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El 9 de agosto de 1972, a las tres y media de la tarde, hacía muchísimo calor. Tanto, que salió del chalé por la puerta
trasera y con las zapatillas en la mano, para no alertar a nadie de sus intenciones. Ya había cumplido 13 años, pero
no le dejaban salir a la calle antes de las 5. Un día de estos se te va a derretir el cerebro, Carlitos, solía chillar su
madre cuando le descubría, adónde tendrás que ir tú, con esta solanera…
Esa era precisamente la cuestión, que nadie podía saber adónde iba, y el único aliado con el que podía contar para
lograrlo era el sol salvaje de la hora de la siesta. Y no es que fuera a hacer nada malo, pero tenía que hacerlo solo.
Desde que descubrió por casualidad, casi de milagro, aquella trocha escondida que trepaba hasta lo más alto del
monte entre jaras pegajosas, y tan altas que le hacían invisible para los que subían por senderos más transitados,
nunca se había encontrado con nadie. Por eso le gustaba. Porque era increíble que existiera un lugar donde él
pudiera estar solo, solo de verdad, en aquel pueblo de la sierra al que se mudaba toda su familia, todos los veranos.
El precio de haber tenido siempre tantos primos con los que jugar era la certeza de que cualquier
cosa que hiciera O dijera, incluso entre dientes, habría llegado ya a oídos de su madre a la hora de la cena, y ese era
un grave contratiempo, sobre todo porque él tenía previsto hacer grandes cosas. Estaba decidido a que le pasara, y
pronto, algo importante. La fuga del Lute, que, según los periódicos, andaba merodeando por el Guadarrama, le
había parecido una oportunidad inmejorable, pero cuando se lanzó a buscarlo por su cuenta, lo único que encontró
fue aquella trocha oculta, tapiada por el desuso y la maleza, una alambrada de zarzas que atravesó de un salto, muy
satisfecho del rumbo que tomaba su aventura. Antes de darse cuenta, ya estaba muerto de miedo, pero no quiso dar
la vuelta, porque aquello había empezado bien, y, antes o después, iba a ocurrir algo grande, importante de verdad,
por eso siguió subiendo, y llegó casi hasta arriba, casi, hasta que un conejo se plantó a sus pies de un salto, sin avisar
y desapareció de otro salto a la misma inaudita velocidad, aunque a él le sobró tiempo para mearse en los
pantalones de puro terror. Ahí terminó todo, no vio al Lute, ni a ningún otro ser humano, aquella tarde, ni la
siguiente, ni la otra, pero conservó una extraña confianza en las posibilidades de aquel camino, que seguía
prometiendo mucho más de lo que daba y le daba al menos la oportunidad de estar completamente solo, como si el
resto del mundo se disolviera sin pereza y sin dolor al esforzado ritmo de sus pasos.
A tres y media de la tarde del 9 de agosto de 1972, no esperaba siquiera la fortuna de tropezarse con otro conejo. En
ninguna de sus expediciones solitarias había tenido la ocasión de demostrarse a sí mismo que ya estaba maduro para
asustarse por tonterías, y, sin embargo, debía de ser verdad porque, aunque ningún animal aterrizó sobre sus pies,
nunca pasaría tanto miedo como esa tarde, y no se meó al descubrir entre las jaras la silueta de un hombre
agachado. Pero si logró con rolar su vejiga, fue sólo al precio de ceder al miedo el control de todos los músculos de
su cuerpo. Clavado, petrificado, rígido como un cadáver precoz, no tuvo fuerzas ni para pestañear siquiera mientras
su imaginación se precipitaba en el vértigo de las hipótesis más aterradoras.
Aquel hombre le daba la espalda, pero el movimiento de sus brazos sugería que estaba cavando en la tierra con las
manos, o quizá con algo peor, un pico, una azada, un arma mortal... Cuando notó que el sudor le empapaba el cuello
de la camiseta, ya estaba helado de frío y dos gotas inmensas como piedras de granizo resbalaban calmosamente
sobre sus sienes, pero ni siquiera entonces pudo huir. Sentía ya unos dedos fortísimos doo cta arodedor del
cerro los ojos Euego escucho dun ruido sorde, comente po bldsconocido
3 tamilla
- ¡Cona, Carlitos 1 su premio Carlos, que era mucho mas alto que el, de rm.
taba desde el otro lado de las jaras ¿Que haces taaquio 2 Me has dado un
susto de muerte.
¡Pues anda que tua mi 4.4, penso él, pero no dijo nada Su cuerpo se ablanda-
w batan deprisa que se hublera meado encima con ganas sino fuera porque aca:
baba de darse cuenta de que su primo sostenía un paquete envuelto en una bol-
sa de plástico entre las manos, y la curiosidad reemplazo al miedo con una
sorprendente naturalidad.
- ¿Qué llevas ahi? - preguntó, sin haberle saludado siquiera, y luego ahuecó la
s voz para sugerir que él era de confianza —. ¿Dinero?
- No ... - Carlos dejó de sonreir y se quedó quieto, mirando al suelo. Luego le
miró a él, y de nuevo al suelo, y otra vez a él -. No, no es dinero ... Tú ... ¿Has
quedado con alguien esta tarde? ¿Te esperan en tu casa a alguna hora?
- Alas nueve, para cenar ...
2 - Vale. Ven conmigo, estaremos de vuelta mucho antes - y sin darle más ex-
plicaciones, echó a andar hacia abajo, al otro lado de las jaras.
- ¿De vuelta? - preguntó él, corriendo ya de todos modos -. ¿Pero adónde va-
mos?
- A Madrid.
mas fácil de limpiar, con los techos bajos y un baño dentro del dormitono, y
desde entonces, en el piso de la calle Apocada no habia nada, solo trastos,
unos pocos muebles grandes v anticuados que no habian merevido el indulto
del traslado. Y, sin embargo. el ascensor se detuvo en el cuarto, y Carlos salió
Él se asustó tanto al escuchar aquel saludo que sonaba como una advertencia,
que ya no resistió la tentación de preguntar, aun a resgo de parecer un niño
» pequeño.
- Con unos amigos que están aqui, pasando unos dias - y su primo el mayor,
que nunca le había parecido tan mayor, le paso un brazo alrededor del cuello
como a un igual, un camarada.
- ¡Joder con la siesta' «Están sordos o que? - ahora chillaba, como si estuviera
enfadado, aunque una sonrisa estiraba completamente sus labios -. ¡Que estoy
coño, y he venido con mi primo el pequeño ...!
quién 2? pregunto una lejana voz de hombre.
¡se mi unos pasos y entró en el salón del fondo.
mo Carlitos - dijo desde allí y asomó la cabeza para invitarle a
o pa-
no, y él lo hizo, sín sospechar que el pasillo de las No-
infancia desembercario
| del , de golpe en la amarga y dulcísi-
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y luz, sobre la tarima de pino desgastado que recobraba así, a trec 10», una "
gañosa apariencia de barniz. En las paredes sucias, unas huellas lige ramen
más claras guardaban la memoría de los muebles ausentes, Á cam bio, en el ce n-
tro del salón, la gran cama de los abuelos, con su cabecero y sus pits de barre-
tes dorados, rematados en las esquinas por cuatro bolas de metal tan grandes
o como las que lleva en la mano el Niño Jesús, acogía a un desconocido de pelo
largo y barba que le saludó con la mano antes de hablar.
- Hola, yo soy Emilio - tenía acento andaluz -, y ésta ... — metió la cabeza de-
bajo de la sábana y bajó la voz, pero le escucharon de todas formas — ¡Sal de ahí,
tonta ...! Ésta es Carmela.
4 No pudo verle la cara antes de que su novio pronunciara su nombre. Sólo des-
pués emergió una cabeza pequeña, con el pelo corto, oscuro, un flequillo des-
peinado que acentuaba sus rasgos de niña, la cara muy redonda, los ojos tam-
bién redondos, una chica corriente, ni fea ni guapa del todo, en la que no se
habría fijado sí se la hubiera encontrado por la calle.
- Hola - repitió ella por fin, con un aplomo que desmentía cualquier sospecha
de timidez, y le sonrió abiertamente, antes de mirar a Carlos -. No te esperá-
bamos tan pronto.
- Ya ... - su primo se rió —. Me lo he imaginado ...
- ¿Queréis tomar algo? - ofreció Emilio, como si la casa fuera suya, pensó él, y
vw esa torpe ironía rompió el bloqueo, el pasmo profundo, profundamente alí-
A mentado de escándalo, de regocijo y de una extraña envidia todavía sin forma,
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en el que le había sumido la contemplación de aquellos dos extraños que se |
acostaban juntos en la cama de sus abuelos.
- Dos coca-colas trias no nos vendrían mal, ¿verdad, Carlos? — su primo le ele- |
vO sobre el diminutivo de su Propio nombre y él respondió asintiendo con un |
5 Sesto grave —. Hemos pasado mucho calor ...
- Ahora mismo ...
Eso dijo Carmela.
Y entonces se levantó.
Y luego cruzó el salón, v lo cruzó ante él, por él, contra él, para él, hacia él, fren-
Y teaél juntoa él, hasta él Y, Sobre todo, a través de él, para perderse en la oscu-
ridad del pasillo que llevaba a la cocina. Y, sin embargo, él la siguió viendo en
la pared Vacía, y en el Violento contraluz de los balcones, y en los barrotes de
| la cama de sus abuelos, y Seguiría viéndola en cualquier parte, durante toda su
e Vida, allá donde Mirara, la vería, como si la silueta de su cuerpo pequeño, las
5 Piernas Quizá un POCO cortas, pero bonitas, el culo duro y redondo, la tripa
elástica, los pechos grandes, ESpectacularmente perfectos, se hubiera fundido
Para Siempre en la lisa transparencia de sus ojos.
Ñunca antes habia Visto una Mujer desnuda de verdad. En fotos sí, pero era dis- |
5 IU mujeres desnudas de las fotos no daban calor, pero Carmela le ardía po
a rente, como si tuviera fiebre. Las Mujeres desnudas de las fotos se esta- po
ban quietas, pero Carmela se MOVÍA, desprendiendo a Su paso un extraño aro- 2,
A le recordaba a los Merengues de fresa de algunas pastelerías |
tan una realidad a 0585 pálidas y crujientes cúpulas de azúcar que ocul-
5 res desnudas qe AAA y tierna, aerea y mullida, rosada y dulce. Las muje- po,
InSoPortablemente are da muy Pintadas y son de mentira, pero Carmela era i
lo largo de una estrecha la nía pelos en las axilas, y en los brazos, y 2 3%
Came y estatoa ahi AAA Oscura que le nacía en la base del ombligo, era de : :
carla solo con estirar los dedos ado, casi rozándole, habría podido to-
9 ban buenas, Pero Carmela A a “lempo, Las Mujeres desnudas de las fotos esta- |
Y Entonces ella regresó, se d o a buenísima, eso se dijo, buenísima de verdad,
Mano, y al detener Su : do O directamente hacia él con una coca-cola en la
gado al final del tr ' Pechos botaron a la vez, como un tren que ha lle-
“yecto. El sintió algo parecido porque, antes de dar el primer