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El mundo de los Ziros, de Lesly Sánchez

Los Ziros habitaban la zona templada desde tiempos inmemorial. Sin embargo, no eran muchos, porque
morían jóvenes y tenían poca descendencia.
Vivían en el Gran Pueblo, en construcciones brillantes de piedra verde que semejaban enormes colmenas. Al
parecer, habían permanecido siempre allí, habitando sus casas fosforescentes que no envejecían con el
transcurso de los milenios. Criaban pequeños animales y cultivaban frutos rojos y amarillos que constituían la
base de su alimentación.

Según el informe de la base terrestre, los ziros eran humanoides. A pesar de la orden de partida, el hombre
continuó apoyado en la ventana de vidrio sintético.
Sesenta estaciones.
Sesenta estaciones habían pasado desde que llegó el mundo de los ziros.
Mucho tiempo.
Sentía un profundo respeto por ese gran pueblo al que no había logrado descifrar plenamente. Fue un largo y
extraño aprendizaje.
Sonrió al recordar el primer desembarco. Ellos estaban allí, en grupos de diez o quince, observándolos con
infantil curiosidad.
Siempre estaban en grupos.
No tenían jefes. No conocían el significado del poder no la supremacía de alguno de ellos. El pensamiento
individual pasaba a convertirse en conocimiento, y pensaban y vivían en función de conjunto.
Además, poseían otras raras cualidades.
Los frutos rojos y amarillos que cultivaban crecían con insólita rapidez por la vibración que emitían los ziros.
Así, en un lejanísimo tiempo, sus antepasados construyeron las colmenas brillantes, imantando con su energía
los trozos de piedra verde.
El hombre recordó el temor que cundió entre su gente ante el fantástico poder que, en conjunto, poseían los
nativos. Pero los ziros eran básicamente pacíficos. No sabían destruir.
Se sobresaltó al escuchar a su reemplazante, anunciándole la hora de partida. Era demasiado joven. No
conocían al gran pueblo y, quizás, nunca llegaría a conocer su profunda verdad.
Quiso decirle que no innovara, que en sesenta estaciones, los ziros no habían asimilado nada de los humanos
porque no los necesitaban para continuar su armónica existencia.
Quiso pedirle que los amara.
Quiso explicar la maravilla y el encantamiento de sus juegos rituales. Su misteriosa y especial evolución.
Pero todo estaba en los registros, y se hacía tarde.
El nuevo jefe volvió a analizar los informes. No podía comprenderlo. No lograba entender la falta de iniciativa
de su antecesor. Sesenta estaciones sin intentar nada, sin procurar el fin del estatismo en esa primitiva cultura.
Y existían grandes posibilidades. Se podía producir un salto en su evolución de manera tan simple, que
resultaba inadmisible el tiempo perdido.
Explicó el proyecto a sus ayudantes. Era similar al realizado con éxito en otros mundos. Todos estuvieron de
acuerdo.
Todos eran nuevos en el planeta de los ziros.
Los hombres de la base terrestre observaban entusiasmados cómo los ziros cambiaban sus milenarias
costumbres.
Veinticinco estaciones habían bastado para reemplazar totalmente la antigua generación.
Ellos vivían poco; por eso, era notorio el avance del proceso. Adquirieron la individualidad y la iniciativa
deseada por sus instructores, pero perdieron la comunicación colectiva. Ya no eran un solo pensamiento, una
sola existencia.
También, olvidaron el significado de sus juegos rituales.
Veinte estaciones después, los ziros eran numerosos. Por entonces, se había alargado el tiempo de sus vidas.
Las nuevas características surgieron como una fuerza avasalladora.
El Gran Pueblos dejó de existir como tal, como había sido desde el principio de la raza.
Fue hacia el comienzo de la nueva estación cuando los hombres de la base terrestre debieron oficiar como
árbitros en la distribución de las tierras.
Cuatro ciudades alzaron sus brillantes construcciones de piedra verde que ya no eran colmenas, sino que
presentaban exóticas formas donde vivían reducidos núcleos familiares. Los altos jefes moraban en suntuosos
edificios. Porque los ziros tenían ahora sus grandes, medianos y pequeños jefes.
La extraordinaria evolución de los ziros llenó de orgullo a sus instructores terrestres.
Pero el optimismo no duró mucho tiempo.
La ciudad del este, que crecía en técnica y en poder más rápidamente que las otras, comenzó a molestar a sus
vecinas. Necesitaba más tierras. En realidad, el jefe del este quería el control de las cuatro ciudades. Ese fue el
comienzo de la guerra.
Los ziros se convirtieron en nacionalistas furiosos. Al son de fanáticos estribillos, mataban a todo nativo que se
aventurara a cruzar sus respectivas fronteras.
Los diez hombres de la base intentaron desesperadamente encauzar el conflicto por el camino de las
negociaciones. Pero severamente advertidos. Ellos eran independientes y no aceptaban, bajo ningún concepto,
la intervención extranjera.
La guerra fue rápida y feroz.
Todos los ziros, sin excepción, intervinieron en la contienda. Un terrible y extraño instinto de destrucción,
ajeno a la antigua cultura, alienó sus mentes.
Encerrados en la base, los hombres contemplaron impotentes los terribles enfrentamientos.
Para el tiempo en que arribó la nave de emergencia, todo había terminado. No quedaba un ziro vivo en todo el
planeta.
En silencio, la comitiva recorrió los lugares de destrucción. Después, perdida toda compostura, el comisionado
encaró al jefe del laboratorio.
-¡Esto es….. incalificable! ¿Qué mezcla infernal introdujo en los cuerpos de esos infelices?
El otro, en un gesto de suprema desolación, lo explicó simplemente:
-Sólo….. genes humanos.

En las zonas transparentes. Buenos Aires, Casteñeda, 1978.

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