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Max Palmer y

La
SuperMaldición
del Abecedario ®
Frank Bonilla

Dedicado a Carmen Alicia, mi madre.

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Cada cual se fabrica su destino.
Cervantes

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OSCURIDAD VIVIENTE
La luz de la luna llena ha alumbrado infinidad de fenómenos a lo largo de los
siglos, pero esa noche desparramaba su luz sobre algo sencillamente indescriptible. Algo
monstruosamente antiguo y venenoso, de lo que no había noción alguna.
Cuando aquello se movió lo hizo con majestuosidad, cuando asentó sobre el
planeta lo que serían sus garras o sus patas o sus piernas o sus desagradables tentáculos,
sus apéndices fibrosos llenos de tumores, el contacto hizo que la tierra entera se
estremeciera de manera imperceptible pero muy honda.
La cosa se permitió un largo escalofrío de placer, ya que al apenas la luz lunar
tocar su cuerpo aborrecible era absorbida, chupada con violencia, devorada como materia
estelar que caía en un agujero negro, produciéndole un picor y trayendo a su milenaria
memoria el recuerdo de todas las sensaciones experimentadas en aquel pedazo de roca de
cuarta categoría, planetita insulso, descuidado y poluto, conocido como la Tierra. Que
magistral ironía que fuese esa mota de polvo húmedo el escenario donde se decidiría el
destino final de todas las cosas conocidas y de algunas por conocer.
La cosa se revolvió sobre si misma, disolviendo el terreno que tocaba, al que
tornaba negro y grasoso. Tras un rato se queda quieta, repasando con su mente múltiple
todo lo que había pasado en aquel largo tiempo en que había estado ausente de aquel
universo primordial, malamente llamado por sus enemigos ancestrales como el universo
radiante. Y desde algunos centenares de milenios para acá, conocido como el universo
humano.
Radiante. Humano. Lo que fuera quedaría eliminado. Borrado. Cuando sus
dominios volvieran a pertenecerle. Cuando volviera a rugir sus nombres, estremeciendo
todas las piedras, llevando el terror a los corazones.
La Oscuridad Viviente. El Maestro de los Horrores Indescriptibles. El Peluda
Mente Desconocido.
El agrado inicial se tornó en molestia cuando la cosa recuerda a quienes lo
sometieron y lo desterraron del universo que le pertenece. Los usurpadores de sus
dominios. La ira hace que la oscuridad de su cuerpo se espese y se mueva sinuosamente
como si se tratara del cuerpo de una descomunal serpiente. Su potente conciencia detecta
que sus otrora arrogantes enemigos han quedado reducidos a una chusma aislada y
patética. Una inútil horda de criaturas salvajes y degeneradas. Considerarlos como una
legión enemiga era darles demasiada importancia. Eran insectos que en su momento
aplastaría. Les tenía preparado un castigo terrible.
Por ahora, su propio tiempo se acababa. La energía sombría que lo había
proyectado sobre la tierra empezaba a extinguirse, y aunque la visita al mundo radiante
había sido breve, cumplía su propósito. Servía para dar su primer paso en la reconquista
de su universo.
Con un ruido escalofriante, La Oscuridad Viviente emitió un demoledor
pensamiento que tomó la forma de una tormenta de rayos sobre su deforme cabeza, llena
de ojos, hocicos, boquitas pintadas y largos rabos sembrados de colmillos. Los rayos
negros partieron en todas direcciones, recorriendo el planeta hasta llegar a lo profundo de

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mares, lagos y pozos, descendiendo sobre arenas malditas, entrando en mansiones
embrujadas, penetrando en raíces podridas, en sótanos infernales, en encierros
escondidos, buscando, reanimando, atrayendo, despertando a una legión de monstruos
atrapados en esos huecos desde las Eras Olvidadas. Las Infames Pesadillas Enterradas.
Era el ejército de avanzada del Maestro de los Horrores Indescriptibles, la armada
infernal que desde esa noche liberaba sobre el mundo para que lo antecediese en su
retorno, sembrando antes la mayor cantidad de daño posible.
El Peluda Mente Desconocido no era muy dado a reír, pero esa noche se permitió
lo que sería una sonrisa en varias de sus bocas principales. Como un manchón doloroso
comenzó a desvanecerse, complacido, renovado por el profano contacto con el planeta de
origen de sus mortales oponentes, por la forma en que lo había mancillado con su sola
presencia. Se sumergió lentamente hacia los rincones más profundos de la infame Región
Opaca del Universo Sombrío. Cuando regrese, lo hará para siempre.

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PRIMERA PARTE

SUPER VIEJO

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1. YA NO ASALTAN LOS BANCOS COMO ANTES
El Banco Roses de la calle 153 funcionaba en un viejo edificio remodelado que a
principios del siglo XX había sido una panadería. Dicho negocio operó durante 23 años y
cerró después que su panadero jefe amaneció muerto sobre los sacos de harina del
depósito y un pan francés incrustado en la boca. El pobre hombre también estaba
parcialmente cocinado, porque quien o quienes le asesinaron lo remataron poniéndolo en
el horno junto a algunos pastelillos de frutas. Este crimen jamás se aclaró y dio origen a
la leyenda de un fantasma panadero que aparecía en el local cubierto de harina,
haciéndolo más pálido de lo que generalmente son los fantasmas.
Las oficinas del Roses están pintadas de un discreto marrón y vinotinto, bastante
minimalistas en cuanto a decoración, para dar la impresión de un banco pequeño, más
personalizado y eficaz. “Tu banco inteligente”, como rezaba su “inteligente” slogan..
Parada frente al cajero automático interno del banco, la señora Rodnick fue la primera
que cayó al piso al iniciarse el fenómeno, lanzando su más salvaje grito de miedo,
orinándose en las pantaletas y desmayándose seguidamente. Por fortuna, sin mayores
consecuencias. Cerca de ella, el señor Bermejo, que entró a retirar algo de dinero para
irse a las carreras de perros, se llevó las manos a la garganta, cerró los ojos y cayó como
un pesado fardo de papas de 200 libras de peso. Un gas púrpura comienza a invadirlo
todo.
Frente a las taquillas, los clientes del banco gritaban al verse rodeados por súbitos
vapores de colores fríos que los noqueaban por la poderosa fetidez que desprendían. Los
que por azar cayeron frente a la bóveda principal fueron testigos de un hecho aún más
sorprendente que el horror nebuloso que los engullía. La puerta de la bóveda se abrió
dejando ver a un individuo recortado entre la humareda, un tipo que se carcajeaba
desquiciadamente. «Esto tiene que ser una alucinación, un efecto de este ataque
biológico», pensó Evelio Sardinas, escultor de moda gracias a sus figuras femeninas
cruzadas con animales, quien tendido en primera fila, con ojos lagrimosos, distinguía la
misteriosa figura.
“¡Huelan bien! Abran esas peludas fosas nasales, miserables. ¡Ja, ja, ja!”
La figura en la puerta de la bóveda era un hombre flaco, embutido en un estrafalario traje
plateado, con antifaz de látex incluido y una cola muy rara que lo asemejaba a la
caricatura de un demonio. El extraño reía con ímpetu de loco, como lo haría un Santa
Claus malo en una noche sin luna. Quienes lo conocían lo llaman Pedobólico.
“A que no sabían que el aroma puede dominar el mundo, ja, ja, ja”, ríe el
enmascarado, mientras que arrastraba una enorme bolsa llena de billetes tomada de la
bóveda.
“¡Ahora, aspírense este!”
Pedobólico se dio la vuelta con un saltito ensayado durante sus últimos seis robos
y lanzó otra impresionante flatulencia a través de la rara cola de su uniforme. Era su arma
letal, por donde liberaba su aterrador poder nauseabundo. Una nube amarillenta, expelida
por la punta de la cola, se esparció rápidamente por todo el banco, arrancando gritos y
maldiciones a la gente. La perrita de la señora González, que acompaña a su dueña a

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todas partes, se arrastró por la alfombra patas arriba como si se estuviera rascando una
descomunal picazón en el lomo. El mismo Pedobólico se tambalea, afectado también por
la potente fetidez de esta última emanación intestinal.
“Es que no me lo aguanto ni yo mismo,” dice, encadenándose en una tos violenta
más ruidosa que la de cualquiera en el banco.
Desde el piso, Puig, el segundo guardia de seguridad del banco habló
entrecortadamente:
“¡Nos está matando! Ese es el pedo más hediondo que he olido en mi vida. ¿Qué
cenó anoche?”
“Llévese todo el dinero ya, y vaya a un médico,” dice María Lomas, que entró al
banco ese día para abrir una cuenta.
“¡Cállense, renacuajos! Ustedes huelen peor, pero están acostumbrados a sus
propios tufos. Y prepárense, porque estas fragancias fecales de larga duración
permanecerán semanas en sus cuerpecitos. ¡Ja, ja!”
“¡Qué horror!,” dice Puig, “¿pero quién es usted? ¿Por qué nos hace esto? ¿Por
qué no asalta el banco como cualquier otro ladrón normal? Con capucha y escopetas y
esas cosas.”
El súper criminal lo miró con desdén:
“Soy Pedobólico, el Poderoso Fétido. El Rey de la Fragancia. No soy un maldito
criminal común, necio.”
El villano puso su bolsa de billetes a un lado y saltó con insólita agilidad de la
puerta de la bóveda a las taquillas de los cajeros. Sin ninguna delicadeza agarra los
billetes y monedas que tiene a su alcance porque todas las registradoras estaban abiertas.
“Eso es para las propinas. Odio no tener sencillo para el valet-parking,” dice el súper
criminal a sus víctimas, gozando de la faena.
En medio de aquella gaseosa situación, nadie reparó en alguien que entró al banco
por la puerta principal, difícil de distinguir entre la neblina reinante. El recién llegado
avanzó silencioso hacia Pedobólico, quien seguía entretenido vaciando los cajones con el
dinero.
De una sola mirada, el visitante examinó la situación de empleados y clientes,
todos postrados en el suelo, con caras arrugadas y en su mayoría con manos y pañuelos
tapándose la nariz, sofocados y olorosos. El recién llegado se paró frente a Pedobólico,
que estaba fascinado por el orden de los paquetitos de monedas, algo que siempre le
excitaba la imaginación.
“Se acabó el recreo, payaso pestilente. Deja ese dinero quieto.”
Pedobólico alzó los ojos con lentitud hacia el dueño de aquella voz nasal, que más
pareciera darle un consejo que amenazarlo, desconcertado por la manera tan descortés
como ha sido tratado.
“¿Qué rayos es esto?,” exclamó el bandido.
Un hombre de mediana edad, robusto, bajito, con cabellos plateados peinados en
orden, un gran antifaz estilo Robin, el asistente de Batman, incluso igual de verde, y un
uniforme de sobrio color terracota con una “A” sobre el pecho, en un tono tierra más
oscuro.
“¿Quién te ha dado la confianza para que me llames payaso? Ni siquiera nos
conocemos. Además, ¿te has visto en un espejo?”
“El mundo me conoce como Atributo-Man, pero mis amigos me llaman Trib.

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Ahora, será mejor que te rindas antes que verdaderamente te malogre el día.”
El Poderoso Fétido no sabe si reír o llorar.
“Estás loco, viejo ridículo. ¿Quién te has creído a tu anciana edad para andar
amenazando a tu prójimo? ¿Y para andar vestido así? Debería darte pena. Odio a los
viejos que se las dan de muchachos.”
Sin añadir nada más, el oloroso súper criminal se agacha, dándole la espalda a
Atributo-Man, y empezó a pujar con gran fuerza, tratando de apelar a su mejor pedo. Su
mente fabrica la teoría de que si aquel anciano no estaba tendido en el piso como los
demás, se debía a que su seguramente gastado órgano del olfato era tan antiguo que ya no
funcionaba. Aún así, y pese a que no tenía nada en contra de los ancianos, estaba en la
obligación de darle una lección a aquel viejo impertinente.
“Veamos qué te parece un pedo de fisión intestinal en frío.”
Pedobólico, todavía agachado, tembló como si tuviera un ataque, mientras que las
venas de su cuello se hinchaban a máxima capacidad y su rostro se tornaba de un rojo
oscuro que lograba filtrarse a través del antifaz de látex. Sus tripas comenzaron a
revolverse sonoramente, con el ruido creciente de un reactor encendiéndose. Estaba a
punto de lanzar su flatulencia más mortífera, la que lo colocó en los anales de los Súper
Criminales como el más apestoso de todos.
“Ahhhggggg”.
En un pestañeo, Atributo-Man saltó hasta el villano y con la mano izquierda
oprimió con fuerza el extremo de la cola del Poderoso Fétido. En ese instante, la carga
venenosa venía en erupción, liberada de su prisión intestinal, solo que al rebotar contra el
extremo obstruido tenazmente por el veterano superhéroe, retorna con fuerza a su punto
de origen. El efecto fue devastador.
Pedobólico se retorció, mientras su pedo supremo atravesaba de vuelta su organismo,
arrasando todo a su paso. Lanzó un grito y de su boca surgió un gas chorreante de color
indefinido que dio contra la pared, quemándole la pintura y dejando una mancha
humeante sobre el enorme logotipo del banco. La suerte fue que el pedo redujo su
potencia al ser filtrado por el organismo de El Rey de la Fragancia, en su camino de
regreso hacia su otra salida natural. El maleante tembló de nuevo y se desmayó.
Atributo-Man se miró el guante izquierdo, con el que sujetó la punta de la cola del
villano, y se lo sacó de un golpe, lanzándolo al suelo.
“¡Diantre!”
En el suelo el guante se achicharra, al tiempo que los últimos clientes que no se
habían desmayado pierden el conocimiento, vencidos por aquella pesadilla de
enmascarados y pedos.
“Que buenos me salieron estos guantes. Si no, este apestoso me pone la ensuciada en
la mano.”
Atributo-Man se acercó a Pedobólico, que estaba tirado como un muñeco roto, con la
cara arrugada y con la lengua afuera. Sin poderse contener, el veterano superhéroe le
asienta una patada en las costillas.
“¡Ladrón! No podías imaginar que tengo el poder de la I, de Insensible. Ni tu peor gas
metano puede afectarme. Soy insensible a todo, por si no te enteraste. Tus pedos me
pasan de largo como una brisita. Ahora irá a tirártelos en la cárcel.”

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2. TARDE DE PERRO
Las patrullas cayeron como avispas, estremeciendo la calle con sus aullidos y
rompiendo la tranquilidad de un día que transcurría como cualquier otro. A medida que
las unidades llegaban los agentes descendían de sus vehículos y tomaban posiciones, de
la manera trillada en que se ve en las películas. Se asomaron calibres de los más diversos,
sujetados con firmeza por hombres y mujeres expectantes. Los civiles que rondaban por
el lugar comenzaron a ser evacuados.
El camión azul plomo de la Brigada de Acción Rápida apareció como surgido de
la nada, acelerando y sin reparar en lo que se le atravesara. La máquina todavía rugía
como un león mecánico, pese a que ya tenía seis años de servicio, pero al pegar los frenos
se deslizó como un enorme bloque patinando hacia el desastre. Finalmente se para en
seco, abollando a un Audi que estaba estacionado.
Los agentes de gris oscuro saltaron del camión y ocuparon los lugares de
vanguardia. Al estar en posición, un calvo fornido, vestido impecablemente, abandonó un
vehículo cercano y caminó con energía hacia una caseta de concreto de la compañía
telefónica, que se alzaba frente a la entrada principal del banco. El calvo sujetaba un
pequeño megáfono, a través del cual se escuchó su voz bramante y encajonada.
“Habla el sargento Brosky, de la Policía Central: están rodeados. Depongan sus armas y
entréguense ahora. No tienen escapatoria.”
Tras las palabras, la calle se llenó de un silencio turbador. Los ojos de Brosky
recorrieron lentamente la escena hasta que se detuvieron en la faz lisa del Roses, cuyos
vidrios ahumados impedían ver su interior.
«Malditos decoradores modernos», pensó Brosky.
“Tienen 30 segundos para salir con las manos en alto. Repito: Tienen 30
segundos.” La advertencia final del sargento fue acompañada por dos pasos atrás del
hombre y una mirada a su Rolex para medir el lapso dado. En los segundos que empiezan
a correr, son muchas las cosas que pasaban por la mente de hombres y mujeres que
apuntaban con sus cañones a la fachada del banco. Brosky se sintió súbitamente
complacido por el hecho de que la prensa estaba contenida en un radio de seis cuadras
alrededor del Roses. Odiaba los circos y las impertinencias de los medios en su afán por
dar cualquier noticia.
Al casi expirar el plazo del sargento Brosky, los dedos se aprestaron en los
gatillos. Cuatro agentes de la Brigada de Acción Rápida se arrastraron hasta situarse
lateralmente muy cerca de la puerta del banco, con sus mini fusiles encendidos.
“Cinco segundos...” dijo el sargento por megáfono.
Dos segundos antes de la arremetida, las puertas del banco se abrieron y
Pedobólico salió rodando por los escalones de la entrada, atado con varias vueltas de
cinta adhesiva de oficina. Los agentes más próximos retrocedieron, primero por la
sorpresa y enseguida por el olor nauseabundo que despedía el extraño enmascarado.
“¿Qué demonios es esto?,” preguntó Brosky desde la caseta.
“Es su ladrón. Estaba robando el banco,” responde Atributo-Man al salir
tranquilamente del Roses con los brazos en alto y haciendo la “V” de la paz con sus
dedos. El sargento lo reconoció y con un gesto rápido de su mano ordenó a sus hombres
que bajaran las armas.

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“Todo está bien. Conozco al viejo,” dice Brosky, pero ahora con el megáfono
apagado y sin esperar respuesta. Con un resoplido caminó hacia la entrada del banco,
pero a los pocos pasos el aroma del frustrado ladrón atacó sus fosas nasales, obligándolo
a sacar un pañuelo y cubrirse nariz y boca.
“Les dije que este tipo estaba robando el banco. Sé que no hablo tan alto como
usted, pero alguien debió oírme,” dice Atributo-Man.
“Sin bromitas, amigo,” dice el sargento, examinado a prudente distancia al
exánime Pedobólico. Luego alzó la vista hacia el veterano superhéroe, quien levantó una
ceja tras el antifaz.
“¿Sabe usted quién soy?,” pregunta Atributo-Man.
“Sé quién es usted porque en un tiempo tuve la aberrante costumbre de leer los
titulares de esas desagradables revistas que ponen a la entrada de los supermercados.
Usted es un héroe anónimo o algo así. Un justiciero estrambótico sin ambiciones
comerciales, tengo entendido”.
“¿Y bien?”
“¿Y bien qué?”, respondió Brosky.
“Que aquí esta su individuo. Hágase cargo”.
“¿Qué pretende que hagamos con este tipo? ¿Acaso lo ha olido?
“Afortunadamente no. Soy insensible a cualquier cosa en estos momentos.”
“¿Sí? Pues nosotros no. Somos oficiales de policía, no recogedores de basura. Y
la basura que hagas, tú mismo la limpias. Además, estoy considerando desde ya a éste
payaso como un peligro tóxico, por lo que traslado el caso a otra jurisdicción
automáticamente.”
Atributo-Man aspiró profundo, eligiendo al azar uno de los más de trece millones de
comentarios que podía darle a las palabras de Brosky.
“Mire, sargento, con todo mi respeto le recuerdo que ustedes son los policías.
¿Qué le parece si lo encierran en la cárcel? De eso se trata, ¿no? Como en la TV. No
pretenderá que me haga cargo de este malandrín, le pague un especialista gástrico y hasta
le enseñe mejores hábitos alimenticios.”
Al sargento le decían “El Perro” porque sus facciones eran similares a las de un
pit bull, sus manos parecían grandes patas y en ocasiones cuando se dirigía a los demás
ladraba las palabras en vez de articularlas. Como lo hizo en ese momento:
“No te pongas repelente, viejito, que puedes aterrizar en una celda.”
Además, a Brosky no le molestaba que lo asociaran con un perro feroz. Todo lo
contrario.
“!Vaya! ¿Ese es mi pago por atrapar al chico malo, sargento?
“No te pongas sentimental que estás muy viejo para la gracia, compañero,” dijo El
Perro.
Atributo-Man sonrió.
“En todo caso, estamos en el mismo bando, así que no vale la pena discutir, ¿no lo
cree, sargento?”
“Bellas palabras, enmascarado. Ahora dame dos minutos mientras llamó a la
unidad sanitaria para que se lleve a esta pestilencia humana de aquí.”
Brosky se alejó dos pasos y llamó por su micro transmisor, pidiendo un equipo de
anticontaminación. Atributo-Man empezó a dar paseos en círculo alrededor del villano
caído, esperando que el sargento terminara de girar sus instrucciones. Mientras hablaba

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por el transmisor, El Perro hizo una señal con la mano al jefe de sus hombres, quien a su
vez con otra señal dio la orden de retirarse al pelotón de policías. Los efectivos
obedecieron con alivio. Brosky terminó su comunicación y se acercó a Atributo-Man.
“Tengo que agradecer tu labor ciudadana.”
“Esta bien. Digamos que vivo para eso.”
“Permíteme preguntarte qué te trae por aquí? Creí que sólo actuabas en
California.”
“Digamos que busco otros aires.”
Hubo un silencio momentáneo durante el cual El Perro miró con fijeza canina al
veterano defensor del bien.
“¿Por qué me mira de esa forma, sargento?”
“Seré sincero, amigo. No tengo nada contra la forma de vestir de nadie, pero tu
caso me produce sarpullido. ¿Por qué rayos insistes en disfrazarte así? Estamos en otro
siglo. Y en honor a la verdad, te combina poco a tus años.”
“Sargento, mi trabajo es enfrentar cualquier peligro que amenace al mundo, lo
cual me pone en una situación de riesgo permanente. Si no ocultara mi identidad, si no
separara mi apariencia del resto de las personas, como lo hace cualquier superhéroe que
se cuide, sería muy peligroso; y no solo para mi, sino para cualquier allegado a mi
persona. Por otra parte, mi uniforme ha estado en tres años diferentes entre los más
sobrios de la revista SúperModa.”
Brosky, como fanático de la elegancia, carraspeó.
“No te ofendas, pero creo que hoy en día a nadie le interesan los héroes románticos,
con identidades secretas, uniformes y esas cursilerías. La vida está llena de héroes de
carne y hueso, ciudadanos comunes que tienen otro enfoque, que son valerosos y dan la
cara, y compran en el supermercado como todo el mundo. Los clásicos disfrazados como
tú han perdido su atractivo. Se han desfasado. Se devaluaron. Se convirtieron en
dinosaurios de la justicia. Y es triste admitirlo, porque yo mismo crecí admirándolos.”
Atributo-Man, quien sabía lo que hacía, cómo lo hacía y por qué lo hacía,
simplemente le sonrío al sargento y dio por concluido el tema. En ese instante se
escucharon rumores provenientes del banco. Cuando los dos hombres giraron sus cabezas
para enterarse de lo que pasaba, vieron que las primeras personas recuperadas del efecto
de los gases fétidos abandonaban la sede del Roses. Pese al aroma que despedían lucían
bien y pronto fueron rodeados por los paramédicos, que alertados de la curiosa condición
de los afectados, portaban máscaras antigases. Algunos de los rescatados distinguieron al
decidido enmascarado que los había salvado del asalto. Puig, el segundo guardia de
seguridad del banco, rompió el cerco médico y se lanzó en pos de Atributo-Man,
lanzando grandes vivas.
“El noble caballero enmascarado nos salvó. ¡Es un héroe!,” gritó Puig, alentando a
que otros rescatados lo imitaran. En un tris rodearon a Atributo-Man, al tiempo que
hacían retroceder a El Perro, quien lanzó una maldición apagada al pensar que aquel olor
se estaba quedando pegado a su costoso traje.
“Usted es un héroe, deberían darle un segmento en las noticias de las once,” le dijo un
hombre bajito a Atributo-Man.
“Gracias, gracias. Sois todos muy amables, pero en realidad sólo cumplía con mi
deber.”
“Eres mi héroe. ¿Estás libre el sábado?,” le preguntó Diana Granados, una de las

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cajeras más guapas del banco.
“No deberías enmascararte. Si supieran quien eres te lloverían los contratos
publicitarios,” dijo Evelio Sardinas, el escultor que estaba entre los presentes en el banco.
Mientras seguían los saludos, se inició el retiro paulatino de los policías, a quienes siguió
otro enjambre: La prensa. El Perro alzó los ojos cuando escuchó al primer helicóptero de
un canal de noticias acercarse a la escena, el primero al que se le permitía hacerlo. Ya no
había caso en aguantar a la jauría de los reporteros, que aullaban sedientos de sangre e
“imágenes exclusivas”. Pronto invadirían toda la calle y se pondrían muy insistentes, por
lo que Brosky se alegró de largarse.
“Nunca te había visto, ¿tienes un programa en la tele o un web site? No me digas
que tienes un comic y yo no lo conozco”, continuó Diana Granados, encantada con el
misterioso caballero platinado al que le sonreía con toda la cara. Atributo-Man contestaba
a todos cortésmente, pero el movimiento de los reporteros acercándose lo puso alerta. Por
motivos de seguridad prefería que su presencia en Marina Beach fuese lo más discreta
posible, aún y cuando se viera obligado a actuar como tuvo que hacerlo en el banco.
«Diantre»
El venerable superhéroe se decidió sin pensarlo. Con hábiles y veloces ademanes,
los cuales disfrazaba entre los saludos que repartía, estaba en realidad activando al
increíble artilugio que le daba su enorme poder. Atributo-Man acompañó sus gestos
amigables con un murmullo en el que nadie reparaba porque quizás “eran cosas de
superhéroe”. Finalmente, con un giro sobre sus talones, el legendario defensor del bien
dijo una frase inconexa al aire y se produce una súbita humarada que lo envolvió
totalmente. Las personas que lo rodeaban retroceden aterradas, temiendo que se tratara de
nuevos gases nauseabundos.
“¿Qué pasa?,”pregunta angustiada Diana Granados.
“Son más flatulencias,” respondió alterado el hombre bajito.
Por el momento no podían saber que solo era un truco de superhéroe que servía para,
literalmente, desaparecer de escena. El humo generado por el portento se disuelve con
rapidez, dejando solo un vacío donde antes estaba parado Atributo-Man.
“!Se ha ido!,” gritó Puig. “Ha desaparecido.”
Todos quedan pasmados, mirándose en silencio por unos segundos.
“¡Diablos! Ese viejo es sexy,” exclamó Diana Granados.
Para ese momento, los reporteros llegaban en tropel, pero ya era tarde para ellos.
A pocos metros, El Perro abordó su camioneta tras presenciar la despedida del
anciano estrafalario. La sirena de la unidad sanitaria que había ordenado venir retumbó en
la calle, presentándose a los pocos segundos y yendo a pararse junto a Pedobólico. El
sargento encendió su camioneta y partió a toda velocidad hacia su casa. Tenía que llegar,
ducharse, ponerse otra ropa y enviar aquel traje maloliente directo a la tintorería.

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3. OSCURA NOCHE DE LUNA LLENA
Obuntuba era una región oscura y triste, cercana a la ribera del río Mossaka, en el
Congo africano. Casi todo el año llovía en esas selvas, igual que hace siglos, y los
pueblos eran cada vez más escasos, como si el agua los hubiese diluido poco a poco. En
algunos lugares, el hambre, la miseria y el sida, habían ganado la carrera; pero al margen
sobrevivían algunas aldeas regidas por leyes inmemoriales, apartadas del mundo
“civilizado”, y por ello, a salvo.
En otros tiempos, Obuntuba era un lugar temido y sus guerreros y brujos los más
poderosos de la región. En las luchas que habían mantenido con otras tribus,
prevalecieron siempre sobre sus enemigos y fueron respetados. E implacables.
Adoraron a unos dioses que languidecieron con el paso de los milenios, los primeros
seres que poblaron el continente gigante en eras anteriores al hombre y que ahora solo
eran ecos difusos en sus historias tribales. Los padres de la raza, para siempre idos.
En las entrañas del bosque Wesengei, ese manto verde e impenetrable que se
extendía hacia el sur de Obuntuba, vivían los Zelabandi, un pueblo agrupado en un
círculo de chozas de palmas, maderas y cuero. Desde las eras más remotas habían
sobrevivido enfrentándose a todo tipo de dificultades, manteniendo la memoria y
costumbres de su pueblo y sus viejas leyendas. Para su pesar, su modo de vida sencillo y
apacible se había trastornado por la aparición de una horrible amenaza que creían
desterrada para siempre de la faz del mundo. Por tal razón, a muy altas horas de la clara
madrugada, el brujo mayor se reunía con el jefe de la tribu y el anciano de ancianos en la
cueva ritual del pozo. La noche era cálida y silenciosa, debajo del concierto de los grillos.
El brujo portaba sus majestuosas plumas rituales y la máscara de Virokassa, que solo
usaba en las ocasiones solemnes. También, empuñaba el cetro de cabeza de mono con
tres ojos. A su lado estaban sus dos aprendices, quienes se veían rígidos y pálidos, quizás
afectados por las tenebrosas noticias que iban a comunicarse. Una pequeña fogata ardía a
la entrada de la cueva, proyectando las sombras de los reunidos sobre los signos de las
paredes.
“Desde hace dos lunas los espíritus malos cruzan por el cielo. Son caminos de
humo que pasan sin que nadie los vea. Pero yo si. Los demonios que deberían estar
enterrados en lo más hondo, escarban la tierra, salen de sus ríos y sus cuevas y andan por
el mundo nuevamente.”
El brujo hizo una pausa que nadie se atrevió a interrumpir. Cuando retomó la
palabra miró primero a la entrada de la cueva, buscando algún signo en la intensa luz de
la luna que se filtraba hacia ellos.
“El monstruo me ha visitado en el sueño. Me pidió ayuda. Y ha dejado aquí su
marca, como advertencia de que tenemos que ayudarlo a escapar de estas selvas. Ahí la
tienen”, dijo el brujo, agarrando una tea de la fogata e iluminando la pared de los signos.
Unos surcos irregulares y profundos desgarraban la roca de forma violenta, demostrando
un poder increíble y aterrador.
“Fueron sus garras,” sentenció el brujo, tras un silencio corto. “Tan filosas como
la muerte.”
“¡La marca del chupasangre!,” reconoció el jefe de la tribu.
“El mismo viejo demonio. La Muerte sin Rostro. Asanbosán,” dijo el brujo.
El anciano de ancianos, que hasta el momento permanecía inmóvil como una

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escultura, levantó su mano y habló con voz cansada.
“Me estoy orinando. Denme un momento,” dijo el viejo y se retiró al fondo de la cueva
donde desalojó su vejiga.
“Tenemos que ayudarlo a escapar,” intervino el aprendiz parado a la izquierda del
brujo. Era un muchacho largo y de expresión fría que estaba con el brujo desde los doce
años y que a la larga lo sustituiría, cuando el brujo se marchara a vivir con los muertos.
“Ha matado diez de los nuestros. ¿Qué quiere de nosotros?,” preguntó el jefe.
“Intentemos matarlo. Podemos hacerlo si nos decidimos,” dijo el aprendiz parado
a la derecha del brujo. Otro muchacho, pero este más fornido y de facción más expresiva.
Era decidido pero impaciente y por eso el viejo hechicero lo regañaba tanto.
“No puede morir como cualquier bestia conocida. Se requiere un rito secreto y no
estamos en condiciones de cumplirlo,” dijo el brujo.
“¿Qué sugieres que hagamos?,” preguntó el jefe. Quien le respondió fue el
anciano de ancianos que volvía a recuperar movimiento.
“Debemos hacer lo que pide, si no nos destruirá y buscará oro pueblo hasta que
alguno lo ayude.”
El jefe puso mala cara. No le agradaba la idea de ayudar a un monstruo que iría a
otros pueblos para seguir matando. Se sentía como si se librara de una serpiente
tirándosela al vecino. Lamentablemente no tenía otra opción para salvar a su propio
pueblo. El anciano de ancianos cerró los ojos y parecía dormitar de pie.
“¿Podemos creerle? ¿Se irá de verdad? ¿Y a donde se irá?,” preguntó el jefe al
brujo.
El brujo no contestó sino que se acercó a la fogata para atizar el fuego y dejar caer
sobre las brasas una hojas aromáticas. Luego encaró al jefe.
“Los signos advierten que el chupasangre es reclamado en otra parte por potencias
más diabólicas. Por eso se irá. En las cenizas de los golondrinos que dejó en esta cueva
escribió su mensaje. Solo quiere una canoa y paso franco hasta el río.”
“Va para la otra orilla del mundo,” dijo el anciano de ancianos, abriendo los ojos.
“Tanto si lo ayudamos como si no lo ayudamos seguirá matando,” se lamentó el
jefe.
“Se irá. Debemos darle la canoa”, dijo el brujo.
“¿Cómo se hará?,” preguntó el jefe.
“Mis discípulos llevarán una canoa hasta la orilla del Mossaka y la amarraran bajo
el árbol de las barbas negras. El chupasangre la tomará de allí y bajará por la corriente
oculto a través de los manglares,” respondió el viejo hechicero.
“Maldición”, dijo el jefe contrariado porque odiaba hacer tratos a favor de una
bestia asesina.
“No tenemos otra opción. El monstruo chupasangre fue convocado por un poder
muy antiguo y nosotros no podemos hacer nada. A menos que queramos ser destruidos.
Recuerda además que tu pueblo depende de ti para seguir sobreviviendo, gran jefe.”, dijo
el brujo. “Asanbosán solo esta atendiendo el llamado que le hizo la fuente del mal que lo
ha despertado.”
Se hizo un silencio pesado a la espera de la decisión del jefe. Los chisporroteos de
la fogata se incrementaron repentinamente, atrayendo todas las miradas.
“De acuerdo. Denle la canoa. Que se vaya.”, dictaminó el jefe.
“Que los dioses nos perdonen,” agregó el anciano de ancianos.

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4. LA CHICA DE AZUL
“¿María Luisa? ¿La peruana?”
“La misma preciosura. ¿Y con quién crees que se fue de la fiesta?”
“Ni idea.”
“Con el repugnante de Fulgencio, el jefe de Compras.”
“Vamos, Gino, es feo hablar de las personas. Y más de las damas... Lo que hacen
los adultos es solo de su incumbencia, ¿no crees?”
El fotógrafo puso cara de fastidio.
“Bueno... viéndolo de esa manera, pues...”
“De paso, ¿se están acostando juntos?”
“¿Y qué te crees?”
La tarde se movía lenta en medio del tedio que reinaba en la sala de redacción de
Mundo Desnudo. Era jueves, el día en que el tabloide semanal era publicado y por eso
después del almuerzo, librada y vencida la batalla semanal, la mayoría del personal se
marchaba temprano. Tan solo dos incondicionales como Máximo Palmer y Gino Cabrialli
rondaban todavía los pasillos de las oficinas casi vacías. Sin parar de darle a la lengua, los
dos amigos caminaron hasta la cafetería. Palmer se recostó junto al bebedero de agua de
última generación y Cabrialli se paró cerca de la mesa del café, que como siempre lucía
atestada de vasos y servilletas, las dos cafeteras, el azúcar y la crema de leche.
“El rumor es que le está sacando una buena pasta a Fulgencio.”
“Caramba, Gino, estás bien informado. Se ve que el caso te apasiona.”
“Lo que me apasiona es el cuerpo de esa peruana, amigo.”
Tras este comentario, Gino lanzó una risita burlona, moviendo la cabeza
exageradamente. Teresa Smith, la coordinadora de la oficina, entró en la cafetería,
dirigiéndose a Máximo.
“Tu cita con el doctor Roberto Collins está confirmada, Max.”
“Gracias, Teresa.”
“De paso, hemos recibido doce llamadas de testigos presentes en el frustrado robo
del banco Roses ayer. Hablan de una historia fantástica, de un enigmático viejo
enmascarado que impidió el robo y quieren saber si nos interesan sus declaraciones o qué
si nosotros sabemos más del asunto.”
“Escuché algo, pero creo que no vale la pena, Teresa. Lo que tenemos es una serie
de personas que cuentan esa rara historia, ya lo estamos viendo machacado en la prensa
diaria. Además, la policía dijo que fue su escuadrón antirrobos que impidió el atraco, así
que no veo mayor interés en el asunto.”
“No sé. Me sonó extraño.”
“Lo de siempre. No hay video, no hay foto, no hay vida.”
“Bueno, ya me estoy marchando, chicos. Recuerden que tenemos una reunión
importante mañana a la una de la tarde.”
“Aquí estaremos, Teresa.”
La coordinadora de la oficina hizo un gesto para despedirse y en eso Gino le
habló:
“Oye, belleza, ¿qué haces este sábado? Estoy invitado a la inauguración de un
club en la playa.”
“¿Por qué no le preguntas a mi novio, Gino? Puedo darte su teléfono,” respondió

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la delgada mujer, caminando hacia los ascensores.
“Eres un pesado, italiano, te debe venir de tus genes de campesino siciliano
impertinente y poco educado. Siempre acosas a la pobre Teresa con tus sandeces,” dijo
Máximo.
“A las mujeres hay que decirles siempre florituras, Máximo, uno nunca sabe...”
“Boberías.”
El fotógrafo italiano descalificó el comentario de su amigo con un gesto de la
mano y procedió a servirse un café. Palmer se quedó viendo al vacío, perdido en
cualquier pensamiento. No se percataron de la soberbia mujer enfundada en un estrecho
vestido azul marino y con un mini sombrero del mismo color, que entró de pronto en la
cafetería. Máximo fue el primero en verla porque la recién llegada caminó en su
dirección. El pobre quedó congelado en el acto, ante tan angelical aparición, mientras que
sentía que un viento caliente le quemaba el pecho. Gino miró la cara de su amigo y si no
hubiese sido porque jamás se jugaba con asuntos religiosos, hubiera podido jurar que el
reportero estaba viendo aparecerse a la Madre Teresa en persona a sus espaldas. El
italiano volteó con tal rapidez que sintió como si el cuello se le desgarrara, pero ignoró el
dolor pues también quedó petrificado con la belleza de la desconocida que se
aproximaba, con una sonrisa que hubiese rendido hasta los ejércitos de Atila, pensó Gino.
Antecediéndola, relucían sus ojos azul cobalto, sus labios cereza.
“Buenas tardes, caballeros. Mi nombre es Ilona Ascanio.”
Los dos amigos no pueden hablar de momento. Ilona se quitó un mechón de pelo
que repentinamente le cató sobre la frente. El reportero y el fotógrafo están embobados.
“Estoy buscando a Gordon Martin, ¿podrían ayudarme?”
“Siempre es un placer, muy intenso, ayudar a una mujer guapa”, dice Gino, con
sonrisa de lobo malo en los labios y saliendo de su ostracismo.
“Sin comentarios,” responde Ilona, afilando su mirada cobalto.
“Mi nombre es Gino Cabrialli, jefe de fotógrafos de Mundo Desnudo. Este
caballero aquí a mi lado es Max Palmer, el mejor reportero de esta parte del planeta. Si
hay alguien en este edificio, ¡en esta ciudad!, ¡en este mundo!, que pueden ayudarte,
somos nosotros.”
“!Vaya! Gracias. En verdad tengo prisa. Estoy algo demorada.”
“¿Por qué las mujeres bellas están siempre tan apuradas?,” intervino Máximo,
recurriendo a una de sus gastadas frases hechas que creía le abrían el camino para iniciar
una conversación con una mujer interesante. La chica de azul marino reprimió a duras
penas un gesto de fastidio, que remarcó aún más su hermosura.
“Sucede que Max y yo somos los hombres de confianza de Gordon Martin, Ilona.
Sus allegados profesionales. Sus manos derechas.”
“Pobrecito”, dijo Ilona, sin frenar su sinceridad, pero disimulando sus palabras
con una tos graciosa que supuestamente tapó con la mano.
“¡Ja! El humor hace más linda a una mujer, como decía Oscar Wilde.”
“Oscar Wilde jamás dijo eso,” replicó ella.
En ese momento, Martin Gordon, Editor Jefe de Mundo Desnudo, entró en la cafetería.
Caminó directo hacia la chica de azul.
“¡Ilona!”
Gordon estrechó la mano de Ilona con afecto y añadió un apretoncito de brazo.
“¿Tienes rato aquí?”

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Los dos amigos enmudecieron nuevamente.
“Acabo de llegar, Gordon. Por fortuna, estos caballeros me estaban orientando, y
de paso, dándome una idea de qué esperar de los profesionales del Mundo Desnudo.
Gordon levantó una ceja, captando el sentido real de las palabras de la chica. El
Editor Jefe miró de soslayo a sus hombres mientras que un destello resplandecía en los
ojos de cobalto. El italiano le exhibía a Gordon una sonrisa abombada y mirada de zombi,
mientras que Palmer tenía una expresión ambivalente de la cual era difícil discernir si se
debía a que aguantaba una flatulencia o si empezaba a agonizar.
“Max, Gino, quiero presentarles a Ilona Ascanio. A partir de hoy va a ser una
persona de la mayor importancia para Mundo Desnudo. Ilona, excelente profesional y ser
humano, será la nueva Editora Jefe del periódico. Me sustituirá de ahora en adelante por
un tiempo indefinido.”
Gordon remató su frase consciente de la sorpresa que causaba en el fotógrafo y el
reportero. Gino agarró unas servilletas de la mesa del café, sacó rápidamente un bolígrafo
y anotó un garabato en la servilleta, como si hubiese tomado dato de algo tan importante
que debía escribirlo; el reportero emitió un silbidito de asombro. Cada uno de los amigos,
sintió una explosión atómica interna contenida.
“Ilona tiene un Master en Periodismo de la Universidad de Nueva York,
alcanzado con los mayores honores. Esta es su primera visita a Mundo Desnudo.”
“Esto es una verdadera sorpresa, Gordon,” dijo el reportero. Máximo recordó una
película que vio sobre un hombre que ingresaba a la cárcel como un prisionero más, pero
que luego resultó ser el nuevo director de la prisión, por lo que descubrió la situación real
del lugar al conocerlo desde adentro.”
«¿De qué manera esta belleza nos hará pagar por ser tan lenguas largas?»
“¿Pero es que te retiras, Gordón? ¡Es in insólito!, “dijo el italiano.
“No será un retiro definitivo. Sólo unas largas vacaciones que me debo desde hace
ya varios años. Nos reuniremos todos la próxima semana y hablaré de los detalles,
mientras tanto, Ilona, quiero que me acompañes al Olimpo,” dice Gordon, sonriéndole.
“¿El Olimpo?,” preguntó ella.
“Así le dicen algunos fantasmas de pasillo a nuestra terraza ejecutiva,” respondió
el Editor Jefe.
Los dos amigos seguían rígidos.
“Pues, subamos al Olimpo”, respondió Ilona. “Seguramente podremos
intercambiar nuevas impresiones después, caballeros,” remató, dirigiéndose a Máximo y
a Gino.
El jefe saliente y la jefa entrante hicieron un gesto a los dos amigotes y caminaron
hacia los ascensores. La chica contoneó fatalmente el azul de su vestido propinándoles
una dolorosa estocada final al par de majaderos.
“Odio cuando Gordon se comporta como el dueño del periódico,” dijo Máximo,
cuando la pareja desapareció.
“¡Es el dueño del periódico!,” le respondió Gino.
“Quiero decir cuando actúa anárquicamente. Por lo menos debió decirnos que iba
a traer un nuevo jefe. ¡Y que se iba!”
“Bueno, amigo, dijo que se iba temporalmente. Además, esa flaca Master en
periodismo no está nada mal como para tenerla de jefecita un rato. ¿No crees?”
“No seas idiota, italiano campesino. Tú y yo somos el alma y el corazón de este

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periódico. Debimos ser notificados de esto.”
“El idiota eres tú, Max, por fijarte en esas pequeñeces. Y si bien es cierto que somos el
alma y el corazón de este periódico, también se necesita cerebro. ¿O no?”

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5. EL TEMPLO DE LA LIBERTAD
El taxi pasó de largo la entrada de Mundo Desnudo, por lo que el chofer aplicó los frenos
violentamente, deteniendo el vehículo con un feo chirrido unos metros más allá de la
entrada principal. «Estos profesionales se las ven duras con el tráfico, es su día a día»,
pensó Roldán Lobo sin incomodarse por la brusca parada sino más bien sereno por haber
llegado a su destino. Con todo y que se había golpeado la cabeza contra la puerta del taxi
por el frenazo. Se repitió que la vida también era sensación física de todo tipo. El chófer
lo miró por el retrovisor.
“Perdone, jefe... Este es el edificio de Mundo Desnudo.”
“Excelente.”
Roldán echó una rápida mirada a la fachada plateada del edificio, detallando la
puerta frontal, que era una larga pared deslizante de vidrio templado, surcada por líneas
delgadas que se irradiaban hacía el centro, formando el logotipo de Mundo Desnudo en
relieve.
“Son veintitrés dólares, jefe.”
Roldán sacó su billetera y le extendió al chofer un billete de veinte dólares y otro
de diez.
“¿No tiene los tres dólares, jefe? Creo que no tengo cambio.”
“Despreocúpese, buen hombre. Quédese con el cambio.”
El chófer se extrañó y sintió desconfianza, comprobando los billetes con
desparpajo, pero finalmente sonrió complacido.
“Gracias, jefe.”
Roldán se bajó del taxi y caminó hacia la entrada del periódico. Se detuvo frente a
la puerta de vidrio y alzó la mirada hasta el piso siete, donde se erigía la enorme estatua
de la ninfa casi desnuda que sostenía en su mano derecha un globo terráqueo, símbolo de
Mundo Desnudo, mientras volaba por los aires, sus suaves túnicas de piedra batidas por
el viento detenido. Roldán suspiró.
“¡Mundo Desnudo, al fin! Sagrada mole del derecho de expresión, portavoz de la
verdad, templo de la información... aquí estoy para cumplir con mi destino. Ante ti vengo
a consolidar los designios del bien y la razón. A escribir otro capítulo que esperamos sea
memorable en esta larga lucha contra la oscuridad; de este inconcluso enfrentamiento
contra el mal en cualquiera de sus formas o manifestaciones. De paso, circunstancia que
mantiene en sus puestos de trabajos a un montón de superhéroes. Y al mundo seguro y
estable.”
“Oye, tú, vago.”
Las palabras llegaron cepilladas con bastante mala intención, sacando a Roldán de
su monólogo. Volteó para toparse con un fornido policía de sonrisa de acero y picudos
lentes ahumados. Lo miraba parado en posición de pistolero del Lejano Oeste poco antes
de batirse en duelo. Una pequeña mole envuelta en negro y posiblemente peligroso tanto
para malos como para buenos.
“Estás obstruyendo la entrada a un edificio público, así que muévete.”
Roldán sabía que los policías tienen que ser duros en los tiempos que se viven.
“Pero, oficial...”
“No puedes estar ahí parado todo el día y menos hablando solo como un
esquizoide. Y no digas más, que puedo arrestarte por sospechoso, por buscapleitos o

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desobedecer a la autoridad, por vagancia, por miradas lascivas o intento de romper una
vidriera, o por hablar mal de Al Gore. Simplemente mueve tu trasero de aquí, ¡ahora
mismo! O entras, o te vas, ¿entendido? Esto es un periódico, no la puerta de un asilo.”
Al mismo tiempo que valoraba a la incansable labor policial, Roldán sabía que,
como en todas partes, dentro de la fuerza había sujetos desconsiderados y vulgares.
Decidió entrar a Mundo Desnudo al abrirse automáticamente la puerta deslizante,
mientras murmuraba por lo bajito:
“Malditos policías.”

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6. COLORES ALEMANES
Dos o tres mañanas a la semana Liza Klissman entraba a la redacción de Mundo
Desnudo como si viniera apurada porque el tráfico la tuvo embotellada o como si
necesitara terminar algún trabajo que requería inmediata atención al llegar.
Ese jueves, la asistente personal de Gordon Martín se apareció tarde en la oficina,
aprovechando que era el día más flojo de la semana en el periódico. Una vez frente a su
poderosa computadora, se convertía en dueña y señora, escudo y filtro, voz y hasta
conciencia del Editor Jefe, reinando en silencio ominoso como una reina negra en el
tablero de la redacción. Tal facultad le había permitido, ocasionalmente, ser factor crucial
en el destino de Mundo Desnudo.
Liza mostraba esa tarde un nuevo corte de pelo, estilo punk; llevaba al cuello una
primorosa bufanda de seda, que completaba con un ligero vestido de verano y la cara con
doble tono de color. Estaba insolada. El rostro se le veía marcado por un curioso antifaz:
de la mitad de su nariz hacia arriba, hasta el nacimiento del cabello, era color pálido
alemán; pero de la mitad de su nariz hacia abajo, hasta la regordeta punta de los deditos
de sus pies, lucía un acentuado bronceado tropical. Máximo fue el primero en verla, ya
que por casualidad subió la cabeza por sobre la división de su cubículo en el instante que
la asistente del jefe entraba apuradita. El reportero estrella se quedó sin habla al verla,
pero de inmediato le envió un mensaje instantáneo a Gino.
-¡No te pierdas a La Panzer!-
Así la había bautizado el fotógrafo italiano y en secreto era como llamaban a Liza.
Al notar algo extraño en la regordeta asistente de Gordon, Gino se le acercó al escritorio,
lo cual también hizo Máximo.
“Liza, ¿te has visto la cara? Parece que se te olvido sacarte la crema limpiadora.”
La cara de La Panzer se cincela.
“Muy gracioso, italianillo. ¿Por qué no te vas a sacar esas odiosas espinillas que
tienes?”
Máximo intervino:
“No me digas, Liza: es lo último en maquillaje en Munich. Definitivamente no va
contigo. Demasiado decadente, ¿no crees?”
“Son un par de idiotas. No estoy de humor para sus estupideces.”
Gino se recupera de su risa poco a poco, y preguntó con sinceridad.
“¿Qué te pasó?”
Antes de contestar, Klissman los miró gélidamente, tocándose la bufanda.
“Como me fui temprano ayer por la tarde, me puse a tomar el sol en la piscina y
me quedé dormida. Entonces vino un mal nacido y me puso una toalla sobre la frente. Yo
no sentí nada porque estaba molida, con la resaca del martes, que fui a bailar al
“Valentinos”. Cuando desperté, como a las dos horas, y me di cuenta lo que me pasó, por
poco me da un infarto. ¡Me habían desfigurado el rostro!”
Los dos amigos la vieron sin decir nada, calculando cada uno si sería cosa de
patear al malvado o invitarle una cerveza.
“Por las próximas dos semanas tendré la cara de dos colores.”
“Hay cosas peores,” dijo Máximo Palmer.
“Ahora, hablando de cosas en verdad interesantes, supongo que ya están
enterados de los vientos de cambio que soplan en el ambiente.”

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Los dos amigos se miraron.
“¿A qué te refieres, Liza?,” preguntó Máximo.
La alemana vio su reloj y luego subió los ojos hasta los del reportero.
“A esta hora ya deben de saber a qué me refiero. Pero como los conozco y sé que
les gusta pasar por idiotas, cuando en verdad son unos rufianes, les daré una pequeña
pista: Tiene ojos azules, es alta y no es fácil.”
“Ya lo sabemos, Liza, es la nueva jefa. Mucho más implacable que tú”, respondió
Gino, y pensó: «Y más delgada.»
“¡Ja! Yo sé todo sobre Ilona Ascanio.”
“¿Desde cuándo sabías lo de Ilona?,” preguntó Máximo.
“Eso no te concierne, Max. Y les recuerdo que soy la asistente personal de
Gordon, tengo acceso a todo lo que mueve este periódico, por si se les había olvidado.
¿Es que ustedes no sabían de la llegada de Ilona?”
Ni Máximo ni Gino respondieron, porque se sentían como buitres enjaulados y
experimentando la humillación de ser quizá ser los únicos que no sabían de la llegada de
una nueva Editora Jefe.
“¿Qué es todo lo que sabes de Ilona?”
“Lo suficiente. Y que entre otras cosas que le dicen “La Guillotina”.
Al italiano le desagradaba el aire de suficiencia y poder que adoptaba la gorda
alemana porque simplemente sabía cosas que ellos no.
“Muy bien, Liza, nos tienes en tus manos. Te pido por favor que nos digas más de
la Guillotina,” dijo Gino.
La Panzer se regodeaba en su victoria, controlando a aquellos patanes.
“Mostraré mi magnanimidad con ustedes. Les tendré clemencia. Solo les digo que
llegaran a conocer a fondo a la Guillotina y les aseguro que no la olvidaran,” dijo la
Panzer, midiendo el desconcierto de los amigotes. “Es brillante e implacable y tiene fama
de liquidar a sus novios. Una pequeña genio venida a menos, encerrada en el cuerpo de
una modelo y con todo el glamour. Dicen que hay algo escabroso por allí, en su pasado,
que le ha impedido acceder a la gran prensa: CNN, New York Times... Es todo lo que
puedo decirles. Ahora, si me disculpan, tengo un montón de cosas que hacer.”
“¿Liquida a sus novios?,” preguntó el fotógrafo.
“¿Algo escabroso por allí?,” preguntó el reportero.
“Lo siento, pero se me acabó el tiempo para el chismorreo, queridos. Tengo que
llamar a mi peluquero.” Sin más, Liza dictó un nombre a su celular ignorando a los
amigos. Palmer y Cabrialli se retiraron en silencio a sus escritorios.
“Oye, Max, de paso. Abajo en la recepción hay alguien que te busca”, dijo de
pronto La Panzer.
“¿A mí?”
“A ti. ¿Estás sordo? Hace rato que te esperan,” respondió Liza, dictando otro
nombre a su teléfono para que la comunique.
“¿Quién es?,” preguntó Palmer.
“¿Cómo demonios quieres que sepa? Aparentemente dijo que era un familiar
tuyo. Aunque por la pinta de caballero que tiene, lo dudo. Y además, no tienes familia,
¿cierto?”
“Claro que no tengo familia, eso todos lo saben.”
“Me parece haber escuchado que es tu tío.”

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“¿Mi tío?”

7. LA BANDA DEL CAPITAN CLARK


Tras un largo periplo, la tenebrosa caja llegó finalmente a su destino. Ingresó al
puerto de Marina Beach oculta entre una carga de artesanías y esculturas traídas en un
carguero español con bandera marroquí. La caja estaba construida con láminas de metal
grisáceo, remachadas desordenadamente con tuercas disímiles y tornillos de todo tipo,
formando más que una caja, una forma de caja desproporcionada, de ángulos dispares,
cuya sola visión fatigaba. Su volumen era el de un enorme ataúd, con respiraderos en las
esquinas superiores, de donde en ocasiones escapaba un olor penetrante, parecido al de
orín rancio. En uno de sus costados, la caja tenía el único detalle estilizado: una escotilla
de triple puerta, las cuales podían ser abiertas individualmente, permitiendo pasar por la
primera una rata, por la segunda un perro y por la tercera un animal mayor. Las
compuertas de alimento.
Aunque exótica, la caja ha pasado por desapercibida, mezclada entre tantos
objetos artísticos diferentes. Nadie sabía que en su interior ocultaba un monstruo
vengativo, que tras milenios en animación suspendida, ahora vivía y respiraba de nuevo.
Asanbosán. El temible Chupasangre. A escondidas, como le dictaba su diabólica
naturaleza, la bestia ha dejado un rastro de muerte durante el viaje. Tres marinos
desparecidos y un cuarto encontrado desangrándose en una las redes de los costados de
proa. El pobre hombre seguía en estado de coma.
Para saciar su hambre insana, el monstruo contó con ayuda. La de los rudos tipos
que cuidaron de la caja desde su embarque en África; mercenarios comprometidos a
sangre y fuego a llevar su macabro encargo a donde se había acordado. Seis maleantes
que se infiltraron entre la tripulación del carguero y se mantuvieron aparte de los demás
tripulantes sin ser molestados en absoluto. Habían pagado una pequeña fortuna por el
privilegio, pero además todos tenían sus papeles en regla y no estaban solicitados por las
autoridades. En realidad eran tipos temibles, aunque su comportamiento durante la
travesía había sido más que ejemplar. El Capitán Clark y sus secuaces: Reino Salvatierra,
el cuchillero mexicano; Amoubdhi Gasae, el hechicero haitiano; Ruso, el quiebra huesos
asesino; Renato Pomera, el envenenador colombiano y Mario Stasa, el griego que vendió
dos veces su alma al diablo y ambas veces la recuperó de vuelta. Eran feroces e
implacables, unos maleantes traicioneros, pero también muy responsables. Contratados
para entregar la caja, para ellos su encargo era sagrado, y pobre del que entrometiese sus
narices en ese asunto.
El viaje transcurrió sin aparentes sobresaltos, en medio de una monotonía que por
momentos puso irritables a los mercenarios.
Llegados al puerto, Clark y sus hombres se quedaron tranquilos, tal y como
habían sido instruidos, mientras se producía la maniobra del desembarco de la
desquiciada caja. Los maleantes tenían la curiosidad de ver quienes cargarían con aquella
maldita cosa, por lo que se mostraban expectantes. Además, no les habían provisto de
ningún tipo de documentación de la caja, sino que les habían asegurado que no tenderían
que preocuparse de nada, ya que todo estaba arreglado. Pero los jefes sabían lo que
hacían.
Lo que dejó boquiabiertos a los curtidos criminales fue la manera en que la caja se
bajó del barco. Pura brujería.

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Cuando apenas el carguero atracó la caja sufrió un cambio. Un brillo oscuro
generado de la nada la invadió con rapidez, otorgándole una textura siniestra y brillante, y
la facultad de moverse. La caja se elevó algunos centímetros del suelo y avanzó
lentamente, sin reparar en obstáculos sino golpeándolos obstinadamente hasta que logró
abrirse paso hacia las escaleras que daban a cubierta. Los facinerosos continuaban sin
articular palabra, pese a que eran hombres acostumbrados a todo.
Una vez arriba, mientras ya algunos tripulantes se daban cuenta que algo pasaba
con aquella extraña caja, se produjo otro fenómeno completamente inesperado: la caja
comenzó a expeler un grueso chorro de niebla negra por entre las ranuras de las
compuertas de alimentación. La niebla lo invadió todo con rapidez asombrosa, creando
una espesa cortina de sombras y aparentemente evaporando a la tripulación y toda otra
cosa que se moviera en el barco, segando todo tipo de ruidos humanos o de máquinas.
Clark y sus hombres escoltaron en silencio la caja móvil, experimentando al inquietante
sensación de sentirse solos en el mundo.
“Esto es cosa del diablo, jefe,” susurró Reino Salvatierra.
“Es magia negra,” musitó en respuesta Amoubdhi Gasae.
Podía ser cualquier cosa. Lo que quedaba claro eran los grandes poderes de los
misteriosos jefes que habían contratado a los mercenarios, un detalle que el capitán Clark
se había encargado de machacarles a sus secuaces. Visto lo que pasaba, quizás ya estaban
convencidos que hablaba muy en serio.
Tras arrojar la niebla, la caja se movió a estribor, colocándose frente a las
barandas de esa parte y elevándose más. Tras unos segundos y cuando los bandidos
menos se lo esperaban, la caja salió despedida de cubierta y chocó con extrema dureza
contra los sólidos tablones del muelle. No se veían agentes de aduana ni de la seguridad
interna ni de ser humano alguno o actividad alguna. La voz ronca y desagradable del
capitán Clark graznó a todo gañote:
“¡Rápido! ¡A tierra!”
No bien la vieja rata marina ordenó a sus hombres descender, estos se lanzaron a
la carrera hacia la plataforma de descarga, que ya Renato Pomera, que también era
maquinista, tenía lista según el plan. La niebla había convertido un manto fantasmal que
encubría sus movimientos. De un golpe, se subieron sobre la plataforma y el envenenador
colombiano los bajó de inmediato, abandonando a último segundo los controles de la
grúa y saltando hacia la plataforma. Es ayudado por sus compinches, quienes lo atraparon
en el aire impidiendo que se clavara en el muelle
Los piratas no perdieron tiempo y envalentonados por la protección de aquella
neblina sobrenatural traga gente, rodearon la caja a la espera de ver que seguía a
continuación. El ruido repentino de un vehículo aproximándose a ellos a toda velocidad,
los puso tensos de inmediato. Las luces altas del vehículo atravesaron las sombras como
espadas de luz, rompiendo el imperio de inmovilidad en que se hallaba sumido el puerto.
Era pleno día y parecía plena medianoche.
“Tranquilos. Es nuestro taxi”, dijo de pronto el viejo capitán.
El vehículo se detuvo con un frenazo en el desembarcadero donde estaban los
maleantes y su encargo. Era una camioneta grande de carga, con cabina cubierta. De la
misma descendió un hombre flaco vestido de verde, lentes oscuros, gorra y una
sospechosa palidez de cadáver. Se acercó al capitán, vacilante, extendiéndole la llave del
vehículo y arrastrando los pies como si no estuviese acostumbrado a estar parado. El

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pobre despedía un tufo insoportable que hizo que el mexicano lo maldijera. Un olor de
tejidos descompuestos, líquidos corporales infestados. El conductor miró a los hombres
con expresión de plastilina, intentando una sonrisa que era idéntica a la de un esqueleto.
Nadie dijo nada. Luego, sin ningún sonido, el extraño nauseabundo se marchó, corriendo
lo mejor que podía con sus pies atrofiados, hasta que desapareció tras los galpones de
almacenamiento.
“¿Qué era eso?,” preguntó el griego.
Clark le responde sin mirarlo, ya que está abriendo la cabina trasera de la
camioneta.
“Un empleado. No sé ni me importa. Ahora vamos a subir la caja. Vamos.”
Así lo hacen, pues la caja había perdido movimiento y ahora era un bulto vulgar como
cualquier otro, con el metal grisáceo áspero y frío y librado del brillo oscuro que la había
animado.
“¡Apúrense. No tenemos todo el día, maldita sea!,” rugió el capitán.
Subida la carga y encerrada en la cabina trasera del camión, los bandidos
abordaron y partieron, con Clark al volante y Reino Salvatierra como copiloto. El
vehículo salió disparado por la estrecha vía que desemboca en el muelle, bordeando la
zona de descarga. No había nadie en la garita de seguridad, ni en los patios interiores del
muelle y tampoco en la oficina de la aduana, la guardia marina, las fuerzas especiales o
inmigración.
Ahora que tenían la caja quieta dentro del camión, el mexicano, el haitiano, el
ruso y el griego, que viajaban en la cabina trasera junto al macabro encargo, la
observaron detenidamente y con desconfianza. Mario Stasa tenía los ojos clavados en las
escotillas de la caja, los agujeros por donde habían alimentado al animal o lo que fuera
que viniera dentro, durante la larga travesía desde África. Ratas de los mugrientos
rincones de la bodega, perros y gatos robados en Cabo Verde, ruidosas palomas de las
playas de Jamaica. El capitán Clark había seguido las instrucciones de los patrones, como
recordó el griego. Una sola comida cada tres o cuatro días. Pero la cosa que venía en la
caja tenía su propia agenda.
¿Cómo había podido la cosa salir de la caja? Parecía hermética y los respiraderos
muy estrechos; las compuertas para alimentarlo solo se abrían desde afuera. ¿Existía
algún método oscuro mediante el cual aquello que viajaba en la caja era pudiera entrar y
salir cuando le viniera en gana? Preguntas que rotaban en la cabeza del griego, el más
reflexivo del grupo.
De todas formas, los mercenarios no habían confiado nunca en la caja. Después
de la desaparición de los tres marinos, achacada a la tormenta que había chocado contra
el carguero, redoblaron su ojo vigilante con el encargo. Se protegían no merodeando
demasiado la caja en su retiro de la bodega y se conformaban con comprobarla de lejos.
En esas ocasiones tenían que limpiar una lengüeta que tenía la caja en los bajos y que se
desplegaba desde adentro, donde la cosa que escoltaban deponía los restos de los
animales devorados: guiñapos de cuerpos con solo pelo, pellejos y huesos, consumidos
hasta el tétano, algunos irreconocibles, semejantes a muñecos desinflados.
a camioneta y su carga maléfica traspusieron el último punto de seguridad del
puerto sin ninguna novedad. Solo entonces la niebla comenzó a desvanecerse.

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8. LAZOS FAMILIARES
“Tu tío, exactamente.”
Pese a haber esperado casi media hora a que lo recibieran, Roldán no lucía
molesto por la demora. Había tenido la suerte de encontrar varios National Geographic
en la recepción de Mundo Desnudo y todo lo que estuvo arrellanado en los sillones para
visitantes se la pasó fascinado leyendo. Con los años, Roldán se había vuelto más
paciente y tolerante, no perdía los estribos, evitaba enzarzarse en causas pérdidas y hacer
reclamos inútiles. No solía discutir de casi ningún tema, ni hablar de los demás. Dejar
pasar algunas cosas era una filosofía que lo había acercado más a su prójimo.
Máximo lo detalló nuevamente, tratando de ubicar en sus recuerdos aquella cara
redonda, de ojos enormes y labios gruesos. Algo que le inspirara algún un sentimiento, un
recuerdo. Pero nada. Solo lo percibía de una manea nublada en su memoria, cosa que no
bastaba para establecer alguna familiaridad.
“Roldán. Roldán Lobo, el hermanastro de tu padre. No me digas que no me
recuerdas.”
Roldán se atrevió a estrecharle cariñosamente el brazo y el reportero aceptó el
gesto con naturalidad. En ese mismo momento, los nubarrones del pasado se suavizaron,
permitiéndole a Palmer rescatar la figura de un tipo gracioso y ya incluso algo viejo en
esos días, que según tenía entendido era su tío. Un hombre alegre que contaba chistes y
grandes aventuras, que iba y venía siempre.
“Ahora creo que te pillo. El tío Roldán…Tenías un carro convertible.”
“Un Bel-Air rojo y blanco. ¡Qué tiempos aquellos!”
“Increíble. Casi ni te conozco”
“Bueno, comprendo que no me recuerdes bien. En verdad he estado un poco
alejado.”
Máximo seguía maquinando, por lo que rememoró el malestar que Roldán había
causado a la familia cuando se había ido súbitamente al extranjero. ¡Cómo era posible
que ahora estuviera hablando con él, después de tanto tiempo!
“¿Un poco alejado? Ahora recuerdo. ¡Te fuiste hace más de 20 años! Jamás
volvimos a saber de ti. Saliste a comprar el periódico y desapareciste para siempre. Ni
siquiera un: No me esperen a cenar que regreso en 20 años… o me gané la lotería
váyanse al demonio…”
Roldán no respondió, porque le apenaba haber hecho lo que hizo, aunque fue
necesario.
“Primero pensamos que estabas de juerga, luego, que estabas secuestrado,
después desaparecido, enfermo, en la cárcel, muerto, sepultado, raptado por los
extraterrestres. A la final nos olvidamos de ti. ¿Qué te pasó? Desapareciste, como el
juego de canicas.”
“Máximo, perdóname, tuve que hacerlo. Si me alejé fue por un terrible golpe del
destino, algo que me gustaría explicar más en detalle.”
El reportero estrella de Mundo Desnudo traspasó a su tío con la mirada.
“Si, claro, “el misterioso tío Roldán y sus andanzas”. Te presentas aquí, con tu
cara fresca y peinado de cantante, como si no hubiera pasado nada, como si el tiempo
fuera relativo. Como si te hubiese visto ayer. Y han pasado…, ¿cuántos años?”
“Exactamente, 23 años, siete meses y 24 días. Y no te digo las horas, minutos y segundos
para no fastidiarte.”

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“Eso. Y todo arreglado. ¿Qué tal el viajecito?”
Roldán estaba avergonzado. Sabía que este momento sería duro.
“Perdóname, Max, por favor. Mi vida no ha sido fácil, querido sobrino. Estoy seguro que
de conocer sus detalles pensarías de otra manera; y no quiero que suene como una
excusa: no hay excusa para lo que hice, cierto, pero no tuve otra opción. Todo es largo de
explicar y difícil de entender.”
“¿Pero jamás pensaste en tu familia?”
“Claro que si, sobretodo en navidad, y me sabía alguna que otra fecha de
cumpleaños. De mente y corazón siempre estuve con ustedes. Todos estos años.”
Se hizo una pausa pegajosa entre los dos. Palmer miró hacia la recepción del periódico,
un cubículo de vidrio y plástico desde donde Marissa Benson atendía a las personas que
llegaban por cualquier motivo. Ella vio en su dirección y le sonrío, ya que el reportero le
agradaba.
“Perdóname, Max. Te lo ruego”, solo repitió Roldán.
“No, “tío”, no. ¡Eres un caradura! ¡Un espectro del siglo pasado! Te fuiste y nada
te importó, y ahora vienes con esa sonrisa de candidato, después de tantos años, como si
nada. Ni siquiera mandaste una carta. Y mira que mandar una carta es de las cosas más
fáciles de la vida. Por lo menos un “estoy bien, gracias”, “no se preocupen por mi”, “me
fui porque me asfixiaba”, “desfalqué a un banco”, “me enamoré de una española”. Para
mí eres un extraño. Un ser que aparece de repente como si la vida fuera “The Twilight
Zone”. ¿Qué te crees?”
Roldán bajó los ojos. Máximo le sostuvo una mirada de reproche. Le provocó
levantarse del sofá que compartían en el saloncito de espera de Mundo Desnudo y dejar a
aquel extraño solo con sus remordimientos, pero no lo hizo porque de verdad no era de
los que abandonaba a nadie en e atolladero. Además, hacer algo así le parecía un vil
desprecio, ¡y a su único familiar vivo!
“He cometido muchos errores, Max, y lo reconozco,” dijo Roldán. “Soy un
canalla, un fantasma de otra época, como dices, y en verdad no merezco ninguna
compasión. Pero apelo a tu corazón, a ese niño que aún recuerdo, porque es la última
imagen tuya que tengo: alguien justo, y sobre todo, generoso. Máximo Palmer, te pido
que me perdones, si no porque lo merezca, por lo menos por conmiseración. Eres el único
familiar que me queda y yo el único tuyo. Estamos solos. Vengo a ti, sobrino, en este
última vuelta de mi existencia, buscando la paz, no más guerra. Buscando el perdón, no el
desprecio. Perdóname, sobrino.”
Máximo se lo pensaba, mientras Roldán esperó sereno.
“Esto es increíble”, fue lo único que dijo Máximo, volviendo a callar. Roldán
exhaló un suspiro largo alejando su mirada hacia la pared con la colección de premios y
primeras planas famosas del periódico: La oveja Dolly, el 9-11, el tsunami de Asia…
“Y dime, tío, ¿qué quieres de mí? Además de todo eso del perdón, y la única familia, y lo
demás. ¿Por qué me buscas ahora?”
Roldán suspira nuevamente antes de contestar:
“¿Qué quiero de ti? Nada. Como te dije, eres mi único familiar vivo, y ahora que
estoy viejo, que he vivido y cumplido mi deber, simplemente he venido a legarte mi
fortuna personal.”
Durante cinco segundos no hubo reacción perceptible en el reportero estrella. Su
boca se quedó entreabierta y su mirada se desplazó hacia un punto perdido en el infinito.

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En su mente se producían cálculos de todo tipo. Volvió a fijarse en el hombre de mediana
edad que tenía al frente, notando de improviso su ropa elegante, pero antigua; así como
su llamativo reloj y en lo rozagante y sano que lucía. Lo próspero.
“¿Me escuchas, Max?”
Máximo abrió los brazos y sonrió a su tío como si acabara de encontrarlo. Su
ánimo había dado un giro vertiginoso.
“¡Tío querido! ¡Diablos! Si casi no has cambiado en nada. Ok, sé que me he
extralimitado, que te he despedazado sin otorgarte el beneficio de la duda y te hablé como
un resentido, pero te confieso que te he extrañado mucho estos últimos 23 años, siete
meses y 24 días. Por no contar las horas, minutos y segundos.”
Ante tal desfachatez, Roldán solo tuvo una reacción: estalló en una carcajada. Le
encantaba la facilidad que tenían las personas para construir su propia felicidad, aunque
fuese efímera como le latía sería la de su sobrino.
“Gracias, Max.”
“Siempre fuiste mi tío favorito.”
“Estoy completamente seguro, aunque casi no te acuerdes de ello, ¿cierto?”
Rieron. Se relajaron al comprender que realmente eran familia, además de ser personas
que no abrigaban amarguras. Máximo retornó a su habitual chispa mientras que Roldán
se sintió más aliviado.
“Ahora, antes de nada, dime algo, tío,” dijo el reportero haciendo gestos con las
manos. “¿Ya almorzaste? Porque yo no. ¿Te apetece echarle algo al pico? Te invito. Así
me cuentas tus aventuras de estos años. ¿Qué te parece?”
“De acuerdo,” contestó Roldán, recordando la fábula del cuervo que por maíz se
pintó las alas de blanco.
“Hay una cafetería brasileña cerca que es de lo mejor, tío. ¿Has comido Fijolha?”
“No.”
“Es el plato favorito del Presidente de Brasil.”

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9. EL D-LEXICON
La cafetería “Río” estaba pintada con los colores de la selva brasileña. Se
encontraba adosada a un edificio de oficinas de un blanco inmaculado, por lo que parecía
un ataque cromático contra la estructura. En sus parasoles verde perico, que brotaban en
la acera del negocio, o en sus sillas rústicas con los marrones del Amazonas, la calle
saltaba hacía las lejanías tropicales, introduciendo a sus clientes a un local pequeño y
acogedor.
Máximo entró a la cafetería de buen humor, antecediendo a su tío y saludando con
un beso soplado a Aura, la bonita brasileña dueña del local. Tío y sobrino avanzaron
hasta una de las mesas del fondo, alrededor de la cual se sentaron y en el acto fueron
abordados por una joven mesera, que les tendió el menú y se retiró cortésmente.
“Me muero de hambre,” dijo el reportero.

A la hora del postre, tío y sobrino ya habían hablado lo suficiente de casi todo lo
que podían hablar dos personas con tanto tiempo sin verse. Repasado el pasado, la
familia, los lugares de antaño, lo perdido, lo ganado. En gran parte, la conversación giró
en torno a “los años perdidos del tío”: su viaje a África, sus dos matrimonios, lo que dejó
pendiente antes de desaparecer de la vida de todos y algunos otros detalles. Cuando
recogían el último plato, Máximo se sintió ya en confianza de preguntar lo que le
martillaba la mente desde que habían salido de Mundo Desnudo.
“Bien, tío, ahora que hemos hablado tanto del pasado, ¿qué te parece si volvemos
al presente? Tocar cosas más inmediatas. Por ejemplo: ¿A cuánto asciende la fortuna que
dices que vas a legarme?”
A Roldán lo divertía su sobrino. Los ojos del reportero tenían el brillo entusiasta
de quien se encontraba un billete en la calle. Sin emitir ningún sonido, lo que hizo que la
ansiedad de Palmer creciera, Roldán paseó sus ojos por la cafetería. Se fijó en Aura, que
estaba recomendado su flan de mango a un cliente y luego en la mesera que los atendía,
que en ese instante caminaba hacia ellos. Cuando llegó a la mesa Roldán pidió un
capuchino y Máximo se adelantó y pagó la cuenta, dejando una generosa propina. La
mesera se retiró.
“Disculpa, querido tío, ¿me estabas prestando atención?, dijo Máximo tras un
carraspeo.
“Claro, sobrino. Quieres saber a cuánto asciende la fortuna que voy a legarte.”
“Estamos hablando el mismo idioma. No quiero parecerte ansioso, pero como
comprenderás un asunto así saca de su sitio a cualquiera. No todos los días se te presenta
tu familiar más querido a legarte su fortuna. Por lo general, cuando algo así pasa el
familiar ya está muerto, ¿comprendes?, y uno se entera del asunto en la lectura del
testamento. Como en las películas. Pero tú estás vivo, ¡bien vivo! ¿No crees que es
rarísimo?”
“No tanto, pero bueno... Primero lo primero, ¿cierto?”
“Ajá.”
Esperemos que traigan el café, dijo Roldán y Máximo volvió a desinflarse.
En menos de dos minutos, ya Roldán probaba el aromático liquido y de nuevo
estaba solo con su sobrino, quien a duras penas contenía su impaciencia. El viejo le echó
una nueva mirada a la cafetería mientras que con disimulo metió la mano dentro del
bolsillo interior de su saco. El reportero lo miraba perplejo.

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“Todo está bien, Max. Tranquilo. No siempre es así, pero como estamos en un
lugar público tengo que ser reservado. Ya entenderás.”
Palmer parecía en estado de animación suspendida, pero con los ojos abiertos.
Finalmente, Roldán sacó un objeto de su bolsillo, algo reluciente que le ocupaba la palma
de la mano. Un pequeño disco plateado, posiblemente un minidisco compacto, sin
ninguna otra particularidad. Máximo lo detalló sin atinar exactamente qué pensar.
“¿Qué es esto?”, dijo el reportero. “¿Estamos en cámara escondida?”
Roldán no contuvo la risa.
“Nada de eso. Esta es mi fortuna personal. Lo que ves en mi mano. Quizás la más
extraordinaria fortuna que pudiera tener alguien.”
Máximo quiso pensar que en aquel disco estaban los números de alguna jugosa
cuenta secreta en un banco de las islas Caimán o quizá el código universal de cualquier
cosa o por lo menos las fotografías del primer bebé humano clonado, pero un cosquilleo
en la boca del estómago le decía que no se trataba de nada.
“¿Tu fortuna es un mini disco compacto? ¿Es de colección o qué?”
“Es mucho más que eso.”
Máximo tomó el disco que le tendía su tío y lo examinó sesudamente,
preguntándose a qué clase de extravagancia se estaba enfrentando.
“Buena seña, sobrino, el disco no te rechaza.”
El reportero ignoró el comentario porque fue atraído por la brillante superficie
pulida del disco, su destello sutil pero intenso, la fosforescencia ondulante que despedía y
que no había pillado en otros discos. Curioso. Por la otra cara el reportero notó un signo
extraño, borroso, cruzado por algunas marcas. El espesor del disco era ligeramente mayor
que el corriente y también era más pesado, pero en cuanto a todo lo demás se trataba de
un objeto de lo más vulgar. Un chasco.
“Esto solo me parece un disco, tío. Y ni siquiera es de merengue”, dijo,
devolviendo el disco a Roldán.
“Es el D-Lexicón, Máximo. El Disco Lexicón. El Disco de los Súper Portentos.
DSP.”
“¿D-Lexicón? ¿Súper Portentos? Jamás los he escuchado. ¿Qué canciones
tienen?”
“No se trata de un disco musical ni de video ni nada por el estilo, sobrino. Es algo
que va a cambiar tu vida. Habrás notado que pese a que parece un disco como cualquier
te produjo una extraña sensación, ¿no es cierto?”
“¿Sensación? ¿Bromeas?”
Roldán estaba preparado para una marejada de escepticismo.
“Fíjate bien en él, Máximo.”
Sin mucho convencimiento, el reportero miró al disco con más atención.
Repentinamente, el brillo del D-Lexicón se acentuó, formando unos picos de colores que
semejaban una pequeña cordillera lumínica sobre su superficie. Roldán protegió el disco
de cualquier mirada indiscreta, tapándolo de manera casual con una de las servilletas de
la mesa.
Máximo Palmer estaba embelesado. Los picos ciclaban sus colores en una
armonía hechizante, atrayente, creando diversas formas geométricas que se enlazaban con
notas musicales cristalinas o fórmulas matemáticas que se despejaban solas.

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“Hiper-Holografía combinada con ultra definición láser. Vi un programa sobre
esto en Discovery Channel.”
Las figuras sobre el Disco de Súper Portentos se ordenaron en forma circular
sobre su faz, aplanándose hasta formar un remolino psicodélico, una especie de tiro al
blanco en el cual, sobre su círculo más exterior, se producían destellos al ir apareciendo
en su superficie las letras del abecedario, cuyos 28 caracteres llenaron todo el círculo. Las
siguientes bandas simplemente titilaban mientras que en el centro se formaba un círculo
grande, con una huella digital ampliada. Palmer admiró todo el despliegue, sobre todo el
bello diseño de las letras y la manera en que flotaban ante sus ojos.
“¿Qué rayos es este disco?,” preguntó.
“Como te dije, sobrino, es el D-Lexicón, el Disco de Súper Portentos, el DSP. No
hay otro artilugio igual en unos 500 años luz a la redonda. Usado correctamente, el D-
Lexicón puede darte poderes increíbles; de ahí su nombre: Súper Portentos, Súper
Poderes.” A Roldán, súper poderes le parecía una palabra muy gastada.
“¿De veras?”
“Suena absurdo, Max, lo sé. Pero es cierto. Y comprendo tu incredulidad. No es
fácil para nadie entender de sopetón que existe otro tipo de... realidades. De objetos
asombrosos, milagros extraños, mecánicas incomprensibles, entidades desconocidas. Que
el mundo coherente y normal de todos los días es sólo un aspecto del mundo. Que hay un
abanico de universos y dimensiones, planos astrales, zonas, esferas, tiempos, inter-reinos,
galaxias, cosmo-conglomerados, etc., existiendo al unísono, vibrando a diferentes escalas
de entendimiento, velocidad y sensación, ocupando todo lo imaginado, lo inconcebible y
lo desconocido. No es ciencia-ficción.”
Acostumbrado por su trabajo a analizar diferentes personas, a enfocar diversos
ángulos, el reportero se tomó unos segundos para reflexionar en las palabras de su tío.
“¿Sabes qué creo?”
“¿Qué?”
“Que estás diciendo disparates. A lo mejor, en algún momento de uno de tus
incontables viajes perdiste la razón y no has vuelto encontrarla. O contrajiste malaria
verde y n o te has curado. ¡Y no sólo eso!, sino que con toda esa cotorra de tu fortuna y el
disco y las figuritas animadas, lograste embaucarme para que te pagara el almuerzo. Y
encima, pediste el plato más caro del menú.”
“Tú me lo recomendaste.”
“No me lo recuerdes.”
Acompañando sus palabras, el reportero colocó el DSP sobre la mesa, con
exagerada fuerza, como si pusiera la última piedra de una partida de dominó para ganar el
juego. Sin mirar a su tío se levantó de su silla, alisándose la camisa con fastidio. Roldán
lo agarró por el antebrazo, con una fuerza inesperada que no se conjugaba con su edad y
sus canas. La mano del viejo apretaba como una tenaza.
“Cálmate, Max.”
El reportero fue obligado a sentarse, no sin cierta brusquedad.
“¿Qué demonios haces?”
“Tranquilizándote, sobrino. ¿Dónde están tus buenos modales? ¿Por qué esa
actitud tan poco amable? Por favor, te pido que te calmes.”
“¿Rompiéndome el brazo?”
“No te quejes que ni siquiera te apreté con fuerza. Lo que pasa es que estás fofo y

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fuera de forma. Te vendrá bien un programa de ejercicios.”
“¿Qué es lo que quieres?”
“En principio que te estés quieto y que termines de escuchar lo que tengo que
decirte, dejemos que las cosas fluyan,” respondió Roldán, agarrando el disco de la mesa y
lo guardándolo. Máximo comprendió que no tenía otra alternativa que escuchar aquel
viejo loco. Decidió tomarse las cosas con calma y en la primera oportunidad salir
corriendo. Faltaba que el viejo fuera capaz de ganarle a la carrera. Ya era lo bastante
fuerte y seguramente tenía otros trucos guardados bajo la manga.
“Está bien, soy todo oídos, aunque te advierto que si me haces daño destruirías la
imagen de tío bueno que siempre he tenido de ti.”
“Esta bien. Lo que tengo que decirte es muy serio. Entenderás su importancia si
me dejas hablar.”
“¿Y dónde demonios esta la fortuna que me prometiste? ¿Es ese disco de súper
portazos la idea que tienes de lo que es una fortuna? Me has engañado vulgarmente.”
“No es así, Max. La fortuna es que eres un elegido.”
“Deliras.”
“No. Es una fortuna poder ser lo que serás, poder alcanzar cosas que jamás
soñaste alcanzar. El sentido súper elevado que le darás tu vida. El D-Lexicón es el
instrumento que te permitirá lograrlo.”
Palmer lo miró con resignación.
“Al mismo tiempo, se trata de la mayor responsabilidad que pueda tener una
persona en el mundo.”
El reportero resolló.
“Será como una nueva profesión para ti, Máximo. Un nuevo destino. Vas a poder
influir en el mundo de una manera decisiva.”
“No me digas. ¿Me vas a nombrar presidente del FMI?”
“Mucho peor, querido sobrino.”

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