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LECCIÓN 03

EL CREDO EXPLICADO SIGUIENDO EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

El credo explicado. (Basado en el Catecismo de la Iglesia Católica)


 
“Creo en Dios”: Esta es la primera afirmación y la más importante. Así como los demás
mandamientos dependen del primero, del amar a Dios, las demás partes del Credo
dependen de esta afirmación, ya que es el núcleo central; el resto de nuestro Credo nos
ayudan a conocer más y mejor a Dios.
Nuestro Dios es:
 Único: “Yo soy Dios, no existe ningún otro… ante mí se doblará toda rodilla…” (Is
45,23). Si bien son tres Personas, es una sola Esencia o Naturaleza simple.
 Vivo: Dios de los padres, compasivo y fiel a sus promesas. “Yo soy”… Dios no dice
“Yo fui” o “Yo seré”, es un Dios vivo y presente, siempre y para siempre. Por eso es
que es fiel a sí mismo y a sus promesas.
 la Verdad: Por eso sus palabras no pueden engañar, y sus promesas se cumplen, es
un Dios verdadero. El pecado nació de la mentira del tentador, que llevó al hombre a
dudar de la Palabra de Dios. A causa de esto, Dios nos envió a su Hijo Jesús
para “dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37)
 Amor: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único”(Jn 3,16). El amor de Dios
es gratuito, misericordioso, que a pesar de nuestras infidelidades y nuestros pecados
nos perdona, y eterno: “Los montes se correrán y las colinas se moverán, más mi amor
de tu lado no se apartará” (Is 54,10).

“Padre”: Este término tiene dos aspectos: El primero es que es Padre por ser origen
primero de todo y como autoridad, el segundo es como Padre bondadoso y con solicitud
amorosa para todos sus hijos. La visión que nosotros tenemos de padre y madre, son
humanas, aunque como ellos son falibles, por ser humanos, pueden desfigurar la imagen
de paternidad y maternidad que nos hacemos de Dios; pero como Dios no es hombre ni
mujer, nadie es Padre como lo es Dios.
También este término viene en cuanto a su Hijo único: “Nadie conoce al Hijo sino el
Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.”  (Mt
17,27). Esto es que el Hijo es “consubstancial” al Padre, o sea, un solo Dios con él. Se
realiza una distinción de Padre en cuanto a las tres personas de la Trinidad.
“Todopoderoso”: La Sagradas Escrituras confiesan mucho el poder universal de
Dios: “Señor de los ejércitos” (Sal 24,10); “Todo lo que El quiere lo hace” (Sal 115,3); “El
Fuerte de Israel” (Is 1,24).
Es todopoderoso porque creó el mundo de la nada, y dispone de su obra según su
voluntad. Nada le es imposible, porque Él lo creó.
Es el Señor de la historia, que gobierna los corazones y acontecimientos según su
voluntad. Su poder se halla en su mayor alto grado, al perdonarnos libremente los pecados.
Este poder no es arbitrario, se ajusta a su voluntad y a su sabia inteligencia.
Así como María creyó que “Nada es imposible para Dios”, también nosotros si lo
hacemos, podremos creer sin vacilación las cosas más grandes e incomprensibles.
“Creador del cielo y de la tierra”: Las primeras palabras de la Biblia son “En el
principio Dios creó el cielo y la tierra” (Gn 1,1). La creación es el fundamento de todos los
designios salvíficos de Dios, es el comienzo de la historia de la salvación, que culmina con
Cristo. Al mismo tiempo, en Cristo vemos reflejado el porqué de la creación, es decir, que la
creación y el fin van tomados de la mano. Dicen los primeros versículos del Evangelio de
Juan: “En el principio existía la Palabra… y la Palabra era Dios. Todo fue hecho por él y sin él
nada ha sido hecho.” Y San Pablo nos dice también que “en él fueron creadas todas las
cosas en los cielos y en la tierra… todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a
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todo y todo tiene en él su consistencia”. Claramente vemos la unión inseparable entre la
creación y su finalidad que es Cristo, quien también es el medio.
El mundo fue creado para gloria de Dios “no para aumentar su gloria sino para
manifestarla y comunicarla” dice San Buenaventura. Y es su amor y bondad por la cual nos
creó: “Abierta su mano con la llave del amor surgieron las criaturas.” (Santo Tomás de
Aquino). La gloria de Dios es el hombre vivo. “Si ya la revelación de Dios para la creación
procuró la vida a todos los seres que viven en la tierra, cuánto más la manifestación del Verbo
procurará la vida a los que ven a Dios.” (San Ireneo de Lyon).
El término “cielo y tierra” hace mención en las Sagradas Escrituras a todo lo que existe,
a la creación entera. La tierra es el mundo de los hombres; el cielo es el “lugar” propio de
Dios (“Nuestro padre que está en los cielos…” (Mt 5,26) ), es el lugar donde esperamos ir al
morir, es el lugar de las criaturas espirituales (ángeles) que rodean a Dios.
“Creo en Jesucristo su único Hijo, nuestro Señor”:
El nombre de “Jesús” significa, en hebreo, “Dios salva”. Es el nombre propio que
designa el ángel Gabriel en la Anunciación, y expresa su misión e identidad,
porque… “¿Quién puede perdonar los pecados sino solo Dios?” (Mc 2,7); en Jesús “Salvará a
su pueblo de sus pecados”.(Mt 1,21). El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de
Dios está presente en la persona de su Hijo; El es el Nombre divino que puede ser invocado
por todos, ya que en la Encarnación se unió a los hombres: “No hay bajo el cielo otro
nombre dado a los hombres por el que nosotros debemos salvarnos.” (Hch 4,12). Él es
el “Nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2,9)… los espíritus malignos temen su
Nombre; los discípulos de Jesús hacen milagros en su nombre… “Todo lo que pidan al
Padre en mi Nombre, él se lo concederá.” (Jn 15,16).
Por su parte, el nombre de “Cristo” deriva de la traducción griega de la palabra hebrea
“Mesías”, que significa “Ungido”. Antes en Israel, eran ungidos en el nombre de Dios
quienes eran consagrados para una misión que habían recibido de Él. Era el caso de los
reyes, sacerdotes y profetas, y, en Jesús, se cumple esta triple función: El es rey, es
sacerdote y es profeta. En el mismo nombre de Cristo está sobreentendido: El que ha
ungido (el Padre), el que ha sido ungido (el Hijo) y la Unción misma (el Espíritu Santo). Esta
unción se da en el bautismo que recibe en el Río Jordán. Dice en los Hechos de los
Apóstoles: “Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder.” (Hch 10,38).
El título de “Hijo de Dios” es el centro de la fe apostólica. Pedro, cimiento de la Iglesia,
fue el primero en profesar esta verdad, al decir: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt
16,16). Hay una distinción entre nosotros como hijos de Dios, y la relación de Jesús como
Hijo Único de Dios, Él mismo la hace: “Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el
Dios de ustedes” (Jn 20,17). Se puede poner como comparación la parábola del viñador que
manda a recolectar los frutos a través de sus servidores (Mt 21, 33-39), a quienes matan
sucesivamente; luego, ya no son más sus “siervos” a quienes manda, sino que elige a su
propio hijo, a quien terminan también matando. En el Bautismo y en la Transfiguración se
oye una voz, la voz del Padre, que declara a Jesús como su “Hijo Amado”. Jesús también se
designa a sí mismo el “Hijo Único de Dios” (Jn 3,16), afirmando su preexistencia eterna.
Nosotros los creyentes, es en el misterio pascual en donde podemos alcanzar el sentido
pleno del título de “Hijo de Dios”, porque es allí donde se cumple el plan de Salvación; el
mismo centurión que le atravesó la espada dijo “Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios”(Mc 15,39)
El nombre de “Señor”, es la traducción griega “Kyrios”, de la palabra YHWH (“Yahveh”).
En el Nuevo Testamento se emplea este término también para Jesús, reconociendo de esta
forma su divinidad. Cuando la gente se le acercaba para pedirle el Socorro o alguna
curación, le decían Señor, por respeto y confianza. Al mismo tiempo, San Pablo nos
dice “Nadie puede decir: ‘Jesús es Señor’ si no está impulsado por el Espíritu Santo.” (1 Co
12,3).

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“Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo”: En la Encarnación, el Hijo
de Dios asume la naturaleza humana, para de esta forma salvar a la humanidad. Jesús es
verdadero Dios y verdadero hombre, no es una mezcla confusa entre lo divino y lo humano,
se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios, “en todo semejante a
nosotros menos en el pecado” (Hb 4,15).
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1,35), le dice el Ángel a María. Fue enviado para
santificar el seno de María y fecundarla por obra divina. La misión del Espíritu Santo está
unida y ordenada a la del Hijo, toda la vida de Jesucristo manifestará “cómo Dios le ungió
con el Espíritu Santo y con poder” (Hch 10,38).
“Nació de Santa María Virgen”: Lo que la fe católica cree acerca de María, se funda en
lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña de María ilumina a su vez la fe en Cristo.
Dios quiso el SI de la que estaba predestinada, antes de cumplir su obra. Así como Eva nos
abrió las puertas de la muerte, María abrió las puertas de la vida. Para ser la Madre del
Salvador, fue dotada de muchos dones. “Llena de gracia” le dice el Ángel, y un claro
ejemplo es su Inmaculada Concepción: el Papa Pio IX al declararlo como dogma de fe
dice “preservada inmune de toda mancha de pecado original”. Pero todo esto le viene de
Cristo, es decir, que Ella fue redimida de manera más sublime en atención a los méritos de
su Hijo. Otro claro ejemplo es su virginidad: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un
hijo” (Mt 1,23); es una obra divina, “lo concebido en ella viene del Espíritu Santo”, le dice el
Ángel a San José. Y mediante la profundización de la fe, nos lleva a confesar una virginidad
real y perpetua de María… la siempre virgen. Por otra parte, la maternidad de María no
queda de forma exclusiva con su Hijo, sino que se extiende: “Dio a luz al Hijo, al que Dios
constituyó el mayor de muchos hermanos” (Rm 8,29), es decir, de nosotros, los creyentes.
“Padeció bajo el poder de Poncio Pilato”: Por medio de la Ley, Jesús se somete en
todo, hasta en lo más pequeño. De hecho, es el único que puede cumplir hasta en la
mínima prescripción: “¿Quién de ustedes probará que tengo pecado?” (Jn 8,46). Le da
cumplimiento: “No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas, sino a dar
cumplimiento.” (Mt 5,17); y perfecciona la Ley: “Han oído que se dijo a los antepasados…
pero yo les digo.” (Mt 5,33). Jesús le da la interpretación definitiva, por medio de su
autoridad divina. De hecho, la gente quedaba sorprendida, porque “enseñaba como quien
tiene autoridad y no como los escribas.” (Mt 7,28-29).
Jesús era todo un escándalo para los escribas y fariseos… porque venía a perdonar a los
pecadores, y esto reflejaba lo que Dios hacía con ellos, con el pueblo de Israel. Pero no
examinaban en sí mismos, sino que señalaban al prójimo, y creían saberlo todo: “Si ustedes
fueran ciegos no tendrían pecado, pero como dicen ‘Vemos’, su pecado permanece.” (Jn
9,41). No podían comprender que una persona perdonara los pecados y, por tanto,
pensaban que se hacía pasar por Dios. Su ignorancia y el endurecimiento de sí mismos, los
llevaron a decir que Jesús blasfemaba, y por tanto pidieron a Poncio Pilato su muerte.
“fue crucificado, muerto…”: quienes condenaron a Jesús fueron los judíos, pero no
fueron responsables colectivamente… sino que fue “la ignorancia” (Hch 3,17) por parte del
pueblo de Jerusalén y de los jefes la que llevó a Jesús a ser juzgado por las autoridades.
Sin embargo, somos nosotros quienes, por nuestros pecados, crucificamos al Señor.
Cometemos un crimen aún mayor, ya que nosotros decimos conocerlo, e incluso así lo
despreciamos, al seguir renegando de El con nuestras acciones. Al respecto, San Pablo dice:
“De haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria” (1 Co 2,8); y
San Francisco: “Los demonios no son los que le han crucificado, eres tú quien con ellos lo has
crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados.”.
Es verdad que la muerte de Jesús es un designio de Dios, pero no por esto, los ejecutores
son pasivos, como simples instrumentos de Sus propósitos. Para Dios, los momentos de los
tiempos están presentes en su actualidad, por tanto, la respuesta de cada hombre es libre a
su gracia. Sin embargo, Dios permite que por su ignorancia y ceguera, se cumplan sus
designios… Jesús cuando lo iban a buscar para ser juzgado dice: “El pondría
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inmediatamente más de doce legiones de ángeles. Pero entonces, ¿cómo se cumplirían las
escrituras?” (Mt 26,53-54).
Jesús es la ofrenda al Padre: “Hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su
obra.” (Jn 4,34). Es el Cordero de Dios, como símbolo de la redención de Israel cuando
celebró la primera Pascua. Pero esta ofrenda es libre, Jesús lo hace con total
libertad: “Nadie me quita la vida. Yo la doy voluntariamente.” (Lc 22,19). Y nos une al
Sacrificio con la Institución de la Eucaristía, cuando nos pide: “Hagan esto en memoria
mía” (Lc 22,19). Nos une también al pedirnos que carguemos con nuestras cruces; al
respecto, Santa Rosa de Lima dice:“Fuera de la cruz no hay otra escala por donde subir al
cielo.”; y María es la que más íntimamente está unida al misterio de su sufrimiento
redentor. Ella es quien más Lo conoce, y a quien la profetisa Ana le anunció: “A ti misma
una espada te atravesará el corazón” (Lc 2,15).
“y sepultado”: Jesús no solo murió por nuestros pecados, sino que gustó la muerte…
conoció el estado de muerte, es decir, la separación entre el alma y el cuerpo. Dios no
impidió su muerte, según la naturaleza humana, pero unió su alma y su cuerpo con la
Resurrección, para que sea Él mismo en persona el punto de encuentro entre la muerte y la
vida. Aunque estas dos partes (cuerpo y alma) existieron desde un principio en la persona
del Verbo, con la muerte fueron separados uno del otro; sin embargo, permanecieron cada
cual en la misma persona del Verbo.
La Resurrección al tercer día es una prueba de incorruptibilidad de su cuerpo, ya que se
suponía que al cuarto día se daba la corrupción.
Con el Bautismo nosotros bajamos al sepulcro, muriendo al pecado. Como dice San
Pablo: “Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo
resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva.” (Rm 6,4).

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