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Pueblo Chico, infierno no tan grande

El pueblo, era igual a cualquier otro pueblo chico. Tenía una calle principal, una

escuela, un centro de salud, un cuartel de bomberos, una comisaría, un pequeño

mall chino, tres iglesias, una farmacia y una plaza con unas cuantas palomas y

varios ancianos sentados en las pocas bancas que quedaban a la sombra. Lo

recorrían cinco calles de oriente a poniente y seis de norte al sur. Las casas, que

antes habían sido de adobe, ahora se erguían de los más diversos colores y

materiales, y en algunas esquinas aún se podían ver los restos de construcciones

a medio derribar por el último terremoto.

En el centro de la plaza, hacía treinta años, se juntaban a jugar ajedrez don Mauro

(un hombre alto, de bigote bien cuidado y vestido con impecable terno) y Juanito

Domínguez (el fortachón y sonrosado dueño de la única carnicería del pueblo).

Llegaban cerca de las once, después del desayuno, y se sentaban

ceremoniosamente frente al tablero. A veces ganaba uno, a veces el otro, y los

chiquillos, vestidos de uniforme, se apuraban a salir de la escuela para presenciar

los últimos movimientos.

Fue un sábado, el mismo día en que habían comenzado las campañas políticas,

cuando pasó lo inesperado. Los árboles de la plaza sostenían, sin tanto gusto,

letreros de políticos sonrientes, impresos sobre lienzos de plástico, y el ambiente

se sentía distinto.

Antes de la última jugada, pasó rodando pesada y sin apuro, una camioneta con

un parlante que, entre cumbia y cumbia, llamaba a votar por “La señora Marta
Burgos: una mujer de derecha, con carácter y voz de mando para nuestro

municipio”. Don Mauro, levantó una ceja, e hizo un gesto de fastidio, como si

espantara las moscas. Juanito Domínguez, por el contrario, se paró de la banca

con actitud entusiasta, al oír la propaganda de su candidata a la alcaldía. El torpe

movimiento, provocó que la panza fuera a estrellarse contra el tablero de ajedrez y

las piezas cayeran al piso en cámara lenta.

—¡Que hombre tan bruto y con tan mal gusto político! —reclamó don Mauro.

—¡Fue un accidente, viejo quisquilloso! —replicó Juanito Domínguez.

Luego cada uno se marchó indignado, en direcciones opuestas. Nadie se detuvo

a recoger el tablero, a rescatar un caballo, a preocuparse de los peones, o por

último, homenajear a la reina. Las piezas blancas y negras, quedaron repartidas

bajo el sol de mediodía a merced de su suerte.

Al día siguiente, Juanito Domínguez, subió el precio de la pulpa, el lomo, la

chuleta, el costillar y la cazuela. El cura, que solía comprar un kilo de carne todos

los domingos por la mañana, pasó por la carnicería y tan solo ver los precios, se

marchó cabreado hacia la capilla. Durante la misa, de pura impotencia decidió

deliberadamente olvidar el sermón, y lanzarse contra “las ovejas perdidas” que ya

no dejaban limosna, los hombres que salían de farra después de recibir su sueldo,

las mujeres casadas que pasaban más pendientes de lo que hacía la vecina, que

de ayudar a su prójimo, las solteras que vivían en concubinato con el novio de

turno, y terminó el discurso reclamando contra los mocosos irrespetuosos que se

hacían los dormidos para no dar el asiento en la micro.


De allí salió la señorita Marta, profesora de la escuela, echando humo de rabia.

Llegó a la casa y antes de colgar la cartera, puso a Rodrigo, su novio, entre la

espada y la pared: “O te casas conmigo, o vas armando tus maletas”, le dijo, y el

joven luego de tornarse pálido, agarró sus camisas, pantalones y unas cuantas

otras pilchas, las metió en un bolso y se marchó con destino desconocido.

Al día siguiente, los alumnos fueron recibidos con una prueba sorpresa de álgebra,

apenas entraron a la sala de clases. La señorita Marta se dio el gusto de revisar

cada ejercicio delante de la audiencia cabizbaja, y anotar las calificaciones de

cada niño, con lápiz rojo, luego de decir en voz alta su nombre y apellido.

Esa tarde, la calle no recibió a los niños dispuestos a jugar a la pelota, ninguna

mujer se asomó a la ventana a mirar qué hacía la vecina, la cantina estuvo

desierta y en la plaza las parejas de enamorados que todas las tardes pasaban del

brazo, tomando helado, brillaban por su ausencia.

Y así pasaron las semanas y los meses, hasta que un día Juanito Domínguez ya

no pudo seguir postergando su promesa y tuvo que armarse de ánimo para

enseñarle a su nieto a andar en bicicleta, sin rueditas. Desde el otro extremo, Don

Mauro seguía de cerca a Matilda, una de sus quince bisnietas, que arrastraba un

cochecito y una muñeca de trapo, con dirección a la plaza. Entre perseguir a las

palomas, comprar manzanas confitadas, atrapar las hojas que caían por montones

de los árboles casi desnudos, y cuidar que los niños no corrieran hacia un peligro,

ninguno de los viejos amigos, notó la presencia del otro hasta quedar parados

frente a frente, en el centro de la plaza.


—¡Buenas tardes!—Se saludaron al unísono, intentando disimular la

incomodidad.

—¿Cómo ha estado? —Preguntó Juanito Domínguez, mirando de reojo cómo su

nieto ya se soltaba a andar con más confianza en la bicicleta pequeña y azul.

—¿Bien y usted?— Respondió don Mauro, con tono cada vez menos distante.

—¡No me quejo! Usted sabe, este tiempo es de harta pega…

—Eso es bueno—suspiró, el viejo rascándose el bigote, mientras con el pie,

movía nervioso las hojas que cubrían las baldosas de la plaza.

—¡Mira tata, encontraste un tesoro! —Exclamó extasiada Matilda, soltando la

muñeca, para agarrar en sus manitos varias piezas de ajedrez.

—¡Un tesoro, un tesoro! —Replicó el nietecito de Juanito Domínguez, que había

tirado la bicicleta, para rescatar una torre y dos caballos.

Fuera de todo pronóstico, todas las piezas y el tablero, seguían allí.

—y ¿para qué sirven? —preguntaron ambos niños al mismo tiempo.

Los viejos se quedaron mirando y, antes de poder responder, se dieron un abrazo.

—¡Lo felicito por la victoria de su alcaldesa, amigo mío!—Fue lo primero que dijo

don Mauro, cuando se soltaron.

—¡Gracias, amigazo, para la próxima sale su candidato!—respondió el otro dando

un suspiro—¿Qué le parece una partidita?


—¡No se diga más pues!—fue lo último que se oyó y se sentaron en absoluto

silencio a jugar ajedrez.

A los dos niños, se sumaron hombres, mujeres y otros chiquillos que extrañaban el

espectáculo.

Al día siguiente, Juanito Dominguez bajó el precio de la carne, el cura regresó a

los sermones inspiradores, la profesora olvidó las pruebas sorpresas, los niños

recordaron que la mejor pichanga se juega en la calle, los enamorados regresaron

a caminar sobre las hojas que cubrían la plaza en otoño, y las mujeres volvieron a

barrer las calles, para mirar qué hacían sus vecinas y hasta invitarlas a tomarse un

mate por la tarde.

Eso sí, cada día, a las once de la mañana, el pueblo se detiene, para hacer de

público en una buena partida de ajedrez. Hombres, mujeres y niños los observan

en silencio. A veces gana don Mauro, a veces Juanito Domínguez, pero siempre

se dan la mano, se felicitan y se prometen regresar al siguiente día a cumplir con

el amistoso ritual.

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