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A un lado del kilómetro 22 de la carretera interestatal que va hacia el norte, escondido tras una

montaña, encontrarás el pueblo de Madison.

Madison. Con sus doscientos veintidós habitantes, con sus diez iglesias, con su única biblioteca y
su misterioso bosque. Un bosque viejo, con magia vieja.

Nuestra historia toma lugar un día de verano. Exactamente al día siguiente de que se terminaron
las clases en la Honorable Escuela Secundaria de Madison. El verano comenzaba justo en el
momento en que sonaba el ring de la campana, que anunciaba el final de la jornada escolar. Los
chicos gritaban y lanzaban los útiles por los aires, disfrutando de ése día, y dispuestos a disfrutar
también de los siguientes dos meses libres de trabajos, escuela, y compañeros y maestros
molestos.

Uno de esos chicos, era Tom Gatlin. Hijo de Duncan Gatlin, y Meredith Chesterfield. Ambos hijos
de hijos de hijos de los hijos cuyos padres fundaron Madison, generaciones atrás. Thomas Gatlin,
de doce años, salió del edificio educativo sonriendo, pensando en todos esos libros que leería en el
verano, todas esas historias en la tinta y el papel, en las cuales se sumergiría en los siguientes días.

Al llegar a su casa, la cual se encontraba cerca de la orilla norte del pueblo, a las faldas del bosque
Ocigam, corrió directamente a la habitación que compartía con su hermano mayor, Dom Gatlin.

Dom Gatlin, tenía 19, y asistía a la Universidad del Condado, el cual quedaba a once kilómetros
más lejos del pueblo.

Al entrar a la habitación, Tom lanzó la mochila contra el armario y corrió al escritorio grande y
viejo que había en una esquina, y de sus cajones, sacó el

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