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ANTOLOGÍA

Mientras queden las palabras : antología / Andrea Viveca Sanz ... [et al.]. -
1a ed. - La Plata : Javier Bibiloni Ediciones, 2021.
Libro digital, PDF

Archivo Digital: descarga


ISBN 978-987-3730-79-5

1. Narrativa Argentina. I. Viveca Sanz, Andrea.


CDD A863

Diseño de tapa e interior: Lucía Tommasi.


Instagram: @luciatommasi21 Mail: luciatommasi21@hotmail.com
Alumna de Taller de Comunicación Visual 3C, de la facultad de Artes. UNLP
PRÓLOGO

Esta antología de cuentos es el resultado de un tra-


bajo conjunto con la Cátedra Taller de Comunicación
Visual 2-5 C, de la carrera de Diseño en Comunicación
Visual de la Facultad de Artes de la Universidad Nacio-
nal de La Plata. El objetivo principal fue vincular a los
alumnos con la edición de un libro. De este modo, esta an-
tología, es una práctica que nos reúne a los escritores
con los futuros diseñadores y diseñadoras. Es una pro-
puesta enriquecedora, ya que la edición de un libro es el
objetivo final para un escritor. Ver los cuentos impresos,
con un diseño que representa la esencia de lo que transmite
cada una de las historias, nos genera una gran satisfacción.
La puesta en marcha fue un gran desafío para los
alumnos y alumnas. La selección de este diseño, a cargo
de la alumna Lucía Tommasi, cierra un año de trabajo
donde los escritores que forman parte han podido ver la
evolución de los diseños presentados.
Con esta publicación, los lectores disfrutarán y
conocerán el mensaje que los cuentos proponen. Tam-
bién pondrán en acción su competencia lectora para
producir significados. Cada quien se acercará desde su
sensibilidad a las historias y producirá sentidos. Todos
los que formamos parte de este proyecto esperamos
con entusiasmo sus devoluciones.
Lic. Sara Isabella Bonfante

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ÍNDICE

Al lado de mi cama
encontré zapatos que no son míos
Cecilia Anglada 10
13 Amor en tiempos sin luna
Marta Tomenello
Ayer, hoy y mañana
Sara Isabella Bonfante 19
22 ¿Cafecito?
Marta Tomenello
Diario de cuarentena
Sara Isabella Bonfante 26
30 El árbol de fuego
Andrea Viveca Sanz

37
El misterio de adiós
que trae el tren
Marta Tomenello
Soliloquio del narrador

43 y el personaje
Javier Bibiloni

El secreto de los jardines


Patricia Alejandra Coria 52
La ficción de la ficción o

58 Mentira la ficción
Sara Isabella Bonfante
63 La textura de una palabra
Andrea Viveca Sanz
La tormenta
Cecilia Anglada 68
76 La trampa del olvido
Marcela Chiquilito
La voz del espejo
Andrea Viveca Sanz 79
82 Mi padre y el tren
Patricia Alejandra Coria

Pies en el barro,
ojos en el cielo
Marcela Chiquilito
88
93 Sonidos de mi infancia
Patricia Alejandra Coria
Un cuento de Navidad
Cecilia Anglada 97
101 Y ahora te llaman Margot
Marcela Chiquilito
Al lado de mi cama
encontré zapatos que no son míos
Cecilia Anglada
Al lado de mi cama encontré
zapatos que no son míos

Llegué a casa después de un día agotador, no en-


cendí la luz del comedor. Tiré todo sobre la mesa y
cuando pasé por la cocina vi platos sucios y cosas despa-
rramadas, y pensé: esto no es mío, pero era mi casa, la llave
abrió la puerta, así que definitivamente era mi casa. Fui
sacándome la ropa por el camino y sabía que al otro
día iba a estar molesta por tener que levantarla. Cuan-
do llegé a la cama iba a sacarme el jean, pero al sacarme
los zapatos palpé algo al lado de mi pie. No me dio la
gana de pensar qué podía ser, estaba demasiado agota-
da. Cuando fui a levantar la almohada para sacar el ca-
misón, me resultó muy pesada y pensé si la habría usado
de biblioteca como siempre lo hacía, pero no lo recor-
daba. Me metí en la cama al fin, y al rozarla mi mano
se paralizó, mi pulso se aceleró, una sudoración fría
recorrió mi cuerpo. Pude moverme y bajé mis pies para
correr y al lado de mi cama encontré zapatos que no son
míos. El miedo se apoderó de mi y pensé: un ladrón no

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se va a acostar a dormir, pero ¿si lo hacía? Mejor correr
y llamar a un vecino que me ayude, me dije. Golpeé la
puerta de mi vecina y le expliqué, llamamos a la policía.
Cuando la patrulla llegó, entramos al departamento, yo
detrás de ellos. Les dije donde era e irrumpieron.
—¡Quédese quieto, está detenido!
—¿Por qué si es la casa de mi hermana?
—Señora, acérquese, ¿este es su hermano?
—Sí, este estúpido y negligente que no sabe dejar
una nota es mi hermano.
Fue una larga noche de discusiones por dejar sucia
la cocina, por no escribir una nota que no hubiera visto,
pero no lo iba a reconocer, por haberme dado el susto de
mi vida, por no haber llamado y por toda recriminación
que se me ocurrió desde niña hasta el día de la fecha.

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Amor en tiempos sin luna
Marta Tomenello
Amor en tiempos sin luna

Está oscureciendo, el día se acorta, va llegando


el invierno; para él hay que prepararse. Andrés recorre
los pasillos iluminados con luces Led. Casi nunca ve el
cielo, siempre anda en lo subterráneo.
—Hola, Wilfred, ¿cómo estás hoy?—Wilfred es su
amigo, trabaja en otro sector.
—Buenas, Andrés. Yo bien y ¿vos?
—Bien, bien, gracias. ¿Preparaste el nuevo panel?
—Sí, está listo. Cuando regrese la luz lo instalo.
—Está llegando el invierno, tan crudo, y no sé si
tenemos suficiente energía acumulada.
—Sí, tenemos, amigo, no te preocupes.
—Iré a ver por mi zona si todo está bien. ¿Mejora-
ron tus dolores?
—Sí, sí. Nos vemos.
—Wilfred, amigo, si casi no nos hemos visto,
nuestra comunicación es casi exclusivamente telefóni-
ca, no la perdamos. Podríamos ponernos de acuerdo

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para encontrarnos, en el metro o en los pasillos de la
planta, y así vernos en persona, ¿te parece?
—Por supuesto, hasta luego.
El metro los lleva de casa al trabajo y viceversa, siempre
su vida es subterránea, para protegerse. Salen poco al
exterior ya que el calor es intenso en verano y el invier-
no muy frío. Muy de vez en cuando salen al aire libre, un
poco de sol y aire siempre es bueno para estar más sano.
Andrés llega a su zona de trabajo.
—Hola, Mildred.
—¿Qué tal, Andrés?
—¿Ya sabés algo de tus padres?
—Están bien, ya volvieron de Colombia.
—Me alegro. Voy a ver la carga de los transforma-
dores, ¿me acompañás? Nos espera un invierno intenso,
es probable que esta vez llegue a -70°.
—Puff, consumimos tanta energía solar para
mantenernos vivos, pero también de la nuestra para
conseguirla, ¿verdad?
—No es fácil nada, no tenemos mucho descanso.
Esta noche voy a descansar un poco y trataré de leer.
Estoy con un libro muy interesante.
—Hay que trabajar holgazán, ja, ja, ja.
—¿Te parece que no lo hacemos? Te cuento que
estoy leyendo un libro muy bueno, con información de

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una historia muy lejana, de cuando nuestros ancestros
vivían más cerca de los polos. Mis antepasados eran de
Argentina y ¿los tuyos?
—Es verdad, de muy lejos. Los míos eran de Canadá.
—¿Viste? Así es. Ahora la vida en esos lugares es
inviable. En Canadá siempre es noche y en Argentina,
siempre día.
—Qué buena suerte la nuestra de haber nacido
cerca del ecuador.
—Sí, aunque cuentan que antes por aquí, en Vene-
zuela, había hermosas playas, de arena blanca. Nosotros
conocemos sólo esto, el agua cubriendo todo, casi hasta
las zonas altas.
—Aun así, si deseas, un día de estos, antes de que
comience el invierno, te invito a ver el mar. Llevo algo
de comer. Debe ser durante nuestro breve día libre.
Caminan por los pasillos bajo tierra, esos que los pro-
tegen del clima intempestivo. Es de noche, ellos ya saben
que es muy oscura, ya que alguna vez se asomaron por cu-
riosidad, con muchas estrellas brillantes en el cielo negro. Su
mundo es limitado, no pueden salir demasiado al exterior.
Trabajan para mantener el sistema que los sostiene
con vida, no duermen, casi no descansan, por lo que su
vida es corta, sus cuerpos se deteriorarán pronto. En
medio de tanta hostilidad del planeta, entre estos seres

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humanos aún existen sentimientos fuertes de amistad
y amor que los mantiene vivos.
Se consume mucha energía para mantener todo
funcionando, sobre todo las luces permanentes. Se uti-
liza la energía solar, ya que en el hemisferio sur siempre
es de día y el sol omnipresente por lo que se hace casi
insoportable. Crearon unos enormes paneles solares.
Andrés y Mildred llegan a los grandes transforma-
dores. Todo parece estar en orden, tocan algunos boto-
nes de ajuste. Antes, en los pasillos, se encuentran con
compañeros de trabajo, como siempre apenas se saludan.
Mientras controlan, Andrés cuenta sobre el libro
que está leyendo:
“Dicen que todo ocurrió lentamente, los hombres
no lo reconocieron, salvo los astrónomos, hasta que los
cambios ya fueron muy grandes. Según cuentan, antes
existía un astro brillante en la oscuridad de la noche,
al que los poetas le escribían y los enamorados se sen-
taban a contemplar. Era como un globo sostenido en
nuestra atmósfera. Un día se fue alejando lentamente
y el único satélite que tenía el planeta, bello para verlo
desde aquí, cada vez se fue viendo más pequeño; hay
muchas crónicas de ello. Hubo un desequilibrio y de
pronto salió de la influencia de la Tierra y la llamada
Luna desapareció del cielo”.

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Mildred comentó que era una historia extraña y que
debía ser lindo vivir en el planeta en esos momentos.
—Claro que sí —respondió Andrés—. La Luna
mantenía un equilibrio en el clima y en el mar, el cual
tenía mareas, o sea subía y bajaba por su influencia;
los hombres cultivaban el suelo guiados por sus fases.
Cuando la Luna desapareció hubo una gran hecatombe
y todo cambió. El eje de la Tierra se inclinó mucho más
y se derritió el hielo de la Antártida. En ese momento
muchos murieron, muchos…
—¡Qué suerte no haber estado allí!
—Las personas que sobrevivieron fueron emigran-
do hacia el ecuador, y por eso estamos aquí nosotros.
—Bueno, ya basta, que me vas a quitar años por la
tristeza y quiero aprovechar la vida que tengo.
—Sí, tenés razón. Vení, dame la mano, vamos de-
trás de ese transformador. Ya que aún estamos bien vi-
vos y porque me gustás mucho, lo sabés.
—Vivamos —dijo Mildred con una sonrisa pícara.
Andrés y Mildred se desearon y se amaron con
toda la intensidad con que lo han hecho por siglos, desde
los tiempos de la Luna, todos los amantes de la Tierra.
La noche será corta y también su vida. El ser humano
ha de tener una lucha terrible por sobrevivir, pero ellos
sienten la alegría de estar aún vivos. 

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Ayer, hoy y mañana
Sara Isabella Bonfante
Ayer, hoy y mañana.

Todo comenzó, cuando con solo mirar hacia aden-


tro nos dimos cuenta de que teníamos un espacio des-
conocido, poco habitual, a pesar de que hacía años que
vivíamos allí. Era el primer día, no supimos qué hacer
con esas horas. Y nos dimos cuenta de que habíamos
hecho de la belleza un culto viral, teníamos mucho ruido.
El mundo aullaba, las calles ululaban con sus mo-
tores y gente y micros y bocinas. Una, dos y tres horas
en el regreso a casa ya que todos los semáforos estaban
siempre en rojo. La caída de la noche, nos encontraba
en el frenético andar de las autopistas. Y las luces pa-
saban, las bajadas de las autovías eran un atolladero, y
al menor descuido de un automovilista otro vociferaba
su bronca, su hastío. La calle era un catálogo de sensa-
ciones hostiles. Nunca consideramos que la realidad era
tan conflictiva como nosotros.
Ahora estamos cuidándonos de nosotros y de los
otros porque un estornudo hizo temblar al mundo.

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Una corona amenaza nuestro lento discurrir de
días monótonos… Y con asombro, nos dimos cuenta de
que la quietud nos dio oídos para escuchar los latidos y
ojos para contemplar la simpleza de la ciudad. Esperan-
zados en la rendición de la amenaza, nos basta salir para
batir las manos en un aplauso que agradece y nos acerca.
Por eso hoy a la nueve de la noche, y mañana. Hasta que
el mundo se ponga de pie.

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¿Cafecito?
Marta Tomenello
Cafecito?

Se levantó temprano, se duchó, se maquilló. Tengo


suerte este día. Voy presentar mi proyecto, pensó Lucre-
cia. Por fin le darían, en la empresa, la oportunidad de so-
bresalir, quizás de ascender. Tiene treinta y cinco años y
mucho de trabajar en ese lugar, con ahínco y dedicación,
pero siempre estuvo relegada por sus compañeros varo-
nes. Me tomo unos matecitos antes de salir y voy, se dijo.
Se perfumó y puso su traje verde claro, la camisa blanca.
Estaba elegante, el peinado recogido le daba un aire dis-
tinguido, con los zapatos de tacón y su ataché; buscó su
automóvil, y salió hacia el centro de la ciudad.
Todo era frenético, el tránsito muy intenso, los
semáforos rojos, y pasaban los minutos No voy a lle-
gar a tiempo, pensó.
El edificio vidriado la recibió apurada. A pesar de
todo llegué, se dijo. Y Lucrecia corrió por los pasillos. En-
contró el ascensor, como siempre, lleno. Estaba siendo
una mañana complicada.

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En la sala de reuniones ya estaban casi todos, la
esperaban. Algunos conversaban, quizás demasiado.
Comenzó la reunión.
Lucrecia se percató de que, con el apuro, se había olvi-
dado de pasar por la toilette. “¡Ayyy, ayyyy! ¡Qué ganas
de mear!, no sé si podré aguantar…”. Faltaba poco para
la presentación. “No puedo retirarme ahora, justo cuan-
do están por llamarme”.
Mientras que las conversaciones eran intensas,
ella casi no podía pensar. Es terrible como el cuerpo
nos domina, a veces. Aunque en su mente trataba de
pensar en la presentación, le venían imágenes de ríos
que corren, cataratas que caen, canillas abiertas. “No…
no. ¡Por favor!”.
Se levantó de su asiento y fue a la pequeña habita-
ción contigua, donde preparan el café. En un rincón, con
la mayor discreción, fue llenando algunos vasitos con el
líquido ámbar y tibio. Los fue dejando sobre la pequeña
mesada. Después del alivio, recordó que tampoco tenía
papel, con ese destino perpetuo de las mujeres buscando,
pidiendo un trozo de papel: ¿Tenés papel? ¿Hay papel? En
este caso una servilleta puede servir.
Como una lady regresó a su asiento, cuando una
amiga le hacía señas de que la habían anunciado. Ya
había llegado el momento.

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Lo hizo muy bien, con certeza, detallista, resolvien-
do algunos problemas futuros de la empresa. El suyo era
un buen proyecto y ella lo sabía, pero en la sala había mu-
chos cuchicheos y algunas burlas entre dientes.
Cuando ella concluyó, sin embargo, el presidente
del Directorio le dijo: Muy interesante, lo tendremos en
cuenta. La felicito.
Lucrecia buscó su ubicación en los asientos, mien-
tras su amiga le hacía gestos con el pulgar hacia arriba, y
todos la miraban. Dejó sus cosas a un costado y regresó a
la salita del café. Qué rico, un café para distenderse, pen-
saba, mientras preparaba algunos un poco mezcladitos.
Llevó a la sala de reuniones una bandeja con va-
rios vasitos.
—¿Muchachos, un cafecito…? 

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Diario de cuarentena
Sara Isabella Bonfante
Diario de cuarentena

Día uno
Estoy feliz por quedarme en casa. Me da un tre-
mendo optimismo saber que este bichito, si estamos
adentro, muy adentro, no va a atacarnos. Y para hoy
hice una lista de todo, todo lo que nunca pudimos hacer.
A saber:
1-Arreglar los placares. Esto me toca a mí.
2-Desocupar el cuartito del fondo. Esto lo hará
Jorge, mi esposo.
3-Catalogar los libros de la biblioteca. Esto lo hará
Juana, nuestra hija de diecisiete años.
4- Pintaremos la fachada del P.H. En familia.
5-Hice una lista de platos que siempre quisimos
comer. Me encanta la cocina, por supuesto que esto es
para mí.
6-Pintar los zócalos de toda la casa. Ninguno
quiso. Lo sortearemos.
7-Limpiar las canaletas del techo. Veremos si Jorge

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se anima. (Habrá que conversarlo. Él sufre de vértigo).
8-Pintar las macetas y hacer un patio tipo andaluz.
Las ferreterías estarán abiertas, por suerte.
Y me pareció que ya era suficiente, la idea era pasarla
bien. Tampoco matarse.

Día 40
Lo que en un principio eran catorce días se fueron
alargando. En las primeras jornadas, estábamos exultantes.
Una experiencia única que estuviéramos todos juntos en
casa. Hicimos más de lo que yo había propuesto. Pasaban
los días y queríamos estar arriba todo el tiempo, pero las
noticias empezaron a bajar nuestras expectativas. Termi-
namos sucumbiendo, nos habíamos prometido no ver nin-
gún canal que transmitiera las veinticuatro horas el tema.
Nos ganó la realidad. Pensábamos que estando en casa, jun-
tos, muy juntos sería más fácil. El primero en caer fue Jorge,
y no solo por el encierro. El negocio se transformó en una
fuente de desdicha. Tuvimos que pagar el alquiler con los
ahorros. Jorge mira cómo se junta el polvo sobre la mer-
cadería. Los chinos son los depositarios de nuestra bronca.

Día…
Sin novedades en el frente. Como decía mamá.

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Día…

Día…
La realidad nos pasó por encima, sin embargo, yo
traté de levantarles el ánimo. Hice unos videos que es-
taban buenísimos, y los subí a la cuenta de Instagram.
Empecé a tener seguidores que esperaban ansiosos mis
chistes y morisquetas. Hasta me llamaron de un canal
para hacerme una entrevista. Esto a Jorge lo ayudó. Y
se puso a vender por Internet, nos vino un subidón que
por un tiempo estuvo bien.

Día…
Tampoco sé que día es hoy o ¿es ayer? No sé cuán-
tos días llevamos. De todos modos, estamos esperanzados.
La naturaleza se está reseteando. Vimos animales salvajes
caminando por grandes ciudades. Se limpiaron los cana-
les de Venecia. Se escuchan las resonancias. El cielo está
magnifico para este otoño que parece primavera.

Día…
Mientras esperamos habituarnos a la nueva realidad:
Sonrío. Bailo. Leo. Como. Leo. Duermo. Sonrío. Bailo.
Leo. Como. Leo. Duermo. PIENSO LUEGO EXISTO.

29
El árbol de fuego
Andrea Viveca Sanz
El árbol de fuego

En la estancia de los Hernández pasaban cosas raras.


Sin embargo, Ana no era supersticiosa y no se dejaba llevar
por las historias que se contaban en la zona.
El campo en el que vivían desde hacía varios meses,
estaba ubicado en Junín de los Andes. En ese paraíso donde
la naturaleza se entregaba por completo era sencillo disten-
derse. Más allá de las inclemencias del clima, allí se estaba en
paz, en armonía con lo que la vida ofrecía a cada instante.
Santiago se acercó con un mate en la mano y se lo
ofreció a su esposa. Ana lo invitó a sentarse en esa ga-
lería que le resultaba encantadora para hacer un parén-
tesis en las tareas cotidianas. A ella le gustaba saborear
esos momentos que compartía con su flamante marido
y, si bien estaba muchas horas sola, se estaba acostum-
brando al silencio cargado de sonidos en los que nunca
antes había reparado.
Cuando Santiago se alejó para continuar con las
tareas de cuidado y protección de los animales silvestres

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de la zona, a las que estaba destinado, Ana se dirigió al
interior de la vivienda. Junto al fuego se dispuso a escri-
bir, lo suyo era contar historias. Un silbido le llegó de
lejos y de pronto se sintió observada. No le dio impor-
tancia y se propuso escribir al menos un nuevo capítulo
de la historia que había empezado hacía unos meses.
Se acomodó en la silla y comenzó a dibujar la esce-
na con sus palabras. Se detuvo en la descripción del es-
pacio sobre el que sus protagonistas caminarían sus días.
Unos ojos inquietos la miraban desde algún lugar. Le
habían contado en el pueblo que en esa casa, hace muchos
años, había muerto una niña y que los antiguos mora-
dores no pudieron tolerar su presencia. A ella esas cosas
le parecían puro cuento, que se trasladaba de boca en
boca y que no tenía ningún fundamento.
María y José eran los caseros de la estancia. Esta-
ban ahí para ayudarlos en las tareas cotidianas. Como
gente de campo que eran ellos sí creían en las muchas
cosas que se decían, pero, sobre todo, en aquello que
habían podido experimentar.
Esa tarde, María entró en la sala con un té para la
señora y, una vez más, la vio acuclillada detrás de la chi-
menea. Siempre era igual. La niña se escondía detrás de
ese fuego que se la había llevado. De todas maneras, ella
ya no le temía. Se había acostumbrado a verla ir y venir

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por las escaleras, de arriba abajo y de abajo arriba, una y
otra vez, como si en la eternidad en la que se encontra-
ba, se obligara a repetir el intento de salvarse. Después
siempre terminaba igual, anudada, junto al fuego que la
había convertido en una roca oscura que sus padres no
se atrevieron a tocar.
Tal vez, si alguien se atreviera a moverla, ella po-
dría descansar en paz, pero era evidente que nadie se
animaba a tocar lo que el tiempo había petrificado, jun-
to con el dolor y los recuerdos.
Por la ventana, una brisa suave se precipitó de
pronto sobre las hojas que Ana tenía desparramadas so-
bre la mesa. No había viento afuera y, sin embargo, ese
soplo había atravesado las cortinas y se había converti-
do en un remolino que se llevó los papeles.
Ana comenzó a sentirse incómoda, había algo en
el ambiente que le impedía continuar con la historia que
escribía. Sus personajes se resistían a contar lo que ella
ponía en sus bocas y en sus gestos. Los ojos que la mi-
raban desde la estufa a leños no podían ser reales. Sin
dudas estaba cansada. Mejor seguía mañana.
Se levantó de la silla con intención de ir al piso
de arriba para darse un baño reparador. Mientras subía
las escaleras le pareció que algo se enredaba en sus pies.
María se dio cuenta y decidió acompañarla.

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La niña estaba inquieta ese día. Algo quería decir o
pedir, pero ¿cómo le explicaba eso a la señora Ana?
La noche llegó pronto para Santiago que se había
retrasado en sus tareas. Además, no sabía si el clima le
iba a permitir regresar del pueblo, donde se había tras-
ladado esa tarde para comprar unos medicamentos.
La joven cenó temprano y decidió ir a descansar
para desprenderse de esas sensaciones que la estaban
agobiando desde el mediodía.
Afuera había comenzado a nevar. Un frío inusual
atravesó su cuerpo a las tres de la mañana. Se removió
en su cama y recordó que Santiago no vendría esa no-
che. Por primera vez tuvo miedo. Encendió la luz, como
si de esa manera pudiera espantar a los fantasmas. Tal
vez tanto cuento la estaba predisponiendo a tomar por
ciertos los chismes que llevaban años viajando entre las
lenguas supersticiosas.
Intentó recuperar el sueño. En la oscuridad una
figura blanca flotaba en el aire de su habitación y la ob-
servaba con ojos vacíos. Se sentó, presa de un pánico
que no le era propio. Las manos le transpiraban y sus
músculos temblaban ante la presencia de esa extraña fi-
gura que se recortaba en el fondo negro de la noche.
No podía ser verdad. ¿Estaría soñando? Volvió a encen-
der la luz de su velador. Salió de la cama y decidió ir a

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la planta baja por un vaso de agua. El temporal que se
había desatado afuera provocó un corte de luz. Con la
poca batería que le quedaba en el celular, trató de ilu-
minar los escalones que la conducirían a la cocina. Cada
paso que daba iba acompañado de otros pasos, más pe-
queños, cansados de transitar una historia incompleta.
Un pie pequeño enredó a otro y éste perdió el
equilibrio, arrastrando a Ana por la larga escalera de
madera. El golpe fue fuerte y terminó en desmayo. So-
bre su cuerpo, una niña reía y se desplazaba divertida
hacia la chimenea que la contenía.
Cuando abrió los ojos ya estaba en su cama. San-
tiago no podía entender la historia que le contaba. Creía
que su mujer se había dejado llevar por los relatos de
aquella gente que se perdía en leyendas.
Tres días después, Ana descubrió entre los leños
algo extraño que las llamas no lograban atrapar. Se que-
dó mirando esa danza circular entre el objeto y el fuego,
fusionados en una simbiosis que los atraía, unidos por
el tiempo. Entonces, en medio de las lenguas que abra-
zaban la oscuridad de aquella especie de roca basáltica,
la pudo ver. Unos ojos vacíos crepitaban en chispas que,
enfurecidas, se perdían en el aire. Allí estaba, una niña
blanquísima convertida en carbón. Un espíritu errante
que buscaba el consuelo y la paz.

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Empujada por las circunstancias, se tomó tiempo
para apagar el fuego. Las llamas se deshicieron en un la-
mento y, cuando solo quedaron cenizas, ella tomó entre
sus manos los vestigios de otro fuego.
Envolvió la piedra en una manta blanca, la llevó
al jardín y la enterró debajo de un ciruelo. Unos ojos
vacíos tomaron vida. La niña descansaba en paz y ella
tendría una historia que contar.
Cuentan en el pueblo que, junto al ciruelo, brotó
con el tiempo un extraño árbol de hermosas flores rojas.
Cada una de ellas había absorbido la furia del fuego atra-
pado para siempre en el alma de aquella niña errante. 

36
El misterio de adiós que trae el tren
Marta Tomenello
El misterio de adiós que trae el tren

A ver, Marita… ¡Abrí los párpados! Sabés que estás


despierta, dale, de a poco, un hilito de luz apenas, vas
a tener que comenzar el día. ¿Ves qué lindo el sol que
entra por la ventana? Uhhh, anoche me olvidé de ce-
rrar las persianas, no recuerdo cuándo me dormí. Ayyy,
ayyy, Marita, creo que ayer no tuviste un buen día, pero
hoy será fantástico. Pongo un pie a la vez en el piso frío.
¡Me gusta tanto andar descalza!, además es más fácil para
caminar entre tantos bollos de papel arrugado. ¿Qué era
todo eso?, ahhhh, sí, intenté escribir algo ayer y el día
anterior y no me inspiré para nada. También está ese
estúpido telegrama de mierda hecho un bollito.
Hasta la compu dejaste abierta, estabas recansa-
da anoche, creo que también tomaste demasiado, pero
hoy será un gran día. Si mirás a través de la ventana,
verás las margaritas florecidas, todo será realmente
bueno el día de hoy.

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¡Vamos, Mari ¡! Mirá por la ventana, ya! Ni pienses
en ese gordo desagradable, el editor de MG, con el que te
tuviste que revolcar ayer ni pienses, Mari. No te quedó otra,
nena, lo sabés. Tuviste que tomar mucho cuando volviste,
sí, para olvidarlo, mucho, mucho e igualmente, ¡qué ganas
de vomitar, qué asco! Mejor será que vayas al baño y vomi-
tes y te lo saques de encima de una vez. Era pesado el gordo
y transpiraba como cochino, pero no tuviste otra. Mejor
que vomites ya, y te quites el llanto de hace meses, que te
quedó atravesado en la garganta, cuando Julio te dejó, como
una pelotuda, que no le servía ya para nada, cuando lo peor
era que él tenía todos los contactos, los grupos, las relacio-
nes, y ahora tenés que acostarte con cualquier gordo basu-
ra, para que te publique algo, y para colmo no te sale nada,
nada bueno, al menos. Y encima, ese telegrama…, ni pien-
ses ni te acuerdes. Tenés que ir al baño y vomitar, bien, bien
lindo, porque hoy va a ser un gran día, lo presentís, Mari.
Ayer cuando tenías al gordo encima pensabas en mami y
en Margarita, en cuando éramos chicas y salíamos a jugar
al patio, debajo de las glicinas, y éramos tan felices y nos
reíamos tanto.
Ayyy, Marita, qué manera de vomitar, ja, ja, ja, ya
está; pero qué cara tenés, nena, horrible, son feas estas
ojeras, muy feas. A lavarte la cara, Mari, refrescate un
poco, que se te va a hacer tarde y tenés que salir rápido.

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Ahí están las margaritas, como mi hermanita, fres-
cas, blandas, puras, seguramente me darán suerte hoy,
todo va a salir bien, comienza un tiempo mejor. Este
maquillaje te va a mejorar la cara. Nadie debe notar que
ayer tuviste un mal día, ja, ja, ja, nadie; maquillate bien
fuerte, ponete mucho corrector de ojeras, esta sombra
celeste te agranda los ojos, el iluminador iluminará, ja,
ja, como en la canción, el labial rosa Dior te va a dar
calidez y juventud, a ver, Mari…
Tenés que lustrar los zapatos, sacarles un poco la
tierra, que se juntó de tanto caminar, de andar pateando
cuadras para ahorrarte un peso. No entiendo por qué
cuando lustro los zapatos me viene mamá a la cabeza,
debe ser porque ella siempre me los lustraba para ir a la
escuela. ¿Cómo estás, viejita? Seguramente así nomás,
bien viejita ¿no? Todavía están bastante pasables estos
zapatos, para ir a trabajar, tenés que ir a ese trabajo, lo
necesitás, dale. Aunque ese telegrama…
Querés escribir, cuando vuelvas, más tarde, se-
guís, al fin de cuentas la creatividad no viene sola y vos
la estás buscando desesperadamente, pero tenés siem-
pre la sensación de estar dando un salto al vacío todo
el tiempo.
¿Y julio? Julito te ayudaba, además te gustaba, mu-
cho te gustaba, pero eras una carga para él, vivíamos

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una cotidiana pesadilla, tuvo razón, es mejor soltar y
fluir, como te decía.
Busquemos mejor las llaves, Mari, qué sé yo dónde
las dejaste anoche, tenés que salir de acá rápido porque
se te va a hacer tarde, y vas a ver lo maravilloso que va
a ser hoy. Acá están las putas llaves, abajo de todo este
papelerío, después tenés que ordenar un poco todo esto.
Creo que tenés un puchito en la cartera, fumatelo en
el pasillo, el último pucho, para no andar fumando por la
calle, te da tiempo de mirar un rato más las margaritas de
la vecina, que son tan bonitas y te van a dar tanta suerte.
Acomodate la blusa un poco, porque seguro que
te vas a cruzar con alguna chusma del barrio, y que no
ande diciendo que estás hecha un desastre, justamente
hoy que es tu gran día.
Son siete cuadras, las de siempre, las que siempre
hacés casi corriendo, para llegar a la estación, no es mu-
cho, uff, ahí viene Silvia vas a tener que saludarla si no
qué va a pensar.
—Hola, Sil.
—Hola, Marita, parecés apurada, se te hizo tarde hoy.
—Sí, sí, apuradísima, es el horario del tren.
—Por suerte hay sol, no como anteayer que llovía
tanto, y vos corrías debajo de la lluvia.

41
—Cierto, ahí es cuando las cuadras parecen más
largas. Chau, Silvia.
—Hasta luego, Marita.
Hasta luego, hasta luego, que te importa luego, ni
las cuadras. Sólo el sol y las margaritas, y hablando de
flores podés pasar por la florería, ahí está de paso, para
que te guarde unas margaritas, así las ponés en la mesa
y son más tuyas.
—Buenas, doña Paulina, ¿cómo está?¿ Tiene mar-
garitas?
—Hola, señora, tengo de esas amarillas, parecen
doradas, ¿ve?
—Pero esas no son margaritas, esas son “culo de
vieja” y no me van a dar suerte. Adiós.
Te falta una cuadra, apurate ya es la hora.
Justo a tiempo, ya viene el tren, tocando furibundo
su bocina, anunciando que viene, pero a mí siempre me
parece un canto de adiós, y esto que voy a hacer cómo
será, como un abrazo fuerte que te daba Julito o como
el peso del gordo encima tuyo, será doloroso como ese
aborto que te hiciste a los dieciocho o será quedarse
dormida como cuando te tomás todo el vodka.
A ver, Marita, es un solo paso delante del tren… 

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Soliloquio del narrador y el personaje
Javier Bibiloni
Soliloquio del narrador y el persona je

Está en su cama, casi desnudo, escuchando la úl-


tima hora de un programa de radio al que le resta sólo
una emisión para llegar al final. Está en su cama y se
pregunta si pasará otra noche sin dormir y de inmedia-
to, un pensamiento que es más un impulso, lo incita a
reformular su preocupación. Otra vez quedaré hasta
largas horas de la noche sin dormir. Comienza a creer
seriamente que aquello sucederá; comienza a planificar
su travesía por la áspera beneficencia del insomnio que
se le ofrece como regalo tardío de navidad ante sus ojos,
en nada indiferentes. Piensa que podría ponerse a escri-
bir alguna cosa, seguir trabajando sobre algún cuento
cierta vez iniciado y nunca terminado; piensa en una
idea de la cual pudiera surgir un nuevo poema que pa-
sara a integrar la obra prometida a su novia, pero no…
tentador, pero no. Es ahí cuando recuerda un capítulo
de Rayuela, el treinta y dos exactamente. Es ahí cuando
recuerda que unos meses atrás, inspirado por la riqueza

44
de los recursos empleados en él, se atrevió a imitarlo en
un texto similar, sin ánimo de plagio y con el más puro
interés de ejercitar su inteligencia literaria puesta a las
órdenes de un juego. Si, podría continuarlo… O bien
empezar otro que siguiera el mismo concepto; uno que
tratase sobre las consecuencias a las que puede arribar
todo insomnio, pero no cualquier insomnio, el suyo.
Es decir, sus vueltas en la cama, su molestia crecien-
te, su rascar desesperado en distintas partes del cuerpo
—víctima de los malditos mosquitos que ingresan por
esa persiana despintada e incompleta y también rota y
parcialmente inútil—, su apagar la radio para ver si en
una de esas logra dormirse, su madeja de pensamientos
alborotados que de tan amontonados no lo dejan des-
cansar, su encender la radio para ver si en una de esas
logra adormecer a su mente y a su cuerpo, su resigna-
da quietud de ojos abiertos ante un cielo raso oculto,
sugerido por la suposición de que en todo cuarto que
se precie debe haber un cielo raso aún cuando no pue-
da verse. En todo eso piensa y también en su deseo de
proponerse un texto surgido por impulso, sin mayores
pretensiones ni recovecos intelectuales; un texto que
acreditase astucia antes que inteligencia y que quedase
sometido al juicio posterior en el que él mismo decreta-
se su salvación de libro por ser hallazgo de ingenio o su

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sentencia de basurero por ser tan sólo un bosquejo; un
simple texto que pudiera escribirse en una noche, a lo
sumo en dos. De momento, cree que podría integrar la
Lengua del caminante y se entusiasma por ello. Acá iría
un punto y aparte, creo, pero no lo voy a poner porque
en parte dejaría de ser un ideario impulsivo. Termina-
das éstas digresiones, o al menos interrumpidas, retor-
na al capítulo treinta y dos de Cortázar y dice. Para que
pueda integrarse debería emplear ese recurso en este
texto. Dos historias, una en cada línea… O mejor una
misma historia contada simultáneamente en primera y
en tercera persona del singular, como si se contase desde
distintos ángulos.
Claro que no sería algo original, puesto que ya se
hizo. Se escuda tras la cómoda defensa de la frase que
sostiene que todo ya fue escrito y que uno sin saberlo
vuelve a escribirlo, desde otra perspectiva una y otra
vez. Después de todo es un ejercicio interesante, se dice y
toma a la literatura no como un hecho artístico, sino como
una gimnasia necesaria para los músculos de la mente.
Además de esto también se trata la lengua del ca-
minante, agrega. Podría incluso quitarle todos los pun-
tos y todas las comas todos los signos de puntuación ne-
cesarios para entender el discurso de las palabras pero
cómo voy a lograr que la gente entienda algo si lo hago

46
no mejor los dejo. Acá iría otro punto y aparte, creo.
Antes de que termine la última hora de aquel programa
apaga la radio, se dirige a la cocina y se prepara un café,
mientras estructura en abstracto la línea que van a ir
adoptando sus palabras de insomnio. Sería bueno em-
pezarlo con la voz del personaje.
Hace dos noches que no duermo… O mejor Men-
tiría si dijera ¡hace dos noches que no duermo! ya que en
una hora, en un minuto, en un segundo de la madrugada
mi mente se adormece y mi cuerpo también. Con la taza
de café llega hasta la computadora y piensa que podría
hacer lo mismo en todas las noches de todas sus vigilias.
Entonces, cree que sería bueno comenzarlo develando
la hora en que se sienta a escribirlo y terminarlo con la
hora en que le da cierre, como si eso viniera a atestiguar
sus horas de no sueño, sus horas de grandes ojos rojos y
de cansancios. Él escribe y mientras lo hace va descu-
briendo que el resultado final puede ser ciertamente
diferente al que surge de la lectura completa del ca-
pítulo. Sí, de nuevo Rayuela y treinta y dos y algún
que otro recurso de Valenzuela en su novela negra y
alguna que otra ínfula de poeta maldito y de francés,
pero sobre todo Cortázar como padre primigenio de
éste texto, de éste posible capítulo que aquí se inicia y
se expande y se aleja (¿Por qué no?) de su progenitor.

47
Mentiría si dijera ¡hace dos noches que no duermo!
ya que en una hora, en un minuto, en un segundo de
la madrugada mi mente se adormece y mi cuerpo tam-
bién. Son las dos de la mañana y me pregunto hasta qué
hora estaré sin dormir. No me preocupa el insomnio.
No le tengo miedo. Estoy cansado, así que si ustedes,
lectores, esperan un atisbo de inteligencia mía, debo
advertirles que aquí no lo encontrarán. Ya les he adver-
tido que las más de las veces duermo —aunque suene
paradójico— y que soy tan sólo un bosquejo. Disculpen
el desengaño, señores... Con suerte alguna astucia, pero
nada más. Antes de decidirme a escribir me cruzó Edgar
Allan Poe por el centro del misterio de un cielo raso que
supuse en mi habitación a oscuras; estaba incompleto,
en su aliento perdido y quería que lo terminase para
compartir junto a él mi parecer, pero no pudo contra
mis intereses de hacer alguna otra cosa y no saber bien
qué. Ni la compañía de Cortázar —autor de arte exquisi-
to, que ofició de traductor en el encuentro—, pudo con-
vencerme de que le diera curso a tal petición. Mi nega-
tiva quizá se deba a que el Omelette del conde no me
cayó muy simpático y tampoco su cuento de Jerusalén,
aunque sé que me esperan grandes promesas, grandes
festejos, grandes banquetes y muy interesantes debates
internos entre él y yo. Tentador sí…, pero no. Con Poe

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fragmentado —dentro de las líneas del tomo que lo con-
tiene, desplegando su paciencia ante el idiota que lo lee
y no lo entiende y lo niega—, me encaminé hasta aquí,
sumergido en una taza de amplio café, fluyendo tras una
inspiración… (Fragmentado… ¿Qué es lo que lo lleva a
uno a fragmentarse? En esto pensaba ayer durante mi
cansancio, sin ninguna pretensión filosófica fuerte que
me demandara esfuerzo. ¿Qué es aquello tan imponente
que logra que uno se vuelva incompleto?, no sólo de
lecturas, sino también de escrituras u otros proyectos…
Tal vez ustedes, lectores, deban en algún momen-
to completarme, o más bien perdonarme, y quizá pre-
tenda contemplar su parecer)…, pero sólo el insomnio
se traduce en palabras estúpidas y éste soliloquio infi-
nito divaga entre la torpeza de unas manos y la resig-
nación de un teclado, cuyas letras se someten dóciles,
tiernas, en un murmullo. Pero sólo el insomnio ama-
nece en las ojeras, en los ojos rojos, en la excitación del
tipo que va a dormirse creyendo que podrá y enciende
la radio porque no lo logra y piensa y piensa y piensa y
entonces vuelve al teclado y ya no sabe lo que está escri-
biendo ni le preocupa saber si repite dos o más veces la
misma palabra palabra palabra en un mismo renglón o
si ha hecho oraciones largas omitiendo puntos comas o
puntos y comas o si ha puesto demasiados tres puntos o

49
pocos paréntesis porque a su novia no le gustan al igual
que no le gustan los sin embargo. Sin embargo sigue y
sigue y sigue sin preguntarse si el texto empezó de una
manera y continuó en otra, y se levanta del calor de la
silla y tambaleando camina de un extremo al otro suje-
tado por su nuevo bastón comprado en la lejana tarde
del último día, del día que amaneció cuando él dormía
plácidamente. Ya ni se detiene a observar si respeta la
primera persona o la tercera del singular, si las ha escri-
to por separado o las ha encimado a riesgo de incohe-
rencias. Intuye que alguien está con él en el vértigo de
éste diccionario de letras y frases inconexas, un posible
narrador que intenta justificarlo. Ni siquiera este abis-
mo tiene título y el escritor no sabe si alguna vez lo ten-
drá, pero el narrador es quien improvisa uno…

Personaje–narrador
…Soy ahora, mientras escribo, la consecuencia de
lo incompleto, le dispara un hallazgo de conciencia den-
tro del sueño que nunca llega. Ya no sé si podré dormir,
ya no importa. Son las siete y cuarenta. El sol ya está
en la casa, es ya su dueño, no yo. Refracta sus brazos de
fuego en la caprichosa quietud de los muebles, ergui-
dos, indiferentes. No los quema. No les dice nada. Un

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extrañado impulso fomenta la inercia de mis dedos li-
terarios que tras el avance de las líneas continúan escri-
biendo. ¿De qué color será la luna negada? Un mareo
creciente, un dolor en el cuello, un despertar de pupilas
dormidas, ausentes… De nuevo la incoherencia… Muy
mal hicieron, lectores, en comprar cada trozo de éste
libro. Su vendedor les ha escupido en la lengua. Sepan
disculparlo. Cortázar, un abrazo.

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El secreto de los jardines
Patricia Alejandra Coria
El secreto de los jardines

Con su fulgor de rojos y naranjas, el cielo despedía


a una noche de insomnio y malos presagios para Mu-
riel. Desde el alféizar de la ventana de su cuarto, una
pareja de ruiseñores estrenaba la luz del día. La espuma
tibia, con aroma a vainilla, intentaba lavar la pena de su
corazón. Profundas sombras surcaban sus ojos y un velo
de nostalgia enturbiaba el verdor de su mirada.
Bajó a desayunar y advirtió el ritmo frenético de la
mansión. El personal se ufanaba en el lustrado de la pla-
tería, encerado de pisos y preparación de exquisiteces
para el día siguiente. Muriel apenas saboreaba el frugal
alimento que llevaba a su boca. Sus pensamientos es-
taban lejos de ese salón comedor donde la elegancia y
fastuosidad vestían muebles y ventanas. Su padre la ob-
servaba fingiendo no advertir la desazón de ese espíritu
a punto de quedar cautivo para siempre.
La joven aprovechó el llamado del capataz a su pa-
dre para escabullirse a las dependencias de servicio y,

53
desde allí, escapar hacia el jardín trasero. Con semejan-
te batahola nadie advertiría su ausencia. Caminó bajo
la sombra rosada de los lapachos en flor hacia uno de
los jardines de la casa. Su madre, una mujer sensible y
amante de la naturaleza, había contratado a los mejo-
res paisajistas de Córdoba para diseñar los cuatro re-
mansos que eran su orgullo. Muriel atravesó la arcada
de piedra con cartel de madera de quebracho donde, en
letras blancas, podía leerse el nombre del jardín: “Né-
mesis”. Los jacintos color púrpura recibían el rocío de
esa mañana fresca de primavera, recordándole a la joven
la aflicción que la había mantenido en vela. Una suave
brisa arrastraba a unas nubes oscuras que se detuvieron
sobre el sauce llorón bajo el cual Muriel se había sentado,
anticipando unas lágrimas. Sólo el silencio acompañaba
su angustia; ningún ave alegraba el lugar con su trino.
Unas gotas marcaron su vestido de seda color
malva; no fue el sauce, no fue la lluvia ni fue el rocío.
Mirando al cielo dio un profundo suspiro y comenzó a
transitar su hastío por el sendero bordeado de anémo-
nas silvestres, en dirección al Jardín de Elpis, quien qui-
zás un día le diera sus favores. Se quitó los zapatos para
disfrutar del contacto del mullido césped bajo sus pies y
corrió detrás de una mariposa que fue a posarse sobre
las azaleas de flores blancas, rosadas y lilas; de algunas

54
de ellas recibiría la templanza. El sol poco a poco gana-
ba fuerza. El viento mecía a los geranios escarlata que
crecían sobre una lomada de tierra fértil y húmeda; de
ellos esperaba el consuelo. La mirada de Muriel cobraba
un brillo sutil mientras oía el canto del agua al caer de la
fuente que destacaba el centro del jardín. Cortó un cla-
vel rojo de uno de los canteros y, enhebrando el tallo en
su cabello recogido, siguió camino descalza. En el Jardín
de Iris, anhelando un mensaje que aliviara su pena, la
joven recogió la falda de su vestido y se recostó sobre
la hierba, inhalando el embriagador perfume de las gar-
denias, cómplices de su amor secreto. El sol, a punto de
alcanzar su cénit, acariciaba los grandes maceteros reple-
tos de amapolas que daban color a los sueños de Muriel.
El ardor del mediodía la despertó. Bebió agua del
pequeño arroyo donde danzaban nenúfares violáceos y
blancos, y corrió con el corazón agitado de pasión hacia
el Jardín de Afrodita. La exuberancia de las pasionarias
casi ocultaba al bebedero de granito donde unas aves
se refrescaban. Muriel soltó su cabellera del color de la
miel y colocó en su escote el clavel que había cortado.
Agobiada por el calor, se sentó bajo la pérgola cu-
bierta de glicinas rosadas y blancas, buscando asirse a
su amor prohibido. El sol se reflejaba en sus ojos, un
pájaro se agitaba en su pecho anhelante. En su boca,

55
un durazno maduro desprendía su néctar. Francisco la
sorprendió, oculto entre los cerezos y las madreselvas.
Enlazándola por la cintura cubrió la boca de su amada
con un beso prolongado y dulce; la pasión latía en sus
sienes y sus cuerpos. Él cumplía su promesa. La ilusión
de una vida compartida apuraba sus pies hacia el auto,
que los esperaba en marcha.
En la suntuosa mansión, continuaban los prepara-
tivos para la fiesta de compromiso de Muriel y Rodrigo,
el hijo del gobernador. El dueño de casa aguardaba an-
sioso el momento de entregar la mano de su única hija,
quien formaría parte de esa ilustre familia cordobesa.
Confiaba en que, muy pronto, esa “niña caprichosa”,
como solía llamarla, se olvidaría de ese revolucionario
idealista que jamás sería capaz de darle una vida digna.
Rodrigo le había prometido a su suegro todo tipo de
favores económicos y políticos, poco le importaba ser
correspondido en su capricho disfrazado de amor. To-
dos envidiarían su suerte: Muriel era la joven más bella
de toda la provincia.
Muy lejos de allí, en un camarote de tercera cla-
se, Muriel y Francisco surcaban el océano para vivir su
amor en libertad. A la joven nada le importaba la am-
bición de su padre; jamás vendería su alma en un casa-
miento arreglado. En la que fue su casa, pesadas cor-

56
tinas cubrían los amplios ventanales de la mansión,
que hacía días permanecía cerrada y en penumbras. El
personal de la casa festejaba en susurros la valentía de
su querida niña Muriel.

57
La ficción de la ficción
o mentira la ficción
Sara Isabella Bonfante
La ficción de la ficción o mentira la ficción

Si querés escribir una novela te diría que lo pien-


ses y tengas presente que es un camino plagado de vici-
situdes, largo y sinuoso. Quizás tengas que escribir con
el cuerpo en el que habitas. Ese cuerpo que te acompaña
noche y día. Cuerpo que en muchas ocasiones necesita-
rá que tu mente le dé un descanso, y lo deje fuera de la
tensión que padecen los personajes, porque los perso-
najes te lo transfieren porque ellos son porque vos sos.
Y como estoy aludiendo a tu psiquis viene muy
bien aclarar que el héroe de tu novela debe tener una
personalidad compleja, y muy acentuado el deseo de lle-
var a cabo una acción que lo catapultará al triunfo o al
fracaso… Eso es, como un trauma irresuelto de la in-
fancia y, sí, sí, mucha historia familiar obscura. Mucha
introspección. No, la introspección ralentiza el Tempo
del relato. Mucha cavilación y monólogo interior y diá-
logos, muchos diálogos porque aceleran la narración.
Puede tratarse de un personaje desatendido por sus

59
padres y con un hermano competitivo y maligno. Por-
que, ¿quién no tuvo un hermano que le hizo creer que
era adoptivo? Lo tuve, y quizás lo tengas. Y para que la
historia sea verosímil, narrá el día en que tu hermano
recibió los mejores regalos para las fiestas de navidad y
de fin de año. Y aquella oportunidad en que tu padre te
reprendió a instancias de sus mentiras y te dejó sin salir
a jugar todo un verano. Y el día en que encontraste a tu
madre leyendo a hurtadillas una carta y lloraba y se re-
fregaba las manos nerviosamente. Cuando le preguntaste
por qué lloraba no te supo contestar porque armaba frases
con evasivas, te daba explicaciones que ni ella podría creer-
se. Justo en ese momento entró tu hermano, te invitó a salir
de la habitación, te llevó hacia el jardín y allí aseguró que la
carta estaba relacionada con tu posible adopción y te hizo
jurar que no dirías nada porque tu madre se enfermaría de
tristeza. Te convenció. ¿No lo recordás?
Por supuesto es mejor no evocar ya que cuantas
más coincidencias encuentres mayores serán tus dudas.
¿No creés que sea verosímil? Tu héroe, tal como vos, es
adoptivo y sólo se entera al final de la novela. Te doy
la posibilidad de que evalúes la historia de tu familia
y bien puede que se convierta en ficción. Todos estos
elementos se alternan en una novela. Eso sí, yo por las
dudas no seguiría indagando como el personaje-héroe

60
que será el protagonista de la historia que vas a escribir.
Si quiere saber, ¡que averigüe él! Si es adoptivo y descu-
bre la mentira, mentiras hay en todas las familias, ¡que
sufra él! Yo que vos no indago, sigo viviendo mi vida
y dejo para la ficción todas las dudas existenciales, ¡por
las dudas! No sea cosa que descubras que tu hermano
haya tenido razón.
Y para que no te sientas solo/a/e con este proble-
ma te aseguro que por mucho tiempo creí que era hija
adoptiva o que en mi casa había un secreto, muy obs-
curo, muy secreto, ¿lo entendés? Mi hermana, que me
lleva diez años, siempre me decía que tenía las manos
y los dedos parecidos a los de una prima, que no era
prima como se entiende. Era una sobrina política de mi
papá, porque era hija de la esposa de su hermano. Y ese
comentario, porque mi hermana era repetitiva, lo hacía
con asiduidad y, agregado a esto, ella y mamá eran muy
compinches, y salían y me dejaban, a los ocho años, al
cuidado de la casa. Sus indirectas directas como: ¡Qué
raro, no sos parecida a mamá! Me hicieron pensar que
no era hija de los dos. A la diferencia de edad que había
entre mi hermana y yo, se le agregaba que ella era rubia,
muy rubia, con ojos verdes; yo, trigueña y nada pareci-
da a mamá, a papá tampoco. Encima, las veces que nos
peleábamos mamá siempre la defendía. Y para colmo de

61
males esa prima lejana desapareció de mi casa. ¡Y yo que
le tenía un cariño muy especial! Esto, por muchos años,
se convirtió en una pesada carga que me hizo dudar
de mi identidad. Ya ves, todas las familias tienen una
historia posible de novelar. Por todo esto, animate a
escribir esa obra.
Ah…, y no lo olvides: La ficción se nutre de la rea-
lidad o la realidad supera a la ficción. Frase de la doxa
que alguien hizo correr y llega hasta estas páginas. Por
hoy, dejémoslo así.
Ah…, me olvidaba, cuando publiques la novela y
veas en tus redes los comentarios de los lectores, alguno
te dirá que recordó una historia similar a la de la niña
y su hermana maligna, y fijate qué grado de similitud
tiene con la tuya.
La textura de una palabra
Andrea Viveca Sanz
La textura de una palabra

La desgracia se escondía detrás del arroyo, exac-


tamente en el rancho de los Benítez.
Una mañana, como tantas otras, en las que la ru-
tina enhebraba los acontecimientos, sucedió algo que
se convirtió en un murmullo de burbujas narradas.
Una cosa llevó a la otra y más tarde, el viento lo trans-
portó tan lejos que pronto se convirtió en leyenda.
Más allá del barrio, en una zona donde los límites
se desdibujaban, la pobreza se había hecho carne y la
tristeza nublaba la vista. Las numerosas casillas de la
zona daban cuenta de lo que se vivía entre aquellas ca-
lles de tierra, de arroyos desbordados, de pasos dolidos
y de sueños truncados. Las ropas gastadas, los zapatos
rotos, y, sobre todo, la pena que enmarcaba los rostros
de quienes habitaban en aquel paisaje recortado de la
ciudad eran el reflejo de otras miserias que no solo te-
nían que ver con el dinero.

64
En el amanecer de un lunes de julio, una casilla
ardía al otro lado del arroyo. La familia Benítez se había
instalado allí hacía poco tiempo y ocupaba un terreno
que no les pertenecía, pero que se les había anunciado
como oportuno. Desde entonces, vivían en ese espacio
lúgubre, al límite de lo posible.
Una imprudencia desató el fuego, cuyas llamas redu-
jeron a cenizas lo poco que tenían, que para ellos era todo.
“Había sido el Coco”, se comentaba. “Y menos mal que los
hermanitos pudieron salir a tiempo”, agregaban otros. Esos
chicos, abandonados a su suerte, tenían un padre alcohólico
y ausente y una madre que se iba temprano para regresar
por las noches, con las changas del día y con un cansancio
adherido al cuerpo, que le estrujaba el alma.
Jonathan Benítez, el Coco, era el encargado de cui-
dar a sus cinco hermanos. A sus once años, cargaba sobre
los hombros mucho más que las bolsas de los mandados
y los baldes con agua, que traía desde el almacén de don
Juan. Como la vida le pesaba, aquel día, se había descui-
dado y sin quererlo, había dejado abierta la puerta de la
desgracia, que sin quererlo se convirtió en tragedia.
Las noticias viajaban rápido. Cuando eran malas se
enredaban pronto en las lenguas propicias y se desparra-
maban lejos, hasta donde las bocas que las transportaban
deseaban hacerlas llegar.

65
Así fue que lo del incendio en aquella casilla pobre,
de una familia numerosa y con más problemas que so-
luciones, llegó tan lejos como la ayuda que vino desde el
otro lado de la noticia.
La solidaridad tomó forma de bolsas y de cajas car-
gadas de los elementos necesarios y urgentes que ayuda-
ron a los Benítez a iniciar un nuevo capítulo en sus vidas.
Al principio, habían logrado reacomodarse en una
especie de carpa armada con lonas y maderas. Todo era
por un tiempo, mientras intentaban construir una casita
con los materiales que les habían donado. Aunque había
cosas que no tenían solución, siempre era posible ara-
ñar algún sueño. En eso estaba el Coco, cuando su amiga
Moira decidió acompañarlo en una nueva aventura.
En una de las bolsas que les habían donado, ha-
bía varios libros. Para ellos era apasionante entrar en
ese mundo mágico de imágenes y de palabras que los
ayudaban a viajar allí donde las posibilidades eran otras,
donde los colores parecían más brillantes y los proble-
mas se escondían por un rato.
Moira se había metido rápido en aquella historia
fantástica, tanto que hasta le pareció que las letras se
movían. A Coco le había pasado lo mismo, pero ningu-
no se atrevió a comentarlo. En esa mañana fría, cuando
los niños se perdían en ese mundo que ya les pertenecía,

66
sucedió aquello que más tarde se convirtió en leyenda y
se perdió en un libro.
En una de las páginas, exactamente la 9, porque
eso lo recordaría la niña para siempre, una palabra au-
mentada de tamaño, atravesó los límites del texto y ad-
quirió la textura de una piedra para caer delante de ellos
invitándolos a pasar. ¿Pasar a través de la piedra? Sí, ha-
bía que atravesar la dureza de la roca para llegar al otro
lado de la palabra. Minutos después Jonathan Benítez
había desaparecido para siempre ante los ojos desorbi-
tados de su amiga.
Una cadena de supuestos entrelazados en el tiempo,
en la que cada uno aportaba detalles nuevos que borronea-
ban la verdad, fue lo que vino después de aquella mañana.
En ese barrio en el que la pobreza era más que una
palabra, alguien había partido para transformarla.
Detrás del arroyo, la desgracia se balanceaba entre las
aguas de la duda y una vez más, el silencio cubría todo. Con
la textura de una palabra nueva, la oportunidad se abría
paso en el lado opuesto de la frustración y la indiferencia. 

67
La tormenta
Cecilia Anglada
La tormenta

A las seis de la mañana, el sonido de los truenos


amenazaba desplomar el cielo sobre el techo de viejas
chapas remendadas una y otra vez. Quizás por eso la
alarma del despertador pareció más atenuada.
Delia sacó la mano huesuda que mantenía bajo
la frazada que parecía vieja, un tanto descolorida. Fue
tanteando la mesa de luz hasta apagarlo. Se dio vuelta
con cuidado para mirar a Julián que dormía profunda-
mente. Él también había escuchado el reloj, pero cada
mañana alargaba esos pocos minutos antes de que ella
lo sacudiera para ofrecerle el mate del desayuno.
Ella sin pensarlo más, se tiró de la cama y mien-
tras se calzaba las chinelas desteñidas escuchó sonar el
teléfono de la cocina. Atendió. Era la mucama del geriá-
trico, llamó para recordarle que hacía dos días le había
pedido los pañales para la suegra y hoy, cuando tomó su
turno, vio que aún no los había llevado. Delia murmuró
una excusa y le cargó la culpa a la obra social, aunque la

69
verdad era que se había olvidado. Prometió llevarlos sin
falta ese día. Mientras terminaba la conversación, con
la mano libre encendía la hornalla y colocaba encima la
pava con el agua para el mate. Por el teléfono o por los
truenos los mellizos despertaron y se pusieron a llorar.
Las náuseas le revolvían el estómago mientras
traspasaba la puerta del baño. Agachada, vomitó
apenas y en el esfuerzo quedó en cuclillas en el sue-
lo, abrazando el inodoro. Se puso de pie y se asomó
a la piecita de los chicos. Uno de los bebés se había
vuelto a dormir y los dos mayores ni se habían des-
pertado. Estaban acostumbrados a los llantos a des-
horas de sus hermanos.
Delia cargó en los brazos al que todavía lloriquea-
ba y volvió a la cocina. Con una mano puso yerba en
el mate, le agregó el agua que ya estaba caliente y fue
hasta el dormitorio.
Al escuchar la puerta, Julián abrió los ojos y a
modo de saludo le espetó:
—¿Quién es el que jode a las seis de la mañana?
—Era la mucama del geriátrico —contestó bajito
mientras le tendía el mate—. Me olvidé de llevar los
pañales y se los prometí para hoy. Si los consigo a la
mañana ¿podrías acercárselos antes del mediodía? Está
lloviendo tanto que…

70
—A veces pienso que sos tarada. ¿No te das cuenta
de que en los días de lluvia es cuando tengo más laburo
con el auto? Si por lo menos tuviera un coche bueno
podría trabajar en una remisería legal y ganar más, pero
parece que en vez de comida en esta casa se come guita.
Julián le devolvió el mate sin mirarla y salió de la
cama. Desperezándose entró al baño y cerró la puerta.
El bebé comenzó a revolverse inquieto en los
brazos de Delia. Que no empiece a llorar, pensó mien-
tras lo mecía con más fuerza. La náusea la acometió y
esta vez fue hasta la pileta de la cocina tratando de sa-
car algo de su estómago vacío. Cuidando de no apretar
al bebé hizo dos o tres arcadas infructuosas. Cuando
terminó pudo ver a Julián que la observaba con gesto
torvo desde la puerta:
—Vos no estarás…—comenzó la frase entre pre-
gunta y certidumbre.
—No, cómo se te ocurre. Si estoy tomando las píl-
doras. Algo que me cayó mal anoche —mintió.
—Lo único que falta es otra boca más. A este paso
el único coche que voy a poder tener es el coche fúne-
bre que me lleve al cementerio. Y eso si la guita no se
gasta antes en leche y pañales…—siguió diciendo algo
más mientras se alejaba de la cocina, pero el ruido de
los truenos hizo que ella no pudiera entenderle.

71
Cebó otro mate y fue al dormitorio ofreciéndose-
lo, pero él lo rechazó con un gesto. Ella se replegó man-
samente en la cocina hasta que Julián salió del cuarto
y se quedó callado, masticando la bronca de cada ma-
ñana, parado frente a la ventana, mirando la lluvia y
sin hablar.Delia aprovechó que no la miraba y entró al
dormitorio, depositó sobre la cama al bebé que se había
quedado dormido y comenzó a vestirse. Cuando inten-
tó subir el cierre del pantalón, comprobó que cada día
le quedaba un poco más apretado. Se calzó las botas y
volvió a la cocina para empezar con los biberones.
Julián seguía mirando por la ventana. De pronto, se
cubrió la cabeza con la campera y salió a la lluvia hasta lle-
gar al coche que, como de costumbre, se negó a arrancar.
Bajó, abrió el capó y se puso a hurgar en su interior mien-
tras la lluvia lo empapaba. Volvió a sentarse al volante y
esta vez el motor respondió con un sonido parecido a un
quejido o a un reproche y se puso en marcha.
Delia respiró aliviada al escuchar que el auto
arrancaba y se iba. ¿Y si Julián tenía razón y estaba nue-
vamente embarazada? Tampoco era su culpa, para ha-
cer un bebé se necesitan dos y así la responsabilidad está
repartida. Decidió que le pediría a su vecina que le cui-
dara a los chicos e iría por los pañales para su suegra y
pasaría por la doctora. Llamaría a su vecina para ver si

72
podía llevar a cabo su plan: Hola, Julia, habla Delia. Sí,
bien. Te quería pedir un favor… Muchas gracias, es que
tengo que ir sí o sí… Imaginate que me llamaron a las
seis de la mañana así que no lo puedo dejar pasar.
Ella se quedó tranquila al ver que sus hijos estaban
en manos de Julia y no de su marido. Él era cada día más
hosco y burdo con ella, ya no se entendían como antes.
Si no fuera por los chicos…, la cosa sería otra.
Se fue a comprar los pañales mientras la lluvia
caía a baldazos. El cielo parecía enojado con alguien.
Delia intentaba guarecerse donde podía, pero era casi
imposible. La lluvia arrasaba con todo a su paso y ella
ya estaba empapada. En el geriátrico la atendieron del
mismo modo que siempre, de mala manera, como si le
hicieran un favor. Bien que había que pagar todos los
meses para que cuidaran de su suegra. No fue a verla,
porque sabía que era lo mismo, no la reconocería. Sus
instantes de lucidez cada vez eran más escasos. Una
mujer tan capaz y terminar así, se le helaba la sangre
de solo pensarlo.
Salió presurosa a lo de su doctora, no podía se-
guir con esos vómitos y sin saber el porqué. Ella creía
que estaba embarazada y no podía seguir ocultándo-
selo a Julián. Se imaginaba el momento en que se lo
dijera, pondría el grito en el cielo, pero después estaría

73
contento o al menos eso esperaba. Llegó al consultorio
y habló con la secretaria, le explicó su situación.
—La entiendo, señora Delia, pero primero tengo
que hablar con la doctora. Ya ve como está consultorio
de gente, sin preguntarle no puedo hacer nada.
—Está bien, la espero, hable pronto. No puedo fal-
tar mucho más de mi casa.
Delia se sentía descorazonada y nerviosa, no que-
ría faltar mucho tiempo en casa por si pasaba su marido,
pero igual estaba cubierta con lo del geriátrico. Julia no
diría nada de la hora, en el caso de que su marido pregun-
tara, a ella el tiempo le pasaba volando con los niños.
—Señora Delia, —llamó la secretaria— la doctora no
la va a poder ver hoy. Puedo hacer una cita para mañana.
Delia comenzó a llorar de la impotencia y sus lá-
grimas conmovieron a la secretaria.
—Tranquilícese, tome este vaso de agua y siéntese.
La doctora la va a atender.
Delia lloraba y daba las gracias. Cuando la doctora
dijo su nombre, se puso muy nerviosa y la doctora trató
de calmarla. Le explicó lo que sucedía y la médica le dio
un test de embarazo para que se lo hiciera en ese mismo
momento. El test dio positivo, estaba embarazada.
Ya no había vuelta atrás, tenía que enfrentar a Ju-
lián y contarle su estado.

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Cuando llegó a su casa, agradeció a su vecina por
la ayuda. El día reflejaba su dolor, lloraba el cielo, y ella
también, por dentro. Llegó Julián y cuando vio su cara
se dio cuenta de que algo pasaba.
—¿Qué te pasa que tenés cara de haber llorado?
—Es que estuve llorando, pasó algo Julián, sentate.
—Uy, otro drama con mamá. No empecemos, al-
morcemos en paz.
—Julián, estoy embarazada.
—¿Cómo? ¿Qué decís?
—Lo que escuchás, es la verdad.
Julián se levantó hecho una furia y la agarró del cue-
llo y la levantó en el aire. Delia trató de soltarse, pero
era imposible. Julián comenzó a escuchar el llanto de sus
hijos e intentó que se callaran. Delia seguía luchando por
librarse de la mano de Julián en su cuello, pero de a poco
su fuerza fue cediendo y en un momento no luchó más
y su cuello cedió entre los dedos de él. Cuando Julián la
miró, vio que la vida se había escapado de sus ojos. 

75
La trampa del olvido
Marcela Chiquilito
La trampa del olvido

Unos puños color tierra, por efecto del juego, se


embardunaron de lágrimas y mocos. Matías buscó la
mirada de su madre con el alma llena de preguntas.
—¿Sólo una mochila, mamá?
—Sí, sólo una. Llevá lo más importante.
—¿Y qué va a ser del resto? —preguntó y reprochó
al mismo tiempo.
—No pienses en eso y apurate.
El silencio comenzó a cubrirlo todo y la casa de
los recuerdos se llenó de adioses. El corazón de Matías
reclamaba en un grito ahogado más explicaciones, pero
tras cerrar la puerta de calle, una mano apretada lo hacía
caminar contra las agujas del tiempo. Las dueñas de las
veredas los vieron alejarse.
Parados frente al andén esperaron al destino. Ella
soltó la mano del pequeño, para limpiarse la herida de
la ceja y de su pómulo, que se derramaba. No sabía qué

77
le había dolido más si el último golpe o los años perdi-
dos… Unos ojitos curiosos se vaciaron de preguntas y la
abrazaron con piedad. Matías apretó fuerte la mano de
su madre y cayó sin darse cuenta en la trampa del olvido. 

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La voz del espejo
Andrea Viveca Sanz
La voz del espejo

Una línea desprendida del marco del espejo que-


braba la simetría de las imágenes que se reflejaban sobre
él, apenas una interrupción en su superficie, una sutile-
za en mi rostro cambiante. No era que los elementos de
mi rostro se modificaran de forma notable, más bien el
propio espejo había decidido transformarse para evitar
que yo percibiera las sutilezas.
A partir de aquella primera línea habían nacido
otras, ramificándose en su piel de vidrio hasta formar
una red de arrugas inmóviles, talladas sobre la mía. Sin
embargo, esa colección de fragmentos de mí misma me
devolvía mis zonas olvidadas. En el centro brillaban los
trozos de mi cuerpo que permanecían astillados en mi
débil memoria.
Detrás, podía caminar por un tiempo antiguo y
me dejaba llevar por los deseos que escondía entre sus
partes rotas, tan sólo para sanar las mías.

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Arriba, en el ángulo derecho, descansaban las risas
de mis hijos y, aunque la distancia las había empañado,
seguían allí sosteniendo la madera apolillada que ame-
nazaba con dejar caer al espejo.
Debajo, justo en el borde, podía percibir el aroma
de las magnolias y veía a mi madre yéndose con una
luna de marzo.
A los costados, superpuestas a un silencio, sus ma-
nos recorrían las curvas y borraban las líneas para mos-
trarme otra vez joven, envuelta en sus brazos fuertes.
Ese lunes de enero, peiné mis canas por encima
de la superficie astillada, las dejé caer sobre la cómoda,
mientras me distanciaba de la vida y de los recuerdos,
adhiriendo mi rostro a los fragmentos, buscándome en-
tre sus partes para reconocerme.
Una melodía suave me invitó a seguir, como si
atravesar el espejo significara un encuentro, como si no
hubiera tiempo y la niña siguiera allí, en el comienzo,
en un sitio donde la vida y la muerte se fundían, a am-
bos lados de un vidrio roto. 

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Mi padre y el tren
Patricia Alejandra Coria
Mi padre y el tren

La bocina de un tren resonaba en mi sueño. Uno


de esos sueños en los que uno quisiera quedarse, dete-
ner el tiempo, apretar fuerte los párpados y anclarse en
la inocente ilusión de que todo es posible, pero como
cada mañana el reloj sonó con su implacable urgencia,
empecinado en regresarme a mis batallas de adulto.
Nada puede aliviar la nostalgia que me atrapa cuando
los recuerdos se apoderan de mis noches.
A la hora de la merienda y los dibujos animados,
la bocina del tren alegraba las tardes y ponía a mamá
en vigilia. Corría al espejo, cepillaba su cabello largo
del color de nuestro perro Arrayán, un setter irlandés
que perseguía a los pájaros que se posaban en el jardín.
Un día le pregunté si se pintaba el pelo para parecerse
a él, pero me dijo que había heredado el cabello de mi
abuela, que se había ido al cielo poco después de que yo
naciera. Mamá tenía pecas; ella las odiaba, pero a mí me
gustaban, la hacían diferente a todas las mamás. Cuando

83
se reía, sus ojitos de caramelo se achinaban, y yo creía
que sus pecas le hacían cosquillas en la cara. Luego de
peinarse, ponía la pava en el fuego y se asomaba a la
ventana aguardando la llegada de papá. Tomaban mate
y conversaban de “cosas de grandes”, como ellos decían,
y cuando la yerba se lavaba, mamá me convidaba alguno.
Una tarde, papá llegó con su cabeza gacha y as-
pecto de cansado. Colgó la gorra y la chaqueta gris en
el perchero y tomó en silencio los mates que mamá le
cebaba. Desde la cocina me llegaba una conversación en
susurros y oí a mamá llorar; ella nunca lloraba. La espié
desde la puerta entreabierta de mi cuarto. Unas lágrimas
lavaban sus pecas y papá, sentado, se miraba los zapatos.
El aire se escapaba de la casa, llevándose las voces de mis
padres. Armé las vías en el piso de madera oscura de mi
pieza y, cuando estaba por poner a andar el tren que mi
tío Alberto me había regalado, apareció mi amigo Juani
golpeando la ventana. Salí al jardín y nos sentamos en
un viejo tronco de eucaliptus que teníamos en la vereda.
—Papá volvió triste del trabajo y mamá se puso a llorar.
—¿Se pelearon? —preguntó mi amigo.
—No, no creo. No los escuché discutir. Papá entró
así de la calle.
—¿Será por lo del tren?
—¿El tren?

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—Sí, mi hermano llegó muy enojado. Le dijo a
mamá que tendrían que salir a protestar por algo de los
trenes. No entendí muy bien; algo de una concesión y
que todo era una trampa, una mentira. Me parece que
quieren que el tren deje de pasar.
—¿Estás seguro, Juani? ¿Cómo haríamos sin tren?
Mi papá y tu hermano tienen que trabajar, y la seño no
podría llegar a la escuela.
Inventé un dolor de panza, quería entrar a ver a
papá. Estaba como lo dejé, sentado en la cocina, mirán-
dose los zapatos.
—Papi, ¿es verdad que no vamos a tener más trenes?
Levantó la cabeza y me miró con los ojos un poco
más oscuros que siempre.
—Vamos a pelear para que no suceda, hijo.
—¿A pelear cómo? ¡No quiero que te lastimen, pa! −
exclamé asustado. Ahora el aire también se iba de mi pecho.
Con un rayito de luz en sus ojos tristes me respondió:
—Nadie me va a lastimar, Pedro. La pelea la dare-
mos protestando, hablando en la televisión y la radio,
publicando solicitadas en el diario.
—¿Vamos a ser pobres?
—No, hijo, no te preocupes. Vamos a salir adelan-
te, como siempre lo hicimos —respondió mamá sacán-
dose una basurita de sus ojos de caramelo.

85
En la escuela hicimos afiches y pancartas. Un día
fuimos todos a protestar a la estación. A papá el traje
gris le quedaba un poco más grande, y la gorra le daba
más sombra a sus ojos cansados. Con Juani agitábamos
unas banderitas argentinas y todos juntos, tomados de
las manos, cantamos muy fuerte el Himno Nacional.
Unos señores, con unas cámaras muy grandes, nos sa-
caban fotos y filmaban. Me sentía orgulloso peleando
con papá. Soplaba un viento que hizo volver el aire
a todo el pueblo. Ojalá se quede, pensaba mirando a
mi seño emocionada.
Mamá comenzó a preparar pasteles y galletas; las
vendía los domingos a la salida de misa y cuando había
feria en la plaza. La luna se fue quedando dormida en su
pelo, y se mezclaba con algunos mechones que aún le
quedaban del color de Arrayán. Cuando la veía cocinar,
corría a hacerle cosquillas, porque sus pecas se habían
vuelto haraganas, ya no la hacían reír.
Juani se fue del pueblo con toda su familia. Segu-
ro que ellos también se daban cuenta de que el aire no
había querido quedarse. Todos sentíamos una pena que
no nos dejaba respirar.
Un día papá me sentó en sus rodillas y me anunció
que nos iríamos a vivir a lo de mis abuelos. Tenían una casa
muy grande, con un garaje donde mamá planeaba poner su

86
máquina de coser y conseguir clientas para hacerles arre-
glitos o alguna ropa, hasta que papá consiguiera un traba-
jo. Debí dejar mi escuela, a mi seño y amigos. Cada noche,
cuando las luces de esa casa se apagaban, dejaba en mi al-
mohada la congoja que escondía de mis padres y abuelos. Si
lloraba, mi papá no iba a dejar nunca de mirarse los zapatos.
Tenía que ayudarlo a hacer las paces con la vida.
El techo de la vieja estación está casi derrumbado.
Las pocas tejas que quedaron se cubrieron de un verde
triste. Los rayos de sol apenas hacen brillar algún pe-
queño tramo de vías que no han quedado ocultas bajo
los pastos y ortigas. La mayoría de las casas están a oscu-
ras, rodeadas de fantasmas y nostalgia. Las calles se des-
poblaron de sonidos y colores. Ya nada queda de aquel
pueblo. El aire se ha quedado atrapado en los escalones
de quebracho del antiguo puente, donde las palomas
anidan y se cuentan que hace mucho tiempo un hom-
bre fue feliz pasando por allí, haciendo sonar su silbato.
La lluvia invernal golpea mi ventana y tiñe de gris
la mañana. Desde la cómoda de mi cuarto papá me sonríe
con su mirada orgullosa bajo la visera de su gorra gris, esa
mirada que comenzó a apagarse el día que la bocina del
tren dejó de sonar. En las sábanas mueren las lágrimas que
lavan mis pecas. Nada puede aliviar la nostalgia que me
atrapa cuando los recuerdos se apoderan de mis noches. 

87
Pies en el barro, ojos en el cielo
Marcela Chiquilito
Pies en el barro, ojos en el cielo

Ojos chispeantes, manos extendidas, sonrisas am-


plias en rostros embadurnados de mugre. Una docena
de cabecitas curiosas, con el pelo cortado a hachazos,
esperaba conocer a la persona que estaba en el auto. Al
comedor “Dignidad” perdido en la periferia del conur-
bano, en una calle sin nombre, pocos solían acercarse,
hasta a la “Divina Providencia” le costaba llegar.
Descendieron del vehículo y los niños gritaron a
coro: ¡Es ella!, la de los carteles en la calle, la que quie-
re ganar las elecciones. Un grupo de mujeres calmó el
revuelo y les abrió paso; los entrometidos comenzaron
a sumarse. Luego de la bienvenida, Paula, la del corazón
generoso, los condujo hasta la cocina donde día tras día,
mes a mes, año a año se cocinaba el milagro de compartir.
El comedor había nacido allá por los años noven-
ta, cuando a muchos amiguitos de sus hijos les hacía rui-
do la panza. Pasaron épocas mejores y peores en las que
sólo se guisaba angustia, pero jamás desesperanza.

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Pobres, muy pobres…, girones de la vida escucha-
ban a esa dama de aires extranjeros con ojos deslumbra-
dos, como esperando algo. Ella tocó un par de cabeci-
tas despeinadas al pasar y se encaminó a saludar a una
abuela, que con sus huesos doblados amagó a levantar-
se, apuró el paso para que la anciana no se incorporara
y se sentó a su lado.
—Ella es María, la abuela de todos, la traen todos
los días para que pueda comer —aclaró Paula y la miró
con ojos de cielo. Es un ángel la abuela, me ayuda a vigi-
lar a los más chicos para que no me hagan lío —explicó.
Se acercó a darle un beso, pero dio un respingo
hacia atrás y prefirió tomarle de la mano.
—Es un placer conocerla, abuela. ¡Ramirito! Vení
por favor —Elevó el tono de la voz y el joven se aper-
sonó—. ¿No nos sacarías una foto? —suplicó con una
sonrisa y se quedó un largo tiempo en esa pose.
—Con esta facha le voy a arruinar la foto —excla-
mó la abuela entre risas contagiosas.
—¡Pero no! Está hecha una reina. Él es mi secreta-
rio —aclaró—. Quiero llevarme el recuerdo de ustedes
para que no se borre de mi corazón. —Continuó posan-
do con las mamás que ayudaban, con las que esperaban
vida, con las niñas que se sentían importantes junto a
ella, con los que tenían caras de vagos y atorrantes.

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La candidata y Paula conversaron, desde mundos
diferentes, mientras atravesaban el patio de los juegos, de
la infancia, donde agotaban las horas aquellos pequeños
que parecían condenados, porque a la igualdad de opor-
tunidades se le daba por jugar a las escondidas con ellos.
La candidata se despidió con el brazo en alto, to-
cando bocina. “Hasta pronto amigos”, lanzó. Una jauría
de perros y niños enloquecidos los acompañaron co-
rriendo hasta la vuelta de la esquina.
Apenas el auto se alejó un poco, la candidata se
apresuró a decir:
—¡Qué tarde, Dios mío! Se me hizo eterna la visi-
ta, no veía la hora de irme. —Se sacudió el polvo de los
pantalones y el fastidio.
—Sentí lo mismo —exclamó Ramiro—. Pero saqué
muy buenas fotos, vamos a usarlas en la campaña. Las es-
toy viendo y vos… ¡estás divina! —subrayó entusiasmado.
—Espero no haberme llenado de piojos —refunfu-
ño—. Me tendría que haber atado el pelo, es un detalle
que debo tener en cuenta con el próximo comedor. Y
esa abuela…, imposible arrimarme, tenía un olor a pis
espantoso. —Ramiro lanzó una carcajada que fue apaga-
da por una mirada fulminante de la candidata.
—Ya me imagino el afiche, vamos a utilizar la foto
que estás con esa abuela sosteniéndole la mano y el slo-

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gan podría ser: “Personas reales con candidatos de ver-
dad”. —Fantaseó repasando el material—. Tenemos que
pasarle todo a prensa y explotarlo al máximo.
—La foto… La de las manos… ¡Alcanzame de la
guantera el alcohol en gel, por favor!

En el corazón de la villa, Paula reflexionaba sobre


la visita ilustre al amparo del mate compartido.
—Vieron, chicas…, agradable la señora ¿no? Y se
vino hasta acá nomás. Agarraba fuerte la cartera como
si se la fuéramos a robar. —Todas se tentaron por ese
acto reflejo que mostraban las visitas—. Se quedó asom-
brada con lo grande que es el comedor, con todo lo que
hacemos acá, la recreación, la guardería para que poda-
mos trabajar. Me dijo que el lugar está lleno de… ¿cómo
era la palabra?... “¡De potencialidades!”. Eso fue lo que
me dijo, “potencialidades”... Me causó mucha gracia.
—Y rieron a coro—. Acá lo que sobra son sueños. 

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Sonidos de mi infancia
Patricia Alejandra Coria
Sonidos de mi infancia

Escuché un ruido y me escondí en el armario. Fue


un ruido entre cientos de ruidos, pero distinto. Hacía
tiempo que se oían ruidos en casa, y gritos. Desde que
comenzaron, las plantas del jardín trasero se hacían cada
vez más grandes, como si esos gritos las hubieran hecho
crecer, como si en lugar de savia llevaran por dentro
muchos ruidos y gritos. Teníamos un tilo y enredade-
ras y jazmines y muchas otras plantas que se iban enre-
dando como víboras. Parecía que se abrazaban, como si
ellas también tuvieran miedo. El jardín se transformó
en un bosque y la luz del sol ya no les llegaba. Era som-
brío, frío, sin esas flores coloridas que mamá tanto cui-
daba cuando nos mudamos a esa casa. Yo ya no quería ir
al jardín. Allí quedaron mi pelota de cuero, los patines y
la bicicleta que me habían traído los Reyes, pero no me
importaba. Preferí dejarlos antes que volver allí.
Una tarde, los ruidos eran tan fuertes que, por la
ventana de la cocina que daba al jardín, que ya no era un

94
jardín sino un bosque, las ramas del tilo y los arbustos
comenzaron a colarse entre los vidrios abiertos. Le pedí
a mamá que nunca más me sirviera el desayuno y la co-
mida en la cocina; ya no era luminosa y me daba miedo,
mucho miedo. Lloraba tanto cuando se lo pedí que ella
también se entristeció.
Aquel día, mientras merendaba en el comedor, otra
vez comenzaron los gritos, y se escuchó un ruido tan
fuerte y diferente a todos los ruidos, que salí corriendo
a esconderme. No quería ver cómo esas plantas salvajes
también me dejaban sin comedor. Comencé a temblar y
corrí lo más rápido que pude hasta mi cuarto. Cerré la
puerta para que no pudieran entrar y me quedé quietito
en el armario, por miedo a que se repitiera ese ruido. Allí
todo era quietud; no sabía si era sólo en mi escondite o
si toda la casa se había silenciado. Esperé paciente a que
mamá me buscara. No quería volver al comedor. Perdí la
noción del tiempo. Sabía que mamá ya no vendría y que
papá, como siempre, la habría dejado llorando.
Quise recordarla tomando sol en el jardín, cantado
las canciones que sonaban en su viejo grabador, cuando
yo jugaba a la pelota y me miraba sonriendo; yo sabía
que controlaba que no le arruinara sus canteros de ro-
sales y margaritas. Su risa contagiosa, música, papá lle-
gando del trabajo, ruidos, gritos…

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Escuché que alguien me llamaba. No reconocí esa
voz hasta que se abrió la puerta del armario. Una luz
azul se colaba con intermitencia por la ventana de mi
cuarto. El sonido de una sirena me aturdía cuando se
llevaba los ruidos y gritos de la casa.
—Vamos, Ramirito. Vamos a mi casa así jugás un
rato con los chicos y te quedás a cenar y a dormir con
ellos —me invitó Susana, la vecina de al lado, con los ojos
llorosos y una sonrisa dulce.
No me animé a preguntarle nada. Temí que las plan-
tas hubieran atrapado a mamá. Nunca más volví a esa casa. 

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Un cuento de Navidad
Cecilia Anglada
Un cuento de Navidad

Preparándose para la celebración de las fiestas, la


familia Malone estaba ocupada a pleno. Cada uno tenía
una indicación especial y sabía qué tarea debía llevar a
cabo. Los más pequeños se ocupaban de la decoración,
los grandes de la cocina y las luces.
En medio del ajetreo, uno de los niños decidió poner
las luces solo, sin supervisión de un mayor y como las luces
no entraban en el enchufe se le ocurrió pegarle con una pie-
dra e hizo saltar la térmica y los dedos le quedaron negros.
Enseguida, comenzó a llorar y la familia se acercó a ver qué
pasaba. Cuando entendieron lo que había sucedido, llama-
ron a una ambulancia para que lo atendiera urgente.
Cuando llegó la ambulancia el pequeño Bruno, se
había calmado un poco, ya no lloraba tanto ni con la
desesperación del comienzo.
—¿Qué sucedió? —preguntó el doctor.
—Nadie sabe bien, creemos que golpeó con la pie-
dra el enchufe —dijo el padre.

98
El doctor puso cara de pocos amigos y comenzó a re-
visar el niño, quien temeroso intentaba escabullirse y ha-
cía más difícil la revisión. Luego de que lograron contener-
lo y el médico pudo terminar su revisión, dio su veredicto.
—Lo que pasó fue una gran descarga eléctrica y sus
dedos actuaron como descarga, también su brazo y el
resto del cuerpo. Su corazón no late como debe ser, así
que me gustaría llevarlo a la clínica para hacerle un elec-
trocardiograma —dijo el médico.
La familia se conmovió por completo y comenza-
ron a echarse la culpa unos a otros, y los padres intenta-
ron poner orden, pero las peleas no cesaban.
—Bueno —dijo el doctor— yo me llevo el niño y
me voy a la clínica, ustedes sigan peleándose para po-
nerse de acuerdo. Yo me voy con el menor.
Al escucharlo, todos se callaron y prontamente se
pusieron de acuerdo en quien debía acompañar al pe-
queño Bruno. Fueron su padre y su madre quienes de-
cidieron ir con él.
Viajaron en la ambulancia un trayecto corto hasta
llegar a la clínica. Cuando arribaron, enseguida lo pu-
sieron en una camilla y lo conectaron a diferentes apa-
ratos para monitorearlo y ahí comprobaron que su co-
razón latía con un salto intermedio. Les explicaron que
podía ser que lo tuviera de nacimiento o que la descarga

99
eléctrica se lo hubiera provocado. Los padres con gran
angustia miraban al pequeño Bruno con amor. Los mé-
dicos terminaron todos los estudios y les explicaron que
no le iba a traer ninguna complicación para su vida, que
tenía que controlarse cada seis meses y nada más.
Los padres un poco angustiados volvieron con el
niño a la casa donde fueron recibidos con algarabía por
el resto de la familia. Y así pasaron otras fiestas, esta vez
con un corazón que latía distinto en la casa, pero seguían
siendo un Malone de sangre y eso nada lo iba a cambiar.

100
Y ahora te llaman Margot
Marcela Chiquilito
Y ahora te llaman Margot

Un cuento inspirado en la lectura del querido Ne-


gro Fontanarrosa y en una canción bizarra de Arjona.

La Juana era de cascos ligeros. Era lo que murmu-


raba el barrio cada vez que la veía pasar, con su andar
grácil, pies de pluma llevados por el viento. Era un ave
de paso en su casa, huía rápido de los reproches. A su
pelo largo, sujeto en un nudo, le gustaba caer sobre su
espalda y perderse más allá. Ese cabello era una especie
de telón tras el cual le gustaba ocultarse y exhibir luego
su desnudez. Sus ojos chispeantes, como dos almen-
dras, eran una invitación.
Esos pobres padres, el Carlos y la María no sabían
qué hacer con esa criatura. El escándalo estalló el día
que les dijo que quería trabajar de Venus, de estatua vi-
viente, allá por la zona de San Telmo en donde corrían
los dólares extranjeros. La madre tallaba cruces en el
aire persignándose, sin poder dar crédito a lo que sus

102
oídos habían escuchado. Si le faltó tirarle agua bendita
al demonio que había engendrado. El padre le achacaba
que había sido su culpa, que no debió dejarla ver tanta
novela venezolana, y que de consentida terminó por
descarriarse, pero la Juana siguió con sus caprichos,
en pelotas se la llevaron presa y fuimos varios a pedir
que la liberen.
Si hay un culpable de todo, ese es el José, el tapi-
cero. Esa familia entregó el alma cuando le alquilaron
el local de adelante a ese tipo de manos grandes y ojos
oscuros. Nada se sabía de él, y a su pasado se lo había
tragado la tierra. A la mocosa se la compró con dulces,
y después ya señorita le llenó la cabeza de pajaritos. Se
encerraban por horas a jugar a la guerra de almohado-
nes y la muy boba decía: “Me deja que sienta sobre mi
piel todas las texturas y las telas, pero amo la sensación
de sentir el cuero”. Ninguno de nosotros la contradecía,
porque la Juana era generosa con sus pechos. El roman-
ce terminó cuando en la tapicería se apareció la mujer,
medio india, con media docena de críos, que José había
abandonado en un rancho allá por el norte.
Fue mi primera mujer y la de todos… Senos fir-
mes, besos húmedos, le encantaba desnudarse. Decía
“que tenía calor”, y eso nos causaba mucha gracia. Era
muy vaga... Con ella aprendí a ser hombre y nunca pidió

103
nada. Aunque yo le hubiera dado todo… Esa mujer no se
fue más de mis sueños ardientes. No me importaban las
cargadas de los muchachos que me decían que era un “bo-
ludo enamorado”. Aprendí con los años que las mujeres
y los pibes del barrio no son para siempre, pero la Juana
nunca se fue. Ni aun cuando dejó el barrio porque se fue
a filmar una película al Paraguay y ya nunca volvió.
Las vueltas que da la vida…
—Servime otra copa, que esté bien llena como la an-
terior. —Ordenó arrojando un billete sobre la barra—. Vea,
mi amigo, esa que está allá, la que arrojó el látigo y el cor-
piño de cuero, esa es mi Juana. Ahora la llaman “Margot”.

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Anglada Cecilia.
Bibiloni Javier.
Bonfante Sara Isabella.
Chiquilito Marcela.
Coria Patricia Alejandra.
Tomenello Marta.
Viveca Sanz Andrea.

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