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Pueblo Chico Infierno No Tan Grande
Pueblo Chico Infierno No Tan Grande
El pueblo, era igual a cualquier otro pueblo chico. Tenía una calle principal, una
mall chino, tres iglesias, una farmacia y una plaza con unas cuantas palomas y
recorrían cinco calles de oriente a poniente y seis de norte al sur. Las casas, que
antes habían sido de adobe, ahora se erguían de los más diversos colores y
En el centro de la plaza, hacía treinta años, se juntaban a jugar ajedrez don Mauro
(un hombre alto, de bigote bien cuidado y vestido con impecable terno) y Juanito
Fue un sábado, el mismo día en que habían comenzado las campañas políticas,
cuando pasó lo inesperado. Los árboles de la plaza sostenían, sin tanto gusto,
se sentía distinto.
Antes de la última jugada, pasó rodando pesada y sin apuro, una camioneta con
un parlante que, entre cumbia y cumbia, llamaba a votar por “La señora Marta
Burgos: una mujer de derecha, con carácter y voz de mando para nuestro
municipio”. Don Mauro, levantó una ceja, e hizo un gesto de fastidio, como si
—¡Que hombre tan bruto y con tan mal gusto político! —reclamó don Mauro.
chuleta, el costillar y la cazuela. El cura, que solía comprar un kilo de carne todos
los domingos por la mañana, pasó por la carnicería y tan solo ver los precios, se
no dejaban limosna, los hombres que salían de farra después de recibir su sueldo,
las mujeres casadas que pasaban más pendientes de lo que hacía la vecina, que
joven luego de tornarse pálido, agarró sus camisas, pantalones y unas cuantas
Al día siguiente, los alumnos fueron recibidos con una prueba sorpresa de álgebra,
cada niño, con lápiz rojo, luego de decir en voz alta su nombre y apellido.
Esa tarde, la calle no recibió a los niños dispuestos a jugar a la pelota, ninguna
desierta y en la plaza las parejas de enamorados que todas las tardes pasaban del
Y así pasaron las semanas y los meses, hasta que un día Juanito Domínguez ya
enseñarle a su nieto a andar en bicicleta, sin rueditas. Desde el otro extremo, Don
Mauro seguía de cerca a Matilda, una de sus quince bisnietas, que arrastraba un
cochecito y una muñeca de trapo, con dirección a la plaza. Entre perseguir a las
palomas, comprar manzanas confitadas, atrapar las hojas que caían por montones
de los árboles casi desnudos, y cuidar que los niños no corrieran hacia un peligro,
ninguno de los viejos amigos, notó la presencia del otro hasta quedar parados
incomodidad.
—¿Bien y usted?— Respondió don Mauro, con tono cada vez menos distante.
—¡Lo felicito por la victoria de su alcaldesa, amigo mío!—Fue lo primero que dijo
A los dos niños, se sumaron hombres, mujeres y otros chiquillos que extrañaban el
espectáculo.
los sermones inspiradores, la profesora olvidó las pruebas sorpresas, los niños
a caminar sobre las hojas que cubrían la plaza en otoño, y las mujeres volvieron a
barrer las calles, para mirar qué hacían sus vecinas y hasta invitarlas a tomarse un
Eso sí, cada día, a las once de la mañana, el pueblo se detiene, para hacer de
público en una buena partida de ajedrez. Hombres, mujeres y niños los observan
en silencio. A veces gana don Mauro, a veces Juanito Domínguez, pero siempre
el amistoso ritual.