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“Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo”: En la Encarnación, el Hijo
de Dios asume la naturaleza humana, para de esta forma salvar a la humanidad. Jesús es
verdadero Dios y verdadero hombre, no es una mezcla confusa entre lo divino y lo humano,
se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios, “en todo semejante a
nosotros menos en el pecado” (Hb 4,15).
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1,35), le dice el Ángel a María. Fue enviado para
santificar el seno de María y fecundarla por obra divina. La misión del Espíritu Santo está
unida y ordenada a la del Hijo, toda la vida de Jesucristo manifestará “cómo Dios le ungió
con el Espíritu Santo y con poder” (Hch 10,38).
“Nació de Santa María Virgen”: Lo que la fe católica cree acerca de María, se funda en
lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña de María ilumina a su vez la fe en Cristo.
Dios quiso el SI de la que estaba predestinada, antes de cumplir su obra. Así como Eva nos
abrió las puertas de la muerte, María abrió las puertas de la vida. Para ser la Madre del
Salvador, fue dotada de muchos dones. “Llena de gracia” le dice el Ángel, y un claro
ejemplo es su Inmaculada Concepción: el Papa Pio IX al declararlo como dogma de fe
dice “preservada inmune de toda mancha de pecado original”. Pero todo esto le viene de
Cristo, es decir, que Ella fue redimida de manera más sublime en atención a los méritos de
su Hijo. Otro claro ejemplo es su virginidad: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un
hijo” (Mt 1,23); es una obra divina, “lo concebido en ella viene del Espíritu Santo”, le dice el
Ángel a San José. Y mediante la profundización de la fe, nos lleva a confesar una virginidad
real y perpetua de María… la siempre virgen. Por otra parte, la maternidad de María no
queda de forma exclusiva con su Hijo, sino que se extiende: “Dio a luz al Hijo, al que Dios
constituyó el mayor de muchos hermanos” (Rm 8,29), es decir, de nosotros, los creyentes.
“Padeció bajo el poder de Poncio Pilato”: Por medio de la Ley, Jesús se somete en
todo, hasta en lo más pequeño. De hecho, es el único que puede cumplir hasta en la
mínima prescripción: “¿Quién de ustedes probará que tengo pecado?” (Jn 8,46). Le da
cumplimiento: “No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas, sino a dar
cumplimiento.” (Mt 5,17); y perfecciona la Ley: “Han oído que se dijo a los antepasados…
pero yo les digo.” (Mt 5,33). Jesús le da la interpretación definitiva, por medio de su
autoridad divina. De hecho, la gente quedaba sorprendida, porque “enseñaba como quien
tiene autoridad y no como los escribas.” (Mt 7,28-29).
Jesús era todo un escándalo para los escribas y fariseos… porque venía a perdonar a los
pecadores, y esto reflejaba lo que Dios hacía con ellos, con el pueblo de Israel. Pero no
examinaban en sí mismos, sino que señalaban al prójimo, y creían saberlo todo: “Si ustedes
fueran ciegos no tendrían pecado, pero como dicen ‘Vemos’, su pecado permanece.” (Jn
9,41). No podían comprender que una persona perdonara los pecados y, por tanto,
pensaban que se hacía pasar por Dios. Su ignorancia y el endurecimiento de sí mismos, los
llevaron a decir que Jesús blasfemaba, y por tanto pidieron a Poncio Pilato su muerte.
“fue crucificado, muerto…”: quienes condenaron a Jesús fueron los judíos, pero no
fueron responsables colectivamente… sino que fue “la ignorancia” (Hch 3,17) por parte del
pueblo de Jerusalén y de los jefes la que llevó a Jesús a ser juzgado por las autoridades.
Sin embargo, somos nosotros quienes, por nuestros pecados, crucificamos al Señor.
Cometemos un crimen aún mayor, ya que nosotros decimos conocerlo, e incluso así lo
despreciamos, al seguir renegando de El con nuestras acciones. Al respecto, San Pablo dice:
“De haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria” (1 Co 2,8); y
San Francisco: “Los demonios no son los que le han crucificado, eres tú quien con ellos lo has
crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados.”.
Es verdad que la muerte de Jesús es un designio de Dios, pero no por esto, los ejecutores
son pasivos, como simples instrumentos de Sus propósitos. Para Dios, los momentos de los
tiempos están presentes en su actualidad, por tanto, la respuesta de cada hombre es libre a
su gracia. Sin embargo, Dios permite que por su ignorancia y ceguera, se cumplan sus
designios… Jesús cuando lo iban a buscar para ser juzgado dice: “El pondría
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inmediatamente más de doce legiones de ángeles. Pero entonces, ¿cómo se cumplirían las
escrituras?” (Mt 26,53-54).
Jesús es la ofrenda al Padre: “Hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su
obra.” (Jn 4,34). Es el Cordero de Dios, como símbolo de la redención de Israel cuando
celebró la primera Pascua. Pero esta ofrenda es libre, Jesús lo hace con total
libertad: “Nadie me quita la vida. Yo la doy voluntariamente.” (Lc 22,19). Y nos une al
Sacrificio con la Institución de la Eucaristía, cuando nos pide: “Hagan esto en memoria
mía” (Lc 22,19). Nos une también al pedirnos que carguemos con nuestras cruces; al
respecto, Santa Rosa de Lima dice:“Fuera de la cruz no hay otra escala por donde subir al
cielo.”; y María es la que más íntimamente está unida al misterio de su sufrimiento
redentor. Ella es quien más Lo conoce, y a quien la profetisa Ana le anunció: “A ti misma
una espada te atravesará el corazón” (Lc 2,15).
“y sepultado”: Jesús no solo murió por nuestros pecados, sino que gustó la muerte…
conoció el estado de muerte, es decir, la separación entre el alma y el cuerpo. Dios no
impidió su muerte, según la naturaleza humana, pero unió su alma y su cuerpo con la
Resurrección, para que sea Él mismo en persona el punto de encuentro entre la muerte y la
vida. Aunque estas dos partes (cuerpo y alma) existieron desde un principio en la persona
del Verbo, con la muerte fueron separados uno del otro; sin embargo, permanecieron cada
cual en la misma persona del Verbo.
La Resurrección al tercer día es una prueba de incorruptibilidad de su cuerpo, ya que se
suponía que al cuarto día se daba la corrupción.
Con el Bautismo nosotros bajamos al sepulcro, muriendo al pecado. Como dice San
Pablo: “Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo
resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva.” (Rm 6,4).