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El ajedrez y la literatura (143).

Eduardo Scala, 64 (2010)

Por Fernando Gómez Redondo

En 2010, se extreman los recursos iconográficos con los que Escala se apodera de la esencia del
ajedrez. Publica 64 o sesentaicuatro, un minúsculo libro concebido como un escaque de 8x8 cm,
que gira en torno a las cifras simbólicas del juego tal y como se indica en el colofón: «Esta edición
consta de 512 ejemplares, cifra del resultado de la multiplicación 8x64 en correspondencia con los
64 años del autor».

Portada de 64 (Madrid: Ediciones de la Imprenta, 2010), de Eduardo Scala (detalle).

Concebido como una «Ars Combinatoria», al lector-jugador se le entrega un «Ritual de Lectura»


para que pueda construir, si así lo desea, un amplio tablero con las sesenta y cuatro voces que
figuran en sus respectivas páginas; procederá, para ello, a cortar las sesenta y cuatro hojas
microperforadas y formar dos conjuntos de treinta y dos escaques, que responderán a las siglas
«a» y «z», alfa y omega, letras primera y última de «ajedrez»; deberá, luego, barajar cada bloque
sin mezclarlos, con este objeto: «Compagine el libro-libre de 64 hojas según el orden aleatorio
siguiendo la alternancia de los géneros “el-la” —acorde a las casillas blancas-negras— hasta armar
el tablero de 64 x 64 cm. Después lea, contemple y goce las múltiples lecturas del poema siempre
nuevo».

Y, en efecto, en esas sesenta y cuatro páginas se van sucediendo sesenta y cuatro palabras,
situadas en el centro exacto de la hoja, que corresponden a treinta y dos monosílabos (dieciséis
términos en masculino, dieciséis en femenino) y a treinta y dos bisílabos con pareja distribución.
Se ofrece, así, el léxico básico de un poema que puede armarse en función de las múltiples
combinaciones que el tablero permite. Casi todos los términos se enlazan por equivalencias
fonético-rítmicas, que en el caso de los monosílabos quedan potenciadas por la naturaleza oxítona
de palabras que se funden y que parecen entrar y salir en sí mismas, para constituir imprevistas
unidades de sentido («el don», «el dos» o «el mal», «el mar») experimentadas en todas sus formas
genéricas («la mar», «la paz») o reducidas a una mínima expresión («la sed», «la te»); con las
bisílabas, todas paroxítonas, se pueden formar asonancias («el beso», «el cero») o paronomasias
(«el dado», «el dedo» o «el filo», «el hilo») o apuntar sugerentes antítesis («el humo», «el gozo» o
«el muro», «el nudo»).

La obra se cierra con un posible «Tablero», en el que Scala demuestra cómo podría quedar
conformado un poema en el que se fueran alternando estas palabras combinadas aleatoriamente,
pero siempre organizadas como una libre sucesión de voces masculinas y femeninas. Así, en la
primera fila de ocho escaques se encontrarían los siguientes términos: «la mar», «el paso», «la
rosa», «el don», «la hez», «el cero», «la caja», «el mar». No se necesitan verbos para entrelazarlas.
La vista debe buscar senderos ocultos entre los sesenta y cuatro vocablos para organizar tramas
de imágenes que pueden cambiar a nada que se vuelvan a barajar los sesenta y cuatro cuadrados,
a fin de organizar un nuevo tablero de relaciones simbólicas. Solo dos términos remiten al
universo ajedrecístico: «el rey» y «la dama»; los demás surgen del propósito de ofrecer una
constelación de formas léxicas, en las que prevalece la materia sonora sobre el orden del
contenido. Leer esos tableros equivale a jugar con palabras que se vacían de su sentido primigenio
para adquirir el nuevo que el azar pueda otorgarles al ponerlas, con entera libertad, en conexión
entre sí. Cabría pensar en una posible aplicación de los movimientos de las figuras para que esas
sesenta y cuatro palabras cobraran vida —o sustancia poética— al asociarse entre sí; nunca sería
una partida convencional, en la que un vocablo procurara apoderarse de otro, sino el trazado de
correspondencias entre términos que, al enlazarse entre sí, vieran multiplicadas sus posibilidades
designativas; bastaría con darse cuenta de que en las casillas angulares de las torres se emplazan
un oxímoron —«el todo», «la nada»— y una dimensión absoluta contemplada en sus dos haces
—«la mar», «el mar»—, con un quiasmo entre esquinas opuestas que vincula los mismos
conceptos, por géneros: «el todo» es «el mar», «la nada» es «la mar». Bajo estas premisas los
movimientos ejecutables son infinitos; la diagonal de los alfiles, por un lado, conecta palabras
monosílabas, por otro, bisílabas; Mariano García Díez (en Artedrez) ha recorrido las sesenta y
cuatro posiciones que puede ocupar el caballo sin repetir un mismo escaque (Euler) para descubrir
un poema que arranca de «la nada» y que acaba en «el ser»; en las cuatro casillas centrales de
este mágico tablero vuelven a vincularse monosílabos (y no cualesquiera: «el rey» más «la luz»,
«la gota» más «el dado»), que se proyectan o se expanden sobre términos similares que les dotan
de una diferente identidad: «la ley» y «el no» por una parte, «el gozo» y «la nube» por otra. Basta,
así, con dejar que la vista se deslice por los senderos que marcan las posiciones de las figuras para
descubrir estas redes de asociaciones poéticas que estriban en la potencialidad significativa de
sustantivos absolutos.

Consigue, en fin, Scala que el lector sienta palpitar entre sus manos la verdadera esencia del
ajedrez, al entregarle un libro que es un escaque que contiene dentro de sí otros sesenta y cuatro
cuadrados para construir las infinitas lecturas/jugadas de un poema o de una partida pensada para
absorber la capacidad creativa de ese lector/jugador. 64, en suma, es un verdadero alarde de la
tipografía artística puesta al servicio de la belleza y de la trascendencia de un juego en el que se
compendia todo el saber humano.
Scala idea libros que son obras de arte en sí mismas, que trascienden su condición de objeto para
constituirse en parte activa del juego. Solo un año después, con prólogo de Ignacio Gómez de
Liaño, se publica AjedreZ. Libro de Naipes, una obra concebida como una baraja de cartas, que
aspira a ser un «libre-libro», diseñado por el autor y encuadernado por un grupo de amigos en
torno a la editorial Ya lo dijo Casimiro Parker. Está conformado por treinta y seis naipes, más un
desplegable, y articulado con la misma facultad combinatoria del anterior, aunque aquí sea el azar
el que vaya descubriendo las relaciones que puedan entablar las palabras entre sí, que comparten
el mismo número de sílabas y acuerdan con la misma rima; el naipe se convierte en un espacio
abierto que posibilita la distribución de términos.

Todo este desarrollo creativo —aforismos y poemas, iconos visuales y juegos de palabras—
desemboca en El juzgador de AjedreZ (2014), cima y cifra de toda su obra, al que se le dedicarán
los dos próximos rinconetes.

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