de las razas, de la
nación negra escindida. Malcolm también lo hace, siguiendo las enseñanzas
de Elijah Muhamed. Pero el tal Muhamed resulta ser un farsante que se
enriquece con la prédica de su estricta moral a la que viola secretamente. Uno
más: los drogadictos y viciosos son un blanco constante de Lee, una lacra
para la comunidad negra. ¿Por qué, entonces, el antillano es uno de los
caracteres más seductores del cine de Lee, mientras que los más ardientes
defensores de la moral resultan asesinos como Muhamed o el padre de
Wesley Snipes en Fiebre de amor y locura?
En el responso final de la película (escrito y dicho por Ossie Davis) se
caracteriza a Malcolm, más que como un militante o como un asceta, como
un príncipe de la raza negra. Esa palabra puede explicar muchas cosas sobre
esta película de Lee y las anteriores. Denzel Washington (increíblemente
parecido al Malcolm real) funciona mucho más como un galán que como un
militante. Es Erroll Flynn negro, haciendo del general Custer en la edulcorada
y divertida biografía de Walsh. Tiene mucha más pinta, más carisma que el
gordito Luther King. Es mucho más seductor, mucho más vendible en la
pantalla. El final de esta película y el de Haz lo correcto muestran que el
pensamiento de Malcolm al final de su vida no era contradictorio con el de
King. Por eso Mandela, empeñado en mostrar que está por la no violencia,
puede decir el discurso final, aunque omita la última frase (la famosa “por
todos los medios necesarios” pronunciada por otra voz). Pero Lee eligió a
Malcolm. Seducido al mismo tiempo por la causa negra y por el glamour
cinematográfico, Malcolm reunió siempre para Lee las dos vertientes de su
producción. Malcolm es el caballero audaz. Lee eligió dentro de la mejor
tradición del cine: contar un cuento sumando géneros más que suscribir una
epopeya. Lejos de Gandhi y otros mamotretos, en los que cada plano debía
responder a la trascendencia y la solemnidad del personaje. De paso, esta
película termina liberándolo, paradójicamente, de la pesada carga de ser el
portavoz de Malcolm, de estar a la altura imaginaria de su prédica. A cambio
de algunos discursos de más, de algunos baños de detergente, pudo filmar
con un placer que hasta ahora reprimió. Malcolm X es su película más fluida,
menos teatral y rígida, la que depende más del relato (o los relatos) que de los
mensajes. La más ligera, la más alegre, la menos pretenciosa. Spike Lee le
dio a Malcolm lo que era de Malcolm y al cine lo que era del cine. Una
fórmula interesante.
Publicado en El Amante N°16 – junio 1993
68. El alma del suburbio

Gatica, el mono, Leonardo Favio, 1993.


Saludarán tu ausencia/ las novias encerradas /
abriendo las ventanas/ detrás de tu canción/
y el último organito / se perderá en la nada/
y el alma del suburbio/ se quedará sin voz.
(Homero Manzi, “El último organito”).
Desde que vi Gatica, los dos últimos versos de este tango me vinieron a la
memoria y no me abandonan. Como si algo me obligara, asocio la delicadeza
de la poesía de Manzi con la crudeza de las imágenes de Favio y todo gira
alrededor del alma del suburbio y su voz, objetos imposibles de rastrear en
los mapas y en las estadísticas. Como la melodía del organito, se trata más
bien de una ausencia que se pierde en la nada. Y sin embargo, como esos
astros que solo se detectan por su influencia en la trayectoria de los otros, esa
conexión me parece la clave de muchas cosas y solo puedo hablar aquí de
ella.
Como todas las grandes películas, Gatica se hace distinta para cada
espectador. Hay quien se conmueve por la religiosidad del descanso de los
boxeadores, por el último discurso de Evita, por la sangre de Gatica entre
banderas argentinas, por la lealtad del ruso, por el ídolo herido gritándole
“Viva Perón, carajo” a los gorilas, por la voz de la radio o por todas estas
imágenes y muchas otras, fruto de la imaginación y las pasiones de Favio.
Pero hay una magia que las envuelve y las trasciende. Es la de estar viendo,
acaso por primera vez, algo que el cine nos niega la mayor parte de las veces:
vernos a nosotros mismos porque podemos ver a ese otro que es Gatica. Ver a
ese hombre embriagado de fama y alcohol, golpeado por los puños y la vida,
reclamando respeto, obstinándose en sus contradicciones es ver a todos los
hombres. Hay una escena que lo ilustra especialmente. Gatica le acaba de
ganar por puntos a Prada, el enemigo y el pequeño. Eufórico, se baja del ring
por una esquina. La cámara lo deja y sigue a Prada, que sale protestando
contra el fallo, absorto en su propia contrariedad mientras la tribuna ovaciona
al ganador. Esa intimidad de cada uno, esa soberanía multiplicada nos toca
porque nos hace un lugar entre tanta gente viva. Podríamos ser un mendigo
de la olla popular, un cliente del cabaret, un músico de la orquesta, un hincha
de la tribuna, un contrera, acaso Perón o Gatica. Como en el tango de Manzi,
somos vecinos de la vecina muerta, del ciego inconsolable, del pálido
marqués, del propio Homero. Favio, como Manzi, les devuelve la vida a las
cosas con solo nombrarlas. No se trata del general proscripto, del organito
olvidado, sino de todas las cosas que nuestra memoria registra como inútiles
o triviales, pero que fueron parte de la vida. La voz del alma del suburbio es
la voluntad de la memoria, el trabajo de una memoria colectiva. El asalto al
pasado imaginario extiende la vida más allá de nuestros recuerdos y ese
pasado recobrado nos introduce en una plenitud compartida.
Los años de gloria de Gatica transcurrieron simultáneamente con los del
gobierno de Perón. Pero el ascenso y la caída del boxeador no son una
metáfora del peronismo. En eso, en el no estar construida como una metáfora,
reside gran parte de la fuerza de Gatica, el Mono. Por el contrario, la
concurrencia de ambos sucesos aumenta el efecto de verosimilitud de cada
uno. Vemos a Gatica durante el peronismo. Y ambos se necesitan en la
textura dramática del film. Porque todo el lirismo con el que Favio construyó
su película está apoyado en la cuota de realismo más alta de la historia del
cine argentino. El vigor y la emoción de Gatica están respaldados por la
lujuria del detalle visual y sonoro que explota en una vitalidad deslumbrante.
Pero sí hay una metáfora en la arrogancia desaforada del protagonista como
modelo de la propia película: la audacia de renovar lo que siempre estuvo a la
vista, de fabricar un discurso propio reciclando convenciones y
cotidianidades, mambos y locutores de radio, gallinas y pan negro,
sentimientos de toda índole. Curiosamente, eran solo esos dos últimos versos
los que recordaba últimamente. Y esa estrofa trunca sonaba como una
profecía: el alma del suburbio se quedará sin voz.
Peronista como Manzi, como Gatica, como Favio y, precisamente por eso,
peronista de otra manera, hace rato que creo que el alma del suburbio se
quedó sin voz. En estos tiempos en los que desde el presidente hasta los ex
ideólogos de la militancia piensan que ser peronista o haberlo sido es de mal
tono y en los que Perón y su época vuelven a ser considerados como el origen
de todos los males argentinos, la película de Favio hace aparecer en escena el
consabido hecho maldito. No creo que Gatica sea un film peronista. Un matiz
escéptico en la mirada podría comprobarlo. No muestra obreros felices, ni
acumula datos sobre el crecimiento económico ni da lecciones de instrucción
cívica. Perón y Evita son íconos casi mudos, presencias lejanas que solo
interesan en su relación con el protagonista. Las transmisiones de radio
recuerdan la pueril y molesta propaganda oficial. El ambiente no es el de los
trabajadores, sino el de la miseria, la tribuna y el cabaret. Y los miserables
siguen siéndolo antes, durante y después de Perón. Gatica, el protegido de
Perón, es generoso y valiente, pero también mentiroso, cruel, desagradecido,
mal hijo, mal marido y mal deportista. Pero Gatica muestra que el peronismo
existió. Y que existió Gatica, un boxeador amado por la popular, y que entre
ambos hechos existió un lazo que fue parte del modo de ser de las cosas.
Apenas eso. Pero el hacerlos aparecer sin eufemismos y sin complejos es
insólito en la cultura argentina. Es un baño de verdad que desarma desde la
energía y la creatividad liberada del director y de todos los que colaboraron
en el proyecto. Favio no es solamente el director más talentoso que dio el
cine argentino. Es, como Manzi, uno de los elegidos para hacer falsa la
profecía.
Publicado en El Amante N°16 – junio 1993
69. Dossier Ferrara. Crimen y castigo

Un maldito policía (Bad Lieutenant), Abel Ferrara, 1992.


Los Mets van perdiendo con los Dodgers tres partidos a cero por el
campeonato de la Liga Nacional. Las imágenes de televisión, los comentarios
radiales, las conversaciones sobre béisbol acompañarán a Harvey Keitel, el
teniente de policía sin nombre, desde la mañana del cuarto partido en la que
empieza a apostar en contra del equipo neoyorquino que pesadillesca y
milagrosamente se irá recuperando. Durante esos días, Keitel se endeudará
más allá de sus posibilidades, cometerá actos de corrupción más desesperados
de lo que su profesión aconseja, consumirá alcohol, heroína, cocaína y crack
más allá de su resistencia, participará en orgías inútiles para su extenuado
deseo, descargará su alma atribulada en accesos de llanto y remordimiento.
Mientras tanto, investiga (?) la violación de una monja cometida por dos
adolescentes latinos. Una sobredosis de crucifijos, altares, rosarios y otros
íconos católicos acompañan el descenso a los infiernos del policía
descarriado. Estamos frente a un film insólito y abrumador, frente a la belleza
de lo excesivo.
Ferrara trabajó sin Jimmy Lemmo, fotógrafo de Ángel de venganza y Fear
City, ni Bojan Bazelli, responsable de China Girl y El rey de Nueva York, y
sin su habitual coguionista Nick Saint John, sustituido por Zoe Tamerlis, la
protagonista de Ángel de venganza. El resultado se distingue de sus películas
anteriores, en las que la noche y la ciudad (las luces y las sombras con
Bazelli, las costumbres y los ritos con Lemmo, la idea de figuras en un
paisaje con Saint John) eran tan importantes como los personajes. Menos
estetizada, la narración se desliza hacia la subjetividad del protagonista, hacia
la interioridad de su conciencia. Keitel y su deambular no son una máscara,
como Christopher Walken en El rey..., sino la película misma.
La presencia de La Ciudad, la religión, Keitel, la culpa y la violencia hacen
pensar en otro neoyorquino: Martin Scorsese, especialmente en Taxi Driver y
en El toro salvaje. Pero los parecidos son, en el fondo, diferencias. Los
personajes de Scorsese viven su tormento individual contra el fondo del
sueño americano. Quieren integrarse, trascender, prosperar. En Ferrara no
hay otro horizonte que el de la marginalidad. El teniente no se distingue de
los pequeños criminales (traficantes, ladrones, apostadores) que lo rodean y
de los cuales es amigo y cómplice. No busca fama ni reconocimiento, apenas
dinero sin saber demasiado para qué. En Scorsese, la violencia interior
desemboca inevitablemente en el estallido, se manifiesta en el ataque a un
tercero. En Un maldito policía, desafortunada traducción de El mal teniente,
Keitel abusa de su autoridad con desgano; no levanta la voz, no se pelea, no
usa su revólver más que para tirarle a la radio del auto: la violencia es
implosión continua. La religión en Scorsese es una iconografía desprovista de
otro contenido que los ritos y represiones de la infancia. En El mal teniente,
el perdón de la monja a sus violadores actúa como detonante del sentido
religioso: hace surgir la idea de comunidad y la pregunta por la misión del
catolicismo y por su sentido secular. El Cristo de Ferrara le responde al
protagonista alucinado, le comunica su destino mientras que el Cristo de
Scorsese es un Cristo mudo, que solo responde cuando se cuenta su propia
historia (La última tentación de Cristo). Keitel, por otra parte, no es De Niro.
En un momento temprano de su carrera, Scorsese decidió que De Niro era su
actor y no Keitel. De Niro encarna el entrenamiento y el conflicto
encaminado hacia la explosión, la ética del trabajo y la consistencia. Keitel es
la imagen misma de lo impredecible, de lo secreto. Por último, hay en Ferrara
una ternura ausente en Scorsese. El protagonista desquiciado es acogido en la
casa del traficante por la madre, que lo besa y le pide en castellano que se
cuide porque “es buena gente”. Es que los buenos muchachos de Scorsese
son malas personas que actúan por codicia y dentro de la Organización. El
teniente malo de Ferrara es un buen chico que obra por solitaria
desesperación. De sus actos más miserables –como la patética secuencia en la
que obliga a dos infractoras de tránsito a mirar cómo se masturba, uno de los
momentos más molestos y desagradables que se hayan visto últimamente– no
obtiene placer ni dinero. En el fondo, el deseo del teniente es derrotar al
sistema, imponer su visión del mundo, rebelarse, vencer al destino. La visión
de Ferrara es absolutamente revulsiva para las convenciones del cine
americano: hay una moral invertida, instalada por principio a espaldas del
orden establecido. Esa mirada transgresora responsabiliza a la sociedad
mediante el simple procedimiento de hacerla invisible. En El mal teniente los
individuos responden a Dios y a sus pulsiones. El resto es decoración.
Al principio de la película, Keitel lleva a sus hijos a la escuela. Son dos
chicos comunes, educados por su madre para ser buenos ciudadanos. Nada
los une con su padre. Cerca del final, Keitel descubre a los violadores. En
lugar de apurarse a cobrar la recompensa se queda con ellos a mirar el final
del partido. Todos fuman crack en silencio mientras la paz inunda la escena.
En esos drogadictos penosos, Keitel reconoce a sus verdaderos hijos, a
aquellos a los que debe perdonar para poder ser perdonado. Un ejemplo del
cine sin límites de Abel Ferrara. Nadie se atreve hoy a tanto.
Publicado en El Amante N°16 – junio 1993
70. Dossier Ferrar
Ángel de venganza (Ms. 45), Abel Ferrara, 1981.
En Un maldito policía, Ferrara retoma el tema de la mujer violada de Ángel
de venganza, para cerrar, desde otro ángulo, un círculo sobre la marginalidad
urbana. La protagonista muda (y no sorda) no tiene pasado (igual que el mal
teniente). Una doble violación desencadena en ella el furor de la venganza,
que solo será detenido por una mujer disfrazada de monja. La maratón
asesina está asociada con una sensación de goce que el espectador disfruta
desde una puesta en escena anclada en el brillo visual y la parquedad
expresiva. Diez años más tarde, Ferrara cambiará un placer contemplativo y
exquisito por la cercanía del dolor y la desesperación. Los símbolos
religiosos adquirirán un sentido igualmente misterioso pero mucho más
intenso. El crimen amateur se hará corrupción profesional. Los dos aspectos
de la originalidad de Ferrara merecen la misma admiración. Nota: el relato
del tipo en el bar, uno de los pocos momentos en los que la palabra importa,
alcanza a la historia del naufragio de Tiburón en la categoría de los cuentos
mejor contados en el cine.
Publicado en El Amante N°16 – junio 1993
71. Libros. Hollywood en las pampa
Babilonia gaucha, por Diego Curubeto, Editorial Planeta, 1993,
224 págs.
Con un título inspirado en Hollywood Babilonia de Kenneth Anger,
Babilonia gaucha debe ser el primer libro con anécdotas y chismes del cine
argentino y, en ese sentido, está a la altura de las expectativas de todos los
amantes del chimento, es decir, de todos los interesados por el cine. Como la
reseña bibliográfica es un género serio (ver páginas anteriores) digamos que
se trata además de una investigación sobre las películas norteamericanas
rodadas en la Argentina o que rozaron temas argentinos, los argentinos que
trabajaron en Hollywood y los cruces cinematográficos entre uno y otro país.
El tono de la escritura y la visión del autor excluyen todo cholulismo:
Curubeto trata su material con distancia y frialdad, aun con desdén. El
resultado es una serie de relatos interesantes, muchas veces novedosos, que
acentúan los aspectos sórdidos de los temas tratados. Una excepción a medias
es la biografía de Hugo Fregonese, el único director argentino que forma
parte de la historia del cine americano. En el capítulo dedicado a los
directores que probaron fortuna en Hollywood, la figura de Fregonese se
destaca como un caso de talento malogrado y de injusticia en la valoración de
su obra. Hay calor en esta parte del libro y dolor por su desamparado final.
También lo hay, curiosamente, en el capítulo dedicado a Guy Williams, el
Zorro que murió en la Recoleta. La relación del actor con la Argentina y sus
últimos años se reconstruyen con cariño y simpatía.
No hay piedad, en cambio, para las megaproducciones rodadas en nuestro
país, desde Taras Bulba hasta Highlander II, pasando por La misión.
Especialmente demoledora es la historia de la siniestra y desopilante
filmación de Highlander, a la que en un subtítulo inspirado se describe como
El bodrio inmortal.
Pero lo que por sí solo justificaría un libro es el capítulo inicial, primer
trabajo sobre El camino del gaucho (Way of a Gaucho). Sin que venga
demasiado al caso dadas, insisto, las restricciones de este bendito género de
la reseña bibliográfica, insertamos una pequeña crítica de la película. Acá va.
Rodada en varias provincias argentinas en 1951 por un importante equipo de
la Fox, dirigida por Jacques Tourneur, producida por Philip Dunne y
protagonizada por Gene Tierney y Rory Calhoun, es tal vez el único punto de
contacto importante entre la historia del cine americano y la historia
argentina. Martín, un gaucho que se parece a su homónimo Fierro, es un
rebelde que se enfrenta al gobierno y acaudilla una sublevación contra la
penetración europea y el avance del capitalismo. Pese a este planteo que lo
definiría como el primer western criollo, el film gira al final hacia la
conciliación entre los valores del héroe y los del nuevo Estado, algo
inconcebible para el solitario protagonista de westerns clásicos, cuyo destino
ineludible es el de quedar al margen de la sociedad. La intervención de
funcionarios del gobierno en el guion, que el libro documenta, es obvia y
recuerda a las películas argentinas de esa época, en las que solía consignar
forzadamente el venturoso presente nacional. A cambio, una notable
precisión en la descripción de costumbres (el gaucho parado sobre el caballo,
el asado que se come con cuchillo) también debe atribuirse a los asesores
locales. Pero las posibilidades del film, que sugiere un espacio mítico del
calibre del western pero con contenido propio, podrían ser un maravilloso
punto de partida para reflexión de historiadores y cineastas. Interrupción de la
crítica. Curubeto no se ocupa de estas cuestiones y prefiere las anécdotas de
rodaje y la descripción de quienes participaron en la filmación (las
borracheras de Tourneur, la inconducta de Calhoun, las rarezas de la Tierney,
la relación entre el equipo norteamericano y la población local, la presencia
de Apold y aun de Eva Perón). Nada habría que reprocharle, considerando el
carácter del libro, si no fuera porque entre un chisme y otro, se despacha
sumaria y condescendientemente el film diciendo “que no puede verse hoy
sin una sonrisa” y “que no está a la altura de lo mejor de Tourneur”. Sigue la
crítica. No es así. Además de la ambientación y de haber sido el film que
mejor mostró la pampa, virtudes que Curubeto le reconoce, El camino del
gaucho es mucho más que eso. Está a la altura de la mejor
producción del director, tiene el lujo visual y la inimitable sensación de
tristeza que acompañan a La mujer pantera y Retorno al pasado. El relato
tiene la potencia, la sugestión y la ambigüedad que caracterizaron al director
francoamericano. Se trata de una película única, sorprendente y por demás
atractiva. Fin de la crítica. Discusión con Curubeto. Volviendo a esa
tendencia a introducir opiniones subrepticias en un contexto eminentemente
histórico y periodístico, me parece mal. Entre tantos datos objetivos, una
conclusión tan segura cierra el paso del discurso crítico que es
necesariamente más libre y subjetivo y no se legitima más que desde su
propia consistencia. Opinar desde los datos es abusar de una autoridad que,
separada de su entorno de validez, se precipita indefectiblemente hacia lo
arbitrario.
Compren el libro en lugar de andar leyendo reseñas.
Publicado en El Amante N°16 – junio 1993
72. Video
Los blancos no la saben meter (White Men Can’t Jump), Ron Shelton, 1992.
Tecnicismos. Una “volcada” es en el básquet el acto de introducir la pelota en
el aro desde arriba: no lanzándola sino bajándola después de un salto
descomunal. La jugada implica, más allá de su efectividad, una gran dosis de
exhibicionismo y es también una manera de intimidar o achicar al contrario.
En el profesionalismo americano (la NBA) los jugadores negros se destacan
en este rubro y hasta hay algunos que no son muy altos (como Spud Webb o
Dee Brown) pero ejecutan volcadas espectaculares. Los blancos, en cambio,
no saben saltar. Ese es el título original de Los blancos no la saben meter:
White Men Can’t Jump. La traducción del título acentúa el matiz sexual de la
frase en inglés pero tergiversa su sentido principal. Algunos dicen que la
destreza y la elegancia que los negros demuestran tiene su contrapartida:
prefieren la vistosidad a la victoria, mientras que los blancos concentran toda
su energía en lo único que importa: ganar. Algo así como la polémica
Menotti–Bilardo del desarrollo.
Zapatos de goma. Woody Harrelson, que mostró en Propuesta indecente su
cara de piedra, interpreta aquí a un personaje mucho más interesante. Es un
ex jugador universitario que se dedica a recorrer las canchas callejeras
engañando a los negros con su aspecto de blanquito opa. Harrelson es un
maestro de la estafa. Su línea de trabajo y su ambiente recuerdan a los de
Eddie Felson, el personaje que Paul Newman interpretó en El audaz (Rossen,
1961) y en El color del dinero (Scorsese, 1986). Su contrapartida negra es
Wesley Snipes. Ambos la saben meter y saben estafar, dominando el juego y
el trash–talk que es el arte de “conversar” a los contrarios para minar su
moral. Harrelson, además, sabe cantar, es un celoso patológico, un jugador
compulsivo y está bastante loco.
Filosofía barata. Rosie Perez, la portorriqueña que hacía de novia de Spike
Lee en Haz lo correcto (Lee, 1989), es la mujer de Harrelson. Resulta una
reencarnación del personaje de Marisa Tomei en Mi primo Vinny (Lynn,
1992) (que le valió un Oscar que sorprendió a todos los que no leen El
Amante). Su principal ocupación es prepararse para “Jeopardy”, un juego de
preguntas y respuestas de televisión que también aparece en Hechizo del
tiempo (Ramis, 1993). “Soy la persona que más información inútil ha reunido
en este planeta”. Ordinaria y deslumbradoramente vital, de voz chillona, es
una máquina de procesar mística oriental y revistas femeninas para producir
frases del tipo: “La victoria y la derrota constituyen un gran glóbulo orgánico
del que uno obtiene lo que quiere”, para desconcierto del obtuso Woody.
Filosofía barata y zapatos de goma. Ambientes y personajes como estos no
son nuevos para Ron Shelton. Su primera película, La bella y el campeón, se
ocupaba de jugadores de béisbol de cuarta. Su segundo film, El escándalo
Blaze, de políticos chanchulleros (curiosamente, Earl Long, el gobernador de
Louisiana que interpreta Paul Newman, fue el hermano de Huey Long, sobre
el que está inspirada Decepción (Rossen, 1949) que acaba de aparecer en
video). En las películas de Shelton no aparecen millonarios ni oficinistas ni
intelectuales (salvo el profesor de inglés y el ingeniero espacial que compiten
en Jeopardy para ser humillados por Rosie) ni gente sofisticada en general.
Las tres películas destilan un populismo tenaz, alegre y autosuficiente. Sus
personajes viven por sus propias leyes, que consisten en cruzar lo público con
lo privado a su manera. Entre los tres films circula una corriente de alegría
desafiante y de melancolía provinciana que se opone a la uniformidad
ideológica del cine americano de hoy. La conducta de los personajes de
Shelton está dictada por un libreto propio. Se basa en un deseo, en una ética
autónoma asentada en la confianza en la propia identidad, que caracteriza a
los héroes del cine clásico. Pero Shelton es consciente del anacronismo y lo
utiliza en función cómica, transformando esa libertad en objeto de curiosidad
y diversión.
Mujeres. Los universos de Shelton tienen su centro en los personajes
femeninos: la entrenadora sexual Susan Sarandon en La bella y el campeón,
la stripteasera cuentapropista Lolita Davidovich en Blaze y la erudita
alternativa Rosie Perez son mujeres inteligentes, independientes, fuertes,
atrevidas y hermosas. A pesar de su excentricidad, son fuentes de sabiduría y
de sentido común. Y, básicamente, son mujeres sexuales. Shelton tiene un
manejo inspirado de las escenas de sexo: sabe transmitir la carga de energía
del erotismo sin pacatería y sin las exageraciones voyeuristas tan de moda.
Rosie Perez, como Lolita y como Susan, es en manos de Shelton un
vendaval.
Cine. Shelton cuenta con garra. Le sabe sacar un gran partido a cada escena
(la aparición en la cancha de Harrelson haciéndolo “entrar” a Snipes es un
manual para estafadores; el programa de televisión una lección de velocidad)
y tiene mucho para contar. Esta película es entre otras cosas un buddy–buddy
entre blanco y negro y otro entre blanco y mulata. Ninguno de los dos se
resuelve según las convenciones porque, como los negros resultan superiores
a los blancos y las mujeres a los hombres, Harrelson no está capacitado para
advertirlo. Los blancos no la saben meter puede parecer una película del
montón. Por muchas razones, no lo es.
Publicado en El Amante N°16 – junio 1993
73. Editorial
La violencia está en nosotros

Tres películas se reparten estos días 25 salas de Buenos Aires y convocan al


80% de los espectadores de cine, especie que se restringe progresivamente a
los sectores económicamente privilegiados. En ese marco, en el que a una
película argentina se le hace cada vez más difícil recuperar su costo si no
produce un evento mediático, algunos directores han elegido enojarse con El
Amante.
Marcelo Piñeyro se negó a ser entrevistado por esta revista, furioso por
haber leído la crítica publicada a Tango feroz. Está en su derecho.
El episodio D’Angiolillo–Minghetti al que nos referimos hace dos números
tuvo una secuela. Entrevistados ambos por otro medio, el director afirmó
haber querido matar al crítico por su reseña y aprovechó para describirnos
como “esos estúpidos de El Amante”. Su película es más elocuente que sus
amenazas.
Eliseo Subiela, por último, sigue hablando. En un reportaje reciente mezcla
su creencia en la reencarnación, su admiración simultánea por Ghost y
Kurosawa, su apreciación de la misión que tiene reservada en la Tierra
(“contribuir a la evolución del género humano”) con otras incoherencias. Una
de ellas se refiere a El Amante. En el número anterior, Alejandro Ricagno
comenzó su crítica a De eso no se habla con un chiste (“lo que más me
interesa de la producción de M. L. Bemberg es la cerveza”) que no reflejaba
el contenido de una nota más bien favorable a la película. Subiela, el
introductor del clip publicitario en el cine argentino, dice que los “críticos
posmodernos” quieren un cine sin emoción compuesto de clips. Y agrega que
tuvo ganas de “cagarlo a trompadas” a Ricagno (sin nombrarlo). No hubo
intención de ofender a María Luisa Bemberg. En cuanto a Subiela,
lamentamos que haya decidido instalarse en el reino de la cursilería, esa
costumbre de confundir la emoción y los sentimientos con el pregón
totalitario del sentimentalismo y la ignorancia.
Hasta aquí, todo bien. Hacer crítica con un mínimo de compromiso con las
propias ideas lleva indefectiblemente a despertar algunas reacciones adversas.
Pero en este número de El Amante hay un plato sorpresa. En el número
pasado apareció una nota sobre Gatica, el Mono firmada por Roberto Pagés
que despertó algunas controversias. Entre los molestos figuró Horacio
Bernades, quien propuso contestarle a Pagés con otra nota. Al hacerlo,
aprovechó la circunstancia para saldar viejas cuentas con otros escritos de
Pagés en la revista, acusarlo de varios pecados ideológicos y formular, al
mismo tiempo, sus propias teorías sobre lo que debe ser una revista y la
crítica de cine en general. Habiéndola leído y, previo consentimiento de
Bernades, Pagés contraatacó con otra nota que rompe con todas las marcas de
agresión y ferocidad. ¿Qué hacer con esta escalada de violencia entre dos de
los integrantes de la redacción? Tras algunas dudas y cabildeos hemos optado
por publicar ambas notas sin modificación. El lector no solo se encontrará
con un material poco común en el periodismo sino que podrá comprobar que
discutir sobre cine es un asunto mucho más serio y con derivaciones más
profundas de lo que se pueda suponer. Esta apuesta por la transparencia es
una consecuencia lógica de la línea editorial que se va perfilando al cabo de
diecisiete números: la verdad, incluso la de la subjetividad de los redactores y
la de los enfrentamientos internos, es mucho más interesante que la
edulcoración y la falsa uniformidad, aun cuando rompa con una imagen de
armonía en la diversidad que siempre nos resultó seductora.
Otro de los enojados en esta edición belicosa es Jorge La Ferla, que contesta
con una carta malhumorada a las acusaciones de ser agente de una potencia
extranjera que, por la misma vía, le formuló la SAVI en el número anterior.
Como si esto fuera poco, en este ejemplar nos peleamos con La lección de
piano, niña mimada de la crítica mundial. Algunos lectores comenzarán a leer
por el Dossier Spielberg. Otros, en cambio, se lanzarán sobre el Dossier
Porno. Para los reflexivos ofrecemos una revisión de la videografía de Wim
Wenders y para los nostálgicos un perfil de John Wayne. Además, revisamos
documentales de músicos que se emiten por cable, y le agregamos las
secciones fijas de costumbre a una revista que llena de orgullo nuestra
consabida humildad.
Hasta el mes que viene, con los ánimos seguramente más calmados.
Publicado en El Amante N°17 – julio 1993
74. La muda forma del sadismo

La lección de piano (The Piano), Jane Campion, 1993.


Un director de cine es un sádico en potencia: dispone de una multitud de
alternativas para hacer padecer a sus personajes y a los espectadores, criaturas
indefensas por excelencia. Hitchcock, por ejemplo, ejercía una maldad
benévola que transformaba en burda crueldad en sus episodios de televisión.
Vittorio De Sica, so pretexto de apiadarse de los chicos y los ancianos, los
sometía a vejaciones interminables. Michael Curtiz era un especialista en
asesinar niños en la pantalla. Robert Altman es otro maestro del sadismo por
la vía del desprecio. Stallone obligó a sus directores a glorificar el abuso
parapolicial. El cine inglés es un muestrario del arte de torturar y aburrir
aunque, en este último rubro, nadie puede rivalizar con los rusos. La idea no
es que nadie deba sufrir en el cine –quedarían entonces muy pocas películas–
sino que el verdadero sádico se manifiesta en el carácter arbitrario del
sufrimiento que impone. De todas las tropelías que Greenaway –su hora de
gloria, por suerte, va quedando atrás– cometió contra el arte cinematográfico,
hay una que se destaca particularmente: ZOO. En esa película abominable,
cada plano estaba compuesto de manera simétrica. Y nada hay más arbitrario
que la simetría. Si se mira por el ojo de una cámara sin manipulación previa,
la probabilidad de que el encuadre resulte simétrico es nula. Por eso ZOO
resulta una pesadilla: el espectador queda sofocado por la imposición de un
orden que atenta contra la respiración y la libertad del cine. Al suprimir el
azar, solo queda la exposición de las manías y las obsesiones del director,
actividad mucho más apropiada para las paredes de un baño público o el
consultorio del psicoanalista que para la pantalla. ZOO es, hasta ahora, el
mayor ejemplo de sadismo simétrico en el cine. Esta variedad abstracta es
más siniestra que sus parientes concretos.
La lección de piano es, de otra manera, una película cargada de simetrías. A
lo largo de todo el film se suceden acontecimientos duplicados, relaciones
especulares y paralelismos que no obedecen a necesidades de la trama sino a
la voluntad de la directora de imponer desde esa manía formal una tensión
que rellene los baches narrativos y visuales. La obsesión, como en la película
de Greenaway, está en la puesta en escena y no en los personajes. De ella
deriva la opresión que transmite la película y no del relato ni de las imágenes.
Algunos ejemplos de esta compulsión simétrica: 1) el relato se abre y se
cierra con la voz inexistente de la muda. 2) Al comienzo, se llega por mar a la
playa, al final se parte desde esa misma playa y se visita la playa en el medio
del film. 3) La extracción de una tecla del piano será seguida por la
mutilación de un dedo. 4) Una representación teatral mostrará una
decapitación detrás de un lienzo. Otro lienzo ocultará la escena real del hacha
cayendo sobre el dedo. 5) La hija espiará a los amantes. Poco después los
espiará el marido. 6) Al hacerlo, verá a Keitel practicando sexo oral con
Hunter. Mientras tanto, un perro le lamerá la mano a él. 7) Keitel acariciará el
piano como si fuera el cuerpo de la mujer. Hunter acariciará a su marido
como si fuera el cuerpo de Keitel. 8) La nena anda con unas alas de ángel
pegadas. Después de cortarle el dedo, Neill le dirá a Hunter: “pobre ángel con
un ala rota”. 9) Hunter besa su propia boca en la imagen del espejo. 10) El
punto culminante del film es la simetría hecha imagen: una “Y” mirada desde
arriba, que marca una bifurcación del camino, define las alternativas de la
nena que debe llevar el mensaje de la madre a su amante. Una vez (tras un
amague destinado tramposamente a crear congoja en el espectador) llevará la
tecla envuelta en un pañuelo al marido. Otra vez, tomará la otra dirección
para llevarle al amante, envuelto en un pañuelo, el dedo seccionado.
Esta lista de forzados eventos simétricos constituye uno de los tantos
caprichos con los que la directora construyó la película. Para no hablar del
insólito dibujo animado que ilustra perfectamente la misma idea. Y el
capricho es el lenguaje del sádico.
La lección de piano es, según la feliz expresión de Julian Cooper (su
columna del Buenos Aires Herald de los sábados es una lectura estimulante
que tiene un solo problema: está en inglés), un “clásico instantáneo”. Es
decir, una de esas películas que los críticos, contagiándose entre sí, llevan
irresponsablemente a la categoría de obra maestra mientras ignoran a los
verdaderos clásicos que recién se impondrán con el correr del tiempo. Esta
película tiene todos los ingredientes de la receta: transcurre en el pasado,
tiene fotografía y música “de calidad”, una imprescindible cuota de morbo y
la posibilidad de calificar de “genial” a una directora que solo tiene tres
películas pero puede imponerse con el furor de la novedad.
Posdata: Al riesgo de contribuir a la carga chocante de una revista que
contiene un dossier sobre cine porno e insultos varios y al de ensuciar una
prosa distinguida, no puedo evitar el siguiente chiste. Con menos
pretensiones, un guion basado en un texto literario ajeno y las restricciones de
la televisión, Jane Campion se las arregló muy bien con Un ángel en mi
mesa. Con la simetría como horma, La lección de piano le salió como el culo,
objeto simétrico por excelencia que casualmente aparece, exhibido por
distintos propietarios, durante toda la película.
Publicado en El Amante N°17 – julio 1993
75. Dossier Spielberg. La niñez: tu ilusión y tu sustento

Cuando Steven Spielberg filmó Tiburón en 1975, no había nada en ella ni en


sus largometrajes anteriores (Duel y Loca evasión) que permitiera intuir que
se transformaría en el director que sería en las dos décadas siguientes. Pero
no porque se tratara de películas mediocres. Más bien al contrario. El
Spielberg de 1975 demostraba ser un gran narrador con un dominio de su
oficio inusitado para su edad (había nacido en 1946), tanto en la técnica como
en el conocimiento de las grandes tradiciones del cine americano. Apuntaba
como un proyecto de gran director de género, o acaso como un gran
productor de dinero, pero no parecía destinado a convertirse en el director de
cine más popular de todos los tiempos después de Charles Chaplin y en una
especie de heredero de Walt Disney. Su película siguiente, Encuentros
cercanos del tercer tipo, cambiaría las cosas. También cambiaría la historia
del cine, inventando una nueva manera de lograr éxitos en la industria de
Hollywood. Tres cosas sorprenden a la hora de revisar el film. Una es que es
bastante aburrido. Otra, la presencia de Truffaut como actor importante en
una película americana. Una línea de diálogo lo define como “la mayor
autoridad en esta materia” y, aunque el actor que la
pronuncia parece referirse a los ovnis, se trata de un evidente homenaje
cinéfilo. La tercera es la más obvia y, al mismo tiempo, la más compleja: el
modo con el que presenta los platos voladores. Rompiendo con los
antecedentes, la nave espacial extraterrestre no es una amenaza sino una
esperanza de redención para la humanidad afligida. Una esperanza que tiene
la forma de un juguete para chicos aburridos o solitarios, aunque en este caso
estén disfrazados de adultos. Años más tarde, ET y los dinosaurios cumplirán
la misma función: agregarle al mundo objetos cuya existencia es ficticia pero
define una nueva categoría de realidad. No se trata de los personajes que el
cine heredara de la literatura, la historieta y la leyenda (a este rubro pertenece
Indiana Jones) ni de las criaturas fantásticas destiladas por el terror de las
pesadillas (el tiburón, el camión asesino de Duel), sino de seres que imponen
otro grado de cercanía que se aparta de la mera verosimilitud de la ficción.
Estos seres marcan una diferencia radical con las creaciones de quien fuera
un aparente antecesor y, en el fondo, un opuesto absoluto: Disney, cuyo
universo encerró a los chicos y sus padres en una nueva función social: la de
clientes más o menos resignados que aceptaron durante muchos años una
mercadería que definió los alcances y los límites de la imaginación infantil.
Los bichos de Spielberg comparten con los del dibujante el merchandising,
pero le agregan una dimensión nueva. En lugar de una creación de adultos
destinada a los chicos, son la materialización de lo que esos chicos
consumidores han creado previamente. Como revelación mística (los ovnis),
como mascotas (ET), como curiosidad científica (los dinosaurios), los objetos
spielberguianos son necesidades de la fantasía infantil, son compañía. Hay un
solo caso de intersección de ambos mundos: la historia de Peter Pan. Se trata
del chico que viaja al territorio de la infancia permanente. Pero esa es una
fantasía adulta apoyada en un terror infantil (el miedo a crecer) y esa no es la
especialidad de la casa: Hook es una de las peores películas de Spielberg.
Pero falta el producto por excelencia del niño solitario (todos los chicos lo
son): el hermanito invisible. Y allí está Siempre, en la que la relación entre
Holly Hunter y el fantasma de Richard Dreyfuss es mucho menos un
romance que una amistad fraternal. De esa necesidad proviene la consistencia
insuperable de estas criaturas, que no pertenecen al papel ni a la electrónica
sino a un zoológico imaginario (ver nota de Russo). Ese zoológico no
admitiría nunca a los animales de Disney que proceden de las fábulas y
simulan (disimulan) la sociedad. Allí solo se aceptan especies que agregan
algo al mundo y no imitaciones ni metáforas (esas reglas de admisión podrían
extenderse al cine y, en particular, dejan a Spielberg del lado bueno y a
Disney del malo de la reja). Tampoco se aceptan humanoides del tipo nodriza
mágica a lo Mary Poppins o La novicia rebelde, que abren la puerta para ir a
jugar. Los chicos de Spielberg no creen en la liberación por la vía de la
autoridad benévola: son autónomos y en su tristeza se adivina el coraje y la
resignación por la pérdida definitiva de los padres. (El imperio del sol lo
prueba y la apuntada presencia de Truffaut subraya la pertenencia de
Spielberg al club de cineastas huérfanos).
Hay otras fuentes infantiles en el resto de su obra: la historieta y los libros de
aventuras para Indiana Jones, la vieja tradición americana de considerar a los
negros como niños (El color púrpura), la pasión por los aviones que no dejan
de aparecer. Queda la excéntrica y fallida 1941, en la que cabe apreciar la
secuencia del general mirando Dumbo, que homenajea a Disney al tiempo
que muestra (acaso a propósito) que sus películas tienen como verdaderos
destinatarios a ciertos adultos pueriles y siniestros más que a verdaderos
chicos, lo que también ocurre en la terrorífica Gremlins, dirigida por Joe
Dante y producida por Spielberg.
Alguna vez Coppola afirmó que la capacidad de Spielberg como cineasta
estaba acotada porque lo único que le había pasado en su juventud era estar
solo mirando televisión. Acaso se note en un cierto vacío que aparece
imprevistamente en sus relatos, una sensación de que se les está practicando
respiración artificial. En esa falta de densidad de su espacio cinematográfico
es donde hay que buscar los defectos de un cineasta. No son los que les ha
encontrado una crítica americana empeñada en que no gane ningún Oscar,
confundiéndolo con un manipulador de efectos especiales (los efectos
especiales han avanzado para adecuarse a la imaginación y las necesidades
narrativas de Spielberg y no al revés). Por el contrario, Spielberg es un
director honesto, muy superior a los productores de mediocridades que
Hollywood suele premiar. Autor de un cine que nunca necesitó de las
estrellas y que se sostiene por su original y valiosa tenacidad.
Publicado en El Amante N°17 – julio 1993
76. Tango atroz

Tango feroz, Marcelo Piñeyro, 1993.


Cuando se estrenó La novicia rebelde, Pauline Kael escribió en The New
Yorker: “El éxito de una película como esta hace aún más difícil para
cualquiera intentar algo que valga la pena, algo importante para el mundo
moderno, algo inventivo o expresivo”. Miss Kael es famosa en la historia de
la crítica por burradas tales como cuestionar la autoría de El ciudadano por
parte de Orson Welles, pero también por haber practicado a lo largo de los
años la autonomía en esta frecuentemente ingrata tarea de crítico. Trato de
imaginarla en ese lejano 1965, en el que nadie había oído hablar de Tango
feroz, frente a la máquina de escribir, golpeando el escritorio con el puño, el
vaso de whisky en la otra mano y gritando furiosa: “¿Cómo puede ser que el
público aclame semejante bodrio?”. Trato de imaginarme también a los
productores de la película leyendo la reseña con una enorme sonrisa de
desdén mientras contaban los dólares de la recaudación. Y desgraciadamente,
me imagino a mí mismo en otra revista, en otro país y otro tiempo, sin
whisky y tratando de explicarme por qué una película argentina tan mediocre
y tan tramposa es el furor de los adolescentes en este Buenos Aires 1993. Me
imagino también otras sonrisas de desdén…
A esta pesadilla se agrega otra que se me ocurre de algún modo relacionada:
la de padecer las transmisiones por televisión de Marcelo Araujo alentando a
los jugadores de la selección argentina de fútbol a ganar de cualquier manera,
acompañando su relato con exabruptos chauvinistas que recuerdan al finado
José Gómez Fuentes durante el largo otoño de 1982. Aquel otoño en el que
estábamos ganando.
No es de la calidad cinematográfica de Tango feroz de lo que quiero
ocuparme. Coincido con lo publicado por Gustavo Castagna en el número 15
de El Amante. Tampoco de la vida de Tanguito sobre la que todo el mundillo
del rock nacional ha tenido algo que decir. Por otra parte, las estadísticas
publicadas en otros medios dan cuenta de la fervorosa adhesión al film,
mientras que las respuestas obtenidas por Alejandro Ricagno (ver pág. 34)
indican que esa adhesión responde a razones absolutamente divergentes. De
modo que no aspiro a saber por qué Tango feroz es un objeto de culto.
Apenas intento preguntarme por qué me molesta que lo sea.
Quisiera centrarme en una escena. Aquella en la que el protagonista se
dedica a promover la solidaridad y el amor en el subterráneo hasta que es
brutalmente apaleado por unos tipos que le enseñan una esvástica. Esta
confrontación tan extemporánea tiene el valor de caracterizar la ideología que
propone la película. Queda claro que todo se trata de la lucha entre dos
bandos: el de los inocentes pasajeros cuya conciencia política y social
encarna el músico joven y rebelde contra los malvados nazis que representan
a todos los malditos del film, desde el siniestro comisario hasta los
empresarios inescrupulosos, pasando por los misteriosos enemigos del preso
vasco. Este maniqueísmo rabioso, la diferencia descomunal entre el reino de
la luz y las fuerzas de las tinieblas es mucho más que una torpeza narrativa de
Piñeyro–Bortnik. Es una invitación deshonesta e irresponsable a conjugar un
nosotros que libera a los convocados de toda vacilación y toda culpa. Una
invitación imposible de rechazar: ser joven, ser del pueblo, ser argentino. Es
decir, ser inocente, ser mayoría, ser puro. Los que quedan del otro lado son
tan fantasmagóricos que casi no existen. Todo se reduce a elegir el bando
correcto, pero este bando es tan correcto y tan universal que solo un monstruo
puede elegir el otro lado. En el fondo, no hay nada que elegir: basta ser lo que
uno es, joven y argentino. La música es distinta pero la canción sigue siendo
la misma. Una convocatoria al joven argentino. ¿Para qué? Para quedarse
tranquilo con su identidad. Hasta que otro general borracho decida que ha
llegado la hora de darle un uso a esa categoría humana, para cantar en un
recital o para morir en una isla. Mientras tanto, se puede comprar la revista
que junta a Maradona con Fito Páez bajo un manto de rebeldía. Tal vez
pronto llegue la hora del manto de neblina. Y curiosamente, los muchachos
de la esvástica
estarán del mismo lado que nosotros.
Hace unos diez años, Aída Bortnik propuso a la sociedad argentina, con La
historia oficial, otra apología de la ignorancia debida. Hace unos treinta, un
poco antes de los tiempos de Tanguito, surgía uno de los grupos míticos y
longevos del rock and roll: los Kinks, liderados por Ray Davies, infatigable
poeta de costumbres y personajes ingleses. De su reciente entrevista en Les
inrockuptibles vienen al caso dos respuestas. “Tengo los teléfonos de varios
artistas de rock. Pero nunca los llamé: no me gusta la vida de las estrellas.
Prefiero tomarme una cerveza en el pub”; “Me interesa lo inglés, pero jamás
el nacionalismo”. El rock (y el fútbol y el cine) no son necesariamente el
circo y la bandera. Charly García lo supo alguna vez y pidió que no
bombardearan Buenos Aires. También pronosticó que los dinosaurios iban a
desaparecer. Steven Spielberg acaba de anunciar lo contrario. Pero, sobre
todo, recordó que si se trata de dinosaurios, los hay de varias especies. Tango
feroz es de una de las especies peligrosas.
No creo poder evitar ciertas sonrisas, pero estoy más tranquilo.
Publicado en El Amante N°17 – julio 1993
77. El rey de la comedia

El cómico de la familia (Mr. Saturday Night), Billy Crystal, 1992.


“Tengo una mala noticia”, le dice Stan (David Paymer) a su hermano Buddy
(Billy Crystal). “No me digas”, responde Buddy, “que mamá se murió de
nuevo”. Esa línea resume el humor de El cómico de la familia. Cualquier otro
de sus infinitos chistes podría hacerlo. El discurso de Buddy es una catarata
de ferocidad e irreverencia que no se detiene ante nada y se ensaña
especialmente con las circunstancias solemnes, el buen gusto y el respeto al
prójimo. En la película de Crystal y en su personaje hay un aliento y una
garra que viene de lejos y expresa una de las vertientes más ricas de la cultura
popular contemporánea. El humor de Crystal tiene una universalidad distinta
de la de su colega Woody, aunque se relaciona con una de sus películas más
logradas y, sin duda, la menos pretenciosa: Broadway Danny Rose. Ese
humor no le debe nada a la alta cultura y representa al migrante que se nutre
de una tradición ancestral mezclada con el impacto de las costumbres del
nuevo país y de su eufórica metrópoli. Algo así como Varsovia más
Brooklyn. Es el resultado del choque del calor doméstico con la frialdad de la
ambición desenfrenada del exterior. Es también el cruce de la alegría de
quienes han podido establecerse en una sociedad más rica y más plural con el
dolor de comprobar a diario que esa sociedad es también absurda e inhumana.
Es un humor arcaico e impúdico, elaborado con sustancias vitales y plebeyas:
la comida, el cuerpo, el sexo, la enfermedad. Es también la celebración de la
excentricidad, del personaje que emerge de su medio y, con el único recurso
de su experiencia cotidiana, se lanza a gritarle al mundo su locura.
Buddy Young Jr. es un personaje complejo. Hubo en su vida un momento
decisivo. Aquel en que, siendo ambos adolescentes, su hermano se achicó
frente al pasaje del living familiar a las tablas y lo dejó solo en el escenario
ante un público hostil. Buddy logró la hazaña de arrancarle risas a esa
audiencia, pero toda su vida quedó signada por ese salto sin paracaídas. A
partir de allí construyó una personalidad de cómico permanente que dispara
chistes continuos dentro y fuera de la escena. Son chistes engañosos (“viste
cómo te hice creer que...”) y crueles, en los que agrede a los que están cerca a
pesar del afecto, y a los desconocidos más allá de lo que le conviene a su
carrera. Buddy tiene una compulsión por la verdad que se extiende a todos
sus actos. Es capaz de agredir a los ancianos de un asilo, destruir una
publicidad televisiva, insultar a los que pueden ayudarlo, vengarse
continuamente de su hermano. Esta compulsión llega desde la inconsciencia
del maltrato a su hija hasta la lucidez que lo hace declarar que la función del
cómico es la de protestar cuando algo es una basura. Buddy es tan
megalómano como Jerry Lewis (que se encarga de un cameo disparatado) y
tan feroz como Quinlan o Gatica: en su viaje a la autodestrucción es un
perfeccionista que sabe que su oficio es imposible, que lo suyo es en el fondo
demasiado porque dice la verdad. Buddy está solo y sabe que su vocación de
gritar su libertad y su rebeldía lo condena a ser su víctima principal. Es un
justiciero que rechaza el sadismo del show–business y sus mecanismos de
olvido y frivolidad. Estas características del personaje no están subrayadas en
la película y, algunas, apenas se insinúan. Porque Buddy no es un pensador
sofisticado como Allen, ni un drogadicto desesperado como Lenny Bruce.
Por el contrario, está metido en el envoltorio de un hombre de familia, un tipo
cualquiera con mal carácter y un oficio raro que no se siente un innovador
sino un integrante más de la tradición de los cómicos judíos y del mundo del
espectáculo. Está orgulloso de su rutina pero sabe que nunca llegó a
mejorarla como hubiera querido. No deja de ser lo que indica su verdadero
apellido, Yankelman, que podría ser la versión en yidish de yankee–man.
Buddy es tan solo la demostración de que el hombre común advierte la
estupidez y la locura del mundo. Y que la vida necesita del comentario
permanente sobre su absurdo y su miseria. Y es también una encarnación del
humor judío como parte del patrimonio cultural de la humanidad.
Billy Crystal puso el alma en esta película. Y una película hecha con el alma
se distingue desde lejos. En la calidad y cantidad de chistes, en la velocidad y
el ingenio con la que se encadenan las escenas, en la fuerza de las
actuaciones, en el brillo de los diálogos a los que contribuyeron Lowell Ganz
y Babaloo Mandel (aparecen en el film como los libretistas a los que, junto
con una réplica de Woody Allen, despide Budd por inútiles). En el cariño con
el que se describe a la familia que culmina con la escena del increíble
discurso de Buddy en la ceremonia fúnebre de su madre. En el homenaje a
sus antecesores en la profesión, en la veneración por esos nombres que
inventaron el oficio del que Crystal es un legítimo heredero. En la emoción
con que recorre esos lugares de vacaciones donde sus ingenuos paisanos
veían actuar a los cómicos allá por los años 50. En la claridad con la que
reivindica ese medio plebeyo en el que su futura esposa (la encantadora Julie
Warner) eructa después de comer sándwiches con ajo en la noche romántica a
la luz de la luna y en el que la máxima aspiración de las madres es casar a sus
hijas con un médico. En la dignidad con la que esos hermanos, ya pobres y
viejos, resuelven sus vidas. “No hay nada como esas noches en las que,
después de unos minutos, uno siente que tiene la audiencia en su bolsillo y
puede llevarla adonde sea”, dice Buddy. El cómico de la familia es una de
esas noches de felicidad.
Publicado en El Amante N°18 – agosto 1993
78. San Martín, el gallego

El general y la fiebre, Jorge Coscia, 1993.


Dicen que John Ford hablaba de Lincoln como si hubieran ido juntos a la
escuela. Sin llegar a esos extremos, Jorge Coscia se propuso una visión de
San Martín más accesible que la figura de cartón de los textos escolares.
Rubén Stella se parece a la imagen de los cuadros, habla con un acento
español verosímil y hace simpático al personaje. San Martín demuestra su
patriotismo alabando los vinos del país (lo que no suena muy ajustado) y
despotricando contra los políticos porteños (lo que indudablemente fue
cierto). Algunas escenas son un poco pueriles. Otras, un poco forzadas. Por
otra parte, el film cae en la trampa de tantas películas biográficas al describir
el momento exacto en el que al prócer se le ocurre que hay que cruzar la
cordillera para derrotar a los españoles. San Martín aparece en la intimidad de
su convalecencia cordobesa, en sus sueños afiebrados que lo enfrentan con su
padre y, tímidamente, se insinúa una relación erótica con el personaje de
Licia Tizziani para distracción de los espectadores y escándalo de
instituciones cuidamármoles. No faltan fantasmas que reproducen leyendas
locales y elogios al curanderismo como medicina alternativa.
El general y la fiebre podría describirse como una película épica clase B,
con su anécdota mínima, sus imágenes sucias y su falta de ambición. No es
aburrida por exceso de solemnidad sino por falta de sustancia narrativa.
En una verdadera hazaña, los productores lograron el auspicio simultáneo de
radicales (Gobierno de la Provincia de Córdoba), menemistas (Municipalidad
de Buenos Aires) y antimenemistas (Gobierno de Mendoza). Esta última
presencia explica, tal vez, las escenas filmadas en la cordillera que nada
aportan al film. En cuanto a la presencia de Facundo Quiroga como testigo
del relato, parece sugerir que la afinidad entre el general y el caudillo riojano
tiene algo que ver con la relación entre otro general que volvió de España y
otro caudillo riojano. O, acaso, una más directa entre el general antiguo y el
caudillo moderno. Nada es gratis.
Publicado en El Amante N°18 – agosto 1993
79. El sida es más frío que la muerte

Noches salvajes (Les Nuits fauves), Cyril Collard, 1992.


Noches salvajes es una película rara. Su director, guionista y actor principal
murió de sida pocos meses después del rodaje. El personaje que interpreta se
le asemeja en muchos aspectos: es bisexual, está ligado al cine y es
seropositivo. Pero lo verdaderamente extraño es que en lugar del drama
desgarrador de un moribundo de treinta años, se trata de una especie de
documental de tono ligero. Collard/Jean es un tipo simpático, de aspecto casi
adolescente, obviamente narcisista, que pasea una sonrisa un poco triste por
su departamento, filmaciones, la casa de sus padres, la relación con su novia,
Ia relación con su novio, promiscuidades homosexuales, amigos de la
infancia, amigos más recientes, paseos en convertible rojo, bares y visitas al
hospital. Y eso es todo. Filmada con libertad, a veces con descuido,
mezclando el reportaje cámara en mano con el clip, con un bombardeo de
colores vivos y de música popular, la película está casi despojada de una de
las constantes del cine: la densidad dramática. Aunque hay una historia,
conflictos y hasta actuaciones intensas como la de Romane Bohringer, la
mirada del director es la de un turista
distante, aunque el tour incluye su propio cuerpo y las huellas de la
enfermedad. Collard está contando los últimos días de su vida pero casi en
ningún momento, aunque se la nombre, se siente la presencia de la muerte. Y
esta ausencia es la que hace que Noches salvajes sea una película rara. Porque
el cine ha acostumbrado a sus espectadores a que en cada film, desde la
comedia romántica hasta el western, la muerte esté presente de alguna
manera. Como peligro, como límite, como fantasía, como objeto de reflexión
o de burla, la muerte sostiene al cine, es parte de su textura. Acaso la
representación de la muerte a la que estamos acostumbrados sea un producto
del cine, tanto en las maneras de morir como en la imposición del tono de
gravedad que hace creíble la ficción y le da trascendencia al acto de sentarse
en una sala oscura. El cine nos importa porque es, aun en sus manifestaciones
más triviales, un encuentro con la muerte. Al sacarle la muerte al cine,
Collard mostró que la vida contemporánea tiene algo –la ausencia de la
muerte– que el cine no puede representar. Solo puede describir esa ausencia a
cambio de perder su facultad de emocionar. La verdad, parece decirnos, no
emociona y el cine puede hacerlo porque no muestra la verdad. Noches
salvajes no es escandalosa: es la demostración de que la banalidad está
dejando de ser un escándalo.
Publicado en El Amante N°18 – agosto 1993
80. Volando a Río

Perdido por perdido, Alberto Lecchi, 1993.


La primera película de Alberto Lecchi tiene el mérito de no caer en la
pretensión y el de contar una historia policial que mantiene el ritmo, muestra
Buenos Aires y permanece dentro del género policial. Logra, además, que
Enrique Pinti actúe, tarea que parecía imposible de antemano después de su
participación en Flop. Tiene también algunos defectos evidentes, como las
inverosimilitudes en el guion, la explicitación verbal constante de lo que está
pasando y la presencia, un tanto grosera, del tipo de publicidad encubierta al
que la jerga zoológico–televisiva llama “chivos”. Pero hay algunas
características de Perdido por perdido que sirven como muestra de algunas
constantes del cine argentino que vale la pena analizar.
La gente común. La pareja protagonista del film es un matrimonio de nuestra
famosa clase media empobrecida. EI agobio económico y la vocación
abandonada caracterizan al marido, la preocupación por el amor romántico y
el cuidado del cuerpo identifican a la mujer. Ambos son buena gente,
comparten el sueño de una vida mejor, sin preocupaciones y comiendo
perdices. Nada malo hay en todo esto, salvo que los personajes son nada más
que eso: no tienen un pensamiento, un rasgo de carácter, un secreto, una
manía que los haga interesantes. Más que seres humanos, parecen el resultado
de una estadística imaginaria. En cuanto al policía retirado, tal vez porque el
género exige que los detectives se distingan del resto de la humanidad, es
rengo y le gustan las palabras cruzadas. Y eso es todo. El problema
cinematográfico que plantea esta chatura es que los personajes están
limitados a lo que dicen ser. Todo pasa por el diálogo. No hay nada que
pueda adivinarse detrás de lo que está tan obviamente expuesto, nada que
estimule la imaginación del espectador. Nada que esté por afuera o contradiga
lo que ellos dicen de sí mismos. El director no es consciente de las
potencialidades inconscientes de sus personajes.
Moral porteña. Hay algo en lo que el matrimonio y el policía coinciden: se
sienten víctimas de los poderosos y, por lo tanto, habilitados para tomarse
una revancha como sea. Son honestos porque ellos lo dicen (“Usted me cae
bien, Vidal, porque es un tipo honesto”, le dice Pinti–Mattesutti a Darín).
Pero esa honestidad no les impide dedicarse al fraude o al chantaje. Estamos
en presencia de una doble moral que la película justifica por razones
sociopolíticas. Los habitantes de Buenos Aires, parece decir el film, tienen un
derecho que los nacidos en otras partes no poseen: el de violar las leyes y
seguir siendo honestos. Las hiperinflaciones y atropellos habilitan a los que
los padecieron para salvarse como puedan sin sentir culpa. Curiosamente, eso
mismo opina el ex obrero metalúrgico transformado en delincuente que
interpreta Jorge Schubert y que es uno de los tipos siniestros que juegan para
el bando de los malos. Lo mismo también podría decir el comisario asesino,
el gerente cínico y aun la empresaria inescrupulosa que dirige a los malvados,
a los explotadores. Personalmente, no conozco ningún crápula que no repita
que lo suyo obedece a la necesidad de sobrevivir o de alimentar a su familia.
Esta moral para uso de porteños desesperados es frecuente en la vida
cotidiana. ¿Es mucho pedirle al cine argentino que aporte un gramo de
lucidez a este engaño en lugar de copiarlo?
Mujeres. Carolina Papaleo encarna a una hermosa ama de casa que juega a
ignorar los problemas económicos de su marido y a felicitarlo por su
capacidad para mentir. Su personaje es de una tontería alucinante. Ana María
Picchio no es tan linda y, aunque es leal a su pareja, no es capaz de hacer
nada por su cuenta. Julia von Grolman sí que es inteligente y decidida pero, a
cambio, es absolutamente maligna. En resumen, si las mujeres son lindas, son
estúpidas; si son inteligentes, son malas; si son leales, son pusilánimes:
desgracias del machismo. Una mujer linda, inteligente y noble parece fuera
del alcance de esta concepción.
Thrillers. La narración de Perdido por perdido no se sostiene sobre el interés
de la trama ni sobre la riqueza de los personajes. En cambio, apuesta a
despertar una determinada sensación en la platea: la amenaza constante. El
héroe está todo el tiempo sometido a una angustia que proviene del exterior:
perder el departamento o el trabajo, estafar a la compañía de seguros, sostener
el engaño a su mujer, cobrar el dinero del chantaje, ser asesinado. No hay
ninguna escena en la que esté tranquilo y la película intenta (y a pesar de sus
defectos, lo logra) comunicar esa intranquilidad. La grandeza del thriller
como género reside en la idea contraria: en la alternancia de los momentos de
calma con los de peligro. En provocar en el espectador tanto la angustia de la
amenaza como el alivio de la seguridad. En un thriller no solo se goza con el
suspenso, sino también con el detective atendiendo relajadamente a los
clientes en su despacho, con el héroe seduciendo a la chica (o viceversa), con
una batalla ganada en la mitad del camino, con que las fuerzas del mal
amenacen de una manera menos inmediata. El thriller es, en esencia, un juego
en el que el reposo inicial se altera y se restaura continuamente. Una situación
permanentemente desequilibrada no hace sino empobrecer la trama y la
calidad de las emociones que el público puede disfrutar. En Perdido por
perdido, por el contrario, las escenas en las que Darín y Papaleo están a solas,
lejos de aprovecharse para reflejar el goce de la intimidad, se usan para
agregar, como nueva fuente de amenaza, la descripción de problemas
matrimoniales. Así es como la alternativa de un final feliz resulta artificial
porque previamente no hay nada que haga sentir esa felicidad como posible.
La ética dudosa, el machismo y la monotonía emotiva porteña convergen en
lo que más arriba se bautizaba como moral porteña. Una concepción de la
vida cotidiana argentina como repetición de actos cuestionables y de
situaciones calamitosas a cargo de personajes mediocres. Una concepción del
cine argentino. Ningún país es tan poco interesante como para que su cine lo
pinte de esa manera.
Publicado en El Amante N°18 – agosto 1993
81. Agresti ocho y dos tercios

“Nunca terminé del todo mi segunda película, La neutrónica explotó en


Burzaco, que era tandesagradable como para hacer quedar a Jorge Polaco
como un discípulo de James Ivory”, dice Alejandro Agresti. De haberlo
hecho, su filmografía oficial constaría de nueve largometrajes y dos
episodios. Así, son solo ocho largometrajes. Pocos cineastas en el mundo
tienen esa producción en la última década, casi ninguno a los 32 años y,
ciertamente, nadie que haya nacido en la Argentina se le acerca
remotamente. Queda establecido que Agresti es un director precoz y
prolífico. Falta agregar que no solo dirige sus películas, sino que también
hace el guion, la cámara, controla de cerca la edición, actúa y hasta
interviene en la música. Le faltaría ser modesto, pero no lo es.
Por el contrario, es uno de esos tipos verborrágicos, a los que les gusta hablar
de su trabajo y compararse favorablemente con todo el mundo. “¿Con quién
te identificarías”, le preguntan. Y él contesta: “Con Welles”. Pero hay algo en
Agresti que, después de cinco minutos de charla y del inevitable
reacomodamiento del oído, termina por imponerse sobre esa apariencia de
fanfarronería. Y es que respira cine y tiene un curioso respeto por la verdad.
Conversar con Agresti es escuchar el pensamiento en voz alta de alguien que
se entusiasma con lo que ha filmado, con sus futuros proyectos y con los
infinitos detalles de su oficio. Y esto es lo que llama la atención: encontrarse
con un director en actividad permanente, con un nivel de confianza y
familiaridad propio de un cineasta internacional. Después de todo, vive en
Holanda desde 1987, pero no hay duda alguna de que sus películas están
hechas por un argentino.
La producción de Agresti hasta la fecha podría dividirse, algo
arbitrariamente, en tres clases de películas. Las argentinas, El hombre que
ganó la razón (1986), que no vimos, El amor es una mujer gorda (1987) y
Boda secreta (1988). Las holandesas, tres producciones para la TV de ese
país realizadas entre 1991 y 1992 (Modern Crimes, Everybody Wants to Help
Ernst y The Lonely Race). Y las holando–argentinas, Luba (1990) y El acto
en cuestión (1993). Las primeras están filmadas en la Argentina y habladas
en castellano, las segundas están filmadas en Holanda y habladas en inglés u
holandés. Las últimas son una peculiaridad de la carrera de Agresti que
comentaremos en primer lugar.
Luba está hablada en inglés y basada en un cuento de Piglia con resonancias
arltianas. Actúa Elio Marchi rodeado de holandeses y de Viveca Lindfors.
Transcurre en un prostíbulo de la Holanda ocupada por los nazis. Marchi es
un escritor–inventor argentino perseguido por la Gestapo que pasa una noche
con la prostituta Luba. Es una especie de fábula brechtiana, en la que el amor,
la inteligencia y la clase oprimida se rebelan contra el capitalismo. Es, a mi
juicio, la única película fallida de Agresti. El tono es monocorde y solemne,
la anécdota inusualmente pobre y los personajes esquemáticos aunque
excéntricos. Si bien esto es deliberado para privilegiar el ambiente, el trabajo
sobre la banda de sonido y el uso del color y el cinemascope, es justamente
esta tendencia a lo pictórico y “artístico” la que le quita a Agresti gran parte
de su imaginación, humor, cercanía, espontaneidad y frescura.
Estos elementos, en cambio, aparecen con fuerza en El acto en cuestión, que
está próxima a estrenarse en Buenos Aires. Dura 114 minutos contra los 80
del resto de los largometrajes. Si Luba era un injerto argentino en Europa,
aquí se trata de una reconstrucción de Buenos Aires rodada en distintos
países europeos. Esta fue la primera película de Agresti que vi y no fui el
único sorprendido ante el despliegue de originalidad, talento y virtuosismo
con el que está construida. Una historia disparatada en blanco y negro,
protagonizada por actores argentinos, sobre la que volveremos en ocasión del
estreno. Por ahora, digamos cuatro cosas. Una: las actuaciones brillantes de
Carlos Roffe y Mirta Busnelli (que es decididamente la prueba que Graciela
Borges fue para Favio). Dos: Agresti empieza cada película (y en este caso se
luce especialmente) con planos secuencia sofisticados que funcionan como
una toma de posesión del terreno. Tres: hay una extraña afinidad en Agresti
con la Argentina previa a su nacimiento: con sus personajes, costumbres,
maneras de hablar, lecturas, fantasías. Esto se combina con la impresión de
que lo único relevante en la Argentina posterior a los 70 son los
desaparecidos. Es como si la Argentina contemporánea estuviera cubierta por
una niebla impenetrable. El efecto de esa niebla sobre el cine argentino de los
últimos treinta años es evidente: no suele haber identidades, conceptos ni
giros del lenguaje que tengan autenticidad alguna. Agresti esquiva la niebla
con un arcaísmo iluminador. Cuatro: el guion está basado en una novela del
director de 1980. La banda de sonido transcribe lo que parecen capítulos
enteros. Las imágenes se acercan y se apartan del texto en un curioso efecto
que desafía la idea de redundancia. Un chiste: del manager al mago que hace
desaparecer las cosas y la gente: “En la Argentina sos un misterio, un prócer.
Si volvemos, Perón te nombra ministro”. Una frase a develar: “Los libros son
lo único que te acercan a tu viejo”. Los personajes de Agresti roban libros,
cualquier libro.
El amor es una mujer gorda es la única película estrenada en la Argentina.
En blanco y negro, Elio Marchi es un periodista furioso que busca a su novia
ausente –negándose a enterarse de que ha sido asesinada por los militares–
por un Buenos Aires desolado en el que sus ex amigos son cobardes y
traidores salvo Caferata, un tanguero de los cuarenta. La relación con un
pasado lejano como lo único valioso de la Argentina, la traición de los
amigos, el amor perdido serán constantes posteriores. Una escena
memorable: Tito Haas paseando el cochecito de un chico ajeno, describiendo
la crisis económica y la tristeza. El plano en el tobogán demuestra que
Agresti ya era un director. “Es la única película decente sobre los
desaparecidos”, dice Agresti y tiene sus razones.
Tito Haas (Fermín) reaparece como el inolvidable protagonista de Boda
secreta. Es un chofer gremialista que desapareció en el 76 y revive
misteriosamente en el 88. Tras aparecer desnudo en el subte (plano inicial
misterioso, desde arriba, especialidad de la casa), va a buscar a su novia al
pueblo de Mendieta. En el camino, tras un momento de road–movie en el que
se escucha “Muchacha ojos de papel”, el micro se detiene en un pueblo:
General Susvín. El juego de palabras, la salida insólita empiezan a ser
habituales. La novia es Mirta Busnelli, que lo espera en la estación desde
hace 12 años y no lo reconoce (ecos de “Penélope” de Serrat). Otra vez el
tiempo borrado. Boda secreta tiene rasgos de obra maestra. Hay una cercanía
con los personajes, una ternura y un lirismo asombrosos. Se habla con una
cadencia musical extremadamente cuidada. Hay también una calma, un tono
relajado y emotivo que volverá en The Lonely Race, su última película
holandesa. Tras una hora de bonanza, la paz se rompe y se precipitan los
acontecimientos. Fermín enfrenta a las fuerzas vivas del pueblo que lo acusan
de agente comunista y todo se resuelve rápidamente. El cine contemporáneo
tiene, entre otros problemas, el del cierre de las historias. Las películas de
todos los orígenes tienden a hacerse inverosímiles cuanto más se acercan al
final. Es como si el factor de credibilidad que siempre requirió el cine fuera
cada vez más lábil, más difícil de instalar en el espectador que parece darse
cuenta de que le están mintiendo. Agresti suele enfrentar este problema
usando dos recursos convergentes. Uno es el de hacer películas cortas, que
hacia las tres cuartas partes se aceleran violentamente sin un desarrollo que
haga prever el final. El otro es el de hacer estallar un conflicto ideológico
entre los protagonistas (humildes y vitales) y sus perseguidores (burgueses,
anticomunistas y sin matices). Hay una especie de declamación marxista que
obsesiona a Agresti y lo hace apuntar al trasfondo social cuando la narración
empieza a requerir un desenlace. Esto produce un curioso efecto. Por un lado,
la presencia del director en el relato se hace evidente junto con su afán de
terminar de una vez por todas. Por el otro, lo que se dice es tan lineal y suena
tan antiguo que el resultado es una chispa de novedad y alegría, un antídoto
contra las convenciones a la moda. Algunos finales de Agresti tienen algo de
rito, de ceremonia: se canta “La Internacional” y nos vamos a casa. Aunque
no nos vamos tranquilos: Agresti es un cineasta del paraíso perdido y no un
didacta del alma bella.
Instalado en Holanda, Agresti filma tres largometrajes completamente
diferentes en un año. En el medio, hay un viaje a París para rodar un
episodio, llamado Library Love, de un film japonés que sirve de presentación
a un modelo de auto. La condición obviamente impuesta es la presencia del
vehículo. El resto es puro Agresti. Hasta un Agresti totalmente liberado. Es
una comedia de enredos en la que se cruzan dos matrimonios y en la que todo
el mundo interpreta al revés los deseos de su pareja. Las escenas de baño que
aparecen en todas las películas tienen aquí su paroxismo cuando una mujer
hermosa se queda sin papel higiénico y se limpia con las medias. Excelente.
Retratos de Marx y Lenin en el plot point.
Así como la Argentina de Agresti es la del pasado, Holanda es la del
presente. Las historias son contemporáneas y describen la sordidez de una
vida reglamentada y el maltrato de los europeos a los inmigrantes. Modern
Crimes tiene la música inspirada, como siempre, de Paul Van Brugge. Tiene
también el argumento más brillante de Agresti, la profusión de primeros
planos más insistente y el tono más dramático y desesperanzado. Es una
especie de thriller secreto, una intriga que resulta de la paranoia del
protagonista. Este es un holandés (Tim) que fabrica radios y que se encuentra
con un extraño personaje en el tren que lo convence de que “la gente no
muere, es matada”. Tim tiene un amigo italiano (Alex, interpretado más que
correctamente por el propio Agresti, que habla un inglés básico en contraste
con la fluidez de los actores de habla inglesa), que le cuenta que conoció una
chica y se quiere casar. El holandés lo defrauda, celoso y obtuso, diciéndole
que está loco. Agresti se suicida y el holandés inicia una pesquisa basándose
en la frase del tipo del tren, y en el Libro de las momias de un tal Prof. Peter
Greenewag (¡!). Busca al culpable sin darse cuenta de que es él mismo. En el
medio, habla por radio con un argentino que le dice que acá desaparece gente.
Es una película amarga, compacta y sin fisuras.
Todos quieren ayudar a Ernst tiene que ver con Cándido de Voltaire. Un
joven holandés se intenta suicidar, pero se golpea la cabeza y pierde la
memoria (¿suena conocido?). Sus padres inician una reeducación que incluye
ocultarle que su novia era una sudamericana desaparecida y que tanto él
como ella eran comunistas. Ernst se inicia en el nazismo. Su mejor amigo es
Elio Marchi, que le saca las novias y lo traiciona de varias maneras
(devolución de la traición holando–argentina del film anterior). El muchacho,
una especie de zombie alucinado, busca el mejor de los mundos posibles,
recupera sus antiguas creencias, choca contra la mentalidad pequeñoburguesa
de su entorno y se suicida de nuevo. Es su película más delirante y llena de
referencias. Abundan los sarcasmos. Implacable siesta colectiva en un cine
donde proyectan una “maratón Tarkosvki”. Diatribas contra el “arte
moderno”, la psiquiatría y la música minimalista. Puesta en escena de
un chiste verde (el tipo que va al prostíbulo con poca plata y solo tiene acceso
a un ganso). Inesperada aparición de los vinos Pángaro y Toro Viejo.
En The Lonely Race, Agresti vuelve a querer a sus personajes. Un viudo
(Pieter Lutz) se entera de que tiene cáncer y, al mismo tiempo, conoce a una
mujer en el tranvía. El film describe la vida cotidiana de ambos y su entorno.
Cerca del final, el viejo se rebela contra el sistema haciendo volar la Shell.
Hay una serenidad que contrasta con la neurosis obsesiva de Modern Crimes
y la aceleración de Ernst. Estamos otra vez en Boda secreta, con momentos
mágicos y personajes que buscan cariño y destilan dignidad. Son los viejos
holandeses, mucho más queribles para Agresti que sus hijos y sus nietos. Hay
un golpe de efecto fassbinderiano: la mujer le revela al protagonista que su ex
marido era un boxeador negro. Fassbinder es, precisamente, uno de los pocos
cineastas con los que puede y merece compararse Agresti. Y no solo por la
abundancia de su producción y la voracidad por filmar. El cine de Agresti es
variable, espontáneo y, al mismo tiempo, seguro y definido. No pertenece a
una escuela y se basa en sus propias intuiciones. Estas son de alcance y
profundidad diversos, pero de una exactitud sorprendente. Domina el oficio,
maneja brillantemente a los actores, cambia e inventa sin parar. No le tiene
miedo a experimentar pero
rechaza la originalidad por sí misma. Y se dirige al público. Sin hacer cine
comercial, no es un cineasta del subsidio ni de la élite. Pretende, por el
contrario, interesar y conmover a la audiencia.
Publicado en El Amante N°18 – agosto 1993

82. Ahí viene la plaga

La peste, Luis Puenzo, 1993.


He llegado a comprender que todas las desgracias
de los hombres provienen de no hablar claro.
Albert Camus, La peste.
Cuando Orson Welles filmó El proceso a partir de la novela de Kafka, estaba
eligiendo un libro que no le gustaba y se propuso refutarlo. Welles trató de
demostrar que Joseph K era todo lo contrario de lo que decía el autor. Un
director de cine está en su derecho de hacer lo que quiera con un texto
literario. Después de todo, grandes películas provienen de obras mediocres, y
grandes bodrios de ilustraciones minuciosas. Pero Luis Puenzo dice haberse
propuesto respetar a Camus. Declara: “He sido fiel a Camus. A mis
principios y a los de Camus”. Su oficina de prensa reclutó a la hija del
escritor para que certifique tal fidelidad, como si el haber heredado los
derechos de autor le diera también un poder especial para interpretar la obra
de su padre. Agrega Puenzo, citando a Godard: “Cada palabra del guion es
elección moral”. Después de leer La peste de Camus y ver La peste de
Puenzo, estoy convencido de que la lectura que Puenzo hizo de la novela no
solo la desvirtúa sino que la ataca en sus puntos más importantes. No sería
exagerado sostener que Puenzo odia a Camus y al libro.
Como se sabe, la acción de la película transcurre en Buenos Aires bajo la
ficción de que su nombre es Orán, la ciudad argelina que en tiempos de la
novela estaba bajo la administración francesa. En esa ciudad tan reconocible
por el Riachuelo, la vuelta de Rocha, la cancha de Boca, Puenzo decidió
instalar, junto con la peste, un gobierno autoritario que aprovecha la epidemia
para tomar medidas represivas. Con insistencia machacona se repiten las
consabidas escenas con las que el cine argentino suele subrayar la maldad de
los funcionarios oficiales. Mientras que la peste es, en Camus, un mal
esencialmente metafísico, que tiene una sombra alegórica en el nazismo pero
sin ninguna presencia humana que lo identifique, en Puenzo el fascismo se
superpone con su metáfora: las ratas animales coexisten con las ratas
humanas. El director lo justifica por motivos didácticos, diciendo que el
público de los noventa está embrutecido por los medios y necesita de estos
elementos más concretos. Es curioso el afán didáctico del hombre que en La
historia oficial nos enseñara que la gente adoptaba chicos durante la dictadura
sin saber que eran hijos de desaparecidos. ¿Qué quiere enseñarnos Puenzo
esta vez? Aparentemente, que el autoritarismo es malo, que todos
contribuimos a instalarlo y que nunca aprendemos la enseñanza. El encargado
de transmitir ese mensaje es Cottard (Raúl Juliá), el personaje más gris de la
novela, un asesino cuyo proceso está suspendido hasta que se vaya la plaga,
momento en el que será probablemente condenado. Puenzo lo convierte en un
torturador pero, al mismo tiempo, en un personaje vital y simpático. “Es un
animal”, dice alguien de él, pero el tipo es el único que entiende. Cottard nos
enseña: “No aprendieron nada. No saben que la peste va a volver”, y él,
obviamente, es la peste. Puenzo dice que trató a Cottard con ternura porque el
pobre “carece de imaginación”. El crimen del Cottard de Camus no es la falta
de imaginación (es bien posible que un torturador la tenga, a juzgar por lo
que se sabe) sino “haber dejado entrar la peste en su corazón”, lo que motiva
cierta piedad por parte del autor (y no precisamente ternura). Cottard es un
animal pero es simpático, no tiene imaginación pero se las sabe todas, es un
represor lúcido. En cambio, Tarrou (Jean–Marc Barr) no lo es. Puenzo
declara que no quiso que fuera “demasiado lúcido” y eliminó del guion su
pasado como camarógrafo en Latinoamérica. En cambio, Tarrou es para
Camus la lucidez absoluta, casi su propia voz. Es el que todo lo comprende
por haberlo visto todo. Tarrou huyó de su casa porque su padre era un fiscal
que hacía condenar a muerte a las víctimas de la justicia burguesa. Lo que
Puenzo le hace decir a Tarrou termina aquí. Pero el Tarrou de Camus agrega
que luego se hizo comunista y que fue culpable de otras muertes a las que
contribuyó a justificar ideológicamente, hasta que comprendió su error. Por
eso, Tarrou tiene una sola idea clara: “negarse a participar en esta repugnante
carnicería [...], negarse, tanto como a uno le sea posible, a estar a favor de las
plagas”. Ese era el Tarrou de Camus. Ese era Camus, que advertía en un
temprano 1947 la mentira del estalinismo. Puenzo, en cambio, cree en las
simplificaciones, en los olvidos, en sacarle la lucidez a los personajes para
reservarla para él o regalársela al torturador. Desde estas confusiones, Puenzo
puede declarar: “La peste es Cavallo”. (Imaginamos a Camus recibiendo el
Premio Nobel con la frase: “Monsieur le Ministre de Finances c’est la
peste”). Si algo sabía Camus, si algo intentó con su obra, es mostrar que las
cosas nunca son sencillas. Que la peste es un asunto mucho más complicado
que un ministro de economía. Nadie que admire a Camus podría decir, por
ejemplo: “La peste es Luis Puenzo” sin avergonzarse, aunque Puenzo sea,
como Cavallo, un predicador de necedades. Pero Puenzo sí se parece al
Cottard de la novela: es el hombre que intenta sacar partido de la peste.
Puenzo decidió no respetar las convicciones de los personajes de la novela.
Tomemos al lujoso y colorido obispo reaccionario que ha creado Puenzo para
el personaje de Paneloux (Lautaro Murúa). El personaje aparece dando un
sermón fundamentalista en el que afirma: “Todo lo que pretenda acelerar el
orden inmutable conduce a la herejía”. La frase de Camus es la misma pero el
contexto en el que la pronuncia le da un sentido totalmente diferente. El
Paneloux de Camus no es precisamente un progresista, pero está a años luz
del discurso hipócrita de la jerarquía eclesiástica argentina. Lo que está
diciendo es que es herético que un cristiano se suicide después de gritar a sus
fieles: “Habéis pensado que unas cuantas genuflexiones compensarían
vuestra despreocupación criminal”. Pero en la película, es justamente
Paneloux el que se suicida, superado por la muerte de un monaguillo cantor
(escapado de una película de Greenaway). Justo Paneloux, que en la novela
gritaba: “Hermanos míos, hay que ser el que se queda” y en la película
proclama: “He tomado la única determinación que puede tomar un hombre”
aludiendo a su suicidio. Puenzo hace que Paneloux reniegue de su fe y, al
mismo tiempo, se arrepienta banalmente de su pasado como si, en lugar de un
cura que vive casi fuera del mundo, se tratara de Norma Aleandro en La
historia oficiał, que comprende que ha vivido equivocada.
Todo le da igual a Puenzo. Por eso, tal vez, incluya una escena en la que una
manifestación rompe las puertas donde están detenidos los presos políticos.
“Era la noche de la liberación, no de la rebelión”, dice, en cambio, Camus
cuando la gente sale a celebrar el fin de la peste. Todo se politiza en el
sentido más familiar, más banal y, nuevamente, más confuso: no se sabe si la
peste es la enfermedad, el gobierno en ejercicio o uno que está por venir. No
se sabe si cayó el gobierno o todo sigue igual. Y si Cavallo ya es la peste,
¿por qué hace falta que vuelvan los torturadores? Pero todo sirve. Si algo se
encarga, en cambio, de aclarar Camus es la crueldad que adquiere la
estructura social durante las catástrofes: “Las familias pobres se encontraban,
así, en una situación muy penosa, mientras que las familias ricas no carecían
casi de nada”, dice Camus y nada de esto se insinúa en La peste de Puenzo,
en la que la sociedad es invisible a pesar de su declamatoria politización.
Mientras tanto, la madre del doctor Rieux (William Hurt), que nació en la
pobreza, es interpretada por China Zorrilla con su piano y sus aires de gran
señora. La peste de Camus está oculta en la estructura de la sociedad, la
constituye secreta y misteriosamente. La peste de Puenzo es, como la lluvia,
culpa del gobierno y se arregla votando correctamente.
De Camus queda muy poco en la película: los personajes son su contrario, la
vida cotidiana durante la epidemia (tema fundamental de la novela) está
escamoteada, la enfermedad tiene una interpretación lineal. Apenas escenas
aisladas, frases fuera de contexto, el nombre de la ciudad y de los principales
caracteres. Pero tomemos un detalle revelador. En la novela hay un personaje
llamado González, de origen español, que es un jugador de fútbol profesional
desocupado por la suspensión del campeonato. González tiene contactos que,
clandestinamente, pueden hacer salir a Rambert de la ciudad. Puenzo vio la
oportunidad y lo convirtió en otro torturado. El tipo es un cínico y utiliza las
metáforas futbolísticas que le presta (por supuesto, en otro contexto) el
personaje de la novela, un tipo derecho que solo piensa en volver al deporte.
Frente a las alteraciones comentadas antes, parece poca cosa. Pero ocurre que
Camus fue jugador profesional de fútbol en Argelia y recordaba el juego con
cariño. Solía decir que el fútbol le había permitido conocer el alma humana.
En un párrafo de la novela se apunta: “unos niños que estaban jugando tiraron
una pelota hacia el grupo que pasaba y González se apresuró a devolverla con
precisión”. ¿Hubiera aceptado Camus que el pobre González se transformara
en un torturador? Parece imposible. Pero Puenzo no sabe /no le importa. Pero
si le interesa la escena (una escena “filmable”) de la devolución de la pelota y
se la adjudica a Grand (Robert Duvall). El único problema es que Duvall, en
lugar de devolver la pelota con precisión como González, le pega con el
tobillo y para cualquier lado. Ni el fútbol le dejó Puenzo a Camus.
Pero dejemos descansar en paz a Camus y detengámonos en la moral de
cineasta que exhibe Puenzo amparado en la cita de Godard. Sandrine
Bonnaire interpreta a Rambert (que en la novela es un hombre). En lo que
podría ser una bella escena, Sandrine muestra las tetas (!!) cuando, solitaria,
graba un mensaje en video para su novio francés, mientras suena un tema
nombrado en la novela: “St. James Infirmary Blues” por Louis Armstrong.
Pero Puenzo introduce un detalle excitante: Barr la está espiando por el
monitor. No es el único desnudo. Una enferma, a punto de morir, es exhibida
morbosamente. También se muestra desnuda a una mujer en la cama de Barr
en situación casual. Y hasta a una bailarina que hace un número de striptease
rodeada de ratas (jesto sí es tener imaginación!). Pero cuando Rambert le dice
a Rieux que lo desea y se levanta el vestido, la cámara la muestra desde atrás
y su cuerpo solo es visible para Hurt. Es decir, cuando el cuerpo femenino
desnudo implica la vitalidad del sexo y del deseo, Puenzo se niega a filmarlo.
En cambio, aprovecha cualquier otra ocasión para hacerlo. En resumen, pasa
de la obscenidad a la pacatería con escala en el voyeurismo. Efectivamente,
una elección moral.
También es una elección moral la invención del personaje de Norman
Briski, una especie de predicador que le enseña a Tarrou una carta del Tarot
en una escena de montaje confuso. Y lo es también que solo al final, en un
breve flashback, esa carta se revele como la de la muerte, algo tan previsible
como innecesario. Pero, seguramente, estos golpes de efecto habrá que
atribuirlos a que el público embrutecido los necesita.
Y qué decir de la idea de ubicar la acción en un tiempo que combina la
televisión y la computadora con medicina y autos antiguos. ¿Es para mostrar
que los tiempos no han cambiado, para gastar en utilería o porque queda
elegante, como el bello fonógrafo antiguo que pasea Rambert o la fotografía
azulada? ¿Y de las inoportunas citas de Bergman, que nada tiene que ver con
todo esto?
La peste es una película aburrida hasta la exasperación, un despliegue de
viñetas aisladas, una historia deshilvanada con una producción cara y
estrellas internacionales. Sus escenas soportables provienen de la calidad de
los actores, que han leído el libro y aprovechan sus oportunidades para que
resuenen algunos tonos de la novela por encima de un argumento que bordea
lo incomprensible. Es un producto lujoso pero con toques de exotismo
tercermundista, destinado a seducir al público y la crítica europeos. Que no lo
haya logrado –como sí lo hizo, por ejemplo, Indochina– no es culpa de
Puenzo. Hizo todo lo que pudo. Ahora le queda intentarlo en Buenos Aires.
La coyuntura preelectoral tal vez ayude.
Publicado en El Amante N°19 – septiembre 1993
83. El día de la raza

Sangre por sangre (Blood In, Blood Out), Taylor Hackford, 1993.
La primera película de Taylor Hackford, El fabricante de ídolos, personal e
intimista, contaba la historia de un compositor y productor de música pop que
se cansaba de hacer triunfar a otros y terminaba convirtiéndose en el
intérprete de sus propios temas. La carrera de Hackford ha seguido el camino
inverso. Después del gran éxito de Reto al destino y tras fracasar con Sol de
medianoche y Cuando me enamoro, se convirtió en productor y dirige
esporádicamente. En el camino está Hail, Hail, Rock& Roll, extraordinario
documental sobre Chuck Berry que no se estrenó en cine y de cuya edición
en video nos ocupáramos en El Amante N° 1. Su interés constante por la
música popular lo llevó a producir La bamba, sobre la vida de Ritchie Valens
y lo acercó (estoy inventando) a la cultura de los latinos que viven en Estados
Unidos. El tema que Hackford eligió para reaparecer como director es la
cultura chicana, medio en el que transcurre Sangre por sangre.
La historia de la mafia mejicana construida desde las cárceles que rodean
Los Ángeles había sido narrada por Edward James Olmos en American Me,
que tampoco se estrenó en cine (ver El Amante N° 10). Es imposible hablar
del film de Hackford sin compararlo con el de Olmos. American Me es la
historia de Santana, un chicano que decide organizar a sus compañeros de
presidio para defenderse de los otros grupos étnicos y explotar desde su celda
los negocios clandestinos dentro y fuera de la cárcel de Folsom. En Sangre
por sangre la cárcel es San Quintín, el personaje se llama Montana y el
protagonista no es él sino su asesino, integrante de una generación posterior
que toma el mando porque el líder se ha debilitado. El que será el nuevo líder,
Miklo, es chicano a medias, porque es rubio y de ojos celestes y su condición
de mestizo lo lleva a demostrar que es más chicano que nadie y ese desafío es
el origen de sus desventuras. Junto con su primo Paco, boxeador y pandillero
convertido en infante de marina (eco de Richard Gere en Reto al destino) y
más tarde en policía, y con su otro primo Paco, pintor y drogadicto,
componen un trío con el que Hackford pinta las variantes laborales de la
comunidad de mejicano–americanos del Este de Los Ángeles.
Sangre por sangre tiene lo mejor y lo peor del cine de Hackford. Lo mejor es
su garra para contar, su obsesión para que la historia sea siempre interesante
y su habilidad para hacer aparecer la emoción y el drama que agita el mundo
interior de los personajes. Lo peor es que esto se logra con cualquier recurso
y la intensidad bordea frecuentemente la telenovela y la declamación. Pero
esto no es tan peor. En el fondo, es una virtud: Sangre por sangre tiene sangre
en más de un sentido, incluido el de tener polenta, comida poco apreciada en
estos días en los que el cine oscila entre la dieta macrobiótica y el exceso de
hamburguesas. El problema con Hackford es más bien otro. Fue inoculado
tempranamente con el virus del sentido y contra eso no hay remedio. Para
Hackford, la vida y las vidas deben explicarse. Sus personajes están atrapados
en un dilema que se resuelve al final de cada película. En ese momento, sus
atormentadas criaturas descubren su esencia, su misión, su verdadero ser. El
dilema se transforma en destino. La superficialidad de Hackford, y contra
esto tampoco hay remedio, lo lleva a esos finales cerrados en los que no hay
más contradicciones, en los que la vida se termina antes de la muerte. Me
parece que ser superficial, en el fondo, es apoderarse del tiempo, concentrar
la eternidad un segundo antes de la palabra “fin”. Nota (a pedido del
sindicato de gente precisa): últimamente no se pone “fin” sino que aparecen
los títulos. Pero volvamos a la relación entre Sangre por sangre y American
Me. La conmovedora película de Olmos estaba desgarrada por la pertenencia
del director a esa cultura humillada por la miseria, la violencia y la
ignorancia. Su lugar está en esa comunidad concreta y su desgracia es la suya
propia. Olmos no quiere cantar la grandeza de su etnia sino mejorar su
condición de vida. Comprender que sus amigos son enemigos de su pueblo y
culpables de una asimilación suicida lleva a la muerte a Santana. Hackford,
en cambio, es un gringo y lo ve de otra manera. Los chicanos ofrecen su
riqueza y su vitalidad para construir una parábola opuesta a los desvelos de
Olmos. Para Hackford da lo mismo ser policía, gangster o pintor. Para Olmos
no: le duelen las dos primeras opciones, le duele el sistema. Para Hackford, el
sistema es el dato inmutable, la verdad última. La mirada de Hackford parece
enhebrar muy bien la superficialidad artística con el determinismo social. El
final de Sangre por sangre (final paradigmático de Hackford) exalta
supuestamente la gloria chicana destacando que los tres primos son partes
indisolubles de una misma raza. A esa simpática raza le tocaría ser parte de
un nuevo folklore que nutre la cultura del espectáculo (comidas, expresiones
graciosas, mariachis, padrinos mejicanos). También se le prescribe practicar
un racismo que le sirva de consuelo mientras soporta pasivamente su
desdicha y su aniquilación. Para que dentro de quinientos años, cuando no
quede ninguno, se construya el monumento al chicano y Sangre por sangre se
exhiba como parte de los festejos del Décimo Centenario.
Publicado en El Amante N°19 – septiembre 1993
84. Fracasos y bodrios

El último gran héroe (Last Action Hero), John McTiernan, 1993.


Riesgo total (Cliffhanger), Renny Harlin, 1993.
Hace poco, alguien llamó a la radio para preguntarnos cuánto nos habían
pagado para hablar bien de El último gran héroe. Con mejor intención, otra
persona me preguntó si la crítica elogiosa que escribí en El Amante Nº 7
sobre Arma mortal 3 estaba motivada por mi deseo de fastidiar a alguien en
particular. Una tercera anécdota: después de disfrutar de El guardaespaldas
en una función privada, se lo confesé a otro de los asistentes. Sentí que varias
miradas se clavaban en mi espalda, me puse colorado y me caí por la
escalera. Si defender una película de Schwarzenegger no depara un gran
prestigio cultural, parece, en cambio, asegurarle a uno el ingreso al club
Defensores del Pochoclo, institución sin fines de lucro (por lo menos propio)
cuyos miembros no se pierden ningún estreno que haya costado más de 50
millones de dólares. He declinado el honor de pertenecer a esa institución
después de ver Riesgo total. Mientras que El
último gran héroe me resulta una película inteligente y divertida, la de
Stallone me parece un bodrio sádico y estúpido. Lo que me atrae de escribir o
hablar sobre cine no es distinguir entre lo culto y lo comercial, entre los films
de las multinacionales y las producciones independientes, entre los artistas y
los artesanos, sino tratar de discriminar dentro de cada una de esas categorías
y encontrar la originalidad en lo adocenado y la trivialidad en lo exquisito.
El último gran héroe trae, además, un misterio a develar. Es el del
gigantesco fracaso de crítica y de público de esta película. En un artículo de
la revista americana Premiere (septiembre de 1993) se cuenta la historia de
este fracaso y se advierte que la película ya estaba condenada el día de su
estreno. Bastó para ello que se filtrara en la prensa el dato de que una
exhibición previa había arrojado una encuesta desfavorable. El ensañamiento
de las críticas fue ejemplar y pronto quedó claro que los fanáticos del rey del
bíceps la rechazaban porque no era lo esperado. ¿Qué se supone que
esperaban? Aparentemente, una exhibición de violencia indiscriminada, una
demostración de los poderes del superhéroe, un gran despliegue de efectos
especiales. Tal vez una reedición de El vengador del futuro con sus cuerpos
amputados, su ritmo inútilmente acelerado, sus ideas de pacotilla. Todo eso
está a disposición del respetable público en Riesgo total, pero con menos
ideas, con más sadismo, con la décima parte de ingenio y con el mismo costo.
El director Renny Harlin ya había demostrado su torpeza en Duro de matar II,
secuela de la compacta, imaginativa y consistente Duro de matar, de John
McTiernan, justamente el director de El último gran héroe. Si algo tiene de
original la película de alpinistas de Stallone, y no precisamente del lado
positivo, es que su espacio cinematográfico está organizado como el de un
videojuego: todos los lugares se comunican arbitrariamente. Los lugares
tienen un nombre, pero nada los separa y se pasa de uno a otro por simple
necesidad del guion, para que los antagonistas se reencuentren
continuamente. Una idea tan abstracta y revolucionaria como repugnante al
cine, sobre todo si se trata de una película que intenta apoyarse en la
majestuosidad del paisaje de montaña. Este dispositivo ya había sido
probado, aunque de manera autoconsciente, por John Carpenter en Rescate en
eI barrio chino, su peor película.
El último gran héroe se burla de las arbitrariedades de este tipo, del registro
de convenciones con el que se manejan los guionistas y de la brutalidad fácil.
Pero no lo hace desde la parodia y el desdén sino construyendo una película
cuyo tema son justamente las películas y que tiene, a su vez, su propia trama,
su propio suspenso y su propia consistencia. Un chico solitario, espectador
típico de estas baratas producciones caras y admirador de Schwarzenegger, se
mete dentro de una de las películas de su ídolo, que interpreta allí al policía
Jack Slater, una mezcla de Clint Eastwood en Harry el sucio con Mel Gibson
en Arma mortal. Allí rige una lógica paralela, con todas las características de
un film de ese tipo. La euforia del chico por compartir el mundo del
personaje corre pareja con la necesidad de demostrarle a Slater (que no es
Schwarzenegger ni sabe de su existencia porque es un personaje de ficción)
que se trata justamente de una película. Sus argumentos son sencillos (todas
las mujeres son lindas, los golpes no duelen, solo se escucha música de rock,
las parejas de policías son disparatadas) pero no convencen al héroe. Hasta
que el villano jamesbondiano (un extraordinario Charles Dance) descubre que
puede huir pasándose a la realidad y hasta allí lo siguen. En ese momento, los
colores vivos, la ligereza del tono, la velocidad de las cosas, dan lugar a los
tonos oscuros y el sufrimiento. Estamos en el lugar donde los malos pueden
ganar. Para hacerlo, deberán matar al actor Arnold Schwarzenegger, un doble
exacto de Slater. Un rasgo de genialidad del guion es mantener los dos
mundos alternativos y materializar cinematográficamente la idea de realidad
virtual, por primera vez tratada con limpieza y elegancia, superando la pobre
abstracción de Woody Allen en La rosa púrpura de El Cairo. No hay un
mundo real y un mundo de las películas sino que cada película es un mundo
alternativo y desconectado de los otros. Todo sucede manteniendo intacto el
interés de la trama y se le agrega una multitud de humoradas pertinentes y
cinéfilas.
¿Por qué fracasó El último gran héroe en Estados Unidos? Hay una hipótesis
que me seduce. La idea de Schwarzenegger fue que había que ocultarles la
violencia a los chicos, pero eso ya lo había hecho el Pentágono en la Guerra
del Golfo. Y los espectadores quieren ver en el cine lo que la televisión les
escamotea. Ah, y si quieren una de alpinistas, alquilen Grito de piedra.
Publicado en El Amante N°19 – septiembre 1993
85. Mírala de nuevo, Sam

Una mujer para dos (Mac Dog and Glory), John McNaughton, 1993.
Podemos hablar francamente de nuestros defectos
solo a quienes reconocen nuestras virtudes.
André Maurois*
No es ningún escándalo que alguien cambie de opinión sobre una película al
verla por segunda vez. Me pasó con Héroe accidental. Ahora, decir por radio
que una película es un desastre y escribir después que es muy buena, ya no es
serio. Me está por pasar con Una mujer para dos.
No hay muchas comedias en el cine y las que hay empiezan con alguna
escena lo suficientemente clara como para que uno se diga: “ojo, esto es una
comedia” y se predisponga para un relato más ligero que los que uno ve
habitualmente. En ese estado de ánimo, uno espera que le cuenten chistes y, a
veces, le toca reírse. Hay gente de buen humor y otra naturalmente
malhumorada. A los que pertenecemos a este último tipo, nos cuesta menos
entender tecnicismos jurídicos, soportar pilas de cadáveres o aburrirnos con
dramas domésticos que largar una sonrisa. Por eso me ensarto con las
comedias. Necesito verlas sabiendo que me puedo llegar a divertir, para lo
cual tengo una serie de ejercicios preparatorios que no divulgaré. Cuando no
me preparo, suelo salir furioso. Hasta que, con el correr de los días, sospecho
que me perdí algo, que me pasé dos horas escuchando mis propios prejuicios
en lugar de ver la película. Estoy desarrollando un instinto para saber cuándo
metí la pata. Desarrollar otro para no meterla de entrada será tema de estudios
posteriores. En el caso que nos ocupa, tengo alguna disculpa. Se trata de una
película de tono menor, y los tonos menores son más difíciles de interpretar
que los mayores, como dicen los músicos. Además, cuando una película está
dirigida por el tipo que hizo Henry, retrato de un asesino (a la que se le puede
encontrar el humor, pero cuesta) y empieza con dos asesinatos feroces, no es
tan fácil darse cuenta de que es una comedia. Es más, muchos críticos
opinaron que se trataba de un drama, un policial o una farsa. Cuando me
enfrento con películas como esta, mi otro yo (el que ve las películas por
primera vez) interpretará los sarcasmos del asesino como intentos del director
y el guionista de hacerse los vivos. Seguidamente pasará a creer que las
ironías, los chistes y las situaciones ridículas no son para que uno las festeje
sino que merecen ser condenadas como cambios de tono injustificados y
pretenciosos. En cambio, el yo revisor, desprejuiciado y astuto, comprenderá
que no hay tales cambios de tono, advertirá que la película es una joyita y
declarará que se trata de una comedia a pesar de las apariencias. Y se reirá
como un cretino, a pesar de que el resto de los espectadores se obstine en
permanecer serio (cuando mi viejo se reía en el cine, obligaba a toda la sala a
reírse. Yo heredé algo así como la décima parte de esa habilidad y en el cine
éramos menos de cinco).
Una mujer para dos tiene estructura y tono de cine negro. El policía solitario,
las sombras y peligros de la ciudad, la rubia que aparece para cambiar la vida
del protagonista, las fuerzas del mal acechando. ¿Por qué, entonces, es una
comedia y no un policial negro? Basta un pequeño cambio de perspectiva, un
ligero ajuste en el ánimo para pasar de uno a la otra. O dicho de otra manera,
es las dos cosas, como ocurre con Tener y no tener y con otras películas de
Howard Hawks. Se trata de un policial negro y de una comedia (aunque no de
una comedia negra).
La película tiene la mejor galería de personajes que haya visto en mucho
tiempo. Estos son cuatro. Dos principales y antagónicos: el policía cobarde
que debió ser un artista (De Niro, controlado), el gangster psicoanalizado que
quiere ser cómico de escenario (Bill Murray, el mejor comediante de esta
época). Dos secundarios, escuderos de los anteriores: el policía que nació
para el oficio (David Caruso, un guapo del novecientos) y el matón sonriente
y un poco chiflado (Mike Starr, revelación). Entre ellos está Glory (Uma
Thurman), hermosa, sufrida y convencional en contraste con tanto excéntrico,
que actúa de nexo entre los personajes masculinos y es el MacGuffin de esta
historia.
He leído por ahí que la película es una historia penosa entre personajes
sórdidos. Nada más lejos de lo que vi (la segunda vez). Los cinco personajes
son simpáticos. Los principales comparten una sensación de estar solos y en
un lugar equivocado que los hermana. Los escuderos están buscando darse el
gusto de agarrarse a trompadas. El tono es de una generalizada melancolía
que deja lugar al amor, a la amistad, a la generosidad y a una sensación de
absurdo que –y esto es lo mejor– los protagonistas no dejan de percibir.
Todos están preparados para un juego destructivo y estúpido, pero a todos les
sobra paño para otra cosa. La épica y el romanticismo los acechan.
Hay muchos nombres importantes asociados a esta película. McNaughton
como director, Richard Price como guionista, Scorsese como productor. En
un film tan logrado, hay una escena indigna de los tres juntos y por separado.
Una noche, Mad Dog le muestra a Glory una calle de Nueva York en la que
un día, cuando estaba tomando una foto, apareció un venado. La cámara mira
la calle vacía, hay una atmósfera mágica y, de pronto, ise materializa el
venado! Seguramente se trata de una toma injertada por ya saben quién, que
se introdujo de madrugada en el estudio. Buena película, pero ¿por qué le
habrán puesto venados?
* Frase aparecida en el envoltorio de un bombón “Baci”, ingerido durante la
redacción de esta nota. También se ingirió otro que decía: “Las amistades no
son explicables y no deben ser explicadas si no se quiere acabar con ellas”
(Max Jacobs), que bien podría relacionarse con la relación entre Frank y Mad
Dog. Un tercero contenía una sentencia de Sartre: “No se juzga a quien se
ama”, remotamente aplicable a la relación entre Mad Dog y Glory. Hubo un
cuarto, cercano al momento del empacho: “El amor no es mirarse el uno al
otro; es mirar juntos en la misma dirección” (Antoine de Saint–Exupéry), un
tanto empalagoso, para el que no puedo encontrar otra utilidad que
interpretarlo como una señal para dejar de comer bombones.
Publicado en El Amante N°19 – septiembre 1993
86. Dossier Ciencia ficción

La máquina del tiempo (The Time Machine), George Pal, 1960.


Mucho más cerca de la ingenuidad del cuento de hadas que de la solemnidad
de la fantasía científica, esta versión de la novela de Wells es un despliegue
de color, decoración y efectos especiales propios del kitsch de la comedia
musical. Ningún adepto duro del género puede aceptar esta utopía positiva
que invierte Metrópolis (porque los habitantes del mundo subterráneo son los
amos de los que viven arriba) y también Horizontes perdidos (porque el
protagonista llega a un paraíso habitado por tontos). El gran encanto de este
relato de Navidad tiene mucho que ver con la tenue melancolía que acompaña
la soledad del protagonista. Este, aislado en su mundo y en su época, partirá
para volver al futuro y aportarle la experiencia del pasado (invirtiendo, de
paso, Un yanqui en la corte del rey Arturo). El científico, que es un
visionario y no un ambicioso (invirtiendo El hombre invisible, Frankenstein y
tantas otras), viajará en su coqueta cápsula sentado en un sillón de terciopelo
rojo. Solo la Metro Goldwyn Meyer podía concebir un vehículo semejante.
La Warner Bros., por ejemplo, hubiera usado un asiento de tranvía.
Publicado en El Amante N°19 – septiembre 1993

87. Cuando Dave conoció a Hillary

Presidente por un día (Dave), Ivan Reitman, 1993.


Inspirada en el buen humor que provoca un futuro cambio de gobierno,
Presidente por un día imagina que Clinton, el boy–scout ingenuo, reemplaza
a Bush, el zombie reaccionario. Que el mismo actor interprete a ambos es
parte del chiste. Cincuenta años antes, otro boy–scout llamado Jimmy
Stewart había ido a parar a Washington para hacer de senador (Caballero sin
espada, Capra, 1939). Se encontró con un nido de mentira y corrupción al
que enfrentó con su moral de chico bueno. La película terminaba bien, pero
solo porque era una película: todo lo demás indicaba que Washington no era
el lugar apropiado para un ciudadano honesto. Los políticos de la época no
dejaron de advertirlo y tildaron al film de amenaza para la democracia. Los
miembros de la administración Clinton, en cambio, fueron en masa a ver
Presidente por un día. No solo eso: en la película participan unos cuantos
funcionarios reales, incluidos varios senadores. Los periodistas también
estuvieron: se puede ver a todo el plantel de CNN, incluyendo a los dos
imbéciles que hacen el programa Crossfire. El mundillo de Washington
decidió sumarse a la fiesta. Lo curioso es que aunque la película termina con
una defensa de la carrera política, la imagen que pinta del mundo del poder y
de la prensa no es tan complaciente. Washington aparece como un robot sin
controles, en el que el presidente puede burlar la ley ante la complicidad
ignorante de funcionarios y columnistas. La política nacional y la seguridad
del mundo pueden caer en manos de un canalla irresponsable o producirse un
golpe de Estado sin que nadie se dé cuenta (salvo Oliver Stone, en un gag
brillante). Pero, a diferencia de Stewart y Capra, nadie se va a amargar por
eso. Tampoco se trata de cinismo: la película asume con alegría que la
política es parte del espectáculo (Schwarzenegger y el presidente, otro gag
brillante). En el espectáculo hay lugar para todos: los héroes, los villanos, los
puros, los corruptos y la mayoría silenciosa. Y, con un poco de suerte, los
buenos terminan ganando. En la época de la filmación y del estreno, en
EE.UU. soplaban vientos de esperanza.
Ese clima era propicio para una buena comedia. Faltaba sumarle una vieja
convención del cine americano: que un tipo simple, simpático, honesto,
noble, inteligente, desinteresado y valiente puede inspirar confianza,
despertar los buenos sentimientos, hacer aflorar lo mejor de quienes lo rodean
y lograr que los malvados queden en minoría. Agregando una historia de
amor, el talento del guionista Gary Ross (Quisiera ser grande) y siete actores
excelentes, se obtiene Presidente por un día, la comedia más fina que haya
dado Hollywood desde Cuando Harry conoció a Sally (Rob Reiner, 1989).
Hay otra característica de la película que se combina con la moral americana
ambiente: es una comedia puritana. El protagonista sustituye al presidente
cuando este sufre un ataque durante el coito con una secretaria (antes, ella le
dice “Gracias, señor presidente” mientras él alude al “Hotel Monroe”, una
clara referencia al affaire Kennedy–Marilyn). Su doble, en cambio, se
enamora de la primera dama. Ella, que odia y desprecia a su marido, se
enamora de él (sus amores son castos. Ni siquiera se besan. El romance se
consumará cuando el verdadero presidente haya muerto). Este cambio de la
amante vulgar por la esposa distinguida sirve como metáfora de la vida
sentimental de Clinton. Salir con una corista casi le cuesta la presidencia. El
respaldo y el protagonismo de su mujer le permitieron obtenerla,
complaciendo simultáneamente a dos pilares del imaginario americano: la
monogamia y el matriarcado (recuerdo que una vez le preguntaron a Paul
Newman si engañaba a su mujer, Joanne Woodward. Newman contestó:
“Para qué voy a salir a comer hamburguesas si en casa tengo caviar”. No sé si
Newman mentía, pero yo suscribo). Pero esta base puritana –especialmente el
cambio de mujer– es la metáfora de algo más sutil, que es lo que realmente
inspira la película. El presidente solo ambiciona el poder por el poder mismo,
mientras que el doble tiene metas más elevadas: se propone ayudar a la gente.
Que le mire las piernas a la primera dama y no a la secretaria es el símbolo
perfecto de que la política no tiene por qué ser un asunto bastardo.
Sigourney Weaver no solo puede pasar del soldado Ripley a una mujer
sofisticada. Es la única actriz que puede hacer de mujer del presidente, la
única que puede mantener el equilibrio entre la sensualidad y el pedestal.
Kevin Kline se merece el Oscar por Presidente por un día. También se lo
merece Harrison Ford por El fugitivo. Ni las aventuras ni las comedias
producen Oscars. Kline tiene una remota chance, pero depende de las
encuestas de popularidad de Clinton.
Publicado en El Amante N°20 – octubre 1993
88. La plenitud de la vida

Sofie, Liv Ullmann, 1992.


En el material de prensa con el que la empresa distribuidora acompañó el
estreno de Sofie se consignan, como es costumbre, algunos elogios de la
crítica internacional. La mayoría utilizan el adjetivo bergmaniano e inscriben
la película en una supuesta escuela creada por el director sueco La de The
Times llega a decir: “Nadie puede ser la heroína de los films de Bergman
durante 10 años y no absorber sus genialidades” (?). Obviamente, esto se
inscribe en la estrategia publicitaria que intenta aprovechar una marca
prestigiosa, como ocurriera el año pasado con Con las mejores intenciones de
Bille August a la que se llegó a vender como una película “de Bergman”. De
hecho, hay más Bergman en este pressbook (y seguramente en las críticas que
aparecerán en los diarios de Buenos Aires) que en toda la película de
Ullmann.
Cuatro diferencias entre Bergman y Ullmann. Una: para Bergman, la
angustia ante el envejecimiento y la muerte es lo más importante que le
ocurre a la gente. En Sofie, los personajes envejecen y mueren, pero a los
personajes no les preocupa su propia decadencia. Sufren, en cambio, por la de
los demás. En ese sentido, tienen un altruismo y una serenidad que no se
encuentra en ningún personaje de Bergman: Dos: la nada invade a las
criaturas bergmanianas. Sus vidas padecen de un vacío afectivo esencial y ese
vacío se origina en la familia. La vida de Sofie, aun en la frustración, está
llena de sentidos y su familia es fuente de todos los afectos. Tres: lo que en
Bergman (y, como caricatura, en August) es gravedad y desesperación, en
Ullmann resulta ligereza y resignación. Cuatro: Bergman (si hay que hablar
de genialidad en Bergman es aquí) es un cineasta del instante. Los planos en
los que captura la intensidad de los cuerpos y, especialmente, de las caras son
inimitable. El mejor cine de Bergman tiene un espacio que le es propio. Por
eso August resulta una caricatura: su intensidad tiene que ver con el grado de
patetismo del guion y no tiene nada de cinematográfica. El cine de Sofie, en
cambio, tiene que ver con la acumulación que produce el transcurrir del
tiempo (de paso, hay algunas elipsis cuya elegancia es notable para una
debutante). Es más: Ullmann se permite en Sofie responder a la concepción
bergmaniana. Se trata de un cine contra Bergman. Hay una escena clave en la
que el pintor Højby siente que descubre el alma de Sofie con una mirada y se
muere por pintar y poseer esa alma y su correspondiente cuerpo. Su vida
quedará signada por ese momento. Ella está fascinada por el reflejo de su
imagen en los ojos del artista, pero la película es la demostración de que la
vida no puede resumirse en un momento. Sofie desea al pintor pero, a
diferencia de él (cuya vida se agota en la intensidad de ese instante que
supone trascendente) recordará ese pasaje de su juventud como una
frustración amorosa, como una ocasión perdida que no altera la verdad de su
existencia. Madurez de Sofie/Ullmann, eterna adolescencia de
Højby/Bergman.
Hay otra particularidad en el citado pressbook. Ni se menciona al judaísmo.
Sofie es la hija de un matrimonio de la burguesía judía. La película transcurre
en la templada sociedad dinamarquesa de principios de siglo, entre la
suavidad de la vida de los ciudadanos acomodados de provincia y sus tenues
pero inocultables prejuicios. La familia de Sofie está a un paso de la
asimilación definitiva que propone su tío. Su pertenencia a la tradición
necesita del sostén de su padre. Pero ¿qué tradición es esta? Sofie le dice a
Højby: “no hay nada de misticismo entre nosotros”. Y, en realidad, los judíos
de Sofie son místicos que se ignoran como tales. La práctica de la religión no
es importante en sus vidas. No hay pastores, ni represión ni hipocresía. Sus
ritos son esporádicos. Sus preceptos son mínimos. “Serás un buen judío”, le
dice el padre de Sofie a su nieto. “Eso quiere decir”, agrega, “que amarás al
prójimo como a ti mismo” (es una lástima que Ullmann haya creído necesario
repetir esa frase). Y justamente es por eso que son místicos. Su relación con
Dios es personal y ese Dios no tiene nombre ni es el Creador. Es una
presencia inefable y plena que se expresa a través del afecto y se manifiesta,
apenas, en la música. De esa presencia deriva la superioridad que el pintor
adivina pero interpreta con categorías diferentes. Y que la propia directora
persigue a lo largo de todo el film, a través del tiempo, intentando atrapar un
sentimiento perdido –tal vez para siempre– en la Europa de fin de siglo.
Pocas películas se atreven con un misterio que ni siquiera osa decir su
nombre. Liv Ullmann logra evocarlo en Sofie.
Publicado en El Amante N°20 – octubre 1993
89. Dossier Fassbinder. 37 x 43
Alemania, año cero. Rainer Werner Fassbinder nació cerca de Munich el 31
de mayo de 1945, hijo de un médico y de una traductora. Su madre –una
señora de aspecto rígido y desagradable– aparecería en muchas de sus
películas. Con Alemania destruida por la guerra, no era un buen momento
para nacer. Acaso por eso, su cine careció siempre de todo sentido del humor.
Poco querido por sus padres –que se divorciaron cuando tenía seis años–,
aunque se crio en una familia pequeñoburguesa, se sintió un excluido desde
chico. Tuvo problemas escolares, vivió en la calle entre inmigrantes,
prostitutas y delincuentes y sintió que su lugar estaba más cerca de los
marginales que de los valores inculcados por su familia. A los quince años se
enamoró de un carnicero. Su padre le dijo: “ya que vas a ser homosexual, por
qué no te buscás un universitario”. Nunca lo haría. Aunque su promiscuidad
fue legendaria e incluyó ocasionalmente a las mujeres, las tres grande
pasiones de su vida adulta fueron de otro medio: el negro Günther Kaufmann,
hijo de un soldado americano, el árabe inmigrante El Hedi Ben Salem y el
carnicero casi analfabeto Armin Meier. También trabajarían en sus películas.
Otro tanto harían muchos de sus amantes que fueron también sus
colaboradores (Kurt Raab, Peer Raben, Irm Hermann, Ingrid Caven, Harry
Baer, Peter Chatel, Dieter Schidor, Juliane Lorenz, Udo Kier, Volker
Spengler, Daniel Schmid, etc.). A los veinte años filmaría su primer
cortometraje. A los 24 su primer largo. El día de su muerte, intoxicado por las
drogas, el alcohol, los cigarrillos, la comida y el trabajo, el 10 de junio de
1982 –a los 37 años– dejaría 43 películas, 13 obras de teatro, dos libros de
ensayos y varias actuaciones en películas ajenas.
Una vida difícil. ¿Por qué ocuparse de la vida de Fassbinder al abordar su
obra? ¿No son sus películas lo importante y no sus asuntos privados?
Ensayemos una respuesta. En primer lugar, la “vida privada” de Fassbinder
fue todo menos privada. No hizo nunca nada por ocultar sus tumultuosas
relaciones, sus preferencias sexuales ni sus opiniones en todos los terrenos.
Las mil anécdotas que desparramó pasan de una biografía a otra, asombraron
y siguen asombrando a los que se enteran de ellas. La presencia de los
integrantes de su entorno y la recreación de situaciones personales que
muestra su cine merecen que se hable de una existencia que fue pública como
pocas. Pero la razón más importante es otra. Todo gran cineasta hace mirar el
cine de una manera diferente. Fassbinder obliga a acortar la distancia entre
vida y obra que los críticos suelen mantener como un tabú sagrado. Sus
cuarenta largometrajes en trece años son una de las experiencias más
singulares que haya dado el cine. La fuerza y la contundencia de esos años
imposibles no volverá a repetirse. Fassbinder fue un caso único y su cine es
tan singular que requiere de categorías propias para ser analizado.
Una variedad de melodramas. No parece haber un estilo en Fassbinder,
aunque cada uno de sus films lleva su firma inconfundible: son melodramas
que terminan en la muerte y tienen un sello de solemnidad y de tragedia que,
al mismo tiempo, es distancia e ironía. Hay por lo menos diez referencias,
diez ejes en sus películas: la Nouvelle Vague, el teatro, el cine clásico de
Hollywood, la experimentación, los episodios de su vida, la historia de la
Alemania de posguerra, el tema de los grupos y las minorías, la novela Berlin
Alexanderplatz, las drogas y la sed de fama y reconocimiento. Todas se
entrecruzan y predominan según los momentos y las necesidades.
Nouvelle Vague. Dedicada a Rohmer, Chabrol (al que luego defenestraría en
un brillante artículo) y a Jean–Marie Straub, El amor es más frío que la
muerte está en clara deuda con el movimiento francés y tanto sus largos
planos en blanco y negro como su clima de novela negra y su historia parecen
un Sin aliento en clave gay. Esta película y Dioses de la peste (que es casi un
calco) tienen el aire de la juventud descarriada y la rebeldía contra la
sociedad de los más viejos que asoma en los primeros Truffaut y Godard.
Ambas tienen un dejo de libertad e inocencia que pronto dejaría paso a un
tono propio de un director que dejó de ser joven hace tiempo.
Teatro. Más allá de algunas adaptaciones de obras teatrales (Katzelmacher,
Libertad en Bremen, El café, Nora Helmer), la dirección de actores de
Fassbinder está marcada por su temprano paso por el teatro. Hay muchos
momentos de sus películas en los que parece tratarse de una cámara que
registra una representación. Esto es particularmente observable en las
películas para televisión. En ellas, la intensidad de las actuaciones se mezcla
con una distancia brechtiana.
Hollywood. Gran consumidor de cine americano en su adolescencia, la marca
de Hollywood aparece por todas partes. Desde el seudónimo “Franz Walsch”
con el que Fassbinder disfraza su carrera como montajista (homenaje a Raoul
Walsh) hasta su vocación de narrador. Fassbinder cuenta siempre una
historia. Rara vez contempla y, cuando lo hace, su cine se amanera, cae en el
aburrimiento y la esterilidad. Su contemporáneo Wenders homenajea a
Hollywood, pero sus historias consisten en mirar una película americana: su
cinefilia tuvo a Hollywood como el deseo imposible y nostálgico para
transformarse luego en desilusión y regreso europeo. Fassbinder, en cambio,
decidió encarnar a los realizadores americanos de los cuarenta y cincuenta.
Cansado tempranamente de hacer un cine para minorías, en 1971 replanteó su
carrera y decidió visitar a Douglas Sirk, al que eligió como modelo. Esta
rebelión contra un cine calculado y frío que identificaba a su generación fue
una de las grandes audacias intelectuales de Fassbinder: vio en Sirk el
resultado, no de la sumisión y el trabajo por encargo, sino el coraje de llegar
al gran público y exponer sin pudor los sentimientos. Identificó su dificultad
anterior para tomar ese camino como “un prejuicio de europeo seudoculto”.
Las películas más sirkianas de Fassbinder, como El frutero de las cuatro
estaciones, Solo quiero que me amen y La angustia corroe el alma son acaso
sus obras maestras. Hay más emoción en un minuto de Solo quiero que me
amen (un título que es más que eso) que en el 99% del cine europeo de las
últimas tres décadas.
Experimentos. El clasicismo de Fassbinder, su inscripción en lo que para él
era la historia importante del cine, fue siempre acompañado por una decisión
resuelta de experimentar. Desde Katzelmucher con su puesta minimalista y El
señor R., resuelta en menos de diez planos, hasta el blanco y negro sin grises
de Verónica Voss, los experimentos y las audacias formales aparecen una y
otra vez. Es notable la saturación acústica de La tercera generación, el
sonido independiente de la imagen de En un año de trece lunas y el uso del
segundo plano sonoro en El matrimonio de Maria Braun. Hay, sin embargo,
un costado de esta experimentación que se vuelve manierismo: espejos por
todas partes, movimientos de cámara rebuscados, objetos que brillan, baches
narrativos rellenados con escenas estiradas arbitrariamente. Nora Helmer,
Berlín Alexanderplatz, Desesperación, Querelle tienen muchos de estos
defectos.
Vida y leyenda. En Las amargas lágrimas de Petra von Kant se transcribe en
clave de lesbianismo la relación del autor con Günther Kaufmann. En La
angustia corroe el alma, se evoca en clave heterosexual la pareja de
Fassbinder con el protagonista Ali. En un año de trece lunas es la vida de
Armin Meier y su futuro suicidio se profetiza con exactitud. El frutero… es la
historia de un tío de Fassbinder. Solo quiero que me amen es un aspecto de su
carácter. Atención a esa santa puta es la historia de la filmación de Whity.
Los personajes de su vida se transforman en actores y viceversa. El director
aparece casi siempre y, a veces, es protagonista encarnando caracteres que no
le son ajenos. Conocer el quién es quién de la familia fassbinderiana permite
leer frecuentes subtextos en sus películas. Muchas veces, los actores serán lo
que Fassbinder piensa de ellos como personas. Kurt Raab hará siempre de
pequeño burgués con aspiraciones de respetabilidad. Irin Hermann de mujer
martirizada merecidamente. Hanna Schygulla de musa inspiradora. Los
terribles actos de crueldad de Fassbinder hacia su entorno, los premios y
castigos a sus súbditos tendrán lugar a ambos lados de la cámara. Su propio
lugar de víctima será una trasposición de su habitual papel de verdugo. La
inspiración autobiográfica en Fassbinder es permanente y extraordinaria.
Milagro económico. Para Fassbinder, la historia del resurgimiento alemán es
también la de la vuelta a la sociedad que permitió el nazismo. Es más, La
ansiedad de Verónica Voss insinúa que prefiere a una vieja estrella del cine
nacionalsocialista que a los funcionarios de la República Federal. La sociedad
alemana que describen sus películas es la de un lugar en el que no hay piedad
para las víctimas ni lugar para los sentimientos Las instituciones de la
burguesía, en especial el matrimonio y la familia son núcleo de la represión
social, de la asfixia del afecto. Este, como en Sirk, es el verdadero sentido del
melodrama. Los prejuicios, el silencio cobarde y la codicia son la ley del más
fuerte, la verdadera cara del sistema.
Grupos y minorías. Fassbinder no se sintió nunca cómodo con su familia ni
con su clase social. Pero menos aún se identificó con los que podrían haber
sido sus grupos de pertenencia. Tuvo un profundo rechazo por la cultura
bienpensante. Ya en el 68, rechazó las propuestas incendiarias de los grupos
radicalizados y se dedicó al teatro mientras Francia y Alemania ardían con la
rebelión estudiantil. Más tarde fue tildado de antisemita (por su obra La
basura, la ciudad y la muerte, que nunca pudo representarse), reaccionario
(por La tercera generación), antifeminista (por Effi Briest) y antihomosexual
(por La ley del más fuerte). Estas acusaciones infundadas tienen que ver con
la radicalidad esencial del pensamiento de Fassbinder. Nunca creyó que las
supuestas minorías fueran otra cosa que simples miniaturas de la sociedad
que reproducen sus lacras. Fue particularmente despiadado con los
homosexuales y en La ley del más fuerte pintó el medio que era en parte el
suyo como un lugar más en el que reinaba la cultura del dinero y la
figuración. En
cambio, nunca dejó de solidarizarse con los marginales y, en especial, con los
trabajadores extranjeros a los que vio como las verdaderas víctimas del
sistema. Los años le darían toda la razón.
Drogas. Comenzó a consumir cocaína en 1976, durante la filmación de
Ruleta china. Aumentó paulatinamente la dosis hasta que le fue fatal. A partir
de ese entonces, sus películas no volverían nunca a tener emociones plenas.
Con momentos de fría e implacable lucidez, cono En un año de trece lunas,
novedosos ataques de cinismo como Lola y baches de mediocridad como Lili
Marleen, su carrera irá declinando en general. Nunca filmaría lo que hubiera
sido su testamento: Cocaine, cuyo guion planteaba la disyuntiva entre una
vida prolongada y mediocre contra otra corta e intensa. Su elección fue obvia
y absolutamente consciente.
Fama. Ni las películas vanguardistas del comienzo ni los melodramas
clásicos con raíces en el cine americano le dieron a Fassbinder la fama que su
ambición reclamaba. En cambio, le aseguraron un prestigio de director
eficiente y relativamente barato que la industria reconoció como viable para
sus propios criterios. Llegaron fondos más importantes y se transformó así en
el típico director europeo de prestigio, en una marca reconocible a ambos
lados del Atlántico. El público culto veía sus películas, las grandes estrellas
aceptaban sus papeles. Ganó el Oso de Oro de Berlín por La ansiedad de
Verónica Voss pero, un poco antes, ya se había vuelto previsible. No llegó a
caer en la chatura, pero su apuesta ya no era la misma. Quería ganar más
dinero y más premios. Vivía drogado y paranoico. Lo había logrado y su
carrera podía leerse ahora como la de un hombre de éxito. Moriría pocos
meses después de filmar Querelle, una película intrascendente y ajena.
Alemania nueve cero. En junio de 1992 las paredes de Berlín estaban
tapizadas con la fotografía de Fassbinder. Se hizo una retrospectiva, se
inauguró una exposición en la que se blanquearon ciertos aspectos de su vida.
No se hablaba de las drogas, ni siquiera de la homosexualidad. Se había
transformado en un prócer del cine y la cultura alemanas, en objeto de culto.
Pero el cine alemán no producía nada importante, aunque sus nuevos
realizadores reconocieran a Fassbinder como el gran maestro. El panorama
era idéntico al de aquel lejano 1965 en el que había empezado a filmar. Había
una sola diferencia: los transeúntes occidentales circulaban libremente por la
Alexanderplatz.
Publicado en El Amante N°20 – octubre 1993
90. Dossier Fassbinder. Las penas de Franz Biberkopf
Berlín Alexanderplatz, Rainer W. Fassbinder, 1980.
La reciente llegada de la versión en video de Berlín Alexanderplatz a la
filmoteca del Instituto Goethe Buenos Aires permite satisfacer una vieja
curiosidad de los adeptos fassbinderianos. ¿Cómo sería esa miniserie basada
en la novela a la que el director le atribuía una influencia decisiva en su vida
y su carrera? Algunas pistas provisorias se deslizan a continuación.
Sinopsis. Berlín, 1929. La Alexanderplatz, una avenida en el lado Este, es el
corazón de los barrios pobres de la ciudad. Franz Biberkopf (Günter
Lamprecht), ex ladrón y cafiolo, sale de la cárcel donde pasó cuatro años por
haber matado a su última mujer durante una paliza. Es fuerte, ingenuo y se
propone ser honrado. En el transcurso de la serie será traicionado tres veces y
su fortaleza y su entendimiento se irán deteriorando. La primera, por el tío de
su nueva mujer (Elisabeth Trissenaar). Las otras dos por Reinhold (Gottfried
John), misterioso personaje que aparece como su contrapartida y por el que
siente una atracción que nadie puede explicarse. Tras hacerse cargo de las
mujeres que deja Reinhold, este lo tira de un auto y le ocasiona la pérdida de
un brazo. Luego, a través de Eva (Hanna Schygulla, una ex amante que aún
está enamorada
de él), conoce a Mieze (Barbara Sukowa), una joven prostituta que lo ama
apasionadamente y con la que parece poder vivir feliz. Pero la extraña
conducta de Franz hace que Mieze se preocupe e intente averiguar qué le
pasa por medio de Reinhold. Este la mata y culpa a Franz. Franz enloquece y
es internado en un manicomio. Finalmente, Reinhold será descubierto y
Franz recuperará la razón. Solitario y muy golpeado, conseguirá empleo
como sereno de una fábrica. En el fondo, se escuchan los himnos nazis.
Berlín Alexanderplatz dura quince horas y media, divididas en catorce
capítulos. En los trece primeros, se cuenta la novela casi sin modificaciones.
Un caso de adaptación curioso, porque nada se condensa. Al contrario,
muchas situaciones y personajes están más desarrollados que en el libro. A
diferencia de la versión cinematográfica de 1931, dirigida por Phil Jutzi que
adultera completamente la narración pero permite ver cómo eran las calles de
Berlín en esa época, la serie transcurre principalmente en interiores y las
escenas de la calle no se esfuerzan por reconstruir los exteriores reales. No se
trata de un producto habitual para la televisión. Planos muy largos, gran uso
de la profundidad de campo, superposición de elementos en la banda sonora.
Pero tampoco tiene el estilo de los films de Fassbinder. O, mejor dicho, se
trata de un Fassbinder estirado. Todo dura más de lo que correspondería a su
estilo de narración normalmente vivaz. Esto produce un efecto angustiante
que, sumado a la vehemencia y la solemnidad con la que todos los actores
dicen sus parlamentos, da la sensación permanente de que algo tremendo está
por ocurrir. Las catástrofes efectivamente ocurren, pero hay mucho de
artificial en el relato. Y artificiosa es también la repetición de ciertas
elecciones en la fotografía, como los objetos que refractan la luz, la
iluminación intermitente que simula provenir de carteles luminosos o los
contraplanos que muestran la espalda de un personaje y el frente del otro.
Todo cambia en el último capítulo (“El sueño del sueño de Franz
Biberkopf”), donde una visión onírica confunde los personajes y pronuncia
sentencias con música de Janis Joplin, Donovan o Leonard Cohen. Una
profusión de símbolos invade la pantalla y se asiste a momentos de gran
belleza junto a otros que parecen una improbable mezcla de Bergman con
Ken Russell. Un ejemplo: en una escena, hay una imagen de Cristo con fondo
de una explosión atómica mientras dos personajes disfrazados de ángeles
conversan acompañados por un disco de Glenn Miller.
La relación de Fassbinder con la novela de Alfred Döblin fue, según sus
propias palabras, decisiva para su vida y su obra como cineasta. Desde su
adolescencia, se identificó con el personaje de Franz Biberkopf, al punto de
que Franz fue su seudónimo como montajista y el nombre de muchos de sus
personajes. Hay, por lo menos, siete personajes llamados Franz (Franz, Franz
Walsch, Franz Biberkopf) en sus películas anteriores. Fassbinder mismo se
llamará Walsch en El amor es más frío que la muerte y en El soldado
americano y Biberkopf en La ley del más fuerte, donde con ese nombre
encarnará al marginal engañado por una pandilla de snobs homosexuales con
su amante a la cabeza. Cuando la todavía sumisa Irm Hermann tuvo un hijo,
aceptó la sugerencia de Fassbinder de llamarlo Franz. El deseo del director de
filmar la novela se manifestó siempre y culminó con la serie televisiva y con
un proyecto paralelo de largometraje de dos horas, con otros actores, que
nunca llegó a realizar.
Pero, ¿qué tiene que ver el mundo de Fassbinder con esta novela de
preguerra, de un escritor al que los críticos de la época encontraron pariente
de Joyce pero que es más bien un John Dos Passos más irónico e intelectual?
La originalidad del libro de Döblin reside en que es una descripción de la
época y la ciudad desde una perspectiva que parece la de la Historia. Está,
además, plagado de referencias a los mataderos, una constante fassbinderiana.
Es tremendamente tentador ir a buscar en la novela el huevo de la serpiente,
los rasgos sociales que llevarían al minoritario partido nazi a alcanzar el
poder. En ese sentido, el libro es casi profético: Biberkopf –vendedor del
Völkische Beobachter, periódico del partido nazi– en su
ignorancia, su vehemencia, sus recuerdos de guerra y su irreflexión es un
gran candidato para engrosar las filas del nacionalsocialismo. El otro punto
original del libro es la enigmática relación entre Biberkopf y Reinhold. Uno
es la víctima por excelencia. El otro tiene vocación de verdugo. Hay algo en
Reinhold irresistible para Biberkopf, que es aparentemente mucho más
bueno, más sano y más vital. Es el reconocimiento de que en el otro hay algo
que explica su propia naturaleza. Reinhold es el doble, la contracara siniestra
de la ingenuidad algo beata de Franz. Toda la obra de Fassbinder puede
pensarse como una larga meditación sobre este misterio cuya explicación
Döblin apenas insinúa. Por un lado, Fassbinder era más bien un verdugo que
solía pensarse como víctima. Pero esa identificación con los personajes
Biberkopf debía culminar en la versión cinematográfica en la que tenía
pensado hacer de Reinhold. Esa intercambiabilidad de los papeles excede la
idea convencional para transformarse en otra cosa: Biberkopf comprende a
Reinhold, es el único que detecta la humanidad en su corazón. Hay algo en él
que le dice –a
pesar de sus razonamientos en contrario y de los consejos de sus amigos– que
en la sombría tristeza de Reinhold, en su compulsión por hacer el mal, en su
despiadada lucidez, está la respuesta a una pregunta que no osa formularse:
¿qué hay de impostura en ese personaje de buen muchacho, de amigo leal, de
amante eficaz, de trabajador alemán que Franz ha fabricado para sí mismo?
En el último capítulo, Reinhold aparecerá con una corona de espinas. Él es el
verdadero Cristo y no Franz, el cordero sacrificial. Ese es el significado que
Fassbinder, eterno lector de la novela, termina por adjudicarle. O, dicho de
otra manera, Fassbinder es más bien Reinhold que Biberkopf, pero Reinhold
es la verdadera víctima. Ese es, en parte, el sentido del epílogo. Por otra
parte, durante los trece primeros capítulos, Fassbinder se incluye a sí mismo
como lector e intérprete de la narración mediante el personaje de Brigitte
Mira, que compone su habitual personaje humano y simpático, Frau Bast, que
no existe en el libro. Frau Bast es la portera de la casa de Biberkopf y profesa
una simpatía incondicional por su inquilino. AI mismo tiempo, vive
espiándolo, tratando de introducir su mirada de eterna curiosa en la
habitación, mientras Biberkopf cierra una y otra vez las puertas. Hay algo que
se le escapa a esta anciana juvenil que, una vez más, hace de Fassbinder –un
joven anciano–. Brigitte Mira espiando maternalmente a Franz es Fassbinder
leyendo la novela, tratando de entender la conducta y los pensamientos de
Biberkopf. En el epílogo, aparecerá el director en persona (hasta allí
invisible) como una esfinge que ha comprendido todo y Frau Bast no será ya
necesaria. Reinhold –vestido como Cristo y en palabras que podría usar
Fassbinder– le dirá a Franz en su sueño de locura: “Juzgas a la gente y ni
sabes mirar. Eres ciego y arrogante. ¡Ah, el Sr. Biberkopf del barrio noble!
¡Hijo, el mundo no es como tú quieres que sea!”. Franz, siguiendo la novela,
escapará de su delirio y emergerá de su destino de Job como un hombre
nuevo para decir: “Ahora, sabré lo que está bien y lo que está mal. No estoy
solo. El hombre no puede sin los otros”. Y Fassbinder declarará a posteriori
que es justamente ahora que Franz Biberkopf se transformará en un
verdadero nazi, invirtiendo copernicanamente la sencilla interpretación
mencionada más arriba. El huevo de la serpiente no es la alegría anárquica de
Franz ni la tenebrosa melancolía de Reinhold. No es el ángel ni la serpiente.
Ambos son solo dos endemoniados. El verdadero peligro, la verdadera matriz
del Tercer Reich es la tranquila sumisión al espíritu colectivo, el deseo de ser
uno más en el coro del Ejército de Salvación.
Publicado en El Amante N°20 – octubre 1993
91. Veinte años después

Montoneros, una historia, Andrés Di Tella, 1993.


Un recuerdo personal. 14 de noviembre de 1972, Facultad de Arquitectura.
Rodolfo Galimberti les comunica a unos doscientos estudiantes la inminente
vuelta de Perón. “El que tenga piedras, que lleve piedras. El que tenga algo
más, que lleve algo más…”, reproducirán los diarios del día siguiente. La
concurrencia –siguiendo una vieja tradición peronista– le pide al orador que
se saque el saco. Cuando Galimberti lo hace, muestra que tiene algo más: un
revólver que asoma obscenamente de una cartuchera. Los presentes lo
ovacionan enfervorizados.
Montoneros, una historia convoca estos y otros fantasmas desde un lugar
infrecuente. Tiene la luz de una road–movie, el sol y el aire libre que los
documentales suelen reservar para la vida de las focas. La road–movie es el
viaje de Ana, una ex guerrillera, a través del tiempo, hacia el reencuentro con
su adolescencia deslumbrada por un dirigente estudiantil y por la idea de un
futuro mejor. Muchos muertos después, Ana recuerda. Su relato se mezcla
con el testimonio de su familia, de sus ex compañeros, de simpatizantes y
dirigentes de la organización. La violencia está en el centro del debate.
Firmenich y Perdía no se arrepienten. Jorge Rulli, fundador de la Juventud
Peronista, califica a Firmenich y Perdía de “monstruos engendrados por
nuestra violencia”. Ana dice que la acción armada fue un grave error. Otro
personaje reivindica ese período como “algo épico y nocturno”, mientras un
póster de Bogart lo acompaña desde la pared. Más que la política de los
Montoneros, lo que está en discusión es la irrupción de esa violencia en la
vida de los participantes. Todos parecen hablar de un tiempo mítico, extraído
de la Historia, concentrado en su propia incandescencia. La mirada de los
realizadores resulta imparcial pero no se trata de una crónica, sino de un
intenso ejercicio de la curiosidad. La solidez de la película se apoya en una
investigación rigurosa, en un montaje perfecto, en imágenes de archivo poco
vistas. Y, sobre todo, en que es un documental construido sobre las reglas de
la ficción. Ana tiene presencia de actriz y su imagen destila pasión y verdad.
Hace veinte años los carteles de FAR y Montoneros inundaron la Plaza de
Mayo el día de la asunción de Cámpora. Fue el momento de gloria de una
organización política y militar que se propuso tomar el poder para Perón y,
luego, contra Perón. En ese entonces, hablar desde la ética en contra de la
lucha armada era tan mal visto entre quienes se oponían al sistema como lo
sería ahora hablar a favor. Montoneros, una historia es una fotografía de ese
pasado mirada en el presente. Dentro de veinte años habrá menos testigos que
recuerden, menos avidez por el tema, menos dolor apenas oculto. La película
será una fotografía distinta: la de una época que miraba a otra, fascinada por
un mundo tan cercano y tan remoto.
Publicado en El Amante N°20 – octubre 1993

92. Visto. Leído. Visitas

Asunción, Tito de la Vega, 1993.


Entre la gente que aparece por la redacción de El Amante, figuró en los
últimos meses el mendocino Tito de la Vega, que trajo el cassette que
contenía la versión en video de Asunción, mediometraje rodado en 16 mm. Si
su intención era sorprendernos, lo consiguió ampliamente. La película es una
especie de road movie que transcurre en una zona desértica del Norte de
Mendoza y evoca explícitamente el ambiente de los films de Glauber Rocha.
Pero lo verdaderamente original de De la Vega es su visión insólita de la
relación entre la cultura local, las tradiciones religiosas y la tecnología
contemporánea. El choque entre estos elementos heterogéneos está marcado
por la presencia de investigadores científicos que buscan un diskette que
contiene la clave para devolverle la fertilidad a la tierra mientras la sangre
humana riega esa misma tierra. Y también por la inspirada invención de un
juego de metegol en el que los jugadores de un equipo son imágenes de la
Virgen y los del otro reproducciones de Ceferino Namuncurá.
Las imágenes y los sonidos tienen un aire latinoamericano que los distingue
de lo que se suele filmar en la Argentina. No se trata, tampoco, del
folklorismo paródico de El mariachi ni del distanciamiento antropológico de
Prelorán. La película transcribe una alucinación, pero esa alucinación es la
realidad de un continente al que la modernidad golpeó con toda su violencia,
pero que ha logrado asimilarla a su manera.
El cine de De la Vega (que nos dijo que La Frontera del chileno Larraín era,
a su juicio, una película argentina más) es, justamente, otra cara posible del
cine argentino. Una cara que mira hacia otro lado en un momento en el que la
producción nacional parece condenada a repetir, una y otra vez, la misma
película. De la Vega viene de trabajar para la televisión colombiana. Acaso el
misterio de Asunción se relacione con otro: el de cinco goles imposibles de
explicar desde los parámetros de un pensamiento que combina la soberbia
con la mediocridad.
Publicado en El Amante N°20 – octubre 1993
93. Estrenos en video
Arma letal (Ricochet), Russell Mulcahy, 1991.
Después de una de las peores películas de todos los tiempos, Highlander 2,
Russell Mulcahy dirigió Arma letal. Esta es mejor que la otra por la sola
razón de que repetirla hubiera violado las leyes de la probabilidad. Ahora se
trata de una especie de policial de psicópata que recicla otras películas. Desde
la elección del psicópata (infaltable John Lithgow), pasando por la idea del
policía obligado a drogarse de Contacto en Francia II, hasta las citas de Alma
negra que culminan en una ridícula reconstrucción del final, todo está sacado
de otra parte. El enfrentamiento entre el loco Lithgow y el héroe reaganiano
Denzel Washington repite el tono y el aire de caricatura del duelo entre
Batman y El Guasón. Hasta aparece un negro diciéndole a otro: “Haz lo
correcto”. Pero no se trata de los homenajes de De Palma o de la
combinatoria de Landis (independientemente del juicio sobre su calidad, son
propuestas de cine) sino de un robo. Arma letal saquea descaradamente la
historia del cine para ocultar la falta de ideas y mostrar, en cambio, que a
Mulcahy no le importa nada y que desprecia lo que hace. Un caso patológico
de cinefilia perversa.
Publicado en El Amante N°20 – octubre 1993
94. Estrenos en video

Inmunidad policial (Deadly Matrimony), John Korty, 1992.


Inmunidad policial es uno de esos policiales rutinarios en los que todo lo que
ocurre se adivina un año antes y en los que cada plano es un telegrama del
siguiente. Una especie de Columbo polaco, interpretado por Brian Dennehy,
se enfrenta al abogado mafioso Treat Williams que está peor que de
costumbre, si es que esto es posible. El telefilm tiene dos puntos de interés.
Uno es la presencia de Dennehy, uno de los actores con espaldas más anchas
que haya pasado por el cine. Esto no solo se aplica a su aspecto físico (el tipo
tiene las proporciones de un lavarropa) sino a su capacidad para sostener
cualquier bodrio en el que le toque actuar (recordemos El vientre de un
arquitecto). El otro motivo de interés es que lo dirigió John Korty, un
veterano que conoció tiempos mejores. Entre sus adeptos se contaba, al
parecer, Adolfo Aristarain. Otro de los defensores del director fue Homero
Alsina Thevenet que, en un libro en el que asegura que Nicholas Ray careció
de obra personal, califica a Korty de “poeta cinematográfico”, “demasiado
independiente para someterse a las empresas productoras” y “uno de los
mejores valores de su generación”. Aunque, tal vez, la película sea de un
homónimo de Korty o el libro de un homónimo de Thevenet.
Publicado en El Amante N°20 – octubre 1993
95. El misterio de la cuarta amarilla

Qiu Ju, una mujer china (Qiū Jú Dă Guānsi), Zhang Yimou, 1992.
Es posible que las cuatro películas de Zhang Yimou estrenadas en la
Argentina tengan poco en común más allá de la presencia como protagonista
de Gong Li, su mujer. Aunque esto va más allá de la mera presencia de esa
mujer hermosa. Filmada cronológicamente desde la admiración, el deseo, la
piedad y la simpatía, Gong Li interpretó siempre a una mujer decidida en una
sociedad regida por hombres. Pero de la potencia épica de Sorgo rojo, del
academicismo pictórico de Judou, del manierismo claustrofóbico de Esposas
y concubinas hay muy poco en Una mujer china.
Qiu Ju, una campesina que lleva largos meses de embarazo, se entera de que
su marido fue golpeado por el jefe de la aldea. Contra el consejo de los que la
rodean, buscará que las autoridades obliguen al agresor a una reparación y a
una disculpa, atravesando para ello cuatro instancias administrativas y
judiciales. Imprevistamente, el jefe será castigado cuando ella ha decidido
perdonarlo porque salvó la vida de su hijo. La anécdota es mínima. También
lo es la intensidad de la narración y de la puesta en escena: sin
embellecimiento alguno de las imágenes sobre los desolados paisajes del
invierno chino, el relato carece de énfasis y de subrayados. También carece
de emoción. Aunque Yimou cuenta desde el punto de vista de la mujer, su
causa no reclama la identificación del espectador. Qiu Ju no parece necesitar
de nuestro apoyo porque, a cada paso, su petición contra el abuso es
reconocida por las autoridades y, aunque los arreglos que le proponen no la
satisfacen, su caso es atendido y su derecho como ciudadana nunca es
vulnerado.
La película no es ninguna de las tres alternativas que su argumento podría
sugerir. No se trata de un discurso contra el abuso de los poderosos. Ni el jefe
tiene demasiado poder, ni a Qiu Ju se le da por los monólogos trascendentes.
Las gestiones que emprende se sustentan apenas en una olímpica testarudez.
Tampoco asistimos a una obra decorativa, a una pintura neorrealista de la
aldea que use el argumento como excusa. Lo que observamos de la vida
comunitaria en la China contemporánea es mucho más chato que pintoresco.
Por último, aunque en algún momento sospechamos que las instancias
judiciales pueden prolongarse hasta el infinito, todo concluye antes de que
podamos pronunciar el adjetivo “kafkiano”. Estamos frente a una burocracia
templada y eficiente (los cuatro procesos no duran en total más de tres
meses). Aunque, tal vez, no haya nada más kafkiano que el hecho de que los
fallos judiciales sean vagamente justos pero nunca exactos. Una visión
suspicaz de Esposas y concubinas mostraba que Yimou, al que su evolución
posterior a Sorgo rojo confirmó como uno de esos directores ideales para
ganar premios en festivales, puede tener un par de cartas en la manga.
Esposas y concubinas, con sus encuadres pomposos y obsesivos, su historia
previsible y edificante, insinuaba la contracara de su convencionalismo a
partir de un elemento: la aparición de objetos contemporáneos que daban a
entender que la historia era mucho más actual que lo que parecía en un
principio. Que esos elementos estuvieran disimulados permitía suponer que
no se estaba hablando de señores más o menos feudales y sus mujeres, sino
de las oscuras luchas por el poder en la China actual y del inexorable destino
que el sistema reservaba para los jóvenes disidentes.
A partir de esas sospechas, Una mujer china podría ser otra cosa que la
ingenua fábula oficialista que las autoridades chinas han aprobado. Yimou
parece decir que el gobierno es benigno y se ocupa de sus ciudadanos pero
que estos harían bien en no abusar de su paciencia llevando demasiado lejos
sus reclamos personales. Los únicos malos verdaderos son los taxistas que se
abusan de los campesinos que llegan a ciudad, como podría ocurrir en una
película soviética de los cincuenta. Qiu Ju recibe dos reparaciones a su
demanda de justicia. Una informal, dada por la abnegada conducta del jefe
cuando su vida corre peligro, y otra legal, que castiga al culpable. Que estas
dos soluciones se opongan mutuamente, que la justicia de los magistrados no
sea la de los hombres, ¿no cuestiona un sistema en el que cada detalle de la
vida en común –como el hacer películas– está cuidadosamente legislado y
vigilado? Las continuas y aparentemente inexplicables referencias a la “Ley
de Planificación Familiar”, una de las normas más contrarias a la libertad
individual, parecen indicarlo. También la escena (claramente exterior al
relato) en la que una pareja que quiere casarse debe explicarle a un policía
bonachón las circunstancias de su noviazgo. Detrás de esta fachada
complaciente, ¿no hay una denuncia casi anarquista de la intromisión pública
en lo privado o una exposición fatalista de la imposibilidad de que el poder
tenga algo que ver con lo humano? La deliberada frialdad de la puesta en
escena, la fealdad y tristeza de todo lo que se muestra, ¿no es un intencionado
documental que sugiere que en la sociedad china no hay lugar para la vida y
que la sumisión a la organización legal es el gran obstáculo para ello?
Imposible saberlo. El misterio de su criptografía y la enorme facilidad de
Yimou para cambiar de estilo son problemas que desbordan las
consideraciones estéticas que plantean sus películas. Por mi parte, solo
recuerdo con placer Sorgo rojo, mientras que las tres restantes me
provocaron, respectivamente, desagrado, aburrimiento e indiferencia.
Publicado en El Amante N°21 – noviembre 1993
96. A través del Pacífico
John Woo
Uno de los deportes favoritos de los aficionados al cine es la caza del genio
oculto. El juego funciona mediante la regla de los círculos concéntricos: dado
un conjunto de personas entre las que se aprecia la obra de un cineasta, hay
un subconjunto en el cual se afirma que su obra no es tan valiosa ni su futuro
tan promisorio como el que corresponde a otro nombre del que la mayoría no
ha escuchado hablar. Este mecanismo, prensa más o menos underground
mediante, funciona como método de promoción anticipada en los países a los
que llega muy poco más que la producción media norteamericana. Esto es, a
casi todos los países, la Argentina incluida. Por supuesto, lo mismo ocurre
con la literatura, la música o el fútbol (“Hay un número nueve en el PSV de
Holanda que la rompe”) pero en el cine la inaccesibilidad del material lo es
todo. Cuando después de una larga espera, las películas de Jim Jarmusch
empiezan a conocerse y a debatirse entre nosotros, el crítico Quim Casas nos
anuncia en la muy esnob revista española de refritos culturales Co & Co que
Jarmusch siempre fue el director menos importante de la nueva ola
neoyorquina y que sus trabajos son muy inferiores a los de Amos Poe o Eric
Mitchell. Es más, la única película verdaderamente buena de Jarmusch sería
la que nadie vio: Permanent Vacation. El cinéfilo hispano ya puede
ilusionarse con los frutos de una nueva espera. El juego termina cuando
entran en acción los profesionales. El día menos pensado, el objeto de culto
pasa a ser reclutado por Hollywood o Scorsese le produce una película. Allí
pasa a ser público y el círculo de los conocedores se amplía tanto que deja de
ser interesante para los primitivos jugadores. Ahora la promoción llega a las
revistas comunes y hasta a los diarios y el mecanismo se reproduce, gacetillas
e intereses comerciales de por medio.
Este año, las revistas de cine del mundo (Cahiers du cinéma, Positif, Sight &
Sound, Film Comment, etc.) coincidieron en señalar un nombre exótico: el
señor John Woo de Hong Kong. Por estos pagos, antes de que eso sucediera,
fue Horacio Bernades en El Amante N° 11 el primero en apostar al talento de
Woo. De pronto, Woo pasó a ser considerado “el mejor director de películas
de acción del mundo”. Claro que no se trata de un recién llegado. Cuando El
killer (un título digno de Marcelo Araujo) se estrenó en Buenos Aires, Woo
ya estaba haciendo Operación cacería con Van Damme en Hollywood. La
precedían más de veinte películas realizadas en una de las cinematografías
más prolíficas del mundo. En 1990 solo la India con casi mil películas,
Estados Unidos y Rusia con algo más de trescientas aventajaban a los 287
films producidos en Hong Kong. La industria del gran fabricante de películas
para el consumo asiático tiene una historia y una riqueza a la que el número
especial de septiembre de 1984 de Cahiers du cinéma puede servir como
fascinante –aunque algo desactualizada– introducción. Este cine tiene
características especiales: es un cine de género, barato, absolutamente
comercial. Algo así como una gigantesca fábrica en la que solo se produce
clase B. Históricamente, fueron las películas de capa y espada, las de artes
marciales, los policiales, las comedias, nuevamente las artes marciales (a
partir de Bruce Lee) las que ocuparon el centro de la producción.
Últimamente, un género híbrido, la película de gangsters con artes marciales,
es el más popular. A diferencia de la India, cuya producción tiene una
tradición propia y se destina al consumo interno, Hong Kong ha recibido la
continua influencia del cine occidental, el norteamericano en particular. Hong
Kong exporta a China, a Japón, a Singapur pero también a Estados Unidos y
a la Argentina. Aquí es raro que sus películas se estrenen en cines, pero
nutren los catálogos de video y las emisiones por cable. Los films de Hong
Kong son acción pura y continua, violencia pareja e indiscriminada,
melodramas sangrientos y primitivos, relatos de ambición y poder, comedias
físicas poco refinadas. Los instructores de artes marciales son esenciales en
cada rodaje y se transforman en verdaderos coreógrafos. Los técnicos son
eficientes y rápidos. Los actores ruedan varias películas a la vez. Los
directores son empleados de los poderosos estudios. Todo en Hong Kong está
signado por el apuro: en 1997 la actual colonia británica volverá a manos de
China y todo corre el riesgo de terminarse. Es un país rico, superpoblado,
inestable y cada vez más desesperado.
En este contexto, aprendiendo desde adentro de la industria, se formó John
Woo. Desde 1987, con A Better Tomorrow, empezó a dirigir con cierta
independencia. Esto no implica que sus películas hechas en Hong Kong se
aparten de los criterios y la codificación habituales: acción sin pausa,
violencia exagerada, romanticismo de pacotilla, desprolijidad en el
argumento, desinterés por la verosimilitud, decorados kitsch, sentimientos
convencionales, maniqueísmo moral.
Woo no es un gran cineasta para los criterios habituales. Si bien se luce en
las escenas de acción, es notablemente inepto para contar escenas intimistas.
Sus personajes carecen de matices, de profundidad y de ambigüedad. Son
héroes irreprochables, ambiciosos desalmados, mujeres puras y abnegadas.
Sus códigos están tomados del universo de los gangsters y, en particular, de
Jean–Pierre Melville: coraje, eficiencia, lealtad masculina, entrega al destino,
nostalgia por un mundo menos cruel. Estos códigos melvillianos son bastante
mecánicos. Ya lo eran cuando fascinaron a la Nouvelle Vague hace cuarenta
años. Lo son más ahora, entre esos chinos que no tienen tiempo para
contemplar su propio desarraigo.
Después de ver A Better Tomorrow, Una bala en la cabeza, El killer y la
hollywoodense Operación cacería no hay duda de la habilidad de Woo. No
hay duda de que esa habilidad no es meramente una cierta eficiencia para
ejecutar una partitura preestablecida. El coeficiente de invención que Woo
aporta a un género acotado es altísimo. Aunque casi todo se reduce a una
sucesión de enfrentamientos armados (a Woo le gustan mucho más los tiros
que el karate), las variaciones que el director introduce son infinitas. Nunca
se repite, siempre propone soluciones nuevas. No se trata de variedades
coreográficas, sino de modos diferentes de contar, de mostrar, de montar.
Puesto en el difícil banco de pruebas de Hollywood, su película con Van
Damme es mucho más creativa, mucho más original que las rutinas
habituales de los superhéroes. Tiene otro ritmo, otra fluidez, otra ligereza.
Es en Una bala en la cabeza donde Woo hizo explotar al género. Partiendo
de la usual filmación con varias cámaras y de la también obligada falta de
sonido directo del cine de Hong Kong, la película es un poema visual cargado
de violencia. En una cabalgata que parte de Hong Kong y se traslada a la
guerra de Vietnam, tres amigos atraviesan una interminable línea de fuego en
la que intervienen manifestantes, policías, vietcongs, soldados
norteamericanos y los obligatorios gangsters. Woo utiliza un procedimiento
vertiginoso: de lo filmado por las distintas cámaras produce un montaje
alternado pero al que le faltan partes. De una carrera se muestran dos o tres
momentos separados, cortados por las tomas de las otras cámaras cuyos
fragmentos, a su vez, eliden también buena parte de su duración. De ese
modo, la narración se acelera mientras la unidad se mantiene en la banda de
sonido. Puede así filmar una cantidad enorme de planos que tienen, sin
embargo, el suficiente vigor interno como para ser apreciados
individualmente. Las escenas de guerra recuerdan Apocalypse Now y El
francotirador, pero llevadas a su paroxismo. Los puntos culminantes son
verdaderas orgías de violencia, que tienen una progresión dramática puntuada
por los materiales recurrentes de Woo: el enfrentamiento entre ex amigos, la
ejecución por piedad del compañero, la sangre que sella pactos de amistad
absoluta. Como en A Better Tomorrow, hay una vuelta desde la muerte para
enfrentar al traidor que se ha encaramado en la cúpula del mundo de los
negocios. Los negocios son siempre el símbolo del mal. Progresar en ellos
equivale a traicionar el sueño compartido de la adolescencia. Como en El
killer, aquí hay una cantante a la que los protagonistas protegen a costa de sus
vidas. Las mujeres de Woo son íconos sin psicología que encarnan los
valores más tradicionales de pureza y sirven de nexo a los protagonistas que,
al protegerlas con devoción, se convierten en verdaderos caballeros andantes.
Las relaciones masculinas tienen más erotismo: en El killer, el policía y el
asesino están enamorados el uno del otro como de su propia imagen en el
espejo. La intensidad es la clave de estas historias. No es el resultado de la
acumulación de escenas similares, sino de una variación constante que
mantiene el tono. Ese tono surge del compromiso de los protagonistas con un
ideal arquetípico que funciona a pesar de su esquematismo.
Las películas de Woo permiten sospecharle otras destrezas. Por ejemplo, las
escenas de comedia visual de la chica del violoncello en A Better Tomorrow
tienen una gracia extraña al género. Lo mismo ocurre con la escena de El
killer en la que los protagonistas no dejan de apuntarse, evitando al mismo
tiempo que la ciega se entere de lo que ocurre. O las escenas de histeria de
Lance Henriksen en Operación cacería. Otra innovación de Woo es el uso de
una técnica de videoclip en función narrativa: frecuentemente, Woo filma los
momentos de transición entre dos batallas mediante una sucesión de fundidos
encadenados con planos muy cortos. Este procedimiento, favorito de las
descripciones oníricas y divagatorias de tantos clips, aparece en Woo como
un modo sintético pero preciso de narrar.
Es notable cómo Woo pasó de las convenciones de Hong Kong a las de
Hollywood, sacando algunos de sus materiales habituales (el homoerotismo
está puesto del lado de los malos, los finales no terminan en la muerte de
personajes queridos) y adaptándose al tono más light y optimista que requiere
su nuevo público. En el fondo, se trata de lo mismo: respetar
escrupulosamente las restricciones de un género para crear dentro de sus
límites, aprovechar cada situación estándar pare resolverla de otra manera,
utilizar todos los recursos de iluminación, sonido y montaje para filmar con
placer y producir placer. No el placer bulímico y previsible del consumidor
sino el ligero deleite de los que creen en el cine. Como dice Van Damme al
final de Operación cacería: “los pobres también se aburren”. Esa
sorprendente metafísica legitima el cine de John Woo.
Publicado en El Amante N°21 – noviembre 1993
97. Dragon: la vida de Bruce Lee
Dragon: la vida de Bruce Lee (Dragon: The Bruce Lee Story), Rob Cohen,
1992.
Esta biografía de Bruce Lee es una doble sorpresa. Primero, porque tiene vida
propia y no debe nada a la evocación del héroe muerto como suele ocurrir en
este tipo de película. En The Doors, Bird, Malcolm X, el fantasma del
personaje legendario sostiene el argumento mientras que en Dragón, como
ocurría en el cine americano de otra época, estamos ante una buena ficción.
No importa si este Jason Scott Lee se parece o no a su homónimo ni si sus
peripecias fueron las suyas, como no nos importa en Murieron con las botas
puestas que Custer no haya sido el simpático y comprensivo personaje que
encarnara Erroll Flynn. Pero tal vez por eso –y esta es la segunda sorpresa– el
film permite pensar el mito de Bruce Lee y explicarme, en buena medida, las
razones por las que este oscuro chino nacido por accidente en Estados Unidos
se convirtió en ídolo mundial y puso las artes marciales de moda en el
Occidente. La fuerza del protagonista y la interesante presencia de Lauren
Holly, que hace de su mujer americana, sirven para replantear tanto el sentido
del karate como la representación cristalizada de “lo oriental” que el cine
acostumbra. Dragón documenta precozmente, en la California de los
tempranos setenta, el inminente culto del cuerpo y de la destreza que veinte
años más tarde dominaría el imaginario juvenil del mundo entero. El Bruce
Lee de Dragón también representa el sentimiento del marginal que, a través
de una voluntad inquebrantable y de una ambición superlativa, utiliza su
talento natural para abrirse camino hasta la cumbre del espectáculo. Lee es
Madonna con ojos rasgados. Esa es la mística que mueve al personaje y no la
de la fábula espiritual al estilo del Karate Kid. Lee no tiene paciencia ni sus
peleas son el último recurso de una modestia ancestral. Es un acelerado que
quiere ganar a toda costa y al que solo acecha su inconsciente. Tiene toda la
picardía del aventurero que se lleva el mundo por delante y que corresponde a
la tradición occidental. Hasta ahora, el cine americano le había negado
siempre ese papel a los caracteres orientales, anclándolos en una pasiva
sabiduría que sirviera de complemento a la iniciativa del protagonista blanco
(la presencia irrelevante de John Saxon en Operación Dragón ilustra esa
convención). La potencia de la película comienza, como corresponde, con las
brillantes escenas de combate pero sobresale en otros registros. La escena de
la filmación de El avispón verde es desopilante, mientras que la proyección
del fragmento de Muñequita de lujo es un testimonio transparente sobre el
racismo.
Publicado en El Amante N°21 – noviembre 1993
98. Visto, leído
Personal Best, Robert Towne, 1982.
Vi en cable Personal Best, primera película de Robert Towne, guionista de
los Barrios chinos, El último deber, Operación Yakuza, que después dirigiría
Traición al amanecer. Mariel Hemingway es una atleta adolescente que se
inicia en el sexo con una compañera y combate contra las prácticas
triunfalistas de su entrenador Scott Glenn. Está todo bien, desde las audaces y
frescas escenas eróticas hasta el placer y el dolor de la práctica atlética. Pero
lo más interesante es que Towne confirma que es el último romántico. Sus
guiones recuperan un clasicismo a contracorriente que privilegia los
sentimientos de amistad y cooperación en contextos modernos. Towne hace
películas de gangsters que no tienen necesidad de traicionarse según el
modelo dominante y de gente que vive en un medio competitivo pero
privilegia otra cosa. El lirismo y la alegría de las películas de Towne
contrastan con las opacas variaciones sobre la falta de solidaridad en que se
han convertido las comedias dramáticas. Los personajes de Personal Best son
un respiro para los que estamos hartos de que el coraje y el interés sean
patrimonio de los psicóticos, según el modelo más de moda.
Publicado en El Amante N°21 – noviembre 1993
99. Estrenos en video
Casco de Oro (Casque d’or), Jacques Becker, 1951.
“Casco de oro me confirma que el cine tiene una vocación de arte popular”,
decía Truffaut en 1965. No está muy claro qué puede querer decir esto en
1993. Casco de oro es una tragedia alegre, una combinación infrecuente. Más
si se considera que el cine francés logra hacer tristes las comedias.
Ambientada a principios de siglo en los barrios bajos, narra una sucesión de
acontecimientos desgraciados que culminan con una terrible ejecución, la
mejor que yo haya visto. Pero cada escena tiene una fuerza vital, los
personajes son tan interesantes y el relato es tan vertiginoso que esa
sensación de que todo está escrito y es terriblemente importante que
acompaña a las tragedias se desvanece en beneficio del interés y la libertad
del relato. Todo es tan atípico que Simone Signoret está encantadora. Cuando
lo popular es, en general, lo que carece de toda intensidad o lo que se
confunde con pompa y artificio, la frase de Truffaut podría reformularse
como: “el cine tiene una vocación popular pero no lo dejan”. Si todas las
películas fueran como Casco de oro, ir al cine sería mucho más atractivo. El
mundo también, seguramente.
Publicado en El Amante N°21 – noviembre 1993
100. El Universo Ozu

Historia de Tokio (1953) se estrenó en un cine de Buenos Aires en copia de


video casi cuarenta años después de su realización. Fue la única película de
Ozu que tuvo esa suerte. La siguieron (en video) Una tarde de otoño (1962) y
Flor de equinoccio (1958). Un reciente ciclo en la Sala Lugones permitió
conocer Hijo único (1936), Primavera tardía (1949) y Verano tardío (1961).
El autor de esta nota afirma haber visto, además, Yo nací, pero... (1932) con
intertítulos en japonés. A partir de esta muestra, este es un intento parcial de
reconstruir el cine de uno de los directores más importantes de todos los
tiempos. Algunos temas se discuten luego en el contexto de la bibliografía
que los ha tratado.
El cine puede ofrecer emoción, entretenimiento, placer estético,
oportunidades de reflexión. Estas categorías son imprecisas y tienen el
inconveniente de caer en lo que despectivamente se suele llamar “subjetivo”,
pero no habría cine sin ellas. Justificamos una película si nos satisface en
alguno de esos rubros. Pocas lo hacen en los cuatro. Yasujiro Ozu hacía
películas conmovedoras, bellas, divertidas y profundas. Esas virtudes le
garantizan la estima universal de la que gozan los cineastas famosos. Pero
Ozu fue, además, uno de los pocos directores que pensó el cine, que redefinió
sus parámetros, que trabajó cada uno de sus aspectos para integrarlos en un
sistema propio, en un universo original. Ese trabajo tiene características
singulares: es un vehículo para su expresión más personal al mismo tiempo
que un conjunto de pautas racionales, de elementos concretos que permiten
mirar el cine de otra manera, cuestionar prácticas que parecían inmutables,
abrir nuevos terrenos para la experimentación. Ver hoy las películas de Ozu
es sorprenderse ante una inteligencia que desde dentro de su oficio expone
una reflexión directa sobre la práctica de un arte oscurecido por la rutina, la
tecnología y la autoindulgencia. Haciendo un cine destinado al consumo
comercial, Ozu ejerció la libertad apoyado en una artesanía lúdica y obsesiva.
Ozu fue un maestro, palabra que suele aplicarse a los que no tienen
discípulos.
Una vida común. Nació en Tokio el 12 de diciembre de 1903 y murió sesenta
años más tarde. Mal estudiante, nunca llegó a la universidad. A los 20 años
entró en los estudios Shochiku donde empezó transportando cámaras. El resto
de su vida fue un empleado de esa empresa a pesar de que fue prestado
alguna vez a otros estudios. Fue asistente de dirección, escritor de gags y
dirigió su primera película (La espada de la penitencia) en 1928. Era una
película de época, género al que nunca volvería, a diferencia de otros grandes
directores japoneses como Kurosawa o Mizoguchi. Su obra incluye 53
largometrajes de los que sobreviven 31. Llegó tarde al cine sonoro (Hijo
único, 1936) y al color (Flor de equinoccio, 1958) y despreció el
cinemascope (“me recuerda a un rollo de papel higiénico”). En los primeros
años, hizo comedias de estudiantes y dramas sobre la clase trabajadora.
Luego, con algunas inclusiones en otros géneros como el policial y el drama
romántico, se especializó, a medida que ganaba independencia artística, en lo
que sería su marca de fábrica: la película centrada en la familia
contemporánea de clase media, dirigida fundamentalmente a un público
femenino. En Japón, sus películas tuvieron éxito con la crítica y generaron
recaudaciones aceptables. No se casó nunca y vivió con su madre en la
madurez. Fue un gran cinéfilo y un mayor bebedor de sake y también de
whisky. Se lo recuerda como un tipo afable y un gran bromista hasta que la
cámara empezaba a rodar, momento en el que se transformaba en una
autoridad implacable. Su obra fue conocida tardíamente en Occidente (década
del 60), adonde nunca viajó para asistir a festivales ni retrospectivas.
Un cine especial. El estilo de Ozu fue evolucionando hacia una paulatina
escasez de recursos y hacia una creciente repetición de temas. Las películas
con mucho argumento o con excesivo dramatismo le parecían aburridas.
Tempranamente suprimió los fundidos y las panorámicas; luego dejó de
mover la cámara. Siempre usó el mismo lente intermedio (50 mm). Nunca
recurrió al montaje alternado y jamás realizó un flashback. Con un trípode
especial, solía enfocar desde muy abajo y frontalmente las escenas de
interiores. Fue un maniático de la composición, de la armonía interior de cada
toma. Títulos similares (Primavera tardía, Primavera temprana, Verano
temprano, Verano tardío, Otoño tardío, Una tarde de otoño), historias
parecidas (el padre frente al dilema del casamiento de su hija, muerte del
padre o de la madre), los mismos actores (Chishu Ryu, Setsuko Hara),
personajes equivalentes (la tía egoísta, el profesor fracasado que termina de
cantinero). Sus últimas películas son mínimas variantes de las mismas
historias. En todas, asistimos a la modernización de Japón y a la
incorporación de costumbres occidentales. Los personajes sienten
desconcierto por el cambio de los tiempos. Como fondo de los dramas
domésticos vemos la paulatina desintegración de la familia feudal y la
consolidación del capitalismo japonés moderno. Los actores están siempre
contenidos y actúan ceremoniosamente. Hasta aquí, el Ozu básico.
Saltando los ejes. Desde el principio de su carrera, Ozu conocía muy bien el
cine occidental, el de Hollywood en particular. Admiró a Chaplin (uno de sus
títulos, Una mujer de Tokio, es un homenaje a Una mujer de París), Lloyd,
Lubitsch. José Luis Garci afirma que Historia de Tokio le debe mucho a una
película de Leo McCarey. Serge Daney dice que fue influido por Capra. Ozu
fue un cineasta de la industria que trabajó para un público masivo. Sus
películas se siguen con facilidad. Atrapan al espectador en emociones
inesperadas que acompañan a los protagonistas sin que estos expliquen nunca
sus sentimientos. Pero el modo de construirlas se aparta del modelo clásico
en puntos insólitos.
Uno de ellos es la violación de uno de los tabúes sagrados de los cursos de
cine. Si dos personajes conversan y la cámara toma a uno de ellos, cuando se
corta para mostrar al otro, la teoría dice que la cámara no debe cruzar la recta
que une a los dos personajes. Ozu lo hacía sistemáticamente y la colocaba
muchas veces enfrente (a 180°) de la toma anterior. En una película normal,
si un personaje mira a la izquierda de la cámara, el que está enfrente debe
mirar hacia la derecha. Se supone que, de lo contrario, las miradas no se
encuentran y el espectador percibe un error, una discontinuidad. En Ozu,
como se salta el eje, los personajes miran hacia el mismo lado de la cámara.
Pero el espectador no lo percibe como un defecto. Lo que ocurre (¡milagro!)
es que, como en una narración clásica, ni siquiera percibe el corte. Sigue
asistiendo a los vaivenes de la conversación y reconstruye instantáneamente
el espacio de la escena. Y si lo advierte, se acostumbra rápidamente y cree en
una narración diferente pero igualmente verosímil. A la salida de la reciente
proyección de Hijo único en la Sala Lugones, quienes me acompañaban no
pudieron advertir que la charla entre la madre y el profesor estaba construida
de esa manera. La idea que subyace al descubrimiento de Ozu (que solía
afirmar que daba lo mismo hacerlo de las dos maneras) es que las reglas que
gobiernan la transparencia clásica de la narración no están dadas por las
posiciones de la cámara sino por la consistencia del relato y que el espacio
cinematográfico se mantiene en la mente del espectador y es independiente
de la manera de registrarlo. Un ejemplo de otro contexto para los que no
creen. En los partidos de fútbol, la televisión suele repetir los goles desde
varios ángulos. Cuando se abandona la posición habitual para mostrar la
jugada desde más cerca del arco o desde atrás, nadie se extraña. Pero
últimamente, cuando se repite desde el lateral opuesto (es decir, se salta el eje
formado por los arcos y el equipo que antes atacaba hacia la derecha lo hace
ahora hacia la izquierda), los editores creen necesario sobreimprimir un cartel
que dice “ángulo invertido”, como si los espectadores fueran a pensar que los
equipos cambiaron de arco bruscamente. En realidad, tras un brevísimo
desconcierto, todo el mundo reconstruye la situación ayudado por el color de
las camisetas y el conocimiento de que se trata de la misma jugada (moraleja:
los que inventaron ese cartel son estudiantes de la escuela de cine que
llevaron el terror a violar el tabú a sus consecuencias extremas). Los juegos
de Ozu con el espacio no acaban ahí. Cuando dos personajes conversan, esta
vez sentados lado a lado o enfrentados 90°, la cámara toma a cada uno de
frente y produce la sensación de que ambos se están mirando a la cara. En
Ozu, los continuos cambios de posición e inversiones de ángulo producen un
modelo narrativo distinto que introduce una permanente incertidumbre sobre
la geografía de los escenarios. El espectador no entiende bien dónde quedan
las cosas pero sigue viendo con naturalidad: sabe que siguen en su lugar. En
Primavera tardía, Ozu se burla de esa geografía equívoca: un visitante de la
casa de Chishu Ryu no sabe para qué lado queda Tokio ni la estación de tren
y pregunta cómicamente “¿Siempre fue así?”. Ryu (el otro yo del director) le
contesta que sí. Y siempre fue así en la casa de Ozu. En una película muda de
1932, Yo nací, pero…, un auto se atasca en el barro. Tras algunas peripecias,
sus ocupantes logran hacerlo arrancar. La cámara toma el coche desde el
suelo. En el último corte, Ozu la ubica, subrepticiamente, en el costado
opuesto. Cuando el coche arranca lo hace, aparentemente, marcha atrás.
Aquí, el salto de eje se usa como broma. En general, se trata de una manera
alternativa de narrar que genera una relativa inestabilidad que Ozu usa en su
provecho. Es una de las tantas estrategias inventadas por el director para crear
incertidumbres de las que el espectador no es consciente pero que le ayudan a
mantener la atención. No es el único tabú escolar que destruye Ozu. También
juega con la continuidad de los objetos. Una botella de cerveza puede
aparecer en distintos lugares de la mesa en la misma escena. El espectador,
por supuesto, no se da cuenta (dicen que en Japón, el asistente encargado de
la continuidad se hacía el harakiri cuando un objeto no estaba en el lugar
correspondiente. Cuando Ozu hizo esto por primera vez, se hicieron un
harakiri colectivo porque se quedaron sin trabajo). Siempre me intrigó el
sentido de los famosos falsos raccords de Godard. Ozu me permite confirmar
una vieja sospecha: cuando estas reglas se alteran no pasa nada. Así como los
ángulos invertidos no producen goles en el arco apuesto, la violación de
reglas de manual no altera la transparencia del cine clásico.
Zen o no zen. Cada vez que un artista oriental es estudiado en Occidente, los
críticos suelen renunciar a explicar su obra diciendo que para comprenderla
hay que estar al tanto de los preceptos de alguna filosofía más o menos
esotérica. El cine de Ozu es un excelente blanco para este tipo de
aproximaciones. Sus historias son absolutamente japonesas, los actores no
dramatizan (cuando alguien levanta la voz en una película de Ozu, los
personajes de Kurosawa ni lo escuchan), todo es calmo, ordenado y sujeto a
mínimas variaciones. Los personajes aparecen a menudo contemplando o
haciendo algo en silencio. De aquí se han extraído algunas conclusiones
insólitas. Hay críticos que afirman que el cine de Ozu se basa en la pintura
japonesa tradicional y, por lo tanto, se caracteriza por sus imágenes planas
(Ozu, sin usar nunca grandes angulares, obtenía una notable profundidad de
campo). Otros han dicho que su método se basa en el arreglo floral, el jardín
japonés y la ceremonia del té. Un tercer grupo cree ver en Ozu a un sabio zen,
a alguien que está interpretando el mundo contemporáneo desde una
sabiduría ancestral. Paul Schrader, basándose en algunas analogías formales
con la obra de Bresson, ubica a Ozu entre los cineastas de lo sagrado y en el
intérprete cinematográfico de cada una de las emociones que describe la
mística zen. Ozu solía decir: “Los extranjeros no entienden lo que hago. Por
eso dicen que se trata de zen o algo por el estilo”, “Todo les parece
enigmático”. Pero parece que con eso no alcanzó para frenar las
interpretaciones esotéricas/religiosas de Ozu, que mezclan tres tendencias de
la peor crítica contemporánea. Una es cierta pereza intelectual que prefiere
jugar con conceptos vacíos antes que pensar las particularidades de una obra
en sus propios términos. Otra es la de necesitar de lo religioso para interpretar
el arte. La tercera es la de un relativismo cultural que postula la
incomunicación, introduciendo términos como “japonesidad” y recurriendo a
lo que dijo otro sobre otra cosa. Las tres concuerdan en la domesticación del
artista y se niegan a dialogar con su obra. Ozu era japonés, vivió toda su vida
en Japón, conocía su cultura, disfrutaba del haiku, el Noh o el Kabuki como
muchos de sus contemporáneos (también del sake, y eso también se ve en la
pantalla). Sus películas describen casas japonesas, bares japoneses,
personajes japoneses. A pesar de eso, suelen despertar emoción en el
espectador occidental, independientemente de su cultura y de su religiosidad.
Ozu era, ante todo, un cineasta. Pensaba el cine desde el cine: desde sus
constantes y desde la necesidad de llegar a los espectadores. Podemos
analizar su cine, podemos tratar de entender su concepción estética y sus
procedimientos narrativos sin recurrir a categorías oscurantistas. A Ozu le
gustaba que el cine fuera de la manera que él lo hacía. Enfrentarse con sus
rasgos característicos es aprender sobre la práctica del cine y sus
posibilidades. Reducirlo a una combinación de significados últimos es una
actividad para la que una iglesia resulta más apropiada que un cine.
Ozu y Wenders. Para muchos, el nombre de Ozu es conocido a través de
Tokio–Ga, la película con la que Wim Wenders le rindió homenaje en 1985.
Wenders propone la obra de Ozu para ocupar un hipotético santuario del cine.
“Si solamente –dice Wenders– uno pudiera filmar así, como quien abre los
ojos. Solamente mirar, sin querer demostrar nada [...] Es raro que en el cine
de hoy se produzcan tales momentos de verdad, que los hombres y las cosas
se muestren tales como son”. No solo es acertada la frase de Wenders, sino
que su cine logra en algunos momentos esa cualidad (Al filo del tiempo,
Alicia en las ciudades, Hasta el fin del mundo). Hay en Wenders una
fascinación por los objetos del mundo que no es extraña a Ozu. En este, el
mundo contemporáneo es reproducido con imágenes que hablan por sí
mismas. Las cosas no tienen un valor funcional sino una existencia propia y
una textura verdadera. Ozu no utilizaba objetos de utilería. Los adornos y los
utensilios que aparecen en sus películas provenían de su casa y de la de los
técnicos y actores. Todos traían algo y a partir de ese aporte se armaban los
decorados. Y, efectivamente, las imágenes de Ozu no intentan probar nada.
Simplemente existen, respiran. En particular, los films de Ozu registran
minuciosamente la mezcla de elementos occidentales, de frases y costumbres
norteamericanas en el Japón moderno, incluyendo el béisbol anterior a la
guerra y el golf posterior. Pero las cosas no hacen una película. Les falta algo.
Por eso Wenders les agrega un carácter trascendente, ajeno a la tranquila
inmanencia de Ozu. Lo que en Ozu es serenidad, en Wenders se transforma
en aburrimiento o sobreexposición (sus cortometrajes prueban lo inertes que
pueden resultar las cosas por sí mismas). Es que a Wenders le cuesta narrar,
mientras que el cine de Ozu se organiza a través de la narración.
Libertad bajo vigilancia. Los personajes de Ozu transmiten libertad a través
de actores estrictamente controlados (los hacía repetir hasta el agotamiento),
despojados de toda expresividad convencional. Ozu no quería que los actores
fueran buenos sino que expresaran su humanidad y no sus sentimientos (esto
hubiera llevado a De Niro al suicidio, ya que todos saben que puede expresar
todo tipo de sentimientos pero nadie puede saber quién es). Los objetos son
también libres mediante tomas cuidadosamente preparadas. Ozu está ausente
de sus imágenes, no les da un sentido ni un mensaje. No nos dice cómo deben
ser interpretadas. Nos deja solos con ellas.
Un narrador extraordinario. En cambio, su presencia invisible aparece en la
organización de los planos y las escenas. El cine de Ozu no es un fluir de
imágenes. Por el contrario, planos y escenas están acotados y distribuidos por
la férrea mano del director. Esa organización es modular, pues los planos son
intercambiables: varios planos pueden suceder a uno dado y son todos
equivalentes en intensidad y en atractivo. En esa combinatoria descansa la
vivacidad de su ritmo narrativo.
Ozu está preocupado porque cada toma –en sí autónoma– esté precedida y
seguida por una tensión que es lo que aglutina el film y le da forma e interés.
A pesar de que el repertorio de planos posibles en Ozu es limitado, ningún
plano es previsible. Después de un plano general no sabemos si se va a
aproximar a los personajes, va a mostrar lo que uno de ellos mira o va a
cortar a un objeto inesperado. Después de una escena en interiores no
sabemos si va a saltar a otro interior o a un exterior vacío de gente. Después
de mostrar el exterior de un edificio, no sabemos si los actores van a entrar en
ese o en el de al lado. Por otra parte, un plano exterior puede corresponder al
lugar que acabamos de abandonar, al lugar al que nos dirigimos o a lo que un
personaje está mirando por la ventana. No sabemos la geometría incierta de
las casas (ver arriba), ni cuánta gente hay en una escena, ni desde qué ángulo
o distancia vamos a ver a un personaje. Cuando la cámara se ubica en el
fondo de un pasillo vacío, esperamos lo que va a suceder, aunque sabemos
que no puede ser mucho: que aparezca un personaje y abra alguna puerta o
que la cámara salte a alguna de las habitaciones sin que nadie haya aparecido.
Con materiales escasos, cargados de ceremonia y pasividad, Ozu crea un
cine que está en las antípodas de la solemnidad y la rigidez. Es imposible
aburrirse con él. Desde un humor intransferible, siempre está planteando
pequeños juegos, pequeños acertijos y engaños. Ozu exige nuestra
participación y reclama constantemente nuestro interés para descifrar lo que
vemos, reconocer los personajes, adivinar adónde vamos. En Historia de
Tokio pasa más de media hora hasta que averiguamos que Setsuko Hara es la
nuera de Chieko Higashiyama. No sabemos lo que ocurre pero, lejos de
perder el interés, la variación, el ritmo y la calidad de las imágenes nos hacen
querer averiguarlo. En Verano tardío nos resulta imposible reconstruir los
parentescos de la familia Kohayakawa, hasta que un personaje, delatando
cómicamente el engaño de Ozu, exclama: “¡Qué complicada es esta familia!”.
En Una tarde de otoño vemos el cartel del bar Ace, como si fuéramos a entrar
en él. En el plano siguiente, la cámara retrocede y vemos el cartel de Ace y el
cartel de Tory. Finalmente entramos en Tory. En otra película se ve un
pantalón colgando. La toma siguiente revela que se trata de una persona
quieta. La mayoría de estos trucos solo quedan en evidencia mediante el
video o el análisis de fotogramas, pero allí están y son los responsables de la
vibración subterránea de los films. También lo es el cuidado con que cada
imagen está compuesta. Pero la armonía visual no es una cualidad pictórica
independiente (¡oh Visconti!, ¡oooooh Greenaway!) sino un recurso narrativo
más.
Paralelamente, en Ozu hay un rechazo feroz contra las escenas “cruciales” y
aun contra los golpes de efecto o de significado. En Flor de equinoccio, los
encargados de un bar bromean con el empleado hipócrita y borrachín y le
dicen: “a ver si todavía te descubre tu jefe”, a lo que este responde: “es
imposible que mi jefe venga hoy”. Se abre la puerta y entra el jefe. Un clásico
gag de comedia. Pero el jefe trae puesto un sombrero (que no usa en ningún
otro momento) y, por un instante, dudamos de que sea él. Sin alterar la gracia
del chiste, el efecto se atenúa, se elude un momento de excesiva fuerza. Ozu
evita las escenas privilegiadas, los momentos importantes. Cuando la
situación es grave, la música es ligera, los planos son breves, aparece una
elipsis. Aunque muchas películas se resuelven en un casamiento o en una
muerte, nunca se ve la boda y rara vez el funeral.
Estas dos tendencias (el enriquecimiento de lo pequeño, la atenuación de lo
grande) tienden a un balance, a un equilibrio que hace todas las transiciones
suaves y necesarias. Así, todos los momentos son interesantes, todos tienen
su cuota de incertidumbre y de suspenso pero ninguno es decisivo.
Ozu juega un juego infinito de plenitud narrativa y de nulidad significante y
expresiva. En Flor de equinoccio el ceremonial doméstico se desborda y la
hija enfrenta al padre en un tono de voz desusado. Algo parece estar fallando.
Nos encontramos, por un instante, en una escena de familia de otro director
con su momento dramático. Más adelante, el padre dice amargado: “fallé,
porque permití que ella llegara a enfrentarme”. Es Ozu el que se hace una
crítica, por no haber sabido resolver el guion de otra manera.
Ozu y Ford. Varios elementos acercan a Ozu con John Ford. A los dos les
gustaba trabajar con los mismos actores, repetir temas y empinar el codo.
Mientras Ford decía “hago westerns”, con parecida modestia Ozu declaraba
“hago tofu” y afirmaba haberse dedicado a las artes menores. A ambos les
gustaban las actuaciones inexpresivas y les disgustaba mover la cámara. Los
dos tenían humor y hacían llorar. Pero mientras Ford elige momentos de gran
solemnidad para conmover o recurre a la música, la emoción en los films de
Ozu se desata en momentos triviales, sin una especial significación. Esos
momentos suelen sorprender al espectador. Pero hay un rasgo mayor que une
los westerns de Ford y las historias de familia de Ozu: en ambos casos (y casi
en ningún otro) podemos ver el transcurrir de la Historia. Sin relatar eventos
importantes, estos relatos ubican a sus individuos en una transición histórica,
en el momento de modernización de sus respectivos países. Con el mismo
respeto por el progreso y la conciencia de su carácter inevitable, ambos
retratan el dolor y el desconcierto ante un pasado que se pierde para siempre.
Los soldados y los cowboys de Ford, encarnados por John Wayne, saben que
su tiempo se ha terminado. Los viejos que interpreta Chishu Ryu viven en el
alejamiento de sus hijas el fin de su propia época. Ford creía en un paraíso
perdido ubicado en la Irlanda mítica anterior al tiempo de sus héroes. Ozu, en
cambio, cree que la infancia es la última oportunidad para la rebeldía y el
rechazo de las mecanizadas cadenas sociales. Los niños de Ozu, hoscos y
malcriados como el que Wenders muestra en Tokio–Ga, son los únicos
privilegiados, los que resisten como en Yo nací, pero... las leyes del dinero.
Mientras que Ford deplora tanto la ley del revólver como la de los abogados,
Ozu es el cronista del pasaje entre dos males: la rigidez de la explotación
feudal y el vacío espiritual del capitalismo. Wayne se muere de amargura,
Ryu de tristeza. Tanto Ford como Ozu fueron acusados de reaccionarios.
Ninguno lo era. En el pasado de Ford, todos los hombres son iguales. En el
futuro de Ozu, la libertad alcanza a todos los hombres. Pero en ambos casos –
y, tal vez, solo en ellos en la historia del cine– la fuerza que actúa sobre los
personajes es, mucho más que la voluntad de otros individuos, el torrente
inexorable e incomprensible del progreso.
Nueras y cuñadas. ¿De dónde proviene la emoción en Ozu? Seguramente de
la contención de los personajes, de la privilegiada observación de una
realidad cotidiana donde los sentimientos se expresan con sutileza absoluta,
como un matiz provocado por el transcurrir del tiempo y el valor del silencio.
De situaciones sin estridencias pero irreversibles. Los personajes de Ozu
están presos de su circunstancia, de un tiempo que evoluciona hacia la
ferocidad y la rapiña, hacia la encallecida rutina del trabajo y la reproducción.
Pero en esos personajes hay una conciencia de que hay sentimientos más
profundos y vidas imaginadas de otra calidad. Solo algunos, los más nobles,
son elegidos para sugerirlo. A través de la soledad dolorosa de la vejez, como
los ancianos de Chishu Ryu, o de una comunicación casual pero definitiva,
como las mujeres solteras de Setsuko Haru. Esas relaciones entre mujeres, tan
características de Ozu, no se dan entre hermanas ni entre madre e hija,
situaciones demasiado codificadas, sino entre miembros colaterales de la
familia. La suegra y la nuera en Historia de Tokio, las cuñadas en Verano
tardío descubren en la otra a un semejante, a alguien que tiene la misma
nostalgia por una vida menos cruel que la que tuvieron o la que les espera.
Iluminan un sentimiento distinto, tal vez el resorte sensible más profundo y
más original que haya tocado el cine de Ozu. Cuando la nuera le regala a su
suegra el escaso dinero que tiene ahorrado, está evocando un deseo de
abundancia que las posibilidades materiales y afectivas de su vida
desmienten. En Hijo único, muchos años antes, la madre le regala al hijo sus
ahorros y este se los entrega a la vecina que tiene el hijo enfermo,
produciendo una cadena de solidaridades que tiene como efecto señalarnos
nuestras carencias. La emoción que transmiten los films de Ozu a través de la
contemplación de la bondad es la simple pretensión de vivir mejor y acaso lo
que Schrader identifica como sagrado.
(mu). Este ideograma es la única inscripción en la tumba de Ozu y designa,
según las distintas interpretaciones del budismo, el vacío absoluto, el espacio
entre las piedras de los jardines o, paradójicamente, una idea de plenitud. Y la
obra de Ozu es, efectivamente, uno de los raros ejemplos de plenitud que ha
dado el cine. No es una búsqueda sino un hallazgo. El aporte de Ozu es un
método para hacer cine. Un sofisticado aparato formal que resuelve
problemas que ni siquiera habían sido bien planteados. Ozu encontró el
programa de un cine diferente pero, a diferencia de muchos cineastas
modernos, se trata de un cine con un futuro posible. Ozu demostró, casi como
un científico, que la violación de ciertas leyes del cine clásico no
necesariamente conduce a la muerte de la narración ni a alguna forma de
elitismo. Ozu inauguró un camino para la experimentación dentro del cine
popular, mostrando que la restricción de ciertos recursos puede enriquecer y
embellecer la narración. Pero para eso se necesita una práctica inteligente
como la suya, una artesanía continua y obsesiva que permita pulir los
desbordes del significado y, al mismo tiempo, agregar motivos de
complejidad formal y belleza plástica. Esa actividad de constante relleno y
permanente vaciado concebida desde el placer, el juego y la modestia y a la
que dedicó su vida, merecería ser el sentido de esa inscripción tan parca.
Publicado en El Amante N°22 – diciembre 1993
101. Ozu en su tinta

Libros
1. Paul Schrader, Transcendental Style in Film: Ozu, Bresson, Dreyer, Da
Capo, 1988 (reedición del libro original de 1972 de la Universidad de
California).
A Schrader le da por la religión y sus trabajos como guionista y director lo
demuestran. Este trabajo (Schrader es también un buen escritor) se propone
una caracterización de lo que el autor llama “cine de recursos escasos”
mediante el análisis de la obra de esos tres directores. Su descripción formal
es pertinente. Su conclusión de que este cine tiende a expresar lo sagrado es,
en cambio, discutible en lo que a Ozu se refiere. El estilo modular de Ozu se
describe como el resultado de una operación ritual que, más que la expresión
de un individuo, es su inmersión en una corriente espiritual. Dice Schrader:
“Si Ozu fuera un director ‘personal’ como, digamos, Fellini (esto es, si
hubiera buscado expresar su personalidad en sus films), habría que ubicarlo
en la tradición del arte individualista del Occidente, en lugar del arte
tradicional del Oriente”. Ozu, en cambio, decía: “Sigo la moda general en
cuestiones ordinarias y las leyes morales en cuestiones serias. Pero en arte,
me sigo solo a mí mismo”. La repetición y vulgarización de estas ideas de
Schrader fuera del contexto de este libro inteligente han contribuido a negar
el papel de Ozu como pensador del cine y a ocultar su obra tras un manto de
neblina mística.
2. Noël Burch, Pour un observateur lointain, Cahiers du cinéma/Gallimard,
1982 (traducción del libro original en inglés publicado por Scolar Press en
1979).
Este libro trata sobre el cine japonés y dedica un capítulo a Ozu. Casi todo lo
que escribe Burch, autor de Praxis del cine, es brillante. No todo lo que dice
es cierto. El efecto de fineza y profundidad que producen sus observaciones
tambalea cada vez que el autor sufre un ataque de ideología. Estos ataques se
manifiestan en su apresuramiento para caracterizar como revolucionarios o
reaccionarios a determinados rasgos de estilo. Su estudio sobre Ozu incluye
muestras de lo mejor y lo peor del autor y más afirmaciones erróneas que de
costumbre. Burch advierte con precisión, entre otras cosas, la
desdramatización propia de Ozu, pero su centro de interés es otro. Dice: “Ozu
interpela simbólicamente los dos principios fundamentales del modo
dominante de representación de Occidente” (nótese el matiz militante de la
prosa). Estos serían: el principio de continuidad –quebrado por los falsos
raccords– y el principio de inclusión del espectador en la diégesis (mundo
imaginario del relato) –quebrado por los continuos
cambios de mirada sobre los personajes que impiden la trampa de la
identificación–. Una frase de Edward T. Hal que Burch incluye en su artículo
(“Los japoneses piensan que la memoria y la imaginación deben participar
siempre de la percepción”) es más amplia y, al mismo tiempo, más precisa.
Ozu no rompe la continuidad ni la identificación. Se trata, en cambio, de una
continuidad y una identificación diferentes, más activas y con más actividad
intelectual. Ozu impone este modo de ver una película al espectador de
cualquier país –como podemos comprobar en cada uno de sus films– aunque,
en vida de Ozu, los propios japoneses pensaron que su cine no era apto para
occidentales y se negaron a exportarlo. La idea del cine como opio y del
espectador como opa subyace a esta interpretación. Burch termina
recurriendo a la idea de que los films de Ozu deben ser leídos como un texto,
idea deudora de la época del libro y una de las menos fecundas y más
difundidas entre los críticos de los últimos años. Burch dedica largos párrafos
a lo que él bautiza como pillow–shots, que no son otra cosa que los famosos
planos de corte de Ozu. Estos planos son transiciones que en general no
tienen presencias humanas y que Ozu utiliza para pasar de una locación a
otra, para describir lo que podría verse desde el punto de vista de los
personajes y, en su variante más difícil de descifrar, como contraste
inanimado de un ambiente humano. A Burch le interesan estos planos como
“interrupciones de la diégesis”, los estudia y clasifica. Termina
caracterizándolos como “un paradigma de descentramiento y de
insignificancia, el equivalente fílmico del maestro zen que reparte bastonazos
como respuesta a las preguntas graves de sus discípulos” (entre tanto
materialismo no viene mal un toque de niebla mística). Los planos “vacíos”
de Ozu tienden a disipar la posible intensidad dramática de algunas escenas, a
darles respiración (una preocupación permanente de Ozu). Pero no son
solamente un “espacio pictorial” como cree Burch sino que (y esta es otra de
las preocupaciones de Ozu) tienen valor narrativo propio y tensión interna.
No son comentarios ni invitaciones a la contemplación en sí misma (todo es
también materia de contemplación en Ozu) sino parte del relato. Para
terminar con Burch digamos que su texto incluye desaciertos como la
afirmación de que las imágenes de Ozu son “planas” (para salir de dudas,
vayan y miren) o la de que la familia de Ozu está sometida a un rígido
patriarcado feudal (los patriarcas de Ozu son tolerantes por convicción o
débiles en los hechos).
También hay tonterías insignes, como la peregrina teoría de que los films de
Ozu que valen la pena son los de preguerra, mientras que el resto es un
conjunto de estériles ejercicios académicos (¿los habrá visto?). La frase final
es indigna de Burch: “La obra de Ozu no es solo un logro individual: es, más
significativamente, el logro de una comunidad nacional”.
3. Donald Richie, Ozu, University of California Press, 1977 (edición original
en tapa dura de 1974).
Richie escribió por primera vez sobre Ozu en Film Quarterly en 1959. Vivió
en Japón, sabe japonés y conoció a Ozu y a la mayoría de sus colaboradores.
A partir de una experiencia de primera mano escribió un libro lleno de datos
interesantes sobre la vida de Ozu y sus métodos de trabajo. Leyéndolo, se
puede aprender mucho sobre la dirección de actores del cineasta, su método
de escribir guiones o apreciar la importancia de la colaboración con el
coguionista Kogo Noda. También que Historia de Tokio les llevó 103 días y
43 botellas de sake (el enorme tamaño de una botella normal de sake se
puede advertir, justamente, en Historia de Tokio). Y también que los
japoneses son ceremoniosos y cordiales con los familiares y conocidos, pero
extremadamente bruscos y antipáticos con los que no lo son (el cine de Ozu
incluye muy pocos encuentros entre extraños). Richie es, además, elocuente:
“Ozu era como un maestro haiku que se sienta en silencio y observa,
alcanzando la esencia a través de una extrema simplificación. Inseparable de
los preceptos budistas, coloca el mundo a distancia y deja al espectador
físicamente no comprometido. [...] El método, como todos los métodos
poéticos, es oblicuo. No se enfrenta a la emoción, la sorprende. Restringe su
visión para ver más. [...] Limita su mundo para trascender esas limitaciones.
Su cine es formal y la formalidad es la de la poesía, la creación de un
contexto ordenado que destruye el hábito y la familiaridad, devolviéndole a
cada palabra, a cada imagen su urgencia y su frescura originales”. Esto no es
orientalismo de bolsillo sino una valiosa descripción del cineasta como poeta,
más aun cuando lleva implícita la idea de poesía como práctica, como trabajo
artesanal. EI libro empieza con un poema que gustaba citar Ozu “Es algo que
siempre digo / la cosa más importante para mi soy yo / Y en ese yo el lugar
más importante / es el del trabajo”.
Lo mejor de este libro altamente recomendable es que se trata del único que
le dedica espacio a desentrañar el tema de las emociones en Ozu. Sigamos
con Richie: “Entre 1936 y 1942, Ozu evoluciona de la emoción predecible y
guiada por el director a una emoción imprevisible y sin pistas”
(agregaríamos: más sutil, más ligera, más profunda). “Los personajes de Ozu
son queribles (a través de la ironía para revelarlos) por su libertad y su
completitud consecuente. Los queremos porque los entendemos. Y los
entendemos porque Ozu no ha sacrificado nada de ellos a la acción,
continuidad de carácter ni plausibilidad a la que los films suelen apuntar”.
Esta última observación es muy útil para comparar la riqueza de los
personajes abiertos de Ozu que se manifiestan solo a través de su conducta y
nunca hablan de sus sentimientos con la tendencia actual del cine (tanto
europeo como americano) que, al intentar delinear perfectamente al contorno
de un personaje, logra empobrecerlo cerrándolo sobre lo que sabemos de él
(esto es así en Propuesta indecente pero también en Un corazón en invierno).
Lo que a Richie le sobra en empatía le falta, a veces, en rigor. Es el culpable
de un concepto generalizado sobre Ozu: le atribuye haber filmado todas sus
escenas desde la altura de una persona sentada en el suelo (o mejor, sobre el
tatami). Ni la cámara de Ozu estaba siempre a la misma altura ni la altura era
normalmente esa. En Tokio–Ga se puede advertir que Ozu filmaba muchas
veces casi a ras del suelo. Cualquier foto de sus películas permite ver que sus
tomas eran, en general, bajas pero que variaban según la altura y la distancia
del objeto enfocado. Una curiosidad: Richie –para reforzar la idea de que las
violaciones de la continuidad de Ozu son advertidas por los espectadores–
afirma que en Historia de Tokio, cuando los viejos conversan mirando al mar,
intercambian súbitamente sus posiciones. Eso no ocurre, al menos en la copia
exhibida en Buenos Aires.
4. David Bordwell, Ozu and the Poetics of Cinema, BFI Princeton
University Press, 1988.
Este libro de 400 páginas en formato grande, dividido en una sección general
y otra dedicada al análisis de cada película, empieza con una cita de William
Blake: “El arte y la ciencia no pueden existir sino en particularidades
minuciosamente organizadas”. La primera oración del prefacio dice: “Ozu se
ha convertido en mi guía de lo que el cine es y puede llegar a ser”. Con estas
dos frases, sabemos que estamos en el buen camino. Lo menos que puede
decirse del libro es que es extraordinario. Bordwell conoce ampliamente el
cine de Ozu (hay discusiones detalladas de cada película sobreviviente) y lo
describe con una profundidad y una certeza absolutamente infrecuentes. De
hecho, su lectura es la fuente de la mayor parte de las ideas de este artículo y
el anterior. Bordwell reúne en su escritura dos tradiciones que rara vez
aparecen juntas: un enorme conocimiento del contexto histórico y cultural de
la obra de Ozu y una descripción intrínseca de cada uno de los
procedimientos formales empleados por el director. En el camino, se encarga
de despejar los falsos conceptos y malentendidos que han sembrado quienes
lo precedieron. El análisis de las secuencias es detallado y penetrante pero lo
más sorprendente del libro es que esos análisis no están dirigidos a la
generalización vacía, a la charla abstrusa ni al empirismo ciego según la
norma habitual de los trabajos académicos. Bordwell se toma su material en
serio y logra aprehender las categorías y los conceptos desde los que Ozu
hizo cine. A partir de la convicción de que Ozu permite pensar el cine,
Bordwell encuentra una nueva manera de escribir sobre cine. El libro trata el
estilo narrativo de Ozu apoyado en dos convicciones: una es que Ozu no es
una alternativa al cine clásico sino una ampliación. La otra es que el
temperamento artístico de Ozu es una combinación de precisión y juego. Hay
también dos metarreglas. Una: el cine de Ozu se puede explicar o describir en
sus propios términos y estos son términos racionales. No hay que recurrir a
ningún fantasma místico ni cultural para dialogar con su obra. Dos: Ozu crea
teoría cuando filma (plantea problemas, crea formas); el espectador hace
teoría cuando ve el cine de Ozu (resuelve los problemas, recrea las formas).
Curiosos ecos de Karl Popper, que, como la cita de Blake, emparentan el arte
y la ciencia. Son particularmente brillantes los párrafos dedicados a la
descripción del sistema de 360° que utilizaba Ozu para ubicar la cámara y los
que se ocupan de esclarecer el sentido e importancia de los pillow–shots.
Algún defecto debía de tener el libro y yo le encuentro dos, ambos
relacionados con una cierta necesidad de legitimación académica. Uno es una
cierta frialdad en las descripciones de los procedimientos de Ozu que toman
muy poco en cuenta la emoción (para eso lo tenemos a Richie). Otro es el
capítulo dedicado a exponer una especie de contexto general teórico que el
libro no necesita y que, por otra parte, parece aplicarse con propiedad solo a
la obra de Ozu. Allí se utilizan términos como “el modelo del agente
racional”, “poética histórica” o “contextualización”, de marcada ramplonería
conductista. Pero escuchemos un poco a Bordwell en el final de la primera
parte: “El suyo es un cine del virtuosismo, un cine que intenta crear una
forma absolutamente saturada, el film más denso posible. En un sentido, Ozu
es considerado correctamente un minimalista, pero en otro sentido, crea films
‘repletos’ que son únicos, que nos atrapan en más niveles que los de un
Hawks, un Antonioni o un Bresson [...] Lo que el espectador quiere (quiere
en el sentido de que le falta) es un cine que en sus formas y materiales
sugiera modos frescos y sutiles de entender las fuerzas sociales que
constituyen la vida cotidiana”.

Artículos
5. Lindsay Anderson, “A cinco centímetros del suelo”, extracto del artículo
publicado en Sight and Sound en 1957, pressbook de Historia de Tokio,
Buenos Aires, 1991.
Se trata del primer artículo publicado en Occidente sobre Ozu. El extracto no
deja ver gran cosa, pero a Richie le hubiera convenido leer el título.
6. Tadao Sato, “Le point de regard”, Cahiers du cinéma, abril de 1980.
Sato es un personaje singular. Por un lado, es el mayor estudioso japonés de
la obra de Ozu. Por el otro, su pasión fue la pedagogía, pero en un sentido
curioso: publicó una enorme cantidad de libros que atacan todos los sistemas
de educación formal. No es extraño su acercamiento a Ozu, que fue un
ejemplo de rigor intelectual y que nada le debía a la escuela. El artículo es
muy interesante y, en particular, esclarece un punto oscuro sobre la manera
que tenía Ozu de filmar las conversaciones. Segun Sato, los japoneses no se
miran a los ojos cuando conversan, les resulta penoso o agresivo. Por eso es
que los personajes de Ozu rara vez están estrictamente enfrentados, pero el
director quería, a su vez, mostrarlos frontalmente. De allí algunos cambios
extraños en la ubicación de la cámara y parte del desconcierto espacial.
7. Santos Zunzunegui, “El perfume del zen”, Nosferatu, Madrid, enero de
1993.
El título ya huele mal y, efectivamente, la mercadería viene podrida.
Zunzunegui repite todos los errores clásicos sobre Ozu (imagen plana, vistas
desde el tatami, apelación a misterios orientalistas) y agrega otros nuevos.
Uno de ellos es la disparatada argumentación según la cual Ozu combina la
pintura oriental con la fotoquímica (?) del celuloide. Desde una pedantería
que no vacila en recurrir al latín (signo inequívoco de sordera intelectual) sin
haber aprendido previamente el castellano, se enfrasca en discusiones que
tienden a encontrarle un sentido a cada plano de Ozu para terminar diciendo
que el director se incorpora a la “lucha contra la prevaricación del sentido”
que según Barthes es “el combate fundamental del zen”. Curiosamente, estos
divagues contradictorios se presentan como una refutación de los trabajos de
Bordwell a los que desde una dudosa lectura atribuye la intención de negar
los “efectos de sentido pleno” de Ozu (¿no era que no había tal sentido?).
Para el final, una auténtica perla. En la página 23 dice: “planos opuestos 360°
entre sí”. ¿Se trata de la burrada lisa y llana que parece o es que Zunzunegui,
desde su pedantería infinita, está usando una manera rebuscada para decir que
esos planos tienen el mismo ángulo?
8. Rafael Filippelli, “El peso del tiempo. Sobre Historia de Tokio de Yasujiro
Ozu”, Punto de vista, Buenos Aires, 1992.
Después de leer a Zunzunegui, la prosa de Filippelli nos recuerda que todavía
hablamos en castellano. Entre interesantes observaciones sobre el tiempo y el
movimiento en Ozu hay algunas frases iluminadoras como: “Ozu nos indica
que es necesario filmar imágenes, no ideas bajo la forma de imágenes”. Lo
que quiero discutir con Filippelli es lo siguiente. El autor, al que le gusta el
cine moderno más que el clásico y el whisky más que el sake, ubica a Ozu
como un precursor de ese cine moderno, en particular de Antonioni. Así
como Filippelli afirma que Wenders es menos moderno que su maestro Ozu,
creo que lo mismo es cierto para Antonioni. Un plano sin gente de Antonioni
está ocupado por el director, mientras que uno de Ozu está ocupado por el
espectador. Ozu no decora pero tampoco enuncia. Sin mencionar que el plano
de Antonioni es mucho más aburrido. Salud.
Publicado en El Amante N°22 – diciembre 1993

IV
1994
102. Las patas de la mentira

The Panama Deception, Barbara Trent, 1992.


The Panama Deception no es un documental muy bien hecho. Es más bien un
conjunto de imágenes que acompaña a una voz en off a la que se agregan
entrevistas no del todo interesantes. La concepción política de su directora es
ingenua por momentos, torpe y sin matices por otros. The Panama Deception
no muestra, en muchos pasajes, más que lo que los noticieros de televisión
suelen ofrecer a través de sus corresponsales de guerra. Sin embargo, The
Panama Deception es una pieza de información de enorme valor y un
ejemplo excelente de un tipo de material al que los telespectadores, es decir,
los habitantes del mundo, estamos totalmente desacostumbrados.
La película de Barbara Trent toma partido explícitamente: es, por lo tanto, lo
contrario de la exposición informativa habitual. En lugar de las supuestas dos
campanas que prescriben las reglas del periodismo internacional –dos
campanas que apenas disimulan un mensaje de nítido conservadurismo y de
soporte a las políticas oficiales del más poderoso, como lo mostró la
cobertura de la Guerra del Golfo– Trent apuesta a decir lo suyo con énfasis y
sin ocultar sus intenciones. Al hacerlo, convence por la fuerza de la lógica y
demuestra –sin quererlo– que las imágenes pueden ser triviales pero el relato
apasionante (lo que replantea, de un modo oblicuo pero iluminador, las
relaciones entre cine y literatura).
Es imposible ver The Panama Deception sin salir convencido, o sospechar
fuertemente, que los puntos que intenta probar el film son ciertos. Que
Noriega era un doble agente, que la invasión a Panamá tuvo como objetivo
principal la eliminación de la Guardia Nacional panameña y no la captura de
un hombre, que hubo muchas víctimas civiles innecesarias, que se utilizó la
circunstancia para probar nuevas armas y que el país quedó en manos de un
ejército de ocupación, a pesar de toda la propaganda en contrario del
gobierno americano. Habrá quien diga que esto era evidente y no necesita de
la película para saberlo. No estoy tan convencido. Al contrario: lo que The
Panama Deception muestra verdaderamente es que el ataque a Panamá fue,
ante todo, un gigantesco acto de desinformación. Exhibir (o siquiera
mencionar) los mecanismos y las prácticas de esa desinformación –como
recordar que la televisión norteamericana ignoró que las Naciones Unidas
habían condenado el hecho– es la única fuente empírica para poder debatir el
mayor escándalo y la mejor herramienta del sistema de dominación mundial:
la fabricación de consenso mediante el engaño.
El film de Trent es un buen prólogo para otro documental que acaso veamos
algún día: Manufacturing Consent, en el que Noam Chomsky, uno de los
intelectuales más claros de este siglo, expone sus ideas sobre el tema.
Publicado en El Amante N°23 – enero 1994
103. Informe especial: 75 directores en el 93

Uli Edel (El cuerpo del delito – Body of Evidence)


El cuerpo del delito es una película canallesca. Nada raro tratándose de Edel:
también lo eran Christiane F. o Camino sin salida. Lo que sí es raro es que,
en el caso de esta última, algunos se hayan confundido con las descaradas
patrañas sensacionalistas de Edel cuando las disfrazó de drama social. De
paso, es el autor de la peor película con Madonna.
Leonardo Favio (Gatica, el Mono)
Después de dieciocho años de silencio cinematográfico, Gatica resulta la
confirmación de su talento y su originalidad. Resulta, además, más personal
que las prolijas películas europeas de su primer período y menos deudora de
constantes ideológicas que las de su segunda etapa. Favio se atrevió con una
desgarradora autobiografía en la que se expone y nos expone. El cine
argentino necesita más películas de este artista inimitable.
Federico Fellini (La voz de la luna – La voce della luna)
Si a Fellini le hubiera gustado viajar, nadie le hubiera preguntado de qué
trabajaba: su apellido era uno de los pocos sinónimos que quedaban de la
palabra cine. Su última película, estrenada en Buenos Aires con tres años de
atraso, fue ignorada por el público. Aunque su persona seguía conmoviendo a
todos los que vieron la entrega de los Oscars, su obra había pasado de moda
hacía rato. Esto está explicado en La voz de la luna: todo –hasta la figura
Fellini– es reciclado por la televisión y la publicidad, pero nadie está
dispuesto a guardar silencio y a escuchar lo que tenía para decir. El mayor
constructor de imágenes de este siglo vivió para el cine mientras el cine corre
el riesgo de morir con él.
Abel Ferrara (Un maldito policía – Bad Lieutenant)
Estrenada en copia de video y en una sala muy chica, Un maldito policía se
convirtió en un éxito sorprendente para las dimensiones de su lanzamiento.
De esa extraña manera, uno de los directores más interesantes de los últimos
años se hizo conocido del público (con una modesta contribución de El
Amante al respecto). Una Nueva York apocalíptica, un protagonista
desesperado, un rechazo de todos los clichés y convenciones que describen la
vida social, una familiaridad con la violencia y la marginalidad hacen de ella
una película extrema, personal y contemporánea, alejada de las recetas y los
mecanismos del cine actual. Sus últimas producciones, Body Snatchers
(destinada a no estrenarse en cine) y Snake Eyes (casi una autobiografía)
esperan a los adeptos.
Taylor Hackford (Sangre por sangre – Blood for Blood)
El populismo de este director que se dedica sobre todo a la producción tiene
una doble vertiente. Por un lado, su acercamiento a culturas marginales como
la latina o la del rock le da fuerza y lo distingue del ignorante etnocentrismo
de su medio. Por el otro, Hackford es uno de los directores más reaccionarios
del cine americano. Sangre por sangre reúne esas dos variantes: Hackford
saluda la no integración de los latinos en Estados Unidos, con la misma
vehemencia con la que relató las glorias de soldados, sureños y rockeros. El
problema es que lo hace desde una perspectiva que los condena a seguir
siendo la escoria del sistema y a apostar su subsistencia a un pintoresquismo
suicida.
Hal Hartley (La verdad increíble – The Unbelievable Truth)
El increíble parecido entre las dos primeras películas de Hartley hace dudar
de todo lo bueno que se dice de él en el exterior y contribuye a inclinar la
opinión hacia los que piensan que la moderna frialdad de sus imágenes
encubre simplemente un vacío de ideas propio de un cineasta que solo busca
hacerse un lugarcito al sol aprovechando la confusión entre originalidad y
talento. Habrá que esperar un poco.
Derek Jarman (Edward II)
Eduardo II es una suma de panfleto y decorados chic sin una sola gota de
emoción o interés. Para colmo, las confusiones políticas e ideológicas de
Jarman son tan grandes que permiten suponer que su próxima película puede
ser una denuncia sobre la persecución a los homosexuales en la Academia de
Platón en medio de explosiones nucleares.
Spike Lee (Malcolm X)
Su fama obedece más a su dudosa militancia que a sus películas. Pero
Malcolm X, que parecía destinada a convertirse en la ratificación definitiva de
ese hecho, es mucho más interesante como película que como documento. En
Lee coexisten un director al que le gusta el cine y un hombre de negocios que
se vale de él, y uno de esos personajes suele prevalecer sobre el otro. Nada
diferente de lo que le pasa a la mayoría de los directores de éxito.
Peter Medak (El clan de los Krays – The Krays)
Las dos películas estrenadas en el 93 en Buenos Aires de este veterano
húngaro residente en Inglaterra no reunieron juntas el público de un partido
Victoriano Arenas vs. Atlas. Sin embargo, ambas valieron la pena. Ubicadas
en la posguerra londinense, son raros ejemplos de exposición en el cine del
mar de represión y terror sobre el que flota la sociedad.
George Miller (Un milagro para Lorenzo – Lorenzo´s Oil)
El autor de la trilogía de Mad Max volvió a mostrar su garra en Un milagro
para Lorenzo, película que tiene bastante de milagro en sí misma. La idea de
los padres que intentan curar al hijo improvisándose como científicos tiene
una potencia descomunal y Miller la expuso con un vuelo, una emoción y una
inteligencia notables. Pocas películas permiten asomarse a la sensación
ciertamente vertiginosa de que la vida tiene otro horizonte que el que
prescriben la rutina y la división del trabajo. Lo más cerca que el cine de los
últimos años estuvo de la revelación, y sin trucos religiosos de por medio.
Alan Pakula (Juego de adultos – Consenting Adults)
En la época del flower power, cuando la gente andaba mezclándose, Pakula
filmaba cosas como Mi pasado me condena, en la que el detective se
enganchaba con la prostituta. Ahora que todo se ha vuelto más conservador,
hace Juego de adultos para recordarle al público que hay que desconfiar hasta
de los vecinos. La aún no estrenada The Pelican Brief, en la que el guion hace
lo imposible para que el negro Denzel Washington no bese a la blanca Julia
Roberts, lo confirma como uno de los grandes cobardes de Hollywood, para
no hablar de la siniestra trivialidad de la película.
Roman Polanski (Perversa luna de miel – Bitter Moon)
Polanski figura en la breve lista de los directores contemporáneos que
dominan el arte del cine. Perversa luna de hiel, estrenada localmente con
veinte minutos menos, es una apabullante lección sobre cómo narrar una
historia sutil e intrincada como pocas. La elegancia y el placer que transmite
el director con un material tan escabroso fijan un parámetro de calidad que
bien podría definirse como el único clasicismo que el cine ha logrado en esta
época.
Phil Alden Robinson (Héroes por azar – Sneakers)
Después del directo y feliz sentimentalismo de El campo de los sueños,
Robinson parece haber caído en las garras de Redford para hacer una película
vacía y convencional. Veremos qué hace ahora.
Robert Rodríguez (El mariachi)
El mariachi recuerda a esos tipos que salen en el diario porque apostaron diez
pesos en el casino y ganaron cinco millones. Rodríguez logró el sueño de
todo estudiante de cine: convertir un correcto y simpático ejercicio de
graduación (sin ningún otro mérito) en un éxito comercial. Pero la hibridez
cultural de Rodríguez es otro asunto: su película tiene todos los elementos
necesarios para divertir a los norteamericanos y avergonzar a los mejicanos.
Ridley Scott (Blade Runner Director´s Cut)
Después del camelo seudofeminista de Thelma y Louise y la vergonzosa
1492, Scott decidió jugar al artista censurado lanzando la “verdadera” versión
de Blade Runner que además de empeorar la que cortaron los productores
permitió comprobar hasta qué punto lo mejor de su cine es el resultado del
diseño de producción. Nada bueno cabe esperar de Scott en el futuro.
Lars von Trier (Europa – Zentropa)
El relato en segunda persona de Europa, omnipotente, grandioso, oscuro,
evoca a Welles y revela un tipo de ambición que el cine parecía haber
perdido. Pero los cincuenta años transcurridos desde El ciudadano permiten
sospechar que los rasgos de empresa cultural del cine de Orson pueden ser
imitados, parodiados o falsificados. No en vano la película se ubica en un
tiempo y un lugar en el que la realidad estaba hecha de sombras y todo se
prestaba para un relato brumoso y onírico. Aunque si uno piensa que sobre
ese mismo tiempo y lugar, Rossellini hizo Alemania año cero, la virtuosa
obra de Von Trier empieza a oler a museo y a mistificación.
John Woo (Operación cacería – Hard Target)
Hong Kong, la última fábrica de cine B, produce películas de acción de
temática elemental, bajo presupuesto y calidad varia. El cine de Woo es de lo
mejor que ha dado la factoría y tiene las virtudes y defectos de su medio
original: contundencia en la ejecución y esquematismo en el tratamiento. En
esas condiciones, Woo desarrolló un estilo sofisticado y delirante que
pudimos conocer en video y que despertó el interés de los productores
americanos. Trasladado a Hollywood, Woo demostró que está varios
escalones por encima de sus rutinarios colegas. Operación cacería es cine a
secas, una categoría en la que difícilmente entran los productos habituales del
género.
Zhang Yimou (Qiu Ju, una mujer china – Qiu Ju)
El cine de Yimou cumple los requisitos de corrección académica y exotismo
exportable que reclaman los mercados internacionales. En ese cómodo lugar
se esconde un cineasta anónimo al que esperamos reconocer un día en alguna
de sus películas.
Publicado en El Amante N°23 – enero 1994
104. Antes del terremoto

Diez días que no conmovieron a Los Ángeles


El 9 de enero, poco antes del terremoto, Flavia y yo volvimos a Buenos Aires
después de pasar diez días en Los Ángeles. Aunque se trata de una ciudad
que suele aparecer seguido en las revistas de cine, lo que en estos días la ha
llevado a la primera plana es que los tipos viven sobre una falla que no es la
de sus costumbres como les ocurre a otras ciudades del planeta. Esta nota
tiene ahora una inesperada –y efímera– actualidad.
Barrios y geografía. Hay dos clases de barrios en Los Ángeles. Una es la de
los que se parecen a lo que se ve en Los dueños de la calle de Singleton,
aquellos de los saqueos que siguieron a la paliza a Rodney King en el 91.
Quedan al Este del centro, al Sur del aeropuerto, al Norte, en el valle de San
Fernando. Los turistas no van, como tampoco van en Buenos Aires a
Florencio Varela, a Laferrere o a Virreyes. No fuimos la excepción. En
cambio, hay una larga franja –West Hollywood, Beverly Hills, Bel Air,
Westwood, West LA, Santa Mónica– que comunica Hollywood con la playa,
a lo largo de los bulevares Sunset, Wilshire, Santa Mónica, y en la que la
riqueza se despliega a lo largo de interminables calles sin transeúntes y con
palmeras, bordeadas de casas lujosas y con espaciados núcleos comerciales,
en las que los turistas pueden espiar a las estrellas, comprar y hasta ir al cine.
Al llegar a la costa, desde Santa Mónica se puede ir hacia el Norte, a Malibú,
a ver el incendio anterior al terremoto, o unas cuadras al Sur, hasta Venice,
donde los patinadores y ciclistas recorren un camino especial, paralelo al que
pasa por una hilera de cafés y tiendas de souvenirs y artesanías, adivinos,
cómicos y músicos ambulantes. Otra mezcla social al alcance de los visitantes
está en Downtown LA, el centro administrativo, donde abogados y burócratas
se codean con borrachos y mendigos cerca de Olvera St., la calle mejicana
para turistas. Se admiten excursiones al Griffith Park con el observatorio, a
Universal City y su tour por el estudio, a Inglewood, donde está el Western
Forum en el que juegan los famosos y alicaídos –sida de Magic Johnson
mediante– Lakers, y hasta a la residencial y tranquila Pasadena, donde, en un
cine perdido y vacío al fondo de Colorado Boulevard, se exhibía en los días
posteriores a Año Nuevo, es decir, al Rose Bowl y al Torneo de las Rosas, la
última película de Wim Wenders, que en inglés se llamó Faraway So Close.
He oído decir que más lejos, en alguna parte al Sur, cerca de Annaheim,
queda Disneylandia. De todos estos barrios, el que responde al nombre de
Hollywood, en el que las estrellas grabadas en el piso tapizan el Camino de la
Fama en el Hollywood Boulevard, es el más curioso. Es horrible y allí, frente
al Teatro Chino, desfilan turistas, pedigüeños y policías mientras los negocios
venden panchos y baratijas. Siguiendo por el boulevard, apenas a unas
cuadras, donde las estrellas en el piso están vacías esperando a los famosos
del futuro, se ofrecen hoteles por precios ínfimos, se alquilan departamentos
con el primer mes gratis y se percibe claramente que Hollywood no es el que
solía ser, una idea en la que vienen insistiendo algunos redactores de esta
revista.
Mares. Al Oeste de la ciudad soleada, de la tranquila efervescencia, de las
interminables avenidas de casas bajas está el Pacífico, que no es el único mar
en este desierto. Hay otro, subterráneo, sobre el que nada la opulencia. Es el
mar latino, la callada multiplicidad de los que alguna vez cruzaron la frontera
y de sus hijos que nacieron ya del otro lado. Los sirvientes, en Los Ángeles,
hablan castellano. Lo hablan entre ellos y lo disimulan al resto. Es muy difícil
que en un negocio mediano no haya latinos. Es imposible encontrarlos en
puestos que no sean los peores. Muchos acaban de abandonar México, Puerto
Rico o El Salvador para ganar los cuatro dólares la hora que en sus países se
ganan en un día. Otros nacieron en Estados Unidos. Todos son el testimonio
de la desigualdad.
Caras extrañas. La diversidad étnica y lingüística es igual a la que las
películas muestran en las grandes ciudades de Norteamérica. Chinos,
japoneses, indios, paquistaníes, armenios, polacos, afroamericanos alteran la
noción de lo que es un extranjero. El turista puede encontrarse fácilmente con
ciudadanos que hablen un peor inglés que el propio. Y, aunque este sea muy
malo, solo su cámara fotográfica lo distinguirá de un residente. Hay, por lo
tanto, una lengua mínima pero variable, básica y empobrecida, en la que se
realizan los trámites necesarios para la supervivencia. El inglés como una
forma del esperanto, un idioma pensado para la comunicación pero no para la
conversación (esta es una costumbre poco usual): más que hablarse, se usa.
La funcionalidad suele regir los diálogos y las sonrisas, repartidas
puntualmente en los momentos de llegar y de pagar.
Vicios. La heterogeneidad racial converge, paradójicamente, en la
uniformidad de conductas. No hay manera de encontrar en la superficie
manifestaciones propias de culturas que no sean la de la producción y el
trabajo automatizado. Hay, sin embargo, una excepción importante: la
comida. En la hipertrofia gastronómica californiana hay lugar para todos los
tipos de comidas regionales. Hay por lo menos cinco clases de comida china,
otras tres de comida japonesa, variantes distintas de lo mejicano, infinitas
combinaciones exóticas de precio y esnobismo variables. Es como si la única
expresión posible de la diversidad fuera la culinaria. Qué más oportuno para
quien quiera triunfar desde el exterior en el mercado del cine americano que
hacer una película que hable de la comida, que vuelque en ella la sensualidad
negada al idioma. Allí está Como agua para chocolate para probarlo.
Si los que quieren comer variado encuentran en California su paraíso, los
fumadores acceden al infierno. Fumar está considerado un vicio de gente
inferior. Con la ayuda de la propaganda médica y del renovado culto del
cuerpo sano vía la gimnasia, el cigarrillo ha sido proscripto de los edificios
públicos (comercios, lugares de comida y oficinas incluidos) y de los
encuentros entre gente que desea prosperar. Recuerdo a un señor que,
inadvertidamente, encendió un cigarrillo en un restaurante. Cuando se dio
cuenta de lo que había hecho, lo hundió en el plato de fideos y tapó todo con
la servilleta mientras miraba hacia los costados temiendo ser descubierto. La
última película de Alain Resnais se llama Smoking, No Smoking. Solo la
segunda parte se verá en Los Ángeles. Todo ocurre como si se hubiera
descubierto que el cuerpo humano es la unidad productiva por excelencia y,
por fin, se ha decidido prohibirles a sus propietarios hacer un mal uso de él,
destino que recuerda al de los gladiadores romanos. Hasta la obsesiva
atención que se presta a facilitarles las cosas a los discapacitados parece, más
que un acto de solidaridad, un intento de eliminar las diferencias a la hora de
producir. El sida es, en este contexto, un doble escándalo pero la
reglamentación sexual resultante es una bendición inesperada.
Recuerdos de provincia. Los musicales, como sabe, se suelen exhibir en otras
ciudades antes de llegar a Broadway. En enero, había en Los Ángeles uno
solo en cartel. En el moderno teatro Schubert se exhibía Sunset Boulevard, la
última pieza de Andrew Lloyd Weber, basada en el clásico film de Billy
Wilder, acaso el mayor testimonio que el arte haya dejado de la ciudad, con
Glenn Close haciendo de Norma Desmond. La obra, altamente recomendada
por las reseñas, es un desastre del que solo impresiona la escenografía: la
música es de inaudita vulgaridad, los actores no saben cantar y Glenn Close
(¿alguien se acordará de Gloria Swanson?) desafina y sobreactúa. La entrada:
65 dólares. A sala llena, el público aplaudía a rabiar e interrumpía la obra
para ovacionar a la protagonista cada vez que aparecía en escena. Los
Ángeles es la ciudad de provincia más rica del mundo.
Una muestra de marketing. Todo es una oportunidad para vender y todos los
recursos son valiosos. Entre ofertas, rebajas, precios que terminan en 99,
promociones postales o telefónicas y diversiones prefabricadas, al turista
parecen quedarle pocas opciones para visitar un lugar que ofrezca la
posibilidad de ilustrarse. Si su intención es conocer un estudio de cine, tiene
dos opciones. Una es la Universal, donde sabe que, a su paso, será atacado
por una réplica del tiburón de Spielberg y los extras contratados
especialmente harán sus trucos rutinarios. Más atractivo resulta, en principio,
optar por la Warner. Allí, la visita guiada se promueve diciendo que no es
masiva, que se trata de un tour educativo, que nada está preparado y que el
visitante va a ver, simplemente, el estudio en un día normal de trabajo. Algo
se desconfía cuando se sabe que esto se ha bautizado como “Tour VIP”. Pero
la promesa de dos horas en el legendario predio de Burbank por el módico
precio de 2 dólares es una tentación difícil de rechazar (tal vez, hasta uno se
tope con Clint Eastwood...). Y como es de rigor en el sistema de
comercialización americano, todo lo prometido se cumple en la letra y se
desvirtúa en el espíritu: el tiempo y el precio son los anunciados, el grupo es
reducido y uno se pasea por el interior del ex imperio de los famosos
hermanos. Pero como en Un día de furia, la hamburguesa en el plato no
coincide con la foto del menú. Tras una breve introducción y un video, doce
personas inician un recorrido variable subidos a un carrito eléctrico y
acompañados por una guía. Al terminar la gira, habrán visto las famosas
calles de cartón en las que se filmaron tantas películas, habrán pasado
fugazmente por la utilería y los talleres, se habrán detenido para ver la
filmación en estudio de uno de los productos televisivos de la empresa, como
por ejemplo, la nueva serie Superman. No solo la magia estará ausente.
También cualquier vestigio de información interesante. La desganada
conductora del tour, en un acto de verdadera descortesía, ocupará su discurso
en desnudar de manera brutal que la Warner dedica la mayor parte de su
esfuerzo a producir televisión. Enumerará entonces todas las series y shows
semiteatrales de la empresa, nombrará actores y actrices desconocidos para
los que provienen de parajes lejanos, indicará prolijamente en qué horario se
emiten estos engendros y recomendará su visión. Cuando el tema del cine se
roce tangencialmente, ignorará las
preguntas que no se refieran a la recaudación de las películas, disimulando
incluso algunos fracasos del pasado. Al final, el marketing se habrá
interpuesto, una vez más, entre la realidad y la imaginación.
Yendo al cine en la Meca. Para un habitante de Buenos Aires, el mero hecho
de entrar en una sala de cine americana es casi una experiencia mística.
Simplemente, se ve bien y se escucha mejor. La proyección es impecable
aunque, más de una vez, a alguien se le olvide el detalle de apagar las luces.
La vedette es el nueve sistema de sonido de las salas mejor equipadas. Se
trata del nuevo producto de George Lucas que se llama como su primera
película: THX. La tendencia es concentrar la oferta en los complejos de salas
medianas y chicas (16 cines juntos en Universal City, 14 en Century City, 12
en el Beverly Center Mall) en detrimento de los pocos cines amplios y de
pantalla grande que quedan (el Teatro Chino y El Capitán en Hollywood, el
Fox de Westwood). Los cines grandes suelen estar bastante vacíos, mientras
que, en los ubicados en los shopping, las entradas suelen agotarse, aun en las
funciones de la mañana. La gente sigue yendo a ver el cine de Hollywood y
el año 93 fue el mejor en concurrencia de las últimas cuatro temporadas, con
películas que no bajan de las dos horas y cuarto y, en muchos casos, superan
las tres. Desde las 11 de la mañana hasta las diez y media de la noche, se
pueden ver por siete dólares y medio (entre 3,50 y 4,50 antes de las cuatro de
la tarde), sin acomodador, sin programa y con unos 5
avances previos, las 60 películas en cartel. La programación no aparece como
noticia en los diarios y hay que rastrearla en los avisos. En cambio, dos
semanarios de distribución gratuita informan y comentan sobre cada estreno
o función especial. La tecnología y la comodidad no están acompañadas por
una gran variedad de títulos. Especialmente, brillan por su ausencia las
películas en idioma extranjero. Apenas un Wenders, Azul de Kieslowski, la
última de Claude Miller (en inglés The Accompanist), Adiós, mi concubina
del chino Kaige entre los estrenos regulares, un festival del cine de Hong
Kong en un cine de Santa Mónica. El domingo, a las 11 de la mañana, en el
complejo Laemmle de Sunset Boulevard (antes de que empiecen las
mansiones) se proyectan rarezas: It’s All True, el film reconstruido a partir de
Orson Welles, Visions of Light, documental sobre directores de fotografía en
el cine, Sex is..., documental sobre el sexo gay. Ninguna película de
directores americanos independientes. Y eso es todo.
Entrada. La intención original de esta nota era reseñar el cine que vimos
como anticipo de la temporada 94 en la Argentina. La abrumadora
experiencia de Los Ángeles resulto más fuerte que las emociones de los
viajes parciales que fueron las películas, alterando así un requisito para ver
cine: que lo de adentro de la sala sea más extraño o interesante para el
espectador que lo de afuera. Digamos (cuando ya se estrenó Un mundo
perfecto, y La edad de la inocencia y Carlito’s Way están a punto) que creo
que Spielberg va a ganar el Oscar con la interesante Schindler’s List
compitiendo con la más que correcta Philadelphia de Jonathan Demme. Que
Adiós, mi concubina puede ser la película “culta” del 94, a pesar de su
histerismo pomposo; que It’s All True es ligeramente decepcionante, que
sobre Wenders editaremos un libro que Faraway So Close contribuye a
iluminar, que nos resistimos a ver Mrs. Doubtfire con Robin Williams,
Sister’s
Act II con Whoopi Goldberg y Wayne’s World II; que la de Kieslowski y la
de Miller nos quedaban a trasmano, que Tombstone –sobre el mítico Wyatt
Earp– es un disparate y que Kasdan está terminando una película sobre el
mismo tema; que Heaven on Earth de Oliver Stone es más de lo mismo (en el
mal sentido), al igual que Geronimo de Walter Hill con guion de Milius,
mientras que The Remains of the Day de Ivory lo es en el bueno; que es mala
In the Name of the Father de Jim Sheridan y muy mala The Pelican Brief de
Pakula. Lo peor que vi se llama Shortcuts, la dirigió Robert Altman, dura tres
horas y media y está basada en cuentos de Carver. Tal vez Altman no sea ni
pretencioso, ni maligno ni mentiroso como se puede suponer, sino
sencillamente un tonto, tan tonto como sus marionetas. En cuanto a lo mejor,
frente a tanta superproducción y tal vez por eso, hay una película de Wayne
Wang sobre mujeres chinas emigradas a Estados Unidos que se llama The
Joy Luck Club y que, dentro de un cine elemental, tiene el aliento y la
universalidad que los chinos continentales se niegan a mostrar en los
productos más sofisticados. Y por último, The Snapper, el último film de
Stephen Frears, una pequeña comedia sobre una familia irlandesa, tiene la
gracia y la vida que el dinero no consigue insuflarle al resto. Frears hizo una
película sobre personas, una tarea difícil.
Salida. Tal vez, ver a los personajes de Frears, inteligentes y cariñosos, sirva
para corroborar algo esbozado más arriba: se trata de algo que no se ve al
salir del cine. Cuesta imaginarse a estos californianos preocupados por el
estado físico y la seguridad, celosos de su tiempo y sus rutinas como seres
humanos. La fascinación de Los Ángeles está en otra parte: en un gigantesco
vacío frente al que uno se siente como frente a la naturaleza, tranquilo,
anónimo e insignificante, tan cómodo como distante y desamparado. La
ciudad es tan inmutable como las montañas y solo un terremoto parece tener
el poder de modificarla.
Publicado en El Amante N°23 – enero 1994
105. Nacida en el Bayou

Escrito en el agua (Passion Fish), John Sayles, 1992.


En 1980, después del estreno de su primera película –Return of the Secaucus
Seven, un antecedente de Reencuentro (Kasdan, 1983)–, John Sayles
declaraba en la revista Cineaste: “Mi principal objetivo es hacer películas
sobre la gente. No estoy interesado en el arte cinematográfico”. Cuando se
estrenó la segunda, Lianna (1983), Rex Reed escribió: “Debe ser la visión
más sensible, balanceada y sobria que el cine haya dado sobre el lesbianismo.
Pero… ¿las lesbianas nunca se divierten?”. Gustavo Noriega afirma que The
Brother from Another Planet (1984), cuarta película de Sayles, es un film de
ciencia ficción con demasiada moraleja y demasiada charla. La sexta (Eight
Men Out, 1988) trata sobre el escándalo beisbolístico de 1919 conocido como
“Los medias negras”, un tema emotivo que contribuiría al éxito de El campo
de los sueños en 1989. Leonard Maltin dice que la película toca todas las
bases salvo la de la emoción. En 1993,
Andrew Sarris sorprendió a los lectores de Film Comment describiendo a
Sayles como un director sobrevalorado y votando, al mismo tiempo, a Escrito
en el agua como la mejor película del año anterior. Para justificarse, Sarris
escribió un artículo que se titula: “Un hombre honesto se convierte en un
verdadero cineasta”. Con estos antecedentes, encontrarse por primera vez con
el cine de Sayles en Escrito en el agua (un título en castellano que suena muy
bien) era motivo de desconfiada curiosidad. Siguiendo a Sarris, uno podía
imaginarse que Sayles producía uno de sus habituales discursos pero se había
interesado por fin en el “arte cinematográfico”, en alguno de los sentidos
posibles de esta expresión harto ambigua. El resultado fue muy superior a los
pronósticos.
Escrito en el agua parte de dos ideas independientes que se entrecruzan. Una
es que no hay fronteras entre la actuación y la vida real. La otra es que la
gente solo vive si logra enfrentarse con el miedo que le provoca su origen.
May Alice (Mary McDonnell), una actriz de telenovela, se despierta en el
hospital después de un accidente. Se escucha una voz en off que podría ser la
de sus pensamientos. Pero la cámara se mueve y descubre que esa voz
proviene de un televisor y es el personaje que interpreta May Alice el que
está recitando las líneas de un folletín. “Estoy en un corredor oscuro”, dirá en
algún momento, “pero veo al final una luz maravillosa”. La película cuenta la
historia de May Alice alejándose progresivamente del mundo de mentira que
ha sido su profesión para convertir, paradójicamente, esa frase de ficción en
profecía. May Alice ha quedado lisiada para siempre. Se ocultará en su casa
natal de Louisiana, a la orilla del pantano, entregada a la bebida, a mirar
televisión y a tenerse lástima. Allí se encontrará con su pasado, del que huyó
porque era diferente de los demás, se sentía extraña a su destino de burguesa
de provincia. Chantelle (Alfre Woodard) es una enfermera negra de Chicago
que termina cuidando a una enferma insoportable porque también debe
deshacerse de su vida anterior. Sus antepasados huyeron del Sur de la
esclavitud y ahora le toca también volver a él. Pero así como May Alice ha
logrado perder su despreciado acento, las tres generaciones anteriores de su
familia han luchado por olvidarse de las tareas rurales y hasta de la habilidad
de cocinar. Hay un profundo paralelismo entre la vida de las dos mujeres y es
un gran mérito de Sayles que no se lo note a primera vista. Pero es un mérito
mucho mayor que una película que podría describirse con ideas trilladas (la
enferma que debe convivir con su nueva condición, las mujeres de ciudad que
descubren un mundo menos artificial, la vuelta a la naturaleza, la mutua
aceptación de una mujer blanca y una negra) tenga tantos matices y
despliegue tanta inteligencia que se convierta en lo contrario de lo que esas
líneas parecen sugerir.
May Alice se niega a hacer gimnasia, a mejorar su estado. Ante ella desfilan
todas las variantes de autoayuda y voluntarismo imaginables. Ninguna de
ellas la apartará de la furia y el sarcasmo. No habrá una razón para que May
Alice cambie de parecer. La película desarrolla una narración progresiva, sin
golpes de efecto ni cambios espectaculares. Tiene el tiempo de los sentidos y
le da al espectador la oportunidad de que los suyos se despierten con los de
las protagonistas.
No hay, tampoco, una oposición entre el mundo de las apariencias
representado por la televisión y un mundo real, sino un intercambio constante
entre ambos mundos. Las viejas compañeras de colegio de May Alice son
más artificiales que sus compañeras de la televisión. Estas son tratadas con
respeto, como trabajadoras, y el diálogo entre las cuatro en el que las
circunstancias de sus vidas se confunden con las alternativas del folletín
resulta desopilante sin ser una caricatura. No es porque ese mundo sea falso
que May Alice decide abandonarlo. No hay diferencia entre lo que ocurre en
la telenovela y las enfermeras contándole sus problemas personales a May
Alice o May Alice los suyos a la kinesióloga. Ella no dejará de actuar:
actuará de manera diferente, reinventando su acento local y su papel de ama
de casa sureña para las visitas de Chicago. Sugar, el pretendiente de Chantelle
o el tío de May Alice son actores consumados, mucho más que las
profesionales neoyorquinas. Los actores de Sayles gozan de un espacio
habitable que evita el lucimiento teatral para reforzar la presencia. El Sur en
el que May Alice y Chantelle vienen a resolver sus conflictos nada tiene de
reivindicación de la aristocracia provinciana a la que May Alice perteneció.
No hay ninguna mística asociada con los placeres de la música cajun o la
comida del pantano. Son solo sensaciones guardadas, apetitos descubiertos,
pequeñas claves comunitarias que no extrañan ningún nacionalismo que las
englobe. Cuando una de las actrices dice solemnemente que la atmósfera está
cargada, la respuesta (“¿Cargada de qué?”) la sumerge en el ridículo de un
poema que evoca una grandiosidad inexistente. El paseo por el pantano, con
May Alice disfrutando de la presencia de Rennie y Chantelle asustada de los
insectos, es una mirada estimulante sobre el paisaje que no se pretende lírica
ni explicativa. Más aun, toma en cuenta que lo arcaico del ambiente se
mezcla con una mirada contemporánea. La relación entre las dos mujeres
elude las convenciones del buddy–buddy, la asimilación entre opuestos de
tantas películas. No parte del prejuicio sino del egoísmo y no llega a la
celebración sino al reconocimiento.
Sarris dice en el citado artículo que Sayles “ha aprendido las delicias de la
puesta en escena”. Es posible, pero esas delicias no justifican el cine ni son
esenciales para disfrutar de la mirada, la emoción, el humor y el brillo de la
película. Después de ver Escrito en el agua, la afirmación de Sayles sobre el
arte cinematográfico no debería entenderse como una renuncia a la belleza
por la verdad sino como un desprecio por el estilo, por los recursos que
producen una marca reconocible, una identificación inmediata del director.
Sayles debe ser la antítesis de Hartley. Mientras tantos directores se esfuerzan
hasta el amaneramiento por construir un mundo cinematográfico que parezca
propio, Sayles parece pensar que el mundo a secas es lo suficientemente
interesante como para que el cine no haga otra cosa que tratarlo con
inteligencia. Pero se necesita del cine para recordarnos que el territorio
agreste del Bayou transmite deseos que la televisión no capta y que el
lenguaje no puede reproducir.
Publicado en El Amante N°24 – febrero 1994
106. Un sano esparcimiento

Mucho ruido y pocas nueces (Much Ado About Nothing), Kenneth Branagh,
1993.
Quiero que la gente sienta que Enrique V
es del mismo mundo que Batman.
Kenneth Branagh
El teatro isabelino se ha prestado para que el cine haga las peores
barbaridades (Greenaway), las peores solemnidades (Olivier), las peores
puerilidades (Zeffirelli) y las peores iniquidades (Jarman). Frente a tantas
calamidad (y después de un ensayo bastante fallido con Enrique V) Kenneth
Branagh ha logrado una película capaz de aliviarlo a uno de sus
contrariedades.
Entre la televisión y la divulgación, Mucho ruido y pocas nueces tiene toda
la ligereza, el descuido y el buen humor con los que pocos se animan a
encarar a un autor tan prestigioso. Branagh ubicó la obra en un escenario
campestre, podó el texto, contrató gente como Denzel Washington, Keanu
Reeves o Michael Keaton (este último para que la gente recordara realmente
a Batman) y a otros actores que nunca pisaron un teatro ni para ver a Darío
Vittori. Le dio a la obra un ritmo cinematográfico de comedia musical y una
textura dramática de vodevil. Lo curioso es que, con estos ingredientes, el
texto siga poblado de luces y sombras y resplandezca de inteligencia.
Hay momentos de felicidad bucólica, como la coreografiada cena del baño
colectivo, de bufonada irreverente, como las escenas en las que un desatado
Keaton galopa un caballo inexistente al estilo Monty Python, de payasada
televisiva, como la de los ocultamientos en el jardín. Pero también, en el
momento en que la trama gira hacia la gravedad de un Romeo y Julieta,
quedan expuestas las fascinantes estructuras que usaba Shakespeare, se
comprueba que una comedia es una tragedia encubierta, se insinúan costados
oscuros de los personajes y se desnudan aspectos ambiguos de los lances
románticos y las relaciones sociales (¿por qué Claudio acepta con tanta
facilidad que Hero lo engaña? ¿Por qué Beatrice puede pasar en un instante
del amor al odio? ¿Por qué Leonato se siente inclinado a despreciar a su hija
frente al poderoso Don Pedro?).
Gran parte del placer que proporciona la película está asociado con el hecho
de que nadie sobreactúa ni declama. Es curioso que así sea, pero es. No solo
Washington exhibe una sobriedad ejemplar, sino que la pareja protagónica
está brillante. Branagh y Thompson constituyen el clásico matrimonio de
actores británicos. Ni él es muy masculino ni ella muy femenina (parecen la
sota de oros y una directora de escuela). Pero este es un buen trabajo de
ambos. Branagh parece un actor italiano y la Thompson abandona su molesto
rictus. Se los nota cómodos y relajados aunque no lograron convencerme de
que entre ellos haya sexo.
Mucho ruido… no es una adaptación culta ni moderna. Pero tampoco es una
simplificación bastarda. El teatro, desde que el cine usurpara su lugar de
diversión masiva, tiende a perderse entre lo experimental y lo chabacano.
Pero Shakespeare no era ni lo uno ni lo otro. Hacia ese territorio del
entretenimiento popular superior al promedio apunta la película de Branagh,
que intenta acercar un texto clásico a un público para el que el cine constituye
el entretenimiento más sofisticado. Una apuesta que corre el riesgo de
desbarrancarse en una tercera vía muerta: el plomífero producto de “calidad”
a lo Cyrano. Nada más alejado de la agilidad y la alegría que despliega
Branagh. La película vuela sin esfuerzo, con destreza y sabiduría. Ayudado
por Willie (el guionista de Stratford), Branagh, que escribió su autobiografía
a los 30 años, está empezando a justificarla.
Publicado en El Amante N°24 – febrero 1994
107. O sole mio

Equinox, Alan Rudolph, 1992.


De vez en cuando, como en Quédate conmigo o en Sorpresas de amor, los
personajes de Alan Rudolph se deslizan hacia el disparate, la
irresponsabilidad o el absurdo. Cuando esto ocurre, el medio tono y la ironía
que el director heredó de Robert Altman chocan con la desproporción de la
historia y la chispa resultante se traduce en placer. Aparece una sensación de
libertad: los personajes se hacen cargo de la situación y conducen al
espectador por caminos imprevistos que no excluyen la alegría y destilan un
romanticismo desenfrenado.
Nada de esto ocurre en Equinox. Basta que un personaje aparezca unos
segundos en la pantalla para que queden establecidos definitivamente su
carácter, sus conflictos y sus limitaciones. Esto nos traslada al habitual
universo de imbéciles y desventurados que Altman y Rudolph gustan
describir. Equinox se ubica ligeramente en el futuro, mediante la exageración
de los rasgos de incomodidad o de violencia de una ciudad actual. Pero la
pintura coincide con otros panoramas localizados en el pasado (Los
modernos, el guion de Buffalo Bill y los indios) o en el presente
(Bienvenidos a Los Ángeles). Arrinconados en el patetismo y la neurosis, los
personajes de Equinox deambularán por la historia sin otra tarea que la de
convalidar la alegoría insípida contenida en el título de la película: el
equinoccio es el día en el que las horas de luz son idénticas a las horas de
sombra. Para ilustrar esta idea de origen estadístico y consecuencias
irrelevantes, Matthew Modine encarna a dos hermanos gemelos cuyas
características se complementan: el gangster reflexivo y el mecánico torpe.
Rudolph expondrá meticulosamente las diferencias: uno es un criminal y el
otro un buen ciudadano, uno es hábil y el otro torpe, uno es un reprimido
sexual y el otro un gran amante, uno es valiente y el otro cobarde y así hasta
el infinito. Pero la angustia que padecen tiene que ver con la mitad que les
falta: entre los dos, reproducen la doble vida de su padre, un noble europeo y
automovilista que tuvo un affaire clandestino con una bailarina. Por las dudas
de que el mensaje no haya quedado claro, los flashbacks que evocan esa
relación incluyen nuevamente a Modine encarnando al padre (si la historia se
hubiera extendido a otras generaciones, la multiplicación de Modines
recordaría a un célebre chiste de Quino). Pero esos flashbacks tienen otra
particularidad. Están filmados como si se tratara de un sueño, una caricatura,
o mejor, como un cuento de hadas. Y efectivamente, el cuento de hadas está
en el origen del argumento. La madre de los gemelos, convertida en mendiga,
guarda una carta del padre sin abrir que a su muerte va a parar a una
empleada del hospital con pretensiones de escritora (Tyra Ferrell, el único
personaje que no molesta en cada aparición). Esta carta puede liberar a los
hermanos de su situación y hasta reunirlos.
Pero –y aquí aparece la astucia altmaniana que suele asesinar el cine de
Rudolph– el guion hace que los hechos se encadenen para impedir el
desenlace del cuento de hadas. Equinox está construida sobre el principio de
la mala suerte, una leyenda como cualquier otra. Y, al hacerlo, crea su propio
cuento de hadas sustituyendo la ingenuidad hollywoodense por la psicología
barata o la sociología de bolsillo y manteniendo la puerilidad constante. Para
colmo, el film termina siendo su propia metáfora. Creer en el cuento de hadas
tradicional y negarlo obsesivamente para fabricar otro reproduce la relación
complementaria entre los gemelos: son idénticos y también iguales a su
padre. Las dos ideas presuponen un lugar, el del sol, que el director de cine
está siempre tentado a encarnar, con la pretensión de iluminar el sentido y
encandilar con su brillo. Un brillo al que el talento de Rudolph no habilita.
Para probarlo, ahí está el final de Equinox, con uno de los Modine asomado
al Gran Cañón del Colorado, que recuerda a El corazón de la ciudad y a
Thelma y Louise. Pero el filmarlo través de una toma circular recuerda a otra
en la que el otro Modine hace el amor con su mujer. Y a otra –increíblemente
gratuita– en la que la cámara recorre las paredes de una biblioteca. Circulares
como la imagen del sol, esas tomas se pretenden hábiles como un hermano y
son torpes como el otro. Porque pensar que es un signo de buen cine que haya
analogías entre la técnica y el argumento es creer en otro cuento de hadas.
Esas analogías resultan siempre un poco forzadas, como les ocurre a las del
último párrafo de esta nota.
Publicado en El Amante N°24 – febrero 1994
108. Allá lejos y hace tiempo

Ceremonia de los Oscars 1994


La exclusión de Filadelfia como candidata a mejor película del año no solo es
una vergüenza para la Academia sino la promesa de que la ceremonia de este
año va a ser más aburrida que de costumbre. No es que la película de
Jonathan Demme sea una obra maestra (en ese caso, su inclusión hubiera sido
improbable) sino el ejemplo más claro de película premiable. Tiene un gran
guion, es medianamente cara, entretenida, emocionante, incluye actuaciones
vistosas de actores conocidos, no es una comedia, su director ya ganó, es
mainstream en todo sentido. Pero tiene el defecto de tratar honestamente un
tema de actualidad. Hollywood, donde todos los días muere alguien de sida,
no quiere oír hablar del tema en público. En cambio, ha decidido nominar
cuatro películas que ocurren en el pasado y en el extranjero (el tiempo de El
fugitivo está asociado con la época de la serie y su espacio es más bien
imaginario).
Así que no habrá demasiado suspenso y Steven Spielberg se llevará
seguramente su tan ansiado Oscar a la mejor película y al mejor director. Si
no lo ganó hasta ahora es porque las películas destinadas al premio mayor
deben ser caras pero no demasiado, recaudar mucho pero no tanto, ser
superficiales pero intentar disimularlo. Hay una cierta moral de medio pelo en
todo el asunto. Spielberg es demasiado independiente y demasiado rico para
representar al medio, pero esta vez hizo los deberes. Scorsese hizo lo mismo,
pero no le tocó. Nadie le cree que lo suyo sea lo mismo que hace Ivory.
La lista de Schindler es una película interesante, aunque su nominación se
debe a un malentendido que el director ha explotado a su favor. El film es,
superficialmente, una narración épica (el gusto por lo épico explica en parte
el inesperado triunfo de Danza con lobos y hasta la victoria imposible de Los
imperdonables) aunque, en el fondo, sea todo lo contrario: es una película
negra, autobiográfica y contradictoria. Más que una denuncia del genocidio
es una continuación de Jurassic Park, una reflexión o una alegoría sobre la
libre empresa y el carácter fáustico del negocio cinematográfico. Pero está
camuflada para parecer otra cosa. ¿Puede perder Spielberg? De acuerdo a la
experiencia, puede. Pero es muy poco probable. La lección de piano tiene las
mejores posibilidades para dar la sorpresa. Es el producto “artístico y
moderno” y con su calculado morbo chic reúne las condiciones que
despiertan la envidia de Hollywood, que fabrica películas pero siente
nostalgia de otras artes y venera imaginarios talentos ajenos. Por eso el
pictorialismo publicitario de La lección de piano, la literatura de Lo que resta
del día o el teatro de En el nombre del padre tienen más chances que El
fugitivo, la película mejor narrada y más cinematográfica de las cinco. Su
director –obviamente– no está nominado y, por segundo año consecutivo,
Robert Altman lo está sin que su película sea candidata. Otro caso de
“envidia del arte” hollywoodense, o sea, de respetuosa inclinación ante la
mediocridad que viene de afuera.
Lo que resta del día es el Ivory de rigor, nominado para perder, junto con la
habitual adaptación brillante de Ruth Prawer Jhabvala. Las películas de Ivory
son mejores de lo que creen muchos cinéfilos, pero son sus prestigios
literarios y decorativos los que lo llevan a ser nominado año tras año. Esta no
es la mejor de su producción, pero el binomio Hopkins–Thompson despierta
adhesiones tan fervientes como inmerecidas.
En el nombre del padre empieza bien, con el contraste de los sesenta entre
Belfast ocupado por los ingleses y Londres copado por los hippies, y se
diluye en una película convencional y aburrida sobre inocentes condenados,
cárceles y juicios bajo la inepta dirección de Jim Sheridan para lucimiento de
Daniel Day–Lewis (que lo logra) y Emma Thompson (que nunca lo logrará).
Hay que notar que ciertos actores y actrices se ponen de moda para la
Academia durante un par de años y reciben hasta dobles nominaciones para
después desaparecer (¿recuerdan a Meryl Streep, por ejemplo?).
Que Emma Thompson haya sido nominada como actriz de reparto por En el
nombre del padre después de una actuación superficial en un papel
irrelevante, muestra lo confundidos que siguen en la Academia sobre la
cuestión de los actores. El criterio para premiar actuaciones en el cine
continúa siendo una rara mezcla de circo con teatro, que se rinde ante los
papeles de enfermo o discapacitado. Este año, Tom Hanks y Holly Hunter
pueden hacer doblete en la materia (un enfermo de sida y una muda)
recordando a Hoffman en Rain Man, a Pacino en Perfume de mujer o a Day–
Lewis en Mi pie izquierdo. A Hanks no lo van a premiar por Sintonía de
amor (su verdadera especialidad, las comedias) ni a Pacino por Carlito’s
Way. La sobreactuación de estilo británico es el otro parámetro y las
morisquetas y caras de sufrimiento interior son entendidas como sinónimos
de grandes trabajos. Harrison Ford, el último gran actor hierático, no califica
en este concurso, como tampoco lo hizo Eastwood el año en el que le hubiera
podido tocar.
Adiós, mi concubina le va a ganar inmerecidamente a Belle époque como
candidata a mejor película en lengua extranjera, sumando otra victoria para la
producción for export de los países periféricos. Gatica nunca tuvo chance y
Favio lo sabía a la hora del gesto inútil.
Con este panorama, el 21 de marzo, cuando la voz de Whoopi Goldberg
traducida quién sabe por quién nos llegue por el satélite, solo me queda
luchar contra el sueño e hinchar para que Bruce Springsteen o Neil Young se
lleven el premio a la mejor canción (ambas de Filadelfia) y ganen para el rock
un reconocimiento que Hollywood le viene negando en favor de las basuras
edulcoradas que suele premiar habitualmente en el rubro. Después de todo, el
rock ya es lo suficientemente viejo como para que la Academia lo encuentre
aceptable.
Publicado en El Amante N°24 – febrero 1994
109. Teatro de revistas

Lecturas de trasnoche
Los críticos Gustavo J. Castagna y Vincent Canby afirman que uno no
debería leer lo que otros escribieron antes de redactar una crítica. El primero
afirma que es peligroso dejarse influir por la escritura ajena y el otro que es
malo terminar discutiendo con los colegas. Justamente por eso es que leo
todo lo que encuentro sobre una película después de verla: para transmitir
ideas que aplaudo y pelearme con las que me ponen nervioso. Alguien
exageró en una reciente encuesta de El Amante diciendo que yo leo todas las
revistas de cine del mundo. Obviamente, hay muchas que no leo y otras que
ni siquiera conozco. Pero no parece mala la idea de contar algunas cosas que
leí en las revistas últimamente, aunque más no sea para justificar esas pilas de
papel que desbordan la biblioteca o el escritorio y se acumulan
inexorablemente en el suelo (“hacen falta más estantes”, dice Flavia).
I. Cholulismo a la italiana. Nunca compro la revista italiana Ciak, casi
homónima de la que circuló durante algo más de un año en Buenos Aires.
Integra, junto con la francesa Première y las españolas Fotogramas e
Imágenes, el grupo de revistas europeas que se ocupa principalmente de
publicar fotos de actores y recomendar prácticamente todo lo que se estrena
(si la película es del país de origen, tiene prestigio cultural o recauda bien,
tanto mejor). Pero Ciak padece de una forma de provincialismo un poco
patética. Casualmente, acaba de caer en mis manos el número de junio
pasado. Allí se declara film del mes (!) a Romance otoñal (La vedova
americana) y se la promociona como el debut de Marcello Mastroianni como
latin lover en EE.UU. También hay una nota sobre Clint Eastwood. El copete
anuncia que Clint ama el western, y que ese amor se le despertó gracias a
Sergio Leone (“un italiano”, nos recuerdan). Dentro de las 154 páginas de la
revista (tal vez la más grande del mundo), se encuentra la habitual sección de
pequeños anticipos y noticias. Una de ellas da cuenta del próximo estreno de
dos películas americanas sobre Wyatt Earp (Wyatt Earp de Kasdan y
Tombstone, que terminó dirigiendo Pan Cosmatos). El redactor recuerda
como antecedente Pasión de los fuertes (My Darling Clementine) de John
Ford y afirma que allí Victor Mature hacía de Doc Holliday. Todo bien hasta
que agrega que este personaje era el acérrimo enemigo de Earp. Es una vieja
costumbre hablar de las películas de John Ford sin haberlas visto.
2. Positivamente desconcertante. Positif, la vieja rival de Cahiers du cinéma,
consiguió superar los problemas económicos que amenazaron su continuidad
un par de años atrás. Su subsistencia, según contó uno de sus últimos
directores a la revista americana Film Comment, se sostiene sobre la base de
que sus colaboradores (en su mayoría profesores universitarios) no cobran
por su trabajo. Hay algo muy interesante en Positif y es la intención de
escribir en un lenguaje alejado de la jerga académica pero dando cuenta de
todo el cine del pasado y del presente y sin rehuir ningún tema. Hay algo muy
poco interesante en Positif: leerla. Es una de las revistas más aburridas del
mundo, incluyendo las de filatelia y nefrología. La causa de este sopor está
asociada con el ecumenismo de la publicación. Todos los directores son
tratados con respeto, sin criticarlos nunca globalmente, distinguiendo
infinitos matices, evitando las generalizaciones y dedicándoles una enorme
cantidad de espacio. Si uno pensara que el cine no es, después de todo, muy
importante, tanta atención a tantos cineastas resultaría chocante u ociosa.
Pero si uno piensa que el cine sí es importante, llega a la misma conclusión.
El lector de una revista de crítica se merece la furia y la exaltación y toda esta
templanza no se distingue demasiado, en el fondo, de la que practican las
revistas cholulas. Últimamente, Positif ha llevado las cosas al extremo. El
número de enero del 94 se inicia con 30 páginas dedicadas a dos cineastas:
Peter Greenaway y Robert Altman, con artículos no exentos de simpatía y
admiración. El número de febrero, en cambio, comienza dedicándose a otros
dos cineastas: Arnold Schwarzenegger y Sylvester Stallone, en un artículo de
ocho páginas no exento de simpatía y admiración. A veces pienso que
exageran.
3. Cuadernos en conflicto. Entre la cinefilia europea, circula la leyenda de
que Cahiers du cinéma “se vendió”. Habría mucho que hablar sobre el tema,
pero lo cierto es que Cahiers es todavía una de las pocas revistas que se
anima a hablar mal de Greenaway o de Altman. Sin embargo, hay algo de
cierto en el hecho de que Cahiers va cediendo, no sin resistencia, a la presión
del comercio por un lado (un reciente reportaje a Catherine Deneuve venía
acompañado por una doble página publicitaria de Yves Saint Laurent,
sponsor de la actriz) y a la industria cultural por el otro. El último festival de
Cannes fue una buena ocasión para que la revista expresara sus
contradicciones. Publicó reseñas laudatorias para las dos películas ganadoras
(La lección de piano y Adiós, mi concubina) pero el editorial afirmaba que
estas películas podrían ser la avanzada de una nueva y despreciable “qualité”.
Al número siguiente, aceptó publicar una carta de un lector (no hay una
sección habitual de correo) sin réplica alguna que les preguntaba si los
elogios a la película de Jane Campion no les daban vergüenza. Para colmo, en
el número de febrero aparece un artículo ambiguo y cínico del veterano Luc
Moullet que termina recordando malévolamente una característica común a
ambos films ganadores: “La violencia y el sensacionalismo pagan... para
ganar en Cannes, tómese el personaje principal y córtesele un dedo”. Pero el
caso más interesante es el que rodea a David Lynch. Cuando se estrenó
Corazón salvaje, el entonces jefe de redacción, Serge Toubiana, publicó un
artículo indignado en el que afirmaba que si el cine se deslizaba por el
camino de la arbitrariedad lynchiana, iba a morir en poco tiempo. Toubiana
dejó de dirigir la revista y esta empezó a reivindicar a Lynch. En enero,
Cahiers publicó un suplemento llamado “100 films para una videoteca” en el
que se reseñan otras tantas películas destinadas a comenzar una hipotética y
ecléctica colección. Una de esas películas es, por supuesto, Corazón salvaje y
la nota firmada por Serge Grünberg la pone por las nubes y termina diciendo:
“Los que estén familiarizados con las formas extremas del arte
contemporáneo (Body Art, performances, etc.) reconocerán su ironía
entristecedora y cruel. Allí está el malentendido entre Lynch y la ‘crítica
humanista’. El autor de Eraserhead no respeta las tradiciones del séptimo
arte. Para máximo placer de aquellos que no creen que un film deba ser
necesariamente una muestra de cultura popular destinada al gran número”.
4. Pasión de multitudes. Esta idea de que un cierto cine (que, por otra parte,
está más bien de moda) no es para cualquiera y necesita de prerrequisitos
culturales para ser comprendido se refuerza leyendo un artículo sobre la
última película de Greenaway que apareció en diciembre en la revista
española Dirigido. Dice allí Esteve Riambau: “Lógicamente, una concepción
del cine que somete el discurso argumental a códigos de puesta en escena que
exigen una determinada educación de la mirada, choca con los cánones
imperantes en la actualidad e incluso pueden provocar el rechazo de
determinados sectores de público que, una vez más, se escudarán ante la
pedantería del cineasta. Pero si The Baby of Mâcon puede herir la
sensibilidad del espectador, no será tanto por sus ataques a la Iglesia, la
muerte de una vaca o las 208 violaciones de la protagonista, sino por la
osadía de Greenaway de romper el sacrosanto código del cine como
mecanismo de reproducción de la realidad” (reproduzco el párrafo entero
aunque no venga al caso porque en el estilo de los redactores de Dirigido no
abundan los puntos y no quería perderme lo de las 208 violaciones). No
intento discutir acá los méritos de Lynch o de Greenaway (que me parecen
pocos) sino la particular posición en la que queda un lector que no ama a esos
cineastas frente a lo que bien podría describirse como una falacia de
autoridad. Ambos argumentos son del tipo: “si a usted no le gusta fulano es
porque usted es un bruto”. O: “si no sabe nada del Body Art o de los códigos
de nosécuánto, cállese la boca”. Hablando así se invierte, por así decirlo, la
carga de la prueba. Ya no es el crítico el que debe demostrar su erudición y
transmitirla al lector (en un acto de respeto, racionalidad y sano periodismo)
sino que, amparado en un lugar de autoridad autoconferida, el que escribe así
(en un arranque de matonería intelectual) cuestiona la cultura del lector
disidente sin siquiera dar cuenta previamente de la suya mediante otro
recurso que no sea la mención de nombres y vaguedades. Reclamarse como
parte de una élite no es otra cosa que enmascarar la ignorancia, jugar el juego
del medio pelo intelectual. Unas declaraciones de Robert Altman (justamente
en Positif de diciembre) pueden servir para ilustrar esta idea. Dice Altman,
tratando de demostrar que lo suyo es “arte” y no “entretenimiento”: “si
pudiéramos medir la actividad cerebral [del espectador], veríamos que en
Shortcuts es mayor que en El fugitivo”. Solo un megalómano como Altman
puede decir una burrada semejante. Y solo un burro puede creer que
pertenece a la élite de los sabios.
5. Crítica de la crítica. Visions, que se publica trimestralmente en Boston, es
la más interesante de las revistas que he leído últimamente. En su número de
verano de 1993 trae una entrevista a Ray Carney, profesor de la Universidad
de Boston. Es una crítica feroz contra la crítica de cine y viene anunciada en
la tapa como “Por qué los críticos de cine pierden siempre el barco”. Carney
destroza tanto a los reseñadores de periódicos como a los académicos.
Quienes escriben regularmente en diarios y revistas son para Carney simples
resortes del aparato publicitario de las empresas cinematográficas y nunca
han logrado apreciar ni difundir a los directores interesantes que ha dado el
cine americano en los últimos treinta años. Entre estos, nombra a Barbara
Loden, Elaine May, John Cassavetes, Robert Kramer, Mark Rappaport,
Charles Burnett, Paul Morrisey y Jon Jost. Estos críticos, dice Carney, han
declarado que otros cineastas, como De Palma, Coppola, Spielberg, Toback,
los Coen, Lynch, Spike Lee u Oliver Stone, producen obras de arte cuando lo
que hacen no puede ser tomado en serio. En cuanto a los críticos académicos,
Carney los divide en ideológicos y formalistas. Los ideológicos, preocupados
por la corrección política y la defensa de las minorías, prefieren sus
estándares de mentes chatas a la grandeza artística y
solo pueden proponer ideas de jardín de infantes. “No es raro”, dice Carney,
“que las críticas feministas prefieran Una mujer descasada de Mazursky a
Una mujer bajo influencia de Cassavetes”. Los formalistas, en cambio,
“ofrecen una visión del arte mediante una sanata estilística de una milla de
alto y un conocimiento de la vida de una pulgada de profundidad... El hacer y
mirar películas se ha convertido –ridiculiza– en una cuestión de ‘manipular y
decodificar estrategias diegéticas”. Carney afirma que el arte no es, en el
fondo, más que un modo del conocimiento, un modo más rico y más difícil
que el de la ciencia. Claro lo suyo, profesor.
Publicado en El Amante N°24 – febrero 1994
110. Estrenos en video

Oro y cenizas (Trespass), Walter Hill, 1992.


Oro y cenizas es un videogame que recuerda a una película llamada El tesoro
de la Sierra Madre (Huston, 1948). Los personajes pasan de nivel según sus
habilidades, se encuentran con el hombre muerto, el tesoro, las distintas
salidas, el pasadizo secreto y deben abatir a sus enemigos representados por
una banda de negros raperos. Gana el que sobrevive y se queda con todo.
Para que resulte más moderno, uno de los raperos lleva una cámara de video
y el resultado de su filmación (muy oportuno si llegara a caer en manos de la
policía) se intercala con lo que produce la cámara de cine. La imaginería
visual del juego incluye vistosas escenas de caída. Walter Hill se hizo famoso
contando lo que Nabokov llamaba “historias para muchachos”. Con el correr
del tiempo, sus simpáticos héroes de historieta se han transformado en
desalmados y ambiciosos. Lo que se dice una moral de videogame. Se
aconseja desconfiar de las películas sin mujeres.
Publicado en El Amante N°24 – febrero 1994
111. El color del dinero

La lista de Schindler (Schindler’s List), Steven Spielberg, 1993.


Ciudadano Schindler. Oskar Schindler empieza la historia como el doctor
Petiot, intentando aprovecharse de la guerra y del infortunio de los judíos
para hacerse rico. Termina como Moisés, conduciendo a los judíos a través
del desierto. Antes y después solo acumuló mujeres, oscuridad y fracasos. La
historia de este personaje que descubrió el australiano Thomas Keneally fue
la que Spielberg llevó a la pantalla como una especie de contracara de El
ciudadano. Kane es un tipo banal convertido en misterio. Schindler, un
misterio disfrazado de banalidad. La corpulencia de ambos, en la penumbra o
la distancia, ilustra mejor su carácter –inhumano y soberbio uno,
inseguramente arrogante el otro– que toda aproximación en primer plano.
Liam Neeson encarna brillantemente la corporalidad de Schindler (se merece
tres Oscars, mientras que Ben Kingsley, Ralph Fiennes y Tom Hanks solo
merecen uno) y, como Welles, no se presta para que pueda hurgarse
demasiado en su psicología. La narración novelada de Keneally le sirve a
Spielberg para contar anécdotas, pero no extrae de ellas una interpretación
sino un motivo para describir las sombras del entorno e insinuar un drama
interior que solo puede entenderse en términos de las propias sombras del
director.
Dinosaurios y judaísmo. Jurassic Park encierra un tono sombrío y un final
apocalíptico: la destrucción de un parque cuya única razón de ser es la
megalomanía de un empresario del espectáculo. Al mismo tiempo, es la
película más taquillera de la historia y se convierte en su propio parque
jurásico. La lista de Schindler encierra también su propia metáfora y funciona
como una continuación de Jurassic Park. ¿Para qué sirve el dinero, se
pregunta Spielberg? Para salvar vidas, le responde Schindler. La lista de
Schindler es el acto de contrición de un empresario, como la lista de
Schindler es el acto de contrición de otro. Uno busca como premio un árbol
en Jerusalén y el otro un Oscar en Los Ángeles. La lista… resulta, de esa
manera, una película más optimista y más autocomplaciente que Jurassic
Park. Spielberg solo parece permitirse el pesimismo y la ambigüedad cuando
se ocupa del entretenimiento puro.
La historia de Schindler es casi una historia de conversión al judaísmo, una
religión que, a lo largo de la historia, estuvo muy poco interesada en las
conversiones. Pero es justamente ese carácter exterior de la mirada del
protagonista sobre las víctimas y el carácter exterior del cineasta sobre el
protagonista lo que sostiene la película. Hay un doble misterio que la
narración no intenta nunca aclarar: los motivos de Schindler y el sentido de
ese judaísmo ante el que tanto Spielberg como Schindler se conmueven.
Spielberg es un judío para el que los judíos son un misterio. Por eso Schindler
funciona tan bien como su representante. Schindler se parece al verdugo nazi
Amon Goeth: ambos tienen la misma ambición, la misma pretensión de
refinamiento, la misma avidez por aprovechar la oportunidad de enriquecerse,
el mismo desprecio por el prójimo. Pero, sin embargo, su conducta parece
dictada por Itzhak Stern, el contador judío que funciona como su juez y su
conciencia. Spielberg, por su parte, ha vivido a espaldas de su fe natal, para
terminar reconociéndola y orientándose hacia ella. El paralelismo es
llamativo y la culpa que exhibe el personaje de Schindler excede lo que de él
se dice en el libro y contradice el retrato que cuidadosamente elabora el film.
En efecto, ese retrato apunta a describir a un jugador que se va embarcando
en una apuesta cada vez más alta: engañar (al principio con fines egoístas y
luego cada vez más altruistas pero sin perder de vista la idea de un desafío) a
la maquinaria nazi, mostrar que puede ser más astuto que la suma de los
burócratas. La aparición repentina de la culpa parece más una necesidad de
Spielberg y no de Schindler.
Nazis. Spielberg solo había tocado el tema –como caricatura– en la serie de
Indiana Jones. Pero aquí –lo que representa una innovación importante– se
retrata al régimen como un gigantesco nido de corrupción. La imagen del
nazismo en La lista de Schindler no es la usual en el cine, no es esa imagen
que proviene en el fondo de sus propias fuentes de propaganda. Es curioso
cómo el cine ha descripto el régimen nacionalsocialista a partir de sus propios
términos a través de una marcada y rutinaria pereza representativa. Hay un
solo –y desganado– saludo nazi en toda la película. Los nazis no son esa
fuerza disciplinada y fanática tantas veces repetida, devota de su conductor,
sino una horda dispuesta a todos los excesos, pero fundamentalmente, ávida
de dinero. Esto le permite a Spielberg instalar una ficción casi fantástica,
reproducir el caos de la ocupación y mostrar, con el telón de fondo de una
gigantesca y siniestra burocracia, los matices y delirios de sus personajes.
Resulta estimulante comprobar que no hay ningún alemán que pueda alegar
que cumple órdenes, ya que la película muestra cómo esas órdenes podían
modificarse a cada momento según los intereses en juego.
Shoah. El kilométrico documental de Claude Lanzmann es la prueba
definitiva del holocausto y también su más elaborado recordatorio. La lista de
Schindler lo complementa inventando imágenes que encajan perfectamente
en el testimonio de los sobrevivientes de Shoah. Su autor –al que Spielberg
homenajea explícitamente con la toma del tren entrando en Auschwitz– ha
criticado la película calificándola de peligrosa. ¿Peligrosa para quién? No
precisamente porque una película que muestra por qué no quedan judíos en
Polonia agregue argumentos a quienes afirman que el holocausto fue un
invento o una exageración. Tampoco porque un nazi se convierta en un
héroe: la película demuestra lo excepcional de su caso y no lo reivindica sino
en su oposición, sean cuales fueran sus motivos. Nadie sabe si el Sargento
Cabral existió y menos cuál fue su vida anterior al combate de San Lorenzo.
Lo que la leyenda afirma es que tuvo un gesto heroico y como tal se lo
recuerda. Lo mismo vale para el Oskar Schindler de la película, del que
mucha gente afirma que le debe la vida.
Hay un elemento en Shoah que puede explicar las afirmaciones de
Lanzmann. Es su obstinada necesidad de atribuir culpas universales, un afán
que llega, por momentos, a no diferenciar entre testigos, cómplices y
verdugos. Shoah comienza con un sobreviviente afirmando que nadie –ni él
mismo– puede creer lo ocurrido. La lista de Schindler permite llenar lagunas
de la imaginación y se erige también en monumento a las víctimas sin
necesitar –como parece hacerlo Shoah– de la negación de todo acto de
solidaridad para justificar una tesis. Shoah opera desde la hipótesis de la
perfecta racionalidad e historicidad del holocausto sobre el fondo del
prejuicio europeo en una línea de razonamiento que tal vez culmine en
Europa de Von Trier con la inclusión de los judíos en la lista de culpables. La
lista de Schindler, una película mucho menos elaborada en lo conceptual,
apunta que el prejuicio se transformó en política y reabre así la cerrada
causalidad de Lanzmann a otras interpretaciones de la burocracia nazi.
Valores. ¿Qué tan buena película es La lista de Schindler? ¿Qué lugar ocupa
en la filmografía de Spielberg? No creo que La lista… sea una obra maestra.
Pero no por sus errores o defectos, como esa recta final en la que Spielberg
aprieta todos los botones del suspenso fácil y el sentimentalismo para
terminar legitimando la ficción con la realidad. Sino porque sus virtudes le
dan solidez pero no le dan virtud. La historia de Schindler y su lista es la
ocasión para que Spielberg se muestre como lo que fue siempre: un cineasta
honesto y de gran talento, de una enorme facilidad para narrar y para
entretener, que conoce todos los recursos del cine. Más allá de que Hook sea
un bodrio y Tiburón una gran película, no tiene sentido dividir su obra entre
películas serias y comerciales porque todas son las dos cosas. Pero Spielberg
no puede escaparse de los límites que fija su propia competencia. Es alguien
que sabe cómo se hacen las películas. Desde cómo reconocer una buena
historia hasta las maneras en que Welles filmaba a un personaje o Eisenstein
a una multitud y hasta cómo superarlos en escenas concretas. Pero no sabe
nada más que eso. No sabe, paradójicamente, cuál puede ser el sentido del
cine porque para él no hay más que cine. Y todo lo que incorpora en sus
películas ha sido probado y reciclado por el cine. Para Spielberg, el cine es un
fin en sí mismo y, por eso, no llega a ser todo lo que el cine alguna vez
prometió. Eso no quita que se merezca un Oscar ni que su película resulte un
testimonio elaborado y elocuente de una de las tragedias más extremas de la
historia.
Publicado en El Amante N°25 – marzo 1994
112. El silencio de los culpables

Filadelfia (Philadelphia), Jonathan Demme, 1993.


Filadelfia es una película de abogados, lo que en el cine americano implica
siempre un ejercicio de argumentación pública. Así que esta es una buena
oportunidad para la argumentación pública.
El caso
Andrew Beckett (Tom Hanks) es un buen abogado que trabaja para un gran
estudio. Sus patrones lo despiden acusándolo de incompetente cuando, en
realidad, lo hacen porque se enteraron de que es homosexual y tiene sida.
Filadelfia es una buena película producida por un gran estudio. De hecho, es
la primera película grande que trata el tema de la homosexualidad y el sida y
Tom Hanks es el primer actor importante que acepta hacer un papel
semejante. La Academia de Hollywood no la nomina como mejor película.
Muchas críticas alegan que no se trata de una buena película. Como en el
caso de Beckett, la verdadera razón es que se trata de una película sobre la
homosexualidad y el sida. Beckett necesita un abogado que lo defienda de
acusaciones injustas y contrata a Denzel Washington. Filadelfia necesita
también que la defiendan. Nosotros no le cobramos nada.
Alegato preliminar de la defensa
Hablar de homosexualidad en Hollywood nunca fue fácil. El código Hays lo
prohibió explícitamente durante muchos años. Después, a pesar de algunas
muestras aisladas de simpatía como Torch Song Trilogy, autobiografía de
Harvey Fierstein, o El beso de la mujer araña de Héctor Babenco, la
homosexualidad de un personaje aparece en general como un rasgo negativo,
ocasión de burla o desdén. Y, en todo caso, las películas de gran presupuesto
esquivan el tema como la peste. En los últimos años, un nuevo factor ayuda a
seguir distorsionando el asunto. Fue la presión de los grupos militantes que
contribuyó a que el cine fuera juzgado cada vez más desde el parámetro de lo
políticamente correcto. Esto quiere decir que ningún representante de una
minoría debe ser cargado de rasgos negativos. Un ejemplo de película
protestada por no cumplir con el requisito fue Bajos instintos porque
aparecían asesinas lesbianas. Y también El silencio de los inocentes, el
trabajo anterior de Jonathan Demme, porque el psicótico Buffalo Bill quería
vestirse de mujer y, sobre todo, porque tenía un perro decididamente travesti.
Esta manía persecutoria coloca a los que hacen películas en situaciones
imposibles. Por ejemplo, en el libro que da origen a La lista de Schindler, el
personaje del nazi sádico y asesino es también homosexual. En la película esa
característica se omite. Spielberg bien podría haber sido acusado de
homofóbico si ese canalla hubiera agregado la homosexualidad a su
repertorio. Pero Spielberg también podría ser acusado de ocultar la
homosexualidad como hecho de la vida, que es lo que decidió hacer para,
entre otras cosas, subrayar ciertos parecidos del personaje con los del
protagonista. La sola sospecha de que uno de esos parecidos podría ser la
homosexualidad hubiera destruido la credibilidad y el carisma de un héroe
más bien antiheroico. Así que la acusación de homofobia vale tanto por
inclusión como por omisión. Ni decir que la homofobia de gran parte del
público rechaza de por sí el tema. Ante esta situación kafkiana, los
productores optan por lo más sencillo: no aceptar los guiones que tratan la
cuestión. Con este panorama, Demme tomó el toro por las astas y filmó una
película que incluye la homosexualidad, pero también la homofobia. Lo hizo
a través del sida. Y también trató la verdadera cuestión del prejuicio contra el
sida.
Más allá de ciertos eufemismos piadosos, lo cierto es que el sida es motivo
de rechazo y de discriminación porque tomó estado público como una
enfermedad de homosexuales. Y la película lo establece claramente.
Testimonios de la acusación (y sus refutaciones)
Las críticas a Filadelfia en el mundo, en particular en Buenos Aires, han sido
de dos tipos. Están las que la acusan de incompetencia y las que hacen
hincapié en el tratamiento de la homosexualidad. Lo mismo que las
acusaciones contra Andy Beckett.
1. El buen homosexual. Junto con la mentalidad reaccionaria que podría
resumirse con la vieja frase “el único homosexual bueno es el homosexual
muerto”, hay otra teoría que afirma lo siguiente: “si una película tiene como
protagonista a un representante de alguna minoría, y este está lleno de
virtudes, se está discriminando al resto de los integrantes de esa minoría, al
exigirles lo que a un representante de la mayoría no se le pide”. En el número
anterior de El Amante se reproduce una foto de un tapiz que se exhibe en el
barrio gay de San Francisco y que homenajea a un muerto de sida imaginario,
Andy Lippincott, al que se le atribuye, entre otras cosas, haber sido líder
comunitario, escritor, medallista olímpico y ganador del Premio Nobel de la
Paz. Andy Beckett es, efectivamente, una especie de Andy Lippincott: es
sensible, talentoso, dedicado, buen hijo, buen compañero, enfermo heroico.
El sentido de ambos personajes está claro: el sida mató a muchos seres
humanos valiosos, y el personaje ficticio es una suma de esos valores
dispersos en las víctimas. Algunas críticas en este sentido comparan
Filadelfia con Noches salvajes, en la que habría un verdadero homosexual,
un verdadero enfermo de sida, promiscuo, narcisista e irresponsable. El
argumento concluye con que el personaje de Filadelfia debería ser más
parecido a Cyril Collard que a Andrew Beckett. Claro que cuesta imaginarse
al protagonista de Noches salvajes como el exitoso abogado de un gran
estudio. Pero, sobre todo, este argumento es uno de los que la película rebate:
lo que los enemigos de Andy le niegan es el derecho a ser un buen abogado y
una persona confiable, justamente porque es homosexual. De este
razonamiento aparentemente reivindicativo, se refuerza la idea de que estar
muerto (o sea, ser invisible para la sociedad, mantenerse en el gueto) es lo
mejor que puede pasarle a un integrante de las minorías y así, todos
contentos.
2. Tranquilidad de conciencia. Filadelfia no está contada desde el punto de
vista de Beckett, sino del de su abogado, Joe Miller, que interpreta Denzel
Washington. Miller empieza siendo un feroz homofóbico y termina
modificando su posición, como ha declarado el propio Washington, en
apenas unos 8 grados. La acusación en este caso es que la película hace
simpático a ese abogado homofóbico, proponiendo así una coartada para que
todo el mundo pueda quedarse tranquilo con su conciencia. Claro que esos 8
grados de Washington incluyen el pasaje de rechazo del caso a su defensa
apasionada, y la convivencia con el ambiente homosexual que el abogado
aprende a aceptar. La película está pensada para un espectador tan
homofóbico como Miller o como yo, para los que ir a ver una película sobre
homosexuales es un programa japonés. El camino que el film le propone al
espectador es el que recorre Miller y es el que separa el prejuicio de la
discriminación. El resultado es, si se quiere, pobre: la película no erradica el
prejuicio, como no puede hacerlo ninguna película. Apenas hace que nos
avergoncemos de él.
3. Una familia muy normal. La familia de Andy convive con su enfermedad y
sus preferencias sexuales. Incluso, acepta plenamente a su amante Miguel
(Antonio Banderas). Hay un telefilm, Diagnóstico fatal sida, en el que un
abogado hace que su familia se enfrente con su condición de enfermo y
homosexual. Tras un rechazo inicial, el protagonista es aceptado
sucesivamente por la madre, el padre, la abuela y la hermana (falta el perro).
En Filadelfia, parece que todo ocurre en la película anterior y la familia de
Andy es un modelo de unidad y contención afectiva. Su relación con Miguel
es otro tanto. La acusación aquí es que no hay ninguna escena de la vida
privada de Andy en la que se deba enfrentar con el prejuicio y que el sida, por
otra parte, no solo afecta a los miembros de la familia Ingalls. Este es uno de
los puntos más inteligentes del guion. Efectivamente, Filadelfia reduce el
alcance dramático del prejuicio al ámbito de lo público: solo importa la
discriminación que sufre Andy en su trabajo. Le da así a la cuestión un
alcance político que toda escena de conflicto doméstico no haría más que
distraer. Son los dueños del estudio, sus jefes, a los que Andy y el film
enjuician. Y no en tanto prejuiciosos, sino como verdaderos racistas. Miller le
recuerda al jurado que esta gente está en su derecho de no querer a un
homosexual con sida como empleado, pero que la ley les impide despedirlo
por esa causa. Pero que esos individuos blancos, respetables y poderosos
estén dispuestos a violar la ley para no sentirse amenazados por la condición
de un empleado dice algo por fin novedoso sobre la discriminación: que la
idea de la mayoría es la idea minoritaria de la clase dominante. Que la
verdadera cara de la discriminación consiste en excluir para preservar un
privilegio. Ese privilegio está representado por ese palco en el estadio de los
76ers, el equipo de básquet de Filadelfia en el que todo el mundo va a
rendirles pleitesía, incluido el famoso jugador negro Julius Erving, una gloria
de la ciudad. A ese lugar, tan simbólico de Filadelfia como la campana de la
Independencia, llega Miller y le entrega, desafiante, a Jason Robards la
demanda judicial de Andrew Beckett. Por eso está tan bien usado un viejo
gag de las películas de juicio. Es el momento en que Washington lo provoca a
Robards preguntándole si es homosexual y este le responde indignado que
cómo se atreve. El juez, encarnando la idea de la igualdad ante la ley, le dice
secamente: “Conteste la pregunta”. Mostrar que la igualdad ante la ley es un
principio jurídico que ofende al abogado más prestigioso de la ciudad es una
revelación para Andy y para los espectadores. En definitiva, la familia de
Andy y su amante son otros Andy Lippincott, llevados ya a la categoría de
principio cinematográfico del tipo del famoso MacGuffin de Hitchcock. Un
Lippincott es un elemento de concentración y simplificación dramática
deliberado que evita que la trama se desvíe de su intención principal. En este
caso, el Lippincott sirve para mostrar que la discriminación es, lisa y
llanamente, un problema político. No hay nada convencional ni complaciente
en esta elección de Demme. Al contrario, el no recurrir a momentos de drama
íntimo muestra la confianza del director en lo que está contando (la defensa
agradece el testimonio desinteresado del profesor Andrew Lippincott).
4. El beso de lengua. Otro reproche a Filadelfia es que la condición de
homosexual de Andy no se ve y esto constituye una especie de cobardía.
Estas críticas reclaman algo así como una escena en la que Andy y Miguel se
den un beso de lengua. Ahora bien, las únicas escenas en las que ellos están a
solas transcurren con Andy analizado recibiendo suero o con el paciente
moribundo y no se prestan demasiado al erotismo. Pero, lo que es más
importante, la ausencia de una tal escena, lejos de esconder la
homosexualidad de la pareja (Andy y Miguel bailan juntos en una fiesta gay),
muestra hasta qué punto la intención de Demme no es generar un hecho
escandaloso sino contar una historia alejada del territorio más o menos
morboso en el que el cine suele utilizar la homosexualidad. Lo que a Demme
le interesa de la homosexualidad no es coquetear con ella sino entenderla
como objeto de discriminación.
5. Un telefilm. Esta es la crítica paralela a la de los jefes de Andy. Según
algunos, Filadelfia es un film “bienintencionado” pero,
cinematográficamente, tan rudimentario como un telefilm. Se trata de un
argumento descalificatorio como pocos, que parte de la idea según la cual el
cine se divide banalmente en forma y contenido. Mostrábamos más arriba
que las elecciones del director van en una dirección absolutamente opuesta a
las de un telefilm, género que se construye con las claves del “drama
humano” o “enfermedad de la semana” y en el que se aprovecha cualquier
situación dramática de la vida real para hacer llorar mediante la exhibición de
desgracias. En un telefilm sobre enfermedades se trata sobre todo de exponer
el tormento del protagonista y de los que lo rodean ante una situación
extrema, para alentar linealmente el sufrimiento de los espectadores. La
película de Demme se eleva sobre este chantaje emocional y apunta
directamente a lo ficticio, un territorio en el que se juegan ideas y emociones
de otra calidad. Filadelfia no es, como los telefilms, una banal imitación del
mundo, sino cine de ficción: un acto de legítima y sofisticada creación de un
mundo posible, en el que el espectador es inducido a asociar las imágenes
con sus propias ideas. Un telefilm, en cambio, proporciona sufrimientos que
provienen directamente de unas imágenes que no admiten reflexión ni
ambigüedad posibles. ¿Qué buenas intenciones puede haber en estos
engendros? Atribuirle esta característica a Filadelfia, que transita por los
caminos opuestos del docudrama, es de una mala fe que recuerda los motivos
del despido de Andrew Beckett.
Alegato final de la defensa
De acuerdo, señores del jurado. Filadelfia es Hollywood: una película fácil
de seguir, entretenida, con actores famosos, que intenta complacer al gran
público. Pero en Filadelfia, como Miller aclara perfectamente al empezar el
juicio, no hay ninguna sorpresa, ningún testigo oculto, ninguna revelación
inesperada. El juicio no crea ninguna clase de suspenso, pasa rápidamente por
la instancia del fallo, no usa ninguno de los trucos clásicos del género.
Filadelfia es una tragedia contada con el espíritu alto. Es cierto que marca la
inclusión del sida en el mundo del entretenimiento. Pero lo hace sin
avergonzarse y por la puerta de adelante. Al hacerlo, le da a la enfermedad un
estatuto diferente: le otorga la dignidad que tiene cualquier tema y lo saca
definitivamente del cuchicheo y la clandestinidad. Varios de los actores de
Filadelfia son enfermos de sida que no tienen trabajo justamente por esa
razón. Pero no es un acto caritativo del director lo que permite esta
transgresión a los códigos ocultos de la industria, sino la película en sí, que
tiene una transparencia desusada. Es cierto, Filadelfia intenta ser
políticamente correcta. Pero en un sentido mucho más elevado que el que
excluye ciertas palabras o actitudes. Es políticamente correcta porque ilustra
limpiamente una de las pocas verdades políticas irreprochables: que la gente
no debe ser discriminada. Para hacerlo, se limita a narrar una historia en la
que su director no intenta pasar por iluminado o por virtuoso. Filadelfia tiene
el viejo estilo transparente de Hollywood, una sencillez y una claridad a la
que no le falta carácter ni convicción. Y hace muchos años que en Hollywood
no se hacía una película así.
Filadelfia no es el resultado de un compromiso sino un acto de valentía.
Publicado en El Amante N°25 – marzo 1994
113. Dossier Cine y rock. Rock & Rollo

A grandes rasgos, el rock nació cuando el cine moría. Hubo dos artes
populares y universales en el siglo y una sucedió a la otra allá por los
cincuenta. Ambas fueron parientes despreciados de cosas más serias como el
teatro o el jazz. El cine logró sobreponerse un poco a su mala fama... para
morir poco después o, al menos, para dejar de ser estimulante, contestatario o
impredecible. El rock, más limitado en sus medios expresivos, logró en algún
momento esas características y logró también perderlas rápidamente. Los que
nacieron después de 1950 convivieron con el rock y el cine y su memoria está
poblada de imágenes y sonidos que se agregaron, como una segunda
naturaleza, al resto de las cosas. Aunque anduvieron por los mismos caminos,
el rock y el cine no llegaron nunca a encontrarse del todo. Posiblemente,
porque pocos cineastas y pocos músicos reconocieron que ambas disciplinas
convergían en esa memoria colectiva. Cuando los cineastas se acercaron al
rock, fue en general para mirarlo como un fenómeno de circo, sin advertir
que el cine se había transformado también en una rareza. Cuando los rockeros
utilizaron las figuras y las historias del cine no advirtieron tampoco que el
rock era una historia de cine.
Hubo excepciones. Una de ellas fue Wim Wenders, que produjo los únicos
textos literarios que pasan sin ruptura del lenguaje del rock al del cine y
vuelven de la misma manera. Wenders afirmó haber descubierto su estilo
cinematográfico en las tapas de los discos de rock y escribió frases como
esta: “las películas sobre los Estados Unidos deberían contener solo planos
generales, como ya ocurre con la música sobre los Estados Unidos”. Su cine,
en sus mejores momentos, registra la presencia del rock como sonido del
mundo. O Martin Scorsese, que filmó The Last Waltz entendiendo que la
música le imponía al cineasta un lenguaje. O, dicho de otra manera, que el
respeto por el concierto rechazaba los habituales contracampos sobre el
público, contracampos que decretan un significado y convierten al rock en el
hecho mediático que el mal cine quiso siempre que fuera (un espectáculo
circense en el que las chicas aúllan histéricas). La cualidad descriptiva que
Wenders advierte en el cine de Ford y en la música de Van Morrison (ver
pág. 44) acaso comience con las letras cinematográficas de Chuck Berry, que
nombran ciudades, enumeran trabajos y celebran a la adolescente que va del
baile a la escuela. Hay un uso de la tercera persona en esas letras que las
distingue y que tendrá algunas continuaciones. En Bob Dylan, por ejemplo,
con su imaginación poblada de las alucinaciones del cine (“A la gente le
gusta hablar de la nueva imagen de América, pero para mí sigue siendo la
vieja –Marlon Brando, James Dean, Marilyn Monroe– y no la cocaína, las
computadoras y David Letterman”). O en The Kinks, el grupo inglés que
llenó sus temas de nombres propios y de referencias cinéfilas y que a lo largo
de dos décadas pintara una Inglaterra íntima y cotidiana que no apareció
jamás en el cine contemporáneo de su país (“Quisiera que mi vida fuese una
película de Hollywood continuada/un mundo de fantasía de villanos y héroes
de celuloide/porque los héroes de celuloide /nunca sufren ningún dolor /y los
héroes de celuloide nunca mueren de verdad”).
En la Inglaterra de los sesenta, mientras los Kinks y su líder Ray Davies
nutrían sus canciones de cine, Richard Lester nutría su cine de las canciones
de los Beatles, pero ambos caminos no se tocaron nunca. El nacimiento del
pop separaba para siempre los lenguajes y juntaba a los protagonistas en sus
quince minutos de fama.
Una película estrenada en estos días, En el nombre del padre, incluye
canciones de Dylan (“Like a Rolling Stone”) y de los Kinks (“Dedicated
Follower of Fashion”) en un intervalo de pocos minutos. Y, si uno se fija
bien, son esas canciones las que les dan vida a unas imágenes chatas y
convencionales que intentan reproducir el “Swinging London”. Funciona así
un curioso ejemplo de circularidad descriptiva mediante el cual una época
vive en el cine porque en ella hubo rock, mientras que ese rock nació
inspirado por el cine.
En cuarenta años, como decíamos, hubo menos relaciones entre el rock y el
cine de las que hubiera podido esperarse. Los rockeros se asomaron poco por
los sets y los cineastas no fueron a los conciertos. Todos compartieron el
espacio del estrellato sin mezclarse demasiado, como en el famoso camino de
la fama de Hollywood Boulevard, en el que los músicos se identifican porque
su baldosa tiene un disco y los actores y cineastas porque tiene una cámara
(“Aquellos que tienen éxito/manténganse en guardia/porque el éxito camina
de la mano del fracaso /a lo largo de Hollywood Boulevard”, The Kinks, del
LP Everybody’s in Shou–Biz). Hubo muchos cruces superficiales. Como
siempre, los actores grabaron discos y los músicos actuaron en películas. Se
filmaron miles de conciertos (un nuevo género) y se hicieron biografías de
los muertos. Se usaron temas de rock en las bandas de sonido (no
demasiadas) y las modas llegaron a la Argentina. Tiempo después, se
inventaron los videoclips. Entre ejercicios de variada mediocridad hubo
algunas buenas películas convencionales y casos raros como la solidez de los
U2 o la inclasificable True Stories de David Byrne. De algunas de estas cosas
y de otras se habla en las páginas que siguen.
Publicado en El Amante N°25 – marzo 1994
114. Estrenos en video

La magia del amor (Truly, Madly, Deeply), Anthony Minghella, 1991.


Ubicada en el Londres contemporáneo, es la historia de una mujer que no
puede desprenderse del recuerdo de su marido muerto hasta que este
reaparece como fantasma solo para que ella pueda
finalmente olvidarlo. Tiene dos elementos interesantes. Uno es que es el
menos inglés de los films ingleses de los últimos tiempos: Londres resulta
una ciudad habitada por extranjeros jóvenes y las tradiciones británicas
carecen de todo peso. Ni a favor como celebración conservadora ni en contra
como crítica social. Los protagonistas parecen ciudadanos del mundo. El otro
es el mecanismo que permite la liberación de la heroína de sus cargas
conyugales post mortem. Es el siguiente. El marido está fundamentalmente
interesado en reunirse con otros fantasmas para ver viejas películas en video.
Como fantasma no tiene rasgos demasiado distintivos. Está, simplemente,
más frío que el resto de los humanos. Sus colegas padecen del mismo
problema y esto hace que la chica los abandone y se vaya con su nuevo novio
cuya profesión es entrenar mogólicos. Una dura denuncia contra la cinefilia.
Publicado en El Amante N°25 – marzo 1994
115. Estrenos en video

Visiones nocturnas (Night Visions), Wes Craven, 1990.


Este telefilm de Wes Craven fue pensado como capítulo piloto de una serie
que nunca llegó a concretarse. No es extraño. Se basa en una pareja de
policías que podría figurar en el catálogo de uniones disparatadas de las que
se burla El último gran héroe. Él es una especie de guapo del novecientos
medio psicótico y ella es una esquizofrénica que cambia de personalidad a
cada rato y, para colmo, es vidente y acaba de doctorarse con una tesis sobre
asesinos seriales. Los actores son horribles, la narración llena de obviedades,
las situaciones recicladas, la moral un poco reaccionaria. Ahora bien, ¿por
qué disfruté de este engendro? Creo que porque se sostiene sobre una
ingenuidad y una ternura fofa que aseguran desde el principio que triunfará la
amistad, que los protagonistas no correrán verdaderos peligros, que se
resolverá el enigma, que nada perturbador aparecerá en el camino. No me
atrevería a calificar estas razones como méritos cinematográficos, pero sí de
excelentes estímulos para inducir un sueño dulzón, infantil y despreocupado.
Hay motivos más profundos para justificar el cine, pero ninguno tan
irresistible.
Publicado en El Amante N°25 – marzo 1994

116. Con las peores intenciones

La casa de los espíritus (The House of the Spirits), Bille August, 1993.
La casa de los espíritus es muchas cosas a la vez y todas son malas. La más
obvia es que se trata de un gran negocio en el que un elenco de famosos
interpreta a los personajes de una de esas historias que se inscribe en un
género que podría llamarse “épica de la desgracia” si no fuera más conocido
como folletín barato y que tiene su expresión más célebre en Lo que el viento
se llevó. Esta no es la única fuente de la película. Hay otros rastros de la
historia del cine, la literatura y la televisión: un poco de Gigante, de
Karamazov, de El Gatopardo (Irons está igualito a Burt Lancaster), de Dallas
y, por supuesto, del famoso realismo mágico en cuyo nombre Latinoamérica
adquirió una dudosa dignidad literaria en el terreno de lo exótico y
pintoresco. Detrás de la película está la novela de Isabel Allende (que se
declaró muy contenta por el resultado) y que incluye, al parecer, algunos
aparecidos y premoniciones de los que incursionan en la película. Algunas
malas adaptaciones (como El amante –no confundir con la revista
homónima–, por ejemplo) producen la impresión de que la novela que le da
origen puede ser otra cosa y que hay algo interesante detrás de sus imágenes
chatas. No es este el caso. Es imposible imaginarse algo interesante en la
novela después de ver su resultado cinematográfico. A menos que Bille
August, el director contratado para adaptar y dirigir el libro y darle el toque
final con garantía de producto de calidad europeo, es un especialista en estas
cosas. Lacrimógeno en Pelle el conquistador, obsecuente con Bergman en
Con las mejores intenciones, acá se muestra simplemente mediocre. Y un
poco desdeñoso con las circunstancias, ya que no tiene inconvenientes en que
en Santiago nieve en Navidad. Claro que puede tratarse de otro toque de
realismo mágico, tema que en August resulta confuso, ya que los aparecidos
se mezclan con tanto zombie que anda por la pantalla. Aunque ya es hora de
abandonar al amanuense August, sus marionetas unidimensionales, sus
locaciones portuguesas, su fotografía deplorable y sus escenas disparatadas
como la confesión de Férula o la del milico comiendo el sandwich.
La película cuenta la historia del hacendado Trueba (que no acredita
parentesco con el director de Belle époque), su mujer vidente y el resto de su
familia y empleados desde su juventud a su vejez y/o muerte. Esto último
ocurre en tiempos de la dictadura de Pinochet. Resulta que el tal Trueba es un
violador, un asesino, un explotador y un déspota. Su mujer, en cambio, es una
santa con poderes que no aprueba su conducta, lo mismo que su hija
actualizada, que su yerno socialista y su hermana reprimida. Las canalladas
de Trueba se muestran como el resultado de la conducta de un héroe que no
puede hacer otra cosa que actuar según los patrones de su época. Y aunque su
mujer lo repudie, no puede menos que confesar que lo más importante es su
amor por él: “no debes juzgar mal a tu padre; las cosas que hizo no las hizo
por maldad sino por exceso de energía”. Y este es el lugar de la mujer en esta
historia que se pretende feminista: ser la depositaria de la sensibilidad que
permita la continuidad de la familia, legalice los abusos de su jefe indiscutido
y le preste una coartada espiritual al sometimiento (con una insinuación de
lesbianismo nunca concretado para asegurar lealtades más modernas). Un
caso curioso de feminismo falocéntrico análogo al papel que la Iglesia se
atribuyó en la conquista.
Tanta ingenuidad, que consagra un cómodo primitivismo como descripción
de América Latina, se continúa en la curiosa interpretación del golpe militar.
Allí, el heroico Trueba se redime de sus pecados de conservadurismo
salvando a su yerno y reconociendo su error. Ese error fue apoyar el golpe,
sin advertir que el poder no iba a quedar en manos de su clase sino en la de
los descastados, de los hijos bastardos, de los arribistas sin apellido. Trueba
se da cuenta de que sus enemigos de la izquierda eran más parecidos a él y lo
respetaban más que los advenedizos uniformados. Y esto, más que una
interpretación política, es una confesión política, es una confesión que puede
hacer interesante el texto de Isabel Allende: debe tratarse de la versión más
clasista que se haya escrito sobre la realidad americana, una visión que
recuerda a la de la gente distinguida de muchas provincias argentinas. La
novela bien podría llamarse Elogio del feudalismo. Y en ese contexto, serían
más naturales tantos espíritus y otras cuestiones que modernamente se
califican (con razón) de tonterías.
Publicado en El Amante N°26 – abril 1994
117. 18 películas de Billy Wilder

El ocaso de una vida (Sunset Boulevard), Billy Wilder, 1950.


Una historia de muertos vivos. Holden relata desde el fondo de una pileta.
Swanson, Stroheim, Keaton lo acompañan desde sus retiros forzados en los
que el celuloide, guarida por excelencia de fantasmas, los persigue
obstinadamente desde el pasado. Hollywood como reino de las tinieblas, de la
apariencia y la locura, pesadilla gótica excedida en ideas y cercana al
desvarío. No es cinismo lo que destila la mente de Wilder sino una lucidez
extravagante, un amor imposible por estos fantasmas desesperados, una
piedad contra toda lógica. Cínicas son The Player o La noche americana, en
las que el cine es un trabajo o un negocio pero nunca, como aquí, una avidez
de gloria destructora e implacable, un abismo que atrae más allá de toda
prudencia. Al mismo tiempo que se arriesga en las profundidades de lo
macabro, Wilder (a través de la voz del narrador) no sacrifica la claridad ante
la tentación de lo morboso ni resigna su mirada ética. La historia del
protagonista es lo contrario de lo que quiere hacernos creer. Lo suyo es una
cadena de sacrificios (la libertad, el dinero, la dignidad, el amor) guiada por
la necesidad de conjurar el peor de sus males: la cínica y mediocre
superioridad de su juventud.
Publicado en El Amante N°26 – abril 1994

118. Visto, leído

Alejandro Chomski
Mi encuentro con Alejandro Chomski (25 años) no podría haber sido peor.
Lo conocí casualmente el último Jueves Santo y me preguntó si me
interesaría ver un trabajo suyo. Ante la respuesta afirmativa se subió al coche
y apareció a los diez minutos con una copia en video de su mediometraje
(23’) Escape to the Other Side, realizado en EE.UU. en 1993. De ahí en más,
me preguntó rigurosamente cada cinco minutos si yo iba a entender los
diálogos porque la versión no tenía subtítulos, colocándome en la incómoda
disyuntiva de parecer burro o pedante. Como si esto fuera poco, se dedicó a
enfurecerme hablando bien de Robert Altman. La impresión un tanto
pesadillesca que me produjo la abrumadora personalidad de Chomski se
disipó cuando vi la película.
Basada en un cuento de Bioy Casares (escritor que ha tenido poca fortuna en
el cine y el video), Escape… cuenta la historia de una ciudad que rechaza a
los viejos, asesina en nombre de la ciencia y neutraliza la cultura. La solidez
de la realización y la calidad de los rubros técnicos serían suficientes para
llamar la atención sobre el director. Pero esto no es lo más importante. Hay
en Escape… una garra y una gravedad infrecuentes. Chomski parece tomarse
el mundo en serio, creer en lo que cuenta y narrar con una seguridad
admirable. La existencia de esta película sugiere indirectamente que hay una
tendencia cultural –en la Argentina y en el mundo– que apunta en un sentido
opuesto al carnaval de frivolidad, desinformación y silencio que acaso
agonice detrás de su mediocre triunfalismo. Chomski, entretanto, afirma ser
sobrino de Noam (el lingüista) y de Marvin (el director), viene de trabajar con
Jarmusch, Kusturica y Spike Lee y tiene unos 500 proyectos. Escape to the
Other Side se exhibe (en 16 mm y con subtítulos) el 26 de abril en el teatro
IFT (si Rubén Katzowicz cumple esta vez con su palabra) junto con el
largometraje Alambrado de Marco Bechis.
Publicado en El Amante N°26 – abril 1994
119. La especialidad de la casa

Ciudad de ángeles (Short Cuts), Robert Altman, 1993.


El título Ciudad de ángeles, que no tiene nada que ver con el original Short
Cuts (y que en España se tradujo como Tajos cortos), podría ilustrar, en un
primer nivel, el sentido de la película de Robert Altman. Desde alguno de los
helicópteros que sobrevuelan la ciudad durante el film, el director observa la
conducta de 22 angelitos cuyas historias se chocan y entrecruzan. Estas
criaturas son inocentes: conocen solamente sus deseos y mezquindades,
ignoran las consecuencias de sus actos y no se les ha otorgado el don de la
inteligencia. De entre ellos, solo los más psicóticos (la violoncellista y el
panadero) son capaces de sufrir por el prójimo. Los personajes de Raymond
Carver transforman de la mano de Altman su callada desesperación en alegre
irresponsabilidad. Su desamparo y su rencor se hacen exteriores y triviales.
Ciudad de ángeles podría ser una respuesta a El corazón de la ciudad
(Lawrence Kasdan, 1992), en la que otros ángeles descubren, frente a la
misma violencia e incomunicación, el amor, la solidaridad y la majestuosidad
del mundo. Kasdan quiere a sus personajes por igual. Altman los desprecia
democráticamente. Sus ángeles son pequeños, ridículos aunque, tal vez,
humanos. Los actores que los encarnan se burlan de ellos, quitándoles todo
resto de dignidad pero lo hacen con una intensidad que les da relieve. Esa
característica, unida al zapping que entrecruza las historias como en las
telenovelas, hace que la exposición de sus torpezas pueda prolongarse por
más de tres horas. Los cortes cortos de Short Cuts no dan tiempo para pensar
y hasta las crueldades más gratuitas (como la muerte del chico o el suicidio
de Lori Singer) se amontonan con las catástrofes menores y las payasadas (de
la mujer payaso, del policía, de Tom Waits, de Jack Lemmon, de los
disfrazados, de la puta telefónica, de la pelirroja verdadera –revancha sobre
MASH en la que el vello púbico de la rubia no llegaba a verse–, del
maquillador). El efecto global que produce esta velocidad calculada, estas
variaciones gratuitas sobre el vacío y el absurdo es una sensación posterior de
inocencia y hasta de ternura que homogeneiza en el recuerdo al carnaval de
ángeles.
Pero detrás de este torbellino de actos de egoísmo está sucediendo otra cosa.
Si los personajes (carenciados) y los espectadores (abrumados) no pueden
reflexionar, Altman lo hace por ellos y esa reflexión deja sus huellas en la
puesta en escena. Junto a la misantropía, aparece un factor insistente que
desmiente la calificación de Altman como un director contestatario. Si los
personajes de Ciudad de ángeles no son capaces de sentirse culpables,
Altman establece claramente que lo son. Es más, la película se sostiene sobre
una estructura que es la de la culpa y el castigo. Ejemplos: los padres del
chico, culpables de enseñarle a su hijo que no trate con extraños, harán que el
hijo muera por hacerles caso. La mujer del gordo que asesina a la chica,
culpable de trabajar de prostituta telefónica, y su amigo, culpable de
perturbarlo contándole sus supuestas hazañas sexuales, lo incitarán al crimen.
La cantante, culpable de no escuchar a su hija y provocar su suicidio, deberá
padecer por su muerte. El médico, culpable de no atender debidamente a su
paciente porque le preocupa una infidelidad de su esposa, escuchará la
confesión que tanto teme. Francés McDormand, culpable de mezclar a su hijo
en sus aventuras sexuales, verá su casa destruida. Ninguna de estas
circunstancias figura en los cuentos originales. Pero a Altman le interesa
subrayarlas. Hace un zoom sobre la señal de tránsito que indica “cruce de
escolares” para mostrar que la camarera no frenó antes de atropellar al chico.
Muestra un cartel que prohíbe las bebidas alcohólicas antes de que el gordo
mate a su víctima con una lata de cerveza (en el cuento utiliza una piedra). Al
personaje de Tom Waits le agrega una improbable violación de su hija. El
personaje de Jack Lemmon perdió a su familia porque se acostó con su
cuñada. El policía que engaña a su mujer es engañado por su amante. La
pareja que abusa de la confianza de sus vecinos instalándose en su casa (y no
lo hacen, como en el cuento de Carver, para huir de sí mismos sino por mera
comodidad y placer de transgredir) verá cómo sus fiestas terminarán en
tragedia. Los agregados y modificaciones que Altman introduce en la
adaptación de los cuentos están dirigidos en un único sentido: establecer que
sus personajes violan las leyes, la propiedad, la moral y las ordenanzas de
tránsito. El que sean cobardes, criminales, instigadores, cómplices o
indiferentes parece autorizar al director a matar, humillar o destruir a los
protagonistas. El guion de Ciudad de ángeles está construido para que el
destino tenga las excusas suficientes para caer sobre los personajes. Aunque
los castigos excedan largamente a las culpas o estas consistan en ignorar los
carteles. Esta estructura expresa una pacatería persecutoria idéntica a la de
una sociedad que sanciona moralmente a los fumadores y se lamenta por un
perdido orden provinciano. Ciudad de ángeles podría ser el sermón de un
predicador de provincia, rencoroso y arbitrario, que pertenece a la
cooperadora policial y a las juntas de moralidad. Un sermón que termina con
un anuncio del Apocalipsis en forma de terremoto, que advierte a la ciudad
pecadora que muy pronto llegará el gran final. Altman no enjuicia al sistema.
Por el contrario, se hace eco del conjunto de sus normas morales, ideológicas
o municipales y las usa en contra de los que las transgreden.
Pero hay más todavía. Las sanciones que caen sobre los personajes nunca
son jurídicas: algo lógico, porque los castigos son administrados por una
voluntad superior. En particular, el asesinato quedará impune al mezclarse
con el terremoto y nadie verá el accidente de tránsito. Lo mismo ocurría en
Las reglas del juego. A propósito de esa película, Altman declaró (véase el
libro Inner Views de David Breskin) que la historia que cuenta el film es tan
mala como las películas que sus protagonistas escriben y producen. Y que el
villano resulta el público, al que le gusta porque es la película mala a la que
están acostumbrados. En Ciudad de ángeles se repite el esquema. Altman
entretiene a los espectadores con los trucos de sus estrellas favoritas, les
endilga un sermón reaccionario y, de postre, se reserva el derecho a la
impunidad. Una impunidad que coincide con una excepción perversa a su
sistema de castigos a través de los personajes de Tim Robbins. En Las reglas
del juego, el asesino Robbins se quedaba con la chica y el empleo y en
Ciudad de ángeles es recibido con alegría por su familia, a la que no deja de
traicionar. Del mismo modo, Altman hace malas películas pero logra buenas
recaudaciones, mejores críticas y que la revista Film Comment lo llame “el
mayor cineasta americano en actividad”. El ex militar nacido en Kansas City
inscribe sus obras en el cine que desprecia y del que usa todos los recursos
publicitarios y lo peor de su moral. Pero se da el lujo de disfrazar su ética
primitiva de astucia insuperable. Pedirle que en vez de eso se dedique a hacer
buenas películas sería como pedirle a uno de los personajes de Tim Robbins
que respete a sus semejantes: esa no es la especialidad de la casa.
Publicado en El Amante N°27 – mayo 1994

120. Lo que el tiempo ha borrado

Una sombra ya pronto serás, Héctor Olivera,1994.


El que a sí mismo se desprecia,
se aprecia como despreciador.
Friedrich Nietzsche
Una expresión de Persévérance, libro póstumo de Serge Daney, me resulta
apropiada para describir la literatura de Osvaldo Soriano: “desilusionado
profesional”. Soriano viene insistiendo en que la Argentina es una
enfermedad terminal, una pesadilla sin aire acondicionado. Una sombra ya
pronto serás es la más perezosa de sus novelas y, por eso, la que más
fácilmente permite inferir el alcance de este pesimismo repetitivo. Convertida
por una adaptación del propio escritor en la película de Héctor Olivera, la
novela se ilustra a sí misma y encuentra un espacio propicio para exhibirse en
lo que tiene de esencial. La Argentina de Soriano es un país de mierda. Esta
expresión no tiene nada de original, ya que es usada por mucha gente de
distintos países para referirse a su tierra natal. Localmente funciona como una
variante de la idea de que es el mejor país del mundo: algo particularmente
privilegiado debe tener un lugar si es tanto más malo que el resto. En Una
sombra ya pronto serás, este carácter mierdoso tiene que ver con una imagen
de tierra arrasada, de comunidad depredada por sus propios habitantes, de
lugar hostil e insolidario, en el que unos pocos elegidos (a los que Soriano
gusta llamar “perdedores”) son mejores que los demás porque poseen una
excentricidad que los redime de la medianía ferozmente cruel de sus
compatriotas y que les permite ser conscientes de lo que los rodea. La piedad
del autor alcanza solo a ellos: son chantas simpáticos, atorrantes de buen
corazón. El resto tiene la moral de las hienas y la inteligencia de los pescados.
Lo que más llama la atención en la película es la expansión visual del
espacio literario de Soriano. Se trata de un conjunto de lugares
desconectados, que poseen una artificialidad que no hubiera necesitado una
filmación en exteriores. Esto podría atribuirse por igual a la torpeza de
Olivera y su fotógrafo Monti para darle algún realismo al paisaje. Pero es la
novela la que, en el fondo, está imponiendo un vacío más simbólico que
geográfico, una aridez más emotiva que botánica. La Argentina de Soriano es
un paisaje sin gente, una construcción mental que se apoya sobre las
exclusiones, especialmente de la ciudad, de lo contemporáneo y de los
jóvenes. La parejita de estudiantes está fuera de lugar porque los actores
televisivos elegidos para encarnarla son muy malos, pero más aún porque no
tienen nada que decir (casualmente, el varón se hace el mudo) en el
imaginario de Soriano. El país de Soriano es el fantasma de un país real, que
ocurrió hace muchos años (¿antes de la Libertadora?, ¿antes de Perón?,
¿antes de Yrigoyen?, ¿antes de Cristo?) y sobre el que se desencadenó un mal
tan irreversible como impreciso. Los protagonistas están a tono con ese
fantasma: tienen un pasado que se promete interesante, que se sugiere a cada
rato, pero que el autor no se toma el trabajo de describir. Le basta con que
cada uno refuerce en cada frase ese núcleo de fracaso y desprecio, de sueños
imposibles y supervivencia condenada. Si la novela y la película carecen de
un argumento medianamente sólido, si los personajes se pierden en el
divague o la declamación, no es simplemente porque Soriano y Olivera no
sepan contar una historia. Es más bien porque este limbo narrativo es el único
lugar en el que pueden sobrevivir las frases hechas y los clichés
sentimentales. Esto no es nuevo en el cine argentino: los malos guiones no
son una carencia sino una necesidad. Un buen guion es irremediablemente
ambiguo y no se presta bien para predicar.
Este arte del desprecio podría no ser otra cosa que una queja repetida, un
lamento ingenuo al que se le puede criticar, en todo caso, su ejecución pobre
y su falta de variantes. Pero toda queja presupone una afirmación. La
monserga sobre el mal esencial que aqueja a la Argentina alude
inevitablemente a otro escenario posible, a una realidad venerada sobre la que
se desencadenó la catástrofe. ¿Qué es lo que se han robado de este país de
mierda, además de los cables del teléfono? El truco de la letanía de la
desilusión consiste en no aclararlo nunca, para poder incorporar todas las
formas de queja y de quejosos. Pero el final de la novela proporciona una
pista inesperada sobre ese escenario alternativo que elude las precisiones.
Mientras Coluccini se encuentra con Cristo, el ingeniero narrador tiene, a su
vez, otro encuentro (que no está en el film). Se le aparecen unos militares que
se han extraviado en las maniobras de hace muchos años. Se trata de unos
tipos inofensivos y amistosos. Cuando se despiden del ingeniero, la bandera
argentina que custodian es devorada por una plaga de langosta. La bandera
destruida, la aparición de Dios y el concejo de Coluccini al ingeniero de que
le escriba a su hija cierran el libro. Y este parece ser el país que se les perdió
a Soriano y Olivera: ni más ni menos que una nación que reúna al ejército, la
religión y la familia. Las calamidades empíricas que se describen resultan así
el reflejo de una calamidad simbólica: la ausencia de un ejército patriota (que
contrasta con los personajes negativos de militares), un Cristo auténtico (que
se opone a los curas truchos que aparecieron antes), una familia unida (única
relación familiar positiva de toda la película y la novela). Esto es lo que Una
sombra ya pronto serás termina añorando, el mundo ideal del nacionalismo
argentino: Dios, Patria, Hogar. Hay un plano en la película que sintetiza esta
obsesión simbólica y su perfil: un cartel al costado de la ruta que decía “Las
Malvinas son argentinas” y que, por una pintada anónima, se ha transformado
en “Las Malvinas son de los pingüinos”. Ese plano tan profundamente
reaccionario se propone como prueba de la descomposición nacional y
termina reivindicando a la dictadura militar. La falta de las Malvinas es una
perfecta metáfora de las tradiciones perdidas y de la necesidad de
recuperarlas. La pereza intelectual y creativa tiene ese problema: es el
vehículo de la ideológica. La chatura se hace transparente y la desilusión
profesional deviene militancia encubierta. Y a mayor pobreza del
diagnóstico, mayor contundencia en la solución. Porque la declamación de
esa realidad miserable presupone su final: un viento metafísico que limpie las
lacras que la desilusión denuncia y restaure el patriotismo y la virtud; una
tarea para la que también hay profesionales.
Publicado en El Amante N°27 – mayo 1994
121. Todas las películas de Peter Bogdanovich
Una cosa llamada amor (The Thing Called Love), Peter Bogdanovich, 1993.
En La última película, los amigos Jeff Bridges (Duane) y Timothy Bottoms
(Sonny) se disputan a la rubia Cybill Shepherd (Jacy). En una violenta pelea,
Duane le saca un ojo a Sonny golpeándolo con una botella. En Una cosa
llamada amor, la rubia se llama Samantha Mathis (Miranda) y los que se la
disputan son River Phoenix (James) y Dermot Mulroney (Kyle). La pelea
termina en un golpe de puño y un “tranquilos, muchachos”. En La última
película hay un accidente de tránsito en el que muere Billy ante la
indiferencia y el desprecio de los que se asoman a verlo. En Una cosa
llamada amor el accidente de tránsito consiste en que Kyle no frena a tiempo
porque acaba de escuchar su canción en la radio. El que maneja el otro auto y
los curiosos lo felicitan y hacen chistes. En La última película hay un bar en
Anarene, Texas, cuyo dueño, Sam the Lion, es también el dueño del billar y
el cine. Sam muere y el cine se cierra. En Una cosa llamada amor hay un bar
en Nashville, el Blue Bird Cafe. La dueña, la gorda Lucy, es también la
encargada de descubrir nuevos talentos de la música country y hacerlos
actuar en sus instalaciones. A Lucy nada malo podría pasarle, porque su
rutina es tan eterna como la música, que aquí ocupa el centro y en La última
película se dejaba oír en el fondo. En el cine, mientras tanto, siguen pasando
películas de John Ford. En particular, Un tiro en la noche, donde dos
hombres se disputan una mujer. Cada personaje de Una cosa llamada amor
podría ser la reencarnación de un personaje de la película anterior. El galán
atormentado James es Duane, el callado y sensible Kyle es Sonny (ambos
vienen de Texas), la rubia magnética Miranda es Jacy (y vuelve de la ciudad),
la patriarcal y sabia Lucy es Sam y hasta Billy, el chico tonto, se ha
reencarnado en un guitarrista del mismo nombre y la mujer que hace
hamburguesas se ha convertido en el viejo cocinero del bar. La otra chica,
Linda Lou, tiene, como Cloris Leachman, al hombre que no quiere. Es como
si Bogdanovich no pudiera separarse de sus personajes. No contento con
mostrar lo que ha sido de sus vidas en Texasville, aquí los retoma para darles
una segunda oportunidad. Manteniéndolos en su carácter, los ha sacado del
pueblito para depositarlos en la mítica capital del country, el lugar a donde
Red Stovall, el hombre del honky–tonk, llegaría sobre el final de sus días.
Les ha dado, además, talento y los ha liberado de la claustrofobia pueblerina
agrandando su espacio y sus posibilidades. Sus penas son ahora sinónimo de
vitalidad y no prólogo de la muerte. Al viejo Sam le ha prolongado la vida y
lo ha hecho protector de una generación de cantantes. A Miranda le ha
permitido ser sensible, sensibilidad que también ha tocado a James y a Linda
Lou para que Kyle no se sienta solo con su conciencia. A todos, les ha dejado
el destino en sus manos.
El resultado es admirable: una comedia cuyo hilo conductor es puramente
espiritual así como La última película era una tragedia con la misma
característica. Pero el cambio de registro de Bogdanovich es de una gran
audacia. Porque a los jóvenes el cine les ha permitido hasta ahora la
inadaptación trágica (desde Rebelde sin causa hasta La sociedad de los poetas
muertos o Tango feroz, pasando por la propia La última película) o la
diversión descerebrada (como Porky’s o Negocios riesgosos). Pero rara vez
les reconoció la posibilidad de ser inteligentes y, a la vez, disfrutar de la vida.
Y este movimiento –ya anticipado por la magistral Todos rieron– es lo
propiamente fordiano de la obra de Bogdanovich, mucho más que la
nostalgia por otra época del cine. Se trata de crear un espacio en el que la
emoción –aquí no casualmente de mano de la música– pueda fluir libre e
intensamente hasta crear en el espectador la sensación mágica de que los
personajes están vivos y hay un mundo que los rodea que no cabe en un
concepto y que se independiza de la voluntad del director. Así como Ford
localizaba la libertad, la alegría y el sentimiento comunitario en medio de la
caballería de los Estados Unidos, Bogdanovich lo hace en el corazón de la
industria musical, desafiando revisionismos como el de Nashville o de tantos
westerns a los que el bosque les tapó el árbol. El placer de esa emoción no
puede provenir más que del cine aunque el cine haga lo posible por ignorarlo.
River Phoenix pudo haber sido un gran actor. Murió siendo apenas una
estrella. En Una cosa llamada amor se defiende como cantante pero luce
extraviado y sombrío y es el menos interesante de los actores principales.
Una de las canciones que interpreta se llama “Lone Star State of Mind”, título
que juega con el origen tejano del personaje (El Estado de la estrella solitaria)
y que puede traducirse como “Estado de ánimo de la estrella solitaria”. Lo
compuso él mismo y suena como una vaga premonición.
Publicado en El Amante N°27 – mayo 1994
122. Visto, leído
Raúl Perrone
Chamuyando de Raúl Perrone es un cortometraje que se transformará en un
episodio de un largo a medida que su realizador consiga la plata para
continuar filmando. Sería bueno que eso sucediera para que Perrone pueda
seguir contando con maestría las historias de perdedores en blanco y negro
con planos largos que, a primera vista, remiten su cine a Extraños en el
paraíso de Jarmusch o a En el transcurso del tiempo de Wenders.
Chamuyando (o mejor, la primera parte de Chamuyando) es una charla de
11 minutos entre Pajarito Zaguri y Alberto Abuelo en la que cantan un blues,
se convencen de que pueden robarse un auto y evocan viejos episodios de la
historia del rock en la Argentina. Pocas películas tienen el contacto con lo
real de este corto que no transita por la impostura televisiva ni por las torpes
ficciones que pretenden reproducir verdades profundas. Se trata, en cambio,
de ese espacio propio del cine que suele esquivar a tantos directores y que
produce la incomparable sensación de que las cosas ocurren con una
vibración propia. El humor y la ligereza de los diálogos permiten, además,
entrar en contacto directo con la original cultura de los protagonistas, una
cultura inhallable en el cine argentino con su tradición de clichés orales que
no vienen de ninguna parte salvo de la imitación mutua. Chamuyando tiene la
sofisticada elaboración de las obras que parecen fáciles aunque lo único que
tienen de fácil es disfrutar de ellas.
Publicado en El Amante N°27 – mayo 1994
123. Visto, leído
Eduardo Milewicz
El 20 de agosto de 1992 una anciana llamada Peregrina Duarte apareció
colgada frente a la Facultad de Derecho de Buenos Aires. A partir de este
suceso policial, Eduardo Milewicz dirige Días de agosto, video realizado con
la colaboración de amigos y alumnos. Hay algo decididamente novedoso en
cuanto al género de este trabajo que combina una reconstrucción ficcionada
(en cámara subjetiva) de las últimas horas de la víctima con un reportaje a los
testigos al estilo de un noticiero y con una inclasificable encuesta (que se
aproximaría a una especie de improvisación teatral) en la que dos grupos de
mujeres (unas jóvenes, otras más viejas) dialogan espontáneamente sobre sus
propias vidas, el caso en cuestión y la situación de los jubilados en la
Argentina. Lo novedoso no es, por supuesto, la reconstrucción imposible de
una historia que tiene una abundante dosis de misterio (desde El ciudadano
hasta los reality shows casi no se ha hecho otra cosa en el cine y la televisión)
sino la presencia de un registro directo en el que ese misterio parece
desplegarse y sugerir una multitud de consecuencias sin que se note una
intervención globalizadora por parte del director. Paradójica y felizmente, esa
apertura temática se contrapone con una gran prolijidad técnica y una
deliberada sobriedad en la puesta en escena. El resultado es fascinante: la
mezcla de momentos cinematográficos, televisivos y teatrales produce un
descentramiento que lleva a una impresión curiosa: cuanto mayor es la
presencia de la realidad, más se nos escapa, más difícil es de interpretar. Por
momentos, especialmente cuando se descubre que la mujer que se convirtió
en símbolo del movimiento de jubilados es aparentemente una punguista
(profesión no incluida en los aportes previsionales), se tiene la sospecha de
que la verdad es incognoscible y de que la vida de las personas es un mundo
paralelo al que directamente no tenemos acceso. El “Rosebud” de Charles
Foster Kane resulta un juego de niños al lado de la conducta de Peregrina
Duarte, un personaje francamente borgeano. Los comentarios de las mujeres
y los testigos refuerzan perversamente, con su frecuente inatingencia y su
autocentramiento, una secreta corriente de horror y desagrado. El ejercicio de
Milewicz apunta en un sentido que me resulta imposible de precisar en toda
su dimensión pero que sugiere que el cine está, al lado del video, condenado
a una eterna ingenuidad. Las implicaciones de Días de agosto son
radicalmente más monstruosas que las de Henry, retrato de un asesino.
Publicado en El Amante N°27 – mayo 1994
124. Lama nada

Pequeño Buda (Little Buddha), Bernardo Bertolucci, 1993.


Cuando empieza la película, una lámina en la que hay un hombre de barba y
una cabra sirve de apoyo para que el maestro les explique a los niños el
sentido de la reencarnación. Terminado el cuento, un alumno pregunta por el
destino de la cabra. El lama señala a su ayudante y dice: esta es la cabra
reencarnada. Y el ayudante sale balando para simular que fue una cabra en
otra vida mientras los chicos ríen y otro ayudante viene a informarle al
maestro que acaba de recibir un telegrama. Después de los títulos, cuando las
luces del cine ya se encendieron y la mayoría de los espectadores está en la
calle, un plano casi secreto viene a cumplir una promesa hecha durante la
película: una mano anónima destruye un complicado dibujo de arena
coloreada (una forma de mandala).
Pequeño Buda está construida de tal modo que todo su sentido está
aprisionado entre esas dos escenas. Se trata de una ilustración del budismo
para niños, como indica la primera escena, pero el elaborado colorido de su
desarrollo no debe tomarse como definitivo. Efectivamente, ese gesto que
ilustra la idea de “impermanencia” parece indicar también que la película
debería ser destruida u olvidada. Como si un film que presenta el budismo
debiera ser budista, por lo menos en la intención de no tomarse a sí mismo al
pie de la letra (si es que alguna forma del budismo admite este análisis, pero
algo de eso debe haber en una religión/creencia/filosofía en cuyo nombre no
se persigue ni se cometen masacres), de no quedar anclado a una forma fija
de representación.
Es que la representación a la que el cine nos acostumbra (el cine de ficción
narrativa, al menos) tiende a establecer una verdad a la que se llega mediante
la resolución de un conflicto dramático. En Pequeño Buda, todo está dado
para eso: un grupo de monjes tibetanos llega a Seattle para decirle a un
matrimonio blanco de clase media alta que su hijo de nueve años es la posible
encarnación de un lama. Ningún escenario puede prestarse mejor a un duelo
de creencias, a una lucha en la que los personajes se van convenciendo de una
verdad que se manifiesta por milagros sucesivos. Sin embargo, Bertolucci
hace algo sorprendente y casi heroico: elimina la carga dramática y deja que
la historia transcurra sin que ningún conflicto alcance, no ya a resolverse,
sino siquiera a exponerse en toda su magnitud. El niño irá con su padre a
Bután y Katmandú, se vestirá con túnica, volverá a su casa y, mientras tanto,
le contarán la historia del príncipe Sidarta y de cómo alcanzó la iluminación y
todo tendrá un carácter casi lavado, tan desprovisto de angustia como la
narración de la fábula del sacerdote y la cabra.
La versión en castellano afirma (error de traducción mediante) que el Buda
alcanzó la ilustración, como si Sidarta hubiera tomado clases con Voltaire.
Pero, como veíamos, la película se apoya en ilustraciones: no cuenta el mito
central del budismo a través de una gran épica, sino mediante un libro de
historietas que lee el chico, hasta que sobre el final asiste a la última tentación
del Buda en una especie de teatro espontáneo. Todo el relato tiene un aire de
cuento infantil, de simplificación deliberada. Pero a diferencia del Evangelio,
la vida del Buda no pretende elevarse sobre la mera leyenda, no apunta a ser
otra cosa que –justamente– una ilustración: el Buda no es un dios y hasta
puede prescindirse de él para ser budista. Su historia solo cuenta,
aparentemente, como vehículo, como ese monorail en el que el lama recorre
las calles de Seattle y en el que la sirvienta –obviamente católica– se
interpone entre el monje y el pequeño Jessie. No es esta la única referencia
adversa al catolicismo. “Al menos no vienen con ese cuento de la inmaculada
concepción”, dirá la madre de Jessie reivindicando su propia actividad
sexual. Pero si Bertolucci no parece ver el catolicismo con simpatía, es difícil
decir que la película sea una apología del budismo. La extrañeza de Pequeño
Buda está asociada al hecho de que los milagros que muestra, las supuestas
pruebas, son refutables o dudosas. Que un chico reconozca un sombrero entre
cuatro no es lo mismo que si lo reconoce entre 500, como ocurriría en una
película de Hollywood, en la que el milagro se pondría de manifiesto
mediante la creación de una verdad dramáticamente incontrastable. Los actos
que señalan a Jessie como continuador del lama son nimios, irrelevantes,
hasta sospechosos de manipulación por parte de los monjes. Tan sospechosos
como el propio monasterio en el que un plano detalle sobre un látigo de
varias puntas sugiere castigos corporales a los novicios. La misma presencia
de los monjes en EE.UU. huele a marketing, un hecho nada impensable si se
tiene en cuenta la continua referencia al uso de tecnología moderna por parte
de los lamas.
Más que para discutir sus bondades, el budismo parece servir aquí para
plantear un problema: si es pasible de ser enseñado a gente tan poco
preparada como esa familia americana. El destinatario principal del relato de
los monjes, su testigo privilegiado, es el padre del chico, que representa a los
espectadores en su calidad de neófitos. Y la adhesión más fervorosa que
provoca el mundo de los lamas es un nostálgico rechazo: “Cómo, ¿todavía no
cree en la reencarnación?”, le pregunta el lama con sorna al señor Conrad.
“¡Ojalá pudiera!”, contesta el hombre. Y en esta distancia reside buena parte
de la audacia de la aproximación de Bertolucci. Una audacia que se presta a
la crítica apresurada, cuando lo cierto es que nunca estuvo Bertolucci tan
lejos de predicar.
El budismo de Pequeño Buda se presenta a los ojos occidentales como una
rareza; una rareza asociada a los marrones cálidos del Oriente que contrastan
con el frío azulado de Seattle, una rareza comunitaria que contrasta con la
soledad de la empresa americana, una rareza llena de humor que contrasta
aun en la muerte con la solemnidad de los ritos occidentales. Pero una rareza
al fin, casi prohibida en sus métodos para una mente occidental.
Justamente, Pequeño Buda no es Karate Kid, en el que una sabiduría pura,
inmaculada pero altamente útil se suministraba como prueba de superioridad
filosófica, alimento de la narración e invitación a la aventura. Aquí hay
apenas una mirada suspicaz, una curiosidad amistosa, una película con signo
de pregunta, un mandala que debe ser destruido.
Publicado en El Amante N°28 – junio 1994
125. Dossier Welles. Últimas noticias sobre Welles

Mientras que en el resto del mundo, Orson Welles figura en una especie de
panteón del cine desde que hizo El ciudadano a los 25 años y no se ha
movido de allí, en Estados Unidos no hizo más que caer en la estima de sus
conciudadanos a partir de 1942. Hasta su muerte, ocurrida en 1985, Welles
acumuló enemigos, frustraciones e injusticias en su país natal. Por otra parte,
la suma de contratiempos que fue su carrera lo obligó a aparecer como actor
en demasiadas películas malas, por lo que su presencia se hizo demasiado
conspicua y poco propicia para que se lo tomara en serio en sus últimos
treinta años. Era un personaje tan familiar que terminó siendo un
desconocido. Maltratado sistemáticamente por los críticos americanos que le
hicieron fama de irresponsable, de megalómano y hasta de no ser el autor de
sus obras, Welles fue siempre bastante desconfiado con los periodistas,
actitud común a los grandes directores americanos, pero que Welles
desarrolló hasta un verdadero arte de la provocación. Así que tanto en el
panteón de los inmortales como en la fosa común de los réprobos, Welles
dejó de ser materia de discusión para quedar más o menos pegado a alguno
de sus motes más característicos: genio absoluto o impostor repudiable. Lo
cierto es que El ciudadano fue una de las dos únicas películas de Welles que
se estrenaron sin modificaciones contrarias a la voluntad del autor (la otra,
Macbeth, tuvo un presupuesto risible). Por lo tanto, su obra no difiere mucho
de un conjunto de hipótesis. Ocurre que el propio Welles, además, no había
visto la mayoría de sus películas terminadas, de modo que sus propias
opiniones eran, en muchos casos, especulativas. La película que él considera
su obra maestra (Soberbia) sería una de las más mutiladas aunque el grado y
la importancia de esas mutilaciones siempre fue objeto de controversias.
El 4 de febrero de 1942 parece haber sido el momento fatídico de la vida de
Orson Welles. Ese día se embarcó a Brasil para colaborar como encargado de
relaciones públicas con el esfuerzo de guerra de su país (la sumisión de
Welles a los dictados del Departamento de Estado resulta bastante
misteriosa). Su tarea era hacer una película que acercara a Brasil y Méjico
con los Estados Unidos. Dejaba atrás la copia sin montar de Soberbia y el
contrato más favorable para un artista que hubiera firmado nunca Hollywood.
Al volver, ocho meses más tarde, todo había cambiado. Al decir de Welles,
“Lo menos que decían cuando me fui era que yo era alguna especie de artista.
Al volver, que era alguna especie de chiflado”. La RKO le había rescindido el
contrato y había estrenado la versión mutilada de Soberbia. La película
brasileña se había suspendido y lo habían dejado sin fondos. Comenzaba su
fama de elemento disolvente y poco confiable para los estudios, idea que
daría lugar a innumerables artículos y hasta a una biografía en años
posteriores. Desde el maldito viaje a Brasil, Welles era el ejemplo de maldito
que se había cavado la fosa por irresponsable.
Welles no murió precisamente lleno de alegría y gratitud con la industria del
cine (como la mayoría de los grandes directores). Pero su actividad había sido
tan vasta, su capacidad de trabajo tan febril y sus intereses tan diversos que
muchos de los proyectos olvidados empezaron a aparecer a unos años de su
muerte, dándole una especie de continuidad post mortem a su carrera.
Este dossier intenta ser el testimonio de algunos de estos aparecidos, acaso
una venganza del fantasma de Welles contra el brujo que lo maldijo en aquel
famoso viaje a Brasil. Las novedades más importantes son, por ahora, la
aparición de las latas de It’s All True, la película latinoamericana de Welles,
montada y estrenada en exhibiciones en el último año. Roberto Cattani se
ocupa de la génesis de esta película y de la estadía de Welles en Brasil en la
página 29. Como El Amante no acostumbra hablar de la película sin críticas,
aquí va en dos líneas. It’s All True está dividida en dos partes: en la primera
se lo muestra a Welles en Brasil y se ve en imágenes la historia que Cattani
cuenta en su nota. En la segunda parte, se ven algunas imágenes de uno de los
episodios filmadas por Welles, compaginadas con una música que las une a
modo de audiovisual. La primera parte es interesante y emociona la presencia
de Welles y la historia de los jangadeiros. La segunda recuerda a las fallidas
versiones de Que viva Méjico de Eisenstein y revela hasta qué punto las
imágenes en crudo difieren de una película terminada. Nadie debería incluir
en la filmografía de Welles este sospechoso engendro. De todos modos,
actualiza el tema, de por sí interesante, del viaje de Welles a Brasil, sobre el
que también se incluye una profética semblanza de Vinicius de Moraes en los
tiempos en que se dedicaba a la crítica de cine para probar, además, que
tenemos más colegas de lo que se cree a primera vista.
Otra novedad es la aparición del libro de Peter Bogdanovich, que reúne
conversaciones entre ambos de los años 1969–72 y que se ha convertido
seguramente en el mejor cuerpo testimonial que existe sobre Orson Welles.
También ha aparecido en video una nueva versión de Otelo rescatada en los
últimos años. De ella y del documental de filmación se ocupa David Oubiña.
A la televisión de cable, por otra parte, se le ha dado por emitir un
documental más o menos reciente del que se ocupa Gustavo Castagna.
Por último, Daniel Hakim agrega una ficción que no parece impropia
tratándose del hombre de La guerra de los mundos.
A casi diez años de muerto, Welles da más trabajo que muchos cineastas
vivos. La tarea de sacarlo del panteón y mirarlo de frente recién comienza
con una pequeña ayuda de los fantasmas.
Publicado en El Amante N°28 – junio 1994
126. Dossier Welles. Uno de esos americanos

This Is Orson Welles, de Orson Welles y Peter Bogdanovich, compilado por


Jonathan Rosenbaum, Harper Perenial, Nueva York, 1993.
Antes de contar la remanida historia del sapo y el escorpión, Welles,
haciendo de Arkadin y disfrazado de personaje de Goya, cuenta un sueño: en
una ciudad, las lápidas del cementerio muestran períodos de vida muy cortos:
1902–1904, 1910–1914 o algo así. Le pregunta a un viejo cómo es que llegó
a esa edad si todos viven tan poco en ese pueblo. El viejo le contesta que las
fechas corresponden a la época en la que los muertos tuvieron un amigo, que
son los períodos que vale la pena registrar como vividos. Orson Welles y
Peter Bogdanovich se conocieron en 1968 y fueron amigos durante algún
tiempo (¿1968–1977?). Luego se distanciaron y finalmente Welles murió en
1985. Entre 1969 y 1972 Bogdanovich grabó a Welles en distintas partes del
mundo con vistas a un libro, pero el proyecto fue interrumpido y parecía
predestinado a perderse como tantos otros proyectos de Welles. Hasta que
casi milagrosamente las cintas sobrevivientes se publicaron en 1993
compiladas por el crítico Jonathan Rosenbaum y teniendo en cuenta las
transcripciones corregidas por Welles. El libro contiene dos prólogos
(Rosenbaum y Bogdanovich), ocho largas entrevistas, un capítulo de notas
del compilador, una detallada cronología de la carrera de Welles –que incluye
cine, teatro, radio, televisión, magia, entrevistas, periodismo, casamientos– y
un resumen del guion original de Soberbia.
Es seguramente esa amistad la que hace a este un libro de entrevistas
diferente. Diferente del paradigmático Hitchcock de Truffaut o del Ford de
Bogdanovich, porque se trata de charlas francas y espontáneas, donde no hay
adulación de una parte ni intentos de seducción de la otra. Hay un consenso
tácito en la propuesta: Welles ha macaneado toda su vida en las entrevistas y
esta vez va a decir la verdad, va a tratar de aclarar las cosas (“get the things
straight”). Welles acepta, aunque a regañadientes, que Bogdanovich lo
persiga con testimonios de declaraciones pasadas y le muestre oscuridades y
contradicciones. Se mantiene firme, sin embargo, en un aspecto: no acepta
hablar sobre su vida privada ni menos aún que se interprete su obra a partir de
detalles biográficos. Es más, se rehúsa a comentar todo tipo de interpretación,
no acepta ninguna discusión heurística. Y además, pide expresamente
suprimir todo comentario adverso a la obra de los directores vivos, con
algunas excepciones como cierta fobia a Antonioni o una leve tirria hacia
Hitchcock. Fuera de eso, la conversación transcurre con absoluta libertad,
Welles analiza exhaustivamente su carrera cinematográfica, hace comentarios
sobre gente, arte y política y cuenta las mejores anécdotas que uno pueda
imaginar. Pero lo que resplandece en el diálogo no es exactamente la verdad,
algo que Welles suele modificar con “propósitos dramáticos”, como dice
Bogdanovich, sino algo más noble y más interesante: el entusiasmo, la gracia
y la sinceridad de Welles, su genuina desesperación por haberse convertido
en un maldito para la industria pero, al mismo tiempo, la pureza y la claridad
de su mirada sobre las personas y las cosas. Welles deslumbra desde la
sencillez y la vitalidad de un modo típicamente norteamericano, pero desde
las claves opuestas a cierto estereotipo norteamericano: Welles es un liberal y
un intelectual orgulloso de serlo, un hombre culto y no un cultor del honor ni
de la hombría, sino de la inteligencia y la honestidad y alguien que cree en las
costumbres civilizadas. Con su ingenua universalidad y su celebración de las
artesanías, su discurso parece provenir de alguna feria de 1900, en la que
Shakespeare se mezcla con el circo y lo más importante desde el punto de
vista artístico es discutir el carácter de las personas. En esa variedad de temas
y propósitos, Welles termina resultando paradójicamente modesto por lo
desproporcionado y anacrónico de su ambición. Leyendo este libro uno
termina de comprender que Welles es mucho más que un director genial e
innovador en la historia del cine: es el eslabón perdido de una cadena
cultural, el portador de un discurso sobre el arte y sobre el mundo que
conserva una alegría previa a los terrores de este siglo. El poder asistir a su
conversación es un placer infrecuente y un estímulo tan poderoso que nos
provoca la ilusión de participar en ella.
Publicado en El Amante N°28 – junio 1994
127. Otro cine
Marcello Mercado
El currículum de Marcello (dos eles) Mercado dice que nació en 1963 en el
Chaco, que vive en Córdoba, que está por terminar la carrera de cine y
también la de psicología, que aprobó dos años de medicina y tomó cursos tan
diversos como “Terapia intensiva”, “Administración de empresas”, “Efectos
psicosociales de la represión política” o “Imputabilidad e inimputabilidad del
sujeto”. También dice que en la escuela secundaria (cuya ubicación no se
consigna) recibió premios en ciencia, al mejor compañero (1980) y en el
certamen de fútbol de salón (también 1980, al parecer, un año sociable).
Mercado, sigue diciendo el currículum, recibió un premio literario de la
National Library of Poetry de EE.UU. y es miembro, entre otras sociedades,
del Songwriters Club of America y de la Fundación Vida Silvestre. En la
página cinco (sin contar una página en blanco) se llega a las actividades de
Mercado como videasta. Sus trabajos, siempre según el currículum, fueron
tres: Versos olvidados (1989), Las nubes y La región del tormento (1992).
Con los dos últimos ganó el segundo y el tercer premio del festival de
Londres en 1993 y con La región el segundo premio del festival de Berlín
(Videofest) en 1994. Siguen páginas sobre muestras, festivales, pedidos de
beca, en las que se consignan las menciones de prensa, entre las que figura El
Amante, que efectivamente nombró a Mercado en alguna nota de Alejandro
Ricagno.
Lo curioso es que conocemos a Mercado desde el año 92, hemos hablado
con él en la redacción de la revista, nos cayó muy simpático, pero jamás le
dedicamos una nota a sus trabajos. Es más, su reciente premio en Berlín se lo
atribuimos alegremente (ver número 26) a Pablo Rodríguez Jáuregui, que en
ese evento solo había recibido un premio de la televisión alemana. El que
suscribe jamás había visto un video de Mercado hasta que las omisiones y
errores citados obligaron al autor a hacernos llegar un fax justamente
indignado al que siguió un sobre que contenía un cassette con sus dos últimos
videos y el currículum de tapas rojas, curiosa obra que reseñamos más arriba.
Debo decir ahora que Mercado me parece el mayor artista que conozco en el
video argentino. Sus trabajos permiten un contacto con la emoción y,
especialmente, con el dolor que parecen imposibles en una disciplina
obstinada en la distancia y la frialdad. La luminosa profundidad de las
imágenes de Mercado es un antídoto contra la irresponsabilidad creativa. Las
nubes mezcla nubes con cuerpos enfermos y mutilados, fotos que recuerdan
perversamente a antiguos libros de medicina, prótesis y elementos
hospitalarios de monstruosidad diversa. La sinopsis escrita establece
intenciones de preservación ambiental, objetivo que empalidece frente a algo
mucho más impresionante: el horror que producen las imágenes. Ese horror
es ambiguo, indirecto, residual, pero mucho más concreto cuando muestra
una bizarra posición gimnástica que una cara deformada por la enfermedad.
Es un horror sin fondo ni mensaje, de un riesgo artístico sorprendente.
La región del tormento se merece todos los premios que ganó y los demás
también. La animación, apoyada en los deslumbrantes dibujos de Daniel
González, tiene un ritmo tenaz, una fuerza narrativa y un rigor que le impide
cualquier tentación de exhibicionismo. Por el contrario, los dibujos están al
servicio de una exposición contundente en la que diálogos mínimos –que
señalan la represión disfrazada de saber, el autoritarismo y la corrupción–
describen una región que incluye a los institutos psiquiátricos como muestra
de un territorio de universalidad más amplia. Pero nuevamente, lo que
sorprende en Mercado es la profundidad que alcanza la denuncia. Mucho más
que un grito, parece el susurro de una conciencia atormentada que se expone
a sí misma con la excusa de contar los males del mundo.
De esto no habla la carpeta de tapas rojas, que tampoco menciona cursos de
meteorología.
Publicado en El Amante N°28 – junio 1994

128. Dossier Comedia. ¡Abajo la comedia!

Estoy en contra de la comedia y más aun de que se la celebre. Es más, no me


parece que haya nada para celebrar, salvo las bodas y los cumpleaños. Por lo
tanto, la celebración de la comedia que emprende esta revista merece una
doble crítica: a la comedia y a las celebraciones.
Sé perfectamente que oponerse a la comedia es equivalente a militar en
contra de la lluvia. Pero aun así, emprendo la tarea por puro espíritu de
contradicción sin saber adónde conduce este camino y aprovechando un día
particularmente ofuscado.
1. Si por comedia se entiende aquello que hace reír, no hay nada más efímero
que la risa: celebrar lo que nos hizo reír alguna vez es como hablar de lo
gracioso que era un chiste que no recordamos. Es sabido que nos olvidamos
de los chistes, así que bien podemos olvidar la comedia si su función es hacer
reír. Lo que hace reír, por otra parte, son los chistes, que se encuentran en
todo tipo de película, y no las comedias, que pueden, además, no contener
ninguno. La celebración de la risa me hace acordar a una sección de
Selecciones (mi lectura de cabecera, según me acusa el lector Montaña) que
se llamaba “La risa, remedio infalible”. Era una expresión exacta del
conformismo y mediocridad de aquella revista, pero no necesariamente de
esta, que debería buscar, llegado el caso, sus propios modos de destilar
mediocridad y conformismo sin copiar los ajenos. Los hermanos Lumière
inventaron el cinematógrafo y no la máquina de hacer cosquillas. Elogiar la
risa en el cine invoca un dudoso principio de alegría artística. La alegría que
puede transmitir el arte poco tiene que ver con las carcajadas. La risa, al igual
que el llanto, es un accidente sin importancia. Me reí con La pistola desnuda
y lloré con Love Story. Ni mis espasmos ni los de muchos otros (el mismo
argumento versión rating) las convierten en buenas películas ni hacen
necesario que uno se ocupe de ellas. Si de lo que se trata en el fondo es de
festejar la risa y la alegría en general, insisto: no hay nada que celebrar. Y
agrego: si lo bueno de las comedias es la risa que provocan, que se las
proyecten a las hienas.
2. Si no es la risa, lo bueno de la comedia podría ser la ligereza, la falta de
solemnidad, opuestas al drama y la tragedia. Esta idea me trae malos
recuerdos: la idea del cine como distracción, “cine para pasar el rato”, como
si la vida durase mil años y hubiera ratos para pasar. Esta idea alumbra los
mil y un comentarios frívolos que se hacen sobre el mal cine en diarios y
canales de televisión. Desde esa idea se suelen recomendar las comedias,
cualquier comedia. Una idea que debería estar ausente de una revista como
esta, que debería buscar mejores razones para elogiar las malas películas.
Pero en un territorio cercano, encuentra otro argumento: el de que no hay
como una comedia para olvidar las desdichas o consolarse de las desgracias
de la vida. Como todo el mundo sabe, ni el alcohol ni las drogas logran ese
objetivo, así que es ridículo pretender ese efecto de las películas. Lo que sí es
posible es que ciertas comedias nos engañen sobre las desgracias de la vida,
como las de Luis Sandrini (¿Cuántas desgracias hay comparables a una
película con Sandrini?). Extremando este argumento se llega a formulaciones
inmorales, como sostener que la comedia –como representante de lo
divertido–cumple una función social: ser el único consuelo y entretenimiento
de los pobres. No está muy claro si se trata de una legitimación de la comedia
a través del orden social o de una legitimación del orden social a través de la
comedia (lo único bueno que la sociedad puede hacer con los pobres es
convertirlos en ricos).
3. Para colmo, no es cierto que las comedias muestren el costado más amable
de la vida sino, frecuentemente, el más sórdido: no recuerdo peores imágenes
del hambre que las de La quimera del oro, mejor expresión de autoritarismo
que el trato del gordo al flaco, retrato más patético de inmadurez sexual que
los de Jerry Lewis, personajes tan irritantes como los de Woody Allen,
personas tan desagradables como Bob Hope, Steve Martin o el gordo Porcel,
seres tan estúpidos como el inspector Clouseau. No hay nada para hacer sufrir
como la comedia: no hay género en el que la gente sea tan miserable, tan
ridícula, tan imbécil. El destino de los personajes de comedia es perder su
dignidad. Un Keaton o un Hulot son excepciones a la regla que aconseja usar
la comedia para ejercer con disimulo el sadismo y la crueldad, para invitar al
espectador a burlarse de sus semejantes. Repasar las comedias del cine
argentino de los últimos años es asistir a una galería de bajezas que podría
llenar las salas de un museo del horror. Solo los hermanos Marx advirtieron
la peligrosa situación en la que se encontraban como personajes de comedia y
se anticiparon a su destino burlándose ellos del resto del mundo. La situación
de comedia por excelencia es que alguien se encuentre en una situación
embarazosa por miseria, torpeza o ignorancia. El amor no correspondido, la
falta de trabajo, la discriminación, el prejuicio, la mala suerte y todas las
situaciones espantosas de la vida son el alimento del monstruo de la comedia.
Mientras sufro esperando que el protagonista se libre de su infinita
incomodidad, siento el sonido de una tiza que rechina contra el pizarrón. Solo
recuerdo un padecimiento semejante fuera del mundo de la comedia: aquel
momento en que el jubilado de Humberto D hace lo imposible para evitar
pedir limosna, una escena que me hizo odiar la palabra neorrealismo hasta
que descubrí a Rossellini. No es que la comedia se ría de las pesadillas de la
vida sino que usa las pesadillas de la vida para hacer reír: la escena del
jubilado sería perfecta para una comedia. Es que una supuesta situación de
broma es la excusa perfecta para las peores cosas, como lo atestiguan el
personaje de Joe Pesci en Buenos muchachos y el humor de mi concuñado,
uno de esos tipos de los que nunca se sabe si hablan en serio o en broma: la
ambigüedad todo lo permite. Acaso la escena de El gran dictador en la que
Chaplin bromea tiernamente con Hitler sea el paradigma de las atrocidades a
las que se puede llegar con la comedia.
4. Pero, después de todo, el problema no es tan grave. La comedia no existe,
así que no puede hacerle demasiado mal a nadie. Quiero decir, no hay forma
de saber qué es una comedia. ¿Qué tiene que ver Los Picapiedras con
Cantando bajo la lluvia, El terror de las chicas con El padre de la novia, Los
desconocidos de siempre con La adorable revoltosa? El género es tan enorme
que hablar de él como tal lleva a toda clase de imprecisiones. Pero, ¿a quién
le importa, después de todo, lo que es una comedia? Los verdaderos
problemas son otros.
Uno no va al cine a padecer ni a ser castigado. Por eso, ver una película es
un asunto peligroso: uno está expuesto a sufrir todo tipo de ultrajes. Cuando
las imágenes empiezan a rodar, estamos a merced de lo que la omnipotencia
del director quiera infligirnos. Serge Daney descubrió que el cine era el lugar
del padre, el lugar que llena de alguna manera una orfandad secreta o
manifiesta. Y del padre esperamos protección y caricias, pero podemos
recibir castigo y humillación. El peligro de ir al cine no son las malas
películas –un asunto secundario– sino encontrarnos con un padre despótico,
dispuesto a perseguirnos desde el desprecio intelectual o la tortura física. Y
bien sabemos que el mundo está lleno de canallas. En ese sentido, todos
somos miembros del Club de Pusilánimes de Flavia. Como en 1984, donde el
torturador sabe cuál es el miedo más profundo de cada ciudadano, el cine le
reserva a cada espectador una fuente personal e imprevisible de amenazas. El
cine da miedo mucho más allá de las películas de terror. Por eso le huimos
tantas veces y cuando nos arriesgamos con éxito ante un director
desconocido, sentimos que hemos
conquistado un territorio que convertimos en propio y disfrazamos de
entendimiento cinéfilo el alivio por no haber sufrido daños con el nuevo
padre. La comedia, en este mar de terrores, cumple un papel equívoco. Es
cierto, Flavia, que es el género que menos habla de la muerte. Pero de ningún
modo es el menos peligroso. La comedia puede herir de dos maneras
contradictorias, las maneras en las que un padre puede lastimar a su hijo.
Una, la más obvia, es haciéndolo víctima de cualquier tipo de violencia. La
otra es engañarlo, pintarle un mundo que sabe falso, fingir que él también es
un niño. A un chico se lo puede obligar a tomar un remedio feo a bofetadas.
También se puede simular que es rico. Y allí están la comedia sádica y la
comedia estúpida, la que humilla a sus personajes y la que los lleva
blandamente a una felicidad inventada. Es cierto que necesitamos caricia en
el cine (y no solo de quien nos acompaña). Y hay, efectivamente, un cine que
nos acaricia. Pienso en Ozu, en Ford, en Renoir, directores que podrían
constituir una liga de protección al espectador. Ninguno pintó la vida color de
rosa. En los tres hay una clara melancolía, una presencia de la vejez y de la
muerte. Pero no nos engañan: no nos dicen que las tristezas son alegrías ni
que se puedan evitar las desgracias. No hay suspenso, no hay congoja, no es
la historia la que está destinada a conmovernos. Ninguno de los tres filmó
verdaderas comedias: en las comedias verdaderas siempre hay algo que debe
ser forzado, precisamente lo que lleva a la película a pertenecer al género. Lo
que verdaderamente nos protege no es saber que los personajes no sufren,
sino que si les toca hacerlo, el director sufrirá con ellos en lugar de utilizar
ese sufrimiento para mantenernos atentos o para enseñarnos algo. Con Ford,
Renoir u Ozu, no necesitamos un final feliz, porque sabemos que si nos toca
uno desdichado, es porque no hay más remedio y ellos han hecho lo posible
por evitarlo. Son directores a los que podríamos dejar que nos cuiden en el
universo imaginario de la historia. En cambio, la crueldad suprema del padre
es ignorar o despreciar el sufrimiento del hijo. ¿Cómo soportar, como
respetar desde esta idea a Robert Altman o a David Mamet? Recíprocamente,
¿cómo tolerar que el guion de una comedia haga felices a los personajes si
nos damos cuenta de que no pueden serlo?
5. Tomemos el caso de Frank Capra. El tipo tenía una visión tan negra del
mundo que vivía asustándose de ella. Capra es recordado por haber hecho
películas falsas, edulcoradas. Lo cierto es más bien lo contrario. La sociedad
es para Capra el infierno: la política, el periodismo, el matrimonio, la relación
entre la gente y, sobre todo, la maldad de los ricos y el tejido económico y
social son sencillamente atroces. Sus películas muestran con terrible
sinceridad ese estado de las cosas. Pero Capra pensaba que mostrar esto en el
cine sería suicida para su carrera. Inventó entonces el famoso sueño
americano. Recurso chapucero que consiste en simular con terrible
insinceridad que las desgracias que mostró durante toda la película se
arreglan con un poco de buena voluntad y que el bien siempre triunfa. La
originalidad de Capra es haber lidiado como nadie con un mundo desolado y
tenebroso, poblado de gente muy cercana a la locura. Fue tan sincero que
logró que su insinceridad se note a la legua a pesar de que el aparato
publicitario que es la crítica de cine hizo lo posible por ocultarlo. Pero el
problema de Capra es el problema de la comedia. El final feliz de los
westerns o de los policiales no es forzado, como no lo es el de los cuentos de
hadas: están hechos para eso (y aunque Flavia se resiste a creerlo, por eso
protegen). En las comedias, en cambio, el precio de la verdad es una mentira
posterior y el final feliz resulta inevitablemente arbitrario.
6. Tal vez el lector sospeche (si queda lector a esta altura) que esto no es una
verdadera nota contra la comedia. Prueba de ello es que hago mis deberes y
participo en la votación de la página 51 eligiendo mis comedias favoritas.
Pero todavía estamos a tiempo de convertirla en una verdadera nota contra las
celebraciones.
Celebrar –directores, actores, géneros– es una larga tradición en la revistas
de cine. Es más, las revistas suelen identificarse por aquello que celebran.
Hay directores de tal revista, períodos de tal otra. Las celebraciones oscilan
entre el museo, el archivo y la provocación. Un dossier “¡Viva Orson
Welles!” puede tener olor a formol, uno dedicado a Abel Ferrara debería
irritar a alguien y uno dedicado a películas no vistas se parece a una
recopilación de datos. El problema es que el cine corre serios riesgos de
convertirse en lo que Nietzsche llamaría una pasión triste: pieza de museo,
fuente de trabajo para archivistas, objeto de culto, pero nunca centro de
verdadera discusión, de auténtico apasionamiento, de encrucijada intelectual.
El cine está a punto de ocupar su lugar definitivo en la galaxia del
espectáculo, el lugar de algo culturalmente inerte y un poco obsoleto,
acechado por los moldes de la televisión e ignorado por las modernidades del
videoarte. ¿Qué queda entonces por festejar? ¿Ese director glorioso, ese
nombrecito de moda, esos momentos inolvidables, esa felicidad que converge
siempre en la nostalgia? Para colmo, lo que se publica suele ser una
combinación más o menos inspirada de ideas recicladas, desprovista de
críticas o precisiones y que tiende a fijar su objeto entre lo sagrado y lo
trivial. Estos textos suelen ser redundantes para los adeptos, intragables para
los hostiles, oscuros para los ajenos. Tristes textos.
7. Lo anterior no debe interpretarse como una expresión de pesimismo, sino
más bien como un arranque apocalíptico. Desde que Umberto Eco escribió su
programa para la esterilización del arte y la crítica llamado Apocalípticos e
integrados, a los apocalípticos nos va cada vez peor. Mientras que todo texto
integrado –si es posible, que celebre además la integración– se integra sin
dificultad en la masa de la letra impresa, todo lo que se queje contra el estado
de cosas cultural tiende a lo ridículo o debe justificarse y pedir disculpas.
Decir que tanto el cine como la crítica se vienen abajo es exponerse a dos
respuestas igualmente dolorosas: a) que el seudocine y la seudocrítica que se
hacen son valioso o suficientes y b) que si desaparecen el uno o la otra es
porque son innecesarios o superfluos. Ante ellas, los intentos apocalípticos
como este se parecen mucho a los de aquel explorador que sacudía una
palmera para intentar voltear los cocos y que murió al caerle uno en la
cabeza. De todos modos, la vista de las palmeras sacudiéndose sigue siendo
un bello espectáculo (Huracán, John Ford, 1937).
Si el cine se muere, ¿cómo diablos va a vivir la comedia?
Las mejores comedias, según Quintín
Irma, la dulce (B. Wilder)
Los carabineros (J.–L. Godard)
Resplandece el sol (J. Ford)
Infielmente tuya (P. Sturges)
Arsénico y encaje antiguo (F. Capra)
Playtime (J. Tati)
Sopa de ganso (L. McCarey)
Broadway Danny Rose (W. Allen)
De mendigo a millonario (J. Landis)
¡Atame! (P. Almodóvar)
Publicado en El Amante N°29 – julio 1994

129. Juegos mentirosos

Juegos peligrosos (Dangerous Game), Abel Ferrara, 1993.


En las primeras películas de Abel Ferrara la violencia se combinaba con
pequeñas transgresiones. Los toques de marginalidad (en China Girl),
blasfemia (en Ángel de venganza) y promiscuidad (en Ciudad sin ley)
ayudaban a crear una atmósfera algo inquietante. La droga (especialmente en
El rey de Nueva York y en Un maldito policía) era la vedette de este clima
libertino: uno tenía la curiosa sensación de que la cocaína se usaba tan
profusamente delante como detrás de la cámara. En Un maldito policía se
duplicaba la apuesta: el teniente Keitel trasponía todos los límites de la
prudencia y las buenas costumbres. En su desesperación de adicto y jugador
alcanzaba una inesperada ascensión mística que lo colocaba del otro lado de
la ley, de la sociedad y de la familia, pero descubría la beatitud y la piedad.
Después de esa película, la más audaz y personal de su carrera, Ferrara dio un
salto a Hollywood del que resultó la interesante remake por encargo de
Invasion of the Body Snatchers. También se encontró con Madonna, que
actuó y puso plata en Juegos peligrosos, uno de los films más pretenciosos y
vacíos de los últimos tiempos.
Juegos peligrosos es la historia de la filmación de una película llamada
Madre de los espejos, protagonizada por Madonna y James Russo. Trata
sobre una pareja que se pelea porque ella optó por la religión mientras que él
quiere seguir tomando drogas y organizando orgías. Algo similar ocurre entre
el director de la película (Keitel) y su mujer (Nancy Ferrara, esposa de Abel).
Ferrara juega de a ratos al Bergman de los conflictos conyugales, de a ratos
al Fellini de 8 y 1/2 y de a ratos al director maldito, para lo cual incluye
declaraciones de Werner Herzog cuando filmaba Fitzcarraldo. Madonna, a su
vez, juega de a ratos a ser Madonna la estrella y de a ratos a una especie de
virgen (como en el disco homónimo). Russo juega a que es un actor tan malo
(en ambos sentidos) que debe violar a Madonna de verdad para actuar la
escena en que viola a su esposa. Después, ambos juegan a que se
emborrachan juntos y la pasan bien en un descanso de la filmación (no están
enojados, fue solo una violación, nada importante). Keitel da clases de
actuación según el Actors Studio y Nancy Ferrara da lecciones de moral
puritana (ninguno de esos juegos parece muy peligroso).
Para hacer honor al título, el set está tan lleno de espejos que parece una
cristalería. Entre los vidrios figuran pantallas de televisores en los que se ven
las pruebas de filmación y hasta el video de una orgía que funciona como
película dentro de la película dentro de la película. Ferrara ha pasado del
policial americano a un pastiche que recuerda a las películas “de arte”
europeas.
Es curioso. Si en las películas anteriores de Ferrara había escenas de familia,
eran irrelevantes. Su cine se resolvía en acciones y aquí solo parece importar
la intensidad de los diálogos matrimoniales. Nadie hubiera pensado que sus
películas requerían de actos tan extremos por parte de los actores para rodar
las escenas. Pero, si Madre de los espejos no se parece en nada a una película
de Ferrara, ¿por qué aparece una pizarra que dice “Madre de los espejos.
Director: Abel Ferrara”? Se trata, sin duda, de una coquetería con los niveles
de ficción. Pero al identificarse con el personaje de Keitel, Ferrara nos está
diciendo que hacer cine es un acto límite (Herzog mediante), que la bebida, la
droga y el sexo son obligatorios para que un director pueda ejercer su oficio y
que, aunque el resultado no sea satisfactorio, no se puede hacer otra cosa: el
cine es un camino sin retorno. No me parece serio pretender que el cine es
más serio de lo que es. Eso no se llama compromiso artístico sino narcisismo.
Ya era una pavada en tiempos del surrealismo y lo sigue siendo ahora.
Como si esto fuera poco, la divinización del personaje que hace Madonna y
la negativa de Keitel a aceptar los términos de su mujer nos introducen en el
terreno religioso de una manera peculiar. Nos enteramos de que los vicios
individuales son una forma de acceso a Dios, que existe una metafísica de los
defectos privados: las drogas y la borrachera nos conducen a Él (tal vez, a
fuerza de no lavarse los dientes, uno llegue al cielo). Quiero decir, si un tipo
se droga, se emborracha o engaña a su mujer, es malo que le vengan con un
discurso moralista de cuño religioso. Pero es igualmente mala la versión
contraria: que la verdadera religión reside en esas transgresiones de alcoba.
¿Cuál es la parte de la religión que se ocupa de las acciones íntimas? Aunque
todo recuerda más bien a un Jean Genet de pacotilla (el título Madre de los
espejos parece que viene de Genet) cuyo mayor pecado es la infidelidad y
solo sirve para sugerir que el horizonte moral e intelectual de Ferrara (y del
cine americano en general) es un puritanismo primitivo. La hipocresía
puritana impone, además, el silencio. Entre tanto cine–verdad nunca se habla
de las condiciones de producción de la película: quién puso la plata, qué
condiciones impuso la estrella, qué se negocia con el estudio. Lo mismo
ocurría, casualmente, en A la cama con Madonna, en la que se mostraba todo
sobre Madonna menos sus discusiones de dinero.
En una famosa escena de Un maldito policía, Harvey Keitel aprovecha que
dos chicas manejan sin registro para obligarlas a mirar cómo practica la
masturbación. Juego peligrosos parece hecha por alguien que cree que lo
grave de esa escena no es eI abuso de poder sino que la gente se masturbe.
Publicado en El Amante N°30 – agosto 1994
130. Cerveza para todos

Esperando al bebé (The Snapper), Stephen Frears, 1993.


Stephen Frears me viene ganando por goleada. Hace algo más de un año, me
arrepentí de una primera impresión desfavorable de Héroe accidental. Tuve
que escribir que la película me parecía muy buena, a pesar de que no me
gustaban sus films anteriores. Sin embargo, en un ataque de astigmatismo
califiqué a Frears de engreído, lo acusé de despreciar a sus personajes y de
aplastarlos contra una visión mezquina de la vida. Después de ver Esperando
al bebé y de espiar un poco sus viejas películas, está claro que nada de eso se
sostiene. Me parece que fui víctima de un viejo prejuicio sobre la sordidez
constitutiva del cine inglés, cuando lo cierto es que el cine inglés en general
ya no es tan sórdido y menos aún lo es el de Frears.
Esperando al bebé es la segunda parte de una trilogía basada en las novelas
del guionista Roddy Doyle sobre una familia pobre de Dublín. La primera fue
Camino a la fama de Alan Parker y el mundo de diferencia que las separa es
el que media entre la grosera pretensión de Parker y la fina artesanía de
Frears. Sobre el mismo escritor, los mismos personajes y una historia mucho
más prometedora (la formación de un grupo de soul irlandés se presta a la
imaginación mucho más que el embarazo de una adolescente), la película de
Parker se ahoga en la medida en que sus personajes van perdiendo aliento,
mientras que en la de Frears ocurre exactamente lo contrario: desde una
grisácea cotidianidad asistimos a un aprendizaje afectivo que nos lleva más
allá de lo previsible. Más que descubrir el ingenio y la gracia de los
protagonistas, vemos cómo son ellos los que lo descubren y lo ponen en
juego contra la doble tentación de sentimentalismo y falsa tragedia. Esto no
es ni “iqué hondo problema humano!” ni “pasan cosas lindas en una familia”.
Por el contrario, la película responde al desafío de mantenerse en un territorio
de ficción en el que las reglas no han sido fijadas de antemano: los
protagonistas van controlando la situación, van sorprendiendo al espectador
con una sabiduría impredecible y se acostumbran a estar un paso adelante de
la lógica del relato (en la película de Parker el relato estaba un paso adelante
de los personajes). La concepción y el parto funcionan como partida y meta
de una carrera contra el tiempo: es el lapso del que dispone la familia Doyle
para ponerse a la altura de las circunstancias. Lo mismo ocurría a su manera
en Héroe accidental, en Ropa limpia…, en La ejecución.... Los guiones que
usa Frears no son nunca la demostración de una tesis, aun cuando el final se
conozca de antemano como en Susurros en tus oídos. En Esperando al bebé
todo ocurre en un contexto de realismo sucio en lo visual y en el uso del
idioma: los primeros planos describen la claustrofóbica falta de espacio en el
hogar de los Doyle mientras que las libertades y eufemismos de un lenguaje
soez pero riquísimo revelan la confusión de dos generaciones de irlandeses.
La película establece la escasa importancia del catolicismo en la Irlanda
actual y toma partido por el derecho exclusivo de la mujer para decidir en
cuanto a su maternidad. Todo esto se resuelve con seguridad narrativa, con
chistes virtuosos, con actuaciones fantásticas y con muy poca plata.
La obra de Frears como director es útil para preguntarse por el lugar que
ocupa la noción de autor en el cine actual, palabra de la que el propio Frears
reniega (ver pág. 22). Frears no escribe sus guiones, no busca firmar las
películas con rasgos de estilo que lo identifiquen, cambia de tema, de género
y no parece preocupado por ser el propietario de un look ni por dirimir un
conflicto moral o religioso. En Frears no hay recurrencia ni obsesión ni
tormento. Se maneja tanto desde la independencia de los bajos presupuestos y
los actores ignotos como desde las negociaciones que imponen las películas
caras y llenas de estrellas. Lo curioso es que este cine de un artesano que
apuesta al oficio, la sensibilidad y la inteligencia resulta más consistente, más
vital y más atractivo que el que producen aquellos que hoy reclaman el título
de autores (una pequeña lista podría incluir a Lynch, Tarantino, Spike Lee,
Carax, los Coen, Ferrara, Campion, Von Trier, Hartley). Entre los nombres
citados –presos del glamour y el misterio de su propio brillo– y la modestia y
honestidad de Frears hay varias diferencias a favor de este último. Frears
puede hacer un cine rico, variado y divertido, que observa el mundo con
agudeza sin el narcisismo que implica explicitar a cada paso sus constantes.
Acaso Frears se parezca más a los viejos francotiradores de Hollywood que
filtraron un mundo, una ética, una estética o –para el caso– un tono en el cine
comercial y que dieron lugar a la famosa palabra auteur en manos de los
críticos de la Nouvelle Vague. El no tener que construirse y promocionarse
como autor le da libertad, le evita ciertos amaneramientos y lo exime de otra
de las maldiciones posmodernas que acechan a los supuestos autores de hoy:
la idea de que el material del arte es siempre de segunda mano, que todo
depende de la cita y el reciclaje. Entre el espectador y las películas de Frears
no se interpone la historia del cine ni la autorreferencia.
Esperando al bebé, una de las mejores películas estrenadas este año en
Buenos Aires –además de una de las más felices, accesibles y entretenidas–,
fue vista por muy pocos espectadores. Es un buen ejemplo de la alarmante
tendencia a que solo las películas con gran promoción y actores muy famosos
puedan evitar el fracaso de taquilla. En un año más, películas como esta ni
siquiera llegarán a los cines. No sé si esto puede evitarse, pero haber
traducido así el título original The Snapper (“el molesto”, en una de las
variantes posibles) no debe haber ayudado. Aunque más no sea porque no es
elegante sustituir un sustantivo por un gerundio.
Publicado en El Amante N°30 – agosto 1994
131. Detrás de la censura

Desde la masacre de Tiananmén, China se ha volcado a la libre empresa en


lo económico y a la represión en lo político. La muestra organizada por la
Cinemateca Argentina en la Sala Lugones funcionó como una ventana
tapada por un cuadro. La propaganda oficial y la censura dejan apenas
entrever la sociedad china, pero son ellas mismas las que se ofrecen como
evidencia al observador
Según nos cuenta Godfrey Cheshire (ninguna relación con el gato) en Film
Comment de julio–agosto, no soplan buenos vientos para el cine chino. Tian
Zhuangzhuang, que parece ser el cineasta más interesante de la famosa quinta
generación que incluye a Zhang Yimou y Chen Kaige, ha caído en desgracia
y se le prohíbe filmar hasta nuevo aviso. La misma suerte han corrido los
cineastas más importantes de lo que sería ya la sexta generación (de
egresados de las escuelas de cine): Zhang Yuan, He Jianjun, Wu Wenguang y
Ning Dai. Hasta ahora, el gobierno chino permitía que estos directores
filmaran en China con capitales extranjeros (preferentemente de Hong Kong
o Taiwán) pero prohibía la exhibición de sus films en el país. Pero las cosas
se han endurecido y los mejores representantes del nuevo cine chino no
pueden ya ejercer su profesión. Es más, los chinos se retiraron del último
festival de Hong Kong cuando los organizadores no aceptaron la imposición
de retirar El barrilete azul de Zhuangzhuang (historia sobre una familia
durante 30 años de maoísmo) y Bastardos de Pekín de Yuan (película sobre
la juventud china contemporánea). Estos hechos coinciden con un
endurecimiento general de la política exterior china y el fracaso de la
administración Clinton en su intento de obligar al gobierno chino a respetar
ciertos derechos políticos de sus ciudadanos.
Mientras estas cosas ocurrían en los bosques de la China, la Cinemateca
organizaba su enésimo ciclo del año en la Sala Lugones con material cedido
por la embajada de la República Popular en el que se incluyen, junto con dos
películas premiadas en el extranjero, otras absolutamente desconocidas, aun
para los especialistas en cine chino. Justamente una de ellas, Bérénice
Reynaud, que estuvo en Buenos Aires en la época de la muestra, afirmaba no
haber oído hablar jamás de la mayoría de esos films.
El primero de los films exhibidos, El meridiano de la guerra, de Feng
Xiaoning (1991), justifica plenamente que el mundo lo haya ignorado. Se
trata de una mucho más que torpe producción del “Estudio de la Juventud de
la Academia de Cine de Pekín”. Exhibido en 16 mm cinemascope (un
formato realmente insólito) como las cuatro primeras películas de la muestra,
cuenta la historia de una enfermera y un grupo de chicos que pelean contra
los japoneses durante la Segunda Guerra cerca de la Gran Muralla China.
Cuesta encontrar los términos exactos para describir una película tan
siniestra. Porque lo peor no es la puerilidad del argumento, ni la torpeza del
zoom más brutal del que se tenga memoria, ni los horrores del montaje, ni
aun las ramas que quedan pegadas en el lente de la cámara. Lo peor no es, ni
siquiera, que la película exalte el nacionalismo chino y el sacrificio por la
patria de los niños hasta empalidecer a las juventudes hitleristas (los niños se
sacrifican en una misión inútil para que ¡la Gran Muralla siga existiendo y los
cosmonautas la puedan ver desde la luna!). Ni que a chicos menores de diez
años se les implanten visiones de la China gloriosa del futuro, emparentada
con una historia que se hace remontar a la dinastía Ming. Lo peor es que los
chicos mueren con una variedad de truculencias prestadas de los peores
telefilms de Hong Kong: esta especie de epopeya delirante que no es otra
cosa que una Cruzada de los Niños intenta atraer la atención mediante la
explotación de la violencia más barata. El meridiano de la guerra está hecha
por gente que nunca fue al cine, que no tiene idea de sus recursos ni de su
ética y que usa el celuloide con medios y fines tan bastardos que solo una
infinita obsecuencia pueden explicar.
Sacrificio de amor de Deng Yuan (1991) no se queda atrás ni en
primitivismo ni en alcahuetería. Es una interminable sucesión de primeros
planos filmados con teleobjetivo, cortados con planos detalle de tal modo que
es imposible reconstruir lo que pasa en cada escena ni darse cuenta del
espacio en el que esas escenas están filmadas. Intenta imitar el cine de acción
de Hong Kong y no logra siquiera parodiarlo. En cambio, propone una
exaltación de la policía, de la nobleza de los chinos continentales frente a la
escoria de Hong Kong y, por las dudas, hace morir a la heroína culpable de
haber vivido en concubinato. Por comparación, el kitsch medio de Hong
Kong resulta de una nobleza resplandeciente.
Mao Zedong y su hijo de Zhang Jinbiao (1991) está mucho mejor contada
pero su efecto es más deprimente. Al empezar la película, una cara provoca
un murmullo en la platea. Es un actor parecidísimo a Mao, que protagoniza el
film. La historia es un drama familiar en la vida del Gran Timonel. Su hijo
muere en la guerra de Corea y el líder le oculta la noticia a su nuera para no
apenarla. Sobriamente narrado, es un film intimista que exalta todas las
virtudes posibles de la figura de Mao: es modesto, sensible, bondadoso,
incansable, atento a los problemas de su pueblo. Rodeado por Chou En Lai
(¿cómo se escribirá ahora?) y sus colaboradores más inmediatos, Mao se
pasea como una estampita viviente y conmovedora. Resulta fascinante que
Mao vuelva a aparecer en la escena tras Tiananmén. Pero lo increíble es que
se lo describa en los términos en los que la propaganda comunista lo hacía en
los años cincuenta. Mao no deja de pronunciar discursos contra el
imperialismo yanqui, sin omitir elogios ni citas al camarada Stalin. Hay, sin
embargo, una sutil insistencia: no hay ninguna referencia al socialismo,
ningún elogio del sistema como tal. Todo se resume en términos nacionales:
no estamos frente a un líder comunista sino frente al padre de la patria. Una
insistencia que, unida a las dos películas anteriores, lleva a pensar que la
propaganda oficial china se plantea hoy en términos mucho más parecidos a
los de la España de Franco o el Chile de Pinochet que a ciertas constantes
históricas. Hay una escena tan forzada como significativa: durante un paseo,
Mao se encuentra con una viuda campesina. Le entrega dinero para que su
nieta pueda ir a la escuela. La presencia de ese dinero resulta un poderoso
símbolo de la nueva estructura económica china. Pero mucho más alarmante
es la exaltación permanente, en esta película y en la primera, del sacrificio
militar. Tal vez no sea exagerado pensar que, en la batería de nuevos
conceptos que el Estado chino intenta promover entre los ciudadanos, ocupa
un lugar la preparación para una futura guerra.
Con La justiciera de Yang Qitian y Toru Murakawa (1990) se inicia un
descanso del aluvión oficialista. Es una película de artes marciales en el
género de capa y espada. La corrección de las escenas de kung–fu revela una
tradición industrial en la materia desconocida para nosotros. En ese sentido,
es todo lo contrario de Sacrificio de amor, que intenta copiar el cine de
género de Hong Kong sin lograrlo. Hay una extraña (por el anacronismo)
pero evidente (y obligatoria) crítica a la Revolución Cultural: el malvado se
presenta como un general que persigue inocentes y quema libros. Hay dos
curiosidades más: efectos destinados, al parecer, a una visión tridimensional
y que el lugar protagónico sea el de una mujer que actúa según los
parámetros del héroe épico masculino. Su novio es, recíprocamente, tan débil
e inocente como las doncellas de este tipo de historia.
En La mujer, el demonio y el amor de la directora Huang Shuqin (1989), la
protagonista es otra vez una mujer que hace papeles de hombre. Esto ocurre
en el marco de la ópera china. La historia de la actriz Qiu Yun es paralela a la
del protagonista de Adiós mi concubina, que interpretaba papeles femeninos
y se extiende a lo largo de un periodo de tiempo algo más breve. Pero la
contradicción entre ambas películas (resulta difícil creer que se trate de una
casualidad) es mucho más profunda. Mientras la película de Kaige se ocupa
de la homosexualidad del protagonista, aquí se deja bien claro que Qiu no
tiene conflictos de ese tipo. Además, el eje de Adiós mi concubina es el
enfrentamiento entre la pureza del arte y los avatares políticos mientras que
en esta película no hay contacto entre ambas esferas, salvo la tangencial (¡una
vez más!) referencia a los males de la Revolución Cultural. La ópera está
mirada como una cuestión de destreza y no de arte y Qiu está interesada, en el
fondo, en conseguir un buen marido y no entiende que algunos intelectuales
de Occidente la consideren una artista. Se nos advierte que no existe una
esfera espiritual propia de los artistas, uno de los temas de Adiós mi
concubina [un corto exhibido unos días después sobre la elaboración de unas
monstruosas baratijas llamadas “paisajes artificiales”, alienta a los artesanos a
fabricarlas diciendo que “no se trata de elaborar obras de arte excelso sino
objetos que tengan valor cormo mercancía” (¿mensajes para directores de
cine?)]. Pero las dos películas son igualmente festivaleras, aunque una es un
producto qualité que ganó en Cannes y la otra es de un precario naturalismo
que alcanzó apenas para Río de Janeiro, a favor del exotismo lujoso en un
caso y del exotismo miserable en el otro. Se me ocurre que las dos películas
se emparentan por otra razón: la única emoción a la que apuntan es a la
piedad boba típica del academicismo.
Mujer del lago de aguas perfumadas de Xie Fei (1993) ganó en Berlín en
1993. En este contexto es una sorpresa maravillosa. La protagonista es
nuevamente una mujer interpretada por la famosa actriz de origen mongol
Siqin Gaowa. Vive en una aldea cerca de lo que podría ser el delta de un río,
que es la primera locación interesante de la muestra. Tiene un marido rengo y
borracho, un hijo tonto, un amante cobarde que es su cuñado y una pequeña
fábrica de aceite de sésamo. Lo único bueno que le pasa a esta mujer es que
se empieza a hacer rica ante el interés de una gerente japonesa por su
producto. Así como en su niñez fue vendida al marido, la mujer compra una
novia para su hijo, que resulta ser, además, impotente. Su amante decide
perdonarla y su marido la golpea sospechando que su otra hija no es de él.
Entre la suegra y la nuera esclava nace una extraña solidaridad que recuerda
vagamente a Ozu y que culmina cuando Siqin se apiada de la chica. Siqin es
una mujer emprendedora, inteligente, que intenta ser dueña de su vida y de su
sexualidad. Pero debe luchar nada menos que contra el patriarcado chino. La
película muestra que las mujeres se siguen vendiendo en China, que sus
maridos las azotan sin que nadie intervenga, que la gente vive aterrorizada de
la ley y las autoridades y que el dinero regula la vida íntima de la gente. La
empresaria japonesa es soltera y tiene un amante, un privilegio que las chinas
no conocen. No puedo encontrar nada oficialista o complaciente en esta
película, salvo que las mujeres ganen dinero para poder independizarse
sexualmente, lo que justificaría el capitalismo y la irrupción definitiva de la
modernidad. La figura de la protagonista es de algún modo paralela a la que
Gorg–Li interpreta en Qiu Ju. Pero mientras la película de Yimou hablaba de
una reivindicación abstracta de justicia, aquí se trata de cuestiones por las que
el feminismo ha luchado toda la vida en otras partes del mundo. Pero a esta
altura de la muestra surge una sorprendente certidumbre: lo interesante del
cine de China popular son las mujeres y las películas que sugieren que la
sabiduría y la integridad están de su lado, mientras que el resto es propaganda
oficial o imitación del cine de Hong Kong (en el que las mujeres están de
adorno y los conflictos son abrumadoramente masculinos). Un plano de
Mujer del lago de aguas perfumadas radicaliza esta conclusión: en un bar
flotante atiborrado de hombres, los parroquianos miran embelesados una
película de gangsters de la colonia vecina. La película describe a esos
hombres como débiles, borrachos, haraganes y estúpidos. La película, en
cambio, es memorable y potente.
Superado el interludio feminista, con Metrópolis 1990 de Sun Sha (1990)
volvemos a las manipulaciones oficialistas y a presentar a las mujeres como
un premio para los hombres que se portan bien. Aquí no hay eufemismos y
nos encontramos con el viejo realismo socialista, aunque esta vez se trata de
realismo capitalista bajo fuerte supervisión del Partido. Yan Honghuan es el
alcalde de una ciudad que tiene problemas de tránsito, de vivienda, de
corrupción, etc. Pero Yan es un joven funcionario modelo que los enfrentará
con solvencia y decisión siguiendo las directivas del Partido. La película es
fascinante en dos aspectos: uno es el atractivo de las escenas
semidocumentales de un barrio pobre de la ciudad; el otro es la meridiana
claridad con la que el film adoctrina. Más de una vez se dice que ya no
interesan las cuestiones políticas sino resolver los problemas prácticos y que
a la gente le interesan las soluciones y no las viejas formalidades
burocráticas. No basta ya con que los funcionarios estén con las masas, sino
que deben resolver sus problemas promoviendo cuadros jóvenes e
incentivando el entusiasmo de todas las maneras
posibles, especialmente con un buen uso de la televisión. Las cámaras siguen
al alcalde a todas partes y producen un curioso efecto de realidad en directo
que recuerda la visión de un noticiero. El efecto se refuerza con el entusiasmo
con el que se cuenta todo. La intención de esta película de adoctrinamiento
parece doble. Por un lado, elevar la moral de los ciudadanos. Por el otro,
actualizar a los cuadros del Partido en las nuevas reglas: eficiencia, eficiencia
y más eficiencia para construir una China poderosa ante el mundo. El alcalde
es un verdadero héroe al estilo del cine soviético más didáctico: inteligente,
firme pero humano, al que le duele tomar decisiones drásticas pero sabe que
no le queda otro remedio. Metrópolis 1990 es una invitación al totalitarismo
como el cine ya no filmaba. Los ciudadanos son alentados a divertirse en las
discotecas o coleccionando pósters de estrellas de cine (aunque se condena
explícitamente el cine porno) y a hablar libremente de sus carencias
materiales. Pero la política queda reservada a los funcionarios: a estos les
corresponde mejorar su propia clase, ser solidarios, creativos y pujantes. Es
tentador convencerse de que estamos frente a una sociedad admirable.
Algunos rabiosos aplausos en la
platea así lo confirmaron. Es la vieja figura de la dictadura con rostro
humano. Con funcionarios así, ¿quién necesita elecciones o libertad de
expresión?, ¿quién puede ser pesimista? En este marco no hay lugar para
disidentes: todos pueden quejarse pero llega la hora en la que hay que mandar
y obedecer. No en balde se encuentra una bomba de la Segunda Guerra, como
ocurría en El meridiano de la guerra: es el símbolo de la unidad ante la
sagrada epopeya que acaso se repita. Casualmente, antes de la película dieron
un documental sobre el templo de Confucio, filósofo que marcó la conducta a
seguir de los funcionarios chinos durante 25 siglos. En una época, los
guardias rojos hicieron una campaña justamente contra Confucio. No hay
duda de que perdieron la batalla. Tal vez porque reprimieron en nombre de la
ideología y no del pragmatismo que es lo que se usa ahora.
Sentimientos de Wu Zhennian (1991) no fue la peor película de la muestra
pero sí la más adocenada. Es una telenovela que cuenta la historia de Wan
Yujuan, que simula ser la hija de un anciano que ha vuelto de Taiwán hasta
que, cuando han decidido adoptarse mutuamente, aparece la hija verdadera,
sin que pase nada importante. La película tiene todas las características del
melodrama familiar cargado de sentimentalismo y moralina, con escenas de
humor rústico y una gran chatura en la realización. Estamos ante un tipo de
película que hace pensar en Ozu, no porque esta mediocridad esté influida
por él, sino porque estamos frente al género barato para consumo femenino
que Ozu convirtió en arte. De todos modos, como en toda la muestra, los
actores (y más aún las actrices) resultan por lo menos agradables. Además
hay rasgos documentales interesantes. La variedad de comidas, la belleza de
algunas canciones populares y la pared del cuarto del hijo de Yujuan tapizada
con fotos de Diego Maradona.
Publicado en El Amante N°30 – agosto 1994
132. El último de los modernos

Hacia 1986 Flavia había descubierto –algo tardíamente– a cierto grupo raro
de rock y escuchaba los cassettes todo el día. A mí, lo único que me llamaba
la atención era una frase en anglofrancés, “Psycho killer, qu’est–ce que
c’est?”. Eran los Talking Heads, los lideraba un tal David Byrne y se decía de
ellos que eran algo muy moderno. En 1987 vimos Stop Making Sense, una
película de Jonathan Demme que reproducía un recital del conjunto. Era,
junto a The Last Waltz de Scorsese, la única versión digna de un concierto de
rock que había llegado al cine. La puesta en escena del show era
extraordinaria y el diseño visual no apuntaba a lo espectacular sino a
enriquecer las canciones con humor e imaginación. Permitía sospechar,
además, que Byrne no solo era el líder del grupo sino una fuerza intelectual
que trascendía el medio. Ese mismo año vimos True Stories y se confirmó
que Flavia no solo es una mujer maravillosa, sino que cuando insiste con
alguna intuición es mejor hacerle caso (también es cierto que insiste tanto que
es imposible no hacerle caso, pero esa es otra historia). Me llevó diez
segundos de proyección disfrutar de True Stories. Me llevó siete años
entenderla. Más precisamente, situarla en alguna parte del panorama del cine
contemporáneo. Lo importante de una película importante es que sirve para
pensar todas las películas. True Stories es una película importante. Es una
película que propone una mirada.
Curiosamente, esa mirada no ha sido bien interpretada. Hoy mismo leo en la
guía Maltin que se trata de una “sátira a los tejanos” y en la revista Dirigido
que “documenta la locura y la estridencia del mundo contemporáneo”. En el
primer caso se trata de una crítica desde la derecha, en el segundo de una
aprobación desde la izquierda. Ambas están igualmente despistadas. Tanto
como lo estarían un elogio conservador o una diatriba desde lo políticamente
correcto ante una canción como “Nothing but Flowers”, que pone en
evidencia ciertos delirios ecologistas. Pero el mayor malentendido
relacionado con Byrne tiene que ver con la imagen de artista
multidisciplinario (se lo ha llegado a llamar “hombre del Renacimiento”) que
hizo mucho por su prestigio. Efectivamente, Byrne hizo canciones, videos,
películas, fotografías, pinturas y participó en la creación de espectáculos de
danza y de teatro. Fue uno de los primeros músicos de rock en hacer creativa
la parte visual de los conciertos y en jerarquizar los estándares del videoclip.
Esta diversidad y la gran popularidad de los discos de los Talking Heads
contribuyen a que Byrne parezca un gran bonete del arte y los medios, un
gurú pop. Su carrera como músico desmiente ese lugar. Aunque todo había
empezado antes, desde que huyó de los Heads, los intereses de Byrne se han
alejado progresivamente del tumulto pop para orientarse primero hacia
experiencias musicales distantes como la afrolatina y luego rumbo a una
progresiva austeridad que incluye una escena mucho más despojada y letras
más personales. La palabra clave en el Byrne de los últimos tiempos es
“desnudo”, que aparece una y otra vez en sus canciones. En concierto sus
movimientos son ahora más fluidos y naturales, se parece mucho más a un
trovador que al chico aplicado que cuidaba la escenografía mientras hacía esa
música tan bailable. La obra de Byrne ha seguido un impulso de soledad,
intimidad y sinceridad, aun perdiendo audiencia. Desde allí conviene mirar
True Stories. Aunque la reciente gira de Byrne por la Argentina haya incluido
una muestra multiarte en el Centro Recoleta en la que se exhibió la película
junto con videos, fotos y collages, es oportuno insistir en que el film es la
obra de un director. Así como Byrne empezó en la música como un
improvisado audaz y hoy es un músico por derecho propio, su actividad como
cineasta pretendió siempre la misma seriedad. Ni True Stories ni Between the
Teeth ni Ilé Aiyé son el capricho de una estrella sino un intento de hacer cine;
más aun, de hacerlo desde una enorme independencia.
True Stories retoma un gesto vanguardista, en particular de la tradición pop
americana emparentada con Warhol: hace antropología de lo inmediato, trata
con extrañeza lo que está cerca. Pero, por primera vez, el gesto resulta
divertido y rechaza la monotonía de su propia fórmula. Byrne no pretende
declarar lo obvio como arte sino poner en juego una sensibilidad que permita
apreciarlo sin condescendencia. A la ternura y la simpatía de la mirada camp
se le agrega una ausencia que implica una operación intelectual y sensible
bastante complicada. Si bien True Stories propone una estética de la
diferencia, una alternativa a la costumbre, le falta la soberbia y aun la pose
del artista que suele congelar esa apertura en un concepto. La presencia de
Byrne como narrador irradia modestia y permite un intercambio con el medio
y una participación a varios niveles: de los personajes en la formulación del
relato (como ocurre en la compilación de videos Storytelling Giant), del autor
transmitiendo su propia perplejidad y del espectador que accede a la
degustación de una variante en la emoción estética. Para instalarse en ese
nuevo territorio, liberar la ternura sobre la gente, los objetos y las costumbres,
para aceptar la alegría de la celebración de la excentricidad o la belleza de las
construcciones en serie es necesaria la supresión de todo cinismo por parte
del director y del espectador. Byrne hizo su parte, pero no así muchos críticos
que no aceptaron la invitación a la contemplación amable (de eso se trata) y
de ahí los malentendidos. True Stories exige la aceptación de las reglas de un
género, como sucede con el western o el musical, un paso que solo puede
darse si media el placer. Como en el musical clásico (y también en el western,
casualmente), las canciones ayudan. Una vez franqueado ese umbral, aparece
una sensación muy fina de libertad y de alegría, una utopía sutilmente
ingenua, democrática y encantadora. Byrne no nos invita a adorar lo vulgar
sino a engrandecer nuestra percepción de lo cotidiano.
En su reciente paso por Buenos Aires, David Byrne dio tres conciertos,
anduvo en bicicleta, fue a la Sala Lugones a ver El proceso de Welles y
concedió una entrevista a El Amante. No conozco muchas estrellas de rock,
pero Byrne no se parece a una. Con el aspecto de un chico crecido, se mostró
tímido y reflexivo, cordial y distante. Pensó cuidadosamente cada respuesta y
llegó a pedirnos nuestra opinión. Tuvimos el placer de conocerlo y la
satisfacción de verificar algunas ideas sobre su cine. Creo que nos tratamos
de usted a pesar de que Noriega le volcó café encima y de un cierto
cholulismo de todos nosotros incluido el fotógrafo. Mientras esperamos sus
próximos discos y películas, Flavia sigue soñando con acompañarlo en el
escenario, ahora que ha desaparecido su odiada Tina Weymouth.
Publicado en El Amante N°30 – agosto 1994
133. Estrenos en video
Max, el perro (Man’s Best Friend), John Lafia, 1991.
Max le tiene echado el ojo a la perrita Lassie de al lado. Cuando los patrones
de la casa se van, de un ágil salto, Max se introduce por la ventana del living.
Allí está ella, que huye turbada hacia el dormitorio de sus amos. Max la sigue
raudo por la escalera. Ella se ha refugiado acurrucándose en la cama
matrimonial. Max se encarama presto, no sin antes cerrar la puerta de la pieza
con la cola. Corte. Plano general del exterior de la casa. Ningún sonido. De
pronto, ¡Aúuuuuuuuuu...!, el aullido de satisfacción de Max, el perro. Esta
bucólica escena ocurre en medio de un thriller berreta en el que un científico
loco (Lance Henriksen) ha entrenado a ese enorme animal para matar
delincuentes. Max es raptado por Ally Sheedy que no sabe que su simpática
mascota es un asesino en potencia. La película recuerda vagamente a Perro
Blanco de Fuller pero con toques de farsa. Una película que tiene una escena
como la anterior no puede ser mala y no lo es. Eso sí, Ally Sheedy es la actriz
antisexy de la temporada. En cambio, Max se las trae.
Publicado en El Amante N°30 – agosto 1994
134. Horas desesperadas

Como caídos del cielo (Raining Stones), Ken Loach, 1993.


En una época de movimientos de cámara aparatosos, Ken Loach filma con
planos fijos. En una época en la que los actores se profesionalizan a los cinco
años y viven en el gimnasio, Loach usa aficionados gordos (que resultan
actores notables). En una época en la que las películas pueden costar más de
100 millones de dólares, Loach filma en super 16 para la televisión. En una
época en la que el cine se ha instalado en remotas fantasías, Loach hace
películas sobre la realidad más inmediata. En una época en la que el futuro
parece instalado para siempre, Loach hace películas para cambiarlo. En una
época en la que las películas son aburridas y similares, Loach hace películas
interesantes y distintas. ¿Por qué?
La explicación está en el talento de Loach, en la enorme eficiencia de su
equipo y en la presencia de dos tradiciones. La primera es la del cine
documental. Las imágenes de Loach son tan ricas, tan atractivas porque le
devuelven al cine la dimensión perdida de la autenticidad. Como caídos del
cielo registra el Norte de Inglaterra, abandonado por los gobiernos
conservadores pero también por el cine. Y el Norte de Inglaterra de Loach es
apasionante, en primer lugar porque nos descubre sus pubs semivacíos, sus
casas miserables, sus calles húmedas con la precisión con las que los
documentales convierten lo ordinario en maravilloso. Pero también porque
esos lugares están poblados por criaturas de ficción que reúnen la doble
condición de ser sus habitantes naturales pero que poseen un alto grado de
comprensión de su circunstancia (esta idea proviene de una conferencia de
Jorge Prelorán).
La otra tradición tiene que ver con la clase obrera inglesa. Hace más de un
siglo, Marx predijo que los obreros ingleses harían la Revolución. Nada de
eso ocurrió y, en cambio, los marxistas ingleses devinieron, en su costado
nefasto, en espías soviéticos y en burócratas laboristas. Pero entre sus filas se
contaron algunos de los pocos intelectuales de este siglo que desarrollaron
sus ideas sin transformarse en propagandistas de las dictaduras y las masacres
del socialismo real. Uno de ellos, el historiador E.P. Thompson, funda la
existencia de la conciencia de la clase obrera británica en la noción de
“hombres libres” (free born englishmen) que mucho tiene que ver con la
dignidad de los personajes de Loach, con la tozuda afirmación de sus
derechos. Esa antigua tradición emerge en Como caídos del cielo con la
frescura propia de las novedades.
La libertad intelectual de Loach le permite contar, esta vez, una historia
menos negra que en Riff–raff o en Agenda secreta. Las amenazas que se
ciernen sobre la familia de Bob, el obrero desocupado que se endeuda para
comprarle un traje de comunión a su hija, se desvanecen al final como en un
curioso cuento de Navidad. También puede Loach, desde su obvio ateísmo,
aprovechar las raíces católicas del guionista Jim Allen para contar una
historia en la que un cura sensible resulta más lúcido y más útil que los
funcionarios laboristas (la traición de los laboristas desde 1915 es una vieja
obsesión de Loach). Es el cura el encargado de explicarle a Bob que los
intereses de Dios no tienen nada que ver con los de la policía.
Pero la honestidad de Loach le permite ver también que los ideales de
solidaridad de los personajes están sostenidos apenas porque son lo
suficientemente viejos: la generación siguiente no tendrá iglesia ni sindicato
ni recuerdos de otra cosa que no sean la pobreza y la falta de horizontes. La
escena en la que Bob se desespera por hacerle entender a su hija el catecismo
que él mismo ha olvidado es de un gran valor simbólico. Bob intuye que algo
importante corre el riesgo de desaparecer y mediante la letra incierta de las
Escrituras trata de darle a su hija algo que la proteja porque teme que él no va
a poder protegerla así como su mejor amigo no pudo evitar que su propia hija
termine vendiendo drogas. Así, la compra del traje de comunión (realizada
contra los consejos del cura, del suegro socialista y del sentido común de su
mujer) no está tratada como una superstición pintoresca sino como un acto
político, un gesto de autonomía. Allí, al distanciarse del sentido común, es
donde Como caídos del cielo se aleja de las películas de pobres encaradas
desde la caridad cristiana o el izquierdismo lastimero. El frágil final feliz no
es la conclusión de una parábola de la fe sino más bien una metáfora sobre la
eficacia de las acciones políticas, entre las que se cuentan los destellos de
rebeldía individual.
Publicado en El Amante N°31 – septiembre 1994
135. Glotones y anoréxicos

Entre el 26 de agosto y el 5 de septiembre se realizó en la Sala Lugones una


muestra de cine argentino no exhibido comercialmente, que organizaron la
Cinemateca Argentina y la revista Film. Once largometrajes y dos cortos
permitieron apreciar diferentes propuestas y desear el pronto estreno de
varios de los films reunidos.
Una gran idea exhibir películas inéditas y mostrar que la producción
argentina no se limita a los habituales elefantes blancos. Una mala idea
buscarles fuentes, temas o intenciones comunes a films absolutamente
heterogéneos como se hace en el programa de la muestra. No hay nada que
ligue al veterano Fischerman con el debutante Rejtman. El tratamiento del
tema de los desaparecidos es opuesto en Nadie nada nunca y en Juan, como
si nada hubiera sucedido. La aproximación a la Argentina de Guerreros y
cautivas es la contraria a la de Standard. Hay un abismo de calidad entre El
acto en cuestión y 1000 boomerangs. En cuanto a la presencia de escritores
importantes en los créditos, es demasiado sabido que el prestigio literario no
es garantía de calidad cinematográfica. El cine argentino necesita la Ley de
Cine, estéticas renovadoras y variadas, una producción sostenida. Lo que no
necesita es la falsa uniformidad de una “movida” en la que los interesados se
parezcan a una sociedad de socorros mutuos.
Los nuevos directores necesitan también un lugar en la prensa, entre
reportajes a las estrellas de Hollywood y enormes anticipos de futuros
bodrios. También merecen que sus films sean objeto de reseñas críticas.
Página / 12 cubrió las películas de la muestra. Resultó que todas eran buenas.
No es una buena política. No es cuestión de agregarles a las habituales
críticas complacientes a los productos de la vieja generación, que terminan
por adjudicarle el mismo valor a cualquier cosa, las críticas complacientes a
los de la nueva, que piden a gritos que se los distinga entre sí. Este largo
artículo parte de la idea de que todos los films nacen iguales y son pasibles de
ser elogiados o vapuleados desde la siempre subjetiva y cuestionable opinión
de la crítica.
En el programa impreso, Alan Pauls exalta Rapado y habla de la elegancia
de los anoréxicos. Acaso por casualidad, la muestra se inició con Octavo 51,
un corto de Julia Solomonoff en el que la protagonista padece todos los
síntomas de esa enfermedad, al igual que la narración (del otro corto, Escape
to the Other Side de Alejandro Chomski, nos ocupamos en El Amante Nº 26).
Esta coincidencia marca una de las tendencias de la muestra: el laconismo, la
sobriedad, la incomunicación. Los films que más me gustaron podrían
agruparse en una tendencia opuesta signada por una cierta glotonería: los
films de Agresti, Fischerman, Beceyro, Acha ponen todo lo que tienen. Más
allá de sus diferencias, los une el que están más preocupados por alejarse de
la levedad que por evitar errores. Es cierto, por otra parte, que el uso de la
palabra ha sido desvalorizada por decenas de films argentinos, pero no es
motivo para suprimirla. La anorexia, en todo caso, es una enfermedad
aburrida y demasiado ligada a cierta frivolidad ambiente. Hay otras formas de
elegancia y, sobre todo, hay otras formas de empezar a hacer cine. Bresson,
un artista ciertamente austero, decía: “Dos simplicidades. La mala:
simplicidad–punto de partida, buscada demasiado temprano. La buena:
simplicidad–culminación, recompensa a años de esfuerzo”.
Rapado de Martín Rejtman supera algunas trampas que se le pueden
presentar a un director argentino debutante. No solo da pruebas de
competencia técnica sino que rechaza de manera rotunda ciertos malos
hábitos históricos. Los actores de Rapado pronuncian sus textos con seca
prolijidad, rehuyendo toda connotación naturalista, toda muletilla lingüística.
La historia está despojada de cualquier rasgo de sentimentalismo o
demagogia. Los exteriores muestran una ciudad inconfundible pero alejada
de las convenciones turísticas. Hay, además, toques de un humor absurdo que
se expresa de pasada y sin subrayados. Pero la película no se limita a evitar
riesgos y a eludir clichés. Rapado define un espacio propio con reglas
precisas y su atmósfera rarificada se sostiene más allá de la nimiedad
existencial de estos adolescentes tardíos cuyas aspiraciones parecen reducirse
a la posesión de una moto. Rejtman hace gala de una gran precisión narrativa
con elementos argumentales mínimos. Se apoya para eso en un sistema de
recurrencias: billetes falsos, reencuentros casuales, fetichismos de la zona de
la yugular que se transfieren entre los protagonistas (esto último lleva a la
tentación de proclamar que Rapado está más cerca de ser una remake de
Drácula que de Ladrones de bicicletas).
Una sorprendente madurez se insinúa en un debutante que decide no hacer
ninguna ostentación, ninguna exhibición de destreza técnica, ningún alegato
de virtuosismo. Los planos de Rejtman describen sin declarar su existencia y
sin detenerse en la contemplación. Rejtman decidió construir una película que
se abstiene hasta la obsesión de formular comentarios: aunque sospechamos
que está de su lado, no hay empatía ni rechazo para con los personajes, no
hay opinión ni moraleja. El problema es que para lograr que sus film no
transparente una moral o una ideología, que no lo haga sospechoso de hacer
declaraciones, el director corta algo más que las frases en voz alta: la gran
víctima de esta operación es el deseo, que Rejtman termina amputando
mediante el recurso de un presente absoluto. En Rapado no hay historia ni
recuerdos, no hay sueños ni futuro; solo pulsiones obsesivas como robar una
moto, cortar un cuello o hacer puntos en un videogame. Para evitar el apunte
psicológico o social, Rejtman recurre a personajes sin clase social, sin
ocupación y sin sexualidad definidas. Aunque intuimos que Lucio, el
protagonista, es homosexual, desocupado y de clase media alta empobrecida,
estos elementos no juegan ningún papel dramático. El resultado es un film
muy poco generoso hacia el espectador: al postular la incomunicación y el
solipsismo como elementos inviolables, al abstenerse de todo indicio ético,
de cualquier guiño que destruya la objetividad, Rejtman se encierra en sus
coordenadas de autor y termina escondido detrás de su obra, refugiado en una
forma de coquetería estética. El enorme esfuerzo que ha hecho Rejtman para
ocultar que la tensión del vacío desemboca en una explosión demuestra, en su
contra, que no hay nada tan afirmativo como la voluntad de negar. En lugar
de permitirnos compartir sus simpatías o emocionarnos con su angustia,
Rejtman nos propone acompañarlo en su silencio. Por ahora es poco.
Muy distinto era el camino de Alejandro Agresti cuando filmó Luba, su
cuarto largometraje y probablemente su película más fallida. En Luba se dice
todo, por más esquemático que resulte, y los protagonistas no tienen
inconvenientes en recitar textos de probado dogmatismo social y político. La
ambición de Agresti, mucho más que la adaptación de Piglia o la recreación
del mundo de Arlt, parece ser la apropiación de la figura del escritor (ni Arlt
ni Piglia, más bien el escritor como arquetipo). Como si esto fuera poco,
Agresti intenta también apropiarse del cine, reclamar para sí una voracidad
fassbinderiana centrada en el acto de filmar. El director no escatima
travellings, trucos de montaje ni planos de ostensible virtuosismo. Sus
invenciones tienen una prepotencia de trabajo definidamente arltiana. Agresti
no vacila ante los chistes de mal gusto ni ante los números musicales
innecesarios. Pero toda esta desprolijidad a menudo exhibicionista descubre
los ingredientes que la superan: un enorme placer de filmar, una desbordada
alegría de narrar, un inocultable apuro por construir. La vitalidad del cine de
Agresti, su pasión comunicativa, su humor insolente son el eslabón perdido
del cine contemporáneo, prisionero de reglas restrictivas y mortuorias. Luba
no es una buena película pero es un borrador de futura grandeza. Es un
ejercicio de libertad y de imaginación, un paso más en la carrera de uno de
los pocos cineastas que pueden llegar a pasar de largo por las tentaciones de
la maestría para buscar la plenitud de las emociones.
Hace un par de años, cuando Edgardo Cozarinsky exhibió Les boulevards du
crepuscule –trabajo posterior a Guerreros y cautivas y mucho más
interesante– en la Sala Lugones, anunció que la falta de subtitulado no era un
inconveniente, ya que “todos acá hablan francés”. Acaso haya imaginado que
los espectadores allí reunidos descendían de los protagonistas de Guerreros y
cautivas y que había un país perfectamente bilingüe que correspondía a las
circunstancias de su propio exilio. Aunque las verdaderas razones tengan que
ver con el origen de la financiación de la película, resulta interesante que la
abuela inglesa de Borges a la que el escritor le atribuye la anécdota de
“Historia del guerrero y la cautiva” se haya transformado en la francesa
Dominique Sanda, para proseguir con este contexto francés. Aunque todo es
más bien norteamericano, ya que se trata de un western nutrido de los
materiales de John Ford: desierto, caballería, escuela, saloon, indios,
confrontación de culturas que retoma una situación cercana a Dos cabalgan
juntos. Si uno recuerda que hace ya casi treinta años, Cozarinsky escribió en
Tiempo de Cine un memorable artículo llamado “Permanencia de Griffith” en
el que hacía un brillante análisis de las tradiciones del cine americano, resulta
inexplicable que el autor haya resuelto ciertas escenas como lo hizo. Ejemplo:
al final, Dominique Sanda visita la tumba de Luppi, su marido muerto. Tras
un diálogo explicativo con China Zorrilla, sube la colina y ve desde la cima
que el fantasma de Luppi llega cabalgando a su encuentro y le tiende la
mano. De ese modo, hace redundantes los sentimientos de la protagonista por
partida doble en una escena que Ford solía liquidar mostrando una mirada de
John Wayne. La blandura de escenas como esta y la trivialidad de otras no
sugieren que Guerreros y cautivas deba considerarse como un western de
imágenes, según la famosa clasificación de Godard, que dividía el género en
westerns de imágenes y westerns de ideas. Este debería ser, por lo tanto, un
western de ideas. Pero las ideas son malas. A Cozarinsky lo obsesiona la
genuflexa admiración del coronel que encarna Luppi por la civilización
europea. Desde allí elabora una metáfora fundacional que explica la
Argentina: una mezcla de militares esquemáticos, terratenientes
inescrupulosos y cultura francesa que edifican una nación a espaldas del indio
y del gaucho, a los que identifican como lo radicalmente ajeno. Esa versión
se cristaliza en la última escena, con el bastardo del coronel (cuyo origen es
una de las pocas situaciones sutiles del film) leyendo el Facundo en la
escuela. Una lección elemental de historia argentina que va en sentido
contrario a las declaradas fuentes fordianas y se acerca peligrosamente a la
nefasta búsqueda de esencias nacionales, a la pesadillesca retórica de cierta
literatura argentina. Mientras que los héroes de Ford se topaban con la
historia y la enfrentaban sin encarnarla y eran arquetipos solamente en la
mitología personal del director –una visión que nada tenía que ver con una
intención de narrar la historia de los Estados Unidos (y menos aún de intentar
explicarla)–, los personajes de cartón de Cozarinsky son funciones de un
imposible cuento escolar: no son seres atravesados por la historia sino
muñecos de una interpretación que los aplasta como caracteres. Y, lo que es
peor, los restringe a una domesticidad dudosa que una vez más remite en el
cine argentino a la idea de que en esta geografía pasan cosas ajenas al resto
del mundo. En el relato original de Borges (a quien está dedicada la película),
el destino de la cautiva que elige el bando de los indios se compara con la
leyenda de un guerrero bárbaro que se pasó a los romanos, cruzando la línea
de la civilización en el sentido opuesto. La reversibilidad del argumento de
Borges (esta reversibilidad aparece constantemente en Ford) contrasta con la
dirección única de Cozarinsky, en el que solo cuenta el bando de los blancos
y a los indios no se les otorga siquiera la palabra (la cautiva, en contra del
texto, es enmudecida). La especulación universal de Borges se transforma en
el determinismo clasista y provinciano de Cozarinsky. En este escenario en el
que los personajes no son personas sino razas, posiciones sociales y
nacionalidades, solo queda la violencia como fuente posible de interés. Y así,
la narración termina definiéndose al compás de atrocidades y truculencias.
Borges, por boca de Brodie, decía de los yahoos: “La falta de imaginación los
hace crueles”. Lo mismo les pasa a algunos directores.
Gombrowicz o la seducción de Alberto Fischerman (lamentablemente
exhibida en video y en solo dos funciones) es una rareza cinematográfica que
evoca una rareza histórica. Esta última es la etapa argentina de la vida de un
gran escritor europeo. El film de Fischerman imagina las huellas del pasaje
de Witold Gombrowicz por las existencias de los que lo trataron
cotidianamente durante ese período en el que vivió ignorado por los círculos
literarios locales. El tratamiento que hace Fischerman de las complejas
relaciones que Gombrowicz tejió entonces con algunos aspirantes a
intelectuales no puede menos que maravillar. La mezcla de recuerdos
personales, textos, imitaciones y testimonios es de una elaborada densidad, a
tal punto que es difícil dilucidar el carácter de cita, documento o ficción de
las escenas en las que los cuatro personajes centrales –Russovich, Gómez,
Betelú y Di Paola– recrean su contacto con el escritor. La legendaria soberbia
de Gombrowicz, sus sufrimientos de asmático grave, su inclasificable
homosexualidad, son los datos exteriores de una trama que trasciende la
descripción de su personalidad. Gombrowicz es más bien un tratado sobre los
matices del abuso, sobre los riesgos de la fascinación. De los diálogos surge
un monstruo evasivo, dedicado a la calculada explotación de sus estrategias
de supervivencia. A través del confuso amor de sus discípulos huérfanos, el
personaje Gombrowicz aparece más lejos de la figura del maestro altruista
que de la del hijo de puta peligroso. Es un mérito de Fischerman el no haber
sentimentalizado al ausente como concesión a su grandeza literaria. Es un
mérito mayor el haber logrado, mediante la materialidad de unos pocos
planos ajenos a las conversaciones, dibujar un fondo que alude a nostalgias
polacas y a ingenuidades argentinas de mediados de siglo. Sobre ese fondo de
barcos y chicas rubias se sellan soledades y se presagian futuras tragedias. No
hay un gramo de alegría en esta película notable.
Juan, como si nada hubiera sucedido, realizada por Carlos Echeverría con
textos de Osvaldo Bayer, cuenta la desaparición de Juan Marcos Herman
ocurrida en Bariloche durante la última dictadura militar. Ficcionalizada
como una investigación a cargo del periodista Esteban Buch, la película
resulta más bien una puesta en escena de conclusiones determinadas
previamente. El film logra un testimonio de que Herman pasó por el centro
de detención clandestino “El Olimpo” en Buenos Aires y establece con
claridad que los militares con mando en la zona tuvieron conocimiento de su
secuestro a pesar de que negaron –y siguen negando– con hipocresía
burocrática su participación en los hechos. Los momentos más duros de la
película son las entrevistas de Buch a algunos de esos militares que a menudo
ignoran que están siendo filmados. Llega un momento en el que los
interrogados comprenden cuál es el verdadero propósito de Buch y pierden
gran parte del control sobre sí mismos. Uno de ellos llega a exclamar:
“¿Como qué me hace esta pregunta, como inquisidor?”. No puedo evitar un
profundo rechazo por estas escenas. Salvo en un caso, nada de lo que dicen es
relevante para la investigación. Han sido engañados por el periodista y se
sienten indignados y expuestos como lo estaría cualquier otro testigo de esas
circunstancias. ¿Los posibles torturadores son excepciones a la ética que
condena cosas como los reality shows y los noticieros televisivos? La
película propone implícitamente una respuesta al cerrarse sobre la foto de los
diputados que votan la Ley del Punto Final. Buch estaría cumpliendo la tarea
abandonada por la justicia y la película sería la encargada de completar su
tarea estableciendo el bando de los culpables que incluye a los asesinos y a
los legisladores. Este propósito alcanza su punto máximo cuando a un amigo
de Herman se le pregunta si fue él, que estaba haciendo la conscripción, el
que lo delató a sus superiores. La pregunta queda flotando como una
acusación sin pruebas y, nuevamente, el realizador se refugia en el lugar de la
omnipotencia. La memoria del genocidio sigue esperando que los
participantes acepten decir pública y voluntariamente la verdad. La
complicidad retrospectiva de las fuerzas armadas es un escándalo que pesa
sobre la sociedad argentina. Aunque sus intenciones hayan sido otras, la
película de Echeverría es un nuevo testimonio de que esa complicidad no ha
logrado quebrarse.
Durante dos de las funciones en las que se proyectó Nadie nada nunca de
Raúl Beceyro ocurrió algo insólito. Mientras el protagonista cortaba
prolijamente un salame, estallaron risotadas en la platea que se repitieron en
algún momento posterior. Era como si esos espectadores consideraran que
cortar salame no es un acto suficientemente digno para la narración
cinematográfica. Por el contrario, la película de Beceyro demuestra que la
descripción de la cotidianidad puede atrapar la atención hasta lo apasionante
y constituirse en una fuente más que legítima de placer. La escena en la que
un grupo de pasajeros baja de un colectivo en el suburbio santafecino y se
guarece de la lluvia es de una belleza infrecuente en el cine actual. También
es ajena a los códigos de la mayor parte de ese cine, lo que posiblemente
explique las risas de esos espectadores despistados. Pero Nadie nada nunca
no es solamente un documental sobre gente que come salame y se moja con
la lluvia. La materialidad de esas escenas es el soporte de un relato que
establece con enorme claridad el mundo mental de los personajes y sus
circunstancias sociales y políticas. La integración de esos planos narrativos
está resuelta con rigor y naturalidad. El grado de consistencia que logra
Beceyro es tal que trasciende ciertos momentos demasiado deudores de la
novela de Juan José Saer. La pelota que se detiene en el aire, por ejemplo,
parece haberse escapado del libro para irrumpir desde otra dimensión en el
espacio del film, lo mismo que los temas de algunas conversaciones. El
elemento curioso de la película es, de todos modos, que su universo posee un
sesgo radicalmente masculino. Mientras que los textos a cargo de las mujeres
muestran ignorancia o desprecio sobre lo que les preocupa a los hombres, la
cámara se asocia a la misoginia del personaje y omite toda relación de las
mujeres con el mundo material. Vemos cómo el Gato corta fiambre, prepara
un asado, le saca punta a un lápiz, hace las compras, acaricia un caballo en
planos cuya duración destaca la sensualidad de esos actos. Dichas escenas
contrastan con la parquedad con la que se trata el sexo y señalan por contraste
la casi absoluta ausencia de cualquier acción productiva por parte de una
mujer. La fotografía de Marcelo Camorino es extraordinaria.
Alambrado, del chileno–argentino–italiano Marco Bechis, integra el poco
cultivado género patagónico. Instalar un hotel de turismo en esos lugares
parece tan difícil como ir a filmar una película, como lo mostrara La película
del rey. Es sabido que en la Patagonia sopla un viento fuerte y constante que
se transforma en protagonista de todo lo que allí se filme. Así, Alambrado
podría definirse como la historia de la relación del viento patagónico y la
bombacha de Jacqueline Lustig, que se empeña en usar una pollera cortísima.
Hasta hay una escena en la que la pollera se pliega en el viento de tal manera
que la bombacha no queda expuesta y la actriz, atendiendo a una obvia
indicación desde afuera, se las arregla para recuperar su imagen habitual. Y
es efectivamente el viento el que más cerca llegará de esa bombacha, ya que
los flirteos histéricos del personaje no pasarán a mayores, incluyendo una
relación incestuosa con el hermano que nunca vemos concretarse. La
metáfora eólico–erótica (sección lencería) se puede extender al resto del film:
la naturaleza y las privaciones de toda índole se interponen en todo intento de
comunicación más o menos ortodoxa entre los personajes.
Alambrado es una historia algo excéntrica de locura familiar, de ambiciones
absurdas y de derrotas múltiples y lo mejor de la dirección de Bechis es que
logra transmitir el clima de claustrofobia al aire libre, de frustración
implacable, impuesto por la naturaleza. Lo peor tal vez sea una mezcla de
estéticas que incluye algunos planos excesivamente compuestos –dadas las
circunstancias del relato– y el corte abrupto de otros cuya lógica interna
obligaba a que fueran continuados. Alambrado es una película más bien
fallida de un director con ganas.
Habeas corpus y Standard de Jorge Acha corresponden a lo que podría
llamarse la sección experimental de la muestra. Acha no usa diálogos, cuenta
historias marginales y muestra una gran preocupación por el color. Habeas
corpus, que cuenta la historia de un prisionero clandestino que recuerda
momentos mejores, tiene un problema que se remonta a las teorías de
Eisenstein. El montaje alternado que usa Acha para relacionar los momentos
de tortura y libertad hace que el espectador esté demasiado pendiente del
sentido de cada imagen. A pesar de que la narración no es nada convencional,
la técnica elegida deja respirar poco a las imágenes, establece el significado
de manera peligrosamente unívoca: cada plano resulta un enunciado. En
Standard, Acha ha aprendido la lección y nos encontramos con una película
mucho más libre. No solo porque los planos son más bien insólitos –lo menos
estándar que pueda imaginarse– sino porque la historia tiene un carácter
mucho menos preciso y, al mismo tiempo, es de una gran frescura e
intensidad. Hay un uso de las locaciones y de la utilería absolutamente
imaginativos. Y, sobre todo, hay una audaz apuesta al construir la película
sobre personajes masculinos de aparente homosexualidad, de segura pobreza
y de provocadora alegría, sin antecedentes en el cine argentino salvo, quizás,
un lejano parentesco con el cine de Favio. Bien por Acha.
En 1000 boomerangs de Mariano Galperín, un conjunto de rock extranjero
pasa un fin de semana en Buenos Aires. El campeonato de fútbol de ese año
es tan raro que River y Boca juegan entre sí el sábado y el domingo. Esto
explicaría la presencia de Tato Bores diciendo “Boca y River me tienen
podrido”. Entretanto, los integrantes del conjunto se relacionan con tres
hermanas que poseen una estancia. Los extranjeros son decadentes y frívolos.
Las hermanitas son tontas y un poco promiscuas. Un octavo personaje se
cuela en la historia. Es la chica linda y buena (¿rumana?, ¿italiana?,
¿marciana?), que no se droga ni se regala así nomás. Al final, su pureza
rescata a uno de los rockeros, el chico anglo–argentino con acento cheto que
previamente parecía inclinado hacia una de las hermanas y también hacia el
líder (inglés) del conjunto. En la última escena hacen el amor bucólicamente
en el suelo patrio imitando a unos simpáticos caballos en contraste con un
polvo “artificial” de la pareja de malos en un pasillo de hotel (con bombacha
puesta). La hermana perdedora, que previamente se había sacado el corpiño
para exclusivo esparcimiento de los espectadores, se masturba contra un
árbol. El director Galperín cree que la película “no trata de dejar moralejas”,
cuando no solo lo hace, al menos en cuanto a estrategias para conseguir
novio, sino que se instala en la doble moral del peor cine argentino: mujeres
virtuosas y fáciles, chauvinismo y desprecio por la gente concreta, pacatería y
explotación del sexo. El film está mal contado, mal fotografiado, mal actuado
y los personajes se expresan en una jerigonza propia del paleolítico. Que
figuras conocidas de la música, la televisión, la fotografía, la plástica y la
literatura hagan cameos en una película en la que se afirma que “el Uruguay
perteneció a la Argentina hasta ¡¡¡1935!!!” es una indicación de que algo no
anda bien en la cultura local.
Desde hace más de un año tenemos una larga crítica de David Oubiña lista
para publicar en cuanto se estrene El acto en cuestión de Alejandro Agresti,
que fue lo mejor de la muestra, que es una gran película, que es importante
para el cine argentino, etc., etc. Así que por este único medio hago llegar este
aviso al director: “Agresti, ¿cuándo pensás estrenarla?”. Por ahora, quiero
agregar a lo publicado en El Amante Nº 18 unos pocos detalles que me
sugirió la revisión. 1) Agresti reúne dos condiciones definitivas: una altísima
capacidad técnica y una audacia e imaginación poderosas. 2) En la película
hay cuatro cosas que escasearon en la muestra: emoción, parlamentos
interesantes, sentido del humor y personajes femeninos atractivos. 3) El acto
en cuestión es un raro ejemplo argentino de reflexión sobre el cine. El mago
Miguel Quiroga, que robó su acto pero es el único que puede realizarlo, es
una buena metáfora para el director de cine. 4) La actuación de Carlos Roffé
es absolutamente memorable.
Publicado en El Amante N°31 – septiembre 1994
136. Sed de mal

Dos videos y un libro


Asesinato por venganza (The Positively True Adventures of the Alleged
Texas Cheerleader–Murdering Mom), Michael Ritchie, 1993.
La última seducción (The Last Seduction), John Dahl, 1993.
Vicente Molina Foix, El cine estilográfico, Anagrama, Barcelona, 1993, 442
páginas.
En El cine estilográfico, un libro reciente del español Vicente Molina Foix,
se puede leer esta frase: “Para mí no existe mejor logro en un artista que ser
capaz de hablar de todo y por boca de muchos, pero con la voz elidida del
nostálgico irónico descreído”. El lector puede llegar a pensar en Jean Renoir
por los dos primeros adjetivos, en Lubitsch por los dos últimos o en Keaton
por los de las puntas. Lamentablemente, Molina está hablando de Alan
Rudolph (en cuanto a hablar de todo y por boca de muchos parece más bien
oficio de charlatanes). Pero lo que resulta raro es que el director americano
actual más interesante para Molina sea David Lynch, que no arrima en
ninguna de las tres categorías: Lynch es demasiado conservador para ser
nostálgico, demasiado solemne para saber lo que es la ironía y trata de creer
en lo que hay y en lo que no hay. Molina Foix escribe bastante bien, pero
estoy casi seguro de que piensa mal. Últimamente, su interés crítico parece
centrarse en algo que denomina “el Mal como programa narrativo”, frase
utilizada a propósito de El silencio de los inocentes y que se refuerza con el
uso constante y entusiasta de la palabra “perverso”, hasta llegar al superlativo
“maravillosamente perverso” que contrasta con el repudiable “cine para
enfermeras y otras almas benéficas”.
Asesinato por venganza es un telefilm que se ocupa de la mujer que mandó
matar a la rival de su hija en un concurso para ser porrista de la escuela
secundaria (antecedente de la patinadora que intentó eliminar a su rival en los
juegos olímpicos con métodos parecidos). Basta con leer el título original
(“Las positivamente verdaderas aventuras de la supuesta madre asesina de
porristas de Texas), comprobar que al final se canta una canción que se llama
“Por qué tiene que haber una canción al final” y que el último plano es un
cartel que dice “durante la filmación de esta película no se mató a ninguna
araña ni a ninguna porrista” para saber que estamos ante un representante del
género “los chicos inteligentes de la tele hacen falsos documentales”, que
empezó con This Is Spinal Tap de Rob Reiner y que también se practicó en
nuestro medio. Efectivamente, la película ironiza sobre la competencia, la
educación, los medios, los telefilms, la religión, los juicios y, más en general,
sobre la rapacidad de los habitantes del planeta. Beau Bridges se supera en
énfasis y también Holly Hunter, que interpreta a una mujer vulgar nacida en
Texas y nos convence de que es una mujer vulgar nacida en otra parte.
Asesinato por venganza, con todo el ingenio malgastado de la guionista Jane
Anderson, se podría inscribir en esa visión distante y polifónica del estilo
Altman–Rudolph. Es más, el último plano, en el que una mujer hace ensayar
a su hija en el estadio vacío, podría ser una síntesis de la obra de Altman. El
problema es que (como también ocurre con la mayoría de los films de ese
estilo) todo se reduce a una colección de guiños que necesitan multiplicarse
hasta el infinito para entretener. Sin embargo, hay por lo menos dos escenas
que escapan a la norma, a la infinita previsibilidad de las acciones. En una de
ellas, la protagonista mira televisión acompañada por su hijo y un amiguito
adolescente de este. Desde un sillón inicia una maniobra de seducción sobre
el chico que se agota en un par de miradas mientras se habla de otra cosa.
Sabemos que se trata de una arribista, de una intrigante y hasta de una
potencial asesina, pero nos sorprende que intente provocar al chico. En la otra
escena, Beau Bridges debe grabar el momento en que su ex cuñada le encarga
explícitamente el asesinato para que la policía la escuche y poder eliminar
cualquier sospecha sobre su persona. Bridges, que hasta aquí era un típico
tonto de pueblo, despliega una astucia sorprendente y se dedica a la tarea con
una fruición que revela un evidente placer en su papel de informante policial.
Son las escenas más sugestivas, más interesantes del film porque muestran
aristas de la situación que no son esenciales para el argumento, pero que le
dan un relieve completamente ajeno a las convenciones televisivas. El mal
surge aquí de las imágenes y no de un programa como el que requiere Molina
Foix. En Corazón salvaje, en Perros de la calle, en Henry, retrato de un
asesino, en cambio, el mal es efectivamente programático. Es un mal
proclamado y aun declamado: es el Mal con mayúsculas, que,
paradójicamente, coloca a esas películas del lado del Bien artístico,
vistiéndolas con aires audaces y contestatarios, defendiéndolas de cualquier
acusación de satisfacer a las almas benéficas. Sin embargo, ese mal y su
estética son banales, mientras que el mal que no dice su nombre resulta más
interesante.
The Last Seduction de John Dahl, en cambio, podría inscribirse
directamente en este programa del mal de Molina Foix, intentando “sacudir el
foso de reptiles en letargo que todos llevamos adentro” o aun estar a tono con
una “inescapable modernidad artística” que “tiene como objetivo el
rebasamiento de los límites y la violación sin miedo de las fronteras de lo
decible” (citas de MF). Las dos películas anteriores de Dahl –La muerte
golpea dos veces y Traición perfecta– eran también thrillers negros que
giraban alrededor de una mujer fatal. En esta película, Dahl ha llevado su
apuesta más lejos de la mano de Linda Fiorentino, muy superior a las
impávidas Lara Flynn Boyle y Joanne Whalley Kilmer. El personaje de
Fiorentino es realmente el de una mujer muy atractiva, muy inteligente y
terriblemente mala. Que las ideas expresadas por Foix le rondan a Dahl y a su
guionista Steve Barancik se demuestra por las palabras que ponen en la boca
de Fiorentino: “¡Esto es divertido, violar las reglas, jugar con la mente de los
demás!”. No es que Dahl llegue a violar muchas reglas, pero digamos que se
aparta efectivamente de algunas convenciones, especialmente la que aconseja
el castigo a los culpables. La malvada se sale con la suya y los no tan malos
son castigados horriblemente. No es frecuente que esto ocurra en el cine y,
cuando pasa, suele haber algún atenuante que disculpa al personaje. La
astucia llega al exhibicionismo cuando, amagando imitar una convención
clásica del cine policial, a último momento aparece una prueba que se
descarta en el plano final. Lo que me molesta de la película no es tanto que el
culpable escape al castigo, sino que este recaiga en el inocente tras un
desenlace arbitrario y truculento. Esta molestia me coloca en un lugar
incómodo: si soy el único en padecer el sadismo de Dahl, la frase anterior no
tiene ningún valor como crítica y se trata de un problema personal, de una
tara. Por el contrario, si les ocurre a muchos, se trata de un triunfo del
director, que ha logrado jugar diabólicamente con la mente de esos
espectadores. Creo que Dahl da un paso al que no se animó en sus películas
anteriores, que terminaban más ortodoxamente. A esta transgresión hay que
unirle otra, la de la franqueza con que la protagonista encara el sexo.
Fiorentino va al grano, usa un lenguaje subido, toma la iniciativa y hasta da
órdenes a sus parejas. No terminan allí las transgresiones. Los encuentros de
la protagonista con sus amantes/víctimas se resuelven en conversaciones
sobre el tamaño de sus penes, un tema insólito como abordaje que recuerda a
las conversaciones de La ley del más fuerte en el bar de homosexuales. La
pasada homosexualidad del protagonista masculino aparece también
sorpresivamente al final, para hacer su situación todavía más humillante y, tal
vez, para molestar un poco más al espectador heterosexual. En el mismo
sentido, que a lo largo del film se insista en que los que no viven en Nueva
York difícilmente logren un buen coito podría ser una molestia para los
habitantes del suburbio, a los que se acusa, a la pasada, de uniformemente
racistas.
Frente al uniforme conservadurismo del cine actual de Hollywood, frente a
su montón de convenciones, la idea del mal aparece como una novedad y
hasta como una esperanza, algo así como un camino alternativo. La idea de
un cine que sacuda al espectador, que lo incomode, resulta por lo menos
tentadora. The Last Seduction, con sus diálogos elaborados, narración
prolijamente calculada, es una película diferente. Pero el problema es que el
mal –entendido como proyecto– es una forma de la monotonía. En un folletín
como este, cualquier sentimiento noble, cualquier acto de generosidad
destruiría el horizonte del relato, desintegraría la consistencia de la trama. El
bien, entendido en el sentido de las “películas para enfermeras”, no tiene ese
problema, porque puede tentarse con el mal o sufrir la sombra de su
presencia. El mal, en cambio, no puede tentarse con el bien y termina siendo
mecánico o caricaturesco. Es una de las ventajas de Nazarín sobre Los
olvidados. Y por qué no, de la fluida Pacto siniestro sobre la forzada La
última seducción.
En cuanto a Molina Foix y su libro, esta idea de depositar el futuro del cine
en una fórmula se me ocurre ligada con otra que aparece en la página 63. Allí
se dice que el cine sigue siendo de las artes la séptima y se lo enuncia como
juicio de valor. ¿Por qué alguien habría de practicar la crítica de cine si
considera que su objeto es inferior al de otras seis disciplinas? Molina, cuyo
estilo se parece un poco al del prologuista del libro, Guillermo Cabrera
Infante, no lo hace mal. Es capaz, entre otras frases ingeniosas y brillantes, de
inventar para Fuller la caracterización de “realista visionario”. Pero alguien
que en este siglo es capaz de calificarse a sí mismo como “esteticista de la
moral”, tiene que ser necesariamente un frívolo si previamente –como es el
caso– ha demostrado que no es un imbécil. De tal frivolidad está hecha la
decisión de dedicarse a lo que uno cree importante, pero también un coqueteo
con el mal que recuerda, en el fondo, al personaje de John Goodman en
Aracnofobia, que, tras matar una inofensiva arañita, sopla con sonrisa
satisfecha el caño de su aparato lanzainsecticida y con voz aguardentosa
exclama: “¡Soy maaalo!”.
Epilogo. Aprovechando las lecturas de La lectora, le robo una frase de
Lindsay Anderson sobre John Ford: “Un ideal implica una moralidad; el don
poético de Ford era sobre todo moral y en él se implicaba de cuerpo y alma.
En esto era un artista comprometido. Sus películas van en contra de la idea
preconcebida de que el mal es mucho más interesante que el bien”.
Publicado en El Amante N°31 – septiembre 1994
137. El otro señor Gallimard

M. Butterfly, David Cronenberg, 1993.


En la China de Mao, un diplomático francés de nombre René Gallimard se
enamora de una cantante de la Ópera de Pekín cuando la escucha cantar
partes de Madame Butterfly. Viven un apasionado romance. Cuando se
separan, ella le dice que está embarazada. Años más tarde se reúnen en París
y continúan con la relación. Pero resulta que la artista es un hombre y que es
espía del gobierno comunista, pero también que el diplomático desconocía el
verdadero sexo de su amante. Nuestro héroe va a parar a la cárcel y allí se
suicida disfrazado de Madame Butterfly.
Al parecer, este disparate ocurrió en la vida real. Un hecho tan singular no
podía sino inspirar una obra de teatro. Cronenberg, al que no le gusta el teatro
(cosa que aumenta nuestra admiración por él), decidió hacer una película
basada en la obra. Para colmo, cuando M Butterfly estaba en producción, se
estrenó El juego de las lágrimas y su inesperado éxito inauguró la era de los
travestis en el cine. La película de Cronenberg aparece como una variación
sobre el mismo tema cuando, en el fondo, no podría haber dos películas tan
distintas. Entre otras cosas, esta es magnífica y la otra es bastante mala. Pero
el antecedente de El juego de las Lágrimas hace que M Butterfly sea, tal vez,
un poco difícil de entender: de ahí algunas acusaciones de inverosimilitud
que no vienen al caso. En principio, El juego de las lágrimas es la puesta en
escena de una leyenda popular: la del heterosexual que descubre que está a
punto de tener una relación sexual con un hombre y ve dispararse sus
prejuicios. El final de la película es tramposo (y no solo el final): aunque el
argumento indica que esa relación nunca se concreta físicamente (el mundo
del cine es heterosexual independientemente de las preferencias sexuales de
los involucrados) da a entender que en el “mundo real” las cosas serían
diferentes. Una manera de combinar el prejuicio con la tolerancia que deja a
todos contentos. Algo parecido ocurre en Fresa y chocolate. Pero en M
Butterfly se trata de algo completamente diferente. No estamos frente a una
anécdota sobre las tentaciones prohibidas sino ante una pequeña (pero
radical) fábula filosófica. Lo que Cronenberg está contando no es la
ampliación del registro del deseo sino su unicidad fijada en una ilusión y una
escena. Al prolijo contador Gallimard le cuentan el argumento de la ópera
Madame Butterfly, ve cantar a la protagonista y descubre, como en una
revelación, cuál es esa escena: el amor trágico y maravilloso que concluye
con el sacrificio de la mujer oriental e incluye su infinita sumisión a la
voluntad del amo occidental. A partir de allí, pone en juego todos los
mecanismos de la ilusión para convertirse en un personaje de ese argumento.
La película abundará en esas representaciones: la ópera, el matrimonio, la
diplomacia, los tribunales por los que Gallimard paseará su incompetencia.
Gallimard no está preparado para el teatro del mundo, pero aún no lo ha
descubierto. En su camino de transformación y transformismo descubrirá que
tampoco le importa. Así como el loco don Quijote quería encarnar a un héroe
de caballería, al loco Gallimard le interesa solamente ser el posesivo amante
de Mme. Butterfly. Hay dos refranes lacanianos (de los que desconozco su
sentido preciso, pero creo que su formulación viene al caso) que resumen
admirablemente su destino. Uno de ellos dice: la mujer no existe. Y
efectivamente, lo que Gallimard busca en Song es su propia idea de lo que
debe ser una mujer para satisfacer a un hombre y solo un hombre sabe cómo
es esa idea. Tan torpe como sus ideas sobre la superioridad de las potencias
imperialistas sobre los países orientales, su concepción de la mujer ideal es
ridícula. Así se lo hace saber Song en su primer encuentro, pero Gallimard
jugará todo el tiempo a preguntarle si ella quiere ser “su Butterfly”. Mientras
esto sucede, Butterfly es, en cierto modo, él (que es traicionado por su
amante que es un hombre, lo que abre otra línea de interpretación). De todos
modos, el sacrificio final se impone como inevitable dada la lógica de la
situación: encarnando por fin el lugar que lo obsesiona, al convertirse en
Mme. Butterfly, Gallimard debe suicidarse. El deseo es el deseo del deseo del
otro dice el otro refrán y Gallimard se desdobla como los mellizos de Pacto
de amor: se convierte en la mujer que lo desea ocupando el vacío que la
traición de Song ha dejado vacante. Previamente ha rechazado ser el amante
de un hombre: cuando Song se muestra desnudo, no es rechazo o
perturbación lo que siente, como Stephen Rea en El juego de las lágrimas,
sino que le han arruinado su sueño. La persona (ese mito de cierta
dramaturgia teatral y psicológica heredado por el cine) de Song le importa
poco: es su fantasía la que cuenta y nada tienen dos hombres que hacer allí.
Por eso Cronenberg eligió a John Lone y no a un travesti para el papel de
Song, porque tiene los suficientes rasgos masculinos para que el espectador
vea que si Gallimard se engaña es porque quiere ser engañado. Gallimard no
finge, se engaña efectivamente (a partir de lo cual las acusaciones de
inverosimilitud son una necedad) y produce el efecto cómico de explorar el
cuerpo de Song solo en la medida en que le pueda confirmar que es una
mujer o aceptar un hijo que se le parece muy poco. El planteo de Cronenberg
alcanza su radicalidad al mostrar que el cuerpo de la mujer es simplemente el
objeto que confirma una construcción masculina previa. Mucho más
interesante que la trivial afirmación de la existencia de pulsiones
homosexuales, lo que está en juego es la noción de que el amor es un
producto cultural. Todos somos Gallimard.
Hay un punto de vista doble en la puesta en escena de Cronenberg. Por un
lado, se separa del protagonista y nos cuenta un cuento tragicómico análogo,
por ejemplo, a Desesperación de Nabokov (junto con Burroughs, su escritor
favorito), en el que el protagonista cree que ha encontrado un doble que en
realidad es un tipo totalmente distinto. Pero establecida esa distancia, la
ilusión de Gallimard adquiere una luz diferente. El personaje abandona los
papeles de occidental, contador, diplomático y marido que desempeña con
aburrida ineficiencia en pos de un mundo en el que existan la ternura y el
misterio. Y al hacerlo, se convierte en un héroe romántico que nos hace
simpatizar con sus desvaríos, seguir con emoción su insensata odisea.
Cronenberg demuestra así, junto a una penetrante lucidez, una profunda veta
de humor y romanticismo. Ya es hora de que dejemos de pensar en él como
el ginecólogo del terror.
Publicado en El Amante N°32 – octubre 1994
138. Tentaciones de la crítica

En otro intento por desentrañar los misterios de la crítica, el autor introduce


nuevos sofismas según su peculiar estilo.
No es ninguna originalidad decir que el predominio mundial del cine
norteamericano ha sido una constante. Históricamente, hubo dos períodos en
los que esta preeminencia se vio disminuida (excluyo la Segunda Guerra
porque allí hay otro tipo de razones). Uno, a principios del sonoro, hasta que
se perfeccionaron las técnicas de doblaje y subtitulado. El otro, a fines de la
década del 50, en que consolida el llamado “cine moderno” y las
producciones de los otros países adquieren una repentina universalidad y
resultan estéticamente más atractivas para un número importante de
espectadores. En la década del 60, nacen en casi todo el mundo las llamadas
“salas de arte” y el público de cine tiende a dividirse en dos. Aun en los
países que no registran oficialmente esa división a nivel de los cines (como
Argentina), los aficionados parecen agruparse en dos categorías bastante
diferenciadas: una mayoría consumidora de un cine popular o “de
entretenimiento” (con películas principalmente americanas pero no
solamente) y una minoría que gusta de lo que queda fuera de la primera
categoría. Este fenómeno coincide con una cierta pérdida de poderío relativo
de la industria americana y aun dentro de ese país tienen éxito películas que
se apartan más o menos de la tradición mayoritaria (El padrino I y II son
buenos ejemplos). Pero esa declinación se revierte a fines de la década del 70.
Algunos ubican el punto de inflexión en el estreno mundial de Tiburón
(1975). A partir de allí, las películas norteamericanas vuelven a recuperar
posiciones en el mundo, mientras que las cinematografías de los otros países
empiezan a retroceder. Aun el cine más popular (como el de las comedias
masivas italianas, francesas, inglesas, españolas o argentinas) del resto de los
países comienza un proceso que, con el tiempo, llevará a su desaparición. En
esos países, la mermada producción local se va refugiando en la categoría
“artística”. La imprecisión de ese término podría mejorarse un poco diciendo
que son películas cuyos espectadores conocen el nombre del director antes de
verlas (aunque hay directores de la otra categoría que también son conocidos
y hasta atraen espectadores por su firma). O aun más, estableciendo que esas
películas son las que pueden competir y ganar en un festival europeo como
Cannes, Berlín o Venecia. Casi todas las películas no norteamericanas caen
en ese rubro que, por supuesto, también incluye algunas de ese país (llamadas
“independientes”). Es de las otras que quiero hablar aquí, de lo que se llama
desde hace algunos años “mainstream o “mainstream Hollywood”.
Los críticos de cine, en general, han llegado a desempeñarse como tales
después de haber militado en las filas de los espectadores del cine “de arte”.
Es así que aun los más palurdos de entre ellos (varias firmas habituales de los
matutinos porteños revistan en este grupo) tienen internalizada una regla de
oro: el cine mainstream es un producto de segunda categoría. Es muy difícil
que un crítico escape a este precepto. Aun los pocos que se jactan de preferir
este cine sobre el otro, al que califican desde una cierta barbarie como “más
antiguo” o “más intelectualoide”, carecen de justificación alguna para sus
preferencias como no sea la taquilla o la popularidad y manifiestan en público
una prudencia un poco vergonzante. Es más, en esta revista, que nació en
parte del rechazo a esa regla, nos pasa lo mismo con la posible excepción de
nuestro joven colaborador Santiago García, que mira todo el cine desde una
ética universal propia que vaya a uno a saber de dónde la sacó. Un ejemplo:
García (Santiago, no confundir con el jovato Jorge que jamás coincide con él)
afirma que Cuando un hombre ama a una mujer es una de las mejores
películas del año. Pues bien, nadie la fue a ver porque nadie cree que una
película dirigida por Luis Mandoki y donde actúan Meg Ryan y Andy García
pueda ser buena. Prejuicio contra el mainstream, que le dicen.
Ahora bien, el problema de los críticos es que si bien desprecian el
mainstream, se ganan la vida escribiendo sobre él, ya que la mayoría de las
películas que se estrenan corresponde a esa corriente para no hablar de las
recaudaciones y la publicidad. ¿Qué hacen entonces? Las defensas contra esta
esquizofrenia pueden dividirse en tres estrategias (la cuarta, que diría que
cada película mainstream que se estrena es un bodrio, no se manifiesta más
que mediante el silencio y, en algún caso extremo, la renuncia o el despido).
La primera, adoptada por la gran mayoría (con los palurdos citados a la
cabeza), consiste en decir siempre algo así como “esto no será Bergman, pero
es muy entretenido y efectos especiales bla, bla, bla...”. La segunda consiste
en disimular que ciertas películas son claramente mainstream y encontrarles
presuntos méritos “artísticos”. Basta leer algunas críticas de películas como
El juego de las lágrimas, Nacido el cuatro de julio, La lista de Schindler, La
casa de los espíritus, Expreso de medianoche, Una vez en la vida para aclarar
el punto (sería interesante hacer una tipología de estas películas y no parece
difícil). Falta agregar que, desde hace un tiempo, cierta parte del cine europeo
se hace de acuerdo a los estándares del mainstream americano. La tercera fue
inventada por ciertos críticos de izquierda en la década del 50 y retomada por
muchos críticos americanos actuales. Se trata de la crítica de lo políticamente
incorrecto, que en su versión actualizada trata de mostrar que las películas del
mainstream contienen tratamientos, escenas o diálogos que son hirientes o
despectivos para las minorías o que su punto de vista se identifica con valores
del establishment conservador americano. La primera variante es
consecuencia, simplemente, de la pobreza o pereza intelectual e intenta salir
de una contradicción afirmando los dos términos (“esto es malo pero es
bueno y es bueno pero es malo”). Su uso sistemático termina por irritar. La
segunda es un caso flagrante de mistificación y deshonestidad crítica
(películas análogas a las citadas se miden con escalas diferentes). La tercera
alternativa (la crítica de lo políticamente correcto), en la que caemos con
cierta frecuencia aquí mismo, merece un análisis un poco más extenso,
aunque participa de los vicios de las anteriores.
El arte no es políticamente correcto ni incorrecto. Tomemos, por ejemplo,
una película en la que una mujer violada goza de la violación, un tipo de
escena que me desagrada profundamente en lo personal (ej. Los perros de
paja). Resulta que hoy en día, ningún director americano se animaría a filmar
una escena semejante gracias a la crítica. El resultado es que hay una zona de
las fantasías masculinas (desagradables, enfermas, machistas, lo que se
quiera) –de las que, para colmo, el director puede o no participar– que queda
excluida del cine. Y excluir las fantasías de su arte es lo último que tiene que
hacer un artista. La crítica tiene así un efecto indeseable, porque contribuye a
la represión y a la censura. Al final, la crítica basada en lo políticamente
correcto es políticamente incorrecta porque apunta a desnaturalizar el arte.
Años de realismo socialista, de cine edificante, deberían servir de ejemplo.
Pero hay más. Hay películas que son ideológicamente reaccionarias y a las
que los críticos solemos descalificar rápidamente por eso, sin advertir que
pueden leerse en ellas contradicciones y planteos mucho más interesantes que
los que aparecen en la superficie. Y aquí querría postular algo: si las películas
no tienen por qué ser políticamente correctas, las críticas sí. Y esto implica
tratar de entenderlas más allá de ciertas trivialidades. Pero para eso, hay que
tomarse el mainstream en serio y eso dista de ser fácil. No ya por la miopía o
la incompetencia de los críticos sino porque el mainstream es un fenómeno
teóricamente complejo, que incluye aspectos ideológicos, industriales,
estéticos y sobre el que hay muy poco de serio pensado o escrito. Con el
mainstream pasa de algún modo lo mismo que con la televisión. Serge
Daney, uno de los grandes críticos de cine de todos los tiempos, intentó
durante un tiempo ocuparse de la televisión. Renunció diciendo que es
imposible pensar en la televisión porque la televisión no piensa. Y, sin
embargo, ahí está la televisión para ser pensada (para eso lo tenemos a La
Ferla). Bien, con la televisión no me animo, pero me gustaría ilustrar algunas
de las ideas anteriores diciendo un par de cosas (que no intentan agotar una
crítica) sobre dos películas mainstream estrenadas recientemente.
Mentiras verdaderas. Esta es la típica película a la que se califica de “muy
bien filmada” y muy entretenida por los efectos especiales, las escenas de
acción y bla, bla, bla, pero que ataca a los árabes, propone el abuso del poder
del Estado para fines personales, denigra a las mujeres y glorifica el
militarismo y a los servicios de inteligencia americanos. Un verdadero
catálogo de incorrecciones políticas. En mi opinión, se trata de una película
que describe el imaginario de una sociedad, el estado actual del capitalismo y
las contradicciones con las que se enfrentan ambos. Mentiras verdaderas es
una comedia americana clásica del tipo “rematrimonio” (terminología de
Stanley Cavell, cuyo apasionante libro, Pursuits of Happiness, reseñaremos
próximamente) insertada en un contexto excéntrico, pero no más que La
adorable revoltosa o Las tres caras de Eva. El problema que plantea la
película es nada menos que la imposibilidad de mantener la felicidad
matrimonial dejando el resto de los valores tradicionales constantes. El
protagonista, Schwarzenegger, tiene un trabajo apasionante y para nada
rutinario que está en un todo de acuerdo con su escala de valores pero
excluye de él a su mujer, siguiendo los cánones del marido burgués
tradicional. La película muestra que el precio de una vida semejante es la
negación del erotismo de su mujer. Y muestra también que para que la
familia pueda seguir funcionando como unidad productiva dentro del
capitalismo, es el eslabón más débil el que debe caer. No sabemos aún si este
es la estructura patriarcal o el placer sexual en el matrimonio, pero el sida
hace pensar más bien en el primero. Cameron muestra esta caída mediante las
extraordinarias escenas que siguen el renacer de Jamie Lee Curtis a la
dignidad primero y al sexo después y que obligan al cambio de
comportamiento de su marido que, entre tanto, actúa como el matón y espía
que es (y no de otra forma, como prescribiría la necia corrección política). El
placer del final es tan delicioso, que pone de relieve la desigualdad del
matrimonio entendido según las comodidades masculinas y la miseria de la
mujer en ese caso. Sin embargo, hay un punto grave de deshonestidad en la
película: para mostrar que el director no es racista intenta contrapesar el
hecho de que los enemigos sean árabes (¿qué otros iban a ser, en esta etapa
de los EE.UU.?) incluyendo un personaje de esa raza entre las buenos. Este
acto de complacencia frente a la corrección política rechina –y es un acto
racista del tipo “tengo un amigo judío”– como no ocurre con ninguna de las
supuestas aberraciones que la crítica ha señalado. Pero Mentiras verdaderas,
como toda gran película, confronta su ideología con la realidad. Las malas
películas, en cambio, son las que tratan de ocultar ambas. Y el mainstream
viene a ser ese territorio en el que el conflicto pugna por manifestarse en
contra de las fuerzas del consenso, que no son otras que las que pugnan por la
corrección política de cualquier signo.
Forrest Gump. Es muy obvio decir que Forrest Gump es, por un lado, un
canto al aislacionismo americano y, por el otro, una recopilación de clichés
reaccionarios que se encadenan para explicar las décadas del 60 y el 70 a
través del personaje de Jenny. También es obvio decir que los efectos
especiales y bla, bla, bla. Lo que no es tan obvio es explicar el curioso efecto
de rareza que produce la película, que rompe con un estilo de narración,
plantea un punto de vista inusual e introduce elementos de notable
causticidad. En efecto, ¿desde dónde se cuenta la película? Cosa rara, desde
ninguno de Ios protagonistas: su misma naturaleza impide la identificación
del espectador. Desechado este mecanismo básico, hay, evidentemente, una
perspectiva en la narración que no es otra que la del director. Lo que casi
excluiría la película del mainstream si no fuera parque sus materiales son una
absoluta acumulación de lugares comunes y la identificación se logra por
otros medios: la banda de sonido y la sucesión de eventos históricos. Pero,
¿cómo están organizados esos materiales? De una manera poco usual. Del
lado de Forrest (y con gran ingenio), se acumulan los hechos públicos y
positivos de las últimas décadas de los EE.UU. Del de Jenny, las calamidades
de la vida privada de esos años. La metáfora final, Ia unión de ambos mundos
mediante el hijo común de ambos protagonistas, podría entenderse como la
conciliación de los extremos en un futuro venturoso que representa a la
nación. Por el otro, hay que notar que solo el sida permite la unión de la
pareja (la tragedia privada que se hace oficial por su magnitud) y que Forrest
(que en apariencia representa la luz y la felicidad) la pregunta a Jenny (en la
escena más emocionante de la película) con aprensión y dolor si el hijo es
tonto como él, esto es, si la mayoría silenciosa va a perpetuarse en su
ignorancia y su docilidad. Pero hay algo más curioso. Al cerrar
intencionalmente el mundo sobre EE.UU., al no deslizar ningún rasgo que se
pretenda inteligente, que exceda el cliché mediático o el sentimentalismo más
elemental, es el propio lugar del narrador el que queda expuesto mediante su
metáfora última: la pluma que con su absoluta ligereza abre y cierra la
película, declarando que nada de lo visto es más que una fantasía sin el menor
peso. Forrest Gump es algo así como la primera película virtual (y ahora, los
efectos especiales pueden verse con otra luz) y, al mismo tiempo, la primera
en declarar que su materia es descartable. Pero esa materia es la
interpretación oficial que los EE.UU. hacen sobre sí mismos. Y la película
¿confiesa? –¿a pesar suyo?– que desde ese punto de vista solo se pueden
contar patrañas. ¿Es tan obvia Forrest Gump?
Publicado en El Amante N°32 – octubre 1994
139. El joven Dylan

La edición en video de Don’t Look Back, de D. A. Pennebaker, no vista en


los cines argentinos y que en su país de origen se estrenó en 1967, es un
pretexto para que el autor de la nota hable de sí mismo y de Bob Dylan.
Queda este espacio para hablar del director. Pennebaker nació en 1925.
Tras hacer una carrera como ingeniero en el mundo de las empresas
electrónicas, largó todo y se dedicó a filmar documentales que rápidamente
se orientaron a lo que se dio en llamar cinéma vérité. Su película más
conocida es probablemente Monterey Pop (1969), en la que el epicentro del
“verano de las flores”, el multiconcierto de ese nombre, es mostrado sin la
ampulosidad que caracterizaría los films de rock sucesivos, en especial el
sobrevalorado Woodstock.
En mayo de 1965 yo estaba en el colegio secundario. Mi compañero de
banco, un chico judío, rubio y petiso era inmune a cuanto ocurría en ese lugar
presuntuoso y se dedicaba a aprender la guitarra por su cuenta. Al mismo
tiempo otro chico judío, rubio y petiso hacía la gira de conciertos por
Inglaterra que Don Pennebaker documentó en Don’t Look Back. Yo nada
sabía de este evento histórico e ignoraba el nombre del protagonista.
Aproximadamente un año más tarde, cuando este ya había grabado una
trilogía de LPs que cambió la historia del rock –Bringing It All Back Home,
Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde–, el nombre de Dylan se cruzaría
por primera vez en mi camino. El guitarrista autodidacta solía aparecer por
casa con unos discos que lo fascinaban y que sacaba de la Biblioteca Lincoln.
Yo escuchaba “Visions of Johanna” o “Desolation Road” con rechazo o
indiferencia y solo me llamaba la atención la cubierta del doble Blonde on
Blonde: lo mío eran Los Beatles y punto. Mi amigo se llamaba Claudio Gabis
y en 1969 se haría famoso tocando en Manal. Ese año, Nashville Skyline, el
noveno LP de Dylan, era el primero en editarse en la Argentina. Con siete
años de atraso, yo empezaba mi carrera de fanático de Dylan con la pasión
desenfrenada de los que llegaron tarde. Creo que recién ahora estoy
empezando a entender. Pasaron nada más que 30 años. Pero volvamos a
mayo del 65.
Los conciertos de Dylan en Inglaterra se iniciaban invariablemente con “The
Times They Are A’Changing” (Los tiempos están cambiando), título de su
tercer LP (para esa fecha había grabado dos más). La canción, un himno
sobre el advenimiento de un nuevo orden, funcionaba como un emblema para
los espectadores. Pero, ¿como un emblema de qué? La letra podría resumirse
con el antiguo refrán “los últimos serán los primeros”. Esto viene de la Biblia
–desde el principio, fuente de muchas canciones de Dylan– y puede aplicarse
tanto al orden de acceso al reino de los cielos, como al triunfo del
proletariado o al recambio generacional. Interpretada por los hipnotizados
oyentes y por los perplejos críticos como un mensaje revolucionario, la
canción habla de un tema favorito del Dylan de los comienzos: la ignorancia
de los escritores, críticos, legisladores y representantes del establishment en
general –padres incluidos– sobre la verdadera realidad del mundo que los
rodea, sobre la caducidad de sus precarios saberes. Es muy interesante
contrastar estos océanos proféticos con las imágenes de la película.
Don’t Look Back, a diferencia de la inmensa mayoría de los documentales
sobre figuras del rock, es una cuestión privada. El extraordinario film de
Pennebaker no tiene nada que ver con la filmación de recitales ni con la
construcción de la imagen pública de un artista. Por el contrario, muestra con
audaz ingenuidad lo que ocurre detrás del escenario. Y esto es, a grandes
rasgos, que hay un compositor y cantante que está disfrutando de empezar a
ser famoso, que está todavía muy lejos de ser rico, que se preocupa por la
ubicación de sus temas en el ranking, que desprecia a los periodistas, que está
por romper con Joan Baez (a la que se ve, sin embargo, muy enamorada de
Dylan), que compone canciones obsesivamente, que vive rodeado de otros
músicos como Alan Price o de poetas como Allen Ginsberg. La película
muestra incluso los trucos a los que debe recurrir su manager Albert
Grossman para conseguir que la BBC le pague apenas 2000 libras por una
presentación en TV. A Dylan se lo ve frecuentemente malhumorado y aun
colérico, alternativamente nervioso y ocasionalmente feliz. Algo que no se ve
caracteriza la película. Dylan estuvo durante la gira reunido con los Beatles,
pero eso no aparece. La cuidadosa imagen que los de Liverpool destilaban en
los medios era incompatible con el desorden y la bohemia que impera en la
película de Pennebaker. John Lennon se maravillaría más tarde de que Dylan
hubiera permitido que se filmen ciertas escenas. Don’t Look Back no es A
Hard Day’s Night. Pero tampoco es Escenas en la vida de un profeta al estilo
The Doors. ¿Qué es entonces lo que estamos viendo? o, mejor, ¿quién era
Dylan en mayo del 65?
Dylan nació llamándose Robert Allen Zimmerman en un pueblo de
Minnesota el 24 de mayo de 1941. Tras una adolescencia normal de clase
media, distinguida solo por su pasión por tocar la guitarra y escuchar blues,
gospel, rock y country en la radio, llegó a Nueva York en enero del 61.
Durante su breve estadía en la universidad (en Minneapolis) había leído
Bound for Glory, autobiografía de Woody Guthrie, folklorista nómade y
radical de Oklahoma, y se había propuesto seguir sus pasos (hay una buena
película del mismo título, dirigida por Hal Ashby con David Carradine
haciendo de Guthrie) aunque su sueño previo era ser una estrella de rock
como Little Richard. Entre esas dos tentaciones, la ambición del estrellato y
la admiración por la verdad y la sencillez de los sonidos del Sur transcurrirán
esos años de desarrollo de su carrera. A su llegada a Nueva York, Dylan se
hace amigo de Guthrie –internado en un hospital con una enfermedad
degenerativa– y al mismo tiempo se instala en la escena folk de Greenwich
Village. En su lucha por establecerse como un intérprete regular de los
boliches del Village, Dylan descubre una contradicción que resume en
“Talking New York”, una de sus primeras canciones. “Caminé hasta
terminar/en uno de los cafés del barrio/me subí al escenario para cantar y
tocar /el dueño dijo: ‘volvé otro día,/sonás como un montañés/y aquí
queremos cantantes folk’”. La voz de Dylan suena extraña, sus acordes y su
ritmo tienen alarmantes toques de country y de rock y su repertorio es
demasiado ecléctico para la fría prolijidad de los cantantes folk civilizados: el
folk del Este es un reducto chic, una comunidad que conjuga el izquierdismo
ideológico, la monotonía musical y la chatura lírica que su figura más
popular, Joan Baez, ilustra hasta el hartazgo. Con esa estrofa, Dylan inicia su
carrera de rebelde: en un nivel contra la discriminación y la injusticia; en
otro, contra la gente más vieja que bloquea su camino; en el más importante,
contra todo lo que es estable y complaciente en materia de música popular.
“The Times They Are A’Changing” es una ilustración del principio de que
todo lo que es sólido se desvanece en el aire, en particular el interés por la
música que practican sus colegas del Village. Dylan abandonará pronto esa
escena que disimula su conservadurismo detrás de la protesta (“El folk es un
montón de tipos gordos”, dirá poco después).
En 1978 conocí a Flavia. Desde entonces, ella insiste en que se enamoró de
mí porque le hice escuchar a Bob Dylan (aunque también da otras versiones:
miente como Dylan respecto de sus orígenes). Así que a Bobby debería
agradecerle un matrimonio además de cuarenta discos. Pero lo que yo
recuerdo que dijo Flavia cuando escuchó a Dylan por primera vez fue: “se
parece a León Gieco”. Así que gracias a Gieco también.
Recién estamos en 1962. Descubierto por el crítico Robert Shelton e
inmediatamente por el famoso productor John Hammond, Dylan firma
contrato con Columbia y graba su primer LP (Bob Dylan). El disco tiene solo
dos canciones de su autoría. De allí en más, empieza a grabar sus propias
canciones y se convierte en el mayor songwriter de la historia en calidad, en
cantidad y en originalidad. Dos precisiones personales. Una: Dylan no es
menos importante como cantante que como compositor. Nadie multiplica la
belleza expresiva de un verso como Dylan aunque uno no entienda el
contexto y a veces ni siquiera la letra. Dos: Dylan es un creador de canciones
y no un poeta que canta; sus letras leídas resultan muchas veces irregulares,
desparejas y descuidadas. Recién cuando las canta recuperan la métrica,
adquieren la potencia, la expresividad, la gracia y la ambigüedad que nos
pone de cabeza. Recién cuando las canta la riqueza de sus imágenes tiene
efecto sobre nosotros. Tres: los diez primeros discos de Dylan están muy
poco producidos, grabados a veces en un par de días (un día para Another
Side) e incluyen el increíble caso de Al Kooper, que tocó el órgano por
primera vez en su vida el día en que se grabó “Like a Rolling Stone”. No
existen muchos músicos de rock que hayan apostado a la espontaneidad como
Dylan y ninguno que haya ganado. Volviendo a Don’t Look Back, la
espontaneidad es el estilo cinematográfico de Pennebaker. El director trata de
captar lo que ocurre como se pueda. Aunque prefiere las tomas fijas, no tiene
inconvenientes en usar la cámara en mano, encuadrar desde ángulos raros o
mover bruscamente la cámara para encontrar lo que le interesa. Como la
música de Dylan, Pennebaker está en las antípodas de lo rebuscado, del
embellecimiento artificial. Para ambos, la autenticidad y la improvisación son
más importantes que la seguridad.
Carlos Almar, blusero fanático que compone tipográficamente esta revista,
sostiene que Dylan es malo. Puedo aceptar que a los fanáticos de Sinatra les
parezca que Dylan canta mal aunque no hay nada menos cierto. Pero lo que
me vuelve loco de Carlitos es que no se dé cuenta de que Dylan tiene mucho
más que ver con la base del blues que Clapton.
1963. Dylan graba su segundo LP, The Freewheelin’, y se convierte, casi a
pesar suyo, en un cantor de protesta folk. Allí está “Blowing in the Wind”, la
que sería –injustamente– su canción más famosa. Una balada pobre y
pretenciosa que todos pueden cantar e interpretan como el comienzo de algo.
¿Qué es lo que Dylan escucha en el viento? Nada bueno, como se ve en
“Talking World War III Blues” o en la poderosa “A Hard Rain’s Gonna
Fall”, su primera parábola apocalíptica. Junto a algunas canciones de protesta
más bien rutinarias, hay dos canciones que muestran tendencias futuras. “Girl
of the North Country” (que retomaría en dúo con Johnny Cash en Nashville
Skyline) es una canción de amor, mientras que “Don’t Think Twice, It’s All
Right” es una canción de odio, una de las especialidades de la casa. No hay
nadie que haya escrito tanta variedad de temas en contra de la segunda
persona de la canción como Dylan. Con implacable ferocidad arremete contra
ex amantes (‘Like a Rolling Stone”, “Most Likely You Go Your Way and I
Go Mine”, “Idiot Wind”), hermanas de ex amantes (“Ballad in Plain D”) o
personajes varios (“Masters of War”, “Positively 4th Street, “I’d Hate to Be
You on That Dreadful Day”). Nadie como Dylan ha escrito canciones para
decirle a alguien que es un imbécil, para desearle lo peor o para alegrarse de
que le vaya mal en la vida. Es muy raro (“Ramona”) que las infinitas
despedidas no incluyan alguna cuota de rencor. Para estas fechas, Dylan se ha
convertido en el primer compositor folk moderno, ayudando a instaurar una
tendencia que será irreversible en la música pop contemporánea: que los
músicos canten sus propias canciones borrando la época en la que los jóvenes
intérpretes cantaban los temas que elaboraban músicos más viejos en un
laboratorio industrial de éxitos. Pero, de alguna manera, Dylan se ha aliado
con el enemigo. Es el líder de los cantantes folk, el profeta de la rebeldía
juvenil, el abanderado de la protesta institucionalizada. Incluso, está de novio
con Joan Baez. Él aparece en sus conciertos, ella le graba sus canciones y él
le dedica una larga canción (nunca grabada oficialmente –”Joan Baez in
Concert, Part II”–) en la que declara que ella es la musa que le ha inspirado
una conducta bondadosa: “Y cantaré mi canción como un rebelde salvaje/
porque es lo que soy y no puedo negarlo /Pero al menos sabré no herir, no
presionar/no hacer doler/Y Dios lo sabe... ni siquiera intentarlo”. No cumplirá
su promesa, pero años más tarde, Dylan se convertirá en un miembro de la
secta de cristianos renacidos, necesitado de creer en algo más permanente que
una mujer, y las canciones serían otras. Bajo ese aspecto más bien ambiguo
será recibido por los adolescentes ingleses que vemos en Don’t Look Back.
Aunque Dylan los rechaza, y les dice una y otra vez que no tiene ningún
mensaje que transmitir, los otros parecen condenarlo a un lugar sellado.
Parecen ser sus canciones triviales las que inspiran a sus seguidores. Las
otras, las más misteriosas, las más abstractas o las que hablan de los
sufrimientos en la intimidad del amor están en un segundo plano.
Blood on the Tracks (1974) es mi disco favorito de Dylan y el de mucha
gente. Tiene diez canciones perfectas y una historia curiosa. Cuando estaba
por lanzarse a la venta, a Dylan le pareció que no estaba del todo bien y lo
grabó de nuevo, usando otros músicos. El estilo narrativo de Dylan está en su
apogeo: cada tema podría ser el argumento de una película y “Lily,
Rosemarie and the Jack of Hearts” es casi un guion. La voz suena tranquila y
ligera, seria sin ser solemne. Coincide con un mal momento de su vida: el
divorcio de su mujer. Las notas de la cubierta, escritas por Pete Hammill, son
un elogio desmedido a Dylan que siempre sentí como absolutamente
verdadero.
Podría decirse que 1964 fue un año de transición. Dylan siguió cantando
solo, con su guitarra y su armónica. El tercer disco, The Times They Are A–
Changin’, tiene poco de novedoso, además de la excelente canción del título
en la que asoma una contundencia vocal y rítmica que anuncia lo que vendrá.
Dylan sigue haciendo política en “Only a Pawn in Their Game” y “The
Lonesome Death of Hattie Carroll” a partir de dos hechos policiales. Las dos
canciones se escuchan en Don’t Look Back. En años posteriores, este tipo de
tema será raro, pero no desaparecerá del todo (“George Jackson”,
“Hurricane”). Dylan suena seguro y potente. Another Side es un disco corto,
hecho rápidamente a partir de canciones sobrantes. Sin embargo, allí está
“Motorpsycho Nightmare”, un tema desopilante y onírico inspirado en
Psicosis de Hitchcock, que inaugura un camino que será muy fructífero.
También está “My Back Pages”, uno de los temas que Dylan eligió cantar
con sus amigos en el homenaje que sus colegas le hicieron en el Madison
Square Garden en marzo de 1993. La canción tiene un hermoso estribillo
(“Ah, pero yo era muy viejo entonces/soy mucho más joven ahora”) que
resume la batalla de Dylan contra el anquilosamiento y empieza a ajustar
cuentas con su pasado. El tema se enlaza con otra canción –”Forever
Young”– que Dylan canta dos veces en Planet Waves y que cierra Biograph,
la caja de recopilación (tres CD + un librito + notas personales sobre cada
canción) ideal para quien quiera acercarse a la obra de Dylan. En “My Back
Pages” Dylan proclama su independencia artística (“Bueno y malo, yo defino
esos términos”), reniega de manera oscura de ciertos sermones en su pasado y
se desmarca del movimiento folk (“’Derriben el odio’, grité/mentiras sobre
que la vida es blanco o negro/brotaron de mi cráneo historias románticas de
mosqueteros/ profundamente arraigadas sin embargo”; “No temía
convertirme en mi enemigo/en el mismo momento en que predicaba”). Una
bomba estaba por explotar.
En 1991 vi a Dylan en Obras cumplir 50 años. El público era de edad más
bien madura. Allí estábamos sus antiguos fans esperando escuchar los viejos
clásicos. Sabíamos que en alguna época se había negado a tocarlos y sus
conciertos incluían solo sus nuevos temas religiosos, así que estábamos
preparados para una sorpresa. Dylan tocó sus temas más famosos, pero eran
irreconocibles. Recuerdo haber descubierto que hacía cinco minutos que
estaba escuchando “All Along the Watchtower” sin saberlo. Con la cabeza
hundida en el piso, sin decir una sola palabra y al frente de un cuarteto de
jóvenes músicos desconocidos, Dylan dio un concierto de rock. Como quería
él, sin ninguna concesión a la nostalgia, desconcertando una vez más al
público. Un par de meses más tarde vi a Paul Simon en River, ante mucha
más gente, tocar sus viejas canciones con los mismos viejos acordes al frente
de una gran orquesta de excelente sonido.
Dylan seguía siendo un ídolo.
Nos acercamos al momento de Don’t Look Back. En marzo de 1965 aparece
Bringing It All Back Home. El disco contiene uno de los mejores temas de
Dylan: “Mr. Tambourine” y otras canciones excelentes como “Gates of
Eden”o “It’s all Right, Ma”. Pero esto está en el lado dos. El lado uno es
rock’n roll. Dylan deja de ser el solista acústico y se convierte en el líder de
una banda. El disco tiene un gran éxito pero los puristas del folk y parte de
sus seguidores se indignan. En realidad, el folk pituco está liquidado y el rock
incorpora a uno de sus íconos. Las canciones eléctricas son espectaculares,
especialmente “Love Minus Yero/No Limit”, una de sus mejores canciones
de amor, y “Maggie’s Farm”, otro grito de independencia que recuerda a
“Too Much Monkey Business” de Chuck Berry y que parece imaginar a
Margaret Thatcher. Dylan se da el gusto y por segunda vez rompe los
esquemas. El título (“Llevando todo de vuelta a casa”) ha sido interpretado
como una vuelta a las fuentes. Y una de las fuentes de Dylan, recordemos, es
el rock. Habrá otra vuelta a otras fuentes, pero esperemos un poco. A pesar
del disco, Dylan se va a Inglaterra a dar sus últimos conciertos acústicos Por
eso es tan contradictorio lo que se ve en Don’t Look Back. Dylan está en
plena mutación como persona y como artista. Su cerebro trabaja a otra
velocidad que su cuerpo. La película empieza con un clip adelantado en el
tiempo de “Subterranean Homesick Blues”, una canción eléctrica, pero la
parte estrictamente documental muestra un breve retroceso en el tiempo.
Dylan sigue pareciendo el cantante folk que está de novio con Joan Baez. En
realidad, Baez se vuelve en medio de la gira, una vez que se ha convencido
de que Dylan no la dejará acompañarlo en el escenario. Dylan ya sale con
Sara, su futura mujer, y “Love Minus Zero” parece dedicado a ella. Pero,
sobre todo, su música ya es otra. Los personajes importantes son, en realidad,
el manager Grossman y su compinche Bobby Neurith, que aparece todo el
tiempo en pantalla. Otro punto curioso de contradicción es el que rodea a la
presencia de Donovan, del que Dylan se burla en público durante toda la gira.
El cantante folk escocés aparece en el hotel y con chispas de amor en los ojos
le dedica una canción (“Song to You”). La actitud de Dylan oscila entre el
desdén y la simpatía. Dylan y Neurith lo vuelven loco pero le perdonan la
vida. Dylan disfruta de los aplausos de sus admiradores, les toma el pelo a los
críticos (la entrevista con el reportero de la revista Time es un modelo de
sarcasmo pero también de lucidez: “Ni usted ni sus lectores me pueden
entender. En esa revista solo hay hechos y sus hechos no sirven para nada”).
La cámara de Pennebaker, en cambio, trata a todo el mundo con más calidez
y respeto. No es obsecuente con Dylan ni adopta su punto de vista. Todo esto
está a la vista pero es difícil de ver. Un poco más oculto está el hecho de que
Dylan va en camino de ser un drogadicto. En el año siguiente los hechos se
precipitarán de manera increíble y Dylan estará al borde de convertirse en
parte de la historia trágica del rock. Apenas llegado de Inglaterra, Dylan
grabará Highway 61 Revisited y producirá un escándalo al enfrentarse con
momias del folk como Pete Seeger y Alan Lomax en el festival de Newport
por tocar allí con la banda eléctrica de Paul Butterfield. Sus conciertos
siguientes serán abucheados por el público que lo tratará de traidor.
Trabajando día y noche y consumiendo todo tipo de sustancias, Dylan
grabará Blonde on Blonde. Los dos discos son una colección de canciones
maravillosas, pobladas de imágenes surrealistas y con una música cada vez
más depurada y original. En “Ballad to a Thin Man”, Dylan insiste con el
cambio de los tiempos, en un futuro de inseguridad para el ciudadano medio.
En “Desolation Road” y “Visions of Johanna” le declara el amor al
apocalipsis, en “Sad Eyed Lady of the Lowlands” le declara el amor a su
esposa (en “Sara”, incluida en Desire [1974], le recordará, con calculada
mezquindad y cuando todo ha terminado, que compuso esta canción para
ella). “I Want You” es la canción de amor más directa y urgente de la historia
del rock. En 1966 Dylan es ya una gran estrella. A pesar de eso, se va de gira
con parte de lo que después sería The Band por varios países y es abucheado
nuevamente. Esta sucesión de abusos, creatividad y empecinamiento termina
abruptamente el 29 de julio. Dylan tiene un accidente de moto cuyas
características nunca se aclararán. El mundo se detiene. Cuando Dylan vuelva
a grabar, sorprenderá a todos de nuevo con John Wesley Harding, un disco
totalmente acústico de sonido country.
Pasarán ocho años hasta que vuelva a salir de gira. Cuando se filmó Don’t
Look Back, todo esto estaba a punto de suceder. ¿Hay algo en las imágenes
que permita preverlo? No y sí. Dylan no parece mucho más que un tipo de 24
años que va a dar unos conciertos. Tiene un aspecto juvenil y una mirada
fresca. No se lo ve particularmente cansado o atormentado ni se lo intuye a
un año de un colapso. Pero lo que estamos viendo es nada menos que la causa
de la tragedia de una generación de rockeros. Dylan (y podemos imaginar lo
mismo para Hendrix, Joplin, Morrison, Brian Jones y tantos muertos en los
años siguientes) no está preparado para lo que vendrá. La explosión del rock
con sus negocios millonarios, sus públicos masivos, su técnica de creciente
sofisticación es demasiado para cualquiera: esos tipos díscolos y en el fondo
ingenuos quedarán a merced de la avidez del público, de los medios y de los
empresarios, caerán bajo la presión generada por la multiplicación inesperada
de la demanda. Las drogas serán solo un síntoma de esa situación desigual. El
documental de Pennebaker testimonia el momento en el que ese negocio es
todavía un juego pero está a punto de convertirse en una máquina infernal.
También por eso es una gran película.
En 1992 compré Good as I Been to You, el disco número 37 de Dylan, al
que le siguió World Gone Wrong, que bien podría traducirse como “El
mundo se fue a la mierda”. En la era de MTV y la alta tecnología, de los
músicos sanos y millonarios, cuando el rock es más una cuestión de imagen
que de sonido, Dylan aparece otra vez con su guitarra y su armónica cantando
canciones ajenas, temas tradicionales de la época en que las canciones no
tenían un autor registrado. Blues, canciones country, baladas irlandesas: todo
el repertorio folklórico de su primer disco. Y otra vez, señala el camino.
Gracias a Dylan (y a Flavia, que tiene un oído menos perezoso que el mío),
escribo esta nota escuchando a Robert Johnson, a Lightnin’ Hopkins, a Hank
Williams, a Tim Hardin, a John Lee Hooker, a Bessic Smith, a Guy Clark, a
Blind Willie McTell. Me queda mucha música popular por descubrir todavía.
Dylan, el mayor autor de canciones de la historia norteamericana, declara que
no hay que componer más canciones y se erige en un cruzado contra la
proliferación innecesaria de los sonidos. A su modo, Dylan fue un
posmoderno: advirtió que el sueño del conocimiento fácil y de la buena
conciencia sería sacudido irreversiblemente. A su modo, también fue una
víctima de su profecía. Todavía busca un refugio de la tormenta, igual que
muchos de nosotros.
Nota: Hay muchos libros sobre Dylan. Hasta hay uno que se llama algo así
como Otro libro más sobre Bob Dylan. Los dos usados como referencia para
esta nota (Dylan, a biography, de Mark Spitz, Norton, 1991, y Dylan, luces y
sombras de Vicente Escudero, La máscara, 1993) son bastante malos pero
bastante nuevos. Las letras son traducciones más literales que las que figuran
en Bob Dylan, escritos, canciones y dibujos, edición bilingüe, R. Aguilera,
1975. Hay una edición más actualizada del cancionero de Dylan en inglés:
Lyrics 1962–1985, Alfred Knopf, 1988.
Publicado en El Amante N°32 – octubre 1994
140. Made in Taiwán
En la Sala Lugones del Teatro San Martín (el lugar mejor y más barato para
ver cine en Buenos Aires), la Cinemateca Argentina organizó en septiembre
una muestra de cine taiwanés. No es desde el exotismo o la rareza cinefílica
que resultó un evento apasionante. El de Taiwán es un cine maduro que tiene
además una característica que lo coloca en el centro de muchas discusiones
actuales: las mujeres.
Producción y festivales. En 1988, Taiwán produjo la asombrosa cantidad de
190 películas. Igualmente asombroso es que la producción cayó
vertiginosamente a partir de ese año y se redujo desde 1991 a unos treinta
films anuales. Esto coincidió con el progresivo dominio del cine de Hong
Kong en el mercado chino y con una plaga mundial: la unificación de los
públicos en torno del cine norteamericano. En 1993, las películas americanas
superaron por primera vez en recaudación a las de origen chino en la taquilla
de la isla nacionalista. Como contrapartida, el cine taiwanés ganó varios
premios en los festivales internacionales, incluyendo el Premio del Jurado en
Cannes 93 para El titiritero de Hou Hsiao–Hsien, el Oso de Oro de Berlín 93
para El banquete de boda de Ang Lee y el premio mayor de Venecia 94 para
Vive l’amour de Tsai Ming–Liang. Simultáneamente, El banquete de boda
fue la primera película taiwanesa que tuvo éxito en Estados Unidos, país en el
que también se destacó El club de la buena estrella del director chino–
americano Wayne Wang basado en la novela de Amy Tan. En El Amante N°
25 se publicaron dos reseñas antagónicas de esta película pero hace unos
meses que pienso que se trata de un film mucho más importante de lo que
parece y que esta película representa un tipo de cine que parece ir
desvaneciéndose. Se trata de un producto barato, popular, universal y
profundo. La muestra de cine de Taiwán permite establecer el origen estético
de esa película al mismo tiempo que deja espiar a la distancia el resto de la
producción taiwanesa.
Prestigio y bodrios. Se dice que el cine de Taiwán no está acotado por los
géneros y la influencia americana como el de Hong Kong, sino que da cabida
a productos más artísticos de influencia europea y japonesa. La muestra
incluyó dos películas del realizador taiwanés más prestigioso en el exterior, el
citado Hou Hsiao–Hsien. Mientras que Los muchachos de Feng Kuei (1984)
es una interesante y lacónica historia de adolescentes que recuerda un poco a
Una película de amor de Kieslowski, la otra película del director, La orilla
verde (1982), fue el peor de los films exhibidos en la Sala Lugones. Es una
historia contemporánea de amor entre una pareja de maestros de una aldea en
la que se cantan loas a las tradiciones más reaccionarias, al gobierno y al
orden económico e incluye un jingle de Coca–Cola (!!!). La orilla verde se
parece por su esquematismo, falta de interés y torpeza ideológica (con los
cambios obvios) a algunas películas de la misma época que fueron exhibidas
en una muestra del cine de China continental este mismo año (ver El Amante
Nº 30). Jorge García describe este cine con el exacto mote de “realismo
nacionalista”.
Hubo dos bodrios más. Uno de ellos, Polvo rojo (1985) de Yim Ho, sobre el
amor entre un colaboracionista y una escritora en la guerra chino–japonesa,
parece Doctor Zhivago filmado por Lelouch. Sobre el restante, Manos que
empujan (1992), vale la pena detenerse porque se trata de la película anterior
a El banquete de boda del celebrado director Ang Lee. El argumento es
parecido: Hsiung Lung (el padre de El banquete…) es un maestro de artes
marciales (variante Tai–Chi) que va a EE.UU. a vivir con su hijo que esta vez
no es gay sino que vive con su esposa norteamericana. La película intenta ser
una especie de caballo de Troya. Al mismo tiempo que delata su obvia
intención de complacer al mercado norteamericano adoptando sus reglas más
convencionales (el final es una ridícula exhibición de kung–fu que deja
chiquito a Karate kid), acentúa la superioridad del feudalismo chino sobre el
capitalismo norteamericano con una grosería digna de mejor causa. La
esperada batalla entre tradición y modernidad se dirime con los peores
argumentos. Ang Lee me parece un oportunista que filma mal. El banquete
de boda no es otra cosa que más de lo mismo, con la variante de que Lee optó
por un planteo de conciliación (siguiendo tal vez el consejo de Confucio: “si
no puedes vencer a tu enemigo, únete a él”, u otro parecido) con toques
picantes y más actuales.
El otro realizador con prestigio de Taiwán se llama Edward Yang y de él se
exhibió Terroristas (1986), cuyo título es posiblemente una mala traducción
de Delincuentes. Es una película curiosa que empieza por describir historias
paralela intimistas y que de pronto se transforma en un policial para virar
luego a lo fantástico y terminar en una resolución que no queda clara. El
argumento es la mejor intriga que vi en varios años y la película está filmada
con parámetros muy elevados de calidad. Creo que el toque fantástico y la
presencia de un libro como elemento clave de la trama conectan esta fina
película con Borges, aunque esta frase esté haciendo temblar las teclas de mi
computadora. Pero no se vayan que ahora viene lo mejor.
Mujeres y más mujeres. Las cinco películas restantes tuvieron algo en común
y es lo que las acerca a la citada El club de la buena estrella y las diferencia,
a su vez, de las anteriores. Son películas de mujeres. Cinco mujeres y una
soga (1991) de Yeh Hung–wei es un relato de los padecimientos que sufren y
presencian cinco chicas en un momento indeterminado del siglo y que
culmina en un suicidio colectivo. Kuei–mei, una mujer (1985) de Yi Chang
es la historia de una vida de interminables sacrificios que culmina en la
actualidad. Ah Fei (1984) de Wan Jen narra las dificultades que una madre –
víctima a su vez de las desventajas de la condición femenina– le crea a su hija
que quiere independizarse siguiendo una carrera universitaria. Canción del
exilio (1991) de An–Hwa Su, que también es una descripción de las
relaciones de una madre con su hija, toca además, con gran originalidad, el
tema de la indefensión que provoca el no conocer el idioma del país en el que
se está. Es una película sutil con momentos encantadores. La boda (1983) de
Chen Kuen–Hou es, posiblemente, la mejor película de la muestra. Una
clásica historia de amor que acaba en el suicidio por la incomprensión de las
familias y la pobreza de la novia. La historia está filmada con serenidad y
notable sofisticación. La última escena es inolvidable: se trata de un entierro
cuyos rituales son los de una boda.
Esta variedad de melodramas femeninos representa, en primer lugar, a un
cine popular con características regionales que va desapareciendo en todo el
mundo, arrasado por el modelo americano y los géneros de acción. Los
planos fijos, la tranquilidad cotidiana de la narración revelan, por otra parte,
una influencia japonesa cercana a las formas de Ozu. En las cinco películas,
las mujeres tienen la palabra y son el único centro de interés: los hombres son
cobardes, irresponsables o abiertamente despóticos. En Cinco mujeres y una
soga, el único personaje masculino que no agrede a las mujeres es el hermano
idiota de una de ellas. En La boda es Julieta la que sufre por el conformismo
de Romeo. En Ah Fei hay apenas un gesto de cariño y de nobleza del padre
que le da dinero secretamente a su hija para que estudie. En Kuei–mei, la
protagonista es la que saca adelante a la familia frente a la inmadurez del
marido. En Canción del exilio, el cariño del marido y del hermano se revelan
impotentes para aliviar las penurias que sufre la madre frente a los otros
parientes. Es muy placentero, además, asistir a un desfile de actrices
hermosas y competentes, que contrasta con la pálida presencia de los actores.
¿Otro cine? Está claro que este no es el cine que acostumbramos ver todos los
días. Más aún, este cine interroga al habitual desde un lugar inusitado. La
pregunta más extremista podría ser: “¿El cine ha sido hasta ahora una
construcción masculina?”. No estoy en condiciones de responderla, pero la
importancia creciente que las teorías feministas tienen en los trabajos
académicos y en la crítica de cine en general se explica desde esta
preocupación. Desde una perspectiva más modesta, querría observar que las
historias de estos films taiwaneses (y también de algunas películas de China
continental) son más interesantes que las del modelo dramático tradicional.
Efectivamente, las películas que tratan sobre conflictos de la vida cotidiana
suelen reducirse, en general, a un limitado número de variantes sobre un
planteo que las ahoga como una camisa de fuerza. En general, todo depende
de la decisión que la conciencia de los personajes toma frente a alternativas
preconcebidas: se casan o se separan, se quedan con el dinero o la integridad,
dejan las drogas o se matan, etc., con el agravante de que el camino a tomar
suele estar claro en la primera escena. El melodrama femenino, desde Stella
Dallas de King Vidor hasta ¿Qué he hecho yo para merecer esto? de
Almodóvar, ofreció siempre una mayor variedad de alternativas y de
sorpresas. Aquí, este camino se profundiza. En estas películas, a pesar de que
las circunstancias de las protagonistas son más limitadas en apariencia, el
desarrollo y el desenlace no solo son imprevisibles sino impensables de
antemano: son el resultado de una adaptación oblicua a situaciones que
cambian secretamente pese a su inmutabilidad exterior. El relato puede
aprovechar el paso del tiempo para girar en cualquier sentido en lugar de
confirmar lo previamente establecido. La clave de esta libertad narrativa tiene
que ver con que la progresión dramática no va de los pensamientos de los
personajes a su conducta sino que esos pensamientos empiezan a aclararse
solo después de que las acciones se llevan a cabo. Pero también con una
concepción estructural diferente de la familia y la sociedad que ilumina
situaciones sobre las que el cine occidental solía pasar de largo, encerrado en
sus códigos patriarcales y edípicos. Sobre el final de El club de la buena
estrella hay una escena increíble. Madre e hija discuten en la peluquería (hay
una escena muy parecida en Canción del exilio). La hija grita que toda su
vida ha sido condicionada por su madre. Esta responde con los ojos
iluminados: “Ahora sí me hiciste feliz”. Ambas ríen y se abrazan. Esta
escena, inconcebible entre padre e hijo, es un desafío profundo a las reglas
del cine sentimentalmente correcto que conocemos. Sentimos una profunda
simpatía ante un personaje que sería repudiado por miles de películas
norteamericanas o argentinas y anatematizado por decenios de psicología
barata. En una frase, descubrimos una región inexplorada por el cine. El
vínculo constitucional entre madre e hija replantea la estructura familiar y
sugiere un abismo de consecuencias. Entre ellas, que el sufrimiento de las
mujeres y su lazo materno–filial funda una narrativa que se opone al modelo
tradicional y deja para los hombres –que no tienen nada ni remotamente tan
sólido en su vínculo con el mundo– el lugar de la debilidad y la
desorientación. Frente a un cine que se ha refugiado en el gangster como
última figura masculina atractiva, estas mujeres chinas desnudan la agonía de
una forma de relato y muestran que desde fuera de él todavía es posible que
nos cuenten nuestra propia historia.
Publicado en El Amante N°32 – octubre 1994
141. Mis criminales favoritos

Asesinos por naturaleza (Natural Born Killers), Oliver Stone, 1994.


La singularidad del cine es seguir siendo
un maravilloso entretenimiento de feria.
Rodrigo Tarruella
La ficción no tiene fronteras, ni ley ni reglas.
Samuel Fuller
El exceso puede llevar a muchas cosas.
Y ese es el tema que debe abrazarse
en lugar de esconderse de él.
Oliver Stone
1. En la misma semana en que vi Asesinos por naturaleza, personas muy
importantes como el presidente Menem y el Chacho Álvarez participaron en
los festejos de los mil programas de Tinelli. En la misma semana, los
republicanos barrieron a los demócratas en las elecciones legislativas,
prometiendo la pena de muerte, la eliminación del sistema de salud y la
exclusión de los extranjeros. El futuro presidente de la Cámara de
Representantes, Newt Gingrich –una mezcla de Terragno con el pastor
Giménez–, promete un siglo XXI bendecido por la tecnología, la religión y
los vendedores de armas.
2. Oliver Stone es un cineasta mersa. No es visualmente refinado y sus ideas,
habitualmente confusas, no pasan de los suplementos dominicales. A nadie se
le ocurre decir que es un artista. Incluso hay gente indignada porque su guion
no respetó la historia original del joven genio Quentin Tarantino. Hasta es de
buen tono despreciarlo. En la página 37 de esta revista, por ejemplo, Eduardo
A. Russo lo carga llamándolo “insigne pensador de nuestro tiempo”. De
todos modos, Stone tiene un pequeño mérito: sus películas se ocupan de un
espacio público, plantean problemas actuales y se enfrentan con la historia y
la política. Stone ha hecho películas espantosas –como El cielo y la Tierra– y
otras mucho más consistentes –como Salvador–, pero en todas (excluyo La
mano, que no vi) ha roto con un postulado que parece cada vez más firme en
la industria del entretenimiento: que el cine quede arrinconado en el territorio
de la fantasía mientras la televisión se ocupa de la “vida real”. Y en ese
sentido, la obra de este artesano obsesivo, que domina como pocos el montaje
y que es un excelente director de actores, resulta mucho más interesante que
lo que en estos días se llama “arte” como, por ejemplo, esa prolija nulidad
titulada ¿A quién ama Gilbert Grape?
3. Asesinos por naturaleza tiene que ver con una cuestión central de esta
época: el placer de la televisión. Alguna vez John Milius dijo que hacer
películas contra la violencia era como hacer películas contra la lluvia. Algo
parecido podría decirse de la televisión. Recientemente, Kika, de Almodóvar,
intentó una crítica contra los reality shows basada en la buena conciencia.
Resultó uno de sus films más vacíos, menos emotivos. Porque por más que
uno haga esfuerzos diarios por convencerse de que no pertenece a la categoría
universal de televidente, una vez que tiene el control remoto en la mano, no
puede evitar sucumbir a la simpatía de Tinelli, al sentimentalismo de Grande
Pa ni a la curiosidad morbosa por la Guerra del Golfo. Ignorar esto, pretender
que los que disfrutan son los otros, es caer en el rincón supuestamente serio
de la propia televisión: Grondona fascinado por Kika y entrevistando a
Almodóvar por su película más fallida. El problema de la televisión no es que
haya demasiada violencia ni que se explote el sufrimiento. El problema es
que genera un tipo particular de ficción atemperada que todo lo iguala hasta
hacer que los tipos más canallas resulten atractivos; no hay político que no
resulte medianamente convincente ante las cámaras: he visto en estos días al
citado Newt Gingrich –un extremista peligroso– lucir moderado y reflexivo.
4. Asesinos por naturaleza usa los materiales del videoclip: planos
cortísimos, mezcla de formatos (16 mm, 8 mm blanco y negro, dibujos
animados), música de rock, ángulos de cámara aberrantes. También parodia
los formatos televisivos del noticiero, el reality show y la comedia de
situaciones. Sin embargo, es claramente una ficción cinematográfica. No solo
por su aspecto narrativo, sino porque está construida sobre una voluntad de
exceso que desafía los códigos televisivos, empezando por la amabilidad y el
tono medio. Dicho de otro modo: lo que la televisión oculta es que muy a
menudo nos sorprenden ideas tales como que la única solución para tipos
como Mauro Viale es matarlos. Aclaro por las dudas que esto no es una
apología de esos métodos. Lo que digo es que ante un universo tan cerrado en
sí mismo, de una autopromoción constante y abrumadora como es la que
caracteriza al medio televisivo, solo es posible poner en evidencia sus
características desde afuera, es decir, desde la ficción.
5. Ante el argumento de que Asesinos… es víctima del lenguaje que utiliza y
elogia la violencia que pretende criticar, respondo que no es así. Lo que Stone
intenta (y logra, a mi juicio) no es una crítica sino la liberación de un placer,
es poner en evidencia la realidad de ese placer frente a un medio que lo
explota haciendo que lo niega. La que dice: “qué barbaridad” frente a la
violencia es la televisión y no la película de Stone. Por el contrario, Asesinos
por naturaleza modifica radicalmente las condiciones de percepción de ese
placer, nos habilita a participar plenamente de él, sin culpa ni hipocresía. No
es poco: festejar los crímenes de una pareja de asesinos seriales como Mickey
y Mallory no nos está permitido como televidentes y es allí donde queda
expuesto el carácter represivo de la televisión. Mickey y Mallory matan en
nombre nuestro, como alegre expansión de nuestros deseos. Es cierto, los
muchachos son carismáticos y divertidos como no creo que sean los asesinos
seriales (no conozco ninguno). Pero la función del cine no es decirnos cómo
son los asesinos, sino cómo somos nosotros. Y en esta época, es decirnos
también que merecemos placeres más vitales que los que nos proporciona el
zapping. En ese sentido, el supuesto realismo de Henry… o la parodia de
Kika están más cerca de la buena conciencia morbosa y culpable de nuestro
costado televidente que la euforia desmesurada de Asesinos por naturaleza.
Disfrutar de los excesos de la ficción es manifestar nuestras aspiraciones más
legítimas como espectadores. Y no por nuestros bajos instintos u otras
tonterías tales como que la naturaleza del hombre sea la violencia sino
justamente porque la ficción es uno de nuestros instintos más altos.
6. Hace unos días vi un documental para TV que se llama JFK. Asesinato y
que impone una comparación con el JFK de Oliver Stone, que también están
pasando por cable. Los hechos narrados, que incluyen las declaraciones del
verdadero fiscal Garrison, son prácticamente los mismos. Es curioso
comprobar que Stone caracterizó a sus actores para que se parecieran
muchísimo a los personajes reales, no solo el idéntico Oswald de Gary
Oldman sino también Clay Shaw (Tommy Lee Jones), la mujer de Garrison
(Sissy Spacek), David Ferry (Joe Pesci). Esos parecidos son un trabajo inútil
y no le agregan nada a la visión de la película. Por otra parte, en el telefilm
están mejor explicados algunos hechos, como la bala que dobló la esquina y
la famosa película casera del tal Zapruder. Hace un tiempo decíamos (ver El
Amante Nº 3) que los intentos de Stone de hacer que JFK pareciera un
documental eran absolutamente vanos y el telefilm lo confirma. Pero
felizmente JFK no es un documental y es su fuerza de ficción la que me hace
quedarme pegado cada vez que la descubro durante el zapping. En cambio,
nunca volveré a ver el documental aunque no es del todo malo. Creo que hay
dos cosas relacionadas también con Asesinos por naturaleza que ayudan a esa
fascinación. Una es el papel que lo real juega en ambos films. En el telefilm,
como en un noticiero de televisión, “la realidad” ocupa todo el espacio y así
es todo de chato. Es más, a cada rato se nos recuerda esa realidad con escenas
del asesinato y fotos de Kennedy. En JFK, lo real, a pesar de las escenas
documentales, está fuera de campo: lo que vemos es a Kevin Costner
sugiriendo con elocuencia que Kennedy fue asesinado mediante una
conspiración. Pensamos todo el tiempo que está hablando de hechos que
conocemos pero no olvidamos que estamos viendo una película. La tensión
entre esos dos espacios mentales, una frontera que aparece y se borra
continuamente es lo que sostiene la ficción. En televisión, en cambio, ese
espacio está definitivamente unificado y de allí proviene gran parte de la
insatisfacción que genera ver TV. En Asesinos por naturaleza nos cuentan
una fábula intensa y gratificante, que nos interesa por su propia lógica, pero
que es permeable a una realidad que nos acecha. En mi caso, no puedo dejar
de pensar en Tinelli y en Newt Gingrich ni de ver las sombras de la victoria
republicana en las escenas del film.
7. El otro elemento que hace a la legitimidad de la ficción, tanto de JFK
como de Asesinos por naturaleza, tiene que ver con los villanos. Hay un
auténtico cariño de Stone por Oswald y por Ferry, un inteligente
acercamiento al misterioso mundo del hampa homosexual de Nueva Orleans.
En Asesinos… ocurre lo mismo con el personaje de Wayne Gale (Robert
Downey), el presentador televisivo que persigue a la pareja de asesinos y nos
cuenta parte de su historia. Gale no es la unilateral Andrea Caracortada de
Kika. Por el contrario, se va haciendo interesante a medida que transcurre la
historia. Es casi tan simpático como Tinelli. Cuando finalmente lo liquidan,
Mickey y Mallory declaran que lo van a extrañar pero que deben matarlo para
mostrar que no son como él. Mickey dice que el asesinato del animador es
“una declaración”, aunque confiesa que no sabe muy bien qué es lo que
declara. Y allí resume admirablemente la película: Gale es en el fondo un
buen muchacho seducido por el rating y evoca la atracción que sentimos por
la televisión. Al mismo tiempo, los protagonistas comprenden vagamente que
para huir de ese mundo al que han codiciado, cuya estética ha modificado su
percepción y cuyos valores han motivado su conducta, deben romper
radicalmente con él. Hay una humanidad de la televisión y otra fuera de ella:
ambas son incompatibles.
8. Stone recurre para fundamentar esa diferencia a elementos tan dudosos
como una vulgarización del superhombre de Nietzsche o al Don Juan de
Castaneda. Esto no lo convierte, ciertamente, en un pensador ilustre. Pero,
una vez más, Stone ha hecho una película sobre las contradicciones de
nuestra época. Ha mostrado el mundo desde el alucinado lenguaje de la
televisión, sin negarle su potencia y su atractivo, y al sumergirse sin
complejos en su exceso lo ha conectado con nuestro deseo y lo ha hecho real
para nosotros. Si para salir de él debe recurrir a un verdadero exorcismo
(matar al diablito que subliminalmente se superpone al personaje de Gale) no
es porque ha elegido una solución simplista, sino porque el problema es
insoluble. Y si en la escena final, cuando Mickey y Mallory han escapado, la
imagen se hace más tranquila, el montaje se desacelera y los protagonistas
sonríen con calma, es porque Stone sabe, como Fellini (el único cineasta que
se tomó la televisión en serio), lo difícil que resulta conseguir un poco de
silencio.
Publicado en El Amante N°33 – noviembre 1994
142. Mundo cine
Dinero del cielo
La revista–libro Projections, que dirige John Boorman y se propone como
“un foro para cineastas”, aparece anualmente desde 1992. En el primer
número hay un curioso artículo titulado “La pregunta candente: ¿libertad
absoluta?”. En la introducción se cita a Milos Forman, que diferencia la vida
de un director en el ex bloque comunista y en Estados Unidos. Decía Forman:
“Europa del Este es como el zoológico: te mantienen en una jaula pero te dan
casa y comida. EE.UU. es como la selva: sos libre para ir a donde quieras,
pero todo el mundo está tratando de matarte”. Luego de esta cita extraída de
“El oso” de Moris, la revista le pregunta a 24 directores de todo el mundo (o
25, porque los hermanos Taviani son dos pero mandan una sola respuesta)
qué harían si tuvieran un presupuesto ilimitado para hacer una película y
ninguna obligación de recuperar la inversión.
Las respuestas –que varían entre una línea y una página– se pueden agrupar
fácilmente en cuatro categorías. La primera (7 respuestas) es la de los que
están obsesionados con una idea cara y no tienen plata para filmarla. En este
grupo figuran Samuel Fuller, que quiere hacer una comedia de acción;
Francesco Rosi, que se inclina por Orlando el furioso, y Zhang Yimou, que
sueña con una saga sobre la gente que vive a la vera del río Amarillo y
agrega: “sería tan larga como el río Amarillo” que en chino se llama Huang
Ho y mide 4.845 km. Un segundo grupo (2 respuestas y media) es el de los
que se lo tomarían con calma. “Podría filmar de nuevo lo que no me gusta”,
dice Louis Malle. “Haría muchas películas como las que hago siempre”, dice
Scola. Los Taviani (que también aparecen en el grupo siguiente, por algo son
dos) dicen que harían como su maestro Chaplin y contratarían a todos los
técnicos y actores por dos años para poder pensar bien todos los detalles. Lo
más sorprendente es que el grupo mayoritario (11 respuestas y media)
coincide en declarar que tener un presupuesto ilimitado no es nada deseable.
En este grupo figuran directores tan distintos como Arthur Penn, Costa–
Gavras, Kieslowski, Sydney Pollack, Gus Van Sant, David Byrne, Terry
Gilliam y Paul Verhoeven. Aunque las respuestas varían entre el escéptico
“¿Cuánto arte podemos aguantar?” de Verhoeven al rotundo “No creo en la
libertad absoluta. Es imposible en la práctica e indeseable filosóficamente” de
Kieslowski, hay una coincidencia generalizada en que la posibilidad de
concretar una obra está ligada a la existencia de restricciones que hay que
vencer. “Estoy convencido de que siempre fue la falta de dinero lo que me
salvó de la mediocridad”, dice Gilliam. “La libertad absoluta paraliza la
habilidad de elegir”, dicen los Taviani. “Necesito límites y restricciones. No
puedo soportar la libertad” (Penn). “Las restricciones son esenciales al
proceso creativo” (Byrne). “Cuanto menos dinero tengo, más creativo me
vuelvo” (Van Sant). “Aunque hago películas de gran presupuesto, son los
límites los que me ayudan a elegir el camino” (Pollack). “En esas condiciones
no podría elegir un tema ni dirigir una película” (Costa–Gavras). Kieslowski
resume diciendo: “La producción de una película tiene su propia moral”.
Quedan para el final dos casos que dejan deslizar un interés muy escaso por
el cine. Jane Campion dice que se dedicaría a explorar los retratos empezando
por el suyo propio y luego adaptaría Retrato de una dama pero primero la
pondría en teatro. Denys Arcand hace una detallada lista de los lujos y
placeres que se daría con el dinero de la producción en lugar de filmar. Con
tal de que Arcand no filme, proponemos iniciar ya una colecta.
Publicado en El Amante N°33 – noviembre 1994
143. Estrenos en video
Blue Chips, William Friedkin, 1994.
El guion es de Ron Shelton, que escribió y dirigió dos de las grandes
películas de deportes de la década, La bella y el campeón y Los blancos no la
saben meter. Shelton fue, además, un destacado jugador de básquet
universitario, medio en el que transcurre el film. Su especialidad son los
héroes paradójicos, las pequeñas épicas, los personajes que exceden su
circunstancia y trazan su propio camino. Friedkin (Contacto en Francia, El
exorcista, Cruising) es mucho más solemne y su interés en este caso debe
haber sido denunciar la hipocresía que reina en el deporte universitario
norteamericano. El resultado del encuentro entre ambos es un desastre chato,
discursivo y redundante, en el que el humor de Shelton solo aparece cuando
interviene el talentoso gigante Shaquille O’Neal. Insoportable Nick Nolte.
Publicado en El Amante N°33 – noviembre 1994
144. Bienvenido Mr. Cavell

Hace tres números, el autor de esta nota publicó una serie de exabruptos
bajo el título de “Abajo la comedia!”. Arrepentido y más tranquilo, resuelve
darle al género (o a una parte de él) una nueva oportunidad. La ocasión
llega de la mano de un libro sorprendente de Stanley Cavell.
Stanley Cavell nació en 1926. Profesor de filosofía en Harvard, en 1972
publicó su primer libro sobre cine, The World Viewed. En ese entonces, no
había leído el famoso ensayo “La obra de arte en la era de la
reproductibilidad técnica”, de Walter Benjamin. Lo hizo más tarde y lamenta
la demora en el epílogo de Pursuits of Happiness, publicado en 1980 y que
nos ha llegado en su edición francesa de 1993 (A la recherche du bonheur,
ed. Cahiers du cinéma). Cavell reconoce en Benjamin a un antecesor en el
señalamiento de una idea (que, de hecho, es apenas un paréntesis de ese
ensayo): la necesidad de reformular el concepto de arte a partir del desarrollo
del cine. El libro de Cavell, cuyo título completo sería algo así como
“Búsquedas de la felicidad: la comedia hollywoodense del rematrimonio”, es
único en la literatura cinematográfica. Es imposible (e inútil) discernir si se
trata de una obra de filosofía o de crítica. Más bien es un intento
deslumbrante de fundar un nuevo territorio de investigación, o más bien de
redefinir el modo en el que se habla sobre cine y, al mismo tiempo, de situar
el cine en el centro de las discusiones filosóficas y sociales. La ambición de
Cavell es decididamente radical: hablando del lugar del cine en los programas
universitarios, le parece absurda la idea de agregar cursos de la especialidad
en el currículum existente. Lo que pretende es sencillamente que la totalidad
de las carreras de humanidades se modifiquen a partir del reconocimiento de
la legitimidad del cine.
La escritura de Cavell está lejos de dos cosas esperables a partir del párrafo
anterior. No se trata de una crítica erudita, poblada de citas de otras áreas, ni
de la ilustración, por medio de escenas del cine, de conceptos filosóficos. Lo
que Cavell pretende no es tampoco una suerte de interdisciplina fabricada a
partir de la superposición de dos discursos. Es cierto que habla de cine y de
filosofía pero lo hace de tal manera que logra en todo momento transmitir la
sensación de que ambos son una sola cosa. El descubrimiento de Cavell es
que hay una conversación que atraviesa la historia de la filosofía y prosigue a
ambos lados de la pantalla de cine.
Ciertamente, Cavell es un wittgensteiniano, dispuesto a hacer filosofía de lo
inmediato más que a construir sistemas o a discurrir sobre la vida de los
conceptos. Las palabras más difíciles que uno puede encontrar en el libro son
libertad, matrimonio, felicidad. Esto no impide que el alcance de esos
términos sea objeto de una especulación sofisticada que se sostiene –al borde
del abismo– en el movimiento de la lectura. “Me gustaría decir que lo que
aquí nace no dura más que el tiempo en el que contemplo al objeto de un
modo particular”, cita Cavell a Wittgenstein y advierte al lector sobre la
fulgurante inasibilidad de este modo de discurrir. Acostumbrado a otro tipo
de enfoques, uno no termina de asimilar que Cavell esté hablando con esa
seriedad de los dos leopardos de La adorable revoltosa o de las ventajas del
estilo de comicidad de Leo McCarey sobre los de Chaplin y Keaton.
El tema manifiesto de Pursuits of Happiness es el análisis de siete comedias
americanas filmadas entre 1934 y 1949. Se trata de Lo que sucedió aquella
noche de Capra, Las tres caras de Eva de Preston Sturges, La adorable
revoltosa y Ayuno de amor de Hawks, Historia de Filadelfia y La costilla de
Adán de Cukor y The Awful Truth de Leo McCarey. Para Cavell, estas
películas constituyen el núcleo de un género, entendiendo por género un
conjunto mucho más preciso y restringido que el western o la comedia
musical, un conjunto estructurado alrededor del desarrollo de un concepto
filosófico y en el que cada caso particular actúa como una nueva revisión de
un mito. Se trata de algo así como una forma musical que, según nuestro
autor, posee una lógica interna o una biología. Lo que une a estas películas es
un aire de familia (una noción de Wittgenstein que alude al hecho de que el
parecido familiar es indiscutible pero no se reduce a un rasgo determinado:
no todos los narigones integran una determinada familia de narigones;
recíprocamente, es posible que haya algún pariente de nariz chica que, sin
embargo, es claramente un miembro de la familia). Estas películas comparten
un escenario común: una pareja (que creció junta, que no tiene hijos y en la
que por lo menos uno de ellos es rico, entre otras particularidades) se
embarca en una aventura que se inicia en el divorcio y culmina en una nueva
unión (de allí el término rematrimonio del título) que se lleva a cabo en un
territorio en el que puede florecer la felicidad conyugal (increíblemente, ese
territorio es, en varias de estas películas, el Estado de Connecticut). Durante
ese proceso, el matrimonio –que antes era solo una unión formal– será
legitimado mediante el nacimiento de una mujer nueva –una mujer que
reconoce su autonomía, su identidad sexual y su deseo– y los cónyuges se
reconocerán mutuamente en una igualdad tan estimulante como provisoria
(Cavell explica que los rasgos de cada película que no encajan en este
esquema –por ejemplo, en el comienzo de La adorable revoltosa los
protagonistas no están casados y ni siquiera se conocen– son sustituidos por
uno equivalente a los efectos de la familiaridad genérica). Uno de los
aspectos más originales del libro es la idea de que este estado matrimonial
más profundo o avanzado es simultáneo con un esclarecimiento del sentido
del matrimonio y se alcanza mediante una conversación que toma estado
público y en Ia que intervienen tanto pensadores (como Lutero, Nietzsche,
Thoreau o Freud) como el director, los críticos y los espectadores. Esa
conversación está asociada con el hecho de que los propios protagonistas de
los films hablen entre ellos sobre el matrimonio. La alegría de esas comedias
reside en su desarrollo y no en un crecimiento dramático que necesita de un
final feliz. Su ritmo es veloz y constante y su tono ligera o medianamente
disparatado (lo que en inglés se llama madcap o screwball comedy, que no
llega a la locura de los Hnos. Marx), no hay puntos de gran concentración
cómica, ni gags espectaculares (como en las comedias mudas). Estos rasgos
recuerdan justamente a una distendida y juguetona intimidad matrimonial. En
estas misteriosas coincidencias y duplicaciones –que las películas que
permiten reabrir la conversación sobre el matrimonio requieran que los
cónyuges hablen de él en la ficción o, dicho de otro modo, que la
conversación (seria, filosófica, social) sobre el matrimonio requiera de la
conversación en el matrimonio (burlona, cotidiana, informal) – reside lo
evanescente del estilo de Cavell.
Para Cavell, una de las prioridades internas de la cultura americana es el
derecho de sus habitantes a buscar la felicidad individual. Dentro de esa
concepción, enlazada con el protestantismo fundador, el matrimonio no tiene
una función social específica: no es la idea católica de familia la que lo
legitima ni los hijos, mientras que la ley reconoce la posibilidad del divorcio
como prosecución aceptable del camino hacia esa felicidad. La legitimidad
del matrimonio no proviene, por lo tanto, de la Iglesia ni de la investidura
social. Requiere, por así decirlo, de su propia legitimación. Pero, al mismo
tiempo, es una de las instituciones más importantes construidas por esa
sociedad. Desde un puritanismo entendido como la inadmisibilidad de toda
hipocresía (el lugar de la verdad en el cine americano que incluye el rechazo
a la infidelidad testimonia la fuerza de esa moral, con las comedias de
Lubitsch como alternativa), si la infelicidad fuera el destino inevitable del
matrimonio, terminaría cuestionando la propia legitimidad de esa sociedad ya
que esta sería responsable de proponerles a sus ciudadanos instituciones
insatisfactorias. Por eso, el debate sobre el matrimonio es, prácticamente, una
cuestión de Estado, un tema que reclama ser analizado y esclarecido. Tal
esclarecimiento alcanza para Cavell su punto más alto en el cine. Estas
películas no deben ser leídas como un síntoma de la ideología dominante ni
como un estudio de la fisiología matrimonial, sino como la creación de un
espacio en el que los directores de esos films intervienen para reabrir la
discusión del problema mediante la puesta en escena de una frase de Milton:
“Una conversación variada y dichosa es el fin principal y más noble del
matrimonio” (no es raro que esa sed de conversación haga de estas películas
unas de las más charladas en la historia del cine americano). Cavell ve en
estos films una continuación del problema que plantea el último acto de Casa
de muñecas de Ibsen y muestra cómo ese problema –aparentemente mohoso
y clausurado– vuelve a florecer enriquecido en estas historias. Al reconocer
ese lugar para los realizadores, Cavell les asigna tanto una elevada
competencia técnica (competencia que es capaz de describir como el más
recalcitrante de los cinéfilos) como la inteligencia suficiente como para estar
a la altura de un debate que tiene como precursores a Kant o a Nietzsche.
Cavell cree que Hawks, por ejemplo, es “un espíritu cultivado y brillante
aunque un poco brutal y, sin dudas, un artista” y rastrea las huellas de esas
características en sus películas. Ante la brillantez de estas exposiciones, los
académicos deberían entender que “no se trata de aplicar nuestra brillante
inteligencia a cualquier cosa, sino de advertir la inteligencia ya aplicada por
las películas en su realización”. La función del cine en los estudios
universitarios no debería pasar por la decisión entre “enseñar Kant o analizar
films de Capra”, sino por el reconocimiento de que obras tales como estas
comedias son parte del campo intelectual. Agrega Cavell que Kant no figura
en el bagaje cultural de los intelectuales americanos. Obviamente, tampoco
figuran Capra ni McCarey. La modificación de la enseñanza universitaria que
Cavell propone tiene que ver con la posibilidad de ampliar ese bagaje y hacer
estallar el escándalo de la filosofía, que “intenta cuestionar los fundamentos
de nuestra vida para ofrecer como compensación apenas la filosofía misma”.
El interés y, al mismo tiempo, la dificultad de Pursuits of Happiness radica
en que su análisis de la sociedad, el matrimonio, los autores, las películas, los
espectadores, la crítica y la teoría implica un desvío simultáneo de la
perspectiva habitual para mirar cada uno de esos elementos. Así, por ejemplo,
las comedias del rematrimonio aparecen en un contexto determinado, pero
son también el emergente oculto de una corriente que puede rastrearse en
algunas obras de Shakespeare, lo que el autor llama “comedias novelescas”,
que incluyen La tempestad y Sueño de invierno. En esas piezas, Cavell
descubre una posibilidad para el teatro que fue abandonada por la escena
inglesa, que habría elegido el costumbrismo de Ben Jonson como matriz de
su futura evolución. Esa forma teatral, a la que hay que sumarle el teatro de
vaudeville francés representado por Feydeau, fue la dominante en el campo
del entretenimiento popular. Su importancia negativa es haber sacado la
felicidad, la magia y la libertad de lo novelesco shakespeariano del escenario
para sustituirlas por la mera risa. Pero la premisa contenida en esas formas
dominantes desde el siglo XVII, en las que se sobreentiende que el
matrimonio es el fin de lo novelesco, es impugnada por el cine americano de
los años 40 con el género del rematrimonio, que reniega de todo
costumbrismo y sostiene la idea del matrimonio como aventura. Esta idea de
Cavell –una idea que venimos persiguiendo un poco a ciegas en estas
páginas– permite apuntalar una alternativa crítica frente a la estética sórdida
del espectáculo burgués, un mundo que incluye desde Greenaway a Benny
Hill pasando por Darío Vittori, Robert Altman y la casi totalidad del cine
argentino (más allá de las disputas por el poder en el cine francés, la campaña
de Truffaut como crítico de la qualité francesa estaba apoyada en premisas
semejantes). El terrorismo común a todas estas manifestaciones está en las
antípodas de lo utópico y novelesco en la comedia y es radicalmente
incompatible con las películas del rematrimonio, un género que Cavell hace
llegar hasta Sonrisas de una noche de verano de Bergman y en el que,
lateralmente, podríamos incluir Hechizo del tiempo o Mentiras verdaderas.
Pero esa alternativa –sigue innovando Cavell– no es meramente una
diferenciación estética sino que requiere de un espectador diferente: “El
espíritu cómico de estos films depende de nuestra disposición a adherir a la
posibilidad de un mundo en el que los sueños agradables se realicen”.
Cavell se arriesga incluso a postular que en el cine los actores tienen un
ascendiente sobre sus personajes desconocido en el teatro y redescubre algo
que los espectadores de su tiempo no ignoraban: que el placer de estos films
se incrementa enormemente si estamos dispuestos a admirar a priori las
actuaciones de gente como Cary Grant. En uno de los párrafos más insólitos
del libro, Cavell cita una crítica de The Awful Truth (a la que señala como la
mejor película de las siete) firmada por Pauline Kael en la que esta critica la
actuación de Irene Dunne. Cavell concluye que “cualesquiera sean las
razones de esta extraña reacción, esta es suficiente para anular todo lo que
diga Pauline Kael como espectadora de The Awful Truth”.
Estas películas sugieren también un nuevo lugar para la crítica, esa
institución que parece a veces construida a partir de la negación del deseo y la
subjetividad que la fundan. Para Cavell, la crítica debe ser una prolongación
natural de esa famosa conversación, una manera de interesarse en la propia
experiencia del crítico. “Una teoría de la crítica”, dice, “está forzosamente
ligada a una teoría de la afección personal (incluida una teoría de nuestra
afección por la teoría, de nuestro encanto por el pensamiento)”. Un crítico de
las comedias del rematrimonio no puede sustraerse a dos obligaciones: hablar
del matrimonio por un lado y autoexaminarse “como manera de retribuir la
experiencia que se le ofrece” por el otro. Si la crítica de cine tiene algún
futuro, este pasa por entender que un crítico no puede –como la protagonista
de La rosa púrpura de El Cairo– soñar con un mundo dorado que empieza
detrás de la pantalla mientras padece en silencio las sombras del propio.
Debe, en cambio, ser él mismo el puente entre esos dos mundos para evitar
que, llegado el momento, las figuras del celuloide abusen de su inocencia
como le ocurría a aquella chica. El cine, como dice Cavell, no es un
escapismo sino un recreo que permite pensar.
El lenguaje que usa Cavell, la falta de ciertos términos o de ciertos tópicos
hace sospechar a lo largo de la lectura del libro que puede estar pecando de
cierta ingenuidad o de cierto conservadurismo. En todo caso, se trata de una
ingenuidad y un conservadurismo muy especiales, tanto que sospechamos
también que no son tales. Fiel a su tenor filosófico, el libro muestra que
esclarecer el sentido de lo común es oponerse al sentido común. Cavell
enuncia que las comedias del rematrimonio son, en el seno de la privacidad,
un desafío a la estructura social. Amparados en el ocio y la independencia
que provee la riqueza que admiramos siguiendo a Thoreau (sigo citando a
Cavell sin comillas) porque “proporciona la libertad, el poder y la gracia que
sentimos propios de nosotros mismos”, los protagonistas advierten “el
carácter mentiroso del rostro del mundo”, mientras que nos permiten a los
espectadores conectarnos “con nuestro deseo insaciable de felicidad”. Al
insinuar que solo los que están casados pueden casarse verdaderamente, esas
comedias sugieren que “el único escándalo social es el amor sincero”, un
sentimiento que nos iguala en nuestra pretensión aristocrática de espectadores
de cine. Completa Cavell: “Frente a nuestro propio interés y al del mundo por
que permanezcamos estúpidos, la dificultad pero también el poder específico
de la filosofía es recibir la inspiración necesaria para extraer el pensamiento
de las condiciones mismas que se oponen a él”.
La comedia –como bien sabemos– es un asunto peligroso. Casi tan peligroso
como el matrimonio. El peligro común a ambos es que dan las cosas por
sentadas prometiendo felicidades continuas o definitivas: la risa permanente,
la satisfacción sexual eterna. Pursuits of Happiness pone la banalidad de esas
promesas en cuestión y sugiere a cambio posibilidades menos seguras pero
más atractivas. Queda como ejercicio rever las comedias del rematrimonio
para ver si el profesor Cavell no nos ha estado engañando.
Publicado en El Amante N°34 – diciembre 1994

145. Las 50 mejores películas de la historia

Quintín
Un tiro en la noche (Ford), El hombre quieto (Ford), Alma negra (Walsh),
Decepción (Rossen), Garras de ambición (Walsh), Tener y no tener (Hawks),
Vértigo (Hitchcock), Sed de mal (Welles), Imitación de la vida (Sirk), La
mujer codiciada (Ray), Qué bello es vivir (Capra), Las tres noches de Eva
(Sturges), El diablo dijo no (Lubitsch), El padrino II (Coppola), Un rey en
Nueva York (Chaplin), El cameraman (Sedgwick y Keaton), Amanecer
(Murnau), Intolerancia (Griffith), Los 400 golpes (Truffaut), Vivir su vida
(Godard), Senso (Visconti), El río (Renoir), Historia de Tokio (Ozu), Ugetsu
Monogatari (Mizoguchi), Los siete samurais (Kurosawa), Carta de una
enamorada (Ophüls), El joven Manos de Tijeras (Burton), La invasión de los
Body Snatchers (Siegel), El fotógrafo del pánico (Powell), Freaks
(Browning), Intervista (Fellini), Él (Buñuel), Gatica, el Mono (Favio), El
último vals (Scorsese), La mujer del aviador (Rohmer), La Belle Noiseuse
(Rivette), Los caníbales (de Oliveira), Alicia en las ciudades (Wenders), El
imperio de los sentidos (Oshima), El frutero de las cuatro estaciones
(Fassbinder), Retorno al pasado (Tourneur), Shock Corridor (Fuller), Faces
(Cassavetes), Cazador blanco, corazón negro (Eastwood), Halloween
(Carpenter), Saint Jack (Bogdanovich), Playtime (Tati), Paisà (Rossellini),
Grisbi (Becker), La condesa descalza (Mankiewicz).
Publicado en El Amante N°34 – diciembre 1994
146. Revistas
Tradiciones peruanas. La gran ilusión
Hasta hace poco, La gran ilusión era una gran película de Jean Renoir. Ahora
es también una revista de cine editada por la Facultad de Ciencias de la
Comunicación de la Universidad de Lima (me viene a la memoria que,
desgraciadamente, El Amante es también una película de Jean–Jacques
Annaud). Aparece semestralmente y su número 2 tiene nada menos que 196
páginas. Algunos de sus redactores escribieron alguna vez en Hablemos de
Cine, que según ciertos cinéfilos fue la mejor revista de la especialidad que se
editó en Latinoamérica. Esta nueva, a juzgar por la edición que recibimos, es
–entre las que conocemos– la revista más balanceada, más completa y más
seria de las que se publican hoy en el mundo.
Sin duda, un sumario que incluye un Dossier Fellini (con reseñas de cada
una de sus películas), un dossier sobre cine peruano (con un diccionario de
realizadores peruanos, una entrevista a Francisco Lombardi –el director más
importante de esa nacionalidad–, un artículo sobre Sendero Luminoso en el
cine), un extenso elogio a la obra de Christian Metz, un repudio a la obra de
Cantinflas, una revisión de Desde ahora y para siempre de Huston, una nota
sobre las películas de Hollywood previas al código Hays, otra sobre las
revistas de cine en Latinoamérica, una entrevista al presidente de la
corporación de exhibidores peruanos, un artículo sobre animación por
computadora, otro sobre video, otro más sobre Ed Wood, un enésimo sobre el
cine en Brasil y en Ecuador y una sección de crítica de estrenos (que lleva el
oportuno nombre de Los cuatrocientos golpes) ¡de 50 páginas! demuestra la
riqueza y variedad del material tratado y su valor informativo.
Pero las mayores virtudes de La gran ilusión están en la escritura y el
contenido. Mencionemos, en primer lugar, algunas propiedades que la revista
no posee. a) No es pesada. A pesar del tamaño, se lee con facilidad e interés.
Lo que es más notable, cada una de las notas es amena, atractiva y trata de
despertar interés en el lector. Es evidente el trabajo que sostiene cada artículo.
B) No es complaciente. Tanto en las críticas, como en el resto de las páginas,
los redactores no vacilan en pegarle a quien corresponda. Hay un artículo
muy divertido en el que se le responde al director peruano Luis Llosa (El
especialista), que se queja porque las críticas de su país lo han maltratado y
afirma que en el resto del mundo su obra está bien considerada (parece que
en el Perú también hay de esos). El redactor se toma el trabajo de recopilar
críticas del mundo entero que señalan su incompetencia. c) No es académica.
A pesar de que está editada por una universidad, a pesar de que puede tratar
temas difíciles o especializados, en ningún momento se tiene la impresión de
que el cine es un saber abstruso o incomunicable. La revista apuesta a la
claridad y a la calidad de la escritura en un castellano preciso y exento de
jerga. d) No es autoritaria. En una época en la que el más novato de los
redactores de un diario no vacila en desgranar impunemente sus
imprecisiones estéticas o ideológicas, los que hacen La gran ilusión apelan,
en general, a una prudente sabiduría (en la reseña sobre La strada Emilio
Bustamante –un gran crítico, por otra parte– dice: “Alguna feminista fósil
puede ver machismo en todo esto. Que se pudra” y al hacerlo rompe
innecesariamente con la serena ecuanimidad frente al mundo que la revista
exhibe). e) No es sectaria. No toma partido previo por los films que analiza,
ni recurre a categorías cinematográficas de ocasión. No celebra el cine por su
éxito comercial pero tampoco habla de “la basura hollywoodense”. Es
respetuosa con todos los tipos de cine, pero distingue constantemente entre
las películas malas y las buenas.
La gran ilusión es una revista cinéfila. Su pareja consistencia revela un
acuerdo generalizado sobre la madurez artística del cine y la autonomía de la
crítica, entendida esta como actividad central de la escritura sobre cine y cuya
pertinencia reside en la exposición y evaluación de las propuestas estéticas y
de los recursos formales y expresivos de los directores dentro de un universo
específico. Algunos párrafos (casi al azar) pueden ilustrar la calidad de las
críticas de la revista. Rafaela García Sanabria sobre Una vez en la vida: “Se
contradice cuando en el primer encuentro amoroso se hace gala de un
apresuramiento (que tampoco se justifica en el desabrido e inocuo
conocimiento que lo precede) para después, en el quizá más emblemático y
publicitado de sus ‘arrebatos’, cambiar abruptamente de tono. Entonces lo
presenta en un acto que semeja más a una demostración de habilidades para
la danza o a una escultura cinética que a un coito”. Isaac León Frías sobre
Filadelfia: “En esas escenas, Jonathan Demme incluye algunos recursos que
había utilizado previamente en El silencio de los inocentes. En la primera, la
posición de la cámara y la iluminación rojiza. En la segunda, las inclinaciones
del encuadre, creando un efecto de desequilibrio e inestabilidad. El segundo
procedimiento no logra aquí la impresión de enrarecimiento que se producía
en la cinta precedente. Tampoco, Filadelfia alcanza el nivel expresivo de El
silencio de los inocentes, pero está bien y no es poco”. Emilio Bustamante,
sobre Como agua para chocolate: “La película no evoca necesariamente a
Rulfo o a García Márquez sino a las telenovelas brasileña y mejicana. [...]
Llama la atención que en una película donde se supone que la comida es el
eje, la cocina (el espacio culinario por excelencia) y el arte culinario (tan
ligado a la alquimia y a la brujería), forma sublime de expresión, la cámara
muestre los platos con timidez y jamás sensualice a los alimentos. [...] no
salvan a la película de caer en el abismo de la cursilería de lujo”. Entretanto,
a Fernando Vivas Sabroso le ha tocado una película –Un misterioso asesinato
en Manhattan, de Woody Allen– que va bien con su nombre. Su reseña no se
queda atrás: la celebra con sutileza y entusiasmo y hace honor así a sus dos
apellidos. Esta crítica, que acompaña al film y a sus actores (“uno no se ríe
solo por la gracia de los chistes, se ríe de la emoción por la aventura, como de
seguro reiríamos en grupo si estuviéramos en el pellejo de los personajes
cuando ejecutan la treta de las morcillas telefónicas. Se ríe también como lo
hace Diane Keaton, con una naturalidad que va más allá de la actuación...”).
En esta crítica se insinúa un movimiento que desborda saludablemente el
marco señalado anteriormente y apunta a una confrontación directa con las
emociones.
De todas las revistas de cine que conocemos, La gran ilusión es uno de los
pocos proyectos valiosos e interesantes. A los editores de otro proyecto que
aspira a esas calificaciones, esta brillante revista peruana nos permite
aprender y sentirnos acompañados.
Publicado en El Amante N°34 – diciembre 1994
147. Estrenos en video
Amanecer (Sunrise), Friedrich W. Murnau, 1927.
La edición de Amanecer me ha sido de gran utilidad por dos razones. La
primera es que mi lista de las mejores películas de la historia para la encuesta
de esta revista mejora notablemente con su inclusión en los primeros puestos.
La segunda es para convencerme –después de ver el Frankenstein de Kenneth
Branagh– de que bodrios como este no tienen excusa alguna y que si el cine
ha retrocedido es, en parte, porque los directores son francamente
incompetentes. Amanecer no tiene ninguna de las características de museo
que molestan en muchos directores mudos, en particular la previsibilidad y el
exceso expresivo. Es absolutamente moderna y anuncia el cine del futuro (del
suyo y también del actual). Narrada de tal modo que no precisa casi de
intertítulos, se da el lujo de anticipar hasta la comedia musical sin que
extrañemos el sonido. Los travellings increíbles, el humor sin subrayados, la
imaginación y la ternura con la que describe las cosas, la gente y la naturaleza
son apenas algunos de sus méritos. Todos los placeres del cine están
contenidos en Amanecer. La escena del viaje en tranvía es una de las más
hermosas que recuerdo haber visto.
Publicado en El Amante N°34 – diciembre 1994
148. Estrenos en video
Sin miedo en el corazón (Poetic Justice), John Singleton, 1993.
Si en Los dueños de la calle John Singleton era moralista y didáctico, en Sin
miedo en el corazón es simplemente un camelero. La violencia física del
gueto negro de Los Ángeles se ha vuelto agresión psicológica, la tragedia se
ha transformado en una historia de amor con dificultades. Ahora resulta que
hay esperanzas a través del amor y del trabajo. El film empieza con un
asesinato, como si partiera de la película anterior, y evoluciona lentamente
hacia la nada. Pero ese crimen ya está estetizado, diluido en las convenciones
cinematográficas elegantes que ha impuesto Spike Lee (es como si Singleton
anunciara que la anterior era en serio, pero acá se trata de una película). La
protagonista se llama Justice y escribe poesía (en realidad, su voz en off
recita los poemas de Maya Angelou que resultan generalmente inoportunos).
Mientras los protagonistas se maltratan los unos a los otros, Singleton celebra
con estos y otros artificios decorativos la gloria de la raza negra. Para hacerlo,
paga tributo a todas las convenciones contemporáneas, incluido el castigo
simbólico para los que les pegan a las mujeres. Dos tipos mueren sin
problemas, pero en un caso se trata de un traficante y en el otro, su música
vivirá para siempre en el alma de su primo,
cantante de rap en la vida real. Justice es la estrella de la canción Janet
Jackson (hermanita de Michael), una mujer poderosamente atractiva. Para
películas fabricadas alrededor del lucimiento de cantantes negras, me quedo
con El guardaespaldas, aunque un par de momentos muestran que Singleton
podría hacer cine si abandonara el camino actual de copión y mercachifle.
Publicado en El Amante N°34 – diciembre 1994
149. Estrenos en video
Misión explosiva (Chasers), Dennis Hopper, 1994.
Es una versión en joda de El último deber (Hal Ashby, 1973), película que en
esa época me pareció ultramoderna y hoy no me animaría a ver. Lo primero
que uno se pregunta con Misión explosiva es por qué Dennis Hopper retiró su
nombre como director de Backtrack y aceptó figurar en los títulos de esta
película que es no solo peor sino mucho más inconsistente. Lo segundo que
uno se pregunta es si Hopper es o se hace. Es imposible encontrar una
respuesta a la primera pregunta pero la segunda parece más accesible. Hay
momentos en los que el maldito sádico logra transmitir su humor perverso,
nos contagia la sensación de que se está divirtiendo y nos hace participar de
la farra. Otros en los que es evidente que todo le importa un corno. Así que la
respuesta –como para todos los que no se sabe si son o se hacen– es la
siguiente: es y se hace. Los temas del cantante country Dwight Yoakam están
bastante buenos. La polaca –o lo que sea– Erika Eleniak está rebuena. Tom
Berenger y un tal William McNamara –discípulo de Tom Cruise–, no.
Publicado en El Amante N°34 – diciembre 1994
ENTREVISTA A QUINTÍN Y FLAVIA DE LA
FUENTE
SEGUNDA PARTE

Sebastián Rosal: Hay una pregunta que puede ser básica, pero que deja
de serlo si se piensa en todos los temas en los que ustedes, en todos estos
años, han mostrado interés, por los que sienten afinidad, ¿por qué
eligieron el cine?
Flavia de la Fuente: ¡Porque nos encantaba! Todos íbamos mucho al cine,
nos encantaba el cine, y en los 80 apareció el VHS. Ninguno de nosotros, ni
Quintín, ni Gustavo (Noriega) ni yo éramos espectadores de cinemateca. En
esa época teníamos un taller de gráfica y empezamos a trabajar con el
catálogo de Video Club del Este, en la Galería del Este, que tenía una
colección de películas soñada. Todos los clásicos: empezamos a ver a John
Ford, a Godard… Ahí descubrimos la historia del cine, de la que no sabíamos
nada. Entonces veíamos cinco películas por día.
Quintín: Yo me acuerdo una de las primeras notas que escribí, se llamaba
“Elogio del cine en video” (ver nota n°16) que le produjo una ira
extraordinaria a Fernando Martín Peña, porque iba contra la idea de que solo
se podía hablar de aquello que se había visto dentro de una sala de cine. Pero
entonces era casi imposible conocer la historia del cine si no era a través del
VHS. No había otra manera. En esa época, además, no íbamos a la Lugones,
no había festivales, veíamos solo los estrenos de los jueves. Lo del VHS era
algo de sentido común, muy evidente, pero no se podía decir, era una de esas
verdades que estaban sobre la mesa pero eran secretas porque el mundo del
cine era muy solemne, muy acartonado, muy careta, y al mismo tiempo era
bastante precario intelectualmente, muy mediocre. Por ese estado de cosas era
relativamente fácil ponerse a escribir de cine si tenías una dosis de soberbia,
irresponsabilidad, inocencia y libertad.
F: En particular, no había ninguna revista de cine. Al principio, con Gustavo
y Quintín no queríamos hacer una, sino un libro de cine, una guía, algo como
Las 100 mejores películas para ver en video, o algo por el estilo. Nos
reuníamos tres veces por semana para hacer ese libro. Y el libro no avanzaba,
aunque seguíamos con el catálogo del Video del Este. Mientras tanto, yo
compraba libros. Compré cientos de libros en tres idiomas. Iba a todas las
librerías. Iba, por ejemplo, a la Oficina del Libro Francés, donde me daban un
diskette que llegaba cada cuatro meses con las novedades francesas. Así que
nos pusimos a leer, estábamos todo el día leyendo sobre cine. Y un día, de
casualidad, en la librería Hachette, el librero me dice: “Hay unos muchachos
que quieren hacer una revista que se llama El Amante. Cine. Teatro. ¿Los
querés conocer?”.
SR: Ya había un nombre para la revista antes de ustedes.
Q: Sí. Esos dos jóvenes eran Sergio Olguín y Pedro B. Rey. Es más, tenían el
diseño de tapa ya hecho, amarillo y negro, parecido al de los Cahiers aunque
no inspirado en él. Una gran casualidad.
F: Entonces los conocimos. Eran dos chicos muy entusiastas, de 25 años. Yo
tenía 32 y Quintín 40. Quintín no quería saber nada. ¿Cómo íbamos a hacer
una revista si no sabíamos nada? Así que el entusiasmo inicial, para tirarnos a
la pileta, lo pusimos Gustavo, estos dos chicos y yo.
Q: La única condición que pusimos fue que teatro, no. Y quedó El Amante /
Cine.
F: Ya tenían el dossier Brando preparado para ese primer número. La
cuestión es que gracias a ese impulso juvenil salió la revista, hecha por un
grupo de gente muy heterogénea. Pero como en el fondo no teníamos
demasiado que ver unos con otros, ya en el cuarto número casi la hacíamos
toda nosotros y en el octavo tomamos caminos distintos y quedamos
nosotros, Gustavo, Quintín y yo, a cargo de la revista cuyo objetivo era ser la
revista que nosotros quisiéramos leer. Había mucha omnipotencia en la idea.
Q: Pero en el fondo era un proyecto razonable, favorecido, entre otras cosas,
por la estabilidad de la moneda y porque teníamos ese taller de gráfica. Yo
hice la composición tipográfica del primer número. Sabíamos hacer una
revista desde un punto de vista físico, material. Y teníamos algunas ideas
para copiar. Por ejemplo, tomamos cosas de Les Inrockuptibles, la edición
francesa, que en sus primeros números hacía largas entrevistas a estrellas de
rock olvidadas. A Flavia y a mí nos gustaban mucho las entrevistas, hablar
con los directores, algo que para mí era muy enriquecedor y que a lo largo de
los años lamento haber dejado de hacer. Es una de las cosas que perdí como
periodista.
F: Los primeros Inrockuptibles, que salían mensualmente y venían en un
formato grande, con lomo y enormes fotografías, fueron una gran influencia.
A mí me permitieron conocer también mucha música nueva. Después empezó
a ser quincenal o semanal (y después se empezó a editar acá), pero en esa
época era una revista muy gorda, con un diseño hermoso, que le copiamos.
Es decir, el diseño de El Amante estaba copiado de los Cahiers de los
cincuenta en la tapa y de Les Inrockuptibles en el interior.
SR: ¿Ustedes habían escrito antes en algún lado?
Q: No, prácticamente nada. El catálogo este que te mencionamos, el libro que
nunca se terminó y nada más.
F: Yo no había escrito ni una línea. Pero vos siempre habías querido escribir.
Y habías escrito algunas críticas para vos mismo.
Q: Muy pocas, y profesionalmente nada. Bueno… tampoco se podía decir
que El Amante fuera muy profesional. Para mí El Amante era la oportunidad
para la escritura. Una escritura ensayística, no una escritura literaria, sino en
el sentido de que cada nota era una oportunidad para inventar formas,
estructuras, aproximaciones para cada película, y así probar y probarse.
Recuerdo que había salido otra revista, de inspiración académica, hecha por
gente de la Facultad de Letras, en parte como reacción a El Amante (no fue la
única, después saldrían Film, La Vereda de Enfrente o La Otra, de las que me
acuerdo). En esa revista, que duró pocos números, ellos no ponían “crítica”
sino “análisis”. Imaginate el ataque que les provocaba que le pusiéramos nota
a las películas, algo que habíamos tomado de los Cahiers amarillos pero que
después se había dejado de hacer (incluso en los Cahiers de la época) y que
luego volvió con gran furor. Me gusta pensar que fuimos los reinventores de
las calificaciones. Pero, efectivamente, nuestra escritura no era analítica, en el
sentido de descomponer, desmenuzar las películas en sus partes, aplicarles
alguna teoría, o algún marco general de los que aprendían en la facultad. Era
una escritura más bien sintética la de El Amante, encontrar ideas y tratar de
expresarlas. La escritura para nosotros era importante. Había que ser ameno,
había que decir algo original, algo distinto, algo que solo lo pudiera decir el
que escribía cada nota.
SR: Es muy notable que el primer número de la revista parece haber
nacido in media res: no hay editorial, no hay una declaración de
principios. Solo en una nota tuya, de la sección Video, hay alguna
referencia muy divertida (ver reseña de Suban el volumen, nota n°3). Es
decir, no hay un programa explícito, por así decirlo.
Q: Yo creo que ya en esa época tenía muy claro quién era el enemigo, o uno
de los enemigos, que eran los críticos de los diarios, que descomponían las
películas en las actuaciones, el argumento, la fotografía, es decir: esa especie
de suma de méritos, cuando en realidad las buenas razones para elogiar una
película eran, y siguen siendo, creo al menos para mí, de tres índoles
distintas. Una tiene que ver con la vitalidad, otra tiene que ver con la ética y
una tercera que tiene que ver con cierta cuestión abstracta del cine, con la
posibilidad del descubrimiento, la posibilidad de hacer del cine aquello que
revele algo, algo que es de un orden, en general, abstracto: una conexión
entre cosas, una estructura determinada. Quiero decir, que una película sea
capaz de mostrar el mundo desde otro lado, iluminarlo, por así decir. O
iluminar al propio cine, siguiendo una idea de Truffaut. Me parece que en esa
época lo tenía más claro que ahora, seguramente (risas). Tenía claro también
lo que era la crítica que se hacía en esa época, muy mediocre, muy cobarde.
En general, salvo algunas excepciones, las reseñas eran gacetillas de prensa.
Nosotros éramos honestos, no nos casábamos con nadie. No hacíamos crítica
por amistad, ni por política, ni por ninguna razón que no fuera lo que
honestamente nos parecían las películas. Y además éramos independientes.
Lo éramos de lo que podría llamarse el cine argentino como institución. Esa
institución existía, al punto que a los festivales viajaban los críticos
argentinos para sostener el cine argentino en el exterior (lo mismo pasa hoy,
aunque eso es algo que ocurre en todas partes: los mexicanos defienden el
cine mexicano, los españoles el español y así). Nosotros nunca hicimos eso,
aunque a nuestro primer Cannes fuimos invitados por Agresti, pero lo que
quiero decir es que nunca lo hicimos como parte del establishment oficial.
F: Cuando empezamos, estábamos tan afuera de todo que ni siquiera
sabíamos por ejemplo que había privadas, funciones de prensa. Íbamos al
cine pagando la entrada. Teníamos un lema entonces: “No conocemos a nadie
y nadie nos conoce a nosotros”. Lo curioso de todo esto es que la gente del
medio nos maltrataba, pero teníamos unos cuantos lectores.
SR: La revista nace, y comienza a andar. ¿Cómo vivieron esa época, los
primeros años? Porque ustedes abrieron varios frentes: con el mundo del
cine argentino; con el de la crítica de cine en la Argentina; más las
discusiones internas, que seguramente habría.
Q: Tuvimos la gran ventaja de que cuando empezamos, durante los primeros
años, casi no había cine argentino.
F: Estaban Subiela, Aristarain y un par de nombres más.
Q: Justamente nuestro primer año entero como revista, el 92, fue el año de la
polémica, en el que Aristarain intentó competir por el Oscar representando a
Uruguay con Un lugar en el mundo, aunque después lo descalificaron. Estaba
la película de Subiela y había ahí una gran división en el cine argentino.
Nosotros estábamos del lado de Aristarain, que en realidad era el único
director argentino que yo admiraba en esa época, de quien había visto varias
de sus películas y me habían gustado. Me gustaba su opinión sobre el cine
americano clásico, del que era un defensor. Y eso nos juntaba con los
cinéfilos de la línea dura. Ahí había un frente en común, de gente a la que le
gustaba ese cine, con el que nos sentíamos mucho más cómodos que con el
cine europeo, que era lo que en ese momento se consideraba obligatorio entre
las personas cultas.
F: También nos gustaban las películas de la Nouvelle Vague. Pero eso por
supuesto tenía que ver con los Cahiers. Éramos muy cahieristas. Los
facsímiles que se editaron de los Cahiers de los primeros años eran unas de
nuestras lecturas favoritas.
Q: Si ves las tapas de El Amante de esos años, te das cuenta de que el
corazón era el cine americano. ¡El anti Greenaway! Odiábamos ese cine de
arte impostado, el cine europeo de calidad y de prestigio, digamos. En ese
sentido, la revista tenía una línea muy clara. Casi nadie defendía ese cine
estándar europeo. Después aprendimos, conocimos cosas. A Ozu, por
ejemplo. Pero volviendo a lo que te decía antes: tuvimos la suerte de que
prácticamente no había cine argentino. Había algunas polémicas, algunos
directores que descubrimos como, por ejemplo, Agresti, de quien acá no se
conocía su obra temprana en Holanda y que nos gustó mucho cuando la
vimos. Pero ese vacío respecto del medio argentino nos permitió asentarnos
con rapidez, aun cuando no conocíamos a nadie.
F: Generó mucha ira El Amante. Hasta vino gente a insultarnos a nuestra
oficina. Fernando Peña y Sergio Wolf sacaron una revista, Film, que en cierta
forma era una respuesta a la nuestra. Yo iba a repartir las revistas a las
distribuidoras (cuando descubrimos que existían, que había un “barrio del
cine” que quedaba alrededor de Lavalle y Junín), y me decían: “Pero ustedes,
¿cuánto se creen que van a durar?”.
Q: Y contestábamos: “para siempre” (risas).
F: Es decir, mientras quisiéramos. Teníamos una fe ciega. Y una obsesión
total. Íbamos de kiosco en kiosco viendo cómo bajaban las pilas con los
ejemplares. Había mucha mística. Y hacíamos todo además. Repartíamos las
revistas con mi hermanito Lisandro… era algo muy casero.
Q: Al cabo de los años El Amante tomó cierta dimensión legendaria, pero
nosotros no teníamos idea de que tuviera alguna repercusión la revista.
Recibíamos cartas de lectores, pero no teníamos la impresión de que
fuéramos una referencia. Más bien estábamos entre nosotros, no teníamos
demasiada interacción con el exterior. Y el medio cinematográfico nos
ignoraba, pero la verdad es que tampoco, en el fondo, nos hacían nada
tremendo. La revista tenía cierto porte, porque hacer una revista de cine todos
los meses no era fácil. Hacía tiempo que no había revistas de cine en la
Argentina. Así, El Amante se transformó rápidamente en la revista de cine
más longeva de la historia, superando a Tiempo de Cine, la de Salvador
Sammaritano, que si bien estuvo varios años, llegó a tener solo unos
veintitantos números. Para nosotros superar eso fue muy fácil, teníamos
aliento como para hacerlo. La nuestra no era una revista de catacumbas,
aunque los años le pueden haber dado una pátina de culto. Pensá también que
era la época en la que no había festivales, no existían ni el Bafici ni Mar del
Plata. Una época en la que se cerraban las salas y en la que había una gran
avidez para ver películas, pero muy poca oferta. Toda la primera mitad de los
90 fue un páramo en ese sentido. Un páramo en el que se destacaba El
Amante.
F: En realidad, teníamos acceso a la mismas cosas que la gente que no era del
medio, que el público normal, digamos, excepto por la biblioteca que
teníamos. Esa revista tenía algo de mágica. Algo que podía leer cualquiera y
entenderla. Tal vez ahora la crítica se haya hecho menos abierta. Pero en esos
primeros textos, se escuchaba la voz de quien escribía, la de Quintín, la de
Ricagno, la de Tarruella, la mía, y así con todos. Cada uno tenía una
personalidad y un estilo muy fuerte. Después, con el tiempo, para mí la
revista perdió personalidad y perdió frescura.
Q: Sí, y tenía una potencia que no sé si después conservó.
F: Se volvió un poco más rutinaria, más previsible. Cada vez había más
gente, también. En un principio éramos menos, y más unidos. Cada nota se
debatía mucho.
SR: Se habla del canon de El Amante. Pero, excepto por algunos grandes
directores que estuvieron siempre (Ford, Hawks, por ejemplo), si uno
observa el recorrido de la revista, se da cuenta de que ese canon se fue
haciendo sobre la marcha.
Q: Sí. Y se fue modificando, además, porque no teníamos una idea
demasiado clara de nuestro propio canon. Conocíamos algunas cosas pero,
por ejemplo, ya con varios números de la revista en la calle, descubrimos a
Douglas Sirk. Esas eran las cosas que si no las habías visto en el estreno solo
podías verlas a través del VHS o de la Cinemateca. A ese núcleo inicial lo
fuimos ampliando. Pero en esos primeros números era claro el
enfrentamiento con las ideas dominantes en el medio.
F: Ahí en realidad es cuando empezamos a ir a la Cinemateca. Me acuerdo,
por ejemplo, de un ciclo de Fassbinder que vimos completo y nos pegó
mucho. Nos obsesionábamos, y leíamos lo que teníamos en los libros, y
soñábamos con Fassbinder y su grupo. Ya no nos quedábamos solo en casa
mirando VHS.
SR: ¿Cómo era la dinámica interna en la redacción?
Q: Las notas se asignaban y se peleaban un poco. Pero yo, personalmente,
nunca dejaba que me sacaran la película sobre la que quería escribir.
F: Yo tenía un rol muy ejecutivo. Quintín iba a las reuniones de sumario,
pero a los cierres íbamos Gustavo y yo. Quien se quedaba conmigo a cerrar la
revista hasta último momento era Castagna. Esos éramos los que le poníamos
el cuerpo a la revista en lo material, en elegir las fotos y todo ese tipo de
cosas, ya que hacíamos todo nosotros. Éramos Noriega, Castagna, Santiago
García, Jorge García, Gabriela Ventureira que era la correctora. Pero lo que
me pasó a mí en algún momento dado es que sentí que ya no podía escribir
más de cine. Que todos tenían una seguridad que yo nunca tuve y que ya no
había más lugar para mis bitácoras. En buena medida porque la revista, te
diría que hacia el año 98, se había convertido en otra cosa. Solo me salía
escribir crónicas, de viajes sobre todo. Pero creo que me estoy adelantando
(risas).

V
1995

150. A través del espejo


Acoso sexual (Disclosure), Barry Levinson, 1994.
Aunque Acoso sexual transcurre en Seattle, tiene mucho que ver con tres
lugares del Norte de California. El primero es Silicon Valley, al Sur de San
Francisco, donde se concentra lo más sofisticado de la industria de las
computadoras. El segundo, un poco más arriba, es el valle del Napa, centro
de la región que ha convertido a los Estados Unidos en un productor
importante de vino. El tercero, cuyas locaciones precisas desconozco, es el
complejo desde el que George Lucas continúa abasteciendo al cine americano
de efectos especiales y tecnología de punta. La magnitud del poder que estos
enclaves de producción intensiva reúnen simbólicamente es la fuerza que
atraviesa una película actual, ambigua y aterradora.
Acoso sexual, montada sobre una repetida fábula estilo Atracción fatal –el
hombre honesto que sucumbe brevemente a la tentación pero termina
reconciliado con su familia después de una dura prueba–, se remonta por
encima de una moraleja reaccionaria y machista para convertirse en algo
totalmente distinto.
Del mismo modo, no es la anécdota sobre la lucha por el poder en una
corporación lo que resulta interesante en la película, sino la imagen que el
capitalismo más avanzado proyecta sobre la pantalla. Basta ver el edificio en
el que sucede gran parte del film: aunque se trata de una construcción en
estudio, transmite (a través de la mezcla entre su estructura de vidrio –que
permite que los de arriba sepan todo lo que ocurre abajo–, la moderna belleza
del software gráfico y la rústica solidez del hardware) una impresión de
diseño y libertad futuristas, de técnica state of the art y, al mismo tiempo, de
un trabajo intenso y absolutamente controlado. Basta ver los efectos
especiales de los programas de realidad virtual que supuestamente fabrica la
compañía de ficción pero que son otro invento de la Industrial Light & Magic
de Lucas, para darse cuenta de que el cine está en condiciones cada vez más
cercanas de reproducir el futuro: el diseño de producción se empieza a
confundir con la arquitectura. Los artefactos de Lucas no son menos
complicados que los que fabrica la empresa del film y hasta pueden ser los
mismos. Incluso, es posible que la planta en la que se elaboran los efectos
especiales sea muy parecida a aquella en la que trabaja el ingeniero Michael
Douglas y en la que la ejecutiva Demi Moore intenta seducirlo, acaso por
orden de su patrón Donald Sutherland. Es tal la contundencia de esas
imágenes, que cuando la cámara muestra el espectacular subte de Seattle, la
inmensa estación es sospechosa de ser otro efecto más. Es como si la factoría
de Metrópolis hubiera sido una maqueta a escala real de los establecimientos
Krupp.
Esta impresión fuerte de realidad que logra la película se ve reforzada con
otros detalles. En una de las primeras escenas, Douglas viaja en ferry con un
ex empleado de IBM que ha sido despedido después de servir a su compañía
muchos años y no encuentra trabajo. La mención de IBM, que durante
muchos años dominó el mercado de las computadoras y mantuvo una política
paternalista con sus empleados, y que ahora se enfrenta con su declinación,
ayuda a mostrar la precariedad del futuro personal de Douglas. Mientras que
la botella de ese vino sofisticado que remite otra vez a California es una
referencia precisa a un estilo de consumo del que Douglas puede quedar
separado para siempre pero que, además, no tiene ya más tiempo para
cultivar.
El eje del conflicto en Acoso sexual no es, en principio, un problema entre
hombres y mujeres sino entre dos maneras de entender el trabajo. Una es la
de Meredith (Demi Moore), su jefe Garvin (Sutherland) y su alcahuete Philip
(Dylan Baker): para ellos, todo es cuestión de táctica y seducción,
manipulación y encanto. La otra está representada por Tom Sanders
(Douglas) y su equipo de técnicos y por la abogada Álvarez (Roma Maffia):
esfuerzo y competencia profesional, sentido de equipo. Esto no es nuevo: se
encuentra, por ejemplo, en Wall Street, con la que Acoso sexual comparte
cierta descripción del mundo empresario. Hay algo de parasitismo e
irresponsabilidad en el primer grupo, mientras que Tom exhibe cierto toque
proletario: no hace gimnasia, se le mancha la corbata y, cuando puede, se
viste como un obrero y lo exhibe con cierto orgullo.
Lo que sí es nuevo es que por primera vez no hay distinción moral alguna en
el asunto. Aunque la película termina con la aparente derrota de una Meredith
demasiado arribista y la aparente victoria de Tom, el empleado fiel, resulta
que mientras ella puede irse a jugar al poder en otro lado, él está condenado a
seguir sirviendo al siniestro Garvin. Por otro lado, si se salvó de las trampas
que le tendieron es porque tuvo suerte y recibió la ayuda de otro jugador
avezado. En definitiva, el destino de Tom, pujante y capaz, marido y padre,
buen compañero, no es menos patético que el de su colega del ferry. Y allí se
abre una grieta aterradora en la película: después de años de sacrificio para
obtener un diploma de honor y un currículum impecable, el futuro de Tom es
el desempleo. Peor aún: el final lo muestra aplaudiendo sonriente con sus
compañeros el discurso mentiroso de Garvin y aceptando con alegría el
sometimiento por tiempo indefinido al tipo que no vacilará en ser su verdugo.
Lo notable es que esta muestra de obsecuencia colectiva, así como la decisión
de Tom de seguir en la empresa, están mostradas sin ironía alguna: son las
únicas conductas posibles a seguir. Para ganar dinero, alimentar a la familia y
seguir trabajando hay que aceptar las reglas del juego. Y estas son que estos
trabajadores calificados que viven en el terror a la vejez y la desocupación
deben resignarse a producir sin descanso, olvidarse de sus principios y hasta
del placer sexual (la conversación de Tom con Meredith sobre el tema es
elocuente) para que la sensualidad de los hombres de negocios se perpetúe.
No hay cinismo alguno en todo esto. En la Metrópolis blanca de Barry
Levinson el destino de los trabajadores es controlar especificaciones técnicas.
El de los empresarios, tomar buen vino y jugar con los chiches que aquellos
fabrican. Después, están los otros: hay dos chinas que hacen la limpieza y
otra que es secretaria. Los más oscuros están fuera de campo. Los obreros de
la planta de Malasia, contratados por Meredith para ahorrar dinero y
complacer al gobierno de ese país, serán pronto sustituidos por mecanismos
automáticos. Las mil personas que vimos Acoso sexual en una avant
première gratuita no entrarán jamás en una planta como la de Digicom. Sin
embargo podemos, ellos y nosotros, disfrutar del espectáculo: mirar cómo
sería nuestra vida si tuviéramos un doctorado en una universidad de primera
línea y domináramos la tecnología de la última generación de chips. Cómo
sería si ganásemos 150.000 dólares al año. Y sería patética: aferrados a
nuestro nivel de vida, enterrados en el trabajo, asustados por nuestro futuro,
nuestra humanidad quedaría restringida a la vida familiar y a comprarle
boletos para Disneylandia a un colega extranjero. Claro que nuestro destino
no parece más promisorio.
Por un lado, la terrible ambigüedad del final feliz, la frivolidad de la
conducta de los dirigentes y la absoluta falta de otra perspectiva. Por el otro,
la potencia de las imágenes y la riqueza de los detalles. La película es en sí
misma un resultado del mundo que describe: una enorme inteligencia, una
gran dedicación y buena cantidad de dinero para construir un juguete de
terrible seriedad. A fuerza de explorar combinaciones, el cine está terminando
por excluir la posibilidad de imaginar otras vidas, otras conductas sociales.
Así como el nuevo modelo de correo electrónico que muestran las
computadoras de Acoso sexual se basa en dibujos de cartas convencionales y
sobres que se abren y cierran, el horizonte vital del film se reduce a esquemas
pobres y convencionales. Esa creatividad febril y unidireccional reconoce una
sola fuente de placer: el juego del acertijo y la estrategia. Hacer cine en
Hollywood se va reduciendo a fabricar esos juguetes cada vez más
elaborados y con reglas más rígidas. Ya no hay necesidad de redondear
moralejas ni de tranquilizar conciencias, sino de desarrollar las variantes de
un mundo simplificado. La película perfecta será la que describa su propia
realización. Acoso sexual está en el límite de lo que todavía puede
asombrarnos porque ese mundo recién comienza a ser mostrado sin necesidad
de disfraces. Cuando John Ford en Fuerte apache le hacía decir a Wayne que
Custer había sido un héroe y, al mismo tiempo, la película mostraba lo
contrario, había una verdad que no podía ser dicha y un lenguaje que no
podía comunicar la verdad. El resultado era la nostalgia por un mundo que
evitara el dolor de esa disociación. Cuando Sutherland dice su discurso final
y todos saben que las cosas son de otra manera nadie supone que el lenguaje
y la verdad sean otra cosa que convenciones.
A tal punto Acoso sexual es una mezcla de técnica moderna y de moral
arcaica que todo el argumento de la película gira en torno de un eje: que a las
mujeres no les asiste el derecho de fijar las pautas de su sexualidad. Meredith
es humillada en público dos veces, retratada como una persona sin cualidades
morales porque se atreve a jugar al juego de la trampa y el engaño reservado
a los hombres. Hasta el hartazgo se subraya que las otras mujeres son
distintas: amas de casa abnegadas como la mujer de Tom, damas distinguidas
como la ejecutiva Stephanie, trabajadoras puritanas como la abogada Álvarez
o la ingeniera Hunter, orientales exquisitas como Cindy (un quinteto de
actrices notables), cuya conducta sexual está fuera de toda sospecha. Pero,
aunque la incompetencia profesional y la moralidad de Meredith contrasta
con la eficiencia de las otras mujeres, este contraste se revela como
meramente superficial: la mujer de Tom es una mantenida, Stephanie es otra
manipuladora, ni la abogada ni la ingeniera llegan al fondo del problema que
finalmente resuelve Tom y la secretaria se deja confundir por minucias. Es
decir, son bastante buenas por tratarse de mujeres. La verdadera diferencia es
que solo Meredith se atreve a cuestionar la familia y a desafiar las reglas
masculinas. Cuando habla con franqueza, escandaliza a la jueza y aun a su
propio abogado (a esta altura, es casi inconcebible una película mainstream
sobre la vida cotidiana sin elementos jurídicos). Es tal la insistencia en la
excentricidad de su carácter, tan claro que debe ser castigada (castigo del que
sus corresponsables masculino quedan exentos) que la resolución la convierte
en el personaje más digno del film. A tal punto que si bien todo el mundo
sospecha –y el film deja entender– que hizo carrera usando su sexo, en
realidad Meredith prefiere practicarlo con sus subordinados, invadiendo
nuevamente el territorio masculino y provocando fantasías homosexuales en
Tom en la inquietante escena del sueño. Otra vez más, la película cuenta una
cosa –tranquilizadora, optimista y reaccionaria– y muestra otra –que no hace
más que denunciar a la primera como ridícula–. La ambigüedad llega a tal
punto que, cuando todo ha terminado, Tom le dice a Meredith que fue él
quien le tendió una trampa a ella. Al hacerlo, abre otra zona de sospecha:
mientras el film nos ha hecho ver que no fue así, que Tom nunca entendió lo
que pasaba, la vanidad masculina necesita modificar retrospectivamente el
relato, borrar toda huella de la eficacia desestabilizadora de Meredith, anular
su recuerdo como si la sola posibilidad de su victoria fuese impensable, lo
que termina ratificando que ella fue y seguirá siendo la víctima de su
indeseable e ingenua frontalidad contra la ciudadela de los hombres.
Todo ocurre como si cada intento de limitar el sentido a la fábula que el
relato construye no hiciera otra cosa que fortalecer una imagen virtual que
amenaza destruirla. Los artefactos que Lucas y Digicom producen acaso
tengan por objeto apoderarse de ese peligroso fantasma del otro lado del
espejo.
Publicado en El Amante N°35 – enero 1995
151. Lavelli por Filippelli

Sobre el final de Lavelli, al que se llega mediante un montaje de ritmo


sostenido, un plano secuencia extraordinario muestra al protagonista
probando todas las puertas del decorado de su puesta de Macbett de Ionesco
en el Teatro San Martín. Mientras el personaje verifica –con una obsesión
que parece real pero es actuada– que las cerraduras funcionan, la cámara lo
acompaña en un movimiento que parece destinado a no terminar nunca. Si
todo retrato cinematográfico, documental o de ficción, está condenado a
responder a la pregunta “¿quién es este tipo?”, el trabajo de Filippelli busca,
más bien, demostrar que la pregunta es improcedente. El cine nos ha
empachado de biografías haciéndonos creer una y otra vez que describir un
personaje es apropiarse de alguna esencia suya, ya sea porque nos revela sus
secretos o nos identifica con su punto de vista. Y si ocasionalmente no
procede así –como, por ejemplo, en Henry, retrato de un asesino– es porque
alguna razón como la psicosis del protagonista lo impide. Pero Filippelli ha
mantenido siempre una especial distancia con sus personajes. Ya sea en el
caso puramente ficcional del que hace Brandoni en Hay unos tipos abajo, en
el de René Salas en El ausente –basado en un dirigente sindical
desaparecido– o en el del pintor Juan Pablo Renzi en el video homónimo, el
director no intenta alcanzar una intimidad que se extienda más allá de sus
actos. De Brandoni sabemos apenas que tiene miedo, de Renzi que le gusta
Tarkovski porque él nos lo dice y no hay ninguna clave para averiguar lo que
pensó Salas en los últimos días de su vida (es bueno comparar este
tratamiento con el de Attenborough en Gandhi o el de Spike Lee en Malcolm
X). En este caso, nos enteramos del talento de Jorge Lavelli simplemente
porque vemos unos minutos de la representación y los ensayos.
Curiosamente, Filippelli aboga por un cine en el que se ponga de manifiesto
la presencia del realizador. Pero en ese aspecto fundamental, el de forzar las
imágenes para que nos cuenten la verdad del personaje, la intervención de
Filippelli se manifiesta por su voluntad de no intervenir, por no aparecer
inyectando un sentido desde afuera a esas imágenes. Vemos a ese tipo gordito
y poco carismático que es Lavelli marcar a los actores, tomar un café,
caminar por el cementerio o hablar por teléfono sin que ningún aura nos
indique que se trata de uno de los mayores directores de teatro del mundo del
mismo modo en que veíamos a Brandoni, a Salas, a Renzi ejecutar acciones
cotidianas. Estamos frente a una democracia de las imágenes en las que no
hay privilegios para los más famosos; ni siquiera para los personajes “reales”.
Esto es lo que impide que este documental tenga ese carácter de estampita
que ahoga a películas como Cortázar. Y es también lo que permite que se
borren las diferencias entre el documental y la ficción: un tipo tomando un
café es un tipo tomando un café. Y si a ese tipo se le ocurre, como se le
ocurre a Lavelli, preguntarle al mozo de dónde es, lo mismo podría
ocurrírsele a un actor que lo estuviera representando o al guionista que lo
puso por escrito. El mozo, a su vez, podría ser un actor y así siguiendo. La
otra paradoja es que esta neutralidad en la asignación de sentido no se traduce
en indiferencia: por el contrario, permite que el solo hecho de apuntar la
cámara sobre alguien se transforme en un acto de auténtica simpatía sobre ese
personaje: ese es el procedimiento que convierte en próximos a Lavelli, a
Salas, a Brandoni. Es posiblemente mediante la represión de preguntas que el
realizador se hace como, por ejemplo, “¿cómo llegó Lavelli a ser quién es?”
(ver entrevista), es decir, al no intentar crear ningún misterio para después
resolverlo como Filippelli logra que el acto de filmar genere esa simpatía. Y
en el caso de Lavelli funciona porque este no hace nada por atribuírsela él
mismo, y eso termina respondiéndonos de una manera implícita y profunda a
la pregunta sobre “¿quién es este tipo?” sin obturar otra de las búsquedas del
cine de Filippelli, el registro del paso del tiempo que fluye tan bien en la
escena de las puertas al mismo tiempo que se pone en evidencia la brusca
autoridad de Jorge Lavelli.
Publicado en El Amante N°35 – enero 1995
152. Las diez películas de El Amante. Balance 94

Quintín
Como caídos del cielo
M. Butterfly
Esperando al bebé
El extraño mundo de Jack
Escrito en el agua
La edad de la inocencia
Asesinos por naturaleza
El mejor de los recuerdos
El club de la buena estrella
Mentiras verdaderas
La peor: Una vez en la vida
Publicado en El Amante N°35 – enero 1995
153. Estrenos en video
Convivencia, Carlos Galettini, 1994.
Cuando Cecilia Dopazo irrumpe en la casa de fin de semana que desde hace
veinte años comparten Sacristán (Adolfo) y Brandoni (Enrique), lo primero
que observa es que la construcción está llena de humedad y de goteras. Lo
curioso de este comentario es que la fotografía de Félix Monti y la dirección
de arte de Jorge Ferrari muestran unos interiores primorosos e inmaculados
en los que cualquier defecto resulta no solo invisible, sino también
inimaginable. Que el texto de la obra de Viale vaya por un lado y la
ambientación del film por el otro no debería sorprender a nadie, habida
cuenta de la incoherencia estética normal en el cine argentino. Se sabe que el
director de fotografía y el escenógrafo tienen derecho a lucirse y nada mejor
para eso que mostrar objetos bonitos iluminados publicitariamente, aun
cuando lo que se cuenta sea invariablemente sórdido.
Tampoco debería sorprender la profusión de escenas de desnudo de Cecilia
Dopazo. Su presencia, que el texto señala como una verdadera aparición,
debería contribuir a perturbar a los protagonistas aunque su vestuario
recuerde mucho al de las mujeres de los films con Porcel y Olmedo. Ni
siquiera debe resultar extraño que la cámara la filme en la ducha cuando los
otros no la ven y al solo efecto de estimular el voyeurismo del espectador. Si
el cuerpo de Dopazo dio tanto resultado en Tango feroz, sería injusto privarlo
a Galettini de hacer un uso intensivo de él.
Lo verdaderamente original de Convivencia –la película argentina más
taquillera del año– es, en cambio, que se propone como una perfecta metáfora
de la nueva sociedad argentina. Resulta que Sacristán tenía un amigo
intelectual, Tulio (Víctor Laplace), al que Brandoni odiaba, razón por la que
lo dejó morir ahogado hace quince años. Desde entonces, la imagen de la
muerte ronda la casa (notemos de paso el toque infaltable de realismo
mágico) y el fantasma de Tulio es un motivo de rencor. Pero aparece Cecilia
Dopazo y en una alegoría largamente subrayada, hace andar el reloj de la vida
detenido desde hace mucho tiempo. Enrique y Adolfo reviven frente al
contacto con la chica. La movilización espiritual permite que Enrique
confiese que provocó la muerte de Tulio y desoyó sus gritos de auxilio. Tras
una breve catarsis de llanto, el asunto queda superado y los amigos quedan
disponibles para compartir el amor que la mujer les propone.
Desgraciadamente, otras minucias se interponen entre ellos. Ella huye, el
reloj se detiene y la parca seguirá rondando muchos años más tarde. Cómo no
ver en este relato una evidente invitación a olvidar y perdonar los crímenes de
la dictadura militar y a adherir a la sana diversión que ofrece un símbolo de la
sexualidad mediática y de la más estricta contemporaneidad, un símbolo que
hace funcionar el tiempo nuevo. La ligereza con la que se trata ese asesinato,
la personalidad al fin y al cabo detestable de ese “intelectual que te llenaba de
fantasías”, el contraste –una vez más– entre una generación de viejos
culpables sin remedio y otra de jóvenes inocentes sin memoria terminan de
dibujar esas siniestras similitudes.
No es que Galettini se proponga como ideólogo del olvido y la amnistía.
Resulta simplemente que su cine irresponsable y mercantil no puede hacer
otra cosa que construir personajes enfermos en una sociedad sana y recrear
hasta el infinito los slogans que esa sociedad propone.
Publicado en El Amante N°35 – enero 1995
154. Estrenos en video
Una temporada de incendios (The Burning Season), John Frankenheimer,
1994.
Una experiencia terrible del cine es la de ver la última película de un actor del
que sabemos que murió poco tiempo después. Es difícil sustraerse a la
tentación más bien morbosa de descubrir los indicios de lo que habrá de
ocurrir en los rasgos de la víctima. Un Raúl Juliá demacrado hace de Chico
Mendes, el líder sindical y ecologista del Amazonas, un personaje que debió
de ser mucho más flaco que Homero Addams. La reducción de tamaño no
impide que Juliá despliegue una vez más su enorme y fatigada energía y
desgrane el acento inimitable que alguna vez oímos narrando uno de los
documentales que hizo Andrés Di Tella para la televisión de Boston. Este
otro telefilm, sobriamente contado por Frankenheimer, permite intuir en su
trama convencional –es una crónica típica sobre la lucha y el asesinato de un
dirigente popular– dos elementos interesantes. Uno es la asombrosa relación
de amor–odio–imitación de la derecha brasileña por los Estados Unidos,
encarnada en el terrateniente que cree tanto en el liberalismo económico
como en el asesinato político (orden y progreso). El otro es que la
sensualidad y la habilidad que la política requiere aumentan en la medida en
que esta se hace más transparente o, dicho de otra manera, cuánto mejor
político fue seguramente Gandhi (al que el Mendes del film se parece) que
Mussolini.
Publicado en El Amante N°35 – enero 1995
155. El pescado asesino

El perfecto asesino (Léon), Luc Besson, 1994.


Un fantasma recorre el mundo. Es un mensaje secreto e irreductible que nos
deslumbra cuando tenemos la felicidad de encontrarlo. Podría enunciarse así:
hay una comunicación profunda y poderosa entre los seres humanos y ciertos
miembros arcaicos del reino animal. La revelación ocurre cuando la fría y
oscura mirada de un pez o de un batracio nos devuelve un rayo que ilumina
las zonas más sensibles de nuestra propia condición. Sin ir más lejos, Flavia y
yo supimos tener una tortuga. Recuerdo los innumerables momentos de
éxtasis recíproco que pasamos los tres. Estábamos enamorados de ella y ella
lo sabía. Recuerdo también que era imposible transmitir nuestra excitación a
los amigos, sobre todo a los poseedores de gatos o de perros. ¿Cómo
explicarles que era la distancia zoológica con el bicho lo que permitía limpiar
el horizonte para construir sentimientos puros? (vanos han sido los intentos
ninjas y los de María Elena Walsh por hacer humanas a las tortugas). Luc
Besson figura entre los que entendieron el mensaje: El hombre–delfín de Azul
profundo y su homenaje al mundo submarino de Atlantis intentaron
reconstruir para el cine estas paradojas. Si este último caso no lo logró del
todo es, en parte, porque las imágenes del fondo del mar han quedado
pegadas para siempre al cientificismo del profesor Cousteau. Pero no hay
duda de que el tipo entiende del asunto. Por eso, cuando tuve la posibilidad
de entrevistarlo (ver página 4), la pregunta decisiva que quería formularle era:
“¿qué pasa con los pescados?”, a lo que Besson respondió diciendo
simplemente: “son humanos sin sexo... muy naturales”, lo que implica un
acercamiento bastante válido aunque ligeramente inexacto al problema
(evoco, de paso, que nunca supimos el sexo de nuestra tortuga). Más
adelante, Besson se refiere a la mirada vacía y animal de León en la que
puede detectarse, sin embargo, la necesidad de amor. Fue Julio Cortázar el
que estuvo más cerca de teorizar sobre el tema en el cuento “Axolotl”, que
relata la identificación progresiva del protagonista con estos extraños
batracios mejicanos. “No eran seres humanos, pero en ningún animal había
encontrado una relación tan profunda conmigo (…) Su mirada ciega, el
diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me
penetraba como un mensaje”. Y completando las discusiones con nuestros
amigos: “Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que
cree la mayoría [el subrayado es mío], la distancia que va de ellos a nosotros.
La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó
que el reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles” (a
falta de méritos mayores, el documental Cortázar, de Tristán Bauer, tiene el
de habernos mostrado los axolotl). Es interesante notar que “Axolotl”
corresponde al período más asexuado de la producción del escritor. En 62.
Modelo para armar, diluirá el problema llamando Osvaldo a un caracol,
asimilándolo gratuitamente a relaciones más cotidianas.
Pues bien, Besson ha construido su cine alrededor de este tipo de emoción
indefinible, de esta inesperada fuente de melancolía. Una emoción que no
tiene nombre pero que Bob detecta en la negra mirada de Nikita (esa es la
relación profunda de la película y no la de Nikita con su novio) o en la que
León y Matilda se reconocen mutuamente, al igual que Lambert y Adjani en
Subway. Allí caben la totalidad del sufrimiento y la opresión y también todas
las necesidades salvo una: la del sexo. Claro que, simultáneamente, sabemos
desde Freud que el sexo es lo único que no puede quedar excluido y que no
hay porvenir para estas ilusiones, para estos sentimientos de naturaleza
oceánica, religiosa (la palabra “oceánica” está más que justificada en el caso
de Besson y sus peces). Besson ha dado vueltas alrededor de esta cuestión en
todas sus películas y en ello radica la fuerza pequeña pero inconfundible de
su cine y también su originalidad. A pesar de que El perfecto asesino está
lleno de citas y robos cinematográficos, hay que creerle un poco cuando dice
que su cine no tiene influencias: efectivamente, nadie colocó la facultad
emotiva de los pescados en el centro de una obra (aunque en Splash, el chiste
de John Candy: “acaso nunca te cogiste un pescado”, formulado en ocasión
del romance de su hermano con una sirena, es un punto de contacto entre
Freud y los axolotl y revela que el mundo está enterado de lo que en verdad
ocurre). Pero esa fuerza tiene dos problemas: por un lado es difícil hablar de
ella y, por eso, a la hora de dar cuenta de su obra, Besson recurre una serie de
lugares comunes que parecen un compendio de la cursilería contemporánea
(ver entrevista: “el mundo necesita amor y no sexo”, “el único ser humano
verdadero es el que salva a un niño”). Por el otro, en un cine cada vez más
codificado hacen falta otros ingredientes. Y allí Besson vuelve a incurrir en
otra serie de lugares comunes, como hablar de la “violencia natural” de los
seres humanos para justificar a sus personajes. Aun peor, cuando le dicen que
la violencia de León no es espontánea ya que se trata de un asesino
profesional, termina diciendo que León limpia la escoria de la sociedad, un
argumento siniestro con olor a escuadrón de la muerte. Eso no quita que
Besson sepa filmar escenas de acción y que su lenguaje pop y manierista sea
un correlato adecuado para sus convicciones (el pop es a su modo una
desmentida del deseo sexual como motor cultural, como bien lo prueba el
cine de Spielberg que –no casualmente– ha hecho reaparecer a los
dinosaurios).
En su afán por expandir el horizonte de un cine acotado, basado en un tema
más bien inefable, Besson continúa incorporando elementos e inventando
justificaciones. La idea de la necesidad del “aspecto dramático”, que pone
cerco al amor puro, y la analogía con Romeo y Julieta (ver de nuevo
entrevista, que ha resultado más que útil a pesar de sus condiciones
irregulares) habilita la presencia de un medio hostil a los protagonistas. Pero
para penetrar en el cine americano hace falta algo más (mientras que los
franceses aceptan más fácilmente los amores difíciles como temática
exclusiva; demasiado fácilmente, a juzgar por Los amantes del Pont Neuf o
Un corazón en invierno). Y allí es que Besson introduce en El perfecto
asesino no solo a un actor famoso como Gary Oldman, sino a la figura del
psicópata, sobre la que el cine americano parece destinada a girar cada vez
más. Y allí está todo el histrionismo de Oldman para darle vida a un
personaje en el que Besson no cree, que resulta extraño a su sistema, pero que
le agrega atractivos comerciales. “Es el diablo” dirá Besson para justificar su
presencia en el film, ignorando que el diablo debe poseer un poder de
seducción del que ese personaje carece en absoluto. Pero se sabe que el pez
por la boca muere.
Así, la solemnidad cercana al melodrama de los mejores momentos de
Besson se transforma en parodia. Aunque bien mirado, a esos dos chicos de
doce años que –como dice Besson– son León y Matilda, solo les hace falta un
payaso para alegrarlos. Y allí está Oldman para complementar ese juego que
practican y que incluye disfrazarse de Carlitos mientras toman la leche.
También tienen una planta, pero les falta una tortuga.
Publicado en El Amante N°36 – febrero 1995
156. Dossier Ford. Apuntes para una introducción

Nació en 1895 en Maine. Murió en 1973 en California. Tuvo una infancia


feliz, una vejez desdichada y una vida llena de contradicciones. Hizo más de
120 películas. El objetivo de esta nota es sugerir que Ford no solo merece
seguir siendo visto y estudiado sino que su cine proporciona placeres a los
que los espectadores parecemos cada vez más dispuestos a renunciar.
“Nunca he pensado sobre lo que estaba haciendo en términos de arte”, le
contestaba Ford a Bogdanovich en 1966, cuando ya era –a pesar suyo– un
director retirado. En ese mismo libro (John Ford de Peter Bogdanovich)
admite haber tenido siempre “un buen ojo para la composición” y al mismo
tiempo se asombra de que cuando los directores de teatro del Este llegan a
Hollywood para hacer cine se olviden de la gente, el argumento y los
diálogos para dedicarse a juguetear con la cámara. Hay dos maneras de
entender esas declaraciones. La primera es atribuirlas a la coquetería y la
falsa modestia con las que los viejos directores reaccionaban ante la
admiración de los cinéfilos. La idea de que Ford era “un gran artista” siempre
fue buena para licuar su obra. Fue buena para Hollywood, que lo premió
cuatro veces por su dirección pero solo una le otorgó el Oscar a la mejor
película (por Qué verde era mi valle). Fue buena también para los críticos,
que lo confinaron al pasado del cine en nombre de supuestas modernidades.
La otra manera es tomar esas declaraciones en serio. Para alguien que
empezó en 1917, que en 1924 –cuando hizo El caballo de hierro– dominaba
sus recursos y que en 1935 –cuando hizo El delator– no parecía tener mucho
que aprender, la idea de que el cine es un gran arte debía ser una afirmación
cercana a lo ridículo. Sin duda, Ford estaba orgulloso de su competencia
profesional, pero noticias tales como que Orson Welles había inventado la
profundidad de campo o había sido el primero en filmar interiores con
cielorraso le debían causar gracia, no tanto porque él hubiera utilizado antes
esos recursos sino porque seguramente no hubiera querido ser recordado por
sus trucos técnicos (Welles tampoco, por otra parte). Y también es cierto que
el cine de Ford tiene profundas raíces en el teatro. Su preferencia por los
planos medios o generales, las tomas largas y la escasa movilidad de la
cámara dan cuenta de una idea del cine como ampliación de los recursos
teatrales, como un medio en el que el escenario podía enriquecerse de
maneras originales. Ford nunca filmó paisajes: filmó gente en el paisaje y
nunca le interesó la naturaleza por fuera de sus historias. La elegancia y la
economía de su lenguaje no estuvieron nunca orientadas a la fabricación de
imágenes y Ford no sacrificó nunca la premisa de mostrar, ante todo, un
espacio que el espectador pudiera contemplar. Ahora que el juego con las
imágenes se ha transformado en una de las pestes contemporáneas, la
sobriedad expresiva de Ford adquiere una importancia renovada. Ford se
formó en una época en la que el cine se estaba probando a sí mismo y sus
hacedores no veían en su oficio nada extraordinario. Desde que el cine
consolidó su prestigio y se cristalizó al mismo tiempo como disciplina, desde
que todo estudiante que hace un cortometraje se siente un artista, las
declaraciones de Ford relucen no por la modestia sino por la lucidez.
Lúcido es lo que Ford fue, con una lucidez que tiende a escapársenos cada
día. Porque cada vez nos resulta más difícil concebir que el cine tenga algo
que decirnos sobre el mundo. Y por eso no aceptamos fácilmente que haya
habido quien creyera con naturalidad en su poder de transmisión. Las
películas de Ford poseen –como pocas– el poder de emocionar. Es sabido que
lo que hace llorar a algunos, deja indiferente a otros. Peor aún: hay poca
gente que pueda contener el llanto cuando E. T. está al borde de la muerte,
pero no hay nada profundo en que el cine nos haga lamentar el dolor de una
criatura tan simpática. Esa escena no nos dice nada sobre Spielberg ni sobre
nosotros. La emoción de los films de Ford es de una calidad diferente.
Cuando Hallie llora frente a la tumba de John Wayne en Un tiro en la noche,
hay una variedad enorme de elementos en juego: es la desaparición de Wayne
y la del cactus del desierto, es la derrota del hombre sencillo frente al avance
del progreso, es la vejez de la protagonista y la irreversibilidad de su decisión
de quedarse con Jimmy Stewart, es el carácter acomodaticio de esa decisión,
es el carácter trágico que adquiere el cumplimiento de un sueño, es la callada
devoción de Woody Strode, es la falta de tiempo ante la urgencia de los
asuntos burocráticos, es la injusticia del mundo, es... Ford, a los 67 años, era
el tipo que sabía de todas esas cosas y era capaz de contárnoslas. ¿Alguien
espera algo así cuando entra a ver digamos, Mentiras verdaderas? Es nuestra
propia resignación como espectadores, la declinación de nuestra calidad de
vida lo que subrayan los films de Ford.
El cine norteamericano está centrado en la resolución de conflictos. La
dramaturgia de Hollywood impone tres actos: el planteo, el estallido y el
desenlace, preferiblemente feliz. Los films de Ford fueron progresivamente –
sobre todo, después de la guerra– a contramano de esa receta y desdeñaron
frecuentemente el argumento en beneficio de la exposición de la vida de los
personajes. Podría decirse que en su cine no hay conflicto, entendido como
un dispositivo argumental armado alrededor de una confrontación de
voluntades que debe resolverse en la victoria o la transacción. De la rigidez
conceptual y narrativa de ese cine emerge, transparente, la ideología. Con
Ford, eso no ocurre. Sus películas nunca se cierran sobre el final para
imponernos conclusiones establecidas en las vueltas del guion. Si en El
hombre quieto o en Donovan’s Reef la pareja protagónica disputa todo el
tiempo, lo que está en juego son los vaivenes del erotismo. Los personajes de
Ford no tienen dilemas éticos: actúan siguiendo los dictados de su naturaleza
y del deber. Si excepcionalmente cambian de opinión, como Ethan Edwards
en Más corazón que odio, es porque descubren la verdadera razón de su
comportamiento. Pero a diferencia de Hawks –con el que suele comparárselo,
sin que tengan demasiadas semejanzas– Ford no glorifica el profesionalismo
ni la obstinación. Nunca trata de hacernos creer que sus militares han
descubierto la llave de la felicidad en la Tierra. Cuando los compinches
cantan y se emborrachan en una película de Hawks, nos invitan a marchar
hacia la muerte con alegría. En Ford, no hay felicidad alguna frente a la
muerte, no hay placer en las escenas de combate y no hay ninguna avidez
frente al peligro. La guerra y la violencia son tragedias. Sus famosos desfiles,
sus bailes militares, sus sargentos borrachos no son una convocatoria a las
filas sino la demostración de cuán pequeñas son las compensaciones de la
vida castrense. Ese planteo se radicaliza en Cuna de héroes –la película que
transcurre en West Point y que Juan José Saer descalificó apresuradamente en
esta revista– donde el suboficial que vivió toda su vida en una academia
militar descubre, al final del camino, que desde su absoluta soledad solo
puede aspirar a que no lo den de baja. En cuanto al conflicto, hay que
buscarlo por otro lado: está fuera de los personajes. La atención que Ford
dedica a los villanos es escasísima y aun Liberty Valance es más una rémora
del pasado que un malvado con poder. El conflicto está en el desigual
enfrentamiento entre los individuos y la rapiña capitalista, acompañada por la
hipocresía y la represión. Desde Qué verde era mi valle hasta El ocaso de los
cheyennes, la despiadada destrucción de las culturas fue un tema fordiano. En
sus películas no hay ricos, no hay carreras exitosas, no hay gloria. A
diferencia de los famosos perdedores de Huston, que parecen estar allí para
señalarnos la ausencia de los ganadores, en Ford todos los personajes
pierden: Ford no miente, no nos hace creer que las diferencias de raza o de
clase puedan eliminarse, ni que el cine pueda disimular la opresión. Las
reconstrucciones sociales de Ford son exactas: “Hay una sola cosa
inconmovible en Ford y es el aparato social” dice Jean–Marie Straub. Pero
tampoco se regodea en el sufrimiento: no empequeñece a sus personajes
como han hecho tantos directores supuestamente contestatarios; permite ver,
en cambio, cuán pequeñas resultan sus vidas gracias al sistema. Si alguna vez
utilizó a Henry Fonda para encarnar personajes con un destino de grandeza –
desde Lincoln al sindicalista de Viñas de ira o a Wyatt Earp– lo reemplazó
oportunamente por John Wayne a quien construyó como un actor–personaje
que iba de film en film. Frente a los que torpemente siguen repitiendo que en
esas películas Wayne se dedicaba a matar indios –nada más alejado de la
realidad– es evidente que Wayne representó en las películas de Ford al más
frágil de los héroes, al individuo inseguro que no podía respaldarse en su
posición social ni en su vida personal. En esos papeles, Wayne no era un
solitario –como suele decirse– sino un excluido del sistema social, alguien
que no había logrado la felicidad pública ni privada. Ford nunca lo hizo
general ni le fabricó un matrimonio feliz. Ese Wayne era también –a pesar de
la adversidad– lo opuesto a la prepotencia, un campeón de la cortesía natural,
la generosidad y el sentimiento de justicia.
Ford tenía predilección por las causas perdidas: los indios, los viejos, los
marginales, los irlandeses, los humildes de todo tipo. Una de esas causas
merecería un estudio detenido: la de la Confederación que representó al Sur
en la guerra civil, cuya canción representativa, Dixie, aparece una y otras vez
en las bandas sonoras. Las simpatías políticas de Ford siempre estuvieron con
los demócratas ilustrados del Norte, representados por Roosevelt o Kennedy;
sin embargo, como siempre, la visión de Ford contradice las ideas
preconcebidas. Prisionero del odio contiene un radical ataque a la causa
yanqui: allí se afirma que la guerra no tuvo como objeto liberar a los esclavos
sino apoderarse de la riqueza del otro bando y se coloca a la figura de Lincoln
como el único freno posible a la voracidad revanchista del Norte. Lincoln
pide que toquen Dixie antes de ser asesinado y Ford seguirá su ejemplo cada
vez que tenga la oportunidad. Las ideas de Ford sobre la historia americana
han sido objeto de múltiples malentendidos, pero sus películas las exponen
una y otra vez sin que estemos preparados para entenderlas: no estamos
acostumbrados a que el cine muestre otra cosa que las empobrecidas
versiones oficiales o su exacta contrapartida. Ford –como lo prueba Fuerte
Apache– sabía que la historia no es lo que queda registrado en los libros, pero
solemos olvidarlo: no concebimos que un director tenga algo que decir sobre
la historia de su país.
Las causas perdidas se mezclan con el tema del paraíso perdido. No hay una
película de Ford en la que no esté presente la idea de un territorio mítico e
incontaminado. Ese territorio se localiza en la Irlanda rural, en los cuarteles
de caballería, en la Polinesia, en el viaje al Oeste. En esos lugares, más
imaginarios que reales, en los que reinan la tolerancia y el humor y en los que
el dinero no ha llegado a corromper a la gente, Ford localiza una imagen
alternativa para la vida humana en comunidad. Sobre un supuesto pueblito de
Kentucky gobernado por el juez Priest –un viejo simpático, politiquero
borracho y sudista que se ocupa de la administración, la justicia, la religión y
la seguridad–, Ford hizo cuatro películas. La última, Resplandece el sol, que
contiene el mejor entierro de Ford (es decir, el mejor entierro filmado), es una
mezcla típicamente fordiana de comedia con tragedia y de la necesidad e
imposibilidad de la utopía. Todos los temas de Ford están concentrados en
esa película abigarrada y delirante.
Hay ciertamente un sentimiento religioso en la idea del paraíso. Al respecto,
Ford fue un católico tan devoto como excéntrico. Dicen que en sus últimos
años rezaba continuamente su rosario y que hasta ofreció regalárselo a un
crítico comunista para hacerlo cambiar de parecer. Al mismo tiempo,
despreciaba a los curas y la figura central de su última película, Siete
mujeres, es absolutamente atea. Pero no son la tolerancia ni el
anticlericalismo lo más interesante del catolicismo de Ford, sino que nos haya
ahorrado la maldición del cine de otros católicos: el discurso sobre la culpa y
la redención que complementa el conformismo social y hace tan cargosos
muchos pasajes de directores como Coppola o Scorsese. Los protagonistas de
Ford tienen el buen gusto de no cometer pecados importantes: no es la culpa
lo que los atormenta sino la vida, y tienen la suficiente gracia como para
sobrellevarla. Ford prefería la Navidad a la Pascua: su imagen de Cristo era la
del niño y no la del crucificado.
Suele decirse que el cine de Ford se hizo más pesimista a medida que
envejecía. Creo, más bien, que se hizo más libre. Sobre todo, de la necesidad
de aumentar su prestigio con la crítica o la taquilla. En los últimos 25 años de
su carrera no ganó ningún Oscar ni tuvo éxitos importantes. Lindsay
Anderson escribió un libro para demostrar que eso se debió simplemente a su
progresiva decadencia. Viendo las últimas películas de Ford, sospecho en
cambio que se convenció de que el cine era demasiado importante para él
como para dedicarse a convencer a sus contemporáneos.
Publicado en El Amante N°36 – febrero 1995
157. Estrenos en video
China Moon, John Bailey, 1991.
Mientras continúan los elogios desmedidos a John Dahl como heredero de la
tradición del cine negro, es bueno apuntar que en esta pequeña película el
hasta aquí director de fotografía Bailey hace cine negro sin alardes y sin
proclamarse heredero de nadie, aunque el argumento se acerca un poco a otro
producto negro modernoso como Cuerpos ardientes de Lawrence Kasdan (el
protagonista viola la ley porque está enredado con una mina–trampa).
Pensándolo bien, creo que no son Dahl ni Kasdan lo que me disgusta, sino el
cine negro salvo contadas excepciones: aquellas en las que hay algo que
trasciende las trampas y los engaños. Esto sucede en China Moon, que es más
bien una historia de amor que evoluciona hacia la tragedia, montada sobre
una intriga policial casi a la inglesa. Muy sobria, muy bien contada y muy
simpáticos Harris y Stowe, con el agregado de que –como nos recuerda
Noriega– Madeleine Stowe es de las actrices que siempre muestran al menos
una teta y esta no es la excepción. Películas así solían dejarme totalmente
satisfecho en la adolescencia y no veo por qué ahora habría de ser diferente.
Publicado en El Amante N°36 – febrero 1995
158. La ciencia de la lógica

Tiempos violentos (Pulp Fiction), Quentin Tarantino, 1994.


Hay películas hábiles y torpes, inteligentes y estúpidas, profundas y banales.
Hay también unas pocas películas originales. Tiempos violentos es una de
ellas. Y en una época en la que las películas son refritos y robos de otros
robos y refritos, una película original es algo tan raro como un perro con dos
cabezas. En principio parece inadecuado sostener que Tarantino –un tipo que
tiene en la cabeza las diez mil películas del videoclub que atendía– sea un
ejemplo de cineasta que no es producto del reciclaje. Efectivamente, las
interminables disquisiciones que Tarantino suele hacer sobre la historia del
cine en cada entrevista indican que su formación es la de un espectador
calificado (su compinche y coautor de las historias de Tiempos violentos,
Roger Avary, afirma que las escuelas de cine no tienen sentido desde que
existe el video). Y Tarantino no solo conoce las películas, sino que las usa: la
valija cuyo misterioso contenido brilla al abrirse recuerda a Bésame
mortalmente de Aldrich, para no citar más que un ejemplo. ¿Dónde está la
originalidad entonces? Es lo que intentaremos justificar a continuación.
Por qué Tiempos violentos es una película original
1. Las citas, homenajes y préstamos de otras películas se suelen usar de
distintas maneras (omitimos los robos descarados). a) Apropiación de ideas
en contextos ligeramente diferentes, como Luc Besson en El perfecto
asesino, cuando toma al tipo que se escapa disfrazado de policía herido
directamente de El silencio de los inocentes. b) Cita de una escena de un film
prestigioso (Woody Allen homenajeando a Welles en Un misterioso
asesinato en Manhattan). c) Multiplicación de íconos cinematográficos para
regodearse en la cinefilia (John Landis en Transilvania, mi amor). d)
Multiplicación de íconos cinematográficos para crear un ambiente de cultura
pop (David Lynch en Corazón salvaje). e) Exhibición de actores mirando
otras películas (todos los días). f) Exhibición de afiches (práctica que tal vez
comience con Truffaut en Los 400 golpes). g) Creación de falsas películas de
género (especialidad de los hnos. Coen). h) Etc. Tarantino las hace todas, de
la a) a la h), pero en cada caso invierte el sentido de estas prácticas. Las citas
de Tarantino son casi privadas: no invitan al reconocimiento fácil ni distraen
la narración. ¿Quién sabe –salvo el autor– cuál es la película que pasa
fugazmente en la televisión? ¿Quién ha visto las películas de los afiches? El
restaurante retro en el que se acumulan personajes y posters es un espacio
autónomo que no invita al esnobismo sino que es la puesta en escena de ese
esnobismo como un dato. Las tres historias que se entrelazan en Tiempos
violentos parten de sendos clichés narrativos (el asalto, el boxeador que debe
entregar la pelea, el gangster que se enamora de la mujer de su jefe). Pero
esos clichés son solo el punto de partida de un guion virtuoso: a partir de allí,
lo que ocurre se parece muy poco a algo que hayamos visto antes. A tal punto
que en el asalto no se dispara ningún tiro, que no vemos un solo plano del
ring y que la pareja clandestina se disuelve antes de haberse constituido. En
lugar de recurrir a esos clichés para tapar baches narrativos, para parodiarlos
o para instalarse en ellos, Tarantino los hace estallar. Al hacerlo, produce un
efecto extraordinario: deja atrás el género y la película se remonta por sobre
las situaciones que va creando. Tiempos violentos no es una película de
gangsters (como El padrino), ni una copia de una película de gangsters (como
Bugsy), ni una sátira sobre las películas de gangsters (como Fuga al
amanecer), ni una estetización de una película de gangsters (como De paseo
a la muerte), ni una reflexión moral sobre las películas de gangsters (como
Buenos muchachos). Es, más bien, una comedia que pone en cuestión al
gangster como arquetipo cinematográfico. Se sabe que los gangsters reales
modelaron parcialmente su conducta sobre lo que los guionistas y directores
de la década del treinta instalaron en la pantalla: los gangsters siempre fueron
una caricatura cinematográfica. Tiempos violentos confronta esa caricatura
con la vida cotidiana de los noventa y, al hacerlo, reproduce la situación de
seis décadas atrás: obliga a volver a imaginar a los gangsters. El trabajo de
Tarantino con la historia del cine resulta un ejemplar ejercicio de arqueología.
Es el primer director contemporáneo que comprende que el verdadero
homenaje al cine del pasado es la recreación y no la repetición: no se trata de
usar pasivamente lo que el cine parece haber fijado sino de ponerlo en
cuestión. Tarantino, de la mano de su voracidad narrativa y de su poder de
observación, hace lo que hicieron sus remotos antecesores: inventar. Los
gangsters de Tiempos violentos no salen de ninguna película. En la
competencia de cinefilia en la que se ha convertido el cine actual, Tarantino
es el único corredor aventajado porque comprendió que la única enseñanza
que deja mirar películas es que el cine está siempre por hacerse, un hecho que
el cine mismo se encarga de ocultar.
2. Si bien el cine ha registrado conversaciones hasta el hartazgo, lo ha hecho
de tres maneras principales que resultan complementarias e insuficientes y
que provienen a grandes rasgos del teatro. Una es la funcional, que sirve para
proporcionar información y alimenta los momentos cómicos o dramáticos. La
segunda es descriptiva y se usa para pintar el mundo de los protagonistas. La
tercera es ideológica y transmite las ideas del autor y las posibles réplicas a
estas. La verdad de esas conversaciones es una verdad de la política, la
psicología o la dramaturgia, pero no es una conversación de verdad. No tanto
porque la gente no suele hablar como se habla en el cine, sino porque su
validación se encuentra en otro escenario que se construye a partir del hecho
de que esa conversación está siendo observada por la cámara. El cine ha sido
siempre más efectivo y más elegante para mostrar a sus protagonistas a través
de la materia primitiva y visual de sus gestos que por la sonora y civilizada
sustancia de sus diálogos. Hay algunas excepciones a esas tendencias y una
de ellas es el cine de Eric Rohmer. Rohmer logra algo inédito cuando sus
personajes invariablemente charlatanes discuten sobre la apuesta de Pascal o
la combinatoria de las relaciones amorosas: el espectador paciente, el que
puede postergar las urgencias narrativas a las que el cine lo tiene
acostumbrado, se interesa por esas conversaciones en sí mismas. Es cierto
que esos diálogos son reveladores de la personalidad y los intereses de sus
participantes, pero no hay duda de que los temas exceden la lógica propia del
relato, de la descripción y de la sentencia para convertirse, durante un breve y
fulgurante momento cinematográfico, en un discurrir que nada tiene que ver
con peripecias argumentales y sí con la racional universalidad de las ideas
puestas en juego en la conversación. Lo mismo ocurre cuando en La chinoise
de Godard los militantes maoístas comen pan con manteca o viajan en tren: el
diálogo se independiza de su conducta, de su condición y de sus objetivos.
Tarantino retoma esa tendencia excéntrica y la convierte en el tejido
conectivo de Tiempos violentos, una película que bajo la superficie de sus
historias sensacionales deja asomar la fuerza de su textura oral. Mucha gente
conversa en Tiempos violentos: María de Medeiros y Bruce Willis discuten
las bondades de la panza en hombres y mujeres; Tim Roth y Amanda
Plummer analizan las alternativas de riesgo en los distintos tipos de asalto;
Travolta y Thurman intercambian pensamientos sobre el precio de los milk–
shakes, la paradoja de las promesas incumplibles y el valor de los silencios;
Harvey Keitel (en su actuación más sobria de los últimos diez años) da una
conferencia sobre la diferencia entre la cortesía superficial y la profunda;
Samuel L. Jackson interrumpe una escena de suspenso para analizar las
interpretaciones posibles de un pasaje bíblico. Pero es el dúo que integran
Travolta y Jackson, alias Vincent y Jules, el que detenta el monopolio de la
charla ociosa y apasionante. Vincent es el racionalista práctico, Jules el
orador místico. Mientras Vincent derrota a Jules con sus argumentos, Jules
perturba a Vincent con sus convicciones. Es cierto, no discuten sobre los
juicios sintéticos a priori ni sobre la política del partido comunista, sino sobre
el nombre de los productos McDonald’s en París, la casuística del adulterio,
la higiene de los animales y la legitimidad de los milagros. Y es justamente
allí donde Tarantino va más lejos que Godard y Rohmer: porque Jules y
Vincent son gangsters a los que el autor –violando todas las reglas que
prescriben para los gangsters la megalomanía y la ignorancia– les ha
otorgado la capacidad de razonar impecablemente a uno y de desplegar una
retórica pulida al otro. Vincent y Jules, el sofista y el iluminado, son una
creación de Tarantino que apunta a un lugar bien diferente de la construcción
habitual de personajes: es una apuesta por una utopía democrática que
reorganiza las convenciones de la ficción. EI derecho de los personajes a
utilizar una oratoria fluida y una lógica correcta contradiciendo lo que su
condición y su oficio prescriben es una declaración de los derechos
universales de la inteligencia y un grito de rebeldía del director, que de la
mano de sus criaturas se alza en contra de las concepciones heredadas. Más
aun, el placer que acompaña a las conversaciones de Tiempos violentos es el
mismo que impulsa a personas de todas las clases sociales a charlar sin
rumbo fijo en la vida diaria sin que el cine haya podido hasta ahora registrar
ese placer.
3. Muchas películas vuelven atrás en su progresión narrativa e intercalan una
escena omitida en su momento. En Un tiro en la noche, Ford muestra sobre el
final la verdad sobre la muerte de Liberty Valance. En Stage Fright,
Hitchcock revela que ha filmado un falso flashback. Más radicalmente, las
obras de J. B. Priestley juegan con el tiempo. En El tiempo y los Conway, por
ejemplo, el tercer acto ocurre después del primero pero mucho antes del
segundo. En Betrayal, película de David Jones sobre una pieza de Harold
Pinter, cada acto precede cronológicamente al anterior. En los dos primeros
casos estamos ante un engaño narrativo, en los otros ante un procedimiento
dramático experimental que en el caso de Priestley parte de teorías más o
menos filosóficas. En Tiempos violentos también se vuelve atrás y la larga
secuencia final ocurre en un tiempo anterior al de otros sucesos ya narrados.
Pero, a diferencia de lo que estamos acostumbrados a ver, esa secuencia no
explica, ilustra, aclara ni resignifica lo que vimos antes pero sucede a
posteriori. Es como si Tarantino dijera: “Ah, me había olvidado de contarles
esto”. Esta pequeña innovación no va a revolucionar el cine, pero muestra la
libertad con la que Tarantino estructura su narración, apelando nuevamente a
costumbres orales de la vida cotidiana y violando las convenciones. Esa
alteración temporal no modifica en absoluto el sentido de las escenas
anteriores, lo que parecería indicar que la película se compone de una suma
de elementos arbitrarios ordenados según el simple capricho. Sin embargo, la
disposición elegida es la única que permite que el rompecabezas se arme a
partir de la premisa de que la película empiece y termine en el mismo lugar y
que se cierre tanto la parábola de Jules (ver abajo) como la transformación de
la figura de los gangsters (ver más abajo). Es la lógica de Vincent aplicada al
nivel del guion y, al mismo tiempo, la notable intuición de que ese es el lugar
en el que la soberanía del director debe manifestarse. Mientras que en Ciudad
de Ángeles, Robert Altman interviene a cada momento para entrecruzar las
historias y fabricar un ritmo artificial que disimule la falta de interés de cada
una de ellas, en Tiempos violentos Tarantino deja que la tensión interna de
sus historias les permita contarse solas y nunca recurre al procedimiento de
interrumpirlas para acumular suspenso. La unidad de la película no está dada
por una convergencia temporal ni menos aun por la ilusión de que la división
en fragmentos permite caracterizar un universo sino simplemente por su
pulso sostenido y homogéneo.
4. ¿Cuántas películas podrían haberse hecho con las historias de Tiempos
violentos? La película tiene una especie de subtítulo que es Tres historias
sobre una misma historia. Pero ya en la primera escena nos cuentan sobre un
tipo que asaltó un banco con un teléfono, lo que podría dar lugar a un telefilm
al estilo Ráfagas; en la segunda se habla del extraño despeñamiento de
Antwan Rockamora a manos de Marsellus Wallace, un caso para Perry
Mason. Un poco más tarde se nos muestra a Rosanna Arquette, la mujer con
dieciséis perforaciones en el cuerpo, incluyendo una en el clítoris y otra en la
lengua para permitir el pasaje de un alfiler de gancho que favorece el sexo
oral, lo que insinúa el comienzo de un nuevo género porno. Después aparece
Christopher Walken y cuenta una saga familiar que bien podría alimentar una
miniserie o una remake de El anillo de los nibelungos. Y así siguiendo. Pero,
a su vez, cada historia principal tiene capítulos casi autónomos, como la de
los montañeses violadores, apta para una nueva versión de La violencia está
en nosotros, o la historia de sobredosis por confusión de cocaína con heroína
con la que bien podría hacerse una de suspenso en el hospital o un corto
educativo. Si uno suma, parece haber más historias completas o esbozadas en
Tiempos violentos que en Las mil y una noches. Efectivamente, estos
procedimientos multiplicativos tienen más que ver con cierta literatura, como
las obras increíbles de Georges Perec o los libros imaginarios de Borges que
con el cine, reino de los guiones, esos artefactos construidos al efecto de
estirar relatos cortos, podar relatos largos o emparchar diversas fuentes. El
árbol de historias de Tiempos violentos no es solo un despliegue de ingenio:
es un método que le permite a cada historia encontrar su lugar y su extensión.
Perros de la calle, el film anterior de Tarantino, se divide en dos partes: un
prólogo en el que los personajes discuten en un bar sobre Madonna y las
propinas mientras se preparan para asaltar un banco y el resto, que cuenta lo
que sucede después del asalto en tiempo real y con una paulatina
reconstrucción de la escena elidida y de otras anteriores. Allí están los
gangsters, los juegos temporales, las charlas y un guion de relojería. Algunos
le atribuyen a esta película un rigor y una verosimilitud de la que carece
Tiempos violentos, que sería así una obra inferior a la primera. No es así.
Por qué Tiempos violentos es mejor que Perros de la calle.
Perros de la calle es, en algún sentido, un film redondo. También lo son (o
casi) Simplemente sangre, Henry, retrato de un asesino y Killing Zoe, otras
óperas primas de directores cinéfilos e ingeniosos. Las cuatro son frías,
cancheras y construyen sus baños de sangre con paciencia y desaprensión.
Son películas cool, astutas, en las que los directores hacen buena letra para la
crítica exhibiendo su competencia profesional y sus toquecitos personales de
vestuario o de iluminación. Y también, mediante el recurso a dos o tres
recetas que, por algún motivo, resultan infalibles: negarle toda simpatía o
empatía a los personajes, exhibir actos de sadismo como única emoción
fuerte, apoyar el relato en el personaje más psicópata (muy psicópata),
declarar ostensible el punto de vista amoral y distante del film. Miran desde
arriba, no opinan, no se comprometen. Estas películas son pasibles de un
culto instantáneo en las convenciones de ingeniosos (desgraciadamente, los
críticos de cine concurren a todas). La gratuita brutalidad del corte de la oreja
al compás de la radio, los trajes negros, la mala suerte, el triunfo del más
mediocre, la estupidez del más bueno son algunos de los rasgos que ubican a
Perros de la calle en ese grupo. Tiempos violentos es una película mucho más
generosa, más abierta, más arriesgada, más cálida. Pero además, es una
reflexión y un ajuste de cuentas con el film anterior. Tarantino parte de la
escena previa a un asalto, de los gangsters caminando hacia su tarea con sus
trajes negros, de una ejecución sádica como si fuera a repetir su film previo.
Y, de pronto, la película explota: se desencadena un torrente de escenas
tranquilas o dramáticas, sobrias o disparatadas pero siempre excéntricas,
repletas de humor, de observaciones sorprendentes, de diálogos brillantes que
culminan en el monólogo de Jules que cuestiona la violencia gratuita del
principio. La tragedia sórdida y artificial se transforma en una comedia y el
esqueleto que era Perros de la calle se llena de carne. Tarantino toma lo mejor
de Perros de la calle (el prólogo) y en lugar de abandonarlo como lo hizo
antes, edifica el nuevo film sobre ese tono y esa cercanía. Lo que abandona
en cambio son las actuaciones del Actors Studio y a los policías y los
soplones, salvo para convertirlos en los únicos tipos desagradables del film.
Y deja de ser astuto para ser inspirado. Leyendo el guion original que
Mondadori acaba de publicar en castellano comprobamos que hay tres
escenas más o menos importantes que quedaron afuera de la película. En los
tres casos, se trata de momentos que apuntaban de algún modo al
exhibicionismo y que fueron eliminados como si una repentina y elegante
madurez hubiera alcanzado al director. La primera es un examen que
Thurman le toma a Travolta y que exhibe, inútilmente, una serie de
preferencias televisivas del Tarantino adolescente. La segunda es la
eliminación del plus de violencia que consistía en que Marvin, el tipo al que
Travolta mata sin querer, quedaba herido y era rematado con un disparo
posterior. La tercera era una escena en la que Jules se imaginaba un desenlace
sangriento en el asalto al bar para volver luego a la escena que quedó. Entre
el guion y la versión definitiva los últimos restos de Perros de la calle fueron
limpiados como los trozos de cerebro del desventurado Marvin. Es más, Jules
y Vincent, cuyos trajes negros van manchándose progresivamente, terminan
la película vestidos con las ropa ridículas que les presta Jimmy, encarnado
por el propio Tarantino, que les dice: “lo siento, es mi casa, son mis reglas”.
Adiós a los trajes negros, a los gangsters psicópatas, al mundo de Perros de la
calle.
No creo que mi tocayo Quentin Tarantino sea un genio, ni que Tiempos
violentos sea una obra maestra. Pero es la película más divertida y
estimulante que dio el cine americano en muchos años y una de las pocas que
no debe pedir disculpas por sus concesiones ni por sus cálculos. Tarantino ha
decidido mostrar coraje y talento, materiales más nobles que la astucia.
Publicado en El Amante N°37 – marzo 1995
159. El año que conocí a Fischerman

Hace algo más de un año debía organizar una serie de charlas en la que
participarían directores argentinos de los últimos 30 años. Repasando
filmografías, descubrí que había un tipo que había empezado a principios de
los sesenta, continuaba en actividad, vivía en el país, había hecho publicidad
y sus largometrajes iban del desparpajo de Players Vs. Ángeles Caídos a la
seriedad de Los días de junio, de la selecta cultura reflejada de Gombrowicz a
la masividad de La clínica del doctor Cureta. Además, acostumbraba hacer
declaraciones en contra de su propia obra. Decidí que podía ser el nexo
adecuado entre los directores de esas tres décadas que quería convocar, pero
sobre todo, decidí que quería conocer a Alberto Fischerman.
Nos encontramos por primera vez en el bar de Córdoba y San Martín que
solía frecuentar y me pareció un tipo afable y que cargaba cierta tristeza
asociada a la necesidad de proseguir su obra como director y a las
dificultades que encontraba en el camino. De los veinte encuentros que tuve
con él, incluidas una entrevista que le hicimos para la radio y otra para la
televisión, conservo un recuerdo que me pesa. Era siempre más elogioso con
mi trabajo de lo que yo fui con el suyo, aunque la cortesía impone que sea así
cuando la diferencia de jerarquías es tan grande. Pero, de todos modos,
Fischerman solía practicar la táctica de defender lo más atacado de su obra y
menoscabar lo más apreciado, aun la excelente Gombrowicz. Con una
excepción: recuerdo su orgullo cuando me mostró La pieza de Franz, una
película casi secreta cuya copia acababa de recuperar. Le conocí días de
pesimismo y abulia y otros de entusiasmo y alegría. Y conocí también la otra
dualidad que lo caracterizaba: la tentación de hacer un cine popular que no
perdiera la dignidad frente a la de refugiarse en la casi soledad de sus
proyectos más ambiciosos. El fragmento de su presentación al Instituto de
Cine del proyecto de Música en Tres Sargentos, que se reproduce en la
página anterior, es un testimonio de la primera y trasluce cierta sensación de
impostura que solía transmitir cuando se convencía de que ese era su lugar.
La charla con Guillermo Kuitca, en cambio, deja entrever una modestia más
cómoda.
Fischerman sabía lo que era el arte (la música, la pintura, la arquitectura
además del cine), un hecho infrecuente entre los directores que he conocido,
pero parecía ignorar lo que debía hacer un artista y así es como las
tentaciones mencionadas se alternaban en él. Una tarde, grabamos una
entrevista para la televisión, que quedó inutilizable por problemas de sonido.
Lo llamé a la una de la mañana; se terminó de despertar y vino al estudio.
Volvimos a grabar y a la noche dijo lo contrario de lo que había dicho a la
tarde: había cambiado de estado. Recuerdo otras dos charlas. En una, en la
que estaban presentes sus amigos Rafael Filippelli y Graciela Speranza,
estaba tan entusiasmado con su proyecto sobre Kuitca que había decidido que
merecía complementarse con un largometraje de ficción y nos preguntaba si
debía presentarse al Instituto con un guion en el que un director de cine
maduro se encuentra con un artista joven que representa su pasado antes de
perder el rumbo. En la otra, siempre en el café de Córdoba y San Martín, me
contó que venía de una reunión en la Universidad de Buenos Aires en la que
le habían propuesto hacer una serie de documentales de divulgación
científica. Hablamos de Capra y de Rossellini, dos directores que habían
hecho eso sobre el final de su carrera y, nuevamente, su preocupación era
biográfica. Alberto quería saber por qué se habían dedicado a eso y
curiosamente, los dos representaban los polos de su disyuntiva: mientras
Rossellini creía en lo educativo como su proyecto más ambicioso y
estimulante, Capra quería permanecer en contacto con el público masivo que
veía sus cortos por televisión porque Hollywood no le dejaba hacer ya sus
películas personales. Sobre el final, me dijo que le encantaría pasar los
últimos años de su vida haciendo películas. La tristeza que me provoca su
muerte se agrava cuando pienso que su proyecto más modesto era el más
irrealizable. Alberto tenía casi asegurado el crédito para Música..., podría
haber tenido éxito y seguir filmando para el gran público. Le faltaba poco
también para terminar El joven Kuitca. Pero nunca hubiera podido vivir en la
Argentina de un trabajo de interés comunitario: esa es la dimensión del
abismo que nos rodea. Un artista argentino puede excepcionalmente llegar a
ser famoso o reconocido, pero no puede tener un refugio que lo abrigue de la
estupidez, el cinismo, la ignorancia y la voracidad que lo rodean. Y también
me apena saber que la contradicción en la que se debatía hubiera tenido una
sola resolución: la posibilidad de haber filmado mucho más de lo que lo hizo.
Fischerman fue una promesa incumplida como director, aunque todas sus
películas destilan nobleza y están absolutamente alejadas de la estupidez y la
perversidad que caracterizan a la mayor parte del cine argentino de las
últimas décadas. En la entrevista malograda nos dijo que quería que su
próxima película lo hiciera sentir orgulloso. No hay duda de que su talento le
hubiera permitido, en otras circunstancias, tener varias películas más que lo
representaran plenamente. Las circunstancias no impidieron, en cambio, que
siguiera siendo el tipo cálido, sensible y generoso que conocí en el último año
de su vida.
Publicado en El Amante N°37 – marzo 1995
160. Mundo cine
Cine con la lengua afuera
El 16 de febrero estuve en la cancha de River, en el campo de juego para ser
más preciso. Nunca pensé que ese césped que me ha proporcionado algunos
recuerdos imborrables terminara siendo el escenario de una función de cine.
Efectivamente, no puedo decir que desde mi posición cercana al arco que da
al Río de la Plata haya visto un recital, sino una proyección en una pantalla
gigante y de extraordinaria definición, en la que se veía lo que el director de
cámaras quería transmitirme de lo que ocurría en un escenario que yo no
estaba en condiciones de ver y en el que se presentaban los Rolling Stones.
Queda dicho que lo que vi fue una película y queda por decir que la película
era espantosa: el espacio escénico quedaba fragmentado en miles de planos
arbitrarios que impedían la más mínima reconstrucción de lo que ocurría. Un
concierto devenido videoclip de la modalidad más detestable. Si a esto se
agrega que por la distancia el sonido (muy malo) llegaba más tarde a mis
oídos que las imágenes, la película era de esas en la que la voz está mal
sincronizada. Me resultó imposible compartir ninguna emoción con el
público enfervorizado y no creo que los muñecos inflables o los fuegos
artificiales pudieran compensar las carencias anteriores. Como había dejado
grabando la emisión por TV, llegué a mi casa con la esperanza de compensar
el bodrio que había visto. Nueva decepción. La transmisión en pantalla chica
era casi tan mala como la de la grande y el sonido apenas un poco más
audible pero, eso sí, sincronizado. Pero el problema era otro: fríos, rutinarios,
cameleros, los Stones son hoy una mala banda. Sobre el monótono e
imperturbable batido de Charlie Watts, se escuchaban voces cansadas y
músicos raquíticos. Esta es mi versión del evento mediático que, al parecer,
conmovió a Buenos Aires durante diez días.
Es que fue eso, un evento mediático, para el que durante seis meses se
fabricó un público zombie. En esa misma semana, la gente llenaba los cines
para ver The Mask, otra muy mala película. Una semana más tarde, un tipo
entró en una disquería y, ante mi estupor, dijo que el recital de los Stones era
el mejor que había visto en su vida. Tímidamente dije que no había logrado
escuchar la música. Obtuve la siguiente respuesta: “¿La música? No, yo no
hablaba de la música”. Ahora me queda más claro.
Publicado en El Amante N°37 – marzo 1995
161. Videos
Killing Zoe, Roger Avary, 1993.
Esta película bilingüe, estilizada y previsible es la primera de Roger Avary,
coautor de las historias de Tiempos violentos y amigote de Quentin Tarantino.
Según el propio Avary, entrevistado profusamente por los medios europeos,
se trata de un intento de hacer lo contrario de lo que hace Luc Besson en El
perfecto asesino. Mientras Besson intenta penetrar el mercado americano
filmando en inglés y ambientando en Nueva York (aunque de hecho, la
mayor parte esté rodada en Francia), Avary cruza el Atlántico en el otro
sentido para hacer cine francés y ambientando en París (aunque de hecho, la
mayor parte esté rodada en Los Ángeles). La empresa de Besson suena a
comercio y la de Avary a aventura underground, aunque las dos se parecen
más de lo que podría suponerse. En Killing Zoe, Stoltz es un ladrón de cajas
fuertes que viaja a París contratado por Anglade. En el camino se enreda con
la prostituta Delpy (la Zoe del título). Tras la escena sexual, aparece Anglade
y durante una hora lleva de las narices a Stoltz a una maratón de drogas
primero y a un asalto mal planeado a un banco después, mientras mata gente
casi por diversión y pronuncia frases grandilocuentes (tal vez porque tiene
sida). Un psicópata más, no muy diferente de Gary Oldman en la película de
Besson. Si El perfecto asesino es una pavada simpática de gran presupuesto a
la americana (con el acento puesto en la psicología de los personajes), Killing
Zoe es una pavada simpática de pequeño presupuesto a la francesa (sin
acentos). Aunque en la era de la cocacolonización, no hay demasiada
diferencia. Ambas explotan el romanticismo de la pareja central contra el
fondo de violencia y terror que los rodea. Ninguna llega a ningún lado. Pero
mientras que la ambientación y el tono menor de Killing Zoe permiten
suponer que Avary puede llegar a producir algo interesante en el futuro, la
espectacularidad y los subrayados mainstream de Besson demuestran que su
cine solo se sostiene en la simpatía de sus personajes. De todos modos, un
descanso de los psicópatas nos vendría bien a todos.
Publicado en El Amante N°37 – marzo 1995
162. 2600 almas

Epidemia (Outbreak), Wolfgang Petersen, 1994.


La epidemia se origina en los monos africanos y se propaga gracias a los
intereses militares. Se transmite por la sangre y por el contacto sexual. Se
habla de “castigo divino” y de “usar la misma jeringa”. El virus es
absolutamente letal y puede mutar hacia cepas más peligrosas. Puede llegar a
destruir la humanidad en poco tiempo. Epidemia es una película sobre el sida.
Mejor dicho, es una película que mezcla todos los terrores colectivos que el
sida ha generado. Estos terrores penetran el cine americano de tal modo que
sus producciones actuales de más presupuesto no incluyen escenas sexuales
ni actos de infidelidad matrimonial y hasta evitan los besos (¿cuántos besos
vieron últimamente?). En Epidemia hay un beso entre un portador del virus y
su novia. Ambos morirán en menos de veinticuatro horas. Hay también una
escena en la que Dustin Hoffman se saca la escafandra protectora para
demostrarle su amor a la infectada René Russo que parece una metáfora un
poco cómica del momento de Noches salvajes en el que la pareja rechaza el
uso del preservativo. Es la escena más audaz de la película. En algún
momento, el presidente decide que un pueblo de 2.600 habitantes debe ser
bombardeado para evitar que el virus se propague. Ese presidente es Clinton,
como lo muestra el retrato en el despacho de Morgan y nos recuerda que
estamos más cerca de la realidad que de la fantasía.
Pero, ¿qué nos dice Epidemia? ¿Que es sensato y patriótico matar a esos
enfermos o que su eliminación es el resultado de la ambición y el prejuicio?
Si bien la destrucción preventiva aparece revestida de una gran racionalidad,
el nombre elegido para el operativo se parece mucho a “solución final” y el
film incluye imágenes de los enfermos entrando a los hospitales que evocan a
los judíos marchando hacia el exterminio. Tal vez sería bueno preguntarnos
primero si es sensato buscar este tipo de interpretaciones en una película de
entretenimiento. Es decir, habría que resolver primero si es lógico
adjudicarles a estas películas un punto de vista ético o político. Evitemos
generalizaciones tales como que todas las películas lo tienen, o que el director
muestra su ideología en cada plano, o que es el sistema el que se expresa. A
esta altura no sabemos bien qué cosa es el sistema, pero sí sabemos que los
grandes vehículos de los estudios se fabrican mezclando la ensalada de
clichés que circulan por los medios. Hagamos mejor una analogía entre el
ritmo de la película y su tema. Desde Indiana Jones, hay una tendencia a que
los films entren, a partir de un momento que es cada vez más prematuro, en
una vorágine de peripecias que no deja tiempo para reflexionar siquiera en el
argumento. Eso ocurre en Epidemia y los guionistas deben haber ensayado
mil variantes para imaginar el encadenamiento acelerado de situaciones que
llevan al previsible final. Ese apuro está representado por la escena en la que
Dustin Hoffman le dice al piloto: “Subamos al helicóptero”, este le pregunta
“¿adónde vamos?”, y Hoffman le responde: “no sé”. La película alude a su
propio proceso de construcción. Otro tanto ocurre con su dilema moral
básico. La trama gira alrededor de una pregunta: “¿Es condenable matar a los
2.600 ciudadanos indefensos de Cedar Creek para evitar males mayores?”.
Esta pregunta recuerda a otra: “¿es condenable torturar a un prisionero que
puede proporcionar información que evite la muerte de inocentes?”. El
problema con esta pregunta es que solo la hacen los que defienden la tortura
en esa y otras circunstancias. Del mismo modo, la otra pregunta solo la hacen
los que están dispuestos a tirar la bomba en esa y otras circunstancias. El film
muestra cómo se llega a formular esa pregunta, cómo se crea el clima para
violar las normas constitucionales: a través de un consenso de expertos en el
que los ciudadanos comunes carecen de toda participación y que además está
condicionado por intereses que permanecen ocultos. Esto es lo peculiar de
Epidemia: se burla de su propio apuro pero se apura; indica cómo se llega a
hacer la pregunta que no hay que hacer, pero la hace.
Hay más. En 1977, Susan Sontag denunciaba en La enfermedad y sus
metáforas los riesgos del lenguaje militarizado (invasión, defensa, etc.) para
hablar del cáncer, que ocupaba entonces el lugar de enfermedad maldita que
hoy tiene el sida. En Epidemia, cuyos protagonistas son médicos e
investigadores militares (uniendo dos profesiones que la ciencia ficción
siempre separó), se muestra la invasión del virus como un ataque en tres
niveles (la célula, el organismo, la nación) que solo puede ser evitado por la
unión de la ciencia con las fuerzas armadas. “Somos la última línea de
defensa”, dice el siniestro General que interpreta Donald Sutherland. Las
imágenes de terror del cine mainstream siguen siendo alucinantes.
Publicado en El Amante N°38 – abril 1995
163. El tigre en la sombra

Facundo, la sombra del tigre, Nicolás Sarquís, 1995.


Había un programa llamado algo así como Encuentro de mentes en el que el
conductor Steve Allen charlaba con una serie de personajes famosos. Era un
poco distinto de otros programas parecidos porque los invitados eran actores
que hacían de Platón, Atila, Mozart, Juana de Arco o Napoleón. Al principio
de Facundo, la sombra del tigre hay una cena de la que participan Juan
Manuel de Rosas, Juan Bautista Alberdi y Juan Facundo Quiroga. Aunque
Rosas y Alberdi nunca se encontraron, los tres fueron obviamente
contemporáneos. Pero lo que verdaderamente distinguía a Encuentro de
mentes era que los comensales charlaban en un mismo lenguaje y ese era el
de la actualidad del momento: hablaban del amor, la belleza o la democracia
como si se tratara de ciudadanos norteamericanos de la segunda mitad del
siglo XX. La conversación apuntada entre estos famosos de la historia
argentina tiene las mismas características: parece un debate entre políticos de
hace unos treinta años en tiempos de dictadura. El cine argentino no ha sido
nunca muy fiel con la historia, pero esta parece una misión imposible. Por
otra parte la gran mayoría de los argentinos –me incluyo– no tiene la menor
idea de quién fue este Tigre de los Llanos, representante máximo de la
barbarie para unos, gran héroe nacional para otros. Los ignorantes seguirán
en su condición después de ver el film de Nicolás Sarquís, aunque el film no
pretende el esclarecimiento histórico ni tiene por qué responder por su
ausencia. Lo cierto es que después de esa conversación que transcurre a fines
de 1834, lo que el film narra es el último viaje del caudillo que culminará con
su asesinato en Barranca Yaco el 16 de febrero del año siguiente. La
conversación sirve apenas para aclarar el contexto de lo que vendrá y fija las
posiciones de los personajes: Rosas (el dictador astuto) y Alberdi (el
intelectual despistado) son los extremos entre los que se debate el Facundo de
Sarquís, guerrero retirado, demócrata por vocación, temerario sin límites y
jugador empedernido. El personaje que emprende el viaje al Norte, en el que
sucede poco más que una sucesión de avisos desoídos sobre el atentado que
se prepara y una continua conversación del protagonista con su ilustrado
secretario Santos Ortiz en los que el destino personal de Facundo se entrelaza
con los libros de historia que lee ávidamente en busca de una imagen que lo
identifique. En los divagues y confesiones de Quiroga a su secretario, Sarquís
dibuja al tigre enjaulado en la galera, al individuo vital, sombrío y enfermo
que corre hacia su muerte con los remordimientos del pasado y las imposibles
esperanzas que abriga un general sin ejército que no tiene ya lugar en el
escenario político. Sarquís logra convencernos de que ese personaje es
demasiado excéntrico para tener un futuro y demasiado peligroso para todos
los poderes de la época. Y logra crear una imagen convincente a pesar de la
actuación lamentable de Lito Cruz, que otra vez actúa a Facundo como a un
porteño contemporáneo que se la pasa abrazando, palmeando, acariciando y
manoseando a cuanto interlocutor se le aparece (Rosas excluido) como si
fuera un pesado de barrio que ve mucha televisión. La película dura algo así
como tres horas y media en las que ocurren muy pocas cosas y en las que la
acción se va concentrando en la fatídica galera. Es paradójicamente esa
concentración dramática y la extensión del film lo que permite que uno se
acostumbre a Cruz y viva con intensidad las últimas horas de esos hombres
que se reparten los vicios (el juego y las mujeres para Quiroga, la gula y la
avaricia para Ortiz) y que viven una pesadilla alucinada de ambición y de
pánico respectivamente.
Resulta difícil emitir un juicio sobre una película tan desmesurada y mínima
al mismo tiempo, que tiene la virtud de transmitir la ansiedad y la furia con
una narración morosa pero que se apoya en una actuación falsa y en un
contexto distorsionado. ¿Cómo interpretar, por otra parte, la frase sentenciosa
que repite en off la voz de Quiroga que alude a la sangre de los hombres y al
silencio de Dios y que poco nos dice? ¿Como una mirada visionaria de
Facundo sobre la historia de la Argentina pasada o contemporánea? ¿Como
un intento de subrayar el infierno interior del personaje?
Y cambiando ligeramente de tema, en otras dos películas argentinas
estrenadas este mes, Hijo del río y La nave de los locos, se muestran visiones
de los personajes. Aquí también y van tres al hilo: la figura de la muerte
cabalga acicateando el viaje de la galera. ¿No será hora de abandonar este
recurso tan trillado que sigue apuntando a lo pintoresco del subdesarrollo?
Publicado en El Amante N°38 – abril 1995
164. ¿Será justicia?

La nave de los locos, Ricardo Wullicher, 1994.


Aunque no soy abogado como Wainfeld (ver pág. 38), confieso que soy otro
fanático de las películas de juicios. Que en la Argentina no las haya habido
hasta ahora, se debe seguramente a que el juicio oral es una institución
relativamente nueva o tal vez a una generalizada desconfianza en la justicia.
Para que el género funcione es necesario que los abogados sean
medianamente honestos y los jueces discretamente imparciales, una cualidad
que el imaginario colectivo no les atribuye ni a los árbitros de fútbol. La nave
de los locos inaugura el género en el cine nacional dentro del subgénero en el
que lo que se juzga excede el tema particular de la causa y se aproxima a un
debate universal, como en Filadelfia o en Heredarás el viento. Como buen
fanático, debo agregar que las películas de juicios me interesan todas a pesar
de los defectos que puedan tener. Y La nave de los locos tiene muchos
defectos. En particular, es inadmisible que el alegato final de la defensa se
haga de cara al público y no a los jueces y que la defensora no solicite un
fallo determinado. Inés Estévez no pide la absolución ni la condena del
cacique mapuche, se limita a pronunciar un discurso que trata el interesante
tema del respeto por las creencias ajenas pero omite referirse al carácter
involuntario del homicidio.
Justamente son el exceso de discursos, el esquematismo de los personajes, el
maniqueísmo generalizado, los defectos más salientes de la película. Pero hay
otros: la historia de la nave que se pierde a mitad del camino, la mala
resolución de muchas escenas (¿cómo es el incendio?, ¿qué estaba haciendo
el hijo del dueño en el hotel en construcción?), la actuación disparatada de
Miguel Ángel Solá, que se empecina en hacer que se olvida la letra en vez de
decir el texto normalmente, como si la clase social de su personaje siguiera
siendo la de Valdez Cora en Asesinato en el Senado de la Nación (la razón
por la cual Solá puede hacer un muy buen trabajo en Fotos del alma y uno tan
malo aquí se me escapa totalmente).
Pero hay dos aspectos del film que sí funcionan: uno es la simpatía y la
autenticidad de los mapuches con Luisa Calcumil a la cabeza. La otra es la
historia del matrimonio de Marisa Paredes y Fernando Guillén, actores
españoles que hacen de argentinos sin disimular su acento, en una variante
más sensata que la de inventar personajes españoles para conseguir armar una
coproducción (es cierto que si fueran chinos el asunto se complicaría un
poco). A diferencia de Solá, que encarna a un abogado innecesariamente
cavernícola y violento –el típico villano argentino cuya maldad se subraya en
cada gesto– el personaje de Guillén se encuadra en una interesante y ambigua
racionalidad, digamos en una racionalidad justamente a la española. Esa
racionalidad es la que hace que en los programas de televisión de la TVE, los
tipos más brutos parezcan civilizados. Pero tal vez sea esa misma
racionalidad hispánica, apoyada en la facilidad de palabra y en el respeto por
las convenciones, la que produce un gobierno profundamente conservador de
origen socialista. Guillén parece un tipo sensato, cordial, tolerante. Al mismo
tiempo es un tránsfuga y cuando muere su hijo pasa a mostrar la otra parte de
su personalidad, sin por eso convertirse en el Alterio de La historia oficial en
una situación semejante. El conflicto dramático del film se encarna
simultáneamente en el enfrentamiento trivial y público de Estévez con Solá y
en el más complejo y privado de Guillén con su mujer Paredes. Y es Marisa
Paredes la que sostiene el dilema ético de la película con una actuación
brillante y muy pocas palabras. Porque uno de los secretos de las películas de
juicios es que alguien debe quebrar su sistema de lealtades en contra de sus
intereses (aunque el hecho no tenga en este caso una influencia directa en el
proceso judicial). Cuando Paredes le expresa su solidaridad a Estévez y a su
marido delante de los indios, la película logra ese breve momento de emoción
apoyada en la utopía que los americanos han explotado hasta el cansancio y
que trasciende la rigidez de los planteos retóricos del film. Es ese momento
en el que, como solemos repetir, se produce la ilusión de que las clases
sociales no existen y, al mismo tiempo, hace evidente su existencia.
La nave de los locos es una película típica del cine argentino, en el sentido
de que mira a la taquilla al mismo tiempo que se apoya en simplificaciones
bienpensantes y en una realización elemental. Pero su inscripción en un
género hace menos chirriantes sus manipulaciones y la protegen de su falta
de jerarquía.
Publicado en El Amante N°38 – abril 1995

165. Libros
Video en la Puna, Jorge La Ferla, 1993–1994.
Video Cuadernos VII. Crónicas de Valdez I: video en la Puna, por Jorge La
Ferla. Editado por Nueva Librería, 110 páginas.
A Richard Key Valdez le gustaría decir que se trata de un hipertexto, pero no
es más que la suma de un pequeño libro y un video de veinte minutos. Y ni
siquiera está claro el título: Video en la Puna, Crónicas de Valdez I, El viaje
de Valdez, Videocuadernos VII son algunos de los nombres que aparecen
identificando con característica desprolijidad el trabajo en cuestión. Pero libro
y video sirven para empezar a encontrarle la vuelta al misterioso personaje
que ha venido fatigando las páginas de esta revista durante ya dos años. Y
también para explicarse la fascinación de este personaje con el mítico
territorio boliviano, que es el protagonista de este cuento. Porque alguien que
piensa que “la diferencia entre un aymará y un quechua era tan radical que
era imposible darse cuenta” no es fácil de analizar en su mezcla milagrosa de
genialidad e impostura. Menos aún si el camarógrafo Alberto Carpo Cortés,
única persona sensata en esta historia, lo describe como “un tipo
desestructurado por la Puna y el alcohol”.
Pero lo cierto es que la única vía de acceso a Valdez es la de interpretar sus
trabajos como parte de una estrategia, en lugar de recurrir a las categorías
estéticas o ideológicas que se aplican a videastas y escritores más
convencionales. “El español”, dice el libro, “era renovado por esta nueva
forma de irrupción de una cultura [el modo de hablarlo de los quechuas y
aymarás] indescifrable y sufría un proceso de reciclaje similar a las
deformaciones narrativas y expresivas que el video opera con el cine. La
lengua española era el cine, la palabra indígena el video”. De esta analogía se
desprende la lucidez que ilumina esa estrategia. Valdez entiende que la
ancestral batalla cultural de los indios bolivianos contra el conquistador
blanco no puede plantearse en los términos de confrontación que exige este
último sino a través de una infiltración que no pueda ser cabalmente
comprendida. Del mismo modo, la batalla contra la dominación de la
ideología de los medios no puede darse dentro de la racionalidad
supuestamente universal en la que estos aprisionan todo debate posible. Ese
es, casualmente, el tema manifiesto del video: una investigación que Ted
Turner le encarga a Valdez sobre unas misteriosas interferencias que
provienen del Altiplano en las señales de televisión. Valdez advierte que el
balance del poder es absolutamente desigual e idea una fórmula para encarar
el combate: la simulación de un poder que incorpora imaginariamente las
armas y el discurso del adversario para trivializar así su omnipotencia. De allí
provienen las limusinas, los jets privados y las reuniones en la cumbre que
Valdez acostumbra fabular. De allí se deduce también un sofisma que tiene la
rara particularidad de funcionar como ariete intelectual: si los medios son
todo, la marginalidad de las culturas alternativas son también los medios.
Esta premisa se traslada rigurosamente al lenguaje con el que Valdez elabora
sus videos.
Video en la Puna –o como se llame– es, en principio, un documental de
viaje, género decimonónico cuya especificidad se traslada al cine de la mano
de un axioma baziniano: basta con dejar rodar la cámara para que no solo la
realidad, sino su intensidad más secreta se transmita al espectador. Pero la
estrategia de Valdez parte de la comprobación de que esas imágenes han sido
tomadas, están prisioneras del sentido banal que el abuso y la saturación
televisiva le han impuesto. Por lo tanto, Valdez utiliza los efectos de la
tecnología de edición en video para distorsionarlas sistemáticamente. Así, en
el video terminado, no queda un solo plano que responda al paradigma del
registro directo. Todos han sido adulterados, ocultados, bellamente
maltratados como si se intentara demostrar que la realidad solo puede
recuperar su inocencia una vez que ha sido enmascarada (una idea que
recuerda al carnaval, una importante tradición de la zona). Es la lengua
indígena del video interfiriendo al cine –como diría Valdez– que mantiene la
formalidad ilusoria de una narración documental pero es otra cosa. El
resultado se parece a un noticiero hecho por un aprendiz que lo único que en
verdad registra –Bazin también se venga a su manera– son los susurros y
vacilaciones de la voz de Valdez. Una vez establecida la interferencia, la voz
de Valdez se traslada al libro –que tiene el sugestivo subtítulo de El poder de
la palabra sobre el video, la TV y la imagen electrónica– y entonces adquiere
una modulación serena y afectuosa impensables en el personaje. Allí, en el
libro, se cierra la estrategia astutamente paranoide de Valdez: las imágenes
interferidas forman la cortina de humo necesaria para fabricar un refugio en
el que el autor puede mostrar sus cartas y dedicarse a su deporte favorito:
mezclar sin enemigos a la vista la teoría con la confesión íntima. Como si
cumplir con los rituales de la tecnología fuera el requisito para tener acceso a
una expresión libre, personal y pública. Esa expresión describe los proyectos
de los indios para rescatar su propia historia al mismo tiempo que despliega
su cariño por la tierra boliviana y su admiración por las mujeres, rubro en el
que Valdez exhibe generosidad y apasionamiento.
El hipertexto del subdesarrollo de Valdez es la suma de un buen libro, un
video contundente y una posición provocativa y original frente a la amenaza
totalizadora de las imágenes.
Publicado en El Amante N°38 – abril 1995
166. Terapia de grupo

La muerte y la doncella (Death and the Maiden), Roman Polanski, 1994.


Poco después del final de una dictadura (cuyos signos son los de la chilena),
un matrimonio compuesto por un abogado que ahora preside una comisión
oficial de derechos humanos (Gerardo/Stuart Wilson) y su mujer, que ha sido
torturada por el régimen militar (Paulina/Sigourney Weaver), recibe en su
casa a un visitante al que ella cree identificar como el médico que la torturó
(Miranda/Ben Kingsley). La obra de Ariel Dorfman juega, por un lado, con la
incertidumbre de ese reconocimiento y, por el otro, con un planteo moral que
gira en torno del derecho de las víctimas a hacerse justicia y también con los
problemas que plantea la futura convivencia entre víctimas y verdugos a
partir del advenimiento de la democracia. La obra es bastante ingeniosa en su
desarrollo y más bien chata en su dimensión dramática. Así es como también
la vio Roman Polanski cuando le ofrecieron dirigirla: “para hacer la película,
había que inyectarle realismo allí donde la obra era muy artificial por no decir
muy convencional [...] Trabajamos sobre todo en la estructura, en los
cambios dramáticos. La obra estaba extrañamente lisiada, le faltaba el tercer
acto: no tiene resolución aunque está escrita como un policial, un whodunit,
en el que la búsqueda del culpable es la principal fuente de suspenso. Me
resultaba tremendamente frustrante...” (Positif, abril de 1995).
Sin embargo, el tema –el encierro, la mujer víctima, la venganza, la
humillación, las oscuridades psicológicas– es marcadamente polanskiano y la
película resultante es un producto típico del director polaco. Está filmada con
esmero, con una iluminación adecuada, con encuadres prolijos, con un
cuidado juego de actores, con transiciones fluidas y con una narración eficaz.
El film tampoco pierde de vista el contexto político ni el dilema ético de los
protagonistas. La muerte y la doncella tiene un clima y una realización que la
emparentan claramente con Repulsión, con Cul de sac, con El inquilino, con
Perversa luna de miel. Pero nada de esto evita que se parezca a la obra de
Dorfman: es también, a su manera, tan ingeniosa como chata.
El eje del argumento pasa por la decisión de Paulina de obtener una
confesión por parte de Miranda. El rasgo ingenioso es que no importa tanto
que esta confesión sea verdadera, sino que la mujer pueda hacer reaparecer el
fantasma de su torturador, para confrontarse con él cara a cara y poder
curarse de sus heridas psíquicas. Y de allí proviene también el elemento de
chatura: Polanski declara que la película debe estar bajo el signo de la
psicología y la transforma en una gigantesca sesión de terapia. Lo de la
declaración no es una metáfora: antes de que se desate la violencia, Miranda
le dice a Gerardo que “nunca poseeremos totalmente el alma de la mujer” y
agrega que se trata seguramente de una cita de Nietzsche. En una
modificación sorprendente del texto de la obra (casi escrupulosamente fiel en
el resto), Gerardo le responde que si es una frase citable, seguramente debe
ser de Freud, ignorando que Nietzsche es uno de los escritores aforísticos por
excelencia. Esta invocación apresurada de Freud es consistente con la obra de
Polanski, un especialista en exponer conductas psicóticas y tortuosidades del
alma. Pero habitualmente, estas se describen a partir de una mirada irónica,
frecuentemente despiadada. En Perversa luna de hiel, una de sus películas
más logradas, la combinación de locura y sarcasmo encuentra el tono justo:
gracias a él la tragedia se convierte en un cuento apasionante y licencioso.
Pero el tema de La muerte y doncella le prohíbe la ironía –que desembocaría
francamente en la obscenidad– y Polanski queda atrapado en su propia
maquinaria. A partir de su habitual horror por acercarse a los personajes, no
le queda otra alternativa que refugiarse en los recursos de un oficio que
domina dentro de límites fijados por la artesanía y apoyarse en un
psicologismo que habla de traumas, catarsis y curaciones. Y por allí asoma la
obscenidad aparentemente reprimida. Por un lado, Polanski subraya los
rasgos paranoicos del comportamiento de Paulina y sus conflictos
matrimoniales como si el horror de la tortura pudiera describirse simplemente
en términos de sus consecuencias y de la precisión de sus detalles. Como si
ese horror no excediera lo que las palabras pueden expresar. Por el otro, el
clima de terapia termina alcanzando a Gerardo, que debe resolver sus propios
conflictos, y también a Miranda, que confiesa entre llantos sus motivos para
violar y torturar en una catarsis que recuerda a los pobres asesinos
desequilibrados que son atrapados finalmente en un policial de serie. “Todo
lo que hay en mis películas proviene del cine”, declaraba Polanski en la
entrevista citada arriba y, efectivamente, esa confesión que Polanski
introduce y que no está en la obra es cinematográfica en el mal sentido de la
palabra. Es apenas un cliché que redondea lo que las fórmulas prescriben.
¿Qué más se puede decir a esta altura del cine de Polanski? Gustavo
Castagna me apunta que descubrió en el film siete planos en los que Paulina
quedaba claramente encuadrada entre Gerardo y Miranda; esos planos le
sugerían la posibilidad de que la obstinación de esa mujer se interpusiera
entre Gerardo y Miranda que, en el fondo, compartían los mismos intereses.
Por mi parte, observé que en la escena de la confesión, Miranda se interponía
entre Paulina y Gerardo, como indicando que el matrimonio tenía que superar
ese obstáculo para ser feliz. Finalmente, Gerardo deja atrás a Miranda y se
acerca a Paulina. Me imagino que Gerardo hubiera podido aparecer, y tal vez
lo haga, entre Miranda y Paulina, comentando su indecisión de creerle a uno
o al otro. ¿Qué importancia tiene todo esto? A mi juicio, ninguna. Si el cine
requiere del espectador una hermenéutica que lo decodifique, no me parece
más interesante que la lectura de la borra del café o de la palma de la mano.
En una escena brillante de Búsqueda frenética, Harrison Ford quedaba entre
Emmanuelle Seigner y un cassette que podía salvar la vida de su esposa: en
sus vacilaciones y el suspenso ante la elección se concentraban las dudas
éticas y emocionales del protagonista. Pero en La muerte y la doncella, estos
juegos escénicos sirven apenas de adorno a una dramaturgia sin relieve y
parecerían intentar disimular la pobreza del planteo. A más símbolos, a más
chiches para interpretar, menos aliento artístico. Del mismo modo, resulta
irrelevante saber si los tres actores están bien en sus papeles: son tres
profesionales y Sigourney Weaver es de lo mejor en plaza, pero la realidad
psicológica que encarna es extremadamente artificial. Son parte de un
mecanismo que los hace más inhumanos en la medida en que intenta explicar
su humanidad en términos de ramplona cotidianidad. Polanski es otro buen
alumno de la escuela de Lodz y su primer corto, Dos hombres y un armario,
ya lo demostraba. Con el correr de los años ha completado su formación con
algunas lecciones recibidas en Hollywood. Pero cuando una película como
esta desborda la ligereza de su registro, su obra parece apenas una sucesión
de ejercicios de ese alumno aplicado.
Publicado en El Amante N°39 – mayo 1995
167. Hermano Ed

Ed Wood, Tim Burton, 1994.


Cuando Robert Louis Stevenson escribió que “la conciencia de que el artista
es su propia ley corrompe a las naturalezas mediocres” no estaba pensando en
Edward Wood Jr. ni en la producción “Z” del cine americano. Pero Wood
reunió como nadie el extremismo, la mediocridad y la conciencia de ser su
propia ley. Inepto y perezoso, el autor de Plan 9 no solo ignoraba reglas
elementales de la narración cinematográfica sino también las normas de
supervivencia de su oficio. El género de “películas de explotación”, que hizo
ricos a Roger Corman, a William Castle, a Hershell Gordon Lewis o a Russ
Meyer, no le dejó nunca un centavo. Wood era tan raro que no solo se vestía
de mujer sino que –extravagancia máxima– era un travesti heterosexual. No
solo filmaba mal, mezclaba las escenas propias con material de archivo
inatingente, construía historias que excedían lo descabellado y usaba actores
de insultante torpeza sino que fabricaba largas escenas estáticas,
llamativamente insípidas y aburridas en las que se pronunciaban parlamentos
de una radical imbecilidad.
¿Por qué este señor Wood –a todas luces un psicótico y un inepto– es
homenajeado hoy por un director exitoso como Tim Burton, por qué se
discute sobre su cine, por qué ha logrado convertirse en objeto de culto? Es
fácil responder que por esnobismo y de eso hay bastante en el fenómeno
Wood. La idea de que lo demasiado malo se hace bueno tiene sus seguidores.
Entre tantas pretensiones de exquisitez que andan sueltas, la de reconocer y
disfrutar de lo deleznable está bastante difundida entre los amigos del
segundo grado, esa secta que impone un guiño despectivo hacia ciertas obras
y a espectadores genuinos al tiempo que disfruta de esos productos que
desprecia. Desde una perspectiva más noble que la doble moral de los nuevos
exquisitos, las películas de Ed Wood suelen elogiarse por su libertad, por las
ganas de hacer cine que demuestran contra las limitaciones estéticas y
presupuestarias y por la simpatía que provocan las causas perdidas. Después
de todo, Wood fue a su manera un autor, alguien que creó un sistema de
hacer cine y que se atuvo a su ambición y a su estilo. El film de Tim Burton
no es ajeno a este modo de celebrar a Ed Wood.
Pero hay otros elementos interesantes en una película como Plan 9 del
espacio exterior. El primero de ellos está relacionado con una escena del film
de Burton. En ella, los dirigentes de la comunidad bautista que financian una
de sus producciones advierten los errores de continuidad en la secuencia que
se está filmando y protestan indignados. Esas voces representan al espectador
medio con su sabiduría de pacotilla, acostumbrado a las reglas
hoIlywoodenses y que reacciona mal ante todo aquello que las viola. En esa
escena está resumido el desafío de Plan 9 al cine medio, a su inútil destreza y
a su combinatoria de convenciones, ese cine que ha terminado imponiéndose
como el único cine posible. El espectador de cine ha terminado
acostumbrándose a una gramática en la que el plano que sigue al que está
viendo es absolutamente previsible, tanto como a los encuadres “correctos” o
a la modulación y el ritmo de los diálogos y de las escenas de acción. El
montaje disparatado de Wood, sus parlamentos incongruentes, sus ridículas
escenas de violencia denuncian esas convenciones y dan lugar a la irrupción
de lo maravilloso: de aquello que no está disciplinariamente codificado
(como en el cine comercial) ni regido sutilmente por una inteligencia
esclarecida (como entre los grandes autores) ni por una escritura automática
(según la pretensión surrealista) sino por una coherencia abierta e
intermitente que a pesar de todo se adivina o se sospecha y que nos hace
interrogarnos todo el tiempo sobre la naturaleza de lo que estamos viendo.
Aunque cada plano de Plan 9 inspira rechazo ante su espíritu bizarro, sus
deficiencias técnicas y su incoherencia narrativa, también ofrece la
posibilidad de un asombro esencial reprimido por la historia del gusto y la
apreciación crítica, custodios de una normalidad que vale la pena cuestionar.
Pero hay algo más en la obra de Wood y en la trágica historia de su vida. Es
la comprobación del carácter cruel del arte entendido como realización
humana. En efecto, los criterios estéticos son instrumentos de una selección
natural de la que deberían sobrevivir los más aptos. El verdadero problema no
es que haya genios incomprendidos sino que la incomprensión y la
imposibilidad de expresarse alcancen inevitablemente a los menos capaces.
En una época en la que la eficiencia gobierna las relaciones humanas, los
parámetros de competencia artística se convierten en una expresión totalitaria
de la que Ed Wood es solo su víctima más obvia. Pero en esa lucha sin piedad
y sin demasiado sentido somos de algún modo sus hermanos. Hacemos bien
en entristecernos por su fracaso.
Publicado en El Amante N°39 – mayo 1995
168. Dossier Tim Burton
El extraño mundo de Jack (Tim Burton’s Nightmare Before Christmas),
Henry Selick, 1993.
Las historias de Navidad son una constante del cine americano y esta bien
podría ser la versión definitiva. Los maravillosos personajes de Selick y
Burton y la música de Danny Elfman componen un ballet de rara perfección
mientras describen con precisión quirúrgica la trama social. Por un lado, los
niños ricos pueden esperar sus regalos y entonar cantos de amor y de paz
porque tienen los cañones para cuidarlos. Por el otro, los desposeídos se
conforman con sus bromas pesadas y sus conductas bizarras. El relato no
festeja la marginalidad sino que, por el contrario, lamenta el dolor de los que
nunca podrán integrarse porque su naturaleza necesita una protección menos
represiva. Jack, la versión dibujada de Manos de Tijeras, es uno de los
grandes héroes contemporáneos y forma con su novia remendada una de las
parejas más hermosas de la historia del cine. La gracia, la nobleza y la
nostalgia del mundo de Tim Burton se manifiestan aquí en toda su pureza y
su profundidad. Pocos cineastas han creado un mundo de sentimientos en el
que su obra pueda sostenerse con tanta coherencia.
Publicado en El Amante N°39 – mayo 1995
169. El carnaval de las almas

No te mueras sin decirme a dónde vas, Eliseo Subiela, 1995.


Las películas de Eliseo Subiela cuentan siempre la misma historia. Tratan de
un protagonista masculino insatisfecho con su trabajo y su situación afectiva,
que tiene lo que se suele llamar “inquietudes” y sueña con una vida mejor. El
título de su primera película, La conquista del paraíso, sirve de alegoría del
tema y el film presenta a Arturo Puig como el primer alter ego del director: el
creativo publicitario que deja a la mujer y el trabajo para buscar un
improbable tesoro en Misiones. Allí aparece el otro personaje típico de su
filmografía: la mujer morocha que representa algo diferente y hacia la cual el
hombre se siente irremediablemente atraído, en este caso una prostituta de un
pueblo de la selva. En Hombre mirando al Sudeste, Lorenzo Quinteros es el
psiquiatra divorciado que toca el saxo y pretende curar a los pacientes. La
mujer es la hermana de un psicótico, o acaso una extraterrestre, o también
una mujer que pertenece a un culto evangelista. En Últimas imágenes del
naufragio se trata de un oficinista casado con una mujer que no lo
comprende, que tiene vocación de escritor y se vincula con una mujer
marginal que lo lleva a los suburbios y que tiene un hermano psicótico y otro
que construye aviones. En El lado oscuro del corazón, Dario Grandinetti es
poeta para los amigos y empleado publicitario para la sociedad. Su sueño es
una mujer que vuela, que aparece bajo la forma de la prostituta que hace
Sandra Ballesteros. En todas las películas el protagonista es un tipo
desgarrado entre una comodidad pequeñoburguesa que lo ahoga y una
quimera que lo tienta y atemoriza. Aunque las ideas de esos personajes sobre
el amor, la locura o la poesía son más bien refritos de segunda mano y
aunque lo único que cuenta verdaderamente son sus puntos de vista, es ese
sufrimiento del protagonista y la imposibilidad de resolver sus dilemas lo que
sostiene emotivamente los cuatro films.
Pero en No te mueras sin decirme a dónde vas Subiela decidió resolver todas
las contradicciones, explicarnos la solución de todos los problemas y al
hacerlo construyó no solo su peor película sino una exposición transparente
de su concepción del cine y de la sociedad como pocos films lo han hecho.
Esa concepción se fue insinuando progresivamente en sus películas pero
recién ahora se hace insoportablemente explícita.
Hace tres años, cuando se estrenó El lado oscuro del corazón, Flavia y yo
entrevistamos a Eliseo Subiela. Algunas respuestas nos sorprendieron en
aquel momento. En ellas Subiela calificaba a su personaje Oliverio –que
seducía a la platea apostando por el amor y la poesía en contra de su oficio
publicitario– de irresponsable, de boludo que se negaba a crecer (releyendo
ese Nº 5 de El Amante, descubro también que mis comentarios sobre la
película fueron demasiado elogiosos para lo que pienso de ella ahora.
Reflexiono sobre el peligro de un crítico recién estrenado que se deja
impresionar por la novedad de conocer personalmente a un director. Me
pongo en penitencia). No te mueras… es la película sobre la maduración final
de sus personajes, según la entiende Subiela.
Leopoldo (otro nombre de escritor que se agrega a la lista de Roberto y
Oliverio) es un proyeccionista de cine que vive con una mujer que no puede
tener hijos y que no entiende sus inquietudes de inventor aficionado. El cine
en el que trabaja está a punto de cerrarse. El invento que desvela a Leopoldo
es una máquina de transmitir sueños al estilo de la de Wenders en Hasta el fin
del mundo pero de tecnología más casera. Leopoldo vive en una casa cuya
decoración, vajilla y muebles parecen propios de la década del 60. Las
imágenes de la ciudad también podrían ser de aquella época. El único objeto
moderno es Carlitos, un robot fabricado por su amigo paralítico Oscar (Oscar
Martínez), que representa al ser nacional y si bien es anacrónicamente
gardeliano tiene “chips traídos de California”. La máquina se empeña en
reproducir la imagen de Rachel (Mariana Arias), de la que Leopoldo se
enamora. Rachel termina por materializarse, aunque a medias. Es, según sus
propias declaraciones, un espíritu que en una etapa anterior estuvo casada con
una encarnación previa de Leopoldo: el ayudante de Edison que inventó el
cine. A la media hora de película se sabe todo esto. Lo que sigue es una hora
y media de conversaciones abstractas sobre temas profundos y trascendentes,
como corresponde al diálogo con los espíritus.
Y así, el protagonista de Subiela, que partió de una relación carnal y urgente
con la mujer selvática del primer largo, llega al amor platónico con esta musa
que solo puede discursear sobre cosas importantes. Ese movimiento
progresivo hacia lo abstracto, lo verbal y lo importante es el que marca la
trayectoria de Subiela como director. La mujer reencarnada en Mariana Arias
tiene como función enseñarle el camino a Leopoldo a través del amor y los
sanos consejos. A la modelo, le toca esta vez publicitar las bondades de la
eternidad. “Leopoldo”, le dice aproximadamente, “vos tenés mucho que dar
en la vida, qué hacés con ese trabajo de proyeccionista”. También le explica
las bondades de la vida después de la vida. Claro que Leopoldo la necesita,
porque su compañía femenina se reduce a su mujer, una bruja que desprecia
sus inventos, intenta asesinar a Carlitos y lo saluda con líneas de diálogo tan
notables como: “¿Cómo te fue en el velorio”. Me olvidaba de Anita, una
planta con la que el tipo se empeña en hablar (la comunicación del tipo con
los espíritus estaba cantada) a la que le devolverá la libertad enterrándola en
el jardín, como en El perfecto asesino. En cambio, sus amigos Oscar y el
robot le son más fieles (no vayan a pensar que a las mujeres se les ocurra ser
infieles en las películas de Subiela, eso está para los hombres) y también lo
acompañan otros restos de películas anteriores: alusiones a los extraterrestres,
a la locura, la compañía de Nacha Guevara en el subte y un cameo de Sandra
Ballesteros (en un lugar que se llama “Estación de migración de almas”’ y
que tal vez sea la siguiente a Pasteur). Subiela se empeña en afirmar que su
mundo es el mismo en todas las películas y decidimos creerle. También
aparece el cine. Por un lado, el previsible homenaje Kieslowski con el póster
de Bleu. Y a Niní Marshall y a los cines de barrio llenos. Pero a los dos
amigos inventores se les escapa un gesto de felicidad cuando descubren las
propiedades del conversor de sueños (que a esa altura nadie sabe muy bien
cómo funciona). “Te imaginás, no va a ser necesario filmar las películas.
Bastará con imaginárselas”. Y esa viene a ser la idea del cine que tiene
Subiela: lejos de la materialidad, de lo concreto y de lo imprevisible del
trabajo artístico, de la elaboración de los diálogos o del ritmo del montaje, el
cineasta que Subiela intenta ser es uno que se limita a comunicarles ideas e
imágenes a los espectadores, sin tomarse el trabajo de elaborarlas. A la luz de
esta película, no se ve por qué habría de necesitar la máquina (pero no
seamos injustos. Confieso que en lugar de escribir esta nota me gustaría
transmitirles directamente a los lectores las ideas que tengo sobre No te
mueras sin decirme a dónde vas. Pero, ¿dónde pondría entonces el chiste?).
Mencionamos que el cine en el que trabaja Leopoldo está por cerrar por falta
de público. Su dueño, Tincho Zabala, decide vendérselo a “los pastores”. Se
consuela diciendo que es mejor a que instalen una sala de videogames (?). A
todo esto, Rachel está dándole los últimos toques a su misión en este mundo.
Como dice el propio Subiela en el dossier de prensa: “Desde esa otra
dimensión de la realidad, el alma no encarnada será portadora de la luz que
hará evolucionar espiritualmente a su eterno amado”. Y efectivamente,
Leopoldo evoluciona: primero se comunica con un desaparecido durante la
dictadura que le cuenta dónde está enterrado (por las dudas y para balancear
las cosas, el buenazo de Oscar, obsesionado por el ser nacional, fue piloto
militar). Y luego, el protagonista da el paso más importante: deja de ser un
asalariado para convertirse, asociado con Oscar, en empresario y empieza a
fabricar en serie su invento. En busca de financiación, recurre a Zabala. Este
cree que se trata de un nuevo modelo de proyector. Pero uno de los
inventores lo saca de su error: “Olvídese del cine, Don Mario. Esto es otra
cosa”. Efectivamente, esto es otra cosa. En un paralelismo increíble, mientras
el viejo cine de don Mario se llena seguramente de gente que va a pedir
salud, dinero y fertilidad mientras le ofrecen ondas de amor y de paz, Subiela
en otra sala nos vende lo mismo por el precio de una entrada. Cuando parece
que la película se termina, en uno de los finales más disparatados de la
historia del cine, se muestran una serie de milagros separados por fundidos en
negro, análogos a los que prometen los pastores. Leopoldo se ha mudado a
una casa carísima con su mujer. Pero no solo lo ha alcanzado la prosperidad.
Ella le comunica que está embarazada. Pero el amor ha transformado también
a Oscar. El reencuentro con una vieja novia le ha permitido abandonar la silla
de ruedas. Pero la cosa no acaba con la llegada del dinero, la salud y la
fertilidad. Leopoldo abre sus manos y de ellas salen mariposas. Pero también
se manda una voladita con ovnis de fondo. Y eso no es todo: nace una hija,
que resulta ser nada menos que una nueva encarnación de Rachel.
Finalmente, entre estas oleadas de beatería, el porteño machista y cuarentón
de Subiela ha crecido: se ha transformado en un ciudadano útil, un verdadero
padre de familia que vive con una mujer sumisa destinada a la custodia de los
valores de la familia y a la reproducción, pero al que le queda como consuelo
erótico la relación incestuosa con su hija. Colorín colorado.
No pude resistirme a contar la película. Pero acá también hay una moraleja.
Y es justamente que el cine es otra cosa, muchas otras cosas menos trabajo de
predicadores, que es la profesión que Subiela parece haber abrazado. Predicar
es convencer, hacer publicidad, atraparlo todo en una frase, disimular el
dolor, la ajenidad y los problemas, las materias de las que se nutre el arte.
Toda esta cursilería piadosa, de esta banalidad impostada con sus imágenes
vendedoras y perezosas, asume irremediablemente en esta época el mensaje
de la imaginería New Age: un conjunto de promesas de un futuro venturoso a
cambio de negar toda pregunta verdadera sobre las contradicciones del
mundo. Con sus formas publicitarias y sus delirios espiritualistas, Subiela se
propone como el ilustrador de la ideología posmoderna y farandulesca de la
nueva Argentina. El país en el que charlando con los vegetales y los espíritus,
dejándonos inundar por el amor universal, seremos todos prósperos
empresarios.
Publicado en El Amante N°40 – junio 1995
170. Divisas y dinosaurios

En el mes de mayo Pacho O’Donnell, secretario de Cultura director del


Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, señalaba en una
conferencia de prensa que su gestión en este último estaría orientada a crear
un perfil “industrial–exportador” para el cine argentino. No es el objeto de
esta nota discutir si se trata de una buena idea. En cambio, es oportuno
señalar la dificultad de la tarea. En efecto: hoy en día, Estados Unidos es el
único país exportador de cine. Desde Bolivia hasta Taiwán, desde Italia hasta
Egipto, las carteleras de cine muestran una composición inequívoca: más del
80% de los films exhibidos son de procedencia norteamericana. En los países
que producen cine, el resto está casi exclusivamente compuesto por productos
locales. Las películas no atraviesan ni siquiera las fronteras geográficas o
lingüísticas más inmediatas: los films españoles no se exhiben en París, del
mismo modo que los mejicanos no se ven en Buenos Aires. En febrero de
este año, la revista Time mostraba en una tapa memorable a Schwarzenegger
atado como Gulliver por unos liliputienses que enarbolaban banderas de los
países europeos. El título, “Europa vs. Hollywood. La lucha por contener al
coloso cinematográfico americano”, aludía a los intentos principalmente
franceses de lograr, mediante las negociaciones del GATT, imponer una
cuota que frenara la penetración norteamericana en el cine. En las páginas
interiores de la revista se esgrimía un término elocuente: “cocacolonización”
y se citaba la generalizada opinión entre los espectadores europeos de que los
films de ese origen ya no interesan. Si bien es cierto que en París todavía
puede verse cine de la procedencia más variada (hasta algunos films
argentinos), el gran público presiona de tal modo que Luc Besson, uno de los
directores franceses más exitosos, ha optado por hacer películas “a la
americana” y declara que deliberadamente ocultó el origen de su film hablado
en inglés porque “la gente huye ante las películas francesas” (ver El Amante
Nº 36).
Sin embargo, hay quienes no se dan por vencidos aunque sus recetas ronden
el disparate. En su edición del 20 de enero, el diario Clarín consigna la visita
a Buenos Aires del ingeniero en finanzas alemán Bernard Stampfer y una
conferencia que dio en el Instituto de Cine (gestión Ottone). Stampfer integra
un programa llamado “Media” que se ocupa de promover la cinematografía
de la Comunidad Europea y opina, según Clarín, que “la posibilidad de
competir con los norteamericanos reside en hacer cine commercial–art”.
Como ejemplo de esta categoría que reúne términos considerados antitéticos
hasta el día previo a la conferencia, Stampfer consigna a La lección de piano,
Fresa y chocolate o Delicatessen. A continuación recomienda hacer
coproducciones con actores extranjeros de renombre y rodar en inglés pero
también preservar la “identidad cultural” (!!). Es el momento de recordar que
la estrategia de la coproducción ha sido vastamente utilizada en los últimos
años por el cine argentino sin que las películas correspondientes hayan
despertado entusiasmo ni aportado recaudaciones en el extranjero. Los
matices van desde el ruidoso fracaso de La peste con su elenco de estrellas
internacionales hasta el ridículo de la presencia de Gian–Maria Volonté en
Funes, un gran amor.
Pero para todo hay excepciones y una película desata miradas de envidia y
despierta sueños de grandeza en el mundo cinematográfico. Es Como agua
para chocolate, el bodrio del mejicano Alfonso Arau que logró un moderado
éxito en Estados Unidos y se convirtió en la película en idioma extranjero
más taquillera de la historia en ese país (no sabemos si Stampfer la considera
commercial–art). Cuando aparece un fenómeno aislado de esta naturaleza, se
multiplican las ilusiones de que se puede generalizar fácilmente. En una
entrevista no publicada aún, Jerry Carlston, profesor de la Universidad de
New York que nos visitó el año pasado, nos decía que confiaba en las
posibilidades de películas como esa, como introducción de la cultura
latinoamericana en Estados Unidos. Carlston reconocía que se trataba de una
especie de comida rápida latina para uso de gringos, pero creía que era un
modo de introducir la literatura latinoamericana en un público que no leía.
Pronunció entonces las palabras clave: “realismo mágico”. Estas palabras
volvieron a surgir en otra entrevista que no publicamos. Esta vez se trataba de
Chris Sievernich, productor alemán que también vive en Estados Unidos. Se
nos ocurrió leerle una entrevista a Juan José Saer aparecida en La Maga, en la
que el escritor afirmaba que él carecía de identidad latinoamericana y que no
le gustaba García Márquez. Sievernich estuvo a punto de enfurecerse y
atribuyó esos comentarios a “coqueterías de escritor”. Para Sievernich, el
realismo mágico y Como agua para chocolate eran también el camino
correcto para el cine argentino. La fuente, otra vez, la literatura
latinoamericana. Lo cierto es que mientras Beatriz Sarlo señala en Borges, un
escritor de las orillas el hecho evidente de que “no hay (casi) realismo mágico
en la literatura rioplatense”, el último cine argentino se ha empeñado en
falsificar una tradición introduciendo –en intentos invariablemente fallidos–
gente que vuela y supersticiones varias. A propósito, Sievernich estuvo a
punto de inaugurar otra tradición, la del extranjero que viene a Buenos Aires
para producir un film argentino. Aparentemente, iba a producir una película
de Alejandro Agresti pero, al parecer, desistió. Tal vez porque en los films de
Agresti los personajes no vuelan lo suficiente ni le hablan a la comida. Pero
que el asunto anda rondando lo comprueba una declaración que Lucrecia
Martel, una de las ganadoras del concurso de cortos, nos hiciera en la radio.
Decía la realizadora que uno de los asesores del Instituto de Cine le recriminó
que su película no tuviera una cuota necesaria de realismo mágico.
Bien, la Argentina ha exportado muy poco cine en los últimos años. Un
lugar en el mundo de Adolfo Aristarain caminó en España, De eso no se
habla de María Luisa Bemberg tuvo alguna repercusión y punto.
Efectivamente, exportar es difícil no solo como proyecto teórico sino en el
terreno de los hechos. Miremos entonces al mercado interno. Hasta el mes de
mayo se habían estrenado en 1995 dos coproducciones –Las cosas del querer
II y De amor y de sombra– y otras siete películas. Las coproducciones –dos
films lamentables– tuvieron cierto éxito pero las otras fueron terribles
fracasos (ninguna debe haber superado los 5.000 espectadores). Hay una
costumbre en la exhibición local que se va instalando definitivamente.
Mientras las películas extranjeras tienen un piso casi asegurado, la mayoría
de las argentinas pasan por los cines sin que nadie se dé cuenta. Pero el
mercado local tiene su propio milagro, que también funciona como
espejismo, aunque no ha tenido éxito afuera. Es Tango feroz, de Marcelo
Piñeyro, cuyo éxito impensable y acaso irrepetible todos quieren imitar.
Producida con estándares técnicos modernos y con pautas estéticas e
ideológicas del pleistoceno, Tango feroz reveló un público potencial de
escaso promedio de edad que, hasta entonces, había permanecido oculto. En
el medio cinematográfico, todos aguardan el estreno de Caballos salvajes, la
segunda película de Pineyro, para ver si es cierto que tiene la varita mágica.
Entre el único milagro y la zona de recaudaciones insignificantes se dibuja lo
que podría llamarse el cine medio argentino. Está hecho por directores
veteranos –en la Argentina no hay realizadores que puedan exhibir una
filmografía medianamente larga y que sean menores de 50 años– que han
aprendido cómo conseguir créditos y subsidios de las distintas
administraciones –y hasta algún productor– y se las arreglan para filmar más
o menos seguido. Sin embargo, las recaudaciones de las películas de este
grupo tienden a bajar con los años y la falta de rentabilidad también las
amenaza. Los estudiantes de cine los llaman “los dinosaurios” y en esa
denominación se concentran el rencor y el desprecio que buena parte del
público comparte. Los nombres entran y salen según quien haga la lista, pero
a lo que se apunta es a un tipo de cine que no solo es artísticamente nulo sino
comercialmente cada vez más inviable. No hay que recurrir a los críticos de
revistas especializadas para encontrarse con gente que les ha dado la espalda
hace tiempo.
En este estado de cosas se reglamenta la nueva ley de cinematografía.
Pesadamente corporativa y burocrática en muchos aspectos, la ley ofrece una
renovada posibilidad de subsidios para el cine nacional con un monto de
dinero en juego muy superior al de los últimos años. En estos meses, los
directores han discutido un tema que aparece emparentado con los términos
anteriores: hay un bando que propone muchas películas baratas y otro que
quiere menos películas y más caras. Aparentemente, han ganado estos
últimos. Pero en un país casi sin productores (ni gente que ponga plata ni
gente especializada en reunirla y administrarla), el costo de una película es un
misterio difícil de aclarar para un lego. Es en este momento que se estrena No
te mueras sin decirme a dónde vas de Eliseo Subiela, que se anuncia con
bombos y platillos como la primera coproducción del Instituto y del
monopolio periodístico más grande del país. El resultado es una película cara
para los estándares nacionales ($2.300.000 según el dossier de prensa) y que
representa cabalmente al cine dinosaurio. Por primera vez en los últimos
años, una película “grande” no recibe los unánimes comentarios
complacientes de los diarios. Hasta el medio escrito de la empresa productora
se atreve a deslizar algunas críticas menores. Todo el mundo sabe que el film
es un mamotreto indigerible desde cualquier óptica. En los próximos días se
pondrá a prueba una vez más la capacidad de la tele para vender productos
incomprables. Pero quedará inevitablemente desnudo el juicio de los
ejecutivos que respaldaron su realización y el de los jurados que la eligieron
en el concurso.
Simultáneamente, ocurre algo de menor repercusión. Los cortometrajes
ganadores del concurso anual del Instituto de Cine se exhiben todos juntos en
una sala. Esto ocurre aparentemente por casualidad, porque a los exhibidores
(los personajes que nunca pierden en el cine argentino) no les conviene
programarlos en sus salas junto a los largos, como hicieron el año pasado. El
cine se llena y la muestra pasa a una sala comercial. Y las películas recaudan
mucho más de lo esperado. En todo caso, muchísimo más que los
largometrajes que se estrenan en pocas salas y sin publicidad. Historias
breves resulta una película viable que sorprende, entre otros, a los críticos.
Una nueva generación entra en la escena del cine argentino.
En realidad, no se trata propiamente de una generación, ni de un grupo, ni de
un movimiento, sino del primer resultado visible de un acontecimiento
subterráneo. En 1991 se funda la Universidad del Cine, que con otras
escuelas recibe una inscripción inesperada. Se calcula que hay más de 5000
estudiantes de cine en el país, en distintas carreras e instituciones.
Sentenciados por el sentido común a recibirse de desocupados, criticados por
mucha gente –entre las que nos incluimos– por frívolos e irreflexivos, tienen
algo que ofrecer. Aunque no todos se recibieron ni están ligados a una
escuela, hay entre ellos una comunicación evidente que parte de las largas
conversaciones entabladas entre compañeros durante el aprendizaje y sus
prácticas de filmación. Los trabajos no son equivalentes: hay alguno
excelente (a mi juicio, Rey muerto), otros muy buenos y también algunos
flojos. Pero tienen en común una serie de cosas que exceden la obviedad de la
juventud de los realizadores y que son contracara de la otra generación cuyo
cine agoniza.
En primer lugar, están bien hechos. Los aspectos técnicos (fotografía,
sonido, escenografía y hasta el diseño de títulos en uno de ellos) están
resueltos con acabada competencia profesional. No tienen nada que
envidiarles a los técnicos establecidos de la industria del cine argentino. Más
aun, no tienen ciertos vicios habituales: la fotografía no suele ser “bonita” ni
publicitaria, el sonido no es ampuloso, la escenografía no es la de una casa de
decoración. La técnica no intenta embellecer la narración sino ponerse al
servicio de esta. El encuadre y los movimientos de cámara son exactos y no
hacen ostentación alguna. Los guiones son sólidos, están bien estructurados y
no caen en el divague ni en la incoherencia. Los diálogos tienen un nivel de
credibilidad absolutamente desacostumbrado. Las actuaciones no son
declamatorias y las entonaciones del lenguaje no son artificiales. Algunos
actores son verdaderos hallazgos, con una presencia mucho más interesante
que la de sus colegas que delatan sus rutinas teatrales y televisivas. Si se
comparan, además, estos trabajos con otros similares –con los ganadores del
año pasado, por ejemplo–, el resultado es que son muy superiores. Esta
muestra no cae en dos de los defectos habituales: puerilidad y falta de rigor.
En segundo término..., la definición del segundo término me la acaba de
proporcionar la televisión. He visto por casualidad a Pino Solanas reporteado
en un programa de cable que se llama Enseñando a vivir. Los cortos no
enseñan a vivir. No sermonean, no hacen discursos, no rompen las pelotas, si
me disculpan. La profundidad que puedan o no tener se expresa en la historia
y en la puesta en escena y no en el discurso piadoso y reaccionario que fue
una de las marcas de fábrica de los dinosaurios.
El tercer punto es aún más interesante. El cine argentino ha actuado a lo
largo de toda su historia como un velo sobre la realidad. Ha tapado con sus
censuras, vaguedades, estereotipos y frases hechas una vía posible de acceso
al mundo. Levantadas estas restricciones hijas del miedo y la incompetencia,
automáticamente la relación del cine con el exterior resulta mucho más
franca, más directa de parte de los realizadores e infinitamente más
interesante para los espectadores. Una de las capacidades del cine es la de
mostrar. Si no se intenta ocultar, disfrazar o maquillar, se termina
invariablemente utilizando esta capacidad. Eso ocurre con Historias breves.
Cuarto: los cortos son originales y son ingeniosos. Sin intentar, en la
mayoría de los casos, pasarse de viveza, las películas exhiben una elaborada
riqueza en los diálogos y las situaciones. Aun algunas que no son las mejores
tienen una fuerza narrativa que rompe con años de relatos pobres y desvaídos.
Ultimo. Está bien, son solo cortometrajes. Hacer un largo es muchísimo más
difícil. Y volviendo a la originalidad, es cierto que gran parte de ella proviene
de que los cortos no se asientan en tradiciones cinematográficas precisas. Por
razones de edad y en algunos casos por elección, los directores no han visto
mucho cine, ni tienen preferencias estéticas demasiado definidas. Se han
formado más que nada viendo los trabajos de sus compañeros. Pero ese
termina siendo otro punto interesante. Estamos frente a un modelo de taller
informal, en el que la producción mejora año a año y en el que impera una
autocrítica colectiva que contrasta una vez más con ciertas soberbias. Quizás
estos no sean los mejores exponentes de ese taller y tampoco es momento de
jugar a la medición de talentos. Son simplemente la punta de un iceberg. Lo
cierto es que esta práctica genera un acercamiento al cine inédito: más libre y
más consciente, que puede ir incorporando elementos con el tiempo. Que no
se rige por modelos a imitar ni por formas de represión institucionales. No
están aplastados ideológica ni creativamente por sus mayores, así que tienen
el campo despejado por delante: el modelo al que se oponen es patéticamente
débil en lo estético. Esta es nada menos que la primera formación profesional
masiva de directores (con experiencia además en otros rubros) que hay en la
Argentina. A los veinticinco años, esta gente sabe muchas cosas que
directores con una obra concluida no aprendieron. Y además son y serán
muchos más de los que asomaron en esta muestra.
De pronto, la industria del cine argentino se encuentra con una situación
inédita. En poco tiempo contará con un enorme grupo de profesionales
jóvenes, en formación permanente, que declaran su intención de seducir al
público. Con un poco de apoyo estatal y alguna inteligencia entre las que
invierten en el cine, algunos de los problemas de esa industria se pueden
solucionar sin recurrir a las recetas que aconsejan producir engendros.
Mientras tanto, la desaparición de los dinosaurios es meramente una cuestión
de tiempo.
Publicado en El Amante N°40 – junio 1995
171. En el nombre del padre

Una luz en el infierno (A Bronx Tale), Robert De Niro, 1993.


Creo que fue Godard el que dijo que la única manera de criticar una película
era con otra película. Hace tiempo que quiero decir algo en contra de ¿Quién
golpea a mi puerta?, Calles salvajes y Buenos muchachos de Scorsese, pero
Robert De Niro ha dicho todo lo que yo pensaba en la excelente Una luz en el
infierno con una elocuencia imposible de lograr en un texto. Porque mientras
ese hipotético escrito apenas podría protestar contra esas películas, el film de
De Niro construye un mundo alternativo que confronta el modelo del barrio
italoamericano de Scorsese con su catolicismo tallado en la represión y la
culpa, sus aprendices de delincuente, sus psicópatas y su asfixia étnica y
cultural. No es que ese modelo claustrofóbico tenga algo de malo en sí, pero
se instaló como un género que termina prescribiendo reglas para las películas
ambientadas en circunstancias parecidas. Un género que ha terminado por
aburrirme un poco.
El escenario es el mismo: Nueva York de principios de los 60, los chicos o
adolescentes italianos que admiran la riqueza y el poder de los amos del
barrio mientras su vida transcurre en la segregación de clases, de razas y de
sexos. En ese mundo cerrado, masculino y gregario, De Niro descubre
elementos que las películas de Scorsese mantenían ocultos y hace actuar al
mundo externo hasta hacer explotar el género scorsesiano y sus constantes.
Los elementos nuevos que aparecen son cinco:
a) Otra visión del catolicismo. Frente a las imágenes del Cristo sangrante, la
culpa, la sumisión y las parábolas redentoras de Scorsese, De Niro instala
explícitamente un universo laico, en el que la religión no influye ni atormenta
al protagonista. Tras negarse rotundamente a relatarle un hecho policial al
cura, el niño Calogero sale corriendo de la iglesia mientras exclama: “Es
bárbaro ser católico. Uno se confiesa, reza cinco padrenuestros y empieza de
nuevo”.
b) Los valores de la clase trabajadora. El padre de Calogero, interpretado por
el propio De Niro, representa otra clase de sicilianos: los que no quieren
saber nada con la mafia. A partir de El padrino, el espectador de cine
desconocía la existencia de esta especie.
c) La sabiduría mundana. Sonny (el gran guionista y sorprendente actor
Chazz Palminteri) representa a otro tipo de gangster. Aunque conoce y
practica las reglas del poder local, su principal orgullo es ser un hombre de
mundo, un liberal que está más allá de los códigos del barrio y de la raza y
desprecia a los que solo viven según él.
d) La racionalidad en la conducta. Tanto Sonny como Carmine (Joe Pesci),
los dos patrones mafiosos, son gente agradecida y reflexiva. El afectivo
personaje de Pesci es la contracara perfecta del que hiciera en Buenos
muchachos, el psicótico que mataba por placer. El resultado es una atmósfera
de convivencia, en la que todos pueden respirar. En esa atmósfera florece el
humor, ausente absoluto de las películas de Scorsese. Al mismo tiempo,
plantea una marginalidad menos condenada a destruirse obligatoriamente a sí
misma.
e) La figura del padre. De Niro y Palminteri se disputan la paternidad de
Calogero y ambos contribuyen a su aprendizaje. Los dos lo quieren
básicamente por la misma razón: es un pibe afectuoso, franco y desinhibido.
Nada tiene que ver con esto “la familia” en ninguno de los dos sentidos. Los
consejos de Sonny, la sonrisa disimulada de De Niro ante las urgencias
sexuales de su hijo están ausentes en los films de Scorsese, en los que no hay
padres y solo cuentan las madres sobreprotectoras (recordemos las de Harvey
Keitel en ¿Quién golpea…? y la de Joe Pesci en Buenos muchachos).
Volveremos sobre este tema.
Las fuerzas exteriores son dos:
a) Los negros. Históricamente, los barrios italianos de Nueva York fueron
ocupados paulatinamente por los negros. Las familias que prosperaban se
mudaron de los guetos y dejaron su lugar a otros pobres. En Una luz en el
infierno, los negros van apareciendo con paulatina audacia: primero en
ómnibus, luego en automóvil, después en bicicleta e introducen el odio racial
pero también la idea de que el barrio no está aislado del mundo. La aparición
de los motociclistas melenudos refuerza esta conflictiva apertura.
b) Las mujeres. Sexualmente inexperto, rodeado de sus amigotes machistas
y racistas, Calogero se enamora de una chica negra mucho más madura en la
materia. Mientras Keitel no podía relacionarse satisfactoriamente con una
mujer de origen idéntico al suyo en Calles salvajes o ligeramente diferente en
¿Quién golpea…? y se enloquecía al saber que su novia no era virgen, aquí el
protagonista actúa según las reglas sexuales de uso común en 1968.
Una luz en el infierno es un curioso título en castellano para una película
que debió llamarse Una historia del Bronx. Pero es sorprendentemente
apropiado si se lo entiende como la posibilidad de una salida a la
claustrofobia que Scorsese le imponía a sus personajes y de la que el film
parte para huir hacia otros horizontes. La ligera y fluida narración de De Niro
privilegia el relato sobre las descripciones de angustia. Su ritmo y su tono
tienen un aliento que obedece a la antigua costumbre de contar historias, de
inventar fábulas, más que al reciclaje de elementos constituidos por el cine
(volveremos también sobre esto).
El cine clásico norteamericano atraía entre otras cosas por el universo moral
de sus héroes. Estos tenían dos cualidades comunes: la libertad y el poder. La
libertad era una cuestión claramente política: eran ciudadanos que ejercían
sus derechos en una democracia a la que paradójicamente terminaban
cuestionando, ya que solo su condición de héroes les permitía hacerla
funcionar en plenitud. El poder, en cambio, era moral. Nunca eran ricos ni
manejaban recursos que no fueran la fuerza de sus convicciones y la
seguridad en sí mismos. En los 60, ese cine desaparece y se instala un
universo de abusos e indefensiones, un mundo de antihéroes que no dejará la
escena hasta que las grandes películas de acción recuperen a los héroes en
versiones caricaturescas o plenamente integradas. La cuota de poder y de
libertad reaparece a partir de El padrino, en la que esas condiciones se
localizan en la figura del gangster y se vuelve a satisfacer la ansiedad de la
platea por las acciones fuertes. En estos personajes, la libertad y el poder son
el abuso del derecho y de la fuerza ejercido por personajes amorales. Esas
reglas quedan fijadas en el imaginario de los directores de las décadas
siguientes. Si Coppola se ocupó de las altas jerarquías de la mafia, Scorsese
prefirió las bajas e intermedias pero, en conjunto, definieron al barrio
italoamericano. Aunque Buenos muchachos es la reflexión trágica y final
sobre esa situación, la película no deja de
centrar su interés dramático en el delincuente psicópata encarnado por Joe
Pesci, que muestra hasta qué punto el ambiente mafioso permite el ejercicio
de la violencia sin restricciones. Muchas películas de estos años se han
construido sobre la seducción de personajes semejantes, los únicos dispuestos
a ejercer el poder y la libertad ahora resignificadas (los Rambos, por ejemplo,
son su equivalente dentro del sistema). El film de De Niro les niega a los
gangsters su carácter distintivo como personajes. Recupera así la pregunta
por el poder y la libertad en otras condiciones: el respeto a los derechos
civiles y la fortaleza de las decisiones personales son el entramado en el que
el protagonista (que no es un héroe cinematográfico, sino más bien literario)
se debate. Al prescindir del personaje psicopático, al no presionar a sus
personajes, De Niro reaprende conductas olvidadas por el cine mediante la
introducción de otros códigos y otras tradiciones y genera una forma de
ficción alternativa que por ahora se expresa a modo de comedia.
En una escena memorable de la filmografía de Scorsese, Harvey Keitel
conoce a una chica en el ferry de Staten Island en ¿Quién golpea a mi puerta?
La única manera que encuentra de acceder a ella es la explicitación de su
cinefilia para convertirla a su mundo masculino, para disimular su
inseguridad y sus prejuicios. Ese mismo mecanismo –no apartarse del cine–
es el que produce la mayoría de los films americanos actuales. Alguna vez
Serge Daney definió la cinefilia como una afección que llevaba a compensar
la ausencia del padre mediante la adicción a la pantalla. Los cinéfilos eran así
“hijos del cine”. No es extraño que una película que desmonta una estructura
anclada fuertemente en la tradición del cine hable justamente de la figura del
padre. A Bronx Tale es una luz en el infierno cinéfilo.
Publicado en El Amante N°40 – junio 1995
172. Amebalandia revelada

El gran salto (The Hudsucker Proxy), Joel y Ethan Coen, 1994.


Lamento haberme metido en este brete y veremos cómo salgo. Pero a nadie
se culpe sino a mí mismo. ¿Por qué justamente yo, que detesto el cine de los
Coen, he terminado asignado a la tarea de defender esta película?
Simplemente, por fanfarrón y por mañoso. En esta redacción hay un paladín
de los Coen que se llama David Oubiňa. El resto era más bien partidario de
los muchachos hasta Barton Fink, punto en el que se bajaron del tren tras
haberse deshecho en elogios sobre Simplemente sangre y, especialmente,
sobre De paseo a la muerte. Así que cuando se estrena El gran salto y casi
todos comprueban que los hermanos van barranca abajo, en lugar de mirarlos
socarronamente y decirles: “les avisé”, voy al cine para encontrarle virtudes a
una película que casi todos defenestran y, por supuesto, se las encuentro. Y
encima, me ofrezco de voluntario para defenderla. Si alguien quiere seguir
hablando de la falta de objetividad de algunos críticos de El Amante, esta
confesión los exime de gastarse en la tarea. Si alguien quiere decir que le
importan un pito mis manías, adelante (pero no me vengan con lo de la
tortuga). Para los que aceptan que así como los Coen tienen el derecho de
incursionar en los géneros sin creer en ellos, un crítico tiene el de defender a
un cineasta falsamente, acá va el resto.
Joel y Ethan Coen Ilevan filmadas unas diez horas de largometrajes con un
récord de 0 minutos de emoción. En ningún lado está escrito que el cine deba
tenerla: Lang, Godard, Minnelli son directores fríos. También son geniales
(en el caso de Godard), brillantes (Lang) o, por lo menos, tienen oficio y buen
gusto (Minnelli). Los tres son, además, cultos, inteligentes y sofisticados. No
me consta que en el cine de los Coen haya alguna virtud general de esta
índole. Digamos, algo que permita suponer que su originalidad tiene algún
propósito o algún sustento intelectual o estético. Pauline Kael lo notó en
1985: “Simplemente sangre no tiene ninguna relación con lo que
normalmente llamamos ‘realidad’ ni contacto con la ‘experiencia’. Pero
tampoco es un gran ejercicio de estilo. [...] La razón por la cual los ‘whoop–
de–do’ [no sé cómo se traduce pero está claro] de la cámara son tan
ostensibles es porque no hay ninguna otra cosa en la que fijarse”. Rodrigo
Tarruella en 1992: “Quizá Barton Fink sea un síntoma de una cultura muerta.
Anestesia y amnesia de la Amebalandia actual”. Los Coen padecen del
síndrome del adolescente avispado que integra una barra de amigos: creen
que todo empezó con ellos y que lo anterior en cine (o en la historieta, o en la
novela) es un vasto territorio construido para que ellos puedan depredarlo
desde su autoevidente viveza. Ese territorio no tiene otro interés que su
utilidad como material para su propio cine, no se le reconoce vida inteligente
alguna. Es como si fuera el residuo de otra civilización compuesta por gente
cuyas pasiones nos resultan incomprensibles o ridículas. El cine de los Coen
parece el resultado de una nueva técnica de efectos especiales, una técnica
que permita actuar a los personajes de historieta. Las historias de Ethan y Joel
solo son viables si sus personajes se comportan como caricaturas parlantes.
Estamos ante un cine de la histeria que presupone el modo posmoderno de
entender la historia: un conjunto de afanes absurdos que
desembocan en este tiempo en el que lo que vale la pena saber lo sabe todo el
mundo.
La ciudad de El gran salto, con centro en las industrias Hudsucker, es una
Nueva York sacada de Metrópolis (de Fritz Lang), de Brasil y también de
Ciudad Gótica y de Metrópolis (de Superman). Pero la historia y los
personajes salen directamente de tres películas de Frank Capra: Mr. Smith
Goes to Washington (Caballero sin espada), Meet John Doe (Juan Nadie) y
Qué bello es vivir. La idea del suicidio recorre toda la obra de Capra y el
salto desde la cornisa en año nuevo se materializa en John Doe. El personaje
del pueblerino engañado por la reportera que termina enamorándose de él,
que aquí encarnan Tim Robbins y Jennifer Jason Leigh, provienen de Mr.
Smith... De Qué bello es vivir sale la idea del ángel y el personaje de Paul
Newman, el empresario inescrupuloso, es una reencarnación del malvado
señor Potter. Más que pertenecer a un género, El gran salto es una
actualización en clave de historieta de los temas de Capra. Los personajes
adultos de los Coen, como los de la mayoría de los héroes del comic, carecen
de cualquier referencia familiar: no tienen padre ni madre, provienen
virtualmente de la nada (Tim Robbins viene de un pueblo llamado Muncie, y
el pueblo en sí parece ser su familia). Los personajes secundarios son
absolutamente grotescos (depredación en el departamento Fellini). La
relación entre Newman y Robbins está basada ligeramente en Wall Street. El
ambiente del periódico viene de las distintas versiones de Primera plana, con
Leigh hablando rápido como Katharine Hepburn en Ayuno de amor de
Hawks. La diferencia entre El gran salto y las películas anteriores de los Coen
es que eso es todo lo que hay, es decir, se trata de una fantasía en el reino de
la historieta y el cine que se asume plenamente como tal. En este escenario,
no puede reprochárseles a los Coen su habitual escamoteo de realidad (no se
trata de pedirles verosimilitud o que sean realistas, sino de encontrar algo que
provenga de otro lugar que no sean sus cerebros). Como no hay ningún
indicio de que el film trate sobre seres humanos, la conducta de los
personajes queda librada al trazo del dibujante. Los habituales excesos y
descontroles en la actuación se legitiman en un universo descontrolado. En
cuanto a la otra tara de su cine, la arbitrariedad, en El gran salto conviven dos
tendencias opuestas. Por un lado, persiste la tendencia a dejar cabos sueltos
sin fundamento alguno. La carta azul que debe entregar Robbins provoca
pánico en todos los empleados, como si tocarla fuera altamente peligroso.
Pero no hay en el film nada que lo justifique. Por el otro, hay una resolución
argumental fantástica y disparatada que es uno de los hallazgos de la película.
Esto nos trae de vuelta a Capra. Las películas de Capra mencionadas antes
contienen una de las contradicciones fundamentales de su cine. La lucha del
individuo débil e inocente contra el sistema culpable y poderoso provoca un
desequilibrio de fuerzas que va convirtiendo el triunfo del protagonista en
imposible. Es allí donde Capra solía introducir lo que llaman deus ex
machina, el dios desde la máquina, un recurso argumental que revierte
forzadamente la situación. En El gran salto, los Coen introducen
explícitamente un dios (el negro que controla el tiempo) y una máquina (el
reloj de Hudsucker) que no solo resuelven la historia sino que parodian
hábilmente ese recurso. La arbitrariedad pasa a ser un tema y no un recurso.
El gran salto de los Hnos. Coen es un pequeño salto para los hermanos
Coen. De una colección de películas fallidas, plagadas de exhibiciones de su
propia astucia, han pasado a un film en el que reina por fin la coherencia. Han
construido una fábula del capitalismo actual, un cuento de hadas ligero y
siniestro que propone al espectador un juego por fin inteligente. El mundo de
las industrias Hudsucker, con su tiempo propio y su lema “El futuro es hoy”,
es efectivamente el mundo en el que el dinero se ha apoderado del tiempo y
del futuro. Justamente, la pesadilla de George Bailey, el protagonista de Qué
bello es vivir. Pero el costado más oscuro de la pesadilla es que el propio
Bailey es el que ha desaparecido: su sustituto, Norville Barnes, es tonto,
servil y ambicioso. Frente a la nobleza de Bailey, el oportunismo de Barnes,
su sueño pueril e irresponsable de poder y dinero. En El gran salto, el
protagonista no lucha contra el sistema, es su vocero más elocuente. La
fábula del populismo capriano, la humanización del capital alojada en la
conciencia de Bailey se ha desvanecido en una mentalidad corporativa, en el
territorio de la omnipresente Hudsucker, que fabrica productos inútiles que
vende a precios arbitrarios. El gran salto tiene algo de Forrest Gump, en la
que un tonto tiene éxito acunado por un guion propicio. Pero a diferencia del
film de Zemeckis, no hay aquí nada sentimental. El cinismo de los Coen los
ha hundido en la taquilla pero no les impide, nuevamente, ser generosos con
sus personajes, que siempre terminan librándose de las catástrofes que los
hermanos les proveen con igual generosidad. Como a Barton Fink, como a la
chica de Simplemente sangre, como a la pareja de chitrulos de Educando a
Arizona, el film no le ahorra humillaciones a Barnes pero lo termina
salvando. La fábula tiene un final feliz y una moraleja (Charles Durning le
enseña cómo ser un buen empresario y un hombre feliz) consistente con su
propia escala de valores. Amebalandia tiene su ética para triunfadores y ese
es el material del que están hechos sus sueños. Esta es la idea que los Coen
tienen de una comedia, una idea que los acerca a Preston Sturges, que se
burlaba al mismo tiempo de la sociedad y de los que sufrían por no
entenderla.
Organizada argumentalmente en torno de un objeto, el hula–hula, la película
toma su sección plana de frente y perfil, es decir, el círculo y la línea recta,
como parámetros formales. Círculos y rectas se distribuyen con cierto
barroquismo: el reloj, la marca de la taza en el diario, la circularidad de la
historia forman los círculos; el edificio, los ascensores y las caídas son
rectilíneos. En un mundo de dibujos y maquetas sin alma, es lógico que el
armazón del film esté reforzado por el peso de estas figuras abstractas. No me
parece que sea un gran logro cinematográfico, pero sí un reflejo de la intensa
preparación de El gran salto, una especie de doble costura en los pantalones,
como los del personaje de Newman. Los Coen son industriosos como
Norville Barnes, que se pasó varios años perfeccionando el circulito que lo
llevaría a la cumbre de Hudsucker. Lo que tal vez les falte a los Coen es un
profeta como el negro del reloj que los proteja en sus saltos al vacío.
El contador de caracteres nos dice que llegó el final. Pero yo también he
descubierto una moraleja. Hay muchas películas de las que no sé muy bien
qué pensar. A tal punto que últimamente vengo ofreciéndome para escribir
dos críticas de un film: una a favor y otra en contra. Las costumbres de El
Amante prohíben que las reseñas tiren la pelota afuera y se entreguen al
divague o a la semiología, así que uno debe decidir si las películas le
gustaron. Esta tarea forzada me ha permitido pensar el film de los Coen y he
decidido, finalmente, que está bastante bien. La moraleja es, por lo tanto, la
siguiente: escribir ayuda a pensar, a encontrar aquello que a uno lo hace
apreciar o disfrutar en el cine. En otras palabras, identificar las fuentes de
placer. Y a mí, El gran salto me dio un placer menor. Espero haberle hecho el
homenaje que se merecía
ese placer. En cuanto a los Coen, ese es otro tema. Un tal (o una tal) Kim
Newman dice en Sight & Sound: “Los Coen son los directores americanos
más excitantes, imaginativos y confiados”. Coincido en que son
imaginativos. Lo que niego rotundamente es que sean excitantes (admito que
puedan excitar a mucha gente, o a poca –como al señor o la señora
Newman–, que para el caso es lo mismo). Justamente porque el cine ofrece
muchos placeres posibles y el que pueden proporcionar los Coen no es de los
que más me apetecen. No porque se distancien de sus personajes, sino
justamente porque se parecen demasiado a ellos. Como Barton Fink, los Coen
son tan laboriosos como improductivos. Están tan preocupados por su gesto
cultural, por las pequeñas diferencias, que el mundo se les escurre entre las
manos. No sé si el cine es un arte y no creo que el arte deba reflejar el mundo
y mucho menos al hombre común como decía Fink. Pero dedicar una obra a
mostrar lo comunes que son los hombres es un esfuerzo trivial y poco
excitante para mi gusto. Su ejecución, por más que esté poblada de filigranas
o de apelaciones a la forma, me
impresiona tan poco como la decoración de tortas. Negar la pasión no es más
que una pasión insatisfactoria.
Publicado en El Amante N°41 – julio 1995
173. Batman eternamente

Batman eternamente (Batman Forever), Joel Schumacher, 1995.


Sobre el final, el Acertijo se vuelve loco y lo internan en una cárcel
manicomio (al estilo El silencio de los inocentes) que está al cuidado de un
tipo muy parecido a Tim Burton que responde al nombre de Dr. Burton. Si
quieren saber qué quedó en esta tercera parte de las ambiguas oscuridades
burtonianas de las dos partes anteriores, esa es la respuesta. Un chiste que
refleja lo que los duros de Hollywood opinan de él: se trata de un hombrecito
al que le corresponde un pequeño espacio en el que cuida de sus loquitos.
Batman eternamente es lo contrario de una película de Burton. Es Hollywood
purísimo, contundente, sin fisuras por las que se cuele un gramo de emoción
o reflexión. Es también una celebración de la opulencia en la que se acepta la
locura en la medida en que contribuya a la producción. Ciudad Gótica no es
ya la pesadilla corrupta en la que los grandes malhechores como el Guasón o
el Pingüino son su expresión genuina sino una ordenada comunidad en la que
Dos Caras (Tommy Lee Jones, un chorro común) y el Acertijo (Jim Carrey,
un hacker) deben ser cazados para preservar el orden. Hay también un
molesto culto por los cuerpos de gimnasio, por el éxito de la especie que sea
y por la cultura de la empresa corporativa. Se suprime toda coherencia
argumental y todo rastro de sufrimiento verdadero. Todo es velocidad, diseño
de producción, tecnología de punta. La escena más lograda, la muerte de la
familia de Robin, está planificada para lograr el bello efecto de los cuerpos de
los acróbatas aplastados contra el piso con su contraste de colores primarios,
así como los labios rojos de Nicole Kidman acompañan el traje negro del
murciélago. El resto son primeros planos, sesiones de acrobacia y
puerilidades varias al compás de la mezcla de groserías y mariconadas de Jim
Carrey (en esta concepción productivista, es posible que sea el actor mejor
pago del momento porque es el que más transpira). Gran éxito de taquilla en
EE.UU., seguro batacazo de las vacaciones de invierno porteñas y después
también, Batman eternamente es cine de esclavos para esclavos (no es raro
que el servil Alfred sea el personaje mejor caracterizado). Amigos, este es el
cine del futuro.
Publicado en El Amante N°41 – julio 1995
174. Dossier Coen
Simplemente sangre (Blood Simple), Joel y Ethan Coen, 1984.
Este policial negro con toques de farsa y de gore está construido desde una
lógica rara. Malentendidos y desgracias se suceden porque los personajes no
dicen las cosas a tiempo. No las dicen porque son un poco tarados, tendencia
lacónica. Son tarados lacónicos porque son tejanos (jmalditos yanquis!). Y,
tal vez, son tarados tejanos y lacónicos porque en Texas hace mucho calor.
De ahí que la obsesiva y aparentemente inexplicable exhibición de
ventiladores de techo sea el fundamento metafísico y psicológico de la
película. Todo esto sería perdonable si los tipos no movieran la cámara con
impunidad y arrogancia. Simplemente sangre muestra que en 1984 los Coen
eran astutos y torpes. Muchos pensaron en su momento que eran geniales.
Están invitados a rever esta muestra de cine manipulador y vacío con
pretensiones. De paso, pueden contestar la siguiente pregunta: ¿a dónde va a
parar el perro, fiel compañero de Dan Hedaya, hasta que desaparece por arte
de magia?
Publicado en El Amante N°41 – julio 1995
175. Dossier Coen
De paseo a la muerte (Miller’s Crossing), Joel y Ethan Coen, 1990.
Sin duda, es el guion más redondo de los Coen Brothers, vagamente
inspirado en Cosecha roja. Pero la película es más bien cuadrada. Me
explico. Hay un cierto aliento en el cine negro que puede ser de tres tipos
básicos. La alucinación erótica y delictiva del ciudadano hasta allí respetable
(tipo Pacto de sangre, con mujer fatal, etc.), la frialdad del detective
vengador (El halcón maltés) o la confusa calidez de la víctima (Retorno al
pasado). Los Coen son modernos en el sentido de que no creen en las
emociones humanas asociadas al cine clásico y si hacen películas de género
es, simplemente, porque pueden utilizar sus materiales y de paso beneficiarse
con la adhesión que despierta en el espectador la ilusión de estar en terreno
conocido. Así que todo transcurre mecánicamente, porque en los realizadores
no hay simpatía por los personajes sino, más bien, cierta impotencia para
dotarlos de vida. El resultado es que Polito es una caricatura del tano bruto,
Turturro del judío ambicioso y Finney del irlandés sentimental. Byrne, el
peor actor de todos, tiene un poco más de carne y de melancolía. Los otros
personajes están sustentados en el peor de los recursos: actuaciones
histriónicas al borde del grotesco. Esta estética bufonesca está
complementada con una fotografía que es exactamente su opuesto esteticista:
bellos bosques, sombreros que vuelan y la sospecha de que todo no es más
que un sueño, un pasatiempo vacío, tan arbitrario como la tendencia de los
realizadores a intercalar planos generales con primeros planos sin sentido
alguno del ritmo.
Publicado en El Amante N°41 – julio 1995
176. Video
Punto de escape (Hostage), Robert Young, 1992.
Hay un género literario británico que son las historias de espías reflexivos, en
el que ha incursionado Graham Greene (con El factor humano, por ejemplo)
y que tiene su máximo exponente en John Le Carré. Los misterios del MI5,
sus procedimientos parapoliciales y autodestructivos y las angustias de sus
integrantes son la sal de estos relatos. Esta curiosa producción de Estrada
Mora incursiona en el género y está filmada parcialmente en Buenos Aires.
Sam Neill, un agente que quiere dejar el servicio, se ve envuelto en un
complicado secuestro que tiene como objeto frenar a unos terroristas iraníes.
Algunos detalles no resultan muy auténticos: hay españoles y
centroamericanos haciendo a veces de porteños, el uso de locaciones del
circuito turístico (La Boca, La Recoleta, El Tigre). Pero la película tiene sus
virtudes. En primer lugar, se ajusta a las reglas del género, acentuando la
melancolía del protagonista. Segundo, tiene escenas de acción bien filmadas,
especialmente el asalto a una casa en el Tigre. En tercer lugar, los actores:
Jean–Pierre Reguerraz hace un dignísimo capo del bajo mundo local (!!),
Talisa Soto es una de las minas más lindas que han aparecido últimamente en
la pantalla y Sam Neill ratifica que no hay nada mejor que un neocelandés
para hacer de un inglés perfecto. James Fox, en cambio, repite su
nauseabunda caricatura de funcionario inglés perverso.
Reto a la ley (Once a Thief), John Woo, 1994.
Lejos de la alucinación dramática de Una bala en la cabeza, de los juegos
melvillianos de The Killer, en esta película de menor ambición se puede
apreciar la maestría de John Woo. Dos muchachos y una chica han sido
educados cruelmente en el robo por su padre adoptivo, que con el tiempo se
convierte en un padrino de la mafia de Hong Kong. Los chicos se consiguen
otro padre en la figura de un policía bonachón que trata de apartarlos del
crimen. Uno de los padres es absolutamente perverso, el otro absolutamente
tonto. Los hijos eligen un camino intermedio: son buenos pero siguen
robando. Uno de ellos está enamorado de la chica, el otro es su novio pero no
la quiere como esposa. En un gesto melodramático típico de las historias de
Woo, este simula su muerte para que el otro se quede con su novia. La
historia empieza en Francia, sigue en Hong Kong y termina con el trío
emigrando a Estados Unidos, camino que el director emprendería unos años
más tarde. Detrás de la ingenuidad de la conducta de los protagonistas, de la
brillante inventiva de las escenas de acción (el personaje mudo que usa
naipes afilados como arma hubiera enriquecido cualquier versión de Batman),
se oculta la melancolía anticipada que provoca la futura entrega de Hong
Kong a China (1997). Pocos directores han tratado el tema del desarraigo con
la sutileza de Woo. El maestro contemporáneo de la acción es, en su tono de
exquisita amabilidad, uno de los últimos cineastas de la tristeza.
Publicado en El Amante N°41 – julio 1995
177. La aventura ¿es la aventura?

La ley de la frontera, Adolfo Aristarain, 1995.


“¡Es un frontera!”, decía Hans, el personaje de Sacristán en Un lugar en el
mundo aludiendo a la moral inquebrantable de Luppi, mientras seguramente
reflexionaba si debía robarle la mujer. En la misma escena, Luppi borracho
contaba un chiste (bastante malo) sobre otro borracho que se despierta y
pregunta dónde está; como lo que le dicen no le alcanza para ubicarse pide
más precisiones al grito de “¡País, país!”. El título de La ley de la frontera
parece aludir al temple de ciertos hombres como los personajes de John
Wayne que inspiraban a Sacristán y a Luppi. En el fondo, el título tiene más
que ver con la otra parte de la escena. Las sinuosidades del andar de los
borrachos se transforman en las curvas del río Miño que confunden a los que
vagan por la frontera de España y Portugal. La ley de la frontera sería el
nombre de un teorema geográfico cuyo enunciado es el siguiente: “cuando
pensamos que estamos en Galicia, en realidad estamos en Portugal y cuando
pensamos que estamos en Portugal, en realidad estamos en Galicia”. Y,
hablando de países, los que intervienen en esta producción española con
director argentino no son precisamente Galicia ni Portugal, sino la madre
patria y su hija dilecta, confundidas, como en la escena que recordábamos, en
un territorio también fronterizo que viene a ser el cine, lugar propicio para
todo tipo de engaños.
Después de su trilogía policial (La parte del león, Tiempo de revancha,
Últimos días de la victima) y de un largo paréntesis en el que probó suerte en
Estados Unidos con Deadly (que se resiste a estrenar en la Argentina) y en
España con la serie Pepe Carvalho, Aristarain parece haber encontrado un
rumbo que incluye distintas fórmulas de producción, nuevos temas y otros
géneros. Pero las dos películas producidas desde entonces tienen muchos
puntos en común y, sin desconectarse del todo de sus films anteriores, se
apartan de las convenciones genéricas aunque los críticos hayamos dicho que
Un lugar en el mundo era un western y Aristarain diga que La ley de la
frontera es una comedia de aventuras.
Hay una evidente simetría en el hecho de que Un lugar en el mundo gire en
torno de la llegada de un español a la Argentina y que La ley de la frontera se
anude alrededor de la figura del bandolero argentino que encarna Luppi. Lo
cierto es que hasta estas dos películas de Aristarain, dos países tan
relacionados en muchos aspectos han estado absolutamente distanciados en el
campo del cine. Si en los últimos años han abundado los actores españoles en
las películas argentinas, lo han hecho por razones estrictamente comerciales
(obtener dinero de la coproducción), mientras que los argentinos que han
actuado en films españoles, como Héctor Alterio, lo han hecho por razones
de exilio y supervivencia, integrándose al medio español. Las apariciones
respectivas de Sacristán y Luppi parecen constituir una especie de
intercambio de embajadores, pero implican un acercamiento de dos
realidades que no habían podido hasta aquí reunirse en una pantalla, aunque
el interés por las dos partes de Las cosas del querer demuestra que el público
es propicio para estos intercambios. Tal vez, para cinematografías tan
provincianas como la española y la argentina, pensar en otros países suele
resultar un esfuerzo desmesurado. En principio, que la España actual exporte
un geólogo a San Luis resulta más razonable que la Argentina de principios
de siglo les mande un bandido a los gallegos. Pero, como decíamos, La ley de
la frontera es una película engañosa. La época en la que transcurre el film
está –por la vía del lenguaje– mucho más cerca de la actualidad que de su
tiempo supuesto. En la Galicia rural de principio de siglo se hablaba el
gallego, de modo que el lunfardo de Luppi es un elemento tan extraño como
el propio castellano de los otros protagonistas. Así que el encuentro de estos
personajes picarescos, el delincuente porteño nacido en Orense, el señorito
portugués, el campesino gallego y la fotógrafa norteamericana, podría ocurrir
en la España contemporánea. La primera escena, a su vez, podría estar
filmada en el despacho de cualquier gerente de Buenos Aires, ya que allí se
pronuncia la frase favorita de la especie: “Nosotros no hacemos
beneficencia”. Y la Tulsaco, que viene persiguiendo a Luppi desde hace
cuatro películas, es la imagen del capitalismo de ayer y de hoy. De modo que
la frontera que los protagonistas atraviesan sin darse cuenta no es solo
espacial sino fundamentalmente temporal. Así como los bosques de las orillas
del Miño son idénticos a uno y otro lado del río, en el imaginario de la
cinematografía de Aristarain, el mundo parece idéntico en 1920 y en 1993: la
gente es explotada por las empresas, se muere de hambre y sueña con huir de
su circunstancia mediante los mismos recursos: delinquir, cambiar de país,
militar en política. Es el internacionalismo tan propio de Aristarain el que
permite integrar circunstancias disímiles, hacer aparecer las ideas marxistas o
anarquistas como una fuerza dramática y no como un disparate simpático
siempre moderado por otro protagonista sensato –como suele hacer el cine
americano– o reducirlo a la liberación de caballos como en un ejemplo
reciente del cine argentino. Ese internacionalismo está emparentado con otro:
la concepción de la internacionalidad del cine como medio de expresión, de
la que Aristarain es uno de los pocos representantes locales.
Si estos elementos no han cambiado en el cine de Aristarain, su cine se hace
cargo de los anacronismos por los que transita y los explota a su favor. Hay
una diferencia importante entre la trilogía policial y las dos últimas películas.
En la trilogía, desde los códigos del policial negro planteaba la lucha desigual
de un individuo contra fuerzas más poderosas, fuerzas a las que enfrentaba
sin comprender su poder y ante las que sucumbía o quedaba seriamente
dañado. Ahora la lucha está mediada por un comentario cínico o irónico, por
la presencia de un personaje que declara su inutilidad como en Un lugar en el
mundo o por la circulación de situaciones que desmienten el discurso de los
protagonistas. Aristarain nunca se identificó como narrador con el punto de
vista de los personajes. Sus acciones (como la famosa quema de la lana en Un
lugar en el mundo) responden a las ideas de los protagonistas y no a las del
director; las palabras son también de los personajes. En ese sentido, apenas
las certidumbres sobre los males del capitalismo y ciertas declaraciones de fe
en la ilustración (representada en La ley de la frontera por la orgullosa
declaración de Xan de que sabe leer) pueden ser miradas como marcas de
autor. Por otra parte, sus repetidas declaraciones de admiración por los
directores clásicos americanos estuvieron siempre diluidas en lo ideológico
por una visión contemporánea y escéptica. Si en el grupo de Un lugar en el
mundo hay algo hawksiano, su destino es la disolución y la derrota. Si la
profesionalidad de Luppi en Últimos días de la víctima deriva también de
Hawks, esta se termina revelando como un espejismo. Si Un lugar en el
mundo tiene referencias fordianas, no hay leyenda alguna que pueda
imprimirse en los diarios como resultado del sacrificio de su protagonista. El
horizonte de los films de Aristarain es la tragedia, la lenta llegada a un
destino anunciado, que no ocurre como en Huston por efecto de la mala
suerte sino por dictado absoluto de las circunstancias. La ley de la frontera
parece contradecir estas afirmaciones por la ligereza de tono, por el contexto
de la aventura que evoca constantemente un mundo de alegría y libertad que
tuvo en Raoul Walsh su principal exponente cinematográfico. Pero esta
comedia con momentos desopilantes (especialmente las intervenciones de
Luppi, jefe de una banda a lo Butch Cassidy al que siempre acompaña un
traductor del lunfardo al castellano) es más bien una demostración de la
imposibilidad de la aventura, de su carácter de sueño alimentado por el cine y
la literatura. En un epilogo sarcástico (recordemos que Aristarain nunca filmó
un final feliz fuera de sus dos películas de encargo), cada personaje termina
haciendo lo contrario de lo que proclama: la feminista sometida al yugo
masculino, el bandolero trabajando de estafador con su archienemigo policía,
el presunto viajero retomando la vida burguesa de su padre y, finalmente, el
proletario que solo quiere huir del hambre convertido en héroe y futura
víctima y condenado a perder todas las mujeres. Los personajes de Walsh no
terminaban de esta manera: la aventura era para ellos un estado de ánimo
infinito en el tiempo. En el camino, el macho porteño dará muestras de que
no le disgustaría una relación homosexual (un subtexto ya insinuado en
Últimos días de la víctima). Hay mucho de comedia italiana en esta película,
y hasta un toque de spaghetti western a los que Aristarain dice detestar. Las
escenas de heroísmo, la gente a caballo, los espacios abiertos contrastan con
una mirada que anuncia constantemente la precariedad de toda la situación.
Seguir filmando películas de aventuras –o de género– plantea un problema de
honestidad cinematográfica. O se simula que nada ha cambiado en el mundo
y se recurre a situaciones de historieta, identificaciones complacientes y
reciclajes narcisistas, que son las variantes por las que se opta hoy en día, o se
reflexiona sobre las contradicciones de la idea misma de la aventura. Eso
hicieron en su momento cineastas como Godard o Leone y eso mismo hace a
su manera Aristarain en La ley de la frontera desde un pesimismo cada vez
más inocultable. En la costumbre de Aristarain de no darles a sus personajes
(gente agradable, por otra parte) un destino favorable o de contradecir en los
hechos sus afirmaciones hay una mezcla de rechazo por lo edulcorado y de
terror por aceptar espacios de felicidad duraderos en su cine.
Mientras que el cine argentino, después de 40 años de divagues
seudoautorales, parece descubrir las supuestas bondades del género como
elemento comercial, Aristarain –que ha demostrado que sabe narrar y que no
suele posar de artista ni de profeta– sigue haciendo cine no solo con el oficio
que se le suele reconocer sino con las ideas y la comprensión del cine de las
que otros carecen. La ley de la frontera, una película compleja, divertida y
personal, vuelve a mostrar que Aristarain es un cineasta serio, es decir, un
cineasta.
Publicado en El Amante N°42 – agosto 1995
178. Dossier Rohmer
La idea fija
La actividad de Eric Rohmer como crítico y sus declaraciones como cineasta
confirman un pensamiento singular que ha variado muy poco en cuarenta y
cinco años. Rohmer es el continuador más claro, tal vez el único, de una idea
de André Bazin. Expresada brutalmente esa idea dice que el cine tiene una
posibilidad y hasta una misión en el mundo: mostrarlo como antes no ha sido
visto por los seres humanos directamente ni por el recurso del arte. De allí se
deducen tanto los escritos de Rohmer como sus películas y una búsqueda
obstinada de las formas en que pueden cumplirse estos postulados. El
Rohmer escrito o entrevistado es una aplicación de esa idea y el desarrollo de
una ética y una estética cinematográficas que la complementan. Las ideas de
Rohmer tienen un costado religioso, casi místico y, al mismo tiempo, una
formulación de implacable racionalidad. Y un grave problema: a contramano
de casi todo lo que se ha pensado o escrito sobre el cine desde que fueron
formuladas, no han sido objeto de un debate que las tome verdaderamente en
cuenta. Han sido rechazadas de plano o diluidas en otros sistemas de
comprensión del cine para los que resultan esencialmente ajenas. En un siglo
que demolió el realismo, Rohmer lo radicalizó hasta hacerlo juez de las
vanguardias que lo sucedieron. Paradójicamente, creó su propia vanguardia
solitaria, erigiéndose en campeón autoproclamado de la modernidad artística.
Rohmer fue, en un sentido, mucho más lejos que Bazin, que creía que ciertos
procedimientos técnicos como la profundidad de campo o la ausencia de
montaje eran el camino para hacer progresar el cine. En Rohmer, el concepto
baziniano se depura hasta localizarse en un punto: el cine moderno sería
aquel que prescinde de toda idea, de toda técnica, de todo saber exterior a la
realización de su propósito: captar la belleza del mundo. La falta de contacto
de Rohmer con otras disciplinas fue total y le costó ser desplazado de la
jefatura de redacción de los Cahiers en 1963, cuando el auge del
estructuralismo en las ciencias sociales promovía un nuevo tipo de crítica
derivada de los desarrollos académicos. Acaso como revancha, Rohmer hizo
un doctorado cuya tesis se publicó en 1977 como La organización del
espacio en el Fausto de Murnau. La tozudez de Rohmer frente al discurso
académico queda expuesta mirando la bibliografía; allí cita un par de libros y
seis artículos de revistas: son todos de los Cahiers y tres son suyos. Rohmer,
que posee una inmensa cultura, procede en sus textos exactamente al revés de
sus colegas críticos de ayer y de hoy: no la usa jamás para explicar el cine
sino (siguiendo su idea de fondo) para mostrar por comparación en qué reside
lo estrictamente cinematográfico de las películas. Como cineasta hace algo
análogo: en lugar de citar libros o pinturas como sustitución del trabajo del
director o como fuente de prestigio de sus films, lo enriquece con las ideas
que ha tomado de otras partes, depurándolas de todo valor como referencia,
transformándolas en cine. Las críticas de Rohmer se ocupan casi
exclusivamente de diferenciar lo que se ha hecho antes en las otras artes –y se
degrada al ser repetido por el cine– de lo que es cine puro. Esta posición es de
una radicalidad y de un brillo intelectual desusados y apunta, de paso, contra
una de las mayores mistificaciones contemporáneas: el cine de la
seudocultura, de la pereza intelectual con pretensiones elegantes. La estética
de Rohmer es un ataque frontal al esteticismo. Para él, el cine es tan
importante porque es el arte que tiene la posibilidad de localizar la belleza en
las cosas y no en el trabajo del artista. En un solo punto se desdijo Rohmer de
sus afirmaciones tempranas. En 1984, cuando se publicó una selección de sus
escritos en un libro llamado Le goût de la beauté, dejó afuera cinco notas de
1955 agrupadas bajo el título El celuloide y el mármol. En ellas, cansado de
que el cine fuera juzgado con los patrones de las otras artes, decidió hacer lo
contrario: juzgar a las otras artes desde la sensibilidad de un cinéfilo educado
solo por el cine. En una entrevista con Jean Narboni que oficia de prólogo del
libro declara que esa cinefilia es reaccionaria y que ahora confía un poco más
en el futuro de las otras artes y un poco menos en el del cine. Tiene razón,
aunque los artículos despliegan una agudeza notable. Por lo demás, sigue
manteniendo sus posiciones, que lo definen como uno de los últimos
optimistas del cine, confiado en que sus películas de presupuesto reducido a
las que califica de “ecológicas” son un largo camino hacia una modernidad
cinematográfica que desafía las modas culturales.
La siguiente es una breve selección de textos que intentan ilustrar lo dicho e
invitan a leer a Rohmer en profundidad.
Actores
En mi cine no hay una trasposición artística a la actuación. Intento que el
actor sea como en su vida real, aunque tenga que decir un texto muy literario.
Lo que me interesa es el gesto espontáneo del actor. Noto que otros directores
tratan de estilizar la actuación, incorporar al actor al dominio artístico. No me
gustan los gestos voluntarios de un actor, me parecen una simplificación de la
expresión en relación con la riqueza de la vida. Prefiero robarles los gestos,
aun a su pesar. Si un actor toma conciencia de sus gestos, hay que
abandonarlo todo (1993).
Cinefilia
Actualmente detesto la cinefilia, la cultura cinéfila. En El celuloide y el
mármol yo decía que era bueno ser un cinéfilo puro, no tener otra cultura que
el cine. Desgraciadamente, eso ha ocurrido: actualmente hay gente que no
tiene otra cultura que la cinematográfica, que no piensa más que en el cine, y
cuando hace películas están hechas con seres que no existen más que por el
cine: muestran escenas viejas del cine y personajes que se dedican al cine. El
cine es el arte que menos puede nutrirse de sí mismo (1983).

Cine puro
Películas como Un perro andaluz nos revelan un mundo de significaciones
que responden a concepciones más literarias o pictóricas que verdaderamente
cinematográficas (1948).
[Pregunta: ¿Sus artículos están fundados sobre la idea de que el cine no es un
arte que dice las cosas de modo diferente que el resto de las artes sino que
dice cosas diferentes?] Sí, es una idea a la que tiendo siempre (1983).
Confundir el espacio cinematográfico con el espacio pictórico es la fuente del
esteticismo (1983).
El sentido del espacio no debe confundirse con un sentido de la imagen o una
simple sensibilidad visual (1948).
El único reproche que puede hacérsele a Vinas de ira es que es la
transcripción cinematográfica de una novela que no tenemos ningún deseo de
releer. [...] ¿Para qué imitar una literatura que nace del cine? [...] Un arte
nuevo espera que se le deje la palabra (1949).
Creamos en Renoir cuando nos dice: “Estoy convencido de que nuestro oficio
es el de fotógrafo. Si uno se coloca frente a una escena y se dice: quiero ser
Rubens o Matisse, seguro que uno se mete el dedo en el ojo” (1956).
Cuando a uno le explican que un plano se parece a un cuadro de Vermeer o
de Lautrec, uno prefiere los verdaderos Vermeer o Lautrec y tiene razón
(1955).
Se nos machaca que el cine es un arte a pesar de que reposa sobre un modo
mecánico de reproducción. Yo afirmo todo lo contrario: el poder de
reproducir exactamente, estúpidamente, es el mayor privilegio del cine. [...]
Si la fotografía es un arte menor, no es porque no haga más que reproducir
sino porque reproduce mal: por la chatura de sus superficies, la dureza de los
contrastes, la rigidez que impone a todo lo que está vivo [al contrario del
cine] (1955).
Mi amor por el cine viene de mi amor por el esplendor de la naturaleza.
Prefiero mirar un paisaje que un cuadro que lo representa. La pintura está
obligada a trasponer, describir, metaforizar en lugar de registrar: es un poder
de imaginación que me molesta. Por eso prefiero el cine a las otras artes,
porque salvo las películas de tarjeta postal, no hay una depredación de la
naturaleza (1993).
Directores
Renoir no es existencialista en absoluto, pero es un moderno. Más
expresionista que impresionista, más cercano a Cézanne que a su padre.
Tiene también un costado brechtiano, un cierto didactismo y nada de Brecht
ha pasado al cine, salvo en Renoir. EI modernismo de Renoir es
completamente distinto del de Antonioni o Wenders, Renoir es el menos
teatral de todos los cineastas. El que llega más lejos en la crítica al teatro y, al
mismo tiempo, el que está más cerca del teatro. Que su lugar no haya sido
aún reconocido me demuestra que es efectivamente el más grande (1983).
Huston es un director que me parece uno de los más brillantes y más
característicos de una cierta inteligencia de su profesión, más rico en esprit
que en verdadera sensibilidad. Su estilo, aunque formado en la mejor escuela
(la americana) me ha parecido siempre, a pesar de algunos hallazgos, bastante
indigente en materia de invención (1953).
No se puede amar profundamente una película si no se ama profundamente a
las de Howard Hawks (1953).
Es evidente que desde un punto de vista técnico se puede defender las obras
de Clément, Clouzot, Wyler o Zinnemann. Pero una vez que se pronunció la
palabra belleza, se desinflan como un globo (1961).
Engaño
Para debilitar o controlar el dudoso poder de la palabra en el cine, no hay que
volver, como se ha creído, a hacer indiferente el significado sino hacerlo
engañoso. En el teatro no se miente nunca (1948).
El cine no puede considerarse un arte sino en la medida en que el espectador
dude de la realidad filmada (1995).
Mentir es condenable, pero la mentira es una de las cosas más bellas del ser
humano (1993).

Estructuralismo
Mi lectura de Balzac y la escritura del prefacio de La rabouilleuse son una
polémica contra la obra de Barthes S/Z, contra la interpretación semiológica
de Balzac, para liquidar mi querella personal contra el estructuralismo,
incluidos los Cahiers de la época estructuralista. Trato de explicar a Balzac
en una clave ontológica, heredada de mi lectura teórica de Bazin (1993).
Existencialismo
Para trazar mi itinerario estético e ideológico hay que partir del
existencialismo, de Jean–Paul Sartre, que me mareó al principio. Pero mi cine
es contrario al existencialismo, aunque soy sensible a él como el de Alicia en
las ciudades de Wenders, que acabo de rever y que encuentro admirable.
Pero yo siempre estuve a favor de un cine “optimista” (1983).
Expresión y comprensión
Aprendiendo a comprender, el espectador moderno ha olvidado cómo ver
(1948).
El carácter expresivo de un plano no es más que un elemento parásito, la
belleza de la imagen pasa a ser entonces rebuscada. Los films más valiosos
no son los que contienen las fotografías más bellas y la participación de un
fotógrafo de genio no es capaz de imponernos una visión del mundo original
(1948).
Como un Balzac o un Dostoievski, cuyo desdén por los refinamientos de la
expresión prueban que una novela no se escribe con palabras sino con las
cosas del mundo, el realizador mañana conocerá la alegría exaltante de
encontrar su estilo en la textura misma de lo real (1949).
Desconfiemos de los filtros, los tratamientos químicos de la película y otras
falsedades. Hay una especie de sensibilidad propia de la imagen bruta que se
debe respetar humildemente (1956).
Historias
Yo creo que una película debe contar una historia y que el modernismo no se
mide por la ausencia de historia como se dice a partir de Godard o Antonioni,
o como hoy en día, en que se lo dice menos pero se lo hace más (1995).
Modernidad
Encerrarse en una formula autoproclamada “moderna” y pretenderla
inmutable es un conservadurismo peor que pretender una permanencia de los
valores clásicos (1983).
El cine moderno debe temerle más a sus propios lugares comunes que a los
del teatro (1977).
Si es verdad que la historia es dialéctica, llega un momento en el que los
valores conservadores son más modernos que los progresistas (1948).
Hacer cine contemporáneo (por lo menos, desde un espíritu como el mío) es
amar la vida contemporánea, amar lo que está allí, amar la moda, es decir,
intentar hacer algo con la moda del día. [...] Uno puede burlarse de las modas
cinematográficas, pero en cuanto a la moda–moda es un acto de modestia
elemental saber sentir el espíritu del momento en el que se filma. De lo
contrario, no vale la pena hacer films contemporáneos (1987).
En nuestros artículos de la década del 50 intentábamos que la cultura de
vanguardia renunciara al culto de la forma, de la imagen bella, de un mundo
fantasmagórico heredado del cine mudo vanguardista que intentaba imitar la
pintura surrealista, para ganar en cambio en realidad, mediante una manera de
filmar tomada directamente del cine popular, tanto francés como
norteamericano (1993).
Moral
Yo diría, parafraseando a Godard, que la elección de las lentes es una
cuestión de moral. No es leal filmar con teleobjetivos. Yo filmo a la gente en
la calle –si no les gusta, que lo digan– pero no me escondo para filmarlos, me
pongo delante de ellos. Entre el riesgo de que moleste que la gente mire a la
cámara y el de reconstruir un entorno totalmente artificial, elijo el primero
(1995).

Mostrar
Lo esencial en el cine no es del orden del lenguaje sino del orden de la
ontología. Yo solo sistematicé una idea de Bazin que decía a propósito de El
mundo del silencio: “Mostrar el fondo del mar, mostrarlo y no describirlo,
eso es el cine”. Es algo que no se parece a nada, que no tiene equivalentes.
Hasta allí había que hacer un cuadro o bien describir. El hecho de poder
filmar nos lleva a un conocimiento del mundo totalmente diferente que
entraña una inversión de los valores (1983).
Lo que digo no lo digo con palabras. No lo digo tampoco con imágenes como
pretenden los defensores de un cine “puro”, que “hablarían” en imágenes
como un sordomudo lo hace con las manos. En el fondo yo no digo, yo
muestro. Muestro gente que actúa y habla. Es todo lo que sé hacer; pero ese
es mi verdadero propósito. El resto es literatura. [...] No hay claves en mis
personajes, yo no uso cobayos (1971).
En el cine mudo, todo deviene signo o símbolo. Adulado por el crédito a su
inteligencia, el espectador se ejercita en comprender y se olvida de ver. Que
la pantalla, liberada desde el nacimiento del sonoro de una tarea extraña a su
naturaleza, reencuentre su verdadera función, que no es la de decir sino la de
mostrar (1949).
Viva el cine que no pretendiendo más que mostrar nos dispensa del fraude de
decir. Poema cinematográfico, poesía descriptiva, el mismo sinsentido. No se
trata de cantar a las cosas sino de que las cosas canten por sí mismas (1951).
Qualité
No me interesan en absoluto films como Cyrano, Todas las mañanas del
mundo o El amante. Prefiero una película como Los visitantes: no es lo que
me gusta aunque es bueno que ese cine popular exista. Lo que une ese cine y
el de la Nouvelle Vague es la ausencia absoluta de un culto de la forma. En
ambos casos se registran las cosas de la manera más simple posible. En la
otra tradición, la de la qualité, hay una intermediación que infla, o mejor, que
hincha el cine: la imagen bella, el guion cultural, el “problema de la
sociedad”. No hay nada bueno en la seudocultura (1993).
Técnica
Cuando veo una película no pienso en absoluto en la técnica. Conservo el
recuerdo de lo que sucede, veo momentos interesantes, un rostro que tiene
una expresión extraordinaria, pero la manera en que está mostrado no la veo
ni a la primera ni siquiera a la segunda o tercera visión y eso no me interesa.
Cuando ruedo, pienso en la cosa que muestro. Si quiero mostrar esta silla, eso
me planteará problemas, y puede que titubee, pero el hecho de que una vez
Hitchcock o Renoir o Rossellini hayan filmado una silla no me sirve de
ninguna ayuda (1965).
Publicado en El Amante N°42 – agosto 1995
179. Dossier Rohmer
Seis cuentos morales VI. El amor a la hora de la siesta (L’amour l’après–
midi), Eric Rohmer, 1972.
En la escena más famosa de la película, Frédéric huye despavorido cuando
Chloé se le ofrece desnuda luego de un par de meses de preparación para el
momento. Solo Fritz Lang en La mujer del cuadro debe haber descrito con
pareja precisión el terror de un burgués timorato frente al adulterio. Pero si en
la película de Lang, Edward Robinson era un tipo viejo para el cual la
situación era apenas imaginable, el personaje de Rohmer no piensa casi en
otra cosa. Chloé, como antes Maud, aparenta ser infinitamente deseable. Sin
embargo, no lo es –al menos para Frédéric– en lo más mínimo. Lo que la
película encuentra, descubre es una brecha entre el deseo y el erotismo:
mientras más se satisface Frédéric con el placer de la conquista (la escena en
la que alucina con levantarse a todas las mujeres de los cuentos morales es
reveladora) más se aleja del interés por el goce sexual. La escena en cuestión
se ha interpretado de mil maneras, atribuyéndole razones diversas al
protagonista, tratando de averiguar qué quiso decir Rohmer cuando resolvió
la situación de esa manera. Pero el cine de Rohmer derrota cualquier
operación de ese tipo. Lo que el director hace es simplemente (nada menos
simple, en el fondo) mostrar una situación inexplorada en las relaciones
amorosas. Entre Chloé, entre las mujeres como Chloé y los hombres como
Frédéric hay una atracción que pulveriza el erotismo, una atracción que
redondamente rechaza el sexo y que los protagonistas no pueden explicarse
sino con excusas. No son la fidelidad ni los prejuicios los que lo prohíben,
sino un terror a entregarse a un deseo que no es reflejo del propio. Solo
Frédéric y Chloé, sus lugares en la sociedad, sus infancias, su mente tienen la
respuesta. A cosas como esta se llamaba hace un siglo la guerra entre los
sexos.
Publicado en El Amante N°42 – agosto 1995
180. Dossier Rohmer
Comedias y proverbios I. La mujer del aviador (La femme de l’aviateur),
Eric Rohmer, 1980.
On ne saurait penser à rien
(No se puede pensar en nada).
Alfred de Musset
A medida que Rohmer se va volviendo viejo, mejor retrata a los adolescentes.
La primera película de la nueva Comedias y proverbios prescinde de algunas
pesadeces de los Cuentos morales y establece una ley rohmeriana: a los
quince se es más libre y más inteligente que a los veinte y a los veinte se es
más libre e inteligente que a los veinticinco. Paulina en la playa probará
luego que los mayores de treinta son irrecuperables. Pero, atención, no es que
Rohmer esté diciendo la obviedad de que la gente se vuelve tonta con la edad,
sino que sus pelmazos de los cuentos morales –que oscilaban entre la
verborragia y la represión– nunca fueron estos adolescentes inspirados de
ahora. Nadie se ha acercado ni remotamente a la sutileza y la penetración con
la que Rohmer describe el mundo contemporáneo filmando a los jóvenes.
Más aún, nadie es capaz de filmar el mundo contemporáneo sino Rohmer.
Nadie tampoco –ni en el cine ni en la literatura– ha elaborado un argumento
de tan calculada elocuencia para demostrar que el mundo progresa: la gracia
de estos adolescentes es impensable en otro momento de la historia. Quizás a
eso se refiere el director cuando afirma, parafraseando a Rimbaud, que hay
que ser absolutamente moderno: la idea última de la modernidad es afirmar
que este es el mejor de los mundos posibles. No está mal para un cineasta
conservador.
Publicado en El Amante N°42 – agosto 1995
181. La Argentina secreta

Jaime de Nevares–Último viaje, Marcelo Céspedes y Carmen Guarini, 1995.


El principio de la película muestra una camioneta rodeada de jinetes que
hacen flamear banderas argentinas. El plano es breve y parece una
alucinación. Cuando la película termine veremos nuevamente la camioneta,
las banderas y los jinetes y oiremos a uno de ellos exclamar “¡Viva la
Virgen!”. A esa altura sabremos que el ocupante del vehículo es Monseñor
Jaime de Nevares, obispo de Neuquén, y que los jinetes son sus fieles que
salen a darle la bienvenida en su última visita al pueblo. La reunión de la
bandera, la virgen y los caballos en una toma parecería la síntesis perfecta de
una de las posibles versiones del ser nacional, esa entelequia que el cine
argentino parece buscar una y otra vez como anhelo y justificación. Hay algo
en el cine nativo, desde La guerra gaucha hasta Casas de fuego o Caballos
salvajes, que insiste en subrayar una pertenencia. Hay algo arcaico, temeroso
y anquilosado en este movimiento, algo que parece resistirse a la modernidad
y hasta al cine mismo. La película de Céspedes y Guarini tiene el mérito de
poner en evidencia esa disociación, de hacerse cargo del cortocircuito entre la
contemporaneidad encarnada en la tecnología y las sombras del pasado que
registran las imágenes. Guarini y Céspedes apuestan (ver entrevista) a una
idea del documental que exige una ruptura del mensaje directo hacia el
espectador por parte de los que son retratados. La televisión nos acostumbra
día a día a un juego en el que el poder del micrófono y el primer plano se
prestan a los actores con la condición de que deben devolverlo a su legítimo
dueño que es el medio mismo. Actuar en contra de esa costumbre es también
oponerse a esa debilidad del cine argentino, un cine que habla a cámara
aunque los actores no la miren. Insisto en la conexión entre ambas cosas: la
idea de cierta esencia de lo nacional que sostiene el discurso de un cine de la
obviedad y la regla televisiva que le permite a cada entrevistado reconstruir la
realidad mientras está en imagen. El resultado es un cine que posee la verdad
y, por lo tanto, no observa, no mira, no deja que nada se manifieste sin estar
controlado.
Último viaje es una película paradójica e interesante. Por un lado, los
recursos utilizados para interrumpir lo que sería un reportaje ingenuo
(fotografías de los participantes, movimientos ostensibles de cámara,
presencia de Guarini en las imágenes, oblicuidad del relato en off respecto de
lo narrado, una casi ausencia de testimonios frontales del obispo que siempre
parece dirigirse a otros interlocutores) terminan apuntando a la idea de que la
película es una película sobre su propia construcción, una puesta en abismo
autorreferente. Por el otro, estos quiebres del registro directo permiten que la
figura de De Nevares aparezca en toda su ambigüedad y con todo su misterio.
No es que la realidad se imponga sino que consigue apenas asomarse, como
una presencia débil que debe ser cuidada para no dejarla desvanecer en la
trivialidad. La película muestra a su protagonista comiendo, saludando,
dando la bendición o monologando con los ojos cerrados, transmitiendo un
afecto inclasificable del que dan testimonio tanto la cara de Carmen Guarini
como las palabras emocionadas de los fieles y de la propia correalizadora.
Fuera de ese afecto, el obispo es un enigma: es un hombre sin un discurso
preciso, sin facilidad de palabra. El ensayo de su discurso de renuncia a la
Convención Constituyente lo muestra vacilante y casi ajeno a esas
ceremonias que no son las suyas. De Nevares parece cabalgar entre dos
mundos: el de su militancia en favor de los derechos humanos y la justicia
social por un lado y el de sus funciones como hombre de la Iglesia por el
otro, funciones de las que nunca se aparta. Y también entre otras dos épocas
representadas por su comunidad y las máquinas del cine. Su actitud frente a
las cámaras lo muestra complacido con el juego y, al mismo tiempo, sabedor
de que su secreto es impenetrable.
En ese contexto, en ese develamiento de un modo de comunicar que ha
permanecido invisible, la elección de esa imagen de los jinetes, la bandera y
la virgen, que bien podría ser de la tapa del Billiken o una estampita de los
carapintadas, es una elección interesante para representar la película. Porque
a diferencia de lo que ocurre en el cine argentino, que habla desde ese lugar
sin cuestionarlo nunca, Ultimo viaje lo muestra con todo su poder simbólico
para que pueda empezar a ser pensado.
Publicado en El Amante N°43 – septiembre 1995
182. 8 días de septiembre

Cuando la gente vuelve de un viaje tiene que contar una y otra vez las
mismas anécdotas. Aprovechando que es director de esta revista, Quintín
resolvió el problema de contar su viaje a Perú publicando esta nota.
Entre el 3 y el 11 de septiembre estuve en Lima, Perú. El origen de este viaje
fue bastante insólito pero sus consecuencias fueron excelentes: la pasé
fenómeno.
Hay una muestra itinerante de cine argentino que sospecho organizada por la
Cancillería y/o el Instituto de Cine y que fue a parar a la Filmoteca de Lima
en esos días de septiembre. La Filmoteca y la Embajada Argentina en Perú
decidieron invitar a un crítico y yo resulté misteriosamente elegido para la
ocasión. Me pagaron, me agasajaron, me entrevistaron en los diarios y en la
televisión. Estuve rodeado de personas agradables e inteligentes que me
trataron como si fuera una persona importante. Mis únicas obligaciones
fueron asistir a la inauguración y codirigir una charla después de la
proyección de Gatica, el Mono (evento que los peruanos denominan
“conversatorio”). No tuve que decir nada a favor de las otras películas de la
muestra: Cortázar, Convivencia, Una sombra ya pronto serás, El camino de
los sueños y El amante de las películas mudas. Pero lo más interesante es que
pude asomarme a un país estimulante, contradictorio y decididamente
hospitalario.
Dicen que Lima fue hasta hace unos treinta años una ciudad tranquila y
ordenada de la que se conservan testimonios arquitectónicos de distintas
épocas y de variada opulencia. Las migraciones internas cambiaron todo eso
para siempre. En particular, el centro de Lima –de un enorme valor turístico
potencial– fue abandonado por sus antiguos moradores e invadido por los
más pobres, que terminaron ocupando las casas y las calles e instalando sus
puestos de venta ambulantes. Estos “ambulantes” (alrededor de 400.000,
según los diarios) son hoy objeto de una operación militar por parte de las
autoridades y un motivo de debate constante en los medios. La noche de mi
llegada –un domingo– el centro estaba virtualmente ocupado por tropas
militares y policiales que cercaban la zona. La delincuencia y las acciones
armadas de Sendero Luminoso dejaron en Lima una huella que salta a la
vista: la proliferación de la vigilancia. Un neologismo peruano ilustra esa
situación: “wachimán”, palabra derivada de watchman que identifica a la
enorme cantidad de gente que se gana la vida en tareas de policía privada. No
hay edificio público o privado en el que no pulule gente uniformada.
Uno de mis anfitriones fue Isaac León Frías, conocido también como El
Chacho León (León es el primer apellido). Se trata de un afable caballero
limeño que supera apenas los cincuenta años y que es simultáneamente el
director de la Filmoteca, el decano de la Facultad de Comunicación de la
Universidad de Lima, integrante de la dirección de la revista de cine La Gran
Ilusión (que hemos elogiado en estas páginas) y crítico de un par de medios
escritos. El Chacho goza además de una gran popularidad entre las mujeres
de Lima, que lo saludan cariñosamente en sus paseos por la ciudad. Sería un
perfecto playboy peruano si no estuviera totalmente desactualizado en cuanto
a la vida nocturna y los lugares de moda. Nunca le perdonaré que en mi
despedida de Lima me haya invitado a un lugar que él llamaba “peña”, que se
parecía un poco a una cantina de la Boca y que tenía de típico todo lo que los
turistas despistados acostumbran encontrar en lugares semejantes. Por lo
demás, fue una compañía inestimable en los ratos libres que logró hacerse
entre sus múltiples ocupaciones.
Cenando en un fast–food con Ricardo Bedoya, nos sorprende un comercial
de televisión. Es algo así: “Goza de una enorme popularidad”/Imágenes que
son o parecen Fujimori/”Es de origen japonés”/Más imágenes de
Fujimori/”Es honesto y trabajador”/Más de lo mismo. Parece que estamos
frente a una publicidad electoral. Pero no, es una propaganda de autos Nissan.
El gobierno autoritario de Alberto Fujimori es objeto de un amplio y
silencioso consenso que el comercial citado viene a ilustrar. Durante el
gobierno de Fujimori se instrumentaron los ajustes de aplicación obligatoria
hoy en Latinoamérica, la guerrilla senderista retrocedió sensiblemente y la
tranquilidad ha vuelto a las calles mientras la economía observa un lento
crecimiento. En estos días, Fujimori busca acrecentar su poder en las
próximas elecciones municipales y se pelea con la Iglesia católica haciendo
aprobar una ley que permite la esterilización (pero no el aborto) como método
de planificación familiar.
Hablemos de Cine fue una revista que apareció en el Perú durante casi
veinte años y produjo unos 80 números. Leerla hoy produce una mezcla de
admiración y envidia. Más allá de la solidez crítica y la calidad informativa,
se desprende de la revista una sensación de unidad, de rigor y de compromiso
con el cine de la que no hubo equivalentes en la Argentina. Pero leyendo el
número 77 de marzo de 1984, lo más sorprendente resulta su insólito clima
de convivencia. Allí hay una entrevista a Francisco Lombardi, con el que los
redactores discuten su film más reciente. El tono polémico es durísimo y el
realizador incurre en ciertos clichés habituales para denostar a los críticos
(que no toman en cuenta la falta de dinero, que no ven lo más importante de
las películas, etc.). Las respuestas son impecables y constituyen una
verdadera lección de cine. En un momento, Lombardi acusa a la crítica de no
haber visto lo que él quiso poner en una escena. Ricardo Bedoya le contesta:
“No se puede exigir al crítico que vea lo que el cineasta y su equipo
intentaron o quisieron decir. El sentido de las imágenes no es unívoco”. Pero
a pesar de este ríspido diálogo, en el mismo número hay una entrevista a
Adolfo Aristarain hecha por el propio Lombardi. Desde entonces, Lombardi
se transformó en el director más importante del cine peruano, con una obra
que anda en los diez largometrajes y que incluye La boca del lobo, una
película que se suele dar en Space y que revela una seca y depurada garra
narrativa. Lombardi alterna sus funciones como director y productor con la
presidencia del club de fútbol Sporting Cristal. Mientras tanto, tres de los
críticos de Hablemos de Cine, León, Bedoya y Federico de Cárdenas, junto a
sus compañeros de La Gran Ilusión como Fernando Vivas, Emilio
Bustamante o Rafaela García Sanabria, son parte del establishment crítico y
docente peruano. En Lima, los diarios no cubren sistemáticamente los films
estrenados, pero este grupo de cinéfilos duros continúa una tradición iniciada
hace más de treinta años y que ha dado frutos notables como el libro de
Ricardo Bedoya que se llama 100 años de cine en el Perú: una historia crítica,
editado por la Universidad de Lima y el ICI. En una mezcla infrecuente, se
puede encontrar allí, entre otras cosas, toda la información y la bibliografía
sobre los 120 largometrajes de la historia peruana, junto con un tratamiento
crítico de películas y directores que no hace concesiones a la nostalgia ni a la
complacencia. Imaginar un libro semejante para algún período de la
cinematografía argentina resulta poco menos que inconcebible.
Mi otro anfitrión en Lima fue el embajador argentino Arturo Osorio Arana.
Este diplomático de carrera es hijo de un general conocido por su militancia
antiperonista, de activa participación en el golpe del 55 y en el
enfrentamiento entre Azules y Colorados en tiempos de Frondizi. Su mujer
desciende de Ángel Gallardo, entre otros nombres de calles, y se crio en el
campo. Tienen nueve hijos, son fervientes católicos y podría decir típicos
representantes de las familias patricias argentina. Podría decirlo, si yo hubiera
conocido en mi vida a alguna otra familia de ese origen, si hubiera tratado
alguna vez con diplomáticos o militares pero ese no es el caso. De modo que
conocer a los Osorio fue, posiblemente, la más exótica de mis actividades
turísticas en Lima. Me invitaron a cenar en la Embajada, una mansión
increíble que el gobierno peruano le donó a la Argentina en la década del 20.
Se mostraron abiertos, cordiales y de buen humor y descubrí que compartía
con ellos cierta nostalgia por una Argentina menos feroz. Además, soportaron
con un estoicismo que excedía a su función diplomática la proyección de
Gatica y de Cortázar, que, por motivos distintos, debían reabrirles viejas
heridas.
El tránsito en Lima es caótico y el sistema de transporte público es muy
especial. Los ómnibus son una red infinita de camionetas que se mueven a
velocidades supersónicas y en las que un tipo (por allá se dice un “pata”) saca
el cuerpo afuera para vocear el trayecto e invitar a los transeúntes a subir. Por
otro lado, viajar en taxi es una experiencia especial. El sistema no parece
estar regulado, de modo que basta con ponerle al auto una calcomanía que
diga “Taxi” para convertirlo en uno. Muchos de ellos son escarabajos
WoIkswagen. No tienen reloj, de modo que el precio se pacta antes de subir.
El resultado es sumamente beneficioso para el consumidor: es barato y no se
corre el riesgo de ser paseado ni trampeado. Comparado con el sistema
porteño, en el que los exámenes periódicos y la exigencia de que los modelos
sean nuevos son un subsidio para las empresas fabricantes de automóviles,
resulta más anárquico y mucho más eficiente. Efectivamente, es difícil
manejar en Lima y se corre el riesgo de chocar o ser atropellado. Pero no hay
insultos ni gente que se agarra a trompadas o les tira el auto encima a los
demás. En el balance, todo es más civilizado. Hay muchos robos en la calle,
pero no parecen ser tantos como me habían contado en Buenos Aires. Sin
embargo, las mujeres solas no parecen pasarla muy bien. Rafaela Sanabria,
Inés González, de la Embajada, y Norma Rivera, de la Filmoteca, relatan
varios asaltos sufridos. En cambio, Luisa Hohagen, que sacó algunas fotos
para esta nota, dice que nunca le pasó nada. Hay tantos chicos pidiendo
limosna como en Buenos Aires. Lima es una ciudad viva en la que no llueve
nunca pero está casi siempre nublado y la temperatura es deliciosamente
templada en esta época del año.
Me dicen que la última película argentina estrenada en Lima fue La historia
oficial, hace ya muchos años. Por otra parte, mucha gente conoce a Leonardo
Favio como cantante pero pocos saben que es un director de cine. Así que
presentar Gatica, el Mono resulta una experiencia riesgosa. Advierto a la
audiencia que los defensores de Favio solemos discutir sobre la posible
recepción de su cine en otros países: siempre nos queda la duda de que sus
temas sean demasiado locales. Durante la proyección de la película me ataca
una emoción inesperada. A pesar de todas mis protestas en contra del
nacionalismo en todas sus formas, ahí estoy yo, representando de alguna
manera a la Argentina, identificado con imágenes y sonidos que me llegan
como nunca. No sé muy bien qué hacer con esto pero, por suerte, el film es
muy bien recibido. En el debate posterior, los críticos peruanos demuestran
que Gatica no es una película de propaganda política a pesar de la filiación de
su director. Explican los procedimientos formales con los que Favio se
distancia de su protagonista y reconstruyen el concepto de distancia–afección
del libro de David Oubiña y Gonzalo Aguilar sobre el director. Una nueva
muestra de la solidez de la crítica peruana, que reconoce inmediatamente a un
realizador original y sofisticado. El público se manifiesta cálido y amable. La
muestra termina resultando un éxito, a pesar de que la Filmoteca está ubicada
en un lugar algo inhóspito. Alrededor de 1000 personas vieron Gatica,
seguida en números por Cortázar. Hay en el Perú un indudable interés por el
cine argentino, oportunidad para productores y distribuidores con iniciativa.
Por otra parte, me cuentan que hacer un largometraje en Perú cuesta apenas
unos 300.000 dólares, una buena cifra para armar coproducciones.
Me hospedé en Miraflores, a dos cuadras del mar. Curiosamente, el mar
parece hoy ignorado por la ciudad. Dicen que las playas están contaminadas y
los que pueden van a bañarse en verano a más de 50 kilómetros. En La
Herradura, que alguna vez estuvo de moda, comí cebiche (el extraordinario
plato a base de pescado crudo macerado en limón y un picante llamado
rocoto) mirando el mar desde un bar casi abandonado. Caminé en una noche
templada por el malecón solitario y daba la sensación de que era necesario ser
turista para disfrutar de esos placeres que los limeños se niegan.
En Miraflores está el Centro Municipal Ricardo Palma, un edificio
inaugurado hace dos años en el que funcionan una biblioteca y un auditorio
en el que Olga Hernández y Cristian Wiener (presidente de la asociación de
realizadores) programan funciones de cine los martes, sábados y domingos.
Con gran gentileza me invitaron a ver cortos peruanos en video. En los
últimos años, antes de que entre en vigencia la nueva ley de cine que no ha
producido resultados aún, los largometrajes peruanos fueron muy pocos pero
se produjeron cortos que hasta hace poco se exhibían en las funciones de
cine. Vi cuatro trabajos de Aldo Salvini –considerado el mejor
cortometrajista local– que resultaron sorprendentes. Salvini filma parábolas
cómico–religiosas con personajes alucinados, una gran destreza
cinematográfica y una estética que recuerda a Glauber Rocha. Es un director
de una fuerza y una originalidad ciertamente inusuales.
En la casa de Elida Román, marchand y crítica de arte, conozco a Raúl
Salazar, destacado cinéfilo y prominente economista. En diez minutos me
explica la economía del subcontinente. Me cuenta que las reformas peruanas
han conducido finalmente a un crecimiento mientras que las argentinas se
quedaron a mitad del camino. La libre empresa, afirma Salazar, es la ley de la
selva: produce quiebras pero también una reactivación. Pero para que
funcione necesita que no haya sectores protegidos ni monopolios, que es lo
que ocurre en la Argentina. Por otra parte, me anuncia que nuestra paridad
con el dólar es inviable porque todo lo importado termina siendo más barato.
Me entran ganas de no volver.
Quico Silva, otro integrante de La Gran Ilusión, y Norma Rivera, encargada
de hacer funcionar la Filmoteca con singular eficiencia, me consiguen una
copia en video del film maldito de Aristarain, director que goza de un gran
prestigio entre los cinéfilos consultados. La película se llama Deadly, entre
otros nombres, y es la que Adolfo se niega a estrenar en la Argentina y
también se rehúsa a prestarnos desde que lo conocemos. Prometemos una
reseña para el próximo número. En cuanto a Silva, al que no pude tratar
demasiado, parece el más omnívoro de todos los cinéfilos que haya conocido.
Observar juntos a Silva, Cárdenas, Bustamante y Vivas me hace acordar al
día en el que conocí simultáneamente a Russo, Castagna, Jorge García y
Emilio Álvarez. Ese día, invitado por Rodrigo Tarruella al departamento en el
que se exhibían películas los sábados a la tarde, participé de una reunión en la
que los citados personajes se encerraban en la cocina para hablar de cine
durante las proyecciones. Los grupo cinéfilos parecen responder a un patrón
común: cerrados, masculinos, depositarios de un saber tan fervoroso como
intransmisible.
La comida es variada y sabrosa. Una particularidad local muy extendida son
los restaurantes de chifa, comida chino–peruana muy superior a los desleídos
menús chinos de Buenos Aires. Como cebiche y tamales (preparados de maíz
rellenos con carne) pero me prohíben probar los anticuchos, brochettes de
corazón de vaca que se venden por la calle en Barranco, un barrio pintoresco
y de geografía complicada en el que el sábado a la noche los jóvenes de clase
media pasean y ocupan los cafés.
Los estrenos de cine en Perú son escasos y predomina casi exclusivamente
la producción norteamericana. Los cines están viejos y algunos están siendo
subdivididos. Se anuncia, igual que en Buenos Aires, el desembarco de los
multicines de cadenas norteamericanas. El mercado del video –la televisión
tiene norma NTSC– es, hasta ahora, pirata en un 90%, aunque se anuncian
controles y la instalación de un mercado legal. Nada de esto es un problema
para León ni para Cárdenas, que se niegan a ver cine en ese formato. El cable
está iniciando recién su expansión, pero se puede ver Telefé: es imposible
escapar de Tinelli, como diría La Ferla.
Vuelo Lima–Buenos Aires de Aerolíneas Argentinas. Mi vecino de asiento
es un gordito de bigotes con aspecto de gringo que resulta ser holandés. Nos
ponemos a charlar en inglés y me cuenta que trabaja para un consorcio
dedicado a la construcción y que viene a Buenos Aires para ocuparse de un
gran proyecto. Adivinaron, se trata de la aeroísla y el gordo me asegura que
es un hecho. Agrega que el problema de los contratos en Latinoamérica es
que hay que pagar un 25% de coimas contra el 1 o 2% de los países europeos
y asiáticos. Según él, hay que untar hasta seis niveles de funcionarios del
gobierno. No hay duda de que estoy de nuevo en casa.
Publicado en El Amante N°43 – septiembre 1995
183. Video
Coartada perfecta (Perfect Alibi), Kevin Meyer, 1994.
Coartada perfecta es una película convencional y está filmada con el
acostumbrado descuido de los policiales que tienen un destino inexorable: ir
directo al video. Son los errores de guion los que la hacen interesante.
Especialmente tres, de los que dos son puntuales y el otro estructural. 1) En la
primera escena una morocha arrastra el cuerpo de una rubia sobre la nieve y
oculta las pastillas que parecen haberla envenenado. En la segunda escena,
otra morocha llega a Los Ángeles para trabajar como institutriz francesa en la
casa opulenta de un médico. Con el correr de los minutos nos enteramos de
que el médico anda con la niñera, que planean liquidar a la esposa y que en el
camino despachan a su hermana y a un detective. Lo que no sabemos es
quiénes eran los dos personajes de esa primera escena y cuando nos
enteramos, resulta un hecho de importancia relativa. Claramente, esa famosa
escena está puesta ahí para despertar una intriga que no tiene fundamento,
pero lo cierto es que lo logra. 2) La mujer del médico se despierta durante la
noche, obnubilada por las pastillas que su marido le prescribe. Descubre que
él no está en la cama. Se levanta y rompe el vidrio de una fotografía
enmarcada que está sobre la mesa de luz. Va hasta la pieza de la niñera y la
encuentra en pleno acto sexual con el marido. Se desmaya. El marido la trae
de nuevo a la cama. Al otro día se despierta sobresaltada y descubre que el
vidrio está intacto. Se tranquiliza y besa aliviada a su marido. Nunca
sabremos si fue un sueño o si los malos reemplazaron el vidrio. Uno de los
raros momentos sin explicación en un cine que todo lo explica. 3) Los actores
que encabezan el reparto son Teri Garr y Héctor Elizondo, pero ninguno de
los dos es un vértice del triángulo: ella es la socia de la mujer en su negocio
de antigüedades y él es el policía. Si bien descubren los crímenes, son
irrelevantes para la trama. Pero como deben estar en cámara, el guion les
inventa un romance que se desarrolla con la lentitud y la falta de fuego
necesaria para que ocupen minutos sin desviar el interés de los incidentes
principales. Lo notable es que, como son gente agradable mientras que los
otros son tres zopencos, termina resultando placentero observar cómo
escalonan su abúlico enamoramiento. Moraleja: lo mejor que puede pasar en
un thriller de estos es que no pase nada o que lo que pasa no se entienda.
Publicado en El Amante N°43 – septiembre 1995
184. La maratón de Nueva York

En una famosa escena de La leyenda del indomable, Paul Newman se come


50 huevos para ganar una apuesta. Esta nota responde en cambio a un
experimento científico. Quintín decidió probar si se podían reseñar 28
largometrajes y 3 cortos en un solo artículo. La segunda parte del test corre
por cuenta del lector: no sabemos aún si los seres humanos son capaces de
leer un exceso semejante. Antes de leer piensen que hay gente que corre
maratones.
La idea eran dos semanas de vacaciones. El resultado, tres semanas de
trabajo. El motivo fue que se interpuso el 33 Festival de Cine de Nueva York
y como consecuencia Flavia y yo tomamos una decisión de la que no
sabemos si arrepentirnos: cubrir el festival. Era mi primera visita a la ciudad
y el primer festival al que asistía. Hoy puedo decir que estuve en un festival
de cine (aunque es bastante atípico). De lo que no estoy muy seguro es de
haber estado en Nueva York.
El New York Film Festival no es un festival competitivo como son Cannes,
Venecia o San Sebastián. Tampoco es un festival masivo que genere un
mercado alrededor como es el de Toronto. Este año hubo apenas 28
funciones, compuestas en su mayoría por largometrajes, unos cuatro medios,
un programa de cortos de Max Linder, la trilogía de la guerra de Rossellini y
un homenaje al director soviético Grigori Kozintsev. Nosotros asistimos a las
funciones de prensa en las que se proyectaban, además, algunos cortos y que
culminaban en general con una conferencia de prensa a cargo del realizador
acompañado a veces por los actores. Yo vi veinte largos, a los que se
sumaron ocho películas en los cines de estrenos, material que intentaré
comentar a continuación. Flavia vio menos películas, se durmió en unas
cuantas y terminó en un estado más calamitoso que el mío, que fue de por sí
lamentable. Ver películas en inglés obliga a prestar una atención
desacostumbrada y la cantidad produce un estado de cansancio mental que
orilla peligrosamente la indiferencia. No me extrañaría que muchas de las
películas me produjeran violentos cambios de opinión si las viera de nuevo
en Buenos Aires.
La programación del festival, a cargo de su director Richard Peña (ver
entrevista en la pág. 22), podría llamarse ecléctica: se trató de una mayoría de
películas “de arte” más algunas incursiones en el documental, el
underground, el cine de minorías y también un toque de mainstream. El
grueso del material es europeo e independiente americano más cuatro
películas asiáticas dos africanas, una latinoamericana. El festival opera como
una puerta en dos sentidos: es un punto de entrada (y también de posible
venta) en los Estados Unidos para los films extranjeros y de legitimación
académica de ciertos films americanos. Esto hace de la selección un asunto
sumamente delicado y provoca inevitablemente quejas y disconformidades.
De todos modos, para el espectador argentino se trata de films que no se
estrenaron por aquí y que no se estrenarán en muchos casos, así que la
tentación era muy grande. Bienvenidos al tour.
La primera función de prensa fue Flamenco de Carlos Saura, que, tras un
brevísimo prólogo, se instala en una sucesión de números musicales. El final
de la película revela que todo ha transcurrido en una estación de tren
abandonada mediante un espléndido movimiento de cámara. El film posee un
entusiasmo contagioso y es de una calidad sonora desusada. Saura se propuso
reunir lo mejor de varias generaciones de cantantes, bailarines y músicos
flamencos y demostrar que esa tradición musical es de una increíble variedad
y que está viva: lo logró ampliamente y Flamenco es la mejor introducción
posible al género. Todo lo que se ve y se escucha es de primera. La
conferencia de prensa mostró dos motivos de interés. Uno fue la pregunta de
una sorprendida periodista: “¿Cuál es el marketing de esta película?”. La falta
de subtítulos y lo exótico de la música le producía la sensación de estar
viendo un film marciano, de esos que ninguna distribuidora americana se
arriesgaría a comprar. Efectivamente, Flamenco fue una de las pocas
películas que no encontró distribuidor en Estados Unidos y, a pesar de que les
encantó a los presentes y de la universalidad de su tema, parece estar
demasiado alejada de las claves del cine “vendible”, lo que presupone un
público de sordos. Me animo a decir que mucha gente disfrutaría de
Flamenco en Buenos Aires.
La otra curiosidad fue la presencia del director de fotografía Vittorio
Storaro. Mientras que las respuestas de Saura mostraban una saludable
decisión de subordinar el film a su tema, Storaro desgranó un largo
parlamento de tono mesiánico en el que, remontándose a los filósofos
griegos, justificó la fotografía como una obvia metáfora de luces y sombras
que aludían a atardeceres y amaneceres para subrayar el hecho de que
mientras una generación de músicos se apagaba la otra nacía, como si no
advirtiera que la edad de esos músicos era suficiente comentario. La
fotografía de Storaro resulta lo único vulgar y exterior de una película que
muestra un arte sofisticado y profundo. Su discurso descolocó un poco a
Saura, que se tomó con humor este exabrupto típico del fotógrafo que cree
que la película es suya. Hablando con el director, un tipo agradable por
demás, le comenté mi admiración por la escena final y le pregunté en broma:
“¿Pero esa es tuya?”. Saura respondió con una amplia sonrisa: “Sí, sí, esa es
mía”.
Después de ver Flamenco en el Walter Reade Theater, la conclusión
obligada es que ir a un cine con sonido digital de primera línea es la mejor
manera de escuchar música. ¿Qué equipo de música hay que tener para
alcanzar una fidelidad semejante? Los matices que desaparecen
habitualmente en un CD se recuperan en la tecnología envolvente del Dolby,
a tal punto que uno podría afirmar que escuchar la música de Flamenco es lo
único que puede compararse a una asistencia habitual a los tablados y que
apreciar la riqueza de las formas de música populares no necesita del esfuerzo
de imaginación que impusieron hasta ahora los discos. La posproducción de
sonido se ha transformado en un elemento importantísimo del cine, a tal
punto que la calidad sonora está superando en precisión a la de las imágenes.
Nuestra primera incursión al cine fuera del festival sirvió para comprobar que
el cine está deviniendo sonido. Seven, un thriller bastante rutinario de David
Fincher (Alien³) con Brad Pitt y Morgan Freeman, despliega su seducción
sensorial a través de la banda sonora, que logra darle a su visión apocalíptica
de una ciudad norteamericana indefinida un relieve que las imágenes no
podrían lograr por sí solas. El efecto abrumador que intentan producir las
películas de acción actuales se apoya fuertemente en esta tecnología que
sigue en desarrollo. Alberto Fischerman estaba convencido de que el éxito de
Tango feroz, que se procesó en Inglaterra igual que el de Flamenco, se debía
a que sonaba distinto para los parámetros del cine argentino.
Dieciséis cero sesenta del joven brasileño Vinicius Mainardi, formado en la
televisión y la publicidad, fue la única película latinoamericana del festival.
Es una comedia negra ambientada en el San Pablo contemporáneo, en la que
un empresario manda matar a un ladrón que le juró venganza. Las cosas se
complican y el gordo Vittorio ve invadida su casa por una familia de
favelados, lo que desencadena una sucesión de equívocos apropiados para la
sátira social. El coguionista Diogo Mainardi, hermano del realizador, explicó
que les interesaba desprenderse del sentimentalismo que contaminaba la
producción televisiva brasileña. Le pregunté si eso no se lograba al precio de
despojar a los personajes de toda humanidad y me contestó que efectivamente
esa era su intención, que los personajes no eran humanos y que los odiaba a
todos por igual. Una buena respuesta. No es el cine que más me gusta, pero
posee una indudable frescura. Los Mainardi son gente simpática, admiradores
de Godard y tienen muchas ganas de hacer cine en un país que parece haberse
olvidado de ese tema.
La última película de Zhang Yimou, La tríada de Shanghai, abrió el festival
y provocó un incidente diplomático: el gobierno chino le impidió al director
asistir a la presentación de la película si no se retiraba The Gate of Heavenly
Peace, documental sobre los sucesos de Tiananmén. El Lincoln Center no
accedió al pedido y nos quedamos con las ganas de conocer en persona al
señor Zhang. Es evidente que el director –cuyo film anterior, Vivir, está
prohibido en China– podría residir perfectamente en Occidente, pero también
que quiere seguir filmando en China. Y está claro el porqué. La película está
ambientada en Shanghai en el año treinta y cuenta la historia de un
adolescente que entra a trabajar en una familia mafiosa sirviendo a Gong Li,
cantante de cabaret y amante del poderoso jefe. Me parece la mejor película
de Yimou desde Sorgo rojo. Por un lado, el director ha alcanzado la categoría
de gran virtuoso internacional del cine, un status difícil y ambiguo. El poder
de sus imágenes, la sofisticación de la iluminación y los encuadres, la
exactitud de las actuaciones, la brillante originalidad de muchas escenas así lo
prueban. Pero además, la película es de una ambición estética y moral que
excede sus prolijos trabajos qualité, tan apreciados por la crítica
internacional. La tríada de Shanghai es una revisión del género de gangsters a
la manera de Erase una vez en América de Sergio Leone, con la que comparte
el tono onírico. Yimou interviene simultáneamente en la historia de su país y
en la del cine: el Shanghai materialista y occidentalizado de los treinta tiene
muchos puntos de contacto con la sociedad china actual. Al mismo tiempo, la
película actúa como una revisión crítica de la complacencia de películas
como El padrino con la crueldad y el pragmatismo mafiosos. Yimou elige el
lado de las víctimas, encarnado en la humanización de la protagonista y en la
toma de conciencia de su verdadera situación. La poderosa universalidad de
esta película de Yimou lo aleja del lugar de “chinismo” antiguo o moderno
para consumo foráneo en el que corría el riesgo de estacionarse.
Dead Presidents es la segunda película de los hermanos Hughes, dos
mellizos negros que tienen 22 años y sacudieron el mercado americano con
Verdugos de la sociedad, que costó tres millones y recaudó 30. Esta película
es una decidida incursión de los gemelos en el cine comercial. Podría
describirse como un Forrest Gump negro sin efectos especiales y sin el menor
matiz de ambigüedad. Dead Presidents (el título, Presidentes muertos, alude
en slang a las caras de los dólares billete) es la historia de un chico del Bronx
que empieza corriendo apuestas, sigue en Vietnam y termina organizando un
asalto. Es una película que explora las escenas de violencia bajo un previsible
mensaje de denuncia racial que padece de una linealidad lamentable. Los
Hughes están calificados para contar una historia hollywoodense pero no
parecen tener nada que decir.
Esto nos lleva a la última de Spike Lee, Clockers, que vimos fuera del
festival. Basada en la novela de Richard Price, otra historia de pequeños
delincuentes negros, es el film menos personal de Lee pero, sin duda, el más
ostentoso en cuanto a aspecto visual, movimientos de cámara y chiches de
puesta en escena inatingentes. Trivial, tediosa y adornada, es un ejemplo
perfecto de vacio autoral en el que caen muchos directores que empiezan
como independientes y terminan convirtiéndose en una marca de falso
prestigio.
En un camino más honesto y menos pretencioso que Spike Lee o los
hermanos Hughes está Carl Franklin, que luego de con Un paso en falso
sigue ahora con Devil in a Blue Dress, estreno con Denzel Washington que se
instala en un Los Ángeles de posguerra netamente chandleriano. Lo original
es que el detective es negro y por lo tanto tiene muchas más posibilidades de
terminar cobrando que el propio Philip Marlowe. Pero Franklin no le tira al
espectador con la raza ni con un virtuosismo de pacotilla. La película se ve
con placer pero es menos interesante y más ligera que Un paso en falso.
Ya que estamos con directores negros americanos, hay uno que se llama
Charles Burnett del que vi en video la extraordinaria To Sleep in Anger.
Burrett tiene todo el talento, la profundidad y la generosidad que le faltan a
Spike Lee y sus imitadores. Tal vez por eso le cuesta mucho más conseguir
dinero que a sus colegas, pero el festival presentó un corto suyo (los cortos
eran bastante malos en general) llamado When It Rains, una deliciosa fábula
ambientada en un barrio negro que no tiene nada de drogas ni violencia y
mucho de agilidad y calidez. El cine de Burnett parece provenir de una
sociedad en la que sus miembros pertenecen a la especie humana y no tienen
que sacar un partido comercial de su raza o su situación ni exhibir un orgullo
prepotente ni predicar desde las imágenes.
Ha llegado el momento de contar una anécdota que escuché hace veinte años
y cuyo significado exacto se me venía escapando hasta que desembarcamos
en Nueva York con intenciones que excedían el mero turismo. Me la contó
un matemático mejicano llamado Alberto Bergovsky y es así. Alberto estaba
haciendo su doctorado en una universidad norteamericana. En una de las
materias, los alumnos debían exponer rotativamente. El día que le tocaba a él,
preocupado por estar a la altura de los gringos, se quedó repasando hasta
tarde y, sin darse cuenta, se quedó dormido. Cuando se despertó, se dio
cuenta de que era tarde para llegar al curso. Se dirigió a la facultad y se
encontró con que sus compañeros le negaban el saludo. La única persona que
le dirigió la palabra fue una secretaria para comunicarle que su director de
estudios quería hablar con él al día siguiente. Nuestro protagonista pasó el
peor día de su vida anticipando esa entrevista que podía terminar con su beca
y sus estudios. El director era un prestigioso matemático polaco al que le
faltaban las manos, un personaje de aspecto temible. Llegó el día siguiente y
Alberto se encaminó aterrorizado hacia la oficina del polaco. Este lo recibió
con un gesto amable y, hablándole en castellano, le dijo: “Muchachito, no lo
hagas más. ¿No has comprendido que esta gente no es como nosotros?”. El
cine de Charles Burnett parece hecho por alguien que es como lo mejor de
nosotros. Casi todo el resto del cine americano conjuga en cambio la frase
“Time is money” como eje de la vida civilizada.
Tal vez porque entendimos por fin el cuento, la película que más nos gusto
en nuestro periplo fue Smoke, dirigida por Wayne Wang y con guion de Paul
Auster. Hace dos años fue otra película de Wang, El club de la buena estrella,
la preferida de nuestro viaje a California. Aunque entonces no hayamos
podido convencer a nuestros compañeros de redacción, si se estrena Smoke
van a tener otra oportunidad. Harvey Keitel no hace esta vez de policía ni de
mafioso sino del dueño de una tabaquería en Brooklyn. Uno de sus clientes es
escritor y está encarnado por William Hurt. La película transcurre
apaciblemente por una sucesión de historias en las que participan también
Forrest Whitaker y Stockard Channing. Hay un discurrir del tiempo, una
serenidad y un interés en cada historia relatada visualmente o simplemente
contada en palabras que proviene de lo mejor de la prosa de Auster. Los
actores exhiben una humanidad que en los casos de Keitel y Hurt nos llevan
hacia sus mejores momentos del pasado, cuando tenían un brillo en la mirada
previo al abuso de sustancias y a las malas ficciones a las que se entregaron
en este tiempo. Hace mucho que no veía una película sin poder evitar una
sonrisa constante. La buena onda del film, que tuvo un gran éxito en Nueva
York, hizo que Wang y Auster se embarcaran en otro proyecto que tiene
como centro a Keitel y su tabaquería, pero en el que participan ahora
Madonna, Lou Reed y Jim Jarmusch, entre otros. Se llama Blue on the Face,
la filmaron en tres días y Auster comparte el cartel de director con Wang
porque este se enfermó el segundo día y el rodaje quedó a cargo del escritor.
Se estrenó en Nueva York al día siguiente de nuestra partida y nos quedamos
con las ganas de ver si repetía las bondades de Smoke o si era un ejercicio de
autocomplacencia.
Y hablando de autocomplacencia, la peor película que vimos fue The
Addiction, de Abel Ferrara, al que parece habérsele perdido un tornillo. Lily
Taylor hace de una estudiante a la que Annabella Sciorra muerde en la calle y
transforma en vampiro. A partir de allí, la protagonista empieza a morder a
todo el mundo y su adicción a la sangre ajena es una más que obvia metáfora
sobre la droga. Los personajes, entre mordida y mordida, recitan párrafos
grandilocuentes de cuanto escritor o filósofo se les cruce por la mente.
Ferrara intenta dilucidar el sentido del mal y, cuando lo logra, pasa de una
imbecilidad inofensiva a una mala fe repugnante. Ese es el punto en el que
pone al mismo nivel la drogadicción, las masacres de inocentes en Vietnam y
los campos de concentración, suponiendo (como en Juegos peligrosos) para
el vicio un nivel metafísico cuyo alcance no es otro que el de un adolescente
que rechaza su compulsión a masturbarse. Ferrara le hace decir a uno de sus
personajes que el mal no consiste en las maldades que hacemos sino que
hacemos maldades porque el mal está en nosotros. Esto es, como somos
presas del mal, tomamos drogas o matamos judíos (lo mismo da). Al final,
Taylor muere de una sobredosis de succión de sangre (!), pero recibe la
extremaunción y su fe católica la redime. Los títulos agradecen a un par de
centros de rehabilitación para completar noventa minutos en blanco y negro
que no se sabe si son más reaccionarios que monótonos o viceversa.
Volviendo al corto de Burnett, formó parte de una función titulada “Fortune
Smiles”, que incluía otras dos películas cortas en las que la suerte terminaba
sonriéndole al protagonista. Una de ellas, la francesa Augustin de Anne
Fontaine, podría ganar el premio al film más insólito del festival. El tal
Agustin, interpretado por el coguionista Jean–Chrétien Sibertin–Blanc, es un
pelmazo absoluto que alterna un empleo burocrático con la búsqueda de
pequeños papeles en el cine. El tipo no tiene nada a favor: es antipático,
reprimido sexualmente, buchón y padece de un despiste total sobre el mundo
y sobre el cine. La indudable comicidad de la película reside en la interacción
de este despistado con los personajes que va encontrando. La película se rodó
desde una perspectiva experimental: solo Augustin conocía su texto y los
otros actores debían improvisar las respuestas. En un momento, el
protagonista se presenta a una prueba en la que debe ensayar con Thierry
Lhermitte la escena que este juega con Jean Rochefort en Tango, la maté
porque era mía de Patrice Leconte. Lhermitte hace lo que puede por no reírse
del desopilante tartamudeo de Augustin. Este disparate fresco e inteligente
dura 61 minutos y presenta un problema para exhibidores. En Francia, donde
tuvo mucho éxito, permitió nueve funciones diarias, una posibilidad
empresaria interesante. En Estados Unidos, donde una cosa semejante haría
suponer que al espectador le están dando menos por su dinero, las funciones
se complementarán con otra película. En la Argentina, optarán seguramente
por no estrenarla.
El otro cambio de suerte fue Le Franc del senegalés Djibril Diop Mambety,
que cuenta cómo un vago se gana la lotería. El programa del festival la
calificaba de “mágica”, lo que no es falso, pero Le Franc es también “una
película realista en la que las calles y la gente de Dakar aparecen con un
colorido y una riqueza espectaculares”. El film es realista y mágico pero no
se trata de realismo mágico, esa pesadilla cinematográfica. Buen momento
para festejar que A Walk in the Clouds, de Alfonso Como agua para
chocolate Arau, haya sido un fracaso absoluto de público y crítica en Estados
Unidos. El tal Mambety, en cambio, hace buen cine.
En un contexto urbano artificial se ubica la otra película africana, Guimba de
Cheick Cumar Sissoko, filmada en Mali con capitales de Burkina Faso y de
Francia. Acá solo se ve a la gente que actúa en el film, que transcurre en un
pasado indefinible en una aldea regida por un tirano que pretende imponer el
casamiento de su hijo y el suyo propio con mujeres que no los quieren. La
fábula, que recoge elementos de las tradiciones populares, hilvana enredos y
situaciones farsescas y uno tiene la impresión de que en cualquier momento
aparece el negro Olmedo en esta expresión de cine popular africano.
Charlando después de la película con el realizador, nos contaba de sus
intenciones de doblar la película a los otros grandes idiomas africanos y de su
satisfacción por el mítico festival de cine panafricano de Burkina Faso, que se
celebra cada dos años y que produce una especie de movilización colectiva.
Guimba ganaría seguramente el premio al mejor vestuario: el colorido y la
variedad de la ropa de los actores apabulla a cualquier producción británica
de época a tal punto que tuve la alucinación de que a partir del
reconocimiento de la indudable superioridad de ese estilo de vestimenta los
modistos occidentales decidirán un día el abandono del traje para adaptar la
túnica al estilo africano. Otra curiosidad es que el hijo del jefe de la tribu es
un enano bastante parecido a la protagonista de De eso no se habla de María
Luisa Bemberg. Y, hablando de la Bemberg, la muestra de cine argentino que
se hizo en el mismo cine del festival culminó con una retrospectiva de sus
películas. Yo, la peor de todas fue muy apreciada por los críticos y las
entradas se agotaron en varias funciones.
Mencionábamos al cine inglés de época y Flavia me arrastró a ver
Persuasion, una adaptación de Jane Austen. Los dos nos quedamos dormidos
y no recuerdo al director ni a los actores. La película recibió muchos elogios
de la crítica neoyorquina, un tratamiento habitual en ese medio para los
bodrios. Solo recuerdo que había mucha gente fea vestida a la antigua que
hacía gestos esforzados. Terence Davies nos dirá al día siguiente que
dedicarse a hacer adaptaciones de Jane Austen es uno de los síntomas de la
absoluta decadencia del cine británico. Flavia también me llevó a ver Los
miserables a Broadway. Ella dice que no le gustó porque yo le tiraba mala
onda. Yo digo que hice todos los esfuerzos posibles, pero ese género maldito
no tiene remedio: la música es mala, los actores son espantosos y cantan mal,
las historias son de una cursilería imposible y, para colmo, los teatros son
terriblemente incómodos. ¿Qué es lo que le ve la gente que llena los teatros
durante años?
Para curar la pesadilla que me provocó ver un musical de Broadway no hay
nada mejor que una buena película, así que elijamos una para comentar. Le
toca al nombrado Terence Davies, del que se exhibió en el festival La biblia
de Neón. Es el cuarto film de Davies, el primero filmado en Estados Unidos.
Basado en una novela de adolescencia de John Kennedy Toole, cuenta lo
mismo que en El mejor de los recuerdos pero en otra circunstancia: de las
calles de Liverpool nos vamos a un pueblo del Sur americano en el que un
adolescente recuerda su infancia y, en especial, la importancia que las
mujeres de su familia y la música popular tuvieron en ella. La protagonista es
la tía del muchacho, Gena Rowlands, que interpreta a una cantante de cabaret
ya veterana (Rowlands nunca había cantado en una película). Como en su
film anterior, Davies alterna planos que suceden en distintas épocas y hasta
combina tiempos distintos en el mismo plano. No se puede hablar de
flashbacks sino más bien de una narración que reproduce el flujo de la
memoria con su combinatoria impredecible. Una de las características del
cine de Davies es esa impredecibilidad dentro y fuera del plano, lo que crea
una tensión cinematográfica extraordinaria pero requiere de una
concentración máxima por parte del espectador. El fuera de campo que
resulta esta propuesta cinematográfica es el universo que cabe en la memoria.
Este cine está en las antípodas de los parámetros comerciales, no por su
hermetismo (la simplicidad de Davies es absoluta), sino por su libertad. Otra
característica de sus películas es la intensidad de las emociones en juego,
inhabitual en el cine contemporáneo. Esa emoción está potenciada por el uso
de la música, por la fuerza emotiva que se desprende del acto de cantar y que
el director ubica en el centro de su universo. En Distant Voices, Stiil Lives, la
libertad y la esperanza de las mujeres de una familia proletaria inglesa
proviene exclusivamente de su relación con el canto. Vimos esta última
película en una retrospectiva de Davies que organizó el Museo de la Imagen
en Movimiento en Queens junto con la Trilogía, largo autobiográfico
compuesto de tres mediometrajes que relata la atormentada infancia del
protagonista, su dolorosa homosexualidad y su relación con la muerte.
Volviendo a La biblia de Neón, la película demuestra la libertad de Davies en
un giro impensado hacia la tragedia que es la sorpresa más grande que vi
últimamente en el cine. La empresa proustiana de Davies es de una potencia y
de una convicción cinematográfica inusual, a tal punto que me animaría a
decir que es uno de los pocos cineastas contemporáneos para los que hacer
cine es una necesidad (en el próximo número publicaremos la entrevista que
le hicimos en Nueva York).
Si tuvimos suerte con Davies, sigo sin tenerla con Hou Hsiao Hsien,
considerado el cineasta taiwanés más importante. Su Buenos hombres,
buenas mujeres empieza con una escena en la que un televisor muestra una
película de Ozu, seguramente a modo de homenaje. El resto no lo es. La
película transcurre en los 50 y en la actualidad y las dos épocas se describen
con parecido convencionalismo y usan un material narrativo truculento y
grandilocuente (¿y Ozu?). Gente versada considera esta película una cima de
la calidad artística, pero no logro sintonizarla. Para colmo, Hsien parece ser
un oportunista político: la película condena la persecución anticomunista que
hubo en Taiwán hace 40 años. En 1982, el mismo Hou Hsiao Hsien había
dirigido La orilla verde, una película didáctica que elogiaba al régimen
nacionalista con insoportable servilismo. Misterio chino.
El portugués Manoel de Oliveira es seguramente el director más viejo en
actividad: tiene 87 años, dos más que Kurosawa. Más que eso, es uno de los
pocos sabios del cine. Presentó en el festival El convento, con Catherine
Deneuve y John Malkovich. Oliveira es un director culto y hermético y sus
películas transitan por la religión, la historia, la música y el teatro con
absoluta familiaridad. Al mismo tiempo, el ritmo y los encuadres de Oliveira
producen imágenes de enorme belleza. Si a esto se le agrega que posee un
sentido del humor corrosivo y sutil, el resultado es que ver una película de
Oliveira es un lujo y una ocasión para disfrutar de un placer que el cine ha
ofrecido siempre (y más ahora) en cuentagotas. El convento transcurre en La
Rábida, adonde el profesor Malkovich acude a buscar documentos que
prueben que Shakespeare era español (!).
Malkovich se enamora de la bibliotecaria, la hermosa Leonor Silveira,
mientras que el administrador de la finca, Luis Miguel Cintra, se enloquece
con la no menos hermosa Deneuve, esposa del investigador. Completan el
elenco una pareja de caseros amantes del tarot y un pescador. Entre estas siete
personas se desarrolla una especie de comedia de enredos con toques de
magia negra y creo que un (1) movimiento de cámara. En la conferencia de
prensa se presentaron Oliveira y Deneuve. La actriz contó que había sido un
privilegio trabajar con el maestro con la misma altivez y seguridad con la que
dos años atrás había defendido en Buenos Aires la horrenda Indochina. Pero
confesó que no había entendido muy bien las motivaciones de su personaje y
que era inútil preguntárselas al director, lo mismo que le había ocurrido con
Buñuel. Curiosamente, Oliveira se parece un poco a Buñuel físicamente,
aunque tiene un gesto mucho más amable. Con Flavia especulamos con la
idea de pedirle una entrevista a don Manoel, pero nos pareció que hacerlo
hablar con periodistas no demasiado entendidos en su obra era hacerle perder
su valioso tiempo, aunque seguramente hubiera estado dispuesto a hacerlo.
En el extremo opuesto de la serenidad y transparencia de Oliveira, Noah
Baumbach, realizador americano de 24 años, se mostró bastante reacio a un
reportaje desde su arrogancia, por lo que desistimos de la empresa pensando a
dúo “Ma sí, morite”. La película de Baumbach se llama Kicking and
Screaming y pertenece al género “primer año después de la graduación”, que
acaso haya inaugurado Diner de Barry Levinson. La película tiene algo de
Linklater (Antes del amanecer) y combina una narración coral de un grupo de
chicos ricos que no saben si permanecer ociosos en su cómodo pueblo
universitario con flashbacks de una historia de amor previo de uno de los
estudiantes. Un periodista negro le pidió que comentara un poco sobre esa
forma de vida que a él le resultaba desconocida. Baumbach es hijo de un
escritor y estudió literatura, pero se nota que vio cine y aprendió lo suyo. Lo
más interesante del film es el contraste entre Kate, una mujer decididamente
hawksiana que se integra al grupo, y Jane, que protagoniza un romance a lo
Truffaut en los flashbacks. En la película pasa muy poco y todo es diálogo, lo
que motivó que alguien le preguntara por qué una película en la que nadie
pateaba ni gritaba se llamaba Pateando y gritando, a lo cual Baumbach
respondió astutamente que algo semejante pasa con La aventura y Blow Up.
Presiento que esta película le va a gustar a Noriega.
En cambio es casi seguro que a Noriega no le va a gustar Flirt, quinta
película de Hal Hartley, que viene produciendo como los conejos. El
problema es que Hartley me hace pensar en alguien que tiene una intensa
actividad sexual pero no la disfruta demasiado. Flirt está dividida en tres
partes que transcurren respectivamente en Nueva York, Berlín y Tokio. La
originalidad de la propuesta reside en que las tres veces se cuente la misma
historia, cambiando los actores pero no los diálogos. En el episodio berlinés
la pareja es homosexual y en Tokio se habla menos e interviene la coreógrafa
de Yoshito Ohno. A la mitad del segundo episodio uno tiene la impresión de
que la película se va a pique y que todo no es más que una idea astuta y vacía.
Precisamente allí, tres personajes en un baño dicen exactamente eso: que la
película no va andar. Pero en el tercer episodio, no solo el más logrado sino el
más vivo, Flirt se recupera y excede el ingenio ocioso que la amenazaba. El
de Hartley es un cine moderno, que se permite audacias como la señalada,
pero no logra salir de una influencia –que termina resultándole opresiva– del
primer Godard con toques del Wenders posmoderno y cosmopolita. ¿Cómo
se llama un cine que imita a un cine moderno? ¿Antiguo? Hartley, por su
parte, es un tipo alto con cara de pájaro y algo de aparato en su calculada
timidez. Su respuesta más interesante a los periodistas fue que haber filmado
a una mujer desnuda y a dos tipos besándose fue para él un triunfo personal.
Lo dicho, sexo y Hartley no son sinónimos.
Pensándolo bien, el festival tuvo muy poco sexo. Estuvimos tentados de ir a
buscarlo en Showgirls, la película de Paul Verhoeven que se promocionó
como la vuelta de los desnudos a Hollywood, pero las críticas unánimemente
malas nos disuadieron (¿qué es eso de hacerle caso a las críticas?). Pero
quedaba otra película escandalosa en cartel: Kids, del fotógrafo Larry Clark,
que cuenta un día en la vida de un grupo de adolescentes semimarginales de
Nueva York. El protagonista es un monstruito que se dedica a desvirgar
chicas para contárselo a su mejor amigo. A esto hay que sumarle vagancia,
drogas y violencia para completar un supuesto retrato de una nueva
generación perdida. Para completar, resulta que el desvirgador juvenil tiene
sida y el otro pelmazo termina violando a una chica contagiada por su amigo.
¿Qué me cuentan? Nuestro amigo y cineasta Juan Campanella detesta este
film con toda su alma, pero a mí me resultó divertido por su radical
ingenuidad. Filmada con una cámara que se mueve mucho para darle un aire
seudodocumental y con excelentes actores, Kids le propone al espectador
compartir el deseo de estos pequeños libertinos y produce un placer
ligeramente sadiano absolutamente ausente del puritano cine del Norte. Esto
no es un alegato sobre la decadencia a la Dennis Arcand o a la Oliver Stone
sino un entretenido y disparatado juego de ficción al que mucha gente se
empeña en tomar en serio, vaya uno a saber por qué.
Campanella, en cambio, nos ordenó que fuéramos a ver El cartero de
Michael Radford, próxima a estrenarse en Buenos Aires y que él había visto
siete veces. Estoy de acuerdo en que Massimo Troisi fue un actor descomunal
y su film póstumo merece verse por su sola presencia. Pero el neorrealismo
atrasado de Radford (más marcado en Ladrón de niños) y su visión del
mundo estilo Scola de los 70 en los 90 es un poco cargante. ¿Cómo se llama a
un cine que imita a un cine antiguo? ¿Vetusto? Philippe Noiret es otro
problema. No solo está doblado sino que ese aire de gran actor que hace de
un gran personaje (Neruda) ha sido siempre uno de los modos de la impostura
artística. El cartero es una película melancólica pero de una melancolía sin
objeto, salvo la muerte del gran Troisi. Y este “gran” es en serio.
Jean Seberg fue una actriz curiosa, que empezó su carrera americana sin
estar madura (con Santa Juana y Bonjour Tristesse) para ser redescubierta por
Godard en Sin aliento, conocer una breve época de éxito, apoyar a los
panteras negras y suicidarse a los 40 años después de haber sido perseguida y
calumniada por el FBI. A esta Marilyn en miniatura está dedicado el
documental de Mark Rappaport, From de Journals of Jean Seberg, en el que
los fragmentos de archivo se enlazan con el relato en primera persona de
Mary Beth Hurt, que hace de Seberg como si esta hubiera sobrevivido a su
propia muerte. Más respetuoso con la actriz que Diana cazadora, el reciente
libro de exhibicionismo sexual firmado por Carlos Fuentes, la idea de que
alguien hable por su boca incurre en el mal gusto de no dejar en paz a los
muertos. Hay pocas cosas nuevas o interesantes en el film de Rappaport, que
además se empeña en dar una clase sobre historia del cine, feminismo y
política sin un miligramo de profundidad ni un fotograma que se desvíe de lo
políticamente correcto. Sin embargo, la estructura ensayística del film lo hace
llevadero y, por otra parte, el director es un obsesivo, por lo que el material
fílmico es muy variado y está bien elegido. Eso hace que los fragmentos
permitan ver la evolución de la carrera actoral de Seberg y disfrutar de su
calidez y su misterio a pesar de que su supuesto doble, la Hurt, es más seca
que lengua de loro.
Citamos la ira del gobierno chino con The Gate of Heavenly Peace,
documental de tres horas y media que se ocupa de la rebelión de estudiantes
chinos de 1989 que culminó con la matanza de la plaza Tiananmén. Dirigido
por Carma Hinton y Richard Gordon, que hablan el idioma y conocen a
fondo el país, es todo lo didáctico, periodístico y cuadrado que las tradiciones
norteamericanas imponen para el género. Eso no impide que sea un
documento apasionante y una lección de historia como pocas veces se ve en
el cine. El trabajo de reconstrucción cronológica es de una precisión y una
claridad llamativas. Pensemos que no hay nada semejante sobre el mayo
francés del 68, que tuvo muchos más testigos y pudo haberse tratado con
mucha más libertad (acaso porque el documental europeo responde a
tradiciones bien diferentes). Pero lo más interesante de la película es la
tensión entre dos visiones de los hechos que dividen radicalmente a los
disidentes, encarnadas por una estudiante pobre, apasionada hasta la histeria,
mezcla de Juana de Arco y Madonna, y un intelectual de élite que le opone su
racionalidad y su prudencia. Esta polémica sigue vigente y es un ejemplo
extraordinario para entender o perderse en la dinámica de una situación
caótica y potencialmente revolucionaria.
Revolucionaria y caótica fue la situación del bando republicano en la guerra
civil española, de la que se ocupó una mala novela y una peor película: Por
quién doblan las campanas, sin que el cine haya hecho nada por remediar las
ideas sembradas por este engendro. Eso hasta que Ken Loach hizo Land and
Freedom, equivalente cinematográfico de Homenaje a Cataluña de George
Orwell. Según Hemingway, el problema de los republicanos era su falta de
disciplina, a pesar de los esfuerzos comunistas por dotar a la república de un
ejército regular. Desde el bando revolucionario que encarnaron
fundamentalmente los anarquistas, el problema fue que el estalinismo
traicionó la causa popular impidiendo que la revolución se profundizara y
entregó la guerra al fascismo internacional. El final de la guerra conoció
también la represión que los comunistas aliados a los sectores más burgueses
de la republica les aplicaron a sus adversarios internos. En particular, el
asesinato y prisión de los líderes del POUM, pequeño grupo trotskista, fue
uno de los hechos más siniestros de la política soviética en España. De todo
eso habla Land and Freedon, a través de la mirada del obrero inglés David
que se va a pelear con las Brigadas Internacionales, lleno de entusiasmo e
ingenuidad política. Pero fundamentalmente, la película de Loach parece
hablar del tiempo presente, en el que entender esa época se hace tan difícil
como necesario. El sueño compartido de la revolución, que se extinguió
como alternativa histórica del siglo en el conflicto español, despierta en
nuestras escépticos corazones contemporáneos una emoción perdida: la de
construir una alternativa para el mundo. Tierra y libertad fue la película más
emocionante que vimos en el festival y su director es uno de los puntos de
resistencia del cine contemporáneo. Land and Freedom es la menos
documental de las películas recientes de Loach, la más desprolija, pero
funciona como el complemento perfecto de su saga sobre las desdichas
actuales de la clase obrera británica.
Del compromiso de Loach saltemos a la banalidad absoluta. Esta se puede
encontrar concentrada asistiendo al IMAX que la empresa Sony ha
construido en su complejo de Broadway y setenta y pico. Se trata de una
monstruosa pantalla de 25 metros de alto que necesita de un nuevo sistema de
proyección y en el que se proyectan películas que no superan la hora de
duración (la entrada vale nueve dólares, uno más que en los cines comunes) y
en un sistema de 3D que requiere una especie de casco. Vimos una película
de Jean–Jacques Annaud que se llama Alas de héroes o algo por el estilo y
que trata el famoso tema de La Aeropostal, empresa de transportes entre
Buenos Aires y Santiago en la que trabajaron Saint–Exupéry y Jean Mermoz.
Por limitaciones técnicas (no me pregunten cuáles) la filmación es primitiva
hasta lo indeseable. El argumento también (acaso para acompañar a la
técnica). Salí con dolor de cabeza por el esfuerzo de la vista y protestando
contra el progreso tecnológico. Eso sí, la pantalla es grande de verdad.
Con material de archivo y animación por computadora se construyó
Mausoleum, del ruso Alexei Khanyutin, el mejor corto del festival. La
película cuenta la muerte de Lenin, la construcción de sus mausoleos y
especula con la resurrección del pelado y el tratamiento que los medios
soviéticos le hubieran dado a ese evento. Mausoleum, una sátira implacable,
es también una idea redonda, de esas que justifican la existencia de un género
tan discutible como el cortometraje, que a juzgar por lo visto en el festival es
una máquina de generar insatisfacción. Otro buen corto (de los pocos) fue
Swinger, del australiano Gregor Jordan (tres minutos), en el que un
contestador telefónico le transmite buenas noticias amorosas, familiares y
financieras al ocupante de un departamento hasta que la cámara se mueve y
descubrimos que el tipo se acaba de colgar porque esas noticias no le
llegaban. Como amabilidad final, el tipo se baja de la soga tosiendo.
En una función especial se exhibieron siete cortos del cómico francés Max
Linder (1883–1925), una de las glorias del cine mudo menos beneficiadas por
la reevaluación critica. Su personaje Max me hizo acordar un poco a
Monsieur Hulot. Es un pequeño burgués ligeramente despistado, ubicado en
un mundo en el que no encaja del todo bien sin ser una personalidad
excéntrica. Como el slapstick mudo forma parte del vasto territorio de mi
ignorancia, dejaremos aquí lo de Linder pero antes agreguemos que la
función estuvo acompañada brillantemente por el tecladista Jean–Marie Sénia
y presentada con muy poco brillo por Maud Linder, hija del cómico.
La flor de mi secreto se llama la última película de Almodóvar. Hay una
coincidencia casi unánime en que esta es su mejor película de los últimos
tiempos y que deja atrás un bache integrado por ¡Átame!, Tacones lejanos y
Kika. No estoy muy seguro. Es cierto que Kika parecía un concurso de diseño
publicitario más que una película y que La flor de mi secreto abandona
ciertos clichés paródicos de los últimos tiempos para volver a un tono más
doméstico, cercano a Qué he hecho yo para merecer esto. También es cierto
que vuelve Chus Lampreave y esto en sí mismo es un motivo de elogio. La
escena de Marisa Paredes tejiendo y cantando con las viejas del pueblo en la
calle es sin duda personal y lograda (se parece además al tono de los films de
Terence Davies). Y no es menos cierto que a Flavia le gustó mucho. Pero hay
algo que me parece definitivamente muerto en Almodóvar a medida que se
convirtió en un cineasta serio, que sabe filmar un plano y que está en
condiciones de usar sabiamente sus preferencias cinematográficas (su gusto
en la materia es calificado). Lo que ha desaparecido es cierta alegría feroz
emparentada con el absurdo y que le permitía filmar películas desprolijas
pero vivientes como Pepi, Lucy, Bom..., Entre tinieblas o Laberinto de
pasiones. Esa alegría ha sido reemplazada por una tristeza ingeniosa, hasta
virtuosa a veces, pero demasiado autoconsciente y demasiado ligada al lugar
de Almodóvar en el mundo de las celebridades de la cultura y la farándula.
Una comparación con Woody Allen podría aclarar este punto. Allen fue
dominando también la técnica y se convirtió como Almodóvar en un
personaje famoso y respetado partiendo de la marginalidad. Pero Allen
conservó siempre en sus films la mirada del outsider, del perdedor encarnado
en un personaje que les dio a sus films una ambigüedad de la que Almodóvar
se ha desprendido. A partir de La ley del deseo, que funciona como punto de
inflexión al respecto, sus historias han terminado siendo la descripción de las
tristezas de los ricos y famosos. Es como si Almodóvar renegara de sus
orígenes que, al mismo tiempo, son su fuente de inspiración más genuina. La
flor de mi secreto me parece una película inteligente de un director instalado
en una mutilación afectiva cómoda pero un poco cobarde. En ese sentido, los
juegos que el film propone entre la literatura femenina, los boleros y las
emociones resultan tan ingeniosos como huecos. De todos modos,
volveremos a verla cuando se estrene en Buenos Aires.
Quedó para el final Strange Days de Kathryn Bigelow, la película que más
me desconcertó y la de mayor presupuesto de todas las exhibidas. Es un
thriller negro ambientado en las vísperas del próximo fin de siglo, con un
diseño de producción que parte de Blade Runner y que gira en torno a un
dispositivo tecnológico que es una especie de peluquín que permite registrar
las percepciones de una persona para ser experimentadas por otras vía unos
cassettes especiales. Una especie de cine en el que la cámara son los ojos y el
micrófono los oídos. El protagonista es Ralph Fiennes, un adicto al aparato
enamorado de la cantante Juliette Lewis y custodiado por la negra Angela
Bassett (dos minones infernales). No cuento más. La película es un tanque de
acción con tono romántico que hace todas las concesiones necesarias para
llegar a un final increíblemente convencional. Digo increíblemente porque en
el camino se ven algunas de las escenas de acción más virtuosas que se hayan
filmado últimamente en Hollywood. Y no solo eso: la reproducción de lo
captado con el aparatito se convierte en el ejercicio de cámara subjetiva más
difícil e interesante que se haya filmado. El problema es que la película es,
una vez más, su propia metáfora: ¿hasta dónde puede acercarse el cine a una
experiencia sensorial directa que es la obsesión de Fiennes? Los que exageran
en la experiencia terminan con la mente freída. Y eso es exactamente lo que
me pasó a mí. Terminé apabullado las dos veces que la vi (la película se
estrenó dos días después en los cines). Lo gracioso es que a la realizadora
parece haberle pasado lo mismo. En la conferencia de prensa –en la que
Richard Jameson la presentó como el contraejemplo de que las mujeres no
pueden hacer películas de acción– parecía ausente y maquinal, como una
alumna traga que estudió demasiado y le agarró surmenage. Esta nota es a su
vez la metáfora del efecto Strange Days. Si algún lector llegó hasta aquí sin
pausas habrá contribuido al progreso de la ciencia.
Publicado en El Amante N°44 – octubre 1995
185. La pandilla salvaje

La reina Margot (La Reine Margot), Patrice Chéreau, 1994.


La reina Margot es un caso de gato por liebre cinematográfica con la
particularidad de que el gato está más rico que la liebre. Bajo el aspecto de
una de esas películas francesas de época, de un Cyrano de Bergerac o de un
Germinal, se nos ofrece un capítulo de Dallas. En efecto, a pesar de las caras
conocidas en el reparto, de la importancia histórica de la situación y los
personajes, la película nos cuenta un cuento al que solo le faltan J. R. y las
torres de petróleo.
La reina Margot transcurre en el momento de la noche de San Bartolomé de
1572, la mayor masacre de la historia francesa. La disputa entre católicos y
protestantes se resuelve a favor de los primeros mediante el asesinato
ordenado por la reina madre, Catalina de Medicis (Virna Lisi), y ejecutado
por sus hijos –el rey Enrique III, los duques de Anjou y de Alençon– con la
colaboración inestimable del duque de Guisa, amante de la otra hija de
Catalina, Margot (Isabelle Adjani), a la que acaban de forzar a un matrimonio
con el rey de Navarra (Daniel Auteuil). La familia real se las trae. Mientras
todos los muchachos se acuestan con la hermana (aunque Anjou parece
preferir a los varones), la madre es una intrigante y envenenadora, a modo de
una Lucrecia Borgia torpe, ya que sus intentos de asesinato le fallan siempre.
A tal punto que termina envenenando por error a su propio hijo. Por otra
parte los hermanos son unidos, pero queda claro que a los menores no les
molestaría la muerte del rey para heredar el trono. La armonía familiar es
alterada por el ubicuo y escurridizo Enrique de Navarra, que vive
gambeteando los atentados que le preparan, cambia de religión dos veces y se
enamora de nuestra Margarita. Esta le concede también sus favores, aunque
su corazón está con el caballero La Môle, al que conoce en circunstancias
peculiares: la chica, simulando ser una prostituta, sale de levante
enmascarada y elige al muchacho para calmar su fuego contra una pared. A
su vez, el protestante La Môle empieza la película durmiendo junto a un tal
Coconnas, católico él (esta vez no piensen mal, se trata de problemas de
alojamiento). Estos dos tratarán de matarse durante media película, serán
salvados por el verdugo –que resulta un grandote de gran corazón–, se
amarán como hermanos la otra media película y terminarán ajusticiados
juntos por el grandote bondadoso. Coconnas, por su parte, se engancha con
una duquesa pelirroja amiga de Margot, a la que conoce también en
circunstancias peculiares: en medio de la matanza la colorada le advierte que
un hugonote está por atacarlo, Coconnas reacciona y lo mata. El desgraciado
sangra como un chancho y salpica a matador mientras este y la duquesa se
guiñan el ojo. Este hecho no es aislado. No me refiero al guiño sino a la
sangre: parece que todo el mundo se la pasa salpicando a los demás,
especialmente a los que portan ropa blanca. A su vez, el salvataje del verdugo
y el de la pelirroja tampoco son aislados. Margot le salva la vida a Navarra
dos veces y una sola a La Môle, Navarra se la salva al rey, el rey a Navarra y
así siguiendo. Y eso que a la copia estrenada en Buenos Aires le faltan veinte
minutos. La verdad, en Dallas pasaban muchas menos cosas y todo era
mucho más predecible aunque siempre había dólares en juego. Pero como
folletín, están cabeza a cabeza.
Sobre familias semejantes, Shakespeare escribió sus tragedias y, sin ir más
lejos, Luchino Visconti sirvió otro guiso de liebre llamado La caída de los
dioses. Y ese era de liebre auténtica porque a diferencia de lo que ocurre en
La reina Margot todo era terriblemente importante y no se descuidaba la
historia, la psicología ni la crítica social. Allí los hechos de sangre eran
menos alevosos que el uso del zoom, que era tan alevoso que los críticos lo
llamaron experimental. En nuestro estofado de gato, en cambio, de
experimental no hay nada, si se exceptúa la ridiculez extrema de algunos
diálogos.
Horacio Bernades sostiene que un tono mortuorio impregna la película
desde la puesta en escena y seguramente tiene razón, lo que le daría alguna
dignidad a nuestro gato. Pero es su costado más vulgar el que a mí me lo hace
sabroso. Las pilas de cuerpos en las calles (¿por qué estarán desnudos?) me
resulta la parte más insulsa del felino. En cambio, que las relaciones entre los
miembros de la familia de Margot están tratadas como si ocurrieran 400 años
más tarde, me parece francamente divertido. Me refiero a escenas como
aquella en que el rey se queja amargamente porque su madre quiere más a
uno de sus hermanos. U otra en que Catalina dice que quiere a sus tres hijos
por igual pero al advertir la presencia de Margot se corrige y dice “quise decir
a los cuatro”. A esta escena parece faltarle un plano en el que Margarita
responde: “me voy al psicoanalista”.
Bernades agrega que esta familia le hace acordar a los Corleone. Yo los veo
más parecidos a los locos Addams. Y eso es lo que me gusta: si la película
fuera una saga sobre el poder y la decadencia familiar, estaríamos ante otra
liebre y ya repetí demasiadas veces que quiero comer gato.
Justamente, la parte que más me gusta del banquete (¿por qué nadie come en
esta película?) son los elementos de aventura que airean el clima de tragedia.
Me refiero a los aspectos más luminosos de los protagonistas: a la abnegación
de La Môle, la entereza de Coconnas, la fidelidad de la colorada a su reina y
la de la nodriza a su rey, el instinto político de Enrique de Navarra, la pasión
secreta del rey por una campesina. Y sobre todo al carácter extraordinario de
la protagonista. Margarita (perdonen que la llame como se la conocía en el
barrio) demuestra ser una mina bárbara: partiendo de su entorno de déspotas
psicóticos y traidores, de sus amantes y sus caprichos, la tipa se convierte en
una mujer enamorada, una política eficiente, un alma generosa y confiable.
En el camino demuestra todos los rasgos de la mujer ideal: belleza,
inteligencia, libertad, pasión. La lealtad que le demuestra a un marido al que
no ama pero que la necesita sostiene la película sobre un océano de
calamidades y horrores. El pacto entre Margot y Enrique es el centro de
racionalidad y de cordura contra el que se estrellan las maldades familiares.
Es también lo que permite que el gato no se transforme en liebre: si el hilo
delgado que lo sostiene se rompiera, la película quedaría a merced de un
eslogan liebresco del tipo “honda tragedia”, “film perturbador”, “pintura del
horror de una época”. El recurso a la heroína perfecta cuya única debilidad es
amar demasiado o amar a demasiada gente es un truco gatuno que viene de
las páginas de los folletines del viejo Dumas y que las liebres no aceptarían
nunca. Este recurso mantiene el equilibrio, le permite a la película pasar de
una acción a otra en un ritmo sostenido (la cámara no se detiene a
contemplar, como si no quisiera perderse los acontecimientos que no dejan de
ocurrir) pero hace sobre todo que esas acciones sean impredecibles, que no
haya un tono general (rasgo liebre) que determine previamente a dónde
iremos a parar, que nos saque del placer del desorden. La irregularidad del
argumento, su oscilación entre escenas de abnegación y actos canallescos la
hace ligera, graciosa y permite que los espectadores infantiles como uno
disfruten del amor y la inteligencia y se rían de lo perversos que son los
malos. Ese es nuestro gato, que no tiene la pesadez, la pretensión y el
prestigio de las liebres indigestas.
Ignoro si el director Patrice Chéreau y su coguionista Danièle Thompson
quisieron cocinar un gato o una liebre. O si quisieron contrastar los cadáveres
en las calles con la brillantez del personaje de Margarita. O si hicieron lo que
pudieron y les salió esto. Ciertamente, no se propusieron el film de qualité
típico, con sus referencias históricas y su aire de importancia. Intentaron
claramente contar con agilidad y sin ostentación, en un estilo americano. No
les salió del todo bien, decoraron un poco en exceso y cayeron en pozos de
extrema banalidad. Pero lograron una película aireada y entretenida en la que
los elefantes del cine francés se mueven a un paso desacostumbrado. Es
posible que les hayan dado liebre a los que querían liebre y gato a los que
querían gato y, tal vez, ese sea un mérito.
Pero algo debe andar muy mal en el cine para que los recursos dramáticos de
Dumas tengan un valor refrescante y un aspecto moderno. Hay algo en el
cine que atrasa, que produce obras que envejecen con una rapidez alarmante.
Y no me refiero a los bodriazos para consumo de un medio pelo cultural
despistado como pueden ser esos mamotretos históricos. Ni a los productos
hollywoodenses elaborados con efectos especiales y psicología de teledrama.
Sino, para poner ejemplos sacados del texto anterior, a películas veneradas
por distintos modos de la cinefilia como La caída de los dioses o El padrino.
Ninguna de estas películas consideradas hoy clásicas tiene la intensidad de
una novela importante del siglo pasado. Leer hoy Madame Bovary es una
experiencia estética y vital. Ver la mayoría de las películas consideradas
importantes de los últimos 30 años es una experiencia de arqueología
insatisfactoria. Creo que el cine es víctima de un fenómeno de falsa
intensidad asociado con una dramaturgia perimida a la que las técnicas
audiovisuales no pueden darle relieve. Cuanto más ambiciosa parece una
película en el intento de dar cuenta de un personaje, un grupo o una sociedad,
más fallida resulta, más impostada, más transparente en cuanto a las
limitaciones de su autor respecto del conocimiento de su época, fijada en
conceptos que el devenir del tiempo ha mostrado irrelevantes. El cine actual
parece condenado a ser fiel con las ideas de anteayer y a satisfacer con
imágenes esas ideas cristalizadas. Entretanto, un verdadero espíritu de
ligereza en el cine parece no haber nacido, como si estuviera aprisionado por
miles de latas de celuloide incurablemente frívolas y solemnes.
Publicado en El Amante N°45 – noviembre 1995
186. Más allá de Rangún

Más allá de Rangún (Beyond Rangoon), John Boorman, 1995.


Desde hace unos años las empresas de turismo ofrecen un nuevo servicio a
sus clientes que intenta compensar cierta previsibilidad del viaje tradicional.
Este producto se conoce con el nombre de “Turismo de aventuras” y promete
diversas circunstancias azarosas que sustituyen a la vieja política de asegurar
confort para el viajero. Como la televisión ha acercado las distancias
planetarias, la burguesía de todos los países necesita de otros condimentos
para justificar su visita a tierras lejanas. Más allá de Rangún parece la puesta
en escena de una discusión de marketing sobre estos temas en una agencia de
viajes. Patricia Arquette parte hacia el lejano Oriente para aliviarse frente a la
pérdida de su marido y su hijito asesinados por un ladrón. La protagonista
está insatisfecha con el tour rutinario que le toca y decide conocer Birmania
más profundamente. Se involucra así con los disidentes de la dictadura del
general Van Min y termina perseguida por una multitud de soldados
birmanos. Después de algunas peripecias, restaña sus heridas, se reconcilia
con su profesión de médica y se transforma en una mujer nueva. Para eso se
vale de las enseñanzas budistas de un viejo profesor y de los consejos que su
familia muerta le desliza en cada sueño. Es decir, por medio del orientalismo
al paso y del tema de los ángeles, tan caros a la sensibilidad New Age.
Cuando la película termina, un cartel nos informa que el régimen birmano y
sus atroces violaciones de los derechos humanos siguen en pie. En el camino,
el espectador ha disfrutado de algunas escenas de acción de buena tensión
dramática en la selva de Indonesia y ha padecido de otras escenas
increíblemente torpes como la que muestra a ella y al profesor tratando de
abrirse camino en una maleza que obviamente no es tal. Todo sazonado con
un uso desproporcionado de la steadycam, ese invento dudoso. Se dice que
John Boorman es un realizador original que rechaza todo compromiso con el
cine hollywoodense, que “cada una de sus películas es un desafío, una odisea
metafísica, una zambullida en el inconsciente”. Él mismo se declara
obsesionado por los mitos como el del Rey Arturo y el viaje iniciático. Es
difícil sostener estas afirmaciones frente a un film que no solo recurre a los
tópicos más baratos del cine americano, sino que encarna de la manera más
burda el psicologismo de las obras de autoayuda. A Boorman no parece
preocuparle presentar las desgracias de una nación del tercer mundo como un
mero instrumento para la terapia de una ciudadana norteamericana. Pero más
que en estas faltas de respeto conviene detenerse en la idea de Boorman y sus
panegiristas de que la profundidad del cine está en relación con la generalidad
de las estructuras que invoca. Todo ocurre como si hubiera una gran bolsa en
la que conviven mitos, religiones, arquetipos junguianos, leyendas de monjes
y chamanes. De esa bolsa surge un cine que funciona como duplicación
platónica de esa bolsa olímpica: los acontecimientos cotidianos entre los
hombres son casos particulares de las generalidades que ocurren a esa escala
cósmica. Y también surge una crítica
encargada de identificar cada hecho narrado en un film con su modelo
celeste. El problema es que ni ese cine ni esa crítica han resultado fecundos.
Más allá de Rangún es otro ejemplo del arte inflado y brutal que deriva de
esa concepción estética. Finalmente, es tan ridículo aplicarle el nombre de
odisea metafísica a esta variante del turismo curativo como a una temporada
en una estación de aguas termales.
Publicado en El Amante N°45 – noviembre 1995
187. Dossier Carpenter
Noche de Brujas (Halloween), John Carpenter, 1978.
¿Qué hay en la mirada oscura y glacial del monstruo Michael Myers? Tal vez
el diablo, tal vez el Cuco o algo más profundo y arcaico de resonancias
lovecraftianas. O simplemente el trauma del niño ante la escena primaria. O
un comentario frente a la frivolidad del amor entre esos adolescentes de
pueblo. Curiosamente, el fabuloso plano secuencia inicial parece fallar
porque obliga a un coito increíblemente breve y desapasionado. Sin embargo,
esa escena se repetirá quince años más tarde, acaso para probar que la
duración de ese plano era la correcta. Mientras tanto, Jamie Lee Curtis resiste
tanto al mal como a la trivialidad de su entorno, Donald Pleasence lo
interpreta todo sin ver nada de lo que sucede alrededor y todas las cosas se
duplican y se invierten. Noche de brujas posee una engañosa simplicidad.
Estamos ante una película muy formalizada en la que un estilo sobrio y
luminoso contrasta con la complicación de que los planos revelan
permanentemente la existencia de alguien que mira desde fuera del cuadro.
Más que por las escenas de violencia, el terror surge de esa permanente
violación de la intimidad, de una contemplación siniestra que frecuentemente
se confunde con la de la cámara. Noche de brujas es una película compleja,
ambigua, absolutamente alejada de sus espantosas secuelas y que cumple la
paradoja de fundar un género sobre algo irrepetible.
Publicado en El Amante N°45 – noviembre 1995
188. Dossier Carpenter
Christine, John Carpenter, 1983.
En algún sentido, la adaptación de un libro de Stephen King, con el problema
de que un coche puede ser literariamente temible pero visualmente resulta
muy poco peligroso fuera de una ruta, sobre todo para un director que
prefiere la claridad narrativa y las tomas largas. Estilo y tema parecen chocar
por única vez en un film de Carpenter. En otro sentido, la continuación de
Halloween: un mal misterioso acecha a los adolescentes de un pequeño
pueblo americano y viene a exponer sus problemas en las relaciones con el
otro sexo. El pacto de amor entre el aparato mecánico y el aparato de la clase
expone la densa relación erótica de los hombres con los fierros. Al mismo
tiempo, cuenta al revés la típica historia del adolescente tímido y solitario que
se convierte en ganador. El buen chico al que martirizan los pesados de la
división desea, en el fondo, convertirse en uno de ellos. El auto maldito no es
otra cosa que un vehículo que atraviesa la disimulada locura suburbana.
Harry Dean Stanton hace una de sus exquisitas apariciones como un policía
de lo fantástico.
Publicado en El Amante N°45 – noviembre 1995
189. Las aguas bajan turbias

Para la mayoría de los integrantes del medio cinematográfico, Julio Márbiz es


un intruso, un potencial enemigo a partir de su obvio desconocimiento de la
materia y de su posición política recalcitrante: un nacionalismo trasnochado
del que ya ha dado suficientes pruebas en la música y en la radio. Muchos se
preguntan si van a poder ejercer su oficio –condición que en la Argentina ha
dependido del Estado durante muchísimos años– en condiciones de equidad y
con la libertad que requiere toda actividad artística. Para algunos, en cambio,
la presencia de Márbiz al frente del Instituto de Cine y Artes Audiovisuales
es una oportunidad para ejercer un poco de poder desde las sombras. El caso
de Leonardo Favio, a quien siempre he admirado como cineasta, es un triste
ejemplo. Para otros, es una nueva alternativa en su carrera, una etapa más en
la lucha por conseguir créditos y subsidios (y también viajes, nombramientos
o prebendas) como lo han hecho en administraciones anteriores y
seguramente lo seguirán haciendo en las que vengan. Es cierto, existen unas
pocas personas irreprochables que le abren un crédito a su gestión a partir de
sus declaraciones de honestidad y sana administración, habida cuenta de que
el Instituto no fue en los últimos años un ejemplo de transparencia. También
hay quienes, desde la vereda opuesta, afirman que Márbiz es un funcionario
más de un gobierno a cuyas políticas se oponen y que seguramente no va a
ser tan malo como sus posibles sucesores.
Para nosotros, este asunto de Márbiz es un escándalo por partida doble. Es
un escándalo para nuestra condición de ciudadanos y es un escándalo con
vistas al futuro del cine argentino. No creemos que Márbiz sea un funcionario
más de un gobierno al que no le han faltado funcionarios escandalosos. Es
más que eso: es el elefante en el bazar. No hay una declaración que no lo
muestre a la defensiva, ejerciendo una violencia verbal que pasa por una
grosera autoafirmación y un intento no disimulado de ocultar que sus ideas
sobre el cine atrasan cuarenta años. Es obvio que no está preparado para
enfrentarse con una actualidad que ha ratificado el carácter internacional del
lenguaje y de la comercialización del cine. Tomemos una de las primeras
entrevistas que concedió Márbiz, hecha por Claudio España y publicada en
La Nación del 30 de julio último. Allí –además de afirmar que el festival de
Cosquín es famoso en el mundo entero (?)– habla con nostalgia del cariño del
público por las películas de Torre Nilsson como El santo de la espada,
Güemes, de los films de Olmedo y Porcel y reclama la presencia de Alfredo
Alcón para que se vuelvan a llenar los cines. Parece no solo desconocer que
esas películas son de lo más flojo de la producción de Nilsson (como
cualquier espectador de cine asiduo sabe perfectamente) sino que engendros
cinematográficos como los de Enrique Carreras y los que los Sofovich
hicieron con el dúo cómico dejaron de dar dinero y por eso hoy no se filman
cosas parecidas. Y que las últimas películas protagonizadas por Alcón no
llevaron el público suficiente para llenar un cine grande contando todas las
funciones juntas. En esa entrevista Márbiz delira también invocando la
necesidad de que directores supuestamente consagrados como Raúl de la
Torre o Barney Finn o “grandes figuras” como Graciela Borges “aporten
ideas de producción” y se olvida de que se trata de nombres que han estado
en actividad casi constante y que sus ideas no han fructificado en lo más
mínimo (además de producir un cine que no ha recaudado un centavo en el
exterior). Preguntado por la dificultad actual de recuperar el dinero de una
película con el mercado local, Márbiz sueña con Sandrini, Alberto Castillo y
Libertad Lamarque y actúa como si el tiempo se hubiera detenido. Pero
cuando dice que la función de los directores jóvenes es “servir de recambio
para cuando se mueran los consagrados”, actúa como si quisiera detener el
tiempo él mismo. ¿Qué razón, qué argumento pueden justificar que el cine
argentino sea administrado en cualquier gobierno por un hombre de ideas tan
poco adecuadas al estado de las cosas, por este representante del cholulismo
arcaico y las concepciones más reaccionarias? Las continuas invocaciones
patrióticas de Márbiz no están siquiera acompañadas por una mínima
comprensión de los problemas con los que se enfrenta, a tal punto que sus
ideas son el mejor camino para hundir definitivamente el cine nacional. Nadie
aceptaría que el ministro de Salud propusiera curar la tuberculosis mandando
los enfermos a Córdoba. ¿Por qué habría de aceptarse que el director de la
cinematografía nacional proponga volver a La guerra gaucha?
Todo esto es bastante malo de por sí, pero trae consecuencias peores. Como
es lógico, las ideas antediluvianas de Márbiz no tienen consenso. El paso del
tiempo y la evolución de las costumbres terminan alcanzando a casi todos.
Cuando Márbiz cita a Marcelo Piñeyro y le cuestiona que Caballos salvajes
(la película argentina más taquillera del año) es extranjerizante porque tiene
música de rock no solo se extralimita en sus funciones y atenta contra la
libertad de expresión sino que está haciendo lisa y llanamente el ridículo.
¿Cómo hace Márbiz para ejercer su cargo con la firmeza que lo ha
caracterizado frente a un medio que lo ve casi como a un marciano?
Sencillamente, decide enfrentarlo con una estrategia dura. En primer lugar se
rodea de incondicionales, aunque tengan tanta competencia como él en la
materia. De ahí el reemplazo de funcionarios y de responsables de áreas que
sucedió inmediatamente a su asunción del cargo. Las nuevas autoridades son
sus amigos de Radio Nacional en la subdirección y el área administrativa, un
asesor jurídico que proviene del ámbito penitenciario, un actor vetusto en el
área de televisión cultural, etc. En segundo lugar, Márbiz resolvió convertir el
edificio del Instituto en un verdadero búnker: allí se indaga ahora a todos los
que entran por la puerta, se prohíbe la salida de los empleados y hasta la
entrada de los mozos de los bares vecinos, se instala entre el personal un
clima enrarecido en el que se habla continuamente de espionaje y delaciones.
Junto con el despido de los que no son adictos, se niega a conceder la
mayoría de las entrevistas que le solicitan y habla constantemente de la
necesidad de limpiar, ordenar y pintar el edificio. Resurge la vieja vocación
depuradora del nacionalismo y resurge también su sombría memoria.
Atrincherado en ese espacio físico donde pretende proteger sus ideas y sus
modos autoritarios de toda contaminación venida del exterior, Márbiz se
enfrenta aún con dos problemas. El primero es la hostilidad inicial de los
integrantes de la industria. Trata de modificarla recurriendo a la presente y
futura distribución de créditos y subsidios para la producción de películas. Ha
tenido un éxito relativo. Varios han cruzado el charco y colaboran ya con el
director. El segundo inconveniente es más grave: la ley de cine sancionada el
año pasado. Según esa ley, el poder del director del Instituto está lejos de ser
omnímodo. Sus actos dependen y deben ser avalados por la Asamblea
Federal y el Consejo Asesor, desde el manejo de las finanzas hasta la
designación de los integrantes de las comisiones evaluadoras. Estos son los
organismos que tienen el mayor poder de decisión. Pero allí está el proyecto
de modificación de la ley que circula ya en el bloque justicialista del Senado,
del que Márbiz niega la autoría pero que acepta apoyar (como ya había
insinuado en un principio, por ejemplo, en la entrevista de La Nación citada
más arriba). Si este proyecto se convierte en ley, tanto la Asamblea como el
Consejo pasarán a ser meros organismos consultivos (el Consejo sería
además designado por el propio director) sin poder alguno. Este quedará
totalmente en manos de Márbiz, que podrá repetir así el tipo de
administración que ejerciera en Radio Nacional: el dominio de un solo
hombre. Hay que recordar que esa administración generó todo tipo de
cuestionamientos y los cargos que se le formularon a Márbiz fueron de una
gravedad inhabitual aun para estos tiempos. Recordemos, por ejemplo, un
párrafo del proyecto de resolución presentado el 10 de agosto de 1990 por el
entonces diputado Ricardo Felgueras: “Desde julio de 1989 venimos
denunciando: persecuciones políticas, raciales, gremiales, ideológicas y
religiosas; discriminaciones culturales, políticas, educativas; privación
ilegitima de la libertad, violación de los convenios de trabajo; destrucción del
patrimonio cultural de Radio Nacional; despidos arbitrarios, levantamiento de
programas; violación de la libertad de culto y avasallamiento de las libertades
consagradas en la Constitución Nacional”. A esta asombrosa colección que
parece la descripción del funcionamiento de un ministerio en la época de la
dictadura, el tipo de acusaciones favorecidas por un lugar en el que todo se
maneja a puertas cerradas, hay que agregarle otro tipo de sospechas tampoco
comprobadas judicialmente: se ha dicho públicamente que el 50 % de la
música que se emitía por Radio Nacional era de los intérpretes de la empresa
grabadora del propio Márbiz. Curiosa situación para un funcionario que
declama su honestidad a cada paso y la exhibe como el gran aval para su
futura gestión. ¿Cuánto tiempo habrá de pasar para que se sospeche que en el
nuevo búnker de Márbiz se cometen atrocidades semejantes? Por lo pronto,
en estos días deberá enfrentarse con una interpelación en la Comisión de
Cultura de Diputados y responder a un complicado cuestionario presentado
por Pino Solanas.
Este ha sido un año difícil para el cine argentino. De 21 películas estrenadas,
20 no recuperaron el costo de producción. Más de 10 fueron vistas por menos
de 3.000 espectadores. Frente a una crisis casi terminal, las perspectivas que
se abren a partir de la gestión Márbiz son muy malas. Especialmente porque
la apuesta por reflotar una farándula cinematográfica apolillada y por apoyar
los proyectos más conservadores al compás de declamaciones sobre el ser
nacional no solo es más de lo mismo con peor estilo. Es la política del
suicidio final del cine argentino. Esta política está dirigida en contra de todo
lo que pueda ser libertad, originalidad, creación y modernidad, aquellos
conceptos por los cuales se justifica que el Estado se ocupe de promover el
arte. Es la política que tiende a dejar de lado a los nuevos realizadores, a los
cortometrajes, a la televisión cultural, a los documentales, a las iniciativas
más audaces para respaldar a personajes de incierta fama y a propuestas
industriales de dudosa rentabilidad económica. Algunos creen que después de
esta embestida contra el cine argentino vendrá el capítulo final: al compás de
los tiempos el Instituto sería privatizado (y seguramente también subsidiado)
para que sus autoridades hagan –ahora sí– lo que les dé la gana, ya sin
obligación ni responsabilidad alguna en el terreno cultural. ¿Es la apatía del
país en crisis tan brutal como para que se pueda creer que este no es un caso
grave?
Recuadro: Sammaritano
El reemplazo de Salvador Sammaritano como subdirector del Instituto fue
uno de los actos más arbitrarios de la administración Márbiz. Alguna vez, a
Sammaritano se lo llamó en estas páginas “institución nacional” por su larga
trayectoria como periodista, editor de revistas, cineclubista, coleccionista,
difusor del cine y funcionario de carrera del Instituto. También porque es una
de las caras más conocidas del cine argentino en el país y en el exterior. Sus
conocimientos y sus contactos (amén de su simpatía y habilidad para las
relaciones públicas) hicieron de él un hombre útil bajo todos los directores
anteriores. Márbiz argumenta que no lo despidió (en realidad, le ofreció un
cargo periférico donde sus capacidades podían ser de escasa utilidad) y que
necesitaba cubrir su puesto con un contador. Curiosamente, cuando Márbiz
estaba en Radio Nacional decía en una entrevista aparecida en Somos (6 de
abril de 1992) que la ventaja de su radio sobre Radio Mitre era que estaba
hecha por profesionales del medio, mientras que se refería despectivamente a
la otra por “ser una radio hecha por contadores”. Es muy difícil explicar por
qué los contadores son malos para la radio y buenos para el cine.
Unos días después de la forzada renuncia de Sammaritano, unas cien
personas se reunieron para homenajearlo en una cena. El espectro político de
los comensales era más bien amplio: desde Pino Solanas hasta Jorge Asís.
Pero varios de los presentes comentaban que estar allí era un acto de valentía
para los directores de cine que concurrieron, porque ponían en juego su
carrera. Márbiz y su equipo de incondicionales parecen haber desatado un
microsistema de terror impensable para los funcionarios de un sistema
democrático.
Publicado en El Amante N°46 – diciembre 1995
190. Dossier Jerry Lewis
El terror de las chicas (The Ladies’s Man), Jerry Lewis, 1961.
Ver El terror de las chicas obliga a rendirse ante la evidencia de la genialidad
de Lewis, entendiendo por esta palabra abusada un nivel de libertad y
creatividad inaccesible para la gran mayoría de sus colegas. Supongamos que
esta película se exhibiera durante un mes en los cines de todo el mundo y se
obligara a los espectadores (y a los directores) a verla so pena de no poder
entrar nunca más al cine. Es posible que después de esta experiencia (un poco
totalitaria, hay que reconocerlo) la concepción universal de lo que es el cine
evolucionaría de manera favorable. Lo interesante es que algunos se reirían y
otros no (no hay nada tan subjetivo como la idea de lo que es cómico) pero la
importancia del film está en otra parte: es insuperable en su modernidad. No
hay un plano, una reacción de los personajes, un gag que sean previsibles.
Todo puede suceder detrás y delante de la cámara. Pero las acciones son tan
fluidas como los sueños porque los sueños no tienen estructura dramática, esa
cárcel en la que el cine está cada vez más preso. Pero tienen, en cambio, la
cuota de emociones primarias con la que la película está siempre conectada.
Estamos espiando el soñar de Jerry con sus pequeñas alegrías y sus profundos
terrores. Jerry no es un cómico como los demás a pesar de que domina tanto
los gags orales como los corporales y los visuales. Más aun, el personaje de
Jerry no tiene yo en el sentido de una “personalidad” sino un núcleo de
emociones primitivas: es el yo de los sueños, infinitamente variado pero al fin
coherente. Por eso puede ser infantil o adulto, dulce y violento, paranoico y
generoso y hasta multiplicarse haciendo de su madre o dividiendo su cuerpo
en réplicas que lo persiguen. El terror de las chicas se puede ver
interminablemente sin dejar de asombrarse por la imaginación continua, la
brillantez de la puesta en escena, la mezcla de banalidad cotidiana e
irrealidad, la ferocidad con la que los usos sociales quedan expuestos. Esta
pesadilla de inadecuación sexual, esta cabalgata por el mundo del cholulismo,
este grito de auxilio desesperado tienen lugar en el decorado más
extraordinario que se haya construido, esa casa de muñecas de geometría
indescriptible y de paredes optativas. Lewis es Godard en primera persona.
Publicado en El Amante N°46 – diciembre 1995

VI
1996
191. Mi querido presidente

Mi querido presidente (The American President), Rob Reiner, 1995.


Hay un momento siniestro en Mi querido presidente. Los militares y sus
asesores le exigen al presidente Michael Douglas tirar una bomba sobre Libia
para impedir una amenaza al país. La bomba es de pequeño alcance, el
suficiente para destruir una instalación militar enemiga. Douglas acepta
hacerlo sin vacilar pero tomando las precauciones para que muera la menor
cantidad de inocentes posible, mientras pone una cara grave y preocupada y
amonesta a un subordinado por tomar el asunto a la ligera. Toda la escena es
aparentemente prescindible, es solo una subtrama lateral en esta comedia
romántica y no agrega nada importante a la estructura argumental. Pero sin
embargo, el momento es esencial porque estamos ante un film de propaganda
electoral y el presidente Shepperd es apenas un alias poco disimulado de Bill
Clinton. Y en esa decisión del guion se juegan tres cosas fundamentales. Una
es demostrar la humanidad del personaje. La otra es mostrarlo como un tipo
decidido, capaz de resolver drásticamente la situación. La tercera, hacer que
la ficción esté lo suficientemente próxima a la supuesta realidad para que el
mensaje llegue con la mayor plenitud posible. Y en esta película no se trata
simplemente de jugar con la idea de que un presidente demócrata es mejor
que uno republicano, como ocurría en Presidente por un día. En esa película
todo se instalaba en el terreno puro de la fantasía y el presidente no se
ocupaba de cosas como esa sino de salvar chicos huérfanos restringiendo los
contratos militares. Y por eso justamente es siniestro ese momento: para
alcanzar la verosimilitud el film banaliza la muerte. Porque ese momento
lateral está acotado para no tener peso alguno sobre el resto que transcurre
entre bailes, escenas de amor y envío de flores. La muerte ajena no se
interpondrá nunca entre la pareja ni entre el film y los espectadores para
hacerles menos dulce la existencia, para evitar que sus risas y sus lágrimas se
derramen con la intensidad deseable. Las comedias románticas clásicas de
Hollywood transcurrían en el Reino de Nunca Jamás, un lugar en el que los
protagonistas no tenían que hacer cosas desagradables y menos ordenar la
muerte de nadie. Esas comedias eran tildadas de fábrica de sueños, pero lo
cierto es que una regla de oro ordenaba que no muriera nadie y que si lo
hacía, esa muerte pesara de algún modo sobre el destino y la conciencia de
los protagonistas. Mi querido presidente viola esa regla y construye un
mundo que no solo es más ficticio que el de sus ilustres antecesoras sino
además inconsistente: un mundo donde conviven la felicidad individual y el
asesinato colectivo, un mundo donde las acciones no tienen importancia si se
logran los objetivos. Podría argumentarse que este mundo se parece
sospechosamente al nuestro. No me parece: el otro mundo, el de la irrealidad
perfecta, funcionaba como copia de nuestros deseos inalcanzables. El de la
impunidad de las acciones es una deformación macabra del verdadero,
porque le injerta algo que este no contiene: justamente la felicidad. Y menos
aun, la felicidad de los funcionarios públicos, que solo pueden parodiarla con
la fama y el poder y la frivolidad. Cuando Capra –imprecisamente citado una
vez más por las críticas de Mi querido presidente– se topaba con estas
cuestiones, le salían finales fallidos y sus películas dejaban una sensación
amarga. Por eso era un director interesante. Para Reiner y su guionista
Sorkin, este no es un problema. Pero el que pasa a tener uno es su cine,
elegante y sólida artesanía al servicio de un imposible: disimular el drama de
los liberales americanos, que quieren evitar los desatinos de los
conservadores y demostrar al mismo tiempo que son tan americanos (es
decir, tan capaces de matar) como ellos. Sí, la película es fluida, ingeniosa y
emotiva, los actores están muy bien y Annette Bening tiene media hora
inicial de excelente comediante.
Publicado en El Amante N°47 – enero 1996
192. ¿Habrá sido así?

Este año descubrieron que estaba loco, así que este balance no puede ser
demasiado balanceado. Pero solo me di cuenta el día en que me encontré con
un tipo de la Escuela de Cine de Mendoza. No bien me vio me dijo: “¡Ah,
Quintín Gruñón!”, yo dije: “¿Quée?” y él: “Claro, allá te dicen Quintín
Gruñón, o Quintín el loco”. Por otra parte, en este número un lector uruguayo
me acusa de crítico hamletiano, haciendo referencia a las dudas del famoso
esquizofrénico. Con lo que el asunto de mi locura, secreto que yo creía
sepultado entre mis familiares y conocidos cercanos, ha trascendido al
dominio público por vía escrita.
Juro que cuando empezamos con El Amante yo no era así. Es decir, era
medio piantado y ciertamente gruñón, como Flavia bien puede atestiguar,
pero sabía una cosa con seguridad: qué películas me gustaban.
Los primeros síntomas empezaron hace ya algún tiempo, con unas notas en
las que me arrepentía de lo que había dicho antes. Y luego, la enfermedad se
hizo sistema. Hoy en día, no solo podría escribir simultáneamente una crítica
a favor y una en contra de casi cualquier película sino que no tengo certeza
alguna sobre lo que antes consideraba mis clásicos intocables ni mis
aversiones imperecederas. A esto se agrega otro fenómeno: tengo un
verdadero odio por casi todo lo que leo sobre cine, como si cada frase
estuviera destinada a destruirme. Esquizofrénico y paranoico. Eso es.
En este estado mental, llega el número de enero, me proponen listas y
calificaciones y me lleno de terror (ah, cuánto me gustaba al principio). Creo
que podría reemplazar todas las películas de mi lista de diez. Podría alterar
todas mis notas en más o menos 5 puntos. Podría declarar que me gustó The
Mask...
Pero hay una excepción relacionada con el mejor momento que el cine me
dio en el año. Era una noche tarde. Flavia estaba durmiendo. Yo estaba
aburrido. Prendí el televisor para hacer zapping hasta quedarme con el primer
partido de fútbol, béisbol, básquet o carrera de cucarachas que encontrara y vi
que empezaba una película llamada La ardilla roja, que después se estrenó en
Buenos Aires con el título Una vez, un amor, y me puse desganadamente a
verla. Cuando terminó pensé que había soñado. Había visto la película
imposible. Había algo en el film de Julio Medem que era distinto. Distinto a
esa equivalencia entre cine y vida real que se ve todos los días y que cada vez
me obsesiona más con su carga de psicología, verosimilitudes, emociones
prefabricadas, trucos de guion, efectos especiales. No quiero ver más thrillers,
dramas de la vida moderna, comedias románticas. No quiero tampoco ver
virtuosismos de salón, juegos de cámara, referencias cinéfilas, bodoques
sofisticados. Mejor dicho, sí quiero verlos, me interesan, pero sé
definitivamente que no puedo esperar de ellos un verdadero placer. Y me
interesan por eso, porque me gustaría descubrir por qué no me dan placer hoy
cuando me lo daban ayer. Es cierto que muchas de estas películas me hacen
llorar y reír, me intrigan y me atrapan, me muestran chicas lindas y paisajes
interesantes, pero no me hacen feliz más allá de la satisfacción que
proporciona el consumo. Como no me hacen feliz la televisión ni el fútbol.
Pero La ardilla roja me hizo feliz esa noche. Es una película inverosímil y
oscura y la recuerdo vagamente. Pero su sentido no venía impreso como un
cartel en cada escena y nunca pude saber a dónde iba. No es un cine difícil ni
solemne, no es un alarde ni una pesadilla. Es un sueño ligero, amistoso,
cercano, que no deja la huella de su materialidad sino la de una lejana
sensación que permanece. Es un cine de bajo presupuesto, sencillo, que
podría hacerse seguido si la gente no pensara que el cine es esa otra cosa, ese
mundo duplicado al que se supone interesante porque se toman todos los
recaudos para hacerlo sencillo y comprensible. El cine es una empresa
autoritaria que nos dicta cómo deben ser nuestros sueños, un Freddy Krueger
implacable e industrial que cree en la eternidad de sus recetas. Tal vez esto
tenga algo que ver con mis dudas, tal vez no. Creo que la idea de que el cine
es un panteón, un montón de experiencias pasibles de ser ordenadas de mayor
a menor me resulta cada vez más ajena. No soy responsable de mis actos
como espectador a los 8 a los 22 o a los 40. Me resulta cada vez más difícil
comparar lo que vi ayer con lo que vi hace diez años. Y hasta un año es una
eternidad. Perduran las historias, a veces los estilos, nunca los sabores. Me
aburren cada vez más las conversaciones cinéfilas y quisiera perder la
memoria definitivamente. Sé que hay experiencias cinematográficas que me
han marcado pero no guardo las emociones en la caja fuerte. Tal vez
beneficie a mi mal que haya cine en el manicomio. Tal vez no.
Publicado en El Amante N°47 – enero 1996
193. Todos los estrenos

Antes del amanecer (Before Sunrise), Richard Linklater


Elegante, tranquilo, pausado, Linklater es una excepción en el cine
americano. Mientras sus colegas independientes apuestan a la excitación
inmediata (Tarantino, Van Sant, Rodriguez, Ferrara...) o retardada (Hartley,
McNaughton) –y todavía no se estrenó Kids– los personajes de Antes del
amanecer no parecen tomar cocaína y el director los mira con calidez y
paciencia. Julie Delpy está escapada de una película francesa, mostrando que
los actores franceses jóvenes son superiores a sus colegas norteamericanos de
la misma edad (no solo si se la compara con el protagonista masculino, Ethan
Hawke, sino con Winona Ryder, por ejemplo). Linklater podría ser el
Rohmer americano si el tipo de ficción, los sentimientos y la resolución de la
película no estuvieran absolutamente inmersos en la dramaturgia del boy
meets girl, esto es, en una formula codificada. A diferencia de los de Rohmer,
los personajes de Linklater son lo que ellos mismos creen que son –y son tan
poco que su personalidad no atraviesa las escenas porque se nutre de lo que el
guion les dice que deben decir– y todo se vuelca a la chatura y la
previsibilidad. Y se remata en un final subrayado y obvio (las tomas de los
lugares vacíos) que ignoro por qué ha sido tan apreciado por muchos
espectadores.
Casas de fuego, Juan Bautista Stagnaro
Este podría ser el ejemplo del “cine argentino correcto”. El guion es
consistente, las actuaciones están bien (Solá especialmente, que se recupera
de los horrores de La nave de los locos), la fotografía es cuidada, el tema es
interesante, no hay torpeza ni desbordes de pretensiosidad en la dirección. El
problema es que tampoco hay gracia, sutileza, riesgo, ambigüedad ni otros
atributos que hagan que ir al cine valga la pena. Y para colmo, comparte
muchos defectos del cine argentino incorrecto: arcaísmo, simplificación,
demagogia, previsibilidad e insinúa otros peores: nacionalismo, machismo,
racismo (volveremos en el próximo número). En definitiva, esta película es
una puesta al día de un cine del que no emerge la personalidad de los
directores sino una ideología rancia y amordazante que solo puede expresarse
con clichés de supuesta corrección política.
Causa justa (Just Cause), Arne Glimcher
La película fascista del año. Uno de los pocos casos en los que el cine
americano revierte la tendencia habitualmente liberal del “cine problema”. El
film es una gran burla conservadora a esas películas a través del abogado que
encarna Sean Connery. Está construido para reforzar la idea generalizada de
que a los delincuentes sexuales (especialmente los negros que violan blancas)
hay que matarlos, si es posible previa castración y tortura. Pero es curioso ver
cómo la manipulación de los elementos de la trama al servicio de una causa
tan repugnante desnuda las mismas manipulaciones que uno está más
dispuesto a perdonar cuando se hacen desde la vereda de enfrente. Y en ese
sentido, es la película perfecta para darles la razón a los que rechazan las
películas que se justifican por el contenido: ellos también pueden hacerlas.
Comer, beber, amar (Eat Drink, Man Woman), Ang Lee
Ang Lee parece por momentos el nieto torpe, literal e insensible de Ozu.
Como en El banquete de bodas o en Manos que empujan, se trata de nuevo
de la diferencia entre generaciones, la relación del Taiwán natal con Estados
Unidos y las singularidades de la vida contemporánea. Pero todo está tratado
desde el primitivismo visual y afectivo tan molestos en Lee. Sin embargo,
todo esto esconde una trampa cuya clave está en el título original (Comer
beber hombre mujer). Al igual que ese título, el mundo que pinta Lee no está
articulado y el estilo de la película, la tosquedad de sentimientos, discursos y
decorados son, en definitiva, la expresión de un mundo que ha perdido la
capacidad de expresarse, que se ha quedado sin el sentido del gusto, como le
pasa al cocinero que protagoniza el film. El resultado es una película
moderna, que aniquila el tiempo y el lenguaje pero hace de esa aniquilación
su tema. El cine chino parece tener elementos tan sofisticados como su
comida.
Corazón valiente (Braveheart), Mel Gibson
Desde que se estrenó esta maldita película me la pasé consolándola a Flavia,
que había escrito una crítica adversa y recibía palos de todo el mundo. Y
coincido totalmente con ella: me parece una peliculita cargada de ideología
reaccionaria. Es muy probable que haya algo que se me escapa, porque no le
encuentro méritos capaces de despertar tantas adhesiones. Entiendo que a la
gente le pueda gustar Sol ardiente o Rápida y mortal y a mí no. Pero esta me
supera, acaso porque la Edad Media no me despierta mucha simpatía. El
famoso realismo de las batallas me importa un pito y después de verla no me
dieron ganas de salir a matar ingleses como dijo el excitado Ravaschino en
estas páginas, sino más bien de tomar un café pacíficamente y hablar toda la
noche de pavadas.
Disparos sobre Broadway (Bullets Over Broadway), Woody Allen
Esta película mejora notablemente en una segunda visión. Porque en la
primera media hora parece una comedia un poco sosa sobre el mundo del
teatro hasta que el increíble personaje de Cheech/Palminteri toma las riendas
y lleva el asunto para otro lado. John Cusack hace bien de Woody sustituto y
Allen le da otra vuelta de tuerca a uno de sus inventos más felices:
desdoblarse en el personaje de perdedor que lo representa física y
psicológicamente y el del ambicioso que es lo opuesto a él en aspecto pero
tiene el instinto asesino del triunfador. Tal vez el psicoanalista le haya
sugerido esta solución, pero es en parte gracias a ella que Allen ha alcanzado
una madurez desde la que filma con ligereza y gracia sin repetirse y sin
ponerse sentencioso.
El gran salto (The Hudsucker Proxy), Joel y Ethan Coen
Recuerdo vagamente que en esta película había un hula–hula, un protagonista
tonto, un jefe malo y una chica histérica. Y también un ascensorista siniestro
y referencias a Capra. Del mismo modo recuerdo que en Barton Fink había
un escritor y un asesino, en Educando a Arizona muchos chicos y que en
Simplemente sangre todos eran sureños y gangsters en De paseo a la muerte.
Sé además que los Coen hacían bonitas cosas con la cámara pero no podría
describirlas. Los juegos con la gramática del cine y con sus citas no tienen la
propiedad de despertar mi memoria. Problemas de la edad.
El libro de la selva (Rudyard Kipling’s The Jungle Book),
Stephen Sommers
Para que Santiago García no escribiera sobre todas las películas que suele ver
él solo (este número no hubiera salido a tiempo), hubo un llamado a la
solidaridad en la redacción con el fin de aliviarle de algún modo el trabajo al
gurrumín. Y me acordé de haber visto esta en un avión que aterrizó cinco
minutos antes del final. Desde la cabina nos pidieron perdón por cortar la
película en la que estaba muy interesado. Es una aventura bien contada, con
personajes atractivos, simpáticos animales, hermosos escenarios y sentido del
humor. Me gustaría tener doce años para animarme a ir al cine y ver los cinco
minutos que me faltan.
Fotos del alma, Diego Musiak
La primera escena del debut de Diego Musiak vale más que el 90% del
celuloide impreso este año en la Argentina. Hay en esta película un riesgo, un
fervor y una espontaneidad que escasean habitualmente en el cine. El
acercamiento al problema del sida de Fotos del alma no es sentimental ni
burocrático sino adecuadamente lúcido y solidario, despojado de metáforas y
falsas gratificaciones. Si la película delata la precariedad de su presupuesto y
el apresuramiento de su filmación, no lo hace sin que a cambio se filtre una
naturalidad no naturalista y una frescura no frívola que las producciones más
caras omiten sistemáticamente.
Germinal, Claude Berri
Esta película debe haber dado origen a la expresión “más larga que esperanza
de pobre” porque esos son el tema y la longitud desrespectivamente. Sé que
la última palabra no existe, pero la película de Berri tampoco. Es una
adaptación de la novela de Zola en la que se saltearon páginas de modo tal
que todo resulta siniestramente inconsistente, además de paternalista y
lacrimógeno. Un mamotreto más del cine de qualité francés.
La máscara (The Mask), Chuck Russell
En algún momento de la vida de la gente, el cine empieza a ser más atractivo
que el circo o el parque de diversiones. The Mask supone que ese momento
no existe, que el tipo de diversión que necesitamos sigue siendo el mismo que
en la tierna infancia. En ese sentido es una película revolucionaria porque
propone una teoría antropológica que acaso sea cierta: que la idea de las
diversiones para mayores de 8 es un simple error histórico que pronto será
corregido por el ejército capitaneado por Jim Carrey. En ese futuro, ni la
grosería ni la violencia gratuitas de este film serán criticables porque todos
seremos niños para siempre. Y las reglas del sistema tampoco.
La última oportunidad (Simple Men), Hal Hartley
La mejor de las películas que vi de Hal Hartley (me falta Amateur). Hartley
hace algo que va en contra de la sobreexplicitación habitual de pensamientos
y emociones del cine contemporáneo: sus personajes hablan como en el teatro
pero preservan el misterio de su conducta. El resultado es un cine psicológico
sin psicología en un estilo fuertemente europeo. Pero Hartley utiliza esta idea
en un contexto mucho más salvaje, con los modos y costumbres del suburbio
norteamericano y sin los parámetros de refinamiento cultural y de arraigo
histórico que trivializan el cine de un Téchiné o de un Sautet. Cuando le sale
(y aquí le sale), cuando evita su propia tendencia a la sofisticación gratuita y
suelta un poco el hilo, sus películas alcanzan picos de tensión y originalidad
más que interesantes.
La venganza de una rubia (La Vengeance d´une blonde), Jeannot Szwarc
Este es uno de esos bodrios del cine popular francés que en esta época
raramente llegan a Buenos Aires. Hecha con personajes que vienen de la
televisión, esta comedia de obviedades y situaciones groseras es
sencillamente berreta. No me animé a verla, pero me dijeron que Los
visitantes del tiempo, del mismo equipo, es peor.
Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County), Clint Eastwood
Eastwood sigue apostando alto y se resiste a repetirse o a pasar a cuarteles de
invierno. Volviendo sobre el drama romántico al que no se animaba desde
Interludio de amor (1973, con William Holden de protagonista), hizo llorar a
medio mundo. Pero la película es mucho más que una ocasión lacrimógena:
es la vida de dos estrellas de cine (gente a la que le pasan cosas mágicas)
observada por dos desconocidos, los hijos que representan a los espectadores
y cuya educación sentimental viene de la pantalla más que de la vida. Los
puentes de Madison es, al mismo tiempo, una película sobre el amor y una
película sobre el amor en las películas y una ocasión perfecta para que
Eastwood despliegue su clasicismo narrativo y su intuición cinematográfica
para sacar las cosas fuera de su contexto previsible.
Mario, María y Mario (Mario, Maria e Mario), Ettore Scola
El Partido Comunista Italiano parece pertenecer más al territorio de la
arqueología que al del cine, pero Scola se encarga de recrear su atmósfera y
de mostrarlo como la segunda familia en la vida de muchos italianos. El título
alude a la endogamia de ese grupo en la que la política y el amor se hacían
indistinguibles. Como Qué hora es, esta película sobria se beneficia por la
unidad de tiempo que evita la grandilocuencia de La familia (como se ve, un
tema recurrente). Curiosamente, este film del ocaso de la militancia es más
alegre y transparente que la mítica Nos habíamos amado tanto y su
naturalismo un poco adolescente.
Olvídate de París (Forget Paris), Billy Crystal
Una fiesta servida por Crystal y los guionistas Ganz y Mandel, el mismo
equipo de El cómico de la familia, los tipos más graciosos que hay hoy en el
cine americano. Bajo el pretexto de una comedia romántica que no tiene
ninguna sustancia dramática, lo que en realidad se cuenta es cómo los amigos
de la pareja protagónica se las arreglan para hacer el relato verdaderamente
interesante. De esto resulta un doble juego. Por un lado, una tonelada de
buenos chistes. Por el otro, una idea sorprendente: que la narración de
situaciones convencionales es una vía muerta y que es necesaria una
mediación o una ruptura que saque el acento de las emociones falsificadas de
la tradición hollywoodense. Notar que en Los puentes de Madison se aplica la
misma idea que no pasa por los flashbacks.
Prêt–à–porter (Ready to Wear/Pret–a–Porter), Robert Altman
Siempre pensé que el cine de Altman no era crítico como se dice por ahí sino
una celebración de la infamia con toques de moral puritana. Por eso esta
película me resulta más interesante que The Player o Shortcuts. Porque sin la
vergonzosa complicidad con el establishment hollywoodense de la primera ni
los torpes mensajes apocalípticos de la segunda, Altman consigue una
ligereza de tono que la hace ágil y divertida. Todo gira sobre el vacío y la
irresponsabilidad de la propuesta, pero gira aceitadamente y este gran party
de la moda le perdona la vida a todo el mundo, incluyendo a los espectadores.
El universo de Altman nunca incluyó el dolor ni la reflexión. Liberado
también de la monserga, funciona muy bien como jolgorio.
Quiz Show–El dilema (Quiz Show), Robert Redford
Acá hay un gran guion de Attanasio, un tipo capaz de escribir la escena de la
partida de póker, y una pobre dirección de Robert Redford, que se equivoca
todo el tiempo subrayando miradas que no vienen al caso, como si tuviera
una obsesión con gente que mira con cara perturbada o inquisitiva. Este es
otro film sobre la trama neoyorquina, sobre sus clases sociales, disfrazado de
una película acerca de la televisión, sobre la que no se dice nada que salga de
los clichés “Norteamérica era ingenua entonces” y “los poderosos son
intocables”. Y también es una película en la que los héroes, los villanos y los
actores no son lo que parecen. Para mí, la mejor actuación es la de Scorsese;
el tipo más infame es el padre con su moral de 3 por 5 y el verdadero héroe es
el oscuro ejecutivo interpretado por David Paymer, el único personaje que
ama algo de verdad (la televisión) en un film frio como un témpano.
Río salvaje (The River Wild), Curtis Hanson
Es patético ver a Meryl Streep remando esforzadamente en un bote para
ganar un Oscar para el que ni siquiera fue nominada. Es patético ver cómo la
trama se basa en que los chorros no pueden ir más que por el río mientras que
el marido llega caminando por la orilla. Es patético que se sigan haciendo
estos thrillers en los que la buena familia americana es acosada por un
psicópata. Es patético que el ruido del río se tape con la música de fondo.
¿Qué más?
Rouge, Krzysztof Kieslowski
Kieslowski debe ser el director que mejores principios de película construye,
incorporando todas las técnicas posibles para crear misterios y atraer la
atención que ha tomado del cine americano. También es un destacado alumno
de la escuela polaca y sabe filmar una escena, como aquella en la que
Binoche acaricia al perro atropellado. Pero también está empachado de
grandilocuencia y no pierde ocasión de destruir sus tramas a fuerza de
misticismo y sentidos profundos. Desgraciadamente, son las falsedades y los
excesos de su cine los que lo han hecho popular y en ciertas ciudades se lo
considera un sabio que conoce los secretos de la vida y el amor. Rouge se ve
con placer y tiene momentos de sorpresiva calidez a pesar de los ataques
demiúrgicos del director, de las fotos publicitarias, de las premoniciones y del
macaneo de esta trilogía que intentó demostrar desde la derecha que la
democracia es imposible y la religión imprescindible.

Solo ellas… los muchachos a un lado (Boys on the Side), Herbert Ross
Una versión más hollywoodense de Las mujeres también se ponen tristes,
fuertemente influida por Thelma y Louise, con su mezcla milagrosa de sida,
lesbianismo, escenarios rurales, diálogos audaces, etc. El resultado es un
cambalache que tapa una historia de amor entre mujeres con el follaje de
subtramas, personajes secundarios y detalles de ambiente que apuntan para
cualquier lado. Apostaría que la idea original era una road movie en la que
Whoopi Goldberg y Mary Louise Parker se iban enamorando en la ruta y que
todos los ingredientes adicionales fueron concesiones impuestas por los
productores para pasteurizarla. El resultado final es indigesto.
Stargate, Roland Emmerich
El principio es prometedor. El arqueólogo y el militar heridos por la vida, la
mujer misteriosa, los jeroglíficos, la puerta del tiempo, las instalaciones
secretas. Pero todo no es más que un prologo a la segunda parte al otro lado
del monumento misterioso. Allí nos encontramos con los escenarios de Dune
y una trama absurda que mezcla el suspenso barato, las acciones
inexplicables y el choque de culturas. Todo se va al demonio y es tan
inconsistente que el aburrimiento y el desinterés son inevitables. Es curioso
que un producto tan caro muestre este nivel de chapucería.
Tan lejos, tan cerca (Faraway, So Close), Wim Wenders
Wenders está a la deriva desde hace algún tiempo. Y es curioso porque el tipo
había sintonizado hace algunos años el punto de cruce entre la modernidad
cinematográfica y la apetencia de un sector importante del público, al punto
de transformarse en un ícono cultural. Esta segunda parte de Las alas del
deseo recupera la parte menos discursiva y más tierna de esa película y le
agrega una trama seudopolicial, elemento con el que el director ha jugado con
suerte diversa en La angustia del arquero frente al tiro penal, El amigo
americano, Hammett y Hasta el fin del mundo. Todo va más o menos bien
hasta que los personajes aparecen en un barco y es imposible saber de qué se
trata y para qué está todo eso. ¿Se recuperará Wenders algún día? Esa
pregunta es el loto del cinéfilo.
Publicado en El Amante N°47 – enero 1996
194. La red

La red (The Net), Irwin Winkler, 1995.


Hace poco, haciendo zapping a la noche tarde, me quedé viendo un rato de
Justicia para todos. Entre todas las cosas malas que tiene la película –que no
son pocas– lo que más me llamó la atención fue la actuación de Pacino: el
tipo hace tantos gestos ridículos que por un momento sospeché que su
personaje era rengo. Harto, cambié de canal para encontrarme con otro
pequeño engendro: Recuerdos, en la que Robert Duvall y Richard Harris
compiten por ver quién hace de viejo más choto. El resultado es un empate en
diez goles, a tal punto que Shirley MacLaine parece muy sobria en la
comparación. Cuando iba a apagar el televisor temiendo que si cambiaba de
nuevo de canal me iba a encontrar con Charles Laughton, descubrí que
también trabajaba Sandra Bullock. No solo estaba linda como un sol, también
parecía un ser humano. En La red también trabaja Sandra Bullock. No solo
está linda como un sol...
La red es una ficción paranoica que viola toda verosimilitud, según me
cuentan mis amigos informatizados, que saben mucho más del tema que los
hackers que aparecen declarando en los diarios. Tiene los peores diálogos que
yo recuerde últimamente y una característica extraña en su estructura. La
protagonista, perseguida por una organización mafiosa que quiere apoderarse
de la red, está sola contra el mundo (la ayuda que recibe es mínima) y, por
otra parte, los malos son –cuando aparecen– muy poco temibles. Esto va en
contra de las recetas del género, que prescriben la necesidad de antagonistas
potentes y la conveniencia de un toque romántico. Gracias a eso pude
disfrutar de casi dos horas a solas con Bullock, que como sabemos, está...
Pero además, me asusté bastante. No por escenas particulares sino por una
atmósfera general de imprecisa inquietud. Creo que Bullock y su estilo de
actuación tienen mucho que ver con esto: su espléndida sencillez, su cara de
trabajadora cansada y solitaria son un vehículo excelente para la combinación
de terror con voyeurismo a la que la película invita sin que pase nada
interesante. Si el cine tal cual lo conocemos, como afirma la crítica feminista
Laura Mulvey en un célebre artículo, está estructurado suponiendo una
mirada masculina, La red debería ser una prueba contundente de esa teoría.
Por acá me soplan que las mejores escenas las debe haber filmado el director
de segunda unidad, Buddy Van Horn, que fue jefe de dobles en las películas
de Eastwood y dirigió alguna de ellas, antecedentes más interesantes que los
del plomífero Irwin Winkler (Culpable, Noche en la ciudad).
Publicado en El Amante N°48 – febrero 1996
195. Diario de la red

Hace unos dos meses que tengo acceso a Internet. Descontando un par de
semanas de vacaciones disjuntas, el resto de este tiempo podría agruparse
bajo los rubros euforia, decepción, esperanza, rechazo, interés, aburrimiento,
aprendizaje, pérdida de tiempo y cualquier combinación de los anteriores.
Flavia ya anticipó algunos detalles de mi alienación en el número anterior y
lo cierto es que hubo varios picos de obsesión y agotamiento. Pero vayamos
por partes.
La World Wide Web, el lugar donde hoy en día ocurre casi todo en la red,
tiene toda la apariencia de ser un lugar infinito, una galaxia de puntos
llamados “sites” en los que sus creadores ponen material que oscila entre la
trivialidad y la excelencia. Hay que empezar por decir que la proporción se
inclina decididamente hacia lo trivial y si uno examina sites al azar (hasta hay
programas especiales para eso) se encuentra en la situación de los habitantes
de La biblioteca de Babel: uno sabe que en algún lugar está el libro que
busca, pero todo lo que encuentra son combinaciones de letras escasamente
significativas. Claro que uno aprende más o menos rápido a orientarse y
entonces tiene, a veces, la impresión opuesta de que todo está al alcance de la
mano. Por ejemplo, Alejandro Ricagno nos pidió material sobre Madonna,
especialmente entrevistas, para la nota que aparece en este número. Tras
poner las palabras mágicas “Madonna” e “interview” en uno de los
programas de búsqueda (“engines”) aparecieron no menos de diez reportajes
a distintos medios, más comentarios de los fans, más artículos filosóficos y
sociológicos sobre Madonna (incluyendo uno que lleva el sofisticado título
de Post–Reagan/Pre–Fascist Bodies and Feminist Disruptions). Ahora,
Ricagno nos había pedido también que averiguáramos los directores de los
videoclips de Madonna: tras cuatro horas de búsqueda (acá las palabras
mágicas “Madonna” y “videoclip” no funcionaron) solo pudimos encontrar
uno. El mal humor resultante es indescriptible y se agrava porque uno no
sabe si esa información no está en la web, o uno no fue capaz de encontrarla.
Cosas parecidas ocurren cuando uno busca datos sobre una película. Una
institución de la red es la Internet Movie Database creada por la Universidad
de Cardiff y que se reproduce en sites de Estados Unidos, Alemania y
Australia. Allí los usuarios pueden no solo consultar sino agregar datos y este
proceso de adición es continuo. Hay como 100.000 películas y montones de
filmografías (casi invariablemente parciales). Algunas películas tienen fichas
técnicas completas, críticas, detalles del rodaje, fechas de estreno, otras solo
el título, y uno se puede encontrar con sorpresas tales como que a la película
maldita que Aristarain hizo con capital americano (Deadly es uno de sus
títulos) se le agrega un codirector polaco (?). Estas cosas no ocurren, en
cambio, en la base de datos en la que el Ministerio de Cultura de España pone
a nuestra disposición todas las películas estrenadas alguna vez en España
(locales o extranjeras) con datos precisos que incluyen la cantidad de
espectadores.
El caos de la web favorece ciertas cosas y dificulta otras. Uno puede
encontrar montones de obras literarias completas en inglés cuyos derechos de
autor están vencidos. En cambio, es mucho más difícil (si no imposible)
encontrar foros de discusión que satisfagan lo que uno busca. Hay varios
lugares (grupos de usuarios, listas de correo, etc.) a los que uno puede
suscribirse para participar en discusiones sobre cine. Todos los días recibo
unos veinte mensajes por el correo electrónico de una lista que se llama
“Screen–L”, de la cual no pude sacar todavía nada en limpio. Esta búsqueda
me llevó incluso a un lugar que se llama “The Well”, con base en San
Francisco, cuyos socios forman parte de la intelectualidad americana.
Abonarse cuesta 20 dólares por mes y tiene pilas de conferencias sobre los
temas más diversos. En una de ellas (sobre cine) un tal Brook Hinton
proponía abrir una conferencia distinta reservada a temas estéticos y exenta
de preguntas sobre el último modelo de steadycam, la estructura de los
guiones y los números de la taquilla. Eso es lo que yo estaba buscando, pero
las respuestas le decían que se dejara de embromar. Finalmente el tipo abrió
su conferencia en la que unos 20 tipos, la mayoría estudiantes y cineastas
alternativos, discuten sobre la posibilidad de hacer un cine no narrativo, la
obra de Stan Brakhage y otros temas poco masivos sin entenderse demasiado
entre sí. Yo osé mandar un mensaje que protestaba contra la adoración por
Kieslowski y recibí algunas reprimendas. Esto plantea un problema más
general sobre el tipo de temas y relaciones apropiados para la web. Muchos
creen que la naturaleza del medio no permite pasar de lo meramente
superficial. Por otra parte, es difícil encontrar un tono justo a un modo de
comunicación que está entre la informalidad de la charla oral (aunque sin las
entonaciones y gestos que permiten introducir matices, lo que origina no
pocos enojos y malentendidos) y la olvidada tradición epistolar, mucho más
formal e impostada. Sin embargo, hay un contraejemplo local sumamente
interesante. Junto con la Internet, estamos conectados a una red local (o BBS)
que se llama Interlink, en la que también hay conferencias de todo tipo y
mensajes personales. Allí, Alejandro Piscitelli, un conocido personaje que
mezcla cualidades de gurú y epistemólogo, es capaz de juntar la Biblia con el
calefón a través de un diario electrónico que publica desde hace más de un
año. Uno puede leer todos los días (incluidos domingos y feriados) sus
extensos editoriales, que se ocupan desde el platonismo en la filosofía
occidental hasta el futuro de la ciencia, pasando por la política domestica.
Estas disertaciones tan magistrales como erráticas, colmadas de
iluminaciones y errores, vienen acompañadas de artículos de medios
convencionales y un repaso de las noticias del día. Leer diariamente el
Headline News (así se llama el pasquín cibernético) es una experiencia
mucho más interesante que deprimirse con la mediocridad y adocenamiento
del Clarín. El periódico, a pesar de sus obvias virtudes, padece de una
pequeña pero cerrada oposición interna de corte fascistoide, lo que da para
pensar que el miedo a la novedad es una fuerza poderosa a favor de la
esterilización de la red (por otro lado, navegar la web hace pensar que la
esterilidad ya puede estar definitivamente instalada). Y, hablando del Clarín,
en los últimos días me llama la atención que se hagan continuas referencias a
la Internet, para buscar los libros de Jane Austen, para enterarse del
casamiento de Prince o para seguir la partida entre Kasparov y la
computadora. Resulta curioso que el medio cuyas páginas de literatura o
espectáculos son modelos de vaciamiento conceptual so pretexto de su
difusión masiva insista en referirse a un recurso que no alcanza ni al 1% de
sus lectores. ¿Esnobisno?
Volviendo al cine, lo que proliferan en la red son críticas de películas a
cargo de reseñadores amateurs (hay varios lugares que estimulan a que los
visitantes manden su crítica). Uno de estos voluntarios reclama desde su site
el título de crítico más joven del mundo (creo que tiene 14 años, o algo así).
Los comentarios son casi invariablemente paupérrimos, pero su estilo no se
diferencia mucho del de los profesionales americanos, con su sistema de
estrellas, su demagogia y su ignorante soberbia. Junto con los sites amateurs
están los de las universidades, que desparraman estudios y artículos a diestra
y siniestra. Por allí guardé uno sobre el director taiwanés Hou Hsiao Hsien,
un verdadero libro, que incluye capítulos sobre la historia de la China
contemporánea y una extensa comparación entre los estilos de Hou y de Ozu.
El problema con estos artículos es su caótica proliferación, que termina
acercándonos peligrosamente a la sobreinformación (¿cómo cuántos se
pueden llegar a leer?). Ayer puse “Eric Rohmer” en un programa de
búsqueda y me pasé la noche leyendo un artículo que sostenía en el
equivalente de unas veinte páginas que los directores de la Nouvelle Vague
eran poco menos que agentes del fascismo (tenía lo suyo, sin embargo) y otro
que estudiaba la relación entre el catolicismo de Rohmer y su cine. A esta
altura hay que señalar que el idioma inglés domina ampliamente por ahora la
web y que las críticas de contenido dominan ampliamente en los trabajos de
los universitarios americanos.
En la web va resultando cada día más difícil informarse que comprar. En
efecto, cuando se solucione el problema de seguridad (y todo el mundo está
atrás de eso) de modo que sea imposible adulterar las órdenes de compra
basadas en tarjetas de crédito, la Internet corre el riesgo de transformarse en
un gigantesco shopping center. Pero ya hay mucha gente en la tarea de
vender y no es difícil comprar. Ejemplo: queríamos encargarle a mi cuñada
que nos trajera de Estados Unidos el CD–ROM de Cinemania, que incluye
varias guías y enciclopedias (Maltin, Katz, Ebert, Kael), además de fotos,
fragmentos de películas, etc. Como ella no lo encontró en la tienda, miramos
el site de Microsoft, elegimos la página de “Cinemania” de un menú y
obtuvimos la información del precio (unos treinta y pico de dólares) y el
número de teléfono para llamar y que se lo enviaran a domicilio (en EE.UU.).
En esa página nos enteramos de que cada mes se publican actualizaciones
gratuitas que se pueden bajar de la web e incorporarlas al programa. No todo
es fácil, sin embargo: bajar las cuatro actualizaciones me llevó más de dos
horas. Por si no lo dije aún, la red es lenta y pasarse unas horas esperando
conexiones produce síntomas que incluyen el hastío y el dolor de cabeza.
Como sabrán los lectores, desde hace dos números venimos publicando
nuestra dirección de correo electrónico. Los resultados no han sido muy
prolíficos, pero sí gratificantes. Publicamos a continuación dos cartas
recibidas por esa vía. Notarán algunas cosas extrañas en la ortografia: la
orientación hacia el inglés hace que no se puedan usar eñes ni acentos (ni
diéresis, ni otro montón de símbolos)
Carta 1 (la primera que recibimos)
Hola Amantes!
Gracias por esta nueva posibilidad de comunicarse con ustedes! Muchas
veces leyendo la revista se me ocurren comentarios (no en este momento)
para hacer que finalmente quedan desechados por diferentes motivos: uno de
ellos es el hecho de escribir una carta y olvidarse de mandarla, por ejemplo.
Espero que tengan buen ano (y anio tambien) y que les vaya menos peor que
este 95 que se va (tipico saludo en epoca de crisis!). Un abrazo y beso grande
para todos y arriba los corazones!
Claudio Guidotti
Carta 2 (la última)
Para alguien que vive con muy poca guita por mes y paga alquiler adquirir El
Amante es verdaderamente grandioso. Pensar que con el precio de la revista
me alquilo tres peliculas o en peores lugares cuatro.
Soy Alicia, tengo 25 anios, laburo, tengo un hijo re–lindo de cuatro anios y
soy adicta a ver peliculas. (En video, el cine en San Luis no existe.) En
realidad mi carta es para contarles que anios atras lei algunos numeros de la
amada El Amante. Desgraciadamente tenia que ir a sentarme a un living frio
y silencioso en una mesa de vidrio para poder leerlos, ya que la duenia de la
casa y de las revistas es una asquerosa coleccionista conservadora que me las
prestaba de esa unica manera. Despues paso el tiempo y hace un par de
semanas pasaba por el kiosco y vi El Amante 47 que sera mi numero de
suerte... La vi y dije la quiero ya. Tengo todo el cine del 95 en mis manos.
Contado de una manera hermosa, el 95 en cine me dejo casi satisfecha.
Literalmente la revista es muy buena, crei por momentos que estaba leyendo
los Fragmentos... de Barthes. Algunos balances personales me divirtieron
mucho, otros me pegaron una cachetada, son sencillamente geniales…
COMO SE PUEDE SER MEJOR CUANDO SE ES PERFECTO? Quintin,
me pasaria horas escuchandote. Y mi amor a Santiago, si te quiero con tu
balance personal, con este regalo tambien te quiero: tu haces de mi vida esta
ceremonia demasiado pura. A. Pizarnik.
Que ningun amante se ponga celoso, todos me acompanian al banio a
descargar, a la cocina a tomar mate y algunas veces aparecen todos debajo de
mi cama con algunas pelusas en las palabras.
Deseo un 96 con muchas producciones para mirar y para que ustedes puedan
seguir escribiendo.
Nos veremos alguna vez.
Alicia
PD: Santiago me contenta ser la segunda o quinta, para mi Jodie tambien es
una Megaidola. Un abrazo.
Bien, ¿es buena la red, para qué sirve, qué lugares tiene para visitar,
sobreviviré a ella? Más respuestas o más interrogantes en el próximo número.
Publicado en El Amante N°48 – febrero 1996
196. El ruso, el tano y la puta

Casino, Martin Scorsese, 1995.


Jorge García definió Casino con una frase ingeniosa: “es menos de lo
mismo”. No estoy seguro de que sea así. Ni siquiera me atrevería a decir que
es una mala o una buena película. Pero sí me animo a decir algo más radical:
no me interesa. No me interesa saber si es buena o mala y tampoco me
interesa Casino. Sé muy bien que una afirmación como esta es impropia de
un crítico. Lo que a mí me interese o deje de interesarme no es motivo de
interés. Pero aun así, prefiero aferrarme a esta frase que tratar de analizar
Casino con alguna pretensión de objetividad. Si intentara ser objetivo,
debería decir que se trata de una película realizada brillantemente (quizá
debería agregar “como solo Scorsese puede hacerlo en el cine americano”) y
que, además, tiene no solo momentos extraordinarios de lo que podría
llamarse el género del falso documental, sino además un humor visual
corrosivo y sutil. Hay en Casino una sensación de ridículo, de exceso, de
extravagancia que seguramente lo convierte en un film disfrutable para
muchos. Pero, personalmente, no pude disfrutar de una película en la que
Scorsese, por enésima vez, pone en el centro del mundo sus viejas
obsesiones: sus muchachos de barrio ascendidos a gangsters, su desprecio
absoluto por las mujeres, sus parábolas sobre el infierno y la caída, sus
moralinas sobre el poder corruptor del dinero y su reducción de la
experiencia humana a la ambición y el pecado.
Tengo la impresión de que Scorsese es un caso único, asimilable a ese
especialista que, a fuerza de perfeccionarse, llega a saberlo todo sobre nada.
Con los años, su cine ha alcanzado un grado superlativo de exquisitez al
servicio de una mirada sobre el mundo que a fuerza de hurgar en ciertos
núcleos emotivos de la adolescencia ha condenado a todo lo que cuenta a
perder de vista paulatinamente todo atisbo de madurez. Veintitrés años
después de Calles peligrosas, Scorsese vuelve a plantear en Casino el mismo
conflicto entre dos personajes idénticos: el cobarde racionalista y sensato
contra el valiente instintivo e imprudente. Pero los años no le han pasado en
vano: como la memoria de los viejos afectos, estos se han vuelto sosos.
Porque De Niro y Pesci ya no se quieren como se querían Keitel y De Niro.
Son capaces, en cambio, de urdir planes complicados, de quebrar sus códigos
de lealtades mientras que su riqueza los ubica en un panorama aparentemente
más amplio, pero de hecho solo más glamoroso. Pero esa tensión, esa
inquietud que no desdeñaba ciertos tintes homosexuales, que el director no
resolvía porque no podía entenderlos del todo, ha virado hacia una sabiduría
absoluta sobre los laberintos de sus mentes perdiendo, al mismo tiempo, todo
rastro de vida verdadera. De Niro y Pesci son dos marionetas que terminan
compartiendo una mujer a la que desprecian. Los dos protagonistas
masculinos son ahora, para colmo, las caricaturas del judío y del italiano
mientras que Sharon Stone resulta una caricatura de mujer (y la historia, la de
una amistad quebrada porque un tipo confía en una puta). Paradójicamente,
cuanto más refina Scorsese sus personajes, más previsibles se hacen, mas se
acercan al cliché. Llega un punto en el que comprendemos que para que De
Niro sea interesante debe cambiarse de traje 52 veces (no las conté, lo ha
dicho el propio MS), que para que Pesci sea interesante debe aparecer en una
cantidad suficiente de escenas brutales (aquí no sé cuántas), que para que
Stone sea interesante debe hacerse alcohólica, drogadicta y llorar muchas
veces (acá tampoco sé) y, de paso, ganarse un Oscar. Lo de Stone es
particularmente grotesco, con su gigoló ridículo y sus actos de violencia
contra su propia hija. Casi diría que son interesantes solo porque son ricos y
poderosos. Y aunque siempre queda la excusa de que los personajes eran así,
lo cierto es que estas preocupaciones terminan convirtiendo a la puesta en
escena en esclava del diseño de modas, de la violencia explicita y del
sensacionalismo periodístico. Como si todo lo que Scorsese fuera capaz de
hacer cinematográficamente se redujera al zapping entre tres canales de
televisión cuyo sentido es la mera producción de imágenes impactantes.
Porque en definitiva, Casino tiene todas las lacras de la producción
audiovisual más bastarda y más literal. Sin ir más lejos, otros dos canales en
los que Casino se descompone son producto de la literalidad más directa. Se
nos dice en off que Las Vegas es el templo del dinero y se muestran
continuamente monedas que corren. Se nos dice en off que Las Vegas está en
el medio del desierto y la cámara sale cada rato a explorar las afueras. Claro
que si alguien se quejara de que el personaje de Sharon Stone es humillado
como nunca lo son los hombres, alguien podría responder que son esos
hombres los que la consideran un objeto. Y si alguien objetara que las únicas
prácticas sexuales de esos hombres parecen ser la fellatio y la sodomía,
podría responderse de la misma manera. Y si alguien preguntara por qué
nunca aparece un negro en las películas de Scorsese, nos podrían contestar
que sus personajes no se mezclan con los negros. Pero esta es la misma
historia de los sacos de De Niro: si uno cuestionara la necesidad de tantos
cambios de vestuario, la misma voz diría que ese tipo se cambiaba ocho
veces por día Pero lo cierto es que esta sociedad que Scorsese nos muestra en
la pantalla termina siendo muy curiosa: no hay negros, las mujeres son falsas
por naturaleza, los tipos viven obsesionados por la ropa y jamás les dan
placer a las mujeres (aclaremos que se supone que todo ocurre en los 70).
Estoy escuchando a la voz de antes gritar que esto es una acusación de
incorrección política, una rémora moralizante. Respondo que esto es lo que
Scorsese elige mostrar en la pantalla. Y que si esta minisociedad machista,
brutal y racista que es la de Casino es simplemente el mundo en el que viven
sus personajes y que esto no tiene nada que ver con la moral, por qué es
entonces que Scorsese contesta en una entrevista (Sight& Sound, enero del
96): “Sí, es Sodoma y Gomorra. No quisimos insistir demasiado pero esa es
la idea. Ganar el paraíso y perderlo por culpa del orgullo y la codicia, esa
antigua historia del Viejo Testamento”. Scorsese es capaz de tomarse el
trabajo de decir (otra vez desde la omnipresente voz en off) que Las Vegas es
una ciudad corrupta, que ahí te roban el dinero y terminar protestando porque
ahora parece Disneylandia y los matrimonios dejan a los chicos en la calesita
mientras se juegan el dinero de los préstamos hipotecarios. Pocas veces vi
una película que declarara tan explícitamente su intención de moralizar y que
lo hiciera desde un puritanismo tan abyecto: “Esta ciudad atenta ahora contra
el núcleo americano, contra la familia”, sigue diciendo Scorsese en la
entrevista. Esto ya es demasiado para mí. Si nadie puede obligar a los
cineastas a abandonar sus obsesiones, tampoco es obligatorio ocultar que su
virtuosismo puede estar al servicio de las simplificaciones más reaccionarias.
Lejos de estar ajeno a la moral de sus personajes, Scorsese elige un mundo y
una moral. Las ficciones de Scorsese no creen en la integración racial, pero sí
en la defensa de la familia. No aceptan la igualdad entre los sexos, pero sí las
moralejas de la Biblia. Reniegan de la modernidad pero les seducen los
desfiles de modas. Casino muestra con deleite el antro del vicio, los juegos de
poder, la violencia canallesca desde una visión que las condena en nombre de
la moral más convencional y desde las leyendas del sentido común. Pero para
hacer actuar esas leyendas debe recurrir a un horizonte de pobreza vital y
poblar la pantalla de monigotes a los que solo su arcaísmo les permite ser los
objetos de la fábula.
Algunos suponen que las historias de Scorsese muestran la tortura del alma
en el infierno y confirman que la vida humana, ese valle de lágrimas, se
reduce a la vieja historia de la caída (ver la secuencia de títulos), la
corrupción y el pecado. Pienso que es exactamente al revés: que para
permanecer en el terreno de esas supercherías religiosas, Scorsese necesita
empobrecer cada vez más el mundo y encerrarlo en los circuitos de la
trivialidad. Por eso no me interesa Casino.
Publicado en El Amante N°49 – marzo 1996
197. Un rostro con tres trazos

Tengo un recuerdo de la visita de Oliver Stone a la Argentina hace un par de


años, cuando quería filmar Evita. Una rubia de minifalda, de cuyo nombre no
me acuerdo, lo entrevistó en televisión. Stone estaba muy desprolijo, con la
barba medio crecida, daba la impresión de estar drogado o borracho e
intentaba manosearle la pierna a la rubia. Un tipo agradable no me pareció.
La mano (1981) es el segundo largometraje como director de Stone. El
primero, Seizure (1974), es muy difícil de encontrar pero también es una
película de terror, como la anterior. En el medio (1978), Stone escribió el
guion de Expreso de medianoche, una película racista, manipuladora y
berreta que fue la segunda de Alan Parker, que también visitó la Argentina
para hacer Evita pero, a diferencia de Stone, lo va consiguiendo. ¿Cómo se
las hubiera arreglado Stone para hacer una película musical en la que no hay
ningún personaje norteamericano? Nunca lo sabremos y tal vez sea mejor así.
Pero volvamos a La mano. Michael Caine es un dibujante y guionista de
historietas que pierde su mano hábil en un accidente. A partir de ahí, en una
ambigüedad que se mantiene a lo largo de todo el film, la mano empieza a
estrangular gente, pero no se sabe si actúa por su cuenta respondiendo a los
deseos del protagonista o este sueña que los mata la mano pero el criminal es
él. Caine siente horror y culpa ante los asesinatos pero también placer y
satisfacción. Aparentemente, y a diferencia de Caine, Stone resuelve sus
contradicciones convirtiéndose en un cineasta del arrepentimiento. Sus
películas hablan de gente que se arrepiente de querer la guerra (Nacido el
cuatro de julio), de ser frívolo (Salvador), de la vida de yuppie (Wall Street),
de no haber querido a Kennedy (JFK), de andar matando gente (Asesinos por
naturaleza), de ser un ídolo del rock (The Doors). Todas estas películas y las
otras como Pelotón, La radio ataca, Entre el cielo y la tierra, en las que los
villanos son siempre del mismo bando, hacen pensar en un tipo que eligió la
guerra, votó por Nixon, detestó a los liberales, a los extranjeros y a los
derechos humanos y que edificó su carrera para expiar sus culpas de
juventud. Pero entre La mano y Pelotón, Stone participó en los guiones de
Conan el bárbaro (Milius), Manhattan Sur (Cimino), Scarface (De Palma), en
los que la gente no se arrepiente de nada y representan, más bien, el costado
pesado y reaccionario de la cinematografía americana. Conan y Manhattan
Sur son en buena parte las fábulas del machismo etnocéntrico y belicoso que
horroriza a los liberales. En todo caso no son películas bienpensantes como
las que Stone dirigiría después y sobre las que edificaría una imagen de
realizador casi militante con agregados de budismo y chamanería. En La
mano, el protagonista veía las cosas de otra manera. Cuando Caine pierde su
miembro útil, su editora le sugiere que le pase el trabajo a otro dibujante. Los
resultados de la primera prueba lo horrorizan: su héroe en manos del otro tipo
(de aspecto hippie) se espiritualiza y Caine declara: al hacerlo más profundo
lo han debilitado. Para colmo, el protagonista pierde a su mujer por un
profesor de yoga y a su amante a manos de un psicólogo, dos disciplinas que
odia con toda su alma y que representan el corazón de una sensibilidad
opuesta a la suya. Caine se va a enseñar a un pueblo perdido donde las
sofisticaciones blandas e intelectuales que repudia no llegan. La película
plantea la lucha entre dos mundos y el director elige con certeza uno de ellos
al hacer que Caine se mantenga en su posición de resistente bárbaro ayudado
por su mano vengadora y destinado a la derrota. Para colmo, Stone hace un
breve papel de pordiosero en una escena que vira al blanco y negro. Sin
embargo, el Stone director hará en el futuro películas potables para profesores
de yoga y psicólogos, como si el dibujante comprendiera por fin que la suya
es una batalla perdida. Esas películas seguirán siendo, como quería el
artesano manco, fuertes y superficiales. Premonitoriamente, en una escena de
La mano, Caine les explicará a sus alumnos cómo lograr la solidez de un
rostro con tres trazos. Casi como una expiación de las culpas de Caine, Stone
construirá películas en las que acumulando obsesiva e infinitamente esos tres
trazos reivindicará a vietnamitas, hippies, latinos, izquierdistas y mujeres. Lo
hará con suerte despareja, con voluntad de hierro, sin que la profundidad las
debilite nunca y con un dejo palpable de insinceridad. Luego vendría Nixon.
Cada vez que veo JFK en el cable me pasa lo mismo: la descubro haciendo
zapping y no puedo dejar de verla. No sé si es un mérito de la película, pero
lo cierto es que me resulta imposible evitar fascinarme con el relato de que en
Estados Unidos hubo un golpe de Estado en la década del 60 y que en ese
golpe participaron desde el vicepresidente hasta miembros importantes de
todas las agencias de seguridad, pasando por el ejército, los magnates de la
industria, la mafia, los exiliados cubanos y los gays de Nueva Orleans. Si esta
no es la mejor historia jamás contada, le anda raspando. Tan buena es esta
historia que obligó a reabrir la investigación sobre el caso, sepultada bajo
toneladas de papeles burocráticos durante treinta años. No casualmente, la
película termina con un largo alegato del fiscal: está construida como un caso
jurídico en el que se acumulan evidencias verdaderas o falsas pero que
contribuyen a probar lo que la parte desea. Stone trabajó con la meticulosidad
y la energía de un buen abogado y el resultado es macizo como una roca pero
abrumador como un expediente. Con JFK, Stone redescubrió el cine por
acumulación, un procedimiento utilizado antes en Intolerancia o en El
ciudadano y no muchas veces más. Esto no indica, claro, que Stone sea
Griffith o Welles, pero habla de su ambición en tiempos más bien raquíticos
(salvo cuando se trata de efectos especiales) y de que se anima hacer las cosas
a lo grande. JFK es una película superpoblada de personajes, de formatos
fílmicos y de argumentos que funciona como una aplanadora. Para revivir ese
episodio vergonzoso de la historia americana hacía falta algo semejante. Pero
aun así, hay algo en JFK que sigue sonando falso: tal vez sea la intención de
Stone de llenar todos los baches, de confundir lo que es ficción y realidad,
como un abogado que mezcla argumentos valederos con chicanas jurídicas.
Como si el fin justificara los medios tanto en estética como en política.
De JFK a Stone le quedaría esta idea del cambalache fílmico y la aplicará
con suerte diversa en Entre el cielo y la tierra y en Asesinos por naturaleza.
La primera es una sanata con pretensiones budistas cuyas imágenes son
fundamentalmente de violencia: una estética que intenta servir a una ética de
sentido opuesto. Norteamérica por boca de Stone se sigue arrepintiendo
insinceramente de sus pecados. El último de ellos es la televisión y otra vez
usa aquello que critica como procedimiento cinematográfico. Pero a
diferencia del film anterior, aquí el cambalache funciona más allá de las
intenciones de Stone y asistimos a un show televisivo de proporciones
dantescas aunque todo termine en un nuevo arrepentimiento falso y en una
banal reivindicación de la vida bucólica.
En Cobb, película de Ron Shelton estrenada directamente en video, se trata
la vida de un famoso y psicótico beisbolista que encarna la ambición
desmedida y vive recitando lo más repugnante del credo de la derecha
americana. Todo el film gira en torno de esa idea de grandeza, tema favorito
del sujeto. Todos los personajes creen en ese asunto salvo Lolita Davidovich,
en boca de quien Shelton pone una de las pocas frases felices del film: “la
grandeza está sobrevaluada”. Un film sobre la vida de Richard Nixon
merecería empezar –o terminar– con esa frase. No sería el film de Stone, por
cierto, pero hay una frase referida al tema en Nixon que queda a cargo de
Kissinger: “este hombre estuvo a un paso de la grandeza pero nunca pudo
alcanzarla”. Y aunque Stone hace lo posible por mostrar –o por declamar– los
logros de la administración del personaje, la película termina mostrando que
si la mayor preocupación de Nixon hubiera sido el golf como la de sus
colegas republicanos Eisenhower o Reagan y no la gloria, las cosas no
hubieran sido demasiado diferentes. En Nixon, Stone repite los trucos
aprendidos en las películas anteriores y nos bombardea con cortes infinitos,
imágenes de video y todos los ángulos de cámara posibles, nos abruma con
discursos y hechos verídicos, multiplica asesores y villanos como si nos
enfrentara con una nueva pieza épica. Sin embargo, esa parafernalia
construye algo muy distinto de la visión de un personaje histórico y su
circunstancia. Nixon es una ficción sobre un tipo nacido en un pueblo que
llega a presidente y que cae en desgracia por sus características psicológicas.
Ese personaje podría haberse llamado Pérez, podría no haber existido nunca,
podría no haber tenido nunca a Kissinger como secretario de Estado.
Finalmente, Stone recurre a aquello que el personaje de Michael Caine más
odiaba: la psicología. Y le construye a su Nixon una niñez traumática, un
perfil de intensa represión sexual y una personalidad paranoide. Y por
primera vez se hace profundo aunque sus procedimientos cinematográficos
de supuesto verismo no apoyen ahora en lo más mínimo la solidez de la
película. Pero no profundo porque esas explicaciones sean demasiado
convincentes, porque a alguien vaya a importarle que Nixon tuviera un
complejo con Kennedy porque John se pareciera a su hermano muerto. Ni
tampoco porque estas desventajas justificaran la prolongación innecesaria de
la guerra de Vietnam y sus muertos. Sino más bien, al contrario, porque lo
que Nixon logra es poner a su protagonista en una situación imposible y darle
así, por primera vez, un aliento trágico a una película de Stone. Ese imbécil
ambicioso que encarna
Anthony Hopkins no puede hacer más que autodestruirse porque está
atrapado en su propia leyenda sobre la grandeza. Y la realización de Stone se
encarga de poner de manifiesto, mediante la contradicción entre
documentales de lo visible y ficciones de lo invisible, que la sacrosanta
institución americana de la presidencia no está hecha a escala humana y que
el mandato familiar de ser grande sin saber cómo se hace, solo puede acabar
en desastre. Ese Nixon que no puede abrazar ni a su hermano tuberculoso ni a
una prostituta, que no puede bailar ni hacer deporte, es una figura patética a la
que su falta de humanidad hace definitivamente humana. Y por contraste,
hace inhumano aI sistema. No a ese grupo de conspiradores con los que
Stone sigue insistiendo en representar al establishment siguiendo la
explicación de Sutherland en JFK, sino al conjunto de los engranajes que
sostienen la cotidianidad presidencial para ocultar que el huésped de la Casa
Blanca puede ser un monstruo. La tragedia de Nixon es que esta vez no hay
redención ni arrepentimiento, no hay conversión ni lucidez a posteriori. El
único que podría arrepentirse ahora es Michael Caine. Nixon se hunde
irremediablemente porque ese es su destino de pequeñez. Por primera vez,
Stone acepta la muerte, asume que los consejos del padre no alcanzan –como
en Wall Street o en Entre el cielo y la tierra– para mantener una vida digna y
acompaña a su criatura hacia la destrucción. Cuando la película termina,
durante los títulos del final, se elogian las acciones de Nixon como
presidente. Y a Stone le pasa algo parecido a su Nixon, la falta de sinceridad
lo hace sincero: a esa altura la gente se va del cine y a nadie le importa quién
restableció las relaciones con China.
Sospecho que de algún modo, a pesar de que la encaró con poca sutileza,
Stone se debe haber ganado a la rubia de la entrevista. Como Nixon, es de los
que logran lo que se proponen. A veces, como en Nixon, más de lo que se
proponen. Tal vez la película sea una forma de exorcizar el haberlo votado
aunque nadie nos asegura que no lo haría nuevamente.
Publicado en El Amante N°49 – marzo 1996

198. Los santos inocentes

Todo por un sueño (To Die For), Gus Van Sant, 1995.
Este no es el tipo de película que permite al público identificarse con los
protagonistas, ni siquiera sentir una remota simpatía. Pero, cosa curiosa,
tampoco se burla de ellos aunque tiene todo servido para hacerlo. Todo por
un sueño es comedia negra a veces, nunca farsa. En este paso que no ha dado
el director Van Sant reside gran parte de la gracia de esta película altamente
inteligente y equilibrada. Sorpresivamente equilibrada para Van Sant,
después de algunos desbordes en Mi mundo privado y del descontrol absoluto
de Las mujeres también se ponen tristes. El tono recuerda más bien al de
Drugstore Cowboy, aunque la historia de esta pueblerina deslumbrada por el
estrellato que seduce a tres adolescentes oligofrénicos para que maten al
marido no da en principio ni para condolerse con los padecimientos de los
personajes. El film es frío y calculador como la rubia Suzanne Stone (Nicole
Kidman con un apellido que puede ser una alusión a su compañera de pelo
Sharon o más bien una burla a don Oliver, seducido como ella por la TV en
Asesinos por naturaleza). Pero, un momento, que la cuestión no es tan así.
He leído que el film es una crítica a la televisión o, mejor dicho, a los
efectos de la televisión sobre la gente. Me parece un comentario tan palurdo
como los protagonistas, propio de alguien que no leyó a Richard Key Valdez,
que nos ha demostrado una y otra vez que no miramos televisión sino que
somos la televisión: la televisión es incriticable so pena de insoportable
arcaísmo. Creo, en cambio, que el tema de Todo por un sueño es justamente
los palurdos, una nueva variación en la galería de marginales de Van Sant
que arrancó en Mala noche con el submundo latino, siguió con el de la droga,
el de la prostitución masculina y el de las lesbianas para recaer en este que en
el fondo es el más marginal de todos: ese horizonte mayoritario del
cholulismo en el que los participantes pueden intentar todo menos usar la
cabeza. Elegidos los palurdos como sujeto, Van Sant hace un movimiento
poco visto. Por un lado, los declara inútiles para todo servicio intelectual. La
rubia, los tres imbéciles y el marido que no lo es menos no tienen la más
pálida idea del mundo en el que viven, se engañan al punto de autodestruirse
y acá no hay un guion a la Forrest Gump que venga a salvarlos (el guionista
es Buck Henry, que hace de profesor y si se considera que escribió El
graduado, ¿Qué pasa, doctor?, El día del delfín y Protocolo, queda claro que
la decisión de no salvar a nadie proviene más bien de Van Sant y su puesta en
escena). La rubia engaña a los imbéciles y al marido pero resulta la más
engañada de todos: en una de las frases más lapidarias de todos los tiempos
nos enteramos de que el puesto de reportera meteorológica en un canal de
cable local, que la rubia considera el primer paso de su futura carrera, es el
escalón más alto al que puede aspirar en su vida. Y esta situación es un
insulto a las tradiciones de Hollywood que prescriben que el ascenso de un
protagonista es ilimitado aunque empiece de muy abajo y tenga pocas
condiciones. Pero la rubia cree en la leyenda y esa es su ceguera. Van Sant se
ubica así a una distancia olímpica, francamente aristocrática desde la que
declara que no hay futuro para los palurdos, lo que implica (recordemos que
la rubia intenta iniciarse en el video) que su propia condición de cineasta, de
parte del mundo de la cultura y el espectáculo, les será por principio
inaccesible a sus criaturas, que no tendrán lo que él posee sino una mala
caricatura. El cine americano, en cambio, desde Capra hasta Forrest Gump,
Nixon o Get Shorty, vivió siempre de su populismo, de la creencia en la
igualdad de oportunidades y ocultó celosamente toda evidencia en contrario.
Esta mirada aristocrática es abiertamente un eje del cine de Van Sant que,
como Keanu Reeves en Mi mundo privado, podrá enamorarse de River
Phoenix pero jamás ser como él, un eje que al perderse buscando una
posición de igualdad y simpatía como en Las mujeres también se ponen
tristes puede desbaratarlo todo.
Pero el movimiento de Van Sant es doble. Como si se tratara de la última
voluntad de los condenados, les concede a sus personajes la posibilidad de
expresarse a su manera y los muestra en buena parte del film mediante flash
forwards en los que se expresan a su manera frente a una cámara, como las
figuras televisivas que aspiran a ser. Allí la cámara oculta parcialmente el
contexto (solo al final sabremos dónde ocurren estas filmaciones) negando la
parte esencial de la verdad, exactamente como hacen los protagonistas. Y en
este gesto de generosidad no solo aparece el equilibrio de la película, sino
que en el modo de mostrar la inocencia de esas caras vírgenes de todo talento
puede leerse una forma de piedad y hasta de envidia que sobre el final llega
hasta a confundirse con emoción.
Publicado en El Amante N°49 – marzo 1996
199. Historia de una monja

Mientras estés conmigo (Dead Man Walking), Tim Robbins, 1995.


Hay un momento que suena acomodaticio y periodístico en Mientras estés
conmigo, como si tratara de darle una parte de razón a cada uno y también de
quitársela. Cuando el criminal que encarna Sean Penn (con una enorme
fuerza actoral) está muriendo bajo la inyección letal de los verdugos, la
imagen del condenado (introducido en un aparato que lo hace parecerse a
Cristo en la cruz) se superpone con un plano de sus víctimas. Esta es una
concesión ideológica al consenso para que no olvidemos que los realizadores
no olvidan que los asesinatos son todos reprochables y, por lo tanto, son ellos
mismos irreprochables. Peor aún, es una concesión al subrayado y la
redundancia, un pecado de lesa cinematografía, ya que el condenado acababa
de pedir perdón a los padres de las víctimas. También es una concesión a la
irrealidad cinematográfica después de dos horas de impecable fidelidad con
las cosas. Y para colmo, es una imagen falsa, porque la espantosa maquinaria
del asesinato judicial que el film muestra minuciosamente no puede
compararse en su monstruosidad con la del crimen más espeluznante. La
pena de muerte es más monstruosa porque es un asesinato frío y sin castigo y
la coartada de una sociedad que no se hace responsable de sus lacras. Es un
asesinato simbólico y es también un asesinato que hace banal la muerte
porque la reduce a un conjunto de expedientes y rituales. La pena de muerte
se escuda en la venganza religiosa, en la justicia primitiva, en la seguridad de
los ciudadanos, pero no es más que la expresión más hipócrita del terror
social y la confesión de que la piedad humana no forma parte de la
organización del mundo.
Pero, a pesar de esa concesión, Mientras estés conmigo está contra la pena
de muerte porque se toma el tiempo y el trabajo (no como expresión de
voluntad ni de paciencia sino de ética cinematográfica) de describir en serio
cómo es el pasillo de la muerte con sus trámites, sus dispositivos, su infinita
maldad esterilizada. En No matarás de Kieslowski, las rutinas de los
verdugos eran tan torpes y tan primitivas, que los afanes de los guardias por
cumplir su cometido se parecían a los del asesino, igualando una vez más
ambos momentos. Aquí, en cambio, aunque los flashbacks de la escena del
crimen revelen la indefensión de los adolescentes masacrados y la ventaja
física de sus matadores, estas circunstancias no se comparan con las infinitas
precauciones que aquí se toman para que la ejecución llegue a buen puerto
sin inconvenientes. Kieslowski alegaba que no era tan fácil matar a un
hombre. Tim Robbins demuestra con los procedimientos de su cine que el
Estado puede matar en automático, limpiamente, a la hora señalada y
protegiendo física y psicológicamente a los autores materiales: es una simple
cuestión de presupuesto y organización.
También hay en Mientras estés conmigo una escena extraordinaria. Susan
Sarandon (en una actuación que si no es premiada con el Oscar demostrará
definitivamente que los de la Academia son seres despreciables) encarna a la
monja que acepta acompañar al condenado en sus últimos días. Poco antes de
la ejecución, se refugia en el baño y le implora desesperadamente a Dios que
le dé fuerzas para la tarea. Una enfermera, que forma parte del escuadrón de
la muerte, la ve sin que la monja lo advierta. Acostumbrados a la
previsibilidad, aguardamos un diálogo entre las dos mujeres. Este no ocurre:
la enfermera se desliza para no tener que enfrentarse con la monja y sin decir
una palabra delata que su silencio es la única respuesta ante la ausencia de un
dios de los verdugos.
El centro narrativo de Mientras estés conmigo es esa monja y sus esfuerzos
por estar a la altura de la misión que ha elegido: despertar la bondad en un
mundo encallecido. No se trata de fe, de abnegación o de caridad sino, como
ella misma lo dice, de un trabajo. Un trabajo con los chicos de la escuela en la
que enseña, con los padres de las víctimas sedientos de venganza, con el
condenado y con ella misma. El trabajo de amar al prójimo, de arrepentirse,
de perdonar. Mientras estés conmigo es una película sobre el dolor, sobre el
sufrimiento. Y sobre la alegría de no ser insensible al dolor y al sufrimiento.
Es una película profundamente religiosa, porque muestra que no hay nada
especial en el sentimiento religioso. Que no es una creencia ni una práctica ni
una educación sino una construcción del corazón humano: la confluencia de
la verdad, el amor y la dignidad. Sarandon no pretende que el asesino
confiese ni que acepte los sacramentos, solo que acepte que ha sido
responsable de sus actos. Lo que está en juego es el reconocimiento de la
humanidad ajena y el de la propia. La monja no es una santa sino una voz
alternativa frente a la furia del mundo. Pero una voz al alcance de cualquiera.
Es la utopía democrática de la religión.
Hay que tener una gran honestidad y un gran coraje cinematográfico para
dejar hablar y sostener esa voz, para que no sea un instrumento del
sentimentalismo ni un ingrediente que se mezcle con el suspenso y el
espectáculo. Robbins lo logra con un clasicismo despojado, con un
seguimiento encarnizado del elemento que resuelve cinematográficamente la
espiritualidad de la película, que es el encuentro y el desencuentro de las
miradas. Un recurso de sobriedad clásica que se acompaña con una curiosa
declaración en los títulos finales: “Esta película ha sido montada con
máquinas antiguas”, que apunta a rechazar de las modernas técnicas de
edición en video, tal vez un recurso que induce a una insensibilidad y a un
automatismo que son los mismos de la cámara de la muerte. Una declaración
apropiada para una película que establece que aún circula la sangre por las
venas del cine americano.
Publicado en El Amante N°49 – marzo 1996
200. Party salvaje

El nombre del juego (Get Shorty), Barry Sonnenfeld, 1995.


Claro que nunca estuve, pero me imagino una fiesta en Hollywood. Los
invitados están alegres, visten sus mejores galas y derrochan optimismo. En
un corrillo vemos que la gente comenta que las estrellas nunca pagan la
cuenta en los restaurantes, pero todos tienen el dinero suficiente para no sufrir
demasiado por eso. De pronto, un recién llegado hace circular una frase entre
la concurrencia y todos asienten dándose palmadas: “¿Qué sentido tiene vivir
en Los Ángeles y no dedicarse al cine?” iQué gracioso! Junto al piano, un
banquero le comenta a un ejecutivo: “Hacer un guion es fácil. Te ponés a
escribir y cuando juntaste 150 páginas, ya está”. Y el ejecutivo contesta con
sorna: “No sé para qué les pagamos tres millones a algunos guionistas”. Acá
llega Rene Russo. Varios se pelean por sacarla a bailar. Cuando se cansan, le
piden que haga su famoso grito perforatímpanos para amenizar la velada.
Pero en general, los actores se involucran poco en la farra, son los invitados
que se toman sus tragos, saludan a los conocidos y se retiran temprano. Nadie
les pide que actúen, apenas que exhiban un poco la sonrisa que los hizo
célebres. Finalmente todo languidece, los últimos borrachos salen
tambaleándose. Los mozos recogen los restos. Una de ellos le comenta a otro:
“Qué fiesta aburrida. Y encima, no sé si te fijaste, los tipos parecen medio
maricones, las minas no les dan mucha bola. Mi viejo me contó que en una
época lo invitaban a George Raft, que caía con una pandilla de gangsters y
ahí sí que se animaba”. En eso pasa el dueño de casa, un productor, y escucha
la conversación. Y le dice al mozo: “Seremos medio maricones pero mirá la
guita que tenemos. Y a mí también me contaron de esas fiestas. Los gangsters
se morían por que los invitaran. Aunque pensándolo bien podríamos traer
alguno para la próxima”.
El nombre del juego no es nada. O, mejor dicho, es esa fiesta de Holywood
y se hacen esos chistes. Una absoluta intrascendencia matizada por guiños de
segunda mano, chascarrillos de autobombo que los presentes festejan como
finas ironías. En el tratamiento hay un poco de Las reglas del juego, otro
poco de Disparos sobre Broadway y de Tiempos violentos: la fiesta
caricaturizada, el gangster guionista, la presencia de íconos salvajes pero
carismáticos. Hay una historia policial que se resuelve en una película, como
para demostrar que la vida es celuloide. La chica se queda con el más hombre
(el que no es enano y se anima a bajar cuando hay ruidos en el living), los
gangsters son más astutos y más guapos pero el cholulismo los pierde. Salvo
a Travolta, que es un vivo del año cero porque vio todas las películas. En
cambio, Dennis Farina, el más antipático, es al que no le gusta el cine. Los
negros no se lucen y los latinos estacionan los autos y tienen prohibido hablar
de cine. En este Los Ángeles, todo el mundo es parte de la industria
cinematográfica, no hay guetos ni policías bravos y no pasa otra cosa que lo
que sale en Variety. Es cierto que liquidan a unos cuantos, pero a los muertos
se los trata como secundarios que no salieron en un casting. Es un poco como
El último gran héroe. Falta que todos los teléfonos tengan característica 555.
Para algunos, esta es la idea de una sátira mordaz. Se decreta que Hollywood
ama a los gangsters y que los gangsters aman a Hollywood. Y se comprueba
en un acto de lucidez impar que los dos oficios se practican según las mismas
reglas. ¡Los deals de Hollywood son como aprietes de usureros! iJo, jo, jo! Y
como para que no queden dudas, todo desemboca en un set de filmación con
cameos de Harvey Keitel y Penny Marshall (como Marshall no es muy
conocida, pintan su nombre en el estacionamiento). Antes, para acelerar la
simbiosis, Travolta le enseña a De Vito cómo intimidar a un tipo con la
mirada en una escena que pretende ser una cumbre de actuación y es
embarazosa para todo el mundo.
El nombre del juego está basada en una novela de Elmore Leonard. Julian
Cooper y Eduardo Hojman me dicen que el libro es mucho mejor que el film.
Yo no lo leí pero voy a esperar para hacerlo que se me pase el recuerdo que
me proporcionó la película. No quiero ver las caras de bobos de Travolta, De
Vito, Hackman, Farina, Lindo y compañía cada vez que doy vuelta una
página. Ninguno me parece un actor y soy hincha de Travolta de la primera
hora. Pero lo que hicieron Barry Sonnenfeld y sus hordas es imperdonable.
La película es un esqueleto sin carne alguna que con pretexto de mirar a esa
gente desde adentro no hace más que exponer que de tanto mirarse el
ombligo se termina teniendo miedo hasta de filmar la cama.
Publicado en El Amante N°49 – marzo 1996
201. Diario de la red

Hace unos días me llama una conocida productora y directora argentina (no
diré el nombre) y me dice: “Vos que tenés Internet, necesito que me
averigües una cosa: estoy trabajando en la producción de la película (no diré
el nombre) de un conocido director argentino (no diré el nombre).
Necesitamos saber exactamente qué día y mes del año 1946 se estrenó una
conocida película de Hitchcock (no diré el nombre)”. “¿Para qué querés saber
una cosa semejante?”, contesté yo. “Porque queremos insertar un fragmento y
para eso, las leyes del copyright dicen que deben haber pasado más de 50
años de la fecha del estreno. La película nuestra no se puede estrenar hasta
que pasen esos 50 años”. Mientras preguntaba otras pavadas para hacer
tiempo, yo pensaba que no existía una base de datos en Internet que tuviera
esa información (tampoco tenía un libro que la tuviera, para el caso). Pero
había estado fanfarroneando con este asunto de la red y me lo merecía. Estaba
a punto de quedar como un idiota porque no hubiera podido convencer a
nuestra amiga de que en Internet no está todo y, más bien, hubiera quedado
como un gil que se compró un auto nuevo pero no lo sabe manejar. Después
de un par de horas de navegar por páginas dedicadas a Hitchcock (hay unas
cuantas), estaba a punto de tirar la toalla. Mi último recurso era SCREEN–L,
una lista de correo electrónico a la que estoy suscripto (es gratis, uno se anota
y recibe unos 10 mensajes por día de gente que discute sobre cine). Con
profunda timidez, mandé un mensaje preguntando si alguien conocía la
respuesta, o por lo menos dónde encontrarla. Les pedía además que si me
daban la fecha, indicaran la fuente. Increíblemente, en el transcurso de unas
pocas horas recibí dos mensajes, ambos de EE.UU. Un señor Bill de la
Universidad de Purdue (¿Bill Purdue no es un jugador de los Bulls?) me
contestó que de acuerdo a Film Noir: Enyclopedic Reference to the American
Style de Alain Silver y Elizabeth Ward, la fecha de estreno era el 22 de agosto
de 1946. Y Peter X Feng, de la Universidad de lowa, amplió diciendo que
según la New York Times Review, la película se estrenó en Nueva York el 17
de agosto y según Variety en Los Ángeles el 22. Y agrega que Peter
Bogdanovich, en un folleto impreso para una retrospectiva de Hitchcock en el
Museo de Arte Moderno, dice que la fecha fue el 9 de septiembre, pero Feng
piensa que se refiere al estreno nacional (es decir, en el resto de las ciudades).
Una experiencia como esta no solo indica un camino para resolver ciertos
problemas nacionales de aislamiento informativo sino que además reconforta
por el lado de la solidaridad espontánea. Uno tiene la sensación de que la
comunidad electrónica es un lugar que puede disimular nuestra soledad y
hasta hacernos sabios. Sin embargo, no todas son flores, como veremos a
continuación.
Estimulado por el hospitalario recibimiento, decidí participar de alguna de
las discusiones. La ocasión adecuada pareció presentarse cuando un tal Tony
Williams, profesor él, dijo que Ed Wood era una película que representaba el
conservadurismo posmodermo, porque no distinguía artísticamente entre
Orson Welles y el hombre de los sweaters de angora. Mi protesta se sumó a
la de otros participantes de la lista. Yo, más que mi opinión personal,
intentaba confrontar a Williams con la cálida recepción que tuvo la película
entre los cinéfilos argentinos. Williams contestó todas las objeciones menos
la mía, que fue ignorada olímpicamente. A esta experiencia se sumaron otras
de sentido similar. Lo cierto es que parece haber un lenguaje o una modalidad
de comunicación en la que no logro entrar. Tal vez sean mis deficiencias con
el inglés, tal vez mis ideas absurdas sobre el mundo, pero lo cierto es que
superado el punto de lo superficial, en el que todo son amabilidades, uno
parece entrar en un terreno resbaladizo en el que las idiosincrasias culturales
y la frialdad del medio se convierten en una barrera y dejan una sensación
ligeramente aterradora. El acceso al primer mundo no es tan fácil, amigos.
Para colmo, creo que estoy violando los principios de la “netiquette” (etiqueta
de la net): no se debe citar el contenido de los mails sin la conformidad de los
autores. Es decir, estoy atentando contra la privacidad de los señores Bill,
Feng y Williams. El consorcio Clarín inauguró la versión electrónica de su
diario. Esto explica seguramente las constantes referencias a la web que
aparecían en sus páginas y que comentamos en el número anterior. Sería
lógico suponer que los destinatarios de este producto son los argentinos
residentes en el exterior, que además tienen la posibilidad de ver a través de
él fotos especiales transmitidas desde el país o escuchar los partidos que
transmite Radio Mitre. Leer el diario de ese modo resulta en cambio una
experiencia engorrosa comparada con la tradicional. Quedan dos preguntas.
La primera es cuál es el negocio, ya que el acceso es gratis y hasta puede
restarle ventas al periódico. Lo comprenderemos en el futuro: el marketing en
la red es un misterio para mí (fuera de la red también, no nos engañemos). La
segunda es cuánto tardará la estrategia informativa del consorcio en construir
una imagen de la Argentina que terminaremos confundiendo todos con la
realidad.
Según trascendió en estos días a raíz del site de Clarín, hay problemas de
conectividad entre los distintos proveedores del acceso a Internet.
Efectivamente y nosotros somos también víctimas de esta situación. A pesar
de que todo el mundo cree que el correo electrónico es tan universal como el
otro, eso no es así, al menos en la Argentina: ocurre frecuentemente que los
usuarios pueden escribir a Indonesia pero no a Barracas porque algunos
proveedores se niegan a que eso ocurra. Esta Internet a la criolla hace que
algunos lectores no hayan podido enviarnos sus cartas electrónicas. Pero,
para no ser menos que Clarín, nosotros también tenemos una solución al
problema: un alias de nuestra dirección de e–mail
(amantecine@apriweb.com) que permite hacer pasar los mensajes por una
ruta alternativa en el exterior. Ahora no tienen más excusas, háganlo.
Publicado en El Amante N°49 – marzo 1996
202. Dura es la carne

Exótica, Atom Egoyan, 1994.


El problema de una carne exótica es saber con qué se come. O si no, con qué
vino se digiere. La película de Atom Egoyan hace honor a su nombre pero es
bastante correosa. No estamos hablando de aburrimiento o hermetismo. Es un
film absolutamente claro, por lo menos al final, cuando todas las incógnitas
sembradas por el argumento se aclaran hasta de sobra. Y no es tampoco que a
la película le sobre nada, porque está planteada estructuralmente desde la
repetición de conductas y el paralelismo de situaciones. Dos espejos que del
otro lado son vidrios. Dos personajes que dos veces no se deciden a ejercer su
erotismo y que cuando lo hacen en la tercera se ven en problemas. Dos
niñeras. Dos hijas. Dos huevos. Dos muertes violentas en el pasado. Dos
colores atmosféricos, el azul del cabaret con sus mujeres desnudas ondulantes
y el verde de la veterinaria con sus peces ídem. Dos pares de personajes que
resultan haberse conocido previamente. Dos relaciones homosexuales (ambos
sexos). Dos hijos de filiación complicada. Dos personajes que pagan de más
por los servicios que les prestan (esos dos personajes son los mismos que
reprimen su erotismo y están destinados a sustituirse). Dos actos de striptease
con música de Leonard Cohen. Tal vez la explicación de la película esté en
un verso de Marechal: Con el número dos nace la pena. Porque pena es lo
que les sobra a todos los personajes. Todos deambulan por el film con cara de
estar infinitamente tristes. Aunque Exótica expone más bien lo contrario: que
es la soledad la madre de todos los vicios.
Si a esta altura esta crítica se ha deslizado un poco hacia la asociación libre,
no es con ánimo de burla sino para contrarrestar justamente la rigidez con la
que la película se toma en serio y acomoda férreamente su rompecabezas y
ordena que el peregrinar de sus almas se ajuste a simetrías asfixiantes. Puede
que la combinatoria seriada de Egoyan responda a una cierta idea del arte
musical. Y que haya una búsqueda pictórica en las texturas y ambientes
aunque estos recuerden por momentos a David Lynch y su mezcla de
visiones perversas de la naturaleza con historias incestuosas (así, la de
Egoyan sería una versión blanda, piadosa, existencialista del mundo de
Lynch).
También podría decirse que Exótica está aprisionada en una caricatura de
psicoanálisis (enigmas cuya explicación está en un hecho traumático del
pasado) y en una caricatura de sociología de países fríos (donde la gente está
incomunicada y alienada pero bulle por dentro). Pero nada de esto, ni su
forzada composición seudomusical ni su afán decorativo, ni su
trascendentalismo negro, ni su causalidad de bolsillo, ni su autoimpuesta
represión alcanzan para explicar la falta de respiración de la película, la
asfixia a la que nos somete, su nombrada correosidad.
La explicación hay que buscarla por otro lado. Exótica bien puede ser
exactamente lo contrario de lo que aparenta. Porque los elementos que
enumeramos podrían definir una película fallida o banal, pero no puede
llamarse fallido a un film controlado hasta el extremo y es demasiado
complicada en su transparencia para tildarla de banal. La rareza de Exótica es
que nada significa o, mejor dicho, que su sentido no se devela a partir del
desarrollo de la trama ni de su visión del mundo, sino que es una
combinación formal de significados establecidos de antemano. Exótica es un
conjunto de unidades que contienen su propia explicación, que están
determinadas a priori: ambientes, personajes, pulsiones cuya interacción es
aleatoria y no modifica su sentido. Aunque hay una historia que tiene un
desarrollo y un desenlace (más bien provisorio), nada evoluciona
verdaderamente porque nada es libre: son piezas que se entrechocan según un
plan previo y según los atributos de cada uno. Egoyan acepta el azar y la
necesidad pero no está dispuesto a hacer concesión alguna a la libertad. Así,
los decorados son intercambiables con los caracteres, el tiempo fluye
indistintamente hacia atrás o hacia adelante y lo que vemos es tan arbitrario
porque no intenta pedirle nada prestado al mundo ni tampoco devolverle
nada. Los escenarios tienen la geografía de la ciudad y los personajes la
psicología humana, pero su juego recíproco es irreal e inhumano: está en el
reino del puro artificio. No estoy muy seguro si este es el reino del arte o del
videoarte, pero al cine no se parece. Dentro de 50 números, tal vez tenga la
respuesta.
Publicado en El Amante N°50 – abril 1996
203. Todos los hombres del intendente

City Hall, la sombra de la corrupción (City Hall), Harold Becker, 1995.


Hay una película que está detrás de City Hall y que se llama Decepción (All
the King’s Men, Robert Rossen, 1949) y describe el ascenso y caída de Willie
Stark, personaje inspirado en Huey Long, legendario gobernador populista de
Louisiana que interpreta (inolvidablemente) Broderick Crawford. Las dos
películas están contadas por un ayudante del político respectivo, en este caso
por John Cusack, segundo del alcalde neoyorquino que hace Al Pacino,
deslumbrado y luego desilusionado por su jefe igual que el periodista que
hacía John Ireland en la película de Rossen. En Decepción, la ambición y el
entusiasmo por servir al pueblo terminaban en corrupción, megalomanía y
tragedia. Era una épica negativa, que se distanciaba horrorizada del personaje
central, pero su aliento dramático excedía el terreno de la política para
internarse en una pesadilla shakespeariana que incluía la estructura social, el
drama familiar y el destino. En City Hall, Cusack viene de Louisiana y al
propio Long se lo menciona más de una vez en los diálogos, pero el horizonte
es más bien municipal, restringido al terreno del oficio político y al género
del “realismo neoyorquino”, con sus cuestiones étnicas y barriales, sus
mafiosos, sus policías y hasta su presupuesto. Como película de intriga
política ha desilusionado a muchos, especialmente porque está llena de
clichés y el descubrimiento paulatino de Cusack de las debilidades de Pacino
no conduce a un final apocalíptico mientras que el guion se encarga de
sembrar demasiados cadáveres para la nimiedad del asunto. Sin embargo,
City Hall puede ser una película más que interesante en la medida en que bajo
una superficie de ligereza se descubra una visión que intenta establecer y
justificar las reglas del juego de la vida americana con una claridad y una
contundencia casi filosóficas. La película empieza y termina con la voz en off
de Cusack que designa un territorio –la ciudad de Nueva York– como el
hogar al que van todos los que creen que van a tener suerte. Este territorio,
más que geográfico, es un espacio imaginario sobre el que se dibuja con
precisión un mundo platónico y sobre el que se legitima un grupo de ideas
aparentemente contradictorias. En efecto, ¿cómo conciliar la eficiencia, la
ambición, la solidaridad partidaria, la honestidad y el espíritu religioso? Los
guionistas Schrader y Pillegi encuentran la respuesta: estos elementos se
articulan a través de una nueva exposición del puritanismo a la
norteamericana. La voluntad de poder, las negociaciones, componendas y
favores propios del ejercicio de la política se justifican porque hay un fuego
sagrado –algo así como la vocación de hacer obra– que permite sobrevolarlas
hacia un fin superior. El parentesco de política con religión queda
demostrado en una escena verdaderamente insólita. El intendente Pacino debe
dar un discurso funerario en una iglesia: empieza hablando como alcalde y
termina predicando como misionero, dirigiendo la ceremonia hacia una
catarsis colectiva. No recuerdo haber visto algo semejante. El momento es de
un arcaísmo increíble y evoca los tiempos prerrepublicanos en los que Estado
e Iglesia eran la misma cosa, en los que la administración de la moral y la
política se confundían en el púlpito. Pero si en 1845 Hawthorne veía en La
letra escarlata la locura de esta idea de la sociedad, en 1996 Schrader y
Pileggi la adoptan sin inconvenientes.
Curiosamente, en esta visión atávica reside la sutileza del film. Porque
Pacino no es visto como un vendedor de ilusiones y un psicópata como lo era
Crawford en Decepción sino como un jugador cabal, uno de los mejores. “La
política es el arte de caminar sobre el barro sin mancharse”, decía alguien.
Pero Pacino está manchado y Cusack es el encargado de detectar la mancha,
velando sobre su jefe como el ojo de Dios. Aquí es donde el puritanismo
entra en juego: la mancha de Pacino no es demasiado importante, pero al ser
expuesta lo descalifica definitivamente de la carrera. Es un buen hombre que
ha pecado y deberá ser excluido. Al final, Cusack comenzará su propio
camino para intentar llegar a la cima sin hacerlo, y retoma la posta de su
maestro que no lo logró.
City Hall es una película optimista, condescendiente al máximo con el
poder, los códigos de honor mafiosos y la fraternidad masculina. Sus
personajes (funcionarios, jueces, policías) son lo mejor que pueden ser dada
su circunstancia. Y hasta juega con la idea más contemporánea de que el
héroe Cusack logra serlo porque ignora esa fraternidad caduca y es capaz de
tomar en cuenta lo que dice una mujer. City Hall tiene la virtud de eludir el
psicologismo y las monsergas del alma atormentada, es absolutamente
exterior y racional. Tiene también el defecto de creer en la impecable
racionalidad del sistema que describe. Es una película muy reaccionaria, pero
lo es de manera olímpica.
Publicado en El Amante N°50 – abril 1996
204. Tres semanas en otras ciudades.

Primera parte: Festival latinoamericano de Toulouse

Uno piensa que los viajes nos permiten descansar de Buenos Aires y de su
calidad de vida en descenso continuo. Muchas veces la pasamos peor que acá
y descansamos poco aunque presumamos de lo contrario. No fue así en este
caso. Fue un viaje reparador y agradable, de esos que crean la ilusión de que
son ilusorias las preocupaciones. Si alguien pregunta cuál es el secreto, estoy
dispuesto a divulgarlo: no fueron tres semanas de vacaciones de la Argentina
sino tres semanas de vacaciones de Hollywood. Después de 22 días en
Toulouse, París y Montevideo, me doy cuenta de que logré esquivar durante
ese lapso al cine americano con sus fuegos artificiales, sus dramas de segunda
mano y su recargado vacío para vivir en un espacio más aireado y menos
opresivo. No me enteré de quién había ganado el Oscar, no oí prácticamente
nada sobre la farándula mundial, no leí ninguna cifra de taquilla y aunque fui
al cine más de treinta veces, no recuerdo haber visto ni un solo efecto
especial, ni un solo actor famoso, ni una sola situación dramática de esas
imaginadas por 5 guionistas, verificada por 20 ejecutivos, probada en 10
previews e informada por 2000 medios de prensa. Existe otro cine, un cine
con películas buenas y malas, con directores mediocres y talentosos, con
niveles de producción dignos o lamentables, que muestra otros lugares,
cuenta otras historias, revela otras emociones y aunque a veces se esfuerce
por imitar los defectos del cine americano solo logra exhibir los propios que,
en todo caso, son otros. El cine no está en su mejor momento en ninguna
parte pero, de todos sus males, la uniformidad es el más grave. Ver siempre la
misma película está acostumbrando el gusto a un estilo narrativo, a una
dramaturgia y a un tipo de imágenes que configuran un modelo audiovisual
cada vez más pobre y que reduce el placer cinematográfico a seguir la trama
sin poder pensar, a emocionarse a control remoto y aburrirse sin darse cuenta.
Ver cine hecho en otras condiciones puede hacer sufrir de tedio o vergüenza
ajena, puede hasta provocar indignación, pero en todo caso es otro tedio, otra
vergüenza, otra indignación que la que un crítico de cine o un espectador
asiduo sufren semanalmente a manos de las producciones americanas. Estas
declaraciones pueden sonar extrañas en boca de alguien que ha preferido
desde la infancia el cine americano. Más extrañas en un momento en el que el
modelo de Hollywood parece dominar definitivamente los mercados y no
tiene enfrente una alternativa artística consistente. Hasta mi vecino Salvador
Sammaritano, que ha hecho una carrera mostrando cine europeo, me suele
proponer un ejemplo que muestra el estado de las cosas. Suele decirme que si
por algún azar de la economía mundial el cine turco dominara
económicamente la exhibición, la gente no iría a verlo como va a ver las
películas de la industria de Hollywood. La moraleja del cuento es que el cine
americano le gusta al público, nos gusta. Yo lo sé desde siempre. Pero
también sé que nunca viviremos en ese mundo dominado por el cine turco y,
en cambio, este que nos toca se va tornando cada día más irrespirable. Pero
pasemos a la primera parte de la descripción de ese espacio en el que
descansamos del hollywoodismo durante tres semanas y en el que nos
encontramos con sensaciones y problemas nuevos para nosotros.
En Toulouse está la supuesta casa natal de Gardel. No fuimos a verla.
También hay una iglesia, Les Jacobins, que tiene unas hermosas columnas en
el medio de la nave y en la que reposan los restos de Santo Tomás. Debe ser
impresionante, por una postal que nos regalaron. Toulouse la tierra del
languedoc, lenguaje de los trovadores y de la herejía cátara, pero poco puedo
decir de todo esto y menos aun de la fábrica de aviones que convierte a la
ciudad en la capital de la aeronáutica europea. Toulouse es también la sede
anual de los encuentros “Cinémas d’Amérique Latine” en los que este año se
exhibieron en cuatro salas unos ochenta largometrajes de la región para unos
20.000 espectadores durante ocho días. Entre función y función, en comidas
y cafés, nos dedicamos a discutir con realizadores, críticos especialistas y
organizadores el tema común, tan conflictivo para nosotros: el famoso cine
latinoamericano. Hablar de cine latinoamericano (o en plural, de cines
latinoamericanos, como astutamente se ha titulado el festival) supone para mí
tres inconvenientes iniciales. El primero es que hay una historia tan
importante como desconocida y un presente al que resulta imposible
asomarse desde Buenos Aires. Hoy en día, ambos problemas están
articulados por lo que es la revalorización, tanto en ámbitos académicos como
industriales, del cine popular de la décadas del 30 al 50 y, más
específicamente, del melodrama, sobre todo en su variante mejicana. Ese
cine, hecho desde los estudios y dirigido principalmente a las mujeres, se
considera en algunos círculos el mayor aporte del subcontinente a la historia
del cine. El rechazo hacia esos géneros que significaron la modernización y la
politización de las décadas del 60 y 70 puede aparecer hoy como un error,
como una vana operación intelectual que llevó a Latinoamérica a alejarse de
sus raíces culturales. Y esto se articula con el segundo inconveniente, que
podríamos llamar simplemente una cuestión de gusto. Mi propia historia
como espectador fue siempre contraria a estos dramones conservadores, a sus
divas y galanes, a su teatralidad y primitivismo, a su universo de pasiones
insensatas con salidas moralizantes. Es posible que aprenda a respetar los
melodramas latinoamericanos. No creo que llegue a amarlos nunca. Pero esta
no es una cuestión que se agote en el pasado porque hoy el principal producto
audiovisual exportable de Latinoamérica es la telenovela, cuyos códigos son
parientes cercanos de los del melodrama. He oído decir en Toulouse que las
telenovelas son valiosas por ser “ficciones latinoamericanas”, argumento
dudoso con excusa antielitista que nos llevaría finalmente a aceptarlo todo.
Pero el problema es que si a uno le gusta el cine es, en buena parte, porque
detesta esas ficciones y prefiere otras más elaboradas, menos reaccionarias y
también más pudorosas. Pero lo cierto es que hoy, desde Méjico a la
Argentina, desde Brasil hasta Colombia o Venezuela, producimos,
consumimos y exportamos las hijas del melodrama. En Toulouse se exhibió
una película brasileña llamada Cinema de lagrimas del venerable veterano
Nelson Pereira dos Santos, autor de la legendaria Vidas secas. La película se
basa en un libro de la argentina Silvia Oroz (Melodrama. El cine de lágrimas
de América Latina), también coguionista del film. Cito, de la contratapa del
libro, al ubicuo especialista Román Gubern: “De ahí el enorme interés
sociológico y cultural que suscita este macrogénero popular, al que la
televisión ha dado nueva vida...”. El argumento sirve para ilustrar la
discusión anterior. Un viejo actor y director de teatro decide revisar el cine
que hacía llorar a su madre y a su tía. Para ello, con la ayuda de un joven
admirador, viaja a Méjico para que en la filmoteca de la UNAM le proyecten
viejos melodramas mejicanos y argentinos. Algo así como la mitad de la
duración del film está ocupada por fragmentos de esas películas. El resto se
convierte también, forzada y torpemente, en otro melodrama. Sobre el final
nos enteramos primero de que el actor es homosexual y luego de que lo que
está haciendo allí verdaderamente es buscar un film relacionado con la vida
real de su madre. Y por último, de que las misteriosas desapariciones del
muchacho se deben a que se está muriendo de sida y además lo persiguen los
narcotraficantes (sic). Como si esto fuera poco, las imágenes de las viejas
películas (que resultan verdaderamente interesantes) se contraponen con un
discurso sociologizante que las impugna (que resulta verdaderamente
insoportable) y que queda derrotado por la mirada húmeda y el desdén del
viejo. Además, mientras los protagonistas van camino de la sala de
proyección, espían a la propia Oroz dando clase sobre el cine revolucionario
y se escuchan frases como esta: “el cine de autor se creó para contrarrestar a
la industria de Hollywood, pero como este cine era muy personalista fue
necesario el Nuevo Cine que expresara colectivamente la realidad política...”
(cito de memoria). Un discurso que parece atrasar 25 años en el tiempo. El
cambalache de Pereira dos Santos expresa, al juntar todo en una bolsa, una
precipitada tendencia a crear o recrear el concepto de Cine Latinoamericano
como una herramienta histórica, estética e industrial que permita admirarlo
todo y seguir adelante teniendo ese concepto como coartada.
Paradójicamente, en el film de Pereira las viejas películas se sostienen más
que el discurso que las legitima. Desde el lugar del espectador, los
fragmentos del Indio Fernández o una escena alucinante de Armiño negro de
Christensen sugieren que ese cine merece ser revisado desde otras bases. Una
polémica en la que estos puntos de vista se expresaron oralmente tuvo lugar
en una mesa redonda informal, organizada por Lola Millás, que trabaja para
el servicio exterior español. Alli me enredé en una discusión en la que yo
estaba a favor de Marcos Loayza, director boliviano que proponía un cine
artesanal, y en contra del profesor cubano Enrique Colina, que me acusó de
subdesarrollado (intenté responder, pero la acusación era justa) y de “ignorar
las enseñanzas del materialismo dialéctico” (esto último ante las risas de la
concurrencia incluyendo al propio Colina), y de Orlando Senna, que se
burlaba amistosamente de Loayza y de mí bajo el supuesto (no
necesariamente descabellado) de que intentábamos destruir las industrias
nacionales de cine. Y aquí nos tropezamos con el tercero de los
inconvenientes, que es la cuestión corporativa y nacional que se cuela cada
vez que uno intenta un análisis estético y viceversa. Este asunto de la
perspectiva histórica que empieza rescatando el melodrama y sigue con la
telenovela, termina en la producción de cosas tales como unos horrendos
cortos venezolanos que acompañaban a los largometrajes y que demostraban
la pérdida no ya de cualquier noción cinematográfica, sino de la más mínima
perspectiva ética. Pero, al mismo tiempo, engendros como esos forman parte
de la producción audiovisual de nuestros países, a cuya proliferación no es
simpático y ni siquiera lógico oponerse. Lo que es cierto es que no parece
sencillo encontrar un lugar en el que puedan convivir fácilmente el punto de
vista industrial y el crítico. Es decir, lo que no parece fácil es sostener la
producción nacional (sobre todo en el extranjero) sin hacerse el zonzo con las
malas películas. Curiosamente en lugares como los festivales, la perspectiva
comercial se complementa con la histórica, la museográfica o la académica,
mientras que la crítica parece venir sobrando una vez más. Personalmente,
este asunto me hizo crisis viendo un documental de Glauber Rocha sobre el
escritor Jorge Amado, Jorjamado no cinema. En un momento, Glauber lleva
la cámara a la puerta de un cine en el que acaba de estrenar Doña Flor y sus
dos maridos. La gente sale eufórica y elogia la película metiendo la palabra
“Brasil” en cada frase hasta llegar a una mujer que dice: “esta película nos
hace sentir orgullosos de ser brasileños”. Esto ocurría en plena dictadura
militar y me hizo sentir escalofríos. Hay un lugar en el que no puedo dejar de
asociar esa frase con la defensa industrialista del cine nacional y con el
aparato propagandístico que alrededor del tema ha montado Julio Márbiz en
el canal y la radio estatales, que cuenta con el apoyo de muchos integrantes
del gremio local y que Videla envidiaría sin duda alguna.
Ya que hablamos de Glauber, digamos que fue un grande y que Toulouse
ofreció una retrospectiva completa de su obra presentada por Orlando Senna
y Sylvie Pierre. Encontrarnos no solo con la obra de Glauber sino empezar a
descubrir lo que significó su figura dentro y fuera del cine tanto en Brasil
como en Francia, fue uno de los hechos salientes de este viaje. En el próximo
número publicaremos un dossier sobre Glauber Rocha que incluirá los
valiosos testimonios de Pierre y Senna que recogimos en Toulouse. Digamos
también que hubo una retrospectiva dedicada a Adolfo Aristarain, cuyos
films gustaron mucho. Presenté unos de ellos en un francés lamentable que
contó con la generosa tolerancia del público local.
Ha llegado el momento de ocuparnos de un cuarto inconveniente que se
presenta a la hora de discutir el cine latinoamericano, esta vez con
especialistas europeos, con gente de acá que vive allá y con los que viajan
mucho. El asunto es: ¿qué es lo que les gusta del cine latinoamericano? No
hace falta aclarar que el interés del público en general por el cine de otros
países que no sean el propio y los Estados Unidos es prácticamente nulo en
todo el mundo. Por lo tanto, el contexto de esta pregunta es el del pequeño
mundillo de entusiastas, críticos y profesores que se ocupan del tema. La
respuesta me resulta en general un poco alarmante. Entre esta buena gente, se
supone que el cine de los países periféricos en general y el latinoamericano
en particular está hecho desde realidades y visiones del mundo que escapan,
no solo al modelo de Hollywood, sino también a las tradiciones culturales
europeas. Esto trae como consecuencia que los más despistados sigan
pidiendo nuevas dosis de realismo mágico. Por suerte, no escuché a nadie
reivindicar Como agua para chocolate. Pero así como en alguna época se nos
pedía “cine revolucionario”, lo que ahora gusta es cierto pintoresquismo que
demanda irracionalidad y hasta tremendismo. Y aquí lo del melodrama
mejicano viene como anillo al dedo. Casualmente, a lo que asistimos en la
producción mejicana actual es a una cantidad de films que entran en una
categoría que podríamos llamar melodrama posmo o revisionista. En la
cumbre de esta tendencia está la obra de Arturo Ripstein, descubierto en
Europa hace pocos años. Ripstein es un director virtuoso, posiblemente el
más sofisticado de los que filman hoy en Latinoamérica. Vimos una sola
película de él en Paris (La mujer del puerto), pero en Toulouse se han
exhibido muchas en años anteriores. Las películas de Ripstein alcanzan
grados increíbles de truculencia. En La mujer del puerto hay miseria,
prostitución, incesto, crudeza sexual y hasta un aborto practicado a la fuerza.
Pero todo está contado con impecables planos secuencia y con una mirada de
segundo grado que cuestiona las claves de la sociedad mejicana y aun las del
propio género. No vi lo suficiente de Ripstein, pero lo que es cierto es que
acompaña desde arriba a lo que nuestro amigo Mauricio Martinez–Cavard
llama “la larga lista de dramones mejicanos”. Lo mismo ocurre con Frida, de
Paul Leduc, que es una gran película pero también una película tremenda y
una propuesta cinematográfica que no tiene mucha salida, aun para el propio
Leduc según se juzga por aquí su obra posterior. Creo que gente bien
intencionada no puede evitar cierto paternalismo que se traduce en una
división de tareas en el campo cinematográfico. Todo esto termina
produciendo que las películas que más me gustaron en el festival no tengan
mucho quórum en el circuito de apreciadores profesionales porque no son lo
suficientemente “latinoamericanas”: ni tremendas como Frida, ni “poéticas”
como las de Subiela, ni costumbristas como Guantanamera. Hablaré ahora de
ellas.
Lourdes Portillo, directora chicana de El diablo nunca duerme, hace lo
contrario que Pereira dos Santos en Cinema de lagrimas. En lugar de
adjuntarles una ficción a los fragmentos de melodramas fabricados, el de
Portillo es un film semidocumental que parte de la muerte de su propio tío y
se interna en una investigación en la provincia mejicana que termina
sugiriendo la posibilidad de un asesinato. En el camino se descubre que el
famoso tío, que ocupara el papel de patriarca mejicano, terminó sus días
siendo homosexual y un pelele de su mujer. Lo mejor de todo es que el
verdadero descubrimiento es que esta gente de la burguesía provinciana habla
como en las telenovelas y sus conflictos no difieren mucho de las historias
melodramáticas, con sus cuestiones de poder, dinero y filiación. Desde la
tranquila mirada de la directora, desde su humorística suavidad, nos
encontramos con una historia que edifica su misterio desde la cotidianidad y
que tiene en el centro los intereses sobre el agua de riego (una suerte de
Barrio chino del otro lado de la frontera) y que no reivindica para sí un amor
por el territorio sino en la medida en que es capaz de mirarlo desde una
modernidad inteligente que no se hace cómplice de una cultura que debe
morir. Este es el primer ejemplo de lo que podríamos llamar el espíritu de
ligereza en el cine latinoamericano, una idea para fundar imaginariamente un
movimiento a contracorriente que tendría como premisas básicas alcanzar la
emoción genuina y la exposición de la realidad desde la sutileza y la razón.
Sospecho que el tesoro oculto del cine latinoamericano es una cierta ternura
fuertemente original que pugna por aparecer detrás de la hojarasca de la
truculencia y la pasiva descripción de costumbres. Más aun, el encanto de la
película de Portillo sugiere que el desbalance del cine de estos pagos acaso
provenga de la ausencia de un costado femenino. No me refiero a la escasez
de directoras mujeres ni de reivindicaciones feministas (que en verdad hubo
pocas) sino a la falta de cierta paciencia, de cierta caricia, de un cine que nos
proteja y nos acompañe en la intimidad. Si la versión verdadera de este cine
es la película de Portillo (y las dos que comentaremos después), la falsa es
Carmen Miranda: Bananas Is my Business, de la brasileña residente en
EE.UU. Helena Solberg, que rescata un interesante material de archivo de la
diosa latina de los musicales, pero que le agrega una dudosa ficción
autobiográfica y una lamentable visión histórica que termina proponiendo a
la Miranda como “motivo de unidad de los brasileños”. Del populismo trivial
y de la autorreferencia gratuita del film de Solberg –que tanto apuntan al
pesado modelo del telefilm americano– es que huye el film de Lourdes
Portillo hacia la sobriedad, la ironía y la gracia.
Fernando Pérez es un realizador cubano del que se exhibieron dos películas
además de Madagascar, el mediometraje que inauguró el festival, Hello
Hemingway (que no vimos pero que es muy bueno según nos comentaba
Adolfo Aristarain) y Clandestinos (1987). Clandestinos es una película
curiosa que recrea un episodio de la guerrilla urbana contra Batista en los 50.
Por un lado, maneja bien las escenas de acción, lo que le da tensión al relato,
pero por el otro tiene un costado didáctico en la exaltación revolucionaria que
para la fecha de su realización resulta más bien esquemático. Sin embargo,
hay algo que sorprende en este film y es la tenacidad con la que Pérez se
aferra a las emociones de los protagonistas, como si quisiera contarnos otra
cosa que una fábula edificante y una voz contenida hablara de una turbulencia
emotiva que excede al argumento. Ese costado estalla en Madagascar,
ubicada en La Habana contemporánea y que se ocupa de la soledad de una
mujer que no puede liberar sus sueños y que se enfrenta con la desorientación
de su hija adolescente. Madagascar es la contracara de Fresa y chocolate. En
lugar de describir las privaciones, represiones y frustraciones de la Cuba
actual, Madagascar las deja fuera de campo para recuperar plenamente esa
tenacidad de Clandestinos. La intensidad interior conduce la película a una
situación universal en la que, si bien no se oculta que la angustia de la
protagonista se origina en sus problemas cotidianos, termina hablando de la
imposibilidad generalizada de estar a tono con el mundo contemporáneo,
desfasaje al que solo puede contrarrestar una fidelidad secreta a los resortes
más profundos del amor. Pérez se aferra a ese lugar y no lo suelta y, al
hacerlo, eleva la apuesta hasta permitir la catarsis del espectador de cualquier
país. Nada terrible ocurre en Madagascar, a no ser la profundidad de su
silencio.
Nada terrible ocurre tampoco en Cuestión de fe, del boliviano Marcos
Loayza, una road movie en la que un artesano borrachín y devoto, su
silencioso ayudante y un jugador empedernido deben llevar una estatua de la
Virgen desde La Paz a un pueblo de la selva por encargo de un caudillo de la
droga. Ni la Virgen hace milagros, ni matan a nadie, ni nadie declama que
vale la pena estar vivo. El único que hace milagros es Loayza, que con un
presupuesto bajísimo y medios técnicos escasos se las arregla para construir
un largometraje moderno que cuenta una buena historia con una fina
capacidad de observación, gran fluidez narrativa, una ausencia absoluta de
retórica y de costumbrismo y una puesta en escena imaginativa en la que cada
escena muestra la garra de un director que puede competir en cualquier
escenario. Cuestión de fe es una verdadera ficción latinoamericana, una
película entretenida y cariñosa como pocas y respetuosa de los vicios de sus
personajes, a los que acompaña con simpatía pero sin demagogia. Esta
película muestra que el cine latinoamericano puede contar historias propias
sin folklore ni guiños al mercado americano (en la vertiente opuesta del
segundo grado de El mariachi) y generar un público genuino y apasionado.
En la ópera prima de Loayza hay los suficientes indicios de madurez
cinematográfica y de vocación contemporánea como para alegrarnos como
espectadores y eximirnos de la condena a la autoflagelación, la copia y el
exotismo. Otra definición de la idea del espíritu de ligereza, un nombre
provisorio para una alternativa estética que clama por ser reconocida y
apreciada en su potencialidad.
El problema con las películas de Loayza, de Pérez o de Portillo, es decir, el
problema de transmitir el placer o el entusiasmo que nos producen, es que
parecen chocar con una forma particular de sordera, parecida a la que sufren
en los mismos circuitos los films del propio Aristarain. Realizadores y
críticos aceptan que son buenas, pero se trata de una aceptación a medias. No
solo se termina negando que en una producción que tiene un alto porcentaje
de películas malas, hacer una buena es de por sí un mérito, sino que se les
pide que tengan un plus indefinible que, en definitiva, les demanda que se
alejen de sus propios objetivos. Se cae así en una nueva servidumbre hacia
Hollywood, que en cada film necesita colocar un rasgo exagerado, un
elemento distintivo, una supuesta novedad que permita venderlas
previamente. Tratar de que el cine latinoamericano no se sacrifique en el altar
de la falsa originalidad (aunque sin duda las nombradas son películas
originales) bien puede ser un objetivo futuro para estos abiertos y
hospitalarios encuentros de Toulouse.
Recuadro
Parece raro, pero lo cierto es que la única revista dedicada al cine
latinoamericano se publica en francés. Cinémas d’Amérique Latine aparece
anualmente acompañando a los Encuentros de Toulouse, pero no es un
catálogo del festival, sino algo mucho más interesante: una revista que
mezcla información critica y teoría y que no solo da cuenta de la producción
cinematográfica del continente sino de la actualidad de sus tendencias
estéticas y de las discusiones centrales que hacen a su historia. El Nº 4,
correspondiente a este año, trae en sus 96 páginas materiales de interés
indudable para comprender qué es lo que sucede cinematográficamente en la
región. Más aun, en algunos casos el vuelo de los ensayos excede toda
limitación territorial y los transforma en ensayos de notable audacia sobre los
problemas más generales del cine. En uno de esos artículos, el brasileño José
Carlos Avellar (“El vuelo libre de la mirada”) enuncia las categorías de cine
de espectadores y cine de realizadores que dividen el campo de la práctica
cinematográfica. Este número se ocupa también del melodrama en artículos
de Orlando Senna y Paz Alicia Garciadiego (mujer y guionista de Ripstein) y
de los guiones con artículos de Jorge Goldenberg y la peruana Giovanna
Pollarolo. Hay dos artículos sobre Glauber Rocha (de Sylvie Pierre y de
Ivana Bentes) y uno sobre Borges y el cine de Edgardo Cozarinsky. El único
defecto visible de esta revista es justamente su escasa visibilidad fuera del
ámbito de Toulouse. Y es una lástima, porque es una excelente introducción
al tema y un punto de partida para discusiones ulteriores que en el contexto
actual de aislamiento sería vital desarrollar.
Publicado en El Amante N°50 – abril 1996
205. Cerebros fritos

Días extraños (Strange Days), Kathryn Bigelow, 1995.


Días extraños es una película que falla por exceso. Normalmente ocurre lo
contrario, que las películas son demasiado perezosas. Pero nadie puede
acusar a Kathryn Bigelow ni a nadie que haya trabajado en el film de serlo.
Yo creo que hasta los extras se mataron. Días extraños es una película
honesta en el sentido en que un comerciante lo es: entrega la mejor
mercadería posible por lo que el cliente paga. Una buena historia de base, un
buen guion, buenas actuaciones, tomas de notable dificultad, multitudes en
escena, romanticismo, ciencia ficción, cine negro, escenas de acción
poderosas. Es cierto que trampea desde una ideología conformista y
tranquilizadora y pinta una situación apocalíptica que se diluye a partir de las
buenas intenciones de las autoridades. Y también nos enseña que las mujeres
trabajadoras son mejores que las cantantes y que hay que dejar las drogas.
Pero la propia película se encarga de mostrar lo convencional y arbitrario que
es su desenlace, algo que ocurre desde siempre en las buenas películas
americanas.
El problema de Días extraños es su concepción del cine. Es muy interesante
que la película gire en torno de un dispositivo imaginario que resulta una
metáfora perfecta de esa concepción y que la película se encargue de
anunciarnos que ese dispositivo es, en definitiva, un engaño. El aparato en
cuestión es un peluquín electrónico que se conecta al cerebro y permite al que
lo usa grabar sus sensaciones en un diskette para que después otros puedan
revivirlas. Los que graban son una especie de cámaras humanas, pero los que
reproducen no son más que espectadores de cine para los que la intensidad de
la percepción se multiplica. Y así funciona justamente Días extraños. Es un
bombardeo a la corteza cerebral del espectador con una masa de sonidos e
imágenes que se acerca a lo insoportable. En el film, si el peluquín se usa a
más volumen del indicado, al receptor se le fríe el cerebro. Y eso es lo que
podría ocurrir si Días extraños se proyectara a un volumen más alto. De todos
modos, la metáfora no es perfecta. Las imágenes grabadas por el peluquín
son planos secuencia, no se cortan nunca. En cambio, la cantidad de planos
de Días extraños es enorme. Más aun, cuando la película muestra las
imágenes captadas, las interrumpe para mostrar un contraplano a los que
están recibiéndolas. Este parecería un recurso lógico, ya que una escena de
acción violenta no es muy fácil de filmar en una sola toma, y los cortes
parecerían recursos de montaje que obedecen a la necesidad de interrumpir la
acción en el set. Pero no es así. Para probarlo, hay una escena en la que Ralph
Fiennes le regala un diskette a un lisiado. La grabación está hecha por un tipo
que hace aerobismo a la orilla del mar. Al recibirla, el lisiado siente que está
corriendo y se emociona al ver una chica que lo saluda mientras viene
corriendo en dirección opuesta. La cinta es muy breve, pero la escena se
interrumpe más de una vez para mostrarnos la imagen irrelevante del lisiado
gozando de su experiencia. Esta imagen es la de un tipo en una silla de ruedas
que pone cara de estar pasando un gran momento. En cambio, la imagen del
tipo que corre con la arena, el mar y la chica es la más tranquila y, tal vez, la
más bella de la película. Así se muestra que Bigelow profesa una de las
creencias estéticas más cuestionables del cine contemporáneo: desconfiar de
la duración de un plano. Este es un problema muy complicado, ya que hoy
todo el mundo parece estar convencido de que el cine es más rico en la
medida en que tiene más cortes de montaje, acaso porque creen que el
espectador se aburre si la cámara no cambia continuamente su
emplazamiento. Pero el problema de Días extraños es justamente que, a pesar
de que tiene una trama interesante, no podemos pensar en ella. A pesar de
que tiene una historia de amor potencialmente rica, no logramos saborearla.
A pesar de que tiene escenas de exteriores grandiosas, no nos deja
contemplarlas. El verdadero equivalente de la fritura de cerebro que produce
Días extraños es que su cantidad de planos es tan grande que no podemos
absorber ni procesar todo lo que nos muestra. Lo gracioso es que la película
termina diciendo que esas grabaciones son una droga y no son buenas para el
espíritu porque ocultan la vida real (“prefiero las películas”, dice la
maravillosa Angela Bassett). Lo mismo pasa con este zapping que es Días
extraños. Satura por exceso de sensaciones audiovisuales. Esta gente trabajó
mucho y hasta puede decirse que con virtuosismo. Pero esa moral del trabajo
cinematográfico que padece Bigelow termina encontrándose con indeseados
efectos secundarios.
Publicado en El Amante N°51 – mayo 1996
206. Crímenes y pecados

Pecados capitales (Seven), David Fincher, 1995.


Los sospechosos de siempre (The Usual Suspects), Bryan Singer, 1995.
Hubo una época en la que la cultura de medio pelo separaba “cine artístico”
de “cine de entretenimiento”, también llamado “pasatista” o “escapista”.
Hasta hace poco –no sé si lo sigue haciendo– el diario Ámbito Financiero
dividía en dos su cartelera cinematográfica de acuerdo a esa clasificación (de
paso, el criterio que utilizaba para separar era bastante absurdo). Esta
dicotomía que hoy resulta un poco ridícula y hasta cursi se remonta a las
épocas en que un estreno de Hitchcock era un policial, un estreno de Ford era
un western y un estreno de Bergman era un deber. Con el tiempo, el cine que
oliera a intelectual cayó en desgracia. He oído últimamente a muchos ex
consumidores del cine “culto” proferir frases como: “Me tenía que bancar al
plomo de…”, y los puntos suspensivos se completan con nombres como
Godard, Antonioni o Bresson. Es como si muchos espectadores de esa
generación hubieran padecido el cine como si fuera el servicio militar
obligatorio. Las generaciones más jóvenes, por otra parte, parecen vacunadas
de antemano: no ven ni a Ford ni a Bergman, si estudian cine ven a
Hitchcock obligados, pero todos parten de la base de que el entretenimiento
viene primero y el arte después. Algo así como Spielberg para todos,
Scorsese para los exigentes, tal vez Kieslowski para los sensibles. Y aunque
intentar definir el arte y el entretenimiento depararía unas cuantas sorpresas,
la convención parece ser esa y hablar de otro cine que el que hoy se estrena
masivamente lleva en general a un diálogo de sordos. Están los que lo ven
como y donde pueden y los que no quieren saber nada de él.
Lo curioso es que ese gusto que parte del rechazo por lo arcaico y
pretencioso lleva a preferir un cine que es todo lo contrario del
“entretenimiento” en el sentido de un cine que sea pura diversión, pura
evasión, puro pasatiempo. Porque muchas de las películas que gustan
masivamente proponen mucho más que eso. En primer lugar tienen arte:
diseño cuidadoso, fotografía rebuscada, sonido sofisticado y estas cosas se
notan a simple vista (u oído). Su construcción visual puede competir en
barroquismo con El ciudadano o El desierto rojo. Y no solo eso: también
tienen profundidad, contenido o, para usar una vieja terminología, tienen
mensaje. Es como si asistiéramos a una síntesis en la que la vieja dicotomía
se ha fundido en una forma que tiene lo necesario para satisfacer a todos.
El descomunal suceso entre nosotros de Pecados capitales viene a ratificar
esta idea de manera rotunda. Pecados capitales es una película que tiene todos
los ingredientes de las fórmulas taquilleras: asesino serial, galán atractivo,
pareja de policías, desenlace sorpresivo... Pero tiene mucho más que eso.
Tiene a Darius Khondji, la estrella de los fotógrafos del momento. Y el
fotógrafo se luce todo Io que puede, inventando una fotografía de las sombras
como si el expresionismo alemán renaciera con su sed de artificio. Tiene un
sonido envolvente y dirigido que produce una notable sensación de presencia.
Tiene citas literarias y religiosas. Y tiene un mensaje poderoso. Es una
película que destila moral e ideología por todos sus poros. Y no a la manera
de Días extraños, en la que, como en tantas películas americanas, puede
leerse un trasfondo conservador y tranquilizante a partir de ciertas decisiones
de los guionistas. No. Pecados capitales transmite una cosmovisión sólida,
dispara mecanismos de identificación social y lo hace todo explícita y
eficientemente. Es más, la película está construida cinematográficamente a
partir de su mensaje. Sobre el final del film, la voz en off de Morgan Freeman
(el personaje bueno y contemplativo, el que representa la conciencia del
espectador) cita a Hemingway para concluir que el mundo es horrible pero
que vale la pena luchar por él. Esto podría ser una frase retórica del tipo “puta
que vale la pena estar vivo” del cine argentino. Pero va mucho más allá.
Porque acabamos de asistir a una película en la que un asesino loco hace
exactamente lo que Freeman proclama: un gesto que muestre la necesidad de
hacer algo por el mundo. El gesto es matar siete personas. Pero no son
personas cualquiera: son los representantes de los pecados capitales. Son
gente repugnante: gordos, prostitutas, drogadictos, ladrones. El asesino se da
el gusto de condenarse a sí mismo como representante de la envidia. ¿Y qué
es lo que envidia?: al que tiene una familia. Y proclama desde su inteligencia
superior que esa gente debe morir porque los gordos, los drogadictos, las
prostitutas y los solteros son la escoria de la sociedad. Nadie puede pensar
que esto es solo un delirio del personaje: la cámara se encarga de mostrar a
las víctimas en su suciedad, su miseria y su degradación (y también las
delicias de lo doméstico). Los crímenes resultan menos horribles que las
pocilgas en las que vive esa gente y que forma parte de sus cuerpos. ¿Quién
querría salvar a esos tipos? No precisamente el ciudadano medio, orgulloso
de su moral, su dieta, sus hijos y su trabajo. Sí, hay un rico entre las víctimas,
pero el ciudadano medio detesta también a los ricos, sobre todo cuando
demuestran exceso de codicia. Pero la cámara no muestra solo a los
asesinados. Más bien se encarga de exhibir los tonos oscuros de una ciudad
ocupada por el mal, aquello que hay que erradicar. Y el mal tiene otros
representantes (que bien podrían ser elegidos como víctimas), como el
codicioso vendedor inmobiliario que estafa al matrimonio, o los perezosos
policías que custodian la biblioteca y prefieren jugar al póker que leer los
libros. La escena de la biblioteca desierta nada tiene que ver con la
investigación policial. Es la síntesis de lo mal que están las cosas. La
denuncia de la sociedad que hace el asesino coincide punto por punto con la
que hace el director. Vivimos en un mundo terrible, nos dicen ambos, un
mundo en el que la gente peca y las autoridades no hacen nada para
impedirlo. La detallada, obsesiva exposición de puritanismo que es Pecados
capitales, esta pintura de la ciudad moderna como Sodoma y Gomorra clama
moralmente por el ángel de la venganza cuya forma política es el fascismo.
Pero lo interesante aquí es observar que esta película ha sido saludada como
“un thriller metafísico”, “una película con profundidad ontológica”. En un
tiempo era de buen gusto decir cosas como esa del cine de Bergman. Hoy se
aplican a este mamotreto subrayado, sin contradicciones y mucho más
retórico que es Pecados capitales. Detrás del supuesto gusto por el
entretenimiento se manifiesta un enorme interés por un cine que enuncie
grandes verdades. El servicio militar forma parte del gusto masivo y hasta ha
encontrado sus predicadores y sus exégetas.
Por eso es muy raro toparse con una película como Los sospechosos de
siempre. Porque es la antítesis de este adoctrinamiento que se pretende
entretenimiento. Es una película que no destila ideología, que nos deja
pensarlo todo a nosotros. Se remite a plantear un juego inteligente y festivo
entre el director y los espectadores. Empieza con una cámara que oculta el
rostro del asesino, declarando limpiamente sus intenciones de escamotear
información. Y cuando finalmente devela esa información oculta, no lo hace
sin antes haber disparado un mundo puramente ficcional asentado en la
leyenda, la especulación y la paranoia. Los sospechosos… no propone una
moral que no sea una moral del cine: cuáles son las formas de plantear un
juego y resolverlo. Nada de lo que cuenta es alegórico, todo lo que se dice
pertenece a la lógica de los personajes, nada viene con la etiqueta de su
correspondiente interpretación. Esto es evasión o pasatiempo, pero no es
monserga ni proselitismo. Es cine. Y como es cine, termina sugiriendo
cuestiones complicadas. ¿Cuál es el estatuto de verdad de los flashbacks que
componen el relato? ¿Se puede mentir mostrando la verdad? El resultado es
una película que no engaña, aunque logra confundir a todo el mundo. Le da a
la policía las mismas claves que al espectador y si ambos no descubren la
verdad es por sus propias limitaciones, ya que todo está a la vista. Como
Pecados capitales, Los sospechosos… se ocupa de un asesino diabólico. Pero
aquí ese asesino no viene a ejecutar la venganza de un dios sobre la sociedad,
no tiene verdad alguna que declamar, es un puro mito creado a lo largo de la
historia de la ficción: el del archicriminal cuyo nombre asusta a los hijos de
los criminales. Como un buen cuento de terror, nos atrae y nos deja
pensando, nos asusta y nos hace sonreír. Este cine no es incompatible con el
de Ford o el de Antonioni. El otro los niega a ambos, los sustituye por una
falsificación mediocre que nos impone su sentido y amenaza nuestra libertad
con su prepotencia.
Publicado en El Amante N°51 – mayo 1996

207. Trueba en Paletolandia

Loco de amor (Two Much), Fernando Trueba, 1996.


Hace ya un par de años entrevistamos a Fernando Trueba en Buenos Aires
(ver El Amante N° 15). Pocas veces estuve frente a un director que tuviera un
discurso tan preciso sobre su trabajo, que estuviera dispuesto a dar cuenta de
él de manera tan detallada. Trueba se obstina además en exponer su
genealogía cinematográfica, costumbre que llegó a su paroxismo cuando le
dedicó el Oscar a Billy Wilder. Si uno mira la lista de nombres que
componen su árbol genealógico como director, observa que todos nacieron en
Europa salvo Woody Allen. Pero no era extraño suponer que Trueba
intentaría alguna vez filmar una película en Estados Unidos siguiendo los
pasos de algunos de sus maestros. Y que su empresa no sería la de tantos
directores a los que Hollywood tienta, sino algo distinto: la continuación de
una línea dentro del propio cine americano pero con una mirada diferente.
Loco de amor es esa película. Y aunque es una buena comedia americana,
fracasó en Estados Unidos en la taquilla y en la crítica. Tuvo, en cambio, un
gran éxito en España. Y en la Argentina, tuvo el mismo resultado que en
Estados Unidos. Aparentemente, el fracaso argentino se debe a que todo el
mundo parece estar harto de Antonio Banderas y nadie lo quiere ver por un
tiempo. A esto se suma la publicidad sensacionalista del romance Banderas–
Griffith, que también hartó por anticipado a los espectadores americanos del
Sur y del Norte. Pero creo que el asunto es un poco más complicado. Para
saber qué opinaba Trueba de todo esto, lo llamé por teléfono a fin de
concertar una entrevista para otro momento ya que no tenía a mano la
tecnología necesaria (un grabador y un teléfono con parlante).
Lamentablemente, Trueba pensó que le estaba haciendo la entrevista y me dio
vergüenza pararlo, así que lo escuché durante media hora tomando notas
como podía. Trueba piensa que la película fue muy mal lanzada en Estados
Unidos, casi saboteada por la distribuidora. Lo mismo me dijo Gabriel
Lerman, un periodista argentino residente en Estados Unidos que conoce muy
bien el medio. En cuanto al repudio de la crítica, Trueba piensa que los
críticos americanos están simplemente al servicio de las distribuidoras.
Estuve leyendo críticas americanas y coinciden de una manera increíble.
Todas dicen que se trata de una comedia alocada que “no funciona” y difieren
solo al elegir la mejor actuación, dentro de una solidez en el rubro que le
reconocen. Estuve leyendo también críticas españolas y también coinciden:
según ellas se trata de una comedia alocada que “sí funciona”.
Roger Ebert, crítico americano, dice (citando a James Monaco) que una
screwball comedy es: “Un tipo de comedia que prevaleció en los 30,
caracterizada por la acción frenética, chistes y las relaciones sexuales como
un punto importante de la trama. Generalmente situada en la clase alta, utiliza
frecuentemente escenarios opulentos y el vestuario como elementos
visuales”. Añade Ebert que Loco de amor tiene todos estos elementos pero es
mala porque, misteriosamente, no es graciosa, y no da razones salvo un
apunte que dice que estas comedias son mejores cuando todo el mundo
piensa rápido, cosa que acá no ocurre. Por supuesto, Trueba y los españoles
piensan que sí es graciosa. Para tratar de salir de la idea de que una película
es un lavarropa (que tal vez funcione en Europa y no en América por
diferencias en la corriente eléctrica) trataremos de decir qué tiene de especial
Loco de amor.
Creo que Loco de amor no se sostiene por los chistes, aunque muchos son
buenos, sino por otros tres elementos. Uno es la banda de sonido, la mejor
que escuché en siglos, de un grupo de jazz latino dirigido por el pianista
Michel Camilo. Trueba dice que está muy orgulloso de la música que pudo
juntar, después de años de planearlo, a varios de sus músicos favoritos, como
Camilo y el saxofonista Paquito D’ Rivera. Pero, además, los temas son
brillantes y de una alegría contagiosa. El segundo elemento es el sinsentido.
Para mí, el mayor efecto cómico de la película se logra cuando el espectador
advierte que lo que está pasando es un disparate absoluto y que, contra una
trama de aparente racionalidad, no hay una sola situación verosímil,
empezando por el desdoblamiento de Banderas en dos personajes a los que
nadie reconoce como el mismo a pesar de que son idénticos. Esta comicidad
trabaja en contra de la identificación con el relato y se logra cuando no lo
abandona para concentrarse en el vacio de sentido que está ante sus ojos. La
adorable revoltosa, por ejemplo, trabaja en esa línea. Hay que agregar que el
cine de Trueba tiene una enorme aversión al sentimentalismo, a la blanda
complicidad con los personajes. Trueba me decía en el teléfono que esta
película se emparenta con una anterior suya, Sé infiel y no mires con quién, a
la que alguna vez definió como “pura carpintería de comedia” y en una línea
distinta a la de Belle époque o El año de las luces. En estas dos últimas, no se
les niega a los personajes una humanidad renoiriana. Pero acá no ocurre eso y
en este punto disiento con Trueba. Le pregunté si él quería a todos sus
personajes y me contestó que sí, incluyendo al del gangster que hace Danny
Aiello. Yo pienso que no es así, y que el tercer elemento que sostiene Loco
de amor es su ferocidad (y aquí sí aparece Billy Wilder). No es que los
personajes sean detestables, pero no tienen forma de salir de su estereotipo,
no tienen ductilidad ni son sensibles. Están atados a sus prejuicios,
obsesiones e ideas preconcebidas. Y todo lo que ocurre en la película es
resultado de la estrechez de sus mentes.
Pero lo que a mí me asombra de Loco de amor es que la película cuenta lo
mismo que en realidad ocurre fuera de la pantalla. Empezando por un artista
español que va a probar fortuna a Estados Unidos. Trueba cuenta que el
rodaje fue el más difícil de su vida, que tuvo enormes problemas con el
casting, los sindicatos y las estrellas, es decir con la dureza de los modos
americanos. Lo mismo le ocurre al personaje de Banderas, que al no poder
vivir de la pintura, se transforma en un oportunista y en un comerciante
fraudulento. Esto es lo que les ocurre a muchos directores extranjeros por allí;
renuncian al arte para vivir de lo que les tiran. Y la decisión de Banderas al
final de seguir con lo suyo y apostar a lo que sabe frente a disfrazarse de lo
que en el fondo no siente es la decisión del director en el mundo del cine.
Pero lo de Banderas va mucho más allá. Su personaje Art se enfrenta con dos
hermanas. Una, Melanie Griflith, que lo quiere porque es el macho latino y es
tan bruto y superficial como ella. La otra, Daryl Hannah, que lo desprecia
desde su esnobismo y sus prejuicios. Art se comporta al principio con la
grosería y la liviandad que Griffith reclama de él, exactamente lo que el
público americano quiere del actor Banderas. Pero él ama a Hannah, que es
una intelectual y una mujer sensible (Trueba dice que el verdadero Banderas
es el de ¡Atame! de Almodóvar). Art se disfraza de Bart para ser querido por
Hannah y le descubre al público que un español no tiene por qué ser el tipo
que hace la escena bochornosa de la ducha ni usa su idioma para enseñar
brindis turísticos. Pero Art quiere ser amado como Art, no como Bart, la
versión sofisticada que inventó para satisfacer esta vez la demanda de
Hannah. Y ser amado por los americanos siendo uno mismo parece una
proeza inalcanzable.
No recuerdo una película que proclame su preferencia por lo intelectual
como Loco de amor. Que reconozca además en esas dos hermanas dos países,
uno con el que se puede estar y que tiene sus méritos y sus defectos y otro
que debe seguir el destino que en la película le toca a Griffith: casarse con el
mafioso y seguir en su mundo prepotente e ignorante. Griffith tiene que elegir
entre Art y Palletto (nombres emblemáticos) y lo suyo es Palletto. Ese país
puritano y reaccionario que dice Trueba que son los Estados Unidos y que
cuenta que se quedó helado cuando se atrevió a decir que no creía en Dios en
la famosa ceremonia. En ese sentido, Loco de amor está muy cerca de un
sentimiento que dejan las películas de Lubitsch y en menor medida de
Wilder. Que ese país es una tierra bárbara y que un europeo no tiene más
remedio que intentar civilizarla un poco. Ningún crítico americano menciona
estas cosas, pero lo cierto es que la tradición allí es que los intelectuales valen
menos que los mafiosos.
Después de rechazar varios guiones para volver a filmar en Estados Unidos,
por malos o porque le proponían repetir lo mismo, el próximo proyecto de
Trueba es una película a rodarse en Berlín, la ciudad natal de Ernst Lubitsch.
Publicado en El Amante N°51 – mayo 1996
208. Dossier Glauber Rocha. Introducción
Glauber Rocha (1939–1981) fue una singularidad en el mundo
cinematográfico. Ni su vida ni sus películas fueron comunes. De una
popularidad enorme en su país y de una repercusión notable en el extranjero,
el mayor cineasta latinoamericano de la historia es hoy poco más que un
secreto. Alguna vez se lo consideró la aparición que el cine necesitaba.
Tiempo más tarde se transformó en uno de esos nombres que es urgente
olvidar. Visto desde esta actualidad global y mezquina, su tiempo y su obra
resultan misteriosos. No creemos ya que el cine pueda cambiar el mundo, ni
siquiera que pueda ser testimonio o profecía. Y si seguimos diciendo que es
un arte, es más por costumbre que por convicción. Tampoco creemos que un
país del tercer mundo pueda tener una cinematografía. Y menos que esa
cinematografía pueda discutir de igual a igual con las del primero. En todas
estas cosas que hasta nos suenan contradictorias creyó Glauber, como lo
llamaban sus compatriotas que practican la costumbre de privilegiar el
nombre de pila acaso para convertir el mito en intimidad. Y no hay duda de
que fue a su modo un mito. Si en Brasil su apellido se encogía, en Francia se
agrandaba su cuerpo. En el documental El hombre de los cabellos azules, un
título por demás sugestivo, varios de los entrevistados coinciden en hablar del
cuerpo enorme de Glauber, cuando el cuerpo en cuestión era bajo más bien
enjuto. Hubo una época en la que el sueño de Glauber parecía estar al alcance
de la mano. Su sueño fue en parte el Cinema Novo (alguien dijo alguna vez
que el Cinema Novo era lo que pasaba cuando Glauber estaba en Río), pero
sus películas superaron a las de sus compañeros en ambición y en poesía. El
sueño de Glauber fue también el de un cine que no solo contuviera todas las
contradicciones del mundo, sino que al mostrarlas en su intensidad máxima,
fuera también la ventana para ver su devenir. El resultado de esta empresa fue
su muerte prematura y la misma sensación de exceso para sus
contemporáneos que terminó acompañando los días de Welles y Pasolini.
Desde la Argentina, redescubrir la vida y la obra es Glauber es doblemente
interesante. En primer lugar, porque nunca hubo aquí un cineasta parecido,
alguien que pudiera tratar con igual comodidad lo popular y lo culto, alguien
que pudiera mirar de frente al mundo sin excluir la política ni la leyenda. Y
también porque el tiempo del Brasil de Glauber coincidió con una época de
nuestra historia que transcurrió de tal modo que sus coincidencias
superficiales ocultaron corrientes de pensamiento casi diametralmente
opuestas. Pensar a Glauber desde aquí es sorprenderse constatando una
dimensión ausente de nuestra cultura y hasta de nuestra imaginación política.
Este dossier no es una revisión de la filmografía de Glauber Rocha, ni una
evaluación de su estética. Es más bien una expresión de la perplejidad que
resulta de toparse con una figura como la suya e intenta dar cuenta de la
dimensión pública y artística del cineasta. David Oubiña trata sobre las
complicaciones para entender su cine, Jorge La Ferla de sus innovadoras
incursiones en el medio de la televisión. Los testimonios de primera mano de
Sylvie Pierre y Orlando Senna son los de dos personas cuyas vidas se
modificaron decisivamente por haberlo conocido. Gustavo Zappa, en cambio,
no lo conoció a Glauber, pero aun así le inspiró uno de sus cuentos cinéfilos.
Publicado en El Amante N°51 – mayo 1996
209. Tres semanas en otras ciudades.

Segunda parte: Cine en París

No es una idea muy convencional del turismo, pero diez días en París sin
hacer otra cosa que caminar e ir al cine no parece un mal programa. Más si
como resultado uno recupera el placer por dos cosas de las que el estrés y la
cartelera de Buenos Aires impiden disfrutar. En el número anterior no
hablamos de aerobismo pero dijimos que una dieta de abstinencia de
Hollywood durante tres semanas puede ser reconfortante. Agregamos ahora
que la estadía parisina proporcionó momentos imprescindibles para la cura
mediante una dosis de 18 películas.
Es cierto que si uno ve en video Gertrud de Dreyer –que acaba de ser
editada– o Tierra en trance de Glauber Rocha –que vimos una tarde en
Gandhi gracias a nuestro amigo Hayra– uno se asombra redescubriendo que
el cine puede ser grande. Pero hacía tiempo que eso no me pasaba en una sala
de cine comercial y me pasó en París. El cine americano y sus imitaciones
mundiales, con sus códigos programados para hacer que el público se
acostumbre a saciarse de comida rápida, terminan produciendo –aunque
salgamos más o menos conformes de ver una película– una sensación
residual de fatiga, de vacío y hasta de angustia. Angustia de pensar que el
cine solo puede ofrecernos ligeras variantes de lo mismo, que está condenado
a la trivialidad, el efecto, la moraleja y la fórmula. Este cine hecho por
ingenieros no es libre. Y que el cine no sea libre nos dice que no somos libres
nosotros. Y que al no ser libre, tampoco es generoso y nosotros tampoco lo
seremos. Todos los que alguna vez creyeron en el cine saben que aceptar su
esclavitud y su mezquindad es prepararse para justificar las propias.
Después de este prólogo grandilocuente, confieso que vimos en París tres
películas americanas. La primera (imposible resistirse teniendo a Flavia al
lado) fue Mighty Aphrodite de Woody Allen. Con el tiempo, Allen ha
logrado dos cosas: una es convertirse en un viejo conservador; la otra es
filmar cada día con más gracia y fluidez. Allen ha dejado atrás la pretensión
bergmaniana de convertir la vida burguesa en un drama metafísico para
instalarse en el deleite del tono menor. Y Mira Sorvino está fantástica. En
cambio, el envejecimiento de Jim Jarmusch da para temer lo peor. Una vez
Russo escribió aquí que Jarmusch nos había engañado y que lo que
percibíamos como ascetismo en Down by Law podría ser simplemente falta
de ideas. Viendo Dead Man, que se acaba de estrenar en Francia, uno no
puede creer que exista una película tan vacía y tan pretenciosa a la vez. Este
western con indio sabelotodo, cameos importantes, malos chistes y Johnny
Depp usando el mismo sombrerito que en Corazones en conflicto tiene la
autoindulgencia de un Sam Raimi sin talento alguno para los trucos visuales.
Aunque no quiero seguir hablando mal del cine americano, no puedo menos
que lamentarme por lo efímeros que parecen resultar los nuevos talentos y
recordar que –una vez más– la escuálida narración necesita apoyarse en el
sadismo del villano Lance Henriksen. En el medio de estas dos está Blue in
the Face, la yapa de Smoke, que Wayne Wang y Paul Auster hicieron en tres
días usando la tabaquería regenteada por Harvey Keitel. Me dormí un buen
rato (no por la película sino seguramente cansado de tanto caminar) pero
Flavia dice que a uno le puede caer como una simpática improvisación o
como un insufrible ejercicio de autocomplacencia (sic). Por lo que vi, todo el
mundo (en la pantalla) parece divertirse mucho en un ambiente de gran farra
para los actores. No se me ocurre mucho más sobre esta película (acaso
porque no la vi) pero todo el mundo coincide en calificarla de divertida pero
intrascendente. Tal vez esta generación de actores sea lo mejor pero también
el límite de este cine americano.
Por una notable coincidencia, seis de las películas que vimos trataban de
personajes famosos. Una de ellas es un documental sobre el lingüista y
militante Noam Chomsky producido por la televisión canadiense y que se
llama Manufacturing Consent. La película trata sobre el intento de Chomsky
de mostrar que los medios norteamericanos muestran una visión del mundo
distorsionada. Lo curioso es que todo el film se estructura alrededor de la
presencia de Chomsky en esos medios, incluyendo su repetida presentación
como “el intelectual americano más importante”. Pero, aunque parezca que
Chomsky juega el juego de lo que combate, a lo que asistimos es a su
solitaria batalla por conservar la racionalidad y los principios libertarios y
socialistas en los que se educó hace mucho, en un mundo que era distinto.
Chomsky parece empeñado en decir que el famoso eslogan de McLuhan, “El
medio es el mensaje”, no es un enunciado científico sino un hecho político
que debe ser combatido. Tengo una verdadera debilidad por Chomsky y verlo
rebatir críticas y agresiones con su calma imperturbable y su aire de viejo
humanista me resulta irresistible. Hay dos momentos de la película que me
impresionaron particularmente. Uno tiene que ver con el escándalo Faurisson.
Robert Faurisson es un troglodita francés que intentó probar que el
holocausto y los campos de concentración no existieron. Censurado y
enjuiciado Faurisson por la administración francesa, los editores de su libro
recurrieron a Chomsky, que defendió el derecho a expresarse libremente de
su enemigo ideológico. Más aun, aceptó que su defensa se usara como
prólogo del libro de Faurisson. En la película, uno ve brillar la lógica
cartesiana del pensamiento de Chomsky contra la maraña de la hipocresía y el
doble lenguaje. En una de las tantas entrevistas, frente al enésimo periodista
agresivo e ignorante, Chomsky le contesta que ante un tema de principios
como la libertad de prensa uno solo puede tener dos posiciones: estar a favor
o en contra y, si se está a favor, hay que defender el derecho de los que no
piensan como uno. Chomsky no se cansaba de repetir que las teorías de
Faurisson le parecían absurdas y fácilmente rebatibles pero también que era
imprescindible reconocerle la libertad de enunciarlas. El otro momento
inolvidable nos atañe de alguna manera. Chomsky hizo una campaña para
probar que mientras la prensa americana condenaba la masacre de los kmer
rojos en Camboya, se hacía la distraída sobre la perpetrada por los indonesios
en Timor Oriental porque estos eran aliados de los Estados Unidos. Al mismo
tiempo, los periodistas le reclaman que sea conciso y que resuma su
pensamiento en los tres minutos que le da la televisión. Y Chomsky nos
descubre que en tres minutos solo se puede expresar una verdad de consenso.
“Si yo quiero decir que Pol Pot o Saddam Hussein son unos asesinos, me
sobran tres minutos porque eso se escucha todo el tiempo y todo el mundo
está preparado para aceptarlo. En cambio, si yo quiero hablar de Timor o
decir que los medios engañan al pueblo americano, la gente nunca escuchó
hablar de eso y pregunta qué está diciendo ese tipo. Ante lo cual, no queda
más remedio que explicarlo y eso no se hace en tres minutos”. Y digo que en
parte nos atañe porque algo parecido ocurre cuando uno intenta elaborar un
discurso alternativo sobre el cine en radio o televisión: está muy cerca de lo
imposible.
El otro documental que vimos se llama Nico Icon, dirigido por una
realizadora alemana y que trata (como su nombre lo indica) sobre Nico, la
que fuera cantante de los Velvet Underground. La película es convencional y
sensacionalista pero el personaje es único y los testimonios de gente conocida
son muchos. Nico era una alemana alta, fría y hermosa que fue modelo,
trabajó en La dolce vita y terminó aterrizando en Nueva York, donde Andy
Warhol la hizo cantar con el conjunto de Lou Reed y John Cale aunque al
principio no tenía la menor idea del oficio. Luego de sus 15 minutos de fama,
Nico se convirtió en compositora y heroinómana y buscó la muerte con altiva
y serena ferocidad. Esta llegó en 1988, pero en el camino hizo muchas otras
cosas, como salir con Brian Jones o Jim Morrison y tener un hijo con Alain
Delon, que el actor se negó a reconocer, aun al precio de enemistarse con su
propia madre, que fue la que crio al nieto. El testimonio de Mme. Delon
sobre su famoso hijo Alain es escalofriante. La película, con el clásico
recurso de enfrentar las opiniones de todo el mundo, deja dos momentos
memorables. Uno es cuando el director Paul Morrissey nos dice con
warholiano cinismo que en los 90 se considera artístico ser modelo, pero que
en los 70 lo artístico era morirse de sobredosis. El otro es el homenaje
musical y emocionado del gran John Cale. La película menciona otra relación
amorosa de Nico, por lo que esta historia continuará de manera inesperada
algunos renglones más abajo.
Los últimos días de Kant es un estreno de Philippe Collin que adapta una
novela corta de Thomas De Quincey. La idea de la película es que el filósofo
terminó siendo un viejo chocho y maniático y cuenta los meses previos a su
muerte como si fueran los del jubilado de la vuelta. El señor Kant de la
película se pone regresivo y todo es muy molesto –especialmente algunas
actuaciones– aunque el personaje termina cayendo simpático justamente por
su infantilismo.
La tesis obvia de Collin parece ser que la muerte nos iguala a todos, una idea
que siempre me pareció consustancial al cine académico. Alguien podría
decir que una película sobre Kant no se puede poner a hablar de las
categorías del entendimiento pero una operación equivalente es la que intentó
Derek Jarman en Wittgenstein (1993) demostrando que el cine no tiene por
qué achicarse ante las complicaciones. No es que esta biografía de Jarman se
interne en profundidades que excedan el material de divulgación que circula
sobre el pensador (familia millonaria – múltiples talentos – renuncia a su
herencia – estadía en Cambridge – pelea con Bertrand Russell –
homosexualidad – pensamiento intrincado y original – gusto por el cine
popular – tortura constante de su alma) pero la película apunta al polo
opuesto al de Collin: que Wittgenstein no fue un individuo ordinario y que su
singularidad merece ser celebrada. Para eso, Jarman utiliza al actor Karl
Johnson en un registro de sobriedad, sinceridad y nobleza que se contraponen
–desde el vestuario hasta el tono de voz– con el resto de los personajes. El
contraste es especialmente notable con las figuras de sus familiares y con
Bertrand Russell y John Maynard Keynes, a los que se presenta como dos
pavos reales, disfrazados respectivamente de académico y dandy, que
representan el afán de gloria intelectual y brillo social frente a la obstinada y
solitaria búsqueda de la verdad de Wittgenstein. Las simplificaciones de
Jarman dan curiosamente resultado porque está convencido y nos convence
de que su modelo humano posee una dignidad y una pureza a las que
debemos atender. Y para terminar de desmentir la comodidad de películas
como la de Collin, hasta la exposición de algunos pensamientos de
Wittgenstein resulta clara y hasta deslumbrante. Recuerdo uno. Dice
Wittgenstein en el film algo así como esto: “se dice que el Sol parece girar
alrededor de la Tierra, mientras que en realidad ocurre lo contrario. Pero,
¿qué sentido tiene decir esto, ya que no podemos imaginar un mundo en el
que pareciera que la Tierra gira alrededor del Sol?”.
Alguna vez Rossellini pensó que el cine podía tomarse el trabajo de
describir en serio el mundo. Y si la película de Jarman intenta algo en ese
sentido, la que verdaderamente logra un efecto de verdad extraordinario es
Crónica de Ana Magdalena Bach (1968) de Jean–Marie Straub y Danièle
Huillet, la película que más me deslumbró de las que vimos en este viaje. A
partir de un diario de la segunda mujer de Bach, el matrimonio Straub logra
poner en escena la vida del músico de una manera que revela para siempre
que todas las películas sobre músicos, desde Canción inolvidable hasta La
amada inmortal pasando por Amadeus o Bird, son romantizaciones baratas
que deberían avergonzarse de sí mismas. Crónica… muestra en su grisáceo
blanco y negro al señor Bach con su familia en una casa modesta y al señor
Bach tocando el clave y el órgano, dirigiendo una pequeña orquesta o un
coro. Mientras tanto nos enteramos por la voz en off de su esposa de sus
preocupaciones económicas, de sus múltiples trabajos, de las recompensas en
dinero que recibió por componer a pedido de los nobles y de los pequeños
acontecimientos familiares: asistimos a la vida de un trabajador. Ningún aura
de genio, ningún episodio romántico, ningún glamour, ninguna vanidad.
Oímos cosas del tipo “Johann Sebastian recibió hoy 10 monedas de oro del
duque tal por el oratorio que le dedicó y con eso podremos mandar a estudiar
a nuestro segundo hijo”. Mientras tanto vemos al actor que hace de Bach
tocar y oímos cómo la música sale auténticamente de esos instrumentos.
Presenciamos los conciertos de Bach en la corte, pero solo están en cámara
los músicos. El público y el palacio no aparecen jamás en escena y en toda la
película no vemos a ningún noble. Es un fuera de campo radical, una
expulsión de todo aquello que no merece ser mostrado. Exactamente lo
contrario de lo que hace el cine cortesano que nos acostumbra a ser cholulos
que espían los decorados de la riqueza.
La otra película sobre gente famosa es JLG/JLG, dirigida por el propio JLG,
es decir, Jean–Luc Godard. En los últimos films que vi de Godard me ocurre
que la banda de sonido es tan complicada que me cuesta mucho entender lo
que dice sin subtítulos. Pero creo haber entendido una frase que me dejó
helado: “Mientras la palabra siga saliendo de la boca del poeta, yo viviré”.
Imágenes del cine, de la pintura y del helado lago de Ginebra natal. Y la voz
de Godard, solemne y clara, que acompaña a un tipo que no se ríe nunca. Hay
cineastas del mundo y cineastas del arte. Godard debe ser el único que logró
incorporar el arte al mundo y hacer de su cine el único lugar habitado
objetivamente por el arte. Y esto lo distancia del mundo del cine y del mundo
del arte. Pasada la época en que la afirmación de su genialidad era una
moneda de cambio en el territorio de la cultura y enfrentado con otra que lo
ignora o la cuestiona, Godard ha seguido avanzando con la seguridad de
quien se maneja en un ámbito de descubrimiento permanente. Por eso su cine
tildado de difícil termina siendo el más fácil: al no hacer ninguna concesión a
la actualidad del cine (es decir, a un conjunto de reglas que satisfacen
supuestamente al público y que atrasan 40 años) su camino es de una fluidez
absoluta, de una ausencia total de trabas porque filma con el ritmo de su
pensamiento. Esto es particularmente apreciable en Guion del film Pasión, un
video que vimos en el Centro Pompidou, en el que demuele todas las ideas en
uso sobre la construcción de una película. Un guion, nos muestra Godard con
el rigor de un matemático y la puesta en escena de un mago, es aquello que
hace coherente un mundo imaginario. Es decir, un guion es apenas lo que
articula una imagen cuya consistencia debe demostrarse previamente a
cualquier cosa que se escriba en un papel. Como siempre con Godard, esto
parece una formulación oscura pero entender el cine es entender por qué es
transparente. Si el cine no es tan real como la naturaleza, al punto de tratarla
de igual a igual, no es cine. Exactamente la idea contraria a la farragosa
representación de la naturaleza a la que el cine nos tiene acostumbrados.
Si el cine de Godard sigue gozando de excelente salud, otro tanto se puede
decir del de Jacques Rivette, del que vimos su última película, Haut, bas,
fragile. En cambio, lo que parece hundirse irremisible (e injustamente) es el
prestigio de la Nouvelle Vague en la propia Francia. Vimos Haut, bas, fragile
en la sala de la Cinemateca de République en una función en la que se
prometía la asistencia del director. Rivette no apareció, aunque sí lo hicieron
dos de las actrices. Un señor –que creo que era el crítico y cineasta Jean–
Claude Biette– presentó el film intentando explicarle a un público bastante
joven la importancia histórica de la Nouvelle Vague. Uno de sus argumentos
fue que ese movimiento era el responsable de la existencia de directores
cinéfilos como Scorsese. Resultaba un poco raro ver cómo en la Cinemateca
francesa se trataban estos temas como sucesos desconocidos, trastos sacados
de un baúl de antigüedades. Pero aunque esto es de lamentar en buena
medida y aunque Godard, Rivette o Rohmer no formen parte ya de las modas
culturales y hablar mal de ellos resulte hasta de buen tono, hay una
contrapartida reconfortante: todo lo interesante que vimos en París, todas las
películas que permiten seguir renovando el placer del cine muestran la
herencia o la marca de la Nouvelle Vague. A grandes rasgos esto podría
resumirse en la decisión de que las películas nunca entren en una fórmula
preestablecida, que nunca se ajusten a límites que les son trazados desde
afuera: ni el género, ni la fotografía, ni el guion, ni los actores, ni la taquilla
pueden estar antes que la soberanía absoluta del director. Por el contrario, las
películas que hacen pensar que el cine es todavía una experiencia
extraordinaria son las que siguen uniendo la frescura con el rigor y siguen
suprimiendo todo embellecimiento artificial del cine y toda concesión a las
ideas que le son exteriores. El cine que vale la pena parece fácil por lo fluido
y mágico por lo imprevisible: no fabrica las emociones, no depende de la
tecnología, no se hace prosaico intentando una falsa poesía sino que es
poético con su prosa. En lugar de buscar trabajosamente y retóricamente el
sentido del mundo, despliega mundos que se autoexplican. Eso es lo que la
Nouvelle Vague reconoció en sus antecesores y contemporáneos, llevó a su
concreción y deja como legado hasta ahora insuperable. Haut, bas, fragile es
una delicia de película. Está hecha a partir de una especie de taller de guion
que Pascal Bonitzer hizo con las tres actrices principales a las que les pidió
que escribieran un personaje a interpretar. Luego, Rivette combinó esas
historias en una comedia musical con grandes dosis de improvisación. El
resultado es de una gracia y una libertad increíbles y combina la intriga
novelesca con el juego escénico y la profundidad conceptual. Rivette parece
haber alcanzado la felicidad y el poder de transmitirla.
No solo Straub y Huillet son herederos de este cine, sino también Nanni
Moretti, Philippe Garrel y João César Monteiro. De Moretti vimos
Palombella rosa (1989), de la que Castagna me viene hablando hace tiempo
con justa razón. Me parece la mejor película que vi del director italiano
(superior a Basta de sermones y a Caro diario). El propio Moretti (¡qué tipo
simpático!) hace de político comunista y jugador de waterpolo y la película
transcurre durante un partido en el que se mezclan las pasiones políticas y
deportivas del personaje con un humor brillante y una elegancia absoluta en
la puesta en escena. Sobre las crisis de la mediana edad y la del comunismo
italiano, Moretti se remonta a una contagiosa catarsis en su extraño y
particular tono que podría rotularse como pesimismo alegre. El tipo tiene una
lucidez y una determinación admirables que se expresan en una sencillez
coloquial que huye como de la peste del sentimentalismo a la italiana.
Vimos dos películas de Garrel. Una es un estreno, Un coeur fantôme, y la
otra es más vieja, J’entends plus la guitarre (1991), pero ambas son capítulos
de una autobiografía cinematográfica que Garrel viene desarrollando a lo
largo de los años. En Un coeur fantôme actúa el padre de Garrel y en ambas
el protagonista (siempre se trata de un actor distinto) tiene frente a sí dos
mujeres: una más doméstica, la otra más libre. La más libre de J’entends plus
la guitarre alude a Nico, con quien Garrel vivió tres años y a la que dedica la
película. Después de haber visto tantas películas sobre drogadictos y/o
alcohólicos, ver cómo Garrel trata el tema es como para que los otros
directores se avergüencen para siempre. Hay un pudor único en el cine de
Garrel, una honestidad para retratar la intimidad de los cuerpos tan intensa
que saca el aliento. La maestría de Garrel se apoya en esa intensidad
desgarradora y parte de un compromiso que elude todo ocultamiento. Su obra
encuentra la belleza del dolor de un modo que solo el cine puede mostrar. Si
el subtítulo de un famoso libro de Kracauer, La redención de la realidad
física, tiene un sentido, hay que buscarlo aquí. De paso, el personaje que
representa a Nico adquiere toda la humanidad que Nico Icon le niega y Garrel
rescata su memoria del lugar de carne mediática que la condenó en vida.
La comedia de Dios, de João César Monteiro, es un aerolito portugués que
chocó contra el mundo del cine. Ambientada en la Lisboa actual, trata sobre
el viejo gerente de una heladería que interpreta el propio Monteiro bajo el
nombre Max Monteiro y lo de Max es un chiste por su parecido con Max
Schrenck, el actor de Nosferatu. El tipo tiene dos manías en su trabajo: la
limpieza y la defensa del helado artesanal, y otras dos en su casa: coleccionar
pelos púbicos de mujeres y seducir nínfulas a las que baña en leche, bebe los
excrementos, sodomiza a traición, etc. Este sátiro es seguramente el personaje
más excéntrico que habitó la pantalla en mucho tiempo. Y la idea del
fabricante que se opone a las corporaciones creando sabores exóticos es una
metáfora del cine personal de Monteiro que alcanza una originalidad teñida
de capricho pero decididamente contestataria: la de Monteiro es una actitud
de resistencia apoyada en una arrogancia sideral. Hablar de transgresión en
Monteiro es quedarse tan corto como hablar de transgresión en Sade. En
ambos casos, se trata de la exposición de una moral alternativa que ignora
cualquier otra. Monteiro es un cineasta brillante y una personalidad que se las
trae. La comedia de Dios está fuera de toda noción de lo políticamente
correcto, es desvergonzadamente autocentrada. La película toma en cuenta un
solo deseo –el del sátiro– y actúa como su legitimación absoluta. No admite
otra opción que no sea la de satisfacer ese deseo sin protestar. Pero protestar
contra ese deseo de amo es lo que hace con indignación Colette Mazabrard en
la revista Vertigo, en un artículo que usa todos los nombres franceses para el
acto sexual y los genitales (leyendo se aprende) y donde lo trata a Monteiro
de farsante y termina diciendo que si se lo encontrara y le dijera que tiene
ganas de patearlo en el culo, este le contestaría: “patee nomás” y se quedaría
con la última palabra. No hay duda de que es así: un discurso semejante
excluye cualquier otro. Flavia, igualmente irritada por las licencias de
Monteiro, adhiere fervorosamente a los conceptos de Mme. Mazabrard. Por
mi parte, y para ser ecuánime, declaro que se trata de una película admirable,
pero le dejo a otro la tarea de admirarla.
Igual que La comedia de Dios, La mirada de Ulises del griego Theo
Angelopoulos y La mujer del puerto del mejicano Arturo Ripstein están
filmadas con uno de los dispositivos favoritos de la Nouvelle Vague. Son
películas que practican la religión del plano secuencia. La mirada de Ulises
cuenta la historia de Harvey Keitel, que es un cineasta que vuelve a su aldea e
inicia desde allí la búsqueda de un film perdido de unos imaginarios
hermanos que inauguraron el cine griego en 1905. Keitel viaja por los países
más conflictuados de Europa para acabar en Sarajevo en el medio de la
guerra, en un final espantosamente trágico. Cada plano de Angelopoulos es
de una complicación cinematográfica increíble y tiene principio, desarrollo y
fin, como si contara una historia en sí mismo. Esta es una película de
ambición infrecuente: intenta dar cuenta nada menos que de la historia de este
siglo. Angelopoulos tiene con qué sostener esta pretensión tanto desde sus
ideas como desde su técnica. Pero su estética me resulta –y esta es una
cuestión de gusto– demasiado cuidada, demasiado ampulosa, como si el tono
mortuorio y desesperanzado del film terminara teniendo algo de coquetería
con el academicismo, una estética cuyo propósito siempre me pareció
legitimar la muerte. Algo parecido me ocurre con La mujer del puerto, que
cuenta un espantoso melodrama prostibulario al estilo de Rashomon (cada
personaje da su visión de las cosas). Ripstein hace también lo suyo en cuanto
a imaginación cinematográfica (y en espacios mucho más reducidos que
Angelopoulos) y lleva ciertas constantes del melodrama hasta el extremo de
hacer estallar el género (como si dijera, “¿quieren cosas tremebundas?, ahí las
tienen, a ver si pueden soportarlas”). La película de Ripstein tiene algo de
ensayo teórico y nada de guiño posmoderno en cuanto a reciclaje y a la
mirada de segundo grado sobre los géneros. Esto no es una payasada como El
mariachi. Pero es imposible reconocer en la película un sentimiento o una
acción que gocen de la menor empatía por parte del director, que toma
elementos de Fassbinder sin seguirlo en su compromiso. Y esto también roza
el academicismo.
En cambio, La jetée de Chris Marker (1962) es también un experimento,
pero tiene una carga de emotividad enorme. Es un corto de 30 minutos, hecho
con planos inmóviles (salvo uno) a la manera de una fotonovela. Está tan
lograda que parece una demostración de la idea de Deleuze de que la esencia
del cine moderno no es la captura del movimiento sino del tiempo. La jetée se
ve como una película cualquiera, a la que no parece faltarle nada en su
crucero por el amor, la aventura y la desdicha. Es que la duración de los
planos articulados por su lógica interna más que por la voz en off dispara la
imaginación del espectador que completa los intersticios temporales a partir
de que su mirada reconoce la verdad de la imagen. Darle la sutileza de La
jetée a Terry Gilliam fue como darle una navaja a un mono. Su remake debió
llamarse 13 monos para incluir al director.
Nos queda La haine de Mathieu Kassowitz (1995), que tuvo una gran
repercusión en Francia. La película pertenece al nuevo género de “film de
suburbio” que describe la vida de los adolescentes en los barrios marginales
del mundo. Aquí se trata en blanco y negro de un día en la vida de tres
amigos, un judío, un negro y un árabe, pequeños delincuentes que habitan los
monoblocks de una de las ciudades dormitorios en las afueras de París y se
enfrentan con la miseria, la desocupación, la policía, los burgueses y los
skinheads. En Cahiers du cinéma apareció una crítica favorable de Bérénice
Reynaud (una mujer agradable e inteligente que conocimos hace un par de
años en Buenos Aires) que subraya un hecho indiscutible: que el suburbio y
la marginalidad están ausentes del cine francés, cuyos temas y personajes se
centran en la clase media y su visión de la capital no pasa del periférico
(como si dijéramos la General Paz). En cambio en Trafic (la mejor revista de
cine que se puede leer hoy), Pierre Léon (un hombre del que ignoramos si es
agradable porque no lo conocemos) destruye La haine en dos páginas
brillantes acusando a Kassowitz de torpeza, simplificación, complacencia y
complicidad con el problema social que enuncia. Estoy básicamente de
acuerdo con su punto de vista: Kassowitz pretende horrorizar declarando que
el mundo es un lugar terrible, con la ceguera de un predicador empachado de
verborragia. Cito a Léon: “Kassowitz cree oponerse a la ideología dominante
con un método que proviene de la peor práctica académica […] como si el
solo hecho de hacer cine ubicara al cineasta por encima de los que no lo
hacen”. La haine tiene un par de buenas escenas, un aspecto de noticiero
estilizado y un tratamiento sensacionalista y superficial que no deja de
cumplir con ningún requisito de la falsa modernidad: fotografía brillante,
montaje rápido, cámara en mano, sordidez y violencia gratuitas. Kassowitz
resulta un moralista de tres por cinco que se arroga el lugar de conciencia del
mundo para ingresar al mundo del espectáculo y, en definitiva, quedarse
tranquilo y tranquilizar con su denuncia. El éxito de La haine es un éxito feo,
un éxito hipócrita, comparable al de La sociedad de los poetas muertos.
Sabemos que entre la desprolijidad tramposa de La haine y la herencia de
rigor y honestidad de la Nouvelle Vague la balanza del público y la crítica se
inclina hoy hacia la primera. Pero ese cine no hará feliz a nadie y el otro
contribuyó a hacernos muy gratos esos diez días en París. Algo es algo.
Publicado en El Amante N°51 – mayo 1996
210. De eso se puede hablar
De mi barrio con amor, José Santiso, 1996.
Fue Christian Ferrer el que diagnosticó que los de El Amante éramos los
“blasfemos del cine argentino”, precisando que blasfemo es aquel que
“escupe sobre la religión pero necesita de ella”. El otro día, en una charla de
trasnoche, Flavia se preguntaba medio en broma por qué nos ocupamos del
cine argentino. Agregaba que muchos de nuestros lectores (y muchos más
que no lo son) tienen frente al cine nacional una actitud de cruce, esto es: si
pasan por un cine en el que dan una película argentina, cruzan la calle para no
caer en la tentación de entrar. Me decía, además, que nuestras críticas a las
películas argentinas y a la política cinematográfica de nuestro medio no nos
habían reportado más que enemigos y disgustos. Cito un ejemplo: cuando
publicamos la tapa en la que se decía que la última película de Subiela era “lo
malo” y los cortometrajes de Historias breves “lo nuevo”, ocurrieron las
siguientes cosas: a) el número fue el que menos se vendió en el año, b) varios
de los autores de los cortos dijeron que “los habíamos usado” y c) mucha
gente, entre ellos un par de cineastas, se nos acercó para decirnos que “se nos
había ido la mano”. Los que lo hicieron concordaban en dos actitudes
curiosas: 1) no habían leído la revista y 2) no habían visto la película de
Subiela. Eran los muchachos del cruce, pero aun ellos nos repudiaban.
Ganarse enemigos por las críticas, indiferencia por los elogios, ¿qué negocio
es este?, concluía Flavia. No voy a contestar diciendo que lo nuestro es
vocación de servicio ni tampoco masoquismo ni tampoco que nuestro deseo
sería haber nacido en Uruguay o en otro país sin producción de cine. Ferrer
tiene razón: tenemos una necesidad de cine argentino. No es una decisión
patriótica. En ese sentido, nuestro localismo solo llega a desear que haya
películas en las que algo de lo que nos rodea llegue a aparecer en una pantalla
mediante procedimientos dignos. Y esto a veces ocurre a nuestro juicio y lo
solemos celebrar. Pero se trata de excepciones. Las películas que hemos
defendido aquí se escapan de lo que uno podría llamar el cuerpo principal del
cine argentino de los últimos años. No es que este sea absolutamente
uniforme y no es posible definirlo en unas líneas. Pero sospechamos desde
hace tiempo que (para tomar solo películas reseñadas en este número) hay un
hilo invisible que une la demagogia superficial de El dedo en la llaga, la
barbarie cinematográfica de Policía corrupto, la inarticulada explotación de
la nostalgia de Al corazón y la autocomplacencia publicitaria de Geisha. Y
ese hilo es la falta de rigor en cualquier sentido que se le quiera dar a la
palabra. Rigor para construir guiones elaborados y consistentes, rigor para
adecuar los recursos técnicos a la historia, rigor para evitar la sobreactuación
y el exceso de explicaciones, rigor para que los conflictos se planteen con
algún grado de honestidad intelectual, rigor para mantener la tensión
narrativa y que el relato fluya…
Peto hay otro hilo, más sutil y más interesante para analizar. El cine
argentino es un cine descaradamente irreal, pero que se pretende realista. O
mejor dicho, es un cine que se constituye como comentario de la realidad y
que parte de una ilusión acaso fundadora: que vivimos en una sociedad sin
clases y sin conflictos que nos hace en el fondo a todos iguales, que somos
buenos y solidarios, que somos admirables a pesar de nuestros pequeños
defectos, que el amor nos redime y que vivimos en una tierra de bonanza de
la que unos pocos malos nos impiden disfrutar en plenitud. Ese cine
conservador, piadoso y sentimental tiene como herramientas el costumbrismo
para describir el mundo, el grotesco para hacernos reír (y para reemplazar el
dolor con la crueldad, pero ese es otro tema) y una suerte de realismo mágico
para legalizar mitos, delirios y desprolijidades. Mi propia necesidad blasfema
fue siempre la de poder dialogar con ese mundo que cientos de películas
legitiman (mal que nos pese) sin caer en la desesperación y en el silencio.
De mi barrio con amor es una película para intentar ese diálogo, porque está
construida alrededor de todos los lugares comunes del cine argentino pero es
una película rigurosa. Por un lado, está bien narrada y demuestra un
considerable trabajo que la hace consistente. Por el otro, esos lugares
comunes son los materiales con los que trabaja el film, puntos de partida a ser
elaborados y no clichés a los que se recurra para rellenar, desde la ideología y
la pereza, la acción dramática.
Hagamos un inventario de algunos de esos materiales. 1) El título, 2) el
barrio, 3) el tango, 4) Brandoni haciendo de porteño, 5) romance entre
Brandoni y Alicia Bruzzo, 6) aparición mágica de Gardel, 7) encuentro del
rockero Fabián Vena con el tanguero Brandoni, 8) Pepe Novoa haciendo de
Alberto Arenas, que tiene las trenzas de la china en la valija, 9) Brandoni que
se levanta una mina y resulta un travesti, 10) concurso musical en televisión
que ganan Brandoni y Arenas disfrazados respectivamente de ángel y de
diablo. Confieso que salí de ver la película sumido en el estupor,
preguntándome quién era ese director José Santiso que se animaba a hacer
una película con semejantes temas y que lograba que funcione. Una respuesta
parcial la obtuve viendo Malayunta, la primera película de Santiso (esta es la
segunda, después de diez años). Maluyunta no tiene nada que ver
temáticamente con De mi barrio. Aunque parte de una obra de Jacobo
Langsner, coguionista de la película actual, es un encuentro casi a puertas
cerradas entre tres personajes, repleto de sordidez, crueldad y metáforas
políticas. Sin embargo, tiene el mismo cuidado en la puesta en escena, la
misma fluidez narrativa y la misma corrección en el trabajo con los actores.
Una respuesta más amplia la obtuve de una conversación de dos horas con el
propio Santiso. Me encontré con un tipo obsesivo, orgulloso de haber sido
escenógrafo, director de fotografía, puestista de teatro, documentalista y
docente de cine. Sus métodos de trabajo pasan por una larga reescritura del
guion, una detallada planificación que incluye plantas y storyboards de cada
escena, prolongadas conversaciones con actores y colaboradores y la
convicción de que organizar metódicamente la filmación es lo que le permite
resolver problemas y aportar una contención ineludible al trabajo actoral. Y
agrega un detalle curioso: que se sintió más cómodo con la historia de esta
película, mientras que Malayunta era “demasiado intelectual” para su gusto.
Con respecto a De mi barrio, Santiso opina que la película fue un desafío con
forma de carrera de obstáculos: justamente, cómo elaborar esos lugares
comunes hasta convertirlos en otra cosa. El barrio, por ejemplo, está
deliberadamente cercado en su geografía, como para dar a entender que se
trata de un territorio de ficción regido por las convicciones y fantasías de sus
personajes y que permite incluir las apariciones fantásticas y anacrónicas que
llevan una buena parte del peso del relato. La otra parte, el romance entre
Brandoni y la gorda Bruzzo, es para Santiso otro reto (un reto sobre el que,
por ejemplo, De eso no se habla no logra triunfar), que la moderación actoral
ayuda a digerir por parte del espectador. Aun el tango de la película es un
tango entre comillas, una especie de residuo imaginario cuyo carácter ha
subrayado Santiso eligiendo a Oscar Cardozo Ocampo para la música,
justamente porque no es un músico de tango. El fantasma de Gardel,
entretanto, no intenta ser una realidad, pero tampoco una caricatura. Él lo
expresa diciendo que “el problema era que todas esas cosas no chirriaran”.
Creo que no chirrían y que el trabajo del director se orientó básicamente a
construir en el film una pasta homogénea que disolviera los grumos, si se me
permite la analogía culinaria. ¿Cómo meter a Gardel? Mostrándolo en la
semipenumbra y ecualizando la voz de sus discos con la del actor que lo
representa. Y también redoblando su presencia con el personaje de Arenas. Y
con la rubia de New York actualizada. ¿Cómo hacer verosímil el estatuto de
heroína romántica de Bruzzo? Poniendo un personaje más gordo aun y más
vulgar (Ana María Giunta) e introduciendo el personaje de Pasik, un
coleccionista de mujeres que también la desea, un personaje que hasta tiene
en el bulín un cuadro de Botero. Los cuidados de Santiso fueron muchos y su
dirección de actores lo ayuda ciertamente (me quedo con Bruzzo y Vena para
los premios).
Para Santiso, el costumbrismo y el grotesco de la película no son tales y
estoy de acuerdo. En ningún momento la película sostiene un “nosotros
somos así” ni apuesta a detener el tiempo. Los personajes y las situaciones se
pretenden auténticos solo en su anacrónico territorio. Paradójicamente, De mi
barrio se constituye como un homenaje al cine argentino, pero no al estilo
ramplón, obsecuente y turístico de Al corazón, sino decretando, en definitiva,
que ese cine ha muerto. Como es así, Santiso puede jugar con sus fantasmas,
sosteniendo el medio tono y la calidez de la película y puede apostar a un
segundo grado que no se lamenta por el pasado perdido ni pretende integrarlo
al presente más que como el material del que están hechos los sueños. Al
personaje de Brandoni (profesor de baile tanguero) ni se le pasa por la cabeza
abandonar el barrio con la rubia de New York asociándose a un improbable
revival del tango, solo quiere conquistar a la gorda y seguir con sus amigos,
es decir, no abandonar su condición de fantasma. Que los fantasmas no
triunfen más que en broma, que sus ilusiones sean modestas, es otro acierto
del guion de De mi barrio.
Dejo para el final lo que para mí es el peor momento de la película. Vena le
cuenta a Brandoni que el padre de su novia no lo acepta porque opina que
todos los rockeros son drogadictos. Brandoni le pregunta si él lo es. Vena le
contesta orgullosamente que no. Creo que aquí se cuela esa idea del
comentario pacato de la realidad, tan nefasto en el cine argentino, tan
necesitado de blanquear moralmente (y explícitamente) a sus personajes. Esa
intrusión chirriante, una verdadera salida de tono, muestra por contraste con
el resto del film que este logra con su cuidada artesanía y aun con su
ingenuidad ubicarse en el campo de lo que la crítica cinematográfica puede
analizar sin perderse a sí misma en el brulote o la furia silenciosa.
Publicado en El Amante N°52 – junio 1996
211. Bella de ayer

Belle de jour, Luis Buñuel, 1967.


El reestreno mundial de Belle de jour, resultado de los esfuerzos de Martin
Scorsese, alcanzó también a Buenos Aires, que la recibió con un desinterés
previsible. Verla en el Atlas Recoleta, un cine que encarna el discreto encanto
de la burguesía, tuvo algo de experiencia buñueliana, de mezcla imposible e
irónica. Allí estaban los espectadores cinéfilos que revivían viejos tiempos,
los que oscilaban entre el escándalo y la fascinación ante las aventuras de
Mme. Deneuve, la dama prostituta, y aun los que salían interpretando las
campanitas y los zapatos, discriminando lo que en el film era realidad o
fantasía y hasta preguntándose por el contenido de la famosa caja del japonés
(la caja de Belle de jour, la caja de Barton Fink… todas las películas deberían
venir con una caja para que hable la gente).
Cuando murió Buñuel, Serge Daney escribió: “siempre habrá voluntarios
para interpretar su obra e ingenuos para creer que el cine está hecho de
símbolos”. Así parece, a juzgar por las conversaciones a la salida del cine.
También decía Daney: “Buñuel fue un hombre que no siempre hizo lo que
quiso sino lo que pudo. Y que permaneció siendo él mismo”. Y también:
“Algunas ideas fijas, obstinadas como insectos, indiferentes a las modas, le
permitieron decir dos o tres cosas, pero las dijo en todas las lenguas: la de la
vanguardia, la del melodrama popular, la de la qualité francesa”.
Cuando se estrenó por primera vez Belle de jour (1967), el coeficiente de
escándalo y fascinación fue mayor y también lo fueron las recaudaciones (fue
la película más exitosa de Buñuel). En esa época, las películas no solían pasar
de narrar lo que ocurría realmente a lo que los personajes se imaginaban sin
previo aviso (en forma de fundido o cosa parecida), y las fantasías que el
imaginario colectivo les adjudica a las mujeres no se explicitaban en la
pantalla. A esas cosas nos hemos acostumbrado. Pero la burguesía sigue
teniendo un discreto encanto y el mundo es cómico porque seguimos sin ser
quienes decimos que somos. Los sueños se continúan en la realidad y las
imágenes de la infancia se nos siguen atravesando en el camino. Buñuel tenía
razón. Su cine poblado de fantasmas sigue siendo verdadero, inobjetable,
macizo como una roca, irrebatible como un sueño. Nunca cayó en la trampa
de la trascendencia o del mensaje ni se hizo esclavo de la técnica o de su
propia leyenda. Habló poco pero como nadie. Buñuel les ganó la batalla a los
críticos que nunca pudieron jugar al juego de parecer más inteligentes que él.
Finalmente, todo lo que se terminó diciendo de Buñuel se dijo en sus propios
términos. Si interpretarlo es francamente ingenuo, cuestionarle problemas de
verosimilitud o de corrección política es caer en el ridículo: su cine es
verdadero como el inconsciente y su descripción de la sociedad fue una de las
pocas que no hizo demagogia con las clases sociales. Buñuel tenía razón.
¿Por qué, entonces, volver a ver Belle de jour fue tan decepcionante? Tal
vez, porque, como decía Daney, Buñuel hizo lo que pudo. Y en este caso no
pudo demasiado. Cuando se estrenó Belle de jour, el consenso de la época era
qua Buñuel era una gran promesa del surrealismo que por desgracia había
tenido que pasarse veinte años de su vida en Méjico haciendo cine comercial.
Algo indudablemente cierto. Pero tan cierto como que en su vuelta a Francia
hizo exactamente lo mismo. Pero con la diferencia de que esa nueva lengua
para su carrera, la qualité francesa, era aun más restrictiva que las constantes
de la industria mejicana. Belle de jour era (y lo sigue siendo) picante en el
peor sentido, elegante en el peor sentido y hasta incluye concesiones como la
de un segundo final tranquilizador. Hasta hay un doble homenaje a Sin
aliento (un gangster comprando el periódico en inglés y otro gangster
muriendo como Belmondo) que es insólito en su obra y que parece puesto
como tributo al cine francés, en el que había reaparecido con Diario de una
camarera, una remake de Renoir. Belle de jour es grandilocuente, se dedica a
mostrar paisajes, decorados y vestidos. Tiene también una impronta literaria
que la hace más bien rígida aunque el humor la rescate siempre del
precipicio. Su supuesta audacia se ve obviamente envejecida y la fría belleza
de Catherine Deneuve nos impresiona mucho menos que entonces. Belle de
jour es una película casi frívola, un rasgo de su carácter que Buñuel no oculta
en su autobiografía. Más aún, es una película que su época no podía menos
que considerar artística, exactamente por los motivos equivocados. Desde el
bordado suntuoso hasta el surrealismo entrecomillado, Belle de jour fue en
definitiva un encuadre mucho menos propicio para la libertad de Buñuel que
el mucho más silvestre entorno mejicano. Hoy va en camino de convertirse
en una gran película de museo.
Publicado en El Amante N°52 – junio 1996
212. Geisha

Geisha, Eduardo Raspo, 1996.


Al principio parece que Geisha es un policial. Pero resulta que no, porque sus
falsas pistas sirven a otro propósito. Después parece que es un film erótico y
dramático en el que una mujer busca su deseo. En realidad se trata de otra
falsa pista porque en la película no hay drama, erotismo ni deseo que tengan
una mínima consistencia. Recién al final comprendemos qué es todo esto. Sin
que nada lo justifique, la protagonista se viste de japonesa.
Geisha debe ser la única película en la historia que se hizo para justificar su
título. Lamentablemente, este no es el único disparate. Hay por lo menos tres
que son particularmente irritantes. Uno es la fotografía, que lejos de servir a
la narración se dedica a exhibirse a sí misma, aunque al hacerlo responde
perfectamente a un film que confunde sensualidad con suntuosidad. Otro es
que todo el tiempo se nos dice que la protagonista (la española Ana Álvarez)
es “una ratita”, una mujer que esconde su cuerpo y no muestra su sexualidad
como lo hacía su amiga muerta Carolina Peleritti. Pero resulta que lo que
vemos en la pantalla es una mujer hermosa, vestida, peinada y maquillada
con lujo excesivo. Por último, nos enteramos al final de que lo que la película
se ha pasado ocultando es que las tetas de Álvarez son de un tamaño similar a
las más famosas de su amiga. Enferma de literalidad y obsesión decorativa,
Geisha no ahorra tampoco en puerilidades. Desde el color y el absurdo
tamaño de las pastillas que se ingieren hasta la cantidad de minutos que se
dedican a buscar una valija que finalmente contiene un camisón rojo. Peor
aún, la combinación para abrirla se revela a partir de un cuadro llamado Los
cuatro elementos, que terminan respondiendo al sentido inciertamente
metafísico de los personajes. Para terminar, si alguna interpretación cabe de
este objeto francamente bizarro es que la película es la defectuosa puesta en
escena de una fantasía de la mediana edad masculina lubricada con los
valores de la publicidad de productos caros.
Publicado en El Amante N°52 – junio 1996
213. La pasión turca

La pasión turca, Vicente Aranda, 1995.


Si tuviera que elegir un adjetivo para La pasión turca, se me ocurre que el
más apropiado sería ridícula. El ridículo es algo involuntario, el resultado de
una acción que su protagonista pretende seria pero vista con ojos ajenos
mueve a risa. Un idiota no es ridículo, un ministro idiota lo es. La pasión
turca pretende ser una película dramática y erótica, pero es un folleto
turístico y una colección de escenas descabelladas. No creo que el cine haya
mostrado una ciudad con menos autenticidad que la Estambul con la que el
director Aranda y su cómplice, el fotógrafo Alcaine, nos empalagan para
seguro beneplácito de las agencias de viajes. Mientras tanto la historia (una
burguesa española de vacaciones en Turquía se calienta con el guía de
turismo y termina abandonando a su marido por él, prostituyéndose para él,
matándolo a él) toca todos los tonos posibles de falsa intensidad,
sensacionalismo y fantasía machista. Los encuentros sexuales son tan fríos
que las poses y los decorados ocultan cualquier indicio de emoción. En
cambio, las conversaciones son ardientes: ¿cómo olvidar el momento cumbre
en el que Ana Belén le dice a su suegra turca: “Io sono la putana del suo
figlio” (en italiano en el original)? Para colmo del bochorno, la película
intenta apostar al encuentro de culturas: el resultado es que Belén participa en
pintorescas ceremonias folklóricas aunque su personaje se niegue a aprender
el turco. Vicente Aranda, que anda por los 70, se ha dedicado últimamente a
los films de explotación erótica. A juzgar por La pasión turca y a pesar de
que los investigadores sostienen que el sexo sigue vigente en la tercera edad,
cabe sospechar que Aranda se ha olvidado de qué va el asunto.
Publicado en El Amante N°52 – junio 1996
214. Tres semanas en otras ciudades.
Tercera parte: Cine en Montevideo

En la tercera y última parte de su periplo buscando huir de Hollywood (ver


números anteriores), nuestro cronista (esta vez sin la compañía de nuestra
cronista) recaló en Montevideo. Allí le ocurrieron las peripecias que aquí se
narran y que tuvieron como fondo el XIV Festival Cinematográfico del
Uruguay.
Llegar de París a Buenos Aires y tras unas horas viajar a Montevideo es una
experiencia extraña. Más raro aun es llegar esa noche al Hotel Municipal de
Carrasco, tener la sensación de que uno está en otro mundo y otro tiempo,
irse a dormir y levantarse a la mañana para descubrir que la habitación tiene
un balcón que enfrenta a una masa de agua que técnicamente es un río pero
no es posible distinguir del mar. Nunca había estado en Montevideo pero
después de estos cuatro días me prometo reincidir todo lo que sea posible.
Montevideo parece construida para demostrar que Buenos Aires es una
aberración: es tranquila, silenciosa, cómoda y sus habitantes parecen
desconocer el apuro y la violencia para practicar, en cambio, una orgullosa
amabilidad. Montevideo tiene el río a favor y no a la espalda y su larga costa
es un bálsamo para nuestras absurdas ansiedades. Seguramente muchos
montevideanos opinarán distinto, pero para un porteño alienado lo más
natural es imaginarse que en la costa de enfrente todos son felices.
El propósito de mi viaje a Montevideo no fue, sin embargo, encontrar el sitio
para suspirar por la paz perdida sino asistir a un encuentro más bien informal
organizado por la FIPRESCI, entidad que agrupa a la crítica de cine
internacional. Allí conocí entre otros a José Carlos Avellar, su secretario para
Latinoamérica, y a Jorge Jelinek, que se ocupa de la sección uruguaya. El
informe de Avellar, un brasileño brillante que trabaja de profesor y crítico
entre otras cosas, nos permitió a los presentes entender algunas cosas sobre la
crítica de cine en Europa. Habituados a repetir que en América Latina la
crítica tiene cada vez menos espacio en los medios para ser sustituida por el
periodismo cholulo o la publicidad encubierta, no solemos imaginarnos que
en otras latitudes esto es así o aun peor. La conclusión es que el discurso
crítico está francamente desvalorizado, que no ocupa un lugar importante en
el mundo cinematográfico y que corre serios riesgos de desaparecer lisa y
llanamente. No parece haber muchos remedios a la vista y los propuestos por
Avellar: la edición por medios no tradicionales (Internet, etc.) y el refugiarse
en los ambientes universitarios, son una incógnita o un consuelo escaso para
los que pretendemos seguir escribiendo para un público no especializado ni
privilegiado sin convertirnos en repetidores de trivialidades desganadas. En
todo caso, lo cierto es que el sostén de la legitimidad del discurso crítico –que
molesta y seguirá molestando al negocio cinematográfico– no hay que
esperarlo de ninguna fuente externa sino de nuestra capacidad para mantener
interesados a los lectores. Seguiremos intentándolo.
Pero lo que ocurre de interesante desde el punto de vista cinematográfico en
Montevideo durante Semana Santa (allí llamada Semana del Turismo) no son
los encuentros de críticos sino el Festival Cinematográfico que este año
produjo su XIV edición. Organizado por la Cinemateca Uruguaya, el festival
proyecta unos 80 largometrajes de distintos países y les da la oportunidad a
locales y turistas de ver un cine que difícilmente llegue a las pantallas
comerciales. No es una casualidad que esto ocurra en Montevideo. La
Cinemateca desarrolla durante todo el año en sus cuatro salas un calendario
de exhibiciones variadas que tiene un público seguidor y numeroso. Esta es la
famosa paradoja uruguaya: un país que casi no produce cine tiene un público
aficionado al cine menos industrial que supera con creces al de sus vecinos.
Ese público que en Buenos Aires nunca fue hegemónico pero sí importante y
que parece a punto de desaparecer aplastado por la oferta de cine americano y
la crisis económica sigue manteniéndose firme en Montevideo, y representa
un sector importante (alrededor de una cuarta parte) de la asistencia al cine.
Que el uruguayo es un público especial lo pude comprobar el primer día: con
Luciano Monteagudo asistimos a la proyección de La cara escrita, última
película del suizo Daniel Schmid, un sobreviviente de la tribu fassbinderiana.
Se trataba de un moroso film basado en el teatro Kabuki, con largas
representaciones y sin subtítulos en castellano. En la sala hacía un calor
infernal y la proyección no era buena. Los cuarenta espectadores presentes se
comportaban como en misa y algunos de ellos casi me matan porque yo hacía
ruido tratando de desperezarme en la butaca. En realidad la película era
buena, pero el comportamiento del público era sencillamente estoico. Ya que
mencioné a Monteagudo, su presencia sirvió para comprobar científicamente
el carácter balsámico de Montevideo. Monteagudo reparte sus horas en dos
trabajos: su actividad como periodista en Página 12 y su tarea como
programador de la Sala Lugones. Ambas le insumen un tiempo enorme que
hace que siempre esté corriendo de un lado a otro hasta que llega la hora en la
que, tardíamente, va a encontrarse con su familia. Como consecuencia de
estas prisas, sus colegas lo han visto reír en muy contadas ocasiones. Más
aún, parece el tipo más parco del universo. Nadie hubiera dicho eso de
Luciano viéndolo almorzar con una sonrisa permanente, hablando hasta por
los codos y preocupado, no porque estábamos llegando ya media hora tarde a
la reunión de la FIPRESCI, sino porque si nos apurábamos no iba a poder
tomar más cerveza ni comer postre chajá (ver foto).
Volviendo al festival, su programación incluye una buena dosis de cine
latinoamericano, por lo que me reencontré con varios films de los que
habíamos visto en Toulouse (ver Nº 50). Entre ellos Cuestión de fe de Marcos
Loayza, que ganó un premio a la ópera prima. Las películas argentinas
exhibidas fueron Casas de fuego, Facundo, Fotos del alma, Jaime de Nevares
y La ley de la frontera. También se dieron las Historias breves y Bruno
Stagnaro ganó el premio al cortometraje. Hubo muchos más premios y
menciones, ya que se otorgan aquí en abundancia, aunque esta no es la
principal preocupación de los organizadores ni del público: el festival es
mucho más una muestra que una competencia. Pero, hablando de premios,
hubo una película que llegó a ganar una mención para mi absoluta sorpresa.
Se trató de Bienvenido–Welcome del mejicano Gabriel Retes. Retes anda por
los 50 y tiene varios largometrajes en su haber. Estuvo por Montevideo con la
protagonista del film, Lourdes Elisarrarás, una actriz muy interesante. Retes
parece un tipo inteligente y cada vez que se lo veía en otra mesa desplegar
una charla ocurrente, daban ganas de participar en ella. Pero su película me
irritó como hace tiempo no me ocurría. Bienvenido–Welcome cuenta cómo
unos mejicanos hacen una película en inglés que bajo el pretexto del sexo y el
sensacionalismo informa sobre el sida (o al revés, no queda claro). Como es
habitual en estos casos, a la otra película le pasa lo mismo. Pero lo
desesperante es que Retes se dedica a enunciar una y otra vez su desprecio y
su cansancio por el cine pero también su diversión por estar haciendo una
película despreciable. El cinismo autocomplaciente del film es una especie de
réquiem para el cine latinoamericano, una proclama de que no se puede hacer
más cine, acompañada de la voluntad de seguir viviendo de ese medio que se
repudia: un himno al oportunismo.
Para desmentir los pronósticos sobre la muerte del cine en los países del
tercer mundo, el festival proyectó A través de los olivos de Abbas
Kiarostami. Este iraní nacido en 1940 y director de unas diez películas es un
genio del cine, comparable con cualquiera de esos nombres a los que se les
agrega la palabra “maestro”. A través de los olivos es una película
maravillosa y hace sospechar que sus otros films también deben serlo. Cuenta
la historia de una filmación que se desarrolla en una zona rural de Irán
devastada por un tremendo terremoto. Cuenta la historia de amor entre dos de
los actores, un adolescente analfabeto que trabaja de albañil y una estudiante
del colegio secundario. Cuenta la historia del director de la película
preocupado por su trabajo y por el desarrollo del romance entre los chicos. Y
todo lo cuenta con los planos secuencia más imaginativos y tranquilos que yo
haya visto. Kiarostami tiene los dones simultáneos de la profundidad, el brillo
y la serenidad, y una mirada que destila humor y sabiduría. Ahora voy a
contar el final de la película. El chico, un gordito obstinado, ha intentado por
todos los medios que la chica lo acepte en matrimonio. Ella, tímida y con la
cara semioculta, vacila porque su abuela se opone y el matrimonio no le
conviene socialmente. A pesar que intuimos que el gordito le gusta, hasta
ahora se ha negado a dirigirle la palabra. Cuando termina la filmación, ella se
va caminando a su casa y él ve desvanecerse su última oportunidad. El
director, para ayudarlo, le dice que se baje del camión y se vaya caminando
también. El gordito persigue a la chica a través de un bosque y, cuando la
alcanza, empieza a caminar detrás de ella, diciéndole que no se va hasta que
ella no se dé vuelta y le conteste. El director los sigue sigilosamente hasta que
el camino empieza a bajar una colina. Allí, la mirada del cineasta se confunde
con la de la cámara que queda fija en lo alto del barranco. Los adolescentes
empiezan a alejarse, siempre con la chica unos metros adelante del
muchacho. Van bajando la cuesta durante largos minutos y sus figuras se
hacen cada vez más pequeñas hasta transformarse en dos puntos blancos. El
espectador tiene el corazón en la garganta, sabe que está viendo el último
plano de la película y desea la unión de la pareja. Pero sabe también que lo
que está en juego no es tanto el devenir amoroso de los chicos, sino la ética
cinematográfica en la que se inscribe la película. En ese suspenso
interminable, por un momento tememos que los puntos blancos terminen
desapareciendo y estemos ante un final abierto y académico, en el que el
director, instalado en la cima de su montaña, juega con nosotros y sus
criaturas para proclamar su superioridad cerrando todo sobre la increíble
belleza de ese plano. En un segundo momento, tememos que todo fracase y
que el punto que representa al gordito se quede solo mientras que el punto
que representa a la chica siga avanzando para un desenlace triste que también
es inútilmente cruel y contradictorio con la simpatía con la que se nos ha
hecho seguir el cuento. Enseguida nos damos cuenta también de que un final
feliz bajo la forma de un encuentro (que sigan caminando juntos, o algo
parecido) sería una decepción con gusto a complacencia, que Kiarostami nos
está dando simplemente el gusto. Así, oscilando entre nuestra apuesta
emotiva y la sospecha de que la película se arruina, deducimos que no hay
final posible. Pero entonces, Kiarostami resuelve todo con un golpe de magia
y una demostración de consistencia artística. En la lejanía, vemos que la chica
se detiene y creemos adivinar que gira y le habla al muchacho. Este escucha
su respuesta y vuelve sobre sus pasos en una marcha que poco después
comprendemos que es una carrera. La película termina. Kiarostami ha tenido
la delicadeza de no establecer con precisión el desenlace pero nos permite
imaginar que ella le ha dicho que sí y él vuelve alborozado para compartir la
buena noticia (suponemos que un “no” lo haría volver abatido y lentamente).
Pero resulta que el director está viendo lo mismo que nosotros y lo que acaba
de hacer es proclamar, revelando su propia incertidumbre, la autonomía de
los personajes. Pero también nos hace comprender que se imagina lo mismo
que nosotros y que su corazón late al mismo ritmo que el de los espectadores.
El jurado le otorgó a A través de los olivos el premio al mejor largometraje
pero compartido con Tierra y libertad de Ken Loach. A mí me gustó el film
de Loach, pero creo que ambos son incomparables. Bueno, no es que sean
incomparables sino que uno es mucho mejor que el otro. Protesto desde aquí.
Y también estaría dispuesto a protestar por el premio a la creación artística
otorgado a El reino, la miniserie de 5 horas que Lars von Trier (Europa) hizo
para la televisión. Digo que protestaría porque aguanté solo 40 minutos,
mareado por la cámara en mano y la extravagancia estética al servicio de la
trivialidad que me pareció este Twin Peaks danés.
Resta saludar a los compañeros de desayuno, Nadina Fushimi de Cine Ojo,
Víctor Benítez, Fernando Peña, Paula Félix–Didier y la sueca loca Nitza
Kakossaios, autora de un documental sobre El Salvador que todavía no vi
pero prometo ver. Y también a Manolo Martínez Carril y a Ricardo Casas de
la Cinemateca, que fueron muy amables, como también los responsables de la
videoteca de Pocitos. Y a Ronald Meltzer, el único tipo que ejerce
simultáneamente los oficios de crítico de cine y árbitro de fútbol. El otro caso
conocido, el de un servidor, los practicó en épocas distintas. Y a los porteños
cinéfilos les sugiero que en la Semana Santa del 97 se animen y crucen el
charco. Montevideo no los va a defraudar.
Publicado en El Amante N°52 – junio 1996
215. Soplando en el viento

Twister, Jan de Bont, 1996.


Twister pertenece (junto con Misión: Imposible, Día de la Independencia, El
jorobado de Notre Dame) al grupo de películas que sacuden la taquilla del
verano estadounidense y rebotan en el invierno porteño (y en la estación que
corresponda del resto del mundo) con equivalente éxito. Las técnicas de
marketing y la espectacularidad de la producción aseguran que (por lo menos
durante el primer fin de semana) el público se peleará por conseguir entradas.
Estas películas se estrenan en cada vez más salas, recaudan más dinero y van
ocupando un lugar cada día más destacado en el negocio del cine
internacional. Pero no necesitan de premios ni de buenas críticas para
sostenerse. A menos que los críticos americanos griten a coro: “¡Bodrio,
bodrio!”, como ocurrió con El último gran héroe o Waterworld; pero aun así
terminan ganando plata. El proceso de ingeniería cinematográfica y comercial
que hace a la manufactura de estos productos es sin duda un fenómeno
apasionante y misterioso para los legos: a pesar de que se dice por ahí que en
Hollywood todo lo manejan agentes, ejecutivos y banqueros que no entienden
nada de cine, a pesar de los múltiples compromisos, negociaciones e
inconvenientes que hacen a una película de estas, lo cierto es que los estudios
se las arreglan para sincronizar al ejército de guionistas, actores, dibujantes,
creativos publicitarios, etc., etc., y logran que la fórmula sea cada día más
estable. De lo cual se concluye, entre otras cosas, que gente como Spielberg
(productor de Twister) o Lucas (autor de los efectos especiales, cuyo nombre
preciso es ahora CGI, imágenes generadas por computadora) y otros mucho
menos famosos conocen muy bien su negocio.
Pero más apasionante aun para quien esto escribe es tratar de responder una
pregunta: ¿tiene sentido hacer una crítica de Twister? La pregunta parece
extemporánea, más en una revista de crítica de cine, pero trataré de explicar
por qué no lo es. En los últimos días leí unas treinta reseñas de Twister
aparecidas en la prensa americana y en la Internet, donde también asistí a
discusiones de aficionados sobre la película. Parece increíble, pero todos
dicen lo mismo, al punto que toda la literatura sobre el tema parece escrita
por una sola persona. O como si la crítica estuviera inscripta en la propia
película como parte de su manufactura industrial. ¿Y qué dicen esas críticas?
Nada complicado. Que Twister es una película entretenida (sobre todo por los
tornados artificiales) y superficial, que vale la pena verla (la gente lo hará de
todos modos), pero que no le pidan profundidad ni sustancia dramática. Una
película para pasar el rato, como quien dice, una idea que no requiere de
especialización alguna para ser formulada. Luego, las reseñas se pueden
clasificar en dos grandes grupos, que podríamos llamar derecha e izquierda
cinematográfica: las que ponen el acento en la primera parte, es decir, las que
saludan que haya películas como esta y no le ven ningún inconveniente (en el
caso extremo, llegan a decir que eso es todo lo que debería haber), y las que
deploran la segunda parte, o sea, las que sostienen que el cine puede ofrecer
cosas mejores (en el caso extremo, dicen que este es un cine para
descerebrados o, suavizando, para quienes quieran descerebrarse durante dos
horas). Primer apunte para justificar la pregunta extemporánea: si esto es así,
si todos están de acuerdo en el contenido y la discusión se reduce a un asunto
de ideología, nada de esto puede ser muy interesante. En este punto
correspondería decir que esto no es así, volver a repetir que todas las
películas tienen igualdad de derechos y que merecen por lo menos que se las
reseñe dando cuenta de sus particularidades. De hecho, algunos críticos están
más entrenados y son capaces de decir algo mejor. Pero aunque los críticos
uniformizados sean mediocres y adocenados, que una película no provoque
entre ellos, no digamos un debate estético, pero una mínima controversia, que
no los convoque al descubrimiento, a la sagacidad o a la erudición, que no los
impulse al éxtasis o al furor, no solo dice mucho sobre la decadencia del
oficio crítico, sino también un poco sobre la película en sí. Sobre Tiempos
violentos, estos mismos críticos dijeron muchas tonterías, pero no todos
dijeron la misma y, en todo caso, dijeron tonterías enfáticas. Une película que
genera consenso y apatía es siempre sospechosa. ¿Sospechosa de qué,
preguntará alguien? De estar hecha para generar consenso. Exactamente.
Recordemos que en otras latitudes a Twister se la defiende o se la ataca más
seriamente. Pero, si cien críticos dijeran que Twister es una obra de arte,
¿provocaría eso algún efecto entre los que creen que es un mero
entretenimiento? Imposible. Nadie se lo tomaría en serio, ni siquiera los
mismos que eso escriban. He oído defender Twister básicamente de dos
maneras. Una es suponer que hay genio en la industria, que la ingeniería es
una forma del arte. Esto ya fue dicho sobre el cine americano clásico: el
genio del sistema, algo así como la mano invisible de Adam Smith. O si no,
pensar Hollywood como un gigantesco taller renacentista, en el que los Lucas
y Spielberg son los admirables arquitectos que edifican sus catedrales a los
dioses del dinero y del pochoclo, dioses tan buenos para inspirarse como
cualquier otro. La segunda alternativa es afirmar que Twister es cine de autor.
Después de todo, de Hitchcock o Hawks siempre se dijo que hacían cine de
entretenimiento. ¿Por qué no de Jan de Bont? De paso, no es difícil decir que
Twister es una película hawksiana, así como que Misión: Imposible sería una
pelicula hitchcockiana. El problema es que en Twister no hay más que un
miligramo de la potencia del cine de Hawks, de su soberbia vitalista ni de sus
ambiguas muestras de homofilia y desprecio por la muerte. No hay
complicación ni contradicción alguna en la ligereza de Twister, en su
horizonte de corrección política, en su suave feminismo. No hay conflicto, ni
subtexto, ni doble sentido. La exaltación del grupo más o meros hawksiano
de Twister es solo un motivo preprocesado como otros tantos. Esta línea no
se sostiene sin forzarla. En cuanto a la otra, la de alabar al sistema y sus
demiurgos, es más viable solo porque sus conjeturas son irrefutables, como
las de todo pensamiento que se dedica a seguir lo que triunfa: puesto a elogiar
la ingeniería, el crítico nunca sabrá más que los ingenieros ni podrá decir
nada que ellos no hayan previsto. El paraguas protector del éxito ajeno
tranquiliza y hasta da de comer. Pero no piensa y es trabajo de amanuenses.
Habiendo demostrado que Twister no da para la crítica, deberíamos coincidir
con Susan Sontag, que anda diciendo por ahí que el cine de la cabalgata, de la
sensación instantánea es la muerte del cine. Lejos de eso, pasaremos a
defender Twister, acaso con buenos argumentos. Es lo menos que se merece
una película de la que salimos contentos como perro con dos colas.
Apoyada y vendida por las imágenes artificiales de los tornados así como
Jurassic Park se apoyaba en los dinosaurios, Twister es una película
sorprendentemente realista. Pero no porque esas imágenes de última
generación tecnológica resulten verosímiles. De hecho, no lo son: cuando
vemos los tornados gemelos o una vaca volando, no pensamos ni por un
momento que esas escenas son reales, sino apenas que están bien hechas, en
un sentido vagamente plástico (sabemos además que las vacas no vuelan). La
velocidad las delata y no perdemos nunca la sensación de que esas imágenes
son virtuales. Pero, en cambio, ver Twister es pasar un día de verano en el
campo. Hace calor, llueve, los ríos son ríos y los campos de maíz son campos
de maíz. Vemos una cortina agitarse por una brisa y la sensación de realidad
es, ahora sí, intensa. Esa brisa, las gotas de agua que mojan el vidrio del auto
pueden ser también efectos, pero de otra generación y no son virtuales. La
gente se moja, los coches se embarran, los cuerpos transpiran y están a la
intemperie. El viento, después de todo, puede simularse pero no dibujarse. No
somos capaces de distinguir el ruido de una tormenta común del estampido
de un tornado a escala F5. ¿Y qué hacen los protagonistas? Correr, manejar,
protegerse del viento o de la lluvia, mirarse, hablar. Sus miradas son humanas
y sus diálogos son aproximadamente cotidianos. No era así Jurassic Park,
donde todo estaba mediado por la maravilla, distanciado por la alegoría y
banalizado por la atmósfera de parque de diversiones. En Twister no hay
nada raro más que un viento un poco más fuerte que los habituales. Y lo
tornados no son, visualmente, más impresionantes que las nubes. La película
está a punto de arruinarse cuando la camioneta atraviesa falsamente una casa
desparramada en la ruta y las sensaciones que transmite se hacen de tren
fantasma. Pero el resto de Twister sugiere que la sensorialidad de la vida es
superior a la de los videogames.
Cinéfila, Twister lo es de una manera especial. Más bien parece declarar que
el cine es menos importante que la vida. Cuando la pantalla del autocine
muestra El resplandor, no se trata de una cita: poco después esa pantalla se
destruirá en medio de un tornado, como declarando triviales sus terrores de
ficción. Cuando los protagonistas se besan al final, lo hacen después de
rechazar una invitación a seguir mirando: “Ya hemos visto demasiado”, dice
uno de ellos, como si instaran a los espectadores a dedicarse al sexo con su
pareja en vez de traerla al cine. Twister está en las antípodas de la represión
sexual que domina las películas de Spielberg y de Disney. Helen Hunt y Bill
Paxton se miran, se desean. Más aun, sus cuerpos tienen vibración y
protagonismo, no son inertes al contacto.
Twister empieza como El mago de Oz, con una casa en el medio del medio
Oeste, un huracán, una chica y un perro. No es la única señal que preludia la
película. La protagonista se llama Jo, como la varonil heroína de Mujercitas.
La bandera norteamericana, ostensible en un costado de la pantalla, declara el
comienzo de las acciones. ¿Cuál es el territorio de Twister? ¿El país, el cine,
la literatura? Probablemente una mezcla épica de esos tres elementos. Y de
las simples convicciones populistas que los amalgaman: el campo es más
vital que la ciudad, los individuos son mejores que las corporaciones, la
solidaridad es preferible a la codicia. Y la naturaleza como trasfondo y como
protagonista. Twister está animada por un panteísmo muy raro en el cine
americano. Más que conquistar la naturaleza, los personajes la admiran y la
contemplan. Apenas quieren arrebatarle doce minutos con un aparato que
recuerda a los inventores de otros siglos y parece tan infantil como su nombre
y su logotipo, tan frágil como las casas en las que viven los protagonistas. La
moral de la película es la comunión con la naturaleza: un aliento salvaje y
whitmaniano la recorre y su sensualidad nos hace norteamericanos en un
sentido exactamente opuesto al del patriotismo, los negocios y la tecnología
de punta. Nos proclama criaturas del cielo abierto, de la entrega generosa, de
la epopeya humana.
Twister carece de sustancia dramática, de mensaje edificante, de
interpretación social. Nunca se podrá representar en el teatro. Pero su ligereza
no es la de un dibujo animado. Por el contrario, su textura carnal y
estimulante es la base que el cine necesita para seguir viviendo. Quedan
muchas preguntas sin contestar, sin embargo.
Publicado en El Amante N°53 – julio 1996
216. Tiempo de asesinas

La ceremonia (La cérémonie), Claude Chabrol, 1995.


El mejor chiste sobre marxismo creo que lo hizo Billy Wilder: “Soy marxista.
De la línea Groucho”. El segundo mejor chiste sobre marxismo lo hizo
Claude Chabrol: “La ceremonia es la última película marxista”. No debe
haber una película que sostenga que el mundo no puede ser cambiado como
lo hace La ceremonia. Y lo hace en forma tan rotunda que excluye la
pregunta sobre el error o el acierto de ese eternamente debatido propósito.
Como alguna vez apuntó Bazin sobre Buñuel, La ceremonia es tan cruel, tan
extrema que abre un nuevo espacio para la piedad. Pero a diferencia de lo que
ocurre con Los olvidados, aquí ese espacio no está contenido en la propia
película. Chabrol, como cineasta, es un tipo malísimo. Su largamente
comentada disección entomológica de la burguesía es la base sobre la que el
director agrega su particular sentido del humor, que consiste en quitarles a los
personajes toda dignidad que no sea la que falsamente se confieren a sí
mismos. En ocasiones, esta actitud lo ha llevado a precipitarse en el
academicismo: es tan soberana la voz del realizador y tan irrelevante la de los
personajes que las historias se aplastan hasta convertirse en rituales que
meramente preludian muertes anunciadas. El cine académico suele recorrer
ese camino hacia la muerte con la impasibilidad del burócrata. Y Chabrol,
que ha cultivado largamente la adaptación de novelas policiales, ha quedado
muchas veces pegado al esqueleto inerte de sus tramas sin que su gusto y su
precisión para el detalle compensen la letra muerta del relato.
No es así en este caso. La ceremonia tiene vida propia como pocas películas
de las que se estrenan hoy en día. Acaso porque en el contraste entre la
familia burguesa y las dos proletarias que terminarán liquidándola hay un
abismo de matices y significaciones que la película hace estallar dentro de su
callada parsimonia. La “lucha de clases” que Chabrol tematiza en su película
tiene características singulares. Se reduce fundamentalmente a una doble
miopía, parodiada por la miopía fingida de una de las protagonistas. Sophie
(Sandrine Bonnaire) es analfabeta: no ve la letra impresa, ella nada le dice.
Su amiga Jeanne (Isabelle Huppert) es, en cambio, una gran lectora. Pero
tampoco puede ver más allá de la letra como tal. Lo ignora todo sobre el
mundo de los libros, desde el nombre de los autores famosos hasta las
jerarquías literarias. Ambas son incapaces de participar en la conversación
ilustrada sobre el mundo. Ese es el patrimonio de la familia Levrière: sus
miembros saben el lugar de cada cosa y que todo puede ser articulado en
palabras. En cambio, son incapaces de leer el comportamiento humano,
empeñados en simular un mundo sin odios. No pueden darse cuenta de la
violencia latente en la cara pétrea de su mucama ni entender cuán ofensivos
pueden ser sus propios gestos. Un pañuelo sucio arrojado con desgano por la
hija, la negativa a conceder un franco a la sirvienta por parte de la madre, una
información suministrada casualmente por el hijo los condenan a muerte sin
que ellos lo adviertan. Mientras “el proletariado” lo ignora todo sobre lo que
está escrito, “la burguesía” olvida la existencia de los sentimientos ajenos.
Jeanne y Sophie espían a los Levrière pero no pueden penetrar el laberinto
cultural de su biblioteca (terminarán disparando contra ella). Pero los
Levrière son transparentes, no tienen secretos. Las asesinas, en cambio, solo
creen en el secreto como articulación de las vidas propias o ajenas: Jeanne le
inventa amantes a Mme. Levrière o al cura. Sophie nunca le revelará a su
amiga que es analfabeta. La radicalidad del planteo de Chabrol reside en la
demostración de que no hay coexistencia posible entre esas formas de vida:
todo acercamiento y hasta toda controversia están destinados a fracasar
porque unos se estrellarán contra la tecnología y el discurso cultivado del
mundo y los otros contra la paradoja de que ese orden en el que creen como
en una segunda naturaleza no puede explicarlo todo. En consecuencia, no
habrá nunca más lucha de clases en el sentido de una batalla racional por la
supremacía social: del lenguaje para librar esa batalla ha sido excluida una de
las partes, la perdedora. Como contrapartida, ha quedado un pequeño residuo
cuya concentración es altamente peligrosa. Una masa inarticulada de
resentimiento y frustración que no tiene cabida en el lenguaje. El precio que
pagan los vencedores, parece decir Chabrol, es estar a merced de la violencia
de los vencidos: los Levrière necesitan una sirvienta o una empleada de
correos y no pueden hacer nada frente a eso. Solo esperar que la sociedad,
por el camino del sufragio universal, los escuche haciendo leyes más duras
con los delincuentes y les otorgue menos derechos a los pobres de modo que
el residuo de desobediencia se vaya neutralizando con el tiempo. Curiosa
paradoja: el sentido de la modernidad sería restaurar el feudalismo.
La clarividencia de Chabrol es diabólica, pero más sorprendente aun es el
tratamiento cinematográfico de los bandos en conflicto. Los Levrière son de
una exterioridad perfecta: Jacqueline Bisset está más linda que nunca y Jean–
Pierre Cassel desborda simpatía. Sus hijos son cálidos y espontáneos. Sus
vidas sociales y sexuales son visiblemente plenas. Sus rutinas de placer (la
comida, la música) emulan la felicidad tanto como lo que parece posible.
Todos se expresan con naturalidad e inteligencia. En cambio Huppert y
Bonnaire están sutilmente afeadas y su presencia arrastra un matiz grotesco.
En cada parlamento destilan brusquedad y torpeza. Son tontas, resentidas,
están solas y su sexualidad es dudosa e insatisfecha. Pero los Levrière son
narrativamente inertes. Todo lo que hacen en la pantalla lleva adherida una
insidiosa lámina de previsibilidad y aburrimiento. En cambio, los personajes
de las asesinas son cinematográficamente fascinantes. Nunca se sabe lo que
van a hacer y ni siquiera está claro el motivo que hace que esas dos asesinas
por necesidad perpetren ahora un crimen gratuito. Ni tampoco cuál es la
química que las hace potenciarse como dos elementos independientes de una
bomba. Mientras los Levrière son arquetípicos, los personajes de las dos
mujeres son únicos, irreemplazables, extraordinarios. Haber logrado este
doble desequilibrio en una película de exterior tan terso es una demostración
de sabiduría por parte de Chabrol. Lo hace además sin énfasis y
convenciendo de que los personajes no podrían ser de otra manera. Chabrol
no les regala un gramo de carisma a las asesinas ni les quita un gramo de
solvencia social a las víctimas. La sirvienta iletrada y la oficinista chismosa
son dos criaturas endemoniadas para las que no se propone justificación
alguna pero son ellas las que nos interesan. Su secreto último está para
siempre fuera de
nuestro alcance. La familia burguesa, en cambio, tiene todo el encanto que le
pertenece pero su suerte nos importa un comino. La misantropía de Chabrol
resulta implacable, demoledora, impermeable a toda idea de caridad. Y es
justamente la caridad representada por el Socorro Católico la institución
contra la que las asesinas arremeten con más furia una vez que se les salta el
tornillo que hasta allí se mantenía precariamente ajustado.
Y ahora, preguntémonos por el título. ¿Por qué se llamará La ceremonia?
Tal vez por la masacre, con algo de ejecución ritual, de sacrificio religioso. O
tal vez por la repetición de un acto que impregna toda la película: el mirar
televisión. La familia unida, sentada en un sillón enorme, aburriéndose con
una ópera que pasa en un televisor gigante. Las dos amigas, tomadas del
hombro, sentadas en el suelo, soñando a partir de una película con Paul
Newman proyectada en un viejo aparato. La diferencia de clase ilustrada por
el uso de la tecnología. O acaso, más perversamente, por el hecho
aparentemente trivial de arrancar el auto, que en el caso del Citroën obsoleto
de Jeanne se transforma en una prueba reveladora: su impotencia frente a la
tecnología será no solo el símbolo del arcaísmo de su mundo, sino también
detonante del crimen y causa de su muerte. Un misterio más en una película
que a fuerza de eludir convenciones dramáticas, de negarse a tranquilizar a
nadie, la emprende metódicamente contra el corazón de lo real.
Publicado en El Amante N°53 – julio 1996
217. La luna en el ojo ajeno

La teta y la luna, Bigas Luna, 1994.


No hay duda de que Bigas Luna (nunca sé si es nombre y apellido o un
apellido compuesto) ocupa su modesto lugar en el lugar de por sí modesto de
los directores de culto. Un culto que en su caso tiene adeptos en varios países
pero que en el nuestro tiene un sumo sacerdote que se llama Guillermo
Ravaschino y suele escribir en estas páginas. En ocasión de una película
anterior, Ravaschino publicó sus loas en El Amante como parte de una
polémica en la que Gustavo Castagna declaraba que el tipo era un chanta
(Bigas, no Ravaschino). Esta vez, Guillermo escribió su panegírico en
Página/12 y su lugar aquí lo tomó Alejandro Ricagno, en un tono más
moderado. Por mi parte, tomé el lugar de Castagna en un tono que todavía no
sé cuál será. Miento en parte. Salí furioso de ver La teta y la luna. Lo que en
verdad no sé es cómo evitar que el resto de esta página se llene de insultos (a
Bigas o a Ravaschino, que encima odió La ceremonia, según me dijo).
Intentémoslo. Evitar los insultos, digo.
Para mí, Bigas Luna es un animal.
Mal comienzo. Probemos de nuevo.
Para mí, Bigas Luna es un impostor.
No es tan fuerte como lo de animal. Intentemos justificarlo.
¿Qué vi de Bigas Luna? Las edades de Lulú, una sub porno. Caniche, una
sub Ferreri. Angustia, pasable, una sub De Palma. Y La teta y la luna, una
sub Fellini. O un Fellini subnormal. Ya me fui al demonio.
Me cuesta acordarme de las películas de Bigas Luna. De La teta y la luna
recuerdo el ritmo. Es así:
Una teta, una luna, un pedo, un polvo.
Un pedo, una teta, un polvo, una luna.
Un polvo, un pedo, una luna, una teta.
………………………………………
………………………………………
No me acuerdo más.
Miento de nuevo. Hay un chico que relata e imagina. Hay también un padre
fascista que confunde a los gimnastas catalanes con centuriones romanos.
Unos chicos que le afanan el corpiño y la bombacha a una mina
impresionante. Un accidente de moto afanado de La ardilla roja. Unas
pirámides humanas que se derrumban. Una moraleja: la teta de la vieja será
siempre mejor que cualquier otra. Una portuguesa (doblada por una francesa)
que le come la baguette a un francés (no describiré en detalle).
Probemos con unas fórmulas:
La teta y la luna = Fellini + realismo mágico = 0
o también:
Tornatore + chanchada + gallego* = La teta y la luna = 0
o si no:
Bigas Luna x Bigas Luna = Bigas Luna es un cuadrado
resumiendo:
0 x 0 = 0 (me llevo uno)
Definamos ahora los términos.
Realismo mágico (en el cine) = último refugio del incompetente (vale todo)
Tornatore = campeón provincial de la cursilería (en otra provincia)
Chanchada = prolongación a la vida adulta de las sorpresas que en la infancia
provoca el cuerpo
Gallego = natural de Galicia
Definir a Fellini en una línea me excede obviamente. Bigas Luna usa
algunas de sus imágenes como un chico que arma un deber para la escuela
recortando una revista. Fellini imaginó la infancia como un adulto. Con toda
la potencia de su fantasía y su sensibilidad. Al hacerlo, descentró el mundo
para mejor iluminarlo. Logró inventar un sueño complejo, poblado de las
emociones universales del sueño, que eludía por su inteligencia las formas
convencionales del relato. Sus situaciones ridículas, sus criaturas grotescas
ponían a prueba la capacidad del cine de hacer suya la vida entera. No hay
nada fellinesco en los enanos o las tetas grandes, salvo el empeño de los
necios por ver el dedo donde el sabio señala la luna. Bigas Luna muestra la
luna pero ve el dedo. Y muestra pedos y tetas con la fruición repetitiva de un
chico un poco retardado. No hay nada de transgresor en renunciar a toda
sutileza. Ni nada onírico en filmar cualquier pavada. Si algo capturaba Fellini
de los sueños era su continuidad, su coherencia. Y si todas las cosas cabían
en ellos era porque su fineza intelectual lograba capturarlas y porque la
emoción las unía. Fellini era un artista: no andaba por ahí diciendo que la
vida es linda pese a todo. En La teta y la luna son los enanos los que
imaginan ante la complacencia del dueño del circo, un personaje torpe y
obstinado que mira, con el látigo en la mano, cómo los payasos simulan vida
y sentimientos.
* En otra página se establece que B. L. es catalán. Pero en esta página es
gallego (sin que esto implique preferir unos a otros).
Publicado en El Amante N°53 – julio 1996

218. Derecho a réplica

La carnada (L’appât), Bertrand Tavernier, 1995.


Desde una cárcel de París hemos recibido en la redacción esta carta de la
señorita Nathalie. Mademoiselle Nathalie es una de las personas en las que
se basa el film La carnada. Recordemos a los lectores que la película relata
cómo Nathalie y dos amigos se asocian para robar y matar a los hombres de
mediana edad que ella seduce. Torpes e inexpertos en el delito, son
finalmente atrapados. Siendo El Amante un medio pluralista, hemos
accedido al pedido de publicación.
Carta abierta a Bertrand Tavernier
Querido Monsieur Tavernier:
Como no ha querido usted responder a mis mensajes anteriores, hago pública
esta misiva que le está dedicada y que surge de ver la película que usted
dirigió basada en un episodio de mi vida. La carnada ha recibido premios
internacionales y críticas laudatorias. Pero mi pobre voz no ha sido aún
escuchada.
No le escapará a usted, como tampoco al público, que su posición en la vida
es mejor que la mía. Usted es un director famoso mientras que yo estoy
pudriéndome en la cárcel. Es por eso que me sorprende su actitud en extremo
rencorosa. Para darle un ejemplo, cuando la policía viene a arrestarme, yo le
pido al patrón de la tienda en la que trabajo que me preste un saco muy
bonito. Él me lo niega, sospecho que a instancias suyas. Y me siento
autorizada a decirlo porque esa actitud mezquina es la que usted tiene
conmigo y con mis amigos a lo largo de toda la película. Sé muy bien que he
sido cómplice de crímenes imperdonables, pero sospecho que su actitud tiene
poco que ver con eso. Mis faltas son solo una excusa. Usted nos describe
como pequeños animalitos, nos hace malos, estúpidos e insensibles. Es
evidente que usted prefiere no leer en nuestros corazones para no tener que
encontrar muestras de humanidad en ellos. Pero me parece imposible que nos
crea tan imbéciles. En el fondo sabíamos la tontería que estábamos
cometiendo y que nos agarrarían tarde o temprano, aunque preferíamos
hacernos los distraídos porque estábamos desesperados. El otro día
exhibieron en la prisión La ceremonia del señor Chabrol, donde unas chicas
mataban a varias personas. Monsieur Chabrol cuenta lo que sabe, pero no
intenta apoderarse de ellas ni darles lecciones. Yo diría que las respeta, a
pesar de que ellas no eran mejores que nosotros. Usted, en cambio, nos trata
con un desdén infinito. Pero no solo nos condena por lo que hicimos sino,
sobre todo, por lo que éramos. ¿Asesinos, ignorantes, perezosos, malcriados?
Éramos eso y mucho más. Pero lo que a usted le molesta verdaderamente es
que fuéramos jóvenes. Y si no, explíqueme por qué no muestra otros jóvenes
en la película y construye su historia de manera que nuestro carácter patético
contraste no solo con el de las víctimas sino con el del resto de los
personajes, hombres de edad madura. Usted nos usa para decirle al público
que los jóvenes somos malos, estúpidos e insensibles a diferencia de ese
tímido escritor, ese pobre médico o ese abnegado policía, a los que les
confiere todos los rasgos simpáticos que puede. Esos hombres me entendían
tan poco como usted, pero querían exhibirme frente a sus amigos y gozar de
mi cuerpo. Y yo no quería darles el gusto. Eso es lo que más le molesta al
señor policía, que parece hablar por boca suya. En efecto, el oficial llega a
insinuar que mis crímenes serían menos graves si hubiera entregado el
rosquete. Usted me niega la capacidad de disfrutar del sexo y hasta insinúa
que soy frígida y lesbiana, como les he oído decir a muchos hombres a los
que he rechazado. Su necesidad de meterse en nuestra alcoba es curiosa, ya
que el asunto no viene mucho al caso. Para mejor despreciarme, me acusa de
exhibirme desnuda, de coquetear con mi amigo Bruno. Y de andar mostrando
las tetas para luego no pasar de ahí. Pero explíqueme por qué contrató a esa
chica, la actriz (que tiene unas tetas mejores que las mías), para que las
exhiba más allá de lo necesario. Y peor aún, cuénteme por qué corta la escena
cuando estoy en tren de desnudarme del todo. Fue usted, no yo, el que no
quiso mostrarme en cueros después de haber amagado. Algo parecido hace
con Bruno. El pobre estaba enamorado de mí y eso me halagaba aunque yo
era fiel a mi novio Eric. No sé si Bruno se masturbaba pensando en mí, un
acto muy sano y normal y que presumo que usted habrá practicado con
frecuencia. Pero usted no puede dejar de subrayarlo, aunque es tan pacato que
en la escena en la que hago el amor con Eric en el auto y él se queda afuera,
lo muestra agitando una navaja, simbolizando burdamente una masturbación.
He aprendido en la cárcel a no confundir metáfora con eufemismo.
Su mirada es la de un viejo resentido, dispuesto a generalizar a partir de
nuestro caso particular y a sacar conclusiones fáciles. Usted simula saber por
qué hicimos lo que hicimos. Y se dedica a explicarle al respetable público
que éramos nenes de mamá, incapaces de ganarnos la vida pero que
queríamos dinero fácil, al revés de sus amigos, el médico, el escritor, el
tendero, el barman o el policía, que se ganan el pan honradamente. ¿Y por
qué dice que éramos así? Por culpa de los norteamericanos, que andan
convenciendo a la gente de que hay que consumir mucho y triunfar rápido.
Mejor aún, porque veíamos –como la mayoría de los jóvenes franceses–
mucho cine americano y despreciábamos el cine francés. Eso es verdad. Pero
qué quiere que le diga. A mí me gustan esas películas de acción con
Schwarzenegger mucho más que las películas francesas que veía, como
Indochina, Cyrano de Bergerac o Los visitantes del tiempo. Aquí en la cárcel
he podido ver, además de esa película del señor Chabrol, otras del señor
Godard o del señor Rohmer y, aunque no las entiendo del todo, me han
gustado más que esas otras. Pero me he enterado de que usted odia el cine de
esos caballeros. Es increíble, pero después de haberse llenado la boca con
John Huston, el jazz y la novela negra, usted juega ahora la carta del
chauvinismo, otra palabra que aprendí en la cárcel. Y no solo por lo del cine.
Nada parece ofenderlo más que el hecho de que nuestro sueño fuera emigrar
a los Estados Unidos. Pero ocurre que ese país que usted defiende nos tenía a
mal traer. Hoy, desde la tranquilidad de mi celda, sé que Norteamérica no es
el paraíso, pero advierto que no era descabellado querer huir de un lugar en el
que los cineastas hablan por boca de los policías y defienden el orden burgués
y el machismo como usted lo hace. ¿Le parece tan disparatado que yo soñara
entrar en el cine para evitar pasarme la vida en esa tienda piojosa? ¿Qué
futuro me esperaba con mis notas escolares? ¿Convertirme en ama de casa y
desde allí hablar mal de los chicos que roban o se drogan? ¿Dedicarme a ver
sus películas?
Resumiendo, creo que su film apesta. Usted ha intentado utilizar nuestra triste
historia para predicarles a las buenas conciencias, asustándolas con la
peligrosidad de los jóvenes, diciéndoles exactamente lo que quieren escuchar.
Su pontificación solo los ayudará a instalar mejores alarmas y a votar por la
derecha. Y a que en la sobremesa se explayen sobre la juventud degenerada y
la pérdida de los valores. Su discurso apenas encubre su odio contra lo que no
puede poseer. Desde este, el lugar más miserable que la sociedad le puede
asignar a un individuo, he comprendido que el mundo es más rico y más sutil
de lo que yo creía Parece mentira que usted, que tuvo todas las
oportunidades, produzca estas simplificaciones de viejo choto.
Atentamente,
Nathalie
N. de la R.: La redacción no comparte necesariamente los conceptos vertidos
en esta nota y, para ser francos, en ninguna otra.
Publicado en El Amante N°53 – julio 1996

219. Diario de la red

Hace un tiempo, cuando Mario Camara estaba al frente del Video del Ángel y
se quejaba de que recomendar películas a los clientes era una tarea
frecuentemente ingrata, se nos ocurrió una idea que en principio parecía
brillante. Armar un programa de computadora para que, alimentándolo con
sus opiniones sobre películas ya vistas, el cliente pudiera recibir sugerencias
para futuros alquileres. Dos cosas previsibles ocurrieron: nunca lo intentamos
seriamente y el chiche ya estaba inventado.
Navegando un día por la red, me encuentro con un lugar llamado Firefly
(http:/www.fly.com), una especie de club electrónico en el que (sin cargo) se
pueden calificar películas o discos para recibir luego las correspondientes
recomendaciones. No es lo único que se puede hacer en Firefly. También se
pueden escribir reseñas, hablar (vía el teclado y la pantalla) con los otros
miembros conectados, mandar y recibir mensajes, escribir una especie de
autorretrato y leer los retratos de los otros, etc. Ocurren cosas sorprendentes:
si uno mira los datos de un miembro a veces sale un cartel que dice que uno
coincide con él en los gustos sobre tales discos o películas. Pero si a esto le
agregamos que muchos de esos retratos son del tipo: “Soy morocha de ojos
azules. Me gusta Prince, Tom Cruise, ir de camping y hacer el amor” (en
inglés, por lo general), y que la gente firma con seudónimo, se entiende
rápidamente que el interés primordial de los integrantes no es la cinefilia. En
Firefly el elemento espiritual dominante es una atmósfera de sexo
adolescente: es un club de socialización y levante electrónico para péndex.
Evitando introducirme en la promiscuidad ambiente, pero no sin lamentar que
las computadoras personales no se hubieran inventado cuando yo tenía 17,
me concentré en el área de calificación y recomendación de películas y
califiqué (de 1 a 7) unas cien. Esto motivó que recibiera un mensaje de un tal
Cinemanic que me felicitaba por mis gustos cinematográficos, que contesté
también con amabilidad, pero sin poder evitar pensamientos del tipo: “¿Qué
querrá este?”. Pero vayamos a lo nuestro. El programa resultó un fiasco. A
pesar de que mis calificaciones eran las mínimas para todo lo que oliera a los
Monty Python (¡cómo los odio!), el maldito se ensañaba recomendándome
una y otra vez sus películas. Lo mismo ocurría con la obra completa de
Stanley Kubrick. Convengamos que el asunto no es fácil: se trata nada menos
que de construir un “sistema experto”, rubro del que se ocupa la disciplina
llamada “inteligencia artificial”. El programa debe aprender progresivamente
y corregirse a partir de los nuevos datos propios o ajenos. La idea básica es
que a partir de los datos que uno ingresa (supongamos que uno dice que las
mejores películas de las ofrecidas son Vértigo, Sed de mal y Sin aliento y que
Stargate y Batman eternamente tienen la nota mínima), el sistema identifica
al grupo de personas que contestaron lo mismo y qué otras películas prefiere
esa gente. Claro que esto va en contra de las costumbres de los espectadores
asiduos, que forman un mundo sostenido sobre las pequeñas diferencias. A
los que eligieron así, ¿les gustará Antonioni?, ¿y De Palma?, ¿y qué película
de Antonioni o De Palma? Bueno, esa es la dificultad del proyecto, que no
llegará muy lejos si solo incluye estadísticas. La pregunta del millón es: ¿qué
hipótesis hay que hacer, hipótesis finas, diferenciales, para que el aparato sea
tan eficiente como un agente humano, digamos una persona entrenada detrás
de un mostrador de videoclub como mi amigo Camara o Tarantino? Y mejor:
¿hay que pedirle algo prestado al conocimiento específico, es decir, a la
crítica de cine para poder formular esas hipótesis para identificar rasgos en
las películas que excedan género, título o datos del consumidor?
El sentido de todo esto se aclara un poco entrando en el lugar denominado
Each Movie (http://eachmovie.com/). Aquí solo se trata de calificar y
recomendar (de 1 a 5 estrellas esta vez, con un agregado divertido: “no la vi
pero suena horrible”). Aunque el universo de películas con el que trabaja este
sistema es más chico que el de Firefly y solo consigna estrenos más o menos
recientes, funciona mucho mejor y las predicciones se van corrigiendo
continuamente. La compañía que lo elaboró declara que usa una tecnología
matemática denominada “collaborative filtering”, y que se propone ahorrarle
tiempo y dinero al consumidor. Se trata de “un concepto de marketing
individual que combate la sobrecarga de información”. Sigue diciendo la
gente de Each to Each (la compañía intenta generalizar esta idea aplicándola
a otros campos) que su producto sustituye el boca a boca y permite que las
recomendaciones sean hechas, en definitiva, por gente que tiene los mismos
gustos y rechazos que el cliente. Ajá. Ahora veamos lo que sucede en la
práctica. Después de calificar unas 40 películas, pedí las primeras
recomendaciones: estas vienen con la calificación que el programa supone
que uno les otorgaría. Me mandaron 5 películas a las que yo seguramente les
adjudicaría 5 estrellas: dos que no vi y Ed Wood, Adiós a Las Vegas y Nixon,
a las que califiqué respectivamente con 4, 1 y 3. A partir de cada nueva tanda
que yo calificaba, las predicciones del sistema se modificaban aun sobre las
mismas películas. Pero la luz se hizo cuando descubrí un rubro titulado:
“Recalificación”. Allí aparecieron películas con la nota que yo les había
puesto y con la nota que el sistema pensaba que yo debería ponerles,
acompañadas por esta pregunta: “¿No quiere cambiar de idea?”. Ejemplo: a
Smoke yo debería ponerle un 3 y no un 5, lo mismo que a Los sospechosos
de siempre (recordemos que el universo es de películas recientes,
básicamente americanas). Acá es donde este juego aparentemente inofensivo
instala un escenario paranoico. Como en una de esas utopías totalitarias, esta
gente nos invita nada menos que a abandonar nuestros gustos, nos sugiere
amablemente que deberían ser otros. Imaginemos una sociedad en la que la
tendencia a la uniformidad en el consumo se establece en forma progresiva,
donde toda elección se limita a la pertenencia a unas pocas categorías.
Imaginemos además que la producción (de cine, por ejemplo) se limita a
abastecer los parámetros predeterminados para esas categorías. Imaginemos
ahora que eso es lo que pasa en este momento. No cuesta demasiado.
Publicado en El Amante N°53 – julio 1996

220. Mi vieja se dio cuenta

Sol de otoño, Eduardo Mignogna, 1996.


Cuando a partir del escaso éxito de los estrenos de la temporada sugeríamos
en el número anterior que el cine comercial argentino estaba muerto, aparece
Sol de otoño para demostrar que las viejas recetas aún tienen resto. La
película de Eduardo Mignogna tiene en su fórmula el ingrediente que parecía
perdido: el poder de comunicarse con el público. Y no hay duda de que esa
comunicación es legítima en muchos aspectos. La historia de amor entre los
maduros protagonistas arranca desde el terreno de lo trillado para remontarse
sobre él a partir de un dispositivo sumamente ingenioso del guion y de los
inusuales momentos de verdad que logran las actuaciones de Norma
Aleandro y especialmente de Federico Luppi. La estructura del guion es
notable: el anuncio de la llegada del hermano de Aleandro parece condicionar
el relato hasta que se desvanece en el aire para abrir paso, sorpresivamente, a
una situación mucho más rica dramáticamente. Pero, al diluirse, la historia
del hermano deja flotando astutamente una incógnita que permite
interpretarla ambiguamente. El hermano bien puede ser una invención de
Aleandro cuyo objetivo es permitir que Luppi (del que se ha enamorado)
reciba la educación étnica que lo haga aceptable a sus prejuicios de mujer
solitaria y desconfiada. Es cierto que la subtrama sobre el delincuente juvenil
que hace Erasmo Olivera es irrelevante, que la ambientación de la suerte de
conventillo en el que Luppi convive con Jorge Luz es un cliché costumbrista.
Y es más cierto que los planos que describen lo que Aleandro se imagina
(especialmente el abominable momento cerca del final en el que ella muere
falsamente) están de más. Pero la solidez con que los protagonistas sostienen
la historia con momentos de profunda emoción (entre los que brillan la
escena del desayuno y la salida del hospital y la intriga que se despierta
alrededor del personaje de Cecilia Rossetto) pesan favorablemente a la hora
del balance. Aquí termina lo que podríamos llamar la reseña convencional del
film.
Y aquí empieza una suerte de protesta personal en nombre de mis recuerdos
de infancia. Mi madre es una profesional judía de clase media, igual que el
personaje de Aleandro. Mi abuela fue una abuela y madre judía de
campeonato. Pero no logro identificar un solo rasgo común entre esas dos
mujeres y el personaje del film. Se me dirá que no tiene por qué haberlos y
estoy de acuerdo. También confieso que la rama judía de mi familia nunca
fue religiosa ni tradicionalista como lo es Clara Goldstein. Pero la película
gira en torno del tema de la etnicidad, de una entelequia que podríamos
denominar el “carácter judío”. Según Clara viene a ser un cierto “no sé qué”
que no se agota en el conocimiento del iddish (el idioma de mi abuela) ni en
la manera de comer el beigl (nunca comí eso, pero si varénikes, si se escribe
así, casi una vez por semana). Es cierto que, políticamente correcto, el film
no deja de protestar contra el cliché de la avaricia de los judíos. Pero dónde
me deja esto a mí y a todos los judíos porteños que nunca fueron a Hebraica
más que al cine y menos aún tuvieron noticas de que existiera un restaurante
judío en Buenos Aires. Y sobre todo, ¿qué pensar de esa división de la
sociedad entre judíos y goim por costumbres que no recuerdo haber vivido?
¿Cómo admitir esta pared invisible que no forma parte de mi cultura y que
parece construida para que las ficciones cinematográficas la derriben
heroicamente? Esto no significa desconocer la vasta red de prejuicios que
atraviesan la sociedad argentina y de los que el antisemitismo forma una parte
importante. Más bien es al contrario. Sospecho que es a partir de la
construcción de un imaginario étnico que nace el prejuicio. La relación de
cada uno con su origen es un asunto privado que varia con cada individuo y
yo me siento particularmente orgulloso del mío. Es al hacerse público y
colectivo que se cristaliza como objeto de diferencia y hasta de persecución.
El racismo está de algún modo implícito en la pregunta: “¿Cómo son los
Judíos?”. ¿Quién puede responder a esa pregunta? No creo que los guionistas
de Sol de otoño ni sus “asesores de iddish” como figura alguien en los
créditos. Cuando era muy chico, me llevaron a visitar a unos parientes de mis
abuelos. Vivían en Barracas o Parque Patricios y eran sumamente pobres.
Recuerdo a un primo lejano, cuyo modo de ser, signado acaso por el orgullo
y la humildad del barrio, me recordaba mucho a un personaje de Sol de
otoño: al de Federico Luppi. Claro, Luppi es un gran actor y, como tal, alude
en nosotros a tipos universales En esta película tiene el acierto de no intentar
hablar como uruguayo aunque el guion le haga decir “botija” a cada rato.
Después de todo: ¿cómo son los uruguayos?
Recuerdo, antes del estreno, haber hablado con un integrante de la
producción de Sol de otoño, que me comentaba el trabajo que se tomaron
para caracterizar el personaje de Clara. Le respondí que era una acumulación
de clichés, que podían pasar para mucha gente, pero mi vieja se iba a dar
cuenta de que eran falsos. Así fue, y salió enojadísima del cine.
Publicado en El Amante N°54 – agosto 1996
221. Inventario gaúcho

En Gramado, a unos 100 km de Porto Alegre, se realiza el festival más


importante dedicado al cine brasileño. Inaugurado hace 24 años, el evento
peligró cuando el cierre de Embrafilme durante la administración Collor hizo
descender casi a cero la producción local. Los organizadores idearon
entonces un festival latinoamericano que luego se extendió a películas de los
países latinos. Restablecida la producción autóctona, el festival se dividió en
dos: uno de films brasileños que este año tuvo seis largos en competencia
(más premios de cortos, super–8 y 16 mm) y uno latino, en el que
concursaron siete películas latinoamericanas y tres europeas. Aunque todos
estos films se exhibieron en el mismo cine (de proyección y sonido
excelentes) la separación de las dos muestras fue manifiesta y la prioridad
para los locales fue la sección de su país, que tenía el horario central en las
funciones y una importante cobertura de los medios. Sobre el interesante
momento actual del cine en Brasil, que parece estar en vísperas de una
verdadera explosión, hablaremos en el próximo número. El resto de esta
crónica se ocupa principalmente de la parte internacional del evento.
Mirando al Norte. El festival tiene la costumbre de invitar a una estrella para
darse lustre. Este año la elección recayó en Faye Dunaway que nada tiene que
ver con el mundo latino y que apareció por Gramado durante tres días para
ser objeto de muestras de cholulismo y de críticas: nadie sabe muy bien qué
estaba haciendo allí. Ni siquiera ella. Algo parecido ocurría con la película
brasileña O Monge e a Filha do Carrasco, que narra una historia ambientada
en el siglo XVIII y está ¡hablada en inglés! La relación amor–odio–
competencia de Brasil con Estados Unidos merecería un tratado que
seguramente ya se escribió.
El caso del crítico asesino. Las leyendas de Gramado incluyen una curiosa
historia que se puso de manifiesto cuando el director Rosemberg Cariry subió
a presentar su película Coriseo e Dadá y se exaltó a tal punto que debió ser
contenido por sus colaboradores. Su discurso aludió a las críticas
irresponsables que mataban directores. El caso es que un señor llamado
Roberto Santos murió en una edición anterior del festival en el vuelo de
regreso. Las malas lenguas atribuyeron el hecho a una reseña desfavorable de
la película que él había presentado y que firmaba un tal Amir Labaki en La
Folha de San Pablo. El tal Labaki resultó ser un caballero además de un
profesional de impecable seriedad y el discurso de Cariry una muestra de
prepotencia e imaginación calenturienta. Como lo sospechamos alguna vez,
este es un oficio riesgoso.
El caso del crítico que perdió en un festival. Como se sabe, en muchos
festivales se otorgan premios. Los que los reciben suelen festejar y los
perdedores se entristecen. En ocasiones, la rivalidad entre directores o actores
puede llegar a la pulla recíproca, pero no es común que un premiado agite la
estatuilla correspondiente en la cara de sus adversarios. Pero en Gramado, el
mejicano Gabriel Retes, que ganó los premios a mejor director y mejor guion,
lo hizo en compañía de su esposa, actriz y coguionista Lourdes Elizarrarás.
Sus gestos no tuvieron como destinatario a ningún colega sino a un crítico. El
crítico era yo.
Hablando con el enemigo. Hay que reconocer que a los Retes no les faltaban
razones. Mi reseña de su película Bienvenido, Welcome, aparecida en el
número 52 de El Amante en ocasión del festival de Montevideo, era muuuy
desfavorable y terminaba acusándolo de oportunista del cine. Durante este
festival nos cruzamos varias veces, intercambiamos amables pero incisivos
comentarios que culminaron el día previo a la entrega de premios cuando,
grabador mediante, Retes declaró que su película era la más importante del
cine latinoamericano de la década y que mis apreciaciones eran disparatadas.
No le negaremos a Retes su buen humor y su espíritu deportivo: por mucho
menos, los argentinos suelen reaccionar peor. A esa altura yo no me
imaginaba que la película fuere a ganar un premio importante y me sigo
preguntando cómo hizo para ganarlo. Pero lo cierto es que Retes se salió con
la suya y, como suele ocurrir, me quedé protestando. El film, un ejercicio de
cine dentro del cine, a pesar de que no carece de ingenio y denota una
atmósfera de diversión durante su realización, no supera a mi juicio el nivel
de chiste estudiantil y exhibe una dosis de cinismo que no termino de digerir
(además del amargo sabor de la derrota). Sin embargo, si hacemos el ejercicio
de tomar en serio Bienvenido, Welcome, y el de tomar en serio que el jurado
lo haya tomado en serio, uno termina sacando conclusiones un poco
alarmantes. Lo que la película y sus premios exponen es la orfandad de
criterios, la visible desorientación en los caminos posibles para superar la
crisis del cine de la región. El film de Retes es, en un sentido, tremendamente
contemporáneo: agotadas las monsergas, los panfletos y el miserabilismo
asociados al primitivismo narrativo y conceptual que denotaban en el pasado
una especie de regodeo en el subdesarrollo, una de las opciones actuales es la
afirmación de la propia pertenencia a la sociedad global. Algo así como el
derecho a ser tan autorreferente e irresponsable como en el primer mundo y,
al mismo tiempo, la necesidad de afirmar la pertenencia de los realizadores a
un grupo social que armoniza con la visión mediática y universal del mundo.
Leo en el programa del Cineclub Núcleo del 20 de agosto el comentario de la
revista Dicine a otra película mejicana, Solo con tu pareja, de Alfonso
Cuarón (no vi el film): “Un nuevo cine mejicano que abandona el ojo
sociológico–comprensivo de las clases marginadas, para tomar otro que le
permite por primera vez a su cámara ascender en la sociedad”. La ascensión,
en el caso de Bienvenido, Welcome, es intelectual y está orientada al
autorretrato de los que hacen el cine latinoamericano. El verdadero drama de
la película es que ese mundo que se festeja a sí mismo en el film –un festejo
que los premios extienden fuera de la pantalla– no es cinematográficamente
interesante. Y la película termina resultando la celebración suicida de esa
reubicación cultural a falta de mejores cosas que celebrar.
Asesinos S. A. Sicario, del uruguayo residente en Venezuela José Novoa,
representa una alternativa diferente. Ambientada en Colombia, narra la
ascensión y caída de un adolescente en el mundo de los asesinos a sueldo del
narcotráfico en paralelo con la suerte de la selección colombiana de fútbol
durante la clasificación y el desarrollo del Mundial de 1990. Nuevamente nos
encontramos frente a un cine que se opone frontalmente al matiz desvaído e
irresoluto de cierta tradición reciente. Sicario narra con sequedad y eficacia y
golpea al público con la violencia y el horror de su tema. Es un film de
acción, con todos los ingredientes del cine de suburbio caliente que se
practica en otras latitudes (Los dueños de lo calle, El amor y la furia). Al
mismo tiempo, es una película terriblemente manipuladora. Desde la
arbitrariedad de su metáfora deportiva a la explotación sensacionalista de su
tema. Es que Novoa, al proponerse ingresar a su modo a la modernidad
realizando un cine de factura universal con orientación norteamericana,
sacrificó en el camino toda expresión autónoma de la sensibilidad local.
Sicario dice de Colombia lo mismo que los diarios y lo mismo que el público
extranjero quiere escuchar. La blandura del falso folklore se ha transformado
en la dureza de la falsa sociología. La película ganó el premio al mejor
montaje y el premio especial del jurado.
Los olvidados. El jurado ignoró olímpicamente las películas que llegaron
desde el Sur del continente, films cuya estética no está tan determinada por lo
que ocurre al Norte del Rio Grande. Casas de fuego del argentino Juan
Bautista Stagnaro, Cuestión de fe del boliviano Marcos Loayza y Mi último
hombre de la chilena Tatiana Gaviola son muy distintas entre sí pero
conviven en un universo diferente: el de la búsqueda de una mirada personal
sobre su circunstancia. Es ciertamente difícil entrar en la película chilena y
apreciar su mezcla de ciencia ficción política con elementos melodramáticos
e imágenes abstractas. Más si uno llega tarde a la proyección como fue
nuestro caso. Tengo objeciones contra Casas de fuego y su propuesta de
reconstruir el pasado argentino con intenciones monumentales y metafóricas.
Pero escuchar a un miembro del jurado –y no precisamente de los más
calificados por su trayectoria– decir que ambas eran “películas no
profesionales” es una grosería que me excede. Lo mismo debe haber dicho de
Cuestión de fe, película por la que ya expresé mi admiración en el número 50.
El bajo presupuesto no es un motivo para ignorar el talento ni para pasar por
alto que la mirada viva de Loayza es moderna en un sentido profundo: en ella
no se cuela nunca un policía, un periodista, un funcionario ni un predicador.
Lo que en verdad emparenta a estas tres propuestas es lo que no son:
telefilms.
Antítesis. Morte ao vivo es el título en portugués de Tesis del español de 23
años Alejandro Amenábar. Y esto sí parece un producto adecuado para HBO.
Thriller sobre estudiantes de cine, con referencias, juegos con cámaras de
video y un guion complicado y tramposo, Tesis reúne todos los elementos
que las nuevas reglas para ver cine identifican como la eficiencia, un cliché
que se suele enunciar diciendo: “funciona” o “a mí me agarró”, como si las
películas fueran lavarropas o trampas para ratas. Amenábar no carece de
habilidad pero su película es pesada y no posee una verdadera textura
cinematográfica, un defecto que Stagnaro se encargó de definir con precisión
hablando de la película: todo es pura funcionalidad del relato, para la cámara
no hay más gente que los protagonistas ni más mundo que la historia que
cuenta, todo es visiblemente plástico como corresponde a las ficciones de la
televisión. Viendo Tesis, uno se ve tentado de hablar mal de las escuelas de
cine. No porque sus alumnos salgan mal preparados sino casi por lo
contrario. Como si se creyera que la suma de conocimientos técnicos, recetas
de guion y una pequeña colección de ejemplos fílmicos a imitar dan por
resultado el cine de verdad y no una maqueta audiovisual que así coma sale
de la fábrica no tiene densidad para satisfacer otra cosa que no sea una
trasnoche de zapping. La protagonista de Tesis, Ana Torrent, ganó el premio
a la mejor actriz.
Papelón. Fue el de Edipo Alcalde, del colombiano José Alí Triana,
especialmente por el guion firmado por García Márquez, una adaptación de
Sófocles a la época actual que podría definirse como una representación
escolar con fotografía edulcorada y escenas sacadas de un film de guerra
clase B. Una combinación intragable de solemnidad con banalidad.
Los Taviani cabalgan de nuevo. Basada en la novela romántica de Goethe,
Las afinidades electivas de los hermanos Taviani fue la que menos gustó al
público de las películas en competencia. Curiosamente, sí les gustó en forma
casi unánime a los críticos argentinos. En cambio, Stagnaro, Martínez Suárez
y Javier Garrido, con los que discutimos varias veces al respecto, la odiaron
fervientemente. Mientras tanto, el distribuidor uruguayo–español Walter
Achougar gritaba en el hall del cine que era una vergüenza que hubieran
traído esa película al festival. Creo que la razón está en este caso claramente
del lado de nuestros colegas y compatriotas presentes en Gramado. La
película cuenta una tragedia fascinante con el aplomo y la solvencia que
corresponde a gente que ha pensado cómo se hacen las películas. Tiene,
además, el primer uso con sentido estético que yo recuerde de la steadycam.
Los movimientos de este aparato tienen algo de líquido, y se los aprovecha
para ponerlos en consonancia con una textura acuática que arranca en la
magistral secuencia de títulos. No entiendo por qué no les gusta a los que no
les gusta. Tal vez porque el cine haya caído definitivamente bajo el signo de
la impaciencia disfrazada de exigencias de suspenso y sorpresas que cierto
estilo europeo clásico no intenta satisfacer. Es más. A los personajes de Las
afinidades electivas les pasan cosas que prolongan nuestra experiencia. Esa
gente siente de una manera que es ajena a nuestra conducta pero que
reconocemos como en un rincón olvidado. A riesgo de ser un poco obvio, y
para usar una cursilería que la publicidad aplica a películas como Memorias
de Antonia, hay algo aquí de “lección de vida”, en el sentido de una
ampliación de nuestro registro cognitivo. No puedo menos que traducir el
rechazo a la película de los Taviani como una declaración enfática que dice:
“no me vengan con estas cosas que yo sé cómo es el mundo”. Ese
sentimiento es el que interpreta Memorias de Antonia, cuyas lecciones son
sobre lo que ya se sabe, mientras que el arte huye como de la peste de la
práctica de ratificar lugares comunes.
Despedida. El premio a la mejor película fue para Guantanamera de Tomás
Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío y esto habrá sonado a algunos como una
concesión póstuma. Cuando Pastor Vega, director cubano y miembro del
jurado, recordó a Gutiérrez Alea antes de la proyección, tuve una sensación
molesta. Vega dijo que Titón (así se lo conocía) había inventado el cine
cubano, que había sido “el primero de todos nosotros”. Que antes de él las
películas eran comerciales, pasatistas y banales y luego se hicieron profundas
y artísticas. Yo no había visto Guantanamera pero se me ocurría que el
hombre que había hecho Memorias del subdesarrollo debía ser un artista de
gran sensibilidad y, como tal, muy poco propicio para ser usado para un
discurso que descalificaba en bloque a todo el cine cubano anterior de la
revolución y convalidaba implícitamente todo el posterior. El cine de
cualquier país no puede ser un asunto tan sencillo. Días después, cuando
Carlos Cruz (que también recibió el premio del jurado al mejor actor) subió al
escenario para recibir en nombre de la película el premio de la crítica (con mi
voto a favor incluido) dijo: “agradezco a los críticos por premiar una película
critica”. Pero Guantanamera es algo bien distinto de una película crítica, de
una road movie popular que se pasea por el territorio geográfico y político de
Cuba y explota el éxito de Fresa y chocolate como se suele decir por ahí.
Guantanamera es, en cambio, el emotivo y doloroso testamento de un
cineasta. No son las ambiciones de un burócrata ni los deseos de libertad y
bienestar de los cubanos el tema de Guantanamera sino la muerte. Llena de
cadáveres y entierros, la muerte recorre la película y no podemos dejar de
pensar que su director estaba gravemente enfermo y que se enfrentaba
cinematográficamente con su terrible situación. El tratamiento que Gutiérrez
Alea hace del tema es desgarrador. Mientras despliega una enorme ternura
por sus personajes, utiliza una leyenda afrocubana cuya moraleja es la
necesidad y la justicia de la muerte. La moraleja es falsa. Nadie quiere morir
y la película lo demuestra. Pero la muerte como medida justa y necesaria es la
ultima metáfora de la razón de Estado. Si la moraleja es falsa, la referencia
del artista a su tensión con la razón de Estado es verdadera: esa tensión lo
acompañó durante mucho tiempo. Así, bajo la superficie amable de la historia
de amor, el retrato de costumbres y de problemas sociales, discurre una
terrible batalla cuyas manifestaciones externas y contradictorias son la
disciplina y el sarcasmo. Y un humor negro que comenta con sordina esa
batalla subterránea que hace por fin el espanto inocultable. Gutiérrez Alea fue
uno de los pocos grandes del cine latinoamericano y Guantanamera consuma
casi en secreto la dimensión trágica de su obra.
Portugueses. Una película portuguesa que no vi, Cinco días, cinco noches del
veterano José Fonseca e Costa, ganó los premios a mejor fotografía y mejor
música. Otra película portuguesa, La comedia de Dios de João César
Monteiro que se exhibió fuera de competencia y que comentamos en el
número 51, despertó una admiración encendida en todos los que la vieron.
Detalle curioso: los brasileños entienden el portugués que se habla en
Portugal casi tan poco como nosotros.
Vuelta a casa. Nombré varias veces a Juan Bautista (Elio) Stagnaro. A su don
de gentes y a esta excursión al Norte debo agradecerle una nueva perspectiva
personal sobre nuestra relación con el cine argentino. Stagnaro, cuyo cine no
he defendido precisamente en estas páginas, demostró un espíritu de diálogo
y un respeto por nuestro trabajo que nos alegró profundamente y que merece
un respeto equivalente. La comunidad cinematográfica argentina parece, en
relación con la de Brasil, mucho más mezquina y provinciana (como tantos
otros lugares de la vida argentina). Pero hay muchos temas pendientes y
demasiadas incógnitas en el futuro del cine argentino como para que quienes
hacen las películas y quienes las comentan supongan que la relación
reciproca deba ser de complacencia o de enemistad. Desde Gramado el
porvenir se vio muy tormentoso pero acaso más solidario. Porque aunque
parezca extravagante y contrario a las leyes del periodismo, nuestro objetivo
no es tener más lectores sino mejores películas.
Continuará en el próximo número la cobertura de lo que vimos y hablamos
en esta semana de agosto en Brasil. Nos ocuparemos de la mencionada
explosión cinematográfica brasileña así como de sus encrucijadas estéticas y
también de una película que me parece formidable: Como nascem os anjos de
Murilo Salles.
Publicado en El Amante N°54 – agosto 1996
222. Rebuznando con el bardo

Ricardo III (Richard III), Richard Loncraine, 1995.


Shakespeare. Hmmm. El problema con Shakespeare es que uno es un burro.
Y es un burro justamente porque no leyó a Shakespeare (ni a Dante, ni a
Goethe, ni a...). O al menos no lo leyó con la placentera asiduidad de la gente
cultivada, ni siquiera con la resignada obligatoriedad de los escolares
angloparlantes. El medio pelo argentino al que uno pertenece no se educó con
Shakespeare, aunque intuye su importancia. Por eso, toparse con un libro
como El canon occidental de Harold Bloom nos revive ciertos complejos de
inferioridad pero nos despierta una enorme curiosidad. El señor Bloom, en un
libro quizás algo caprichoso pero sin dudas extraordinario –acaso la mejor
introducción a la literatura que ande por ahí–, afirma que todo lo interesante
que se haya escrito en los últimos cinco siglos está en deuda con
Shakespeare. Y que Shakespeare produjo una obra cuyas capacidades de
invención y de cognición del mundo no han sido superadas. En el cine esto lo
supo y lo sabe mucha gente. Desde un conocido profesor local de guion que
les dice a sus alumnos que lean a Shakespeare y se olviden de los manuales
hasta los productores de películas internacionales que cada tanto reinciden –
parece que últimamente hay una moda en ese sentido– en una adaptación del
escritor inglés.
Enfrentarse con Ricardo III de Richard Loncraine puede ser para los
conocedores una oportunidad para dilucidar si la adaptación es fiel o
imaginativa, evaluar la dicción de los actores, detectar las partes suprimidas o
condensadas del original y todo ese tipo de placeres que se reservan los
amantes de la ópera ante la enésima versión de Las bodas de Fígaro que
escuchan en su vida. Para los burros como nosotros se trata, en cambio, de
enfrentarse con Shakespeare y la película al mismo tiempo. Uno no sabe de
qué se trata ni cómo termina, no tiene idea sobre el siglo en el que vivieron
estos nobles personajes y ni siquiera si es una comedia o una tragedia. Y por
eso, tiene la oportunidad de plantearse la pregunta secreta del ignorante que
los espectadores ilustrados no se hacen: ¿qué tendrá este Shakespeare? Claro
que eso no ocurre con Prospero’s Books de Greenaway ni con Romeo y
Julieta de Zeffirelli por razones diversas: uno sabe de antemano que una será
demasiado oscura y la otra demasiado banal. Pero Ricardo III usa los textos
originales, se basa en una puesta teatral, está interpretada por actores de la
tradición shakespeariana, uno de los cuales, el protagonista, es además
productor y coguionista. Así que, en principio, estamos en condiciones
ideales para tomarle examen a Shakespeare.
Al principio nos sorprendemos porque el asunto está llevado a los años 30
(del siglo XX). Pero tras el prólogo y los títulos a lo Tarantino, la excelente
escena inicial –un baile real con ambientación y fondo musical de cabaret y
ritmo de comedia ligera– nos pone de buen humor y nos predispone para una
buena tragedia. Nuestra atención se concentra en el maravilloso villano
deforme encarnado por Ian McKellen que tendrá en la escena siguiente
oportunidad de lucirse. Tras avisarnos que es un malvado, seducirá a una
mujer a la que acaba de matarle fríamente al padre y al marido. La escena
sirve para que, tanto Shakespeare como McKellen, aprueben con las notas
más distinguidas. El actor representa a un personaje que posee una energía
que no parece de este mundo. El texto tampoco: la situación es aberrante pero
se resuelve con una lógica demoledora. Los sentimientos convencionales del
principio se transforman en su contrario y la situación alcanza extremos de
profundidad psicológica y de verdad fáctica diabólicamente iluminadores,
inimaginables en un guionista moderno. Invención sin límite y cognición del
mundo dice Bloom y agrega que Freud le debe todo a Shakespeare. La escena
parece demostrarlo. Lo mismo ocurre con la reunión de gabinete que le
cuesta la vida al primer ministro y con la de la oferta de la coronación. En las
tres, el personaje simula y alcanza momentos de ebullición increíbles.
Suficiente para prometernos aprender más inglés, dedicar varios años a la
lectura, hacer una peregrinación a Stratford on Avon, loables objetivos que
no cumpliremos. El resto de la película es más o menos y el infame gesto
desdeñoso del cine inglés se filtra en varias ocasiones. Pero el final, en el que
se homenajea a Alma negra de Raoul Walsh y Al Jolson canta “I’m Sitting on
Top of the World”, nos devuelve al buen humor del principio.
Y ahora hablemos un poco de cine. Ignoro por qué la película recurre a la
imaginería nazi para representar una dictadura del siglo no sé cuánto aunque
se aluda en el film a los nazis ingleses de la época. O al edípico Cody Jarret
de Walsh para homologarlo al duque de Gloucester, un personaje al que su
madre detesta, aunque Walsh haya sido un director shakespeariano. Todo
sucede como si entre gangsters y nazis hubieran capturado las imágenes del
poder del siglo y como si, además, fueran idénticos como postuló Brecht en
La irresistible ascensión de Arturo Ui. Pero sospecho más bien que se trata de
un razonamiento forzado que vuelve a darle la razón a Bloom. Como
Shakespeare es inalcanzable y como el cine contemporáneo se construye con
la dudosa lógica del cambalache, se recurre a lo que se acepta a priori como
potente para producir un engañoso efecto de sentido. Es mucho más difícil
explicar el nazismo o actualizar a Shakespeare que juntarlos arbitrariamente
para crear la ilusión de que el horror de uno y la clarividencia del otro se
iluminan mutuamente y relevar así a los realizadores de trabajos más serios.
Publicado en El Amante N°55 – septiembre 1996
223. Algo muy personal

Algo muy personal (Up Close & Personal), Jon Avnet, 1996.
Algo muy personal empieza como Todo por un sueño: Michelle Pfeiffer es
una chica linda y estúpida que quiere trabajar en la tele. Pero esta es la
versión rosa: la chica se vuelve inteligente, triunfa y se engancha con Robert
Redford para dejarnos, de paso, una moraleja: la televisión es dura pero justa
en el fondo. El film sirve además para recordarnos que no solo en la
Argentina se filman películas que están envejecidas 40 años. Pfeiffer, que
viene coleccionando galanes jovatos como Connery (La casa Rusia),
Nicholson (Lobo) o Pacino (Frankie & Johnny), fracasa en su imposible
misión de hacernos creer que a Redford le interesa otra cosa que evitar que la
cámara muestre sus perfiles menos favorables, actividad a la que el actor se
dedica sistemáticamente desde hace unos cuantos años. La película tiene tan
poca tensión dramática que sus realizadores decidieron que no alcanzaba con
la historia de amor y éxitos y al final le inventaron a Redford una misión
peligrosa para que se haga matar, con la idea de que muchas emociones falsas
pueden reemplazar a alguna verdadera. Lo único original de Algo muy
personal es algo bastante impersonal: debe ser el primer desfile de modas
cuyas modelos son los sets de televisión, que en largas tomas compiten para
ver cuál es más pulcro y moderno.
Publicado en El Amante N°55 – septiembre 1996

224. Defensa de Whit Stillman

Alguna mente suspicaz podrá pensar que esta nota obedece a una apuesta:
alguien jugó su Rolls Royce contra un palacete en Mónaco a que en El
Amante se puede discutir sobre cualquier película y encargó este escrito con
la promesa de una comisión. Su autor, sin embargo, asegura que habla en
serio.
Cuando se estrenó tardíamente Metropolitan, primera película de Whit
Stillman, El Amante publicó lo siguiente: “Metropolitan es el ejercicio teatral
de un tipo con plata sin ningún rasgo de humor. [... ] Los personajes de
Stillman no son carismáticos. Son tipos desagradables, casi obscenos. [...]
Integran una secta con las siglas SFRP (que puede ser releída como soberbia,
falsedad, repugnancia y pedantería). Mientras veía la película me acordaba de
los chistes de Woody Allen. Recordaba la desesperación de sus personajes
por un amor imposible, por el cine, por la vida, por el miedo a la muerte, por
los fármacos, por la religión, por Dios [...] Creía estar viendo a las Trillizas
de Oro en un almuerzo de Mirtha Legrand” (Gustavo J. Castagna, EA N° 32).
La segunda película de Stillman, Barcelona, no se estrenó en cine, pero ante
su edición en video, se dijo aquí: “Lo que sorprende de Barcelona es que es
una película abiertamente infame. [...] Lo que la hace odiable es la
obscenidad de querer hacer coincidir la propia mirada con la del poder. [...]
Se propone mostrar que el mundo es como lo muestra la derecha. Según
Stillman el establishment hace bien en confiar en la derecha porque la verdad
está de su lado. [...] Del choque entre el puritanismo yanki y el destape
español de entonces resulta una nueva victoria para el Imperio” (Silvia
Schwarzböck, EA Nº 54).
Confieso que vi Barcelona por pura curiosidad. Quería ver cómo eran una
película tan reaccionaria y un director tan imbécil. Para mi sorpresa, no pude
comprobar ninguna de las dos cosas y, tras ver también Metropolitan, estoy
dispuesto a sostener que tanto Castagna como Schwarzböck están
profundamente equivocados. Los personajes de Stillman y sus
conversaciones interminables me resultaron muy interesantes, y la ideología
de sus films no me parece la exaltación de la burguesía y el imperialismo.
Aunque ya arrancamos mal en esta discusión por partida doble. Por un lado,
que los personajes sean interesantes para mí y detestables para Castagna
parece una cuestión meramente subjetiva. Por el otro, el propio Stillman se
encarga de protestar contra el tipo de lectura que Schwarzböck hace de
Barcelona desde el mismo film: hay un pasaje en el que los dos protagonistas
interrumpen sus conversaciones habituales sobre mujeres, abandonan los
ajustes de cuentas que arrastran desde la infancia, se olvidan de exponer la
perplejidad que les produce su condición de americanos en el extranjero para
intercambiar un diálogo extemporáneo y absolutamente exterior al relato en
el que protestan porque “la gente se pasa hablando del subtexto y se olvida
del texto”. Como si Stillman dijera: “Schwarzböck, déjeme de joder con sus
interpretaciones políticas, que esto va por otro lado”.
Creo que la admonición de Stillman es justa, precisamente porque la
interpretación de Schwarzböck es injusta. Barcelona cuenta la historia de dos
primos americanos de unos 30 años, Fred y Ted, respectivamente un
ejecutivo y un oficial de marina asignados en la ciudad española. Resulta que
Fred y Ted son bastante gansos y la película no hace nada para ocultarlo: son
primitivos, esquemáticos, tienen mal carácter y su provincianismo armado de
metáforas zoológicas para la política y empresarias para la vida social rozan
el terreno de lo patético. A pesar de eso, tienen éxito con algunas chicas, ya
que tienen plata y son exóticos. El medio español de clase media de los 80 los
rechaza, en parte porque son palurdos de provincia y, en parte, meramente
por ser americanos. Claro que los españoles (o catalanes) resultan tan
provincianos como ellos y no tienen mucho que enseñarles.
Esta no es una película en la que el hombre blanco descubre el sentido
profundo de la vida en contacto con los aborígenes. Se trata, en cambio, de
testimoniar la colisión entre dos especies distintas del medio pelo occidental.
En Metropolitan, aparece una tercera especie, los adolescentes tardíos e
improductivos de la aristocracia neoyorquina que empiezan a descubrir que el
mundo no está hecho a su medida. Obstinados en sus discursos infantiles
sobre el orgullo nacional en Barcelona y sobre las diferencias de clase en
Metropolitan, los americanos de Stillman tienen inseguridades más
universales: el amor y la pérdida de las certidumbres de una adolescencia
protegida. La afirmación de sus valores será al final mínima y sus victorias
ridículas. En Metropolitan terminarán aferrados a la lectura de Jane Austen
como única alternativa frente a la vulgaridad de su clase. En Barcelona,
lograrán demostrarles a las españolas que hay hamburguesas deliciosas en los
Estados Unidos. Además de ser cierto, parece un tanto nimio como símbolo
de una “victoria del imperio”. Es, como diría Stillman, una pura cuestión de
texto y no de subtexto: es todo lo que los personajes pueden demostrar.
Ignoro cuál es la ideología del señor Stillman, del que solo sé que superó los
cuarenta, vivió en España y se casó con una española. Pero sus películas no
me parecen infames ni pasibles de ser leídas como telegramas del
Departamento de Estado. Su excentricidad, su ritmo, su tono las hacen más
bien elusivas, indescifrables.
Creo que Castagna tiene razón cuando afirma que los personajes de Stillman
no son carismáticos. Para ser justos, hay que decir que el director no se
esfuerza por que lo sean. Tampoco tienen sentido del humor, aunque su
seriedad provoque un sutil efecto cómico. Y también es cierto que no se los
ve desesperados por nada, menos que todo por Dios y por la religión, como
dice Castagna que les pasa a los de Allen. Ni falta que hace. El tono de
Stillman, la descripción del registro emocional de sus personajes es,
efectivamente, minimalista y distante. Pero sus películas están construidas
alrededor de pequeñas variaciones emotivas, de corrientes subterráneas que
no se subrayan jamás. Stillman huye de toda búsqueda trascendente, de toda
infatuación moral, de todo consuelo. Sus personajes se empequeñecen y se
ponen en ridículo a medida que se alejan de lo concreto. Y en ese sentido, la
búsqueda de Stillman resulta mucho más moderna que la de Allen, que aspira
a ser un clásico tardío. El cine de Allen propone una plenitud del sentido del
mundo o, en todo caso, una protesta organizada por su falta, falta que la
modernidad asume como un dato y sobre la que no tiene nada que decir. Y,
de paso, hay mucha más obscenidad en las ostentaciones consumistas de los
burgueses de Woody que en la implacable austeridad de los de Stillman, que
habitan el enrarecido espacio de una película sobre ricos de bajo presupuesto.
De esto no se deduce que Allen es un chancho burgués, a menos que
hagamos retroceder la crítica a la época en que algunos de sus practicantes
medían el cine con un izquierdómetro. Lo que intento decir es que la empresa
de Stillman es más árida, menos propicia para la gratificación fácil. Sus
películas se proponen encontrar briznas de fertilidad en el desierto. Pero si
algo revela esta búsqueda es justamente lo desértica que es la vida en las
latitudes que describe, una vida de apariencias que encubre afectos casi
secretos mediados por la convención y el prejuicio, obstruidos por la
incultura y la pereza. Cediéndoles la palabra a sus personajes en sus propios
términos, filmándolos como si los espiara acechando una intimidad que ellos
se niegan a entregarle, absteniéndose de mejorarlos aunque exponiendo lo
mejor que tienen –sus lealtades, sus destellos de nobleza– Stillman puede
provocar ira o aburrimiento, pero no deja de hacer la crítica social más
precisa, menos complaciente y más apegada a la verdad que haya dado
últimamente el cine americano. No es que Stillman señale con el dedo ni
descubra terribles contradicciones. Al contrario; su obsesión por atrapar
verdades pequeñísimas e irrelevantes produce un efecto de pérdida de
certidumbre, de rechazo de los clichés que mina toda producción de
ideología: como si las películas estuvieran desnudas y renunciaran a
protegerse esperando que la verdad asome si es que le toca asomarse, pero sin
preocuparse por producirla.
La pegajosa melancolía que atraviesa ambas películas es la contracara de un
cine eufórico cuya dramaturgia se resume en términos de éxito y fracaso, de
progreso económico y social. Que sus personajes se sientan perdedores
aunque su ubicación en la sociedad lo desmienta en principio, descentra esa
dramaturgia. La sospecha de que acaso lo sean, y de que esa contingencia no
obedezca a su neurosis ni a su carácter (la excusa de Allen) es, no solo
revulsiva, sino un signo elocuente de que algo no funciona en el orden del
mundo. Los aristócratas y burgueses de Stillman no son siquiera decadentes
como para que se pueda despreciarlos fácilmente. Son apenas anacrónicos y
están confundidos allí donde la confusión es un escándalo. Hay dos escenas
homólogas en los films, en las que alguien cuenta una película desde una
clave insólita: en Metropolitan, un personaje dice que alquiló El discreto
encanto de la burguesía engañado por el título y pensando que por fin se le
haría justicia a los de su clase. En Barcelona, alguien relata el final de El
graduado desde el punto de vista del cuadrado novio de Elaine, el que se
queda solo en la iglesia. “Viene ese mamarracho de Dustin Hoffman y se
lleva a tu novia en ómnibus. La vida es así”. La comicidad de ambas escenas
no oculta que el precio de sentirse humano es aceptar el terror del mundo
reconociendo que de nada sirven los privilegios. Las dos películas están
marcadas por un pathos profundamente democrático. Amenazados desde
adentro de su clase por los que abusan del poder en Metropolitan y desde
afuera por los que lo impugnan en Barcelona, los protagonistas de Stillman
descubren, tardía pero definitivamente, que el mundo es ancho y ajeno, que
ser oligarca o americano no tiene nada de especial, que nunca volverán a la
infancia ni se comunicarán profundamente con lo que no les es idéntico.
Pero, ejemplarmente, rehuyendo una vez más toda demagogia, Stillman
muestra que no tienen manera de reconocerlo y, menos aun, de cambiar algo
sustancial en sus vidas. Una sutil avería se produce en el mundo de sus
creencias y eso es todo: abandonarán a Fourier y empezarán a leer ficción,
como el pelirrojo de Metropolitan, o cambiarán la filosofía de las ventas por
la del marketing como el primo Fred, siempre a la búsqueda de un nuevo
libro que se agregue a la Biblia. Por esa avería fluye el sentido desconcertante
de Metropolitan y Barcelona, en el marco de un proustianismo casero en el
que el tiempo no será nunca recobrado.
Tampoco estoy queriendo decir que Stillman sea un gran cineasta. Ni
siquiera, por caso, que sea superior a Wood Allen. Lo contrario es cierto.
Stillman está muy lejos del virtuosismo y cierta precariedad para filmar suele
ensuciar sus relatos que, además, caen por momentos en la insignificancia
(aunque las dos primeras películas de Allen eran peores que estas).
Simplemente, intento observar que la originalidad y el rigor que sí muestra
Stillman no son fáciles de reconocer, básicamente, porque el cine es un
asunto difícil. Tan difícil como soportar la verdad que no confirma nuestras
suposiciones. Lo digo por experiencia.
Publicado en El Amante N°55 – septiembre 1996
225. Pra frente Brasil?

Como dice un personaje de Tarantino, lo interesante de los viajes son las


pequeñas diferencias. En el caso de Brasil, las pequeñas diferencias tienen la
particularidad de ser enormes o, mejor dicho, de parecer enormes (todo es
enorme en Brasil) pero sugerir siempre que acaso no lo sean tanto. Para un
extranjero, Brasil será eternamente inabarcable: por eso, todo lo que se dice
de Brasil proviene de la tentación de simplificar. Y las simplificaciones son
todo menos simples. Nuestra estadía en el Sur brasileño durante el festival de
Gramado fue la ocasión para intentar una de esas simplificaciones: explicar
lo que está ocurriendo con el cine en Brasil a partir de una muestra, de
algunas opiniones y de unos pocos datos.
La presidencia de Collor de Melo es hoy, en la consideración pública, un
tiempo de oprobio: el ajuste neoliberal de práctica intentado bajo un gobierno
inepto, frívolo y corrupto. Durante la administración Collor se cerró
Embrafilm, la empresa productora estatal, símbolo de estatismo y pilar de la
cinematografía local durante 30 años. La consecuencia de esa medida fue que
en Brasil se dejó de hacer cine. Entre 1989 y 1994 la producción cayó a
menos de cinco films por año, tras haber conocido años de más de cien
películas y éxitos descomunales que tuvieron un pico en Doña Flor y sus dos
maridos, la película de cualquier origen que más recaudó en la historia
brasileña: once millones de espectadores, una cifra que parece imposible.
Embrafilm fue, además, el sustento económico del mayor movimiento
cinematográfico que conoció América Latina: el Cinema Novo.
Curiosamente o no tanto, el extraordinario éxito crítico de ese cine, su
repercusión internacional, su influencia cultural y política no fueron
acompañados por el público. Tras una indudable simpatía inicial, terminó
siendo algo más que un mito dudoso, del cual se habla hoy con una mezcla de
respeto y hartazgo y una certidumbre: el público prefería la pornochanchada.
Sin embargo, algunos de sus artífices vivos siguen teniendo estatura de
próceres, como Nelson Pereira dos Santos o Carlos Diegues. El espíritu de
cuerpo del movimiento parece, a la larga, haberlo conducido a una mezcla de
victoria y derrota. Nadie parece querer ver hoy un film de Glauber Rocha.
Pero nadie le niega su importancia. Muchos lo acusan de ser el gran
responsable del fracaso. Su figura fue tan polifacética y tan contradictoria que
justifica que nadie se haga una pregunta obvia: ¿qué tiene que ver un artista,
con todo lo personal que implica esa palabra, con un movimiento colectivo en
el que la mediocridad debe ser pasada por alto en nombre de la militancia y la
solidaridad del grupo?
Como en la Argentina, antes de que la influencia del neorrealismo terminara
sacando las cámaras a la calle y los pobres entraran en escena, hubo en Brasil
un cine de estudios que llegó en los 50 a ser enormemente popular. Pero así
como la Generación del 60 argentina no alcanzó nunca la dimensión
internacional del Cinema Novo, el melodrama brasileño es mucho menos
conocido en el mundo que el mejicano o el argentino. En Gramado tuvimos
la oportunidad de realizar una experiencia interesante. En una sección
especial, dedicada a películas viejas, vimos dos que son representativas del
cambio histórico señalado antes. Una fue O ébrio, melodrama vehículo del
cantor Vicente Celestino, dirigido por su mujer Gilda de Abreu en 1946. La
otra, Rio, quarenta graus, primer film de Nelson Pereira dos Santos, hecha
diez años más tarde, que “dio vuelta el cine nacional”, que tuvo problemas
con la censura y que mostró, aparentemente por primera vez, los sectores
carenciados y populares de Río de Janeiro. La coincidencia unánime es que O
ébrio es una película mediocre y un producto industrial del montón, mientras
que la otra es una película importante. A cuarenta años de una y cincuenta de
la otra, O ébrio resulta mucho más divertida que Rio, quarenta graus. Y
también más fresca y más viva. Enclavada en la clase media, con un
protagonista que va oscilando en su desarrollo entre los oficios de mendigo,
cantor, médico, filántropo y borracho, presenta a los negros como esclavos y
a las mujeres como tontas o tramposas. Pero es tan disparatada, es tan
imprevisible y rehúye de tal modo de lo edificante y de la defensa de los
valores familiares (contrapartida argentina de la época) que termina
resultando un baño de autenticidad. La energía que despliega disimula sus
falencias narrativas y técnicas. Mientras tanto, con Rio, quarenta graus, pasa
exactamente lo contrario. Su espíritu crítico queda opacado ante su actitud
moralizante y la impericia de su autor hace olvidar los buenos momentos para
poner de relieve la filmación de un partido de fútbol en el Maracaná que
reúne a 22 pataduras que no pueden siquiera simular que hacen un gol. Es un
momento involuntariamente desopilante que sugiere que la ambición de la
película desborda a sus realizadores, cuyas limitaciones estéticas quedan muy
expuestas en una secuencia en la que se hace coincidir arbitrariamente el
rugido de la multitud ante un gol con el alarido de un chico atropellado por
un tranvía: la mirada desde arriba, el paternalismo se hacen dolorosamente
evidentes. El salto al vacío entre un cine popular y un cine que tiene al pueblo
como objeto sigue siendo un problema abierto en el cine latinoamericano.
Volveremos a esto.
Pero lo que en realidad disparó la necesidad de esta crónica es que los
tiempos han cambiado para el cine brasileño después de la era Collor. En la
presidencia de Fernando Henrique Cardoso parecen soplar buenos vientos
para la producción. Una mezcla de esperanza y euforia se ha apoderado del
medio cinematográfico, un medio que conserva de la época del Cinema Novo
un saludable cariz colectivo que impresiona a pesar de las diferencias
estéticas y de intereses. El cine brasileño sigue siendo asunto de todos:
productores, cineastas y críticos participan de la excitación común frente al
posible renacimiento de la actividad y la inalterable costumbre del
nacionalismo genera, como es de esperar, molestas confusiones pero también
cierto respeto por las prioridades y el futuro colectivo. Una serie de charlas
con colegas nos sirvieron para orientarnos en estas materias desconocidas y
nuestros interlocutores, que oscilaron entre la euforia y la desconfianza,
tuvieron la paciencia de escuchar nuestras preguntas.
A la cabeza de los eufóricos figuró Nelson Hoineff, vicepresidente de la
Asociación de Críticos de Río de Janeiro, que se entusiasma ante las
posibilidades que brinda la Ley del Audiovisual que entró en vigencia el año
pasado y que prevé una nueva fuente de financiamiento para los films
brasileños: un porcentaje del pago del impuesto a las ganancias, que tanto
empresas como personas físicas pueden disponer para invertir en la
producción de películas. Hoineff habla de una verdadera explosión, comenta
que “nunca hubo tanta plata para el cine” y que las cifras podrían llegar al
sorprendente número de 150 films anuales en un par de años. Excitado,
comenta que la cosa va a ser mejor de lo que se preveía, ya que en esos
momentos se está anunciando la modificación de la ley para subir los
porcentajes del 1% al 5% para las empresas y el 5% para las personas
(mientras tanto, el ministro de Cultura daba una conferencia de prensa en
Gramado). A la financiación por esta vía se sumaría el dinero que agregarían
estados y municipios, a la cabeza de los cuales figura Río, que acaba de
constituir Riofilm, una empresa oficial para la promoción del cine y que
preside el crítico y profesor José Carlos Avellar. Avellar se muestra más
cauto que Hoineff y, por teléfono, hace un chiste memorable. Lo felicito
porque Brasil va a producir “como 2000 películas en los próximos tres años”.
Avellar contesta que tal vez lo que ocurra sea que se produzcan tres películas
en los próximos 2000 años. El entusiasmo de Hoineff se extiende a otros
temas. Nos habla de Estacão Botafogo, un grupo de cineclubistas cariocas
que se asociaron para difundir el cine de arte hace diez años. De una sala en
el 85 llegaron a 20 en la actualidad para transformarse en los mayores
exhibidores de cine en Río, expandirse a San Pablo y crear, de paso, un nuevo
público que consume no solo el cine que programan, sino que alquila videos
en la cadena de videoclubes que creó al grupo, compra libros en las librerías
especializadas que fundaron y hasta se agolpa para discutir las películas a la
salida de los cines, como si las costumbres de los 60 hubieran vuelto. Ver
para creer. No vimos, porque Río está muy lejos de Porto Alegre, pero sí
pudimos espiar el site que Estação tiene en la Internet, ejemplo de buen gusto
en el diseño y amplitud de la información que incluye la programación de
todos los cines de la ciudad. Y aunque no nos caímos de espaldas, lo cierto es
que hay películas que uno no soñaría ver exhibidas comercialmente en
Buenos Aires y otras que llegarán mucho después si es que llegan. También
se pueden leer allí los datos sobre el festival que organiza el grupo
anualmente, que incluye una cantidad y diversidad de películas notable. En
materia de festivales, estaba en Gramado Leon Cakoff, un petiso con cara de
vivo que dirige el Festival Internacional de San Pablo, que se celebra en
octubre y que tiene una programación espectacular y hasta se da el lujo de
que sus afiches sean diseñados por directores famosos: Kurosawa este año,
Kiarostami el año pasado, Antonioni y Fellini en muestras anteriores. Este
año se incluyen retrospectivas de Angelopoulos y del chino Wong Kar–Wai,
un personaje que con sus dos últimas películas, Chunking Express y Fallen
Angels, hace sensación en los circuitos internacionales. Hoineff afirma, y en
eso coincide con muchos otros, que la tarea para el cine brasileño es
recuperar el público perdido tras el fracaso del Cinema Novo. Sostiene que la
crítica es fundamental en esa tarea, que ahora se puede dejar de hablar un
poco de plata porque plata hay y que los realizadores empiezan a comprender
que no pueden seguir pidiéndoles a los críticos que sean sus agentes de
prensa. Como repetirán otros, ahora que la producción se puso en marcha, se
trata de encauzar la estética hacia temas brasileños, y evitar la tentación de
imitar a Hollywood.
Sin embargo, lo cierto es que la producción brasileña del 95 solo alcanzó un
cierto éxito comercial con dos películas, O Quatrilho y Carlota Joachira, que
obedecen más bien a otras formulas. O Quatriho es un dramón de época de
gran presupuesto y estética seudo hollywoodense (las imágenes aisladas que
vimos hacen pensar en Como agua para chocolate), mientras que Carlota
retoma en el cine el humor más bien grosero de un grupo de cómicos de la
televisión. La película que todos los críticos elogian, Tierra extranjera de
Walter Salles Jr., más refinada y personal, no consiguió resultados semejantes
en la taquilla.
Mucho menos optimistas que Hoineff son Tuio Becker de Porto Alegre y
Luiz Carlos Merten de San Pablo. Hablando de la inversión de las empresas
en el cine, recuerdan con suspicacia un episodio de los 70. Parece que las
empresas de cine americanas, impedidas de remesar fondos a sus centrales,
produjeron algunas películas locales con características particulares. Con
títulos como Cristo de barro y La madona de cedro, esos films eran
deliberadamente malos, como para asegurarse de que el público siguiera
consumiendo cine americano. Becker y Merten fundan su escepticismo en la
escasez de salas para absorber el inminente incremento de películas
nacionales: “Brasil no es el dueño de su mercado interno”, un problema
común a casi todas las cinematografías. Luego nos hablan de la televisión
brasileña, liderada por el enorme imperio de la Red O Globo. Afirman que el
Hollywood de Brasil es la televisión, que a través de sus novelas fabrica en
serie un producto probado y auténticamente brasileño, de altos estándares
técnicos y que tiene, además, aceptación internacional. Mencionan a Luis
Fernando Carvalho, director de El rey del ganado –el culebrón del
momento–, que intenta la sorprendente empresa de hacer cine en televisión,
filmando todos los exteriores en super 16 y usando en los interiores en video
una luz intensa y sofisticada que recuerda a Los duelistas de Ridley Scott.
Ambos apuestan a una ruptura con el Cinema Novo. “Glauber Rocha me
aburre”, dice uno. “Glauber Rocha es derroche”, responde el otro.
Amir Labaki trabaja para el mayor diario brasileño, La Folha de San Pablo,
y está ligado, además, al Museo de la Imagen que tiene mucho que ver con el
video y el cine experimental. Su versión de la coyuntura es más bien
pesimista. “Dio la impresión de que la ley era mejor de lo que es. Se
transformó en un motivo de júbilo nacional como la selección de fútbol”.
Retomando el problema de las salas, agrega además que la Ley del
Audiovisual tiene hasta ahora una aplicación escasa y un futuro cuestionable.
Labaki cuenta que el 85% de lo que se produjo hasta ahora proviene de la
cuenta bancaria de Embrafilm, que tras la liquidación y acumulando intereses
generó unos 30 millones de dólares. La famosa deducción de impuestos
funcionó solo para O Quatrilho, coproducida por una empresa de cine
americano. Labaki afirma que la ley solo le será útil a un puñado de
producciones, todas de gran presupuesto. Tras un sencillo cálculo, demuestra
que para invertir 100.000 dólares en una película, una empresa debería pagar
de impuesto a las ganancias más de tres millones de dólares y un particular
dos millones, cifras que dejan afuera a la mayoría, problema al que se suma
que pocos pagan ese impuesto en Brasil y aun menos son los que están
dispuestos a que se conozcan sus ganancias. Con Labaki coincidimos en la
apreciación de la mayoría de las películas, con una importante excepción: es
un admirador de Subiela, largamente denostado en estas páginas por su
último film, pero al que hay que reconocerle una gran aceptación entre los
críticos extranjeros. Pero aun así, cuando le mostramos la tapa de El Amante
que contraponía ese film de Subiela con las Historias breves, se ilumina y
expone una caracterización del cine brasileño con muchos puntos de contacto
con la que hacemos del cine argentino. En Brasil, coincidiendo con la veda de
largos, se produjo desde el 85 una “primavera del cortometraje” que alcanzó
altísimos niveles de calidad y cotas de 80 películas por año. Según Labaki,
allí aparecieron cineastas talentosos que se apartaron de la tradición de cortos
documentales sobre temas sociales o hechos artísticos y se lanzaron a contar
historias sin pretender hacer radiografías de Brasil. Los cortometrajistas ya
han dado tres generaciones de realizadores y algunos están haciendo su
primer largo, como Tata Amaral, Beto Brant o Cecilio Neto. Estos y otros
directores intentan hacer un cine que no es televisión, no es teatro, no es
publicidad sino un cine de autor que busca un público, haciendo cine por
placer y para dar placer. O rio das amazonas de Ricardo Dias, por ejemplo, es
un documental que propone una nueva mirada sobre la vida en Brasil sin
rémoras folklóricas ni discursos. Felicidade é, que reúne cuatro historias de
realizadores jóvenes, es –siempre según Labaki– tan importante para la
historia del cine brasileño como lo fue en su momento 5 veces favela. Apoyar
a esos cineastas sería la política para el cine brasileño. “No es eso lo que se
está haciendo. Se impulsa lo meramente comercial o que sigan filmando las
figuras mitológicas. Hay gente que piensa que si Nelson Pereira des Santos
está filmando, entonces el cine brasileño va bien”. En cambio, apoyar a los
nuevos realizadores serviría para revertir de paso la política de los grandes
festivales que “siguen esperando del cine latinoamericano Io mismo que hace
30 años, lo que está codificado y no causa extrañeza”.
Tuvimos un efímero contacto con los cortos brasileños a través de la sección
correspondiente del festival, en la que ganó una película extraordinaria,
mezcla de animación y documental, llamada Estrela de oito pontas de
Fernando Diniz, sobre un artista internado en un manicomio y su obra
obsesiva y profunda, y en la que figuró O enigma de um dia, notable en su
estética de videoarte. Hablamos también con la pareja integrada por José
Roberto Torero y Dainara Toffoli, que dirigieron y guionaron un par de
cortos premiados hechos en un estilo ingenioso y humorístico, aunque lejos
de un lenguaje ambicioso o renovador. Torero es escritor, autor de una novela
histórica de gran éxito, O Chalaça, y uno de los realizadores de Felicidade é.
Enormemente seguro en sus juicios, Torero es lo que uno podría llamar un
joven engreído, pero tiene con qué. Si fuera argentino, probablemente uno le
tendría bronca, pero no seamos apresurados en nuestros juicios. “La literatura
es mucho más importante que el cine”, dijo este admirador de Woody Allen.
Y ahora, analicemos un poco las modalidades estéticas del cine brasileño
actual a través de las películas exhibidas en competencia en Gramado. Fueron
seis y entre todas componen un mosaico enormemente variado. No vimos
Corisco e Dadá, de Rosemberg Cariry, que se inscribe en la tradición del cine
de cangaçeiros, con puntos de referencia evidentes en Dios y el diablo en la
tierra del Sol y Antonio das Mortes de Glauber. Según la opinión unánime, la
película repite clichés de orientación folklórica y no construye nada nuevo.
Tampoco vimos O monge e a filha do Carrasco, drama de época hablado en
inglés, denostado hasta el cansancio por su exótico oportunismo. El año
pasado en Nueva York habíamos visto 16 0 60 de Vinicius Mainardi.
Mainardi viene de la publicidad y es hijo de un millonario. Produjo la
película en forma totalmente independiente, no tiene relación alguna con la
industria y es su ópera prima. Algunas o todas estas cosas explican que nadie
lo haya considerado para un premio y que tenga muchos opositores. Es una
película muy original que les gustó mucho a los argentinos presentes. Es una
comedia negra, no muy bien filmada y actuada, pero corrosiva y audaz sobre
la relación entre la familia de un industrial y la de un delincuente de la favela.
Disentimos aquí con compatriotas y vecinos: ni tan mała como piensan por
allá ni tan buena como dicen por acá; es una típica película efectista, pasada
de rosca en su autoindulgencia y bastante for export. As meninas de Emiliano
Ribeiro es el típico producto de influencia televisiva e intenciones
oportunistas. Basado en una novela, cuenta la vida de tres chicas que viven en
una pensión de monjas durante la dictadura: una es modelo, otra es guerrillera
y la tercera es rica. Se trata de un folletín sensacionalista, elogiado por
algunos por su bajo presupuesto en oposición a los mastodontes tipo O
Quatrilho y otros que se vienen. Idea interesante, pero la película no tiene de
dónde agarrarse para sostenerla. Estos fueron los preliminares: folklore,
televisión, posmodernismo, imitación hollywoodense, caminos poco o nada
interesantes. Ahora vamos a la pelea de fondo entre los dos films que se
repartieron los premios del festival y dividieron al público y a los críticos.
Quem matou Pixote? de José Joffily le ganó, para nuestro disgusto, el premio
a la mejor película a Como nascem os anjos de Murilo Salles. Quem matou
Pixote? es una especie de corolario de la famosa Pixote de Héctor Babenco,
que contaba la historia de un delincuente de pocos años. El protagonista,
llamado Fernando Ramos da Silva, se convirtió también en delincuente y
terminó asesinado. La película cuenta su historia en una clave que nos
recuerda a Tango feroz. Hay un chico bueno, una noviecita, un policía
desalmado que lo persigue, una sociedad que no lo entiende y un empresario
que le da la espalda. La explotación del caso es igualmente oportunista y
bienpensante, con un estilo deliberadamente artificial y edulcorado que
expone un personaje casi angélico en contraste con una sociedad hostil y
engañosa. El actor que hace de Fernando, Cassiano Carneiro, es
particularmente insoportable, aunque su compañera, Luciana Rigueira, es
brillante, posiblemente lo mejor del film. La película no ofende a nadie,
intenta hacer condoler a todo el mundo por la suerte del pobre chico y arroja,
de paso, sombras sobre el propio Babenco, ya que todos los males de
Fernando parecen provenir de su actuación en la película. La contracara de
este despliegue de sentimentalismo y convenciones es Como nascem as
anjos, película que despertó enormes resistencias entre los locales y escasas
adhesiones en los visitantes. Se trata de lo siguiente: en Río, dos chicos de la
calle, una chica y un varón, entran en compañía de otro marginal casi
oligofrénico en la casa de un ejecutivo americano que vive con su hija y la
sirvienta. A partir de allí, una serie diabólica de errores va configurando una
tragedia repleta de humor, situaciones fascinantes y diálogo de raro brillo.
Cuando la vi, tuve la impresión de que el cine latinoamericano podía
encontrar finalmente un camino. Al mismo tiempo, entiendo que ese camino
esté poblado de resistencias: se trata de un golpe frontal a los cuarenta años
de paternalismo que acaso inaugurara Rio, quarenta graus. Hoy no le alcanza
al cine latinoamericano con mostrar que hay pobres. Hay que saber qué hacer
con ellos. Lejos de una moral que, bajo la excusa de exponer la pobreza, nos
consuela y nos permite al mismo tiempo sabernos distintos, la película de
Murilo Salles les da a sus personajes todo el brillo, toda la inteligencia y todo
el derecho y la responsabilidad por equivocarse que hasta ahora solo tenían
los cineastas. Les otorga toda la simpatía que merecen las criaturas
cinematográficas sin callar los defectos que no pueden ser otros que los
nuestros. Al dejar de fingir por fin que los marginales son santos, la película
establece un gesto radicalmente democrático que le permite desplegar una
narración apasionante, libre como no se ve en estos días. De paso, y sin
cargar las tintas, expone las diferencias culturales, los abismos de
incomunicación con sus involuntarios huéspedes extranjeros a los que se les
otorga idéntica autonomía moral. El resultado es una feroz y jubilosa
confrontación que me mantuvo fascinado a pesar de no entender la mayor
parte de los diálogos. Salles puede hacer un cine de verdad porque desata la
verdad de toda su madeja retórica. En ese contexto emerge una facilidad para
el desarrollo de las situaciones, para registrar las voces del mundo real, para
la creación de los actores y para una fértil comunicación con el espectador:
exactamente la piedra filosofal que todo el mundo anda buscando. Una
mezcla milagrosa de coraje y alegría artísticos que restituye al dolor su
verdadera dimensión. Creo que no estoy exagerando. Un periodista brasileño
nos decía que no le gustó la película porque no se puede bromear con un tema
tan serio; prefería Quem matou Pixote?, una broma de película que intenta
mantener una seriedad sentenciosa que no ofende a nadie. Hace mucho
tiempo que el cine latinoamericano no ofende a nadie. Ya es hora de que lo
haga.
Esta inmersión relámpago en el cine brasileño tiene los límites de todos los
contactos que los extranjeros intentan con Brasil, el país oceánico que no deja
de impresionar a sus visitantes. En Gramado, el lugar más frío y más lejano
de la efervescencia nacional, los visitantes paseábamos nuestra curiosidad de
distintos grados. En un extremo, el actor argentino Ivo Cutzarida, que venía
de actuar en dos películas brasileñas: la última de Carlos Hugo Christensen,
que superados los 80 prosigue su carrera en Río, y Anahi de las misiones del
crédito gaúcho Sergio Silva. Cutzarida, individuo entusiasta si los hay, se
asombraba del poderío material de la industria cinematográfica brasileña. En
el otro extremo, Pia Tikka, casada con su compatriota finlandés Mika
Kaurismäki, con el que adoptó una residencia de seis meses por año en Río,
presentaba su primera película, As filhas de Yemanjá. Allí, una finlandesa
como ella llegaba a Brasil para sumergirse en el mundo del paganismo
rindiendo tributo a la fervorosa espiritualidad del país. La noticia es que esa
mezcla tan particular que es ese país gigantesco acaso esté por poner su
potencia cinematográfica en marcha.
Publicado en El Amante N°55 – septiembre 1996
226. El niño que no sabía demasiado

En mi familia dicen que a los cinco años vi Lili y me enamoré de Leslie


Caron. Tengo la vaga sospecha de que puede ser cierto, aunque ese
sentimiento de eufórica indefensión se confunde a la distancia con el que me
produjo una vecina mucho más grande que yo y que me veía sonrojarme
sabiendo bien lo que me estaba pasando, algo que Leslie no llegaría a saber
nunca. He considerado una y otra vez la posibilidad de volver a ver esa
película de Charles Waters, pero mi curiosidad fue disuadida por otro hecho
que creo que la hace irrelevante. A los dieciocho años vi El graduado. No
solo deseé a Anne Bancroft, me enamoré de Katharine Ross y me identifiqué
con Dustin Hoffman, sino que me pareció que el cine era algo maravilloso.
Por eso no volví a ver Lili: porque volví a ver El graduado. Si yo era un
idiota para ver cine a los 18 (y probablemente lo siga siendo a los 45), no hay
duda de que lo fui a los 5 años también.
Cerca de los 18, vi también Mi noche con Maud. Me pareció insoportable.
Con los años, he logrado comprender por qué me produjo tanto rechazo. En
esa época de escasez adolescente, no podía soportar que Trintignant no
aceptara la oferta sexual de Françoise Fabian. En resumen, mi visión del cine
para esas fechas podría resumirse diciendo que creía que las películas buenas
eran las que realizaban mis fantasías. Debe ser la peor definición posible del
arte. Pero a ella me atuve buena parte de mi vida para dejar pasar de largo
todo el cine que tuviera algo de perturbador, que se abstuviera de
complacerme mansamente. Tengo todos los elementos para suponer que esta
conducta se me impuso desde la primera infancia. De chico veía películas
para chicos, de adolescente películas para adolescentes y de grande, películas
para grandes que siguen siendo chicos o adolescentes. Estoy tentado de
incluir Nos habíamos amado tanto o Taxi Driver como ejemplos de esto
último, pero hoy no tengo ganas de pelearme. Como infantiles en algún u otro
sentido son la mayoría de las películas, siempre tuve oferta en abundancia. Y
como se pudo comprobar, no hay ninguna sabiduría en la infancia, por lo
menos en la mía.
O casi. Si mi educación y mi temperamento me sirvieron para vivir a
contramano del cine que no fuera condescendiente con mis necesidades
inmediatas, tengo que decir también que tuve una excusa que todavía sigue
siendo bastante buena. La excusa son dos mediometrajes de Albert
Lamorisse, Crin blanca y El globo rojo, que en los 50 pasaban por ser el
paradigma del dudoso género “arte para niños”. En ambas se trata de chicos
conducidos a una muerte vagamente metafórica por un alter ego sabihondo
(un caballo en un caso, un globo en el otro). Son dos films casi idénticos, que
se pretenden poéticos desde la manipulación y la banalidad más absolutas.
Recuerdo que verlos me produjo un horror indescriptible. Sobre todo porque
se suponían profundos, importantes. Mi conclusión apresurada fue que el arte
era aquello que hacía que en el cine se asesinara a los niños. Y esta fue la
excusa que durante muchos años me mantuvo alejado de las cinematecas y de
las películas prestigiosas. Porque lo que en realidad descubrí fue que el cine
podía ser terriblemente peligroso. No estoy hablando de la orfandad de
Bambi, ni de las películas de monstruos. De hecho, Disney pasó por mi vida
sin dejar rastros y nunca me molestó un buen susto, más bien todo lo
contrario. Pero hoy lamento que mis padres no hubieran leído la reseña que
escribió Truffaut en 1956 en la que defenestraba los films de Lamorisse.
Lamento que no tuvieran con qué defenderse y defenderme de la crueldad
pomposa y del prestigio canalla. Lamento que lo que se llama cultura
cinematográfica haya estado compuesta desde siempre por una buena parte de
ídolos falsos. Tal vez, saber que ciertas cosas no son lo que se dice desde la
autoridad me hubiera permitido acercarme a experiencias más valiosas y no
perderme tanto cine como me perdí. Pero solo tal vez, porque para esa época
a mí tampoco me gustaba Mi tío de Tati y mi mencionada ceguera a los 18
debe ser atribuida más a mis propias limitaciones que a los traumas causados
en la infancia por cierta basura estetizante.
De todos modos, este cuento tiene más de una moraleja. La primera, obvia,
es que no fui un crítico precoz. La segunda, un poco menos, es que apreciar
el cine se trata menos de deslizarse en un pasivo embeleso que de combatir
dos enemigos insidiosos: la complacencia propia y la voz sórdida y engolada
del tráfico cultural. Defender el cine es defenderse de uno mismo y
defenderse del cine. Pero ese es otro cuento.
Publicado en El Amante N°55 – septiembre 1996
227. Femenino – masculino

Eva Perón, Juan Carlos Desanzo, 1996.


Hace muchos años Godard decía refiriéndose al cine de la qualité francesa:
“sus actores actúan mal porque los diálogos que les escriben son nulos”.
Extrapolando, uno podría afirmar que los actores del cine argentino suelen
parecen malos por la simple razón de que se les hace decir estupideces. Eva
Perón se podría usar como argumento: más allá de matices o de preferencias,
el conjunto de las actuaciones resulta notablemente sólido y esta solidez
contrasta con lo que sucede en general en el cine argentino cuando los
personajes son figuras históricas. Sin embargo, atribuirle todos los méritos
del casting y las interpretaciones al guion de José Pablo Feinmann sería
injusto, en particular por la excelente actuación de Esther Goris que brilla por
mérito propio y sostiene cada momento del film. Pero basta comparar el
trabajo que hace Víctor Laplace como Perón con el que el mismo actor
hiciera en Lola Mora como D’Annunzio para tener una idea de lo que
estamos hablando. A su vez, decir que Eva Perón se reduce a la actuación
memorable de Goris sería ignorar que el guion de Feinmann es de una
riqueza infrecuente. Tanto, que el género del drama histórico en el cine
argentino debe reconocer en ese guion un punto de partida que le levanta lo
que hasta hoy era una irremediable condena a la puerilidad y la mistificación.
Feinmann se animó con el período más controvertido de la historia argentina
y le dio a su mirada una consistencia y un relieve que parecían poco menos
que imposibles. Hasta aquí, el cine argentino parecía tener prohibido poner lo
público en escena sin caer en alguna forma de ridículo.
Centrada en un período de dos años y estructurada alrededor de un único
episodio –las vicisitudes de la candidatura de Eva Perón a la
vicepresidencia–, la película se las ingenia para mostrar las grandes líneas de
la política del período desde la intimidad de sus protagonistas principales y
reconstruye la lucha por el poder en la época peronista, sus facciones y sus
constantes ideológicas. Más aún, propone una interpretación de la conducta
de los dos integrantes de una de las parejas más notorias de este siglo.
Personas que dejaron una huella en el inconsciente colectivo argentino y
sembraron una incógnita indescifrable en el resto del mundo. El ingenio del
guion no es ajeno al hecho de que entender el peronismo obliga a arriesgar
hipótesis sobre quiénes fueron Perón y Evita. De ahí que lo que ocurre a
puertas cerradas entre ellos, las particulares características de su relación, no
se reduce nunca en el film a un drama de alcoba entre famosos. Por el
contrario, esa intimidad tiene la vibración del pulso social y político de la
Argentina de entonces. Eva Perón no es una ópera rock a la criolla cuya
estrella es Eva. Por el contrario, esa figura odiada e idolatrada que con el
tiempo adquirió un glamour de consumo, se trata aquí –sin dejar de ser una
mujer– como el punto en el que se cruzan los conflictos de la Argentina de la
primera mitad del siglo. Haber mantenido ese punto de vista, confrontando
siempre la personalidad de Eva Perón con su circunstancia, le da al film el
interés apasionante que tiene saber que el destino de esa mujer consumida a
los 33 años por una pasión irrepetible está ligado al de todos nosotros.
Salvadas las injusticias de negarle a Goris y a Feimmann los méritos que
obviamente les corresponden, son los de Juan Carlos Desanzo los que hay
que rescatar ahora. De más está decir que para que un guion inteligente se
transforme en una película digna alguien tiene que ponerlo en imágenes. No
es a eso a lo que me refiero. Ni tampoco a que los detalles de autenticidad de
la época, de la escenografía y el vestuario estén sumamente logrados. Esto es
así, como también es cierto que algunas escenas difíciles han sido imaginadas
con justeza y logran picos de intensidad narrativa. El suspenso del balcón en
el Cabildo Abierto, la salida al otro balcón el 17 de octubre, el diálogo de Eva
con los obreros ferroviarios o el momento culminante de la revelación de la
enfermedad, entre otras, son de una indudable solvencia. Pero lo que más me
impresiona del trabajo de Desanzo es que logra transformar algunas
certidumbres del guion en incógnitas abiertas, dejando en esa tarea un sello
personal. En efecto. La pintura de cada personaje a través de sus
intervenciones hará decir seguramente a algunos peronistas que es una
película antiperonista y a algunos antiperonistas que es una película
peronista. Creo, más bien, que es una película sensible cuyo esfuerzo mayor
se concentra en estar a la altura de su tema. Ese es el mayor mérito de
Desanzo, que sostiene con garra un tono en el que lo que se dice cuenta más
allá de los parlamentos en sí.
Pero hay algo más. Las líneas de diálogo de Feinmann, ajustadas como son,
pintan una situación muy poco ambigua, elemental por momentos. Cada
personaje, desde Frondizi hasta Espejo, desde Cooke hasta Menéndez,
pasando por Lonardi, Repetto, Apold, Jamandreu, Lucero, Discépolo, etc.,
responden a una caracterización que, por un lado, no se aparta nunca
demasiado de la verdad histórica y, por el otro, contribuyen a construir la red
de intereses, prejuicios y fuerzas históricas que configuran la situación de la
heroína. Sus parlamentos caracterizan a estos personajes y los fijan en una
posición determinada. Son los datos y los matices políticos de la sociedad
argentina con los que Evita se enfrenta a la hora de pretender un lugar al lado
de Perón en la fórmula presidencial. El personaje de Evita tampoco es
complejo: desde su entrega hasta su ferocidad, desde su fanatismo hasta su
generosidad, todo es explicable y hasta sabido. También lo son su carácter de
símbolo de la devoción popular y de odio oligárquico y hasta su inclinación
por llevar su batalla hasta las últimas consecuencias. Ni siquiera su
espontaneidad en el trato personal, sus rencores de juventud, su irreverencia o
su obstinación presentan problemas graves. Esther Goris se encarga de
transmitir estos matices con la intensidad necesaria: Evita es una presencia
incandescente. Pero esta ecuación bastante simple se estropea cuando se hace
entrar a Perón en ella. Perón es la verdadera incógnita, el verdadero misterio.
El guion intenta resolverla de dos maneras. Haciendo de él una presencia
menor frente a su mujer y adjudicándole los famosos rasgos de
maquiavelismo con los que ha sido frecuentemente caracterizado. Este
maquiavelismo no es más que un nombre de lo inexplicable, el agujero negro
en el que se pierde la parte más interesante de la historia argentina
contemporánea. Sin embargo, la puesta en escena de Desanzo, respetuosa de
las palabras, le restituye a Perón el carácter de figura no tan fácilmente
interpretable y establece una tensión permanente con el texto. Perón tiene
poca letra y tiene frente al fervor de Evita un papel casi secundario. Sin
embargo, el personaje de Perón es el que hace pensar, el que sugiere todo el
tiempo que las cosas son más complicadas. Este militar excéntrico, este
político autodidacta es el hombre que transformó la Argentina moderna pero,
en Eva Perón, puede parecer un tipo preocupado por saber si hay dulce de
leche mientras su mujer le pide definiciones. Pero, sin embargo, intuimos que
es el que lleva sobre sus hombros el peso de la historia. Hay una escena en la
que Perón, después de desbaratar el golpe de Menéndez, aparece hundido en
un sillón, apesadumbrado, mientras escucha que Eva le pide fusilamientos.
Como si intuyera que esa victoria es el presagio de su derrocamiento no tan
lejano. Como si intuyera además que su poder está limitado por fuerzas que
lo exceden. Perón es el hombre que tuvo la osadía de casarse con una actriz
de dudoso pasado, pero ahora no se atreve a apoyar la candidatura de esa
mujer. Es el mismo hombre que luego se casó con esa mujer mediocre con un
pasado igualmente dudoso llamada Isabel Martínez, a la que sí llevó como
vicepresidenta. ¿Quién tiene una respuesta para esto, fuera de la obsecuencia
o la descalificación fácil? El Perón del film no solo es humano porque llora,
sino porque encarna un dilema más complicado: el de los límites de la
condición masculina como artífice de la toma de decisiones. En ese punto, la
película se abre a la posibilidad de una reflexión de inesperada amplitud.
Evita sabe cuál es su papel. También lo sabe Jamandreu, que detrás de una
actualizada reivindicación de los homosexuales como equivalente de los
pobres suscribe la idea de un destino prefijado, de una pura voluntad. Pero el
hombre que es Perón actúa desde una limitación que le impone una
incertidumbre que es radicalmente trágica. Es el que no sabe lo que debe
hacer porque es el responsable. Es quien es por esa misma debilidad
constitutiva, uno de los secretos más raros de la política. No hay ideología ni
doctrina que lo sostenga en el lugar al que ha llegado. A diferencia de Evita,
de Cooke, de Apold o de Menéndez, Perón es, paradójicamente, la libertad y
la conciencia de los límites, el punto de articulación de la Ley. Mantener ese
denso vacío de sentido en torno de la figura opaca de Perón es uno de los
logros artísticos de Eva Perón. Es la demostración de que el guion no cierra
aunque abuse de la ventaja de saber lo que vendrá. Y que es bueno que así
sea. Ni la voz unísona de la multitud, ni la energía de Evita, tan sólidamente
exhibidas, son comparables a la profundidad de la sospecha sobre la soledad
esencial, sobre el lugar resbaladizo y hasta el terror del personaje de Perón.
Hay en esta película sencilla, que prescinde felizmente de metáforas y
alegorías, que tiene alguna señal de factura apresurada y una canción
espantosa, una sinceridad y un respeto por el oficio cinematográfico que le
permiten adentrarse en un territorio que parecía minado y empezar a
descontar la deuda que el cine argentino tiene con la historia del país.
Publicado en El Amante N°56 – octubre 1996
228. A mitad de camino

Moebius, Gustavo Mosquera R., 1996.


Es de buen augurio que la Universidad del Cine haya producido una película,
que su director sea joven y que sus colaboradores hayan sido estudiantes.
Mejor aun para el futuro es que la película se haya estrenado comercialmente
y que recorra los festivales de cine. Brillante es que el film no tenga nada que
envidiarle, en su evidente profesionalismo, a muchas películas nacionales y
extranjeras en fotografía, encuadres, sonido, búsqueda de locaciones, diseño
de producción. Hemos sostenido en estas páginas que una nueva generación
está apareciendo en el cine argentino, que ese surgimiento tiene mucho que
ver con las escuelas de cine y que es solo cuestión de tiempo para que esa
generación termine abriéndose paso. Moebius es una confirmación de estas
predicciones, aunque es solo una confirmación a medias. La película tiene
algunas fallas fácilmente detectables, como un guion poco imaginativo a
pesar de que la idea de base (un cuento fantástico situado en el subterráneo de
Buenos Aires) sea un punto de partida excelente. O como una dirección de
actores nula, una mala sincronización del doblaje o un exceso de jerga
chapucera a la hora de imaginar una solución científica al enigma que
plantea: la desaparición de un tren en la red de túneles y estaciones. Señalar
esas fallas e insistir en los logros del film sería el camino lógico de la
condescendencia crítica que podría resumirse en una frase tal como: “está
muy bien para ser una película hecha por gente tan joven”. Pero si el camino
emprendido reclama que se lo tome en serio, el film merece que se lo
considere en un pie de igualdad con los demás.
El problema de Moebius no está en los defectos señalados sino en una
concepción estética de la que, en particular, estos derivan. Esa concepción es
la que produce una película en la que se dedica un esfuerzo enorme a
producir imágenes cuidadas, rebuscadas por momentos mediante el uso y
abuso de enfoques y desenfoques, de filtros azules, de ángulos de cámara
complicados para contar una historia que es pobre y está claramente estirada.
Ubicada en el futuro, la película narra la travesía de un matemático que debe
encontrar el subte perdido. Sus interlocutores son funcionarios de la empresa
y del gobierno que visten y actúan según los modos autoritarios y codificados
de la pasada dictadura militar. La existencia de los pasajeros desaparecidos
subraya esta caracterización política retrofuturista. Todos hablan con una
lentitud exasperante, prolongando cada parlamento, transformándolo en una
orden para subrayar su propia estupidez y su maldad. Pero el protagonista
habla con la misma lentitud, igual que sus aliados, un sabio de apellido
Misten (en demasiado obvia alusión al premio Nobel) y su hija púber. Es
como si los tiempos muertos que se producen en los diálogos intentaran crear
una atmósfera en la que cosas muy importantes se mantienen en silencio. Este
clima se establece desde el comienzo cuando el canto de un coro y una voz en
off proclaman la trascendencia de lo que se va a narrar. Pero la película
termina, en cambio, multiplicando las explicaciones y estas son retóricas y
banales. Todo se reduce aparentemente, como dice el sabio, a “que nadie
escucha”. Una vez más, una película argentina recurre a la imaginería de la
dictadura para imponer un clima, para autoadjudicarse gravedad, para decorar
en suma, pero sin hacerse cargo de sus implicaciones. Una vez más, una
película argentina coquetea con insinuaciones sobre los males de la sociedad
sin hacer un intento por mirar a su alrededor y decir algo pertinente. El relato
es fantástico y todo en él podría ser abstracto, pero eso obligaría a omitir toda
referencia concreta. Al hacerlas de este modo parcial y exterior, el conjunto
termina siendo pueril. Lo mismo ocurre con las largas explicaciones del
misterio. En lugar de ser elementales y elusivas, son detalladas y confusas.
Moebius acumula fórmulas y términos inatingentes bajo el prestigioso
nombre “topología”, como para llenar un manual de matemática disparatada.
Como las alusiones políticas, las explicaciones técnicas huelen a relleno
forzado, a señales huecas que intentan compensar la falta de sustancia a pura
sanata. Ese relleno se hace necesario en parte porque no hay relato, pero
también porque no hay una sola emoción humana en juego durante el film.
No se puede detectar una sola brizna de empatía, una sola marca de deseo
entre sus hieráticos caracteres. Esto se acentúa por la actuación del
protagonista Guillermo Angelelli, que recuerda a la de Hugo Soto en Hombre
mirando al Sudeste, aunque no se trata aquí de un extraterrestre. Para
compensar estas carencias, otra vez aparece un material de relleno: la nena
que ayuda a Angelelli y que, para contrarrestar tanta frialdad, le da un
inexplicable beso en la mejilla. Y esta presencia no hace más que desnudar
otra contradicción: en una película en la que el sexo está radicalmente
ausente, la cámara se pasea debajo de la pollera de la nena con sorprendente
morosidad, dado que ella no es lo suficientemente grande para legitimar una
atracción adulta ni lo suficientemente chica como para declarar inocente esa
mirada. No quiero insinuar con esto una perversión secreta sino sugerir que
esta ambigüedad inesperada con la chica, así como su repentino abandono,
así como el juguete que tiene en sus manos, así como su huida de la casa
materna son todos elementos absolutamente irrelevantes. Todo lo que rodea
al personaje de la nena es de una evidente falsedad. El tratamiento de ese
personaje es solo un ejemplo más de este conglomerado de piezas inconexas
que es Moebius. Un conglomerado impersonal que termina oliendo a formol
y a naftalina, a asepsia de hospital, a falta de coraje. Pecados todos que no
son de juventud. Pero es la estética del film lo que los produce. En su
exclusiva preocupación por crear imágenes bonitas, por guardar las
apariencias, Moebius se olvida de ser una película y resulta solemne sin ser
profunda, frívola sin ser ligera, pretenciosa sin ser seria. No narra, no
transmite emoción, no observa, no razona. Está vacía.
Moebius solo cumple la mitad de sus objetivos. Pero gracias a ella, el resto
empieza a estar al alcance de la mano.
Publicado en El Amante N°56 – octubre 1996
229. Un niño espera

Jack, Francis Ford Coppola, 1996.


Exagerando un poco, pero sin mentir demasiado, podríamos dividir las
películas de Coppola en dos clases. Las que niegan, celebran o ignoran la
muerte y las que la sufren. A la primera categoría pertenecen los Padrinos,
Apocalypse Now, La ley de la calle, Tucker, Drácula, Finian’s Rainbow,
Golpe al corazón... Distintas como son entre sí, algo las une: todas intentan
mostrar una pasión más grande que la vida. El poder brutal de la familia
mafiosa, la locura del guerrero, la autodestrucción del motociclista, la
ambición del inventor, el romanticismo del vampiro, la ingenuidad del cuento
de hadas, el grandioso artificio del musical... Son sus películas más
celebradas, enérgicas, grandiosas, viriles, operísticas. Y falsas. El otro grupo
tiene peor prensa: Jardines de piedra, La vida sin Zoe, Peggy Sue... y Jack.
Hace tiempo que prefiero estas últimas. Son simples, melancólicas,
desprolijas y el vigor no les sobra, como si el autor no les hubiera dedicado
mucho esfuerzo. Sus imperfecciones (el caso de La vida sin Zoe es notable)
saltan a la vista. En Jack, la historia de un chico que crece al cuádruple de
velocidad y que a los 10 años tiene la apariencia de Robin Williams, los
diálogos son chatos, las situaciones no tienen gracia, los discursos son
huecos. Pero Jack gira, como todas las de la segunda categoría, en torno de la
infancia. Y Coppola, que en la primera categoría es un admirador del poder o
un demiurgo, se transforma en padre. Al hacerlo, no solo demuestra un
sorprendente cariño, sino que se toma la muerte en serio. Y la soledad. Y el
desamparo. Y la educación. En esas películas los adultos se iluminan, se
hacen humanos ante su propia infancia y la de sus hijos. Coppola no parece
necesitar en estos films de grandes escenas, de imágenes sofisticadas, ni
siquiera de grandes momentos dramáticos. Como si le importara un pito
gratificar a los espectadores porque lo que está mostrando le importa y su
propia emoción le parece suficiente. El gordo me conmueve cuando hace
esto. Me imagino que lo entiendo. Me cae simpático. Hasta lo quiero un
poco.
Jack es una sucesión casi interminable de escenas en las que el protagonista
es rechazado o se pone en ridículo. Williams las soporta estoicamente y no
sobreactúa por primera vez en milenios. Estas escenas me hacen sufrir como
un chino. Mientras tanto, los padres (un zoquete llamado Brian Kerwin y la
cada vez más linda Diane Lane) no saben cómo manejar la situación, las
enseñanzas del tutor (un absurdo y simpático Bill Cosby) son inoperantes, la
maestra (la señorita Márquez, una morocha expresiva llamada
apropiadamente Jennifer López) tiene que rechazarlo cuando se enamora de
ella. La madre de un compañerito (sensual Fran Drescher) se lo quiere
levantar porque lo cree adulto y los compañeritos, por fin, lo quieren mucho
pero nadie sabe muy bien por qué. Todos los personajes, hasta el médico o el
director de la escuela, exhiben una distancia juguetona que deriva en una
inconsistencia maravillosa. Parecen actores que se imitan a sí mismos, como
si representaran en una fiesta infantil. Mientras tanto, las nubes corren rápido,
las mariposas mueren en el aire y Coppola multiplica metáforas berretas
sobre el paso acelerado del tiempo y la fugacidad de la vida. Después, para
colmo, lo dice explícitamente. La película empieza con un baile de disfraces,
amaga ser una comedia pero no tiene un solo chiste bueno. Tampoco es
precisamente una tragedia. No importa. Todo es de una irrealidad tan grande,
es tan descuidado que sucede un milagro: las cadenas de la dramaturgia a la
americana se aflojan y las emociones empiezan a no ser convencionales. Son
extrañamente libres, bruscas, sutiles. La imagen de la madre metida en una
caja como suele hacer el hijo, exhibiendo su incompetencia de adulta que
sigue siendo una niña es un buen ejemplo.
Hay más rarezas. El guion se encuentra con un problema. Es la sexualidad
de Jack. ¿Se le para o no?, como le pregunta un amiguito. Coppola tira la
pelota afuera. Misterio. Siempre trató el tema del sexo con dificultad y temor
reverencial. Encima, están los tabúes del cine americano (a ver si todavía
viola a una compañerita pareciendo un adulto o una adulta lo viola siendo un
niño). Pero estamos en el cine. A pesar de la represión se ve que los cuerpos
se juntan. ¿Y qué hay de la sexualidad infantil? Encima, el tipo se afeita.
Hacerse la pregunta resulta inevitable en varios pasajes. Coppola disimula,
elide, ignora, aunque la pregunta se va haciendo insistente. Aun así llega al
final sin novedad en la materia. Freud aprieta pero no ahorca.
Publicado en El Amante N°56 – octubre 1996
230. Los malvados duermen bien

Tierra de Avellaneda, Daniele Incalcaterra, 1996.


Uno de los episodios más dramáticos en lo que puede denominarse la lucha
contra el olvido de los crímenes de la dictadura militar fue la recuperación,
por parte de los antropólogos forenses, de los restos de las personas
asesinadas y desaparecidas. Estos científicos se enfrentan con la terrible tarea
de desenterrar huesos acumulados en fosas comunes e identificar a las
víctimas. Poco después de 1976 el obrero Manfil, su mujer y su pequeño hijo
fueron asesinados en Avellaneda por fuerzas militares. Muchos años más
tarde, algunos restos que podían corresponder a los Manfil fueron
descubiertos en una fosa clandestina en el cementerio local.
Tierra de Avellaneda comienza cuando Karina Manfil, una de las hijas
sobrevivientes, se entera de esta noticia y vislumbra la posibilidad de que la
desaparición de sus padres culmine finalmente con la certeza de su muerte. El
film termina dos años después, cuando los padres y el hermanito de Karina
son finalmente sepultados. En el medio se desarrolla la acción dramática de
este documental del ítaloargentino Daniele Incalcaterra que se centra en
Karina, una habitante de Avellaneda más pobre aun de lo que fueron sus
padres, sus cambios a lo largo de este proceso y el doloroso duelo que la
rescata de una situación de letargo emocional en el que había quedado
sumergida desde la pérdida de sus familiares. La paciencia de los
antropólogos, el lento y minucioso desarrollo de su tarea, la parquedad y
seguridad de sus gestos tienen un correlato evidente en el estilo de filmación
de Incalcaterra. Su película es tranquila y sólida. Está dispuesta a esperar y, al
mismo tiempo, a no pasar nada por alto. El clasicismo narrativo del film, la
limpidez y profundidad de sus imágenes son el reflejo de una concepción del
cine. Incalcaterra huye del reportaje periodístico, del collage de imágenes, del
subrayado del sensacionalismo. No hay voz en off ni presencia del realizador
frente a las cámaras, aunque no hay duda de que está estableciendo un
diálogo continuo con sus personajes. Con una técnica consumada,
Incalcaterra hace hablar a las imágenes, hace que las cosas sucedan en su
tiempo justo.
Es poco decir que Tierra de Avellaneda es una película notable. Eso es
evidente. Tal vez lo sea menos el hecho de que, a pesar de que todo lo que
cuenta es verdadero, su historia tiene el interés argumental de una obra de
ficción. La idea de que no hay diferencias esenciales entre uno y otro género
–idea que el film demuestra– está ligada a cierta concepción de la honestidad
del trabajo cinematográfico. Dicho de otra manera, el buen cine es el que
lograría simultáneamente no manipular sus imágenes y tampoco registrarlas
pasivamente. En Tierra de Avellaneda, además de Karina Manfil, su familia y
los antropólogos, interviene otro personaje. Se trata del general
Harguindeguy, ministro del Interior de Videla y responsable legal de las
desapariciones de la época. Harguindeguy aparece testificando en el juicio a
las juntas, más tarde a caballo, realizando tareas rurales y luego es
entrevistado a solas y con su mujer. El resultado es apasionante.
Harguindeguy es tratado por el film con el mismo respeto que la familia
Manfil y su entorno. Tiene además la oportunidad de dar su versión de los
hechos frente a cámara. Harguindeguy está orgulloso de su actuación durante
la dictadura y de la de sus camaradas. Es más, lo único que lo preocupa es
que su nombre quede limpio de toda acusación de enriquecimiento ilícito,
mientras que las torturas y asesinatos (a los que llama “abusos de poder”) que
se cometieron durante su administración fueron para él un acto de servicio y
un bien para la nación. Lo más interesante es que habla con convicción y sin
un particular resentimiento. Solo espera del futuro vivir en paz con su familia
y poder seguir trabajando para no “perder el estatus”. Su conciencia está
tranquila. Es ajena a los padecimientos de los Manfil y de tantos otros. Tierra
de Avellaneda muestra uno de los secretos de la Argentina contemporánea.
Una familia marginal, insegura, que no ha dejado de sentir culpa por lo
ocurrido, que no tiene casa, cuyos padres son enterrados con un dolor infinito
coexiste con un general que vive bien y que está en paz consigo mismo y con
la historia. Este contraste es terriblemente perturbador y mucho más profundo
que diez mil acusaciones. A pesar de que la película está puntuada por
discursos en la Plaza de Mayo de Hebe Bonafini, no es su apelación a la
memoria sino la sólida apuesta por el olvido de Harguindeguy lo que le da su
verdadero valor a la radiante humanidad de Karina Manfil y su odisea.
Publicado en El Amante N°56 – octubre 1996
231. Valor bajo fuego

Valor bajo fuego (Courage Under Fire), Edward Zwick, 1996.


Valor bajo fuego es una película curiosa por más de una razón. En primer
lugar, la protagonista femenina Meg Ryan muere antes de empezar la película
y –a diferencia de Laura, por ejemplo– no resucita ni reaparece. La segunda
es que retoma las imágenes que el Pentágono y CNN decidieron que serían
las de la Guerra del Golfo: un enfrentamiento entre el ejército americano y un
enemigo fantasma, compuesto de hombres sin cara. Antes de comentar la
tercera rareza, agreguemos que cuando –pasada la guerra– un soldado se
refiere a los soldados iraquíes como “los hijos de puta” para corregirse
porque está hablando ante un coronel, este (el cada día más sobreactuado
Denzel Washington) le dice que el epíteto es el que corresponde. Valor bajo
fuego es un himno al honor militar, al patrioterismo y a la supremacía
norteamericana. La rareza es que el film no hace nada para ocultarlo y de esto
resulta una contradicción interesante. El episodio de combate que causó la
muerte de la piloto Ryan y cuyo esclarecimiento es el centro de la historia es
tan horroroso y sus protagonistas son tan primitivos que podría ser usado
perfectamente como propaganda antibélica. Si a los iraquíes se les niega toda
humanidad, los extremos de inhumanidad de los americanos resplandecen a
pesar de (o gracias a) que el objetivo es resaltar el valor y el heroísmo. Al
mismo tiempo, la reconstrucción y sus horrendas consecuencias tienen una
intensidad dolorosa y muy poco frecuente gracias a este marco liberado de
tabúes piadosos.
Dos curiosidades finales. Uno. El único intento del film de alcanzar la
corrección política lo termina traicionando: si bien se trata de demostrar que
las mujeres pueden ser militares a la par de los hombres, lo sucedido
aconsejaría desde una óptica racional no encargarle nunca el mando de un
pelotón a una mujer. Dos. El personaje de Washington es un comandante de
tanques que, por error, ha disparado sobre una unidad propia. El episodio se
narra con las características imágenes CNN. Santiago García ironiza con
acierto que dado que los iraquíes nunca existieron en la pantalla, un disparo
que diera en el blanco debía pegarle necesariamente a un tanque americano.
Publicado en El Amante N°56 – octubre 1996
232. Tin Cup–Juegos de pasión

Tin Cup–Juegos de pasión (Tin Cup), Ron Shelton, 1996.


Ron Shelton es lo que podría llamarse un seudoautor. Definir este término
obligaría a definir primero qué es un autor. No lo haremos principalmente por
la deriva histórica del concepto y por la incapacidad del que escribe de
explicarla claramente. Pero, sea lo que fuere un autor, Shelton es un autor a
medias. Tiene energía para narrar, sus películas son personales y sus temas
son el sexo y el deporte (en orden de prioridad inverso). Uno de los
personajes de Juegos de pasión lo ratifica: “El sexo y el golf son las únicas
cosas de las que se puede disfrutar sin necesidad de ser demasiado bueno en
ellas”. Del cine no dice nada pero la frase lo define a Shelton como
realizador: disfruta del cine pero no es demasiado bueno. A veces las cosas le
salen bien, como en La bella y el campeón o en Los blancos no la saben
meter. O más o menos bien como en Blaze (aquí el deporte es la política).
Shelton está obsesionado con la grandeza, esa pasión americana. Pero su
especialidad son las grandezas chicas: el beisbolista de ligas menores, el
excéntrico gobernador sureño, los basquetbolistas de potrero, el golfista
bohemio. En su penúltimo film como director se ocupó de un famoso de
verdad: el bateador Ty Cobb, una leyenda deportiva que tenía, sin embargo,
una pequeña debilidad: ser un hijo de puta absoluto. El periodista que
protagoniza la película define a Shelton diciendo al final: “mi debilidad es la
grandeza”, que en el contexto podría interpretarse como el “impriman la
leyenda” fordiano. Pero la frase lo define involuntariamente a Shelton de otra
manera. Es que su idea de la grandeza es débil: es demasiado estereotipada,
demasiado estrecha y por eso su cine es de aquellos en los que nada queda
por descubrir porque todo está establecido de antemano. La ideología de que
el mundo es una chica y una pelota es simpática pero está expuesta al
agotamiento por repetición indefinida. En Juegos de pasión Shelton intenta
evitarlo variando el tono y produce una especie de farsa donde todo se aligera
porque está claro que ya se está citando a sí mismo. Así, solo logra una
intensa media hora final en el Abierto de Estados Unidos, precedido por un
romance insustancial entre Kevin Costner y Rene Russo donde el primero
actúa sorprendentemente mal. De paso, nos permite descubrirle a Shelton un
prejuicio: en su mundo, la gente superior ha pasado necesariamente por la
universidad. Y vaticinarle un futuro: su populismo ilustrado se está quedando
sin nafta.
Publicado en El Amante N°56 – octubre 1996
233. Masacre en el Bronx

Masacre en el Bronx (Rumble in the Bronx), Stanley Tong, 1994.


Hace varios meses que el colega Aníbal Vinelli venía hablando maravillas de
Masacre en el Bronx e insistiendo en la necesidad del estreno de esta
película. Se dice incluso que él y toda su familia le hicieron llegar unas 5000
cartas a la distribuidora con seudónimos diversos. Se rumorea también que
contrató, durante una función de prensa, a la barra brava de Boca para que
durante la exhibición de la película agitara sus banderas al compás de un
cántico que decía: “chino corazo–o–ón”. Pues bien, digámoslo de una vez por
todas. Vinelli tenía razón. Es más, Jackie Chan es un fenómeno. Esta gloria
del cine de Hong Kong es un digno sucesor de Buster Keaton. Por varias
razones. Una es la extraordinaria coreografía de los combates y acrobacias,
que obliga a planificarlos con la exactitud propia de una mente matemática.
Otra es la utilización creativa que hace de todo objeto inanimado que esté a
su alcance. Una tercera son los riesgos que corre en cada toma. La cuarta es
la absoluta personalidad de su tono, sus gags y un optimismo callado, sabio y
amable. La quinta es la construcción de un personaje cinematográfico de una
simpatía extraordinaria pero que no hace demagogia alguna. Paremos con las
semejanzas. Bah, más o menos. Chan sonríe, a diferencia de Keaton, pero es
igualmente romántico y caballeresco. No hay nada oscuro en él, como podría
haberlo en Bruce Lee, aunque un tipo de 41 años capaz de terminar cada
filmación con un par de fracturas debe tener necesariamente un costado triste.
Un costado ligado también a su absoluta excentricidad con respecto al
sistema. Masacre en el Bronx acompaña calurosamente las andanzas de su
protagonista y a sus amigos, a dos simpáticas actrices y a un conjunto de
patoteros de corazón tierno en contra de los malos con pinta de yuppies que
representan el establishment americano, dirigidos por un barbeta que juega al
golf. El chiste de Chan es exhibir un buen humor, un desparpajo y un delirio
que parecen gritar: “los chinos somos más y somos mejores”. En la película
hay un supermercado que queda destruido tres veces antes de desplomarse,
un vehículo anfibio que hace festivos desastres en manos de los malos antes
de pasar a hacer desastres más festivos en manos de los buenos (remendado,
el mejor detalle de la película). Y también hay suficientes elementos como
para establecer de una vez por todas que en manos de Chan, la tradición del
cine de acción chino se revela como indudablemente superior a todo lo que
puedan hacer los americanos con recursos mil veces superiores. Este cine
tiene gracia auténtica, fluye sin necesidad de acelerar el montaje, no resulta
forzado nunca y asegura diversión, placer cinematográfico y transmite un
aliento humano contagioso detrás de su cara ingenua.
Masacre en el Bronx es una auténtica humillación para Hollywood.
Publicado en El Amante N°56 – octubre 1996
234. Dossier Truffaut
La novia vestía de negro (La mariée était en noir), François Truffaut, 1967.
Así como Charles Denner coleccionará conquistas en El hombre que amaba a
las mujeres, aquí Jeanne Moreau colecciona hombres, pero muertos. La
novela de William Irish le sirve de excusa para limpiar la fauna masculina
francesa. Los cinco asesinados son los culpables de matar al novio de la
virgen criminal, pero también de no merecerla. Truffaut se disfraza de
Hitchcock –con música de Bernard Herrmann incluida– acentuando una
truculencia fúnebre y obsesiva. Una película ejemplarmente superficial, tan
impenetrable a las interpretaciones fáciles como reacia a las sonrisas blandas.
Quizás este (el de Fahrenheit 451, el de La sirena del Mississippi) sea el
Truffaut más riguroso, más puramente cinematográfico. Acompañando la
dureza y la inflexibilidad de la protagonista se dibuja una misantropía feroz,
el fondo de un pozo negro en el que se adivina que la soledad es irreversible
y el amor un fruto demasiado precioso para ser real.
Publicado en El Amante N°56 – octubre 1996

235. Dossier Truffaut


La sirena del Mississippi (La sirène du Mississipi ), François Truffaut, 1969.
Basada en otra novela de William Irish, dedicada a Jean Renoir y
estructurada en torno de la palabra “reunión” (la isla del Índico, el loco amor
de los protagonistas, la cita de La marsellesa), la película es un ejemplo de
cómo sostener la inverosimilitud de los hechos narrados desde la interioridad
de los personajes y la exterioridad de las locaciones. Deneuve y Belmondo
son dos universos que se encuentran en las palabras de amor codificadas y los
grandes gestos, mucho más que en la comunicación sexual (fetichista y poco
espontánea) o en la conversación cotidiana. ¿Qué hay detrás de los personajes
de Truffaut? La locura y la imposibilidad de adaptarse al mundo. Un universo
secreto, vacío, que no aspira a cambio alguno sino a la realización
compulsiva de una obsesión. Cuando sus películas no disimulan pero
tampoco subrayan esta idea y se libran al placer de la puesta en escena se
hacen más interesantes y este es el caso.
Publicado en El Amante N°56 – octubre 1996
236. Video
Diario de un cura rural (Journal d’un curé de campagne), Robert Bresson,
1951.
En el número 3 de Cahiers du cinéma (julio de 1951), André Bazin reseñó
extensamente esta película. El artículo se titula “La estilística de Robert
Bresson”, está incluido en el libro ¿Qué es el cine? y es insuperable. Se
puede aprender allí lo que son los problemas de una adaptación, lo que es el
cine moderno, lo que es escribir una crítica y lo poco que se ha avanzado (o
lo mucho que se ha retrocedido) en materia de apreciación cinematográfica.
Pero saltemos al presente. Rigor y Bresson son términos equivalentes, lo que
constituye un problema para el espectador contemporáneo, acostumbrado a
que le hagan todas las concesiones posibles. En las películas de Bresson no
hay milagros, salvo quizás el que se nos depara cuando vencemos la
resistencia o la pereza y nos descubrimos instalados en un espacio en el que
no hay otra cosa que cine puro, emoción pura y una mirada sobre el mundo
en la que la equívoca y misteriosa idea de la Gracia se puede tocar con la
mano. Diario de un cura rural termina justamente con la frase “Todo es
Gracia” y ese dogma que solo puede sonar sincero en los labios de un místico
se llena de sentido para el espectador descreído o agnóstico pero atrapado en
la red bressoniana. Pero esto es profundamente engañoso. Bresson no hace
ningún intento por mostrar o demostrar la Gracia, por ilustrar una convicción
religiosa: se limita a construirla por medio del aparato cinematográfico. Nada
más alejado de Pasolini, por ejemplo, de sus caras expresivas iluminadas por
la fe o el reclamo de Dios. La cámara de Bresson solo registra lo que es
nuevo e inefable, lo que no tiene analogías. La frase del final, la cruz que
cierra el film, el martirio crístico del protagonista poco tienen que ver con
esta idea: son simplemente los elementos materiales que provienen de la
novela original. La Gracia no está en las cosas ni en la historia y menos aún
en sus interpretaciones, sino en el acto de mostrar y de contar. Lo que
Bresson pone de manifiesto es que el arte no es la obra sino la mirada y el
oficio del artista. Dice Bresson: “Hace falta ser muchos para hacer un film,
pero uno solo para hacer, deshacer, rehacer sus imágenes y sonidos,
volviendo a cada instante a la impresión o a la sensación inicial,
incomprensible para los demás, que las ha hecho nacer”. El cine, parece
decirnos, está tan lejos de la imitación reconocible de la realidad como de una
combinatoria vacía. Es más bien un trabajo y un movimiento del alma que
nacen mucho antes de que la cámara ruede y terminan solo cuando un trabajo
y un movimiento equivalentes se imponen al espectador dispuesto a un
desafío igualmente arduo y apasionante.
Publicado en El Amante N°56 – octubre 1996
237. Video
Rastros de un guerrero (Last of the Dogmen), Tab Murphy, 1996.
Un cowboy moderno se interna en el bosque y descubre los rastros de una
tribu fantasma de cheyennes. Por las dudas vuelve acompañado de una
antropóloga. Al final, los indios demuestran ser mejores que los blancos y el
romance se concreta. La película tiene todos los clichés que su tema sugiere y
se disfraza a menudo de historieta. Pero el cowboy es Tom Berenger que sabe
ser simpático y la antropóloga es Barbara Hershey que sabe ser maravillosa.
Hace mucho tiempo que no me descubro viendo a una pareja protagónica y
pensando: “iQue se besen, que se besen!” El cine de aventuras no ha muerto:
está escondido entre los últimos guerreros cheyennes.
Publicado en El Amante N°56 – octubre 1996
238. Un lugar en el mundo

Una de esas personas que antes se llamaban conductores de televisión y que


ahora reciben el nombre de comunicadores sociales suele decir que el cine no
existe. Su argumento es sencillo: un programa de televisión de bajísimo
rating convoca a mucha más gente que la película más taquillera. En ese
sentido, es cierto que un festival de cine no es noticia, excepto por dos
razones: las estrellas internacionales y los problemas. Estrellas casi no hubo
en Mar del Plata, y haberle dado a la vetusta e irrelevante Gina Lollobrigida
la cabeza del cartel no mejoró las cosas. Problemas, en cambio, hubo varios,
y de ellos se nutrió la mayor parte de la cobertura que los medios hicieron del
evento. Para colmo, al cierre de esta edición, se desataba una guerra de
conferencias de prensa alrededor de las finanzas del festival. Un hecho nada
excepcional en esta Argentina surrealista donde todo es parte de una batalla
por el poder e innumerables denuncias sobrevuelan la opinión pública sin
aterrizar nunca en una investigación seria por parte de la Justicia o el
Parlamento. La Argentina, como tantos otros, es un país deteriorado
económica y socialmente, y su cultura se hunde cada vez más en la banalidad
y la autorreferencia provinciana. En ese contexto, un festival de cine de la
magnitud del de Mar del Plata es un hecho cultural extraordinario. Algunas
de las razones son obvias: durante diez días se vieron en Mar del Plata más de
150 películas: algunas son excelentes y muchas pertenecen a cinematografías
que no llegan al país. La afluencia de público fue muy grande. Se llenaron las
salas para ver todo tipo de films. Hubo muchos visitantes de interés. Se vio y
se habló de cine durante diez días. Para el público, ya sea para los estudiantes
de cine y los periodistas como para los turistas y los jubilados, el festival fue
un shock cinematográfico. Una dosis masiva de celuloide que tuvo un efecto
difícil de entender desde afuera; durante diez días se creó en Mar del Plata un
espacio en el que se respiró una atmósfera distinta: más alegre, más relajada,
más abierta. Casi todos los que estuvimos en Mar del Plata volvimos con la
sensación de haber aprendido y haber gozado. En este punto es interesante
señalar que los que se quedaron en Buenos Aires no terminan de creerlo. Pero
esa es la consecuencia lógica de un país descreído a fuerza de golpes y de una
prensa decididamente volcada al sensacionalismo que mira a la cultura con
ira o con desdén. Como decíamos, Mar del Plata no fue noticia más que por
los inconvenientes, pero ese es el estado de las cosas. Para la gente de cine lo
ocurrido en el festival tiene, además, otras implicaciones. La Argentina
cinematográfica combina hoy dos situaciones particulares. Por un lado, este
es uno de los escasos países que produce cine regularmente. Por el otro, está
cerrado sobre sí mismo y su industria se sigue manejando con criterios
arcaicos y mezquinos. El festival nos puso de alguna manera en contacto con
algo diferente, nos advirtió que las referencias cinematográficas no deben ser
necesariamente las de Hollywood ni las de nuestros pequeños negocios. Hay
otro mundo que hace cine, con reglas y tradiciones varias: desde los
consagrados Ripstein o Angelopoulos hasta los nuevos directores de Irán o
Guinea, pasando por la última generación francesa. En el festival, los
acontecimientos eran estas películas, no Día de la independencia. Más aun: el
espacio del que hablamos era la garantía de que los obtusos que se dedican a
asustar al público ante películas como Crash de David Cronenberg no
tuvieran allí una voz significativa. En Mar del Plata se elegían las películas
por intuición o por el boca a boca, no por la publicidad masiva ni por los
consejos periodísticos que presuponen un espectador frívolo e ignorante: acá
no corrían las estrellitas, las manitos ni los clarincitos. A favor de las entradas
baratas y de la buena onda, se iba al cine con generosidad y por el placer de
hacerlo, como en otros tiempos donde los espectadores no se abstenían por
las dudas. La gente de cine tuvo la oportunidad de descubrir o reafirmar en el
festival que los parámetros para pensar su oficio son los de esa pequeña
comunidad internacional que se dedica a lo mismo en circunstancias
parecidas, y no los dogmas alienantes y entristecedores de la comunicación
masiva. Por eso, el festival fue un gran hecho cultural: porque la cultura la
hacen los que están interesados en ella y tiene que ver con la participación, el
dialogo, la apertura al mundo y también con la fiesta. Lo festivo del festival,
aclaremos, es lo que cada uno hace y no los fuegos artificiales. Sean cuales
fueren los motivos por los que el festival se llevó a cabo (y no se nos escapa
su componente de propaganda oficial), los miles de encuentros que provocó
entre la gente y con las películas son de un valor incalculable. Todos los que
estuvimos en Mar del Plata sabemos que el cine sí existe.
Está claro que el festival no va a provocar grandes cambio en lo inmediato.
Nadie vaya a suponer que las películas de Madagascar se van a estrenar ahora
en la calle Santa Fe y agotarán las entradas. Ni siquiera que el contacto de
tantos estudiantes con los films del mundo cambiará el cine argentino del año
próximo. Sin embargo, que la gente pueda pensar distinto el cine, aunque sea
diez días al año, es un hecho más que interesante y algunas de sus
consecuencias son visibles. En ese sentido, que Buenos Aires viceversa, la
película de Alejandro Agresti, haya sido premiada por los tres jurados
internacionales (el oficial, el de la FIPRESCI y el de la OCIC) es una grata
sorpresa que nos afecta en lo inmediato. En Mar del Plata quedó claro que no
solo los jurados y el público, sino también la prensa extranjera, advirtieron
inmediatamente que la película de Agresti era una obra valiosa y la más
importante de las argentinas en competencia. El establishment
cinematográfico local estaba representado por EI sueño de los héroes, a la
que se daba por segura ganadora de algún premio importante. Esta es una
película que encarna la idea que se tenía hasta hoy del cine premiable y
prestigioso, con un libro de Bioy Casares atrás y el dinero necesario para una
producción de época. Pero los premios que legitimaron merecidamente el
cine de Agresti hacen tambalear muchas convicciones. Lo sumergido
comienza a ser visible. Abrirse al mundo y poner las películas en igualdad de
condiciones ante el público les permite a los críticos, productores,
distribuidores y exhibidores ver hasta qué punto muchas de sus ideas están
atrasadas en el tiempo y son parte de un sistema que necesita ser renovado
con urgencia. La consagración de un director joven en Mar del Plata, con una
película barata, personal, contemporánea, menos retórica y mejor filmada que
la producción habitual, puede empezar a abrir los caminos bloqueados para
una generación de directores y para otro cine argentino.
Habiendo dicho que para los enviados de esta revista el festival fue una
experiencia importante y placentera, determinar en general si el festival fue
un éxito o un fracaso conduce inevitablemente a una falacia. ¿Un éxito o un
fracaso para quién? ¿Cuál es el instrumento o la fórmula para medir cosas
semejantes? Más interesante es preguntarse por sus posibilidades futuras. La
pregunta está relacionada con elementos de su organización presente. No vale
la pena discutir sobre algunos errores o fallas en la organización. Las más
visibles pueden ser solucionadas a partir de la experiencia acumulada. No es
lógico suponer que en ediciones futuras se van a volver a olvidar al eminente
fotógrafo Gabriel Figueroa en el hotel. Ni que las proyecciones van a ser tan
malas. Ni que la prensa se encontrará con tantas dificultades ni aun con cierto
maltrato. Ni que el seguimiento de los pasajes para los invitados extranjeros
va a ser tan deficiente. Cosas de estas, por otra parte, pasan en todos los
festivales, y reducirlas a un mínimo no es algo del otro mundo. Por otra parte,
la organización casi perfecta de dos de las secciones, “Contracampo” y “La
mujer y el cine”, muestran que las cosas se pueden hacer muy bien. Pero hay
algunos problemas que son más de fondo o más generales y que, con vistas al
futuro, conviene señalar. Uno de ellos tiene que ver con que algunas de las
fallas más obvias pudieron resolverse sencillamente durante el festival, y el
que no se lo haya hecho está directamente relacionado con el estilo de
conducción de su máximo responsable, Julio Mahárbiz. Ninguna decisión
pequeña o importante escapaba a su supervisión directa. Ejemplo: un error
administrativo hizo que unos veinte periodistas invitados (entre ellos varios
extranjeros), que paraban en nuestro hotel, recibieran una nota
comunicándoles que se les acababa la estadía antes de lo previsto. Aunque
todos los funcionarios del festival sabían que se trataba simplemente de
reubicarlos, nada pudo hacerse hasta que Mahárbiz lo autorizó, casi 48 horas
más tarde. Esta centralización absoluta de las decisiones en una sola persona
produjo un sinnúmero de iras y malos humores innecesarios y le dificultó las
cosas a mucha gente, incluidos los empleados del festival que debían
responder ante los damnificados. Un festival internacional de cine no se
puede conducir desde el autoritarismo, una ideología que nada tiene que ver
con la toma firme y eficaz de decisiones, sino con la legitimación del mal
trato, con la obsecuencia con los poderosos y el desprecio por los anónimos.
Hubo demasiada gente ignorada o desatendida y ese autoritarismo es el
verdadero responsable. Una de las funciones de la dirección de un festival
que recién se reinaugura y que pretende ser atractivo para los visitantes en
ediciones próximas tiene el deber ineludible de tratar bien a todo el mundo y
de hacer lo imposible para que los invitados y los visitantes se sientan como
en su casa. Y es una lástima, porque la excelente disposición de los
empleados y voluntarios, así como la eficiencia de la mayoría de ellos, es una
base óptima sobre la cual construir una organización que tenga la
hospitalidad como premisa. Tampoco son los humores de una persona, ni sus
guerras particulares, los que deben imprimirle el tono al festival. Esto
produce consecuencias que hasta se vuelve en contra del que así actúa.
Curiosamente, mientras la gente tenía la sensación de haber disfrutado del
festival, la ceremonia de clausura fue un acto deslucido, con la sala
semivacía, de dientes apretados y en el que solo habló Mahárbiz en lugar de
los premiados para agradecer, una vez más, al presidente Menem.
Aunque el festival mostró cine de muchos países, y es seguro que en futuras
ediciones la selección puede ampliarse y mejorarse, incluyendo, por ejemplo,
las cinematografías del sudeste asiático, que figuran hoy entre las más
creativas del mundo, hubo una ausencia significativa que tiene consecuencias
políticas graves. Casi no hubo en Mar del Plata cine brasileño y la
representación latinoamericana fue pobre. En ningún caso se recibieron
delegaciones oficiales de la región. No hubo películas latinoamericanas en
competencia, excepto las argentinas. Esta política, darle la espalda al
continente, puede ser sencillamente suicida para el festival. Mar del Plata
debe convertirse en el festival importante de Latinoamérica, por razones
culturales, diplomáticas y comerciales. En especial, no es posible ignorar que
la producción brasileña es significativa y que, en cualquier momento, va a
pasar a ser voluminosa. Si la producción de películas argentinas también
continúa creciendo, la alianza de intereses entre ambas cinematografías puede
producir que, tras largos años de ser ignoradas en el resto del mundo, sus
productos comiencen a tener un canal de ventas internacional, un canal del
que participen Méjico, Colombia y los demás países. Ese canal bien puede
ser Mar del Plata. Las perspectivas a largo plazo son mejores por este lado
que seguir dependiendo exclusivamente de las coproducciones con España.
En este sentido, no ayuda pensar en un festival “primermundista” con la
mirada centrada en Europa, sino en las perspectivas regionales.
Arturo Ripstein, seguramente el cineasta más importante que pisó el festival
y uno de los grandes directores latinoamericanos de todos los tiempos, nos
decía que cuando recién comenzaba su carrera, su ilusión desde Méjico era
participar con una película en el Festival de Mar del Plata de aquel entonces.
Y enunciaba dos razones para ello: una, que el festival era la Meca de los
directores de su país, algo así como el segundo premio después de Cannes. La
otra, que todos los compatriotas que habían concurrido volvían felices de un
lugar en el que se sentían tratados de maravilla. ¿Volverá la cómoda y amable
Mar del Plata a ser ese lugar? No es imposible, si ese es el objetivo.
Publicado en El Amante N°57 – noviembre 1996
239. Buenos Aires viceversa
Buenos Aires viceversa, Alegrando Agresti, 1996.
Hay una idea que recorre toda la filmografia de Agresti, aun las películas
realizadas en Holanda. Esa idea es que con la dictadura militar y la
desaparición forzada de personas, las imágenes de la Argentina se
desintegraron irreversiblemente. Una y otra vez, Agresti ha vuelto sobre el
tema a modo de pesadilla recurrente. Como si en alguna parte de un galpón
imaginario estuvieran los libros de Roberto Arlt, los discos de Spinetta y el
paisaje humano que les corresponde pero el cine fuera incapaz de conducirlos
hacia el presente al enfrentarse con una niebla demasiado densa. De ahí que
los personajes de sus películas anteriores sean seres cuya identidad cultural se
constituye antes de la tormenta y que nada incorporan a posteriori de ella. Es
gente que ha quedado, de algún modo, atrapada en el pasado frente a un
presente que carece de sentido. Buenos Aires viceversa se propone, por
primera vez, partir del presente de la ciudad, al que se aferra como si quisiera
exprimirle todo su sentido y toda su vitalidad (no es casual que el sexo sea el
hilo conductor de toda la primera mitad de la película) para extraer de allí la
fuerza necesaria para atravesar hacia atrás, en la segunda parte del film, el
puente temporal custodiado por el monstruo de la mala memoria, una travesía
siempre iniciada y siempre interrumpida en las películas anteriores, que
buscaban cruzar el mismo puente en el sentido inverso. De allí que la
tenacidad con la que el director busca capturar la ciudad, sus caras, sus
movimientos y sus palabras sea todo lo contrario de una descripción
costumbrista. Es, en cambio, un procedimiento que parte de una necesidad
generada por la propia obra anterior y de la voluntad artística de revisar sus
constantes desde un punto de vista que requiere de cambios estilísticos y
narrativos. El resultado es una película explosiva, vertiginosa, con un aire
feliz de obra provisoria y en constante mutación que irrumpe en el cine
argentino como un desafío y una promesa de renovación.
Publicado en El Amante N°57 – noviembre 1996
240. Village of Dreams

Village of Dreams (Eno Nakano Bokuno Mura), Higashi Yoichi, 1996.


A los que ignoramos casi todo sobre el cine japonés contemporáneo, hay un
par de cosas que nos llaman la atención en las películas que tenemos ocasión
de ver. Una es la fotografía, que usa planos fijos y una gama de verdes y
azules que da un resultado muy placentero. Otra es el humor (y esto parece
remontarse a viejos tiempos): mientras los chistes de los adultos son pueriles,
la seriedad de los niños resulta muy cómica. Aquí, dos hermanos gemelos
que ilustran libros infantiles recuerdan su infancia a través de otros dos
gemelos, unos renacuajos simpatiquísimos. La película se orienta a describir
estados de ánimo muy precisos en situaciones poco espectaculares y tiene una
moraleja que no recuerdo haber visto en el cine: es muy bueno malcriar a los
chicos porque luego se transforman en gente de bien, algo que parece insólito
en cualquier latitud pero convincente si el espectador fue un chico malcriado.
Publicado en El Amante N°57 – noviembre 1996
241. Miscelánea

Fargo, Joel Coen, 1996.


En las heladas planicies de su Minnesota natal, los Coen Bros. mueven la
cámara menos que de costumbre. Sus personajes, en cambio, tejen
apresurados sus intrigas siniestras, torpes y violentas desde un estado mental
que se aparta poco de la oligofrenia. Hasta que aparece en escena Marge
(Frances McDormand), policía embarazada que resuelve los crímenes desde
su sentido común pueblerino. Ella no solo es la encargada de aliviar al
espectador de tantas presencias malignas, sino también de representar a los
realizadores: es una mente formal y un corazón ingenuo, perpleja ante las
iniquidades y los desajustes del mundo. Los Coen siguen consolidando una
ingeniería cinematográfica que mira desde arriba para producir imágenes
sorprendentes y mecanismos aceitados al precio de no contaminarse nunca
con las emociones. A la hora de decir algo, se refugian en la panza
conservadora de Marge (¿Simpson?) para deslizar el horror que les producen
bandidos, codiciosos, prostitutas e infelices. La gente, en suma.
Reunión (Reunion), Jerry Schatzberg, 1989.
Ver Reunión (1989) obliga a justificar el homenaje que el festival le hizo a
Jerry Schatzberg. Basada en un libro de Fred Uhlman y con guion de Harold
Pinter, es el recuerdo de la amistad de dos adolescentes, un judío y un
aristócrata, en la Alemania de 1932. Schatzberg es uno de los pocos
directores americanos pacientes: sin llegar a detenerse en la contemplación o
el esteticismo, Reunión no necesita de golpes de efecto y avanza
calladamente observándolo todo para ver cómo las emociones aparecen en el
momento justo y la historia revela su naturaleza. Uno de los placeres de la
película es que no deja ver su estructura hasta que esta irrumpe con singular
poder. El secreto es seguramente que la precisión de los detalles ambientales
y psicológicos tienen siempre un valor narrativo y se van acumulando
sutilmente para mostrar recién al final su función en el cuadro completo.
Surviving Picasso, James Ivory, 1996.
Exhibida con imperfecciones en la noche de inauguración, la última película
de Ivory parece la filmación de un manual de autoayuda en el que se
prescribe la conducta que deben practicar las mujeres casadas con hombres
famosos y egocéntricos para no ser destruidas por sus cónyuges. Desde esta
óptica, Picasso resulta un señor que pintaba movido por sus conflictos
sentimentales y que era muy amarrete y muy mezquino con los que tenía
alrededor. El único interés de su obra sería así su interpretación en términos
biográficos. Tamaño disparate solo puede resultar en una naturaleza muerta, o
sea, el peor Ivory. La única manera de sobrevivir a Surviving Picasso es
colocarse en la otra vereda y, cada vez que el personaje de Hopkins hace una
maldad, ponerse incondicionalmente de su lado y pensar que los demás se lo
merecen. Creer que las coartadas que uno le imagina están en la película es el
único modo de justificar su realización.
Publicado en El Amante N°57 – noviembre 1996
242. Teorema

Caro diario, Nanni Moretti, 1996.


Es muy fácil disfrutar de Caro diario. Basta con relajarse y dejarse llevar. La
levedad, la inteligencia, la frescura, el buen humor del film se encargarán de
todo. Más difícil es explicar por qué esta película tan amigable es uno de los
puntos más altos del cine actual.
Giovanni (Nanni) Moretti hace películas en primera persona. Hasta ahora,
utilizaba un alter ego de nombre Michelle que lo representaba parcialmente,
entroncándose en la tradición de directores–actores que arranca con los
cómicos del cine mudo y llega en nuestros días hasta Woody Allen. Esta vez,
el director Moretti decidió que el actor Moretti represente al ciudadano
Moretti. Y esta parece una operación bastante peligrosa. Porque el
desdoblamiento de Chaplin a través de Carlitos, el de Lewis a través de Jerry
o el de Tati a través de Hulot les permite a sus autores aprovechar lo que con
cierta ligereza se llama “ficción”: inventar peripecias para un personaje ajeno
y, al mismo tiempo, aprovecharlo para exponer comentarios sobre el mundo
que el cuerpo del director legitima al actuarlos como auténticos. Al eliminar
el doble, se corre el riesgo de caer en la exposición narcisista, el discurso
retórico, la descripción inmediata: en la televisión, en definitiva. No hay
película menos televisiva que Caro diario. El truco de Moretti es comprender
que el resultado de tantos años de televisión es que no hay nada más ficticio
que un hombre representándose a sí mismo y que esa dificultad solo puede
resolverla el cine. Y recíprocamente, que en lo que se llama cine de ficción,
cuanto más fantásticas son la historia y las imágenes, cuanto más libres
aparentan ser como creación, más remiten a dos únicas verdades: sus
condiciones de producción como mercancía y la comunicación de slogans
consensuados.
La obra de Moretti y este gesto hacia la primera persona absoluta es nada
menos que un intento exitoso de resolver estos problemas simultáneamente.
Es decir, de encontrar una nueva vía para el cine en la que empezando por
abolir toda diferencia entre ficciones y registros documentales se puede
alcanzar al unísono la libertad creativa y la posibilidad de enunciar la verdad.
O, al menos, ciertas verdades sobre la sociedad y el propio cine que el ruido
de fondo de lo que acostumbra llamarse comunicación termina interfiriendo o
apagando.
Hablando de este ruido, no es una casualidad que Caro diario, que se divide
en tres episodios, comience con el que se titula “In Vespa”, en el que Moretti
recorre las calles desiertas de Roma en agosto. Ese episodio transcurre en un
espacio bellísimo y silencioso, acaso el mismo que reclamaba Fellini en los
últimos metros de película que filmó. La capital de la patria de Berlusconi, la
ciudad de los gritos y el tránsito abigarrado, adquiere una visibilidad
diferente que le permite a Moretti mostrarnos sus barrios populares con la
precisión y los ojos de un historiador de la arquitectura. Es un momento
extraordinario de la película, en el que se demuestra que el cine puede
hacernos felices con sus imágenes al mismo tiempo que expone el mundo con
toda la profundidad del entendimiento. Luego, en los suburbios desolados, a
Moretti le basta un solo testimonio (que contrasta con el habitual vacío de las
encuestas) para que queden al desnudo los prejuicios de la clase media
acomodada que abandonó en los sesenta una Roma profundamente vivible
para refugiarse en la mediocridad de las casas enrejadas y custodiadas por
perros.
Con enorme elegancia, Moretti cambia de tono pero mantiene la magia en el
ambiente y nos cuenta su afición por el baile con la aparición cómica de
Jennifer Beals y el director Alexandre Rockwell. Y demuestra sin alardes que
la mezcla de la consideración sociológica más seria y el apunte personal más
gracioso potencian su construcción cinematográfica. Pero antes, el amigo
Nanni me da un gusto cinéfilo. La emprende contra Henry, retrato de un
asesino y contra un crítico que la defendió y me devuelve a la sensación de
estupor que me atacó cuando se estrenó esa película chata y artificialmente
violenta que fue saludada como una obra maestra. Solo lamento no haber
tenido a Moretti de aliado en ese momento.
El episodio termina con un homenaje a Pasolini: se visita el lugar en el que
fue asesinado. ¿Qué tiene Moretti en común con Pasolini, más allá de que
ambos pertenecen a la historia grande del cine italiano? La convicción de que
el cine puede iluminar el mundo, hacerle confesar sus verdades ocultas y que
no hay motivo para renunciar a ese mandato. Cuando Moretti les grita a sus
conocidos de la misma edad que pasaron del activismo diletante al lamento
burgués que él, en cambio, “defendía consignas justas y ahora es un
cuarentón espléndido”, está diciendo también que no hay por qué renunciar a
la herencia de Pasolini.
“In Vespa” prueba que un simple viaje en motoneta permite descubrir las
miradas más sutiles, hacer los chistes más familiares y expresar las
emociones más hondas, para establecer así rotundamente la tranquila
revolución cinematográfica de Moretti. Pero, tras haber procedido como un
científico que con ojo minucioso registra pequeños enunciados, en el segundo
episodio (“Islas”) Moretti se remonta hacia lo abstracto e inicia una travesía
filosófica por las islas del sur del Mar Tirreno. Para eso imagina una visita a
la región acompañado por un erudito amigo en la que cada puerto resume una
visión del mundo. Si en el primer episodio Moretti afirmaba pequeñas
verdades, en este, como corresponde a un filósofo, se dedica a demoler
grandes ilusiones. “Islas” es una crítica intelectual en imágenes de las
soluciones facilistas. Moretti visita gente que, en apariencia comparte su
propia búsqueda de racionalidad y silencio frente a las molestias y la
estupidez del mundo. Y nos los enseña vanos y ridículos, muertos
intelectualmente. Las soluciones radicales de la buena conciencia (el
aislamiento, el rechazo de la tecnología, el comunitarismo ingenuo, la
dedicación a la familia) se revelan como ídolos de barro, tonterías ilustradas.
Y toda certidumbre se derrumba cuando el profesor que rechazaba la
televisión con los argumentos del alma bella exhibe finalmente su
dependencia del odiado aparato en el lugar más paradójico: el Vesubio de
Rossellini. La conclusión es irrefutable: es absurdo vivir fuera del mundo, o
mejor, el fuera del mundo no existe en la aldea global. Es magnífico que
Moretti afirme su rechazo a la obediencia social y niegue al mismo tiempo
que solo se trata de declarar que se pertenece al bando correcto. De otro
modo, que lo difícil es posible y lo fácil es absurdo. Mejor aun es que Caro
diario pruebe que ese es un asunto de competencia cinematográfica, una
cuestión inseparable de las formas de representar, de renovación de un
lenguaje. Como lo comprobó Godard, solo el arte es filosofía y ciencia.
“Médicos”, el tercer episodio de Caro diario, enfrenta al individuo Moretti
con el aparato de la llamada ciencia médica. La historia describe la odisea
que atraviesa el director desde que es asediado por una molesta picazón hasta
que le diagnostican un cáncer y se cura. En el medio padece mil diagnósticos
errados y los correspondientes tratamientos absurdos. La soberbia y la
charlatanería médicas quedan expuestas, junto con la indefensión de todos los
que sufren un problema de salud. Moretti recrea con calculado estoicismo las
visitas a los consultorios, las terapias excéntricas, el millón de medicamentos
recetados, para revelarnos al final que sus síntomas están en cualquier
enciclopedia médica y concluir modestamente que “los médicos saben hablar
pero no saben escuchar”. Se trata de un “episodio de la vida real”, como se
denominan esas películas en las que uno no se cree nada. Moretti incluye
aquí en su cóctel una dramática experiencia personal. Como no podía ser de
otra manera, la narra con una absoluta falta de dramatismo, de la manera
exactamente opuesta a tantos films y telefilms que se ocupan de
enfermedades, que provocan lástima e indignación y que terminan con un
juicio o un funeral. El método Moretti para exhibir, sin retórica y sin
demagogia, la verdad de un sistema de actos y pensamientos vuelve a ser
eficaz. Y termina de paso aclarando el caso de los tres Morettis. El personaje
Moretti interpretado por el actor Moretti guiado por el director Moretti no
tiene nada de particular: es una criatura de ficción de pleno derecho. En el
fondo, no hay tal primera persona en la medida en que no se trampee la
situación para sacar provecho intentando conmover con “la historia verídica”.
Se trata de un falso problema. En el cine no hay barreras entre imaginar y
reproducir: se trata solo de filmar. El problema de un particular se hace
anónimo, las generalidades se cuentan desde lo más íntimo. La simpatía que
inspira la persona de Moretti, la empatía que genera su exposición a la
cámara son exteriores a un sistema que nada tiene en común con el de la
televisión y su lenguaje basado en la mirada a cámara que busca
permanentemente la complicidad del espectador. Caro diario, en cambio, es
una combinación sofisticada de exactitud quirúrgica y de fantasía creadora.
El cuerpo de Moretti es, por un lado, un instrumento de esa búsqueda de la
precisión y, por el otro, una construcción tan fantasmagórica como la de King
Kong. Pero uno de los resultados sorprendentes de esta alquimia tiene que ver
con el actor Nanni Moretti y es su desaparición como tal. Mientras la
televisión hace actuar a todo el mundo, Caro diario es, conceptualmente, una
película sin actores. Tal vez esa sea la última aspiración del cine.
Publicado en El Amante N°57 – noviembre 1996

243. Los documentales no muerden

1. Un documental, según se entiende hoy en el mundo cinematográfico, no


tiene nada que ver con esas películas que se ven habitualmente por televisión,
en las que las imágenes se limitan a ilustrar una voz en off que explica con
certidumbre autoritaria y fugacidad periodística alguna circunstancia de la
llamada vida real y en las que se suelen intercalar testimonios de los
participantes. Eso se llama “reportaje” y la diferencia es a tal punto de
dominio público que el ministro de Cultura holandés es consciente de ella y
así lo señaló durante el discurso de inauguración del IX Festival de Cine
Documental de Amsterdam.
2. La frontera entre el cine documental y el de ficción es algo difusa aunque
un documental es fácil de identificar: aquella película en la que los muertos
no se levantan cuando termina la toma. Acaso por eso el número promedio de
muertos es claramente inferior en los documentales. Dicho de otra manera,
los documentales se ocupan de la vida, lo que corrige un poco su
denominación como “cine de lo real”, nombre que designa a otro festival
importante que se realiza en Francia. La literatura no admite estas
distinciones, aunque la palabra “realismo” proviene de ella. Porque la
literatura no tiene actores ni tampoco guiones, elementos que caracterizan al
cine de ficción. Sin embargo, el catálogo del festival de Amsterdam consigna
la palabra screenplay debajo de cada título, junto con las más esperables de
director o producer. Al mismo tiempo, desde la legendaria Nanuk el
esquimal de Robert Flaherty (1922) se sabe que los personajes del
documental hacenfrecuentemente lo que el director les dice que hagan. Con la
llegada del sonoro, aprendieron también a decir de memoria los textos. La
frontera termina entonces perteneciendo al terreno de la ética, disciplina que
no establece un número máximo de trucos permitidos para que un film sea
considerado documental.
3. Asistir a un festival de documentales se parece a dar la vuelta al mundo.
Algo que comprendieron rápidamente los hermanos Lumière en una época en
la que viajar era muy caro. Sus camarógrafos registraron las imágenes del
planeta para ofrecerlas luego al espectador por unos pocos pesos. Esas
películas son muy diferentes de los documentales de hoy por una razón
básica: no tenían director. Hoy, el documental es parte del arte
cinematográfico. A veces, incluso, es parte del arte a secas. Esto quiere decir
que su calidad depende de su estética y su organización conceptual y no de la
espectacularidad de lo que muestran. Al menos, así es en teoría.
4. Pero el mundo no es tan fácil de mirar y más bien resulta impenetrable.
Algunos creen que el cine de ficción se inventó por eso. No para narrar
historias, como creen otros, sino para simplificar el mundo imponiéndole un
sentido. Al cine documental le queda reservada una misión ardua o
imposible, que no es tanto la de mostrar el mundo como es (¿cómo es el
mundo?) sino la de respetar su complejidad y hacerlo inteligible al mismo
tiempo. En un manual muy recomendable como introducción al tema (Le
documentaire un autre cinéma, Guy Gauthier, Nathan, París, 1995) el autor
resume estas dificultades en la siguiente frase: “el documental tal vez sea un
arte demasiado exigente como para plegarse a las exigencias del mercado”.
Nunca se escribió nada tan falso. El mercado todo lo puede.
5. En Amsterdam descubrí un secreto. No hay demasiada diferencia entre una
película de Moretti o de Kiarostami y una de Frederick Wiseman o de
Raymond Depardon, dos de los grandes nombres del género. La misma
luminosidad, la misma ligereza, la misma profundidad, el mismo placer. Una
inteligencia exhibiendo el mundo, imaginándolo al mismo tiempo. Si el cine
se redujera a estos nombres y a unos pocos más, la distinción ficción–
documental carecería de sentido. Cunde la sospecha de que las categorías se
inventaron para lo que es estándar (a falta de arte, buena son semiologías).
Rebajando un poco el tono de una afirmación tan extrema, hagamos otra que
no lo es menos: hay un cine puro que esos nombres representan y que se
identifica con una forma particular de la emoción. El resto es teatro,
literatura, etnología o, en los casos más tristes, psicoterapia o periodismo.
6. Entre las 25 películas que integraban la sección competitiva del festival,
hubo algún caso de psicoterapia y varios de periodismo. Todo lo
norteamericano, en particular (Mr. Wiseman excluido), resultó deleznable.
Me and My Matchmaker de Mark Wexler (hijo del famoso fotógrafo y
director Haskell Wexler) mezcla la insulsa historia de una casamentera con
los problemas personales del director para conseguir novia. Fuera de la
competencia vi un rato de una película titulada Before You Go, de una tal
Nicole Betancourt, en la que la directora usa viejas películas domésticas para
contar la historia de su familia, que incluye descubrir que su padre es
homosexual y tiene sida. Ambos films parecen idénticos en su afán
exhibicionista. Bajo el pretexto de contar historias personales, esta gente no
hace más que repetir consignas, recetas de vida, que contraponen a sus
caprichos o desgracias como si quisieran demostrar que las conciencias
medias americanas son idénticas y todo lo que aparece como individual
proviene del mismo molde. Al mismo tiempo, el contar historias de otros,
como en Pin Gods (sobre jugadores de bowling) o Round Eyes in the Middle
Kingdom (sobre intelectuales europeos que vivieron en la China de Mao),
parece llevar inexorablemente al formato noticiero: la voz en off, la chatura,
la banalidad y todo vuelve a parecerse, aunque los temas no puedan ser más
opuestos. Hubo también una película llamada The Typewriter, the Rifle and
the Movie Camera del realizador de ficción Adam Simon, que recibió un
premio especial del jurado oficial. Se trata de un homenaje a Samuel Fuller
en el que interviene el cuarteto de la muerte: Scorsese, Tarantino, Jarmusch y
Tim Robbins y, por suerte, el propio Fuller. Es un film patético. Mientras
Scorsese hace la misma clase de afirmaciones remanidas de manual que en su
historia del cine americano (ver El Amante N° 56), del tipo “lo interesante de
Fuller es su violencia emocional más que física”, Jarmusch parece un gurú en
trance y Tarantino un adolescente infradotado (ambos con aspecto de haberse
dado con algo pesado y diciendo cosas como “Sam es un tipo duro. Oh, oh”).
Robbins salva al menos el honor, con una actitud callada y respetuosa, pero
sin hacernos olvidar que el film es mucho menos un homenaje a Fuller que
un homenaje al grupo de gente importante que tiene la generosidad de
homenajearlo. Pero basta de gringos. Si de ellos es el reino de la ficción,
nunca conquistarán el del documental, al menos por lo visto aquí.
7. Se supone que el documental no es un cine taquillero y es cierto. Pero entre
las películas en competencia figuró Microcosmos, de los franceses (o suizos,
o belgas) Claude Nuridsany y Marie Pérennou. Es una película sobre
insectos, filmada con una tecnología especial que permite seguir el vuelo de
una abeja o ver cómo una hormiga levanta una gota de agua. Microcosmos
encabezaba, en la semana del 5 de diciembre, las recaudaciones en Francia y
seguramente será también un gran éxito en la Argentina. Es un excelente
ejemplo de documental–espectáculo. Solo ver las formas de algunos bichos
es suficiente para quedarse con la boca abierta. La película es el equivalente
en pequeña escala de las viejas producciones de Disney con tigres y elefantes.
Esas películas destacaban con insistencia fascista el lema de la supervivencia
del más fuerte. Microcosmos es más sutil. Su metáfora es la semejanza entre
algunos actos de los invertebrados y los humanos. Cuando el acoplamiento
sexual de los caracoles es acompañado por música de ópera o la pelea de los
escarabajos por una banda sonora que sugiere el duelo en un western, uno
sospecha que la cientificidad que la película ostenta se apoya, en el fondo, en
la cursilería lisa y llana. Comentarios musicales, manipulación del tiempo,
implicaciones seudofilosóficas, vistosidad a todo precio: este es el cine de lo
real embellecido contra toda posibilidad de belleza artística.
8. Nombramos a Depardon y Wiseman. En la competencia había un film de
cada uno: Afrique: Comment ça va avec la douleur? y La Comédie Française
ou l’amour joué. Afrique es una recorrida solitaria (Depardon hizo cámara y
sonido) de su autor por distintos puntos del continente africano. En cada uno
de esos lugares, una panorámica de 360º revela infortunios humanos y
bellezas naturales, mientras la voz en off del realizador se va implicando
progresivamente en lo que muestra hasta perderse en un susurro de
desesperación. Es un canto de amor al África y un testimonio de su deterioro
casi seguramente irreversible. Al mismo tiempo, el desvanecimiento de toda
felicidad posible en el continente es el símbolo de un fin de siglo en el que el
mismo futuro del cine parece dudoso. Un documento irrefutable acompaña
una elegía personal inconfundible. En el centro de las panorámicas, Depardon
se pone en evidencia sin mostrarse y carga con su peso. En La Comédie
Francaise, Frederick Wiseman, tras haber radiografiado las instituciones
norteamericanas, la emprende ahora con el venerable monstruo del teatro
oficial francés. Se alternan representaciones, ensayos, discusiones sindicales
y visitas a la utilería que Wiseman registra con paciencia y precisión,
poniendo en práctica el método que le pertenece: observar sin falsificar
nunca, atenerse a la cara visible y pública de las cosas. El resultado es
admirable. Mientras el mundo del entretenimiento usa como combustible lo
exótico, lo secreto y lo apresurado para producir lo siempre idéntico,
Wiseman demuestra que la mirada atenta, inteligente y despojada de
sensacionalismo es la que permite que las instituciones –organismos
complejos y desconcertantes– se manifiesten en su riqueza y sus
contradicciones. Es acaso el viejo postulado de Dziga Vertov, el “cine ojo”:
la cámara sustituye con ventaja nuestra visión perezosa y obnubilada. Mis
compañeros del jurado, los del jurado oficial y la mayoría de los presentes en
Amsterdam no piensan lo mismo sobre estos directores. Se considera que lo
de Wiseman “ya fue” y que Afrique es una película “ombliguista”. Por otra
parte, no soy un especialista en documentales.
9. No sé quién dijo esta frase: “el arte falso y el arte verdadero se parecen
como dos gotas de agua”. La historia del cine ha sido siempre el campo de
batalla entre dos ideas. Una es que el arte es una cuestión de método, una
lucha contra sus elementos materiales. La otra es que el arte consiste en la
producción de objetos lujosos en su aspecto, grandilocuentes en su sentido.
La primera idea es la que produce las obras perdurables y honestas. La
segunda es la que lleva al “cine de qualité”, o a los “clásicos instantáneos”,
dos de los nombres históricos del arte falso. La batalla se reproduce en todos
los terrenos, el del documental incluido. Fremde Ufer (“Extrañas playas”) es
una película del alemán Volker Koepp que describe la vida de cuatro
hermanas que provienen de una familia de Prusia Oriental, de la que fueron
desplazadas por los rusos hacia Kazajtán, para ser luego expulsadas de allí
por los musulmanes. La identidad nacional de estas mujeres es lo que está en
juego: ancestros alemanes, lengua y nacionalidad rusa, infancia en Kazajtán.
Koepp relata una reunión de las hermanas, cuyas caras surcadas por una
angustia profunda aluden al misterio de su condición. Al ser interrogadas las
mujeres, lo que parece una historia de refugiados (uno de los males del fin de
siglo) se convierte en una investigación sobre el sentido de la pertenencia, la
familia, la condición femenina y la Europa de los 90. La película siembra
interrogantes, devela incertidumbres y no cosecha otra respuesta más que la
muda presencia del dolor. En las antípodas, Atman (“Alma”) de la finlandesa
Pirjo Honkasalo, describe un mundo perfecto. En la India, un tullido
peregrina 6000 kilómetros en homenaje a su madre muerta. Su cuerpo
deforme contrasta con su alma devota y pura, acompañada por imágenes
espectaculares del Ganges y de las multitudes en trance. Himno a la beatería,
típica mistificación acrítica del espíritu oriental, Atman es una película
cerrada que lo conoce todo de antemano sobre el objeto que describe. Entre
Fremde Ufer y Atman, se reproduce la batalla entre los dos cines. Uno es un
cine que mira, que se aventura dificultosamente por el camino del
descubrimiento hasta encontrarse con el misterio en lo más simple. El otro es
un cine que ilustra, que apunta a llenar los ojos, que decreta la simplicidad
del misterio.
10. La historia del documental, atravesada por una perspectiva antropológica,
solía estar inclinada hacia la izquierda, esto es, hacia la denuncia de los males
del mundo o la búsqueda de sus soluciones. Como se sabe, las cosas han
cambiado. Esto se hace evidente si uno ve My South African Home Movie,
del alemán Jens Meurer, que describe la Sudáfrica post–appartheid como un
verdadero paraíso en el que blancos y negros van de la mano, para justificar
además el propio appartheid como paso necesario a tantas maravillas. Pero
también si a la monserga religiosa de Atman se le agregan películas como
Fredens port (“Portal de paz”), en la que el realizador danés se va a Cuba
para mostrar que mientras la burocracia comunista desentierra cadáveres del
cementerio, la espiritualidad del cristianismo conmueve a los ciudadanos al
son de varios réquiems de compositores famosos. O como la montenegrina
Zica zivota (“Soga de vida”) o la lituana Sugrizimai (“Reminiscencia”),
cantos a la superioridad de la vida primitiva, al rechazo a la civilización. El
“documental de derecha” está entre nosotros y nos proclama su receta:
afirmar que está todo bien o, caso contrario, huir del mundo para fortalecer
nuestro espíritu.
11. Si la ficción ha intentado imitar a los documentales, también los
documentales imitan la ficción. Una de las barreras del documental es,
ciertamente, la intimidad. ¿Cómo meter la cámara en una pelea matrimonial,
por ejemplo? Solo haciendo actuar a la gente, como si fuera una telenovela.
Vredens barn (“Criaturas de la ira”) cuenta la vida de distintos personajes en
Suecia, de los que describe su comportamiento en soledad o sus charlas
íntimas, haciendo como si la cámara no estuviera. Esta reconstrucción de la
esfera privada (variante del docudrama), que siempre fue uno de los
patrimonios distintivos del cine de ficción, es un truco peligroso que deja a
los films desamparados al sustituir la necesidad de verdad por las
convenciones de la verosimilitud. Resultado: uno no se cree nada.
12. Los teóricos suelen decir que todo cine es narrativo. El mero paso del
tiempo o aun la contigüidad temporal de las imágenes crean la sensación de
que siempre hay una historia, aun cuando no haya ficción. Dicho esto, ¿por
qué no aprovechar para guionar los documentales? Sobre todo si el mercado
lo reclama. Sunshadow es otra película sueca que se ocupa de una mujer
torero (o torera) en España. La chica conoce el oficio y es muy simpática,
pero tiene un problema: suele fallar a la hora de matar al toro. El film está
estructurado alrededor de su debut en Madrid, donde finalmente acierta y sale
en andas. Es un típico telefilm de deportes, con su dosis de suspenso que
converge en el partido final (en la corrida final), indistinguible de tantos otros
que son puramente inventados. No hay duda de que el personaje es real, pero
la manipulación no lo es menos. No es la vida lo que la película muestra, sino
la manera de adecuar la vida a las reglas de Hollywood para que pueda
declarársela interesante. Algo parecido ocurre con Billal, película australiana
sobre un adolescente que sufre un golpe en la cabeza, esta vez un telefilm de
enfermedades, pero con una extraña vuelta: el chico, deteriorado
mentalmente, se siente actor y termina denunciando el mecanismo de la
película. Documental y ficción vuelven a parecerse, esta vez en lo más bajo
de la escala.
13. Acaso la holandesa Thuis (“En casa”) y la finlandesa Synti (“Pecados”) se
concibieron para actuar como antídotos de los intentos de hacer la realidad
más interesante. En la primera un grupo de ciudadanos describe los aspectos
más rutinarios e intrascendentes de su vida, desde cómo lavan la ropa hasta el
sillón en el que se sientan. En la otra, un conjunto de personas se paran como
estatuas y desde su hieratismo confiesan algún pecado. Se podrían llamar
documentales minimalistas o acaso dogmáticos: tienen método y rigor, pero
su deliberada intención de drenar la vida de espontaneidad los mutila de toda
inspiración. El gesto parece contar aquí más que la textura: eterno problema
de las vanguardias cinematográficas, desde el surrealismo a Warhol.
14. Otra rareza, por razones distintas, es Dem Deutschen Volke (“Al pueblo
alemán”), sobre el artista–envolvedor Christo (acá envuelve el Parlamento
alemán). El film no es otra cosa que una publicidad encubierta de su empresa
millonaria y posmoderna. También es rara O amor natural, en la que la
peruana radicada en Holanda Heddy Honigmann se va a Brasil para hacer
que la gente lea en voz alta los recientemente descubiertos poemas eróticos
de Carlos Drummond de Andrade. La película inauguró el festival y parecía
destinada a ganar el premio del público, pero un film fuera de competencia
(Ojos azules, que no vi) se lo arrebató por poco (eran unos 7000 dólares).
Intensamente folklórica y demagógica, la película muestra (con humor y buen
gusto, hay que reconocerlo) que a los brasileños les gusta coger. No aparecen
personas que confiesen preferencias heterodoxas ni frustraciones en materia
de sexo. El título lo dice todo.
15. Apenas el 20% de las películas en competencia se agrupó en lo que se
puede llamar testimonio o documento. Películas que no tienen una gran
ambición artística pero que superan en profundidad y trabajo lo meramente
periodístico y que, por otro lado, no intentan falsificar ni embellecer. Za
mechkite i horata (“Sobre hombres y osos”) de Eldora Traykova, es de una
notable inteligencia. Toma el antiguo oficio de los amaestradores de osos que
recorren el país haciendo su número a cambio de monedas y deja ver en el
fondo el estado de la sociedad búlgara actual. La australiana Advertising
Missionaries toma también a un grupo de artistas ambulantes, una troupe de
actores cuyas representaciones se orientan a vender productos de consumo
occidental entre los nativos de Nueva Guinea. La voz en off aplasta un poco
las imágenes que revelan contradicciones culturales fascinantes. De stad was
oan ons (“Era nuestra ciudad”) cuenta la historia de los “squatters”, el mayor
movimiento de protesta en la Holanda contemporánea. La película se centra
en las luchas internas del movimiento acaudillado por un psicópata peligroso.
Fatal Reaction: Singapore, de la holandesa Marijke Jongbloed, es la segunda
de cuatro películas centradas en un tema: la dificultad de las mujeres de más
de 35 años para encontrar marido. Tras haber empezado en Nueva York, la
escala en Singapur es alucinante. Nos encontramos con una sociedad factoría,
próspera y totalitaria en la que el Estado tiene una agencia matrimonial. Ni
los refugiados africanos, ni los desocupados europeos, ni los miserables de la
India producen la sensación de espanto de esta colmena futurista en la que
sus habitantes se expresan en un inglés primitivo y estandarizado (que parece
una segunda lengua) y actúan una parodia feliz de la sociedad de consumo.
Este es el tipo de sociedad que algunos políticos latinoamericanos avizoran
como un futuro deseable para la región.
16. Nombramos algunas películas holandesas y hay que señalar que la
producción documental es muy fuerte en ese país. A favor del dinero de la
comunidad europea y de las cadenas de televisión, la producción es sostenida
(lo mismo ocurre en otros países de la región), pero aquí sobrepasa en
cantidad y en volumen económico a las obras de ficción. A propósito,
conviene agregar que junto con el festival se celebraba en Amsterdam un
evento denominado El Forum, en el que productores de toda Europa exponen
sus proyectos para conseguir la financiación del ente supranacional europeo.
Ni los invitados al festival ni los periodistas tenían acceso a este lugar un
poco misterioso, reservado a productores y financistas. Nuestro compatriota
Marcelo Céspedes no podía hablar del Forum sin que un signo pesos brillara
en sus ojos y la baba chorreara de su boca. “El Forum se va a tragar al
festival”, gritaba alucinado y feliz por los pasillos. Pero volviendo a los
documentales holandeses, hubo dos que se exhibieron fuera de la
competencia y que vale la pena destacar. Uno es Madre Dao, de Vincent
Monnikendam, que podría considerarse el documento definitivo sobre la
colonización. Construido exclusivamente en base a material de archivo
rodado por los holandeses en Indonesia entre 1912 y 1932, la película es un
fresco alucinante de la sociedad colonial, realizado desde la mirada de sus
amos. El montaje es tan extraordinario que creemos asistir a una película
producida por un único camarógrafo venido desde el futuro. El otro film es
Amsterdam Global Village, del célebre Johan van der Keuken. Son cuatro
horas en las que el director pasea su cámara al hombro por la cuidad y sale de
ella ocasionalmente para aparecer en Bolivia o Chechenia. La pasa de un
personaje a otro o se detiene en alguno con la mínima imprevisión. No se
parece a casi nada salvo a una navegación por una Internet no virtual donde
con absoluta libertad se captan los ritmos y los colores de la aldea global. La
expresión “sinfonía visual” es la que viene más rápido a la mente si uno
asocia libremente, estimulado por las características del film.
17. Hemos pasado revista a 24 de las películas en competencia (más la yapa).
Atman ganó el premio oficial (unos 15.000 dólares) a partir de una terna de
nominaciones que incluía Portal de paz y Sobre hombres y osos. La número
25 era la única latinoamericana de la selección y fue la que ganó el premio de
la FIPRESCI. Fue Cazadores de utopías de David Blaustein y se impuso en
la votación final con tres votos contra uno de Extrañas playas y uno de
Atman. Me sorprendió que Cazadores, una película prolija, que apunta a la
corrección pero carece de grandes ambiciones formales y difícil de seguir si
se desconocen los pormenores de la política argentina de los 70, interesara
como lo hizo a mucha gente. Pero entre las miradas sobre el mundo que el
festival expuso, esta es muy particular. Como vimos, la época impone una
mayoría de documentales light o complacientes. Por otra parte, las
excursiones de los directores europeos al Tercer Mundo recuerdan a la época
de los hermanos Lumière: imágenes exóticas robadas a los países periféricos
para seguir abasteciendo los televisores y obteniendo el dinero de los
subsidios en un mecanismo casi industrial. Cazadores… es en cambio un
testimonio de primera mano que responde a la necesidad colectiva de contar
una historia que se empeñaba en permanecer en el silencio. Su emergencia,
con su carga de seriedad y dramatismo, contada y también filmada por sus
protagonistas es más que una película sobre las desgracias latinoamericanas y
la derrota de una generación, es más que una investigación amplia sobre el
pasado. Es una película hecha desde los márgenes del mercado internacional,
con la sinceridad de quien tiene (como suele decir el propio Blaustein) que
contar una historia para no olvidarse de que alguna vez la vivió. Hay una
cualidad en muchas de las entrevistas de la película que resulta muy especial:
la emoción de poder hacer públicos por primera vez pensamientos que
parecían sepultados para siempre. Y esto se nota en Buenos Aires pero
también se notó en Amsterdam. El comentario que más escuché en el festival
sobre Cazadores de utopías fue: “esta es una película importante”.
Publicado en El Amante N°58 – diciembre 1996
244. Dossier Ripstein. Los sueños de los Ripstein

Enfrentarse con el cine de Arturo Ripstein es un asunto complicado. No se


parece a nada. Digo él Ripstein no se parece a nada y no hay más que ver la
foto. Ni tampoco su mujer que tiene raro hasta el nombre. Con este comienzo
confianzudo no hago más que seguir una tradición que no es invento mío.
Hay un par de libros sobre Ripstein. Uno de entrevistas de Emilio García
Riera. Otro de cartas de Manuel Pérez Estremera. Y ambos se parecen hasta
en el apellido. Pero sobre todo se parecen porque hablan con el director como
amigos casi diría como chanchos y hasta es posible que lo sean (amigos que
no chanchos). He llegado a sospechar que ambos críticos eran la misma
persona cuando es posible que se odien entre sí pero los dos son amigos de
Ripstein si es que son dos. Luego apareció un número de la revista Nosferatu
dedicado a Ripstein que me lo regaló el propio Ripstein en Mar del Plata y lo
perdí. También le regaló uno a Ricagno que se lo pedí prestado pero ahora lo
necesita porque a esta misma hora también está escribiendo sobre Ripstein tal
vez estas mismas palabras. Los dos ejemplares de Nosferatu también se
parecen entre sí y todo esto es demasiado sospechoso. Porque los redactores
de Nosferatu también hablan de Ripstein y de Paz con excesiva confianza al
menos eso creo porque no lo tengo a mano porque me lo sacó Ricagno para
escribir esto mismo. Sin embargo recuerdo que allí había una nota de Paulo
Antonio Paranaguá que es una persona seria y jamás se toma libertades por
escrito. Paranaguá me dijo que está por escribir un libro sobre Ripstein que
por el maleficio imperante tal vez se parezca a los otros libros sobre Ripstein
y se tome confianzas que no acostumbra. Y también tengo un artículo
aparecido en una revista canadiense de Monica Haïm que es profesora y vive
en Montreal que fue jurado conmigo en Amsterdam que nos lo envió
gentilmente y que es también una persona seria excepto cuando sale de
juerga. Deberíamos haber publicado ese artículo pero no llegamos con la
traducción porque como Monica es profesora y canadiense quería revisarla
aunque sospecho que al traducirlo sus eruditos comentarios sobre la relación
de Ripstein con el melodrama se habrían transformado en frases tales como la
loca de Paz y el borracho de Arturo... Y también salieron varios artículos
sobre Ripstein en la revista Positif pero como en esa revista todos los
artículos se parecen no podemos salir de dudas. La duda expresada
claramente dice que todos los artículos sobre Ripstein los escribe Ripstein (o
Paz que es la que escribe). Incluso hay un par de críticos mexicanos que
hablan pestes de Paz y Arturo y hasta hay algunos que editan una revista para
perseguir a Ripstein. Pero eso de editar revistas para perseguir a la gente solo
pasa en la Argentina así que la revista y los críticos opositores deben ser otro
invento del matrimonio Ripstein para justificar el afecto confianzudo de los
otros críticos que también son un invento de los Ripstein. Así que este
artículo también lo está escribiendo Ripstein que a todos nos guía
teledirigidamente porque acaso no lo saben pero Paz es espiritista y Ripstein
es telépata y basta ver el ceño fruncido que tiene para darse cuenta de que se
está concentrando porque en Nepal están escribiendo un artículo sobre
Ripstein que debe salir con las familiaridades del caso porque si no no sería
un artículo sobre Ripstein. Pero por algo han de parecerse los libros sobre
Ripstein y los artículos sobre Ripstein que no solo porque Ripstein así lo
quiere y lo fomenta sino porque el cine de Ripstein inspira a los unos a
hacerse amigos de Ripstein y a los otros a perseguir a Ripstein y eso es
porque el cine latinoamericano no está preparado para gente como Ripstein y
los críticos no estamos preparados para películas como las de Ripstein que no
se parecen a nada. Porque no hay nadie en estos territorios que ande por los
festivales con una obra sostenida y menos aun con cinco películas seguidas
que hizo con su mujer que son más de lo mismo cuando ni siquiera hay más
de eso mismo. Porque no hay nadie que filme con tal maestría por ahí pero
sobre todo porque tener maestría por aquí no es lo mismo que tener maestría
en otra parte. Porque la maestría en otra parte se compara con otras maestrías
y así salen las críticas y los estudios y los artículos y los libros que le van
diciendo al maestro de qué va su maestría pero acá el maestro tiene que
hacerse cargo su maestría y defenderla y si es preciso decir él mismo de qué
se trata y aun llegado el caso exagerarla y soplarles a los críticos porque
estamos en Latinoamérica y no hay maestros y casi no hay críticos y a los que
no son de Latinoamérica también hay que soplarles porque no creen que haya
maestros en Latinoamérica aparte de Glauber Rocha y tal vez no los haya y si
no pregúntenle a Leonardo Favio que despierta menos atención que otros que
son mucho menos maestros que él pero mejor no hablemos del asunto porque
estos son rencores argentinos y acá se trata de este señor mexicano y su
esposa que seguro sospechan de Leonardo Favio porque es peronista. Y por
eso es que la gente anda hablando de melodramas y tratando de encontrarle a
Ripstein las raíces en el cine mexicano que debe tenerlas pero si a algo no se
parecen las películas de Ripstein es a las películas mexicanas. Y por lo tanto
es el propio Ripstein el que habla con más propiedad del propio cine o mejor
dicho la propia Paz que habla con más propiedad del cine del propio Ripstein
que su propio Ripstein. Porque Paz le dice que su cine debe ser un cine
propiamente mexicano y entonces Ripstein va y hace cine mexicano pero el
México que aparece en las primeras películas de Ripstein no es el mismo
México que aparece en las últimas películas de Ripstein a pesar de que
Ripstein es el mismo Ripstein. Por eso es complicado hablar del cine de
Ripstein. Y porque estamos en Latinoamérica y las películas de Ripstein no
se estrenan y uno debe ver una parte y esa parte toda junta y no es casi
posible que un ser humano porque los críticos son casi seres humanos pueda
deglutir tantas tragedias suicidios incestos asesinatos y planos secuencia
todos juntos y deducir en poco tiempo las constantes del sistema
cinematográfico de Ripstein aparte de las tragedias suicidios incestos
asesinatos y planos secuencia y soportar a todos esos personajes que son hijos
de Paz acaso incestuosos pero reconocidos legalmente por Ripstein aunque
no se le ocurriría invitarlos a comer en su casa y que encima tal vez se
parezcan a Paz o al propio Ripstein por raro que parezca porque son hijos de
Paz y Ripstein no los quiere en su casa. Ni averiguar por qué en algunos
casos parece que esos hijos de Paz y en casos anteriores de otra gente parecen
atrapados en las páginas de un libro de literatura latinoamericana y en otros
casos esos mismos hijos de Paz y de otra gente logran evadirse de su destino
de letra impresa y alcanzan momentos maravillosos de libertad como
personajes cinematográficos y hacen parecer maravillosos a los actores que
no son hijos de Paz ni Ripstein. Y todo esto debe ser porque Ripstein y Paz se
han inventado estos nuevos hijos para jugar con ellos y que su vida sea
diferente a la vida que tenían con sus otros hijos o diferente a la vida de los
otros directores latinoamericanos con sus guionistas y sus hijos. Y esto es lo
que hace que sea difícil enfrentarse con el cine de este señor mexicano y su
señora mexicana porque eso que han inventado viene todo junto en el mismo
paquete que incluye la vida de sus hijos y su vida y la manera que han
elegido de aparecerse en nuestra vida propia que hace que antes de decir
cosas tales como que El castillo de la pureza nos parece una burrada y El
lugar sin límites una obra maestra y contradecirlo y pensar desde allí el resto
de las obras con Paz y sin ella prefiramos que Ripstein nos sople para no
romper el encantamiento que él y su esposa espiritista han forjado con un
amor que nos incluye a todos porque todos somos en definitiva un invento de
los Ripstein que han decidido incluirnos en sus juegos para que la vida sea
distinta porque alguien tenía que soñarnos alguna vez porque nuestros juegos
son sueños de otros en los que no cabemos porque estamos en Latinoamérica
y nadie sueña por nosotros y nosotros tampoco soñamos.
Publicado en El Amante N°58 – diciembre 1996

VII
1997
245. Está lista la lista

Hace un año, en estas mismas circunstancias, me encontraba sumido en la


confusión: los criterios para apreciar el cine me abandonaban y todas las
películas me parecían igualmente pasibles de ser elogiadas o destruidas. Hoy,
con el mismo calor y el mismo cansancio que corresponden a la época del
año, me siento firme en mis convicciones, fiel a mis amores y odios
cinematográficos. Tal vez se deba a que estoy más viejo y más estúpido. He
abandonado una duda acaso productiva por una certidumbre dudosa. Una
certidumbre que no incluye un aprendizaje. Me gustaría creer, por ejemplo,
que la elección de mis diez películas favoritas del año tiene una coherencia
irrebatible, pero temo profundamente que esa lista esté basada en lo más
oscuro y caprichoso de mi subjetividad. Con lo que las dudas del año pasado,
lejos de haber desaparecido, se han trasladado a otra zona. No dudo ya de mis
gustos, dudo de que tengan algún fundamento. De ser así, toda sugerencia de
que me dedique a otra cosa debería ser aceptada inmediatamente. No hacerlo
sería postular que la crítica es trabajo de sofistas o de irresponsables (o de
académicos que analizan o de periodistas que informan, actividades que me
resultan del todo ajenas). Para no despedirme de inmediato de ustedes,
lectores, haré un pacto conmigo mismo. En lo que queda de esta nota
intentaré justificar esa lista. Al final sabremos si puedo permitirme un año
más en este oficio.
Creo que la verdadera pregunta es la siguiente: ¿elegir esas películas implica
definir, aunque sea imperfectamente, un determinado tipo de cine? O
alternativamente, ¿hay ciertos valores que pueden ser identificados a partir de
esas películas, valores que valga la pena defender? Es necesario aclarar ahora
que esa elección está hecha a partir meramente de mi placer de espectador y
no resulta de la adecuación a una escala previa. El desafío de justificar esa
lista encubre entonces otra incógnita: ya que todo el mundo hace esas listas,
¿hay algunas más pertinentes que otras para hablar de cine (fuera de su
inofensivo costado lúdico)? O, aplicando esta pregunta al coso que nos
ocupa: ¿es mi lista pertinente en alguna medida? También hay que aclarar
que una tal lista podría justificarse desde el eclecticismo, esto es, desde la
afirmación de que no hay un tipo de cine aceptable sino varios y que se trata
de elegir lo mejor, independientemente de su concepción cinematográfica, a
partir de los logros de cada film. Pero la mía es una lista dogmática, que parte
justamente de la idea contraria. Creo que ese eclecticismo del buen gusto, de
la suma de méritos, es la muerte de la crítica: un crítico no debería ser un
catador de vinos, un señor de paladar exquisito que puede elegir el mejor
Merlot del 87 y luego el mejor Beaujolais del 96, sino más bien un bebedor
asiduo que puede permitirse preferir en general el Beaujolais al Merlot sin
demasiados complejos, con la sola condición de que cuando le den Merlot no
diga que está tomando Beaujolais. Para precisar esta comparación
insuficiente: Santiago García prefiere ciertas películas menores de Hollywood
sobre cualquier otra cosa y es seguro que les encuentra algo que justifica esa
preferencia (aunque parece que nunca sabremos qué diablos es ese algo, se
trata de un bebedor de vino reserva). Jorge García, en cambio, jamás se
molesta siquiera en ver esas películas que hacen la felicidad de Santiago y
suele elegir obras de directores virtuosos u óperas primas (le gustan los vinos
frescos y las cosechas añejas). Es posible que ambos tengan mal gusto (es
casi exactamente lo que pienso), pero es cierto que por algo eligen lo que
eligen.
Pero vayamos de una vez al grano, que es fácil meterse con listas ajenas.
¿Con qué vino puedo argumentar que se identifican las películas de mi lista?
En principio, están unidas por una sensación parecida al agradecimiento.
Viendo esas películas (y unas pocas más) tuve la sensación de que no estaban
hechas por gente siniestra. Siniestro, en cambio, me parece Kusturica, que
puede meter cualquier cosa en Underground (desde metáforas groseras a
veladas sugerencias de que los nazis son solo parte de un borroso pasado y
motivo para la estetización) mientras nos chantajea con el lamento de su país
dividido, nos atosiga con sus imágenes grandilocuentes, nos apura con la
velocidad de la música y el montaje y nos intimida con la vitalidad de sus
canallescos personajes. Siniestro me parece también el Kurosawa de hoy, que
reclama en Madadayo por interpósita persona un reconocimiento de su lugar
de superioridad como maestro de una cultura japonesa chauvinista y
reaccionaria. Siniestra me parece El dedo en la llaga, que intenta disfrazar
una operación comercial de película para jóvenes rebeldes, armando un
desfile de clichés dramáticos e ideológicos que vociferan la demagogia y el
maniqueísmo más elementales. Siniestra me parece El nombre del juego, que
intenta convencernos de que el cinismo y la autocomplacencia constituyen el
único horizonte del cine. Las otras, en cambio, las que elijo (con errores de
apreciación seguramente) me parecen nobles: no pretenden intimidarme sino
compartir algo conmigo, algo que no es el entretenimiento, las lágrimas ni la
descarga de adrenalina. Me parecen, cada una a su manera, nuevas,
portadoras de un descubrimiento que las justifica, que no es la repetición de
una fórmula ni la explotación de una técnica probada para producir emoción
ni despertar admiración pasiva. Me parece que todas aligeran el cine de su
carga de narrativa decimonónica, de la necesidad de encontrar causas y
establecer certezas, y desafían, en mayor o menor medida, ciertas
convenciones formales, dramáticas e ideológicas agotadas y, no casualmente,
desatan ferocidades críticas. Twister, un tanque de Hollywood, prescinde de
la psicología y del cristianismo, males que siguen asolando el cine americano,
para apostar a favor del viento y del panteísmo. “La trama es estúpida”, dicen
algunos. Crash, según gusta decir Cronenberg, es una película “destilada” que
hace desaparecer los códigos de verosimilitud, las admoniciones morales, las
referencias sociológicas, la progresión dramática, los antagonismos entre
personajes para dejar en pie solo el erotismo y una velada comicidad. “Es
pornográfica”; “Es pretenciosa”; “La gente se va del cine”. Cosas que se
escuchan por ahí. Crash deja solo en la pantalla lo que es estrictamente
cinematográfico de la novela de Ballard y se ríe de sus connotaciones
futuristas (“eso de que se trata de darle una nueva forma a la carne a través de
la tecnología es un cebo que uso para atrapar clientes para esta patología
benevolente”, dice el supuesto gurú en el film). Más aun, Crash es refractaria
a las interpretaciones y tan absurdas como las acusaciones de los pacatos
resultan las alabanzas de los que ven en ella sentencias profundas y solemnes.
Crash es pura superficie y su pansexualismo excéntrico y desinhibido la hace
una película liberadora en el sentido más inmediato. Es interesante
compararla, en su obstinada determinación por no justificarse a sí misma, con
otra película canadiense, Exótica, que vendría a ser su versión explicada,
deudora de teorías traumáticas, de falsos primores constructivos y de
lamentos existenciales. Dicen que Flamenco es “solo un montón de números
musicales para los que aman el género” cuando es la mejor manera de
convertirse en amante del flamenco sin conocerlo. También es una película
destilada: lo mejor que hay disponible de tres generaciones de músicos. El
ausente, tildada de “intelectual y confusa”, pone la política de los 70 en
pantalla con seriedad por primera vez en el cine argentino. Y además, se va
depurando a sí misma para terminar, lúcida y despojada, en la exposición de
la soledad más rigurosa que se haya visto en el cine argentino. Caro diario,
acusada de fría y egocéntrica, es, por el contrario, un intento de ensayo
cinematográfico que no renuncia a mirar el mundo pero no recurre a la
intermediación de la retórica y produce los planos más serenos y más
verdaderos que se hayan visto en el año. El día de la bestia también sacude
años de retórica en el cine español para demostrar que se puede narrar en otra
parte con la precisión propia del viejo cine americano, pero sin renunciar al
sabor del humor local ni a las ideas propias sobre la contemporaneidad.
Masacre en el Bronx nos recuerda que Hollywood no solo puede ser imitado
sino ampliamente superado en lo que al cine de acción se refiere, con un
personaje –el maravilloso Jackie Chan– que no tiene equivalentes modernos
pero que en su humor asordinado descentra todo lo que toca. Este es el tipo
de película que muchos críticos y los espectadores que se sienten calificados
ni siquiera se dignan a ver. Todos estos, en cambio, ven y aplauden La
ceremonia, que se impone por su rigor en la realización y su complejidad
argumental, pero que es mucho más valiosa por lo que no hace (explicar el
misterio de sus protagonistas, moralizar sobre las conductas, subrayar
motivos o determinaciones) que por esas obvias virtudes. Tampoco Sotto
voce se molesta en explicar la excentricidad de sus personajes ni trata de
hacerlos arquetípicos o portadores de las verdades nacionales como es de
práctica en el cine argentino que pretende despabilarnos a fuerza de repetirse
en su falta de riesgo, en su empeño por no ir nunca más allá de lo que
imponen el periodismo y las convenciones del buen sentido. Y, por último,
Los sospechosos de siempre, que ha hecho exclamar a más de uno que se
trata de “una película tramposa” cuando es el único thriller americano que
investiga con sorprendente profundidad las trampas de la persuasión narrativa
y el estatuto de las imágenes para convertirse en la película más teórica del
año.
En todas estas películas creo notar una felicidad de hacer cine que consiste
en saber justamente que este puede explorar nuevos caminos, modificar su
historia, abandonar sus lastres, desafiar las prohibiciones, renunciar a fabricar
efectos visuales o dramáticos, pronunciarse por una cierta levedad. Creo que
la gente que hizo estas películas intenta estimular mi inteligencia,
proporcionarme alegría, hacerme participar de sus descubrimientos. Los
imagino mis amigos. Y es curioso, porque soy amigo de Filippelli pero no
creo que llegue a serlo nunca de Levin, para nombrar a los dos directores que
conozco. Muchos otros, por el contrario, siento que intentan adoctrinarme
con su charlatanería, asustarme con su prepotencia, engañarme con su
astucia, molestarme con su estupidez, aburrirme con su torpeza, horrorizarme
con sus ideas del mundo. Una película es alguien que nos habla. Este es el
texto de mi examen. Ustedes juzgarán.
Publicado en El Amante N°59 – enero 1997
246. Todas las películas del 96

Adiós abuelo, Emilio Vieyra, 1996.


Una reivindicación nostálgica de la dictadura militar en la que no faltan
guiños a la iglesia o a las fuerzas de seguridad ni invocaciones al apoliticismo
de los ciudadanos. En su anacronismo, el film no deja de ser históricamente
astuto: ese horizonte miope, pacato y familiero de una clase media sin
pretensiones ni sobresaltos es el que se hizo inviable en los años posteriores.
Pero Vieyra simula deshonestamente su vigencia actual desde una realización
que simula a su vez que el lenguaje del cine no se ha desarrollado.
Al corazón, Mario Sábato, 1996.
Aparentemente, el material de archivo que recorre los tangos en el cine
argentino justifica la pereza y el descuido del resto de la película. No es así:
este documental turístico y superficial pone de manifiesto los aspectos más
miserables de una industria. La producción parece postular que ya no es
necesaria una mirada cinematográfica sobre el material porque se puede
conformar al público con nostalgias de segunda mano, sociologías de
almacén y reportajes televisivos. Un video para vender en Ezeiza.
Antes de la lluvia (Po dezju), Mileho Manchevski, 1994.
Los adjetivos derramados sobre esta película parten de lo peor que tiene: el
espiritualismo forzado, los subrayados inútiles y una circularidad del tiempo
tan vacía como pomposa. Reseñar sin más los horrores de la guerra y la
intolerancia puede ser banal. Embellecerlos es obsceno. Hacerlos
trascendentes es ridículo. La película incurre en los tres vicios, a los que hay
que agregar cierta sospechosa exaltación del espíritu eslavo, común a
Mijalkov y Kusturica, cuya nostalgia de la patria indivisa es más causa que
efecto de los males que describen.
Código: Flecha rota (Broken Arrow), John Woo, 1996.
A nadie parece gustarle esta película, salvo a mí que veo en ella el habitual
clasicismo de John Woo, su discreta melancolía, un pudoroso romanticismo y
la convicción de que narrar historias de aventuras no es una cuestión de guion
sino de ritmo y textura. El resto del mundo cree que esta es una típica película
estúpida. Alguien se equivoca. Pero antes de aceptar el chaleco de fuerza, les
digo que se están perdiendo de disfrutar de los últimos restos de la ficción
cinematográfica en estado puro.
Crónica de un joven pobre (Romanzo di un giovani povero), Ettore Scola,
1995.
A Scola todo tema le parece bueno para sentir lástima de alguien. En su
momento de auge –y de auge de la mirada de izquierda sobre el mundo– sus
películas expresaban las convenciones emocionales de la época. Hay algo de
honestidad intelectual en el hecho de que esta historia trate sobre un par de
locos –la locura es una emoción no compartida– en un momento en que las
viejas emociones de Scola ya no tienen clientes. Un duelo personal que Sordi
(que siempre estuvo loco) acompaña con brillantez.
Doce monos (Twelve Monkeys), Terry Gilliam, 1995.
Gilliam siempre disimuló su falta de talento mediante la combinación
pomposa de tres dispositivos apreciados por los que persiguen novedades: el
diseño de producción espectacular, la fantasía futurista y el tremendismo
dramático que combinados con una cierta dosis de audacia le han dado a
Gilliam su prestigio de gurú contestatario. Doce monos parte de La jetée de
Chris Marker (película ascética, profunda, innovadora) y la pasa por el
aparato Gilliam para convertirla en un show barato y desaforado.
Fuego contra fuego (Heat), Michael Mann, 1995.
De Niro actúa y Pacino sobreactúa mientras Michael Mann construye una
ficción sobre los profesionales independientes del delito (no son gangsters
sino chorros). En el fondo se trata de una película de matrimonios con
escenas de acción brillantes y una atmósfera mortuoria sin las obligatorias
alusiones al pecado, desbordes histéricos ni actos de violencia gratuitos. La
lealtad de los integrantes de la banda a sus mujeres y a sus compañeros es la
del director a los códigos del cine negro.
Guantanamera, Tomás Gutiérrez Altea, 1995.
En apariencia una road movie costumbrista y ligera, con apuntes de crítica
social y toques de humor negro. Pero en el medio del film, una leyenda
panteísta que justifica la muerte le da a la película un relieve denso y
contradictorio que nos remonta a Memorias del subdesarrollo. ¿Cómo filmar
si el cine ha de adecuarse a la necesidad de transmitir un mensaje de
optimismo social? No hay una traducción más dolorosa de este dilema
artístico que la autoimpuesta necesidad de aceptar la muerte como razón
superior.
La dama regresa, Jorge Polaco, 1996.
Lo mejor de La dama regresa es lo que hizo indignar a una crítica pacata y
reaccionaria: su libertad, su desenfado, su mal gusto, su visión escatológica y
feroz de la Argentina. Lo peor es que Polaco, disfrazado de Greenaway
desprolijo, no hizo una película sino que filmó una idea. El film es una
colección de naturalezas muertas y abigarradas en la que cada plano carece de
respiración o tensión interna y de relación con los otros, como si se tratara de
hacer el inventario de la utilería de un teatro.
Ni idea (Clueless), Amy Heckerling, 1995.
Fresca, dinámica, ligera, esta versión actual y amable de Jane Austen podría
llamarse “¡Qué bueno que es ser una adolescente rica y hermosa!”, ya que
aunque Alicia Silverstone sea superficial, tenga un padre amargo y unos
amigos salames, el sol plutocrático de Beverly Hills los seguirá alumbrando.
Acaso la ausencia de toda culpa y populismo sea una demostración de que la
forma más sofisticada de la crítica social es el cuento de hadas. Y también de
que la verdad más revulsiva es que las hadas existen.
Poderosa Afrodita (Mighty Aphrodite), Woody Allen, 1995.
La ración anual del director americano más consistente. Felizmente alejado
de sus viejas pretensiones bergmanianas y cada día más seguro, Allen ya no
necesita simular una metafísica para sus prejuicios y manías. Allen es como
el periodista deportivo que encarna: un tipo culto y conservador que hace un
trabajo que no es el de un intelectual sino el de un hedonista ilustrado cuya
mayor expectativa es preservar sus pequeños placeres. Mira Sorvino es un
hallazgo y el final es redondo y delicioso.
Sotto voce, Mario Levin, 1996.
La nobleza cinematográfica de Sotto voce evita muchas trampas del cine
argentino. El costumbrismo y el mensaje son sustituidos por una sutil
dimensión fantástica en un relato seductor y responsable que demuestra un
trabajo de reflexión previa y de puesta en escena sobre el que muchos
directores no parecen estar enterados. Un Lito Cruz contenido, que usa su
natural presencia siniestra para sostener la sobriedad del film en lugar de
prestarse a los desbordes, es uno de los tantos hallazgos de la película.
Publicado en El Amante N°59 – enero 1997
247. Sueño de una noche de verano

1. Diseño y presentación
El diseño será cuidado y atractivo, con más fotos, más grandes y en colores,
sin caer en la ostentación ni en el narcisismo gráfico. El tamaño de los
artículos no estará en función del diseño. Habrá más de 100 páginas, variando
el número exacto de un mes a otro. El tamaño de la tipografía será siempre
legible y la presentación será aireada y placentera. Con la revista se
entregarán, eventualmente, películas (en el formato que se use), libros o
separatas que no encarecerán el precio de tapa, que habrá disminuido
considerablemente. Asimismo, habrá páginas dedicadas a publicitar películas
y otros artículos. Las agencias de publicidad y los distintos sponsors se
disputarán esas páginas, que nunca excederán un máximo estricto ni
dificultarán la lectura.
2. Contenido
No hay duda de que la tecnología influirá en las formas de ver cine y que la
revista se adecuará a ellas. Seguramente, por ejemplo, no existirá más el
video en su forma actual y es posible que las películas de televisión se vean a
pedido. Confiamos en que las salas de cine seguirán existiendo y que se
seguirán estrenando películas. Más allá de eso, las secciones de la revista no
sufrirán cambios importantes: seguirá habiendo críticas, entrevistas, dossiers,
notas especiales y comentarios de libros y discos en algún formato. También
es muy posible que siga habiendo festivales y eventos internacionales que El
Amante cubrirá. La diferencia estará en la mayor calidad y profundidad de los
textos y, a través del prestigio adquirido, en la posibilidad de entrevistar a los
personajes internacionales que nos interesen en encuentros exclusivos. Se
mantendrán la actitud polémica y el acento en la opinión, pero se incluirá más
información y, en particular, las fichas técnicas completas de los films.
3. Funcionamiento interno
Las ediciones se confeccionarán armónica y metódicamente, sin más apuros
que los que provengan de circunstancias de último momento. Los
colaboradores (muy bien remunerados) entregarán sus artículos con la debida
antelación. Habrá reuniones de la redacción todas las semanas en las que se
discutirá permanentemente sobre la actualidad cinematográfica así como
sobre temas teóricos, técnicos e históricos. Estas se complementarán con
seminarios y conferencias. En las amplias salas de la nueva redacción,
provistas a tal efecto, se verán y se comentarán películas. Las discusiones
nunca se saldarán mediante la fórmula “a mí me gusta y a vos no te gusta”
sino que el intercambio de ideas de gran profundidad permitirá esclarecer los
aportes de cada uno. De estas reuniones de trabajo surgirán producciones
para los números venideros con una anticipación de seis meses. La atmósfera
será amable y apasionada y nadie pasará un día sin dormir por culpa del
cierre. Aumentará progresivamente la cantidad de mujeres.
4. Recepción y alcance
El Amante se leerá en todo el mundo de habla hispana a través de una enorme
red de suscriptores y se podrá conseguir en todas las ciudades importantes del
mundo. Será la referencia obligatoria para el cine argentino y material de
consulta de todos los críticos y especialistas del mundo entero. La influencia
intelectual de El Amante se sentirá hasta tal punto que nadie escribirá una
reseña en Cahiers du cinéma o Sight and Sound sin saber qué opinan los
redactores de nuestra revista. Estos recorrerán el mundo, invitados por las
principales universidades, cinematecas y festivales para dar cursos y
conferencias, percibiendo elevados honorarios por estos prestigiosos
servicios. Es probable que estemos a punto de lanzar una edición
internacional con traducción a varios idiomas. Dentro del país, El Amante
tendrá una legión de lectores desde Ushuaia a La Quiaca que se reunirán
periódicamente en muestras y festivales internacionales organizados por la
revista. Los redactores participarán como invitados especiales en todos los
medios importantes del país y del extranjero. Habrá también otras revistas de
cine que participarán conjuntamente en algunos de estos eventos. Con sus
redactores reinará un clima de compañerismo y respeto y las polémicas que
se susciten (sobre temas teóricos y estéticos) se leerán con apasionamiento y
se responderán con la inteligencia y cordialidad propias de quienes
comparten un oficio y el amor por el cine.
5. Estilo
No habrá un estilo uniforme y cada receptor o colaborador se destacará por su
visión propia y por su escritura brillante. Sin embargo, todas las notas
compartirán algunas características. Serán legibles sin ser elementales, serán
profundas sin ser solemnes, serán inteligentes sin ser exhibicionistas, serán
frescas sin ser pueriles, serán eruditas sin ser engorrosas, serán renovadoras
sin ser arbitrarias, serán personales sin ser caprichosas, serán complejas sin
ser rebuscadas, serán informadas sin ser enciclopédicas, serán didácticas sin
ser escolares, serán sólidas sin ser dogmáticas, serán enérgicas sin ser
violentas, serán emotivas sin ser sentimentales, serán sinceras sin ser
impúdicas, serán ingeniosas sin ser sofísticas. Muchas tendrán humor y
algunas serán perfectas.
6. Colaboradores
Todos aquellos que tengan algo que decir sobre el cine colaborarán con
mayor o menor frecuencia en El Amante. Cineastas, escritores, críticos,
técnicos, actores, periodistas, profesores, estudiantes, intelectuales del país y
del extranjero sabrán que si tienen algo importante que publicar, el lugar para
hacerlo es la revista. Los colaboradores habituales se irán renovando con la
incorporación de jóvenes talentos, pero todos seguirán vinculados a la gestión
y la participación en la revista. El Amante será una verdadera escuela en la
que los colaboradores más antiguos contribuirán a la formación de los que
recién empiezan.
7. Críticas
El análisis y la valoración de las películas se seguirán practicando. El análisis
será más riguroso. Los redactores conocerán a la perfección la historia del
cine y de la crítica, así como las teorías y publicaciones relevantes para dar
cuenta del lugar que ocupa cada película. Sin embargo, no practicarán la
escritura académica: el valor de cada film y la ética cinematográfica que los
nutre seguirán siendo los ejes principales del análisis. Pero se evitarán el
elogio automático basado en el prestigio y la destrucción apresurada. Los
redactores tratarán de analizar, junto con la película, sus propios puntos de
vista para que estos se vayan modificando con lo que la visión de nuevos
films y el propio trabajo de la escritura les aportan. No se enorgullecerán de
sus prejuicios ni se jactarán de la inmovilidad de sus criterios. El cine y las
propias ideas serán continuamente puestos en cuestión. Más que decidir lo
que deben decir de las películas, tomarán en cuenta lo que las películas les
dicen a ellos. No serán complacientes con los cineastas que prefieren ni
ciegos con los que no aman. Serán particularmente abiertos a lo nuevo, a lo
diferente y a lo que no conocen. Usarán todo tipo de fuentes en sus escritos
para ampliar el panorama, la información de los lectores y la ubicación de su
propio pensamiento, sin repetir sumisamente ni utilizar argumentos de
autoridad. Pero sobre todo no interpretarán, esto es, no buscarán signos que
reduzcan el film a un contexto distinto, ya sea político, filosófico, religiosos,
psicológico, etc. Estarán atentos a la forma, única manera de recordar que el
cine es un arte, en caso de que lo siga siendo. No serán agresivos con los
lectores sometiéndolos a despliegues innecesarios de erudición ni a muestras
de mala literatura. Tampoco serán complacientes con ellos diciendo lo que se
supone que quieren escuchar y no serán voceros de lo que está de moda ni se
constituirán en adelantados de la novedad. Menos aún predicarán una moral
que no sea estética. Y sobre todo, no escribirán como si fueran los
depositarios de un saber que administran, desde el poder que da la letra
impresa, a un conjunto de individuos inferiores destinados a leer y a admirar.
8. Cine argentino
En el año 2001, el cine argentino habrá evolucionado muy favorablemente.
Una nueva generación de cineastas estará en plena producción y se filmarán
muchas obras valiosas por año con capitales estatales y privados, dejándose
por fin de lado los intereses corporativos y las prácticas dudosas. Los
negocios se harán con las recaudaciones y no con los presupuestos. El
Amante tendrá un diálogo permanente con sus hacedores, y varios de sus
redactores intervendrán en la creación de esas películas. A su vez, muchos de
estos cineastas serán asiduos colaboradores de la revista. Por fin, se
establecerá un diálogo entre los que hacen cine y los que lo critican dejando
de lado prejuicios ancestrales. Habrá polémicas, pero estas ocurrirán en un
marco civilizado, respetuoso y constructivo. Todo el mundo volverá a creer
que hacer cine es una manera de hacer crítica y viceversa. Por otra parte,
nadie creerá que una película argentina debe ser defendida por el hecho de
serlo ni que debe mirársela con desdén frente a las cinematografías de otros
países. El Amante colaborará en la revisión crítica del cine argentino del
pasado y en una valoración nueva y desprejuicida de nuestro patrimonio
fílmico.
9. Lectores
Mucha más gente leerá El Amante, dentro y fuera del medio estrictamente
cinematográfico. En particular, será indispensable para la formación de los
estudiantes de cine. Será motivo de estudio y de reflexión entre los que hacen
cine, que aprenderán de las críticas para estar al tanto de los nuevos caminos
en la cinematografía y para aprender del señalamiento de los errores ajenos.
El público general de cinéfilos y espectadores asiduos seguirá
apasionadamente la revista como una continuación por otros medios de la
experiencia cinematográfica. Mucho tendrá que ver con esto el mejoramiento
de las condiciones económicas en la Argentina, que permitirá a vastos
sectores el acceso casi cotidiano a las salas y la compra de libros y revistas.
Asimismo, un importante circuito dedicado al cine menos comercial
funcionará con éxito en las principales ciudades y la oferta de títulos de todos
los países será múltiple y se encontrará analizada en las páginas de El
Amante.
10. Internet
La expansión de la red permitirá nuevas prestaciones e intercambios para El
Amante. Por otra parte, el abaratamiento de la tecnología y la prosperidad de
los negocios nos permitirán equiparnos profusa y adecuadamente. Todos los
redactores estarán conectados electrónicamente y, lo que es más importante,
el espacio de El Amante en Internet se enriquecerá. La totalidad de la revista
estará disponible on line con un índice para consultar temas y números
atrasados. El correo de lectores se convertirá en un foro de discusión
permanente en el que no solo se podrán incluir opiniones y aportar
información y comentarios sino que servirá de intercambio continuo entre los
lectores mismos. De esta manera será posible saciar la necesidad de
información de todos los lectores, tarea que hoy nos sobrepasa. Al mismo
tiempo, los redactores ampliarán sus notas en la versión electrónica utilizando
fotografías de films para ilustrar sus comentarios, algunos de los cuales se
registrarán mediante el uso de la voz.
Seguramente, el futuro no será como lo imaginamos esta noche. Pero el
presente sigue estando ahí para ser modificado. Y ahora, nos vamos a dormir
para seguir soñando. Buenas noches.
Texto coescrito con Flavia de la Fuente.
Publicado en El Amante N°59 – enero 1997
248. El reino de los cielos

Contra viento y marea (Breaking the Waves), Lars von Trier, 1996.
Contra viento y marea cuenta una historia única y alcanza una intensidad
singular. Lo mismo podría decirse de otras películas, como por ejemplo de
Secretos y mentiras, para tomar un estreno actual. La diferencia es que
Contra viento y marea es un film radical con la connotación de extremismo y
hasta de violencia que tiene la palabra. Se trata de una película seria, de una
película que le propone un desafío al cine. Es que el cine suele ser la menos
seria de las artes, no porque abunde en humor ni porque le falte solemnidad,
sino porque aun en las obras más ricas y más elaboradas sobrevuela una
sensación de intrascendencia que hace pensar en su manufactura industrial,
por un lado, y en la falta de un compromiso profundo por el otro. Lars von
Trier parece haber querido demostrar que el cine puede superar esa limitación
llevando al límite la condición del cineasta. Hay pocos films que exijan por
parte del director una prueba de integridad artística como este.
Contra viento y marea es la historia de un martirio. Bess, una chica
bondadosa y simple que tiene algo de la Gelsomina de La strada, vive en una
aldea escocesa. Bess se casa con Jan, un obrero extranjero que es un hombre
cabal y generoso. La felicidad de la pareja, con su gozosa intimidad sexual y
su ternura, contrasta con una familia frustrada y con una comunidad regida
moralmente por la iglesia local que practica una religión sombría y represiva.
Jan parte a trabajar en alta mar y Bess lo extraña tanto que le pide a Dios, con
el que cree hablar en voz alta, que su marido vuelva antes de tiempo. Así
ocurre, pero como consecuencia de un accidente que lo deja paralizado y con
mal pronóstico para su vida. El amor de Bess termina estableciendo lo que
ella cree que es un pacto con Dios por el cual cada vez que se entrega a un
desconocido, ayuda a la recuperación de Jan. Bess pasa a vivir en un infierno,
acosada por tres calamidades simultáneas: la iglesia, que va imponiendo el
repudio de sus paisanos y de su familia. La medicina, que decide que está
loca y debe ser internada. Y su propia misión de prostituirse que le resulta
repugnante. Cuando la condición de Jan empeora, Bess aumenta la apuesta y
va a buscar a un marinero violento que sabe que terminará matándola.
Von Trier describe la atmósfera del pueblo y la evolución de la protagonista
con una precisión y una fuerza extraordinarias. Las escenas de sexo entre
Bess y Jan, de una brevedad ejemplar, son de una rara sugestión. Las negras
convicciones de los notables de la iglesia, su sentimiento de superioridad se
pintan elocuentemente hasta culminar en la escena en la que uno de ellos
hace estallar un vaso. El papel de las manipulaciones del médico es también
crucial: a su modo, también usará la superioridad científica para intentar
conquistar a Bess y luego para destruirla. La escena en la que ella lo rechaza
es de una perfecta sutileza. La sordidez de los encuentros con extraños se
refleja sólidamente en una escena en el ómnibus. Igualmente segura es la
descripción de las fuerzas que acompañan a Bess, que se resumen en los
compañeros de Jan y la radio en la que estos escuchan música. La música
tiene un lugar importante en el film. Dividido en capítulos, estos se presentan
mediante figuritas animadas, con sonido de las canciones del pop inglés de
hace un par de décadas. Estos momentos, hechos de imágenes infantiles y
canciones pegajosas, establecen un horizonte de vulgaridad para la historia,
como si Von Trier quisiera dejar establecido que este no es un asunto de
gente sofisticada y declarar que se asocia con su cultura. También es un
indicio de lo que intentaremos explicar ahora.
La historia descrita hasta aquí se presta perfectamente como material para
cualquier director, especialmente para uno que quiera lucirse mostrando su
superioridad sobre personajes que se creen superiores. No es muy difícil
denunciar la crueldad de los pastores, los cálculos del médico, las
vacilaciones y rencores de la cuñada. Ni la pobreza humana de todo el
cuadro. Puedo imaginar varias películas repugnantes que cuenten estos
hechos. Tenemos además a la propia Bess, gran candidata a la película de
caso clínico con toques piadosos a la manera de, por ejemplo, Agnes de Dios,
en la que una monja adolescente, ignorante de todo, se cree embarazada por
el Espíritu Santo. Hay también en el argumento una arista fantástica (la
literalidad con la que se cumplen los pedidos de Bess que recuerda a La pata
de mono, el clásico cuento de W. W. Jacobs) que sería una buena base para
un film de terror. Pero Von Trier está intentando otra cosa. En primer lugar,
separarse de todo academicismo. Durante toda la película se usa
sostenidamente la cámara en mano con frecuentes fuera de foco. La idea, me
parece, es que esta mirada que busca y se desconcierta quiere evitar la
tentación de contar esta historia desde arriba, con planos serenos que
demuestren de algún modo que el director tiene la situación dominada y que
su claridad olímpica contrasta con el dolor de Bess y la confusión de los otros
personajes. Von Trier sabe que la condescendencia es fatal porque es una de
las marcas del cine falso y necesita obviarla en todas sus manifestaciones
potenciales. Pero creo que eso no es todo y que la película admite una
interpretación más audaz.
Bess muere asesinada pensando que Dios ha accedido a cambiar su vida por
la salud de Jan, desahuciado por los médicos. Visto con ojos distantes
estamos ante una tragedia espantosa, patética: una loca que cree que puede
cambiar las leyes de la naturaleza prostituyéndose hasta el suicidio mientras
su marido agoniza cruelmente. Pero Bess nos ha advertido que es buena para
creer. Y ocurre un milagro: Bess muere pero Jan se cura. En el cine hay
muchas clases de milagros: milagros cómicos como el El milagro de
Rossellini, milagros metafóricos como el de ¡Qué bello es vivir!, milagros
baratos como el de El campo de los sueños, milagros imaginarios como el de
la citada Agnes de Dios, milagros New Age como el de Ghost, milagros de
segunda mano como los de las recreaciones bíblicas. Pero este es un milagro
de carne y hueso. Un milagro sin ambigüedad ni explicación alternativa. Para
subrayarlo, las campanas que faltaban en la iglesia –y que Jan y Bess han
imaginado hacer sonar– tañen en el cielo mientras los instrumentos
científicos señalan que no se trata de un fenómeno natural. Pero no solo es un
milagro en serio, es un milagro necesario; sin él, Contra viento y marea sería
casi una película indecente, de una crueldad despreciable. Solo conozco un
antecedente semejante en la historia del cine: la majestuosa, extraordinaria
resurrección en Ordet, de Carl Theodor Dreyer, en la que el film de Von Trier
se inspira evidentemente. En esa película, las mismas fuerzas que aquí –el
fanatismo religioso, la creencia secularizada y el ateísmo científico– acuerdan
en una sola cosa: la imposibilidad de los milagros en el siglo XX. Contra esas
fuerzas (esto es, contra la tristeza represiva de la religión, el conformismo de
la sociedad, la tibieza y el egoísmo de los corazones) se alza el milagro de
Ordet en nombre del amor (el sexuado amor de la pareja). Von Trier, más de
cuarenta años después y cuando las calamidades del mundo que Dreyer se
atrevía a desafiar se han consolidado, vuelve a repetir el intento pero tomando
en cuenta el estado actual de las cosas. La mirada clara de Dreyer, sus
virtuosos planos secuencia, las discretas discusiones teológicas entre
pequeñoburgueses ya no son el marco adecuado para hacer estallar un
repudio similar contra el orden del mundo. Es necesario, parece pensar Von
Trier, extremarlo todo: ir a buscar entre los pobres de espíritu, entre los
ignorados, entre los alienados, para encontrar los últimos alientos del amor y
la bondad. Y también dejar sentado que las certidumbres se han apagado y
que las imágenes se vuelven borrosas y es necesario perseguirlas. Tanto el
mundo proletario de Jan y Bess con sus humildes gustos artísticos como los
movimientos de la cámara provienen de allí. El milagro ya no puede ser más
que un milagro violento.
Concederle a Bess sus plegarias es una necesidad de estricta lógica
cinematográfica. Lo contrario sería un gesto de frivolidad y de cobardía. Von
Trier se coloca (y nos coloca) en el lugar de Dios y no hay duda de que este,
al igual que en Ordet, no puede sino aceptar el pedido. Más aún, ciertas
miradas de Bess a la cámara hacen pensar que así como ella puede hablar con
Dios, también es capaz de mirarlo y que es justamente él quien maneja esa
cámara. Como si Contra viento y marea, con sus imágenes granulosas y
móviles, fuera una home movie filmada por un dios que es en realidad un
cineasta precario, un aficionado. No es que Von Trier se coloque en el lugar
de Dios, es mucho más osado: coloca a Dios, un dios en retirada pero todavía
poderoso, en el lugar del cineasta. Lo intima, como hace Bess, a responder a
la entrega de la mujer y al dilema del artista. Y así consuma una especie de
blasfemia devota que nada tiene que ver con las fábulas beatas y mucho con
la excepcionalidad del arte. El movimiento conceptual de Von Trier consiste
en hacer coincidir la pregunta por la posibilidad del arte con una demanda
para que Dios se siga manifestando. Si Dios no se pronuncia favorablemente
frente a Bess, es porque el cine es imposible. Y es Dios el que debe terminar
la película. Cualquiera sea nuestra opinión en materia religiosa o artística,
una ambición tan absoluta debería inspirar el respeto que se les debe a los
apasionados.
Publicado en El Amante N°60 – febrero 1997
249. La Cenicienta argentina

Evita, Alan Parker, 1996.


Evita empieza con el anuncio de la muerte de Eva Duarte y termina unos días
más tarde, en algún instante de su largo velatorio. En un primer momento el
narrador llamado Ché (Antonio Banderas, con inexplicable acento en la “e”)
se pregunta retóricamente quién era esa Santa Evita y se contesta, con rabia y
cinismo –mientras apedrea su imagen–, que ella no hizo nada por el pueblo
en una canción que el título resume apropiadamente: “Oh, What a Circus”.
En el final, en cambio, Banderas llora y besa el cadáver de Eva. Podría
suponerse que el largo flashback que estructura la película es aprovechado
por el personaje de Banderas para cambiar de opinión o de estado de ánimo
hasta terminar rendido a los pies de esa mujer que declaró despreciable al
principio. Esa mutación casi inexplicable es lo más interesante de Evita
porque recorre la distancia que separa al enfoque de la opinión americana
sobre el personaje de aquel que el film termina suscribiendo. Porque el resto
de lo que se puede decir de la película no es mucho: es aburrida e impersonal
y ataca un género casi imposible para el cine (una mezcla de ópera rock con
musical a lo Broadway). El director Parker y su equipo usaron toda su pericia
técnica (que no es poca) y velocidad de rodaje para ilustrar unas canciones
mediocres con imágenes tan variadas en sus locaciones como triviales y
repetidas en su sentido. Parker evitó el videoclip y el teatro filmado, acumuló
datos, pero solo para construir un trabajoso bodoque en el que todo importa
muy poco. La película no tiene una estructura dramática y hasta podría
pensarse por momentos como un documental sobre la Argentina de los 40, en
el que las canciones de Rice y Webber se usan como música de fondo. Un
documental en el que se acumulan datos irrelevantes, basado en fotos fijas y
planos breves, en el que varios datos históricos están adulterados y en el que
Buenos Aires se reconstruye parcialmente en Hungría. Pero ni siquiera estas
distorsiones son relevantes, dada la moderación exhibida en general por un
director proclive a los desbordes (mucho peor, por ejemplo, era la visión de
Turquía que dio Parker en Expreso de medianoche). En este contexto, resulta
muy difícil decir si Madonna o Banderas o Pryce actúan bien o mal porque
no hay nada que actuar. Digamos que, en general, lucen bastante bien como
utilería humana de la ilustración apuntada antes y agreguemos que el Magaldi
de Jimmy Nail es muy divertido. Evita es un monumento a lo irrelevante.
Así que volvamos a la mirada del film sobre el país y sus protagonistas y al
camino recorrido por Banderas, que no es otro que el que permitió que esta
película se realizara. Sobre la opinión que en Estados Unidos y aledaños se
tiene sobre Perón, Eva y el peronismo, no es necesario abundar en detalles.
Apuntemos solamente que un crítico americano creyó ver en la historia una
versión de El triunfo de la voluntad porque esta se ocupa de Hitler y los
nazis, como para dejar establecido que este hombre y muchos de sus colegas
hubieran visto lo mismo aunque el film lo hubiese escrito Juanita Larrauri. La
visión de la película, en cambio, termina siendo distinta. No porque arroje
una nueva luz sobre el polémico período de la historia argentina (todo lo que
se muestra es absolutamente convencional) sino porque plantea el problema
de la dificultad para que un país y una época miren a otro país y otra época
desde sus prejuicios. Uno de los mejores momentos del film es aquel en el
que los consejeros de Perón tratan de determinar mirando noticieros si la gira
de Evita por Europa ha sido o no exitosa. Lo que ven es contradictorio y no
pueden llegar a un resultado. Pero Oliver Stone, generador de la idea y
coguionista, debe haber tenido un problema muy parecido: partiendo de una
figura detestada aunque parcialmente mitológica, de un país desconocido y de
una obra teatral notablemente gorila se vio en la necesidad de descubrirle
otras claves para convertirla finalmente en un vehículo para Madonna, un
producto potable para la opinión argentina y un artefacto de consumo masivo
sin que, además, la película pudiera desmentir rotundamente visiones como la
del crítico citado. El problema era doble: entender mínimamente el mundo
del personaje y al mismo tiempo rebajar las aristas conflictivas. Las
certidumbres eran pocas: que Evita fue idolatrada por los más pobres y
odiada por la clase media y los ricos, que esa mujer “dijo poco pero lo dijo en
voz alta” y que su vida tuvo un cierto parecido con la de la Cenicienta (“nadie
escaló tanto socialmente desde la Cenicienta”). Y la película narra, en cierto
modo, la Cenicienta con final trágico. Todo se reduce a que la humilde
protagonista llega a conocer a su príncipe azul y se transforma en la reina
amada por el pueblo para después morir. No importa demasiado que el film
haga al príncipe sospechoso de fascismo o insista en que la princesa ascendió
socialmente a través de sus amantes. En el medio de un baile, Banderas y
Parker deciden reconocer (con bastante razón) que todo ha sido un poco
exagerado y que Evita no deja de ser una princesa (¿no lo es acaso
Madonna?). El tono de la película, que empieza siendo bastante despectivo,
vira hacia una nada que permite reinterpretarlo como un cuento de hadas que
ocurre en un país imaginario. En esa tierra de nunca jamás de los cuentos y
los musicales, donde la gloria de las princesas hace derramar lágrimas de
felicidad. Eso es lo que le pasa a Banderas y eso es el film Evita, una visita a
ese lugar donde la Historia pierde toda su carga de dramatismo y se
transforma en un pasatiempo amable a cargo de sus pequeños personajes que
aquí son obreros, damas ricas y soldaditos. Las frases desdeñosas, las
imágenes truculentas (que incluyen hasta supuestos muertos tirados en la
calle) se diluyen en beneficio de la leyenda y del compromiso. Y es lógico:
un film que empieza siendo falsamente insidioso no puede más que terminar
siendo falsamente solemne.
Esta película simplona producirá seguramente algunos pequeños escándalos.
Recordemos que si bien creerse los cuentos de hadas es propio de los niños,
indignarse contra ellos no es tampoco tarea de adultos. El show business (y
de esto se trata Evita, pero también las polémicas que pueda despertar) es un
estado de perpetua adolescencia. El único resultado de Evita, como
ingenuamente se sugiere en el film cuando muere la protagonista, es que la
Argentina está en todos los diarios del mundo. No es mucho, pero podría
servirles de consuelo a los nacionalistas.
PS: Acabo de enterarme de que el Vicepresidente de la Nación declaró que el
pueblo debería boicotear el film. Se trata de la misma persona que participa
con sus opositores en un comercial que promociona el juego futbolístico
organizado por la mayor empresa periodística del país. Ambas podrían ser
escenas de la Evita de Alan Parker. Oh, what a circus!
Publicado en El Amante N°60 – febrero 1997

250. Un mundo feliz

Jerry Maguire, Cameron Crowe, 1996.


El afán por explicar los títulos en la traducción local, que suele sustituir la
misteriosa resonancia de un nombre propio por una cursilería tremendista, ha
hecho que a Jerry Maguire se le agregue amor y desafío como si a la gente
hubiera que recordarle que va a buscar emociones al cine. De todos modos,
esas dos palabras son bastante precisas para ubicar la película en los dos
géneros a los que pertenece: la comedia romántica y la película de deportes.
Esos géneros están codificados justamente por esas palabras. El desafío de la
película de deportes es así: el protagonista, un atleta de talento (podría ser
también un entrenador), atraviesa el peor momento de su carrera y debe
demostrar lo que vale superándose a sí mismo, evitando ese defecto que tanto
lo ha perjudicado hasta llegar a ratificarlo con creces en el partido que ocupa
los últimos minutos del film. Ese desafío no solo lo impulsa a hacer la gran
jugada del final sino que implica una batalla interior que lo termina
convirtiendo en una mejor persona o, mejor dicho, termina poniendo de
manifiesto toda la belleza escondida en su alma. El amor de la comedia
romántica requiere tres pasos: el enamoramiento, las dificultades y el final
feliz. El enamoramiento exige que los protagonistas no estén destinados
justamente a enamorarse (por la amistad previa en Cuando Harry conoció a
Sally, la distancia en Sintonía de amor) y que por lo menos alguno de ellos
tenga otro compromiso. Pero, sobre todo, requiere que la nobleza oculta en
sus personas se despierte y resplandezca ante el espectador: los héroes de la
comedia romántica solo tienen como defecto el no quererse a sí mismos lo
suficiente. Las dificultades tienen que ver también con una batalla interior
ligada a este problema. Cuando la ganan y el final feliz sobreviene, esa
batalla termina poniendo de manifiesto toda la belleza escondida en sus
almas. La analogía entre ambos géneros subraya el hecho de que sus
personajes son similares: son mejores que el promedio (por talento, bondad,
inteligencia) y contrastan con su entorno ligeramente escéptico, cruel o
cínico. El triunfo de los protagonistas (a los que el espectador admira pero
nunca debe reconocer como demasiado diferentes, ya que no se trata de
superhéroes) en el altar o en el estadio representa la esperanza social. Son
géneros optimistas, o mejor, voluntaristas: los males de la sociedad que la
película roza pueden ser superados con la purificación interior y la ayuda
exterior para convertirse en el ejemplo ovacionado por la tribuna o festejado
por los amigos: a todo el mundo le gustan los goles y los besos.
Cameron Crowe escribió para Jerry Maguire un guion singularmente astuto
que combina los códigos de ambos géneros y los hace potenciarse unos a
otros. La película tiene dos conflictos, el romántico y el deportivo, y un final
para cada uno de ellos. La astucia máxima es agregarles un tercer género que
es la película de negocios. Tom Cruise es el agente de Cuba Gooding Jr., un
jugador de fútbol americano cuyo potencial no ha explotado por su falta de
generosidad en la cancha. No es que no pase la pelota (en el fútbol americano
hay uno solo que pasa la pelota y Gooding no juega de eso) sino que calcula
demasiado y no se entrega como debiera. A su vez, Cruise (que no se entrega
lo suficiente en el amor) es un ejecutivo caído en desgracia porque un día
sueña con metas nobles para su negocio. El desafío para Cruise es conseguir
un buen contrato para Gooding. Agregarle el dinero al amor y la gloria es una
idea brillante, porque a todo el mundo también le gusta la plata, elemento
irrelevante en la comedia romántica y secundario en la película de deportes.
Así que Crowe logra casi un acto de alquimia que le permite reforzar dos
materiales con un tercero que parecía incompatible. Pero hay más: la familia.
Cruise y Gooding no solo se aconsejan mutuamente sino que Gooding está
casado con una mujer maravillosa, tiene hijos y hermanos y la pareja negra
sirve de ejemplo para la pareja blanca por formarse. Ellas ocupan un lugar
secundario pero son las que sostienen a sus hombres. La novia de Cruise,
Renee Zellweger, es viuda y tiene un hijo pequeño. Y a todo el mundo le
gustan los chicos y también esas familias encantadoras que incluyen a gente
como la hermana de Renee, que la cuida para que su amor incondicional por
Cruise no la desengañe pero es una romántica incurable en el fondo.
Tal vez todo esto resulte un poco empalagoso en los papeles, pero Crowe
también es muy astuto como director. Por algo es uno de los tipos de moda en
Hollywood, joven, eficiente y moderno y con dos cualidades específicas que
lo ubican como tal: la agilidad y la energía, que casualmente se corresponden
con las cualidades del atleta Gooding y el negociante Cruise. La película
empieza describiendo el ambiente con velocidad clipera, con planos cortos y
cercanos e instala un ritmo frenético hasta el final. Un recurso contribuye a
darles movimiento a todas las escenas: los diálogos ocurren casi siempre en
presencia de terceros, una oportunidad excelente para crear chistes
(recordemos el orgasmo fingido de Meg Ryan en Cuando Harry conoció a
Sally, la película que sienta el paradigma para la comedia romántica actual).
Los actores contribuyen con su encanto y con la intensidad casi maníaca que
corresponde tan bien con el ritmo de la actualidad, ya sea para vender
acciones o hacer películas. Hay una profunda sintonía entre el mundo de los
protagonistas y el de la propia película. Estamos en el reino de la alta
performance. En ese sentido, no hay un actor más contemporáneo que Tom
Cruise, un atleta de la pantalla que aquí está en su salsa y se potencia con
Gooding y con Zellweger en su camino, que consiste en demostrar que es un
tigre de los negocios sin olvidar que es un tipo sencillo. Y a todo el mundo le
gustan los tipos sencillos (y que la gente triunfe en los negocios).
Hay otro personaje en Jerry Maguire, que es el viejo que le enseñó el oficio
a Cruise y que aparece en flashbacks como el maestro de Kung Fu. Este
hombre es el que establece el tono de la película con sus peroratas optimistas
que culminan con la frase: “de nada vale la inteligencia si no se actúa con el
corazón”. El opulento mundo del deporte norteamericano (muy bien
representado por el cameo del meloso entrevistador Roy Firestone de ESPN)
funciona en base a la creencia de que es el corazón de los jugadores lo que
más importa. Hollywood funciona en base a una creencia semejante y Crowe
nos hace creer aquí que la profesión de agente (con su olor a comercio de
carne humana) se puede practicar con el corazón en la mano (a todo el mundo
le gusta que el trabajo sea una expresión de lo mejor que tenemos). Lo
paradójico es que para que el truco funcione, todos deben emplearse a fondo
(hasta el punto de creer en lo que hacen) para ocultar toda traza de cinismo y
perpetuar así el cinismo del mundo. Hacer películas, podrían decir Crowe o
Cruise, es entregarse lo suficiente. Eso es el sistema.
Publicado en El Amante N°60 – febrero 1997
251. Garras (donde comienza la leyenda)

Garras (donde comienza la leyenda)


(The Ghost and the Darkness), Stephen Hopkins, 1996.
Aventura de ingenieros y cazadores en el África de fines del siglo XIX, no
hay nada en Garras que haga suponer que está basada en hechos verídicos
corno dicen. Tampoco tiene importancia. Lo que en realidad sorprende de la
película es su sobriedad narrativa y su elegancia. También es raro que
nombres importantes como el del actor–productor Michael Douglas, el
fotógrafo Vilmos Zsigmond y el guionista William Goldman estén asociados
con este producto que no es barato pero tampoco busca la excitación a
cualquier precio, como sería de esperar en un film de Hollywood de este
presupuesto. Por último, lo más extraño es el tono, cordial y casi distraído
que hace que importen más las charlas que la pareja de leones asesinos. Sin
embargo, los diálogos y las peripecias son convencionales y las
conversaciones tienen un aspecto curioso: son los personajes los que se ríen
(y no el público) porque son gente de muy buen humor aunque los leones se
coman a alguien a cada rato. Todo recuerda a las aventuras de Sandokán en
las que Yáñez es el protagonista (el Tigre de la Malasia era en cambio muy
solemne). Hay una conversación frente al fuego que parece citar la charla en
el barco de Tiburón, pero allí mismo se marca la diferencia con la película de
Spielberg porque el mal en Garras es irrelevante y no es malo que lo sea.
Tampoco es muy bueno, porque en definitiva nada en el film tiene densidad
alguna. Pero sobre el final, la película se justifica en un segmento inesperado.
Después de que Douglas y Kilmer han matado a uno de los dos leones
asesinos, Douglas anuncia que el otro, que ruge a la distancia, tiene miedo
como les ocurría a los hermanos belicosos que conoció en su pueblo cuando
no estaban juntos. Entonces Kilmer sueña que viene a visitarlo su esposa y
que el león sobreviviente la mata en venganza, usando el tema de las dos
parejas como motivo. Pero Kilmer se despierta y ve que el león en realidad se
ha llevado a Douglas (de paso, se elide esta batalla entre la fiera y el cazador,
una escena potencialmente truculenta que otra película no hubiera dejado de
mostrar). Entonces comprendemos que los leones son hermanos, tal vez
relacionados con los que Douglas enfrentó en su infancia. La película, al
mismo tiempo que nos engaña, deja entrar una dimensión fantástica que
justifica el comportamiento humano de las bestias. Este momento de
imaginación es lo mejor de Garras.
Publicado en El Amante N°60 – febrero 1997
252. Ensalada catalana

¿Por qué en una ciudad de 100.000 habitantes de Cataluña se realiza


anualmente un festival de cine latinoamericano? La leyenda oficial dice que
hace unos años al crítico Juan Ferrer y al dibujante Paco Ermengol se les
ocurrió la idea mientras tomaban unas cervezas. Es probable que las cervezas
hayan sido muchas, pero lo cierto es que Ferrer (casado con Claudia,
argentina) tiene vocación por exhibir films y Ermengol (que nació y vivió en
el mismo país) por la política. Con el tiempo, Ferrer se convertiría en el
director de la Mostra de Cinema Llatinoamericá y Ermengol en President del
Centre Llatinoamericá de Lleida, mientras que la idea cervecera sería
apoyada por el ayuntamiento de la ciudad, por La Caixa, el gran banco
catalán; por Federico Luppi –al que se le adjudicó el título de “President
d’Honor”– y, como si esto fuera poco, por un público joven que fue
aumentando aceleradamente desde la primera muestra del 95 a esta tercera, a
punto de llenar muchas veces la sala en la que se exhibieron más de 50
largometrajes, agrupados en una selección oficial con 19 de las películas más
importantes de la producción reciente de la región, una retrospectiva de siete
films de Tomás Gutiérrez Alea, otra de cinco films del mexicano Emilio “el
Indio” Fernández y una tercera de 26 films relacionados con Gabriel García
Márquez, más una sección dedicada al cine de animación, compuesta por
varios trabajos del cubano Juan Padrón más el film argentino S.O.S. Gulubú.
Es decir, una programación sólida, variada, atractiva, complementada por una
organización de eficiencia ejemplar dirigida por el sorprendente Ferrer y el
incansable Germán Caufapé, basada en unos pocos funcionarios y otros
pocos voluntarios: no hubo cancelaciones de films, ni problemas de
proyección, ni disgusto alguno de los invitados. Habría que agregar que de
manifestar alguno de los invitados una molestia, hubiera merecido ser
ejecutado en la plaza pública: el festival de Lérida está pensado para
deslumbrar a los invitados con la hospitalidad.
Ese debe ser el verdadero sentido de la muestra: humillar a los que vienen de
otros lugares a fuerza de atenciones, aniquilarlos con la deferencia. Versiones
malintencionadas afirman que todo esto se debe a que los leridanos tienen un
complejo. La escritora Rosa Regás, por ejemplo, sostiene que a la muerte de
Franco, Lérida era la ciudad más fea de España. La mujer del Payo, famoso
ciclista de visita en el festival, agrega que lo sigue siendo. Tonterías. La parte
verdaderamente fea de Lérida es la que se construyó en los últimos años fuera
de la zona antigua: zona de edificios de departamentos, próspera pero sin
carácter, parecidísima (y hasta un poco mejor) a tantos otros suburbios de
clase media en España y el resto de Europa. De todos modos, se afirma que la
ciudad ha progresado bajo la gestión del alcalde socialista Antoni Siurana,
con el que me ocurrió un hecho curioso. Como integrante del comité de
honor de la muestra, llegó el día de la inauguración. Era uno de los tantos
personajes de traje que me presentaron sin decirme su cargo. Le pregunté:
“Usted es el alcalde, ¿verdad?” El dijo: “Sí. ¿Por qué?” Y yo: “Porque parece
el alcalde”. Un rato más tarde los encargados del bar del cine, los argentinos
Francisco Medina y Daniel Ciarrocchi me contaron que el alcalde era un
político de barricada, con fuerza en los barrios. Y entonces recordé que
conocía a un personaje semejante, nuestro amigo el Enri, ex intendente de La
Falda, ciudad que fuera motivo de la primera de las crónicas de viaje de
Flavia. ¿Habrá un tipo humano del alcalde popular, que atraviesa las
diferencias físicas?
Hasta aquí esta nota puede dar la impresión de que casas más, casas menos,
todos los lugares se parecen en el fondo y que las pequeñas diferencias, como
decía Travolta en Pulp Fiction, son las que hacen a la gloria de los viajes. Tal
vez sea así en realidad, y tal vez dé la impresión de que nosotros así lo
pensamos, pero no. Lérida Lleida queda en Cataluña Catalunya. En esa
distancia que parece corta del castellano al catalán se abre un abismo:
Catalunya es un lugar encantado. Las dos culturas se superponen, se
confunden de manera imperceptible. Los catalanistas pueden dar testimonio
de las diferencias de historia o identidad y afirmarlas como lo hacen. La
política oficial de la comunidad de Catalunya, desde el fin del franquismo en
manos del partido de centroderecha Convergencia i Unió liderado por Jordi
Pujol ha impuesto la defensa del idioma catalán. En las escuelas se enseña el
catalán y el español tiene el estatuto de lengua extranjera, como el inglés.
Todos los carteles están en catalán sin traducción, los nombres propios se
catalanizan, las obras artísticas en catalán se subsidian, aunque la mayoría de
los grandes escritores catalanes escribieron y escriben en castellano. Pero los
diarios se imprimen en castellano y la gente es bilingüe (con excepción de las
aldeas de montaña) y aun castellanoparlante. Viendo un infame programa de
televisión, un debate tumultuoso sobre el derecho de las parejas del mismo
sexo al matrimonio, observé que muchos de los integrantes de la tribuna
empezaban a hablar en catalán pero pasaban al español cuando se acaloraban.
Algunos pedían previamente disculpas por el cambio. Y casi todo se entendía
después de un rato. Cuando uno proviene de un país en el que el
nacionalismo es un sinónimo de obtusidad mental, suele tener una previsión
instintiva contra las patrias chicas o grandes. Pero lo de Catalunya parece
diferente. Alguna vez estuve en el Norte de Gales (y no estoy hablando de
Irlanda ni del País Vasco), donde los nativos odian a los ingleses. Pero esto es
otra cosa. Más bien, la hostilidad de muchos españoles hacia los catalanes es
mayor que la de los catalanes hacia los españoles. Despectivamente se los
llama “polacos” y a pesar de que el partido de Pujol es el que ha decidido las
mayorías parlamentarias desde la democracia, su actual socio Felipe Aznar es
conocido por un odio a los catalanes que hoy trata de atemperar. También
existe la costumbre de pretender que se ignora la existencia de los catalanes.
Lola Millás, funcionaria del Ministerio de Asuntos Exteriores, acostumbra
defender el cine de Iberoamérica diciendo que su poder se basa en la lengua.
Decir esta tontería en Catalunya es tan ofensivo como decirla en Brasil.
Nunca me encontré con Lola en Brasil, pero en Catalunya lo dice sin ponerse
colorada. Es curioso, pero los catalanes les molestan incluso a algunos
latinoamericanos, que también sueltan esos discursos totalizadores
haciéndose cómplices de la España de la conquista. Los catalanes, en cambio,
no se enojan porque se les habla en castellano en la calle y manejan el asunto
del bilingüismo extraoficial con cordial naturalidad. Una excepción a esta
regla la constituyeron ciertos actos oficiales en los que los discursos se
hicieron en catalán sin traducción a pesar de los invitados, que en algún caso
eran mayoría, que no lo hablaban. Es que la política oficial introduce
complicaciones para la cortesía y la novedad de un estado catalán desubica y
crea problemas protocolares de difícil solución. A esta altura debo confesar
que me obsesioné con la cuestión catalana durante todo el viaje. Así que
permítanme que siga hablando de ella. Durante los interminables almuerzos
en Lleida (ya les contará Flavia) el crítico Ignasi Juliachs me explicó la
historia del reino de Catalunya, Rosa Regás la política y la cultura catalana
letrada, Félix Merino la política y la cultura de la calle y Juan Ferrer su
sofisticada calidad de contrera de casi todo. La fascinante visita que Félix
planeó para nosotros en Barcelona empezó en el Parlamento catalán, con una
charla con el joven secretario del bloque de Esquerra Republicana (¿o se
escribirá Republicà?), partido de izquierda democrática e independentista.
Este nos explicó la historia de la opresión de Catalunya por parte del
centralismo madrileño, nos hizo conscientes de que en el pasado los catalanes
solo tuvieron derecho a sus instituciones y a su lengua durante los cortos
períodos republicanos y nos convenció de que el independentismo como lo
entendía su partido era una idea noble, para nada chauvinista y hasta
necesaria. Todo iba muy bien hasta que dijo con orgullo lo siguiente: “Los
catalanes somos más europeos que los españoles”. “¿En qué sentido?”,
preguntamos nosotros. “Porque en Madrid salen de marcha todas las noches
pero aquí la noche se termina temprano porque tenemos que ir a trabajar.” La
visión de un partido que sostiene las peores ideas de Juan B. Justo y Eduardo
Duhalde nos hizo salir huyendo hacia las otras maravillas de Barcelona. Pero
tratando de hacer un balance, digamos que lo catalán tiene un enorme
encanto. Dos lenguas son más que una, la pertenencia a dos culturas los hace
más universales que los madrileños y cierto orgullo por el cosmopolitismo es
legítimo. Hay una naturalidad del catalán como lengua madre y una
coquetería del catalán como lengua alternativa y ambas son estimulantes para
el oído viajero.
Mencioné que había un centro latinoamericano en Lleida y esto me da pie
para hablar de un fenómeno paralelo al de los catalanes pero más exótico, que
es el de los argentinos en Lleida. Allí viven unos 400 latinoamericanos de
distintas nacionalidades y algunos colaboran con el festival. Se trata de
argentinos en su gran mayoría. El único visible de otro país (además de un
uruguayo que cortaba las entradas y terminó revelándose como músico en la
fiesta de clausura) resultó el médico peruano Raúl Rodríguez, acompañado a
veces por su pintoresco colega y compatriota de Barcelona, Dante Torres, el
hombre que cuenta los peores chistes del mundo (dicen que su hermosa mujer
usa tapones en los oídos para no escucharlos otra vez), uno de los personajes
más entusiastas y alegres que me haya cruzado en mi vida. Pero volvamos a
los locales. Son todos del interior y nos miraban un poco raro por ser
porteños. No voy a decir que me sentí discriminado pero no puedo entender
por qué hay gente que no se da cuenta de que los nacidos en Buenos Aires
somos simpáticos, humildes y generosos. Pero lo más interesante de este
grupo, en general compuesto por gente a la que le iba bastante bien en
España, era su uso del castellano. Cuando alguien pierde el habla argentina lo
hace en tres etapas. La primera es el uso de otras palabras. La segunda, el
cambio del acento. La tercera, la aceptación de giros lingüísticos como
“vosotros tenéis prisa”. Esta etapa es terminal en la adopción de otra cultura
que implica casi otra personalidad. Los argentinos de Lérida hablan al oído
nuestro como españoles y es posible que piensen como españoles, sea lo que
fuere lo que esto significa. Pero lo cierto es que recibir un fax redactado en
castellano peninsular por una argentina, Mariángeles o tal vez María de los
Ángeles (que en Lleida se llama Maria Angels Pujadas i Badell), provoca un
enorme desconcierto cuando uno descubre que esa mujer oculta una tonada
cordobesa. Hay excepciones: Paco Ermengol (que en catalán oficial se llama
Ermengol Tolsá i Badia) está en la tercera etapa sin haber pasado por la
segunda, pero en general lucen como modélicos e integrados ciudadanos
catalanes y paradigmáticos hablantes en castellano español, al menos para
nosotros. Para ellos el sentido del festival parece menos una manifestación de
nostalgia por su cultura nativa que una demostración para la comunidad
leridana de su posición. Muchas veces me he preguntado qué clase de
extranjero sería yo si me hubiera tocado vivir en otra parte. Pero había otros
estilos. Los del bar, uno tucumano y el otro de Cañada de Gómez, exiliados
por la falta de trabajo en sus pueblos, eran filosos de cierta manera que se me
antoja argentina. Especialmente el cañadense Daniel. La última noche me
olvidé de saludarlos y me encontré con el de Cañada más tarde. Le pedí
disculpas y el tipo, con una maldad criolla que me emocionó en medio de
tantas frases de cortesía, me dijo con sorna magistral: “Me parece bien que si
tenés algo que te oprime, te liberes diciéndolo”. Pero el extremo de
resistencia cultural (además de la gastronómica encabezada por Claudia)
estaba representado en Lleida por el periodista Oscar Peyrou, residente
madrileño y jefe de cultura de la agencia EFE, que cultiva obstinadamente un
acento que según él es “del Botánico”, único territorio que reconoce como
propio. Los que lo conocían de antes afirmaban que el parco y casi
despectivo Peyrou estaba en su momento más abierto y comunicativo.
Efectivamente, parece porteño. En Madrid me regaló unos libros suyos. Uno
de ellos, El camino de la aventura, escrito en 1968 pero publicado veinte años
más tarde, dice en la nota preliminar: “Dificultaron la edición de este libro el
miedo al éxito, la pereza, el pudor y el prestigio del fracaso”. Lo cual prueba
que Peyrou es porteño como Borges. Leyendo los libros se comprueba que
además es un escritor. Sus breves relatos componen la autobiografía de un
observador obsesionado por el sentido de los hechos menores y por las
cualidades de la luz. El tipo escribe desde una profundidad pasmosa.
Hablando de libros, el festival editó uno, a cargo del marido de Lola Millás,
Manolo Valcárcel; de su yerno, el periodista argentino Julio Calistro, y de un
tercer compilador llamado Raúl Salata, que no sé si está emparentado. Se
llama Por qué hacemos cine y reúne textos de unas tres a cinco páginas de
directores hispanoparlantes. No hay un prefacio que revele algún criterio de
selección ni que analice los textos. No hay una mínima biografía o
filmografía de los directores participantes. Este libro perezoso tiene, como
todos los de su género, los problemas de lo heterogéneo y, además, el tema se
presta a la impostación y al narcisismo. Busqué entre los textos uno que fuera
al mismo tiempo profundo, sincero, inteligente y novedoso y no lo encontré.
Me encontré, sí, con varios textos que enumeran películas influyentes que
podrían conformar juntos esas listas de las diez mil mejores películas. Entre
todos preferí los de Ripstein y Marcos Loayza que no valen porque son
amigos y el de Mariano Barroso, que fuera publicado en El País y empieza
brillantemente. En el banquete que siguió a la presentación del libro, Manolo
vociferaba a la hora de los brindis: “Al que no le gusta el libro, que se joda”.
Habré de joderme.
Por las razones que les explicará Flavia, vimos pocos films. De los que no
habíamos visto en la selección oficial nos perdimos Entre Marx y una mujer
desnuda del ecuatoriano Camilo Luzuriaga, llona llega con la lluvia de Sergio
Cabrera, El anzuelo del mexicano Ernesto Rimoch y Quiéreme y verás del
cubano Daniel Díaz Torres. Nuevo para nosotros fue ver Tieta de Agreste, de
Carlos Diegues. Preferiría no haberlo hecho. Adaptación de la novela de
Jorge Amado que se rebaja a presentar la historia en el film, se trata de un
folletín filmado como un comercial malo de la Secretaría de Turismo de
Brasil. Al ubicarse en la época actual, la novela pierde sus cualidades
descriptivas, su ambiente, hasta hacerse ridícula y dejar demasiado expuesta
su demagogia facilista. Tieta… es un ejemplo del cine brasileño de los
dinosaurios que atrasa cada día más. Cabeza de vaca, del mexicano Nicolás
Echevarría, cuenta la singular historia de Alvar Núñez. Empieza bien, con la
odisea del funcionario español capturado que se inicia en la brujería indígena
y termina mal, diluyendo el misterio y la sugestión inicial en alegoría y
discurso. Sin remitente, del mexicano Carlos Carrera, no merece, a mi juicio,
las recomendaciones que Ripstein nos hiciera en Mar del Plata. Carrera
parece sí un discípulo de Ripstein en la sordidez de la historia y el cuidado en
la realización. Pero su manera de contar tiene más de narcisismo estético que
de precisión y lo que narra no tiene vuelo ni profundidad. Carrera exagera lo
obvio y parece más interesado en mostrarse romo director que en hacer una
película. El festival exhibía también La mujer del puerto y Profundo carmesí,
ambas de Ripsteín, una excelente oportunidad para establecer las diferencias.
El bulto de Gabriel Retes tiene media hora inicial prometedora. Es la historia
de un periodista de izquierda que queda inconsciente por un golpe de los
parapoliciales y despierta después de veinte años. El propio Retes hace muy
bien el personaje y trabaja toda su familia. Pero después de un rato, la
película se muere y se transforma en una telenovela donde cada escena parece
provenir del ánimo del realizador en ese momento. Pero la inconsistencia no
es lo peor del bulto, sino la confesión de oportunismo del director que todo lo
acepta por boca del personaje, entre vivas a México y profesiones de
optimismo familiar. No debe haber una película que retrate el pasaje del
izquierdismo sentimentaloide a la admiración por el establishment como esta,
lo que acaso sea un mérito. Y hablando de Retes, he coincidido con él y su
mujer Lourdes Elizarrarás en cuatro festivales en menos de un año (Flavia en
tres) y he disentido con sus películas en todos ellos. Así que cuando nos
encontramos coincidimos en que esta vez nos agarrábamos a cuchilladas o
nos hacíamos amigos. No ocurrió ni lo uno ni lo otro. Curiosamente, los
amigos de los Retes no se hacen amigos nuestros y viceversa. Lo cual
muestra que las diferencias estéticas y las humanas guardan un cierto
paralelo. Esto habla bien del cine en general.
En este contexto, y dado el rechazo que producen los argumentos de los
Ripstein entre un sector de la platea, no es extraño que Caballos salvajes, Sol
de otoño y Eva Perón encabezaran las preferencias del público, aunque esta
vez Despabílate amor no tuvo demasiado éxito. Aquí hay un comentario que
hacer: cuando yo les decía a los críticos españoles que me gustaba El día de
la bestia, me miraban como a un marciano y algo parecido nos ocurre cuando
nos hablan bien de Caballos salvajes. Pasa algo con las películas que
representan a lo más actual del cine industrial en los respectivos países. Más
allá de que suelen gustarle al público general casi de la misma manera,
plantean otra cuestión. Tienen un nivel técnico (fotográfico, actoral,
narrativo) que provoca reconocimiento en los habitantes del otro país e
historias que entretienen y revelan algo de la nación correspondiente. Pero los
nativos perciben más rápidamente las imprecisiones, las falsedades, la
demagogia. No es tanto que los críticos sean demasiado duros con los
productos nacionales, sino que el cine industrial está hecho para complacer a
un espectador poco exigente y para simular una cultura local que siempre
suena falsa, atrasada y deudora de la moda en la medida en que se la conoce
un poco, pero novedosa para el que está afuera. Fue simplemente una
hipótesis sobre un hecho que veo repetirse.
La película más interesante que descubrí en el festival fue Yo soy del son a
la salsa, documental del cubano Rigoberto López sobre la música caribeña de
un siglo a esta parte. El film peca por exceso: de intérpretes, de discursos a
cargo de musicólogos, del uso de un presentador poco agradable y de la voz
en off. Intenta abarcar toda la historia y la actualidad, ser didáctica y
transmitir la emoción de la música. Todo no se puede y unos objetivos
conspiran contra los otros. Pero la película impresiona por varias razones. En
primer lugar por la fuerza y la riqueza de una tradición musical que
trasciende fronteras y regímenes políticos. Una tradición que no ha perdido
nada de su vitalidad y de su capacidad de evolución. El film es un choque con
algo auténtico, poderoso (es interesante compararla con Al corazón,
compendio muerto de letra muerta). En segundo lugar, porque ver en el
mismo film a cubanos residentes en Miami o La Habana es una novedad que
revela ciertas coordenadas políticas de hoy y que ratifica además el valor de
la música popular como vínculo. Pero más importante es descubrir que detrás
de esta historia que incluye el son y el mambo, se toca con el jazz y llega a la
salsa rap, que presenta a la autorizada Celia Cruz diciendo que esta música es
cubana y que la palabra “salsa” es un invento comercial, y que termina en un
impresionante número a cargo de los Van Van en La Habana de hoy, subyace
un texto más profundo. Un texto que indica que esta es la historia de la
cultura negra en Cuba y de la particular aristocracia popular de los músicos
que han cultivado su arte casi en secreto. En particular, llama la atención que
una revolución que intentó exportarlo todo haya sido tan insensible con un
producto que merece un orgullo nacional legítimo y que mantuvo durante
años en la trastienda. Los documentales pueden ser prolijos pero no mostrar
nada. Este no lo es, pero lo que revela es extraordinario. Esto es cultura
latinoamericana.
Como se podrá comprobar, la muestra de Lleida nos dio motivo para muchas
cosas, hasta para ir al cine. Pero sobre todo, nos permitió sentirnos tratados
como reyes, una sensación que conviene experimentar de vez en cuando
aunque uno no se la merezca. No intenta ser esta una declaración emotiva,
sino racional. El mundo del cine es un mundo particularmente basado en la
fama y en la apariencia, cargado de dobleces y de hipocresía, de desdenes
vergonzosos y de absurdas reverencias. Un festival democrático, organizado
con sensibilidad e inteligencia, con humanidad y profesionalismo, tiene
posibilidades insospechadas. Los discursos automáticos en este tipo de
encuentros suelen hacer hincapié en la comunidad de culturas, la hermandad
a través del Atlántico y otras generalidades por el estilo. Creo que están
equivocados. Las películas podrían ser turcas o japonesas y el festival
igualmente cálido. Los participantes podrían ser todos del mismo pueblo y el
festival ser insoportable. El cine no tiene fronteras y las nacionalidades son
un accidente. Lo que se necesita es justamente comprenderlo y que ese sea un
motivo de alegría y de interés. La hospitalidad, entendida como la
confirmación de que no hay distancias nacionales ni jerarquías entre las
personas, es un rasgo de sofisticación cultural inapreciable. El cine
latinoamericano necesita de espacios que sean solidarios porque se trata de
cine y no porque sea latinoamericano: esa es la vía a la adultez. Todos
necesitamos espacios en los que se respire la libertad de estar en casa sin los
inconvenientes de estarlo. En Lleida van por buen camino.
Publicado en El Amante N°60 – febrero 1997
253. Hombres del hierro

Fantasmas en la Patagonia, Claudio Remedi, 1996.


A esta altura, todos los que hacen documentales saben que no es suficiente
protestar contra el cierre del yacimiento de hierro Hipasam y el vaciamiento
humano de Sierra Grande para que una película sobre el tema se justifique.
Todos saben también que la voz en off y el reportaje directo se confunden
demasiado con los noticieros de televisión como para huirle a esos recursos a
la hora de hacer cine. Claudio Remedi y su equipo lo saben también y
Fantasmas en la Patagonia intenta agregar a los discursos el registro de la
soledad de la gente y el abandono de los edificios. Transmitir las huellas de la
devastación y la supervivencia de lo humano por medio de imágenes y
sonidos impresos en celuloide. Sin embargo, creo que los realizadores
confundieron la necesidad de utilizar las técnicas del cine con la tentación de
exhibirlas. Y eso explica, tal vez, la inclusión de planos secuencia que se
pretenden virtuosos y que hayan obligado a los protagonistas a actuar su vida
cotidiana para que la cámara pudiera tomar diálogos con contraplanos y
ángulos complicados. Si esos protagonistas hubieran sido actores naturales, o
si hubieran ensayado lo suficiente, la película tendría el mérito de la
participación. Alejaría el fantasma de que los personajes fueron utilizados en
nombre de la técnica cinematográfica para llegar incluso a ponerse en
ridículo contra su voluntad. La película no hace su trabajo, no tiene la
paciencia o la habilidad de esperar que los momentos de verdad se produzcan
y los sustituye casi siempre por escenas rutinarias, carentes de toda
espontaneidad, que terminan subrayando el contraste entre los adornos
exhibicionistas de los que hacen el film y las limitaciones expresivas de los
que son su objeto. Curiosamente, este inadvertido abuso de poder se asemeja
al propio cierre de la mina por un frío decreto del Poder Ejecutivo basado en
razones técnicas de la economía. El film no produce una sola razón que
objete ese procedimiento, porque al igual que los funcionarios que lo
decidieron, atiende solo a sus propias necesidades. Como los discursos
oficiales, la película declara simpatizar con los habitantes de Sierra Grande
pero no hace nada por ellos. No es que un cineasta deba devolverles el trabajo
a los que lo perdieron, pero tampoco debería contribuir a su humillación.
Ignorarlo hace que la falta de interés y de relieve de la mayor parte del film
termine recayendo en los propios lugareños de la misma manera en que su
desocupación suele ser atribuida a sus propias faltas por los más insensibles.
Los personajes de la película no tienen por qué ser elocuentes, ni lúcidos ni
actores de cine, pero el modo de filmar de Remedi los coloca frente al film en
la misma cruel intemperie que el cierre de Hipasam frente al futuro.
Publicado en El Amante N°61 – marzo 1997

254. Dossier La guerra de las galaxias. 9 hipótesis a corroborar

Hipótesis 2. Lucas ignora las convenciones narrativas hollywoodenses y


construye un cine con elementos de insólita modernidad.
Los personajes junguianos de La guerra de las galaxias no tienen el volumen
del mainstream americano. Pero es mejor que sean las figuras planas de una
baraja arquetípica que muñecos rellenos de falsa psicología. El héroe Luke
Skywalker y sus amigos no requieren ser construidos por el guion. Un par de
planos bastan para definirlos. Por otra parte, a Lucas no le interesan los
climas, los crescendos dramáticos, los dilemas morales: sus criaturas actúan
por impulsos elementales. Esto le permite concentrarse en la acción pura y
evitar en cada escena la presentación y el desenlace sin que nada se pierda: ni
los conflictos, ni las motivaciones ni las pulsiones eróticas. La saga, que nos
introduce en un mundo inhabitual, se presenta con un par de frases. En el
primer capítulo son especialmente notables las transiciones bruscas y las
elipsis violentas. Se cambia de locación sin aviso y se evitan las
explicaciones. Los diálogos pueden ser sustituidos por ruidos, como lo
prueba el personaje de R2–D2, o por comentarios irrelevantes, como los que
hace C3PO, que tiene más parlamentos que los tres caracteres principales.
Todos estos signos pueden entenderse como rasgos de un cine primitivo
dirigido a mentes infantilizadas. Tal vez sea así, pero en todo caso, La guerra
de las galaxias con su estructura modular y su desconsideración hacia un
mundo de convenciones estéticas desmiente la naturalidad del modelo de
Hollywood: si de algo no puede acusarse a la trilogía es de querer imitar la
vida como la imitan las películas. Por el contrario, la adhesión del público
demuestra que la parafernalia de trucos destinados a producir emociones
dudosas de la cinematografía americana es innecesaria y retórica. A su
manera, Lucas es moderno: su cine no es una forma filmada del teatro y no
crea la menor redundancia entre las imágenes y las palabras. Y sin embargo,
las emociones que logra de la audiencia tienen una rara perdurabilidad. La
guerra de las galaxias toma motivos y fragmentos de toda la narrativa anterior
a ella sin ser deudora de ninguno en particular. Pero no los copia, sino que al
condensarlos, los usa como elementos materiales: el trío de protagonistas
puede parecerse al rey Arturo, Lancelot y Genoveva, pero también a los
personajes de Casablanca o de Lo que el viento se llevó; el par de robots
puede venir de Don Quijote y Sancho Panza, el plano que proyecta la figura
de Skywalker hacia el futuro puede estar inspirado en El joven Lincoln... No
se trata de citas, sino que Lucas parece aspirar a recuperar mediante esta
operación combinatoria el impacto gestáltico de cada uno de sus átomos y a
impedir, al mismo tiempo, toda interpretación en términos de mensaje o
alegoría. En la densa sopa narrativa de La guerra de las galaxias los sabores
se mezclan, a diferencia del tenue caldo hollywoodense en el que cada fideo
admite un discurso. Este procedimiento va en una dirección distinta a la
búsqueda permanente de verosimilitud, acaso la mayor tara del cine de
ficción como lo conocemos.
Hipótesis 9. La carrera de Lucas es una victoria pírrica. Si, a su modo,
consiguió derrotar al sistema, se convirtió en su mejor ejemplo y refuerzo.
Desde sus primeras incursiones en el cine, Lucas se planteó obtener una
independencia creativa que Hollywood no estaba dispuesto a darle. Luchó
para ello con una habilidad y una tenacidad que quien fuera su mentor,
Francis Ford Coppola, no tuvo. Mientras Coppola cayó en la bancarrota y en
la humillación con su proyecto Zoetrope, Lucas logró hacerse
multimillonario, realizar el cine que siempre quiso y hasta imponerles
condiciones inéditas a los estudios. Pero el detalle es que Lucas se pensó a sí
mismo como un marginal que haría películas independientes y de bajo
presupuesto. Terminó no solo al mando de megapelículas, sino
convirtiéndose en el pionero del merchandising y el modelo sobre el que el
cine americano afirmó sus producciones más caras, que con el tiempo se
transformaron en el mayor enemigo de los cineastas personales. Lucas
contribuyó a que el negocio del cine se aproximara a un mecanismo en el que
las películas en sí tienen una importancia relativa. No hay duda de que Lucas
tuvo razón en casi todo. Desde la manera en la que negoció los contratos
hasta su cuestionamiento de la dramaturgia de la época y la diversificación de
sus actividades, que lo llevaron a perfeccionar los rubros técnicos del cine.
Hizo el cine del futuro, pero ese futuro se ha hecho presente, y su creatividad
ingenieril no nos satisface. Los bodrios americanos tienen el sonido y los
efectos de las empresas de Lucas, y también la ambición de ganar lo que
ganaron las películas de Lucas en detrimento de todo lo que sea modesto o no
tenga al universo como público potencial. Lucas se convirtió en otra de las
tantas leyendas americanas sobre los que se inventaron a sí mismos y
triunfaron. En una prueba más de que desobedecer las reglas puede dar
excelentes resultados. Pero también, de que las leyendas americanas terminan
siendo sobre todo una cosa: innovadoras en el mundo de la empresa. En el
imaginario colectivo, Lucas está hoy más cerca de Bill Gates que de los
hermanos Lumiere. Es posible que Lucas se haga más rico aun. Es difícil que
se haga más sabio y más aun que pueda sorprender de nuevo.
Publicado en El Amante N°61 – marzo 1997
255. Dossier: la crítica en cuestión.

El porvenir de una desilusión

Del mismo modo en que los autotitulados “cineastas independientes


americanos”, cuya promoción asegura Hollywood por medio del Festival de
Sundance, son en general cineastas que han perdido la independencia, la
“crítica de cine” dirigida al gran público no es más que publicidad
redactada; los verdaderos independientes y los críticos deben trabajar al
margen. En más de un sentido, el tráfico se repliega en la clandestinidad.
Jonathan Rosenbaum
La cinefilia ya no tiene lugar en un mundo de películas hiperindustriales... Si
la cinefilia está muerta, entonces el cine está muerto también... no importa
cuántas películas se hagan aunque algunas sean muy buenas. Si el cine
puede ser resucitado es solo mediante el nacimiento de un nuevo tipo de
cine–amor.
Susan Sontag
Por qué empezar hablando de la cinefilia si uno quiere hablar de la crítica.
Muy simple: en principio, los cinéfilos son los clientes de los críticos. Ambas
categorías, tan dudosas, tan signadas por las evidencias de su desaparición,
solían necesitarse. Porque un cinéfilo no es un señor que ama el cine a secas
sino alguien que lo ama como revelación y como molde de la experiencia. Y
un crítico no es un señor que habla de cine, sino alguien que intenta participar
de un mundo a partir de la reflexión. Esa reflexión no interesa al público. Es
más, se opone a la misma idea de público como el conjunto de los que pagan
una entrada de cine. La crítica no le adjudica a esa gente derecho alguno. Ni
el derecho al gusto ni el derecho a mantener una opinión. El público es el que
no sabe y la prueba de su ignorancia es que rechaza al crítico. Otro tanto
ocurre con el cinéfilo, que no escribe pero se sienta en el cine sabiendo que
su pasión lo eleva sobre la categoría de simple espectador. Intolerante,
antidemocrática, parasitaria, la conjunción crítica/cinefilia es parte del
pasado. Lo que queda es el periodismo y la esperanza.
El periodismo es despreciable. Porque su misión es entretener al público. Y
su función es aturdirlo. Atiborrarlo de información inútil, de opiniones
mediocres bajo la fórmula de la repetición de lo que ya se ha dicho, de la
transmisión de slogans publicitarios, del culto a la novedad fabricada, de la
transformación de los hechos en noticias. Bajo el pretexto de darle a la gente
lo que quiere, sin lastimarla nunca, sin desmentirla, el periodismo educa en la
sumisión y el aburrimiento. La crítica es arbitraria y elitista, a veces
ignorante, casi siempre soberbia. Pero no es autoritaria como el periodismo.
Porque la crítica no es una institución sino a lo sumo un conjunto de
exabruptos individuales. Y sí lo es el periodismo. El periodismo tiene jefes y
normas, tiene un lenguaje. El respeto por esas normas se enseña en las
universidades y en las redacciones. Cumple lo que se llama una función
social que no es otra que crear la ficción de que existe un orden en el mundo,
como solían hacerlo la religión y el ejército. La crítica no se enseña, no se
edita, no se mide, no sabe cómo hablar: debe descubrirse a sí misma. Cuando
un crítico se pronuncia a favor o en contra de una película y enfrenta el
consenso o la tradición, se expone como nunca se puede exponer un
periodista, para quien decir lo contrario de lo que es unánime es el mayor de
los pecados. Autoritario es aquel que tiene la fuerza para respaldar su
estupidez y el crítico puede ser estúpido pero no tiene otra fuerza que la de su
prosa. El crítico es un perdedor nato. Frente al aparato industrial y
publicitario del cine, frente al realizador que tiene una obra para pararse sobre
ella, frente al sentido común del gusto, frente a los editores de periódicos
cuya voluntad es encarnar ese gusto y alimentarlo con lo que no ofende. Y la
crítica ofende por naturaleza. Ese señor o señora que fue al cine y se deleitó
con la película que hay que ver, lo último que quiere es que le digan que es
una bazofia. Ese señor o señora que salió del cine irritado, aburrido,
indiferente, no necesita que le digan que eso que vio sin entender ni apreciar
es una obra maestra. Malditos los críticos, dirá ese señor o señora, están
pagados, son esnobs y simuladores. Todos los días, unos individuos que
ocupan las pantallas de televisión anuncian los estrenos, dicen lo que hay que
ver, repiten lo que leyeron en las gacetillas de publicidad, entrevistan a
directores o actores. Otros individuos se encargan de la misma tarea en la
prensa escrita. Anticipan las películas que no vieron, compilan estadísticas y
chismes, cultivan la adulación por el éxito, se ensañan con el fracaso,
fabrican a los ídolos de mañana y se empeñan en olvidar a los de ayer. Se
ganan la vida como portavoces del consumo, de aliados de lo que es nuevo
solo porque todavía no ha envejecido.
El fragmento que abre este dossier describe la perplejidad de un crítico
español frente a las nuevas técnicas de evangelización periodística. El tipo no
puede menos que protestar contra este estado de cosas en el que él lleva la
peor parte. Cuando intente reparar el atropello a la razón que detecta,
propondrá buenos modales, tolerancia, respeto por el conocimiento de sus
colegas. Alcanzará un tono casi patético. Hace poco, una persona
bienintencionada proponía que, para educar el gusto del público, se dieran los
clásicos del cine en la escuela. Si algún gobierno encarara un plan semejante,
construiría un paraíso para los críticos. Tendrían un trabajo útil, contemplado
en los planes escolares. Porque solo los críticos podrían explicarles a los
maestros las razones por las que esas películas son justamente los clásicos del
cine. Después de todo, elevar esos films a su lugar ha sido la tarea de sus
antecesores. El único problema sería que ese paraíso para los críticos sería un
infierno para los niños. El cine pasaría a ser más detestado que la conjugación
de verbos y la regla de tres compuesta. El cine, sustraído del mundo del
placer e incorporado al mundo del deber, se convertiría en tortura perfecta.
Nuevamente se advierte que la crítica no puede tener una función social. Peor
aun. Imagino a los maestros, que como buenos ciudadanos comparten el
gusto por las peores películas, impostando un fervor cinéfilo como si trataran
de inculcar el amor a la patria. Más espantoso, imagino también las páginas
de cine en los textos escolares, con sus capítulos destinados a pasteurizar El
ciudadano o Sin aliento para consumo de las mentes infantiles. No. La crítica,
desgraciadamente para nosotros, no está destinada a la batalla por educar a la
infancia. Ni siquiera es parte de una hipotética batalla por la cultura: esta
excursión por un mundo imaginario lo pone de manifiesto.
Los testimonios que hemos elegido para las páginas siguientes provienen de
dos tradiciones completamente distintas del pensamiento crítico. El lector
advertirá, sin embargo, que ambos comparten una trinchera. Porque la batalla
(una batalla perdida, si se quiere) de la crítica es muy clara. La crítica puede
haber contribuido en pequeña medida a mejorar el gusto del público, pero su
tarea principal no ha sido esa sino la de mejorar el cine mismo. Y esta sigue
siendo su justificación y su única esperanza. La crítica de un film es una
discusión sobre el cine del futuro. Es una manera de señalar qué es lo que
está en juego en un momento dado de la historia del cine. Una crítica no es
mejor cuando es más precisa en sus matices, más justa en su evaluación, sino
cuando toca los problemas y las categorías que hacen a lo complejo y oscuro
del film, cuando señala los puntos que deciden si una película hace progresar
al cine o lo estanca en la falsedad y la rutina. Cuando está a la altura de su
objeto, cuando descubre lo que se juega verdaderamente. Ya es hora de
rectificarnos: los clientes de la crítica no son en el fondo los cinéfilos, sino
los realizadores. No los que atesoran los valores y las delicias del pasado,
sino los que piensan en las películas por venir. En el mundo del cine hay una
oculta y curiosa evidencia. A pesar de las protestas en contrario, los
directores son extremadamente sensibles a las críticas. Y esto no ocurre
porque estas influyan en el éxito o el fracaso comercial. Aunque ganen
fortunas con un film, a los directores les afectan las críticas adversas y les
complacen las favorables de un modo que los críticos no llegan generalmente
a imaginar. Y esto no ocurre por mero narcisismo, por inseguridad, ni porque
los críticos detenten la verdad sobre el valor de las obras. Sino porque la
intervención crítica vuelve a confrontar al realizador con las elecciones éticas
y estéticas que debió resolver para hacer el film, aun con las que no ha visto
como tales. A veces, incluso, el crítico es el único que lo hace. La admiración
del público, el servilismo de los periodistas están hechos de una sustancia
completamente diferente. Este es el verdadero poder del crítico y también la
única fuente de su responsabilidad. No porque los realizadores sean seres
humanos sensibles, sino porque aun cuando el director de un film no vaya a
leer nunca aquello que un determinado crítico escribe sobre su obra, su
trabajo lo tiene igualmente como interlocutor. Está dirigido al que hace, a los
que hacen. De aquí se deducen un par de consecuencias. La primera es que,
efectivamente, la crítica no debería importarle en absoluto al público general,
que va al cine como un pasatiempo. La segunda es que la crítica no debe
leerse como una indicación para consumir ni como una apuesta por coincidir
con el que escribe, sino como un parte desde el campo de batalla, o mejor,
como una ventana que permite entrever lo que sucede en la cocina del cine,
apreciar lo que hace que el cine nazca. El crítico no debería ofrecer a sus
lectores una muestra de sabiduría o de su calidad literaria, sino la oportunidad
de observar en directo una confrontación intelectual. Nadie está obligado a
leer cómo un crítico se mide con un film, para usar la expresión de
Emmanuel Burdeau, pero puede resultarle apasionante porque, a diferencia
del reciclaje que el periodismo produce, no deja de ser un texto de primera
mano. Y esos textos no abundan.
Esta descripción un tanto idealizada permitirá a algún lector astuto
preguntarse dónde están esos críticos que vale la pena leer. Solo puedo
responder que si me decidí a practicar esta tarea que apenas intuyo, fue
porque en distintas épocas de mi vida leí casi por azar a Edgardo Cozarinsky,
a Angel Faretta, a Rodrigo Tarruella, a François Truffaut, a Pauline Kael, a
Serge Daney, y en ellos reconozco lo que intento describir aquí. Estos y otros
nombres, además, provocaron no solo vocaciones de críticos sino también de
cineastas. Ambos oficios, contra lo que supone el ignorante lugar común, son
parte del mismo tronco. También debo agregar que muchos otros, que no
nombraré, retardaron esa decisión y me hicieron pensar con su falsa
erudición, su eclecticismo autoritario, su falta de voz personal, que para
arriesgarse a escribir sobre cine había que poseer una formación fuera de mi
alcance de espectador. Como en todos los órdenes de la actividad intelectual,
hay textos que invitan a pensar porque tienen vida y textos que imponen el
silencio porque han nacido muertos. Si la crítica tiene un futuro no será
porque los que manejan los medios le otorguen el lugar que dice merecer sino
porque sigue produciendo textos que demuestren que las preguntas que
genera el cine siguen existiendo. Pero esa, que las preguntas se planteen, es
precisamente la condición de supervivencia del cine mismo. La nueva forma
de cinefilia que reclama Sontag para resucitar al cine bien podría ampararse
bajo el lema: “amar al cine es pensarlo”. A diferencia del viejo modelo, esta
pasión no debería dar el cine por sentado. Justamente, la idea central de la
crítica bien entendida.
Publicado en El Amante N°61 – marzo 1997
256. Cuentos de primavera

Ir a un festival era para nosotros, hasta ahora, develar una incógnita. No tanto
por el cine que veríamos sino más bien por la experiencia que significa
sumergirse en un medio desconocido. ¿Nos tratarán bien? ¿Conoceremos
gente interesante? ¿Haremos amigos? ¿Nos gustará la ciudad? ¿Comeremos
bien? ¿El hotel será una piojera? Como se ve, estas no son las preguntas que
los enviados a festivales suelen contestar en sus crónicas. Imaginemos a un
periodista destacado en el próximo festival de Cannes que, en lugar de relatar
los eventos del 50 aniversario o tratar de conseguir una entrevista exclusiva a
Clint Eastwood o a Juliette Binoche, o retratar el glamour de las fiestas de los
famosos, se dedicara a comentar la calidad de las medialunas del desayuno y
sus dificultades para levantarse a tiempo para las funciones de prensa. Pero
nosotros no vamos a Cannes. En primer lugar, porque no nos invitan. En
segundo lugar, porque no sabríamos muy bien qué hacer. Después de haber
transitado por un par de festivales pequeños y a escala humana, nos da la
sensación de que en materia de acontecimientos monstruosos no nos
conviene ir más allá de Mar del Plata, que con todos sus defectos, es parte de
nuestro imaginario y no un mundo hostil y desconocido. Al final, resulta que
en estos entornos básicamente amistosos, en estos micromundos que por su
tamaño lo incluyen a uno como parte, uno siente que puede hacer dos cosas
simultáneamente: contar algo de primera mano y poder pensar el cine a través
de sus protagonistas. De ahí que uno esté inclinado por transcribir anécdotas,
transmitir impresiones, hablar distendidamente y evitar así la incómoda
sensación de ser un número, cuyo único matiz de expresión es estar un poco
más a favor o en contra de una película que los lectores no han visto. Pero la
lista de nuestras inquietudes no se aplica a Toulouse, a la cual volvimos
sabiendo que teníamos amigos y que podíamos caminar la ciudad con la
despreocupada alegría del que se reencuentra con algo que siente como
propio.
Toulouse estaba espléndida. El sol iluminaba con fuerza las famosas paredes
rosas y una primavera intensa había hecho florecer los frutales. El ya habitual
paseo por la orilla del Garonne, con los estudiantes tomando sol plácidamente
en las barrancas, el cotidiano café en la plaza del Capitolio, el conocimiento
de las locaciones de las librerías y unos pocos restaurantes y la sospecha de
que la cocina del lugar es un asunto sofisticado nos permitieron sentirnos por
primera vez en nuestra vida de cronistas como ciudadanos del extranjero, al
punto de redescubrir la olvidada sensación de las vacaciones en un lugar fijo.
El elenco estable de Toulouse nos recibió con un cariño multiplicado.
Encabezado por Esther Saint–Dizier, el grupo humano de los colaboradores
de los Rencontres (donde nadie gana un solo franco) se caracteriza por su
amabilidad, su eficiencia y su buen humor. El núcleo de la organización está
compuesto, por un lado, por un conjunto de jóvenes, en su mayoría mujeres,
que cada año están un poco más grandes y más lindas. Por el otro, por los
veteranos de la ARCALT, la organización que pasó de la militancia solidaria
con los refugiados latinoamericanos a la realización de eventos culturales. A
los integrantes de este grupo unido nunca nos atrevimos a preguntarles por
qué se ocupaban de nosotros con tanta generosidad.
Los novenos encuentros de Toulouse presentaron tres novedades
importantes. La primera es que la cinemateca local, dirigida ahora por el
famoso productor Daniel Toscan du Plantier, inauguró su nueva sede que
incluye una hermosa biblioteca y sala de conferencias (adornada por un
fresco que lleva escrita la leyenda: “La internacional será el género humano”,
que delata su origen como local comunista o algo así) y, sobre todo, dos salas
de cine con excelente calidad de sonido e imagen (y butacas un poco
apretadas, defecto de la mayoría de los cines franceses). La segunda novedad
es que la revista que editan anualmente los encuentros, Cinémas d’Amérique
latine, se publica ahora en tres idiomas (francés, castellano y portugués). La
única revista mundial dedicada al tema se ha transformado en un
impresionante volumen de 184 páginas y su contenido, que tiene relación con
los eventos que presenta el festival pero autonomía propia, es de indudable
valor para especialistas e interesados. La tercera novedad es la menos
importante, dado el carácter amistoso y orientado a la no competencia de los
acontecimientos tolosanos: se trata de la institución de dos premios, uno
llamado Coup de Coeur, para ayudar con unos 5000 dólares a la distribución
de la película elegida, y un premio del público, una variante que, como
veremos más adelante, nos sigue arrastrando a situaciones un tanto cómicas.
Antes de pasar a hablar de personajes y películas, digamos que la comida
mejoró solo un poco, pero las muestras de cariño y amistad se multiplicaron
hasta hacernos sentir en casa, incluyendo el tamaño de la pieza del hotel,
minúscula como nuestro propio dormitorio.
Sin duda, la joya cinematográfica de la muestra fue una retrospectiva
completa de los films mexicanos de Buñuel, de la que hablaremos en el
próximo número, presentada por el crítico Tomás Pérez Turrent, quien fuera
amigo del director después de ser ayudante de Henri Langlois en la
Cinemateca Francesa y ayudante de Langlois después de haber sido torero.
La exhibición de los films buñuelianos incluyó un final alternativo de Los
olvidados descubierto hace apenas unos meses. Entre los eventos especiales
figuraron también una retrospectiva del chileno Miguel Littin, otra de María
Luisa Bemberg y una tercera dedicada a las películas del cangaço, una
tradición del cine y la literatura brasileños. También hubo mesas redondas
sobre Buñuel, sobre cine y literatura y un “encuentro de profesionales” con
cineastas y productores del que participaron representantes de dos
instituciones oficiales francesas: el Centro Nacional de la Cinematografía y
Unifrance. La loable intención de esta reunión fue acercar a los cineastas
latinoamericanos a las posibilidades de producción y distribución con
capitales franceses. El resultado fue pobre: los dos burócratas arrogantes que
ocupaban la tarima no son los mejores interlocutores posibles para nadie. Por
otra parte, el dinero del Fond du Sud, que es poco y se distribuye entre
muchísimos países, suele favorecer a los que viven en París u obligar a los
que lo reciben a gastarlo en Francia (el cine africano es una víctima de esta
situación de seudoayuda). Los profesionales se fueron de mal humor y los
burócratas con la sensación del deber cumplido. Y ahora, iniciemos nuestra
gira por el continente.
Argentina. Entre los concurrentes al festival hubo cuatro cineastas argentinos.
Se supone entre los latinoamericanos que uno de los defectos nacionales es la
arrogancia. No es que los argentinos tengan el monopolio de esta
característica, pero ciertamente los cuatro especímenes de realizador
blanquiceleste la compartían cada uno a su manera. Es difícil decidir cuál de
los cuatro ganaría el premio en términos absolutos, pero los matices resultan,
según el caso y el observador, más o menos irritantes. Gustavo Mosquera, a
quien no conocíamos, podría ser aparentemente inocente de tales
acusaciones. Su estilo es el del tipo humilde, de discurso modesto, que solo
quiere seguir su camino sin meterse en el de los demás. Pero resulta que
Mosquera debía ser el único cineasta del festival que se propone filmar algún
día una película de 50 millones de dólares (ver declaraciones), lo que no deja
de asociarlo con el estilo de arrogancia tecnológica y ambición a la
americana. En el extremo opuesto, Alejandro Agresti encarna al clásico
fanfarrón porteño. Sus declaraciones de autosuficiencia y sus modos
extrovertidos son formas tan puras del ser nacional que tienen el atractivo de
la autenticidad. Uno no termina de asombrarse ante la ola expansiva que
produce en cada aparición ni tampoco de divertirse con su alegría. Al mismo
tiempo, los que no gustan de este tipo de exteriorizaciones deben reconocer
que el egocentrismo del personaje lo expone como persona, lo arriesga a la
crítica apresurada, lo que no deja de ser un gesto de generosidad. La
arrogancia de Agresti es contagiosa en su espíritu irreverente. Poco, en
cambio, puede uno entusiasmarse con Mario Levin, un convencido de que
representa las formas más puras de la cultura y del conocimiento
cinematográfico. Un hombre que luce su perfecto francés al punto de hablarlo
con los argentinos residentes en Francia y parece proclamar en cada gesto el
desdén por los que lo circundan. Seguramente Levin no es malo en el fondo,
pero no va a ganar el premio “Cómo ganar amigos”. Dejamos para el final al
inefable Juan Pablo Lacroze, único director presente en el festival con un
corto. La arrogancia de Lacroze es una arrogancia de clase. Su cortometraje,
que lleva el título casi cómico de Ensayando la cultura, parece una
publicidad institucional del Teatro Colón con artistas invitados como Ernesto
Sabato. Su idea de la cultura es de una exterioridad insólita. Lacroze, un tipo
afable del que se cuenta que está casado con Assumpta Serna, tiene el aspecto
de un playboy que apareció en un festival de cine porque confundió el
camino hacia la exposición de Rolls Royce a la que se dirigía.
Chile. Miguel Littin se paseó durante diez días por Toulouse con el caminar
de un dictador latinoamericano en el exilio. Los primeros días estuvo
acompañado por su compatriota el escritor Luis Sepúlveda, con el que trabaja
en un guion. Después, con un aire de infinito aburrimiento se dedicó a dibujar
a los presentes. En Toulouse, las calles siempre se alejan del lugar al que uno
quiere llegar, como si fueran diagonales hacia la nada, pero cada vez que uno
descubre un nuevo atajo o la callejuela oportuna siente el orgullo del
lugareño postizo. Los tiempos de caminata se empiezan a acercar a los
famosos cinco minutos que los locales afirman que bastan para llegar a todos
lados y que, al principio, se transforman en media hora. Pero no era así para
Littin, quien se perdía cada vez que debía presentar una de sus películas, al
punto que, una noche, se hizo llevar al hotel por la policía. Decididamente
Littin no estaba clandestino en Toulouse. Vestido frecuentemente como un
guapo del 900, participaba poco de las conversaciones pero nos sorprendía
entre frases ininteligibles con aciertos tales como que Nazarín era la mejor
película mexicana de Buñuel contra los dictámenes oficiales de Pérez Turrent
que le daban a Él el lugar de preferencia. Littin nos resultó un misterio que
terminó resultando simpático en su soledad extravagante.
Bolivia. Mela Márquez, montajista boliviana residente en Roma, presentó su
primera película como directora: Sayariy. Extraña heredera de colombianos y
árabes con acento italiano, Mela estudió en el Centro Experimental de Roma
y trabaja allí de docente. Es curioso, porque Márquez declara que su director
preferido es Peter Greenaway y que su cine se inscribe en el “realismo
mágico” (“ferocidad mágica”, dice ella). Sin embargo, no parece haber en
este documental antropológico rastros de Greenaway ni de García Márquez
(salvo el apellido de la directora). Por suerte, la película es mucho más
interesante que su descripción conceptual. El film trata sobre el tinku, un rito
que algunas colectividades aymaras practican desde la era preincaica.
Complejo y misterioso, el tinku es aparentemente una ceremonia para
propiciar la fertilidad de la tierra y de las mujeres. Una vez al año, dos
comunas rurales abandonan su vida pacífica y dirimen un pleito ancestral en
la plaza del pueblo al que llegan después de correr durante una noche entera y
se retiran de allí para celebrar una fiesta. El encuentro (eso significa “tinku”)
es a golpes de puño. Durante varias horas se suceden enfrentamientos
individuales entre los hombres (y a veces entre las mujeres) que derivan
ocasionalmente en palizas colectivas. La violencia de la pelea es tremenda y
el resultado es impresionante: una multitud de caras sangrientas y tumefactas
y varios muertos. Mientras tanto, la iglesia del pueblo recibe donaciones y
ofrendas. La película tiene su centro dramático en el combate pero
fundamentalmente intenta describir la vida de las comunidades. Decimos que
intenta, porque con gran lucidez, la directora advierte que en la cultura que
investiga hay mucho de impenetrable para ella. La película termina con una
escena notable. En apariencia, vemos una escena en una casa parecida a otras
que vimos antes. La cámara se mueve y descubrimos que se trata de una
especie de filmación publicitaria en un edificio alto de La Paz. Al fondo, uno
de los protagonistas aymaras del film se ocupa de la limpieza de los vidrios.
El film se burla de sí mismo, se autodestruye y muestra el conflicto de su
propia realización. Márquez, esta vez, declara con acierto: “la película es mi
tinku personal”. Hay mucha energía en esta mujer que fue nuestra amiga
boliviana de la temporada.
Brasil. A diferencia de los argentinos que andan cada uno por su cuenta y se
recelan mutuamente, los brasileños parecen formar un elenco compacto.
Cuando Conceição, la mujer de Orlando Senna, lograba apartarlo de su
ocupación favorita que es dormir, al matrimonio se lo veía paseando o en
compañía de algún compatriota. Entre ellos se destacaba Octavio Bezerra, el
playboy del festival, que venía de ser padre y abuelo simultáneamente y
afirmaba ser un abuelo soltero. Este prototipo de seductor brasileño le disputó
el puesto al titular de las mujeres de Toulouse, Mauricio Martínez–Cavard,
que también tenía otros rivales como los más discretos pero movedizos
Mosquera y Lacroze. Y eso que Mosquera dio ventaja porque fue víctima de
los médicos que le hicieron tomar antibióticos por un resfrío insignificante.
Volviendo a Bezerra, hay que reconocerle su simpatía y calidez, cualidad en
la que compite con Senna. Propusimos a las autoridades del festival que en
futuras ediciones Senna sea el encargado de impartir lecciones de urbanidad
para invitados irritados del tipo Levin.
La película de Bezerra parecía representar su espíritu distendido. Con el
material para un documental que no conseguía financiación para terminar
armó una película de ficción (para la que sí le daban dinero) que se llama O
lado certo da vida errada. La historia es la de un personaje de clase media que
llega destruido a su departamento después de sufrir todas las calamidades de
la vida urbana para dedicarse a tomar cerveza y mirar alienadamente un canal
de televisión psicótico en el que se sortea dinero y una noche con una mujer
espectacular pero en el que, además, se pasan las escenas documentales que
filmó Bezerra junto con noticias de calamidades múltiples, frente a las que el
presentador exige en tono imperioso la solidaridad de los televidentes. El
resultado es una película loca, por momentos pesadillesca, siempre
desprolija, irreverente, exaltada. Un trip afiebrado al caos de la civilización.
Walter Salles y Daniela Thomas (que no vinieron) dirigieron Terra
estrangeira, de la que veníamos oyendo hablar bien hacía varios festivales.
Presentada por Orlando Senna como “una película que refleja el dolor del
exilio”, un mérito según nosotros secundario, se trata en cambio de una road–
movie/thriller con protagonistas jóvenes, rodada en Portugal en blanco y
negro, con aires nostálgicos aunque no de la patria sino de ciertas imágenes
del cine que los directores logran evocar con éxito. Aunque el guion está
lleno de agujeros, hay en la película un placer cinematográfico y una
modernidad que permiten reconocer inmediatamente una calidad de cine
poco frecuente en Latinoamérica. Una escena de amor, un barco encallado en
la playa, las siempre conmovedoras imágenes de Lisboa (¿por qué será tan
cinematográfica?) y las tan extrañas del Cabo San Vicente siguen en nuestra
memoria después de muchos días.
O sertão das memorias, también en blanco y negro, de José Araújo, integró
la sección de films sobre el cangaço, junto con, entre otras, las clásicas Dios y
el diablo en la tierra del sol y Antonio das Mortes de Glauber Rocha y la más
reciente Corisco e Dadá de Rosemberg Cariry. Este último departió
amablemente con nosotros junto con la estudiosa francesa Sylvie Debs sobre
el film de Araújo, a quien Debs entrevista en la publicación de los
Rencontres. Cariry enfatizó la pertenencia de su película y la de O sertão… a
los films sobre el Nordeste hechos por nordestinos, pero se manifestó
prudente a la hora de definir la estética del film, que cuenta una historia en la
que se representan las imágenes religiosas de la región, con sus referencias
inevitables al dragón de la maldad y a la lucha de los campesinos por el agua.
Debs, en cambio, fue enfática al subrayar el carácter alegórico del film y
negar –según palabras del propio Araújo– el carácter documental (“jamais,
jamais, jamais”). Por mi parte, la de Quintín (Flavia no vio este film), la
película resulta algo completamente distinto. No hay duda de que se trata de
un homenaje al sertão, en las personas de la familia de Araújo que son los
actores y en una evocación nostálgica de las tradiciones nordestinas. Pero el
mayor mérito del film, justamente, deviene de su carácter documental:
básicamente es una representación de teatro popular que recuerda, por
ejemplo, a Acto de primavera de Manoel de Oliveira y a mí me resulta
también cercano al excelente corto Negocios de Pablo Trapero que también
hace actuar a su familia y vecinos. No veo, en cambio, alegoría alguna y sí un
trabajo con las creencias como materiales de esa representación que, junto
con el amor de la cámara por los actores, le dan a la película una cercanía
humana y una originalidad poderosas. No es el mundo imaginario del sertão
en abstracto lo que le da a la película su atractivo (que sí le permite teorizar a
Debs) sino la presencia concreta de esa gente y la manera de mostrarla. Sin
ello, la poética de la película estaría peligrosamente cerca de una
generalización empalagosa. La banda de sonido (Araújo trabaja como
ingeniero de sonido en EE.UU.) es también admirable.
Colombia. Además de nuestro amigo Mauricio, Colombia presentó al
personaje exquisito del festival. Se trata de Francisco “Pacho” Norden,
veterano realizador y culto del año cero. Norden es uno de esos tipos que
inspiran respeto de solo verlos, con ese parecido a James Joyce o a William
Faulkner. Al mismo tiempo, el personaje es extraordinariamente sencillo,
sensible y amistoso. El único problema con Pacho era a la hora de confrontar
nuestra ignorancia con su erudición. De entrada nos preguntó por la vida de
una serie de pintores argentinos que nosotros jamás habíamos oído nombrar.
Otro tanto ocurrió en una cena de la que participaron los Agresti y los
Martínez–Cavard y en la que el tema de discusión era: “Qué es el arte”. Los
ejemplos de Pacho eran siempre irrefutables: hablaba de pintores, arquitectos,
escritores a los que el resto saludaba con una inclinación de cabeza y un coro
de “ajá”, mientras intercambiábamos miradas que significaban “quién será
ese” y aguardábamos el fin de la conferencia de Pacho para
imperturbablemente reanudar nuestras encendidas argumentaciones. Agresti
logró convertirse en el centro de las discusiones afirmando que “el arte es
buen gusto”, tesis aberrante en la que se mantuvo hasta las cinco de la
madrugada después de una cantidad apreciable de Calvados.
Lo que estuvo ausente de Colombia fue la producción, más allá de la
exposición de fotos de Mauricio y el video de Pacho sobre el poeta José
Asunción Silva. Parece que los burócratas colombianos impidieron que una
importante delegación participara de los encuentros y ni siquiera enviaron las
películas.
México. Esta vez no estaba Retes, sustituido por una nutrida delegación
integrada por Jorge Fons y Sra., Sabina Berman, Milt Valdez y el ya
nombrado Pérez Turrent. Los Fons resultaron muy agradables y Jorge nos
concedió una entrevista muy interesante que publicaremos en el próximo
número. Además de El callejón de los milagros, se exhibieron otras dos
películas de Fons, Los albañiles de 1976 y Rojo amanecer de 1989. Los
albañiles transcurre en una obra en construcción y es una película coral en la
que el medio social se describe con enorme precisión de actitudes y lenguaje.
No hay que asombrarse de las actuaciones de El callejón de los milagros.
Fons ya era un gran director de actores hace veinte años y la película
transmite la misma sensación de dominio del medio que su último film. Fons
es un director con un oficio que no abunda en Latinoamérica. Rojo amanecer
es una película curiosa, filmada casi en la clandestinidad, sobre la masacre de
Tlatelolco previa a los Juegos Olímpicos de 1968. Este oprobio del Estado
mexicano sigue siendo un tema tabú y aun en la fecha de realización de la
película era un tema de denuncia importante. La película sustituye con
ingenio la falta de presupuesto y evita los problemas con la censura con una
visión de los acontecimientos de ese día desde el interior de un departamento
que da a la fatídica plaza. Una familia vive la angustia de la posible muerte de
sus hijos militantes hasta que retornan salvos a la noche. Pero cuando todo
parece terminar, un comando parapolicial vuelve al departamento y los
masacra. El plano final muestra al hijo menor, una criatura de seis años,
abrirse camino llorando entre los cadáveres. Este epílogo nos resulta muy
poco convincente y recuerda al cine argentino posdictadura en su discurso
absolutorio del sistema e incriminador exclusivamente de los represores
directos. Mientras la película había mostrado que la masacre era una decisión
del Estado en su conjunto, el final demoniza a un conjunto de individuos
tenebrosos pero de rango mínimo. La aberración del sistema político
mexicano se convierte en el problema de un huérfano, así como La historia
oficial termina siendo el problema de una madre adoptiva.
Cuba. En los primeros días del festival nos sorprendimos muy gratamente
por un documental sobre Harry Belafonte llamado A veces miro mi vida. De
una bella serenidad, la película conseguía retratar al artista apelando apenas a
sus conciertos, a escenas de sus películas (Belafonte actuó mucho en el cine
americano) y a un par de entrevistas. En las antípodas de la escuela
tradicional cubana de Santiago Álvarez, sin juegos con la imagen ni montajes
alternados, su autor Orlando Rojas lograba en 1981 una película que debería
ser mucho más conocida. Si no lo es, es en parte por una situación
tragicómica. El material de archivo no tiene derechos, por lo que su
exhibición está prácticamente maldita. Pero el poder de convicción de la
película es tan grande que los espectadores, emocionados, salían del cine
queriendo fundar un nuevo club de fans de Belafonte. Es curioso, pero por
razones de edad muchos habíamos escuchado hablar de Belafonte, pero casi
nadie sabía a ciencia cierta quién era. Lo recordaremos a partir de ahora. Es
notable que el discurso militante quede en un segundo lugar frente a la
intimidad de las anécdotas de juventud y las reflexiones sobre el lugar del
artista. Un par de días después Rojas hizo su aparición por Toulouse, justo
para presentar lo que hasta hoy es su última película, una ficción llamada
Papeles secundarios, de 1989, en la que toda la transparencia de A veces miro
mi vida se transforma en oscuridad y barroco. El estreno de una obra de
teatro en La Habana es el motivo para que los miembros de la compañía
desplieguen todo tipo de intrigas y canalladas entre la ambición de los actores
y las maldades de los burócratas. La historia gira alrededor de una actriz de
mediana edad que pierde finalmente el papel que tanto ambicionaba. Al
presentar la película, Rojas anunció que él se identificaba con la protagonista,
con lo que el masoquismo del film se pone aun más en evidencia. A esta
mujer la humillan, la violan, la rechazan. Pero lo más interesante es que Rojas
insinúa tanto en la película como conversando fuera de ella que todo eso le
ocurre a la mujer por su culpa. La película pone tres generaciones en escena y
la intermedia es la más perjudicada. La generación vieja resulta respetable a
pesar de sus mañas y la joven es fresca y desprejuiciada. Es la propia
generación de Rojas (que tiene 47 años) la que carga con todos los defectos.
Como suele ocurrir en el cine cubano, la historia admite una inmediata
transposición al mundo del cine y aun a la propia carrera de Rojas como
director. En una larga charla que sostuvimos con él después de la película nos
resultaba casi insólito que Rojas planteara la realización de un film como una
operación de sofisticada estrategia. Las películas no tenían que ser demasiado
oscuras ni tampoco triviales, no tenían que ser contrarrevolucionarias pero
tampoco dejar de ser críticas. La aprobación de los guiones para filmar era
también un asunto complicadísimo, en el que los funcionarios que lo
rechazaban podían tener razón muy frecuentemente y todo era materia de
consulta y deliberación. En definitiva, Rojas sostenía que su generación tenía
algo de infantil, que al no haber hecho la revolución pero habiendo sido
educados por ella, ocupaba un lugar siempre secundario en el poder y, al
mismo tiempo, no tenía la libertad ni el cinismo de los más jóvenes. El
mundo del ICAIC, el legendario instituto de cine cubano, resulta difícil de
comprender a la distancia. Todos los que lo integraron alguna vez están
ligados indisolublemente y comparten códigos y secretos difíciles de entender
por el profano. Rojas terminó reconociendo que pensar el cine con la
obligación de aportar algo a la causa (“llevamos la isla sobre nuestros
hombros”) era una carga tal vez demasiado pesada. Para el crítico, apreciar
películas como Papeles secundarios se transforma en una cuestión difícil
fuera de las claves necesarias para su interpretación. Sin embargo, lo más
atractivo del film seguramente sean sus disparatadas conclusiones, que
exponen al director mucho más de lo habitual: uno tiene la sensación de que
Rojas está diciendo que su protagonista es sacrificada, pero que se lo merece,
sin que sus argumentos dentro y fuera del film aparezcan más que como un
acto de crueldad exagerada. Nadie es tan cruel contra sí mismo sino por una
buena razón. La de Rojas se nos escapa.
Premios. Mencionamos que había dos premios. El Coup de Coeur lo ganó
Agresti por Buenos Aires viceversa. El premio del público lo ganó Subiela
por Despabílale amor. Siguiendo la tradición inaugurada en el festival de
Lleida, los organizadores decidieron que Quintín era la persona más adecuada
para recibir el trofeo. Este disparate se origina en el deseo de Esther Saint–
Dizier de reconciliar su gusto por el cine de Subiela con su amistad por
nosotros. Para no mentir, cosa que nos gustaría, digamos que casi todos los
tolosanos son bastante fanáticos de Subiela. Como muestra vaya el
comentario siguiente, extraído del programa del festival: “un autor de primera
importancia, un realizador de excepción al que los distribuidores franceses no
le han dado todavía el lugar que se merece mientras se ocupan de promover
tantos valores falsos y dudosos”. Tras no pocas vacilaciones Q. aceptó
resignado su misión y se llevó otra vez premio y aplausos que no le
correspondían. El discurso de agradecimiento fue más o menos así: “La
organización del festival ha cometido un doble error al designarme para
recibir este premio. El primero es haber seguido la tradición que hace que
cuando los responsables de un film no estén presentes, el premio se le
entregue a un compatriota. Si uno debe hacerse cargo de los logros de su país
por el solo hecho de haber nacido en él, también debería hacerse cargo de sus
atrocidades. No pienso hacerlo. El segundo error es hacer que un crítico retire
el premio del público, porque ya es hora de que se comprenda que el gusto
del crítico no tiene por qué ser el gusto del público. De todos modos, esto
podría servir para instaurar una sección fija en el festival que se llame ‘el
castigo al crítico’, con lo que mucha gente estaría satisfecha. De todos
modos, les agradezco este premio, no en nombre de mi país, porque el
nacimiento es una circunstancia, ni tampoco en nombre del realizador, que no
es mi amigo, sino en nombre de los hermosos días que hemos pasado en esta
ciudad tan hospitalaria”. Y ahora, queridos lectores, deseamos pedirles un
consejo. El premio que ganó Piñeyro en Lleida se lo hicimos llegar a través
de su jefa de prensa con una nota irónica pero amistosa (que Piñeyro no
contestó). La situación es ahora más complicada. No nos da el cuero para la
nota amistosa ni conocemos a nadie que se ofrezca de intermediario. El
premio es una bella estatua de un peso considerable y lo hemos cargado a
través del océano como una penitencia. Amigos, ¿cómo hacemos para darle
el premio a Subiela?

Recuadro: Cinemas d’Amérique latine


El quinto número de Cinémas d’Amérique latine dice en su editorial: “nos
hemos puesto de acuerdo con nuestros amigos de la revista El Amante / Cine
para iniciar este trabajo de difusión”. Esa frase merece dos comentarios. El
primero es que es cierto y los suscriptores de El Amante tendrán noticia de
ello. El segundo es que esa frase figura en castellano en el original, porque la
revista se edita ahora en dos columnas, una en francés, la otra en castellano o
portugués, según la procedencia del artículo. El material de la revista es muy
variado (terminaremos de leerla algún día de estos), está basado en textos
originales e incluye una sección sobre escuelas de cine en el continente, una
dedicada al cortometraje, otra a Buñuel (cinco artículos de autores mexicanos
y franceses), una cuarta a Gutiérrez Alea (diez notas, que incluyen
testimonios personales de gran valor), pero empieza con una nota del escritor
colombiano Álvaro Mutis y capítulos dedicados al Brasil y a la Argentina
(los que suscriben colaboraron en este número, al igual que Claudio España)
que hoy son los dos países más productores de cine. La sección brasileña se
abre con el habitual texto brillante de José Carlos Avellar y se llama “Para un
espectador desatento”, y en él se exploran los caminos futuros de un cine
necesariamente fragmentario que debe tener en cuenta que el público está
educado por la televisión. La revista de los Rencontres es el tipo de
publicación monográfica sobre cine que no existe en la Argentina y que, por
su extensión, puede ocuparse del tratamiento casi exhaustivo de los temas.
Haber participado en esta publicación nos produce un justificado orgullo.
Texto coescrito con Flavia de la Fuente.
Publicado en El Amante N°62 – abril 1997
ENTREVISTA A QUINTÍN Y FLAVIA DE LA
FUENTE
TERCERA PARTE

Sebastián Rosal: En El Amante hubo una tapa famosa (la del n° 40, de
junio del 95) en la que contraponían una película de Subiela con los
cortos de Historias breves. ¿Cómo ven, con la perspectiva que dan los
años, el rol de la revista en el surgimiento del Nuevo Cine Argentino?
Quintín: Contraponer en la tapa “Lo malo” y “Lo nuevo” (en realidad la idea
original era poner “Lo que nace” y “Lo que muere”, pero justo nos enteramos
de que Subiela estaba enfermo, así que decidimos cambiarlo por una razón de
pudor) era una idea evidente, aunque en ese momento a muchos no les
pareciera así. Desde nuestro lugar veíamos ese cine argentino costumbrista,
teatral, muy atrasado, muy engorroso, retórico, torpe, lleno de metáforas,
recargado de palabrerío y de sentimentalismo atravesado también por un
progresismo condescendiente. Además era un cine muy poco interesante en
cuanto a las imágenes, muy poco cinematográfico podría decirse. En el caso
particular de Subiela, había influencias de Europa oriental, malas lecturas de
Tarkovski… cosas así. Pero no era solo Subiela, había otros directores. Es
más, creo que todavía hoy ese cine se sigue haciendo y sigue vigente, con
películas que hablan de “los argentinos”, “del país”, que quieren hacer una
metáfora sobre los avatares del ser nacional, sobre el hombre castigado por el
sistema; un cine naturalista, populista. Pero volviendo a ese momento: era
casi lo único que había. Frente a eso, cuando una noche vimos Historias
breves en el cine Maxi, dijimos “Acá pasó algo”. Y era fácil darse cuenta
porque en aquel momento la producción era muy acotada, no es como ahora
que se hace una cantidad de películas prácticamente inabarcable. Pero, te
decía, nos gustó tanto que al otro día teníamos un programa de radio e
invitamos a todos los directores. Había en ese cine, básicamente, cosas que a
nosotros nos gustaban: en esos cortos se hablaba de otra manera (no lo hacían
como en el teatro y la televisión), con una retórica más cinematográfica, más
seca, más americana podría decirse. Los personajes estaban más cerca del
espectador, eran más jóvenes, se parecían menos a los personajes del cine
argentino histórico que a la gente que uno conocía. Era también otra manera
de filmar, más realista, más virtuosa, digamos: una manera más moderna. Era
gente que había estudiado en las escuelas de cine y se notaba que habían
desarrollado una manera de filmar que era más eficaz y más diestra, porque
no interponían entre la película y el espectador una capa de retórica y de
mensaje. Creo que esto es lo que más nos gustaba de todo. El corto de
Caetano, en ese sentido, era ejemplar: casi mudo, de género, cinéfilo. Esas
cosas que en el cine argentino, sacándolo a Aristarain, no estaban. Era algo
que tenía mucho más aliento que un cine que era muy decadente.
SR: ¿Pero qué pasó luego con ese cine?
Q: Creo que el cine argentino independiente terminó entrando en el cine
independiente global. En aquel momento, excepto por Pino Solanas (más
bien por cuestiones políticas), ningún director argentino era reconocido en el
mundo, ni podía presidir, por ejemplo, el jurado de Venecia, como ahora lo
hace Lucrecia Martel. En ese entonces el mundo del cine independiente no se
había configurado aún, no existía. Pero después, el cine independiente
argentino se institucionalizó. Es gente que puede conseguir dinero para
filmar, muchas veces del exterior. Aunque también existieron siempre los
independientes de los independientes: Perrone primero, Campusano ahora,
son dos ejemplos. El llamado cine independiente se fue conformando:
aparecieron películas, empezaron los festivales, los directores comenzaron a
circular por el mundo. Eso lo veíamos, por poner una fecha, en el 95: vimos
que había un mundo en el que esas películas eran bien recibidas. Tardaron,
porque recuerdo que mandamos Mundo Grúa a Rotterdam y no nos dieron
bolilla ese primer año, aunque la terminaron programando al año siguiente.
Es decir, los nuevos directores terminaron siendo aceptados cuando los
programadores se dieron cuenta de que estaba apareciendo algo distinto del
cine latinoamericano anterior que ellos venían apoyando desde los sesenta.
Eso lo vimos muy claro en el Festival de Toulouse, en el que era difícil
encontrar algo nuevo, pero el cine argentino se destacaba por su novedad, por
su frescura. Y era la vuelta también del cine latinoamericano al mundo, algo
que no ocurría desde el cine político de los 70.
SR: Otro hito de aquellos años pareciera haber sido la defensa de Gatica,
el mono.
Q: Favio reapareció por aquellos años, y Gatica me tocó profundamente.
Favio fue un gran cineasta pero tuvo una escasa influencia. Hizo primero un
cine bressoniano y después lo que podría llamarse un “cine de poesía”
particular. Cuando estrenaron Gatica se podía ver justamente que Favio era
un cineasta importante aunque solitario. Gatica era una película grande
realmente, aislada, que no tenía nada que ver ni con el nuevo cine argentino,
ni con el viejo cine argentino, ni con Aristarain, ni con Subiela, ni con nada.
Era un cineasta completamente desconocido. Siempre cuento que una vez fui
a una semana de cine en Lima, un evento organizado por la embajada
argentina, si mal no recuerdo. Ahí conocí al Chacho Frías y a la gente de la
revista Tiempo de Cine. Presenté la película de Favio y, en algún momento,
alguien del público me interrumpió para preguntarme: “¿Este señor del que
usted está hablando es el mismo que canta?”. Es decir, Favio era muy
conocido como cantante pero no lo conocían como cineasta ni siquiera en los
países cercanos. Además, Favio era alguien que nunca viajaba a los
festivales, que vivía recluido aunque tenía sus seguidores acá. Volviendo a
Gatica, creo que a todos en la revista nos gustó, pero era una película que no
conectaba con el resto de lo que se estaba haciendo acá ni tampoco pudo
integrarse en el circuito de festivales, no pudo sumarse a esa salida del cine
argentino al exterior. En cierta forma, todavía sigue siendo un cineasta a
descubrir en el exterior. Ese número de Gatica fue importante para la revista.
Pero resumiendo, ahora con todos estos años transcurridos, nosotros
realmente creíamos que ese cine merecía ser alentado. Es cierto que algunos
de esos directores no llegaron a cumplir aquello que nosotros creíamos que
podían ser, pero uno no tiene la bola de cristal.
SR: Antes Flavia mencionó su interés por las crónicas. En algún
momento, teniendo la revista ya cierto rodaje, empiezan a viajar a
diversos festivales. Pareciera que el primer gran evento, el que empieza a
abrirles un mundo, es el del Festival de Nueva York, a fines del 95.
Q: Los festivales fueron un gran descubrimiento.
Flavia de la Fuente: Lo gracioso es que fuimos a pasear a Nueva York y
terminamos encerrados en el cine todo el tiempo. Es más, habíamos ido por
quince días y nos terminamos quedando tres semanas, para poder ver el
festival completo. En vez de ir a Nueva York fuimos al Lincoln Center, que
era la sede. Había funciones de prensa a la mañana y luego las conferencias
de los directores.
Q: Fue un gran aprendizaje. Y te diría que el primer festival importante al
que fuimos. Conocimos mucha gente. Recuerdo a Terence Davies, por
ejemplo. Fue como acceder a las Ligas Mayores, por así decirlo. Me acuerdo
haber viajado con Susan Sontag y con Almodóvar en el ascensor, después se
tiraban flores en la conferencia de prensa (risas).
F: Pero era todo muy sufrido, muy trabajado. Me acuerdo lo difícil que fue
conseguir las acreditaciones.
Q: La verdad es que nadie nos prestaba atención. Y sin embargo entramos
por la puerta grande, de casualidad. Habíamos llevado un regalo desde
Argentina de parte de alguien para una persona allá, y resultó que esa persona
nos consiguió las mejores acreditaciones. Esos golpes de suerte que son
necesarios. Muchos nos miraban con envidia, porque todos los demás tenían
que hacer la fila (risas). Nadie nos hablaba. Pensarían: ¿quiénes serán estos?
Pero igualmente, creo que ni siquiera nos dimos cuenta de que no existíamos,
porque éramos tan provincianos que nadie nos hablaba pero, al mismo
tiempo, ni siquiera sabíamos quiénes eran los que no nos hablaban. El
desconocimiento era mutuo.
F: Íbamos todas las mañanas a las funciones de prensa, donde éramos
siempre los mismos. Se acercaban, nos preguntaban de dónde éramos, qué
hacíamos, y en cuanto les respondíamos que teníamos una revista de cine en
la Argentina… ¡Adiós! ¡Encantado de conocerlos! No nos hicimos ni un
amigo. Noah Baumbach, por ejemplo, que entonces no era nadie más que el
hijo de un padre más o menos famoso, no nos quiso dar una entrevista.
Q: Tengo la impresión de que ni siquiera nos dábamos cuenta de que no nos
dábamos cuenta. Antes de ir a Cannes, no nos dábamos cuenta de nuestro
lugar más que humilde en el mundo. Teníamos una inocencia que después
perdimos. Suponíamos que nos iban a abrir las puertas porque éramos de una
revista de cine que salía todos los meses y no había tantas en el mundo. Pero
le tomamos el gusto. Yo, al menos, le tomé el gusto, porque estábamos todo
el día trabajando sobre el festival, viendo las películas, haciendo entrevistas.
SR: Hacia fines del 97, comienzos del 98, la revista tiene un cambio
importante, al menos en términos de diseño: deja atrás sus habituales
tapas en amarillo y negro y pasa a ser a color.
F: El Amante que yo guardo en el corazón es el de las tapas amarillas. Pero
en algún momento decidí cambiar la revista (yo era la que se ocupaba de esas
cosas), porque sentí que estábamos achanchados. Entonces decidimos hacerla
en colores. Lo llamamos a nuestro amigo Luis Goldfarb para cambiarle el
diseño, darle aire, porque era lo que sentía que faltaba para esos años, 97, 98.
Sentía que todo era adocenado. Mi corazón, mi entusiasmo desbordante lo
asocio sobre todo con los primeros cinco años de la revista. Después todo
empezó a ser más rutinario, en buena medida. Había notas buenas,
seguramente, pero se perdió esa libertad, esa cosa casera.
Q: Creo que sobre todo la revista perdió su identidad, la de los primeros
números, esa impronta personal que nosotros le dábamos.
F: Y empezar a ir a los festivales te intimida también. Salir de la aldea te
hace ver que hay un mundo que es hostil. Perdimos un poco la candidez.
Q: Yo creo que sí, efectivamente, se perdió la candidez, pero creo que
también sucedió otra cosa, que con cierta distancia se puede ver y es la
siguiente: al empezar a viajar, ya no teníamos tanto tiempo para dedicarle a la
revista. Y, además, en ese momento empezó a llegar a la revista gente para la
que escribir en El Amante era un paso profesional importante. Muchos de
ellos eran lectores. Y también, de alguna manera, nosotros hacíamos una vida
muy distinta a la que hacían los demás redactores. Flavia y yo viajábamos,
teníamos una especie de vida internacional, escribíamos sobre los festivales.
Había como una versión internacional y una versión doméstica, que no se
integraban del todo. Un gran momento, de todos modos, fue el primer
Festival de Mar del Plata (después de que estuviera muchos años
interrumpido), al que le dedicamos una gran cobertura.
F: El primer Mar del Plata fue como los números de El Amante amarillos.
Estábamos todos los periodistas en un hotel de dos estrellas, con todos los
críticos que estaban en ese momento, y nos quedábamos hasta las cuatro de la
mañana discutiendo las películas, estábamos todos enloquecidos. Eso no
existe más. En ese entonces nos quedábamos esperando que llegara el último
y nos contara las novedades sobre lo que había visto. Creo que eso ya no es
así. Y quiero agregar una cosa más: hasta vos, Quintín, te volviste otro en tu
escritura. No fuiste menos libre ni fuiste complaciente, pero sí te volviste más
serio, por ejemplo. Como si todos fuéramos más conscientes de la mirada
ajena. Y eso para mí la hizo un poco rancia a la revista. Aparecieron ciertos
miedos, como si hubiera cosas que no se podían decir. Al principio no
sabíamos que había ciertas cosas que no se podían decir.

ÍNDICE
ONOMÁSTICO
Actores
Actores: 43, 54
Bogart, Humphrey: 21, 40
Chan, Jackie: 233
Costner, Kevin: 43, 55, 62
Crystal, Billy: 77, 193
Lee Lewis, Daniel: 52
De Niro, Robert: 69, 171
Depardieu, Gerard: 54, 57
Lee, Bruce: 97
Madonna: 129, 249
Mitchum, Robert: 47
Redford, Robert: 10, 60
Stallone, Sylvester: 84
Autor
Autor: 1, 26, 130
Cine argentino
Agresti, Alejandro: 81, 135, 239, 256
Aristarain, Adolfo: 13, 177
Cine argentino: 13, 15, 37, 58, 63, 66, 68, 71, 73, 76, 78, 80, 81, 82, 91, 92,
118, 120, 122, 123, 127, 135, 151, 153, 159, 163, 164, 165, 169, 170, 177
181, 182, 189, 210, 212, 220, 227, 228, 230, 238, 239, 246, 249, 253
Favio, Leonardo: 68, 103
Martel, Lucrecia: 170
Olivera, Héctor: 58, 120
Perrone, Raúl: 122
Piñeyro, Marcelo: 73, 76
Polaco, Jorge: 45, 246
Rejtman, Martín: 135
Subiela, Eliseo: 15, 45, 73, 169, 170
Cine asiático
Cine asiático: 95, 96, 97, 100, 101, 131, 140, 176, 202, 233, 240, 246
Hou, Hsiao–Hsien: 184
Kiarostami, Abbas: 214
Kurosawa, Akira: 45
Ozu, Yasujiro: 100, 101
Wang, Wayne: 184
Woo, John: 103, 176, 246
Yimou, Zhang: 95, 103, 184
Cine estadounidense
Allen, Woody: 46, 193, 209, 224, 246
Altman, Robert: 28, 45, 107, 119, 136, 193
Bigelow, Kathryn: 19, 184, 205
Bogdanovich, Peter: 49, 121, 126
Burton, Tim: 22, 167, 168, 173
Cameron, James: 27
Capra, Frank: 1, 87, 128, 172, 191
Carpenter, John: 36, 187, 188
Coen, Joel y Ethan: 45, 172, 174, 175, 193, 241
Coppola, Francis Ford: 7, 55, 229
Cronenberg, David: 137
De Palma, Brian: 39
Disney, Walt: 75
Eastwood, Clint: 34, 35, 45, 193
Ferrara, Abel: 17, 45, 69, 70, 103, 129, 184
Fincher, David: 27, 206
Ford, John: 4, 7, 13, 34, 35, 121, 128, 136, 150, 156
Friedkin, William: 143
Hackford, Taylor: 2, 83, 103
Hartley, Hal: 61, 103, 184, 193
Hawks, Howard: 12
Hill, Walter: 110
Hollywood: 1, 3, 4, 7, 10, 11, 14, 17, 18, 19, 21, 22, 23, 27, 28, 29, 30, 32,
34, 35, 36, 39, 40, 41, 43, 44, 46, 47, 48, 49, 50, 52, 53, 55, 57, 59, 65, 67,
69, 70, 71, 72, 74, 75, 77, 83, 84, 85, 86, 87, 93, 94, 98, 105, 107, 108, 110,
111, 112, 117, 119, 121, 125, 129, 133, 136, 137, 138, 140, 141, 143, 148,
149, 150, 154, 155, 156, 157, 158, 162, 166, 167, 168, 171, 172, 173, 174,
175, 176, 183, 186, 187, 188, 190, 191, 194, 196, 197, 198, 199, 200, 203,
204, 205, 206, 207, 209, 215, 223, 224, 229, 231, 232, 233, 237, 249, 250,
251, 254
Hopper, Dennis: 149
Ivory, James: 241
Jarmusch, Jim: 2, 45, 209
Kubrick, Stanley: 3, 20
Lang, Fritz: 179
Lee, Spike: 22, 45, 67, 103, 148
Lewis, Jerry: 190
Linklater, Richard: 193
Lucas, George: 254
Mamet, David: 65
Mann, Michael: 52, 246
Pennebaker, D. A.: 139
Polanski, Roman: 103, 166
Scorsese, Martin: 6, 69, 85, 171, 196
Scott, Riddley: 4, 27
Sirk, Douglas: 29, 89
Spielberg, Steven: 75, 108, 111, 215
Stone, Oliver: 11, 141, 197
Tarantino, Quentin: 157
Van Sant, Gus: 198
Walsh, Raoul: 3, 21, 47
Welles, Orson: 125, 126, 136
Wilder, Billy: 25, 117, 207
Cine europeo
Europa: 88, 89, 124
Alemania
Fassbinder, Rainer W.: 24, 89, 90
Murnau, Friedrich: 147
Riefenstal, Leni: 56, 57
Straub–Huillet: 209
Von Trier, Lars: 103, 248
Wenders, Wim: 45, 47
España 6 (9, 24, 64, 207, 213, 217)
Almodóvar, Pedro: 24, 25, 184
Trueba, Fernando: 64, 207
Francia 8 (79, 99, 185, 216, 218, 234, 235, 236)
Bresson, Robert: 236
Buñuel, Luis: 211
Chabrol, Claude: 216
Garrel, Philippe: 209
Godard, Jean–Luc: 209
Marker, Chris: 209
Rivette, Jacques: 209
Rohmer, Eric: 178, 179, 180
Tavernier, Bertrand: 218
Truffaut, François: 99, 234,235
Inglaterra 6 (42, 114, 130, 134, 176, 222)
Branagh, Kenneth: 106
Davies, Terence: 184
Frears, Stephen: 59, 130
Greenaway, Peter: 8, 45, 74
Jarman, Derek: 209
Loach, Ken: 134, 184
Italia 1 (242)
Fellini, Federico: 103, 217
Moretti, Nanni: 33, 209, 242
Scola, Ettore: 45, 246
Portugal
Monteiro, João César: 209
Oliveira, Manoel de: 184
Otros
Angelopoulos, Theo: 209
Bergman, Ingmar: 88
Egoyan, Atom: 202
Kieslowski, Krzysztof: 193
Mijalkov, Nikita: 3
Cine latinoamericanocine
Cine latinoamericano: 116, 182, 204, 208, 214, 221, 225, 238, 244, 252, 256
Ripstein, Arturo: 209, 244
Rocha, Glauber: 208
Crítica/Cinefilia
Bazin, André: 26, 178
Cahiers: 26, 109
Crítica: 3, 8, 16, 26, 31, 38, 43, 44, 50, 51, 59, 63, 73, 84, 96, 101, 109, 112,
128, 135, 136, 138, 144, 145, 146, 152, 158, 167, 170, 172, 178, 192, 210,
214, 215, 219, 221, 224, 226, 245, 247, 255
Editorial: 38, 51, 63, 73
El Amante: 38, 152, 247
Positif: 109
Cruces
Arte: 46, 248
Ética: 56, 80, 162, 196, 206, 218
Filosofía: 144, 242
Historia: 78, 185, 227, 249
Modernidad: 178, 180, 190
Psicología: 166
Religión: 69, 124, 171, 196, 199, 203, 236, 248
Ficción y documental
Documental: 58, 151, 181, 243, 253
Ficción: 14, 141, 150, 206, 242, 243
Ficción y Documental: 11, 151
Fuera del cine
Fuera del cine: 104, 160, 182, 195, 201
Géneros
Acción: 96
Aventuras: 12, 251
Bélico: 3, 231
Ciencia ficción: 86
Comedia: 32, 39, 49, 59, 77, 85, 87, 98, 106, 121, 128, 133, 144, 190, 191,
207
Comedia musical: 48
Comedia romántica: 191, 250
Deporte: 50, 62, 72, 143, 232, 250
Entretenimiento: 23
Gangsters: 98, 171
Guiones: 19, 23, 65, 209, 227
Juicios: 164
Misterio: 21
Noir: 47, 85, 157, 175
Policial: 93, 94, 183
Road Movie: 4
Suspenso: 21
Terror: 36, 187, 188
Thriller: 19
Western: 12, 13, 34
Inasibles
Amor: 137
Crueldad: 1, 8, 22, 28, 42, 136
Deseo: 24
Muerte: 79
Nostalgia: 68, 77
Sadismo: 74
Sexo: 39, 179
Simetría: 74, 202
Sueños: 217
Independiente
Independiente: 61
Literatura/Teatro
Camus, Albert: 82
Literatura: 52, 56, 71, 82, 90, 101, 109, 116, 120, 126, 136, 142, 144, 146,
165, 204, 222
Shakespeare, William: 106, 222
Teatro: 106
Medios
Radio: 3
Tecnología: 150, 195, 201, 219
Televisión: 11, 59, 102, 141, 181, 198, 223
Nazismo
Hitler, Adolf: 56
Nazismo: 56, 90, 111
Shoah: 111
Niñez
Niñez: 75, 226, 229, 240
Política
Política: 1, 11, 13, 16, 27, 33, 58, 64, 66, 67, 68, 76, 81, 82, 87, 90, 91, 95,
102, 112, 116, 120, 131, 134, 141, 150, 154, 156, 171, 177, 189, 191, 197,
203, 216, 225, 227, 230, 238, 239, 249, 252
Peronismo: 68
Populismo: 1
Racismo: 9
Rock
Dylan, Bob: 139
Rock: 2, 6, 32, 48, 113, 132, 139, 160
The Band: 6
Viajes/Festivales
Viajes/Festivales: 104, 182, 184, 204, 209, 214, 221, 238, 243, 252, 256
Video
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INDICE
PRESENTACIÓN

PRÓLOGO
ENTREVISTA A QUINTÍN Y FLAVIA DE LA FUENTE - PRIMERA PARTE

1991
1. El hombre antes que el título
2. La película del rey
3. Páginas de video. Desde el sillón

II
1992
4. Un camino para dos
5. Mujeres al borde
6. The Last Waltz
7. Dossier Coppola. El brillo de los héroes
8. Diez nuevas razones para odiar a Peter Greenaway y un epílogo
9. Páginas de video. Desde el sillón
10. Páginas de video. Desde el sillón
11. ¿Puede el cine curar la calvicie?
12. Páginas de video. Desde el sillón
13. Un invierno para recordar
14. La multiplicación de las madres
15. Subiela y nosotros: un diario
16. Elogio del cine en video
17. Video
18. Video
19. Tristes thrillers
20. Dossier Llegando los monos. El día que se iluminaron los monos
21. Video

22. Batman Vuelve. Recuadro: Introducción a la ética tribal


23. ¿Cambiaría su vida por la del sargento Riggs?
24. Dossier Almodóvar. Pedro Almodóvar: la seriedad del deseo
25. Todo Almodóvar
26. Esa otra revista de tapas amarillas
27. La gloria de Ripley
28. Setenta cameos y ninguna flor
29. Video
30. Video. Recuadro: A mí me gustó
31. Todos los cines, ¿el cine?
32. It’s excellent
33. Instrucción cívica
34. Dossier Eastwood. El amigo americano
35. Todo Eastwood
36. Dossier Terror
37. Premio Méliès
38. El año que vivimos encerrados
39. Yo no estoy loco (*)
40. Gran Hotel Casablanca
41. Video.

III
1993
42. Las dos inglesas
43. El guardabosques
44. ¿Qué gusto tiene el pochoclo salado?
45. Informe especial: 70 directores en el 92
46. El extraño caso del Dr. Woody y Mr. Allen
47. Dossier Cine negro
48. Video
49. Video
50. Otras yerbas
51. Editorial
52. Cómo filmar mal: un método
53. Héroes
54. El gordo, mi mujer y yo
55. El cine en pantuflas
56. Las vidas de Fräulein Leni
57. Otras yerbas
58. Replay en Catamarca
59. El juego de las risas
60. Algo más sobre Janet y Jane
61. Modernos en Long Island
62. Video
63. Editorial
64. Escritores y tipógrafos
65. Mamet martiriza más
66. Dossier Cine argentino
67. El caballero audaz
68. El alma del suburbio
69. Dossier Ferrara. Crimen y castigo
70. Dossier Ferrar
71. Libros. Hollywood en las pampa
72. Video
73. Editorial
74. La muda forma del sadismo
75. Dossier Spielberg. La niñez: tu ilusión y tu sustento
76. Tango atroz
77. El rey de la comedia
78. San Martín, el gallego
79. El sida es más frío que la muerte
80. Volando a Río
81. Agresti ocho y dos tercios
82. Ahí viene la plaga
83. El día de la raza
84. Fracasos y bodrios
85. Mírala de nuevo, Sam
86. Dossier Ciencia ficción
87. Cuando Dave conoció a Hillary
88. La plenitud de la vida
89. Dossier Fassbinder. 37 x 43
90. Dossier Fassbinder. Las penas de Franz Biberkopf
91. Veinte años después
92. Visto. Leído. Visitas
93. Estrenos en video
94. Estrenos en video
95. El misterio de la cuarta amarilla
96. A través del Pacífico
97. Dragon: la vida de Bruce Lee
98. Visto, leído
99. Estrenos en video
100. El Universo Ozu
101. Ozu en su tinta

IV

1994
102. Las patas de la mentira
103. Informe especial: 75 directores en el 93
104. Antes del terremoto
105. Nacida en el Bayou
106. Un sano esparcimiento
107. O sole mio
108. Allá lejos y hace tiempo
109. Teatro de revistas
110. Estrenos en video
111. El color del dinero
112. El silencio de los culpables
113. Dossier Cine y rock. Rock & Rollo
114. Estrenos en video
115. Estrenos en video
116. Con las peores intenciones
117. 18 películas de Billy Wilder
118. Visto, leído
119. La especialidad de la casa
120. Lo que el tiempo ha borrado
121. Todas las películas de Peter Bogdanovich
122. Visto, leído
123. Visto, leído
124. Lama nada
125. Dossier Welles. Últimas noticias sobre Welles
126. Dossier Welles. Uno de esos americanos
127. Otro cine
128. Dossier Comedia. ¡Abajo la comedia!
129. Juegos mentirosos
130. Cerveza para todos
131. Detrás de la censura
132. El último de los modernos
133. Estrenos en video
134. Horas desesperadas
135. Glotones y anoréxicos
136. Sed de mal
137. El otro señor Gallimard
138. Tentaciones de la crítica
139. El joven Dylan
140. Made in Taiwán
141. Mis criminales favoritos
142. Mundo cine
143. Estrenos en video
144. Bienvenido Mr. Cavell
145. Las 50 mejores películas de la historia
146. Revistas
147. Estrenos en video
148. Estrenos en video
149. Estrenos en video

ENTREVISTA A QUINTÍN Y FLAVIA DE LA FUENTE - SEGUNDA PARTE


V
1995
150. A través del espejo
151. Lavelli por Filippelli
152. Las diez películas de El Amante. Balance 94
153. Estrenos en video
154. Estrenos en video
155. El pescado asesino
156. Dossier Ford. Apuntes para una introducción
157. Estrenos en video
158. La ciencia de la lógica
159. El año que conocí a Fischerman
160. Mundo cine
161. Videos
162. 2600 almas
163. El tigre en la sombra
164. ¿Será justicia?
165. Libros
166. Terapia de grupo
167. Hermano Ed
168. Dossier Tim Burton
169. El carnaval de las almas
170. Divisas y dinosaurios
171. En el nombre del padre
172. Amebalandia revelada
173. Batman eternamente
174. Dossier Coen
175. Dossier Coen
176. Video
177. La aventura ¿es la aventura?
178. Dossier Rohmer
179. Dossier Rohmer
180. Dossier Rohmer
181. La Argentina secreta
182. 8 días de septiembre
183. Video
184. La maratón de Nueva York
185. La pandilla salvaje
186. Más allá de Rangún
187. Dossier Carpenter
188. Dossier Carpenter
189. Las aguas bajan turbias
190. Dossier Jerry Lewis

VI
1996
191. Mi querido presidente
192. ¿Habrá sido así?
193. Todos los estrenos
194. La red
195. Diario de la red
196. El ruso, el tano y la puta
197. Un rostro con tres trazos
198. Los santos inocentes
199. Historia de una monja
200. Party salvaje
201. Diario de la red
202. Dura es la carne
203. Todos los hombres del intendente
204. Tres semanas en otras ciudades.
205. Cerebros fritos
206. Crímenes y pecados
207. Trueba en Paletolandia
208. Dossier Glauber Rocha. Introducción
209. Tres semanas en otras ciudades.
210. De eso se puede hablar
211. Bella de ayer
212. Geisha
213. La pasión turca
214. Tres semanas en otras ciudades.
Tercera parte: Cine en Montevideo
215. Soplando en el viento
216. Tiempo de asesinas
217. La luna en el ojo ajeno
218. Derecho a réplica
219. Diario de la red
220. Mi vieja se dio cuenta
221. Inventario gaúcho
222. Rebuznando con el bardo
223. Algo muy personal
224. Defensa de Whit Stillman
225. Pra frente Brasil?
226. El niño que no sabía demasiado
227. Femenino – masculino
228. A mitad de camino
229. Un niño espera
230. Los malvados duermen bien
231. Valor bajo fuego
232. Tin Cup–Juegos de pasión
233. Masacre en el Bronx
234. Dossier Truffaut
235. Dossier Truffaut
236. Video
237. Video
238. Un lugar en el mundo
239. Buenos Aires viceversa
240. Village of Dreams
241. Miscelánea
242. Teorema
243. Los documentales no muerden
244. Dossier Ripstein. Los sueños de los Ripstein
VII
1997
245. Está lista la lista
246. Todas las películas del 96
247. Sueño de una noche de verano
248. El reino de los cielos
249. La Cenicienta argentina
250. Un mundo feliz
251. Garras (donde comienza la leyenda)
252. Ensalada catalana
253. Hombres del hierro
254. Dossier La guerra de las galaxias. 9 hipótesis a corroborar
255. Dossier: la crítica en cuestión.
256. Cuentos de primavera

ENTREVISTA A QUINTÍN Y FLAVIA DE LA FUENTE - TERCERA PARTE


ÍNDICE
ONOMÁSTICO

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