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CUENTOS DE CALLEJA EN COLORES

CUENTOS DE CALLEJA EN COLORES


EL FALSO PINOCHO
I

TRANSFORMACIÓN DE CHAPETE
Muy fastidiado estaba Chapete; al famoso capitán de los Piratas Negros todo le
salía mal. De nada le servían su ingenio, su audacia y su maldad; de nada le servían
la agilidad de Tintinelo ni la fuerza de Patapón. Sus planes maquiavélicos
fracasaban invariablemente; sus aventuras terminaban siempre en el más espantoso
de los ridículos.
Y lo peor, lo que le volvía loco de rabia, era que al final de todos sus fracasos
veía erguirse, burlona y triunfante, la nariz legendaria de su enemigo eterno, de su
aborrecido rival, de Pinocho.

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¡Oh, la última aventura en Babia, donde él, Chapete, había estado a punto de ser
proclamado Rey, y donde había sido derrotado por la maldita intervención de
Pinocho! ¡Siempre Pinocho! No podía olvidarlo; y este recuerdo, tan vivo todavía,
le hacía apretar sus puños de trapo y le helaba el serrín en las venas.
A bordo de su bergantín El Chacal, y mientras que la tripulación, Tintinelo,
Patapón y Voltereta, estaban aterrados por el humor de su capitán, éste se pasaba
los días sufriendo, blasfemando, dando grandes zancadas por el puente o tumbado
en su camarote, borracho como una cuba.
En su cabezota no había más que una idea constante y fija: vengarse de
Pinocho.
Claro que el odioso Chapete no meditaba una venganza leal, cara a cara; porque
él — como todos los malvados — era cobarde. Prefería no tener que habérselas
frente a frente con el héroe invencible, y toda su obsesión era encontrar el medio
de herirle a traición, villana e hipócritamente. «La mejor venganza sería
desacreditarle en el mundo entero», pensaba Chapete entre chupada y chupada a su
cachimba.
«Pero, ¿cómo? ¿Inventando calumnias? Nadie querría creerlas. ¿Qué hacer?»
Y pensando, pensando, mientras daba innumerables paseos por el puente de su
bergantín y mientras bebía cubas enteras de ron y arrojaba infinitas bocanadas de
humo de su enorme pipa de lobo de mar, Chapete acabó por encontrar un plan
diabólico, increíble.
Se encerró en su camarote, donde estuvo ocho días sin salir. La tripulación estaba
asombrada y alarmadísima; pero cada vez que alguno llamaba a la puerta —
Patapón con un fuerte puñetazo, Tintinelo con la muleta, Voltereta arañando con
sus patitas —, Chapete contestaba desde dentro, dando gritos y con la exquisita
cortesía en él peculiar:
— Dejadme en paz. ¡Idos a freír
espárragos!
Al llegar el octavo día, la puerta
del camarote se abrió al fin, y
alguien apareció; alguien que hizo
lanzar a Tintinelo este grito:
— ¡Cielos! ¡Pinocho aquí!
En efecto; el que salía del
camarote de Chapete era Pinocho,
con su famosa casaca azul, sus
inconfundibles pantalones rojos y su
celebérrima nariz.
— ¡Ah, bandido — rugió
Patapón, amenazando con sus

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terribles puños en alto—, has asesinado al capitán!...
Pero entonces, por debajo de la nariz salió una carcajada y una ronca voz que
decía:
— ¡Imbéciles! ¿No me reconocéis?
¡Era Chapete!!!
Chapete, sí; pero perfectamente disfrazado de Pinocho, con el mismo traje del
gran muñeco y con una nariz de cartón sujeta a su chata nariz.
Chapete, que había concebido la idea horrible de ir por el mundo fingiendo ser
el héroe universal y cometer, amparado con su nombre ilustre, toda clase de
fechorías, para desprestigiarle así ante los ojos de sus innumerables admiradores, y
para lucrarse, de paso, impunemente.

«Lo mejor — pensaba el infame — era empezar por algún país donde Pinocho
no hubiera estado y donde no le conociera personalmente nadie; de este modo sería
más fácil «dar el pego».
Ahora, que el hallar un país donde Pinocho no hubiera estado, no era tan fácil
como a primera vista parecía. ¡Pinocho había estado en tantas partes!
Chapete cogió un mapa en el que había todos los países conocidos y aun los
desconocidos, no solamente los de la tierra, sino los del sistema planetario: un
mapa de pirata, en una palabra. Lo extendió sobre una mesa y empezó a buscar

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detenidamente.
¿La India? ¿La China? ¿Jauja? ¿El Polo Norte? ¿Gordinflonia? ¿Babia? ¿La
Luna? ... En todos estos sitios y en muchos más había estado Pinocho realizando
alguna proeza sorprendente y dejando tras su paso un recuerdo imborrable de su
valentía, su heroísmo y su talento. (Esto de la valentía, el heroísmo y el talento de
Pinocho no creáis que lo pensaba Chapete; lo pienso yo y vosotros sabéis que es la
pura verdad.)
De repente, Chapete lanzó un grito de alegría, y su grueso dedo de trapo se posó
sobre un nombre que había en el mapa: Reino Dorado.
Allí, en el país más rico del mundo, donde el oro abunda de un modo fabuloso,
allí no había estado Pinocho.
Aquella misma tarde, sin pérdida de tiempo, el Chacal zarpó con rumbo hacia el
Reino Dorado.

II

LA PRINCESA DORALINDA TIENE UN DULCE


DESPERTAR
En su cama de oro macizo dormía la Princesa Doralinda. En un reloj que en la
alcoba había dieron las siete; la Princesita abrió los ojos y paseó en torno suyo una
mirada angelical, de niña muy buena y muy dichosa. Miró al sol, que entraba a
raudales a través de los encajes de los balcones, inundando la estancia de luz y
alegría.
Miró a su armario, cuya luna era de oro pulido, tan liso y brillante que las cosas
se reflejaban en ella como en el más perfecto espejo veneciano.
Miró el espléndido ramo de botones de oro que adornaban el jarrón de oro
repujado.
Miró las paredes tapizadas de oro.
Miró su muñeca, rubia como el oro, vestida con un traje de tisú de oro, que
dormía en una butaca con la actitud correcta de muñeca bien educada.
Pero lo que particularmente atrajo las miradas de Doralinda, lo que ésta no se
cansaba de mirar, eran dos cosas:
La primera era su biblioteca de madera dorada, en la cual lucían sus magníficas
encuadernaciones la colección completa de las Aventuras de Pinocho; esas
Aventuras maravillosas, que Doralinda, como todos nosotros, había leído y releído
tantas veces que se las sabía de memoria.
La segunda era un retrato que, en espléndido marco de oro, con incrustaciones

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de piedras preciosas, se hallaba en el
testero principal; aquel retrato era el del
admirado Pinocho. Porque Pinocho era el
ídolo de Doralinda. La Princesita se
pasaba horas y horas contemplándole, y
aquella mañana, al posar su mirada en el
famoso aventurero, Doralinda le dedicó
su sonrisa más encantadora.
Debajo del retrato del glorioso muñeco
había otro; pero éste no tenía marco de
oro, ni siquiera de madera vulgar; estaba
sencilla y ferozmente clavado a la pared
por un grueso alfiler de sombrero que le
atravesaba por el centro del cuerpo. Este
retrato era el del odioso Chapete.
Al mirarle, la Princesita sintió tal impulso de antipatía, que no pudo reprimir un
gesto que no deben hacer nunca las niñas buenas, pero que en aquella ocasión era
disculpable, por tratarse de la imagen del granuja Pata de Pato: le sacó la lengua.
Acaso nuestra Princesita se hubiese avergonzado de su actitud, si no hubiera sido
porque en aquel momentonotó repentinamente que tenia hambre.
Agitó una campanillita de oro, que colgaba de la cabecera de la cama, y al
punto se abrió la puerta, y por ella apareció una doncella que traía una bandeja de
oro y de la que se escapaba un aroma exquisito. ¡Como que estaba cubierta de
golosinas que rodeaban una tacita de chocolate sabrosísimo!
Mientras que Doralinda se desayunaba en la cama — supongo que vosotras no
seréis tan comodonas, pero a una Princesita hay que perdonarle algunos defectillos,
sobre todo cuando es tan mona como ésta —, murmuraba pensativa:
«¡Dios mío! ¿Por qué no tendré yo la suerte de Rosa Luz, de Redondita de
Tocoroco y tantas otras Princesas que le han conocido y son amigas suyas?»
Porque habéis de saber que el mayor deseo de Doralinda era conocer a Pinocho,
su héroe predilecto.
En aquel instante la doncella reapareció para entregar a Su Alteza un telegrama.
— ¿Quién podrá telegrafiarme? — murmuró la Princesita intrigada y
contemplando el telegrama, como si pretendiese adivinar su contenido sin abrirle.
Hasta que al fin se decidió, y con sus deditos de azucena rasgó el papel dorado;
porque en aquel país hasta los telegramas son de oro.
En cuanto echó una ojeada a la firma, Doralinda lanzó un agudo grito, rechazó
la bandeja del desayuno, saltó de la cama y empezó a dar saltos en medio de la
habitación, de la manera más desordenada con que es capaz de demostrar su
alegría una Princesita muy bella, muy buena, muy dichosa, pero — guardadme el

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secreto — un poquito mal educada.
El telegrama decía así:

Llego jueves, expreso, a visitar Reino Dorado y conocer a la Princesa


Doralinda.
Pinocho.

III

PINOCHO NO ES TAN ESBELTO


Reino Dorado era, en verdad, un país dichoso.
Allí todo era de oro: el suelo de las calles, las paredes y los tejados de las casas, los
troncos de los árboles, los asientos de los tranvías, los trajes de las señoras, las
corbatas de los caballeros, las plumas de los pajaritos...
Pero no vayáis a creer que esta fabulosa riqueza era la causa de la felicidad de
Reino Dorado, no. El oro no da la felicidad — no es que yo lo sepa por
experiencia, pero así lo he oído decir a mucha gente que debe de estar más
enterada —; es más, parece ser que, cuando el oro se posee con tal abundancia,

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llega a perder, para sus poseedores, gran parte de su valor, algo así como les ocurre
a los que tienen un automóvil «Ford».
Reino Dorado era feliz, porque allí reinaba la alegría. También podemos decir
que allí reinaba la alegría, porque el país era feliz; lo mismo da.
La causa principal de esta alegría era, sin duda alguna, debida a los méritos de
sus Soberanos: el Rey Doroteo, que era un Monarca bondadoso, justo y
magnánimo, y su hija la Princesita Doralinda, a quien tenemos el gusto de conocer
desde hace unas páginas, y a quien no vacilamos en considerar como la más
encantadora Princesa del mundo.
La primera consecuencia de tanta alegría eran los festejos y diversiones que por
el motivo más insignificante ofrecía Su Majestad a su pueblo; puede asegurarse
que la vida de los habitantes de aquel privilegiado país era un continuo jolgorio.
Pues bien; en la memoria de ningún súbdito del Rey Doroteo, ni en la de ningún
súbdito de su padre, ni de su abuelo, ni de su bisabuelo quizá, existía el recuerdo de
fiestas tan animadas, cabalgatas tan fastuosas ni banquetes tan suculentos como los
que se celebraron con motivo de la visita del ilustre Pinocho; es decir, del que allí
creían que era el ilustre Pinocho.
La recepción fue imponente. El Rey, la Princesita, el Estado Mayor, los altos
dignatarios, los ministros, las damas de honor, la Corte en pleno se hallaba reunida
en el andén de la estación. En la parte de fuera se apiñaba un gentío inmenso que
esperaba con impaciencia y emoción la aparición del héroe mundial.
Cuando el tren entró en agujas se vio que la punta de la nariz legendaria
asomaba por una ventanilla de un departamento del «sleeping-car». Era un tren
especial y ultra rápido que el Rey Doroteo había mandado disponer desde la
frontera para el viaje del ilustre huésped.
Paró el tren, y al aparecer el falso Pinocho en el estribo resonó una estruendosa
ovación. Chapete se quedó boquiabierto, deslumbrado por el brillo de tanto
uniforme y tanta joya, y atolondrado por el
ruido de los aplausos, los viva* y las
aclamaciones, a las que él estaba tan poco
acostumbrado. Una vocecita muy dulce,
trémula de emoción y deliciosamente
argentina, le trajo al sentimiento de la realidad.
— Y bien, Pinochín — decía la gentil
Doralinda —, ¿no me dices nada?
Chapete se precipitó; quiso hacer una
reverencia de Corte, llena de gracia, soltura y
elegancia, tal como él había leído que solía
hacerlas Pinocho; pero era tan patoso y estaba
tan poco acostumbrado a los cumplidos de la

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etiqueta, que sólo consiguió hacer una pirueta grotesca, y enredándose con sus
enormes patazas, ¡catapúm!, vino a caer ante los mismos piececitos de la Princesa.
— ¡Pero, Pinochín! — no pudo menos de exclamar Doralinda, ayudándole a
levantarse —; ¡qué gordo te has puesto!
La comitiva se puso en marcha; a la cabeza iban el Rey, la Princesita y el falso
Pinocho, detrás seguía la Corte, y por último, venía el pueblo. Todos marchaban
sobre una mullida alfombra tejida con lana de oro y que llegaba desde la estación
hasta el Palacio Real.
También al Rey debió de chocarle la singular corpulencia del héroe, porque
inclinándose hacia su hija la dijo en voz baja:
— ¿Sabes, nena, que los dibujantes de hoy día fantasean mucho y que el tal
Bartolozzi nos ha pintado siempre un Pinocho más esbelto y airoso de lo que es en
realidad?
Doralinda no quiso confesar su primera desilusión.
— No digas eso, papá — protestó vivamente — ; la nariz no negarás que la
tiene tan hermosa como en las estampas.
Y acercándose al héroe abrió una bolsita de oro que llevaba colgando del brazo
y le dijo con una sonrisa encantadora:
— Pinochín, como sé que te gustan los bombones de chocolate y fresa, he
traído algunos para obsequiarte.
El muy bruto de Chapete, que era un goloso y un tragón, sin dar las gracias
siquiera, metió su gruesa mano en la bolsita, cogió un puñado enorme de
bombones, y después de meterse cuantos le cabían en la boca, aun a riesgo de
atragantarse, ¡horror!, se guardó los que le sobraban en el bolsillo de su casaca
azul.
Ante este rasgo de glotonería, la Princesita se quedó estupefacta.
— ¡Yo que le creía tan delicado! — pensó.
Bajó su cabecita dorada, y una lagrimilla casi imperceptible asomó en sus ojos
color de cielo.

IV

PINOCHO DA MUCHO QUE DECIR


Durante treinta días consecutivos Reino Dorado estuvo en fiesta constante para
honrar al supuesto Pinocho.
El pueblo, que sólo de lejos contemplaba al héroe, estaba encantado; pero en la
Corte reinaba el malestar y la perplejidad. Porque Chapete, en vez de agradecer y

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corresponder a tantas atenciones, se
mostraba cada vez más insoportable,
exigente, ingrato, gruñón, déspota, glotón,
descortés, y se divertía exasperando a todo
el mundo. Ni aun el prestigio del nombre
glorioso que había tenido la osadía de
apropiarse, bastaba para contener las iras
que el infame muñeco iba levantando en
torno suyo. Empezando por el propio Rey y
acabando por el último pinche de cocina,
todos cuantos le trataban estaban
desilusionados. Sin embargo, nadie se atre-
vía a manifestar claramente estos
sentimientos, por miedo a incomodar a Su
Alteza.
Doralinda se negaba obstinadamente a
rendirse a la evidencia; ella no podía
consentir que su ídolo se derrumbase de tal
modo, y siempre encontraba, para
disculparle, alguna frase de adorable
indulgencia.
Por ejemplo:
— Estas son rarezas de los grandes
muñecos; o
— Sin duda es que se aburre aquí, porque no tiene ocasión de lucir sus
cualidades de aventurero generoso; o
— El pobrecito debe de tener el genio agriado con tanto como le ha hecho
rabiar su enemigo, el infame Chapete.
¡Pobre Princesita! Yo creo que en su empeño en defender al que ella creía
Pinocho había un poco de testarudez, de no querer dar su brazo a torcer. Pero
cuando se hallaba a solas en su alcoba de oro y contemplaba largamente el retrato
del héroe o leía alguna de sus famosas aventuras, suspiraba tristemente y decía:
— ¿Es posible que haya cambiado tanto? ¿O todos estos libros tan bonitos, en
lugar de ser narraciones verídicas y fieles descripciones, no serán más que cuentos?
(Comprendo, lectores míos, que os encienda la sangre oír estas cosas y
presenciar tan monstruosa injusticia en perjuicio del auténtico y noble Pinocho. A
mí también me duele esta situación. ¡Ah, malvado Chapete, cuánto nos haces
padecer!)
Una noche, después de un baile con cotillón, que había sido precedido por un
banquete de gran gala y seguido de una fiesta de maravillosos fuegos artificiales, el

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falso Pinocho se dirigía a sus habitaciones, cuando, de
pronto, tras una puerta de oro oyó pronunciar su
nombre.
Como era muy indiscreto — en realidad no tenía
más que defectos —, se detuvo, abrió sigilosamente la
puerta, apartó imperceptiblemente los cortinones de
terciopelo y echó una mirada al interior de la
habitación.
Era un saloncito, y en él se hallaban reunidas unas
cuantas damas de honor de la Princesa. Charlaban con
gran animación. Chapete escuchó, y he aquí la
conversación que llegó a sus oídos:
LA BARONESA DE ALTA ALCURNIA. — ¿Sabéis lo
que os digo? Pues que el tal Pinocho no es, ni mucho
menos, lo que yo me figuraba. Me ha dado una
desilusión.
TODAS LAS DAMAS. — ¡Ya mí! ¡Y a mí! ¡Y a mí!
LA DUQUESA DE LA ETIQUETA.—Yo, en cuanto vi la torpeza con que hacía las
reverencias de Corte, incluso las de media gala, juzgué lo poco que valía.
LA CONDESA DEL GRAN TONO. — Está pésimamente educado. ¿A que no
imagináis lo que le he visto hacer ayer por la mañana, sin ir más lejos?
TODAS LAS DAMAS. — ¿El qué? ¿El qué? LA Condesa del Gran Tono. — Pues
bajar la escalera a caballo sobre la barandilla.
LA DUQUESA DE LA ETIQUETA. — ¡Jesús! ¡Qué falta de corrección!
LA BARONESA DE ALTA ALCURNIA. — ¿Saben ustedes lo que ha contado; mi
doncella, que lo ha sabido por su novio, que es cuñado de una prima del repostero
mayor de Palacio?
TODAS LAS DAMAS. ¡A ver! ¡A ver! ¡A ver!
LA BARONESA DE ALTA ALCURNIA. — Pues que el tal Pinocho suele ir de vez
en cuando por las cocinas y mete los dedos en las natillas y en los flanes y se los
chupa después.
TODAS LAS DAMAS. (Tapándose los rostros con sus respectivos abanicos,
horrorizadas.) — ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!
LA MARQUESA DE LA DISTINCIÓN. — No me extraña nada de eso que contáis,
Baronesa, pues esta noche he tenido la desdicha de bailar un vals con Pinocho, y el
muy grosero no ha hecho más que pisarme los pies sin decirme un mal «usted
dispense».
TODAS LAS DAMAS. — ¡Es un grosero! ¡Es un grosero! ¡Es un grosero!

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V

LA FIESTA DEL ORO

Cuando Chapete entró en su alcoba, se frotaba las manos con satisfacción.


— Esto va bien — murmuró el infame chato. Y mientras se quitaba la postiza
nariz de cartón, añadió:—Del prestigio de Pinocho queda muy poco. La primera
parte de mi plan ha tenido un éxito rotundo. Ahora falta la segunda.
¿Qué segunda parte era aquélla?
Pronto lo sabremos.
A pesar de la alegría que sentía por el triunfo de la parte primera de su diabólico
plan, Chapete no olvidaba la preparación de la segunda parte. Esta consistía,
principalmente, en aprovecharse de la situación mirando por su interés. Porque
Chapete tenía el defecto — ¿qué defecto no tendría él, Dios mío? — de ser
interesado y avaricioso hasta lo increíble.
La vista de tanto oro como le rodeaba le volvía loco; hubiera querido llevarse
cuanto veía, desde los adoquines de las calles hasta las hojas de los árboles; todo se
le antojaba poco para la inmensidad de su avaricia. La idea de tener que volver a

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dormir en una cama sencilla de madera, pisar un suelo de piedra o de ladrillo y
comer en vajilla de porcelana, le exasperaba. Y tenía envidia al último habitante de
aquel país, porque veíase rodeado de oro y manejaba el oro a espuertas.
Y he aquí que un día, cuando Chapete se hallaba sumido en estas reflexiones
tan feas, la Princesa Doralinda le anunció con su encantadora sonrisa:
— Oye, Pinochin; mañana vamos a celebrar la fiesta del oro.
— Y eso, ¿qué es?
— Una fiesta que celebramos todos los años para convertir en oro los
objetos que todavía no lo son. Ya verás qué bonito.
En efecto; al día siguiente se celebró la fiesta del oro.
En la plaza principal, ante la puerta del Palacio Real, sobre un estrado, el Rey
Doroteo se sentó en un elevado sillón. A su derecha tomó asiento la Princesita
Doralinda, que estaba, como siempre, monísima. Y a la izquierda del Rey se sentó
el ilustre huésped Pinocho.
Chapete disimulaba su interés y curiosidad bajo una expresión de aburrimiento
y desprecio.
Alrededor del estrado, formando círculo, se hallaban los caballeros y las damas
de la Corte, todos espléndidamente ataviados y resplandecientes. El oro abundaba
en tal cantidad que casi cegaba.
Delante del estrado se apiñaba el pueblo, entre el cual se veía el oro en cantidad
tan abundante como en los nobles. Hasta los mendigos usaban harapos de oro. El
Rey hizo una seña, y un paje tocó una larga trompeta. Una hilera de personas que
— caso inaudito — tenían el pelo negro, castaño, gris o blanco, vestían trajes de
tela corriente y llevaban en las manos objetos que no eran del precioso metal,
empezó a desfilar delante del estrado real. Entonces la Princesa elevó un frasquito
tallado en un brillante colosal, lo destapó y empezó a verter sobre los que a ella se
acercaban unas gotas del agua que el frasquito contenía y que brillaba
singularmente, como si hubiera sido compuesta con rayos de sol.
¡Oh, prodigio!, cuanto aquella agua tocaba se transformaba en oro. Rubias se
volvían las cabelleras, de oro los objetos y de tejido de oro las vestiduras.
Chapete contemplaba aquel maravilloso espectáculo con la expresión que
pondría un hombre que viese volar a un
elefante; tan asombrado estaba que sólo al
terminar la ceremonia pudo preguntar,
tartamudeando:
— ¿Pe... pe... pero qué... sig... ni...
ni…fi...ca... es...to?
La Princesita se volvió hacia él y
explicó:
— Esto significa, Pinochín, que aquí

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las cosas no nacen de oro, como sin duda has
creído hasta ahora, sino que las convierto yo en oro
merced a esta agua milagrosa de la cual el hada
Dori-Dora, amiga y protectora de la Familia Real
del Reino Dorado, regala un frasquito a toda
Princesa que nace en nuestra dinastía.
— ¿Y cua... cua. .. cua...?
— ¿Te has vuelto pato? — preguntó Doralinda,
riendo.
— ¿Y cua... cuando se vacía el frasco..., que. .
.que.. . pasa? — preguntó Chapete.
— Se vuelve a llenar él solo.
— ¿Y do . . . do. .. do.. . ?
— Re, mi, fa, sol — concluyó la traviesa Princesita.
— ¿Do. . . dónde. .. se guarda ese.. . fras. .. fras. . . frasco?
— ¡Ay, Pinochín! A eso no puedo contestarte. El lugar donde guardo este
frasquito maravilloso es un secreto que a nadie, a nadie puedo revelar.
Y como viese que el héroe torcía el gesto por esta negativa, Doralinda exclamó
mimosa:
— ¡Vaya! Veo que se te alarga la nariz, y, para que no te enfades, te la voy a
poner mucho más hermosa todavía.
Y dicho esto, sacó el frasquito, echó unas gotas de agua luminosa, y. . . ¡la nariz
postiza se volvió de oro!

VI

TERRIBLE HAZAÑA
En su camita de oro, la Princesa Doralinda dormía angelicalmente, como niña
muy buena y muy bella que era. Sería, poco más o menos, la media noche; en el
Palacio Real todo era silencio y oscuridad. Pero no todo dormía en el Palacio Real
del Reino Dorado; alguien había que estaba en vela y en acecho. Suave y
sigilosamente se abrió una puerta...
La luz de una linterna eléctrica, de esas que se usan en los cines — los
acomodadores en la sala y los bandidos en la pantalla — agujereó las tinieblas de
un pasillo. . .
¿Qué ser misterioso llevaba aquella luz insólita y sospechosa? No lo sabemos,
porque el misterioso individuo estaba envuelto en la sombra, y así avanzó con tal

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sigilo que los latidos de su propio
corazón cubrían el ruido de sus
pisadas.
Se detuvo ante una puerta de oro;
aquella puerta daba a la habitación de
la Princesa Doralinda; ni siquiera
estaba cerrada con llave, porque en
Reino Dorado, como todo el mundo es
rico, no hay ladrones.
El ser misterioso levantó el
picaporte, empujó suavemente la puerta y entró. La luz de la linterna se paseó un
momento por la habitación, iluminando, sucesivamente, las paredes tapizadas de
oro, la biblioteca «pinochista», el retrato del héroe narigudo en su marco de
pedrería, el rostro chato y feo de Chapete, atravesado por el alfiler infamante. ..
Aquí tembló un poco la luz.
Después, la luz de la linterna, ¡paf!, fue a iluminar de lleno la carita adorable de
la Princesita dormida. Doralinda abrió los ojos. ..
Entonces, bruscamente, el ser misterioso dirigió la luz de la linterna sobre su
propio rostro y la Princesa ahogó un grito de asombro: «¡Pinocho!».
El infame Chapete — a quien ya habréis reconocido — llevaba un antifaz
negro, a través de cuyos agujeros la torva mirada del muñeco brillaba
satánicamente; bajo el antifaz avanzaba la larga y postiza nariz de oro, y una
sonrisa feroz entreabría sus labios de trapo.
El miserable, amenazando a la Princesa con una «browning», exclamó con tono
imperioso:
— Si gritas, te mato.
Y aprovechando el terror de su víctima, ordenó:
— ¡Pronto! Entrégame el frasco del agua de oro.
Bajo la amenaza del revólver la pobre Princesita se levantó y se dirigió hacia el
marco que encuadraba el retrato de su «héroe». Apoyó un dedo sobre la cabeza de
perlas del clavo de que pendía el retrato, el cual, movido por un resorte invisible,
se apartó, dejando un hueco en la pared; sobre un cojín de oro resplandecía
fantásticamente el frasquito de agua luminosa.
Con un gesto de triunfo, Chapete se apoderó del talismán. Luego, encarándose
con la Princesa, le dijo con acento salvaje:
— ¡Ay de ti como grites antes de que yo haya salido de Palacio!
Y salió con paso tranquilo. Bajó a las caballerizas, montó en un caballo que
estaba preparado, y sobre el cual veíanse múltiples objetos de oro que la rapacidad
de Chapete había amontonado, y al galope, sin volver la vista atrás, el infame
pirata huyó carretera adelante, perdiéndose en la oscuridad de la noche.

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Mientras tanto la Princesita quedaba en su estancia
de oro. No pensaba, no, en dar voces de alarma. ¿Qué
le importaba a ella que cogiesen o no al bandido?
Echada sobre una butaca lloraba en silencio el
mayor desengaño de su vida de Princesita muy bella,
muy buena y muy dichosa. Y repetía con desconsuelo:
— ¡Pinocho es malo! ¡Pinocho es un ladrón!

VII

PINOCHO NO VUELVE DE SU ASOMBRO


Recostado en mullido butacón de cuero, vestido con un admirable pijama de
seda, Pinocho — el auténtico, el verdadero Pinocho — acababa de desayunarse
con su taza de chocolate de costumbre.
Encendió su pipa — no la grosera pipa de pirata, sino la fina pipa de detective
americano — y, mientras lanzaba hacia el techo graciosas espirales de humo,
empezó a leer la Prensa.
La Prensa que leía Pinocho no era la de un país determinado, sino la del mundo
entero. Le bastaba una rápida ojeada para enterarse hasta de los más insignificantes
detalles.
Y mientras desdoblaba periódicos y pasaba su mirada segura y penetrante por
las columnas, Pinocho hacía pequeñas reflexiones:
«Un terremoto en la luna derriba ochocientos edificios» ... (¡Pobre planeta!,
¡mal recuerdo guardo de él!...) «En Jauja se ha descubierto el medio de que los
automóviles no atropellen». .. (¡Qué admirable país!...) «En Rusia el termómetro
ha marcado ayer ciento cuatro grados bajo cero, al sol» ... (¡Qué ruina para los
fabricantes de abanicos! ...) «Gordinflonia celebra con grandes fiestas un aumento
de peso de su Rey» ... (Esto me va a costar un telegrama de felicitación al papá de
mi amiga la Princesa Redondita...) «En China reina gran consternación por el naci-
miento de un Principito sin trenza» . .. (Un telegrama de pésame al Emperador Li
Chin Fu. . .) «El Rey de Babia ha asistido a una sesión del Congreso con los
pantalones puestos del derecho; está en observación en un Manicomio, porque se
teme que se haya vuelto listo» ... (Dificilísimo me parece...)
Al arrojar al cesto de los papeles el séptimo periódico, Pinocho murmuraba:
— Decididamente, en el mundo no ocurre nada de particular, y la necesidad de
mi intervención no se hace sentir demasiado. Es lástima. Un poco de descanso está
bien; pero ya me voy aburriendo: llevo cerca de un mes sin luchar ni correr

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aventuras. .. ¡es demasiado!
Y con irónica sonrisa añadió:
— Parece ser que el señor Chapete se ha cansado... hace mucho tiempo que no
oír: hablar de él; por lo visto el gato escaldado...
Desdobló el octavo periódico, que se titulaba La Gaceta de Oro.
— Vamos a ver qué noticias vienen de Reino Dorado; he aquí un país que aún
no he visitado; algún día tendré que darme una vueltecita por allí...
Pero no acabó la frase; se quedó con la boca abierta — ¡él, que no se asombraba
per nada! —. Y un grito terrible se ahogó en su garganta. En primera plana, con
letras enormes, se leía en el periódico:
Robo a mano armada del frasco encantado de la Princesa Doralinda. — El
ladrón es Pinocho. — Desaparición del bandido.
— ¡Cómo! ¿Qué dice este periódico? ¡¡¡Que soy yo el que ha robado el frasco
de. Pero, ¿estaré loco?
Y haciendo un poderoso esfuerzo logró dominarse y añadió:
— Vamos, calma. Aquí hay un misterio que es necesario que yo ponga en claro.
Primero enterémonos bien del asunto, y luego, luego... ¡Ya veremos!

FIN DE «EL FALSO PINOCHO»

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Lord_Rutherford

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