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LA MUJER EN LAS

REVOLUCIONES LIBERALES
ATLÁNTICAS
Roles entre lealtades, independencias y
patrias (1780-1873)

ALE JAN D RO CARD OZO


Editor académico

Bogotá, Colombia
2023
La mujer en las revoluciones liberales atlánticas: roles entre lealtades, independencias y patrias
(1780 – 1873) / editor académico Alejandro Cardozo Uzcátegui ; autores Sarah C. Chambers
[y otros ocho] – Bogotá: Universidad Sergio Arboleda, 2023.
271 p. - (Serie investigación)
ISBN: 978-958-5158-73-3 (.pdf)
1. Mujeres – Historia – América Latina - Siglo XVIII-XIX - Ensayos, conferencias, etc. 2.
Movimientos revolucionarios - América Latina - Siglo XVIII-XIX - Ensayos, conferencias, etc.
I. Cardozo Uzcátegui, Alejandro, editor II. Chambers, Sarah C. III. O’Phelan Godoy, Scarlett
IV. Ibarra, Ana Carolina V. Ladera de Díez, Elizabeth VI. Sánchez, Susy VII. Bragoni,
Beatriz VIII. Angulo Morales, Alberto IX. Echeberria Ayllón, Iker X. Cardozo Uzcátegui,
Alejandro XI. Título
305.4330364 ed. 22 SCDD

LA MUJER EN LAS REVOLUCIONES LIBERALES ATLÁNTICAS


Roles entre lealtades, independencias y patrias (1780-1873)
ISBN: 978-958-5158-73-3 (.pdf)
DOI: 10.22518/book/9789585158733

© Universidad Sergio Arboleda


Edición:
Escuela de Política y Relaciones Internacionales
Diana Niño Muñoz
Anyeli Rivera Tancón
Editor Académico
Dirección de Publicaciones Científicas
Alejandro Cardozo
Diseño y diagramación:
Autores Paula Andrea Cruz Lopez
Scarlett O’Phelan Godoy Corrección de estilo:
Sarah C. Chambers Andrés Arenales
Ana Carolina Ibarra
Imágen de portada:
Elizabeth Ladera de Díez
Óleo sobre tela “Carlota Corday camino al cadalso”
Susy Sánchez
(1889) de Arturo Michelena.
Beatriz Bragoni
Alberto Angulo Morales
Iker Echeberria Ayllón Fondo de Publicaciones
Alejandro Cardozo Universidad Sergio Arboleda
Calle 74 N.o 14-14.
Primera edición: marzo de 2023 Teléfono: (601) 325 7500, ext. 2131/2260
www.usergioarboleda.edu.co
Este libro tuvo un proceso de arbitraje doble ciego.
Bogotá, D. C.
El contenido del libro no representa
la opinión de la Universidad Sergio Arboleda
y es responsabilidad de los autores.

Licencia de uso: esta licencia permite descargar y compartir los capítulos


publicados en este libro, sin modificaciones ni fines comerciales.
con t en i do
11 Agradecimientos
13 Introducción

21 c a p í t u l o 1
Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos en el juicio
a la gran rebelión, 1780-1781
Ser hija natural en el siglo XVIII
Educación femenina y condición de iletrada
Matrimonio y violencia conyugal
Preparativos de la sublevación general
Cuartel general de Tungasuca
Condena y castigo ejemplar

53 c a p í t u l o 2
De adversarias a agentes de la reconciliación: las mujeres
realistas en la guerra a muerte chilena
La guerra a muerte en Chile
El crimen de escribir cartas
Juicios a las portadoras y espías
Las mujeres realistas: de adversarias a agentes de la reconciliación
Figuras

85 c a p í t u l o 3
Leona Vicario y la independencia de México
Leoncilla, como la llamaba su tío
Una habitación propia
La relación con Los Guadalupes
La infanta de la nación americana
Para sellar un destino

105 c a p í t u l o 4
Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión de las
esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos revueltos
(1755-1814)
Introducción
El huracán socioétnico de la guerra a muerte (1812-1814)
Exilio o muerte: doña Ignacia María Palacios y Blanco, una mantuana en apuros
Memorias, melancolía y destierro. La ciudad esclava y mantuana que se desvanecía
La casa mantuana: la convivencia entre las amas y sus esclavas domésticas
Sujeción y manumisión: los diversos caminos a la libertad en tiempos revueltos
Trabajo y ahorro esclavo: el camino individual a la emancipación, la libertad comprada
Con o sin condiciones: la libertad otorgada por los amos
Amas y esclavas: protagonistas de la manumisión femenina doméstica urbana
Amas y esclavas ante la guerra a muerte. Doña Francisca, Panchita, de Ribas y Palacios es
raptada y rescatada por su esclava Juana
Heroísmo y anonimato: ¿qué pasó con doña Panchita y con su nodriza Juana?
La esclava Juana: la heroína sin épica
Consideraciones finales
Glosario

133 c a p í t u l o 5
Mariannes afrolimeñas: la patria en las acuarelas de
Francisco “Pancho” Fierro
“Pancho” Fierro: el pintor de la Lima afroperuana de la independencia
De la blanca Marianne de la Revolución francesa al desfile cívico de
las Mariannes afrolimeñas
La Marianne guerrera: la patria y las corridas de toros
La Marianne sublime: la chichera
Conclusión
Figuras

169 c a p í t u l o 6
Memoria, pesares e intrigas políticas: intercambios epistolares
femeninos en el trayecto de la revolución rioplatense
Introducción
Cartas de Guadalupe Cuenca a Mariano Moreno
El rol de las mujeres del linaje chileno de los Carrera durante el exilio rioplatense
Epistolario entre Tomás Guido y Pilar Spano

195 c a p í t u l o 7
Herederas de la Ilustración vasca. El papel femenino en tiempos
de revoluciones
España necesita heroínas
Mujeres en retaguardia
Hamburgo, septiembre de 1807
¿Una comunidad vasca emancipadora?
229 c a p í t u l o 8
“La indigencia de la lealtad” La diáspora venezolana de las
mujeres del rey (Venezuela y Puerto Rico 1813-1873)
Introducción
El Ramo del cacao
Un límite al Ramo del cacao
Puerto Rico entre las revoluciones atlánticas
La mujer exiliada y realista durante las revoluciones atlánticas
De mantuanas del rey a indigentes por el rey
La tragedia en la configuración de la cultura política de las
mujeres leales: la viuda pobre, la viuda noble
El primer documento sobre el exilio venezolano en Puerto
Rico: 17 de julio de 1814
La lucha entre la Capitanía General y la Intendencia: la política
y el realismo presupuestario
Conclusiones

259 e p í l o g o
La mujer atlántica

267 a u t o r e s
agradecimientos

Este libro fue posible gracias al apoyo de la Universidad Sergio


Arboleda, cuyo paradigma académico se forja entorno al humanis-
mo integral, por lo cual, la idea de una obra de estas características
fue alentada desde el principio por las autoridades que conforman
esta institución.
Queremos agradecer especialmente al Dr. Fredy Barrero, deca-
no de la Escuela de Política y Relaciones Internacionales, por su
íntegro entusiasmo intelectual frente a este proyecto, su aval y todo
el respaldo necesario para publicar este libro.
También agradecemos al Dr. Fabio Sánchez, director de Inves-
tigación de la Escuela de Política y Relaciones Internacionales de
esta casa de estudios. Su apoyo administrativo, observaciones y expe-
riencia intelectual para la mejora de este proyecto fueron invaluables.
Agradecemos a la Dra. Scarlett O’Phelan de la Pontificia Uni-
versidad Católica del Perú, por habernos orientado en todo mo-
mento en la construcción de este libro; sin su versada guía hubiera
sido difícil llegar a buen puerto. Asimismo, agradecemos a la Dra.
Olga González Silén de Harvard University, por su generoso con-
sejo, pues como experta en el periodo fue la primera lectora del
borrador del manuscrito y nos dio invalorables pautas para el índice
y la conformación de varias ideas del proyecto.
La publicación de este libro no hubiera sido posible sin el apoyo
de la Dirección de Publicaciones de la Universidad Sergio Arboleda
que, dentro del profundo sentido humanístico, sello propio de esta
casa de estudios, llevó a cabo las exigentes etapas de corrección de
estilo, diagramación y diseño de la obra. Nuestro agradecimiento a
Diana Patricia Niño Muñoz, directora general de Publicaciones y
a Anyeli Rivera Tancón, coordinadora editorial.

11
introducción

La mujer como el epicentro de


todas las luchas
Alejandro Cardozo

La política ha cooptado la razón histórica de la mujer. El tiempo


presente, como consecuencia de rápidas fracturas y capitulacio-
nes de paradigmas geopolíticos y culturales, como la Guerra Fría,
ha puesto en primera escena una nueva ola feminista que busca
concretar todos los siglos de lucha y la presencia real de la mujer,
con reivindicaciones políticas en sociedades que, aparentemente,
buscan ser más justas dentro del orbe occidental. Fuera de Occi-
dente el camino por recorrer es tan largo como difuso: la mujer de
las periferias tras las cortinas de terciopelo (culturales, religiosas y
étnicas) sigue siendo un sujeto vulnerable y mancillado por mar-
cos idiosincrásicos que Occidente ha intentado dar por superados
desde finales del siglo XIX: la restricción al sufragio universal, la
posibilidad de divorciarse, la inequidad laboral, la asimetría política
como representación y como liderazgo.
Esta larga y constante lucha de silencios y voces ha supuesto
desafíos intelectuales, académicos y metodológicos para la historia e
incrementado sus alcances como ciencia sobre un pasado que des-
linda el futuro, más que el presente. La historia de la mujer como
una corriente o subdisciplina es un producto de cierta cooptación o
fuerza política de la razón histórica y más que de “justicia”, termi-
na tratándose de ciencia, pues al menos sus resultados son posibles
gracias a esta. La historia de la mujer es una exigencia científica, más
que una política de identidades, ya que requiere un método riguroso
para lograr resolver los laberintos centenarios de la tradición historio-
gráfica centrada en el poder, imposibilitada para mirar más lejos del
episodio plano e incapaz de hacer más preguntas y cuestionarse los
roles paralelos que hicieron posible el proceso de estudio. No habría
hombre sin mujer en todos los procesos que la historia reconoce.

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con t en i do
11 Agradecimientos
13 Introducción

21 c a p í t u l o 1
Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos en el juicio
a la gran rebelión, 1780-1781
Ser hija natural en el siglo XVIII
Educación femenina y condición de iletrada
Matrimonio y violencia conyugal
Preparativos de la sublevación general
Cuartel general de Tungasuca
Condena y castigo ejemplar

53 c a p í t u l o 2
De adversarias a agentes de la reconciliación: las mujeres
realistas en la guerra a muerte chilena
La guerra a muerte en Chile
El crimen de escribir cartas
Juicios a las portadoras y espías
Las mujeres realistas: de adversarias a agentes de la reconciliación
Figuras

85 c a p í t u l o 3
Leona Vicario y la independencia de México
Leoncilla, como la llamaba su tío
Una habitación propia
La relación con Los Guadalupes
La infanta de la nación americana
Para sellar un destino

105 c a p í t u l o 4
Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión de las
esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos revueltos
(1755-1814)
Introducción
El huracán socioétnico de la guerra a muerte (1812-1814)
Exilio o muerte: doña Ignacia María Palacios y Blanco, una mantuana en apuros
Memorias, melancolía y destierro. La ciudad esclava y mantuana que se desvanecía
La casa mantuana: la convivencia entre las amas y sus esclavas domésticas
Sujeción y manumisión: los diversos caminos a la libertad en tiempos revueltos
Introducción. La mujer como el epicentro de todas las luchas

ción historiográfica del rol de la mujer en la historia, pues si se investiga


el poder, en su versión más pura y tradicional (banca, asuntos militares,
gobierno), dice Degler, la mujer se desvanece. Sin embargo, las mujeres
emergen como participantes integrales y funcionales en la historia cuando
los historiadores dejan de responder lo que tradicionalmente preguntan.
El contenido de la historia nunca ha sido fijo o estático y, en ese sentido,
estudiar áreas de actividad convencionalmente masculinas resulta insufi-
ciente, pues estas no constituyen ni la totalidad del pasado del ser humano,
ni la escala completa de fuentes del cambio social.
La propia Mary Beard cuestiona el clásico dogma de la sujeción total
de la mujer al hombre en el tratado Commentaries on the Laws of England
de William Blackstone (1765–1770) y lo define como “uno de los mitos
más fantásticos jamás creados por la mente humana” (Beard, 1946, p. 144)
en el que se concibe el matrimonio como un interés común de la pa-
reja, que al final es solo del esposo. La ley inglesa, en el periodo colonial
norteamericano, derivó de unos principios consuetudinarios medievales
de equidad, que le permitían a la mujer arreglar contratos privados antes
de casarse para resguardar sus bienes y seguridad material. Si bien, Mary
Beard criticó sutilmente esa omisión por parte de la mujer, también señaló
a jueces y legisladores como hombres potencialmente arbitrarios.Y aun-
que también criticó al incipiente movimiento feminista estadounidense
cuando, en Nueva York (1848), la legislatura aprobó la primera ley de
propiedad de mujeres casadas —según la autora— sin ayuda, observan-
cia ni consejo de feministas que ese mismo año se reunieron en Seneca
Falls para redactar la célebre Declaración de los Derechos de la Mujer,
no se debe desconocer que fue ella quien señaló la marginación de las
mujeres en la historia y expresamente apuntó una disciplina encabezada
por historiadores que omitieron el sitio de ellas en el tiempo y el espacio
narrados. Es incuestionable que esta omisión por tradición —¿o acaso
meramente machismo?— remite también a una escasa creatividad del
oficio de historiar, reflejado en aquellas preguntas y respuestas planteadas
a épocas y lugares.
En línea con los pasos argumentativos de Mary Nash, este libro, La
mujer en las revoluciones liberales atlánticas. Roles entre lealtades, independencias
y patrias (1780-1873), no presenta a la mujer como víctima historiográ-

15
mujeres en las revoluciones

fica ni como fracción pasiva de los marginados o silentes —metodoló-


gicamente— de los archivos y las estructuras institucionales del poder;
tampoco como sujeto —en términos de Jaume Torras— no “portador del
futuro” o como grupo social inarticulado. Si bien, en él se analizan desde
el prisma del archivo histórico grupos vulnerables (esclavas, diáspora, di-
sidencia, rebeldes y afroamericanas), las mujeres se transforman dentro de
sus propias dimensiones de tragedia e incomprensión en motores de su
propia historia y juntas motorizan la historia misma: rebelión y fidelidad,
rey y patria, libertad y esclavitud, liberalismo y absolutismo, todas estas
dicotomías que supieron resolver en sus circunstancias sociales, políticas,
culturales y económicas.
Abrimos el libro con el capítulo “Micaela Bastidas a partir de los
testimonios vertidos en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781”, escrito
por Scarlett O’Phelan Godoy, en el que se presenta una revisión docu-
mental del juicio de quien fuera la esposa de José Gabriel Condorcanqui,
Túpac Amaru II. Este es un acápite repleto de desafíos historiográficos,
por tratarse de uno de los episodios más paradigmáticos de la América
española, abordado desde la historia tradicional, patria, amerindia y presa
de variadas posturas ideológicas así como de políticas que plantean un reto
documental y metodológico sin precedentes: retomar y profundizar en la
figura de Micaela Bastidas, quien tiene voz propia durante el juicio a los
procesados en la cárcel del Cuzco tras su captura en la primavera de 1781.
En el segundo capítulo, “De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena”, Sarah C. Chambers
plantea una durísima dicotomía entre lealtad y república, cuando se en-
foca en las mujeres realistas. Como en otros capítulos de esta obra, la
autora se aventura a explorar zonas menos recorridas, como el rol no
glorificado por la “historia patria” de mujeres leales al rey y a España,
dejando al margen el protagonismo de quienes resultaron vencedoras. Su
capítulo aborda los dos partidos de la guerra de independencia chilena y
demuestra que ambos escarmentaron a mujeres seculares o religiosas que
dudaban entre ayudar o no al enemigo, cualquiera que fuera su rostro
político. Un aporte documental valioso de este texto se basa en las fuentes
epistolares de correspondencia interceptadas por la inteligencia patriota
chilena. Este epistolario de mujeres leales al rey le permite a Chambers

16
Introducción. La mujer como el epicentro de todas las luchas

comprender la evolución crítica hacia ellas: durante la guerra fueron


traidoras, pero una vez conseguida la paz devinieron agentes apolíticas
de la urgente reconciliación.
Ana Carolina Ibarra escribe el tercer capítulo de este libro, “Leona
Vicario y la independencia de México”. Este texto es esencial para com-
prender el inexplicable silencio político de la mujer durante el proceso
de conformación de la nación mexicana temprana, lo que fue posible
gracias a la participación política, militar y logística de mujeres que se
adhirieron con idéntica vehemencia que los hombres al proyecto inde-
pendentista. Entre ellas destacan: Antonia Nava de Catalán, “la Generala”;
María Manuela Molina, “la Barragana”; María Josefa Martínez, Gertrudis
Bocanegra, Josefa Ortiz de Domínguez, Mariana Rodríguez de Lazarín,
Margarita Peimbert, Petra Arellano, Josefa Aldama, Sor Juana María de la
Concepción Michelena o Sor María Manuela de la Santísima Trinidad
Michelena. El texto de Ibarra se centra en Leona Vicario, una mujer de la
elite que construyó por sí misma su perfil intelectual, político e insurgente.
Su figura histórica desentraña, de alguna forma, el rol de otras tantas y
numerosas mujeres en los espacios de representación ciudadana y en la
propia arquitectónica de la nueva nación, al tiempo que expone cómo a
pesar de estos roles protagónicos, se silencia y suprime a la mujer guerrera,
política e ilustrada en la siguiente etapa histórica de México.
El cuarto capítulo, “Emociones y sentimientos: el proceso de ma-
numisión de las esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos
revueltos (1755-1814)”, de Elizabeth Ladera de Díez, resulta doblemente
sugerente. Con un exigente método de investigación archivística logra
una suerte de prosopografía documental que revela una historia de amas y
esclavas, dos tipos de mujeres acalladas por la exorbitante historiografía de
la guerra de Independencia venezolana —una de las más profusas de Amé-
rica, atada a diversas dimensiones historiográficas, políticas e ideológicas a
finales del siglo XIX—, desde el prisma de las relaciones afectivas durante
el periodo más sangriento de este conflicto en Costa Firme (1812-1814).
Esta época acusa, inevitablemente, un tipo de relacionamiento escasamente
abordado por la historia hispanoamericana y de ello derivan resultados
inesperados de este ámbito íntimo, trágico y dinámico para ambos tipos
de mujeres, en el que existe un vínculo entre mujeres, antes que entre pa-

17
mujeres en las revoluciones

tronas y siervas. Esta autora trabaja una abundante colección documental,


con herramientas de acercamiento y un método ecléctico que bebe de
diversas disciplinas (antropología, sicología, sociología, etnografía e incluso
literatura) para interpretar, preguntar, cuestionar y levantar esta historia de
mujer ama y esclava, en los albores más complejos y violentos de la guerra.
Susy Sánchez escribe el quinto capítulo, “Mariannes afrolimeñas: la
patria en las acuarelas de Francisco «Pancho» Fierro”. En este estudia
la dimensión simbólica de la mujer representada en la obra del pintor
afrolimeño (1807-1879) para explicar la representación y sublimación
de los cuerpos femeninos de mujeres afrodescendientes como exaltación
de una patria naciente que, además, contraviene con las alegorías blancas
de la república peruana. La autora hace un análisis textual y visual de las
acuarelas de “Pancho” Fierro que permite reconstruir las transformaciones
advertidas por la población de Lima, tanto en el vestido como en la música,
el esparcimiento y la alimentación, a partir de la llegada del ejército pa-
triota en 1821 a la capital de virreinal. Este texto logra un doble resultado:
por una parte, demuestra que “Pancho” Fierro interpretó la “inscripción
sublime de los cuerpos femeninos afrolimeños” y los convirtió en repre-
sentativos de la nueva patria; por otra, que al relacionar la nación germinal
con una Lima afroperuana, el artista superó la clásica alegoría republicana
de la Marianne francesa, por lo demás, blanca.
“Memoria, pesares e intrigas políticas: intercambios epistolares feme-
ninos en el trayecto de la revolución rioplatense”, es el sexto capítulo.
En el, Beatriz Bragoni expone una “mirada caleidoscópica” del proceso
revolucionario rioplatense, desde la transformación del rol político de la
mujer, que pasó de ser la compañera, madre y esposa del hogar tradicional
a participar en acciones subversivas, ser tejedora de redes y estar compro-
metida como benefactora de la causa emancipadora, un nuevo rol marcado
por la misma forja de una lucha independentista. Se trata de una visión
novedosa que enriquece la historiografía de este periodo específico y de
la historia de la mujer, en general. Además, por tratarse de una suerte de
prosopografía epistolar en el virreinato del Río de Plata, sus aportes al
debate en torno a la actuación de la mujer durante la guerra de Indepen-
dencia en una de las regiones del Imperio español-americano más activas
y tempranas en la disputa político-militar por la emancipación resultan

18
Introducción. La mujer como el epicentro de todas las luchas

muy valiosos. Por tanto, este capítulo es una pieza imprescindible en el


rompecabezas del periodo tardocolonial e independentista americano,
así como una contribución importante a la historia de las emociones, las
interacciones familiares y la cotidianidad.
La dimensión atlántica del libro queda expresada en el séptimo ca-
pítulo, “Herederas de la Ilustración vasca: el papel femenino en tiempos
de revoluciones”, escrito por Alberto Angulo Morales e Iker Echeberria
Ayllón, quienes retornan a la faena del debate sobre el rol de la mujer en
la guerra y la política al preguntarse si su participación fue pasiva o activa
y si esta, desde su categoría de género, fue diferenciable a la de los hom-
bres. Los autores concluyen que tanto políticas como cortesanas, guerreras,
ilustradas o liberales actuaron en un panorama heterogéneo para forjar su
propia historia o sobrevivir y tuvieron que sufrir las derivas de sus de-
cisiones y de su entorno. Este acápite estudia la dinámica vital de varias
mujeres, desde María Pilar, la favorita regia que se vale de su inteligencia
para seducir a José Bonaparte a fin de conseguir protagonismo político
en la España invadida, pasando por las elitistas vascas vinculadas a la Real
Sociedad Bascongada de Amigos del País o las afrancesadas que se plegaron
a las circunstancias, hasta las defensoras del partido josefino por convicción
ideológica o aquellas que sentaron posiciones patrióticas contra el francés.
El texto logra despejar la crítica historiográfica, su instrumentalización
propagandística durante el siglo XIX, el posterior silencio historiográfico
forzado y enfrenta, de manera sugerente, el “taimado mito de la pasividad
femenina y su (casi) exclusivo papel de víctima” al interpretar sus variados
ámbitos de acción real en las revoluciones atlánticas, a través de una natura-
lización y dotación de excepcionalidad en sus contribuciones en la guerra.
Con esto, los autores resuelven la contradicción de sujeto activo y luchador,
“la mujer de armas”, que al oponer el ideal de feminidad en esta época
decimonónica, pretendía recoger a la mujer a la vida meramente privada.
Por último, en el octavo capítulo “«La indigencia de la lealtad»: la
diáspora venezolana de las mujeres del rey (Venezuela y Puerto Rico,
1813-1873)”, Alejandro Cardozo aborda el doble desafío de la mujer en
la guerra de Independencia de Costa Firme (Venezuela), en la que se die-
ron los vórtices más violentos de las revoluciones atlánticas. Esa violencia
queda expresada en una diáspora de mujeres que se encargaron no solo de

19
mujeres en las revoluciones

un desafío político y militar inherente a, por ejemplo, mantener su lealtad


al rey de España durante la polarización más vehemente del conflicto,
sino también de las tragedias a su alrededor, como la vivida por los niños
huérfanos que recogieron con poco o nada para emigrar a Puerto Rico.
Viudas de militares o huérfanas de políticos, todas ellas, se marcharon de
Costa Firme y luego, en la isla puertorriqueña, emprendieron una lucha
administrativa para subsistir con los esquemas de protección que la Co-
rona intentó recrear para las leales súbditas que abandonaron todo por
un ideal subjetivo (el rey), contra la dimensión objetiva que la política
imprime en sus peores momentos: lealtad o traición. Este texto recoge
varias incidencias administrativas de colecciones archivísticas de España,
Puerto Rico y Venezuela, para demostrar el ámbito del reto personal del
destierro, la pobreza, la viudez y la orfandad. Pero también el esfuerzo de
un sistema monárquico que se encargó de amparar a sus leales, por más
de medio siglo después de la guerra. Lo más sugerente que plantea es que
estas mujeres, más que víctimas, son dueñas de sus decisiones políticas y
acarrean con sus consecuencias hasta el fin.

20
capítulo 1

Micaela Bastidas a partir de los testimonios


vertidos en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781

Scarlett O’Phelan Godoy

Sobre Micaela Bastidas, su relación como esposa de Túpac Amaru


y su papel en la Gran Rebelión se han tejido muchos mitos quizá,
precisamente, por falta de una investigación que aborde en toda su
complejidad al personaje. Por eso, este trabajo busca esbozar un perfil
de esta interesante mujer, a partir de los testimonios proporcionados
tanto por ella como por otros involucrados en la sublevación gene-
ral, durante el juicio al que fueron sometidos en la cárcel del Cuzco
—que funcionaba en el antiguo colegio de los jesuitas, San Borja—,
luego de ser capturados en abril de 1781. Se espera que, a partir de
estas fuentes que permiten oír parcialmente las voces de los procesa-
dos, se pueda ahondar más en el personaje y darle su real dimensión.

Ser hija natural en el siglo XVIII


Aparentemente, Micaela nació en 1742, en Pampamarca —dis-
trito ubicado en la provincia de Canas y Canches o Tinta, Cuzco—1,
siendo la hija natural de Manuel Bastidas y de Josefa Puyucahua.
Su padre figuraba como español en los registros parroquiales y se
le consideraba vecino de Surimana, por lo que podía anteponer la
palabra “don” a su nombre (Del Busto Duthurburu, 1981, pp. 53-
54). La relación entre los progenitores de Micaela debió haber sido
estable, pues ella tuvo dos hermanos, Antonio y Miguel, quienes
en 1780 se involucraron activamente en la Gran Rebelión, por lo
que el primero fue condenado a la horca y el segundo, desterrado
a España (O’Phelan Godoy, 2012, pp. 341, 353).

1 El curato de Pampamarca tenía cuatro anexos: Tungasuca, Surimana, Pueblo


Nuevo y el del Santuario del Señor de Tungasuca (Bueno, 1951, p. 104).

21
mujeres en las revoluciones

Los nacimientos ilegítimos no fueron inusuales en el siglo XVII, como


lo ha demostrado el estudio pionero de Maria Emma Manarelli sobre
Lima (1993) y tampoco lo fueron en el siglo XVIII. Sin ir más lejos,
durante su gobierno como virrey del Perú (1724-1736), el marqués de
Castelfuerte fue informado de que, precisamente en el Cuzco, el número
de hijos naturales superaba al de los hijos legítimos (Macera, 1977, p. 337).
Por otra parte en la ciudad de La Paz, Alto Perú, entre 1775 y 1777 fueron
bautizados 456 recién nacidos, de los cuales 183 (40 %) fueron declara-
dos como hijos naturales, 251 (55 %) como legítimos y 22 (5 %) como
expósitos (Crespo et al., 1975, p. 220). Esto es un indicativo de que hubo
un número considerable de parejas que optaron por vivir una relación
consensual, antes de contemplar el matrimonio (Socolow, 1991, p. 255).
Pero entre los hijos naturales existían diferencias, porque estos podían
ser producto de relaciones ilícitas entre hombres y mujeres, ambos solte-
ros —identificados propiamente como “naturales”— o ser denominados
“adulterinos”, cuando eran resultado de relaciones adúlteras —hijos ile-
gítimos con un padre casado— y “espurios”, cuando eran hijos de sacer-
dotes. En el caso de los hijos adulterinos y los espurios, se consideraba
menos perjudicial registrarlos como huérfanos o expósitos, con lo que
se encubría el origen de su verdadera identidad. Tanto los hijos naturales
como los expósitos eran considerados ilegítimos (Twinam, 1991, p. 129).
No obstante, la diferencia estaba en que los hijos naturales tenían derecho
a heredar, si dentro del testamento de los padres eran reconocidos; es decir,
si se les incluía en la sucesión testamentaria (Lewin, 1992, p. 358). Quizá
la única limitación que tenían por su condición de ilegítimos era estar
impedidos para acceder a ciertos puestos “de honra” (Twinam, 1998, p. 77).
Da la impresión de que Micaela Bastidas fue hija natural (no adulterina),
pues aunque sus padres no estaban casados, mantuvieron un concubinato
permanente. Pablo Macera observa que el concubinato era un medio uti-
lizado para forjar relaciones de pareja entre los criollos pobres de la plebe,
así como entre los mestizos, zambos y mulatos. Por lo tanto no era extraño
encontrar uniones raciales mixtas que se constituían bajo el principio del
amancebamiento. Esto no era necesariamente considerado un método de
convivencia inmoral, mientras existiera una garantía de permanencia o de
estabilidad (Macera, 1977, pp. 338-339); hubo, de hecho, uniones consensua-

22
Capítulo I. Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos
en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781

les que subsistieron hasta la muerte (Salinas Meza, 1994, p. 175). Por lo tanto,
se puede constatar que la mayoría de los concubinatos prefiguraban unida-
des familiares, con uno o varios hijos, y desarrollaban estrategias además de
conductas similares a la de las uniones legítimas (Rodríguez, 1994, p. 170).
Es posible observar que, durante el siglo XVIII, los hijos nacidos fuera
del matrimonio eran vistos y asumidos con cierta naturalidad. Su condi-
ción de hijos naturales no era un impedimento para que pudieran llevar
una vida normal, sobre todo si contaban con la aceptación y el respaldo
explícito del padre (O’Phelan Godoy, 2006, p. 40). Precisamente, el alto
índice de nacimientos ilegítimos tenía correlación con la extensión y to-
lerancia con que contaban las relaciones ilícitas (O’Phelan Godoy, 1998,
p. 228). En muchas ocasiones los hijos ilegítimos eran registrados exclu-
sivamente con el nombre de la madre, pero este no es el caso de Micaela,
quien utiliza ambos apellidos: Bastidas Puyucahua. Se ha constatado que
hubo familias en las cuales la ilegitimidad fue una característica propia,
que se repetía generacionalmente, sin embargo, este tampoco es el caso de
Micaela Bastidas, quien en 1760 —a los 18 años— se casó por la Iglesia
con José Gabriel Condorcanqui Noguera, más conocido como Túpac
Amaru. No hay indicios de que este era un matrimonio “desigual”, pues
la novia era hija natural (Socolow, 1991, p. 256). Además, hay que tener
en cuenta que la ilegitimidad no era impedimento para poder casarse
(Gonzalbo Aizpuru, 1998, p. 229). Se entiende, entonces, que el enlace
debió contar con el beneplácito de ambas familias.
El concubinato parece haberse dado, sobre todo, entre las castas de
color —mestizos, cholos, zambos y mulatos—, más que entre los indios,
ya que estos últimos eran presionados a contraer matrimonio y convertirse
en tributarios (Calvo, 1984, p. 206)2. Esto podría significar que el padre
de Micaela, Miguel Bastidas, bien pudo haber sido un cuarterón de mes-
tizo —mezcla de español con mestiza—; de ahí que estuviera registrado
en el libro de españoles. En lo que respecta a la madre, Josefa Puyucahua,
esta debió ser chola —mezcla de mestizo con india—. La presencia del

2 En el Cuzco, por ejemplo, a finales del periodo colonial en Canas y Canches existen
casos en que algunos curas doctrineros trataron de forzar a las parejas jóvenes de indígenas a casarse.
Así, hay evidencia de que el cura Ildefonso Loaiza, en 1786, encerró a una chola en la iglesia y trató
de forzarla a casarse con un indio, para luego descubrir que el hombre ya estaba casado con otra.
(Stavig, 1996, pp. 69-70).

23
mujeres en las revoluciones

grupo étnico conocido como “cholo” había crecido notablemente en las


provincias de la sierra durante el siglo XVIII, ganando identidad propia.
Durante la Gran Rebelión se les menciona continuamente como un gru-
po étnico distinto a los mestizos (Eguiguren, 1952, t. I, pp. 341-342, 345)3.
Se debe hacer referencia a que algunos investigadores le han adjudi-
cado ancestros africanos al padre de Micaela (Del Busto, 1981, pp. 53-54;
Vega, 1969, pp. 58-59; Walker, 2014, p. 21), pues en algunos documentos
se alude a ella como “zamba” —mezcla de negro con india—. Lo cierto
es que en el juicio que se abrió a los reos de la Gran Rebelión, sus dos
hermanos, Antonio y Miguel Bastidas, fueron descritos como mestizos y,
en el caso de ella, la identificación étnica fue la misma (O’Phelan Godoy,
2012, pp. 341, 353). Mi impresión es que, al estar la población africana y
sus descendientes en la base de la pirámide social, marcados por el estig-
ma de la esclavitud (Rodríguez, 1994, p. 159), llamar a Micaela “zamba”
llevaba consigo la intención de darle un trato peyorativo (Boyer, 1991,
p. 291; Pescador, 1994, pp. 194-196, 216; Rodríguez, 1994, p. 160)4, lo que
no significa que ella, necesariamente, perteneciera a las castas de origen
africano. Es más, su hijo Hipólito Túpac Amaru, a quien se llevó a juicio
por complicidad, fue indentificado, al igual que sus padres, como mestizo
(O’Phelan Godoy, 2012, p. 350). De haber tenido sangre africana, este
dato no se habría soslayado en los interrogatorios del juicio, ya que en ese
momento el tema de las castas estaba bastante presente, sobre todo entre
las autoridades, tanto así que el virrey Amat (1761-1776) mandó ejecutar
una serie de veinte cuadros de castas para el Perú, que remitió en 1770 a

3 En la página 341 se describe el ataque a la ciudad de Oruro en que algunos españoles


escaparon vestidos en traje de indios y hubo criollos, mestizos y cholos que se escondieron antes
del combate. En la página 343 se señala que los cholos lograron salir con armas y ante la resisten-
cia que hacían los pocos españoles, incendiaron el cuartel. En la página 345 se habla del intento
de saciar “la codicia de los cholos”.
4 Hay varios ejemplos de casos similares: en 1797, a María Antonia Osorio, prometida de
Lorenzo Góez, la familia del novio la trataba de negra, siendo en realidad mulata; en 1761, Ramón
Gómez, de calidad castizo, pretendía casarse con Gertrudis de Heredia, quien se presentaba como
española, cuando más bien era mulata (Pescador, 1994, pp. 194-196); en Oaxaca, México, Manuel
Magón se retractó de casarse con María Soto, porque ella era parda e ilegítima. (Pescador, p. 216).
Otro caso es el de María Ignacia Cervantes, en Guanajuato, quien fue considerada mulata por
el notario, mientras ella aseguraba ser de igual calidad que su marido, el mestizo Ramón (Boyer,
1991, p. 291).

24
Capítulo I. Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos
en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781

España (Majluf, 1999-2000)5. Esto también puede observarse cuando el


Mercurio Peruano describe en 1792 la población de Tinta, precisa que en
dicha provincia “los españoles, negros y zambos son muy pocos” (Biblio-
teca Nacional del Perú [BNP], 1965, p. 21).

Educación femenina y condición de iletrada


Durante el juicio seguido a la Gran Rebelión se hizo evidente que
Micaela Bastidas era iletrada, por un lado, y escasamente versada en el es-
pañol, por otro. Por ejemplo, el 22 de abril de 1781, Micaela declaró que
todas las comunicaciones que había mantenido con su esposo, las escribía
Mariano Banda y que ella no podía identificar o corroborar su conteni-
do, porque no estaba en capacidad de leer (Colección Documental de la
Revolución Emancipadora de Túpac Amaru [CDRTA], t. IV, vol.2, p. 43).
Esto, evidentemente, le daba una gran libertad de acción a los escribanos;
como declaró Micaela en su momento, “los escribientes eran quienes po-
nían las órdenes” (Madrazo, 2001, p. 11). Unos días después, el 27 de abril
del mismo año, se convocó al gallego Juan Antonio Figueroa y al arequi-
peño Diego Ortigosa para que sirvieran de intérpretes y pudieran aclararle
al peninsular don Bernardo de La Madrid, lo que decía Micaela Bastidas,
“en la lengua índica”, por no entenderla el susodicho (CDRTA, t. IV, vol.
2, p. 51). Esto nos indica que Micaela era quechua hablante y, por lo tanto,
al no usar debidamente el castellano, estaba impedida para establecer una
conversación con La Madrid. El hecho de que Micaela fuera iletrada no
era de extrañar, ya que, por ejemplo, la esposa del obrajero Juan Antonio
Figueroa, doña Andrea Esquivel —miembro de una distinguida familia
cuzqueña— aunque hablaba español, al momento de declarar, no pudo
firmar, “por no saber hacerlo” (CDRTA, t. V, vol. 3, p. 16); es decir, ella
estaba casada con un peninsular, pero también era iletrada. Esto tiene que
ver con el nivel de educación que se ofrecía en esa época a la mujer. No
en vano se ha afirmado que en el siglo XVIII las mujeres, en su mayoría,
eran analfabetas o muy someramente educadas (Lavrín y Couturier, 1981,
p. 279). Si bien las mujeres criollas, mestizas e indígenas de las áreas rurales
podían ser acogidas en los conventos locales o cercanos para recibir una
educación básica (Romero Delgado, 2003-2004, p. 253), no parece haber
sido este el caso de Micaela Bastidas ni de Andrea Esquivel.
5 Incluye ensayos de Juan Carlos Estenssoro, Pilar Romero de Tejada y Luís Eduardo
Wuffarden.

25
mujeres en las revoluciones

Para las niñas que vivían en pueblos apartados, distantes de los centros
urbanos, la enseñanza se reducía a contactos esporádicos con el doctrinero
que les impartía la catequesis. Aunque había interés por castellanizar a la
población indígena o —en este caso, quechua hablante— este propósito
muchas veces quedó rezagado frente a la prioridad que se otorgó a la
evangelización que, por lo general, solo se memorizaba (Gonzalbo Ai-
zpuru, 1987, pp. 90, 101)6. Entre 1685 y 1694, el rey Carlos II ordenó que
se fundaran escuelas para los indígenas, en las que también se les enseñara
a leer y escribir en español, aunque esta campaña aparentemente no fue
ni intensiva, ni constante. Dorothy Tanck considera que hubo una mayor
presión por enseñar el castellano a los indígenas cuando aumentó el nú-
mero de doctrinas secularizadas (Tanck de Estrada, 1989, p. 707), a partir
del decreto real expedido para las diócesis de México y Perú en 1749
(Brading, 1994, p. 62). Es posible, entonces, establecer una relación entre
castellanización y secularización de las doctrinas, puesto que de manera
paralela se comenzó a nombrar párrocos seglares que no hablaban la lengua
indígena, como recurso para divulgar el español entre los feligreses (Tanck
de Estrada, 1989, p. 708). Al llegar a 1750, se propuso la apertura de escuelas
dedicadas a que los indígenas aprendieran la lengua castellana (Tanck de
Estrada, 2002, pp. 263-264), pero al menos en el Perú, la aplicación de
esta medida no fue eficaz. Para 1791, incluso en Lima, persistían quejas
por que los niños podían pasar “tres, cuatro, cinco o seis años”, tratando
de aprender a leer y escribir (Lévano Medina, 2006, p. 616).
Ya Richard Konetzke hizo notar el desinterés e incluso la resistencia
que también había por parte de los pobladores indígenas frente a “el uso
de la lengua española” (1951, t. 3, pp. 816-818). Aprender el castellano,
sin duda, les significaba un esfuerzo y es probable que no tuvieran mucha
oportunidad de practicarlo. Da la impresión de que “castellanizarse” no
le resultó al indígena ni tampoco al mestizo una necesidad apremiante. Es
interesante, por ejemplo, la observación que hace Ignacio de Castro, en su
Relación del Cuzco, sobre los fallidos intentos por fomentar la educación
bilingüe en la sierra surandina, señalando que

6 En la página 105 se señala que las autoridades aconsejaban evitar que la población
indígena aprendiera la doctrina, “como papagayos, sin entender lo que [hablaban]” (Gonzalbo
Aizpuru, 1987).

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Capítulo I. Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos
en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781

a todos los niños que se dicen de cara blanca, aunque sea de clase de Mes-
tizos, se les enseña a leer y escribir, el catecismo y rudimentos cristianos en
Español; pero es cosa notable que el trato de estos niños con el maestro, y en-
tre sí allí en las aulas, no sea sino en lengua índica…(De Castro, 1978, p. 44).

Un tema central que repercutió en el atraso de la educación fue la


falta de maestros de primeras letras en los poblados alejados, lo que obs-
taculizó el establecimiento de escuelas locales. Fue una tendencia de la
época que las niñas de escasos recursos se quedaran al margen de la edu-
cación escolarizada y que existiera una ínfima valoración de la educación
femenina (Gonzalbo Aizpuru, 1987, pp. 132-133). En 1772 el Consejo
de la Iglesia Provincial de Lima recomendó que se establecieran colegios
primarios en los pequeños pueblos de las localidades apartadas y sugirió
que en estas instituciones se enseñara a los niños indígenas el castellano,
para que así pudieran aprender más fácilmente las materias relativas a la
religión y el gobierno político (Berquist Soule, 2014, p. 97). De ahí que a
los maestros no se les exigiera habilidad para enseñar a leer y escribir sino,
más bien, tener conocimiento de la doctrina cristiana (Tanck de Estrada,
1999, p. 160). En el Perú, solo después de la Gran Rebelión se aconsejó
implementar sostenidamente el aprendizaje del castellano entre la pobla-
ción indígena, con la expresa orden del visitador José Antonio de Areche
de que en un plazo de cuatro años esta debía hablarlo (Adrien, 2011, pp.
113, 120). Así, el obispo de Trujillo, Baltazar Martínez de Compañón,
observó que en 1782 prácticamente todos los niños y las niñas indígenas
carecían de educación y propuso fundar colegios de primeras letras en
las comunidades nativas para enmendar esta falta (Ramírez, 2008, p. 80).
La castellanización de la población indígena y mestiza contó con algunas
trabas o retos como la diversidad lingüística, las distancias geográficas y la
escasez de personal instruido. Además, los indios del común eran adoctri-
nados y, por ende, castellanizados, de forma más precaria e intermitente
(Martínez Sagredo, 2020, p. 18).
Resulta interesante es comprobar que mientras José Gabriel Túpac
Amaru había contratado especialmente un tutor para que les diera clases a
sus tres hijos varones —el arequipeño Diego Ortigoza, quien vivía con el
cacique y su familia—, Micaela Bastidas, su propia esposa, era analfabeta. En
el siglo XVIII se consideraba que solo las familias pudientes podían contar

27
mujeres en las revoluciones

con preceptores, siendo el padre el encargado de velar por la educación de


los hijos (García Sánchez, 2005, p. 222). Esto pone en evidencia que había
cierto consenso en aceptar que la educación debía ser impartida sobre
todo a los varones, relegando a las mujeres. Así, por lo menos, ocurrió en
el hogar de los Túpac Amaru, como quedó demostrado en el contexto de
la Gran Rebelión. Es más, el propio José Gabriel era un hombre ilustrado,
cuya biblioteca personal alimentaba con la adquisición de libros7 y, quienes
lo trataron, como el coronel Pablo Astete —criollo cuzqueño realista—
coincidían en señalar que “hablaba con perfección la lengua española y con gracia
especial la quechua” (Lewin, 1967, p. 390). Es decir, era indudablemente bi-
lingüe y con Micaela, de hecho, se debió entender en quechua. Para finales
del siglo XVIII, Ignacio de Castro acotaba que en el Cuzco la lengua de
los indígenas había perdido su nativa elegancia, “y la española ... admitido
entre sus voces muchas de la índica” (De Castro, 1978, p. 44).

Matrimonio y violencia conyugal


Se ha afirmado que las familias de José Gabriel Condorcanqui No-
guera y Micaela Bastidas Puyucahua ya se conocían antes de que ellos
nacieran, pues hay registros de que en la boda de la abuela materna de
Micaela, en 1717, fueron testigos de la misma Sebastián y Bartolomé Con-
dorcanqui, abuelo y tío abuelo de José Gabriel (Del Busto Duthurburu,
1981, p. 54). También se asume que fue Marcos Túpac Amaru, tío del ca-
cique de Tinta, quien los presentó, ya que su suegra apellidaba Puyucahua
(Del Busto Duthurburu, 1981, p. 54). De Micaela, a través de las páginas
anteriores, se tiene conocimiento de que era hija natural e iletrada. A esto
se debe agregar que, en opinión de quienes la conocieron, era también
una joven que destacaba por su singular belleza, característica que no
debió pasar desapercibida a los ojos de José Gabriel (Walker, 2014, p. 21)8.

7 En el viaje que realizó José Gabriel a Lima, en 1777, para ventilar el juicio que seguía
por la adjudicación del marquesado de Oropesa, compró varios libros que trasladó a Tungasuca
en una encomienda, cuyos títulos no fueron inventariados. Sólo se sabe que entre ellos incluyó
la obra del inca Garcilaso de la Vega. (O’Phelan Godoy, 2013, p. 45). La referencia proviene del
Archivo General de la Nación [AGN], Real Aduana del Cuzco, leg. 162, año 1777. Agradezco al
Dr. Édgar Montiel por este dato.
8 De acuerdo con el autor, una prima de Micaela, Dominga Bastidas, le comentó al
general Guillermo Miller, en el Cuzco, sobre la ponderada belleza de la esposa de Túpac Amaru.
Miller, a su vez, compartió más adelante el comentario con su compatriota Clemente Markham.

28
Capítulo I. Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos
en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781

La boda del futuro cacique de Tungasuca, Surimana y Pampamarca


con Micaela Bastidas, se realizó en la iglesia de Nuestra Señora de la Pu-
rificación de Surimana, el 25 de mayo de 1760 (Del Busto Duthurburu,
1981, p. 55). Para esas fechas, Micaela debía tener 18 años y José Gabriel
22; ninguno de los dos alcanzaba la mayoría de edad que, para ese enton-
ces, se otorgaba a los 25 años (Rodríguez, 1994, p. 156). Los padrinos y
testigos del enlace fueron los parientes del novio: Andrés Noguera, Diego
Castro y Andrés Castro, lo que reafirma que no hubo oposición familiar
a esta unión. Los casó el cura doctrinero de Pampamarca, el panameño
Antonio López de Sosa, quien había ejercido como tutor de Túpac Amaru
y mantenía una sólida amistad con el cacique que, más adelante, se haría
extensiva a Micaela. El matrimonio fue inscrito en el libro de casamientos
de Surimana destinado a los españoles, un estatus con el que se conocía al
padre de la novia y que, por lo visto, también había asumido José Gabriel.
No era raro que en las provincias de la sierra los mestizos de notoriedad
fueran identificados y registrados como españoles, como en este caso. De
ahí que Pablo Rodríguez acote que “los mestizos se esforzaban por acce-
der a los privilegios de los blancos” (Rodríguez, 1994, p. 159).
La pareja tuvo tres hijos: Hipólito, el primogénito, nacido en Surima-
na en 1761; Mariano, nacido en Tungasuca en 1762, y Fernando, nacido
seis años después, en 1768. El clérigo secular López de Sosa, quien había
casado a la pareja, fue el padrino de bautizo de Mariano y el encargado
de bautizar a Fernando, hechos que dan crédito de la cercanía que exis-
tía entre Túpac Amaru y el sacerdote. José Gabriel asumió el cargo de
cacique interino en 1766, dos años antes del nacimiento de su último
hijo. Esto significó para Túpac Amaru y su familia trasladar su residencia
a Tungasuca, que pasó a convertirse en la sede del cacicazgo (Del Busto
Duthurburu, 1981, pp. 56, 73).Tungasuca era un poblado activo donde se
ubicaba el templo del venerado Señor de Tungasuca y donde se celebraba
una renombrada fiesta patronal y feria anual a la que, según el Mercurio
Peruano, acudían los habitantes de “esta provincia y los comarcanos, como
los de los lugares más distantes” (BNP, 1965, p. 18). Entre Pampamarca
y Surimana, Tungasuca era, indiscutiblemente, la villa más atractiva. En
1780, esta se convirtió, además, en el epicentro de la Gran Rebelión, pues
allí se estableció el cuartel general de Túpac Amaru,el cual se encargó de
administrar Micaela Bastidas, mientras José Gabriel estaba en campaña.

29
mujeres en las revoluciones

En términos de la época, una buena esposa debía ser discreta, respetuo-


sa, abnegada, callada, en fin, estar dedicada a velar por su marido y por sus
hijos. Su lugar era la casa y sus actividades la administración y funciona-
miento del hogar (Rodríguez, 2006, p. 72). Si bien da la impresión de que
el matrimonio de Túpac Amaru lo conformaba una pareja bien avenida,
el juicio que siguió a la Gran Rebelión permite ver una relación menos
idílica y más real, con confrontaciones periódicas. Esta información se ha
tratado de silenciar (Troiullot, 1995)9, para no desvirtuar la emblemática
imagen que se ha tejido alrededor del cacique de Tinta, pero para tener
una idea más integral del personaje y de los hechos es importante no
obviarla, por un lado, y ponerla en su debido contexto, por el otro.
El tema del maltrato y la violencia conyugal fue un argumento re-
currente en las denuncias que tenían que ver con “la mala vida” que les
daban a las mujeres sus esposos. En las parejas, la relación entre el hombre
y la mujer era asimétrica, lo que legitimaba la situación de dominación del
hombre y la licencia que se tomaba de agresión frente a la mujer (Salinas
Meza, 1994, p. 190). La sevicia —trato cruel— era una palabra de amplio
alcance, que podía ir desde el insulto verbal, hasta heridas graves por el
maltrato físico.
Cuando el 9 de mayo de 1781, José Gabriel Túpac Amaru fue llamado
a declarar, se le imputó que cuando Micaela Bastidas no ejecutaba en el
momento sus órdenes, “la maltrataba de palabra y obra, y aún las más veces
saliendo de los límites que le eran permitidos, a saber el castigo de azotes en
superior número, colgándola de las vigas de la casa, y cuando le perdonaba
esta sevicia, con palos, bofetadas y patadas, la corregía” (CDRTA, t. IV,
vol. II, p. 69). A lo que el cacique de Tinta respondió, “que es cierto que
antes del alzamiento, algunas veces dio azotes, bofetadas y palos a su mujer,
pero que después no lo ha hecho” (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 71). Lo que no
admitió fue que Micaela le tuviera temor, como se había argumentado.
La respuesta de José Gabriel es interesante, pues implica que, mientras
Micaela Bastidas realizaba tareas domésticas, en una posición subalterna
frente a su marido, este se sentía con la autoridad de poder castigarla y
9 Silenciar un tema siempre trae consigo intencionalidad. En este caso se evita mencionar
las disputas conyugales entre José Gabriel y su esposa, con el claro propósito de no erosionar la
figura heroica de Túpac Amaru.

30
Capítulo I. Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos
en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781

corregirla. Pero en el momento en que Micaela asumió un cargo de poder,


al encargarse de manejar la logística que requería y de la que dependía la
Gran Rebelión, su posición fue más equitativa con la de su esposo, enton-
ces las agresiones físicas cesaron. Sobre la acusación de que Túpac Amaru
se excedía al colgar a Micaela de una viga, el cacique no se pronunció, y
es posible que esta haya sido una provocación por parte de las autoridades
peninsulares para ofuscar al declarante. Lo cierto es que estas denuncias
recién serían sentadas durante el juicio, no antes; lo que implica que, con
antelación, Micaela tuvo cuidado de velar por el honor de su marido,
evitando delatar sus maltratos, “para que su reputación no fuera dañada”
(Schroter, 1996, p. 75)10.
La violencia conyugal ha sido relacionada con la ebriedad (Stavig,
1999, p. 52), aunque este no parece haber sido el caso del cacique de Tinta
(O’Phelan Godoy, 1995, p. 151). La agresión del esposo era con frecuencia
una respuesta a la necesidad de demostrar poder y virilidad ante su es-
posa. En ese sentido, la propia Iglesia recomendaba a las mujeres guardar
sumisión y obediencia frente a sus maridos (Pescador, 1994, p. 221). De
esta manera, dicha institución justificó el “patriarcado” y promovió que,
en la casa, esposa e hijos se subordinaran a la autoridad del padre (Boyer,
1991, p. 271). Como lo explica Richard Boyer, citando el manual de fray
Jaime de Corella de 1689, “cuando hay razones válidas, es correcto que
el marido imponga un castigo y hasta llegue a golpear a su mujer, pero
debe hacerlo con moderación y para que enmiende su proceder” (Boyer, 1991,
p. 276). Sin embargo, Corella advierte que el marido no debe castigar a su
esposa sin una causa justificable, ya que el castigo arbitrario es un pecado
mortal. Es bajo estas premisas que se admite como derecho del esposo,
disciplinar a su mujer (Boyer, 1991, p. 276). Da la impresión de que a pesar
de haberse publicado el manual a finales del siglo XVII, este se mantuvo
vigente durante el siglo XVIII. Algunas referencias apuntan a que ante
estos conflictos maritales muchas parejas recurrían al cura de la parroquia
para que les prestara consejo y les reconviniera (Bustamante Otero, 2016,
p. 165)11. Queda por constatar si, en el caso de José Gabriel y Micaela,
10 El autor señala que una mujer debía velar por el honor y la reputación de su marido.
11 En el caso de la indígena Josefa Arana, casada con el mestizo Pedro Espinoza, pese a
contar con la asesoría espiritual de religiosos, esta había padecido “golpes con palo, piedras y con
cuchillo que ha sacado [Pedro] para matarme” (Bustamante Otero, 2016, p. 175).

31
mujeres en las revoluciones

le tocó cumplir este papel conciliador al clérigo Antonio López de Sosa,


muy cercano al matrimonio, ya que eran compadres.
Luis Bustamante ha observado, para el caso de Lima que, si bien la
sevicia fue un problema que atravesó a la sociedad de la capital del virrei-
nato peruano en su conjunto, esta no predominó entre las grandes familias
de la elite, sino más bien entre los grupos intermedios (sectores medios)
y, sobre todo, entre la plebe (Bustamante Otero, 2016, p. 166). De esto,
por lo visto, no escapó a la elite indígena. En 1808, Justa Vásquez, esposa
del procurador general de Naturales, don Vicente Ximenez Ninavilca,
acusó a su cónyuge de tratarla “como si fuera su esclava y no su mujer”.
Adicionalmente, Justa acotó lo siguiente: “me levanta la mano y me golpea
con crueldad, me bota de su casa como a perro” (Bustamante Otero, 2016,
p. 190). Caso similar fue el del cacique de Huarochirí, don Ignacio Nina-
vilca, a quien en 1812 su esposa, Josefa Rodríguez lo denunció, porque
“me atropella, maltrata y sustrae quanto tengo…” (Archivo Arzobispal
de Lima [AAL], Divorcios, leg. 86, años 1810-1814)12. Tanto Justa como
Josefa solicitaron el divorcio eclesiástico. En este sentido, la libertad que
otorgaba la Iglesia al marido para corregir y castigar a la esposa propició
este tipo de agresiones verbales y físicas. El cacique José Gabriel Túpac
Amaru no escapó a estos excesos, avalado por su calidad de jefe de familia,
en una sociedad patriarcal.

Preparativos de la sublevación general


Durante las declaraciones a las que fueron sometidos los reos de la
Gran Rebelión se les formuló una pregunta con insistencia para indagar
desde cuándo Túpac Amaru venía planeando la insurrección. Las respuestas
fueron diversas, pero hubo cierto consenso en situarlo entre tres o cuatro
años previos a 1780, fecha que coincide con el viaje que en 1777, efectuó
el cacique de Tinta a Lima, en el que, según Micaela Bastidas, “le abrieron
los ojos” (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 45)13. Es más, se llegó a precisar que,
de regreso de la capital, el cacique comenzó a planear el alzamiento. En
palabras de Micaela, ella lo supo, “después que vino su marido [del viaje]”
(CDRTA, t. IV, vol. II, p. 45).

12 Agradezco esta referencia al magíster Luis Bustamante.


13 Careo entre Micaela Bastidas y Mariano Banda, su escribano.

32
Capítulo I. Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos
en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781

En efecto, a instancias del clérigo de Pampamarca, Antonio López de


Sosa, en 1777 José Gabriel se trasladó a la capital del virreinato para ventilar
personalmente el juicio que tenía pendiente en la Real Audiencia, sobre
la adjudicación del codiciado marquesado de Oropesa, que se disputaban,
además de él, Diego Betancur Túpac Amaru y Domingo Uchu Inca Yu-
panqui, quien a la sazón residía en España. El resultado de estas gestiones
no benefició ni al cacique, ni a sus dos contrincantes, pues el marquesado
de Oropesa se declaró desierto (O’Phelan Godoy, 2013, pp. 52-54). No
obstante, Diego Betancur Túpac Amaru logró ser promovido al selecto
grupo de Los Veinticuatro Electores del Cuzco, al cual pertenecían exclu-
sivamente los linajes incaicos reconocidos (Amado González, 2017, cap.
V). José Gabriel resintió profundamente que no se hubiera “sentenciado
a su favor el pleito que seguía en la Real Audiencia de Lima” (CDRTA, t.
IV, vol. II, p. 46). De ahí que David Cahill considere que esta frustración
fue determinante en su decisión de planear la insurrección (Cahill, 2003,
p. 25). Es más, hasta abril de 1781 —y a pesar de haber sido descalificada
su candidatura— el cacique rebelde seguía creyendo estar en condiciones
de “calificar sus derechos sobre el condado de Oropesa, litigados en la
Audiencia de Lima” (Roedl, 2002, p. 118).
En el tiempo que Túpac Amaru permaneció en la capital, Micaela
Bastidas se hizo cargo de la organización de las actividades en Tungasuca.
No era la primera vez que ella tomaba el control del funcionamiento del
hogar y de la empresa familiar, pues debido a la ocupación económica
de su marido, dedicado al transporte de productos desde el Cuzco hasta
Potosí —por lo cual se le conocía con el apelativo de el “cacique arrie-
ro”— las ausencias de José Gabriel, de tres o cuatro meses, eran frecuentes
(Vega, 1995, t. 2, pp. 287-288; Walker, 2014, p. 22). Sin ir más lejos, en
abril de 1780, antes de iniciarse la Gran Rebelión, Túpac Amaru trasladó
mercadería con su empresa de arrieraje, primero a Cochabamba y luego
a Oruro (O’Phelan Godoy, 1995, p. 93)14 siendo, coincidentemente, esta
última ciudad epicentro de una connotada sublevación mestiza en 1781
(Lewin, 1967, pp. 538-366).
Túpac Amaru declaró en el juicio al que fue sometido en 1781, en el
Cuzco, que “es cierto era acreedor del marquesado de Urubamba [Oro-

14 La información procede del AGN, Real Aduana del Cuzco, C16, leg. 164, C34, año 1780.

33
mujeres en las revoluciones

pesa]” (Madrazo, 2001, p. 14). Por lo tanto, es interesante constatar que de


regreso de Lima el cacique pasó por el Valle Sagrado cuando en el pueblo
de Maras estalló, en noviembre de 1777, un alzamiento contra el corre-
gidor de Urubamba, Pedro Leefdal y Melo, cuya vivienda fue saqueada y
quemada por los sublevados (AGN, Derecho Indígena, C401, año 1777;
O’Phelan Godoy, 2012, p. 211-212). Este levantamiento es peculiar, pues
tiene rasgos similares a los que se iban a dar tres años más tarde, en 1780,
durante la Gran Rebelión. En 1777 la composición social de los amoti-
nados en Maras también fue mixta, con presencia de indios, caciques (el
linaje Cusipaucar), mestizos y criollos locales. En el proceso judicial por
los excesos que habían cometido los insurrectos, el corregidor agravia-
do los acusó “de haver reducido a cenizas los Reales Archivos y Reales
Cárceles… haver apedreado al Reverendo Obispo del Cuzco, que sacó el
Santísimo Sacramento con la intención de calmar los ánimos” (O’Phelan
Godoy, 2012, p. 211-212).
Durante la agitación social circuló un memorial cuya autoría se achacó,
en 1777, “a un Tupa Amaru” (Archivo Regional del Cuzco [ARC], Nota-
ría de Mariano Ochoa, año 1779 Declaración de Juan Llamac; O’Phelan
Godoy, 2012, p. 213). Ese mismo año, Esteban Zúñiga denunció a José
Gabriel Túpac Amaru ante el corregidor de Tinta, Ildefonso Mendieta,
acusando al cacique de estar involucrado en una conspiración, aunque
por falta de pruebas, no se procedió al arresto (Lewin, 1967, p. 336). Sin
duda, Micaela Bastidas estuvo debidamente informada de este incidente,
como también de la revuelta de Maras, ya que el cacique de Tinta declaró
reiteradamente, que él conversaba y compartía todos sus proyectos con su
esposa. Es más, en sus propias palabras, Túpac Amaru señaló que cuando
vino de Lima, “solo compartió su decisión de alzarse con dicha Micaela”,
que siempre comentaba con ella sus determinaciones “y [que Micaela] lo
alentaba a que las pusiera en práctica” (CDRTA, t. IV, vol. II, pp. 71-72).
Se entiende, entonces, la declaración de Juan Antonio Figueroa, del 28
de abril de 1781, donde este indicó que había oído decir a Micaela que
“por el año setentisiete, cuando vino su marido de Lima, debía haber
ejecutado el alzamiento” (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 54). De acuerdo con la
declaración prestada por Manuel de San Roque, mestizo de 40 años, este
escuchó decir a Micaela, en 1780, “que hacía tres años pensaba su marido
en esta sublevación, y que no lo había hecho por amistad que había tenido

34
Capítulo I. Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos
en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781

con el corregidor Reparaz” (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 56). El año de 1777
resultó ser, por lo tanto, una fecha clave en la que, si bien la insurrección
no prosperó, se mantuvo en agenda, encontrando su punto de maduración
y las condiciones óptimas para materializarse en 1780, tres años después.
Micaela estuvo involucrada, por lo tanto, desde un inicio en el proyecto
subversivo, el cual secundó. Además, todo parece indicar que los contactos
con el Valle Sagrado debieron permanecer activos, pues el 7 de diciembre
de 1780, en plena sublevación, Micaela le informó a José Gabriel, “yo no
me descuido en estar escribiendo a los caciques de Maras y Paucartambo”
(CDRTA, t. IV, vol. II, p. 85).
Conocedora de cómo se tejían los lazos de colaboración en los Andes,
en vísperas de estallar la Gran Rebelión, Micaela Bastidas envió a tres de
los parientes más cercanos a su marido, Francisco Noguera, Juan Túpac
Amaru y Diego Cristóbal Túpac Amaru, ocho reales “para que tomasen
chicha” y sellar de esta manera un pacto de colaboración. En busca del
apoyo de los caciques locales, José Gabriel y Micaela invitaron a cenar a
su casa a Evaristo Delgado, cacique de Papres, a su hermano, el cacique
de Carma, Hermenegildo Delgado, y a otros dos caciques, Luis Farfán y
Marcos de la Torre, cacique de Acomayo. Estando en pleno agasajo,Túpac
Amaru sacó un frasco de vino y un vaso de cristal quebrado “y en él hizo
beber a todos…[y] estando en la mesa les dijo el dicho Túpac Amaru que
fueran parciales suyos…” (O’Phelan Godoy, 1995, p. 150). Así, Micaela
compartió con el cacique de Tinta, los diferentes pasos que se requerían
para organizar el movimiento, desde su estadio más temprano.

Cuartel general de Tungasuca


La Gran Rebelión se inició el 4 de noviembre de 1780 con la captura
del corregidor de Tinta, Antonio de Arriaga, quien sería conducido a
la casa de Túpac Amaru en Tungasuca, donde se le mantuvo preso hasta
el día de su ejecución, que se llevó a cabo el 10 de noviembre de ese
año (Eguiguren, 1952, t. I, pp. 231-232). Los seis días que el corregidor
permaneció cautivo, Micaela Bastidas debió encargarse de suministrarle
alimentos (Garrett, 2005, p. 188). El ajusticiamiento tuvo lugar en la plaza
de Tungasuca, en el que el corregidor fue ahorcado en un acto público al
que concurrieron numerosos criollos, mestizos, indígenas y algunos pe-
ninsulares. Por esta razón, la localidad cobró un coyuntural protagonismo.

35
mujeres en las revoluciones

Según testigos, quien dio las órdenes en castellano y quechua para que
Arriaga tuviera un “buen morir” fue el propio cacique de Tinta (Lewin,
1967, p. 444; O’Phelan Godoy, 1995, p. 112). Luego de este evento, con
el que simbólicamente se descabezaba el poder de los corregidores,Túpac
Amaru emprendió su campaña militar, mientras Micaela Bastidas perma-
neció en la residencia de la pareja, que se convirtió en el cuartel general
de Tungasuca. Desde allí, ella se encargó de gestionar el apoyo logístico
que requería la marcha del movimiento.
En el juicio abierto en el Cuzco a los inculpados por sedición, Micaela
fue increpada más de una vez por no haber huido de Tungasuca cuando
Túpac Amaru, “la dejaba sola y [mientras] el cónyuge [andaba] en regio-
nes remotas, [ella] tuvo lugar de escaparse” (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 64).
Aunque Micaela argumentó que no pudo hacerlo, pues los centinelas
estaban para impedirlo, el fiscal contraargumentó que “si su ánimo hu-
biera sido de huirse, lo hubiera ejecutado” (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 59).
En realidad, no hubo intención por parte suya de abandonar el cuartel
general, ni de desertar la rebelión y con ello, separarse de su marido, quien
periódicamente regresaba a Tungasuca, para coordinar los pasos a seguir
en el desenvolvimiento de la insurrección.
Lo que también emerge del juicio, es la constatación de que Micaela
Bastidas era una mujer hábil e intuitiva, sobre todo cuando se compara
su personalidad con la de Cecilia Túpac Amaru, a quienes varios testigos
coincidieron en describir como una persona corta de entendimiento. En
la declaración del arequipeño de 52 años, Diego Ortigosa, realizada el 22
de junio de 1781, este señaló que “le consta que Cecilia Túpac Amaro es
de entendimiento muy rudo…[y] que es notorio que la mujer del rebelde
José Gabriel Tupa Amaro es bastante instruida y de una razón ventajosa a
la de Cecilia…” (CDRTA, t. V, vol. III, p. 20). Esta apreciación coincide
con la de Mariano Castaño, de 25 años, quien explicitó que “Cecilia Tupa
Amaro es mujer de escasas facultades…[y] que es notorio que Micaela
Bastidas es una mujer de superiores luces” (CDRTA, t. V, vol. III, p. 21).
Finalmente, en opinión del abogado defensor, Cecilia Escalera Túpac Ama-
ru, era “de extracción muy ordinaria y de unas luces muy limitadas para
influir, y dar consejo, a Micaela Bastidas, tan superior a ella…” (CDRTA,
t.V, vol. III, p. 23).

36
Capítulo I. Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos
en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781

Una de las funciones que ejerció Micaela desde Tungasuca, fue re-
clutar seguidores, “juntar gente con destino de enviarla a [Túpac Amaru]
y a sus demás capitanes” (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 74). Adicionalmente,
fue acusada de “publicar bandos, dando comisiones, nombrando quienes
se hicieran cargo de la administración de sacramentos, mandando cerrar
iglesias cuando le parecía, dando pases para que sus soldados no impidieran
a los de su facción” (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 74).Y no hay que olvidar que
también recayó sobre ella la responsabilidad de aprovisionar debidamente a
los soldados, para evitar posibles deserciones (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 335).
En este sentido, Pedro Venero, natural del Cuzco, de 33 años, estanquero en
Tinta y casado con una prima de José Gabriel, fungió de proveedor, sobre
todo en los albores del movimiento. (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 348). Este
remitió a Mariano Banda, el escribano de confianza de Micaela, “veinte
pesos de cigarros de bracamoros para vender a los soldados” extraídos del
propio estanco que administraba. (CDRTA, t. IV, vol. II, pp. 328, 334).
También se encargó de conseguir harina para la preparación de quince
cajas de bizcochos, a pedido de la esposa del cacique rebelde e incluso
abasteció al cuartel de Tungasuca con dos libras de pólvora (CDRTA,
t. IV, vol. II, pp. 329-331). Por su parte, Micaela hizo envío a Livitaca, “de
un cañón, de cuatro que se han fundido” (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 89).
Sin lugar a dudas hubo otros productos que también demandaron las
huestes de Túpac Amaru. Se entiende, entonces, que Antonio Bastidas le
escribiera a su hermana Micaela, apremiándola a remitir coca y aguardien-
te, ya que, en su opinión, “estas dos especies son las que alientan a nuestro
ejército” (O’Phelan Godoy, 1995, p. 139). La coca parece haber sido muy
apreciada entre las tropas. Por ejemplo, el 13 de diciembre de 1780, Diego
Vilca Apaza, le comunicó por escrito a Micaela que al día siguiente iba a
pasar a embargar 200 cestos de Lauramarca (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 31).
Incluso, hubo ocasiones en que se solicitó que la coca fuera de primera
calidad, lo que denuncia el uso rituálico de la hoja (O’Phelan Godoy,
1995, p. 143). El 23 de noviembre, aparte de remitir 600 pesos, Micaela
también hizo llegar a Túpac Amaru una odre de aguardiente, advirtién-
dole que la comida que tomara fuera “de mano de los nuestros y de más
confianza” (O’Phelan Godoy, 1995, p. 81), como si intuyera que la vida
del cacique corría peligro. Por otro lado, el 18 de febrero de 1781, durante
las celebraciones del Carnaval, Micaela dispuso la conducción de “papas,

37
mujeres en las revoluciones

duraznos y otros comestibles de las haciendas embargadas, sin que en ellas


se entrometa persona alguna” (O’Phelan Godoy, 1995, p. 174). Además,
hay registro de que el propio José Gabriel solicitaba que se le remitieran
“barriles de vino de España y embotellado” (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 323),
que compartía con sus capitanes y allegados cercanos.
Hubo en particular dos episodios en los que la actuación de Micaela
Bastidas jugó un papel relevante durante la Gran Rebelión. El primero
ocurrió luego de la excomunión que decretó el obispo Moscoso y Pe-
ralta contra Túpac Amaru y sus colaboradores, a partir de los “excesos”
ocurridos en Sangarará, el 18 de noviembre, que marcó el primer revés
del ejército realista. El segundo episodio tuvo que ver con las diferencias
que se suscitaron al interior del movimiento, en torno a la decisión de
tomar la ciudad del Cuzco.
A solo una semana de haber empezado la sublevación general se pro-
dujo la batalla de Sangarará o “función de Sangarará” (CDRTA, t. IV,
vol. II, p. 115), como la denominó Hipólito Túpac Amaru —hijo mayor
del cacique de Tinta—, que constituyó un sonado triunfo para las hues-
tes tupacamaristas. Los peninsulares y criollos que se habían refugiado
en la iglesia local, fallecieron quemados cuando esta se incendió y los
que lograron escapar fueron atacados por los rebeldes que los esperaban
afuera del templo, para darles muerte (Lewin, 1967, pp. 449-450). Es en
ese contexto que el obispo del Cuzco excomulgó a Túpac Amaru, su
familia y sus seguidores, “por el atroz delito de incendiarios de Sangarará
y sus profanadores” (Lewin, 1967, p. 450), hecho que significó un golpe
inesperado para el cacique rebelde, quien era un católico devoto. Micaela
Bastidas también demostró ser una ferviente católica, protegiendo a los
clérigos de los que se rodeaba sin dar pie a que se rotulara a los líderes de
la insurrección de anticlericales (Campbell, 1985, p. 175). Por ejemplo,
hay evidencia que señala a Micaela ordenando que se abriera la iglesia de
Tungasuca para que sus correligionarios tuvieran oportunidad de rezar
antes de enfrentar las batallas. Además, los edictos que preparaba Túpac
Amaru eran consistentemente colocados en la entrada de las iglesias lo-
cales, donde podían ser vistos por todos. (Campbell, 1985, p. 175).
En una comunicación con su marido, el 24 de enero de 1781, Micaela
alertaba a José Gabriel en términos de que le estaban levantando infundios,

38
Capítulo I. Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos
en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781

al decir que “vuestra merced miraba las cosas de religión con mucho des-
precio y otras cosas bien ridículas que causan risa” (CDRTA, t. IV, vol. II,
p. 88). Aunque estas apreciaciones intentaban desprestigiar al cacique de
Tinta y ponerlo en entredicho con la Iglesia, lo cierto es que, en un ban-
do expedido por orden de Micaela Bastidas, el 13 de diciembre de 1780,
a casi un mes de ocurridos los sucesos de Sangarará, la esposa de Túpac
Amaru pedía respetar con toda distinción a los ministros de Jesucristo,
“los señores sacerdotes, para que Dios nos ayude en nuestros cristianos fines.
Y [solicitaba a sus seguidores] que, en señal de verdaderos y buenos cristianos,
cargaran la insignia de la santísima cruz en sus monteras y sombreros”
(CDRTA, t. IV, vol. II, pp. 15, 39). Con esta cruz, los aliados del cacique
rebelde, que habían sido excomulgados, hacían visible su fe cristiana, que
el obispo había cuestionado. Por todo esto, aún en abril de 1781, Túpac
Amaru seguía afirmando que, “no les comprendía la excomunión, que
Dios sabía su intención y que no recelasen” (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 43).
Micaela también apoyó abiertamente la campaña del cacique contra la
“injusta” excomunión, retirando los papelones que hacían público el decreto
de las puertas donde habían sido fijados y colocando, en su lugar, edictos de
Túpac Amaru o aquellos dictados por ella (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 74). A
pesar de la excomunión, el cacique siguió asistiendo a oír misa los días de
fiesta (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 359).
Una operación que eventualmente se abortó fue la toma del Cuzco
por parte de las fuerzas tupacamaristas. La historiografía ha presentado
esta situación como un desencuentro entre José Gabriel y Micaela, puesto
que la esposa del cacique lo animaba a capturar la ciudad imperial —para
arruinar los vejámenes y el mal gobierno— (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 39),
mientras que Túpac Amaru decidió expandir el movimiento por la ruta del
sur andino, mirando hacia el Alto Perú. No obstante, este episodio puede
responder a otra lectura de los hechos. Guillermo Madrazo enfatiza la
influencia decisiva que tuvieron los amanuenses, “en la redacción de los
escritos de diverso alcance de los que luego eran responsables los indios”
(2001, p. 11). Es más, de acuerdo con el testimonio de Francisco Cisneros,
los escribanos podían rehacer los borradores,“diciendo no estar conformes
a sus intentos” (Madrazo, 2001, p. 11). Es posible admitir que los ama-
nuenses estuvieron en capacidad de introducir sus ideas en los escritos,

39
mujeres en las revoluciones

sobre todo si se tiene en cuenta que Micaela Bastidas, en su situación de


iletrada, no podía verificar lo que ponían. Pero si aceptamos la infiltración
de las opiniones de los escribanos en los documentos que produjeron, la
señalada insistencia de Micaela Bastidas para que Túpac Amaru capturara
la ciudad del Cuzco puede también ser entendida como una motivación
que partió de los amanuenses que la asesoraban, sin ser necesariamente
una iniciativa alentada por ella.
Por eso resulta un tanto incongruente que luego de esgrimir el plan-
teamiento sobre la manipulación de los documentos por los escribanos de
confianza, Madrazo indique que la valerosa Micaela escribe a su marido
recomendándole, “bastante advertencia te di para que inmediatamente
fueses al Cuzco” (2001, p. 19), en especial si se considera que dos de los
escribanos de confianza, Francisco Cisneros y Francisco Molina, habían
expresado su posición a favor de arremeter contra el Cuzco y que el jo-
ven amanuense arequipeño de 25 años, Estaban Escarcena, había insistido
en varias ocasiones al respecto, aconsejando entrar al Cuzco, “a sangre y
fuego” (CDRTA, t.V, vol. III, pp. 120, 122)15. En otras palabras, había cierto
consenso entre los escribanos para emprender esta acción bélica contra la
capital cuzqueña y, por tanto, achacarle esta propuesta a Micaela Bastidas
podía ser una estrategia para evadir responsabilidades.
Al final, desde el 18 de diciembre de 1780 hasta el 8 de enero de 1781,
Túpac Amaru permaneció en las alturas de Piccho, sin atacar. Si bien, se
aludirá posteriormente a que la ciudad del Cuzco se había salvado de ser
invadida, “por la providencia divina”, la explicación que el cacique de
Tinta dio para justificar su retirada tuvo que ver con el hecho de que los
realistas habían puesto “en las primeras filas como carnaza a los indios y
por haberse acobardado los mestizos [del ejército rebelde] que maneja-
ban los fusiles” (Madrazo, 2001, p. 20). No hay que perder de vista que
a principios de 1780 se había delatado la conspiración de plateros del
Cuzco, también conocida como la conspiración de Farfán de los Go-
dos, que iba en contra del establecimiento de una aduana en el Cuzco y
la subsecuente subida de los impuestos (Angles Vargas, 1975, pp. 62-95;
O’Phelan Godoy, 2012, pp. 233-243). Esto había conmocionado la ciudad
imperial y propiciado el traslado de tropas y la estrecha vigilancia de sus

15 “… y que este consejo le dio varias veces dicho Escarcena a Túpac Amaru”

40
Capítulo I. Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos
en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781

habitantes. En noviembre, al tiempo que estallaba la Gran Rebelión, los


reos del complot habían sido ajusticiados. No parece haberse tratado del
mejor momento para sitiar y tomar la ciudad, aunque los amanuenses de
Túpac Amaru pensaran lo contrario. La ruta del sur andino se presentaba,
en estas circunstancias, como más segura y despejada.
El visitador Antonio de Areche, el general realista José Antonio del
Valle y el juez Benito de la Mata Linares llegaron al Cuzco el 23 de
febrero de 1781. El 8 de marzo Areche prometió inmunidad a quienes
abandonaran al rebelde, dejaran las armas y se restituyeran pacíficamente
a sus pueblos. De este perdón quedaron excluidos José Gabriel, sus hijos
Hipólito, Mariano y Fernando, su primo Diego Cristóbal, su tío Francisco
y sus primos por línea materna, Andrés, Patricio y Francisco Noguera,
además de su esposa Micaela y su cuñado Antonio Bastidas (Cortés Sali-
nas, 2015, p. 83). La suerte estaba echada y el movimiento acorralado. Un
mes más tarde, el 6 de abril, el ejército tupacamarista sería emboscado y
sus principales líderes tomados prisioneros. Se ha mencionado que fueron
tres personajes los que traicionaron al cacique de Tinta: el cura Antonio
Martínez, el mestizo cuzqueño Santa Cruz —que era su compadre— y
Juana Portilla (Cornejo Bouroncle, 2013, p. 319). De esta manera había
concluido la primera fase de la Gran Rebelión liderada por José Gabriel
Túpac Amaru y su esposa, Micaela Bastidas. Luego, se dio inicio al juicio
con las confesiones, declaraciones y careos entre los reos capturados, que
se hallaban confinados en la cárcel del Cuzco.

Condena y castigo ejemplar


Micaela Bastidas fue considerada “una de las principales promovedo-
ras de la rebelión, en consorcio con su marido el rebelde José Gabriel Tupa
Amaro” (CDRTA, t. IV, vol. II, pp. 66-67)16. En la sentencia que promulgó
el visitador Antonio de Areche, el 15 de mayo de 1781, se especificaba:
“consta Micaela Bastidas, mujer del vil traidor José Gabriel Tupa Amaro,
por complicidad en la rebelión premeditada y ejecutada por él” (CDRTA, t. IV,
vol. II, pp. 73-74). Ambos serían acusados de lesa majestad, y de haber
ajusticiado al corregidor Antonio de Arriaga (CDRTA, t. IV, vol. II, pp. 63).
Las Partidas 7, 2, 1 definen el delito como “laesae majestatis crimen, tanto

16 Requisitoria del fiscal, Cuzco, 7 de mayo de 1781.

41
mujeres en las revoluciones

quiere decir en romance, como yerro de traición que face ome contra
la persona del rey”. Entre las acciones consideradas delito de traición se
citan intentar desapoderar al rey de su reino y procurar el alzamiento de
alguna tierra o gente contra su soberano (Díaz Rementería, 1974, p. 230).
Como destaca Carlos Díaz Rementería, aunque la legislación castella-
na involucra en el tema la traición del varón —en este caso, de José Gabriel
Concorcanqui—, en las Partidas 7, 2, 2, “no se tiene presente a la mujer
como posible autora de traición, ni tampoco se proyecta la infamia sobre
la descendencia femenina” (Díaz Rementería, 1974, p. 237). No obstante,
Micaela Bastidas fue sentenciada por complicidad con su marido, puesto
que actuaron “en consorcio”, aun cuando en varias ocasiones durante la
Gran Rebelión tanto Túpac Amaru como ella afirmaron y ratificaron que
no iban contra el rey, sino contra el mal gobierno, las autoridades corruptas
y los excesivos impuestos (CDRTA, t. IV, vol. II, p. 40)17.
Sin embargo, no cabía duda de que habían liderado un movimiento
de masas sin precedente y puesto en jaque a la Monarquía Española y al
rey Carlos III; bajo este criterio, debían recibir un castigo ejemplar. Por
lo menos, esa fue la opinión de las autoridades peninsulares.
De ahí que se señalara a Micaela Bastidas como “autora principal y
ejecutora del execrable delito de rebelión, cometido contra Su Majestad,
el reino, y especialmente contra la ciudad [del Cuzco] con ánimo serio
y recto de posesionarse”. Se entiende, entonces, que durante el proceso
judicial se le tratara de involucrar reiteradas veces con la toma de la capital
cuzqueña, lo que se convertiría en un punto neurálgico de la acusación y
la subsecuente condena. Se pidió para ella la pena de muerte,

“con algunas calidades y circunstancias que cause temor y espanto al pú-

17 Confesión de Micaela Bastidas, Cuzco, 22 de abril de 1781. En dicha oportunidad


Micaela enfatizó, “que no ha ido contra el rey ni contra la Corona” En su confesión, su hijo
Hipólito Túpac Amaru corroboró que su padre, “solo iba contra los corregidores”, ( CDRTA,
t. IV, vol. II, p. 100). En el bando expedido por Micaela Bastidas, el 13 de diciembre de 1780, se
estipulaba claramente lo siguiente: “no vamos a hacer daño a los paisanos, sino tan solo a quitar
los abusos de repartimientos y demás pechos y cargas que teníamos y nos amenazaban por los
corregidores y europeos” (p. 15).

42
Capítulo I. Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos
en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781

blico, para que a vista del espectáculo se contengan los demás y sirva de
ejemplo y escarmiento… igualmente sea demolida la casa que tiene en
Tungasuca y todas las demás posesiones que tuviere, y que en adelante
no haya de erigirse ni edificarse casa habitación de ninguna persona, para
perpetua memoria e infamia suya. Y que asimismo sea extinguida toda
su descendencia hasta el cuarto grado”. (CDRTA, t. IV, vol. II, pp. 58-59)

De acuerdo con el fallo dictado el 15 de mayo de 1781, Micaela fue


sacada por la mañana del cuartel donde la tenían presa, vistiendo el hábito
de La Misericordia. Atada de pies y manos fue arrastrada con una soga
de esparto que le colocaron al cuello. Así se le condujo al tabladillo que
se había levantado en la plaza mayor del Cuzco, que era la más espaciosa
(De Castro, 1978, p. 59). Allí, se le sentó para aplicarle la pena del garrote
luego de cortarle la lengua. El escribano real y público José de Palacios,
quien estuvo presente durante la ejecución, indicó que en la tarde del
mismo día “fue descuartizado su cuerpo al pie del suplicio. Su cabeza se
fijó en Callanca… un brazo se destinó a Tungasuca, otro a Arequipa y una
de sus piernas a Carabaya, y lo restante del cuerpo se condujo al propio
cerro de Piccho y allí se quemó en una hoguera dispuesta para el efecto,
juntamente con el de su marido, según lo manda en la citada sentencia”
(CDRTA, t. IV, vol. II, p. 78). El escribano público y de número de la
ciudad del Cuzco que llevó registro de las ejecuciones fue Tomás Gamarra
(CDRTA, t. IV, vol. II, pp. 113-114).
Como explica Natalie Zemon Davis, este tipo de ejecuciones enmar-
cadas en lo que ella denomina “ritos de violencia” no eran infrecuentes
en la Francia moderna. La multitud que se congregaba alrededor del
cadalso debía ver cómo se extirpaba la lengua del ofensor o el blasfemo
y también podía observar cómo el traidor era decapitado y su cuerpo
desmembrado y exhibido por partes en diferentes puntos de los poblados
que se consideraban implicados en los eventos delictivos. En algunos casos
se arrastraba al reo amarrado a la cola de un caballo, antes de ejecutarlo
(Zemon Davis, 1975, p. 162).
Aunque la represión extrema que se aplicó a los principales líderes de
la Gran Rebelión como escarmiento es un hecho conocido, hubo ante-
cedentes de este tipo de ejecuciones severas precisamente en el Cuzco,
pero en 1730, es decir, cincuenta años antes del ajusticiamiento de los

43
Trabajo y ahorro esclavo: el camino individual a la emancipación, la libertad comprada
Con o sin condiciones: la libertad otorgada por los amos
Amas y esclavas: protagonistas de la manumisión femenina doméstica urbana
Amas y esclavas ante la guerra a muerte. Doña Francisca, Panchita, de Ribas y Palacios es
raptada y rescatada por su esclava Juana
Heroísmo y anonimato: ¿qué pasó con doña Panchita y con su nodriza Juana?
La esclava Juana: la heroína sin épica
Consideraciones finales
Glosario

133 c a p í t u l o 5
Mariannes afrolimeñas: la patria en las acuarelas de
Francisco “Pancho” Fierro
“Pancho” Fierro: el pintor de la Lima afroperuana de la independencia
De la blanca Marianne de la Revolución francesa al desfile cívico de
las Mariannes afrolimeñas
La Marianne guerrera: la patria y las corridas de toros
La Marianne sublime: la chichera
Conclusión
Figuras

169 c a p í t u l o 6
Memoria, pesares e intrigas políticas: intercambios epistolares
femeninos en el trayecto de la revolución rioplatense
Introducción
Cartas de Guadalupe Cuenca a Mariano Moreno
El rol de las mujeres del linaje chileno de los Carrera durante el exilio rioplatense
Epistolario entre Tomás Guido y Pilar Spano

195 c a p í t u l o 7
Herederas de la Ilustración vasca. El papel femenino en tiempos
de revoluciones
España necesita heroínas
Mujeres en retaguardia
Hamburgo, septiembre de 1807
¿Una comunidad vasca emancipadora?
Capítulo I. Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos
en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781

femenino: dócil, obediente, callada, dedicada a su casa. Cualquier mujer


que se saliera de estos parámetros era tratada de arrogante, soberbia y
temible, porque sus acciones correspondían a la conducta masculina y
solo se aceptaban en el caso del varón. Micaela Bastidas Puyucagua, hija
natural, iletrada, quechua hablante, mestiza (o chola), con don de mando,
rompió los moldes de la época y de esta manera, se expuso a ser criticada,
excomulgada y condenada.

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51
52
capítulo 2

De adversarias a agentes de la reconciliación:


las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

Sarah C. Chambers

Antes de la madrugada del 24 de septiembre de 1818, treinta y


tres monjas trinitarias salieron de los claustros de su monasterio a
las calles —todavía a oscuras— de Concepción, Chile, para unirse
al éxodo realista que el coronel español Juan Francisco Sánchez
dirigía al sur con la intención de refugiarse entre sus aliados in-
dígenas. Mucho después, Sor Juana María de San José recordaría
aquel dolor sufrido que, en sus palabras, fue “tan grande, que solo
puede tener comparación con el del momento de la separación del
alma del cuerpo” (1914, p. 154). Isaac Foster Coffin, un comerciante
norteamericano que cayó cautivo cuando la nave en que viajaba fue
embargada por los españoles, notó que la noticia de la salida de las
monjas cayó “como un golpe eléctrico produciendo más alarma que
el temblor que arruinó la antigua capital” (1898, p. 143). Forzado a
seguir la misma emigración hizo varias observaciones en su diario
sobre “estas desamparadas y desgraciadas monjas” que después de
muchos años en que “no habían divisado más que las paredes de su
convento”, de repente se encontraron “rodeadas por marineros y
soldados”. Algunas, relató, “abrumadas por penalidades positivas y
terrores imaginarios, enfermaron, llegando al lugar de su destino a
tiempo solo de ser enterradas” (Coffin, 1898, p. 196). En las cartas
escritas durante los cuatro años de su peregrinación, las trinitarias
lamentaron las condiciones duras. “Evenido en medio de hun Eger-
cito,” escribió una desde un rancho remoto, “sercado de Enemigos
pasando Cordilleras, y riscos hunas Veces en las ancas otras a pie…

53
mujeres en las revoluciones

no acia jornada que no diese dos o tres caydos y mucha de Espaldas”


(Archivo Nacional Histórico de Chile [ANHCh], s. f. c., t. CI, f. 26r)1.
Se podría presumir que las trinitarias, muchas de ellas en una edad
avanzada, eran un dechado de la víctima apolítica atrapada en el fuego
cruzado. No obstante, la realidad era más compleja. Coffin, un observador
compasivo, pudo ver que su causa estaba “completamente identificada con
la realista” y que no era “de modo alguno improbable que esta penosa
traslación sea sólo el comienzo de sus sufrimientos” (1898, p. 197). De
hecho, ya en 1817, una carta remitida al periódico oficial del gobierno
independiente se había burlado de las trinitarias por creer los rumores de
que los insurgentes eran herejes que iban a abolir la religión y violar a las
vírgenes.Tildándolas de “embéciles”, esta relataba que sus superiores ecle-
siásticos les prometieron pasaje seguro a Lima, pero al final estos salieron
con todas las alhajas de las iglesias, dejando a las monjas en Concepción:
“Ved ahí la recompensa de vuestros sacrificios, ayunos y penitencias en
que perdéis el tiempo pidiendo a Dios favorezca la causa de los malvados”
(O’Higgins, 1951, pp. 221-222). El año siguiente, los patriotas dedicaron
un número completo de la Gazeta Ministerial Extraordinaria de Chile a las
trinitarias en el que las señalaban de haber pasado de engañadas a parti-
darias firmes en su oposición a la independencia. Se publicó el informe
de un oficial que advirtió sobre la expedición de Sánchez lo siguiente:
“le siguen un crecido número de mujeres, incluso las monjas de Concep-
ción, todas a pie, y descalzas, que van regando con sus lágrimas cada paso
que dan, y que le entorpecen sus marchas” (O’Higgins, 1951, 221-222).
Después de pintar esta escena, aparentemente triste, un editorial criticó a
la conducta “verdaderamente inconcebible” de las monjas por seguir a las
tropas españolas, a pesar del buen trato que, según el autor, habían reci-
bido por parte de los patriotas cuando ocuparon a Concepción en 1817.
“¿Se han olvidado,” preguntó, “de que su divino esposo ha declarado que
su reino no es de este mundo?” (O’Higgins, 1953, p. 93). Pero ¿de veras
se opusieron las trinitarias a la causa de la independencia o habían huido
meramente por el temor? Sin duda, experimentaban diversas emociones,
pero en varias cartas celebraron las victorias de las fuerzas del rey y rogaron
por la derrota de los patriotas.

1 Al transcribir las cartas no se ha corregido la ortografía original; sin embargo, se han


proveído las palabras enteras en los casos de abreviaturas menos comunes.

54
Capítulo 2. De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

En el estado de guerra total que se apoderó del sur chileno desde 1817
hasta 1822, no había campo para la neutralidad. Mientras que, en tiempos
de paz, las normas culturales representaban a las mujeres —y a las monjas
en particular— como apolíticas, durante una guerra irregular se las veía
como partidarias peligrosas. En ese contexto, incluso, se les podía conside-
rar especialmente amenazadoras, porque sus actividades eran más difíciles
de detectar que los movimientos de los soldados o aún de los guerrilleros.
El grado en que las mujeres actuaban en favor de un partido o el otro
variaba. Algunas sirvieron de espías que transmitieron información útil
para llegar a la victoria, otras violaron las órdenes de no vender víveres a
las tropas enemigas, por convicción o por necesidad, mientras que algunas
expresaron sus opiniones sin tomar un rol activo. En cualquier caso, en el
contexto de una lucha, todas las palabras y las acciones se politizaban para
ganar a la gente y desmoralizar psicológicamente a sus enemigos. Emigrar
con un partido o el otro o enviar cartas para alentar a los seres queridos
e informarles de sus paraderos podían haber sido considerados crímenes.
Este capítulo se centra en las mujeres realistas por tres razones. La
mayoría de los estudios analizan a los ganadores y, por lo tanto, sabemos
poco sobre las personas que se opusieron a la independencia (Chambers
y Norling, 2008, pp. 39-62; Lux, 2014; Quintero, 2003; Serrano y Correa
Gómez, 2010, pp. 119-130). Aunque ambos partidos en la guerra chilena
castigaron a las mujeres sospechosas de ayudar al enemigo, las fuentes crea-
das por las fuerzas patriotas sobrevivieron para ser archivadas, incluso un
paquete interesante de unas cartas interceptadas y, lo más importante, estas
fuentes sobre las mujeres realistas nos permiten trazar un cambio crítico
en las actitudes hacia ellas. Mientras que durante la guerra los patriotas
denunciaron tanto a hombres como a mujeres realistas, después de finalizar
el conflicto, las mujeres fueron representadas como agentes apolíticas de
la reconciliación. Así, restituir su monasterio a las monjas que habían sido
blanco del ridículo y del rencor en medio de la guerra, se convirtió en un
símbolo importante y visible de la reconstrucción nacional.

La guerra a muerte en Chile


Aunque menos conocido que el conflicto armado en Venezuela y
Nueva Granada, el sur de Chile experimentó su propia “guerra a muerte”
(Contador, 1998; Herr, 2019; León Solis, 2011). Los relatos de la indepen-

55
mujeres en las revoluciones

dencia chilena suelen concentrarse en el periodo que transcurre entre el


establecimiento de la Junta de 1810 y la Batalla de Chacabuco de 1817.
Por supuesto, incluyen la “Reconquista”, desde 1814 hasta 1817, un revés
importante pero pasajero y el esfuerzo de las fuerzas españolas por retomar
Santiago en 1818, que terminó con una derrota en Maipú (Guerrero Lira,
2002; Ossa Santa Cruz, 2014). No obstante, el conflicto continuó por casi
una década hasta que los patriotas tomaron a Chiloé en 1826. Gracias a sus
aliados indígenas, el ejército realista sobrevivió en el territorio al sur del
río Biobío y desde allí incursionó en la provincia de Concepción y aún
más al norte. Por ser una guerra tan prolongada e intensa, esta no dejó de
afectar a la población entera de la región, incluso a las mujeres.
Entre 1817 y 1820, el control de la ciudad de Concepción y del
puerto de Talcahuano cambió cinco veces y los pueblos del interior ex-
perimentaron aún más inseguridad. Por ejemplo, a inicios de 1818, des-
pués de un largo pero fracasado sitio a las tropas realistas en Talcahuano,
las fuerzas patriotas se retiraron de Concepción hacia el norte, llevando
consigo cerca de 50 000 civiles —casi la mitad de la población— y
prendiendo fuego a los campos, pues por órdenes de Bernardo O’Hig-
gins, “el enemigo” no debía “hallar en su tránsito más que un desierto,
casas sin pobladores, campos sin sembrados y sin ganados” (Barros Arana,
1890, p. 325; Collier, 1967, p. 4, nota 2). Dentro del año, esperando un
ataque naval patriota, las fuerzas realistas se retiraron de Talcahuano hasta
el territorio indígena, acompañadas de muchos habitantes, incluidas las
monjas trinitarias de Concepción, quienes temían una represalia patriota
por no haber evacuado la ciudad con ellos en el mes de enero (Barros
Arana, 1892, pp. 88-109). En el camino al sur, Coffin presenció la eva-
cuación de San Pedro, mayormente por mujeres y niños: “A algunas se
les veía salir con uno ó dos chiquillos colgados a la espalda y llevando de
la mano sus útiles de cocina” (1898, p. 217). Estas observaciones, narradas
por un extranjero atrapado entre dos bandos enemigos, pintan el cuadro
conmovedor de las mujeres desplazadas por el conflicto bélico.
Aunque en febrero de 1819, O’Higgins ordenó a las familias que
habían emigrado al valle central con las tropas patriotas regresar al sur,
seguían las escaramuzas por la región (Barros Arana, 1892, pp. 108-153).
El director supremo esperaba dar término a la guerra en el sur, pero en

56
Capítulo 2. De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

1820, el comandante que dirigía las fuerzas realistas después de la partida


de Sánchez intensificó las acciones en una campaña que pretendía retomar
el territorio al norte del Biobío. El 2 de mayo, Vicente Benavides pudo
entrar en Talcahuano y capturar algunos rehenes antes de retirarse de nue-
vo y en octubre ocupó Concepción hasta finales de noviembre, cuando
el coronel patriota Ramón Freire retomó la ciudad. Mientras tanto, las
fuerzas realistas se dirigieron de nuevo al sur, atacando a los pueblos a lo
largo de la frontera. Los patriotas no los siguieron para alcanzar una victo-
ria definitiva mientras concentraban sus fuerzas para la expedición al Perú,
por lo tanto, la guerra y sus efectos en el sur continuaría. En 1821, corrían
rumores de que Benavides estaba preparando un ataque a Concepción y
O’Higgins pidió al congreso que enviara provisiones y armas al ejército
del sur, advirtiendo que:
ésta es la crisis en que nos hallamos cuando, después de las glorias mas bien
calculadas, nos amenazan las hordas bárbaras del sur, provocadas por el pirata
Benavides, i con el copioso armamento que robó a los pabellones neutra-
les; mientras que nuestro ejército minorado, desnudo i peor pagado que
los bandidos por consecuencia de los inmensos empeños que contrajimos
para la expedición del Perú, contener la irrupción del año anterior sobre
Concepción i acabar el anarquismo oriental, no puede resistirlos sin los
auxilios mas prontos i copiosos, porque no puede consignar su subsistencia,
como ellos, en el asesinato i el hurto. (Letelier, 1889, t.V, pp. 250)

En retrospectiva, las batallas de Chacabuco y Maipú parecen decisivas,


pero los que vivían en Chile en esos años ignoraban el resultado de la
guerra y así se mantenían con esperanza los que apoyaban la causa del rey.
A través de los años, la guerra causó numerosos estragos en la so-
ciedad del sur de Chile: casas derrumbadas, haciendas y viñas abandonadas,
y el ganado embargado por los ejércitos. Junto a los habitantes del puerto
y a los realistas que habían llegado en busca de refugio, Coffin padeció
el sitio de Talcahuano a finales de 1817, escuchando “el ruido de las
bombas que reventaban sobre nosotros antes de caer en el pueblo” (1898,
pp. 135-136) Mientras los patriotas patrullaban los límites del terreno
sitiado, fueron pocos los víveres que pudieron entrar en el puerto, lo que
dejó como resultado precios altos y escasez de productos. Cuando O’Hi-
ggins y las fuerzas bajo su mando se retiraron, en enero de 1818, Coffin

57
mujeres en las revoluciones

por fin pudo salir de Talcahuano. “No olvidaré jamás las impresiones que
experimenté el primer día que visité á Concepción,” escribió, “la escena
impresionaba mucho más que si la ciudad hubiese sido abandonada por
causa de la peste, como que en casi todas direcciones la vista tropezaba con
un montón de humeantes ruinas” (Coffin, 1898, pp. 136-137). A finales de
enero de 1819, Freire ocupó a Concepción, en un estado de abandono y
ruina aún mayor de lo que Coffin había presenciado el año anterior. “La
ciudad presenta un espectáculo bien triste”, informó a O’Higgins, “pues
los enemigos” habían “arrancado hasta las rejas de hierro de las ventanas
de muchas casas” (O’Higgins, 1953, p. 67).
El costo humano de la guerra fue aún más alto, ya que ambos
ejércitos ocuparon los pueblos, quemaron los cultivos y desplazaron a
los habitantes. Tanto los patriotas como los realistas relataron historias de
violaciones de las reglas del combate, incluso violencia en contra de la
población civil. Miguel Riquelme, el tío materno de O’Higgins, contó
después a Claudio Gay que los realistas asesinaron “a todos los individuos
que encontraban trabajando la tierra e incendiar[on] sus ranchos, no to-
mando prisioneros más que a los niños de ocho a nueve años” (Feliú Cruz,
1965, p. 49). Echó la culpa, especialmente, al comandante de la guerrilla,
Vicente Benavides, y a los aliados indígenas de matar a los paisanos y vio-
lar a las mujeres. Los pocos sobrevivientes de un ataque al pueblo de Los
Ángeles vivieron escondidos en el monte por diez días, recordó, comiendo
solamente los tallos de los pangues y algunos dihueñes; llegaron a estar tan
débiles, que casi no podían caminar cuando era seguro salir (Feliú Cruz,
1965, p. 50). Los realistas sufrieron igual destino a manos de los patriotas.
José María Rueda relató a Gay como unos paisanos que emigraban al sur
por órdenes de Benavides fueron interceptados por las tropas patriotas
mientras trataban de cruzar un río con su ganado. “Los demás se arrojaron
al agua, lo mismo que las familias, niños, mujeres; lo que ocasionó una
pérdida muy considerable de gente,” y añadió, “se vieron mujeres con
una niña a la espalda y un niño en el brazo atravesar el río que tenía de
seis a siete cuadras de ancho, nadando con un solo brazo” (Feliú Cruz,
p. 118). Como en Nueva Granada y Venezuela, los patriotas denunciaron
tanto a los realistas como a sus aliados indígenas por abusar y asesinar a
mujeres y niños. Pero también refirieron a tales actos para justificar sus
propias tácticas de atacar a la población y ajusticiar tanto a los prisioneros

58
Capítulo 2. De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

de guerra como a los civiles acusados de espías, incluso a varias mujeres


(Earle, 2000, pp. 127-146; Racine, 2013, pp. 209-210).
Algunos historiadores militares explican la sobrevivencia de los realis-
tas en el sur durante ese largo tiempo como consecuencia del apoyo que
recibieron de un gran número de los habitantes (Arroyo Alvarado, 1918).
Al respecto, Diego Barros Arana afirmaba que muchos criollos y mestizos
de la región simpatizaban con los realistas, razón por la cual se alistaban
en las fuerzas leales al rey o les suministraban provisiones e inteligencia;
efectivamente, subrayaba que los realistas tenían la mejor red de espionaje
en el sur (Barros Arana, 1892, pp. 485-502). Lo que pasan por alto esos
historiadores es el papel femenino, pero los contemporáneos sí se dieron
cuenta. Con tanto respaldo a favor de los realistas en el sur, los oficiales
patriotas veían a las mujeres con desconfianza. Al inicio del sitio de Talca-
huano, en abril de 1817, emitieron un bando amenazando con la muerte a
todos los que fueran sorprendidos provisionando o correspondiendo con
el enemigo. Y en septiembre de ese mismo año, O’Higgins le aseguró
a San Martín que patrullaban los límites para cortar toda comunicación
(ANHCh, s. f. c., t. XLIX, f. 10; Arroyo Alvarado, 1918, pp. 59-60). En
agosto, por ejemplo, un guardia le había prendido a Agustina Alarcón e
informó a su superior que todos los días las mujeres se iban a Talcahuano
con alimentos para sus maridos e hijos (O’Higgins, 1970, p. 66). De las
diecisiete personas identificadas en un oficio patriota como presuntas
conspiradoras realistas en varias ciudades del sur, catorce eran mujeres
(ANHCh, s. f. c., t. XXIII, f. 192). En septiembre de 1817, mientras las
fuerzas patriotas en Concepción sitiaban a los realistas en el puerto de
Talcahuano, O’Higgins dio orden de evacuar a los habitantes de la región,
expresando inquietudes sobre “las familias de los revoltosos” (O’Higgins,
1970, p. 258). Por lo tanto, Freire ordenó primero el traslado de las familias
de los que presumía estaban con la guerrilla realista para que no pudieran
dar refugio al enemigo (ANHCh, s. f. c., t. XLVIII, f. 341). Además, temían
los patriotas que las mujeres actuaran de su propia iniciativa. Una lista de
sospechosos en Chillán identificó a doce mujeres, sin ninguna indica-
ción de ser parientes de oficiales realistas y solamente a cuatro hombres
(O’Higgins, 1960, pp. 117-118). Cuando ocupó a Concepción de nuevo, a
finales de 1820, Freire ejecutó a varios prisioneros, “entre ellos una mujer
anciana que demostrando gran astucia i una incansable actividad, había

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mujeres en las revoluciones

prestado señaladísimos servicios a Benavides comunicándole noticias de


cuanto pasaba en el campamento patriota” (Barros Arana, 1894, p. 35).
Estas preocupaciones de los patriotas nos han dejado fuentes poco
comunes para analizar las experiencias y las actitudes de las mujeres du-
rante la guerra: muchas cartas interceptadas y diversos procesos criminales,
especialmente a las acusadas de llevar las misivas. Estos documentos ponen
de manifiesto cómo durante la guerra consideraban a las mujeres realistas
una amenaza seria a la causa de la independencia.

El crimen de escribir cartas


El archivo del Ministerio de Guerra contiene fuentes insólitas que
ponen de manifiesto las inquietudes y esperanzas de las mujeres realistas
durante la guerra: la correspondencia interceptada por los oficiales patriotas
en el sur. Las cartas eran muchas veces prosaicas y se referían con más fre-
cuencia a noticias familiares que a opiniones políticas o a informes militares.
Sin embargo, hasta las misivas que expresaban principalmente el amor y
la preocupación por los parientes ausentes entraron en la esfera pública al
ser incautadas por las fuerzas militares. Durante el estado de guerra, enviar
tal correspondencia se consideraba un crimen de alta traición y tanto
autores como portadores fueron juzgados. En ese contexto, ya fuera para
fines conspiratorios o íntimos, escribir una carta devino un acto político.
Las cartas, muchas veces escritas con una letra temblorosa y mala or-
tografía, cumplían, no obstante, con un modelo común. La breve misiva
citada a continuación, manifiesta en pocas palabras los elementos carac-
terísticos de este tipo de correspondencia:
Mi Estimado Cruz selebro tu perfeta salud y la de todos los de su casa y en
particular la de mi padre y carmelita y rosita y Jose Maria y Siriaco por aca
no hai nobeda solo si muy afligidos con hesta maldita patria que no hes
patria sino ynfierno y no beyo las oras de hestar con los míos mandame
unas libras de asucar y tabaco y mandame desir como hesta heso hilemanda
la Josefa me dio libra de yerba a mi ermana carmen. —Ya tu sabes. (AN-
HCh, s. f. c., t.VI, Sumarios y Procesos, 29 de junio de 1817)

Como en esta, casi todas las cartas empezaban con expresiones y sa-
ludos afectuosos —padre, hermana o señora “de mi corazón” o “de mi
afecto”—, y concluían con el nombre del autor “que verte desea” En el

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Capítulo 2. De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

medio, relataban el estado de la familia: “aquí estamos bien” o “enfermos”


o “afligidos” o “con el alma en el cuerpo” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 91).
Uno de los propósitos importantes de la correspondencia era ubicar
a los parientes para reconstruir las redes familiares desgarradas por las mi-
graciones —tanto voluntarias como forzadas— y por los actos de guerra.
Desde la frontera del Biobío, por ejemplo, Carmen Nova le escribió a
su hermana Rosario que, probablemente, se hallaba en el Perú. Carmen
compartía con Rosario la pena del destino de un tal Rivas, pariente o
amigo de las dos, quien había sido prendido por los patriotas, pero no había
sido ejecutado, sino que lo habían mandado a Santiago. Conjuntamente,
Carmen le agradeció a Rosario por haberle enviado otras noticias: “Me
ha alegrado mucho de la noticia que mandas de la Manuelita que yo no se
de ella desde que nos apartamos en Concepción” (ANHCh, s. f. c., t. CI,
f. 2r). Muchas veces las noticias no eran buenas, como lo reveló una mujer
lamentándose, porque seguramente Dios la castigaba por querer demasiado
a los suyos: “no tengo noticia de mi casa si vivan o mueren, el año pasado
supe que las havian tenido prezas al Silveria, y de la Maria, y que las avian
desterrado nose para donde de Acuña nose nada si vive o muere porque
no le hay merecido una letra…” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 24r). La autora
de esta carta también le informó al destinatario que se había mudado de
Tucapel hasta El Rosal en busca de su confesor, y que luego no pudo
regresar porque atendía a una mujer llamada Juliana, que se hallaba muy
enferma. Con menos frecuencia, los corresponsales expresaron el alivio de
haber recibido cartas o pudieron compartir buenas noticias como: “la ña
Mercedes Sabemos que esta biba en los Angeles” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f.
91v). Los que escribían las cartas sabían que las noticias viajaban despacio y
no siempre eran fiables. Como María Jesús Riveros le contó a su comadre
Rosario Nova, “[…] en esta Gerra tam presto serecibe una palavra como
sedesdice á otra” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 34v). Los patriotas contaban con
tal estado de incertidumbre y ansiedad para desalentar a los realistas.
Además del intento de ubicar y mantener el contacto con los
seres queridos, algunas cartas mencionan el cumplimiento —o su falta—
de las responsabilidades familiares. En octubre y noviembre de 1820,
desde Concepción, Manuela Somonte le escribió a Rafael —quien era
su ahijado y posiblemente también su hijastro— reprendiéndole por la
falta de comunicación:

61
mujeres en las revoluciones

Con quanto Gusto Te Escribo Esta para que Sepas de Nuestra Existen-
cia pues por la Misericordia de Dios Todas Suscistimos Aunque Vos los
Jusgarías Muertas pues no los Habeis Escrito ninguna letra Biendolos
Tan desanparadas pues tu padre No ha perdido la Ocacion de Escribir-
nos Estando En tanta distancia Y Entre Sus Enemigos Estando 50 leguas
Mas adelante de Buenos Aires Y Encarga mucho le damos Noticia de tu
paradero Y los dise que Eduardo lo Esta Manteniendo Con Su trabajo.
(ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 33r)

Somonte relató lo que ella y los hermanos menores del destinatario


habían sufrido sin un hombre que les ayudara, huyendo por el territorio
de los Mapuche con el comandante Sánchez, “Caminando todo un Dia
Sin Senar desde la amanecer Hasta puestas de Sol En unos fangos Y Sor-
tenejas Sumiendonos Hasta la Rodilla” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 52r) y
“Subiendo Y Bajando unas Cordilleras que ni siquiera una Bota de Agua
que Tomar” (f. 33r).
Por cinco meses, informó Somonte, habían recibido una cuota alimen-
ticia —según se puede deducir de los oficiales realistas—, pero por otros
seis solo les pagaban la mitad. Luego, la ayuda cesó, aunque se dio cuenta
de que algunos emigrados seguían recibiendo pensiones a escondidas.
“Contenplanse que dolor no Seria de Ber Atus pobres Hermanos Muertos
de Hanbre,” le dijo directamente a Rafael (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 33r).
Mientras habían estado separados, agregó, “a crecido Juanito apalmos El
que mil trabajos para Esconderlo de la furia destos Sangrientos piritas [los
patriotas] En fin Nuestro General Benabides lo ha Rescatado Y le adado
a Juanito la Plasa de Cadete En el Batallon de Concepcion” (ANHCh,
s. f. c., t. CI, f. 33v). Concluyó, como tantos corresponsales, saludando a
Rafael, en nombre de todos los parientes, notando cuánto Juanito —pre-
sumiblemente su hermano— quería verlo y que su hermanita le pedía
una blusa, porque casi no le quedaba ropa. Luego, escribió al margen del
papel una posdata informándole que apenas se enteraron de que a su padre
lo habían transferido con otros prisioneros de guerra de Las Bruscas a la
ciudad donde presumía se encontraba Rafael,“lo que ha sido para nosotros
de Grande Conplasencia no Se Si Sera Berdad Y a Bisanos En primera
Ocacion” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 33v). La opinión realista de Manuela
Somonte era muy evidente y sus cartas servían tanto para compartir las
noticias como para hacer que Rafael ayudara a sus hermanos, mientras su
padre detenido no pudiera cumplir con tales responsabilidades.

62
Capítulo 2. De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

Aunque generalmente era una persona la que escribía, casi siempre el


remitente de la misiva representaba a una comunidad más amplia de familia
y amigos, quienes eran nombrados en los saludos: “Darás memorias á la
Panchita quien no se olvidará de encomendarme á Dios y á la Chepita
Martinita Juana Rosa y a Jose Ramón y tu las tomarás de mi parte á me-
dida de tu deseo tambien las darás á mi comadre Nicolasita”(ANHCh, s. f.
c., t. CI, f. 2r) o “mil memorias a Doña Juanita y a Josesito a Martines que
no ai dia que no nos acordamos de él no perdemos la esperansa de berlo
a la pepa oyague y su Madre que su familia esta buena” (ANHCh, s. f. c.,
t. CI, ff. 91v-92). A veces, más allá de las palabras, trataron de establecer
una conexión física: “te remito una onsa de polvillo y un medio maso de
tavaco: para vos me le daras a mi madre en seña de que me acuerdo de ella
2 pesos” o “se que la sucar esta mui escasa i le mando una livra” (ANHCh,
s. f. c., t.VII, ff. 106-107). Las monjas agradecieron efusivamente a las per-
sonas que les habían mandado mate o tela y, muy especialmente, artículos
sagrados (ANHCh, s. f. c., t. CI, ff. 11r, 13r, 22r, 26r y 27v). Por supuesto
que, si bien, todo escaseaba durante la guerra y muchas de estas cosas eran
de necesidad, parece que esta práctica era también una manera de apro-
ximarse más concretamente a los seres queridos y alentarles los ánimos.
Al igual que otras emigradas atrapadas en el sur por la guerra a muerte,
las monjas y unas mujeres que se habían refugiado junto a ellas enviaron
las cartas en un intento de mantenerse en contacto con los suyos, en su
caso, con los otros miembros de sus comunidades espirituales. Los patriotas
interceptaron un paquete de su correspondencia escrita en octubre de
1820 (figuras 2.1 y 2.2). Sus misivas se parecen a las ya discutidas, pero
con un tono más devoto. Algunas monjas dibujaron cruces en la parte
superior del papel junto con las palabras “Viva Jesús”, y las referencias
tanto a la protección como al castigo divinos salpicaban su correspon-
dencia. El tono utilizado era predominantemente triste, subrayando los
sentimientos de abandono y angustia. No obstante, expresaron gratitud
por los milagros y el apoyo terrenal de los destinatarios. Evidentemente,
consideraban sus peregrinaciones desde una perspectiva bíblica, relatando
haber atravesado los montes y desiertos o estar viviendo entre infieles.
Algunas de ellas hasta se refirieron a sí mismas como “cautivas” en vez de
emigradas y otra lamentó que había sido “crucificada” (ANHCh, s. f. c.,
t. CI, ff. 11r, 21r y 23v).

63
mujeres en las revoluciones

María Casilda Ortega, que aparentemente se refugió con las mon-


jas después de huir de Tucapel con una compañera enferma, llamada Ju-
liana, era especialmente pesimista. Al escribir a un cura, a quien se dirigía
simplemente como “Taytita”, reiteraba un sentimiento melancólico por
la falta de noticias del sacerdote o de su familia, sin saber si estaban vivos
o muertos. Presumiendo lo peor, relató que “por eso lo estaba llorando
muerto” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 23v). Además, como en la mayoría de
las cartas escritas durante la guerra, comunicó las últimas noticias que tenía
de los amigos en común, informando que ella se encontraba con la Madre
Ministra de la Orden de San Francisco, con doña Merceditas Urrejola, con
doña Carmelita y que su compadre Friz se hallaba en Chillán, aunque su
familia se había quedado en Tucapel. Compartió también noticias tristes:
“he tenido muy grande sentimiento de la muerte de la pobre Josefa aqui
aseguran que mi compadre Palma hes muerto que lo pasaron por las
harma hagase en todo la voluntad de Dios” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 24r).
Informó sobre la escasez de comida, debido a una mala cosecha entre los
indígenas, y que “quando encontramos un poco de sebada estamos muy
contentas”. Con todo, para ella era peor “la hambruna espiritual”, de no
poder confesarse en más de un año y el temor de que no habría nadie
para decir misa si muriera. La única esperanza que tenía era que llegarían
los refuerzos realistas en la primavera, pero
sale a lo contrario que se nos a caydo la alma a los pies que no tendre el
consuelo de berlos a V[uestra] R[everencia] por que no he [ilegible] pas
de poder rescister a tantos trabajos y veo la muerte muy serca de mi ya si
Taytita le pido por el amor de Dios no se olvide en el Santo Sacrificio de
la misa por esta pobre infeliz que se halla en estos campos desamparada de
todo consuelo divino y humano. (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 23r)

Atribuyó su desgracia al castigo divino y a no haber atendido a los


“Santos Consejos” del cura de salir de Chile —según cabe suponer, a
Perú— cuando podía. Pidió que el cura le diera saludos de su parte a las
Sepúlvedas, a quienes consideraba dichosas —“que serraron los ojos y
se fueron”— mientras “yo por demacida carnal y amiga de los mios me
a pasado esto berme tan desamparada” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 24r). Y
firmó como “su mas humilde hija que en Dios le ama y ber desea” antes

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Capítulo 2. De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

de recordar al destinatario que “dara finas espreciones de mi parte y de la


Juliana que la encomendienden a Dios que se halla muy mala” (ANHCh,
s. f. c., t. CI, f. 24r)2.
Sor María de Jesús, al escribir a Juan Cerdán, un clérigo de Con-
cepción y líder de los realistas que había emigrado al Perú en 1813,
también expresó el sufrimiento, pero quizás por ser monja aceptó los
padecimientos como un modo de vivir la fe: “Taytita Emos sufrido todas
Las micerias de La Vida pero no los trocaria por todos los Gustos del
mundo” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 25r). Relató los peligros del viaje por
las montañas y los ríos, pero observó que, a pesar de caerse muchas veces,
nunca resultó herida. Además, según su testimonio, cuando se extravió en
el monte, el Señor, que “no duerme en la guarda de los que en El poner
toda su confianza”, envió una muchacha que la encontró y un soldado
que la llevó en su caballo donde las otras monjas (ANHCh, s. f. c., t. CI,
f. 25r-25v). Las monjas tenían que dormir en el suelo y cinco murieron
de chavalongo (tifus), pero Sor María sobrevivió gracias a la tierna asis-
tencia de Rosa, la lavandera vieja (San José, 1914, pp. 165, 167). Además,
el Señor le dio la fuerza para seguir, a pesar de que estaba casi sorda y
con mala vista. Le informó al Cerdán de la llegada, justo a tiempo, de un
paquete con provisiones que recibieron “con lágrimas de agradecimien-
to” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 26r). Como solo le quedaba una imagen de
la Señora de Pilar que traía al cuello, pidió otras estampitas y novenas de
la Señora de las Nieves.Y como otros corresponsales, concluyó su carta
Sor María con noticias de Pepa y Tulli, y los saludos de costumbre: “El
Sr me de Consuelo de verlo No Ceso de pedirselo con Lagrimas á mi
meches mil Espresiones, y a mi Juana que me la cuyde mucho quyen lo
hama y verlo desea su mas amanta Hija” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 26v).
Cuando se dirigía al patrocinador de la comunidad religiosa, el realista
Pablo Hurtado emigrado en Lima, la ministra de las trinitarias, Sor Ángela
de San Juan de Mata, escribió en un tono entre los lamentos pesimistas de
Ortega y la fe exaltada de Sor María. Le relató las dificultades de proveer
lo necesario a las veintisiete mujeres a su cargo, por causa del alto precio
de los víveres y otras provisiones. No obstante, observó que mientras otros
2 Ver también la carta de Ortega al Padre Juan López, escrita en Tucapel el 13 de octubre
de 1820 (ANHCh, t. CI, f. 15).

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mujeres en las revoluciones

refugiados más adinerados no siempre podían comprar los alimentos, “a


nosotras se nos vienen a las manos las cosas, por que son sin numero los
prodigios que esperimentamos del Senor a cada paso” (ANHCh, s. f. c., t.
CI, f. 19v). Tampoco se olvidó de agradecer a sus protectores terrenales,
Hurtado y Vicente Benavides, por los víveres y el dinero que enviaron a
las monjas. La Vicaria, Sor María Mercedes de San Antonio, le escribió al
patrocinador de las monjas —según cabe suponer, el mismo Hurtado—y
llamó la atención sobre el mal estado de sus hábitos (ANHCh, s. f. c., t. CI,
f. 21r; San José, 1914, pp. 164, 170). Con todo, los pedidos de las monjas
eran moderados. Sor Ángela, por ejemplo, escribió a una hermana espiri-
tual, afirmando que el Señor había querido reducirles a una pobreza pia-
dosa y solo le pidió un calendario religioso (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 27v).
Con sus expresiones devotas y el esfuerzo de dar sentido a las priva-
ciones desde una perspectiva religiosa, se podría presumir que las monjas
vivían separadas de los acontecimientos políticos. Sin embargo, a diferen-
cia de la relación posterior de Sor Juana María, en que ella se cuidó de
elogiar a los patriotas y evitar el partidismo, en las cartas escritas durante
la guerra, las trinitarias expresaron directamente su respaldo a la causa
realista. Como dijo María Casilda Ortega, “no le pido a Dios otra cosa
que me quite la vida antes que yo vea a los patriotas” (ANHCh, s. f. c., t.
CI, f. 23v). El milagro más grande, según Sor Ángela, era “que Nuestro
Señor nos haya librado de las manos, de los patriotas que tantos empeños
han echo para pasar a estos lugares y no lo han podido conseguir, por mas
que lo hay intentado sin haber havido mas defensa que la mano poderosa
del Señor” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 20r). Indirectamente, también reco-
noció la protección terrenal de la cual se habían beneficiado las monjas
al pedir a Hurtado que le recomendara al virrey el oficial realista Isidro
Vásquez, quien las había llevado a un refugio seguro. Los oficiales que
interceptaron la correspondencia subrayaron aquellos pasajes con conte-
nido político e información sobre las tropas, como cuando Sor Ángela
relató las buenas noticias
de la reconquista de Nuestra Concepción que el dia tres del presente mes
[octubre de 1820] entro el Señor Benavides, limpiado de patriotas, toda la
provincia, desde el maule, y solo quedando una parte de ellos enserrados
en el puerto de talcahuano” y “estan con mui poca fuersa y pocos viberes.
(ANHCh, s. f. c., t. CI, ff. 19r, 27v)

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Capítulo 2. De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

Por consiguiente, las autoridades consideraban a las monjas como


enemigas capaces influir en el curso de la guerra.
Aunque el objetivo principal de las cartas era comunicar las noticias
personales, otras mujeres seglares también escribieron sobre la guerra y la
política. Mayoritariamente, tales referencias eran muy generales: ha llegado
tal General al puerto, los patriotas están sitiando a Talcahuano, nos hicieron
emigrar para tal lugar, están avanzando las fuerzas realistas, etc. Algunas
cartas relataron, por ejemplo, que “los patriotas an ganado a talcaguano
con todas las familias y el general los tiene sitiado que se allan vien afli-
gidos sin tener consuelo ni por mar ni tierra…” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f.
17r) o que “ya Nuestro Gefe se á estrechado muy bien con el Enemigo
que todas las fronteras estan por nuestra” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 35r).
Otras tomaron partido con la causa real y se quejaron amargamente de
los abusos de los patriotas:
Merceditas, te aseguro que está este infelis pueblo en la maior desolasion
que cabe ya no es ni su sombra de lo que hera no se asta cuando Nuestro
Señor lebantara el braso de su Justisia que tan Justamente a descargado
sobre nosotros. Las casas quemadas las desiseron los insurgentes para tra-
bajar las suias las Donde usted las an dejado en los simientos. (ANHCh,
s. f. c., t. CI, f. 91v)

Estas frases fueron subrayadas, como es de suponer, por los oficiales


patriotas que consideraban tales opiniones de alta traición, incluso si no
revelaban ninguna inteligencia útil. Algunas cartas sí contenían noticias espe-
cíficas sobre el número de las tropas y sus movimientos, la entrega de armas
o la llegada de la armada con el objetivo de ayudar a las fuerzas realistas.

Juicios a las portadoras y espías


Durante la guerra, los corresponsales enfrentaban grandes dificultades
para enviar sus cartas y, evidentemente, muchas nunca llegaron a sus des-
tinatarios.Varias monjas dijeron que al enterarse de la llegada de una nave
escribieron rápido, sin esperar la entrega de cartas para poder responder,
porque en otra ocasión no habían logrado alcanzar la nave antes de su
partida. (ANHCh, s. f. c., t. CI, ff. 19r, 23r, 24r, 27r). Por consiguiente,
además de enviar saludos dentro del texto de las cartas para y por par-
te de una multitud de familiares y amigos, sus autores formaron redes

67
mujeres en las revoluciones

para escribirlas y enviarlas. Las personas, ansiosas por comunicarse con


sus familiares que se encontraban entre “los enemigos”, se enteraron de
quiénes viajaban entre los dos campos, entre Concepción y el puerto de
Talcahuano, por ejemplo. La mayoría de los portadores de misivas eran
mujeres, que las escondían entre sus polleras o en sus senos, según los
informes de los soldados que las registraron. Al capturar a una portadora,
los jueces castrenses a veces lograban seguir el hilo hasta descubrir una
red de familiares, amigas y sirvientes. María Josefa Ponce, presa en 1817,
confesó que al enterarse don Josef Ordoñez, jefe de las fuerzas realistas
en Talcahuano, de que ella quería ir a Concepción, le dio una carta para
entregar a la señora Antonia Andariena, cuyo hijo también estaba con el
ejército realista. Dijo Ponce que conocía a la señora Andariena porque era
amiga de su patrón. Al llegar a la casa, habló con la hija de Andariena y ella
la mandó a esconder donde una tal doña Rita. Juliana, la criada, informó
que Ponce había venido a la casa en varias ocasiones con mensajes de los
oficiales realistas y que su patrona le dijo que callara sobre esas visitas.
También dijo que no sabían escribir ni la Andariena ni su hija, pero que les
visitaba frecuentemente una amiga llamada doña Nieves. La hija y Nieves
insistieron en no saber nada sobre las cartas, pero las autoridades tenían
otra esquela firmada por Nieves con la misma letra. Andariena confesó
finalmente sus comunicaciones con el enemigo, pero al principio negó
la participación de las jóvenes. Sin embargo, cuando sus interrogadores le
preguntaron directamente, respondió:
Que por respetos a la amistad y buena armonia que tiene con doña Nieves
havia tratado de no expresar su nombre, deseando evitarle todo motibo de
perjudicarle; pero ya que el echo se alla descuvierto y que su negatiba sobre
ser inutil la haria criminal, en obsequio de la verdad, y juramento que ha
prestado confiesa haver sido la doña Nieves quien lo escrivio, dictandolo
entre hambas. (ANHCh, s. f. c., t.VI, Sumarios y Procesos)

Recelosas de que las cartas contuvieran elementos de inteligencia


militar, las autoridades patriotas embargaron toda la correspondencia y
procesaron a los portadores. Muchas veces fueron mujeres quienes las
escribieron y las llevaron a sus destinatarios. “Hay experiencia en toda la
Rebolucion que el Enemigo ha sostenido el Expionaje infiriendo males
incalculables a la Republica por medio de las mujeres,” declaró un oficial
alto, “y no basta la piedad y la lenidad con que se les a mirado, pues aun

68
Capítulo 2. De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

percisten en su obstinada opinión” (ANHCh, s. f. c., t. CXXIII, Sumarios


y Procesos, pza. 3). En el calor de la guerra, persiguieron con celo a las
mujeres sin considerar “la debilidad de su sexo” ni el contenido personal
de la mayoría de las cartas. En 1817, por ejemplo, fue apresada Carmen
Belmar durante el sitio de Talcahuano, de regreso a Concepción desde
ese puerto. Cuando se le preguntó si entendía la seriedad del crimen,
respondió: “que sabia que era malo el irse al enemigo pero no tenia otro
medio como ber á su unico hermano suyo que para benirse del enemigo
despues que supo la muerte de su hermano le fue presiso el admitir cartas
para conseguir su salida” (ANHCh, s. f. c., t.VII, f. 110v).
Una de las cartas que llevaba Belmar fue escrita por el oficial re-
alista José Sirilo Retamal a su esposa y trataba solo de noticias familiares,
siguiendo el mismo modelo y la falta de puntuación, como tantas otras:
Mi mas querida y estimada Esposa de todo mi corason en compañia de
mis queridos ijos y mi estimada Da Maria Balencuela y mi querida Madre
Da Maugricia de Opaso:
Manuelita te comunico como me allo en este fuerte de talcaguano con
una salud conpleta y tamvien te digo que te ahai escrito tantas cartas y no
ahai tenido contestacion ninguno Manuela te remito una onsa de polvillo
y un medio maso de tavaco: para vos me le daras a mi madre en seña de
que me acuerdo de ella 2 pesos y asi no te participo de la ida por que no
conviene ya sino ofreciendose otra cosa mande a su mas estimado esposo
que servirle desea”– Jose Sirilo Retamal. (ANHCh, s. f. c., t.VII, f. 106)

El propósito de Retamal era avisar a sus seres queridos que todavía


estaba con vida y cumplir con su papel de marido e hijo, que podía pro-
veer, aunque en menor medida, a su familia. No comunicó datos militares
ni mensajes políticos, pero en medio de la guerra todas las noticias se
hallaban politizadas.
El defensor de las mujeres acusadas de llevar esta y otras cartas
caracterizó sus acciones como personales en vez de políticas. “¿Y estas
podrán acusarse de Delito?,” preguntó, “No: diremos que las leyes de la
naturaleza, de la amistad, y amor conyugal, no tienen quien las conten-
gan, quando proseden de buena fe y sin incluir malicia!” (ANHCh, s. f.
c., t.VII, f. 118). El Fiscal, sin embargo, pidió la máxima pena, según los
bandos que habían publicado las fuerzas patriotas:

69
229 c a p í t u l o 8
“La indigencia de la lealtad” La diáspora venezolana de las
mujeres del rey (Venezuela y Puerto Rico 1813-1873)
Introducción
El Ramo del cacao
Un límite al Ramo del cacao
Puerto Rico entre las revoluciones atlánticas
La mujer exiliada y realista durante las revoluciones atlánticas
De mantuanas del rey a indigentes por el rey
La tragedia en la configuración de la cultura política de las
mujeres leales: la viuda pobre, la viuda noble
El primer documento sobre el exilio venezolano en Puerto
Rico: 17 de julio de 1814
La lucha entre la Capitanía General y la Intendencia: la política
y el realismo presupuestario
Conclusiones

259 e p í l o g o
La mujer atlántica

267 a u t o r e s
Capítulo 2. De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

la alta bondad de V.E. quiera comutarles el castigo en un encierro decenal,


en donde dia a dia se les haga sentir la enormidad de sus traiciones.(AN-
HCh, s. f. c., t. CIX, f. 46)

La sentencia para estas mujeres no aparece en el expediente de Valdivia,


pero en otro juicio de 1821, Josefa Garrido fue condenada como espía y
fusilada dentro de las veinticuatro horas posteriores al juicio. Ella insistió
que había cruzado el límite entre los dos ejércitos, el río Biobío, con el
único fin de buscar alimento para su familia; un pretexto apropiado para
una mujer. La carta que llevaba, de José Antonio Roas a su primo, mez-
claba la preocupación por la familia con algunas noticias generales sobre
la política y la guerra. Encarnando el papel del hijo abnegado, le pidió a
su primo que dijera a su madre:
No se olbide de su hijo nasido de sus dentrañas que no piense que la olbi-
dado que algun dia que dira Dios que le sirba y le asista con honor ello al
fin madre no tengo mas que desirle a mis hermanos que no anden cabe-
riando ni disperdisando nada y que no piredan [sic] su onor de ser hombres
de bien pues yotoy hasiendo lo mismo.(ANHCh, s. f. c., t. CXXIII, pza. 3)

A pesar de protestar su inocencia, Garrido sabía detalles específicos so-


bre el paradero de Benavides, el número de tropas y armas bajo su mando,
como también sus planes de ataque. Por lo tanto, basándose solamente en
su propia confesión, denunció el sargento mayor:
Que no ha mirado sacrificio personal con el solo fin de satisfacer el odio
implacable que abriga contra el sistema de su mismo paiz; y aci es que sin
conciderasion alguna debe sufrir la pena señalada para exemplar castigo de
otras de su sexso. (ANHCh, s. f. c., t. CXXIII, pza. 3)

Al día siguiente, la fusilaron. Y no fue la única, ya que unas semanas


después, según Benjamín Vicuña Mackenna, historiador del siglo XIX,
“amanecieron colgados de cuatro horcas en la plaza de Concepción los
cadáveres de dos infelices mujeres, llamadas Manuela Mendoza y Catalina
Sobarzo, convencidas de encubridoras de espías” (1940, p. 350).
Sin duda, algunas de las autoras y portadoras de correspondencia
en tiempos de guerra eran espías y comunicaban elementos de inteligen-
cia que podían ayudar a las fuerzas realistas. No obstante, la gran mayoría
de las cartas carecen de información táctica. Por tanto, el gran esfuerzo

71
mujeres en las revoluciones

de interceptar tales misivas iba más allá de la prevención del espionaje.


La guerra en el sur se peleaba sobre el territorio, pero también sobre los
corazones y mentes de la población. Las emigraciones forzadas y los sitios
buscaban aislar al enemigo de la población, pero también desmoralizar a
soldados y paisanos por la falta de comunicación y conocimiento de sus
seres queridos. Quienes escribieron las cartas desafiaron dicha estrategia
y pusieron de manifiesto su existencia junto con sus madres, hermanos,
hijos, hermanas espirituales y padres confesores. Obras de autoría colectiva,
en las que se comunicaron noticias y saludos a varios parientes y amigos,
las cartas seguían tejiendo las redes personales que los oficiales patriotas
habían tratado de estorbar. El estado de guerra total explica por qué los
tribunales no solamente enjuiciaron a las espías, sino también a las mujeres
humildes que llevaron hasta las notas más breves e íntimas.

Las mujeres realistas: de adversarias a


agentes de la reconciliación
La guerra de independencia afectó a casi todos los chilenos. Como
en cualquier conflicto bélico, las familias perdieron a sus proveedores a
manos de las tropas, fueran realistas o patriotas. Además, el límite entre el
campo de batalla y el frente doméstico se pasaba fácilmente, sobre todo
en el sur, donde la guerra llegó hasta la misma puerta de las casas. En
algunos casos, se llevaron presos a un padre o hermana; en otros, familias
enteras fueron desplazadas. Por sospechar que las mujeres podían proveer
un aporte crítico, tanto psicológico como físico a las tropas y la guerrilla,
las autoridades las vigilaban. No obstante, ellas desafiaron las prohibicio-
nes establecidas contra las comunicaciones, enviando clandestinamente
carta tras carta para mantenerse en contacto con los suyos y descubrir su
paradero. Algunas misivas tenían un propósito táctico, otras se politizaron
por el estado de la guerra total.
Por fin, tanto oficiales como habitantes se cansaron del alto precio
de la guerra. En 1822, los representantes civiles de Concepción suplica-
ron auxilios al Director Supremo y al congreso. Solo hasta entonces, los
concejales notaron que en la última década “fué Concepción i su pro-
vincia el teatro que destinó Marte para sus representaciones sangrientas”
(Letelier, 1889, t. VI, p. 51). Llamaron especialmente la atención por los

72
Capítulo 2. De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

daños que habían resultado de la emigración de 1818, cuando los paisa-


nos patriotas tuvieron que abandonar sus tierras al enemigo, que los hizo
“el objeto de su zaña i el blanco adonde se dirijían sus vengativas iras”
(Letelier, 1889, t. VI, p. 51). Incluso cuando ya pudieron regresar al sur,
la gente tuvo que quedarse en las ciudades y pueblos, en vez de labrar la
tierra donde se arriesgarían a ser blanco de los ataques realistas. También
llegaron informes alarmantes al congreso de los pueblos del sur. Las tropas
habían llevado todo el ganado y los habitantes no tenían más remedio que
comer, según el superior franciscano “carne de toda clase de animal, aun
de los no usados o prohibidos” (Letelier, 1889, t.VI, p. 244). Al parecer, el
pueblo de Rere fue el más afectado. Un oficial informó al obispado que
la hambruna llegó a tal punto, que la gente de ese lugar había empezado
a comer mulas, luego perros, gatos y, finalmente, ratas que evidentemente
portaban la peste. Sobre una población de cuatro a cinco mil habitantes
en el pueblo, murieron setecientas personas a causa o del hambre o de la
epidemia (Letelier, 1889, t.VI, p. 246). Los sobrevivientes, muchos de los
cuales habían perdido a sus padres, esposos u otros proveedores, inunda-
ron Concepción, donde “las calles [fueron] ocupadas como en nubes de
mendigos, espectros de la naturaleza aflijida, i las casas llenas de pordioseros
débiles i casi moribundos” (Letelier, 1889, t.VI, p. 245).
Ramón Freire, como intendente de Concepción, hizo su prioridad la
transición de la guerra a la paz y la reconstrucción de la provincia. Para
ello, tuvo que ganar la confianza de la población que se había opuesto a
la independencia y convencer a los emigrados a que regresaran para re-
sumir el cultivo de la tierra. Fue sumamente difícil, pero comenzó con las
mujeres. Llevar correspondencia durante la guerra daba lugar a una pena
severa; emigrar para huir de las fuerzas patriotas se castigaba con el secues-
tro de los bienes. Ya en mayo de 1819, Freire había tratado de estimular
el regreso de quienes habían emigrado con los realistas, prometiendo una
amnistía y la devolución de sus bienes. En esa época, los realistas todavía
tenían esperanza de la victoria y pocos acataron la amnistía. Para 1822, sin
embargo, algunos, ya cansados de la guerra, empezaron a retornar. Aunque
ya había pasado el término de la amnistía, tratar con misericordia a las
mujeres, representadas ahora como inocentes y apolíticas, era un punto
de partida para una reconciliación más amplia.

73
mujeres en las revoluciones

Petrona Mantega fue posiblemente la primera persona en el sur de


Chile que pidió la devolución de sus bienes embargados. Como mujer,
recurrió a las leyes de patria potestad —tanto familiar como estatal— para
excusarse de haber emigrado. Su caso ilustra los trastornos repetidos de la
guerra a muerte. Sus testigos afirmaron que, al principio, había acatado la
orden de seguir la evacuación patriota de Concepción a finales de 1817,
pero al encontrarse con unos bandidos regresó al sur. Dijo que quería
quedarse en Concepción, pero en 1818 no tuvo otra opción que unirse
al éxodo realista. Tenía que acompañar a su marido, un cirujano con el
ejército real y tenía que obedecer las órdenes del coronel Sánchez “de
conservar la existencia con cuya pena se amenazava a los contraventores”.
Cuando Benavides ocupó Concepción en 1820, Mantega, ya enviudada,
regresó a la ciudad (ANHCh, s. f. a., primera serie, vol. 1156).
Aunque su casa fue incendiada en 1817, en marzo de 1822, Mantega
pudo arrendar la hacienda heredada de sus padres, que los patriotas secues-
traron cuando ella emigró con las fuerzas realistas. “Llega al extremo de
no tener donde acogerme con mi familia toda de menor edad,” lamentó,
“ni como alimentarla si se me despoja de este pequeño fundo” (ANHCh,
s. f. a., vol. 1156, f. 67). Luego, empezó un pleito para alzar el secuestro
con presentación de testigos. Insistió en que su marido aportó solo con el
salario, mientras que ella había traído toda la propiedad inmueble al matri-
monio. Por consiguiente, no había motivo de secuestrarla, pues ella nunca
había expresado una opinión en contra de la independencia y había emi-
grado solo por miedo. Como esposa obediente y ahora viuda desgraciada,
Mantega le suplicó al nuevo gobierno como “Padre benéfico… usar un
rajo de la generosidad que le caracterisa en aucilio de los inosentes que…
claman por los diarios alimentos” (ANHCh, s. f. a., vol. 1156, f. 1v). Sincera
o fingida, aquella fue una estrategia eficaz. Los oficiales de la tesorería de
Concepción recomendaron que se le devolviera la hacienda sobre la base
de “que por el riguroso precepto del detestable Sanchez siguió a su Mari-
do al otro lado del Biobío” (ANHCh, s. f. a., vol. 1156, f. 16). Después de
múltiples consultas y apelaciones entre Concepción y Santiago, la Corte
Suprema alzó el secuestro en junio de 1824 (Chambers, 2015).
Aunque algunos emigrados supieran de casos como Mantega, Frei-
re vio en las monjas trinitarias una oportunidad más visible e impactante

74
Capítulo 2. De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

para estimular el proceso de reconciliación3. Pero se requerirían tanto es-


fuerzos legales —porque los bienes del monasterio estaban en secuestro—
como militares para traerlas de nuevo a Concepción. En 1819, el Senado
había rechazado la solicitud del ejército para ocupar el convento porque se
había declarado una amnistía y se esperaba que regresaran los emigrados.
En 1820, sin embargo, se interceptaron las cartas en las que las monjas ce-
lebraron las victorias realistas y expresaron su miedo a ser capturadas por
los patriotas. Por consiguiente, convirtieron el monasterio en cuartel. En
diciembre de 1821, las autoridades de Concepción pidieron permiso para
establecer una escuela en el edificio después de la guerra, pues, a pesar de la
amnistía, las monjas habían huido voluntariamente y no quisieron regresar:
“Han preferido su existencia entre indios bárbaros solo en odiosidad del
sistema” (Letelier, 1888, t. IV, pp. 426-427).
En ese mismo año, Benavides fue preso, ejecutado y algunos oficiales
realistas empezaron a entregarse. Con ocasión de estas novedades, a fina-
les de 1822, Freire y otros oficiales idearon un plan para que las monjas
regresaran a Concepción. Según Vicuña Mackenna, quien entrevistó a un
soldado anciano, se tramó un complot para engañar a los indígenas que
no querían que salieran las monjas de su territorio. El teniente coronel
Ramón Picarte iría a rescatar a las monjas, pero luego el oficial español
Antonio Carrero, en quien confiaban los indígenas por no saber que ya se
había rendido a los patriotas, los perseguiría “pero de tal manera que no
ofendería a las tropas patriotas ni éstas deberían hacer fuego sino sobre los
indios” (Vicuña Mackenna, 1940, p. 491). Claudio Gay señaló que cuando
llegaron las trinitarias sanas y salvas, los vecinos de Concepción “salieron
en tropel á la orilla del Biobío á recibirlas y acompañarlas á la ciudad, á
la que llegaron en procesión y en medio del regocijo jeneral de la pobla-
cion entera” (Gay, C., 1854, p. 509). A pesar de la calurosa bienvenida, las
monjas no pudieron regresar de inmediato a su convento, que todavía era
utilizado como cuartel y hasta mayo de 1823 se hospedaron en la casa de
José Manuel Eguiguren, cuñado de una de ellas. A finales de ese año, para
celebrar la nueva constitución, el Congreso aprobó la devolución de los
bienes embargados a las trinitarias “apoyándola en el hecho de haber sido

3 Según un historiador del monasterio trinitario, escribiendo a principio del siglo XX,
Freire “fué su defensor y su más decidido protector” y “tuvo como obsesión la vuelta de las mon-
jas” (Muñoz Olave, 1926, pp. 174 y 178).

75
mujeres en las revoluciones

violentadas a seguir al enemigo” (Letelier, 1889, t. VIII, p. 663). Al cabo


de dos años, los legisladores cambiaron de opinión, caracterizando a las
monjas como víctimas inocentes en vez de adversarios.
Tales representaciones cambiantes de las trinitarias eran comunes en la
época. Después de su emigración con las fuerzas realistas, los patriotas las
ridiculizaron o, cuando menos, las acusaron de traición. En retrospectiva,
hasta Vicuña Mackenna vacila en sus representaciones de las monjas. Al
comienzo de La guerra a muerte, afirma que “elevaban fervorosas súplicas
por el triunfo de aquel general de bandidos que comulgaba antes de
entrar en cada pelea,” (1940, p. 91) aunque bajo el consejo de los curas
fanáticos. Cuando relata su rescate, por otro lado, observa que “la suerte
de aquellas desventuradas religiosas movía a compasión todo corazón
cristiano,” (Vicuña Mackenna, 1940, p.488) y pone de relieve lo mucho
que habían sufrido.
Asimismo, la ministra Juana María de San José sintonizaba con las
percepciones del público. En las cartas que enviaron desde el exilio, las
monjas expresaron directamente su apoyo a la causa del rey y caracteriza-
ron a los patriotas como sacrílegos y sanguinarios. Por otro lado, cuando
Sor Juana María escribió sus memorias de la guerra en 1853, insistió:
“jamáshemos abrigado ennuestroscorazones adhesión a ningún partido”.
También declaró que las monjas estaban listas para obedecer a las autori-
dades patriotas, quienes por su parte “se mostraron muy benignos para con
este monasterio”. Echó la culpa por la mala fama a la población plebeya, a
la que tildaba de godas: “parecía que todo el mundo estaba en contra del
monasterio” ( San José, 1914, pp. 143-144, 147). Sor Juana María dijo que
al principio se habían resistido a los consejos del Coronel Sánchez de que
emigraran, pero luego una junta eclesiástica observó que la constitución
del convento permitía que dejaran el claustro en caso de un incendio
o epidemia, y que la ocupación de la ciudad por los indígenas sería un
peligro igual (San José, 1914, pp. 148-149). En su relación del rescate, Sor
Juana María tenía cuidado de representar a los patriotas como salvadores
heroicos y observó que durante la batalla con Carrero —que no identifica
como un tiroteo falso—, clamaban “a Nuestro Señor porque venciese el
ejército de la Patria” (San José, 1914, pp. 175-176). Cuando obtuvieron
respuesta a sus plegarias, pidieron además “bendiciones al señor General
Freire” por rescatarlas “de la tierra de bárbaros” (San José, 1914, p. 177).

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Capítulo 2. De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

Los efectos continuos de la guerra como la pobreza, el hambre y la


peste provocaron el malestar social a través del sur; un descontento que
Freire encauzó en su rebelión contra el gobierno supremo de O’Higgins
(Salazar, 2005). En su primer discurso al congreso como Director Supre-
mo, en agosto de 1823, puso de relieve la “devastación i ruina” a la cual
se había reducido Concepción. Destacó la matanza de los paisanos, el sa-
queo de los pueblos y la quema de los cultivos. Lamentó que se hubieran
“reproducido escenas de horror que dejan atrás las mas feroces de que ha
podido gloriarse la tiranía en la triste guerra de América” (Letelier, 1823,
p. 20). No obstante, Freire predijo el fin de la desgracia y una resolución
al conflicto. Tras dar cuenta de la muerte del jefe de la guerrilla, Antonio
Pincheira, prometió que en corto plazo el gobierno vencería al resto
de los realistas, a los que identificó como “bandidos”. Con optimismo,
afirmó que la gente del campo que antes había apoyado la causa del rey
ya se había dado cuenta de que los miembros de la guerrilla “no eran los
enemigos de la independencia, sino de sus propiedades i de su reposo” y
que se uniría bajo el nombre de la Patria “para repulsar estas hordas de
asesinos” (Letelier, 1889, t.VIII, p. 20).
A pesar de las diferencias de tono partidario, entre las cartas de 1820
y las memorias de 1853 había un punto de coincidencia. En las cartas,
las monjas recalcaron que su único deseo era regresar a su claustro. Sor
Ángela, por ejemplo, escribió a Pablo Hurtado: “Nosotras estamos, padre
mio, deseando con ancia se concluia esta obra del Señor quanto antes, para
enserrarnos en nuestra amada, y deseada Clausura; que emos savido que
esta algo deteriorada, pero aun quando no nos queden mas de las paredes;
nos damos por contentas” (ANHCh, s. f. c., t. CI, ff. 19v, 22r y 27v). Sor
Juana María termina su relación con el logro de ese deseo: “llegamos a
nuestro Monasterio con tan indecible alegría, que sólo cuando lleguemos
al Cielo, por la bondad de Dios, sólo tendremos mayor gusto” (San José,
1914, p. 178). Es posible imaginar que las otras mujeres realistas que sobre-
vivieron a la guerra compartían ese sentimiento al regresar a sus hogares,
a pesar de la derrota de su partido y del largo periodo de reconstrucción
económica y reconciliación política que quedaba por delante.

77
mujeres en las revoluciones

Figura 2.1
Carta de la vicaria María Mercedes de San Antonio en El Rosal, Chile, 14 de
octubre de 1820

Nota. Imagen tomada del Archivo Nacional Histórico de Chile (ANHCh,


s. f. c., t.VI, f. 19).

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Capítulo 2. De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

Figura 2.2
Carta de la vicaria María Mercedes de San Antonio en El Rosal, Chile, 14 de
octubre de 1820

Nota. Imagen tomada del Archivo Nacional Histórico de Chile (ANHCh,


s. f. c., t. 6, f. 13).

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de América: Revista de Historia, Cultura y Territorio, 17, 119-30.
https://repositorio.uc.cl/handle/11534/14348

83
capítulo 3

Leona Vicario y la independencia de México

Ana Carolina Ibarra

Los estudios sobre la independencia mexicana conceden poco


lugar a la participación de las mujeres. Si bien sabemos que fueron
muchas las que estuvieron en el frente de batalla actuando como
contactos y espías, preparando comida, echando tortillas, haciendo
política y, algunas, conduciendo a la tropa vestidas con pantalones,
pocas veces son visibles en la narrativa del periodo. Cuando entró
el Ejército Trigarante a la Ciudad de México, el 27 de septiembre
de 1821, las mujeres concurrieron con gran regocijo a recibirlo:
mujeres capitalinas de alcurnia, mujeres de los barrios, mujeres que
venían de las afueras, mujeres cuya presencia fue decisiva en distintos
frentes durante los once años que duró la guerra.
De los 5,5 millones de habitantes con los que contaba la Nueva
España en 1821, la mitad aproximadamente eran mujeres (Jiménez
Codinach, 2018, p. 17). Cerca de un cuarto de millón de personas
habían participado activamente en la contienda, pero los testimo-
nios registran de manera abrumadora los nombres de los varones
que estuvieron al mando de las tropas y apenas los de unas cuantas
generalas. Por tanto, ha sido difícil reconstruir las trayectorias de
Antonia Nava de Catalán, “la Generala”; María Manuela Molina,
“la Barragana”1; María Josefa Martínez, o Gertrudis Bocanegra, que
alcanzaron notoriedad en las filas insurgentes. En los ambientes
1 Que sepamos, la única capitana titulada por la Suprema Junta Nacional Ame-
ricana. Tuvo a su cargo más de 300 hombres en el Real de Temascaltepec, luego una
compañía de fusileros con 60 hombres de la región de Taxco. La suya fue una de las nueve
compañías que fueron creadas y ella ocupó la posición jerárquica más alta. Recorrió
desde Zitácuaro a Taxco y hasta Tlapa, en la sierra, para volver de nuevo a Zitácuaro en
donde enfrentó a las tropas de Calleja (Guzmán Pérez, 2013, pp. 159-192).

85
mujeres en las revoluciones

conspirativos y urbanos figuran los nombres de Josefa Ortiz de Domín-


guez2, Mariana Rodríguez de Lazarín, Margarita Peimbert, Petra Arellano,
Josefa Aldama, Sor Juana María de la Concepción Michelena y Sor María
Manuela de la Santísima Trinidad Michelena, que apoyaron con firmeza
la causa americana. En varios casos, como los de Leona Vicario, Rafaela
Rayón o Rita Moreno, ellas tomaron la decisión de incorporarse a la
insurgencia por convicción propia, más allá de unir su suerte a la de sus
maridos, novios e hijos que se hallaban en el campo de batalla. De lo
que no hay duda es que las mujeres aportaron su pasión política, su acti-
vismo y su cuota de sangre a la lucha por la independencia. Ellas fueron
castigadas y fusiladas sin consideración alguna y es imposible hacer el
recuento de cuántas veces fueron extorsionadas, tomadas como rehenes,
violentadas y violadas por el ejército enemigo o como parte del desorden.
En estas páginas voy a ocuparme de Leona Vicario, una mujer ex-
cepcional, conocida como la mujer fuerte de la Independencia, que dejó
suficientes testimonios de su libertad de criterio y de la valentía de sus
determinaciones. Perteneció a una familia de la elite, gozó de un patri-
monio, fue una mujer culta que tomó por decisión propia el camino de
la insurgencia y luego el del México constitucional y republicano. Al
seguir su biografía es posible pensar en la situación de las mujeres y dejar
planteada la pregunta de por qué si las circunstancias abrieron la posi-
bilidad de que participaran con entusiasmo en la guerra, los espacios de
representación y ciudadanía les fueron negados y sus derechos postergados
hasta la segunda mitad del siglo XX3.

Leoncilla, como la llamaba su tío


María de la Soledad Leona Camila, hija de legítimo matrimonio de
don Gaspar Martín Vicario, natural de la villa de Ampudia en Castilla la
Vieja, y de doña Camila Fernández de San Salvador y Montiel, natural de
Toluca, nació el 10 de abril de 1789. Fue bautizada y tuvo como padrino

2 Una de las heroínas más celebradas, pues fue ella quien mandó avisar a Miguel Hidalgo
e Ignacio Allende que la conspiración de Querétaro había sido descubierta (Jiménez Codinach,
2018, pp. 17-30).
3 En México se autorizó que las mujeres pudieran votar en 1953 y pudieron ejercer este
derecho dos años más tarde, en las elecciones de 1955. Sobre el tema en América Latina ver el texto
Feminism for the Americas.The making of an international Human Rights movement (Marino, 2019).

86
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

a su tío don Agustín Pomposo Fernández de San Salvador y Montiel,


abogado de la Real Audiencia y de su Ilustre Colegio, además de rector
de la Real Universidad (García, 1985, p. 279). La relación con su padrino
fue determinante a lo largo de su vida, ya que Leona quedó huérfana muy
temprano al fallecer, primero, su padre y luego doña Camila, su madre,
en 1807. Don Agustín Pomposo quedó a cargo, entonces, de la joven en
calidad de tutor y albacea de sus bienes testamentarios.
No pocos disgustos recibió el tío por la decisión de la joven de unirse
a la insurgencia, no solo porque don Agustín Pomposo fue uno de los
principales detractores de los “infernales materialistas” de la insurrección
a la que atacó en todos sus escritos, sino porque, además, el patrimonio
familiar del numeroso clan de los Fernández de San Salvador y Montiel
se vio comprometido con esas acciones. Leona y su primo, Manuel Fer-
nández de San Salvador, hijo de don Agustín, que se unió antes que ella
a la insurgencia, fueron las ovejas negras de la familia y su abuela, doña
Margarita, los desheredó por estos motivos antes de su muerte, en 1813
(García, 1985, pp. 162-ss.)4.
Al perder a su madre, Leona recibió un gran apoyo de su tío. Siendo
hija única convivió con sus primas, Francisca y Mariana Fernández, testi-
gos y cómplices de sus acciones; las primas se escribían entre sí mensajes
cifrados con base en claves y números que al parecer solo ellas podían en-
tender (García, 1985, pp. 30-ss.)5. Convivió mucho con Manuel, integrante
del despacho del jurista, igual que con sus colegas José Ignacio Aguado y
Andrés Quintana Roo que llegó a la ciudad de México en 1808. Por iro-
nías de la vida o, si se quiere, por la fuerza de las simpatías que consiguió
el movimiento en la ciudad de México durante aquellos años (Guedea,
1992), el bufete de don Agustín Pomposo estaba lleno de conspiradores que
mantuvieron lazos con la insurgencia, particularmente de Ignacio Rayón,
designado por Miguel Hidalgo presidente de la Junta Nacional America-
na, legítimo órgano del gobierno insurgente. Tras los éxitos de Morelos,
luego del sitio de Cuautla, a finales de abril de 1812, la insurgencia ganó
popularidad y los jóvenes abogados decidieron sumarse en Tlalpujahua.

4 Declaraciones de don Agustín Pomposo Fernández de San Salvador en la causa abierta


de Leona Vicario, 1813.
5 Causa instruida contra doña Leona Vicario y sus cómplices, febrero de 1813, declaraciones.

87
mujeres en las revoluciones

A esas alturas, Leona ya había sido pedida en matrimonio por Andrés


Quintana Roo, la cabeza más lúcida del grupo de abogados. Don Agustín
Pomposo relató años más tarde que la habían convencido de entrar a la
insurgencia siendo menor de edad, huérfana de padre y madre y que ha-
bía sido “solicitada con ardor para el matrimonio por el joven Quintana
Roo, a quien”, en sus palabras, “irritó más mi honrada repulsa, fundada en
estar capitulado el matrimonio con el Señor Obregón, Oydor honorario
de esta Real Audiencia, ausente en la Corte, y en haber tenido sospechas,
que al cabo hizo evidenciar el mismo Quintana, pasando a constituirse
uno de los órganos infames de la Rebelión…” (García, 1985, p. 163)6. El
joven Quintana, oriundo de Mérida, ciudad capital de la Capitanía Ge-
neral de Yucatán, había tenido una formación ilustrada en los principales
colegios, pertenecía a una familia influyente de fuerte inclinación liberal
y llegó a la capital virreinal para concluir estudios de jurisprudencia e
iniciar su pasantía como abogado. Quien habría de convertirse en uno de
los intelectuales fundamentales del constitucionalismo insurgente, por su
claridad de pensamiento y carácter, debió haber atraído a la inteligente
Leona Vicario que tenía intereses políticos y estaba muy comprometida
con la agrupación secreta de Los Guadalupes (De la Torre Villar, 1985;
Guedea, 1992)7.
No obstante, el tío siempre alegó a favor de la inocencia de Leona,
tratando de defenderla a ella y a sus bienes, a lo largo de las intervencio-
nes que tuvo en la causa de infidencia abierta en los primeros meses de
1813. El abogado parecía estar bien convencido de la influencia de Andrés
Quintana en las decisiones de su hijo y de su sobrina. Era la primera vez
que alguien dudaba de la independencia de criterio de la joven rebelde,
aunque su tutor conocía bien sus cualidades y los alcances de su tempe-

6 Declaración en causa instruida.


7 Los Señores Guadalupes de México eran una sociedad secreta que promovió los idea-
les del liberalismo y que colaboró con los insurgentes sin tomar las armas. Desde la ciudad los
ayudaban a abastecerse, a pasar noticias e información útil, a desarrollar los trabajos de imprenta,
llevando incluso imprentas a plazas ocupadas por los rebeldes. Su contribución en el terreno de
las elecciones, de la opinión pública y de la estrategia política fue muy importante entre 1811 y
1816. Tuvieron comunicación directa y constante con Morelos. Algunos de ellos eran personas
implicadas en las juntas del Ayuntamiento de la Ciudad de México (1808), otros decidieron pasar
a la insurgencia y muchos de los antiguos Guadalupes saludaron el triunfo de Agustín de Iturbide
en 1821.

88
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

ramento. Don Agustín Pomposo dijo haber sido para la joven un padre
y una madre al mismo tiempo, y no se cansó de protegerla, aun cuando
estuvieron situados en bandos políticos irreconciliables. Él era uno de los
abogados más relevantes de la Nueva España, intelectual de referencia,
editor, traductor y publicista, en síntesis, una de las voces más autorizadas
en la defensa del antiguo régimen. Pero puso en juego sus conocimientos
expertos para impedir que su sobrina cayera en desgracia y que sus bienes
le fueran confiscados.

Una habitación propia


A diferencia de la mayoría de las mujeres de todas las épocas, la joven
María Leona Martín y Vicario tuvo una casa propia y vivió sola después
de morir su madre. Le perteneció la casa ubicada en el número 19 de la
calle don Juan Manuel, que era parte de su herencia, junto con un pa-
trimonio estimable. El cuerpo de los bienes que heredó de doña Camila
Fernández de San Salvador se contabilizó, el 12 de enero de 1809, en
dinero en efectivo, alhajas, muebles e inmuebles, réditos de las haciendas
de Maní y del Peñol que alcanzaron hasta 112 000 PS, además de la casa
de la ciudad de México (García, 1985, pp. 280-295)8.
La independencia económica de la que gozó Leona no era comple-
ta, pues en la época la mujer no tenía plenas condiciones para ejercerla,
mucho menos siendo tan joven (Arrom, 1978-1981)9. Sin embargo, el
hecho de que tuviera una casa propia, un patrimonio y que viviera sola
en casa contigua a la de sus tíos tiene un alto significado. La autonomía de
pensamiento que conquistó desde su temprana juventud concuerda con
esta forma de vida, tan adelantada para su tiempo. Contó, además, con una
educación esmerada: leyó con avidez las principales obras que circulaban
entre los intelectuales de la época y tenía una amplia cultura, estaba al
tanto de los acontecimientos del día, escribía poemas y versos, manejaba
con soltura el francés, pintaba y era aficionada a la música.

8 Cuerpo de bienes de doña Camila Fernández de San Salvador, 12 de enero de 1809.


También se indican deudas a partir de negocios y ventas de algunas propiedades. Los inventarios
de los bienes de Leona están comprendidos en la causa de infidencia; fueron objeto de litigios
muy largos pues fueron incautados por el gobierno virreinal a causa de su participación en la
insurgencia. Fernández de San Salvador hizo lo imposible por impedir que se declarara la muerte
civil de Leona por traición a la patria y que, en consecuencia, confiscaran su patrimonio. No tuvo
éxito y Leona nunca pudo recuperar sus bienes.
9 Solo las viudas gozaban de una personalidad jurídica independiente.
89
mujeres en las revoluciones

Aunque las mujeres tenían una condición subordinada, por su situa-


ción jurídica y su preparación, hubo mujeres muy cultivadas en la Nueva
España. Varias aprovecharon las bibliotecas de sus esposos, padres, tíos y
abuelos para formarse por sí mismas. En ocasiones, no contamos con
fuentes para corroborarlo, pero tenemos algunos ejemplos ilustrativos.
Moisés Guzmán Pérez ha estudiado a Ana Manuela Muñiz de Sánchez
de Tagle, familiar del obispo de Michoacán, viuda que reunió 57 títulos, la
mayor parte de ellos de índole piadosa. Si bien, habría heredado parte de
la biblioteca de su tío y de su marido, sin embargo, destaca su interés por
conservarla para sí (Guzmán Pérez y Barbosa, 2013, pp. 6-61). Otra mujer
de la época de la que sabemos tuvo acceso a una gran cultura, a partir de
la biblioteca de su marido, es María Asunción Sartuche, Marquesa de San
Juan de Rayas. Junto con su hermana, apoyó a su marido en las actividades
subversivas que siguieron a los acontecimientos del Ayuntamiento de la
ciudad de México y en la conspiración de 1811. Al parecer era autodi-
dacta y se benefició de tener en su casa una de las mejores bibliotecas de
la capital, en donde figuraban obras científicas, gacetas literarias, obras de
economía política, obras del derecho natural y de gentes, libros de historia
universal, la historia de Saint Domingue, de Paraguay y la Historia Antigua
de México de Clavigero, entre otras (Mejía Zavala, 2013, pp. 73-109).
En la amplia relación de los bienes de Leona Vicario que se presenta en
diversos expedientes de su causa de infidencia no se encuentra noticia de
una biblioteca propiamente dicha. Junto con tazas, copas, cuadros, alhajas
y enseres de la casa, aparecen mencionados algunos títulos aislados que
remiten a una formación cristiana: el padre Parra, San Francisco de Sales,
Palafox, un libro de oraciones, la vida de San Francisco, la de San Jeróni-
mo o un Lavalle10. Testimonios posteriores confirman que Leona era una
mujer devota, en especial de la Virgen de Guadalupe en años posteriores a
la independencia11. Las declaraciones contenidas en el proceso muestran el
interés de los fiscales por conocer a quién correspondía tal o cual nombre
—Telémaco, Nemoroso u otros como Lavoisier y Mayo—, sin embargo,

10 Testimonios posteriores confirman que Leona era una mujer devota, en especial de la
Virgen de Guadalupe en años posteriores a la independencia.
11 Véanse los primeros interrogatorios de la causa de Leona Vicario (García, 1985).

90
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

Leona fue muy valiente y no delató a ninguno de sus corresponsales, así


que el gobierno virreinal nunca pudo descubrir las misteriosas tramas de
los implicados en sus cartas.
Como es natural, Leona era partícipe de la cultura católica de la época,
de sus devociones y sus prácticas. Esto se ve en sus libros, lo sostuvo y lo
demostró Fernández de San Salvador en su defensa, cuando invocó sus
actitudes devotas y caritativas, indicando que ella se ocupaba “en curar
por sus manos las nubes de los ojos de los ciegos” (García, 1985, p. 169)12.
Leona seguiría profesando gran devoción a la Virgen de Guadalupe y a
los santos a lo largo de su vida.
Atestiguó Fernández de San Salvador que eran innumerables los pa-
peles que acreditaban su amor por Fernando VII. De su puño y letra había
recogido Leona una de las canciones patrióticas “que más inflamaron a
los españoles para la defensa de su rey”; también unos versos suyos que
empezaban: “con garras y dientes contra Napoleón y la perfidia con que
nos quitó al rey. La vida tengo que dar y en defensa de Fernando la sangre
derramaré” (García, 1985, p. 168). No hay que olvidar los sentimientos de
temor que se experimentaron en la Nueva España cuando se conocieron
las noticias de que la península había sido ocupada por el ejército francés.
Las muestras de adhesión a Fernando como rey cautivo, a quien llamaron
el Deseado, fueron visibles en todas partes. Como en este caso, la lealtad
al rey no se puso en duda hasta más adelante, pero la manera en que las
autoridades virreinales reaccionaron ante la crisis política de 1808, depo-
niendo al virrey Iturrigaray mediante un golpe de Estado que puso fin a
las juntas del Ayuntamiento capitalino y metió en prisión a varios de los
capitulares —algunos de los que murieron de manera sospechosa— fue
reprobada por los criollos de la ciudad de México y de otros lugares. De
modo que, aunque el nombre del monarca cautivo siguiera siendo invo-
cado, en la Nueva España el malestar era generalizado. En la capital y las
principales ciudades del virreinato brotaban expresiones de inconformi-
dad, mientras se buscaba la manera de resolver la crisis de soberanía que
había provocado la acefalía de la Corona (Villoro, 1981)13.

12 Declaraciones de Fernández de San Salvador.


13 Desde su punto de vista, el manejo represivo de la crisis de 1808 por parte de los sec-
tores peninsulares recalcitrantes fue lo que llevó a la reacción insurreccional con el levantamiento
de Hidalgo. 91
mujeres en las revoluciones

La relación con Los Guadalupes


En la época, muchas mujeres gozaron de relaciones personales y fa-
miliares verdaderamente interesantes. La sociabilidad de las tertulias y las
conversaciones fascinantes atrajeron a la mayoría de las señoras y señoritas
de las ciudades importantes. En la mayor parte de los casos, los maridos
llevaron la voz cantante, pero en otros ellas tuvieron una voz propia. Pienso
en casos como el de La Güera Rodríguez, que no era la mujer disoluta
descrita por la mala pluma de enemigos prejuiciosos14 y quien contó con
la sincera amistad de figuras destacadas de la elite intelectual novohispana,
como el canónigo Mariano de Beristain y Souza, autor de la Biblioteca
Hispanoamericana Septentrional; José Ignacio Beye Cisneros, doctoral de
Guadalupe y futuro diputado a las Cortes, o el doctor Alejandro García
Jové, cura párroco de Atitalaquia, por mencionar algunos de los muchos
amigos que tenía. En el círculo de Los Guadalupes actuaron por cuenta
propia varias mujeres, entre ellas Margarita Peimbert y Luisa Orellana y
Pozo, quienes fueron denunciadas e interrogadas.
Leona Vicario tuvo un círculo de amistades tejido de manera personal,
como el de varias mujeres de su rango, lo que le permitió convivir con
una sociedad ilustrada e inquieta, muy consciente de los acontecimientos
y la coyuntura política por la que atravesaba el virreinato15. Estuvo vincu-
lada en una amplia red de relaciones con Los Guadalupes y el hecho de
que fuera sobrina de Juan Bautista Raz y Guzmán, una de las figuras más
influyentes de la organización, pudo haber influido de alguna manera. Sin
embargo, veremos que con el tiempo ella fue ocupando un lugar propio
con relaciones que no solo la ligaron a los círculos de la elite capitalina,
sino que la llevaron a trabar amistad y correspondencia con personas
venidas de otras partes y de diversos niveles sociales. En cuanto a Raz y
Guzmán, hay que decir que a su vez tenía colaboración estrecha con la
mayor parte de los asociados: Julián Castillejos, Benito José Guerra, Juan
Nazario Peimbert, Antonio del Río, Antonio López Matón, José María

14 La distorsión comenzó con el Bosquejo ligerísimo (1822) de Vicente Rocafuerte que


difundió la idea de una relación íntima con Iturbide y el papel que según él había jugado ella en
la consumación de la independencia.
15 Es bien conocido el caso de María Ignacia Rodríguez, que tuvo una red de relaciones
personales y familiares amplísima, pero seguramente hubo muchos otros. (Arrom, 2020).

92
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

Fagoaga y Valentín Zerecero. Muy pronto Leona se encargó de recibir,


enviar y distribuir correspondencia entre los rebeldes y sus aliados de
la ciudad de México (Guedea, 1992, p. 381). Personalmente, mantuvo
correspondencia con varios insurgentes, incluido José María Morelos,
además de su comunicación natural con Andrés Quintana Roo, Ignacio
Aguado y Manuel Fernández de San Salvador. Más adelante, su actividad
contribuyó a la fuga de varios arrieros.
Por mucho tiempo, la historiografía subestimó el descontento y la ac-
tividad política de las ciudades en la crisis de independencia novohispana.
“Islas en la tormenta”, las llamó Eric Van Young (1992), haciendo notar el
contraste con la violencia desatada en el campo por la insurgencia mexicana.
Ciertamente, la capital virreinal no padeció la destrucción de guerra, pero
la muy noble y leal ciudad de México, capital de la América Septentrional,
la ciudad más importante del hemisferio, vivió una intensa politización en
aquellos años. Sede de los poderes virreinales y de las juntas del Ayunta-
miento que habían planteado un verdadero debate sobre las alternativas de
la Nueva España ante la crisis motivada por la vacancia real, se convirtió, tras
el golpe de Yermo, en una ciudad muy vigilada. Resultaba difícil, enton-
ces, expresar de manera abierta las opiniones políticas, mucho más si estas
transparentaban la desafección que existía en el reino. Por tales razones, aquí
como en otras poblaciones de importancia de la Nueva España —Valladolid
de Michoacán, Querétaro y San Miguel—, los movimientos conspirativos
proliferaron en los años siguientes. Cada vez hay más estudios que muestran
de manera detallada cómo actuaron los conspiradores, los planes y proyectos
que tenían, así como el entramado de relaciones que cubría diversos puntos
de la geografía virreinal (Estrada Michel, 2010).
La rebelión de Hidalgo estalló el 16 de septiembre de 1810 como
resultado de que la conspiración de Querétaro fue descubierta por las
autoridades virreinales. Según sabemos hoy, los conspiradores estaban
mejor organizados de lo que se supuso, reunieron armas y municiones,
tenían planes de acción y consignas muy claras entre las cuales estaba
salvar al reino de los impíos franceses, sumar a los indios bajo la consigna
de terminar con el tributo y llevar a los gachupines al puerto de Veracruz
para embarcarlos a la península. El movimiento de Hidalgo contaba con
simpatías en la ciudad de México, pero no confió plenamente en ellas

93
mujeres en las revoluciones

puesto que, por esta y otras razones, no se animó a entrar a la ciudad aun
estando muy cerca a finales de octubre de 1810.
Se desconoce la fecha de la fundación de la organización de Los
Guadalupes y los nombres de sus fundadores.Tampoco sabemos a ciencia
cierta si Leona Vicario era miembro formal de ella o si solamente actuaba
en su favor, aunque es claro que estaba muy comprometida con ellos y
con la insurgencia. Como dije, grupos de personas relacionadas entre sí,
simpatizantes de la insurgencia, estuvieron dispuestas a prestar múltiples
auxilios para su desarrollo.
La instalación de una junta creada en la población de Zitácuaro por
Ignacio Rayón para articular a la insurgencia y dotar de legitimidad al
movimiento, en agosto de 1811, facilitó la colaboración con otras instan-
cias. Aunque la población de Zitácuaro fue arrasada por Calleja, la Junta
Nacional Americana y la figura de Rayón siguieron dirigiendo los destinos
de la insurgencia, aun cuando la estrella de Morelos brillara con fuerza en
los años que siguieron. No viene al caso entrar en demasiados detalles al
respecto, basta saber que actuaron en consuno y que en el año de 1813, los
éxitos del caudillo del Sur hicieron que el movimiento pudiera concebir
planes más arriesgados y tuviera una actividad casi frenética en cuanto a
su organización e impacto16.
No es de extrañar, entonces, que la correspondencia de Leona se
volviera más frecuente e intensa a comienzos de 1813, pues ella estaba
enlazada con personas principalísimas del movimiento. Según testimonios,
Leona no solo sirvió de correo y de enlace con estos personajes, sino que
fue interlocutora de Morelos y de Rayón, entre otras personas decisivas17.
En la causa instruida contra doña Leona Vicario y sus cómplices, y en
otros papeles quitados a Luis Núñez, hay asuntos que resultan particular-

16 A finales de 1812, Morelos ocupó la ciudad de Oaxaca y en agosto de 1813 tomó


Acapulco. En septiembre de 1813, Morelos formó el Congreso en la población de Chilpancingo
y emitió documentos fundamentales: “El reglamento del Congreso” y “Los sentimientos de la
nación”, que contenían las grandes líneas de la obra constitucional. Muy conocida es la entrevista
que el caudillo tuvo con Andrés Quintana Roo para poner en común los lineamientos del pro-
yecto, en la víspera de la instalación del Congreso.
17 Lo afirmó Rayón en su causa del año de 1818 (Guedea, 1992, p. 105).

94
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

mente interesantes para conocer mejor la comunicación que existía entre


Leona y Quintana Roo. Del carteo se desprende la información de la que
gozaban Los Guadalupes en la época y la manera en que compartieron
ideas y expectativas. Un par de cartas, fechadas en Tenango el 7 y el 18 de
mayo de 1812 hacen referencia a varios correos. Interesa especialmente la
carta del 7 de mayo, en la que su autor señalaba que: “las novedades se las
había participado a doña L”, a quien le había también enviado El Ilustrador
Nacional. En correspondencia del 18 de ese mes, A, que presuntamente sea
Andrés Quintana, pedía que le entregaran a doña L la carta adjunta y le
preguntaran si le acomodaba ese conducto. Como dice Guedea, “se an-
toja pensar que el remitente de estas cartas fuera Andrés Quintana Roo y
doña L, Leona Vicario” (Guedea, 1992, p. 80, n. 35). Lo anterior confirma
hasta qué punto estaba Leona enterada del curso del movimiento y cuánto
compartía las principales ideas que se discutían en su seno.
El 27 de febrero de 1813, al regreso de una expedición, Anastasio Bus-
tamante reportó al virrey Venegas haber descubierto a un sujeto de nombre
Mariano Salazar con tres cargas y varios efectos que había de conducir a
Tlalpujahua. Se abrió investigación por la Junta de Seguridad para asegurar
los papeles aprehendidos e iniciar la averiguación. Pronto se supo por sus
declaraciones que dicha carga había salido de la calle don Juan Manuel, de
la casa de doña Leona Vicario.

La infanta de la nación americana


El 2 de marzo de 1813, don Agustín Pomposo y Fernández de San
Salvador reportó que se había percatado días antes de que faltaba de su
habitación María Leona Vicario con sus criadas: “habiendo dejado dicho al
portero que iba a una Jamaica en San Cosme…”. Al ver que no había vuelto
por la noche y esperando un par de días a ver si volvía avergonzada, tuvo que
presentarse a dar parte a las autoridades y dar comienzo a la averiguación
sobre su paradero. Pensaba, y no estaba errado, que Leona tenía la tentación
de huir con los insurgentes y que el joven Quintana la esperaba. Diez días
estuvo Leona en unos jacales de San Juanico, pueblo vecino de la capital, en
donde fue descubierta, reconvenida por su tío y el padre Sartorio, y condu-
cida al convento de Belén. No deja de llamar la atención que, para descubrir
a Leona en San Juanico, don Agustín Pomposo hubiese sido acompañado
por una de las principales figuras de Los Guadalupes, don Antonio del Río.

95
mujeres en las revoluciones

Leona fue puesta en reclusión en el convento de Belén, a cargo del


ilustre doctor Monteagudo. Los primeros días de marzo se abrió la cau-
sa de infidencia que recoge fielmente los detalles de aquellos meses en
que Leona estaba por abandonar la ciudad de México. Los testimonios
muestran la excesiva frecuencia con que iban y venían papeles de la calle
de don Manuelito rumbo a Tlalpujahua, enviados por la señorita Vicario.
Las cartas eran sumamente comprometedoras y mostraban una actividad
febril: intercambios, correspondencia, impresos, bolsitas de té, relojes, una
talega, monedas de cuño insurgente e incluso armas. Sujetos muy diversos
acudían al domicilio y fueron llamados a declarar durante el proceso. Los
fiscales se apuraron por conocer a los implicados en esta correspondencia,
preguntaron a su prima, doña Mariana Fernández, qué sabía de algunos
nombres detectados: quiénes eran la señorita Arévalo, el padre Santa María
y don Francisco Peredo; quién era Mayo, quién era Nemoroso. “¿Es la
señorita Vicario aficionada a la lectura?”, le preguntaron. La prima respon-
dió que hacía cuatro años que Leona era aficionada a la lectura, pero que
ahora no, por estar mala de la cabeza. Sabía que leyó la Historia natural de
Buffon y creía que no había leído el Robinson, porque ese era solo para
muchachos; eso fue todo lo que dijo.
El 22 de abril de 1813, Leona fue llamada a declarar. Dijo ser española,
residente de esa ciudad, doncella de 24 años y no tener nada que agregar,
puesto que no pensaba que escribir cartas fuera un delito. El interrogatorio
revela la cantidad de papeles subversivos que Leona había recibido y hacía
llegar a otros puntos; por los contenidos descritos podría haber entre ellos
prensa insurgente. Al Despertador Americano, primer periódico insurgente,
le siguió la edición del Ilustrador Nacional y el Ilustrador Americano, estos
últimos con participación de Quintana. En 1813, don Andrés planeó,
fundó y editó el Semanario Patriótico Americano, periódico en el que figuran
los mejores ideales sobre la libertad, la felicidad, el constitucionalismo y la
defensa de los derechos del hombre y del ciudadano (Ibarra, 1987). Solo
tengo constancia de que Leona hubiese recibido ejemplares del Ilustrador
por la carta mencionada más arriba, pero es natural pensar que estas ideas
estuvieron recogidas en los papeles que manejaba y en la correspondencia
que sostuvo con Andrés Quintana desde su partida. Pero las cartas eran
aún más claras y comprometidas en cuanto a la información que existía
sobre hombres, fusiles, plazas y planes concebidos por los rebeldes.

96
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

A lo largo de los interrogatorios, no fue posible obtener de Leona


ninguna información que comprometiera a sus corresponsales. Se sostuvo
en la idea de que ella solo había escrito algunas cartas a su primo Manuel,
por razones naturales de afecto familiar. Afirmó no haberse escrito con
Andrés Quintana Roo y mucho menos con los caudillos de la insurgencia,
salvo tener noticia de Rayón. Reiteró que no le parecía ningún delito
escribir cartas y que, por lo mismo, no entendida por qué estaba detenida.
Es interesante que en la documentación que formaba parte del cuaderno,
el juez comisionado, Julián Roldán, incluyera el testimonio de un sujeto
anónimo que relata “que habían salido y luego vuelto a Tlalpujahua una
división de cuatrocientos hombres que venían por una señora de México”
(García, 1985, p. 33), la que se iba a proclamar “la infanta de la nación
americana”, pero que a dicha señora no ha habían encontrado y que ha-
bían sabido, “había vuelto a México” (p. 33). Más allá de lo exagerado del
relato, podemos sospechar que se trataba de rescatar a Leona.
En efecto, Leona había sido recogida por su tío y conducida a la cárcel
de Belén. De allí también trató de escapar y aunque su huida de Belén no
fue tan espectacular como el fallido intento imaginado en el testimonio
antes citado, en él tomó parte un buen número de personas que con-
siguieron ponerla a salvo y trasladarla rumbo a Oaxaca, hacia donde se
desplazaba el foco de la insurgencia. Cuentan los testigos que el viernes 23
de abril “a los tres cuartos para las siete de la noche”, cuando iban a cerrar
la portería se les arrojaron tres hombres armados, poniéndoles pistolas en
el pecho. Uno de ellos se quedó en la portería, los otros dos se dirigieron
a las habitaciones de Leona. Detuvieron a la señora que estaba con ella,
la agarraron de un brazo y con violencia se la llevaron. Entre gritos y
risas partió “la infanta de la nación americana” con los tres hombres, dos
vestidos de mangas de jerga y otro con una gran capota, debajo de la cual,
comentaron algunos, le vieron cargado de armas (García, 1985, pp. 51-54).
Muchos fueron los cómplices acusados de haber sacado a la niña Vica-
rio, como la llamaban en el Colegio. Mariano Salazar, Cristino González,
José María Rivera y Miguel Rivera, fueron llamados a comparecer en
la causa de infidencia que abrió la capitanía en contra de Leona Vicario,
prófuga de la cárcel de Belén, en donde se hallaba reclusa. En el mes de
junio se abrieron edictos y pregones para dar con su paradero. Se nombró

97
mujeres en las revoluciones

curador ad bona a su tío don Agustín Pomposo Fernández de San Salvador


para dar cuenta de los bienes de la prófuga y dio inicio el largo proceso
que determinó la confiscación de sus caudales, por haber sido declarada
traidora de la patria y, en consecuencia, haber perdido todo derecho civil18.

Para sellar un destino


Con la huida de la cárcel de Belén, Leona selló su destino en un doble
sentido: por un lado, tomó la decisión de unirse a la insurgencia, como
lo hicieron en aquellos años varios de sus compañeros asociados a Los
Guadalupes. Por el otro, tomó la decisión de casarse con Andrés Quintana
Roo, cuyas pretensiones matrimoniales habían sido rechazadas por don
Agustín Pomposo, como apunté más arriba. En ese sentido, Leona era
nuevamente un caso excepcional, pues en lo político y en lo personal
tomaba decisiones por cuenta propia.
En la época, los acuerdos matrimoniales eran concertados por los pa-
dres, pues la monarquía les concedía la facultad de otorgar permiso para
los matrimonios, siempre vigilantes de la conveniencia de estos enlaces.
La pragmática sanción de 1776 prevenía acerca de los matrimonios entre
desiguales, asegurando el rigor, las costumbres y la integración familiar.
En 1778, el consentimiento paterno, que no había sido exigido por las
leyes canónicas, se convertiría en un requisito indispensable para que los
españoles pudieran contraer nupcias (Juárez Nieto, 2013, p. 142). Aunque
hubo modificaciones y ajustes en versiones posteriores, en 1803 se ratificó
esa voluntad en todos sus términos: los padres de familia tenían toda la
autoridad sobre los matrimonios de sus hijos.
Desde luego, buena parte de los rebeldes estuvieron muy en contra de
perpetuar estas normas, como es el caso del cura Hidalgo, que siendo pá-
rroco de Dolores se había expresado en contra de ellas (Herrejón Peredo,
2014, p. 134). Además, cuando estalló la insurgencia, los sacerdotes se vie-
ron en la necesidad de casar a sus feligreses al margen de las disposiciones
generales. Esta conducta fue atacada abiertamente por los prelados, pero

18 Esta parte de la causa es extraordinariamente rica para conocer el aparato jurídico y los
medios que sirvieron a los fiscales para requisar todos los bienes de Leona Vicario. Es muy inte-
resante conocer la manera en que su tío los defendió con argumentos basados en la renovación
jurídica que se estaba dando en la época (García, 1985).

98
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

los curas que se hallaban en el campo insurgente optaron por santificar las
uniones e impartir el sacramento de manera muy amplia entre las parejas
(Ibarra, 2002, pp. 53-86).
No sabemos nada sobre cuándo y en qué momento contrajeron nup-
cias Leona Vicario y Andrés Quintana Roo. La historia de Leona se con-
funde con la de la insurgencia en este periodo de auge del movimiento
y habiendo quedado en suspenso su causa de infidencia, solo tenemos
noticia de ella a través de la documentación generada por la confiscación
y remate de sus bienes. Mucho más tarde, en agosto de 1815, el Real
Acuerdo de México registró la solicitud de Leona Vicario, Andrés Quin-
tana Roo y José Antonio Sesma para obtener la gracia del indulto, pero
como no se presentaron personalmente, sino por mediación del cura de
Temascaltepec (García, 1985, pp. 182-184)19 , la respuesta quedó aplazada.
Meses difíciles para la pareja por el nacimiento de su primera hija, Geno-
veva, bautizada con ese nombre por haber visto la luz en una cueva; solo
se conoce sobre los desplazamientos de Quintana en la región cercana a
Ixtlahuaca y luego hacia Zitácuaro y Cóporo. La insurgencia de Morelos
había sufrido grandes derrotas en Puruarán y Valladolid; el caudillo fue
tomado preso y ejecutado en los últimos meses de ese trágico año.
Permanecieron Leona y Andrés por bastante tiempo en el pueblo de
Tejupilco, desde donde imploraron nuevamente, sin tener éxito, la gracia
del indulto y también la reintegración de sus bienes20. Gracias al bando del
30 de enero de 1817 se les concedió la gracia, “quedando absolutamen-
te indultados con entero olvido de sus anteriores extravíos…”. Además,
se admitió conceder a la pareja la suma de ocho o nueve mil pesos del
capital que tenía Leona en el Consulado de Veracruz “para socorrer sus
necesidades actuales” (Velasco al Virrey, 1818) y pasar a España, lo que
nunca ocurrió. La pareja permaneció en la Nueva España y saludó la
consumación de la independencia en septiembre de 1821.

19 Real Acuerdo a los señores Mesía, Bachiller, Campo y Bataller, 26 de agosto de 1815.
20 Quintana Roo litigó en favor de los bienes de su esposa sin éxito. En realidad, buena
parte de estos habían pasado a la Real Hacienda, que dispuso de ellos para apoyar operaciones
realistas en Panzacola y la Habana (García, 1985, pp. 286-290).

99
mujeres en las revoluciones

No existen muchos testimonios de Leona en la vida independien-


te, pero las pocas ocasiones en que se la puede escucharla, su voz resuena
singularmente. No cabe duda de que, a la par de la trayectoria relevante
de su marido, ella se mantuvo en las filas de la lucha, en favor de la inde-
pendencia, la república y la organización federal21.
Es conocida la respuesta que dio Leona al haber sido puesta en des-
crédito por Lucas Alamán. El 26 de marzo de 1831, en el periódico El
Federalista, ella lo encaró de manera contundente haciéndole notar que era
una mujer con ideas propias y que su amor a la causa de la independen-
cia no estaba motivado por su relación de pareja con su marido, Andrés
Quintana Roo. Es muy conocido el lúcido testimonio con el que defendió
públicamente su independencia de criterio:
No solo el amor es el móvil de las acciones de las mujeres; que ellas son
capaces de todos los entusiasmos y que los sentimientos de la gloria y la li-
bertad no les son extraños… Por lo que a mi toca, sé decir que mis acciones
y opiniones han sido siempre muy libres, nadie ha influido absolutamente
en ellas, y en este punto he obrado siempre con total independencia…
Me persuado de que así serán todas las mujeres, exceptuando a las muy
estúpidas, y a las que por efecto de su educación hayan contraído un hábito
servil. De ambas clases hay también muchísimos hombres. (Vicario, 1831)

También Andrés Quintana Roo reclamó a Alamán en estos términos,


en las páginas de ese periódico: “¿Y este hombre se atreve a poner en
sus inmundos labios su opinión de la más esclarecida patriota? La nación
responderá por mí en este ultraje…” (Ibarra, 1987, pp. 201-203). Lo decía
porque en ese momento el Estado de México ya había bautizado a su
capital con el nombre de Leona Vicario.
Leona firmó testamento en favor de sus dos hijas, Genoveva y Dolores,
con fecha 30 de marzo de 1839. A su muerte, en 1843, Mariano Otero
pronunció una oración cívica en la que le rindió tributo. Esta fue una de
las primeras ocasiones en que se enaltecía a una mujer por sus servicios a
la patria. En esta oración dijo lo siguiente:
21 La trayectoria de Andrés Quintana Roo fue sumamente relevante, primero como inte-
lectual decisivo de la insurgencia, fundador de periódicos insurgentes y miembro del Congreso de
Anáhuac, luego en los múltiples cargos que se le asignaron en la vida independiente: subsecretario
de Relaciones Exteriores, diputado en varias ocasiones, ministro de la Suprema Corte, ministro de
Justicia y Negocios Eclesiásticos, poeta, intelectual y forjador de la opinión pública (Ibarra, 1987).

100
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

Después de haber mostrado que las mujeres tiernas y delicadas que nacen
bajo el cielo de los trópicos igualaban la grandeza de ánimo y la sublime
piedad de las nobles romanas, [ella] ha desaparecido igualmente después de
haber llorado lo que todos hemos visto, nuestras fortalezas selladas con el
pabellón extranjero, a Texas perdido, y la república dividida en fracciones.
(Otero, 1919, p. 183)

Queda mucho por investigar sobre esta heroína de la independen-


cia mexicana, como también sobre otras mujeres menos conocidas de la
época. Sabemos muy poco de sus actividades en el México republicano.
Por ahora, la causa de infidencia ha sido la guía para conocer a la joven
inquieta que tomó grandes decisiones por cuenta propia, rompiendo con
los esquemas impuestos en la época. Reconstruir su vida, como la de otras
mujeres, es una tarea que nos aguarda ahora que las circunstancias obligan
a comprender mejor la historia de las mujeres.

Fuentes primarias
Leona Vicario a Lucas Alamán, 21 de marzo de 1831 en Memoria Polí-
tica de México. www.memoriapoliticademexico.org, consultada
el 10 de febrero de 2023.
Mariano Otero, Discurso del 16 de septiembre, en Obras completas de
Mariano Otero, Legado jurídico, político y diplomático, Cámara de
Diputados, 2019, p. 183.
Velasco al Virrey, 5 de septiembre de 1818, en Genaro García, Documentos
históricos mexicanos, p. 249-250.

Referencias
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Valladolid en 1809”. En F. Ibarra Palafox (ed.), Juicios y causas
procesales en la independencia mexicana. Universidad Nacional Au-
tónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas.
101
mujeres en las revoluciones

con preceptores, siendo el padre el encargado de velar por la educación de


los hijos (García Sánchez, 2005, p. 222). Esto pone en evidencia que había
cierto consenso en aceptar que la educación debía ser impartida sobre
todo a los varones, relegando a las mujeres. Así, por lo menos, ocurrió en
el hogar de los Túpac Amaru, como quedó demostrado en el contexto de
la Gran Rebelión. Es más, el propio José Gabriel era un hombre ilustrado,
cuya biblioteca personal alimentaba con la adquisición de libros7 y, quienes
lo trataron, como el coronel Pablo Astete —criollo cuzqueño realista—
coincidían en señalar que “hablaba con perfección la lengua española y con gracia
especial la quechua” (Lewin, 1967, p. 390). Es decir, era indudablemente bi-
lingüe y con Micaela, de hecho, se debió entender en quechua. Para finales
del siglo XVIII, Ignacio de Castro acotaba que en el Cuzco la lengua de
los indígenas había perdido su nativa elegancia, “y la española ... admitido
entre sus voces muchas de la índica” (De Castro, 1978, p. 44).

Matrimonio y violencia conyugal


Se ha afirmado que las familias de José Gabriel Condorcanqui No-
guera y Micaela Bastidas Puyucahua ya se conocían antes de que ellos
nacieran, pues hay registros de que en la boda de la abuela materna de
Micaela, en 1717, fueron testigos de la misma Sebastián y Bartolomé Con-
dorcanqui, abuelo y tío abuelo de José Gabriel (Del Busto Duthurburu,
1981, p. 54). También se asume que fue Marcos Túpac Amaru, tío del ca-
cique de Tinta, quien los presentó, ya que su suegra apellidaba Puyucahua
(Del Busto Duthurburu, 1981, p. 54). De Micaela, a través de las páginas
anteriores, se tiene conocimiento de que era hija natural e iletrada. A esto
se debe agregar que, en opinión de quienes la conocieron, era también
una joven que destacaba por su singular belleza, característica que no
debió pasar desapercibida a los ojos de José Gabriel (Walker, 2014, p. 21)8.

7 En el viaje que realizó José Gabriel a Lima, en 1777, para ventilar el juicio que seguía
por la adjudicación del marquesado de Oropesa, compró varios libros que trasladó a Tungasuca
en una encomienda, cuyos títulos no fueron inventariados. Sólo se sabe que entre ellos incluyó
la obra del inca Garcilaso de la Vega. (O’Phelan Godoy, 2013, p. 45). La referencia proviene del
Archivo General de la Nación [AGN], Real Aduana del Cuzco, leg. 162, año 1777. Agradezco al
Dr. Édgar Montiel por este dato.
8 De acuerdo con el autor, una prima de Micaela, Dominga Bastidas, le comentó al
general Guillermo Miller, en el Cuzco, sobre la ponderada belleza de la esposa de Túpac Amaru.
Miller, a su vez, compartió más adelante el comentario con su compatriota Clemente Markham.

28
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

Juárez Nieto, C. (2013). “Élite y matrimonio en una ciudad en guerra.


Valladolid de Michoacán, 1810-1821”. En M. Guzmán Pérez
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Villoro, L. (1981). El proceso ideológico de la revolución de independencia (2ª.
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ción de Humanidades.

103
104
capítulo 4

Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión


de las esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en
tiempos revueltos (1755-1814)
Elizabeth Ladera de Díez

Introducción
En el año 1814, denominado por la historiografía de la indepen-
dencia como el año terrible o el de la rebelión popular1, doña Francisca
de Ribas y Palacios —una niña de entre 8 y 10 años—, hija de la
unión de doña Ignacia María Palacios y Blanco y Antonio José de
Ribas y Herrera —dos de las estirpes más importantes de la elite
de la ciudad de Caracas— fue raptada por las huestes realistas y
rescatada por su nodriza esclava en el contexto de la emigración a
Oriente (1814), quien tras este noble acto obtuvo su libertad. Aun-
que el acontecimiento no está basado en documentación alguna, ha
trascendido de forma oral al imaginario contemporáneo venezolano.
Esta investigación dirige su interés a las relaciones afectivas entre
amas y esclavas influenciadas por la convivencia durante genera-
ciones sucesivas y a la significación que tomaría esta vinculación
durante uno de los periodos más difíciles (1812-1814) de la guerra
por la emancipación. Está sustentada fundamentalmente en fuentes
documentales de la sección escribanías del Archivo General de la
Nación de Caracas (AGN) que datan entre 1600-18102, en las que

1 Esta denominación está relacionada con las tensiones sociales de la época


colonial derivadas, entre otras razones, por su estructura estamental, en la que los pre-
juicios étnico-sociales de la elite mantuana sobre los demás sectores sociales subalternos
—expresados en el desprecio y en la obstaculización de su ascenso social y cultural, en
particular contra los pardos— generaron resentimientos que emergieron en el contexto
bélico (Vallenilla Lanz, 1983, t. I, pp. 62, 67).
2 Dicho papel de trabajo se inserta en una investigación particular más amplia
sobre la libertad de los esclavos en la ciudad de Caracas durante el periodo colonial.

105
mujeres en las revoluciones

se consultaron las cartas de libertad. El análisis del contenido de esta


documentación permitió la categorización de las diferentes formas de
acceso a la libertad —las compradas por los esclavos, familiares y allegados
o las otorgadas por los amos— y la identificación de variables —afectivas,
morales, sacramentales, temporales y espaciales—, a partir de las cuales
se construyó una base de datos con el programa Excel3, que permitió la
elaboración de cuadros.
Los debates producidos a partir de la segunda década del siglo XX
sobre las relaciones de la historia con las demás ciencias sociales —la
antropología, la sociología, la etnografía, la literatura, la psicología, entre
otras— son la base interpretativa de la documentación. De esta discusión
historiográfica se han tomado aquellas tendencias que dirigieron su interés
hacia actores sociales subalternos no tradicionales como la familia, las mu-
jeres, los obreros, los esclavos y los campesinos (Aurell, 2005, pp. 177, 183;
Burke, 1996, pp. 84, 86). En relación a las mujeres se tomó la producción
historiográfica femenina que trascendió a la mujer víctima para dar paso a
estudios sobre su participación activa en la sociedad, convirtiéndose en una
historia de género (Perrot, 2008, pp. 16, 38). En Venezuela todavía es largo
el camino por transitar en los estudios de género y son escasos los trabajos
sobre las mujeres de la elite como también de los sectores subalternos y
su influencia en la sociedad colonial (De Rogati, 2004; De Veracoechea,
1995; Ladera de Díez, 1991; Ponce, 1999; Quintero, 2003, 2007).
Los aportes de la historia de las mentalidades, los enfoques de las
representaciones e imaginarios sociales desde la historia cultural (Burke,
1996, pp. 56-60) y las tendencias de la psicohistoria y, en su ámbito, las
contribuciones de la historia de las emociones (Moscoso Sarabia, 2015)
—que han dado un giro teórico al plantearse un marco de estudio desde
la subjetividad— han permitido, en este caso, aproximaciones a las relacio-
nes afectivas femeninas (Chartier, 2005; Geertz, 2003; Scott, 2008; White,
2005). De este contexto se han tomado como referencia los contenidos de
la psicología de los complejos o psicología arquetipal, tales como el inconsciente

3 Esta investigación agradece la asistencia y colaboración de María Carolina Redondo


(socióloga y especialista) en la recopilación de información y en la construcción de la base de
datos.

106
Capítulo 4. Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión de las
esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos revueltos. 1755-1814

colectivo (Himiob, 1999, pp. 20, 22) y el arquetipo de la madre; este último,
concebido como el puente emocional que en algunos casos incidió en el
otorgamiento de la libertad a las esclavas domésticas.

El huracán socioétnico de la guerra a muerte (1812-1814)


La sociedad caraqueña estaba tomada por las sombras de las emociones
contenidas a lo largo de los siglos expresándose en el odio, la envidia y
fundamentalmente en el resentimiento socioétnico acumulado a lo largo
de la colonia (Uslar Pietri, 2014, p. 161, Vallenilla Lanz, 1983, t. I, p. 63).
Los caraqueños vivieron las consecuencias del resentimiento socioétnico
acumulado a lo largo de la colonia, en particular entre el 15 de junio y el
7 de julio de 1814 (Uslar Pietri, 2014, p. 161). Diversas batallas perdidas y
ganadas por ambos bandos no eran más que matanzas indiscriminadas entre
venezolanos. La provincia estaba sumida en la anarquía y el caos. La causa
emancipadora agonizaba por el avance del temido jefe realista José T. Boves
hacia la ciudad capital. Ante esta precaria situación, el Libertador decretó el
abandono de la ciudad el 6 de julio, con destino al oriente del país, donde
dos importantes ciudades, Barcelona y Cumaná, aún estaban en poder del
ejército patriota. Al siguiente día, unas 20 000 almas (Uslar Pietri, 2014,
pp. 168, 171;Waldron, 1977, pp. 28-29) —más de la mitad de la población,
calculada entre 30 000 y 50 000 habitantes (Chacón, 2009, p. 129)—, par-
tieron detrás de 1200 soldados, con Bolívar al frente (Cunill Grau, 2012, pp.
51-53; Uslar Pietri, 2014, p. 171); este acontecimiento ha sido denominado
por la historiografía nacional como la emigración a Oriente.

Exilio o muerte: doña Ignacia María Palacios y Blanco, una


mantuana en apuros
La situación de las mujeres caraqueñas aquel fatídico mes de julio de
1814 se reducía al urgente abandono de la ciudad, cualquiera que fuese
la vía. Ese era el alto precio a pagar por asumir sus propias decisiones de
alinearse en uno u otro bando (Pellicer, 2010, pp. XI, XII) 4, indepen-

4 “Las mujeres platican también, saludan y sonríen porque la Sociedad Patriótica de


Caracas las recibe con distinción en su seno, como medios de activa propaganda y como adorno
e incentivo” (González, 1978, p. 96).

107
mujeres en las revoluciones

dientemente de su condición socioétnica y económica5. Doña Ignacia


María Palacios y Blanco tomó la ruta de la emigración a Oriente, junto
con su pequeña hija doña Francisca de Ribas y Palacios, de entre 8 y 10
años, dadas las posibilidades de protección que le ofrecía la presencia de
su parentela y la de su marido6. Su situación era de alto riesgo, no solo
por su condición de mujer blanca de la elite endogámica de la ciudad7 y
partidaria de la independencia, sino también por sus vínculos familiares
con destacados jefes militares de la república. Era tía carnal del Libertador
Simón Bolívar por la vía materna8 y estaba casada con don Antonio José de
Ribas y Herrera, su pariente, perteneciente a una de las estirpes conocidas
en su tiempo por su pasión independentista.
El recorrido de aproximadamente 23 días estuvo colmado de tragedias
y dificultades. La larga caminata, el intenso calor húmedo del invierno
tropical, el acecho de los animales salvajes y el agua que empapaba los
cuerpos y empantanaba el camino hacían más lento el paso de los cami-
nantes y las bestias; apenas sobrevivió la cuarta parte de los que se alistaron
en esta jornada. Pese a la premura de alejarse de la ciudad y de los caminos
acosados por las huestes realistas y los esclavos sublevados, en las primeras
paradas de aquella penosa travesía se respiraba una atmósfera de pasiones

5 Uno de los casos más famosos de mujeres realistas de las elites fue el de María Antonia
de Bolívar, hermana del Libertador Simón Bolívar (Quintero, 2003, pp. 25-38). Sus primas Igna-
cia María y María Josepha Palacios y Blanco organizaban tertulias y reuniones en sus casas para
conspirar contra la Corona (Cherpak, 1985, p. 254); de las 9 hermanas Xerez de Aristeguieta y
Blanco hubo partidarias de ambos bandos (Ladera de Díez, 1990, pp. 265, 267). La participación
de las mujeres de estratos sociales intermedios quedó registrada, en el movimiento de Pedro Gual
y José M. España (1799) y la de los sectores más humildes, las esclavas, las mulatas y las pardas en su
rol como soldados, espías, mensajeras clandestinas, enfermeras, cocineras, costureras o curanderas
(Alcibíades, 2013, pp. 118-125).
6 En el expediente contra José Félix Ribas y Herrera se afirma que sus hermanos don José
Antonio, don José Félix, don Francisco José y don Juan Nepomuceno formaron parte de la emi-
gración a Oriente (AGN, Sección Causas de Infidencia, t. XXXI, exp. 22, año 1816, f. 159); don
Antonio José se incluye en una lista de emigrados (AGN, Sección Causas de Infidencia, t. XXXI,
exp. 22, año 1816, f. 159).
7 Tres hermanas de la familia Palacios y Blanco contrajeron matrimonio con tres herma-
nos Ribas y Herrera, con quienes tenían grados de consanguinidad (Herrera Vaillant, 2007, t. II,
pp. 499-503, 505-509).
8 Doña María Ignacia de Palacios y Blanco era hija de don Feliciano Palacios y Gil de
Arratia y de doña Francisca Blanco y de Herrera, y hermana de doña Concepción Palacios y
Blanco, madre de Simón Bolívar y Palacios (Herrera Vaillant, 2007, pp. 720, 721).

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Capítulo 4. Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión de las
esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos revueltos. 1755-1814

ambiguas dibujadas en la palabra pensada o pronunciada: nostalgia, muerte,


odio, destrucción, amores aplazados, compasión; cada quien expresaba,
tal vez, la necesidad de apropiarse del pasado que le pertenecía y que no
estaba dispuesto a dejárselo solo a la imaginación y al olvido (Ricoeur,
2010, pp. 22-23). Era la memoria de su propia historia que nadie —ni
tan siquiera el conflicto armado— podía arrebatarles. Paradójicamente,
los horrores de aquellos tiempos los había convertido en los “otros” que
volverían a encontrarse en los relatos de muerte en las páginas del futuro
(De Certeau, 2010, pp. 16-52-63).

Memorias, melancolía y destierro. La ciudad esclava y


mantuana que se desvanecía
Doña Ignacia María de Palacios y Blanco, heredera de una estirpe de
mujeres que habían asumido un papel importante en el ámbito económico
provincial se refugiaba en el imaginario que había recreado de la ciudad
que dejaba atrás9. A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, Caracas
estaba en pleno auge atrayendo la inmigración de comerciantes proce-
dentes de los Estados Unidos de Norteamérica y de las Antillas (Cunill
Grau, 2012, p. 42). Para entonces, ya habían nacido sus dos hijas —doña
Francisca y doña María de la Concepción de Ribas y Palacios—, en su
casa ubicada en la parroquia Catedral, a una cuadra de la plaza mayor, hacia
el sur (Archivo Histórico del Consejo Municipal de Caracas [AHCMC],
Sección Actas del cabildo, 1812, fs. 100, 100 vto.)10. La población de la
pequeña urbe estaba conformada, a comienzos del siglo XIX, por un mo-
saico étnico y cultural resultante de la mezcla interracial que se distribuía
—desde su fundación— en función de los prejuicios socioétnicos de las
elites: 27 000 pardos y mestizos de rasgos negroides (54 %); 6000 de las
“castas” indígenas (12 %); 5000 esclavos (10 %) —la mayoría criollos—, y
blancos y mestizos que ascendían a 12 000 (24 %) (Bernand, 2000; Cunill
Grau, 2012, p. 20). En 1792, de los 5669 esclavos que habitaban en las
parroquias Catedral, Altagracia y La Candelaria, 3670 (65 %), eran del

9 Ha sido poco estudiado por la historiografía venezolana el papel fundamental que ju-
garon las mujeres de la elite caraqueña en la economía provincial, dado el acceso que tuvieron en
la administración.
10 En esta sesión José F. Ribas solicita una “paja de agua, ubicada en la calle de abril, al sur
de la casa en donde vivía el gobernador y capitán general, junto a la de su hermano Antonio José.

109
mujeres en las revoluciones

sexo femenino. Las esclavas adultas sumaron 2675 (45 %), y las niñas, 995
(18 %). La esclavitud doméstica urbana era un fenómeno generalizado en
las ciudades coloniales hispanoamericanas (Bernand, 2000, p. 16; Herrera
Salas, 2005, 31-32; Hünefeldt11, 2014, p. 16; Taborda12, 2019, pp. 33-67;
Reid Andrews, 2007, pp. 35-36) y era una costumbre entre los conquista-
dores de los primeros tiempos, heredada de la tradición medieval ibérica
(Fernández Cháves y Pérez Garcúa, 2010, p. 6; Morgado, 2011; Piqueras,
2010, pp. 37-40).
Tanto los antepasados de doña Ignacia María como los de su esposo
Antonio José de Ribas y Herrera pertenecían a la elite criolla cacaotera
que había aprovechado la demanda de cacao desde el mercado mexicano
para extender los cultivos e insertarse en las rutas de la trata esclavista
del ámbito atlántico-caribeño —en particular, con Cartagena de Indias,
donde se intercambiaba el preciado fruto por esclavos—. Esto permitió a
la provincia de Caracas la consolidación del régimen de plantaciones co-
loniales de cacao en las primeras décadas del siglo XVII (1618-1659). Por
la vía del contrabando la preciada almendra salía a Curazao y desde esta
isla hacia Holanda, Francia e Inglaterra. Desde entonces y hasta finales del
periodo colonial, las cartas de dote de las mujeres mantuanas incluyeron,
entre otros bienes, plantaciones de cacao ubicadas en el litoral central, así
como esclavas y esclavos “para el servicio de su casa… de acuerdo a su
calidad…”13 (AGN, Sección Escribanías).

La casa mantuana: la convivencia entre las amas y sus escla-


vas domésticas
En la casa de la ciudad, recinto de la vida conyugal y familiar, las
mujeres propietarias de esclavos —casadas o solteras— vivieron la co-
tidianidad de la vida con sus esclavas sobre las que ejercían su cuota de

11 Según esta autora, en 1792, de la población esclava total en la ciudad de Lima, las mu-
jeres representaban el 52,5 %.
12 Esta autora sostiene que en Cartagena de Indias era del 55 %.
13 Entre 1623-1637, los hijos de conquistadores: Juan y Domingo Vásquez de Rojas, y
Lorenzo Martínez de Villela eran traficantes de esclavos. Ellos legaron a sus hijas y nietas —a través
de las cartas de dote— plantaciones de cacao con sus respectivos esclavos, así como esclavos para
el servicio de sus casas en la ciudad. Información contenida en el trabajo de tesis doctoral de la
autora, en proceso de redacción.

110
Capítulo 4. Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión de las
esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos revueltos. 1755-1814

poder doméstico urbano (Gutiérrez Aguilera, 2015). En el trascurso y hasta


finales del régimen colonial, la posición socioeconómica de las familias de
la elite de Caracas se relacionaba, entre otros aspectos, con la cantidad de
esclavos al servicio de sus casas (Acosta Saignes14, 1967, p. 181; Rodríguez
Jiménez, 2004, p. 647). La vida laboral de las esclavas se desarrollaba en
torno “al servicio doméstico en la casa de los amos, como jornalera[s],
pero residente[s] en la casa de los amos o como jornalera[s] que vivía[n]
fuera de la casa de los amos…” (Hünefeldt, 2014, p. 16). Sus tareas coti-
dianas estaban en función de las áreas de trabajo, de sus habilidades, de las
necesidades de sus amas y de su cercanía a estas: la cocina, la lavandería,
la costura, la limpieza, entre otros oficios. Las destinadas al entorno de sus
amas formaban parte de la intimidad y sensibilidad femenina, expresada
a través del cuerpo físico, que fungía de espacio emocional entre ambas:
recibirlas al nacer, amamantarlas, bañarlas, vestirlas, peinarlas, asistirlas en
las enfermedades, embarazos y en muchos casos amortajarlas para el mo-
mento de la partida definitiva. Las acompañaban en el espacio público, a la
iglesia, al teatro o a las tertulias en las cafeterías que ya existían en la ciudad
para comienzos del siglo XIX (Cunill Grau, 2012, p. 42). Este pequeño
segmento de las esclavas domésticas urbanas se ubicaba en una posición
privilegiada, en relación al resto de la esclavitud, en particular cuando se
trataba de obtener su libertad o la de su familia (Bernand, 2000, p. 37).
Amas y esclavas estaban conscientes de su ubicación en la sociedad
colonial. Las esclavas domésticas urbanas ocupaban en la casa el mismo
lugar que les correspondía en la sociedad colonial, sus habitaciones se lo-
calizaban en el último patio, lugar cercano en donde se ubicaba la cochera.
En la percepción de la mujer esclava confluían los prejuicios étnicosociales
propios de la sociedad colonial a los que se agregaban los relacionados con
su cuerpo y sexualidad que las hacía apetecible, tanto para los hombres
blancos, como para los de los demás sectores socioétnicos (Cháves, 1998;
Herrera Salas, 2005, pp. 37-38). Si criolla era la elite caraqueña, tan crio-
lla como ella era la esclavitud urbana, tal como lo revela la información
contenida en los inventarios de sus bienes, en cuanto a origen criollo de

14 Este autor cita los comentarios de Francisco Depons sobre el elevado número de escla-
vos domésticos en Caracas y su relación con el estatus de la elite.

111
mujeres en las revoluciones

los esclavos domésticos y los del área rural15. Esto indica una relación de
convivencia de varias generaciones —prolongada a sus hijas y nietas— y
vislumbra diferencias con la esclavitud urbana femenina de otras regiones
de Hispanoamérica colonial, en donde la introducción de esclavos no cesó
hasta finales del siglo XIX, especialmente en el ámbito insular caribeño.

Sujeción y manumisión: los diversos caminos a la libertad en


tiempos revueltos
La vida matrimonial de doña Ignacia María Palacios y Blanco y don
Antonio José de Ribas y Herrera se desenvolvió en un periodo de cambios
para la provincia, caracterizado por la influencia de las corrientes abolicio-
nistas que provenían de Europa —Francia e Inglaterra, fundamentalmen-
te— y los Estados Unidos (Klein y Vinson, 2013, pp. 296, 298; Pita Pico,
2013), el impacto de la revolución negra de Haití, en 1795 (Castillo Lara,
1981, p. 598; Martínez Peria, 2013, pp. 62, 75), la Real Cédula de Gracias
al Sacar, en 1792, y el pensamiento ilustrado francés, cuyos enunciados
fundamentales de libertad, igualdad y fraternidad hicieron eco en las elites
caraqueñas solo desde el punto de vista de sus intereses de grupo, que
necesitaba la independencia política para “ejercer la tiranía doméstica”.
Las políticas de la Corona española en torno a la esclavitud, entre ellas
el llamado Código Negro o Código Carolino (1789), que incluyó normas
en el trato para los esclavos —días de descanso y la posibilidad de trabajo
extramuros de la casa del amo, tomando como modelo el régimen escla-
vista de la provincia de Caracas (Lucena Salmoral, 1996, pp. 4-11)16— fue
ampliamente divulgado e interpretado equivocadamente por los esclavos
como un instrumento de acceso a su libertad (Castillo Lara, 1981, pp. 600,
601-607, 610). Es conocido que los esclavos tomaron parte activa en el
debate sobre su promulgación, a través de pasquines difundidos en la ciu-

15 En los inventarios incluidos en un número aproximado de 60 testamentos de indi-


viduos pertenecientes a la elite caraqueña —revisados en el contexto de la tesis doctoral de la
autora— se indica que desde la tercera década del siglo XVII y hasta la ruptura del nexo colonial,
la esclavitud urbana era en su mayoría criolla; esta documentación incluye información sobre la
filiación consanguínea de la población esclava.
16 En particular los artículos referidos en el cap. IV, sobre la ocupación útil, que indicaba
tomar como ejemplo la eficiencia con que se practicaba el alquiler de los esclavos jornaleros que
esta era una práctica común en la provincia de Caracas.

112
Capítulo 4. Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión de las
esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos revueltos. 1755-1814

dad Caracas (Sosa Cárdenas, 2010, p. 55), lo que generó tensiones internas
ante el rechazo contundente del mantuanaje cacaotero caraqueño a este
instrumento legal, entre otras razones, por la situación de inestabilidad en
que se encontraba la esclavitud del ámbito rural por la insurrección de los
esclavos de Coro de 1795 y las revueltas esclavas del litoral central, entre
otras, influenciadas por de la revolución negra de Haití. Probablemente
esta situación impeliese a los amos a asumir otra actitud frente a las aspi-
raciones de los esclavos domésticos, llegando a aceptar sus solicitudes de
compra de libertad y a otorgar libertades graciosas condicionadas a sus
exigencias. De 1677 cartas de libertad registradas (Dávila Mendoza, 2009,
p. 11), 1061 (63 %), fueron obtenidas en el lapso 1755-1810 y de estas, el
99 % correspondían a la ciudad de Caracas.
Las cartas de libertad revisadas revelan que el otorgamiento de la liber-
tad atravesaba toda la sociedad y la institucionalidad de la ciudad. Hombres
y mujeres de la elite caraqueña, individuos pertenecientes a la alta y a la
baja jerarquía política y religiosa, e incluso las pardas y las mulatas libres,
manumitieron a sus esclavos y esclavas. Las cartas de libertad localizadas
se categorizaron, de acuerdo con la forma de acceder a ella: las otorgadas
por los amos, 562 (53 %), y las compradas por los esclavos, 499 (47 %). Las
mujeres lograron el mayor número de cartas de libertad, 659 (62 %), en re-
lación a las 408 (38 %) obtenidas por los hombres; tanto en las compradas,
312 (62,5 %), como en las otorgadas por los amos, 347 (62 %) (tabla 4.1)
esta tendencia se insertaba en la de otros espacios iberoamericanos, por lo
que no era una característica particular de la ciudad de Caracas17. Aunque
las libertades otorgadas por los amos eran más altas que las compradas, las
cifras de las libertades reales ascendieron a 679 (65 %) del total, sumando
las libertades compradas, 499, y las 180 otorgadas sin condiciones por los
amos. Estos últimos datos revelan que los esclavos fueron los protagonistas
de su proceso emancipador, en razón de que las 499 libertades compradas
representaban el 86 % frente a las 180 (14 %) de las otorgadas por los amos.
En ellas se observan “visos de libertad dentro de la esclavitud…”, lo que
se aparta de la tradicional visión de los esclavos como seres pasivos y “co-
sificados” por el régimen, obedientes y sometidos de manera ineludible
al amo (Díaz, 2003).

17 “Las mujeres representaban el 60 % o más de las manumisiones otorgadas en Brasil y


Cuba en el siglo XIX, en Buenos Aires a fines del siglo XVIII y en la ciudad de México y Lima
en la primera mitad del siglo XVII...” (Reid Andrews, 2017, p. 94).
113
mujeres en las revoluciones

Tabla 4.1
Ciudad de Caracas (1755-1810). Cuadro comparativo de libertades compradas
por los esclavos y las otorgadas por los amos
Tipos de Sexo
libertades F  % M  % Totales  %
Compradas 312 62,5 187 37,5 499 47
Otorgadas
347 62 215 38 562 53
por el amo
Totales 659 62 402 38 1 061 100

Nota. Esta tabla fue elaborada por la autora, a partir del contenido de fuentes documenta-
les localizadas en el AGN, Sección Escribanías, año 1755, ts. 488-B, 490-B, 491-B, 492-B,
494-B, 495-B, 496-B, 497-B; año 1760, ts. 538-B, 539-B, 540-B, 541-B, 542-B, 543-B,
544-B, 545- B; año 1765, ts., 586-B, 587-B, 588-B, 589-B, 591-B, 592-B, 593-B, 596-B;
año 1770, ts. 636-B, 637-B, 638-B, 639-B, 640-B, 641-B, 642-B, 643-B, 644-B, 645-B,
646-B; año 1775, ts., 12-C, 13-C, 682-B, 683-B, 684-B, 685-B, 686-B, 687-B, 688-B; años
1780, ts., 724-B, 725-B, 726-B, 727-B, 728-B,729-B, 730-B, 731-B, 732-B; año 1785, ts.,
772-B, 775-B, 776-B, 778-B, 780-B, 781-B, 793 ; año 1790, ts. 11-C, 824-B, 825-B, 826-B,
827-B, 828-B, 830-B, 831-B, 832-B; año 1795, ts., 871-B, 872-B, 873-B, 874-B, 876-B,
877-B, 878-B, 879-B, 88O-B; año 1800, ts., 925-B, 926-B, 928-B, 929-B, 930-B, 931-B,
934-B, 935-B; año 1805, ts., 974-B, 975-B, 976-B, 977-B, 978-B, 980-B, 984-B, 985-B,
989; año 1810, ts., 1030-B, 1031-B. 1032-B, 1033-B, 1034-B, 10-35-B, 1036-B, 1037-B.

Trabajo y ahorro esclavo: el camino individual a la emanci-


pación, la libertad comprada
Las cifras de las libertades compradas directamente por los esclavos
—499, el 47 % del total de cartas de libertad registradas— aluden a un
recorrido complejo de liberación individual —definido por Christine
Hünefeldt como automanumisión (Cháves, 1998, p. 11; Hünefeldt, 1987)—,
en el que el mayor número de esclavizados pagó su libertad con dinero18,
sobre todo las mujeres, quienes representaron un mayor porcentaje (62 %),
en relación a los hombres el 38 %. El esfuerzo personal de las esclavas
por su emancipación y la de sus hijos alude a un proceso psicológico de

18 En Cartagena de Indias se observaba esta tendencia en la primera década del siglo XIX
(Pita Pico, 2013, p. 48); en Buenos Aires era del 60 % (Bernand, 2000, p. 57).

114
Capítulo 4. Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión de las
esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos revueltos. 1755-1814

individuación19, en tanto procuraron hacerse dueñas de sus vidas, de sus


cuerpos y de su fuerza de trabajo. En función de ello fueron agentes de su
propia libertad, desplegando estrategias individuales frente a sus amas para
obtener su emancipación, cuya consecución las insertaba en una dinámica
social cotidiana que les permitía formar familia propia y ascender jurídica
y socialmente dentro de su estrato socioétnico (Cháves, 1998, p. 2). El valor
de los esclavos urbanos en la provincia de Caracas oscilaba entre 50 y 300
pesos (Torquemada Sánchez20, 2016, t. LXXXIV), de acuerdo a su edad y
condiciones físicas, manteniéndose estable a lo largo del siglo XVIII. Sin
embargo, este podía aumentar cuando los esclavos demostraban destrezas
en el desempeño de un oficio, como era el caso de costureras, cocineras,
lavanderas, sastres, herreros y barberos.

Con o sin condiciones: la libertad otorgada por los amos


Del total de 569 libertades graciosas21, 7 (1,2 %) fueron revocadas, por
lo que la suma real se redujo a 562. De esas libertades otorgadas por los
amos, 369 (65 %) fueron condicionadas, 180 (32 %), sin condiciones y 13
(2 %), demandadas (tabla 4.2). Las libertades otorgadas por los amos abundan
en expresiones de “amor, gratitud y lealtad”; las condicionadas, en general,
sujetaban a la mayor parte de sus esclavos a determinadas exigencias que
disminuían sus posibilidades reales de emancipación, mientras que las liber-
tades concedidas sin condiciones significaban la libertad plena de los escla-
vos y el reconocimiento de los amos a las cualidades en el desempeño del
trabajo que trascendía el discurso arraigado y generalizado de que todos los
males y defectos recaían sobre los esclavos —la pereza de los “negros”—. En
paralelo se fue entretejiendo un discurso sobre “el buen esclavo” (Quintero
R., 2017, pp. 65-66), que les imponía una norma de buen comportamiento,
generando expectativas de libertad en la población esclava.

19 “La individuación es desde el enfoque de Carl G. Jung… el proceso por el que se cons-
tituye y singulariza el individuo, y en particular el proceso por el que se desarrolla el individuo
psicológico como una entidad diferente de lo general, de la psicología colectiva. La individuación
es, por ello, un proceso de diferenciación, cuya meta es el desarrollo de la personalidad indivi-
dual…” (Alonso González, 2018, pp. 325-343).
20 Esta autora observa la misma tendencia en Bayaguana (República Dominicana).
21 Para esta investigación se tomó la libertad graciosa, tal como aparece en la documenta-
ción; era la otorgada por el amo. Dentro de esta categoría se ubicaron tres tipos, (1) las condicio-
nadas; (2) las otorgadas sin condicionamiento alguno, y (3) las revocadas por los amos.

115
mujeres en las revoluciones

Tabla 4.2
Ciudad de Caracas (1755-1810). Libertad graciosa otorgada por los amos
Libertad sin
Condicionada Demandada Subtotales
condiciones
Sexo F  % M  % F  % M  % F  % M  % F  % M  %
Cantidades 236 64 133 36 108 60 72 40 4 31 9 69 347 62 215 38
Totales 369 180 13 562
 % 32 66 2 100

Nota. Esta tabla fue elaborada por la autora a partir del contenido de fuentes documentales locali-
zadas en: AGN. Sección Escribanías, tomos: 488-B, año 1755, fs.1, 4vto; 38; t. 492-B, año 1755 fs.
24; 54vto., 55.; t. 497-B, años 1759-1760, fs. 1vto.; 84.87; 188 vto., 196; t. 638-B, años 1759-1760,
fs.7 vto., 14,vto.; 20; 24 vto.; t. 540-B, año 1760, fs. 3, vto., 4 vto.; t. 542, año 1760, fs.84, 86; 88 .;
109; T. 544- B, año 1760, fs. 44, 45; 72,73; 143,148; 208 vto., 215; t. 587-B, año 1765, fs. 16 vto.,
19 vto; 28,28 vto.; 32 vto.; 92 vto.; t. 595-B, año 1765, fs. 3; 50; 61, 72; t. 637-B, años 1770-1772,
fs. 3; 16 vto., 19 vto; 22, 49, 51 vto.; 78; 114; t. 639-B, año 1770, fs.22; t. 640-B, año 1770, fs. 145;
239 vto., 240; t. 641-B, año 1770, fs.19 vto.; t. 643-B, año 1770, fs. 7; 84; t. 646-B, año 1770, fs.
4; 11; 12, 18; t. 13-C, años 1774-1775, f. 38; t. 12-C, año 1775, fs. 84, 85; t. 683-B, año 1775, f.
20; t. 684-B, año 1775, fs. 72 vto.; 98; 686-B, año 1775, fs. 155, 159 vto.; 171, 173; t. 724- B, año
1780, fs. 41; 135; 140;t. 727- B, año 1780, fs. 12; 16, 58;t. 728- B, año 1780, fs. 3vto., 7; t. 731- B,
año 1780, fs. 35, 41; t. 773- B, año 1785, fs. 3 VTO. 7; t. 774- B, año 1785, fs. 150;t. 781- B, año
1785, fs. 332, 338; 426 vto.; 546; 11-C, año 1790, fs. 39 vto.; 171; t. 825-B, año 1790, fs. 278, 547,
548 vto.; t. 826-B, año 1790, fs. 103, 175; t. 828-B, año 1790, fs. 289; t. 831-B, año 1790, fs. 34;t.
832-B, año 1790, fs. 162, 167; t. 872-B, año 1795, fs. 6,12vto.; 40, 222,229; t. 876-B, año 1795, fs.
192, 192 vto.;260; 576; t. 877-B, año 1795, fs. 232; t. 878-B, año 1795, fs. 263, 267;279; t. 880-B,
año 1795, fs.30, 32vto.; 46; t. 926, año 1800, fs. 168, 170; t. 930, año 1800, fs. 280; t. 934, año 1800,
fs. 16, 26, 33 vto.; 39; 48 vto.; 49; 54; 65; 87.t. 935, año 1800, fs. 293, 160; t. 975, año 1805, fs. 55;
58; 95, 110, 111; t. 978, año 1805, fs. 39, 181 vto.; 234, 236 vto.; 238; t. 980, año 1805, fs. 161; 169;
171; 239; t. 984, año 1805, s/f. ; t. 985, año 1805, fs. 122 vto.; t.1033, año 1810, fs. 107;t.1035, año
1810, fs. 188; 329; 395 vto.;t.1037, año 1810, fs. 169 vto.,170; 226, 227; 294.

Amas y esclavas: protagonistas de la manumisión femenina


doméstica urbana
Tanto amas como esclavas surgen como las protagonistas del proceso
de manumisión en la ciudad de Caracas. De 549 documentos de liber-
tades22, 347 (62 %) fueron concedidos a mujeres y 215 (38 %), a hombres
(tabla 4.2). La relación de género entre los 521 otorgantes refleja que las
mujeres también representaban el más alto número, 377 (72 %), en rela-
ción a la de los 144 hombres (28 %). Esta mayoría se explica en razón de

22 Esta cifra es el resultado de la resta de las 13 libertades demandadas, del total de 562
libertades.

116
Capítulo 4. Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión de las
esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos revueltos. 1755-1814

que las esclavas urbanas eran mayoría y porque correspondía a las amas la
toma de decisiones, en tanto eran las que, de manera general, dirigían el
ámbito doméstico.
En las cifras totales, de las 369 libertades condicionadas otorgadas por
los amos, 236 (64 %) correspondieron a mujeres y 133 (36 %) a hombres;
de las 180 libertades sin condiciones, 108 (60 %) correspondieron a muje-
res y 72 (40 %) a hombres. Con un total de 75 (52 %), los hombres otor-
garon el mayor número de este tipo de libertades a las mujeres, mientras
que 69 (48 %) mujeres le otorgaron este beneficio a 72 hombres (40 %)
(tabla 4.3). Las exigencias de las libertades condicionadas a servir al amo,
así como a familiares y allegados hasta después de su muerte sumaron 325
destinatarios (88 % del total); de esa cifra, el 66 % les correspondió a las
244 mujeres y el 22 %, a 81 hombres23. Estos datos revelan que fue mayor
el número de las mujeres propietarias que limitaron el acceso a la libertad
de sus esclavas, puesto que en el plano jurídico la esclava era libre. Sin
embargo, quedaba en una situación ambigua, porque permanecía en estado
de sujeción —física y laboral— con la obligación de perdurar en casa de su
ama o de quien ella dispusiese hasta su muerte (Cháves, 1998, p. 15). Este
tipo de “libertades” desvela que el régimen esclavista urbano caraqueño
estaba evolucionando hacia otras formas de relación de trabajo, como la
servidumbre doméstica, fundamentalmente femenina (Guzmán, 2018).
Tabla 4.3
Ciudad de Caracas (1755-1810). Clasificación de las libertades otorgadas por los
amos, según tipo y sexo de los otorgantes y los destinatarios

Tipos de Destinatarios Otorgantes Subtotales


Libertad F  % M  % Totales F  % M  % Cant.   %
Libertad
236 64 133 36 369 308 80 79 20 387 73
condicionada
Libertad sin
108 60 72 40 180 69 48 75 52 144 27
condiciones
Totales 344 63 205 37 549 377 72 144 28 521 100

23 Esta cifra se inserta en un cuadro adicional de las variables relacionadas con las razones
que exponían los amos para otorgar la libertad a los esclavos que, por razones de espacio, no se
incluyó en el presente capítulo.

117
mujeres en las revoluciones

Nota. Esta tabla fue elaborada por la autora a partir del contenido de fuentes documentales loca-
lizadas en: AGN Sección Escribanías, año 1755, ts. 488-B, 490-B, 491-B, 492-B, 494-B, 495-B,
496-B, 497-B; año 1760, ts. 538-B, 539-B, 540-B, 541-B,542-B, 543-B, 544-B, 545- B; año 1765,
ts., 586-B, 587-B, 588-B, 589-B, 591-B, 592-B, 593-B, 596-B; año 1770, ts. 636-B, 637-B, 638-B,
639-B, 640-B, 641-B, 642-B, 643-B, 644-B, 645-B, 646-B; año 1775, ts., 12-C, 13-C, 682-B, 683-
B, 684-B, 685-B, 686-B, 687-B, 688-B; años 1780, ts., 724-B, 725-B, 726-B, 727-B, 728-B,729-B,
730-B, 731-B, 732-B; año 1785, ts., 772-B, 775-B, 776-B, 778-B, 780-B, 781-B, 793 ; año 1790,
ts. 11-C, 824-B, 825-B, 826-B, 827-B, 828-B, 830-B, 831-B, 832-B; año 1795, ts., 871-B, 872-B,
873-B, 874-B, 876-B, 877-B, 878-B, 879-B, 88O-B; año 1800, ts., 925-B, 926-B, 928-B, 929-B,
930-B, 931-B, 934-B, 935-B; año 1805, ts., 974-B, 975-B, 976-B, 977-B, 978-B, 980-B, 984-B,
985-B, 989; año 1810, ts., 1030-B, 1031-B. 1032-B, 1033-B, 1034-B, 10-35-B, 1036-B, 1037-B.

En los datos relacionados con este segmento minoritario de la escla-


vitud femenina beneficiaria de la libertad sin condiciones por parte de los
amos se desvelan relaciones basadas en el afecto mutuo y la valoración en
el desempeño de sus tareas. Las cartas de libertad incluían, en algunos casos,
la donación de bienes: doña Sebastiana María de Tovar otorgó la libertad
a siete de sus esclavos, de los cuales seis eran mujeres (AGN, Sección Es-
cribanías, t. 731-B, año 1780, f. 29); doña María Rita de Amaya procedió
de igual manera con seis de sus esclavos, de los cuales cuatro también eran
mujeres (AGN, Sección Escribanías, t. 11-C, año 1790, fs. 371,372); doña
Josepha María Ponze de León dio libertad, en 1780, a Maria Francisca
Ponze y le donó 200 pesos en el valor de una tienda en el barrio del ro-
sario (AGN, Sección Escribanías, t. 724-B, año 1780, f. 41); Bárbara del
Pozo otorgó carta de libertad graciosa a su esclava María Josefa, para des-
pués de su fallecimiento y [pidió que] “se la mantenga en casa… dándole
de comer y vestir… hasta tanto ella se quiera ir, mi heredero entonces le
dará 10 pesos para que ella compre lo preciso para su casa…”; esta ama
también dio libertad a su esclava María Eusebia a quien dejó al resguardo
de familiares y le donó 300 pesos para que comprase una esclava (AGN,
Sección Escribanías, t. 978-B, año 1805, f. 39).
La influencia del arquetipo de la madre y la larga convivencia se
expresan en aquellos casos en los que las propietarias de esclavas que no
tuvieron hijos les otorgaron la libertad a ellas y a su prole nacida en sus
casas. Doña María Francisca de Acosta, viuda y sin hijos otorgó, en 1755,
la libertad graciosa sin condiciones a tres generaciones de esclavos: madre,
hija y cuatro nietos “por su buen servicio y lealtad… por el mucho amor
y cariño con que a mi regazo los he criado…” (AGN, Sección Escribanías,
t. 978-B, año 1805, f. 39). De igual manera procedieron, con argumentos

118
Capítulo 4. Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión de las
esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos revueltos. 1755-1814

similares, doña Paula María Ravelo en 1780 (AGN, Sección Escribanías,


t. 728-B, año 1780, f. 90) y doña Luisa de Arrechedera —doncella—,
quien suscribió este mismo tipo de carta de libertad a tres generaciones de
esclavos (AGN, Sección Escribanías, t. 984-B, año 1805, f. 509). Un caso
particular lo constituyó María Josepha, mulata, esclava de doña Luisa del
Castillo, expósita, quien había comprado su libertad y la de su hija Merced
en 1795. Su ama declaró que nunca se habían “separado de mi compañía
y servicio, asistiéndome y alimentándome con todo lo que sus fuerzas e
industrias le han permitido a dicha María Josepha” (AGN, Sección Es-
cribanías, t. 877-B, año 1795, fs. 43, 44). Este último caso también podría
revelar la complejidad que presentaba el régimen esclavista urbano. La in-
serción de las pardas y las morenas libres en la dinámica de la manumisión
femenina con libertades condicionadas desvela un espacio de relaciones
femeninas interétnicas: Juana Josepha Tablante, hija legítima y parda libre,
dio libertad a Isabel en 1790 (AGN, Sección Escribanías, t. 831-B, año
1790, f. 34); Juana de Ascanio, parda libre, otorgó, en 1755, la libertad
a Dorotea, mulata (AGN, Sección Escribanías, t. 492-B, año 1755, f. 52
vto) y Juana de Brisuela, mulata libre hizo lo mismo con Juana Petrona,
samba, en 1785 (AGN, Sección Escribanías, t. 776, año 1785, fs. 25, 26).

Amas y esclavas ante la guerra a muerte. Doña Francisca,


Panchita, de Ribas y Palacios es raptada y rescatada por su
esclava Juana
Para doña María Ignacia de Ribas y Palacios y sus parientes que so-
brevivieron a la emigración a Oriente, la pesadilla no había terminado.
A su llegada a la ciudad de Cumaná, su hija, doña Francisca de Ribas y
Palacios, se extravió en medio del caos y la anarquía que reinaba para llegar
al puerto y embarcarse, en el caso de ella, hacia la isla de Curazao, según
los distintos relatos conocidos. Al parecer, la niña deambulaba por la ciudad
cuando un soldado realista a caballo la divisó entre la muchedumbre y la
raptó. Juana su esclava y nodriza, quien posiblemente la buscaba afanosa-
mente, de pronto la reconoció en la montura del caballo. Inmediatamente,
le pidió al raptor que se la entregase, sin obtener resultado alguno. Después
de un forcejeo físico entre ambos, en el que Juana intentó arrebatarle la
niña a la fuerza, sin conseguirlo, le ofreció el dinero ahorrado para comprar
su libertad y el soldado accedió a entregársela.

119
mujeres en las revoluciones

Según los distintos relatos, la esclava emprendió viaje con a la niña a


Caracas, pero fue imposible continuar por la presencia de las revueltas de
esclavos en el área de los valles del Tuy, por lo que huyeron a las montañas
y se refugiaron en un cumbe, en donde permanecieron por siete años
hasta que se logró la emancipación del país en 1821. Juana llevó a la joven
—que debía tener entre 15 y 17 años— a la hacienda El Palmar —en las
inmediaciones del pueblo de San Mateo, en los valles de Aragua— para
devolverla a sus padres, pero solo encontró desolación y destrucción, por
lo que la dejó bajo custodia de la familia Rodríguez, propietaria de una
posesión contigua —la hacienda Sabana Larga, en las inmediaciones del
pueblo de Cagua— hasta que sus parientes, posiblemente su madre, re-
gresaran a Venezuela24.
En esta narración pueden observarse seis elementos: 1) el rapto de la
niña; 2) Juana fue la nodriza de doña Francisca; 3) el rescate de la niña
por parte de la esclava; 4) el dinero aportado por la esclava para liberar a
la niña; 5) la convivencia en el cumbe, y 6) la entrega de doña Francisca
en la hacienda Sabana Larga.
Es importante destacar que la familia Ribas enfrentaba en aquellos mo-
mentos serios problemas: persecución, amenazas de muerte y el secuestro
de sus bienes25 (Acosta Saignes, 1967; Bernand, 2000; Cunill Grau, 2012;
Gutiérrez, 2015; Herrera Salas, 2005; Reid Andrews; Rodríguez Jiménez,
2004;Taborda, 2019). Estas circunstancias ponían a la niña doña Francisca
en una situación de peligro, dado el carácter violento de la independencia
de Venezuela (Pita Pico, 2020), en la que sobre las mujeres —en particu-
lar las de las distintas elites socioeconómicas provinciales— se desataron
innumerables atropellos por parte de ambos bandos, toda vez que sobre
ellas descansaban los valores fundamentales —el honor y la reputación—
de las familias de amplios sectores de la sociedad colonial. Un ejemplo
significativo de esto lo constituyó la injuria y la saña desatada sobre las
mantuanas de la ciudad de Valencia, por parte de las tropas de José Tomás

24 Esta versión de los hechos se representó en una obra teatral en el año 1993, en la ha-
cienda El Palmar, con motivo de la culminación de la restauración de la casa colonial de dicha
propiedad.
25 La hacienda El Palmar en los valles de Aragua, propiedad de Antonio José de Ribas y
Herrera fue secuestrada por Boves en 1814 (Bruni Celli, 1965, p. 124).

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mujeres en las revoluciones

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46
mujeres en las revoluciones

Heroísmo y anonimato: ¿qué pasó con doña Panchita y con


su nodriza Juana?
Doña Francisca, Panchita, de Ribas y Herrera pasó a la posteridad en la
tradición familiar y en las redes sociales como una heroína que sobrevivió
a la guerra a muerte, a la emigración a Oriente y que se hizo una mujer
de carácter fuerte por la convivencia en el cumbe. Su madre, doña Igna-
cia María Palacios y Blanco, regresó a Venezuela desde Curazao, en fecha
desconocida para esta investigación y en 1826 reclamó con éxito las tierras
de la hacienda El Palmar (AGN, Sección Civiles)28 para Panchita, quien
era, en ese momento, su única hija menor de 25 años. Doña Francisca
de Ribas y Palacios se casó en 1837 con Gustavo Julio Wollmer (Herrera
Vaillant, 2007, t. II, p. 503), con quien fundó una familia de influencia
socioeconómica importante en el país hasta la actualidad.
Figura 4.1
Francisca “Panchita” Ribas y Palacios y Gustavo Julio Wollmer el día de su boda
en 1837

Nota. Imagen tomada de Wikipedia (2022).

28 Sra. Ignacia Palacios, tutora y curadora de su hija Francisca de Rivas acreditando la


propiedad de las tierras del Palmar en San Mateo y exigiendo habilitación para la venta de diez y
nueve fanegadas de tierras a Jose Ciriaco Iriarte” (s. f.).

122
Capítulo 4. Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión de las
esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos revueltos. 1755-1814

Figura 4.2
Imagen de Francisca de Ribas y Palacios

Nota. Imagen tomada de Wikipedia (2022).

La esclava Juana: la heroína sin épica


En el universo discursivo de la narrativa de los amos se evidencia la
invisibilidad histórica de los sectores subalternos. Esto se puede expresar
en el anonimato de Juana, como en el de la mayoría de los esclavos en
Hispanoamérica colonial y republicana, a quienes la historiografía les debe
el estudio sobre su papel fundamental en la formación de la sociedad co-
lonial y su participación en la lucha en formación y la construcción de las
nuevas repúblicas. Son pocas las referencias que aluden a ella en los relatos
sobre los sucesos narrados en esta investigación. Escasa es la información
sobre su vida, antes y después de entregar a doña Panchita en la hacienda
Sabana Larga. Nada se conoce sobre su familia, lugar de residencia o sus
ocupaciones; solo se conocen los hechos que la relacionan con la niña
mantuana. Por ejemplo, se sabe que había sido su nodriza y que los amos le
otorgaron la libertad en gratitud por el acto noble de salvarla y protegerla.
Sin embargo, queda claro su protagonismo en los sucesos al arriesgar su
vida y su libertad por salvar a su ama.

123
mujeres en las revoluciones

Consideraciones finales
El acto de otorgar la libertad de los esclavos en la ciudad de Caracas
atravesaba toda la sociedad y la institucionalidad, dinámica que era similar
en otros espacios urbanos hispanoamericanos. Aspectos como la ubicación
espacial —rural o urbana—, las destrezas en el manejo de oficios, la larga
convivencia de generaciones sucesivas entre ambos sectores sociales, la
naturaleza de caracteres y las cualidades de ambas, así como las estrategias
que diseñaron las esclavas frente a sus amas incidían en el acceso a su li-
bertad y, en consecuencia, en su movilidad social. Desde el punto de vista
sociocultural, la influencia de las formas de la vida urbana les permitió
relaciones de sociabilidad con otros sectores étnicosociales y con sujetos
de diversa procedencia que pasaban por la ciudad dejando su impronta
en las miradas intimas de sus vidas.
La información contenida en las cartas de libertad revela que parte de
las esclavas domésticas de la ciudad de Caracas fueron agentes de su libera-
ción, ya fuese por la vía de la compra o cuando sus amos les otorgaban la
libertad sin condiciones. Hubo una dinámica social, con códigos y lenguaje
propios, en la que los trámites legales posiblemente eran la última etapa
de un proceso que comenzaba en un acuerdo previo entre ambas partes
(Reid Andrews, 2007, p. 78). De igual manera, un segmento de las esclavas
—por pequeño que fuese— supo aprovechar las rendijas que dejaba el
régimen de la esclavitud urbana para lograr su emancipación. Estas actua-
ciones desvelan un proceso psíquico de individuación mediante el cual
las mujeres esclavas se revalorizaban a través de su capacidad para obtener
la libertad y la de sus hijos —en la que también participaron familiares y
allegados— y del reconocimiento de sus cualidades por parte de sus amas.
El universo discursivo de las mujeres propietarias que concedían la
gracia más preciada para las esclavas, su libertad, denota en algunos casos
la presencia del arquetipo materno y la influencia de los valores de la re-
ligión cristiano-católica como la compasión, la caridad y la gratitud. Sin
embargo, se debe considerar el sincretismo religioso y cultural derivado
de los aportes tanto de amas como de esclavas, que no caben en las in-
terpretaciones rígidas que abordan este tema solo desde el punto de vista
económico, sin que por ello se pretenda obviar la oscuridad del régimen
esclavista. Con esto se busca reconocer los aspectos subjetivos de esa

124
Capítulo 4. Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión de las
esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos revueltos. 1755-1814

relación que, aun cuando estaba basada en el poder y en la desigualdad,


cambió la vida de muchas mujeres esclavas e incidió en la procreación de
hijos libres que engrosarían las filas de los sectores sociales intermedios
entre los amos y los esclavos.
La relación ama-esclava tomó importancia en el apoyo mutuo durante
el periodo de la independencia, en particular, cuando las mujeres de todos
los estratos sociales sufrieron los rigores de la guerra, persecución, acoso,
pérdida de sus bienes e injurias sobre sus cuerpos. Las esclavas fueron en
algunos casos el sustento emocional y, no pocas veces, económico para sus
amas, dada la soledad y la pobreza en la que quedaron al confiscárseles sus
bienes o cuando sus esposos se fueron a la guerra, independientemente del
bando que tomasen. Una de las expresiones de esta relación lo constituyó
la oportuna intervención de Juana, la esclava nodriza de doña Francisca de
Ribas y Palacios para salvarla de las huestes realistas y la protección que le
brindó desde su humidad y pobreza. ¿Es la relación afectiva construida en
la larga duración la que puede explicar que las esclavas domésticas urbanas
acompañasen a sus amas patriotas durante el periodo más cruento de la
guerra, aun cuando desde el bando realista se les prometía la libertad?

Glosario
Arquetipos. Según Carl Gustav Jung son fenómenos psíquicos y mode-
los ancestrales que se expresan a través de formas universales procedentes
de nuestro pasado evolutivo, como unidades de conocimiento, imágenes
mentales y pensamientos que todos tenemos sobre lo que nos rodea y que
emergen de forma instintiva dando forma a nuestra manera de percibir e
interpretar las experiencias que nos ocurren como individuos.
Guerra a muerte. De manera general, la historiografía venezolana desig-
na con este nombre al periodo comprendido entre 1812-1820 que, según
algunos autores, comenzó con la violación de los acuerdos, por parte del
bando realista, de la capitulación firmada ese mismo año entre el general
Francisco de Miranda y Domingo Monteverde. En 1820 se firmó en la
ciudad de Trujillo el Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra
entre los generales Pablo Morillo y el Libertador Simón Bolívar.
Pardos. Con este calificativo se designaba en Venezuela, en los siglos
XVII y XVIII, a los individuos de color de piel oscura —entre blancos

125
mujeres en las revoluciones

y negros—. En la provincia de Caracas constituyeron un estrato social


intermedio entre amos y esclavos, derivado de la mezcla interétnica. Des-
empeñaban, de manera general, oficios artesanales y representaban el más
alto porcentaje de la población de las principales ciudades a finales del
siglo XVIII.
Elite criolla cacaotera. El sector social privilegiado de la sociedad de la
provincia de Caracas, propietario de la riqueza —tierras, esclavos, arboleda
de cacao, ganado, trapiches e ingenios de azúcar—, que monopolizó los
cargos en los cabildos de las principales ciudades, el acceso a la universidad
y demás privilegios —con base en una supuesta “superioridad” étnica—,
en cuyo seno se incluía a un amplio sector importante descendiente de
los primeros conquistadores y colonizadores del territorio venezolano.
Mantuanos/mantuana/mantuanaje. Denominación con la que se
distinguió, durante el periodo colonial, a la clase social privilegiada cara-
queña en atención al uso exclusivo del manto por parte de las mujeres de
los grandes propietarios de haciendas, hatos y plantaciones.
Manumisión. Concepto emanado del derecho romano, a partir del cual
se le concedía la libertad a los esclavos. Tanto en Venezuela como en el
resto de la Hispanoamérica colonial, constituía un acto del derecho priva-
do, a través del cual el amo concedía la libertad a los esclavos; este proceso
incluía las distintas formas de acceso a la emancipación de los esclavos.
Libertad graciosa. Para esta investigación, la libertad graciosa era la otorgada
por el amo, tal como está registrada en la documentación. Dentro de esta
categoría se ubicaron tres tipos: (1) las condicionadas; (2) las otorgadas sin
condiciones, y (3) las revocadas por los amos. Este tipo de libertad estaba
supeditada a las exigencias establecidas por los amos en la que predominaba
el servicio del esclavo a su propietario y a sus familiares durante la vida de
estos; generalmente, esta forma de manumisión fue más teórica que real y
dio paso a relaciones de servidumbre en el ámbito urbano.
Libertad comprada. Referida a la compra de la libertad por parte de
esclavos o sus familiares y allegados. Tanto en Venezuela como en el resto
de la Hispanoamérica, este tipo de libertades aludía a la importancia que
tuvieron para los esclavos urbanos el conocimiento de un oficio —costu-

126
Capítulo 4. Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión de las
esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos revueltos. 1755-1814

reras, cocineras, lavanderas, enfermeras, sastres, herreros, carpinteros, entre


otros—, la capacidad de ahorro, el trabajo fuera de la casa de los amos, así
como el fortalecimiento de redes de sociabilidad en el seno de la familia
y de los vínculos religiosos a través de los sacramentos.
Invierno tropical. Se refiere a la temporada de lluvias en los paisajes
tropicales; en Venezuela se desarrolla de mayo a noviembre.

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132
capítulo 5

Mariannes afrolimeñas:
la patria en las acuarelas de Francisco “Pancho” Fierro1
Susy Sánchez

En el 2015, la alcaldesa del pueblo de Frémainville removió la es-


tatua de una Marianne afrofrancesa ubicada en el salón principal del
local municipal, señalando que dicha figura femenina no representaba
los valores de la República. Esta decisión motivó una serie de debates
sobre el color y la raza del emblemático símbolo nacional en Fran-
cia, ya que tradicionalmente había sido representada como una mujer
blanca. Al otro lado del mundo —en el Pacífico Sur—, en la ciudad
de Lima, durante las protestas de noviembre del 2020, lideradas por la
denominada Generación del Bicentenario, circuló la clásica figura de
la República peruana. Esta representación —siguiendo el patrón sim-
bólico promovido por la Revolución francesa y el imaginario oficial
peruano inaugurado durante la guerra de la Independencia—, ofrecía
una imagen racializada de una mujer blanca ataviada con una túni-
ca blanquirroja (Adrianzén, 2020). Ambas imágenes, tanto la blanca
República peruana como la Marianne afrofrancesa, invitan a discutir
sobre los ideales encarnados por los cuerpos femeninos, el poder co-
municativo de estos en contextos de revolución política y, en especial,
el poder de la iconografía y la pintura para visibilizar actores sociales
subalternos desde una perspectiva de género2. En contraste a la blan-
ca patria peruana movilizada en la ciudad de Lima en el 2020, en la
Lima posindependentista —durante las primeras décadas de la vida
republicana—, un pintor afrodescendiente, el mulato limeño Francisco
“Pancho” Fierro (1807-1879), sublimó a las mujeres afrodescendientes
al visibilizarlas unidas a los símbolos patrios de la naciente república.

1 Quiero expresar mi agradecimiento a la Dra. Scarlett O’Phelan por haberme mo-


tivado a escribir sobre este tópico, así como por sus valiosas recomendaciones.
2 En su artículo “Cuerpos femeninos cuerpos de la patria: los íconos de la nación en
México apuntes para un debate” (2006), Julia Tuñón ofrece una consistente discusión histó-
rica y teórica sobre este tema.
133
mujeres en las revoluciones

A pesar de la dispersión de la obra de “Pancho” Fierro —quien nació,


vivió y trabajó en el corazón de la capital peruana—, es posible examinar
su creación artística en distintas colecciones digitales y libros impresos,
tanto en el Perú como en Europa y Estados Unidos. Este trabajo realiza
un análisis textual y visual de las acuarelas de “Pancho” Fierro. Más allá
de buscar una cronología fidedigna en las estampas del pintor afrolimeño,
explora su dimensión simbólica, en particular, la representación y sublima-
ción de los cuerpos femeninos de las mujeres afrodescendientes, poniendo
especial atención al atuendo y los objetos simbólicos.
Con el propósito de contextualizar el significado de los atuendos feme-
ninos de las mujeres afrodescendientes pintados por Fierro, se ha consultado
la Colección Documental de la Independencia del Perú (CDIP), reciente-
mente digitalizada por la Biblioteca Nacional del Perú (BNP). Este amplio
y diverso corpus documental incluye legislación sobre los símbolos patrios,
periódicos, poesías, piezas de teatro y relaciones de viajeros. La información
recolectada hace posible reconstruir las transformaciones experimentadas
por la población limeña, concernientes al vestido, la alimentación, la música
y las diversiones, a partir del arribo del ejército patriota a Lima en 1821.
Para determinar los cuerpos sublimes de la patria, se han revisado las
estampas, sobre todo el atuendo femenino, los vestidos y accesorios que
visualizan el “punzante rojo y el blanco crudo”. Esta elección responde
al hecho de que, según el reconocido pintor José Sabogal, estos son los
“colores inaugurales de la divisa peruana, colores del bautismo cívico”
(1945, p. 26). Lo anterior es crucial ya que el atuendo o la indumentaria
femenina se constituye en un indicador relevante de las transformacio-
nes sociales, históricas, políticas y al mismo tiempo en un marcador de
las identidades étnicas y filiaciones políticas, individuales o colectivas
(Ferradas Alva, 2009; O’Phelan Godoy, 2003, 2007). A través del vestido se
comunica y expresa de manera ilustrativa un mensaje en un determinado
momento histórico. En este caso, la patria no solo sería —parafraseando a
Benedict Anderson3 — una “comunidad imaginada”, sino una comuni-
dad político-simbólica visualizada, exhibida, visibilizada y memorializada.

3 El clásico e importante libro Imagined Communities. Reflections on the Origin and Spread
of Nationalism (Anderson, 1991) ofreció un modelo de interpretación basado en el poder de la
circulación de los textos como la prensa. Su visión ha sido ampliada, al incluir las categorías de
género y hacer un análisis visual y textual del nacionalismo (Baron, 2005).

134
Capítulo 5 . Mariannes afrolimeñas:
la patria en las acuarelas de Francisco “Pancho” Fierro

Este trabajo propone que “Pancho” Fierro protagonizó la inscripción


sublime (Meléndez, 2011, pp. 14, 39, 204) de los cuerpos femeninos afro-
limeños y los transformó en los cuerpos emblemáticos de la emergente
patria, identificándola con la Lima afroperuana. Estos cuerpos femeninos,
exhibidos, visibilizados y memorializados en las estampas del artista se han
denominado Mariannes afrolimeñas4. A través del vestido como código
simbólico político, estas mujeres africanas o afrodescendientes de la ciu-
dad de Lima se constituyen en las figuras del nuevo orden de la naciente
patria5. En el contexto de las revoluciones atlánticas, esta inscripción
sublime permite observar la circulación de modelos de representación
de la patria y la reapropiación subalterna de modelos femeninos sancio-
nados por el poder. En ese sentido, las acuarelas de Fierro demuestran la
diseminación trasatlántica y la reapropiación afroperuana de la Marianne
de la Revolución francesa en la ciudad de Lima durante la guerra de la
Independencia del Perú y los años posteriores a esta.

“Pancho” Fierro: el pintor de la Lima afroperuana


de la independencia
La ciudad de Lima en la que creció y pintó “Pancho” Fierro debe
ser identificada como una ciudad afroperuana por el peso demográfico
de la población afrodescendiente en aquel entonces. De acuerdo con la
historiadora Maribel Arrelucea, a finales del siglo XVIII, la población
esclavizada y perteneciente a castas libres representó el 47 % de la pobla-
ción de la ciudad, por lo que “casi la mitad de los limeños de ese entonces
tenía antecedentes africanos, constituyéndose en el grupo más visible de
Lima” (Arrelucea Barrantes, 2016, p. 59). En vísperas de la proclamación
de la independencia del Perú en 1821, el viajero Alexander Caldcleugh
calculó que la capital peruana tenía una población de 70 000 habitantes,
de los cuales 15 000 eran mulatos y 15 000, esclavos (CDIP, t. XXVII,
Relaciones de Viajeros, vol.1., p. 181). A pesar de que la independencia

4 Tal expresión de identidad se ha tomado de la historiadora peruana Maribel Arrelucea


Barrantes, quien ha acuñado y estudiado la cultura afrolimeña desde el siglo XVIII y el transcurso
del siglo XIX (2020). Las investigaciones de Arrelucea constituyen uno de los más valiosos aportes
de la historiografía peruana en el redescubrimiento del protagonismo afrodescendiente en Amé-
rica Latina y han sido fundamentales para la realización de este trabajo.
5 Para el análisis del valor de las imágenes como testimonios, en particular las de los
atuendos, han sido de mucha utilidad los textos de Richard Wrigley (2002) y Peter Burke (2008).

135
Capítulo I. Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos
en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781

la Historia de América Latina, siglos XVIII-XXI. Fondo Editorial


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49
Capítulo 5 . Mariannes afrolimeñas:
la patria en las acuarelas de Francisco “Pancho” Fierro

La guerra de la Independencia en el Perú, como en los otros escenarios


sudamericanos, significó la movilización emocional, simbólica, política y
militar. Los símbolos de la emergente patria marcaron la cultura material
y la vida cotidiana de la población peruana. La patria se distinguía en los
uniformes de los militares y los trajes femeninos. En este contexto, “Pan-
cho” Fierro, en calidad de actor social subalterno, se transforma en testigo
privilegiado del proceso independentista, al interactuar y relacionarse con
los protagonistas cotidianos del mismo. Durante el transcurso de la guerra
(1820-1826), desde la llegada de la expedición libertadora de San Martín,
en septiembre de 1820, y la capitulación del Callao a inicios de 1826,
Fierro fue un joven adolescente capaz de registrar y recordar el impacto
de la guerra y la metamorfosis sociopolítica que experimentó la ciudad y
sus actores cotidianos (León y León Durán, 2004, pp. 13, 26 y 32).
Durante la década de 1820, en paralelo al proceso independentista
—como lo ha señalado Natalia Majluf—, las acuarelas que mostraban
las costumbres y los tipos característicos de la ciudad de Lima se habían
convertido en una práctica habitual (2008, p. 27). En 1833, a los 26 años,
“Pancho” Fierro apareció inscrito como pintor de segunda clase en la
matrícula de los diversos gremios e industrias de la Prefectura de Lima.
Pocos años más tarde, en 1838, figuró como miembro de los pintores de
Lima de primera clase (León y León Durán, 2004, pp. 14-15). Majluf se-
ñala que, durante los años 1830, el pintor habría conseguido “constituir su
catálogo de tipos” con un estilo acabado (Majluf, 2008, p. 27). Por su parte,
el historiador francés, Pascal Riviale califica a Fierro como el más famoso
pintor popular del costumbrismo. Su producción tuvo gran aceptación
y difusión entre viajeros, comerciantes y diplomáticos extranjeros que
adquirían acuarelas por cuanto estas ilustraban los personajes cotidianos
y las costumbres de la población limeña7.
La habilidad artística de “Pancho” Fierro para representar los detalles
en los trajes dibujados obtuvo reconocimiento internacional, en especial
en Francia. El viajero y pintor francés Auguste-Nicolas Vaillant destacó la

7 Pascal Riviale ha señalado la existencia de un colectivo panchoferrista, conforma-


do por un conjunto de autores anónimos que compartieron un estilo común al ilustrar usos y
costumbres de la capital peruana. También ha ofrecido estudios eruditos que permiten trazar las
conexiones entre Perú y Francia (Riviale, 2011, p. 8; 2019, pp. 289-297).

137
mujeres en las revoluciones

excelencia artística de Fierro, al describirlo como un peruano que “culti-


vaba el arte del dibujo con un gusto bastante raro del país”, sobresaliendo
en especial sus “dibujos de trajes” (Majluf, 2008, p. 29). El diplomático
Léonce Angrand, quien adquirió y coleccionó acuarelas del pintor afro-
limeño, reconoció la “fidelidad documental” de las mismas y se refirió a
Fierro como “hombre de color que no había aprendido nunca a dibujar”,
pero cuyos trabajos “tenían al menos el mérito de una gran exactitud
como tipos y como detalles”. Por esta razón, el estudioso Edgardo Ri-
vera Martínez destacó la “calidad evocativa” de las estampas de “Pancho”
Fierro, lo que a su vez promovió la imitación e incluso la falsificación de
un buen número de ellas (Rivera Martínez, 1969, pp. 169, 172, 176). Esta
característica que distinguió el dibujo de los trajes femeninos de Fierro,
resulta clave en el análisis del despliegue de símbolos patriotas y prendas
conmemorativas en su obra.
La “calidad evocativa” de los trajes representados en estas acuarelas
confluye con el libro de Joan Landes, Visualizing the Nation. Gender, Re-
presentation and Revolution in Eighteenth-Century (2001). En este, la autora
considera la imagen como “producción cultural” y poderoso instrumen-
to para reconocer el posicionamiento de los individuos en la sociedad
y la identificación de estos en naciones en construcción. De acuerdo
con la autora, las imágenes producidas en contextos revolucionarios no
solo sirven para complementar los manifiestos o textos publicados en los
periódicos, pues también a través de estas, la población debía observar de
modo patente la instalación de un nuevo orden. Al estudiar las múltiples
alegorías femeninas que encarnaban la patria, la libertad y la república
en la Francia revolucionaria, Landes demostró la conexión entre visua-
lización y difusión de las ideas políticas y determinó el poderoso rol del
cuerpo femenino para inculcar la pertenencia, la fidelidad y el amor a
la patria entre los sujetos masculinos, así como para difundir y modelar
ideas sobre la nación y las virtudes cívicas entre los ciudadanos (Landes,
2001, pp. 137-138, 154, 173). En ese sentido, las acuarelas de Fierro se
constituyen en productos culturales de la memoria afrodescendiente de
la guerra de la Independencia del Perú y permiten visualizar la sublima-
ción de la afroperuanidad de la ciudad de Lima a través de las Mariannes
y sus conexiones trasatlánticas.

138
Capítulo 5 . Mariannes afrolimeñas:
la patria en las acuarelas de Francisco “Pancho” Fierro

Las Mariannes de las acuarelas de Fierro tienen un carácter evocativo


y buscan memorializar la activa participación plebeya de la comunidad
afrodescendiente en la celebración de acontecimientos decisivos ocurridos
en Lima durante el Protectorado de San Martín (1821-1822). Al consi-
derar los colores patrios presentes en los trajes femeninos y las acciones
desplegadas por las mujeres exhibidas en esta obra, ha sido posible identi-
ficar tres tipos de Mariannes afrolimeñas: la cívica, la guerrera y la sublime.
La primera desfila y celebra la proclamación de la independencia del 28
de julio de 1821 y está íntimamente vinculada con la banda bicolor y la
Orden del Sol otorgada a un colectivo femenino en enero de 1822. La
Marianne guerrera, por su parte, es una figura masculina-femenina vincu-
lada al uniforme de los soldados de la patria y la celebración de la toma de
la fortaleza del Real Felipe a fines de septiembre de 1821. Esta Marianne,
encarnada por una mujer vinculada a la diversión preferida de los limeños,
las corridas de toros, personificó a la patria vencedora en el reconocido
coso taurino de la Plaza de Acho. Finalmente, la Marianne sublime es la
chichera, una primorosa vendedora ambulante de una bebida ancestral de
alto contenido simbólico. La chichera es la Marianne más sublime porque,
a través de la moda y la gastronomía, visibiliza y exhibe el triunfo de la
patria sobre el pasado colonial de Lima, representado por la tapada. Esta
manifiesta la alegría libertaria legitimada, a su vez, por la presencia auten-
ticadora del pasado incaico. Las representaciones de los cuerpos sublimes
de las mujeres afrolimeñas en las estampas de “Pancho” Fierro permiten
trazar itinerarios trasatlánticos y con ello, conectar a Lima con Francia.

De la blanca Marianne de la Revolución francesa al desfile


cívico de las Mariannes afrolimeñas
Tanto la Revolución francesa como la Independencia en el Perú im-
plicaron la movilización simbólica del cuerpo femenino como alegoría
de la patria, que reemplazó el protagonismo masculino del rey durante
el antiguo régimen. Los líderes políticos y militares emplearon la imagen
femenina para consolidar la identidad masculina como sujeto nacional,
promover la lealtad del sujeto masculino hacia la patria y su deber de
proteger el honor de esta, al estar seducido por el amor a ella (Landes,
2001, pp. 137, 163-164). Para el caso francés, Maurice Agulhon identificó
la figura femenina de la Marianne como una “alegoría doble” que encarna

139
mujeres en las revoluciones

tanto la libertad como la nueva república proclamada en Francia a finales


del siglo XVIII. La figura de la Marianne ataviada con los colores de la
República —el rojo, el blanco y el azul— experimentó una gran popu-
laridad entre la población, al circular en espacios públicos y privados. La
figura de la Marianne estuvo representada en objetos cotidianos y oficiales
como pinturas, estatuas, monumentos, cerámicas, postales, medallas y sellos.
Por ejemplo, el primer sello de la república —emitido en 1792—, que re-
emplazó la insignia monárquica, presentaba la imagen clásica de una mujer
vestida a la usanza grecorromana, portando una pica que, a su vez, sostenía
un gorro frigio (Agulhon, 1981, pp. 18-40). Esta personificación femenina
de la patria, la libertad y la república cruzó el Atlántico y se popularizó
durante las revoluciones de la Independencia en Hispanoamérica. Para el
caso peruano, Claudia Rosas ha destacado la producción institucional de
la “Marianne andina” en el Perú de la Independencia, cuya imagen circuló
especialmente en esculturas, monedas y pinturas. Se sancionó a la mujer
blanca como modelo emblemático de la patria peruana y sinónimo de las
virtudes republicanas (Rosas, 2019, p. 3).
Pablo Ortemberg, en su prolijo estudio sobre las políticas conmemora-
tivas en la capital peruana durante la transición de la colonia a la república
presenta la creciente visibilidad y movilización simbólica y política de las
mujeres en las festividades cívicas. El gobierno de San Martín y Bernardo
Monteagudo distinguió un colectivo femenino patriota, al incorporar a
sus miembros y condecorarlas con la Orden del Sol, a inicios de 1822
(Ortemberg, 2014, pp. 243, 260-261, 268). Estas mujeres reconocidas,
con nombre y apellido, pueden ser identificadas como las “Marianne de
carne y hueso” de la emergente patria peruana8. El ministro de origen
tucumano, Bernardo Monteagudo, dispuso que estas patriotas, nobles y
plebeyas, lucieran la banda bicolor al haberse “distinguido por su adhesión
a la causa de la independencia de la patria” (Ortemberg, 2011, p.117). Una
notable condecorada, la Marquesa de Torre Tagle, fue retratada vistiendo
rojo encarnado y portando la banda rojiblanca (Ministerio de Relaciones
Exteriores del Perú, 2016, pp. 30, 59). El despliegue de símbolos patrios
sublimó el cuerpo femenino, identificándole diáfanamente con el régimen
de la patria que había nacido en 1821.

8 Para esta identificación ha servido de inspiración el artículo de Sergio Sánchez Collan-


tes, “Las alegorías republicanas en la España contemporánea: de la representación simbólica a las
Mariannes de carne y hueso,” (2017).
140
Capítulo 5 . Mariannes afrolimeñas:
la patria en las acuarelas de Francisco “Pancho” Fierro

En directa relación a la proliferación de las Mariannes en el Perú de la


Independencia, las acuarelas de “Pancho” Fierro demuestran el rol simbó-
lico del África y el papel autenticador que cumplió en la construcción de
la emergente identidad republicana de la Lima afroperuana. Al respecto,
el sociólogo peruano Gonzalo Portocarrero afirmó que un grupo selecto
de pinturas de Fierro revelan el “júbilo y la participación popular” en las
celebraciones de la independencia peruana en años posteriores a 1821.
Este autor analizó las acuarelas bautizadas como “Procesión cívica de los
negros” (1821), “Sigue la procesión cívica de 1821” y “Cuadrilla de negros
festejando el 28 de Julio de 1821”. Portocarrero destacó la “alegría amor-
tiguada” y la “alegría incierta y expectante” que Fierro logró capturar en
los rostros de los protagonistas populares. Más importante aún, enfatizó el
carácter evocativo de las estampas mencionadas, pues estas se constituye-
ron en la memoria visual alternativa de la independencia (Portocarrero,
2015, pp. 25-83)9.
Las acuarelas mencionadas —probablemente elaboradas en la década
de 1830— evidencian la inscripción sublime de la mujer afrolimeña al
visibilizarla como el cuerpo emblemático de la patria. En la “Procesión
cívica de los negros (1821)” (figura 5.1) (Pinacoteca Municipal Ignacio
Merino. Municipalidad Metropolitana de Lima), se aprecia a una mujer
afrolimeña con manto verde y vestido amarillo que sostiene una matraca,
en cuyos bordes se distingue la escarapela peruana. Desde su arribo al
Perú, el ejército libertador buscó establecer símbolos patriotas entre la
población y determinó que la escarapela “bicolor de blanco y encarnado”
debía ser usada por los habitantes de regiones controladas por los soldados
de la patria (Gaceta del Gobierno de Lima independiente, núm. 14, p. 61). Este
distintivo sirvió para definir la filiación y apoyo a la causa de la patria, por
cuanto los separaba de los seguidores de la causa del Rey. Este era un dife-
renciador clave en un territorio todavía en disputa que, como lo muestra
la estampa mencionada, servía para construir una íntima vinculación con
los símbolos patrios de la República del Perú y destacar la participación
cívica femenina afrodescendiente en el espacio público.

9 Los rótulos de las acuarelas mencionadas fueron escritos por el tradicionista limeño
Ricardo Palma (Municipalidad Metropolitana de Lima, 2007, p. 334).

141
mujeres en las revoluciones

En la siguiente estampa, “Sigue la procesión cívica de 1821” (figura


5.2) (Pinacoteca Municipal Ignacio Merino. Municipalidad Metropolitana
de Lima), que supone una continuación de la anterior, se aprecia la figura
protagónica de la mujer afrodescendiente que representa a la patria. Esta
mujer pierde su cotidianidad y se transforma en simbólica, debido a la
presencia atávica de la escarapela, la banda bicolor de la Orden del Sol
y la asociación con la bandera con la que se proclamó la independencia.
Esta mujer afrodescendiente está desfilando mientras sostiene con la mano
derecha una matraca —que, en similitud al personaje femenino del cuadro
anterior, también presenta la escarapela— y con la mano izquierda sostiene
un sable y un pañuelo blanco. Detrás de ella se observan tres banderas
peruanas correspondientes al modelo de la primera bandera con la que se
proclamó la independencia de 1821. El carácter sublime de la Marianne
cívica afrolimeña se ve robustecida por la incrustación de un objeto sim-
bólico sancionado por el poder pocos meses después de la proclamación
de la independencia: la banda bicolor10. Esta prenda conmemorativa encar-
naba las virtudes del patriotismo, pues en ella se representaba la pureza de
la libertad, la pasión y el amor por la patria. La banda bicolor se condecía
con la “Canción patriótica a las nobilísimas peruanas”, cuya letra decía:
“en lo blanco cifran su alto pundonor y en el rojo el fuego que las infla-
mó” (CDIP, t. XXIV, Poesía de la Emancipación, pp. 317-319). Al pintar el
desfile de la Marianne cívica afrolimeña que portaba el objeto simbólico
y distintivo, “Pancho” Fierro la equiparó con las mujeres blancas, criollas
y patriotas, con lo que logró robustecer públicamente el patriotismo de
la Lima afroperuana. Así como las blancas Mariannes promovidas por el
poder, las afrolimeñas constituían las figuras inspiradoras del “sagrado amor
de la patria” y debían ser consideradas a nivel individual y colectivo como
“nuestras segundas libertadoras” (Morán y Aguirre, 2013, p. 173).
Según Peter Burke, quien sugiere realizar una inspección del atuen-
do, con especial atención en los pequeños detalles (2008, p. 62), se debe

10 Si bien la Orden del Sol consagró la banda bicolor como distintivo de reconocimiento
a inicios de 1822, es preciso señalar que durante el sarao organizado por el Ayuntamiento la noche
del 28 de julio de 1821, “concurrió el noble bello sexo tan exquisitamente adornado con cintas,
plumas y bandas de la patria, que parece traía cada una de las señoras, todos los realces y hermo-
sura de las tres Gracias que describe la mitología…” (CDIP, t. XXVI, Memorias, diarios y crónicas,
vol. 2, p. 491).

142
Capítulo 5 . Mariannes afrolimeñas:
la patria en las acuarelas de Francisco “Pancho” Fierro

destacar que la Marianne cívica de la estampa “Sigue la procesión cívica


de 1821” desfila sosteniendo en la mano izquierda un sable. Este objeto
simbólico hace alusión al protagonismo afrodescendiente en la defensa de
la patria liberada, identificada con Lima. Por ejemplo, a inicios de septiem-
bre de 1821, ante la amenaza del retorno realista a la ciudad, se produjo
una intensa movilización de la población dispuesta a enfrentar al enemigo
realista. Se observó a “grupos numerosos de mujeres armadas de cuchillo
cuyos rostros indignados respiraban venganza” acudir a la Plaza Mayor.
Se precisó en especial a “los esforzados descendientes de África”, quienes
fueron los primeros en arribar a las murallas de la ciudad, dispuestos a
protegerla (Gaceta del Gobierno de Lima Independiente, núm. 19, pp. 83-84).
Así las cosas, el sable de esta Marianne cívica representa el reconocimiento
simbólico al militar afrodescendiente en estos años de guerra.
La estampa titulada “Cuadrilla de negros festejando el 28 de julio de
1821” (figura 5.3) (Pinacoteca Municipal Ignacio Merino. Municipalidad
Metropolitana de Lima), exhibe otra Marianne cívica que representa la
patria local y la patria que marchó hacia Lima. Esta viste de amarillo y
porta la banda bicolor de la Orden del Sol, mientras que sostiene un sable
con la mano izquierda. Aunque similar a la anteriormente descrita, se
distingue por estar descalza y llevar un tocado albiceleste, que representa
los colores de la bandera de las Provincias Unidas del Río de la Plata. El
estar descalza podría simbolizar la marcha de los soldados esclavizados y
manumitidos procedentes desde Buenos Aires hasta Lima, integrantes de
la expedición libertadora que ocupó la capital peruana en julio de 1821
(Hünefeldt, 1979, p. 75). El tocado albiceleste vendría a ser una versión
retocada del gorro frigio, el cual estuvo asociado desde los tiempos clá-
sicos de Grecia y Roma con la liberación de los esclavos (Burke, 2008,
p. 61). La presencia pública de este objeto simbólico y el hecho de que
mujeres afrodescendientes lo usaran significaba un reconocimiento o tri-
buto del pueblo limeño a los “valerosos hijos de Buenos Aires”, quienes
se habían sacrificado por la “libertad de la patria” (Morán, 2017, p. 338).
Al mismo tiempo, esta figura femenina confirma la fraternidad política
entre ciudades como Lima y Buenos Aires durante el “primer ceremonial
independentista peruano” de la proclamación de la independencia el 28
de julio de 1821 (Ortemberg, 2014, p. 265).

143
mujeres en las revoluciones

Las Mariannes afrolimeñas manifiestan el “patriotismo popular” de


los sujetos afrodescendientes, convertidos en soldados de la patria, quie-
nes soñaban con la promesa de obtener la libertad (Lasso, 2007, p.  2). A
pesar de que no se produjo la abolición de la esclavitud, las Mariannes
afrolimeñas y cívicas representan la asociación entre libertad y patria. En
efecto, poco después de la proclamación de la independencia del Perú,
en la ciudad de Lima, el gobierno de San Martín y Monteagudo decretó
la libertad de los hijos de madres y padres esclavizados nacidos después
del 28 de julio. Aunque con restricciones, los hombres afrodescendientes
esclavizados tenían la posibilidad de obtener la libertad a través de su
incorporación al ejército patriota, mientras que “la libertad de vientres”
significaba para las mujeres la experiencia de una maternidad que había
roto las cadenas de la esclavitud para las futuras generaciones (Guzmán,
2018). Estas Mariannes afrolimeñas simbolizan, entonces, la maternidad
política liberada, al mismo tiempo que encarnan a las futuras generacio-
nes redimidas de la esclavitud. La patria liberada era Lima, pero esta era
indiscutiblemente afrodescendiente, cuyos hijos de aquel entonces habían
tenido un protagonismo bélico, mientras que los futuros nacerían libres de
la mácula de la esclavitud y con la promesa de ser ciudadanos peruanos.

La Marianne guerrera: la patria y las corridas de toros


Durante la guerra de la Independencia, las corridas de toros, reconoci-
das como la diversión pública preferida y más importante de la población
limeña, cumplieron un papel clave para “politizar a la plebe y difundir
propaganda patriota” (Ortemberg, 2014, p. 279). La realización de la fiesta
taurina provocaba un gran “movimiento y alegría en todos sus habitan-
tes”, quienes concurrían “vestidos del modo más vistoso” (Miller, 2020,
p. 236). Los espectáculos de la tauromaquia llevados a cabo en la Plaza de
Acho, que podía albergar una multitud de 10 000 personas, evidenciaron
el advenimiento político y simbólico de la patria. El Cabildo de la ciudad
de Lima organizó en este coso taurino las atractivas corridas de toros para
celebrar la proclamación de la independencia y homenajear al general
San Martín. Los listines buscaban ridiculizar al enemigo realista y celebrar
a los patriotas; por tanto, en la antesala de las corridas se desarrollaban
desfiles militares y se entonaban marchas patrióticas (Ortemberg, 2014,
pp. 245-279). En conexión a estos espectáculos taurinos, las acuarelas de

144
mujeres en las revoluciones

matrimonio y la formación de la pareja en Chile colonial. En P.


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50
mujeres en las revoluciones

integrado en su mayoría por afrodescendientes manumitidos en Buenos


Aires y Chile, quienes constituían las dos terceras partes de estas fuerzas
armadas (Hünefeldt, 1979, p. 73). El “Ejército de la Patria” procedente de
Chile desembarcó en Pisco en septiembre de 1820 y creció en número
cuando cientos de esclavizados de las haciendas de la zona se presentaron
ante los jefes patriotas y mostraron su adhesión a la patria al presentarse
con las proclamas patriotas que San Martín había mandado distribuir
(Leguía y Martínez, 1972, pp. 353, 369, 497, 553). En estos contingentes
militares cobró relevancia el color azul. Por ejemplo, el general Miller
dirigió un regimiento de infantería integrante de la Legión Peruana de
la Guardia, cuyo “uniforme era azul, con cuello y vueltas encarnadas,
barras y vivo blanco” (Miller, 2020, p. 248). Dicho esto, el uniforme que
viste Juanita Breña mientras desempeña la faena taurina, demostraría lo
señalado por Magally Alegre sobre la trascendencia de esta indumentaria
en el contexto de la guerra de la Independencia. Los uniformes emble-
matizaron la virilidad, el coraje, la bravura, el honor, el poder y en el caso
que se describe servía para “exaltar la masculinidad ejemplar” de la patria
(Alegre Henderson, 2012, pp. 187, 190, 210).
La presencia de símbolos castrenses como es el caso de torreones
militares enarbolando la bandera peruana robustecen la identificación de
Juanita Breña como figura masculina-femenina y militarizada. Ella en-
carna la patria vencedora al visibilizar y propagandizar la victoria militar
patriota sobre las fuerzas del rey, a raíz de la captura de la fortaleza del
Real Felipe en septiembre de 182111. El 28 de julio de ese año, San Mar-
tín había proclamado la independencia, sin embargo, las tropas patriotas
continuaban atacando a las fuerzas realistas que resistían en la fortaleza del
Real Felipe. Cuando el 21 de septiembre, las “tropas de la patria tomaron
posesión” del mencionado recinto militar, este hecho fue asumido como
la consolidación de la “emancipación de la patria de los Incas”. El fuerte
militar, pasó a representar la libertad, tremolándose por ello el pabellón
de la patria por primera vez (CDIP, t. X, Símbolos de la patria, p. 125).
El drama alegórico “Lima Libre” que celebró la captura de la fortaleza
del Real Felipe guarda correspondencia con el rol de matrona guerrera

11 Sobre masculinidades femeninas ha sido de mucha utilidad la tesis de Carolina Caste-


llanos Gonella, Performances de masculinidades: mujeres guerreras y transgresión de género en la literatura
latinoamericana (2010, pp. 4, 8, 95).

146
Capítulo 5 . Mariannes afrolimeñas:
la patria en las acuarelas de Francisco “Pancho” Fierro

de Juanita Breña. El personaje protagónico, la Libertad, celebra a los


guerreros patriotas, “los esforzados hijos de la Patria”, quienes se habían
cubierto de gloria porque “domaron” al “vil, perverso” al tirano español
(CDIP, t. XXV, El Teatro en la independencia, vol. 2, p. 59); Juanita Breña,
entonces, representa a la patria que logró subyugar al poder español.
La exhibición de esta amazona guerrera en las acuarelas de Fierro
buscaba fijar el triunfo militar patriota y el haber conseguido la deseada
liberación de la ciudad más contrarrevolucionaria de Sudamérica, en uno
de los espacios públicos más importantes de la ciudad. Juanita Breña cum-
ple con los atributos de una Marianne guerrera y representa al ejército
que redimió la patria esclavizada y la liberó a ella, pues, aunque las fiestas
taurinas ocupaban un papel central en las celebraciones que la ciudad de
Lima tributaba a los monarcas hispanos12, a partir de 1821, sirvieron para
festejar la patria. Juanita Breña representaba ante los asistentes a la Plaza
de Acho a “las vencedoras tropas de la patria” que habían combatido al
“monstruo de la tiranía” (“Prospecto”, 14 de marzo de 1822). Esta Ma-
rianne guerrera contribuía a difundir la identificación de nuevas lealtades
e ideales entre los ciudadanos, tal como lo manifiesta la poesía patriota
declamada en los eventos taurinos (Colección de algunas poesías publi-
cadas desde la entrada del Ejército Libertador en la ciudad de los Libres,
núm. 1, 1822, pp. 84-85). En consideración a la pasión limeña por las
corridas de toros, el espectáculo de Juanita Breña en conjunción con las
canciones patrióticas y los desfiles movilizaba afectos entre los asistentes
quienes se inflamaban “de ardor marcial y entusiasmo por el amor a la
patria” (“Jugadas de toros”, 21 de marzo de 1822).
La masculinidad femenina de esta Marianne, al ser ilustrada como
la corporeización de la patria guerrera, se convierte en una figura trans-
gresora al desafiar los modelos icónicos de feminidad tradicional de la
ciudad de Lima. Como muy bien lo ha destacado Miguel Guerrero, “la
imagen de cruda valentía y fortaleza de Juanita Breña” se opone a la
“imagen seductora, rebelde y al mismo tiempo sumisa y recubierta de la

12 Véase, por ejemplo, la puntual descripción de la fiesta de toros y encierro de ellos, El


sol en el medio dia: año feliz, jubilo particular con que la nacion indica de esta muy noble ciudad de Lima
solemnisó la exaltacion al trono de Ntro. augustísimo monarca el señor don Carlos IV: En los dias 7. 8. y 9.
de febrero de 1790 (De Terralla y Landa, E., 1790).

147
mujeres en las revoluciones

tapada.” (Guerrero Arnaiz, 2018, p. 88). Mientras que las tapadas aparecen
en las pinturas de “Pancho” Fierro como sujetos anónimos, paseando y
coqueteando en los diferentes espacios públicos, esta Marianne guerrera
tiene nombre propio y se enfrenta a fieros animales que representaban al
régimen español. En contraste, las tapadas aparecen vinculadas a una insti-
tución tradicional como la Iglesia, al ser visualizadas arrodillándose en los
recintos religiosos (Museo de Arte de Lima-Mali, 2017.40.1, 2017.40.2,
2017.40.3, 2017.40.4, 1995.5.14, 1995.5.14, 1995.5.7, 1995.5.85). Al re-
tratar el protagonismo de una mujer con uniforme militar lidiando toros,
Fierro elaboró una narrativa visual alternativa de la independencia del
Perú en la ciudad de Lima. De esta manera, el pintor afrolimeño, logró
visibilizar y distinguir el cuerpo masculino-femenino afrodescendiente y
lo perpetuó como un cuerpo sublime de la patria.

La Marianne sublime: la chichera


Las acuarelas de “Pancho” Fierro presentan una memoria visual de
la cultura material de los sectores populares de la ciudad de Lima en los
años posteriores a la independencia. Maribel Arrelucea destacó el prota-
gonismo sensual, festivo y cotidiano de las mujeres afrodescendientes de
la ciudad de Lima en las acuarelas de este artista. En efecto, la presencia
continua de vendedoras ambulantes marcaba los escenarios citadinos y
festivos con el despliegue de sabores, olores y música, que caracterizaban
las comidas típicas, las flores, y el consumo de licores (Arrelucea Barrantes,
2011, p. 289). Diversas pinturas atribuidas a Fierro presentan sugerentes
escenografías patriotas en los puestos de venta de chicha, en los que las
chicheras afrodescendientes obtienen la preciada bebida de las tinajas de
barro; en algunos casos, las chicheras están acompañadas por la figura
militar del soldado uniformado. En estos escenarios se produce una com-
posición cromática de los colores patrios, al apreciarse la cuidadosa dis-
posición de recipientes y vasos transparentes que traslucen la chicha roja,
colocados “patrióticamente” sobre manteles blancos (Cantuarias, 1995, p.
90; Cisneros Sánchez, 1975, lám. 57, p. 123; Municipalidad Metropolitana
de Lima, 2007, p. 150; Solórzano Gonzales, 2003, p. 175). A partir de estas
referencias se desprende que, a través de las acuarelas, también es posible
distinguir la politización y la sublimación de la cultura de consumo en
los años posteriores a la Independencia, en especial a través de la moda y

148
Capítulo 5 . Mariannes afrolimeñas:
la patria en las acuarelas de Francisco “Pancho” Fierro

la gastronomía. En esta parte del trabajo, se hace referencia a la Marianne


más sublime, una mujer identificada con un icónico producto alimenticio
que proporciona identidad, continuidad de la etnicidad y robustece las
matrices de membresía simbólico-política (Adema, 2006, p. 9).
La chichera afrolimeña, una protagonista plebeya y popular, se consti-
tuye en la Marianne más sublime por su vestido, la pose que exhibe y por
estar íntimamente vinculada a una bebida patriota y ancestral, la chicha. La
acuarela de Fierro denominada “Vendedora de chicha”, fechada aproxima-
damente entre 1834 y 1841, (Colección Museo de Arte de Lima-MALI.
Donación Juan Carlos Verme, 2015.21.43), presenta a una mujer dedicada
al expendio de chicha, que destaca por estar exquisitamente vestida con los
colores de la bandera peruana. Esta mujer afrolimeña está de pie y tiene
como segunda piel un vestido blanco con mangas abullonadas y falda tres
campanas, cuyos bordes, así como los ribetes de las mangas son de color
rojo. La presencia de accesorios como aretes y un collar imprimen deli-
cadeza y elegancia a esta Marianne. Estas cualidades confirman la percep-
ción cotidiana desde finales del siglo XVIII, cuando viajeros como Tadeo
Haenke destacaron el gusto por el buen vestir de las mujeres afrolimeñas,
fueran libres o esclavizadas, señalando incluso que eran ellas quienes “en
cierto modo” daban “el tono a las modas” (Haenke, 1901, p. 35). Los via-
jeros quedaban impresionados por la “pompa” y la “suntuosidad” de las
mujeres esclavizadas que trabajaban como vendedoras ambulantes, quienes
poseían joyas, mantillas y pañuelos. Este afán por la “apariencia pública” se
relaciona con la importancia de que la ropa obtuviera un capital social y
simbólico en una sociedad patriarcal y tradicional; con ello se expresaba
su honor, a pesar de su condición de esclavitud (Arrelucea, 2016, p. 93).
En el caso observado, el vestido como objeto de consumo adquiere
un valioso simbolismo al comunicar un “incisivo lenguaje político capaz
de unificar y diferenciar” (Allman, 2004, p. 1). La omnipresencia del color
blanco presenta a la chichera como representación de la comunidad de
los patriotas, diferenciada de aquella de los realistas. Al presentar a una
primorosa mujer afrolimeña vestida con un traje blanco, reforzado por
incluir un sombrero del mismo color, Fierro revierte el carácter igno-
minioso de la negritud, sancionado por el racismo institucionalizado del
régimen colonial. Esta chichera se convierte en la “portadora simbólica
de la identidad” —en este caso patriota—, personificando las virtudes de

149
mujeres en las revoluciones

la emergente patria peruana (Valdivia del Río, 2008, pp. 259, 262).
La conjunción entre el cuerpo sublime de la chichera y la acción que
ejecuta la convierte en una réplica subversiva de la Marianne francesa y la
Marianne andina. Al respecto, Claudia Rosas destacó la pintura cuzqueña
titulada “Triunfo de la Independencia Americana”, compuesta entre 1821
y 1825, pieza de arte que siguió el patrón emblemático de la Marianne
francesa, al presentar como protagonista a una diosa romana vestida con
un traje bicolor, rojo y blanco, colores propios de la bandera peruana. Al
igual que la Marianne francesa, esta Marianne andina era una mujer blanca
que sostenía en la mano derecha una lanza rematada por el gorro frigio
(Rosas, 2019, p. 3). Por su parte, Alejandro Salinas demostró la “íntima
relación entre las alegorías de la numismática francesa y la peruana como
resultado de un activo proceso iconográfico mundial llamado marianola-
tria” (Salinas Sánchez, 2013, p. 9). En efecto, las monedas acuñadas en la
ciudad de Lima en 1821 representaron en el reverso a “una doncella de
pie con un asta en la mano derecha que” sostenía “el gorro de la libertad”
(CDIP, t. X, Símbolos de la patria, p. 24). En similar modo, la chichera, la
Marianne sublime de “Pancho” Fierro, está de pie obteniendo chicha de
la tinaja, al presionar una varilla con la mano derecha para conseguir la be-
bida de color amarillo. Este licor, cuya tonalidad se identificaba con el sol
de los Incas, está siendo servida en un vaso que ella sostiene con la mano
izquierda. La chichera es una réplica subversiva, en virtud de su identidad
étnica y la actividad que desempeña, una mujer afrolimeña, que desde la
cotidianeidad participa activamente en el espacio público y la creación de
una comunidad imaginada y visualizada, desafiando el carácter sublime
del cuerpo femenino blanco y alegórico.
Esta producción cultural y visual de la chichera como Marianne subli-
me confirma la propuesta de Peter Burke: las imágenes como testimonios
visuales denotan la importancia de las posturas y gestos, los cuales tiene
significado simbólico. La personificación es empleada para representar
conceptos difíciles y en este caso se podría señalar que Fierro apeló al
lenguaje visual para diseminar ideas como libertad y patria. El rol de
la imagen es protagónico, especialmente en un contexto de revolución,
porque esta celebra el cambio y contribuye a transformar la consciencia
política de la gente común, sobre todo en sociedades con poco nivel de

150
Capítulo 5 . Mariannes afrolimeñas:
la patria en las acuarelas de Francisco “Pancho” Fierro

alfabetización. Por lo tanto, la imagen de la chichera se convierte en un


testimonio visual que comunica de manera más rápida y clara los detalles
de un complejo proceso, como fue el caso de la guerra de la Independen-
cia en la ciudad de Lima (Burke, 2008, pp. 61, 83, 145).
La sublimación de la chichera memorializa el festejo por la liberación
de Lima en 1821. A través de la presencia visual de la chicha en espacios
cotidianos se patentiza a la mujer afroperuana como la personificación de
la patria, del triunfo de esta y el festejo de la independencia en el corazón
realista de Sudamérica. La chicha es una bebida ancestral andina elaborada
a base a maíz fermentado, con un “gusto dulce y fuerte”, como lo refirió
el médico Hipólito Unanue (1806, pp. 163-164). Esta “bebida digestiva”
era consumida en espacios conocidos como picanterías y, por su pues-
to, en las chicherías de la ciudad. El líquido era colocado en “tinajas de
barro hechas expresamente” para llevar a cabo la fermentación (Mellet,
1971, p. 87). En la estampa que se describe, se distingue la presencia de
un personaje que toca la guitarra, lo que calza con el reconocimiento del
gusto de la población afrodescendiente por la música y la poesía (Proctor,
1971, pp. 313-314)13.
Cabe destacar que en 1821 circuló y alcanzó mucha popularidad la
canción llamada “La Chicha”, de los mismos autores del himno nacional
—el músico e hijo de una mulata libre, José Bernardo Alzedo, y José de la
Torre Ugarte—, primera canción en ser interpretada a la llegada de José de
San Martín (Biblioteca Nacional del Perú, Colección Jose Bernardo Alzedo,
JBA071, JBA072). Mónica Ricketts identifica esta canción patriótica como
el “verdadero himno nacional en las primeras décadas republicanas”, pues
provocaba incesante emoción y euforia entre la población (Ricketts, 2001,
p. 443). La letra, claramente, alude al maíz y al maní como los productos
básicos a partir de los cuales ha sido elaborado, enfatizando la utilidad de
estos para llevar a cabo el “brindis de la libertad” (Rondón y König, 2014,
p. 18). Por tanto, la presencia de la tinaja de chicha que acompaña a la
chichera buscaba exhibirla en concordancia con el discurso patriota, que
apeló a la exaltación de lo autóctono con la finalidad de contraponerse a

13 Un testigo de la época refirió que “todos los mulatos de Lima eran poetas y recitaban
por las calles millares de versos en honor de San Martín, que repetían los muchos sin cesar” (Cig-
noli, 1978, p. 289).

151
mujeres en las revoluciones

lo español. En “La Chicha”, se compuso la contundente oposición entre


esta bebida y el vino de procedencia española. Se reconocía a la chicha
como “licor precioso” y “licor peruano” que “mitiga la sed” de los patriotas.
En contraparte, en esta pieza musical, el vino es identificado como una
bebida traída por “la Hidra para envenenar” (Ricketts, 2001, p. 445). La
misma canción menciona al Inca que “la usaba en su regia mesa”, lo que
convierte a la bebida en expresión histórica del pasado incaico y convoca
a “celebrar el fin de la opresión y el advenimiento de la independencia”,
a través del consumo del “elenco de manjares y bebidas tradicionales pe-
ruanas”14. Al exaltar la bebida sublime, autenticada por el pasado ancestral,
“La Chicha” solidifica la fraternidad revolucionaria en tiempos de guerra.
Los que consumían esta bebida, compartían la vibrante emoción de ser los
hijos de una patria que había liberado a la patria de los Incas. Su consumo
distinguía a la exquisita mujer afrodescendiente y contribuía a reforzar
una identidad propia y patriota autenticada por la apropiación del pasado
incaico y la emoción libertaria que marcaba la memoria colectiva en Lima
años después de la celebración de la independencia (Ricketts, 2001, p. 445,
Rondón e Izquierdo König, 2014, p.29).
En la acuarela titulada “La vendedora de chicha”, la sublime Marianne
es la personificación de la patria, que sentenciaba públicamente el fin del
régimen español. Esta Marianne afrolimeña y plebeya proclamaba el na-
cimiento de la patria frente a la funesta contaminación que significaba el
pasado español. A pesar de la escena armónica en la que es exhibida, esta
Marianne patentiza la batalla simbólica entre la Lima virreinal del pasado y
la Lima del presente republicano, representadas por la tapada y la chichera
respectivamente. Se ha señalado a la tapada como la “figura predilecta” en
las acuarelas de Fierro15. En efecto, las tapadas —identificadas como icóni-
cos personajes de Lima— denotaron el tránsito del tiempo del rey hacia
el tiempo de la patria, pues publicitaron la moda de esta. En las acuarelas
panchoferristas es posible observar tapadas vistiendo completamente de

14 Sobre el poderoso rol desplegado de forma intencional por los líderes criollos, quienes
apelaron a los héroes del pasado para legitimar la guerra contra España, véase el libro The Return
of the Native: Indians and Myth-Making in Spanish America, 1810-1930 (Earle, 2007).
15 Wilfredo Kapsoli señala que José Sabogal percibió esta predilección de “Pancho” Fierro
(2016, p. 244). Por otra parte, la tesis de Andrea Bazán Avendaño muestra una perspectiva compa-
rativa sobre la tapada en “Pancho” Fierro y otros viajeros del siglo XIX (2018).

152
Capítulo I. Micaela Bastidas a partir de los testimonios vertidos
en el juicio a la Gran Rebelión, 1780-1781

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51
52
capítulo 2

De adversarias a agentes de la reconciliación:


las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

Sarah C. Chambers

Antes de la madrugada del 24 de septiembre de 1818, treinta y


tres monjas trinitarias salieron de los claustros de su monasterio a
las calles —todavía a oscuras— de Concepción, Chile, para unirse
al éxodo realista que el coronel español Juan Francisco Sánchez
dirigía al sur con la intención de refugiarse entre sus aliados in-
dígenas. Mucho después, Sor Juana María de San José recordaría
aquel dolor sufrido que, en sus palabras, fue “tan grande, que solo
puede tener comparación con el del momento de la separación del
alma del cuerpo” (1914, p. 154). Isaac Foster Coffin, un comerciante
norteamericano que cayó cautivo cuando la nave en que viajaba fue
embargada por los españoles, notó que la noticia de la salida de las
monjas cayó “como un golpe eléctrico produciendo más alarma que
el temblor que arruinó la antigua capital” (1898, p. 143). Forzado a
seguir la misma emigración hizo varias observaciones en su diario
sobre “estas desamparadas y desgraciadas monjas” que después de
muchos años en que “no habían divisado más que las paredes de su
convento”, de repente se encontraron “rodeadas por marineros y
soldados”. Algunas, relató, “abrumadas por penalidades positivas y
terrores imaginarios, enfermaron, llegando al lugar de su destino a
tiempo solo de ser enterradas” (Coffin, 1898, p. 196). En las cartas
escritas durante los cuatro años de su peregrinación, las trinitarias
lamentaron las condiciones duras. “Evenido en medio de hun Eger-
cito,” escribió una desde un rancho remoto, “sercado de Enemigos
pasando Cordilleras, y riscos hunas Veces en las ancas otras a pie…

53
mujeres en las revoluciones

no acia jornada que no diese dos o tres caydos y mucha de Espaldas”


(Archivo Nacional Histórico de Chile [ANHCh], s. f. c., t. CI, f. 26r)1.
Se podría presumir que las trinitarias, muchas de ellas en una edad
avanzada, eran un dechado de la víctima apolítica atrapada en el fuego
cruzado. No obstante, la realidad era más compleja. Coffin, un observador
compasivo, pudo ver que su causa estaba “completamente identificada con
la realista” y que no era “de modo alguno improbable que esta penosa
traslación sea sólo el comienzo de sus sufrimientos” (1898, p. 197). De
hecho, ya en 1817, una carta remitida al periódico oficial del gobierno
independiente se había burlado de las trinitarias por creer los rumores de
que los insurgentes eran herejes que iban a abolir la religión y violar a las
vírgenes.Tildándolas de “embéciles”, esta relataba que sus superiores ecle-
siásticos les prometieron pasaje seguro a Lima, pero al final estos salieron
con todas las alhajas de las iglesias, dejando a las monjas en Concepción:
“Ved ahí la recompensa de vuestros sacrificios, ayunos y penitencias en
que perdéis el tiempo pidiendo a Dios favorezca la causa de los malvados”
(O’Higgins, 1951, pp. 221-222). El año siguiente, los patriotas dedicaron
un número completo de la Gazeta Ministerial Extraordinaria de Chile a las
trinitarias en el que las señalaban de haber pasado de engañadas a parti-
darias firmes en su oposición a la independencia. Se publicó el informe
de un oficial que advirtió sobre la expedición de Sánchez lo siguiente:
“le siguen un crecido número de mujeres, incluso las monjas de Concep-
ción, todas a pie, y descalzas, que van regando con sus lágrimas cada paso
que dan, y que le entorpecen sus marchas” (O’Higgins, 1951, 221-222).
Después de pintar esta escena, aparentemente triste, un editorial criticó a
la conducta “verdaderamente inconcebible” de las monjas por seguir a las
tropas españolas, a pesar del buen trato que, según el autor, habían reci-
bido por parte de los patriotas cuando ocuparon a Concepción en 1817.
“¿Se han olvidado,” preguntó, “de que su divino esposo ha declarado que
su reino no es de este mundo?” (O’Higgins, 1953, p. 93). Pero ¿de veras
se opusieron las trinitarias a la causa de la independencia o habían huido
meramente por el temor? Sin duda, experimentaban diversas emociones,
pero en varias cartas celebraron las victorias de las fuerzas del rey y rogaron
por la derrota de los patriotas.

1 Al transcribir las cartas no se ha corregido la ortografía original; sin embargo, se han


proveído las palabras enteras en los casos de abreviaturas menos comunes.

54
mujeres en las revoluciones

dencia chilena suelen concentrarse en el periodo que transcurre entre el


establecimiento de la Junta de 1810 y la Batalla de Chacabuco de 1817.
Por supuesto, incluyen la “Reconquista”, desde 1814 hasta 1817, un revés
importante pero pasajero y el esfuerzo de las fuerzas españolas por retomar
Santiago en 1818, que terminó con una derrota en Maipú (Guerrero Lira,
2002; Ossa Santa Cruz, 2014). No obstante, el conflicto continuó por casi
una década hasta que los patriotas tomaron a Chiloé en 1826. Gracias a sus
aliados indígenas, el ejército realista sobrevivió en el territorio al sur del
río Biobío y desde allí incursionó en la provincia de Concepción y aún
más al norte. Por ser una guerra tan prolongada e intensa, esta no dejó de
afectar a la población entera de la región, incluso a las mujeres.
Entre 1817 y 1820, el control de la ciudad de Concepción y del
puerto de Talcahuano cambió cinco veces y los pueblos del interior ex-
perimentaron aún más inseguridad. Por ejemplo, a inicios de 1818, des-
pués de un largo pero fracasado sitio a las tropas realistas en Talcahuano,
las fuerzas patriotas se retiraron de Concepción hacia el norte, llevando
consigo cerca de 50 000 civiles —casi la mitad de la población— y
prendiendo fuego a los campos, pues por órdenes de Bernardo O’Hig-
gins, “el enemigo” no debía “hallar en su tránsito más que un desierto,
casas sin pobladores, campos sin sembrados y sin ganados” (Barros Arana,
1890, p. 325; Collier, 1967, p. 4, nota 2). Dentro del año, esperando un
ataque naval patriota, las fuerzas realistas se retiraron de Talcahuano hasta
el territorio indígena, acompañadas de muchos habitantes, incluidas las
monjas trinitarias de Concepción, quienes temían una represalia patriota
por no haber evacuado la ciudad con ellos en el mes de enero (Barros
Arana, 1892, pp. 88-109). En el camino al sur, Coffin presenció la eva-
cuación de San Pedro, mayormente por mujeres y niños: “A algunas se
les veía salir con uno ó dos chiquillos colgados a la espalda y llevando de
la mano sus útiles de cocina” (1898, p. 217). Estas observaciones, narradas
por un extranjero atrapado entre dos bandos enemigos, pintan el cuadro
conmovedor de las mujeres desplazadas por el conflicto bélico.
Aunque en febrero de 1819, O’Higgins ordenó a las familias que
habían emigrado al valle central con las tropas patriotas regresar al sur,
seguían las escaramuzas por la región (Barros Arana, 1892, pp. 108-153).
El director supremo esperaba dar término a la guerra en el sur, pero en

56
mujeres en las revoluciones

por fin pudo salir de Talcahuano. “No olvidaré jamás las impresiones que
experimenté el primer día que visité á Concepción,” escribió, “la escena
impresionaba mucho más que si la ciudad hubiese sido abandonada por
causa de la peste, como que en casi todas direcciones la vista tropezaba con
un montón de humeantes ruinas” (Coffin, 1898, pp. 136-137). A finales de
enero de 1819, Freire ocupó a Concepción, en un estado de abandono y
ruina aún mayor de lo que Coffin había presenciado el año anterior. “La
ciudad presenta un espectáculo bien triste”, informó a O’Higgins, “pues
los enemigos” habían “arrancado hasta las rejas de hierro de las ventanas
de muchas casas” (O’Higgins, 1953, p. 67).
El costo humano de la guerra fue aún más alto, ya que ambos
ejércitos ocuparon los pueblos, quemaron los cultivos y desplazaron a
los habitantes. Tanto los patriotas como los realistas relataron historias de
violaciones de las reglas del combate, incluso violencia en contra de la
población civil. Miguel Riquelme, el tío materno de O’Higgins, contó
después a Claudio Gay que los realistas asesinaron “a todos los individuos
que encontraban trabajando la tierra e incendiar[on] sus ranchos, no to-
mando prisioneros más que a los niños de ocho a nueve años” (Feliú Cruz,
1965, p. 49). Echó la culpa, especialmente, al comandante de la guerrilla,
Vicente Benavides, y a los aliados indígenas de matar a los paisanos y vio-
lar a las mujeres. Los pocos sobrevivientes de un ataque al pueblo de Los
Ángeles vivieron escondidos en el monte por diez días, recordó, comiendo
solamente los tallos de los pangues y algunos dihueñes; llegaron a estar tan
débiles, que casi no podían caminar cuando era seguro salir (Feliú Cruz,
1965, p. 50). Los realistas sufrieron igual destino a manos de los patriotas.
José María Rueda relató a Gay como unos paisanos que emigraban al sur
por órdenes de Benavides fueron interceptados por las tropas patriotas
mientras trataban de cruzar un río con su ganado. “Los demás se arrojaron
al agua, lo mismo que las familias, niños, mujeres; lo que ocasionó una
pérdida muy considerable de gente,” y añadió, “se vieron mujeres con
una niña a la espalda y un niño en el brazo atravesar el río que tenía de
seis a siete cuadras de ancho, nadando con un solo brazo” (Feliú Cruz,
p. 118). Como en Nueva Granada y Venezuela, los patriotas denunciaron
tanto a los realistas como a sus aliados indígenas por abusar y asesinar a
mujeres y niños. Pero también refirieron a tales actos para justificar sus
propias tácticas de atacar a la población y ajusticiar tanto a los prisioneros

58
mujeres en las revoluciones

prestado señaladísimos servicios a Benavides comunicándole noticias de


cuanto pasaba en el campamento patriota” (Barros Arana, 1894, p. 35).
Estas preocupaciones de los patriotas nos han dejado fuentes poco
comunes para analizar las experiencias y las actitudes de las mujeres du-
rante la guerra: muchas cartas interceptadas y diversos procesos criminales,
especialmente a las acusadas de llevar las misivas. Estos documentos ponen
de manifiesto cómo durante la guerra consideraban a las mujeres realistas
una amenaza seria a la causa de la independencia.

El crimen de escribir cartas


El archivo del Ministerio de Guerra contiene fuentes insólitas que
ponen de manifiesto las inquietudes y esperanzas de las mujeres realistas
durante la guerra: la correspondencia interceptada por los oficiales patriotas
en el sur. Las cartas eran muchas veces prosaicas y se referían con más fre-
cuencia a noticias familiares que a opiniones políticas o a informes militares.
Sin embargo, hasta las misivas que expresaban principalmente el amor y
la preocupación por los parientes ausentes entraron en la esfera pública al
ser incautadas por las fuerzas militares. Durante el estado de guerra, enviar
tal correspondencia se consideraba un crimen de alta traición y tanto
autores como portadores fueron juzgados. En ese contexto, ya fuera para
fines conspiratorios o íntimos, escribir una carta devino un acto político.
Las cartas, muchas veces escritas con una letra temblorosa y mala or-
tografía, cumplían, no obstante, con un modelo común. La breve misiva
citada a continuación, manifiesta en pocas palabras los elementos carac-
terísticos de este tipo de correspondencia:
Mi Estimado Cruz selebro tu perfeta salud y la de todos los de su casa y en
particular la de mi padre y carmelita y rosita y Jose Maria y Siriaco por aca
no hai nobeda solo si muy afligidos con hesta maldita patria que no hes
patria sino ynfierno y no beyo las oras de hestar con los míos mandame
unas libras de asucar y tabaco y mandame desir como hesta heso hilemanda
la Josefa me dio libra de yerba a mi ermana carmen. —Ya tu sabes. (AN-
HCh, s. f. c., t.VI, Sumarios y Procesos, 29 de junio de 1817)

Como en esta, casi todas las cartas empezaban con expresiones y sa-
ludos afectuosos —padre, hermana o señora “de mi corazón” o “de mi
afecto”—, y concluían con el nombre del autor “que verte desea” En el

60
mujeres en las revoluciones

Con quanto Gusto Te Escribo Esta para que Sepas de Nuestra Existen-
cia pues por la Misericordia de Dios Todas Suscistimos Aunque Vos los
Jusgarías Muertas pues no los Habeis Escrito ninguna letra Biendolos
Tan desanparadas pues tu padre No ha perdido la Ocacion de Escribir-
nos Estando En tanta distancia Y Entre Sus Enemigos Estando 50 leguas
Mas adelante de Buenos Aires Y Encarga mucho le damos Noticia de tu
paradero Y los dise que Eduardo lo Esta Manteniendo Con Su trabajo.
(ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 33r)

Somonte relató lo que ella y los hermanos menores del destinatario


habían sufrido sin un hombre que les ayudara, huyendo por el territorio
de los Mapuche con el comandante Sánchez, “Caminando todo un Dia
Sin Senar desde la amanecer Hasta puestas de Sol En unos fangos Y Sor-
tenejas Sumiendonos Hasta la Rodilla” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 52r) y
“Subiendo Y Bajando unas Cordilleras que ni siquiera una Bota de Agua
que Tomar” (f. 33r).
Por cinco meses, informó Somonte, habían recibido una cuota alimen-
ticia —según se puede deducir de los oficiales realistas—, pero por otros
seis solo les pagaban la mitad. Luego, la ayuda cesó, aunque se dio cuenta
de que algunos emigrados seguían recibiendo pensiones a escondidas.
“Contenplanse que dolor no Seria de Ber Atus pobres Hermanos Muertos
de Hanbre,” le dijo directamente a Rafael (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 33r).
Mientras habían estado separados, agregó, “a crecido Juanito apalmos El
que mil trabajos para Esconderlo de la furia destos Sangrientos piritas [los
patriotas] En fin Nuestro General Benabides lo ha Rescatado Y le adado
a Juanito la Plasa de Cadete En el Batallon de Concepcion” (ANHCh,
s. f. c., t. CI, f. 33v). Concluyó, como tantos corresponsales, saludando a
Rafael, en nombre de todos los parientes, notando cuánto Juanito —pre-
sumiblemente su hermano— quería verlo y que su hermanita le pedía
una blusa, porque casi no le quedaba ropa. Luego, escribió al margen del
papel una posdata informándole que apenas se enteraron de que a su padre
lo habían transferido con otros prisioneros de guerra de Las Bruscas a la
ciudad donde presumía se encontraba Rafael,“lo que ha sido para nosotros
de Grande Conplasencia no Se Si Sera Berdad Y a Bisanos En primera
Ocacion” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 33v). La opinión realista de Manuela
Somonte era muy evidente y sus cartas servían tanto para compartir las
noticias como para hacer que Rafael ayudara a sus hermanos, mientras su
padre detenido no pudiera cumplir con tales responsabilidades.

62
Capítulo 5 . Mariannes afrolimeñas:
la patria en las acuarelas de Francisco “Pancho” Fierro

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161
Capítulo 2. De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

de recordar al destinatario que “dara finas espreciones de mi parte y de la


Juliana que la encomendienden a Dios que se halla muy mala” (ANHCh,
s. f. c., t. CI, f. 24r)2.
Sor María de Jesús, al escribir a Juan Cerdán, un clérigo de Con-
cepción y líder de los realistas que había emigrado al Perú en 1813,
también expresó el sufrimiento, pero quizás por ser monja aceptó los
padecimientos como un modo de vivir la fe: “Taytita Emos sufrido todas
Las micerias de La Vida pero no los trocaria por todos los Gustos del
mundo” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 25r). Relató los peligros del viaje por
las montañas y los ríos, pero observó que, a pesar de caerse muchas veces,
nunca resultó herida. Además, según su testimonio, cuando se extravió en
el monte, el Señor, que “no duerme en la guarda de los que en El poner
toda su confianza”, envió una muchacha que la encontró y un soldado
que la llevó en su caballo donde las otras monjas (ANHCh, s. f. c., t. CI,
f. 25r-25v). Las monjas tenían que dormir en el suelo y cinco murieron
de chavalongo (tifus), pero Sor María sobrevivió gracias a la tierna asis-
tencia de Rosa, la lavandera vieja (San José, 1914, pp. 165, 167). Además,
el Señor le dio la fuerza para seguir, a pesar de que estaba casi sorda y
con mala vista. Le informó al Cerdán de la llegada, justo a tiempo, de un
paquete con provisiones que recibieron “con lágrimas de agradecimien-
to” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 26r). Como solo le quedaba una imagen de
la Señora de Pilar que traía al cuello, pidió otras estampitas y novenas de
la Señora de las Nieves.Y como otros corresponsales, concluyó su carta
Sor María con noticias de Pepa y Tulli, y los saludos de costumbre: “El
Sr me de Consuelo de verlo No Ceso de pedirselo con Lagrimas á mi
meches mil Espresiones, y a mi Juana que me la cuyde mucho quyen lo
hama y verlo desea su mas amanta Hija” (ANHCh, s. f. c., t. CI, f. 26v).
Cuando se dirigía al patrocinador de la comunidad religiosa, el realista
Pablo Hurtado emigrado en Lima, la ministra de las trinitarias, Sor Ángela
de San Juan de Mata, escribió en un tono entre los lamentos pesimistas de
Ortega y la fe exaltada de Sor María. Le relató las dificultades de proveer
lo necesario a las veintisiete mujeres a su cargo, por causa del alto precio
de los víveres y otras provisiones. No obstante, observó que mientras otros
2 Ver también la carta de Ortega al Padre Juan López, escrita en Tucapel el 13 de octubre
de 1820 (ANHCh, t. CI, f. 15).

65
Capítulo 5 . Mariannes afrolimeñas:
la patria en las acuarelas de Francisco “Pancho” Fierro

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163
mujeres en las revoluciones

para escribirlas y enviarlas. Las personas, ansiosas por comunicarse con


sus familiares que se encontraban entre “los enemigos”, se enteraron de
quiénes viajaban entre los dos campos, entre Concepción y el puerto de
Talcahuano, por ejemplo. La mayoría de los portadores de misivas eran
mujeres, que las escondían entre sus polleras o en sus senos, según los
informes de los soldados que las registraron. Al capturar a una portadora,
los jueces castrenses a veces lograban seguir el hilo hasta descubrir una
red de familiares, amigas y sirvientes. María Josefa Ponce, presa en 1817,
confesó que al enterarse don Josef Ordoñez, jefe de las fuerzas realistas
en Talcahuano, de que ella quería ir a Concepción, le dio una carta para
entregar a la señora Antonia Andariena, cuyo hijo también estaba con el
ejército realista. Dijo Ponce que conocía a la señora Andariena porque era
amiga de su patrón. Al llegar a la casa, habló con la hija de Andariena y ella
la mandó a esconder donde una tal doña Rita. Juliana, la criada, informó
que Ponce había venido a la casa en varias ocasiones con mensajes de los
oficiales realistas y que su patrona le dijo que callara sobre esas visitas.
También dijo que no sabían escribir ni la Andariena ni su hija, pero que les
visitaba frecuentemente una amiga llamada doña Nieves. La hija y Nieves
insistieron en no saber nada sobre las cartas, pero las autoridades tenían
otra esquela firmada por Nieves con la misma letra. Andariena confesó
finalmente sus comunicaciones con el enemigo, pero al principio negó
la participación de las jóvenes. Sin embargo, cuando sus interrogadores le
preguntaron directamente, respondió:
Que por respetos a la amistad y buena armonia que tiene con doña Nieves
havia tratado de no expresar su nombre, deseando evitarle todo motibo de
perjudicarle; pero ya que el echo se alla descuvierto y que su negatiba sobre
ser inutil la haria criminal, en obsequio de la verdad, y juramento que ha
prestado confiesa haver sido la doña Nieves quien lo escrivio, dictandolo
entre hambas. (ANHCh, s. f. c., t.VI, Sumarios y Procesos)

Recelosas de que las cartas contuvieran elementos de inteligencia


militar, las autoridades patriotas embargaron toda la correspondencia y
procesaron a los portadores. Muchas veces fueron mujeres quienes las
escribieron y las llevaron a sus destinatarios. “Hay experiencia en toda la
Rebolucion que el Enemigo ha sostenido el Expionaje infiriendo males
incalculables a la Republica por medio de las mujeres,” declaró un oficial
alto, “y no basta la piedad y la lenidad con que se les a mirado, pues aun

68
Capítulo 5 . Mariannes afrolimeñas:
la patria en las acuarelas de Francisco “Pancho” Fierro

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165
Capítulo 2. De adversarias a agentes de la reconciliación:
las mujeres realistas en la guerra a muerte chilena

la alta bondad de V.E. quiera comutarles el castigo en un encierro decenal,


en donde dia a dia se les haga sentir la enormidad de sus traiciones.(AN-
HCh, s. f. c., t. CIX, f. 46)

La sentencia para estas mujeres no aparece en el expediente de Valdivia,


pero en otro juicio de 1821, Josefa Garrido fue condenada como espía y
fusilada dentro de las veinticuatro horas posteriores al juicio. Ella insistió
que había cruzado el límite entre los dos ejércitos, el río Biobío, con el
único fin de buscar alimento para su familia; un pretexto apropiado para
una mujer. La carta que llevaba, de José Antonio Roas a su primo, mez-
claba la preocupación por la familia con algunas noticias generales sobre
la política y la guerra. Encarnando el papel del hijo abnegado, le pidió a
su primo que dijera a su madre:
No se olbide de su hijo nasido de sus dentrañas que no piense que la olbi-
dado que algun dia que dira Dios que le sirba y le asista con honor ello al
fin madre no tengo mas que desirle a mis hermanos que no anden cabe-
riando ni disperdisando nada y que no piredan [sic] su onor de ser hombres
de bien pues yotoy hasiendo lo mismo.(ANHCh, s. f. c., t. CXXIII, pza. 3)

A pesar de protestar su inocencia, Garrido sabía detalles específicos so-


bre el paradero de Benavides, el número de tropas y armas bajo su mando,
como también sus planes de ataque. Por lo tanto, basándose solamente en
su propia confesión, denunció el sargento mayor:
Que no ha mirado sacrificio personal con el solo fin de satisfacer el odio
implacable que abriga contra el sistema de su mismo paiz; y aci es que sin
conciderasion alguna debe sufrir la pena señalada para exemplar castigo de
otras de su sexso. (ANHCh, s. f. c., t. CXXIII, pza. 3)

Al día siguiente, la fusilaron. Y no fue la única, ya que unas semanas


después, según Benjamín Vicuña Mackenna, historiador del siglo XIX,
“amanecieron colgados de cuatro horcas en la plaza de Concepción los
cadáveres de dos infelices mujeres, llamadas Manuela Mendoza y Catalina
Sobarzo, convencidas de encubridoras de espías” (1940, p. 350).
Sin duda, algunas de las autoras y portadoras de correspondencia
en tiempos de guerra eran espías y comunicaban elementos de inteligen-
cia que podían ayudar a las fuerzas realistas. No obstante, la gran mayoría
de las cartas carecen de información táctica. Por tanto, el gran esfuerzo

71
Capítulo 5 . Mariannes afrolimeñas:
la patria en las acuarelas de Francisco “Pancho” Fierro

Riviale, P. (2019). Los viajeros franceses y la iconografía costumbrista del


Perú en el siglo XIX: una historia interactiva. En I. Tauzin-Cas-
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167
mujeres en las revoluciones

Petrona Mantega fue posiblemente la primera persona en el sur de


Chile que pidió la devolución de sus bienes embargados. Como mujer,
recurrió a las leyes de patria potestad —tanto familiar como estatal— para
excusarse de haber emigrado. Su caso ilustra los trastornos repetidos de la
guerra a muerte. Sus testigos afirmaron que, al principio, había acatado la
orden de seguir la evacuación patriota de Concepción a finales de 1817,
pero al encontrarse con unos bandidos regresó al sur. Dijo que quería
quedarse en Concepción, pero en 1818 no tuvo otra opción que unirse
al éxodo realista. Tenía que acompañar a su marido, un cirujano con el
ejército real y tenía que obedecer las órdenes del coronel Sánchez “de
conservar la existencia con cuya pena se amenazava a los contraventores”.
Cuando Benavides ocupó Concepción en 1820, Mantega, ya enviudada,
regresó a la ciudad (ANHCh, s. f. a., primera serie, vol. 1156).
Aunque su casa fue incendiada en 1817, en marzo de 1822, Mantega
pudo arrendar la hacienda heredada de sus padres, que los patriotas secues-
traron cuando ella emigró con las fuerzas realistas. “Llega al extremo de
no tener donde acogerme con mi familia toda de menor edad,” lamentó,
“ni como alimentarla si se me despoja de este pequeño fundo” (ANHCh,
s. f. a., vol. 1156, f. 67). Luego, empezó un pleito para alzar el secuestro
con presentación de testigos. Insistió en que su marido aportó solo con el
salario, mientras que ella había traído toda la propiedad inmueble al matri-
monio. Por consiguiente, no había motivo de secuestrarla, pues ella nunca
había expresado una opinión en contra de la independencia y había emi-
grado solo por miedo. Como esposa obediente y ahora viuda desgraciada,
Mantega le suplicó al nuevo gobierno como “Padre benéfico… usar un
rajo de la generosidad que le caracterisa en aucilio de los inosentes que…
claman por los diarios alimentos” (ANHCh, s. f. a., vol. 1156, f. 1v). Sincera
o fingida, aquella fue una estrategia eficaz. Los oficiales de la tesorería de
Concepción recomendaron que se le devolviera la hacienda sobre la base
de “que por el riguroso precepto del detestable Sanchez siguió a su Mari-
do al otro lado del Biobío” (ANHCh, s. f. a., vol. 1156, f. 16). Después de
múltiples consultas y apelaciones entre Concepción y Santiago, la Corte
Suprema alzó el secuestro en junio de 1824 (Chambers, 2015).
Aunque algunos emigrados supieran de casos como Mantega, Frei-
re vio en las monjas trinitarias una oportunidad más visible e impactante

74
capítulo 6

Memoria, pesares e intrigas políticas:


intercambios epistolares femeninos en el trayecto de
la revolución rioplatense

Beatriz Bragoni

Introducción
La revolución de independencia introdujo un nuevo carácter a
la vida social y cultural en el Río de la Plata.Tanto la vida cotidiana
de las familias de las elites como la de los sectores populares experi-
mentaron profundos cambios a raíz de la politización y movilización
social, que dividió la opinión desatando la guerra entre los partidarios
de la ruptura con el Rey de España y los defensores de la monarquía
y las autoridades coloniales que gobernaban en su nombre.
La revolución enarboló el credo ilustrado y liberal que refutaba
la naturaleza de los vínculos de servidumbre y vasallaje que habían
sustentado el orden social previo a su emergencia. El “sagrado sis-
tema de la libertad” —como era llamado por los curas en sus ser-
mones— consagró el justo derecho al autogobierno, en respuesta
a los agravios por parte de las autoridades sustitutas del rey cautivo
y los funcionarios fieles a la monarquía, que habían descargado la
fuerza militar contra los “insurgentes” americanos. Este promovió
también la libertad civil y cuestionó los vínculos de dependencia
que las leyes indianas y la costumbre habían afianzado en los tres
siglos de coloniaje. Los indígenas y esclavos ingresaron a la agenda
pública y ganaron visibilidad tanto en la prensa como en las asam-
bleas que legislaron a su favor, sellando el inicio de una era distinta
a la que había prevalecido.
La formación de los ejércitos revolucionarios constituyó un tema
prioritario para lo cual fue necesario inflamar el fervor patriótico,
extraer recursos —hombres, dinero, ganado— y afianzar el control

169
mujeres en las revoluciones

en las ciudades, villas y pueblos sumados a la causa de la libertad. Las mu-


jeres no estuvieron al margen de ese atribulado y convulso proceso, por
el contrario, la atmósfera revolucionaria las condujo a tomar partido en
el seno de las familias, en las plazas, el mercado y la calle (Myers, 1999,
pp. 112-ss.). El general Miguel E. Soler se quejó más de una vez de la
movilización política de las mujeres porteñas y de la manera en que las
casas de familias habían sido transformadas en verdaderas fábricas gene-
radoras de rivalidades facciosas. Esas convicciones patrióticas impulsaron
la iniciativa de la única letrada porteña, Mariquita Sánchez de Thompson,
quien antes de entonar las estrofas de la canción nacional en la tertulia que
animaba sin cansancio en el salón de su casona en Buenos Aires, incitó
a las mujeres de su clase —como la esposa de Carlos de Alvear, Carmen
Quintanilla y la joven Remedios de Escalada, que ya noviaba con el co-
ronel de granaderos José de San Martín— a reunir dinero para comprar
las armas que usarían los soldados del ejército bajo el pedido especial de
que sus nombres fueran inscriptos en los fusiles que empuñarían contra los
enemigos de la patria. El argumento vertido al gobierno publicado en las
páginas de La Gaceta en 1812 hizo explícito el pedido frente a los límites
de “la naturaleza y las leyes” que les impedían “desplegar su patriotismo
con el esplendor de los héroes en el campo de batalla” (Junta de Historia
y Numismática Americana, 30 de mayo de 1812).
Asimismo, la devoción de las mujeres por la Patria se hizo patente
en las principales ciudades y jurisdicciones de las Provincias Unidas del
Río de la Plata, en particular, en las fiestas cívicas que se organizaban
en recuerdo de la “gloriosa revolución” de 1810 y la declaración de la
independencia de 1816, así como en las tertulias y bailes domésticos que
tenían como principales anfitrionas a las esposas o madres de los cabil-
dantes, funcionarios, oficiales y vecinos distinguidos. En ese ambiente se
realizaban donaciones como la que dio origen, en Mendoza —la capital
de la Gobernación de Cuyo—, a la bandera de los Andes que encabezó
la marcha del ejército patriota —el cual atravesó la cordillera y conquistó
el éxito de Chacabuco en 1817— y cuya confección estuvo en manos de
las monjas del Monasterio de María.
Joyas y telas no fueron los únicos aportes de las mujeres a la causa
revolucionaria. Por el contrario, la Junta Provisional Gubernativa se había

170
Capítulo 6 . Memoria, pesares e intrigas políticas:
intercambios epistolares femeninos en el trayecto de la revolución rioplatense

visto compelida a extraer recursos locales y apeló a contribuciones for-


zosas de los pobladores de las ciudades y los pueblos rurales aledaños, con
el fin de financiar el esquema de defensa de la capital contra los realistas
de la fidelísima Montevideo, además de las expediciones militares libradas
en el Paraguay y las provincias altoperuanas azotadas por la política de
exterminio decretada por el virrey del Perú desde 1809 y reactualizada al
año siguiente contra los “insurgentes porteños” y sus aliados locales. Allí,
las listas de los “beneméritos de la patria” —disponibles para 1810— re-
gistraron los aportes, sobre todo, de viudas propietarias de riqueza rural o
urbana y de otras que, sin consignar su estado o condición, respondieron
a la orden del gobierno mediante la donación de dinero —onzas de oro
o pesos fuertes—, caballos, ganado vacuno, criados o esclavos y parcelas
de tierra que sirvieron al emplazamiento de albergues de los flamantes
reclutas. Dicho comportamiento no solo caracterizó las prácticas de mu-
jeres distinguidas, pues también alcanzó a un puñado de pardas libres que
contribuyeron a financiar el regimiento de pardos y morenos liderados
por el sargento mayor Miguel E. Soler, cuya esposa, Josefa Olazábal, donó
dinero para cumplir con los sueldos de los enrolados, en sintonía con
lo ejecutado por los amos de niños y niñas esclavas (Junta de Historia y
Numismática Americana, 1910, p. 419).
Cabe destacar que ningún debate público puso en duda la condición
del “bello sexo”, ya que tanto para los filósofos de la Ilustración —con
excepción de Condorcet— como para los letrados y publicistas riopla-
tenses, el modelo de mujer ideal se centraba en la reclusión del hogar,
la educación de la prole y la subordinación al pater familiae (Barrancos,
2012). Aun así, como lo atestiguan los escritos tempranos del secretario
del Consulado de Buenos Aires, Manuel Belgrano, el programa civiliza-
torio les tenía a las mujeres un lugar reservado mediante la educación
como instancia de aprendizaje capital para salir de la miseria, mejorar las
costumbres y desarrollar virtudes morales y sociales en sus hijos.
La naturaleza nos anuncia una mujer: muy pronto va a ser madre, y presen-
tarnos conciudadanos en quienes debe inspirar las primeras ideas, ¿y qué
ha de enseñarles, si a ella nada le han enseñado?… Ruboricémonos, pero
digámoslo: nadie; y es tiempo ya de que se arbitren los medios de desviar
un tan grave daño si se quiere que las buenas costumbres sean generales
y uniformes. (Belgrano, 1810)

171
mujeres en las revoluciones

Ahora bien, esa consigna inscripta en el canon reformista borbónico


y de Campomanes —que obtuvo expresión en algunos exponentes de
la prensa independentista— estuvo lejos de plasmarse en manifestacio-
nes prácticas. En efecto, los altos índices de analfabetismo de las mujeres
—como también de varones— del completo virreinato acreditan que ni
siquiera alcanzaron el primer escalón de las primeras letras, lo que con-
duce a ubicar el peso relativo de aprendizajes informales o domésticos
entre las mujeres, incluso las de familias distinguidas, como lo atestiguó la
mismísima Mariquita Sánchez (Batticuore, 2011, pp. 63-104).
Por otra parte, en términos demográficos, el despertar revolucionario
pondría de relieve la mayor proporción de mujeres en varias jurisdicciones
de las Provincias Unidas del Río de la Plata. En efecto, los datos del censo
levantado por el gobierno revolucionario en 1812 ilustran que las mujeres
encabezaban la pirámide demográfica, no solo como resultado del creci-
miento vegetativo, sino también por la ausencia ocasional o permanente de
los varones, a raíz de la dinámica del comercio de larga y mediana distancia,
el carácter estacional de las labores de campo que activaba procesos migra-
torios internos y lo que no es menor, por la novedosa exigencia miliciana
o militar que los desvinculaba de sus hogares o pagos de origen (Gerardi,
2004; Mallo, 2016, pp. 387-401). Por consiguiente, la ausencia de los jefes
o cabezas de familia debido a las guerras revolucionarias se convertiría en
una experiencia inédita para las esposas, madres, hijas o hermanas de los
movilizados que debían cumplir con la obligación de prestar servicios a la
patria o morir por ella. Así lo atestiguan tanto la siempre evocada trayec-
toria de Juana Azurduy, viuda de Manuel Ascencio Padilla, como la de la
menos conocida María Remedios del Valle, la “niña de Ayohuma”, lanzadas
ambas a la guerra junto a sus maridos e hijos, por lo que fueron narradas y
retratadas como prototipo de heroínas de la independencia (Guzmán, 2016).
Las historiografías de las independencias hispanoamericanas, como la
rica vertiente de estudios dedicados a exhumar el protagonismo de los
sectores subalternos en aquel contexto, han puesto de relieve el carácter
fragmentario e indirecto de los testimonios con capacidad hermenéutica
suficiente para ilustrar el grado y las formas de politización y movilización
social (Fradkin, 2008, pp. 9-26; Mata, 2013, pp. 71-91; Serulnikov, 2006).
En el caso de las mujeres, tanto de las elites como de los sectores popula-

172
Capítulo 6 . Memoria, pesares e intrigas políticas:
intercambios epistolares femeninos en el trayecto de la revolución rioplatense

res, urbanos y rurales, la dificultad se agrava a raíz de su exclusión de los


ámbitos de debate y resolución política —cabildos, asambleas, gobiernos,
magistraturas de justicia—, como también de las candidaturas —de ricos
o pobres reclutados— para integrar los ejércitos y las milicias. A diferencia
de los registros nominativos que ilustran el número y la composición de las
formaciones armadas —como de los padrones electorales que atestiguan
el temprano voto masculino—, las fuentes de información sobre la parti-
cipación de las mujeres en el espacio público son escasas e insuficientes, a
excepción de expedientes judiciales que, por lo general, las tienen como
testigos de segundo orden en procesos criminales y sumarias militares
sustanciados contra los adversarios, díscolos o desertores de la causa revolu-
cionaria (Davio, 2014, pp. 81-96; Salvatore, 2017). En cambio, las versiones
más difundidas provienen de las estampas femeninas trazadas por cronistas
o memorialistas de la época y de los relatos de viajeros europeos que se
convirtieron en principal fuente de discursos e imágenes de las mujeres
de la etapa tardocolonial e independiente, junto a los retratos y escenas
compuestas por artistas o pintores oriundos también del Viejo Continente
(Munilla Lacasa, 2013).
Al obstáculo de registro nominal público u oficial se suma otro ma-
yor: la poca o escasa información producida por las mujeres, debido al
peso abrumador del analfabetismo que las conducía a recurrir a inter-
mediarios legos de confianza para que volcaran en papel y tinta súplicas
al gobierno, reclamos de deudas ante parientes o particulares, abusos
sexuales o de autoridad, promesas incumplidas de casamiento y cartas
íntimas en las que estampaban su nombre —o cruz cuando no sabían
escribir—, convirtiéndolas en receptáculos preciosos para penetrar en
la intimidad y testear experiencias, imaginarios y valores. En más de un
caso, como se verá más adelante, el nuevo contexto las incitó a aprender
o estilizar el tipo de escritura que practicaban para sostener el vínculo
con el marido o el amor ausente.
Como señaló oportunamente Michelle Perrot, el intercambio epistolar
constituye un vector primordial para rescatar las voces de mujeres insertas
en el mundo familiar, la división de roles según los sexos, fastidios y nos-
talgias, deseos y frustraciones (1998). En el caso del Río de la Plata revo-
lucionario, la correspondencia vertebra los hilos de una trama compleja de

173
mujeres en las revoluciones

un mundo cambiante y trastocado por la lucha política en la que afloran


confesiones, reclamos, intrigas, conspiraciones, acechos e incertidumbres.
Un “régimen de emociones” (Buch, 1994) de penurias y gozos, cruzado
por una nueva temporalidad, la de la revolución, y ensayado en la geografía
de la guerra y la política que erigió la experiencia del viaje, el destierro
y la emigración política en laboratorios claves del pasaje o transferencia
entre lazos familiares y solidaridades políticas. Un proceso que, además,
expuso iniciativas o agencias femeninas enmarcadas por la irrupción de
la política como actividad y el sistema de normas, el honor y la moral del
antiguo régimen que —sin cuestionar el orden patriarcal— las habilitaba
a echar mano de recursos o estrategias para interceptar el deseo o volun-
tad individual a despecho, muchas veces, de los dictámenes de la Iglesia
católica, las autoridades —civiles y militares— o los hombres cabezas de
familia (Fernández, 1999; Halperín Donghi, 1979; Seed, 1991).
Dicho lo anterior, este trabajo explora cartas o epístolas redactadas o
recibidas por mujeres con el doble propósito de restituir e interpretar el
vínculo entre la esfera de la experiencia personal y la acción política de
los cabezas de familia, y como expresión de las sensibilidades patrióticas
imantadas por la revolución y la guerra (Bragoni, 1999, pp. 241-261).
Un conjunto de epístolas escritas entre 1811 y 1826 que se erigen en
“depósito de secretos y de memorias”, en fuente de confesiones y relatos
sujetos a figuras retóricas que transmiten información de carácter público
y privado, regladas según el canon epistolar del siglo XIX y por la forma
de circulación vigente en la que late la amenaza de ser secuestrada o leída
por parte de los intermediarios encargados de sostener el intercambio
epistolar (Iglesia, 1999, pp. 203-223). Esa tensa madeja de normas y prác-
ticas sociales explica la procedencia del registro epistolar de las mujeres y
para las mujeres bajo examen, que generalmente integran los archivos de
los jefes de familia —o facción— preservados por sus esposas sobrevivien-
tes o sus descendientes, para luego ser cedidos a historiadores, publicistas
y archivos en el curso del siglo XIX, con el propósito de documentar la
trayectoria de los hombres públicos —los “grandes hombres”—, conver-
tidos en héroes por las narrativas fundacionales de las nuevas naciones.
Este texto se organiza en tres secciones: la primera recupera las cartas
escritas por Guadalupe Cuenca a su marido Mariano Moreno, que nunca

174
Capítulo 6 . Memoria, pesares e intrigas políticas:
intercambios epistolares femeninos en el trayecto de la revolución rioplatense

fueron leídas, porque murió en altamar en 1811; la segunda restituye e


interpreta el papel de las mujeres del linaje chileno de los Carrera en la
experiencia del exilio rioplatense entre 1814 y 1821, y la tercera recoge
el intercambio epistolar de Tomás Guido con su esposa Pilar Spano entre
1818 y 1826, mientras este integraba el plantel de oficiales rioplatenses
que encaró la expedición libertadora al Perú. En suma, un conjunto de
testimonios que permiten ofrecer una mirada caleidoscópica de la manera
en que las prácticas y emociones de las mujeres fueron transformadas por
la Revolución. Una selección deliberada de cartas escritas por mujeres o
leídas por ellas, que se convierten en evidencias sugestivas del entramado
de relaciones familiares que conjugó el ámbito de la cotidianidad con el
de la escritura y el de la acción política.

Cartas de Guadalupe Cuenca a Mariano Moreno


En 1812 el Triunvirato concedió a María Guadalupe Cuenca una
pensión de 30 pesos ante la súplica elevada por la viuda del doctor Ma-
riano Moreno, quien había muerto el año anterior en cumplimiento
de una misión diplomática en Londres (Levene, 1960, pp. 383-384). La
viuda fundamentó el pedido en la triste situación que padecía, la ne-
cesidad de solventar los gastos de educación del único hijo nacido del
matrimonio y el patriotismo acreditado por el famoso difunto, como
secretario de la Junta gubernativa que se había formado en Buenos Ai-
res el 25 de mayo de 1810. En esta, él había tenido un rol protagónico
como mentor primordial de los fundamentos jurídicos y filosóficos
del remplazo legítimo del gobierno sustituto del rey, erigido en Cádiz
por el ensayo de autogobierno que aspiraba a radicar la soberanía en la
antigua capital virreinal. Esa convicción lo había erigido en líder de la
facción más radical de los reunidos en la Junta, que aspiraban, por un
lado, a romper la “prudencia o moderación” que le había dado origen
mediante fundamentos y acciones destinados a radicalizar la revolución
mediante la invención del “pueblo” como base del nuevo gobierno y,
por otro, a afianzar la legitimidad revolucionaria en la completa geografía
del virreinato, creado en 1776 mediante la reunión de un “congreso na-
cional”, que prometía fundar las bases constitucionales del nuevo Estado
independiente (Goldman, 2016, pp. 211-237).

175
mujeres en las revoluciones

El conflicto llegó a término cuando Moreno se vio obligado a re-


nunciar y gestionó ante su rival, Cornelio Saavedra, la representación de
la Junta ante la Corte de Gran Bretaña para concertar tratados de coope-
ración comercial entre Inglaterra y “estas provincias”, en compañía con
dos asistentes, su hermano Manuel y Tomás Guido, reunidos en el club
de los enrolados en la carrera de la revolución. Guadalupe, o Mariquita
como la llamaba en la intimidad, intuyó que la salida del gobierno de su
marido constituía una señal agorera y nada auspiciosa. A la inquietud y
zozobra que suponía el largo viaje y la separación, se sumó la recepción de
un paquete en su casa que contenía objetos de luto —un velo, guantes y
abanico negros—, junto a una nota anónima que le anunciaba que pronto
se quedaría viuda. El lúgubre episodio no fue relatado por Guadalupe, sino
por su cuñado Manuel, en 1836, cuando ejercía funciones diplomáticas en
Londres y se propuso rescatar la memoria del famoso difunto en Buenos
Aires, quien ya había sido definido por el español José Manuel de Vadillo
como “el más hábil de todos los revolucionarios, el director verdadero de
la Revolución” (Williams Alzaga, 1966, p. 65).
Sea real o imaginario el carácter del relato, el estado de ánimo que
trasuntan las cartas escritas al esposo ausente asoció la experiencia de la
soledad con la del destierro, la figura clásica del castigo ciudadano y la
muerte, que era también la propia.
Solo Dios sabe la impresión y pesadumbre tan grande que me ha causado
tu separación, porque aun cuando me prevenías que pudiera ofrecérsete
algún viaje, me parecía que nunca había de llegar este caso; al principio
me pareció sueño y ahora me parece la misma muerte y la hubiera sufrido
gustosa con tal de que no te vayas. (Williams Alzaga, 1966, p. 70)

En efecto, como lo ha subrayado la historiografía, la separación de la


pareja se producía en un momento de extrema tensión y fragilidad, porque
los miedos y pesares de Mariquita eran la contracara del decaimiento aní-
mico y físico de Moreno. Una situación límite y de enorme incertidumbre
familiar que adquirió connotaciones dramáticas ante la nula respuesta
del marido a las cartas escritas por su mujer, a raíz del fatal destino de
Moreno, quien murió en altamar diez días después de haberse embarca-
do en la fragata de guerra inglesa La Fama. Ni Guadalupe ni la madre y
hermanas de Moreno supieron del triste suceso en los meses siguientes,

176
Capítulo 6 . Memoria, pesares e intrigas políticas:
intercambios epistolares femeninos en el trayecto de la revolución rioplatense

por lo que el registro epistolar de la esposa viuda —sin saberlo— pone de


relieve sentimientos y emociones cruzados por la tristeza ante la ausencia
del amante, marido y padre amado; el fastidio por estar sola y tener que
hacerse cargo de asuntos domésticos, y el peso de la marginalidad ante la
frustración o el fracaso político.
“Todo me fastidia, todo me entristece, sin vos no puedo vivir”, escri-
bió el 14 de marzo. Escribir, aunque sin alcanzar el estilo experto de los
escritos de su esposo, la consuela y también le permite insistir para que le
responda: “No te enojes de que te caliente la cabeza con mis cartas… ya
basta de guardar secretos para tu mujer”. Guadalupe vuelca en la corres-
pondencia sentimientos de dolor, pesadillas nocturnas y lamentos, porque
su marido no ocupa su cama y desconfianzas profundas a que la ausencia
se traduzca en infidelidad o abandono, que es sinónimo de olvido. La
sospecha de que se enredara con una “inglesa” la trastornaba: “Solo sois de
Mariquita y ella, y nadie más, te ha de amar hasta la muerte”, escribió el
1.º de julio para recordárselo un mes después: “Cumple tus obligaciones
de cristiano; no te olvides de mí”. Por ello, Guadalupe no solo clama a
Moreno que responda sus cartas, sino sobre todo que la mande “llevar”,
a costa de cualquier sacrificio, porque quiere servirlo, cuidarlo y quererlo
“cada día más de lo mucho que te quiero. Toda mi felicidad se funda
en que vivas” (Williams Alzaga, 1966, pp. 73-75). Ese registro de amor
romántico que solo más tarde ganaría centralidad en la prensa porteña
escrita por y para mujeres iba unido a sensibilidades religiosas que ambos
compartían y que la incitaba a obtener su aprobación hasta de la esco-
gencia de su confesor: “Tus consejos los tengo bien presentes y los sigo.
Mi confesor es el prior Zavaleta, si te gusta, y si te parece bien, tomaré al
que vos quieras”(Williams Alzaga, 1966, p. 79).
El agobio de Guadalupe respondía también a las decisiones domésticas
que había tenido que asumir: “Ay, Moreno de mi vida, qué trabajo me
cuesta el vivir sin vos, todo lo que hago me parece mal hecho… las gentes,
la casa, todo me parece triste”. En efecto, el hogar que habita le reclama
atenciones de su hijo, de la suegra que la visita a diario, de cobrar el sueldo
del marido, del alquiler de un cuarto de la casa y de los criados-esclavos
con los que debía lidiar y la desafiaban, como la más joven, Carmen
“siempre perversa” y la negra Francisca que se libertó por 350 pesos. A

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mujeres en las revoluciones

ello se sumaba la hostilidad oficial descargada contra los partidarios de


Moreno, que había alterado la sociabilidad que practicaban juntos desde
1805, cuando se habían radicado en Buenos Aires, después del matrimonio
celebrado en la catedral de Chuquisaca, de donde era oriunda. “No he ido
a ninguna función desde que saliste”, escribió el 25 de mayo.
Las muchachas [por las cuñadas] quisieron llevarme, pero yo no he querido
porque no tengo el corazón para eso, ni puedo sufrir la presencia de los
autores de nuestra separación y enemigos mortales nuestros. Ni me parece
que vos aprobarías que mientras estés ausente ande yo divirtiéndome, por
todos estos motivos no he salido de mi casa a ninguna función. (Williams
Alzaga, 1966, p. 76)

Con ello, María Guadalupe Cuenca —como firmaba sus cartas—


expresaba el modo en que la política estaba en la médula de la sociabili-
dad familiar, lo que la convertía en confidente de primer orden sobre el
derrotero político general y de los morenistas, en particular. En efecto,
sus cartas exponen el curso de los acontecimientos políticos que pusie-
ron término a la facción morenista: “A tus amigos hacen lo posible por
imputarles delitos”, y los secretos sobre los juicios en curso, el destino de
los desterrados, chismes y comentarios vertidos por los enemigos que se
habían propuesto desprestigiar su nombre —y el de los propios— como
Guido, el supuesto autor del decreto de supresión de honores por el que
prometían seis años de cárcel cuando regresase.
Tales testimonios —escritos en la soledad de su cuarto— ponían de
relieve el carácter marginal, resultante de la lucha política que gravitaría en
sus demostraciones patrióticas. En medio de ese tenso clima, la Junta había
dispuesto celebrar el 25 de mayo, en la plaza de la Victoria, como dispositivo
de cohesión social y político, para lo cual realizó colectas entre el vecinda-
rio, a fin de erigir una pirámide en su honor. Ni Guadalupe ni tampoco su
suegra, Doña Ana María Valle, pasaron por alto semejante suceso, por lo que
volcaron en la correspondencia detalles reveladores del espectáculo oficial.
Mientras la matrona de la familia hizo patentes las controversias sobre si las
esquelas exhibidas en la pirámide debían referir a las invasiones inglesas de
1806 y 1807 o priorizar el acontecimiento de 1810, y dejó constancia del
“odio” sembrado por los adversarios de su hijo, que afectaban su memoria,
Guadalupe prefirió consignar las razones que la habían conducido a no
participar de las celebraciones ni exteriorizar su patriotismo.

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Capítulo 6 . Memoria, pesares e intrigas políticas:
intercambios epistolares femeninos en el trayecto de la revolución rioplatense

Están de gran función en acción de gracias por la instalación de la Junta.


Predica Chorroarín, han hecho arcos triunfales, una pirámide en medio de
la Plaza, aunque no la han podido acabar. Mandó la Junta que los alcaldes
de barrio pidan a los vecinos para hacer arcos u otras cosas que acredite el
patriotismo de los vecinos.Yo no he dado nada, porque como vos no estás ni
yo tengo otro patriotismo sino el de mi Moreno, no hago ningún servicio a
la patria con quitarme de la boca esos reales. (Williams Alzaga, 1966, p. 76)

En suma, el patriotismo expresado por Guadalupe estaba unido inexo-


rablemente con el destino del esposo, cuya evidencia provenía de la per-
secución y castigo impuesto por la facción triunfante: “Porque [de] tus
pocos amigos el que está libre está por caer”—, para rematar diciendo
luego:
Todo el empeño de estos hombres es sacarte reo, las prisiones del 6 de
abril, fueron con ese fin todas las declaraciones que han tomado han sido
para eso, lo sé por boca de una persona que no conviene por ahora decirte
quien es, tomá tus medidas, según va esto; pronto seremos portugueses y
no podrás volver, por lo que será mejor me mandes a buscar; no dejes de
escribirme todo lo que te pasa, ábreme tu corazón como a tu mujer e
interesada en todas tus cosas. (Williams Alzaga, 1966, pp. 83-84)

Conocida la muerte de Moreno, la vida de Guadalupe se refugió en


el plano doméstico y la educación de su hijo, sin frecuentar las tertulias
femeninas que animaban el mundo público porteño. La ausencia de regis-
tros epistolares solo parece alterarse en 1826, cuando litigó con su cuñado
Manuel por la liquidación de los bienes de su esposo; en 1827, cuando
tuvo que recurrir a su hijo para saldar gastos de consumo cotidiano, y en
1853, cuando le escribió a su cuñada, Micaela, desde Montevideo, a raíz
de haber emigrado junto a Mariano, por haber integrado la galaxia de
unitarios refractarios del poder del jefe de la Confederación Argentina,
Juan Manuel de Rosas. En esa misiva lamentaba el destino, las dificultades
para afincarse ante la inestabilidad del contrato con los criados y por la
pobreza que laceraba su larga viudez. Con ello, Guadalupe renovaba la
noción de pobreza que venía arguyendo desde que elevara la súplica al
Triunvirato en 1812 y que expresaba la manera en que la política revo-
lucionaria había eclipsado las expectativas acariciadas desde 1804 cuando
contrajo matrimonio con el joven abogado porteño en la Catedral de
Chuquisaca, de donde era oriunda.

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mujeres en las revoluciones

El rol de las mujeres del linaje chileno de los Carrera duran-


te el exilio rioplatense
Las tertulias femeninas en Buenos Aires no tenían como única ex-
presión las animadas por las porteñas.También incluían la organizada por
doña Javiera Carrera de Valdéz —la única hermana del linaje patricio chi-
leno—, que había arribado a las Provincias Libres del Plata tras la derrota
de Rancagua. Doña Javiera había llegado a finales de 1814 por decisión
del gobierno central y del gobernador intendente de Cuyo, José de San
Martín, luego de haber doblegado la pretensión del líder del clan, José
Miguel, de ser reconocido como único referente legítimo del gobierno
chileno en el exilio. Había sido San Martín quien —apelando a la tradi-
ción inaugurada con la Revolución francesa— utilizó la clasificación o
figura de emigrado para restringir la actividad política en la jurisdicción,
a cambio de prestar asilo y auxilios a los desgraciados que habían perdido
su patria (Bragoni, 2012). En Mendoza, todas las familias chilenas habían
sido censadas y distribuidas, según la clase o rango, en casas de particulares
y en los conventos que sirvieron al asilo de los soldados. Los líderes, en
cambio, fueron obligados a abandonar la capital de la gobernación, hasta
que el gobierno central evaluara el plan de reconquista de la libertad chi-
lena. Mientras Javiera, Luis, José Miguel y su esposa Mercedes Fontecilla
— “la Negra”, como la llamaba— tomaron rumbo a Buenos Aires, Juan
José y la bella Ana María Cotapos permanecieron en San Luis. Entretanto,
el patriarca de la familia, Ignacio Carrera, fue confinado en la isla Juan
Fernández, junto al elenco de propietarios, funcionarios, letrados y curas
que habían apoyado los ideales y disposiciones que el gobierno chileno
—sustituto del gobernador Carrasco— había ensayado siguiendo la huella
de la revolución en América del Sur, en rechazo a los dictámenes del virrey
de Lima (Guerrero Lira, 2002).
Javiera cumplió un rol prioritario en la diáspora familiar, al contar con
recursos para arrendar los cuartos de una casa de la ciudad —que sirvió
de albergue a los hermanos caídos en desgracia— y arbitrar las rivalida-
des entre Juan José, el primogénito, y José Miguel, el menor, quien desde
su arribo a Santiago, en 1811, se había convertido en el principal líder
popular de la revolución truncada con el restablecimiento del pendón
real en el completo reino. La decisión de emigrar —como se lo confesó

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Capítulo 6 . Memoria, pesares e intrigas políticas:
intercambios epistolares femeninos en el trayecto de la revolución rioplatense

a su marido en las cartas escritas mientras remontaba el camino de la


cordillera— había sido impuesta por las circunstancias. La derrota militar
y la conducta del ejército real que había pasado a “cuchillo niños de peso
y sus infelices madres”, no solo la habían horrorizado, sino que también
la habían convencido sobre la dificultad de llegar a algún arreglo con el
general triunfante, porque tenía el “pecado de ser Carrera”. La necesidad
que le imponía el destino —esto es, abandonar Santiago y tomar la ruta
de la emigración— le hacía requerir de Valdez —como lo llamaba par-
camente en sus cartas— información sobre la salud de su padre recluido,
el estado de los bienes propios o compartidos, el cuidado de los tres hijos
que habían quedado bajo custodia del padre y el envío de letras de cambio
que les permitiera sobrellevar la carga de la emigración (Revista Chilena
de Historia y Geografía, año III, t.VII, núm. 11).
La casa de Javiera también se convirtió en punto de encuentro de emi-
grados de relieve de la Patria Vieja, como el cura Camilo Henríquez y el
activo editor, Manuel José Gandarillas. Asimismo, la frecuentaban visitantes
estables u ocasionales, tanto criados y allegados como los seguidores de
José Miguel que no habían aceptado integrar la maquinaria militar que
San Martín preparaba para cruzar los Andes y que estaban a la espera del
arribo de José Miguel de Norteamérica —quien, según reseñaba en las
cartas recibidas por Luis, había contratado una pequeña escuadra, antiguos
oficiales napoleónicos y marineros con la ilusión de regresar a Chile por
los mares del sur—. Lo había hecho con la venia del director supremo
Álvarez Thomas, pero la declaración de la independencia de las Provin-
cias Unidas, la elección del director Pueyrredón y el éxito de Chacabuco
que colocó a O’Higgins a la cabeza del nuevo Estado alteró los planes y
sumergió a los Carrera en la desolación.
En ese agónico contexto que bloqueaba el plan de regresar al “dul-
ce Chile”, José Miguel fue detenido y alojado en un buque del que
logró fugarse a Montevideo con la ayuda de un carcelero. A pocos días
de llegar, transmitió a su mujer la angustia que lo afectaba: “Esta es la
época más triste de mi vida. Todo me enfada, solo tu memoria endulza
mis penas, cuando no recuerdo tu triste situación” (Vicuña Mackenna,
1857, p. 104). Su estado de ánimo no era distinto al que invadía a sus
hermanos al otro lado del Río de la Plata. Javiera lo hizo explícito en

181
mujeres en las revoluciones

una epístola que le hizo llegar, en la que confesaba cómo padecían la


prolongación de la vida en el exilio:
Juan José, es verdad que está libre pero enfermo y muy caído de ánimo
con la consideración de que tiene que alejarse aún más de su Ana, confor-
me se mejore. Te aseguro que a veces me falta el valor para ver su tristeza.
Demasiada tengo por la mía propia para resignarme en tanta agonía, que
vida tan triste y prolongada en las penas. (Vicuña Mackenna, 1857, p. 121)

En esa atmósfera, Javiera y sus hermanos idearon un plan alternativo,


el de la conspiración, calculando la sincronía de movimientos entre los
emigrados y los disconformes en Chile, que cuestionaban la injerencia
de los hombres de Buenos Aires en el gobierno y la vida política chilena.
Esa madeja de lazos personales y distribuida en el Chile rural, Santiago,
Buenos Aires y Montevideo —activada por Javiera mediante correspon-
dencia secreta— debía facilitar el arribo de Luis y Juan José a la hacienda
paterna para fogonear desde allí la opinión a favor de la destitución de
O’Higgins, la salida de San Martín y si era preciso, insurreccionar bata-
llones y poblaciones rurales.
José Miguel desconfió del éxito de la empresa, aunque no emitió opi-
nión contraria al plan tutelado por Javiera. Por ello, cuando los hermanos
habían iniciado el viaje, asistidos por criados y cómplices que conocían
el camino, le escribió: “¿Crees que cuando Luis marchó, quiero vivir en
Montevideo tranquilo? No, mi Javiera, me voy y tan pronto como reciba
tus avisos y algunos auxilios” (Vicuña Mackenna, 1857, p. 130). La in-
tuición de José Miguel dio en la tecla cuando la delación de uno de los
implicados dio paso a la detención de los sospechosos en Santiago —que
incluyó a su anciano padre, D. Ignacio— y a la pesquisa tenaz del gober-
nador de Cuyo, Toribio Luzuriaga, para detener a los hermanos Carrera
y depositarlos en la cárcel de Mendoza mientras eran sometidos a juicio
por traición a ambos Estados, el chileno y el rioplatense.
En ese lapso, las mujeres del clan se erigieron como piezas de primer
orden para gestionar clemencia ante las autoridades, asistirlos en la cárcel
y facilitarles información confidencial. En Santiago, Ana María Cotapos
recibió la noticia con desesperación. La bella esposa de Juan José —que
hizo decir a la inglesa Mary Graham, “el rostro más hermoso que jamás
haya visto”— escribió a su concuñada Mercedes: “Estoy loca y deses-

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Capítulo 6 . Memoria, pesares e intrigas políticas:
intercambios epistolares femeninos en el trayecto de la revolución rioplatense

perada, temía por la vida del desventurado Juan”, quien había caído en
“garras de tigres, que tienen empeño en devorarnos” (Vicuña Mackenna,
1857, p. 168). Por ello, en combinación con Javiera, echó mano a sus re-
laciones para elevar peticiones a las autoridades civiles y militares que le
permitieron entrevistarse con el mismo San Martín y con el diputado del
gobierno rioplatense en Santiago,Tomás Guido, para que los presos fueran
al menos liberados de los grillos (Revista Chilena de Historia y Geografía,
año IV, t. XII, núm.16, pp. 409-411). Idénticos pasos siguió con una amiga
de la familia que vivía en Mendoza, Tomasa Alonso Gamero de Muñoz,
a quien le encomendó información sobre la salud de “su Juan” para que
le hiciera llegar mandados por medio de sus criados.
Entretanto, en el otro extremo del mapa familiar y político, Javiera
activó todos los medios para obtener información sobre sus hermanos e
influir ante las autoridades, con el fin de atemperar las penas del delito
que se les imputaba. En particular, mantuvo correspondencia regular con
su amiga Tomasa, la mujer del abogado chileno que asumiría la defensa,
encargándole recados para aliviar los días de los reclusos y encargándole
que entregara la carta que dirigió a la esposa del gobernador Luzuriaga
para que intercediera en su beneficio (Revista Chilena de Historia y Geo-
grafía, año IV, t. XI, núm.15, pp. 57-68). Asimismo, renovó la correspon-
dencia con José Miguel para informarle lo sucedido y anticiparle los pasos
a seguir: “Quisiera ahorrarte la noticia que te voy a participar. Nuestro
infeliz Luis, dicen, está preso en Mendoza. Haré enérgica representación
al Congreso” (Vicuña Mackenna, 1857, p. 170). Para entonces, la enérgica
dama apeló a sus contactos entre los diputados del Congreso para elevar
una representación que fundamentaba el traslado de la causa y de los reos
a Buenos Aires. Ante el fracaso de la iniciativa, Ana Cotapos viajó a Men-
doza, se alojó en una casa próxima al cabildo y con la asistencia de la parda
Agustina, le hizo llegar a su marido comida, abrigo y pequeños objetos
que incluía una trenza envuelta en un pañuelo de seda junto al papel y
tinta que le permitía escribirle cartas de amor y la esquela que terminó
convirtiéndose en evidencia de que planeaban fugarse de la cárcel, asaltar
el cuartel, liberar los presos y destituir a las autoridades con la ayuda de
los indios del sur, liderados por el cacique Venancio, quien había tomado
partido por ellos y había jurado guerra sin tregua a los directoriales en
caso de mantener la prohibición de su regreso.

183
mujeres en las revoluciones

La tragedia familiar alcanzó máxima expresión cuando los Carrera


fueron fusilados días después del éxito patriota de Maipú, sin que ningu-
na mediación o súplica de las mujeres pudiera frenar la vara de la justicia
revolucionaria. La noticia tuvo enorme impacto entre los emigrados de
Buenos Aires y en la opinión de Santiago, que se agudizó cuando Gan-
darillas publicó que O’Higgins había exigido a Dr. Ignacio Carrera que
pagara las balas que habían penetrado el cuerpo de sus hijos, sepultados
en el camposanto de la Caridad, donde la esposa de Juan José asistía todos
los días vestida de luto a rendirle tributo.
El suceso que azotó a la familia erigió a José Miguel como el único
varón sobreviviente y desde Montevideo juró vengar la muerte de sus
hermanos. También renovó la promesa de regresar a Chile junto a los
chilenos dispersos en las cárceles y en los ejércitos rioplatenses, desperdi-
gados entre las fuerzas que hacían la guerra al líder oriental José Artigas,
los federales del Litoral y los integrados en batallones del ejército de los
Andes estacionados en Cuyo. En esos días había escrito a un confidente
—también perseguido por el gobierno— lo que anticiparía la estrategia
del patriota chileno: “Mi esposa es mi más fiel y sigilosa confidente en
todos mis pasos.Valen más nuestras mujeres que nuestros hombres para la
revolución (Vicuña Mackenna, 1857, p. 146).
En esa coyuntura, después de celebrar alianzas con los jefes del ejército
federal para avanzar contra Buenos Aires —hasta tanto pudiera atravesar
las pampas, llegar a Cuyo y cruzar la cordillera—, el chileno activó corres-
pondencia secreta con las mujeres de la familia, que resultó crucial en la
acción política desplegada entre 1820 y 1821. Sería sobre todo su esposa,
Mercedes —quien cargaba con tres niñas y cursaba un nuevo embara-
zo—, la que seguiría sus pasos, asumiendo roles diversos, sujetos todos a
mantener la unión y abastecer las tropas1: coser camisas para vestir a los
“bravos araucanos” que integraban el “ejército restaurador”; interceder
con los proveedores de alimentos y pactar los precios de tabaco y jabón, y
vender ganado en pie o cueros obtenidos de los arreos y asaltos a estancias
de las campañas de Buenos Aires y Santa Fe. Además, fue la portadora de

1 José Miguel escribió más de 200 cartas y notas a su esposa entre 1814 y 1821. Las utili-
zadas en esta descripción proceden del Fondo Vicuña Mackenna del Archivo Nacional de Chile,
y reproducidas en Archivo del General José Miguel Carrera.

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Capítulo 6 . Memoria, pesares e intrigas políticas:
intercambios epistolares femeninos en el trayecto de la revolución rioplatense

la imprenta volante que José Miguel había comprado en Norteamérica y


que había servido para editar proclamas, manifiestos y los ejemplares de El
Hurón, periódico que contribuyó a quebrar el frágil consenso del gobierno.
En ese trajín de la acción política desarrollada en los pueblos rurales
de Buenos Aires y Santa Fe, dirimido entre tiempos de paz y de guerra, la
correspondencia de José Miguel se convierte en el único hilo o vínculo de
la pareja: en las cartas le dice que la extraña, que la espera, que sueña con
ella en las noches y le promete desde Rosario que vivirán en un ranchito
para tener momentos dichosos. Mercedes, con sus tres hijas y un par de
criados, le responde misivas breves, intercede en la correspondencia y carga
con los libros y los papeles personales de su esposo. El 21 de noviembre,
en vísperas a emprender la campaña en alianza con los indios amigos de la
frontera, José Miguel le anunció que estaba listo para marchar a sabiendas
de los riesgos que asumía por lo que le recordó: “Todos mis papeles y
manuscritos guárdalos bien.”

Epistolario entre Tomás Guido y Pilar Spano


En febrero de 1821, Pilar Spano recibió una nueva carta de su marido
en la que le confesaba: “Ya estarás fatigada de leer, pero te ruego me dis-
culpes porque no hay ratos más placenteros para mí que conversar contigo
desde la inmensa distancia a que me ha separado el destino” (Mayo, 2004,
p. 129). No era la primera vez que Tomás Guido, hombre de confianza
del Protector de los Pueblos Libres del Perú, renovaba el compromiso
contraído con Pilar en 1818, cuando —en ejercicio de la diputación de
las Provincias Unidas de Sudamérica en Santiago— se habían conocido
en algunos de los bailes o saraos que frecuentaban los jefes y oficiales
rioplatenses, después de haber conquistado el éxito de Chacabuco y ce-
lebrado la declaración de la independencia chilena. El 8 de marzo le había
escrito: “Mi pasión se inflama a medida de los peligros que se presentan,
y de las horas que corren sin verte: Me es insoportable no verte” (Mayo,
2014, pp. 123-124).
En ese ambiente, esquivando el control de su madre, viuda del capi-
tán español, Pilar había quedado embarazada y con ella había trepado la
cordillera junto a otros emigrados en medio de la zozobra y el miedo
despertado ante el avance de las fuerzas realistas sobre la capital que gravi-

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mujeres en las revoluciones

taría en la derrota patriota en Cancha Rayada. En esa dramática coyuntura,


Guido no había ignorado los riesgos que corría su prometida, por lo que
extremó los medios que tenía a su alcance para saber de ella, hacerle llegar
cartas —echando mano a sus contactos personales— y realizar una libranza
para que junto con su madre pudieran fletar las mulas que las devolvería
de la villa de Santa Rosa a Santiago. En ese lapso, la lectura de las cartas
enviadas por Pilar (fechadas el 13 y el 17 de marzo) había aliviado su
“corazón agitado” frente a “los peligros de la patria, las desgracias de mis
amigos y la precipitación de sucesos” que lo habían privado del “último
consuelo que refrigeraba mi espíritu”.
Había vivido días de conmoción. El 3 de abril había viajado a Valparaí-
so por orden de San Martín a fin de rescatar armas y cañones que habían
servido para recomponer la fuerza militar y consolidar el éxito de las
armas de la patria en los llanos de Maipú. Ese resultado le hizo recuperar
la esperanza del reencuentro y afianzar el pacto amoroso que finalmente
se formalizó el 22 de diciembre, cuando contrajeron matrimonio en San-
tiago. No era para menos: en octubre había nacido José Tomás, ahijado de
San Martín, con lo cual la pareja Guido-Spano reeditaba prácticas sexuales
prenupciales frecuentes de las parejas en ambos márgenes de la cordillera
(Cavieres y Salinas Mesa, 1991; Moreno, 1998, pp. 61-84). La radicación
en Santiago contribuyó a revitalizar el núcleo familiar con el nacimiento
de Daniel, al año siguiente.
Los preparativos de la Expedición Libertadora al Perú volvieron a
separarlos, dando origen a un nuevo capítulo del vínculo familiar que
se prolongaría hasta 1826, cuando Guido regresó del Perú. En la travesía
que jalonó el retorno —como lo consignó en carta a San Martín—, el
acreditado militar y diplomático lamentó la pérdida de su equipaje junto
al valioso archivo que atestiguaba su periplo libertador, el cual incluía las
preciosas cartas que su mujer le había escrito durante la larga ausencia. En
cambio, Pilar preservó la correspondencia de su esposo, la cual permite
distinguir dos momentos del nutrido intercambio epistolar: las escritas en
vísperas de la partida de la expedición y las redactadas cuando el buque en
el que había zarpado hizo pie en Pisco, Huaura y en Lima, convirtiéndolo
en un actor protagónico de la independencia peruana. Las escritas por
Guido desde Valparaíso agrupan recomendaciones domésticas y temas de

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Capítulo 6 . Memoria, pesares e intrigas políticas:
intercambios epistolares femeninos en el trayecto de la revolución rioplatense

carácter emocional de la empresa militar y política en la que había confia-


do desde 1816, cuando había redactado la memoria del plan continental
impulsado por el gobierno de Pueyrredón. En contraste, Pilar respondió
con menos frecuencia o regularidad las 19 epístolas que recibió de su ma-
rido antes de darse a la mar. Esa abrumadora interpelación, de casi una por
día, cargada de preocupación ante la falta de respuesta equivalente, permite
inferir las dificultades que enfrentó su mujer: a la tristeza de la separación
y el malestar por la salida anticipada del marido de Santiago, se agregaban
problemas de “ortografía” y “retórica”, porque las cartas que escribía no
estaban a la altura de la estilizada correspondencia recibida de su esposo.
En contraste, las de Guido destilan optimismo y fervor patriótico ante
el acontecimiento que “la historia recordará como uno de los más im-
portantes desde el descubrimiento del Nuevo Mundo”, aunque no dejó
de percibir la pavura que inundaba los sentimientos de las mujeres ante
la inminente partida de los hijos y esposos que integraban la escuadra. En
sus palabras:
Valparaíso presenta hoy un espectáculo magnífico, pero muy tocante. Por
una parte se oyen aclamaciones de alegría, de toda la tropa, y por otra se
ven correr por la playa a las madres y esposas de los pobres soldados, bañadas
en lágrimas, devorando con sus ojos las lanchas que conducen a sus hijos y
esposos. El estruendo repetido de la artillería, la armonía de las músicas, el
ruido de los tambores es el objeto de expectación de un inmenso pueblo
que corona los balcones y cimas de las sierras. (Guido, 1944, p. 5)

Pero esa firme convicción de ser partícipe de un momento excepcio-


nal, el de ser “un americano que trabajaba por la independencia”, destila
el amargo sentimiento por tener que dejarla. “Yo te juro que solo el santo
fin de la libertad de nuestra patria puede impelerme a tomar parte en una
empresa que trastorna todas mis conveniencias personales y me aleja de
ti…” (Guido, 1944, p.6).
Tal confesión explica que, ya en la travesía marítima, Guido resalte
el papel de la correspondencia como vehículo primordial para activar el
recuerdo y evitar el olvido. “¿Conservarás mi memoria con el ingenuo
cariño con que yo recuerdo el tuyo?”, escribió a bordo del buque San
Martín, en medio del acecho a Lima y en vísperas del desembarco en
Huaura, no sin antes expresar que las cartas transmitían “el consuelo del

187
mujeres en las revoluciones

espíritu unido” hasta que pudieran reencontrarse. Por eso le suplica que
dedique media hora por día para escribir lo que quiera y enumere las epís-
tolas a los efectos de registrar y controlar posibles extravíos (Mayo, 2004,
p. 126). Esa razón fundamentaba el papel del intercambio epistolar como
expresión del vínculo y de conversación de la pareja: “Ningún objeto era
superior en mi imaginación a la idea atormentadora de verme condenado
a no escribirte ni recibir tus cartas” (Mayo, 2004, p. 59).
Pilar no replica el registro de escritura de su marido que lee y archiva
entre sus objetos personales. El ritmo y tono de las propias es distinto. Pilar
responde a cuentagotas, lo que da lugar a reclamos por parte del marido
ausente. Es la manera que la joven esposa utiliza para sancionarlo y hacer
explícita la disconformidad ante la ausencia e inacción del marido para
trasladar la familia al Perú, más cuando supo que había viajado a Guayaquil
y se rumoreaba sobre un posible viaje a Madrid, a lo que este replicó: “Te
agitas sin causa, yo no lo he pensado, ni lo haré jamás. Harto convencidos
estamos que la punta de la bayoneta es la mejor diplomacia para obligar a
los españoles a reconocer nuestros derechos” (Pérez, 1978). Pero las razones
que esgrime Guido sobre los compromisos u obligaciones a las que debe
prestar atención no la convencen. Tampoco el puntual envió de remesas
de sueldo que le hace llegar para que organice la vida doméstica, menos
aún los obsequios que le pide y que Guido se encarga de satisfacer: loros,
dulces, azúcar, camotes y botijuelas de Pisco, camisas y guantes de Gua-
yaquil, un perrito que lo había entretenido en la navegación y dos negras
libres que San Martín le había “regalado” con la anuencia de la madre,
la más chica, Petrona, y la mayor, Manuela, quien pasaría a Buenos Aires
para asistir a su madre.
El reclamo de Guido ante la ausencia de cartas de Pilar fue enfático,
por lo que el 1 de abril de 1821 escribió desde Huaura:
Quiero todavía disculpar tu falta, porque no puedo consentir que hayas
olvidado tu deber y los derechos de nuestra amistad. En cada una de ellas
yo me lisonjeo que descubrirás el idioma de mi corazón y la franqueza de
un sincero amigo, que no merece ser tratado con indiferencia.Yo no quiero
vivir sin tu amistad, sin tu correspondencia, pero esta debe ser tan eficaz y
activa como la que más… Es superfluo encarecerte el vacío que ha dejado
en mi alma tan repetida falta de tus cartas, jamás hubiera deseado oír el

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Capítulo 6 . Memoria, pesares e intrigas políticas:
intercambios epistolares femeninos en el trayecto de la revolución rioplatense

arribo de este buque… temo contaminar esta carta porque mi inquietud


puede alterarme el humor con que escribo y porque comienzo a temer
que llegue a fastidiarme. (Mayo, 2004, p. 130)

El enfado de Pilar anidaba no en el olvido, sino —como en el caso


de Guadalupe Cuenca— en la desconfianza sobre la fidelidad de su es-
poso. Sobre todo cuando había leído la carta en la que le había confesado
haber exhibido sus dotes de bailarín en los salones de la rutilante Lima,
con motivo de la celebración de la jura de la independencia, en la que
había lucido la escarapela de tafeta que Pilar había bordado. Habilidades
y seducciones que había desplegado también en las veladas nocturnas de
Guayaquil, en cumplimiento de misión diplomática y que habían sido
objeto de murmuraciones en los paseos o encuentros que mantuvo con
las mujeres de los marinos —como Margarita Lynch— que conectaban los
puertos peruanos con Valparaíso. “Varios buques han llegado de Chile en
estos últimos días y en ninguno has querido escribirme —decía Guido—,
yo no encuentro ya a qué atribuir un silencio que me es insoportable”
(Mayo, 2004, p. 131; Ortemberg, 2011, pp. 105-128).
Tales reclamos no eran nuevos, sino que habían estado en la médula
de las cartas escritas por Pilar, lo que dio lugar al largo descargo de Guido:
Permítame que extrañe las indirectas con que me hieres respecto a las
guayaquileñas: yo no me creo en el caso de hacer mi apología en aquel
pueblo, porque la experiencia de mi manejo en Chile respecto a mujeres
debe haberte inspirado toda la confianza que debes a mi buena fe y que
tengo derecho a pretender que no desconozcas: al hacerte esta observación
presumo que no confundirás las atenciones que en la sociedad he dispensa-
do a las señoras con los principios que me propuesto seguir por mi propia
felicidad, la tuya y por la de mis hijos. (Mayo, 2004, p. 127)

Esa declaración de fe del compromiso filial y religioso que fundamen-


taba su conducta privada era expresión de la filosofía, de la moderación
que sostenía el comportamiento público.
Dejarse arrastrar de una imprudente inclinación es la pena del hombre
irreflexivo. Deslumbrarse con los atractivos de una belleza pasajera o con el
brillo de un fausto presuntuoso, es propio de un niño. En ninguna de estas
excepciones me considero, desde que te consagré mi amor, mi fortuna y
reposo. La naturaleza, el cariño y la religión me han unido a ti para siempre:

189
mujeres en las revoluciones

el menor esfuerzo de romper esos lazos sagrados y dividir mi voluntad me


haría descender a un precipicio. (Mayo, 2004, pp. 129)

En 1822, el tono de la correspondencia se ameniza cuando Pilar res-


ponde al pedido de su marido de que le enviara un retrato. “Nada quiero
sin ti”, le había confesado, en medio de la fatiga acumulada en los seis
años de ausencia. Los compromisos asumidos con el gobierno de La Mar
lo abrumaban, pero no fueron suficientes para claudicar el que había se-
llado con la revolución, en tanto sabía, como lo había padecido en carne
propia con la salida de San Martín de Lima, que afectaba su reputación.
Esa tensión se prolongó hasta 1826, cuando ya nada lo retenía en Perú y
planeaba, junto a su mujer, armar las maletas y regresar a Buenos Aires.
Un proyecto que venía acariciando desde 1821, cuando a bordo de la
fragata Cleopatra saboreó la victoria de ver flamear en la plaza de Lima
el pabellón de la patria en medio de la fuga de los enemigos, y evaluó la
conveniencia de escribir a Buenos Aires para saber si tenía el destino en
ese país: “Acá no quiero nada” (Pérez, 1978, p. 145).
Los intercambios epistolares visitados en estas páginas nos devuelven
imágenes esclarecedoras de la manera en que la revolución modeló formas
de participación y politización femeninas, no siempre enfatizadas por la
historiografía.
Tales evidencias atestiguan el papel de la correspondencia como nervio
del vínculo entre las parejas y de la familia o como resultado de la expe-
riencia del viaje, el destierro o la emigración impuesta por la actividad
política y la guerra. Cartas escritas en la soledad de un cuarto, a bordo de
un buque o en plena campaña militar, que se representan como forma de
conversación y enhebran afectos, deseos, lamentos y nostalgias en procura
de actualizar el recuerdo y soportar la incertidumbre en la intimidad del
hogar, en el exilio o en el teatro de la guerra. Experiencias de escritura casi
inéditas impuestas por la ausencia de sus maridos o hermanos, que erigieron
a las mujeres en vehículo de información, influencias personales y recursos
materiales puestos al servicio de los avatares o costos de la acción política.
Las cartas se convierten, así, en arena de aprendizajes, iniciativas o elec-
ciones propias; en soporte de confesiones y silencios que jalonan el modo
de sobrellevar la adversidad; en depósito de interacciones y sentimientos

190
Capítulo 6 . Memoria, pesares e intrigas políticas:
intercambios epistolares femeninos en el trayecto de la revolución rioplatense

orientados a preservar la unidad familiar, aún en la distancia, en medio de


la lucha política y la diáspora imantada por la derrota y la marginalidad del
poder. La correspondencia escrita o leída por estas mujeres también se re-
vela como cantera inagotable de las sensibilidades patrióticas enraizadas en
la historia familiar; no hay lugar allí para matices, en tanto el amor filial y
la felicidad eran vividos e imaginados en asociación con el amor a la patria.

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193
capítulo 3

Leona Vicario y la independencia de México

Ana Carolina Ibarra

Los estudios sobre la independencia mexicana conceden poco


lugar a la participación de las mujeres. Si bien sabemos que fueron
muchas las que estuvieron en el frente de batalla actuando como
contactos y espías, preparando comida, echando tortillas, haciendo
política y, algunas, conduciendo a la tropa vestidas con pantalones,
pocas veces son visibles en la narrativa del periodo. Cuando entró
el Ejército Trigarante a la Ciudad de México, el 27 de septiembre
de 1821, las mujeres concurrieron con gran regocijo a recibirlo:
mujeres capitalinas de alcurnia, mujeres de los barrios, mujeres que
venían de las afueras, mujeres cuya presencia fue decisiva en distintos
frentes durante los once años que duró la guerra.
De los 5,5 millones de habitantes con los que contaba la Nueva
España en 1821, la mitad aproximadamente eran mujeres (Jiménez
Codinach, 2018, p. 17). Cerca de un cuarto de millón de personas
habían participado activamente en la contienda, pero los testimo-
nios registran de manera abrumadora los nombres de los varones
que estuvieron al mando de las tropas y apenas los de unas cuantas
generalas. Por tanto, ha sido difícil reconstruir las trayectorias de
Antonia Nava de Catalán, “la Generala”; María Manuela Molina,
“la Barragana”1; María Josefa Martínez, o Gertrudis Bocanegra, que
alcanzaron notoriedad en las filas insurgentes. En los ambientes
1 Que sepamos, la única capitana titulada por la Suprema Junta Nacional Ame-
ricana. Tuvo a su cargo más de 300 hombres en el Real de Temascaltepec, luego una
compañía de fusileros con 60 hombres de la región de Taxco. La suya fue una de las nueve
compañías que fueron creadas y ella ocupó la posición jerárquica más alta. Recorrió
desde Zitácuaro a Taxco y hasta Tlapa, en la sierra, para volver de nuevo a Zitácuaro en
donde enfrentó a las tropas de Calleja (Guzmán Pérez, 2013, pp. 159-192).

85
mujeres en las revoluciones

conspirativos y urbanos figuran los nombres de Josefa Ortiz de Domín-


guez2, Mariana Rodríguez de Lazarín, Margarita Peimbert, Petra Arellano,
Josefa Aldama, Sor Juana María de la Concepción Michelena y Sor María
Manuela de la Santísima Trinidad Michelena, que apoyaron con firmeza
la causa americana. En varios casos, como los de Leona Vicario, Rafaela
Rayón o Rita Moreno, ellas tomaron la decisión de incorporarse a la
insurgencia por convicción propia, más allá de unir su suerte a la de sus
maridos, novios e hijos que se hallaban en el campo de batalla. De lo
que no hay duda es que las mujeres aportaron su pasión política, su acti-
vismo y su cuota de sangre a la lucha por la independencia. Ellas fueron
castigadas y fusiladas sin consideración alguna y es imposible hacer el
recuento de cuántas veces fueron extorsionadas, tomadas como rehenes,
violentadas y violadas por el ejército enemigo o como parte del desorden.
En estas páginas voy a ocuparme de Leona Vicario, una mujer ex-
cepcional, conocida como la mujer fuerte de la Independencia, que dejó
suficientes testimonios de su libertad de criterio y de la valentía de sus
determinaciones. Perteneció a una familia de la elite, gozó de un patri-
monio, fue una mujer culta que tomó por decisión propia el camino de
la insurgencia y luego el del México constitucional y republicano. Al
seguir su biografía es posible pensar en la situación de las mujeres y dejar
planteada la pregunta de por qué si las circunstancias abrieron la posi-
bilidad de que participaran con entusiasmo en la guerra, los espacios de
representación y ciudadanía les fueron negados y sus derechos postergados
hasta la segunda mitad del siglo XX3.

Leoncilla, como la llamaba su tío


María de la Soledad Leona Camila, hija de legítimo matrimonio de
don Gaspar Martín Vicario, natural de la villa de Ampudia en Castilla la
Vieja, y de doña Camila Fernández de San Salvador y Montiel, natural de
Toluca, nació el 10 de abril de 1789. Fue bautizada y tuvo como padrino

2 Una de las heroínas más celebradas, pues fue ella quien mandó avisar a Miguel Hidalgo
e Ignacio Allende que la conspiración de Querétaro había sido descubierta (Jiménez Codinach,
2018, pp. 17-30).
3 En México se autorizó que las mujeres pudieran votar en 1953 y pudieron ejercer este
derecho dos años más tarde, en las elecciones de 1955. Sobre el tema en América Latina ver el texto
Feminism for the Americas.The making of an international Human Rights movement (Marino, 2019).

86
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

a su tío don Agustín Pomposo Fernández de San Salvador y Montiel,


abogado de la Real Audiencia y de su Ilustre Colegio, además de rector
de la Real Universidad (García, 1985, p. 279). La relación con su padrino
fue determinante a lo largo de su vida, ya que Leona quedó huérfana muy
temprano al fallecer, primero, su padre y luego doña Camila, su madre,
en 1807. Don Agustín Pomposo quedó a cargo, entonces, de la joven en
calidad de tutor y albacea de sus bienes testamentarios.
No pocos disgustos recibió el tío por la decisión de la joven de unirse
a la insurgencia, no solo porque don Agustín Pomposo fue uno de los
principales detractores de los “infernales materialistas” de la insurrección
a la que atacó en todos sus escritos, sino porque, además, el patrimonio
familiar del numeroso clan de los Fernández de San Salvador y Montiel
se vio comprometido con esas acciones. Leona y su primo, Manuel Fer-
nández de San Salvador, hijo de don Agustín, que se unió antes que ella
a la insurgencia, fueron las ovejas negras de la familia y su abuela, doña
Margarita, los desheredó por estos motivos antes de su muerte, en 1813
(García, 1985, pp. 162-ss.)4.
Al perder a su madre, Leona recibió un gran apoyo de su tío. Siendo
hija única convivió con sus primas, Francisca y Mariana Fernández, testi-
gos y cómplices de sus acciones; las primas se escribían entre sí mensajes
cifrados con base en claves y números que al parecer solo ellas podían en-
tender (García, 1985, pp. 30-ss.)5. Convivió mucho con Manuel, integrante
del despacho del jurista, igual que con sus colegas José Ignacio Aguado y
Andrés Quintana Roo que llegó a la ciudad de México en 1808. Por iro-
nías de la vida o, si se quiere, por la fuerza de las simpatías que consiguió
el movimiento en la ciudad de México durante aquellos años (Guedea,
1992), el bufete de don Agustín Pomposo estaba lleno de conspiradores que
mantuvieron lazos con la insurgencia, particularmente de Ignacio Rayón,
designado por Miguel Hidalgo presidente de la Junta Nacional America-
na, legítimo órgano del gobierno insurgente. Tras los éxitos de Morelos,
luego del sitio de Cuautla, a finales de abril de 1812, la insurgencia ganó
popularidad y los jóvenes abogados decidieron sumarse en Tlalpujahua.

4 Declaraciones de don Agustín Pomposo Fernández de San Salvador en la causa abierta


de Leona Vicario, 1813.
5 Causa instruida contra doña Leona Vicario y sus cómplices, febrero de 1813, declaraciones.

87
mujeres en las revoluciones

A esas alturas, Leona ya había sido pedida en matrimonio por Andrés


Quintana Roo, la cabeza más lúcida del grupo de abogados. Don Agustín
Pomposo relató años más tarde que la habían convencido de entrar a la
insurgencia siendo menor de edad, huérfana de padre y madre y que ha-
bía sido “solicitada con ardor para el matrimonio por el joven Quintana
Roo, a quien”, en sus palabras, “irritó más mi honrada repulsa, fundada en
estar capitulado el matrimonio con el Señor Obregón, Oydor honorario
de esta Real Audiencia, ausente en la Corte, y en haber tenido sospechas,
que al cabo hizo evidenciar el mismo Quintana, pasando a constituirse
uno de los órganos infames de la Rebelión…” (García, 1985, p. 163)6. El
joven Quintana, oriundo de Mérida, ciudad capital de la Capitanía Ge-
neral de Yucatán, había tenido una formación ilustrada en los principales
colegios, pertenecía a una familia influyente de fuerte inclinación liberal
y llegó a la capital virreinal para concluir estudios de jurisprudencia e
iniciar su pasantía como abogado. Quien habría de convertirse en uno de
los intelectuales fundamentales del constitucionalismo insurgente, por su
claridad de pensamiento y carácter, debió haber atraído a la inteligente
Leona Vicario que tenía intereses políticos y estaba muy comprometida
con la agrupación secreta de Los Guadalupes (De la Torre Villar, 1985;
Guedea, 1992)7.
No obstante, el tío siempre alegó a favor de la inocencia de Leona,
tratando de defenderla a ella y a sus bienes, a lo largo de las intervencio-
nes que tuvo en la causa de infidencia abierta en los primeros meses de
1813. El abogado parecía estar bien convencido de la influencia de Andrés
Quintana en las decisiones de su hijo y de su sobrina. Era la primera vez
que alguien dudaba de la independencia de criterio de la joven rebelde,
aunque su tutor conocía bien sus cualidades y los alcances de su tempe-

6 Declaración en causa instruida.


7 Los Señores Guadalupes de México eran una sociedad secreta que promovió los idea-
les del liberalismo y que colaboró con los insurgentes sin tomar las armas. Desde la ciudad los
ayudaban a abastecerse, a pasar noticias e información útil, a desarrollar los trabajos de imprenta,
llevando incluso imprentas a plazas ocupadas por los rebeldes. Su contribución en el terreno de
las elecciones, de la opinión pública y de la estrategia política fue muy importante entre 1811 y
1816. Tuvieron comunicación directa y constante con Morelos. Algunos de ellos eran personas
implicadas en las juntas del Ayuntamiento de la Ciudad de México (1808), otros decidieron pasar
a la insurgencia y muchos de los antiguos Guadalupes saludaron el triunfo de Agustín de Iturbide
en 1821.

88
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

ramento. Don Agustín Pomposo dijo haber sido para la joven un padre
y una madre al mismo tiempo, y no se cansó de protegerla, aun cuando
estuvieron situados en bandos políticos irreconciliables. Él era uno de los
abogados más relevantes de la Nueva España, intelectual de referencia,
editor, traductor y publicista, en síntesis, una de las voces más autorizadas
en la defensa del antiguo régimen. Pero puso en juego sus conocimientos
expertos para impedir que su sobrina cayera en desgracia y que sus bienes
le fueran confiscados.

Una habitación propia


A diferencia de la mayoría de las mujeres de todas las épocas, la joven
María Leona Martín y Vicario tuvo una casa propia y vivió sola después
de morir su madre. Le perteneció la casa ubicada en el número 19 de la
calle don Juan Manuel, que era parte de su herencia, junto con un pa-
trimonio estimable. El cuerpo de los bienes que heredó de doña Camila
Fernández de San Salvador se contabilizó, el 12 de enero de 1809, en
dinero en efectivo, alhajas, muebles e inmuebles, réditos de las haciendas
de Maní y del Peñol que alcanzaron hasta 112 000 PS, además de la casa
de la ciudad de México (García, 1985, pp. 280-295)8.
La independencia económica de la que gozó Leona no era comple-
ta, pues en la época la mujer no tenía plenas condiciones para ejercerla,
mucho menos siendo tan joven (Arrom, 1978-1981)9. Sin embargo, el
hecho de que tuviera una casa propia, un patrimonio y que viviera sola
en casa contigua a la de sus tíos tiene un alto significado. La autonomía de
pensamiento que conquistó desde su temprana juventud concuerda con
esta forma de vida, tan adelantada para su tiempo. Contó, además, con una
educación esmerada: leyó con avidez las principales obras que circulaban
entre los intelectuales de la época y tenía una amplia cultura, estaba al
tanto de los acontecimientos del día, escribía poemas y versos, manejaba
con soltura el francés, pintaba y era aficionada a la música.

8 Cuerpo de bienes de doña Camila Fernández de San Salvador, 12 de enero de 1809.


También se indican deudas a partir de negocios y ventas de algunas propiedades. Los inventarios
de los bienes de Leona están comprendidos en la causa de infidencia; fueron objeto de litigios
muy largos pues fueron incautados por el gobierno virreinal a causa de su participación en la
insurgencia. Fernández de San Salvador hizo lo imposible por impedir que se declarara la muerte
civil de Leona por traición a la patria y que, en consecuencia, confiscaran su patrimonio. No tuvo
éxito y Leona nunca pudo recuperar sus bienes.
9 Solo las viudas gozaban de una personalidad jurídica independiente.
89
mujeres en las revoluciones

Aunque las mujeres tenían una condición subordinada, por su situa-


ción jurídica y su preparación, hubo mujeres muy cultivadas en la Nueva
España. Varias aprovecharon las bibliotecas de sus esposos, padres, tíos y
abuelos para formarse por sí mismas. En ocasiones, no contamos con
fuentes para corroborarlo, pero tenemos algunos ejemplos ilustrativos.
Moisés Guzmán Pérez ha estudiado a Ana Manuela Muñiz de Sánchez
de Tagle, familiar del obispo de Michoacán, viuda que reunió 57 títulos, la
mayor parte de ellos de índole piadosa. Si bien, habría heredado parte de
la biblioteca de su tío y de su marido, sin embargo, destaca su interés por
conservarla para sí (Guzmán Pérez y Barbosa, 2013, pp. 6-61). Otra mujer
de la época de la que sabemos tuvo acceso a una gran cultura, a partir de
la biblioteca de su marido, es María Asunción Sartuche, Marquesa de San
Juan de Rayas. Junto con su hermana, apoyó a su marido en las actividades
subversivas que siguieron a los acontecimientos del Ayuntamiento de la
ciudad de México y en la conspiración de 1811. Al parecer era autodi-
dacta y se benefició de tener en su casa una de las mejores bibliotecas de
la capital, en donde figuraban obras científicas, gacetas literarias, obras de
economía política, obras del derecho natural y de gentes, libros de historia
universal, la historia de Saint Domingue, de Paraguay y la Historia Antigua
de México de Clavigero, entre otras (Mejía Zavala, 2013, pp. 73-109).
En la amplia relación de los bienes de Leona Vicario que se presenta en
diversos expedientes de su causa de infidencia no se encuentra noticia de
una biblioteca propiamente dicha. Junto con tazas, copas, cuadros, alhajas
y enseres de la casa, aparecen mencionados algunos títulos aislados que
remiten a una formación cristiana: el padre Parra, San Francisco de Sales,
Palafox, un libro de oraciones, la vida de San Francisco, la de San Jeróni-
mo o un Lavalle10. Testimonios posteriores confirman que Leona era una
mujer devota, en especial de la Virgen de Guadalupe en años posteriores a
la independencia11. Las declaraciones contenidas en el proceso muestran el
interés de los fiscales por conocer a quién correspondía tal o cual nombre
—Telémaco, Nemoroso u otros como Lavoisier y Mayo—, sin embargo,

10 Testimonios posteriores confirman que Leona era una mujer devota, en especial de la
Virgen de Guadalupe en años posteriores a la independencia.
11 Véanse los primeros interrogatorios de la causa de Leona Vicario (García, 1985).

90
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

Leona fue muy valiente y no delató a ninguno de sus corresponsales, así


que el gobierno virreinal nunca pudo descubrir las misteriosas tramas de
los implicados en sus cartas.
Como es natural, Leona era partícipe de la cultura católica de la época,
de sus devociones y sus prácticas. Esto se ve en sus libros, lo sostuvo y lo
demostró Fernández de San Salvador en su defensa, cuando invocó sus
actitudes devotas y caritativas, indicando que ella se ocupaba “en curar
por sus manos las nubes de los ojos de los ciegos” (García, 1985, p. 169)12.
Leona seguiría profesando gran devoción a la Virgen de Guadalupe y a
los santos a lo largo de su vida.
Atestiguó Fernández de San Salvador que eran innumerables los pa-
peles que acreditaban su amor por Fernando VII. De su puño y letra había
recogido Leona una de las canciones patrióticas “que más inflamaron a
los españoles para la defensa de su rey”; también unos versos suyos que
empezaban: “con garras y dientes contra Napoleón y la perfidia con que
nos quitó al rey. La vida tengo que dar y en defensa de Fernando la sangre
derramaré” (García, 1985, p. 168). No hay que olvidar los sentimientos de
temor que se experimentaron en la Nueva España cuando se conocieron
las noticias de que la península había sido ocupada por el ejército francés.
Las muestras de adhesión a Fernando como rey cautivo, a quien llamaron
el Deseado, fueron visibles en todas partes. Como en este caso, la lealtad
al rey no se puso en duda hasta más adelante, pero la manera en que las
autoridades virreinales reaccionaron ante la crisis política de 1808, depo-
niendo al virrey Iturrigaray mediante un golpe de Estado que puso fin a
las juntas del Ayuntamiento capitalino y metió en prisión a varios de los
capitulares —algunos de los que murieron de manera sospechosa— fue
reprobada por los criollos de la ciudad de México y de otros lugares. De
modo que, aunque el nombre del monarca cautivo siguiera siendo invo-
cado, en la Nueva España el malestar era generalizado. En la capital y las
principales ciudades del virreinato brotaban expresiones de inconformi-
dad, mientras se buscaba la manera de resolver la crisis de soberanía que
había provocado la acefalía de la Corona (Villoro, 1981)13.

12 Declaraciones de Fernández de San Salvador.


13 Desde su punto de vista, el manejo represivo de la crisis de 1808 por parte de los sec-
tores peninsulares recalcitrantes fue lo que llevó a la reacción insurreccional con el levantamiento
de Hidalgo. 91
mujeres en las revoluciones

La relación con Los Guadalupes


En la época, muchas mujeres gozaron de relaciones personales y fa-
miliares verdaderamente interesantes. La sociabilidad de las tertulias y las
conversaciones fascinantes atrajeron a la mayoría de las señoras y señoritas
de las ciudades importantes. En la mayor parte de los casos, los maridos
llevaron la voz cantante, pero en otros ellas tuvieron una voz propia. Pienso
en casos como el de La Güera Rodríguez, que no era la mujer disoluta
descrita por la mala pluma de enemigos prejuiciosos14 y quien contó con
la sincera amistad de figuras destacadas de la elite intelectual novohispana,
como el canónigo Mariano de Beristain y Souza, autor de la Biblioteca
Hispanoamericana Septentrional; José Ignacio Beye Cisneros, doctoral de
Guadalupe y futuro diputado a las Cortes, o el doctor Alejandro García
Jové, cura párroco de Atitalaquia, por mencionar algunos de los muchos
amigos que tenía. En el círculo de Los Guadalupes actuaron por cuenta
propia varias mujeres, entre ellas Margarita Peimbert y Luisa Orellana y
Pozo, quienes fueron denunciadas e interrogadas.
Leona Vicario tuvo un círculo de amistades tejido de manera personal,
como el de varias mujeres de su rango, lo que le permitió convivir con
una sociedad ilustrada e inquieta, muy consciente de los acontecimientos
y la coyuntura política por la que atravesaba el virreinato15. Estuvo vincu-
lada en una amplia red de relaciones con Los Guadalupes y el hecho de
que fuera sobrina de Juan Bautista Raz y Guzmán, una de las figuras más
influyentes de la organización, pudo haber influido de alguna manera. Sin
embargo, veremos que con el tiempo ella fue ocupando un lugar propio
con relaciones que no solo la ligaron a los círculos de la elite capitalina,
sino que la llevaron a trabar amistad y correspondencia con personas
venidas de otras partes y de diversos niveles sociales. En cuanto a Raz y
Guzmán, hay que decir que a su vez tenía colaboración estrecha con la
mayor parte de los asociados: Julián Castillejos, Benito José Guerra, Juan
Nazario Peimbert, Antonio del Río, Antonio López Matón, José María

14 La distorsión comenzó con el Bosquejo ligerísimo (1822) de Vicente Rocafuerte que


difundió la idea de una relación íntima con Iturbide y el papel que según él había jugado ella en
la consumación de la independencia.
15 Es bien conocido el caso de María Ignacia Rodríguez, que tuvo una red de relaciones
personales y familiares amplísima, pero seguramente hubo muchos otros. (Arrom, 2020).

92
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

Fagoaga y Valentín Zerecero. Muy pronto Leona se encargó de recibir,


enviar y distribuir correspondencia entre los rebeldes y sus aliados de
la ciudad de México (Guedea, 1992, p. 381). Personalmente, mantuvo
correspondencia con varios insurgentes, incluido José María Morelos,
además de su comunicación natural con Andrés Quintana Roo, Ignacio
Aguado y Manuel Fernández de San Salvador. Más adelante, su actividad
contribuyó a la fuga de varios arrieros.
Por mucho tiempo, la historiografía subestimó el descontento y la ac-
tividad política de las ciudades en la crisis de independencia novohispana.
“Islas en la tormenta”, las llamó Eric Van Young (1992), haciendo notar el
contraste con la violencia desatada en el campo por la insurgencia mexicana.
Ciertamente, la capital virreinal no padeció la destrucción de guerra, pero
la muy noble y leal ciudad de México, capital de la América Septentrional,
la ciudad más importante del hemisferio, vivió una intensa politización en
aquellos años. Sede de los poderes virreinales y de las juntas del Ayunta-
miento que habían planteado un verdadero debate sobre las alternativas de
la Nueva España ante la crisis motivada por la vacancia real, se convirtió, tras
el golpe de Yermo, en una ciudad muy vigilada. Resultaba difícil, enton-
ces, expresar de manera abierta las opiniones políticas, mucho más si estas
transparentaban la desafección que existía en el reino. Por tales razones, aquí
como en otras poblaciones de importancia de la Nueva España —Valladolid
de Michoacán, Querétaro y San Miguel—, los movimientos conspirativos
proliferaron en los años siguientes. Cada vez hay más estudios que muestran
de manera detallada cómo actuaron los conspiradores, los planes y proyectos
que tenían, así como el entramado de relaciones que cubría diversos puntos
de la geografía virreinal (Estrada Michel, 2010).
La rebelión de Hidalgo estalló el 16 de septiembre de 1810 como
resultado de que la conspiración de Querétaro fue descubierta por las
autoridades virreinales. Según sabemos hoy, los conspiradores estaban
mejor organizados de lo que se supuso, reunieron armas y municiones,
tenían planes de acción y consignas muy claras entre las cuales estaba
salvar al reino de los impíos franceses, sumar a los indios bajo la consigna
de terminar con el tributo y llevar a los gachupines al puerto de Veracruz
para embarcarlos a la península. El movimiento de Hidalgo contaba con
simpatías en la ciudad de México, pero no confió plenamente en ellas

93
mujeres en las revoluciones

puesto que, por esta y otras razones, no se animó a entrar a la ciudad aun
estando muy cerca a finales de octubre de 1810.
Se desconoce la fecha de la fundación de la organización de Los
Guadalupes y los nombres de sus fundadores.Tampoco sabemos a ciencia
cierta si Leona Vicario era miembro formal de ella o si solamente actuaba
en su favor, aunque es claro que estaba muy comprometida con ellos y
con la insurgencia. Como dije, grupos de personas relacionadas entre sí,
simpatizantes de la insurgencia, estuvieron dispuestas a prestar múltiples
auxilios para su desarrollo.
La instalación de una junta creada en la población de Zitácuaro por
Ignacio Rayón para articular a la insurgencia y dotar de legitimidad al
movimiento, en agosto de 1811, facilitó la colaboración con otras instan-
cias. Aunque la población de Zitácuaro fue arrasada por Calleja, la Junta
Nacional Americana y la figura de Rayón siguieron dirigiendo los destinos
de la insurgencia, aun cuando la estrella de Morelos brillara con fuerza en
los años que siguieron. No viene al caso entrar en demasiados detalles al
respecto, basta saber que actuaron en consuno y que en el año de 1813, los
éxitos del caudillo del Sur hicieron que el movimiento pudiera concebir
planes más arriesgados y tuviera una actividad casi frenética en cuanto a
su organización e impacto16.
No es de extrañar, entonces, que la correspondencia de Leona se
volviera más frecuente e intensa a comienzos de 1813, pues ella estaba
enlazada con personas principalísimas del movimiento. Según testimonios,
Leona no solo sirvió de correo y de enlace con estos personajes, sino que
fue interlocutora de Morelos y de Rayón, entre otras personas decisivas17.
En la causa instruida contra doña Leona Vicario y sus cómplices, y en
otros papeles quitados a Luis Núñez, hay asuntos que resultan particular-

16 A finales de 1812, Morelos ocupó la ciudad de Oaxaca y en agosto de 1813 tomó


Acapulco. En septiembre de 1813, Morelos formó el Congreso en la población de Chilpancingo
y emitió documentos fundamentales: “El reglamento del Congreso” y “Los sentimientos de la
nación”, que contenían las grandes líneas de la obra constitucional. Muy conocida es la entrevista
que el caudillo tuvo con Andrés Quintana Roo para poner en común los lineamientos del pro-
yecto, en la víspera de la instalación del Congreso.
17 Lo afirmó Rayón en su causa del año de 1818 (Guedea, 1992, p. 105).

94
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

mente interesantes para conocer mejor la comunicación que existía entre


Leona y Quintana Roo. Del carteo se desprende la información de la que
gozaban Los Guadalupes en la época y la manera en que compartieron
ideas y expectativas. Un par de cartas, fechadas en Tenango el 7 y el 18 de
mayo de 1812 hacen referencia a varios correos. Interesa especialmente la
carta del 7 de mayo, en la que su autor señalaba que: “las novedades se las
había participado a doña L”, a quien le había también enviado El Ilustrador
Nacional. En correspondencia del 18 de ese mes, A, que presuntamente sea
Andrés Quintana, pedía que le entregaran a doña L la carta adjunta y le
preguntaran si le acomodaba ese conducto. Como dice Guedea, “se an-
toja pensar que el remitente de estas cartas fuera Andrés Quintana Roo y
doña L, Leona Vicario” (Guedea, 1992, p. 80, n. 35). Lo anterior confirma
hasta qué punto estaba Leona enterada del curso del movimiento y cuánto
compartía las principales ideas que se discutían en su seno.
El 27 de febrero de 1813, al regreso de una expedición, Anastasio Bus-
tamante reportó al virrey Venegas haber descubierto a un sujeto de nombre
Mariano Salazar con tres cargas y varios efectos que había de conducir a
Tlalpujahua. Se abrió investigación por la Junta de Seguridad para asegurar
los papeles aprehendidos e iniciar la averiguación. Pronto se supo por sus
declaraciones que dicha carga había salido de la calle don Juan Manuel, de
la casa de doña Leona Vicario.

La infanta de la nación americana


El 2 de marzo de 1813, don Agustín Pomposo y Fernández de San
Salvador reportó que se había percatado días antes de que faltaba de su
habitación María Leona Vicario con sus criadas: “habiendo dejado dicho al
portero que iba a una Jamaica en San Cosme…”. Al ver que no había vuelto
por la noche y esperando un par de días a ver si volvía avergonzada, tuvo que
presentarse a dar parte a las autoridades y dar comienzo a la averiguación
sobre su paradero. Pensaba, y no estaba errado, que Leona tenía la tentación
de huir con los insurgentes y que el joven Quintana la esperaba. Diez días
estuvo Leona en unos jacales de San Juanico, pueblo vecino de la capital, en
donde fue descubierta, reconvenida por su tío y el padre Sartorio, y condu-
cida al convento de Belén. No deja de llamar la atención que, para descubrir
a Leona en San Juanico, don Agustín Pomposo hubiese sido acompañado
por una de las principales figuras de Los Guadalupes, don Antonio del Río.

95
mujeres en las revoluciones

Leona fue puesta en reclusión en el convento de Belén, a cargo del


ilustre doctor Monteagudo. Los primeros días de marzo se abrió la cau-
sa de infidencia que recoge fielmente los detalles de aquellos meses en
que Leona estaba por abandonar la ciudad de México. Los testimonios
muestran la excesiva frecuencia con que iban y venían papeles de la calle
de don Manuelito rumbo a Tlalpujahua, enviados por la señorita Vicario.
Las cartas eran sumamente comprometedoras y mostraban una actividad
febril: intercambios, correspondencia, impresos, bolsitas de té, relojes, una
talega, monedas de cuño insurgente e incluso armas. Sujetos muy diversos
acudían al domicilio y fueron llamados a declarar durante el proceso. Los
fiscales se apuraron por conocer a los implicados en esta correspondencia,
preguntaron a su prima, doña Mariana Fernández, qué sabía de algunos
nombres detectados: quiénes eran la señorita Arévalo, el padre Santa María
y don Francisco Peredo; quién era Mayo, quién era Nemoroso. “¿Es la
señorita Vicario aficionada a la lectura?”, le preguntaron. La prima respon-
dió que hacía cuatro años que Leona era aficionada a la lectura, pero que
ahora no, por estar mala de la cabeza. Sabía que leyó la Historia natural de
Buffon y creía que no había leído el Robinson, porque ese era solo para
muchachos; eso fue todo lo que dijo.
El 22 de abril de 1813, Leona fue llamada a declarar. Dijo ser española,
residente de esa ciudad, doncella de 24 años y no tener nada que agregar,
puesto que no pensaba que escribir cartas fuera un delito. El interrogatorio
revela la cantidad de papeles subversivos que Leona había recibido y hacía
llegar a otros puntos; por los contenidos descritos podría haber entre ellos
prensa insurgente. Al Despertador Americano, primer periódico insurgente,
le siguió la edición del Ilustrador Nacional y el Ilustrador Americano, estos
últimos con participación de Quintana. En 1813, don Andrés planeó,
fundó y editó el Semanario Patriótico Americano, periódico en el que figuran
los mejores ideales sobre la libertad, la felicidad, el constitucionalismo y la
defensa de los derechos del hombre y del ciudadano (Ibarra, 1987). Solo
tengo constancia de que Leona hubiese recibido ejemplares del Ilustrador
por la carta mencionada más arriba, pero es natural pensar que estas ideas
estuvieron recogidas en los papeles que manejaba y en la correspondencia
que sostuvo con Andrés Quintana desde su partida. Pero las cartas eran
aún más claras y comprometidas en cuanto a la información que existía
sobre hombres, fusiles, plazas y planes concebidos por los rebeldes.

96
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

A lo largo de los interrogatorios, no fue posible obtener de Leona


ninguna información que comprometiera a sus corresponsales. Se sostuvo
en la idea de que ella solo había escrito algunas cartas a su primo Manuel,
por razones naturales de afecto familiar. Afirmó no haberse escrito con
Andrés Quintana Roo y mucho menos con los caudillos de la insurgencia,
salvo tener noticia de Rayón. Reiteró que no le parecía ningún delito
escribir cartas y que, por lo mismo, no entendida por qué estaba detenida.
Es interesante que en la documentación que formaba parte del cuaderno,
el juez comisionado, Julián Roldán, incluyera el testimonio de un sujeto
anónimo que relata “que habían salido y luego vuelto a Tlalpujahua una
división de cuatrocientos hombres que venían por una señora de México”
(García, 1985, p. 33), la que se iba a proclamar “la infanta de la nación
americana”, pero que a dicha señora no ha habían encontrado y que ha-
bían sabido, “había vuelto a México” (p. 33). Más allá de lo exagerado del
relato, podemos sospechar que se trataba de rescatar a Leona.
En efecto, Leona había sido recogida por su tío y conducida a la cárcel
de Belén. De allí también trató de escapar y aunque su huida de Belén no
fue tan espectacular como el fallido intento imaginado en el testimonio
antes citado, en él tomó parte un buen número de personas que con-
siguieron ponerla a salvo y trasladarla rumbo a Oaxaca, hacia donde se
desplazaba el foco de la insurgencia. Cuentan los testigos que el viernes 23
de abril “a los tres cuartos para las siete de la noche”, cuando iban a cerrar
la portería se les arrojaron tres hombres armados, poniéndoles pistolas en
el pecho. Uno de ellos se quedó en la portería, los otros dos se dirigieron
a las habitaciones de Leona. Detuvieron a la señora que estaba con ella,
la agarraron de un brazo y con violencia se la llevaron. Entre gritos y
risas partió “la infanta de la nación americana” con los tres hombres, dos
vestidos de mangas de jerga y otro con una gran capota, debajo de la cual,
comentaron algunos, le vieron cargado de armas (García, 1985, pp. 51-54).
Muchos fueron los cómplices acusados de haber sacado a la niña Vica-
rio, como la llamaban en el Colegio. Mariano Salazar, Cristino González,
José María Rivera y Miguel Rivera, fueron llamados a comparecer en
la causa de infidencia que abrió la capitanía en contra de Leona Vicario,
prófuga de la cárcel de Belén, en donde se hallaba reclusa. En el mes de
junio se abrieron edictos y pregones para dar con su paradero. Se nombró

97
mujeres en las revoluciones

curador ad bona a su tío don Agustín Pomposo Fernández de San Salvador


para dar cuenta de los bienes de la prófuga y dio inicio el largo proceso
que determinó la confiscación de sus caudales, por haber sido declarada
traidora de la patria y, en consecuencia, haber perdido todo derecho civil18.

Para sellar un destino


Con la huida de la cárcel de Belén, Leona selló su destino en un doble
sentido: por un lado, tomó la decisión de unirse a la insurgencia, como
lo hicieron en aquellos años varios de sus compañeros asociados a Los
Guadalupes. Por el otro, tomó la decisión de casarse con Andrés Quintana
Roo, cuyas pretensiones matrimoniales habían sido rechazadas por don
Agustín Pomposo, como apunté más arriba. En ese sentido, Leona era
nuevamente un caso excepcional, pues en lo político y en lo personal
tomaba decisiones por cuenta propia.
En la época, los acuerdos matrimoniales eran concertados por los pa-
dres, pues la monarquía les concedía la facultad de otorgar permiso para
los matrimonios, siempre vigilantes de la conveniencia de estos enlaces.
La pragmática sanción de 1776 prevenía acerca de los matrimonios entre
desiguales, asegurando el rigor, las costumbres y la integración familiar.
En 1778, el consentimiento paterno, que no había sido exigido por las
leyes canónicas, se convertiría en un requisito indispensable para que los
españoles pudieran contraer nupcias (Juárez Nieto, 2013, p. 142). Aunque
hubo modificaciones y ajustes en versiones posteriores, en 1803 se ratificó
esa voluntad en todos sus términos: los padres de familia tenían toda la
autoridad sobre los matrimonios de sus hijos.
Desde luego, buena parte de los rebeldes estuvieron muy en contra de
perpetuar estas normas, como es el caso del cura Hidalgo, que siendo pá-
rroco de Dolores se había expresado en contra de ellas (Herrejón Peredo,
2014, p. 134). Además, cuando estalló la insurgencia, los sacerdotes se vie-
ron en la necesidad de casar a sus feligreses al margen de las disposiciones
generales. Esta conducta fue atacada abiertamente por los prelados, pero

18 Esta parte de la causa es extraordinariamente rica para conocer el aparato jurídico y los
medios que sirvieron a los fiscales para requisar todos los bienes de Leona Vicario. Es muy inte-
resante conocer la manera en que su tío los defendió con argumentos basados en la renovación
jurídica que se estaba dando en la época (García, 1985).

98
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

los curas que se hallaban en el campo insurgente optaron por santificar las
uniones e impartir el sacramento de manera muy amplia entre las parejas
(Ibarra, 2002, pp. 53-86).
No sabemos nada sobre cuándo y en qué momento contrajeron nup-
cias Leona Vicario y Andrés Quintana Roo. La historia de Leona se con-
funde con la de la insurgencia en este periodo de auge del movimiento
y habiendo quedado en suspenso su causa de infidencia, solo tenemos
noticia de ella a través de la documentación generada por la confiscación
y remate de sus bienes. Mucho más tarde, en agosto de 1815, el Real
Acuerdo de México registró la solicitud de Leona Vicario, Andrés Quin-
tana Roo y José Antonio Sesma para obtener la gracia del indulto, pero
como no se presentaron personalmente, sino por mediación del cura de
Temascaltepec (García, 1985, pp. 182-184)19 , la respuesta quedó aplazada.
Meses difíciles para la pareja por el nacimiento de su primera hija, Geno-
veva, bautizada con ese nombre por haber visto la luz en una cueva; solo
se conoce sobre los desplazamientos de Quintana en la región cercana a
Ixtlahuaca y luego hacia Zitácuaro y Cóporo. La insurgencia de Morelos
había sufrido grandes derrotas en Puruarán y Valladolid; el caudillo fue
tomado preso y ejecutado en los últimos meses de ese trágico año.
Permanecieron Leona y Andrés por bastante tiempo en el pueblo de
Tejupilco, desde donde imploraron nuevamente, sin tener éxito, la gracia
del indulto y también la reintegración de sus bienes20. Gracias al bando del
30 de enero de 1817 se les concedió la gracia, “quedando absolutamen-
te indultados con entero olvido de sus anteriores extravíos…”. Además,
se admitió conceder a la pareja la suma de ocho o nueve mil pesos del
capital que tenía Leona en el Consulado de Veracruz “para socorrer sus
necesidades actuales” (Velasco al Virrey, 1818) y pasar a España, lo que
nunca ocurrió. La pareja permaneció en la Nueva España y saludó la
consumación de la independencia en septiembre de 1821.

19 Real Acuerdo a los señores Mesía, Bachiller, Campo y Bataller, 26 de agosto de 1815.
20 Quintana Roo litigó en favor de los bienes de su esposa sin éxito. En realidad, buena
parte de estos habían pasado a la Real Hacienda, que dispuso de ellos para apoyar operaciones
realistas en Panzacola y la Habana (García, 1985, pp. 286-290).

99
mujeres en las revoluciones

No existen muchos testimonios de Leona en la vida independien-


te, pero las pocas ocasiones en que se la puede escucharla, su voz resuena
singularmente. No cabe duda de que, a la par de la trayectoria relevante
de su marido, ella se mantuvo en las filas de la lucha, en favor de la inde-
pendencia, la república y la organización federal21.
Es conocida la respuesta que dio Leona al haber sido puesta en des-
crédito por Lucas Alamán. El 26 de marzo de 1831, en el periódico El
Federalista, ella lo encaró de manera contundente haciéndole notar que era
una mujer con ideas propias y que su amor a la causa de la independen-
cia no estaba motivado por su relación de pareja con su marido, Andrés
Quintana Roo. Es muy conocido el lúcido testimonio con el que defendió
públicamente su independencia de criterio:
No solo el amor es el móvil de las acciones de las mujeres; que ellas son
capaces de todos los entusiasmos y que los sentimientos de la gloria y la li-
bertad no les son extraños… Por lo que a mi toca, sé decir que mis acciones
y opiniones han sido siempre muy libres, nadie ha influido absolutamente
en ellas, y en este punto he obrado siempre con total independencia…
Me persuado de que así serán todas las mujeres, exceptuando a las muy
estúpidas, y a las que por efecto de su educación hayan contraído un hábito
servil. De ambas clases hay también muchísimos hombres. (Vicario, 1831)

También Andrés Quintana Roo reclamó a Alamán en estos términos,


en las páginas de ese periódico: “¿Y este hombre se atreve a poner en
sus inmundos labios su opinión de la más esclarecida patriota? La nación
responderá por mí en este ultraje…” (Ibarra, 1987, pp. 201-203). Lo decía
porque en ese momento el Estado de México ya había bautizado a su
capital con el nombre de Leona Vicario.
Leona firmó testamento en favor de sus dos hijas, Genoveva y Dolores,
con fecha 30 de marzo de 1839. A su muerte, en 1843, Mariano Otero
pronunció una oración cívica en la que le rindió tributo. Esta fue una de
las primeras ocasiones en que se enaltecía a una mujer por sus servicios a
la patria. En esta oración dijo lo siguiente:
21 La trayectoria de Andrés Quintana Roo fue sumamente relevante, primero como inte-
lectual decisivo de la insurgencia, fundador de periódicos insurgentes y miembro del Congreso de
Anáhuac, luego en los múltiples cargos que se le asignaron en la vida independiente: subsecretario
de Relaciones Exteriores, diputado en varias ocasiones, ministro de la Suprema Corte, ministro de
Justicia y Negocios Eclesiásticos, poeta, intelectual y forjador de la opinión pública (Ibarra, 1987).

100
Capítulo 3. Leona Vicario y la independencia de México

Después de haber mostrado que las mujeres tiernas y delicadas que nacen
bajo el cielo de los trópicos igualaban la grandeza de ánimo y la sublime
piedad de las nobles romanas, [ella] ha desaparecido igualmente después de
haber llorado lo que todos hemos visto, nuestras fortalezas selladas con el
pabellón extranjero, a Texas perdido, y la república dividida en fracciones.
(Otero, 1919, p. 183)

Queda mucho por investigar sobre esta heroína de la independen-


cia mexicana, como también sobre otras mujeres menos conocidas de la
época. Sabemos muy poco de sus actividades en el México republicano.
Por ahora, la causa de infidencia ha sido la guía para conocer a la joven
inquieta que tomó grandes decisiones por cuenta propia, rompiendo con
los esquemas impuestos en la época. Reconstruir su vida, como la de otras
mujeres, es una tarea que nos aguarda ahora que las circunstancias obligan
a comprender mejor la historia de las mujeres.

Fuentes primarias
Leona Vicario a Lucas Alamán, 21 de marzo de 1831 en Memoria Polí-
tica de México. www.memoriapoliticademexico.org, consultada
el 10 de febrero de 2023.
Mariano Otero, Discurso del 16 de septiembre, en Obras completas de
Mariano Otero, Legado jurídico, político y diplomático, Cámara de
Diputados, 2019, p. 183.
Velasco al Virrey, 5 de septiembre de 1818, en Genaro García, Documentos
históricos mexicanos, p. 249-250.

Referencias
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Arrom, S. M. (1978-1981). Women and the family in Mexico City, 1800-
1857. Stanford University Press.
De la Torre Villar, E. (1985). Los Guadalupes y la independencia. Editorial
Porrúa.
Estrada Michel, R. (2010). “El proceso seguido a los conspiradores de
Valladolid en 1809”. En F. Ibarra Palafox (ed.), Juicios y causas
procesales en la independencia mexicana. Universidad Nacional Au-
tónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas.
101
Capítulo 7 . Herederas de la Ilustración vasca. El papel femenino en tiempos de revoluciones

Toda la misión española tuvo la orden de venir a esta ciudad y al segundo


día de salir las tropas españolas, se entregó la plaza de Stralsund (au jaquingo
suten eta argatic agindu suten erretiraseco guriac, bada claro da isandudata
misiva onetan, en fin guriac ondo irten dira eta gaungoicoari emandisasca-
gun grasiac, bada iraun basuten gueiasan (¿?) posible birisia, eta ain inposible
da arsia plasa ura iran gabe, beste, isiliaco composisio gabe nola dioten
gureco usquietan parasen diot au; goguac emango dio)… estamos en esta
todas las tropas españolas y se dice estaremos aquí el invierno. (Hamburgo,
11/09/1807. Carta de María Teresa de Olazabal y Veroiz a José Francisco
de Veroiz, ACO, 001905, secc. 11, leg. 27, núm. 1)

La última de sus cartas, fue escrita a comienzos de 1808, con el frío


invierno azotando sus cuerpos. Se encontraban en una pequeña población
a orillas del río Elba, con casas techadas de paja; unos “infelices caseríos”
donde el frío y la humedad los enfermó. Quejándose de sus continuas
salidas, lamentaba haber tenido que cruzar el Elba seis veces, alguna de
estas con sustos, pues una de las lanchas tardó 5 horas y media en cruzar
su cauce. Se despidió informando que los trasladaban —para su gusto— a
la ciudad de Hamburgo, donde el rigor del invierno sería más llevadero;
el príncipe de Pontecorvo, general de su división, acababa de fallecer
(Bilberder del Elba, 12/01/1808. Carta de María Teresa de Olazabal y
Veroiz a José Francisco de Veroiz, ACO, 001905, secc. 11, leg. 27, núm. 1).
El siguiente documento escrito por María Teresa nos devolverá a San
Sebastián, al mes de abril de 1810. ¿Qué ocurrió en aquellos dos años de
incomunicación? El destino del regimiento Guadalajara acabaría siendo
trágico. Tras recorrer durante años más de 2600 km —cruzando media
Europa occidental—, la unidad participó en la Expedición a Dinamarca,
una campaña orquestada por Napoleón para bloquear el desembarco de
tropas británicas en las costas danesas. Los problemas comenzaron cuando
las noticias sobre el motín de Aranjuez y el levantamiento del 2 de mayo
llegaron a oídos españoles, que se sublevaron contra el mando francés. El
emperador corso decretó en balde el aislamiento y dispersión de las tropas
españolas, lo que no evitó que lograran embarcarse rumbo a España ese
mismo verano (Guerrero Acosta, 2009). Los regimientos de Guadalajara
y Asturias quedaron, sin embargo, en manos danesas, que no dudaron en
entregarlos al Emperador. Desde entonces muchos de sus soldados no
tuvieron más remedio que incorporarse al recién creado regimiento José

211
mujeres en las revoluciones

Bonaparte, enviado posteriormente a Italia, Francia y Rusia (Corbalán


De Celis y Durán, s. f.). Que en los posteriores documentos “la militara”,
María Teresa, nos hable de su esposo podría indicarnos, por el contrario,
que ellos de algún modo lograron escapar (San Sebastián, 24/04/1810,
ACO, 001905, secc. 11, leg. 27, núm. 1); así finalizó su complicada aventura.

¿Una comunidad vasca emancipadora?


El pequeño recorrido que acabamos de hacer nos permite ver cómo
una mujer perteneciente a las clases acomodadas del País Vasco vivió una
importante expedición militar. Nada de heroínas y patriotas, la simplicidad
de la vida con todos sus problemas. Parece ser que su carácter melancó-
lico le jugó malas pasadas, una capacidad para gestionar emocionalmente
su situación que, obviamente, la afectó. Ella pertenecía a esa elite vasca
vinculada a la Ilustración; una mujer educada en el gusto por la música, la
botánica, buena católica, fiel esposa y responsable de su hogar. Desde 1805
hasta 1808 tuvo que adaptarse a un mundo para el que ninguna dama
fue preparada. En realidad, a uno y otro lado del océano, nadie lo estaba.
La invasión napoleónica a España es el comienzo de todo. Y fue en
medio de aquella lucha cuando Gabriel de Mendizábal e Iraeta, general en
jefe del séptimo ejército, aquel que comprendía los territorios de Navarra,
Guipúzcoa, Álava,Vizcaya, Burgos, Rioja, Santander y Liébana —es decir,
el ejército norteño— mandó una súplica de socorro dirigida a las mujeres
americanas. Plagado de aquel lenguaje heroico, de aquellos símbolos tan
empleados durante el periodo, solicitaba lo siguiente:
¿Qué reino, ciudad, villa o aldea no ha sido marcada con el furor de estos
asesinos y el heroísmo de sus moradores? Pero los limítrofes que tiene la
desgracia de habitar los Pirineos y en sus vertientes y ramales, región fragosa
e infecunda, menos en varones, que llenan los ejércitos y las escuadras, y
en tiempos más felices emigraban copiosamente a esos países a propor-
cionarse con vuestro favor la fortuna que el suyo les negaba, estrechando
por lo mismo entre los habitantes de ambos hemisferios unas relaciones, y
fraternidad más cordial y preferente, que con los demás mediterráneos de
la península, fácil os será formar la idea de la miseria y falta de medios que
les aqueja… ¡Sexo amable de ultramar!... Las damas romanas en los apuros
de la república por escasez de numerario y subsistencias, concurrieron a
llenar las arcas del estado con sus diges y ahorros; y las de Cartago en la

212
mujeres en las revoluciones

García, G. (comp.). (1985). Documentos Históricos Mexicanos. Secretaría de


Educación Pública.
Guedea,V. (1992). Por un gobierno alterno. Los Guadalupes de México. Mé-
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sa, madre y benemérita de la patria mexicana (1773-1829)”. En
P. Galeana (ed.), Mujeres protagonistas de nuestra historia. Secretaría
de Cultura, Instituto Nacional de las Revoluciones de México.

102
mujeres en las revoluciones

Colegio de las Vizcaínas: “la Cofradía de Aránzazu… va a ser el humus


fundamental del arraigo de la Real Sociedad en México, que alcanzará
más de medio millar de socios” (Tellechea Idígoras, 2004, p. 49).
A partir de lo anterior vale la pena preguntarse ¿qué relación guar-
dabauna institución destinada a la educación de las novohispanas de ori-
gen vasco con el proceso de independencia mexicano? En primer lugar,
vamos con aquellos personajes contrarios a la Independencia. Al ser un
grupo tan arraigado en los ramos del comercio, la política institucional
y la minería, es decir, con amplios rendimientos económicos, es normal
que muchos de ellos se manifestaran —por interés u obligación— frente
a la idea de emanciparse. Tal es el caso del virrey Apodaca, última cabeza
de la Monarquía Hispánica en tierras mexicanas. Nacido en Cádiz y de
indudable origen vasco, el que fuera Jefe Político Superior de la Nueva
España recibió del futuro emperador Agustín de Iturbide —un Iturbide
con raíces norteñas, en este caso navarras— la famosa carta de León, fir-
mada el 28 de abril de 1821 (AHCV, estante 5, tabla 5, vol. 2). Que una
copia se conserve en el Archivo Histórico del Colegio de las Vizcaínas
ya nos pone sobre aviso del interés que esta disputa pudo levantar entre
los miembros de la cofradía de Aránzazu, bien relacionados con el virrey.
¿Pero en qué lugar de la partida se situaban sus socios? Lo cierto es que
responder a esta cuestión requeriría de un notable esfuerzo individual,
análisis particulares que, suponemos, alumbrarían cierta heterogeneidad.
Lo que resulta más interesante es el breve discurso o reflexión hallado
entre sus legajos, a favor de la independencia. De anónima factura, incom-
pleto y sin fechar, este folio nos relata lo siguiente:
La América está por la naturaleza separada de la España, y debe estarlo por
Justicia. Ninguno de los derechos que para su dominación alega la España
es legítima… depuesta la barbarie que reinó en los siglos pasados, está bien
conocido por todos los hombres aun de medianas luces, que conquistar un
reino es usurparlo, es robarlo. Luego no debiendo depender la América de
España, no pueden llamarse con propiedad defensores de su integridad los
que injusta y temerariamente se oponen a la Independencia, y el título que
les corresponde es el de verdaderos enemigos que intentan tiranizarla…

214
Capítulo 7 . Herederas de la Ilustración vasca. El papel femenino en tiempos de revoluciones

¡Qué! ¿No es justa causa libertar la Patria de la tirana opresión en que por
el largo espacio de tres siglos ha estado gimiendo bajo el yugo español?
(AHCV, estante 6, tabla 4, vol. 2)

¿Qué podía ofrecer la cofradía de Aránzazu en ese momento? Sus


caudales. Parece lógico suponer que sus actividades, orientadas a interve-
nir económicamente a favor de sus paisanos vasconavarros, se alejaran de
la mediación política favorable a la independencia; sin embargo, algo se
ha conservado de aquellos años. Entre legajos de archivo se encuentran
varias aportaciones realizadas por la Mesa de Aránzazu, el órgano rector
del Colegio y la Cofradía, a favor del gobierno mexicano; eso sí, una vez
lograda la emancipación y tras ser “invitada” a ello.
Por carta del ministro de Hacienda, Medina, agradeciéndole a la Mesa,
en nombre del emperador, su contribución al Gobierno, sabemos que la
Cofradía respondió a la llamada de auxilio tras la sublevación del general
Santana. “Enterado el Emperador del oficio de V. de ayer, se ha dignado
mandar que dé ha V. gracias y a la Venerable Mesa de Aránzazu por la
contribución que ofrece de cuatrocientos pesos para auxilio de las nece-
sidades actuales del Estado” (AHCV, estante 15, tabla 2, vol. 2)11. Apenas
tres semanas después, la donación se ampliaba hasta alcanzar los 1000
pesos (AHCV, estante 15, tabla 2, vol. 2)12. ¿Supuso esto una gran inver-
sión? Desconocemos el estado financiero del organismo y el Colegio de
las Vizcaínas en el momento de la concesión, aunque si lo comparásemos
con su actividad financiera pasada, llegaríamos a la conclusión de que la
Mesa de Aránzazu no estaba por la labor de ofrecerle una gran suma de
dinero al nuevo gobierno. Se trataba de una donación, no una inversión.

11 Ciudad de México, 24/12/1822. Carta del Ministro de Hacienda Medina a José María
de Echave. El legajo incluye el bando o llamamiento firmado por el propio ministro acusando a
Santana de traición y solicitando el socorro económico del Estado.
12 Ciudad de México, 14/01/1823. Carta del Ministro de Hacienda Medina a José María
de Echave.

215
mujeres en las revoluciones

Tabla 7.1
Muestra de préstamos otorgados por el Colegio de las Vizcaínas

Comerciante Pesos
Juan Castañiza 3000
Juan Bautista de Aldasoro 15 000
Severino de Arechavala 6000
Adrián de Larramendia 14 000
Matías de Miramontes 60 000
Francisco de Corres 45 000
Total 143 000

Nota. Construida a partir de información recolectada por Echeberria Ayllón (2020) del
Archivo General de Notarías de la Ciudad de México, Escribano Agustín Francisco
Guerrero y Tagle, notaría 268, vols. 1723, 1724.

Estas aportaciones no fueron las únicas que tuvieron lugar en aquellos


años. Uno de sus miembros, por ejemplo, tuvo que desembolsar 25 pesos
para la jura de Agustín de Iturbide, algo que no debió hacerle demasiada
gracia a la vista de los 150 que debía abonar (AHCV, estante 12, tabla 5,
vol. 5). En otras, además, descubrimos las solicitudes realizadas por el Go-
bierno mexicano a la Cofradía del Santísimo Sacramento, especialmente
unida con el antiguo aparato virreinal (AHCV, estante 14, tabla 4, vol. 6;
Del Valle Pavón, 2014, pp. 507-538). De todas maneras, existió una figura
que logró, por méritos propios, destacar sobre el resto: la antigua alumna
del Colegio de las Vizcaínas y futura “Madre de la Patria” mexicana Josefa
Ortiz de Domínguez, conocida como la Corregidora. Esta alumna de
padres españoles fue posteriormente reconocida como una de las figuras
femeninas más importantes de aquellos años, verdadera impulsora de los
acontecimientos revolucionarios (Tecuanhuey Sandoval, 2003, pp. 71-90;
Zárate Toscano, 1985).
Así las cosas, podemos establecer pequeños vínculos entre el Cole-
gio de las Vizcaínas y el proceso de Independencia de México. Como
institución consagrada al patrocinio de norteños y a la gobernanza de
su Colegio, parece que la RSBAP supo mantenerse al margen de los
hechos políticos —otra forma de tomar posición—; aunque un análisis
prosopográfico de sus integrantes permite esclarecer las más que posibles

216
Capítulo 7 . Herederas de la Ilustración vasca. El papel femenino en tiempos de revoluciones

disputas entre sus miembros, cada uno a un lado u otro de la historia. No


olvidemos que parte de las luces entraron en México a través de estos
socios de origen vascongado, una transformación vinculada con los ulte-
riores acontecimientos emancipadores (Palacios Fernández, 1998, pp. 33-
60; Panera Rico, 2000, pp. 711-727; Ruiz de Gordejuela Urquijo, 2015,
pp. 249-263; Torales Pacheco, 1994, pp. 81-116, 1999, pp. 441-462). Aún
con todo, el acercarnos a este interesante periodo desde la óptica ofre-
cida por un organismo tan especial como es el Colegio de las Vizcaínas,
ayuda a enriquecer y ensanchar nuestros conocimientos. La visibilidad y
participación de las mujeres en el contexto de las revoluciones atlánticas
cuenta con sus propios márgenes. Otra cosa bien distinta son los límites
que la propia historiografía les haya concedido, resultados que, a nuestro
juicio, necesitan prosperar.
Como bien advirtió la profesora Espigado, necesitamos de nuevos
registros que nos señalen otros comportamientos femeninos más allá de
la clásica amazona tan celebrada por la reminiscencia nacional (Espigado
Tocino, 2012, p. 68). La correspondencia epistolar, de fortuita conserva-
ción, puede servirnos de guía, fuente que hemos querido resaltar y que
nos sirve para acercarnos a esas diferentes conductas tan alejadas de las
figuras más legibles. Abordar el periodo de las revoluciones atlánticas desde
la historia de las mujeres supone aceptar toda una variedad de experien-
cias personales, algunas bien identificables dentro de un bando político y
social; otras de más compleja catalogación. La tenacidad demostrada por
María Teresa, por ejemplo, no llama de manera especial nuestra atención,
pues en el contexto advertido existieron muchísimas mujeres como ella.
Lo sorprendente de su caso radica en la posibilidad de acceder a su co-
rrespondencia y de ofrecernos una observación, en primera persona, de
las dispares dificultades y acarreos que una mujer de clase alta tuvo que
sortear durante años. Compartimos, pues, la necesidad de reclamar estu-
dios comparados, cronológica y espacialmente hablando, que superen en
binomio mujer/guerra fuera de los modelos historiográficos nacionales
y tradicionales (Espigado Tocino, 2010, pp. 49-51).
Como ya subrayábamos al comienzo, nuestro interés nace como un
intento por acercarnos a un contexto tan apasionante desde la óptica for-
mada por la historia de las mujeres vascas. Son diferentes las posibilidades

217
mujeres en las revoluciones

de estudio. Contamos con la capacidad de analizar algunas trayectorias in-


dividuales que se salen de los modelos historiográficos y propagandísticos
tradicionales, mujeres educadas y socializadas en los usos y costumbres de
su entorno que no revelan grandes transformaciones desde el punto de
vista de los estudios de género. A grandes rasgos, a pesar de las voces más
tempranas, las revoluciones atlánticas no son un periodo de emancipación
femenina; eso resulta obvio. Esto no significa que un periodo tan convulso
trajera consigo ciertos cambios, como la conquista por parte de algunos
grupos de mujeres —la mayoría de ellos pertenecientes a las clases más
privilegiadas— de ciertos espacios públicos. En este sentido, el análisis del
asociacionismo femenino surgido en aquellos años debe ser prioritario.
Lo que sí nos gustaría remarcar es la posibilidad que tenemos de
elaborar un análisis comparativo o sumatorio que incluya experiencias
individuales y personales, proyectos institucionales conjuntos, con dife-
rencias cronológicas y que tuvieran lugar en diferentes puntos del globo.
La historia de las mujeres, por ejemplo, ha avanzado muchísimo en este
sentido durante los últimos años, estrechando lazos científicos entre Es-
paña y América (Candau Chacón, 2016; Chacón Jiménez, Hernández
Franco y García González, 2007; Luna y Vilanova, 1996; Morant Deusa,
2005; Pérez-Fuentes Hernández, 2012). Si las revoluciones atlánticas supo-
nen estudiar, por definición, un amplio espacio con una larga cronología,
deberíamos ser capaces de reclamar y fomentar unas investigaciones que
liguen ambas orillas, todo un conjunto alumbrado desde la cooperación.
Este pequeño avance supone un intento por materializar dicho deseo.

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capítulo 4

Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión


de las esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en
tiempos revueltos (1755-1814)
Elizabeth Ladera de Díez

Introducción
En el año 1814, denominado por la historiografía de la indepen-
dencia como el año terrible o el de la rebelión popular1, doña Francisca
de Ribas y Palacios —una niña de entre 8 y 10 años—, hija de la
unión de doña Ignacia María Palacios y Blanco y Antonio José de
Ribas y Herrera —dos de las estirpes más importantes de la elite
de la ciudad de Caracas— fue raptada por las huestes realistas y
rescatada por su nodriza esclava en el contexto de la emigración a
Oriente (1814), quien tras este noble acto obtuvo su libertad. Aun-
que el acontecimiento no está basado en documentación alguna, ha
trascendido de forma oral al imaginario contemporáneo venezolano.
Esta investigación dirige su interés a las relaciones afectivas entre
amas y esclavas influenciadas por la convivencia durante genera-
ciones sucesivas y a la significación que tomaría esta vinculación
durante uno de los periodos más difíciles (1812-1814) de la guerra
por la emancipación. Está sustentada fundamentalmente en fuentes
documentales de la sección escribanías del Archivo General de la
Nación de Caracas (AGN) que datan entre 1600-18102, en las que

1 Esta denominación está relacionada con las tensiones sociales de la época


colonial derivadas, entre otras razones, por su estructura estamental, en la que los pre-
juicios étnico-sociales de la elite mantuana sobre los demás sectores sociales subalternos
—expresados en el desprecio y en la obstaculización de su ascenso social y cultural, en
particular contra los pardos— generaron resentimientos que emergieron en el contexto
bélico (Vallenilla Lanz, 1983, t. I, pp. 62, 67).
2 Dicho papel de trabajo se inserta en una investigación particular más amplia
sobre la libertad de los esclavos en la ciudad de Caracas durante el periodo colonial.

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222
mujeres en las revoluciones

dientemente de su condición socioétnica y económica5. Doña Ignacia


María Palacios y Blanco tomó la ruta de la emigración a Oriente, junto
con su pequeña hija doña Francisca de Ribas y Palacios, de entre 8 y 10
años, dadas las posibilidades de protección que le ofrecía la presencia de
su parentela y la de su marido6. Su situación era de alto riesgo, no solo
por su condición de mujer blanca de la elite endogámica de la ciudad7 y
partidaria de la independencia, sino también por sus vínculos familiares
con destacados jefes militares de la república. Era tía carnal del Libertador
Simón Bolívar por la vía materna8 y estaba casada con don Antonio José de
Ribas y Herrera, su pariente, perteneciente a una de las estirpes conocidas
en su tiempo por su pasión independentista.
El recorrido de aproximadamente 23 días estuvo colmado de tragedias
y dificultades. La larga caminata, el intenso calor húmedo del invierno
tropical, el acecho de los animales salvajes y el agua que empapaba los
cuerpos y empantanaba el camino hacían más lento el paso de los cami-
nantes y las bestias; apenas sobrevivió la cuarta parte de los que se alistaron
en esta jornada. Pese a la premura de alejarse de la ciudad y de los caminos
acosados por las huestes realistas y los esclavos sublevados, en las primeras
paradas de aquella penosa travesía se respiraba una atmósfera de pasiones

5 Uno de los casos más famosos de mujeres realistas de las elites fue el de María Antonia
de Bolívar, hermana del Libertador Simón Bolívar (Quintero, 2003, pp. 25-38). Sus primas Igna-
cia María y María Josepha Palacios y Blanco organizaban tertulias y reuniones en sus casas para
conspirar contra la Corona (Cherpak, 1985, p. 254); de las 9 hermanas Xerez de Aristeguieta y
Blanco hubo partidarias de ambos bandos (Ladera de Díez, 1990, pp. 265, 267). La participación
de las mujeres de estratos sociales intermedios quedó registrada, en el movimiento de Pedro Gual
y José M. España (1799) y la de los sectores más humildes, las esclavas, las mulatas y las pardas en su
rol como soldados, espías, mensajeras clandestinas, enfermeras, cocineras, costureras o curanderas
(Alcibíades, 2013, pp. 118-125).
6 En el expediente contra José Félix Ribas y Herrera se afirma que sus hermanos don José
Antonio, don José Félix, don Francisco José y don Juan Nepomuceno formaron parte de la emi-
gración a Oriente (AGN, Sección Causas de Infidencia, t. XXXI, exp. 22, año 1816, f. 159); don
Antonio José se incluye en una lista de emigrados (AGN, Sección Causas de Infidencia, t. XXXI,
exp. 22, año 1816, f. 159).
7 Tres hermanas de la familia Palacios y Blanco contrajeron matrimonio con tres herma-
nos Ribas y Herrera, con quienes tenían grados de consanguinidad (Herrera Vaillant, 2007, t. II,
pp. 499-503, 505-509).
8 Doña María Ignacia de Palacios y Blanco era hija de don Feliciano Palacios y Gil de
Arratia y de doña Francisca Blanco y de Herrera, y hermana de doña Concepción Palacios y
Blanco, madre de Simón Bolívar y Palacios (Herrera Vaillant, 2007, pp. 720, 721).

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224
Capítulo 4. Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión de las
esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos revueltos. 1755-1814

poder doméstico urbano (Gutiérrez Aguilera, 2015). En el trascurso y hasta


finales del régimen colonial, la posición socioeconómica de las familias de
la elite de Caracas se relacionaba, entre otros aspectos, con la cantidad de
esclavos al servicio de sus casas (Acosta Saignes14, 1967, p. 181; Rodríguez
Jiménez, 2004, p. 647). La vida laboral de las esclavas se desarrollaba en
torno “al servicio doméstico en la casa de los amos, como jornalera[s],
pero residente[s] en la casa de los amos o como jornalera[s] que vivía[n]
fuera de la casa de los amos…” (Hünefeldt, 2014, p. 16). Sus tareas coti-
dianas estaban en función de las áreas de trabajo, de sus habilidades, de las
necesidades de sus amas y de su cercanía a estas: la cocina, la lavandería,
la costura, la limpieza, entre otros oficios. Las destinadas al entorno de sus
amas formaban parte de la intimidad y sensibilidad femenina, expresada
a través del cuerpo físico, que fungía de espacio emocional entre ambas:
recibirlas al nacer, amamantarlas, bañarlas, vestirlas, peinarlas, asistirlas en
las enfermedades, embarazos y en muchos casos amortajarlas para el mo-
mento de la partida definitiva. Las acompañaban en el espacio público, a la
iglesia, al teatro o a las tertulias en las cafeterías que ya existían en la ciudad
para comienzos del siglo XIX (Cunill Grau, 2012, p. 42). Este pequeño
segmento de las esclavas domésticas urbanas se ubicaba en una posición
privilegiada, en relación al resto de la esclavitud, en particular cuando se
trataba de obtener su libertad o la de su familia (Bernand, 2000, p. 37).
Amas y esclavas estaban conscientes de su ubicación en la sociedad
colonial. Las esclavas domésticas urbanas ocupaban en la casa el mismo
lugar que les correspondía en la sociedad colonial, sus habitaciones se lo-
calizaban en el último patio, lugar cercano en donde se ubicaba la cochera.
En la percepción de la mujer esclava confluían los prejuicios étnicosociales
propios de la sociedad colonial a los que se agregaban los relacionados con
su cuerpo y sexualidad que las hacía apetecible, tanto para los hombres
blancos, como para los de los demás sectores socioétnicos (Cháves, 1998;
Herrera Salas, 2005, pp. 37-38). Si criolla era la elite caraqueña, tan crio-
lla como ella era la esclavitud urbana, tal como lo revela la información
contenida en los inventarios de sus bienes, en cuanto a origen criollo de

14 Este autor cita los comentarios de Francisco Depons sobre el elevado número de escla-
vos domésticos en Caracas y su relación con el estatus de la elite.

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226
Capítulo 7 . Herederas de la Ilustración vasca. El papel femenino en tiempos de revoluciones

Viñao Frago, A. (1993). La influencia de Campomanes, Olavide y Caba-


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227
capítulo 8

“La indigencia de la lealtad”


La diáspora venezolana de las mujeres del rey
(Venezuela y Puerto Rico 1813-1873)1

Alejandro Cardozo

Introducción
Las criollas, españolas-venezolanas leales al rey que no fueron par-
tidarias a la causa independentista, sufrieron el rigor del exilio mucho
más que los realistas venezolanos. El contexto de viudez, soltería y
orfandad recaía de forma contundente en las mujeres exiliadas, porque
el estado de vulnerabilidad en la condición femenina del siglo XIX
debe comprenderse desde otros matices menos explorados y menos
simples: la mujer, en nuestro registro documental, la mayoría de las
veces decidió por cuenta propia su partido político —realista o repu-
blicano—. Asimismo, estas mujeres realistas asumieron cargas más allá
de sus circunstancias de indefensión: se hicieron cargo —en el peor
momento de la diáspora— de niños huérfanos o abandonados a su
suerte y encararon con estoicismo el abandono intencional de hijos,
hijas y esposos. Solo contaron con el apoyo del rey y de las instituciones
que lo representaban en Puerto Rico, particularmente de un fondo de
pensiones que se creó a partir del producto tributario del comercio
del cacao venezolano en en la isla, denominado el Ramo del cacao.
Estas mujeres fueron el centro de un largo debate entre los intenden-
tes y los capitanes generales, quienes tenían dos visiones diferentes de
cómo asistir este desamparo. En este capítulo se muestran las posiciones
asumidas por ambas instituciones, de cara a las mujeres leales del rey.

1 Este capítulo es el producto parcial del artículo “El Ramo del cacao. Exilio, pobre-
za y lealtad de los inmigrantes venezolanos en Puerto Rico, 1813-1873”, publicado en Revista
de Indias (Cardozo Uzcátegui, 2021, pp. 473-501).

229
mujeres en las revoluciones

Puerto Rico y Curazao fueron los dos destinos naturales para la ma-
yoría de las exiliadas venezolanas durante la guerra de Independencia. El
lugar más violento de toda la América española durante el conflicto fue
la provincia de Venezuela. Aunque se registran casos más tempranos, lea-
les al gobierno del rey comenzaron a emigrar desde 1813 para Curazao
y Puerto Rico por la proximidad de estas islas a los principales puertos
venezolanos: Puerto Cabello y La Guaira. No obstante, la isla de Puerto
Rico, por ser dominio español, tenía significación especial como destino
final para el exilio de las venezolanas realistas; el destierro tenía impli-
caciones políticas y administrativas diferentes que en cualquier otra isla
caribeña. En Puerto Rico, el rey podría encargarse de estas leales súbditas
que, perseguidas ellas y sus familias en Costa Firme por los patriotas,
viajaron en las peores condiciones, abandonando propiedades, bienes y
fortuna en Venezuela.
En este capítulo también se analiza la política administrativa con que
la Corona se hizo cargo de las súbditas fieles a través del Ramo del cacao
—conocido también como el Fondo del cacao—, fórmula tributaria con
la que el Gobierno español logró atender una oleada migratoria para la
cual Puerto Rico no estaba preparado. El Ramo del cacao fue más allá de
lo administrativo y lo tributario; también fue político, pues se trataba de
la forma en que el sistema monárquico compensaba, en la medida de la
tragedia del destierro, la lealtad de sus súbditos y súbditas. En las instancias
analizadas en la documentación, las exponentes descargan una retórica de
fidelidad, amor y entrega a la causa del rey, que se ha detectado como una
fábula noble y leal para probar el apego al sistema y su desgraciada situación.
Un ejemplo son las palabras de Josefa Muñoz, emigrada de 1828, quien
escribió “¿Y es posible, Señor, que a la exponente privada de todo recurso
no se le haya concedido este corto auxilio, sobreviviendo la autoridad a
la indigencia de la lealtad?” (Archivo Histórico Nacional, Madird, AHN
en adelante, Ultramar 1070, exp. 12, núm. 12, 2 recto).
Así como la Real Hacienda velaba por el cumplimiento de las exigen-
cias para optar a la pensión del Ramo del cacao, también esto dio lugar
a otro importante fenómeno, la lucha entre el capitán general de Puerto
Rico y el intendente, que en varios casos se enfrentaron por el criterio de

230
Capítulo 8 .“La indigencia de la lealtad” La diáspora venezolana
de las mujeres del rey (Venezuela y Puerto Rico 1813-1873)

concesión de este auxilio para las personas exiliadas de Costa firme. En la


casuística estudiada se observa cómo el capitán general intentó beneficiar
a la mayor cantidad de gentes, mientras el intendente, por su parte, procuró
limitar los socorros, argumentando siempre la cuestión del estado de las
Cajas Reales de la isla, los procesos viciados y la tolerancia migratoria.
¿Hasta dónde se aceptaron y auxiliaron las familias llegadas de Costa
firme? Este interrogante condujo a un debate que se dio en el Consejo
Real sobre las decisiones que podían afectar la opinión pública de Espa-
ña: abandonar, o no, a sus más leales; argumentos de índole moral sobre
la responsabilidad ilimitada del monarca ante esta situación, y el aspecto
meramente económico de la sustentabilidad de las ayudas, toda vez que
la crisis económica e inflacionaria en el propio Puerto Rico amenazaba
con mermar cada vez más el Tesoro español en la isla. El balance general
de este debate resultó en que España acarreó con sus leales de la rebelde
Venezuela hasta los años sesenta del siglo XIX, haciéndose responsable de
la diáspora de una guerra librada, para entonces, hacía más de treinta años.
Así, es posible comprender el relato de la mujer como sujeto activo
tanto en el proceso de la guerra como de la diáspora. El análisis del Ramo
del cacao enfoca primordialmente a los más afectados por el conflicto, es
decir, a quienes migraron apenas con lo que traían puesto, por lo que la
mujer será la más visible en esta documentación como la protagonista de
una dinámica de exilio y supervivencia, de aflicción y estoicismo.

El Ramo del cacao


El Ramo del cacao fue el fondo de pensiones y ayudas para el exilio
venezolano en Puerto Rico, reconocido a quienes lograban probar por
medio de expedientes su lealtad al gobierno del rey y al sistema monár-
quico, así como demostrar su situación de privación económica. Al prin-
cipio se denominó a esta ayuda “socorros” y más tarde se renombró como
“pensiones de gracia” (AHN, Ultramar 1111, exp. 17, núm. 1, 48 recto).
La documentación refiere indistintamente al Ramo o al Fondo del cacao.
Estas pensiones se satisfacían del importe de su impuesto de un peso fuerte
con que se gravó la fanega de cacao que entraba a Puerto Rico, proce-
dente de Venezuela. Durante la primera fase del conflicto (1811-1812), el

231
mujeres en las revoluciones

comercio del cacao prosperó2 dado que las importaciones de Puerto Rico
de otras zonas costaneras del Caribe como la provincia de Venezuela se
incrementaron —por la guerra—, luego de que Cádiz restringiera su co-
mercio por temor a otro bloqueo como el de 1810-1812, al cerco francés
de 1812 y a la propia inestabilidad política de América (Carretero García,
1986, p. 268). Las primeras oleadas migratorias (1813), precisamente por
ser las iniciales, recibieron mayor atención presupuestaria.
La primera referencia sobre el mecanismo de pensiones y socorros
del Ramo del cacao la obtenemos de José Domingo Díaz —exiliado ve-
nezolano, polígrafo, médico, segundo intendente de Puerto Rico en 1822,
leal a la Corona hasta su muerte— quien escribió al rey que en “1813
refluyeron a esta isla algunos emigrados de Venezuela con motivo de la
bárbara ocupación de aquellas provincias por el sedicioso Bolívar”(AHN,
Ultramar 1111, exp. 18, núm. 14, 1 vuelto). Para su auxilio, la Intendencia
estableció el derecho de un peso fuerte por cada fanega de cacao intro-
ducida, pero este impuesto cesó de cobrarse momentáneamente, cuando
Costa Firme fue recuperada en 1814 por las armas del ejército realista.
Por tanto, Díaz explicó que, en vista del crecimiento de los emigrados
de Venezuela y para “atender a tantos clamores, desgracias y miserias”, se
había restablecido el peso abolido en 1822, justamente cuando él entró al
cargo de intendente en Puerto Rico.
José Domingo Díaz planteaba que el impuesto del Ramo del ca-
cao, antes de la emergencia de los exiliados de Venezuela, estaba destinado
para el pago de transporte de oficiales y empleados emigrados de Cuba y
de la Península, “pero nunca al socorro de particulares que no tenían un
derecho legal, si no les era concedido por la beneficencia de S.M.” (AHN,
Ultramar 1111, exp. 18, núm. 14, 1 vuelto).
Los expedientes de quienes esperaban beneficiarse de la pensión de
gracia debían tener testigos de peso en sus instancias, así como demostrar
un estado de necesidad y probada fidelidad al rey. En estos despachos
figuran testigos como Domingo de Monteverde, José Tomás Boves y

2 Las medidas bélicas y comerciales del bloqueo a Venezuela por parte de la Regencia no
afectaron a Coro ni a Maracaibo, por lo que el comercio de cacao tuvo que dinamizarse en esos
dos puertos privilegiados, sobre todo Maracaibo que poseía una estructura portuaria. El bloqueo
fue suspendido después de la caída de la I República en 1812 (Lombardi, 2006, p. 72).

232
Capítulo 8 .“La indigencia de la lealtad” La diáspora venezolana
de las mujeres del rey (Venezuela y Puerto Rico 1813-1873)

hasta oficiales menores del ejército español que daban cuenta, cuando era
el caso, de que el interesado había prestado ayuda económica al ejército
realista o, en efecto, luchado en sus filas. De este modo figuraban como
candidatos a la pensión esposas, hermanos o hijos de oficiales realistas
muertos en el combate. Por ejemplo, Pedro José González, caraqueño
emigrado a Puerto Rico, argumentaba que su padre, el capitán José Gon-
zález, había sido “asesinado por los disidentes y sido consignado él mismo
al presidio de Cartagena por sospechas de correspondencia con D. José
Antonio Arizabalo, comandante de las tropas realistas que operan en los
Llanos de Caracas” (AHN, Ultramar 1070, exp. 13, núm. 2, 1 recto).
También era válido como argumento dentro del expediente haber sido
perseguido por sus demostraciones públicas de lealtad al rey, tal como es
el caso de las hermanas Rojas Queipo.
[Bárbara Queipo] se manifestó desde el año mismo de la revolución del
año de 1810: bien notorio fue entonces, lo es y será siempre que fueron
perseguidas hasta lo último, de todas maneras, hicieran ser encerradas en
un oscuro calabozo once meses y días, sufriendo no tan solo hambre,
desnudez y desprecios, sino golpes de mano y próximas a perder hasta
la vida, nunca mencionaron consuelo sin otra causa ni motivo que el
ser contrariamente fieles, y adictas a V.M. habiendo obtenido el rescate
cuando abandonada la ciudad por los comienzos, se posicionaron de ella
las armas de V.M. al mando del Sr. Comandante General D. José Tomás
Boves. (AHN, Ultramar 1070, exp. 13, núm. 2, 1 vuelto)

El Ramo del cacao no solo se ocupó de los casos de persecución ideo-


lógica contra quienes manifestaban públicamente en Costa Firme su lealtad
al monarca, de veteranos del ejército realista o parentesco con sus oficiales.
En ocasiones, también intentó dar soluciones a deudas de las Cajas Reales
de la provincia de Venezuela, que una vez desmanteladas en 1821, descono-
cían a los acreedores venezolanos en Puerto Rico por las “órdenes vigentes
sobre iguales créditos, prohibiendo su reconocimiento y abono por las cajas
de estas Antillas” (AHN, Ultramar, 1111, exp. 5, núm. 2, 1 recto). Aunque
eran casos más complicados de aprobar, algunas veces el procedimiento fue
pensionar al acreedor o a su viuda, en vista de su situación de pobreza y su
imperativa o verificable adhesión a la Corona.

233
mujeres en las revoluciones

Un límite al Ramo del cacao


Las Cajas Reales de Puerto Rico tuvieron que instalar un dique a las
exigencias de la diáspora, que cada vez demandaba más cobros del Ramo
del cacao. El derecho a las pensiones del Ramo cesó por la Real Orden
del 3 de julio de 1835, sin embargo, quedaba en potestad de la Real Ha-
cienda o del Consejo Real delimitar el goce del derecho hasta la muerte
del pensionado, con la prohibición de heredar la gracia a sus deudos, pues
no eran “de acordarse nuevas [pensiones] porque algún término” había
“de tener la emigración” (AHN, Ultramar, 1111, exp. 5, núm. 2, 2 recto).
Nunca terminaron de cerrar del todo las adjudicaciones de las gracias del
cacao, pues venido un nuevo caso —dependiendo de cómo se exponía y
hasta qué instancia lograba llegar—, este hacía flexibilizar a las autoridades
para una nueva concesión.
La razón que comprendieron las autoridades españolas en Puerto Rico
fue que en un principio se concedieron pensiones sin prever que la migra-
ción continuaría y aumentaría. En 1839 se discutió la crisis devenida por
la Comisión Consultiva del Ministerio de Hacienda y de Presupuesto, así
como por el Consejo de Ultramar, dictaminándose la Real Orden de 17
de junio de 1839 para suspender el pago de la gracia el 31 de diciembre
del mismo año. (AHN, Ultramar, 1111, exp. 17, núm. 1, 48 verso)
Se decidió que únicamente se invirtieran 2000 pesos anuales en el
Ramo del cacao para conservar algunas pensiones de seis pesos mensuales
para quienes realmente hubieran contraído servicios ejemplares en favor
de la metrópoli. Asimismo, se estableció que las pensiones eran intransferi-
bles una vez que moría el beneficiario. En 1839, estas medidas se conside-
raron temporales mientras se dictaminara por ley una resolución definitiva.
Así funcionaron las pensiones por el Ramo del cacao hasta que, en 1852,
se dispuso que siempre que hubiera vacantes, dentro del presupuesto de los
2000 pesos, se adjudicaba un nuevo beneficiario. Para que esto ocurriera,
debía salir publicado en la Gaceta Oficial de Puerto Rico, previendo que
en un tiempo determinado se postularan los interesados que se creyeran
con derecho al socorro, siendo emigrados de Venezuela ellos mismos, no
sus padres o parientes (AHN, Ultramar 1111, exp. 17, núm. 1, 50 verso).

234
Capítulo 8 .“La indigencia de la lealtad” La diáspora venezolana
de las mujeres del rey (Venezuela y Puerto Rico 1813-1873)

Así continuó el sistema de adjudicación y pagos del Ramo del cacao


hasta 1869, cuando el gobernador de Puerto Rico decidió terminar por
completo con estos auxilios, por medio del decreto del 24 de abril del
mismo año, en el que se suspendieron los pagos de 5 y 6 pesos mensuales.
Esto supuso un grave problema, dado que se corría el riesgo de dejar en
la indigencia a los beneficiarios. Por esto, desde Puerto Rico instaban al
rey a recoger la medida, pues después de cincuenta años de atención a los
exiliados de Costa Firme, España todavía estaba atenta al devenir para lo
malo y para lo bueno de estos leales súbditos.
La reflexión de las autoridades españolas en 1870 era que si continuaba
la política de estas pensiones de gracia, los beneficiarios serían
eternamente una carga para las cajas de Puerto Rico. [Sin embargo,] por
un sentimiento de humanidad y gratitud hacia los emigrados de Costa
Firme y Venezuela que abandonaron su patria y bienes de fortuna para
probar su adhesión a la Metrópoli refugiándose en Puerto Rico, se dispuso
se les diera algún socorro para evitar que perecieran de miseria.(AHN,
Ultramar 1111, exp. 17, núm. 1, 52 recto).

En ese momento ya se estaba ante una evolución, pues no se hablaba


de este sistema de pensiones (en 1870) como el Ramo o Fondo del cacao,
pero obviamente se trataba de su transformación administrativa, pues aten-
día a las mismas personas que en sus inicios acogió el fondo, a los mismos
casos de exilio venezolano por las revoluciones atlánticas.
R. de Mazón, el funcionario que firmó el documento, buscaba una
solución para no dejar desamparadas a las personas sobrevivientes del
exilio venezolano en Puerto Rico. En ese sentido, propuso que las pen-
siones que venían disfrutando los emigrados de Venezuela a cuenta de
un presupuesto de 10 000 pesetas, continuaran por las Cajas de Puerto
Rico, pero estas debían ser intransferibles al morir la persona o cuando
esta variara de estado civil (casarse, por ejemplo). La Intendencia Gene-
ral de Hacienda publicaría semestralmente una relación de pensionistas,
estado, edad y cantidad de dinero percibido, acompañado de una fe de
existencia expedida por el párroco y por la autoridad local respectiva, y
habría un registro de defunciones de pensionistas. (AHN, Ultramar 1111,
exp. 17, núm. 1, 54 recto)

235
mujeres en las revoluciones

Según los distintos relatos, la esclava emprendió viaje con a la niña a


Caracas, pero fue imposible continuar por la presencia de las revueltas de
esclavos en el área de los valles del Tuy, por lo que huyeron a las montañas
y se refugiaron en un cumbe, en donde permanecieron por siete años
hasta que se logró la emancipación del país en 1821. Juana llevó a la joven
—que debía tener entre 15 y 17 años— a la hacienda El Palmar —en las
inmediaciones del pueblo de San Mateo, en los valles de Aragua— para
devolverla a sus padres, pero solo encontró desolación y destrucción, por
lo que la dejó bajo custodia de la familia Rodríguez, propietaria de una
posesión contigua —la hacienda Sabana Larga, en las inmediaciones del
pueblo de Cagua— hasta que sus parientes, posiblemente su madre, re-
gresaran a Venezuela24.
En esta narración pueden observarse seis elementos: 1) el rapto de la
niña; 2) Juana fue la nodriza de doña Francisca; 3) el rescate de la niña
por parte de la esclava; 4) el dinero aportado por la esclava para liberar a
la niña; 5) la convivencia en el cumbe, y 6) la entrega de doña Francisca
en la hacienda Sabana Larga.
Es importante destacar que la familia Ribas enfrentaba en aquellos mo-
mentos serios problemas: persecución, amenazas de muerte y el secuestro
de sus bienes25 (Acosta Saignes, 1967; Bernand, 2000; Cunill Grau, 2012;
Gutiérrez, 2015; Herrera Salas, 2005; Reid Andrews; Rodríguez Jiménez,
2004;Taborda, 2019). Estas circunstancias ponían a la niña doña Francisca
en una situación de peligro, dado el carácter violento de la independencia
de Venezuela (Pita Pico, 2020), en la que sobre las mujeres —en particu-
lar las de las distintas elites socioeconómicas provinciales— se desataron
innumerables atropellos por parte de ambos bandos, toda vez que sobre
ellas descansaban los valores fundamentales —el honor y la reputación—
de las familias de amplios sectores de la sociedad colonial. Un ejemplo
significativo de esto lo constituyó la injuria y la saña desatada sobre las
mantuanas de la ciudad de Valencia, por parte de las tropas de José Tomás

24 Esta versión de los hechos se representó en una obra teatral en el año 1993, en la ha-
cienda El Palmar, con motivo de la culminación de la restauración de la casa colonial de dicha
propiedad.
25 La hacienda El Palmar en los valles de Aragua, propiedad de Antonio José de Ribas y
Herrera fue secuestrada por Boves en 1814 (Bruni Celli, 1965, p. 124).

120
Capítulo 4. Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión de las
esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos revueltos. 1755-1814

Boves en julio de 1814 (Rojas Guillén, 2015, pp. 134-135; Uslar Pietri,
2014, pp. 180-182); escenario generalizado en la Hispanoamérica de este
periodo (Cherpak, 1985, pp. 259-260; Hidalgo Rodríguez26, 2013, p. 58;
Machado Pardo, 2018, pp. 78-84).
Juana corría serios peligros, porque el bando realista había tomado
Caracas, tenía el control de la provincia, y ofrecía la libertad a los escla-
vos a condición de que se alistaran en sus filas o delataran a sus amos. Su
actitud y disposición de arriesgar la vida en aquel escenario, así como
de sacrificar el dinero ahorrado para comprar su libertad —su bien más
preciado— para salvar a su “hija de leche” se inserta en la dinámica de
manumisión planteada en párrafos anteriores y encuentra explicación en
el arquetipo materno27 que tomaba sus particularidades en la confluencia
sincrética mitológica y religiosa en el Caribe hispano-colonial, a través
de la relación madre-hija, representada para la cultura occidental por la
relación de la diosa griega Deméter y su hija Kore, la imagen materna
cristiano- católica encarnada en la virgen María así como el aporte de las
diosas africanas (Himiob, 1999, pp. 38-39).
Las emociones, la sensibilidad y los sentimientos entre doña Francisca
y su nodriza Juana prevalecieron por encima de los discursos políticos y
los prejuicios étnicosociales, porque el servicio de las llamadas madres de
leche “puso en relación mundos íntimos, femeninos, interraciales, con-
tribuyendo con ello a la constitución de lazos que pudieron llegar a ser
duraderos… en los distintos ámbitos familiares...” (Guzmán, 2018, pp. 450-
473). Uno de los casos más conocidos en Venezuela sobre esta relación es
la del Libertador Simón Bolívar con su nodriza, la negra Hipólita (Ramos
Gúedez, 2001, p. 219).

26 Esta autora registra la misma situación en Guadalajara, México.


27 “… Lo maternal: por antonomasia, la mágica autoridad de lo femenino; la sabiduría y la
altura espiritual más allá del intelecto; lo bondadoso, protector, sustentador, lo que da crecimiento,
fertilidad y alimento; el lugar de la transformación mágica, del renacer; el instinto o impulso que
ayuda…” (Jung, 2002, p. 79).

121
mujeres en las revoluciones

Heroísmo y anonimato: ¿qué pasó con doña Panchita y con


su nodriza Juana?
Doña Francisca, Panchita, de Ribas y Herrera pasó a la posteridad en la
tradición familiar y en las redes sociales como una heroína que sobrevivió
a la guerra a muerte, a la emigración a Oriente y que se hizo una mujer
de carácter fuerte por la convivencia en el cumbe. Su madre, doña Igna-
cia María Palacios y Blanco, regresó a Venezuela desde Curazao, en fecha
desconocida para esta investigación y en 1826 reclamó con éxito las tierras
de la hacienda El Palmar (AGN, Sección Civiles)28 para Panchita, quien
era, en ese momento, su única hija menor de 25 años. Doña Francisca
de Ribas y Palacios se casó en 1837 con Gustavo Julio Wollmer (Herrera
Vaillant, 2007, t. II, p. 503), con quien fundó una familia de influencia
socioeconómica importante en el país hasta la actualidad.
Figura 4.1
Francisca “Panchita” Ribas y Palacios y Gustavo Julio Wollmer el día de su boda
en 1837

Nota. Imagen tomada de Wikipedia (2022).

28 Sra. Ignacia Palacios, tutora y curadora de su hija Francisca de Rivas acreditando la


propiedad de las tierras del Palmar en San Mateo y exigiendo habilitación para la venta de diez y
nueve fanegadas de tierras a Jose Ciriaco Iriarte” (s. f.).

122
Capítulo 8 .“La indigencia de la lealtad” La diáspora venezolana
de las mujeres del rey (Venezuela y Puerto Rico 1813-1873)

tribuciones para cualquiera gasto” (AHN, Ultramar, 1111, exp. 17, núm. 1,
35 vuelto) se estableció el impuesto del cacao. Eran críticos con el origen
de esta medida, por considerarla dentro del esquema de finanzas, impulsivo,
precipitado y porque, de hecho, asumió desde un principio potestades que
no les correspondían a la política económica de la isla ni a sus autoridades.
No obstante, en 1814, se calculaba que Puerto Rico recibía una diáspora
de casi 1000 refugiados de guerra, en desnudez y total estado de pobreza,
como lo expresó en su momento el intendente Alejandro Ramírez
¿Cuáles arbitrios podrá contar, viniendo de un golpe el gran número de
personas refugiadas [de Venezuela] y siendo este un país [Puerto Rico]
sin capitales, sin vecinos pudientes, una plaza permanente militar y una
tesorería sin crédito, por sus grandes empeños y deudas de tiempos an-
teriores, y por ser sus gastos fijos muy superiores a sus ingresos? (AHN,
Ultramar, 1111, exp. 18, núm. 2, 2 recto)

La discusión del presupuesto, en relación a las gracias devenidas del


Ramo del cacao, tardó mucho en definirse y tomó mucho tiempo dar
una resolución final —de hecho, es posible aseverar que nunca terminó
de darse—, pues era un péndulo entre la cuestión moral, política y la rea-
lidad económica, en el que, a veces, el primer asunto era más “real” que
el segundo; es decir, la cosa política tras una decisión tenía más peso que
los números rojos del Tesoro. Por ejemplo, superado el debate de 1839,
se autorizó al intendente suspender el pago de pensiones para el 31 de
octubre de ese año. Sin embargo, se le autorizó disponer de 2000 pesos
fuertes anuales para mantener pensiones de seis pesos mensuales “a los
individuos que realmente hubieren contraído méritos especiales en favor
de la metrópoli por sí, sus padres o maridos” (AHN, Ultramar, 1111, exp.
17, núm. 1, 41 vuelto) y que por razones de salud o edad no pudieran
procurarse ningún oficio remunerable. Estas medidas fueron interinas
hasta la resolución de las Cortes, en la que también se le propuso a estas
instituciones suprimir, eventualmente, este derecho sobre el cacao.
La Mesa de la Sección de Presupuestos respondió que había que ex-
tender el plazo de la suspensión de pagos para quienes podían valerse por
sí mismos desde la fecha propuesta —octubre— a diciembre de 1839.
También dio un giro total a la cuestión del otorgamiento de las pensio-
nes: que fuera transferible, aunque no heredable y que una vez muerto

239
mujeres en las revoluciones

el beneficiario anterior, se hiciera público para “ofertar” la pensión a un


nuevo emigrado —no familiar ni pariente— en situación de pobreza
absoluta. Aunque estas medidas ya se mencionaron, vale subrayar que este
debate se extendió —entre la Sección de Presupuestos, el intendente y
la Comisión Auxiliar Consultiva— por 12 años. La intención de recalcar
estos hechos es revelar la naturaleza pendular en la toma de decisiones
sobre una circunstancia que fue extremadamente sensible en lo político
y en lo moral, sobrevolando las gravísimas condiciones presupuestarias
del Tesoro español.
A manera de colofón de este apartado, vale la pena mencionar una
brevísima casuística para comprender hasta dónde llegó la relación de
lealtad y compromiso político, moral y administrativo con los súbditos
fieles de Venezuela.
El 30 de abril de 1870, Luis Becerra, a nombre de Margarita Ferrán,
María Asunción Pimentel y “varias otras de Puerto Rico, que cobraban
una pensión de 5 a 6 pesos mensuales por el estado triste y miserable en
que llegaron de Venezuela, de donde emigraron por seguir la bandera
española” (AHN, Ultramar, 1111, exp. 17, núm. 1, 46 recto y 46 vuelto),
levantó un expediente respecto a la pensión sobre el Ramo del cacao
que las mencionadas mujeres dejaron de percibir, por lo que solicitaron
se les autorizara de nuevo el cobro. Más adelante, se sumaron instancias
idénticas de Josefa Guerrero y Flores, María del Carmen y Mercedes
Flores. Recurrieron “a este ministro treinta y un huérfanas y viudas en
solicitud de que quede sin efecto la orden de suspensión de las pensiones
que disfrutaban” (AHN, Ultramar, 1111, exp. 17, núm. 1, 47 vuelto). La
cuestión pendular que oscilaba entre medidas de recorte presupuestario
y medidas de contención política inferidas fue una situación indefinible
hasta la muerte de la última hija del exilio, la última hija del cacao.

La mujer exiliada y realista durante las revoluciones atlánticas


La mujer en este periodo de la historia española, venezolana y puer-
torriqueña fue, en buena medida, la protagonista del proceso. Los acon-
tecimientos en Costa Firme, como se ha planteado varias veces, fueron
los más violentos en el transcurso de las guerras de independencia de
América, especialmente desde el Decreto de Guerra a Muerte (1813)

240
Capítulo 4. Emociones y sentimientos: el proceso de manumisión de las
esclavas domésticas de la ciudad de Caracas en tiempos revueltos. 1755-1814

Figura 4.2
Imagen de Francisca de Ribas y Palacios

Nota. Imagen tomada de Wikipedia (2022).

La esclava Juana: la heroína sin épica


En el universo discursivo de la narrativa de los amos se evidencia la
invisibilidad histórica de los sectores subalternos. Esto se puede expresar
en el anonimato de Juana, como en el de la mayoría de los esclavos en
Hispanoamérica colonial y republicana, a quienes la historiografía les debe
el estudio sobre su papel fundamental en la formación de la sociedad co-
lonial y su participación en la lucha en formación y la construcción de las
nuevas repúblicas. Son pocas las referencias que aluden a ella en los relatos
sobre los sucesos narrados en esta investigación. Escasa es la información
sobre su vida, antes y después de entregar a doña Panchita en la hacienda
Sabana Larga. Nada se conoce sobre su familia, lugar de residencia o sus
ocupaciones; solo se conocen los hechos que la relacionan con la niña
mantuana. Por ejemplo, se sabe que había sido su nodriza y que los amos le
otorgaron la libertad en gratitud por el acto noble de salvarla y protegerla.
Sin embargo, queda claro su protagonismo en los sucesos al arriesgar su
vida y su libertad por salvar a su ama.

123
mujeres en las revoluciones

las hermanas se extienden hasta 1839, siendo negativa la repuesta a todas


sus solicitudes; la última de estas emana de la Sección de Presupuestos de la
Real Hacienda (AHN, 19 de abril de 1839, Ultramar 1070, exp. 21, núm.
1, 1 recto, 3 verso).
Mujeres que llevaban consigo niños de parientes que no lograron
embarcarse ni sobrevivir el embate del exilio, como las ya citadas her-
manas Rojas Queipo son otro ejemplo. Bárbara y Soledad salieron de
Caracas “por su fidelidad y amor” al rey “en mayo de 1821”, a la llegada
del ejército patriota. Sobrevivieron un año en Puerto Cabello, “donde
hicieron algo las tropas” realistas; no lo suficiente, para desgracia de ellas,
pues no aguantaron por mucho más tiempo el sitio de Puerto Cabello
para padecer situaciones de pobreza, vejaciones y tortura. Con esto, las
hermanas Queipo hacían referencia al sitio de Puerto Cabello de 1822,
evento posterior a la batalla de Carabobo de 1821, cuando tras la derrota
los restos del ejército realista se refugiaron en la plaza fortificada del mismo
puerto, al tiempo que los republicanos tomaban Caracas (el 29 de junio),
Coro (el 25 de julio), Cartagena de Indias (el 10 de octubre) y Cumaná
(el 14 de octubre), mientas las fuerzas del rey se resguardaban en Puerto
Cabello (Zeuske, 2009, pp. 39-58) esperando recibir el apoyo de Puerto
Rico y Cuba (Marichal y Souto Mantecón, 1994, pp. 587-613). El 24 de
julio, el capitán general Miguel de la Torre fue reemplazado por Francisco
Tomás Morales y enviado a Puerto Rico como capitán general de la isla.
Las Queipo Rojas narran que perdieron una hermana por las mismas pe-
nurias, y como otra situación añadida de dificultad haber llegado al destino
final sin conexiones, vínculos, ni mapas humanos (Cardozo Uzcátegui,
2013, p. 66) para plantear una estrategia de sobrevivencia: “Sin recursos, sin
amistades ni parientes, pueden decir que carecen de todo para sobrevivir”
(AHN, Ultramar 1070, exp. 14, núm. 3, 1 verso).
Abuelas, como María de la Luz Maiz, quien refirió un caso mixto,
pues solicitaba la gracia de pensión por el Ramo del cacao para su nieta
en 1839, aun cuando había emigrado a Puerto Rico en 1821. Esta mujer
alegaba para que su nieta mereciera la pensión una suerte de “transfe-
rencia” de méritos, el hecho de que ella había perdido en Venezuela tres
haciendas de cacao y cuatro casas por su adhesión al gobierno del rey. Ella

242
Capítulo 8 .“La indigencia de la lealtad” La diáspora venezolana
de las mujeres del rey (Venezuela y Puerto Rico 1813-1873)

vivía con su hija, quien estaba casada con un oficial del Regimiento de
Granada, por lo que regresaron a España dejándole sola en Puerto Rico
a cargo de la nieta (AHN, Ultramar, exp. 10, núm. 1, 2 verso).

De mantuanas del rey a indigentes por el rey


Mujeres que en Venezuela gozaban dentro del gobierno del rey de
fortuna y reconocimiento social, por mantenerse leales a España, pasaron
a un insospechado estado de necesidad. Tal fue el caso de Josefa Muñoz,
quien en su expediente confesó jamás haber sufrido hambre y miseria
hasta que huyó a Puerto Rico, donde vivía “acosada y perseguida de las
miserias y hambres en una edad en que las fuerzas se le debilitan” (AHN,
Ultramar 1070, exp. 12, núm. 2, 1 recto). Su posición en Venezuela tuvo
que haber sido privilegiada y su cercanía a las autoridades españolas, pa-
tente, pues quien le prestó el dinero para emigrar a Puerto Rico fue el
mismísimo Francisco Tomás Morales, último capitán general de Venezuela
y mariscal de campo durante la guerra.
Otra privilegiada del sistema, por el cual renunció a su riqueza y esta-
tus fue Feliciana Frasqueri, viuda de Bernardo Ferrara. Alegaba Feliciana
que ella y su esposo habían perdido en Caracas más de 90 000 pesos.
Entre otros servicios notables hechos al rey —por lo que exteriorizaron
su lealtad monárquica a los patriotas— había ayudado a las tropas penin-
sulares con 90 000 raciones de comida y prestado 6000 pesos a José Tomás
Boves, en 1814, “prestando al mismo tiempo cuantos auxilios pudo a los
españoles afligidos por los rebeldes que recurrían a su generosidad” (AHN,
Ultramar 1070, exp. 22, núm. 1, 1 verso). Su estatus mantuano queda en
evidencia en su expediente, pues uno de los testigos que avaló su lealtad
y adhesión al trono fue el arzobispo de Caracas, Narciso Coll y Prat. En
su expediente se unen hechos y demostraciones como cuando Ferrara
sobornó a unos rebeldes con el fin de sacar de prisión a españoles que solo
esperaban la muerte. Así lo hizo con el corregidor y teniente de justicia de
la Victoria y San Mateo, Juan de la Cruz Mena, quien había sido “puesto
en capilla para ser fusilado” y a quien salvó de la muerte en el último
momento cuando llegó con el dinero para su rescate. También Ferrara
escondió funcionarios españoles delatados por “espías de los enemigos”,
a quienes les pagaba los pasaportes para huir a San Tomás.

243
mujeres en las revoluciones

Estos hechos los certificaron en el expediente de Feliciana nadie menos


que Coll y Prat (arzobispo) y Francisco Tomás Morales (capitán general).
El rico testimonial de Feliciana sobre las mejores voces monárquicas de la
dura época de guerra, infidencias, traiciones y lealtades le proporcionó a
la reina de España —entre 1839 y 1840— motivos para medir el talante
de Feliciana como fiel vasalla de España . Pero también permite ver el
contraste entre el goce privilegiado de los Ferrara Frasqueri en la Caracas
monárquica y el estado de indigencia de Feliciana en Puerto Rico, pues
le dice a la reina que no agrega más testimonios por no poder sufragar un
trámite mayor. Ella solicitaba un aumento en su pensión, de 14 pesos a 30
pesos, pues como viuda debía cargar con dos hijas y un hijo paralítico. En
1840 recibió como respuesta que por la Ley del 26 de mayo de 1835 y el
Real Decreto del 12 de mayo de 1837, solo las cortes podían conceder
pensiones o, en el caso de su solicitud, un aumento (AHN, Ultramar 1070,
exp. 22, núm. 1, 3 recto).
Josefa Pumar mantuvo a sus “desamparadas hijas” Gertrudis, Bárbara,
Concepción, Francisca, Ana y Rosario en Puerto Rico. Exiliada, viuda del
capitán realista Francisco de Paula Arteaga e hija de nadie menos que del
vizconde de Pumar y marqués de Masparro, de la nobleza territorial de los
Llanos venezolanos, que apenas poco más de una década eran los dueños
de la fecundísima ciudad del Barinas, dueños de la tierra donde se dio el
origen al tabaco más famoso en Europa durante los siglos XVII y XVIII,
Josefa solicitó un aumento de 100 pesos sobre los 25 que percibía del Ramo
del cacao (AHN, Ultramar, 1070, exp. 16, núm. 1, 1 verso).
Las hermanas Casas, Petronila, Dolores, Ignacia, Concepción, Encar-
nación y Trinidad , hijas de Juan Antonio Casas, quien fue administrador
de la Renta del Tabaco en Costa Firme, un cargo de alto nivel en la
administración del rey, expusieron su caso desde 1813. Para comprender
la valía de estas huérfanas exiliadas en Puerto Rico, basta con saber que
su expediente llegó a las Cortes de Cádiz (en 1813) por la vía del capi-
tán general de Venezuela, Domingo de Monteverde, quien apoyó ante la
regencia la solicitud de las huérfanas —devengar la mitad del sueldo de
su padre fallecido, 1100 pesos anuales—, alegando los servicios de Juan
Antonio Casas a la Corona, quien fue decapitado por los patriotas en
Caracas. Además, alegó el militar canario “el estado infeliz en que queda-
ban las huérfanas en Puerto Rico” (AHN, Ultramar, 1070, exp. 27, núm.

244
Capítulo 8 .“La indigencia de la lealtad” La diáspora venezolana
de las mujeres del rey (Venezuela y Puerto Rico 1813-1873)

1, 1 vuelto, 2 recto). En 1832 solo sobrevivían Ignacia y Concepción;


las otras cuatro hermanas ya habían fallecido. A las sobrevivientes se les
concedió una pensión de 100 pesos anuales sobre las vacantes mayores
y menores del arzobispado de Caracas, una fórmula de socorros distinta
al Ramo del cacao, vigilada por una “Comisión de premios”.
Gabriel de Casas, hermano de las huérfanas, narra que ellas emigraron
a Puerto Rico esperando un pago de deuda por el orden de los 1285
pesos, a lo que respondió el intendente de la isla que eran “los mismos
[créditos reclamados] que los de una innumerable multitud de acreedores
al Erario” (AHN, Ultramar, 1070, exp. 27, núm. 1, 2 vuelto). Esto, sumado
a varios otros similares, deja claro lo complicado que era honrar a tantos
acreedores de las Reales Cajas de la Provincia de Venezuela que, una vez
resuelto el conflicto a favor de la instauración de la república, fueron des-
conocidos por la desestructuración del aparato administrativo de la Corona
en Venezuela.Varias reales órdenes, como la citada por el intendente y por
el mismo Gabriel, la del 3 de julio de 1831, hacían taxativo el mandato de
no pagar esas deudas de Costa Firme por el tesoro de la isla. Por un lado,
para evitar la corrupción de un trámite que por autonomía y distancia
iba a ser irremediable y, por otro, para intentar salvaguardar el estado de
un Tesoro cada vez más estrecho.
El intendente también aclaró que a estas hermanas —algunas de las
cuales se casaron y algunas de las cuales fallecieron— se les había satisfecho
desde su llegada a la isla, con una pensión de 8 pesos, 2 reales y 22 mara-
vedíes al mes, y que no debían pedir aumentos ni otras consideraciones,
pues habían gozado de esta gracia a diferencia de muchos. Esto evidencia
un proceso administrativo ciertamente diferente y palpablemente privi-
legiado, pues se encontró otro modo de socorro, alternativo al Ramo del
cacao, debido a la deuda que contraía las Reales Cajas con ellas y al buen
nombre de su decapitado padre. La suerte de una migración más tempra-
na fue mejor desde el punto de vista de los auxilios, desde la perspectiva
del compromiso de la Corona y —reiterando una idea ya expuesta— el
nivel de la tragedia por la fidelidad al rey repuja cualquier expediente; no
solo murió degollado el patriarca de Casas, su hijo, Francisco de Casas
también fue decapitado por los patriotas (AHN, Ultramar, 1070, exp. 27,
núm. 1, 1 vuelto, 1 recto).

245
mujeres en las revoluciones

Del mismo modo tuvo mucho que ver la trayectoria de su padre,


importante funcionario a quien le cortaron la cabeza por su lealtad al rey.
Es importante recordar que este cargo de administrador de la Renta del
Tabaco que —en buena medida a la par del tema tributario— era muy
político, y que según el registro de casos revisados gozaba de más peso
—al menos al momento de estas circunstancias de reconocer el mérito y
pensionar a sus deudos— que una carrera militar, pues peor fortuna tu-
vieron las viudas e hijas de militares profesionales que estos funcionarios
y los presbíteros emigrados.
En este punto también puede citarse el caso de la viuda Ferrara Fras-
queri, con quien el intendente se comprometió en avanzar su caso hasta
el final. Pero, indudablemente, a los deudos de los militares se les trató con
menos denuedo. Micaela Elverdin —por nombrar otro ejemplo—, viuda
del teniente coronel graduado Melchor Hidalgo Yáñez, solicitó en 1841
el pago de 4697 pesos que le debía el Estado por obligaciones contraídas
en la provincia de Venezuela. Se encontraba al borde de la indigencia por
ser criolla y casada con un militar español, por lo que se le negó el monte
pío militar. Melchor,
después de abandonar su país natal siguiendo el pabellón Español casó
siendo Yáñez paisano causa que la priva de los beneficios del monte pío, y
sin bienes, con hijos que aún no han salido de la infancia, su suerte futura
se le presenta muy triste en un país extraño. (AHN, Ultramar, 1070, exp.
24, núm. 2, 1 recto)

Todo se le negó, e incluso la pensión del Ramo del cacao no parecía


ser una opción para ella por parte de la administración de la isla.
Otro fue el caso de Nicolasa de Jesús Chávez, viuda del subteniente
del Batallón de Leales Corianos en el Ejército de Costa Firme Fermín
Bermejo. En 1839, Nicolasa pidió que le continuaran abonando los ocho
pesos mensuales, que por Real Orden del 17 de junio del mismo año,
le habían reducido a seis pesos mensuales —una de las pocas decisiones
firmes respecto al Ramo del cacao fue reducir el presupuesto de estos
socorros a 2000 pesos anuales—, por tratarse de una ayuda a “los emi-
grados más pobres y beneméritos” (AHN, Ultramar 1070, exp. 30, núm.
2, 1 recto). Nicolasa levantó una solicitud hasta los mismos predios del

246
Capítulo 8 .“La indigencia de la lealtad” La diáspora venezolana
de las mujeres del rey (Venezuela y Puerto Rico 1813-1873)

rey, rogándole que se restituyera la cifra anterior, pues con esta reducción
quedaría en una profunda pobreza.
Con Nicolasa no solo se puede comprender la diferenciación de emi-
grados deudos de militares y de emigrados deudos de funcionarios reales
—de los cuales solo se han tomado los más paradigmáticos, por la bastedad
documental, y los cuales, al compararse con los arreglos del gobierno del
rey con los emigrados leales nobles y mantuanos, de pensiones entre los
25 y 50 pesos, como el caso del marqués del Valle, quien devengó 50 pesos
mensuales hasta su muerte (AHN, 30 de julio de 1831, Ultramar 1111, exp.
16, núm. 2, 1 recto)3, pareados con los seis pesos de Nicolasa y la mayoría
de personas del exilio venezolano en Puerto Rico—, con ella se entiende
también el relato de la tragedia, que no es posible dejar de lado en este
apartado, más que por casuística, para comprender a fondo el papel de la
mujer en esta historia y en la historia. Circunstancialmente, se la ha visto
protagonizando una tragedia y por ende se la ha dado el tratamiento de
ser visible y documentable, pero vale la inferencia para otros procesos de
la historia del hombre, ¿quién acompaña al sujeto historiable?

La tragedia en la configuración de la cultura política de las


mujeres leales: la viuda pobre, la viuda noble
En el caso de Nicolasa de Jesús Chávez, se encuentra un relato para-
digmático de la narrativa de la lealtad y la renuncia “gustosa” por seguir
fiel a la Corona, toda vez que “después de aquellas desastrosas pero be-
neméritas campañas tuvo la honra de seguir a su marido emigrada a esta
isla abandonando gustosa su patria e intereses como fiel vasalla de V.M.”
(AHN, 30 de julio de 1831, Ultramar 1111, exp. 16, núm. 2, 1 recto). En
Puerto Rico, Nicolasa y su esposo se instalaron en Villa de Arecibo —no
en la capital—, por lo que Fermín, su marido, tuvo que viajar dos veces
en busca de destino o agregación a algún cuerpo militar. En el último
viaje, le escribió Nicolasa a la reina que su marido fue asesinado y des-
cuartizado, apareciendo a los pocos días en un río, decapitado junto con
dos paisanos que le acompañaban; una situación de violencia de caminos
sórdida, sangrienta. No obstante, en su relato viene el trato recibido por

3 Al marqués del Valle se le concedió la pensión por 50 pesos y a cada hermano una de
25 pesos, se les concedió aun viviendo en Curazao pero pagaderos al llegar a Puerto Rico.

247
mujeres en las revoluciones

dos autoridades diferentes, a partir del cual se puede inferir la discrimi-


nación con la que era atendida una viuda de un oficial con tres hijos en
comparación, por ejemplo, con Manuel Cayetano de Monserrate e Ibarra,
quien fue secretario de Boves y devengaba 25 pesos mensuales desde su
llegada a Puerto Rico.
Al respecto, dijo Nicolasa:
Ha practicado algunas diligencias, pero siempre ha encontrado la clemencia
sorda a sus instancias, sin poder hacer presente su justo reclamo a los demás
capitanes generales, ya por no haber venido al campo y ya porque cuando
llegó a esta villa el antecesor del digno Conde Mirasol que nos manda, lo
hizo con tanta premura que no pudo exponerle la miseria en que se en-
cuentra… por lo que aprovechando ahora la ocasión de este Señor Capitán
General que oye más despacio los lamentos de los pobres, elevo a V[uestra]
M[erced] por su conducto esta instancia y justa reclamación. (AHN, 30 de
julio de 1831, Ultramar 1111, exp. 16, núm. 2, 2 recto)

Nicolasa admitió que todas las pruebas de servicio las llevaba encima
Fermín cuando fue asesinado. “Rendidamente a suplica como Madre de
todos sus súbditos que le han sido fieles y han perdido su subsistencia por
seguir las banderas de nuestro augusto Padre, se digne en remuneración
y recompensa a los peligros y sacrificios, servicios de mi difunto esposo
contraídos en aquel Benemérito Ejército” (AHN, 30 de julio de 1831,
Ultramar 1111, exp. 16, núm. 2, 2 vuelto).
En el otro extremo de la línea social, Belén Jerez de Aristiguieta
—miembro de una de las familias más notables de los mantuanos ca-
raqueños (Ladera, 1990, p. 25), viuda del coronel de artillería Joaquín
Pérez— solicitó el abono, por las Cajas Reales de Puerto Rico, de una
pensión de 333 pesos, dos maravedíes y medio real que le concedió
por la Real Orden del 20 de julio de 1807 sobre las vacantes mayores
y menores del arzobispado caraqueño, por haberse casado su esposo
con el rango de teniente y haber quedado sin la opción del monte pío
(AHN, Ultramar 1070, exp. 33, núm. 1, 1 vuelto). En esta información,
se observan dos formas, al parecer, para que una viuda quedara excluida
del monte pío: ser criolla casada con un militar español o que un oficial
contrajera nupcias con un rango inferior determinado, en este caso, te-
niente. Más allá de este interludio administrativo, respecto al monte pío,

248
Capítulo 8 .“La indigencia de la lealtad” La diáspora venezolana
de las mujeres del rey (Venezuela y Puerto Rico 1813-1873)

interesa destacar las situaciones diferentes de dos exiliadas venezolanas


en Puerto Rico: Nicolasa, ya estudiada, quien en situación de viudez y
con tres hijos huérfanos imploraba el reconocimiento de 2 pesos más
del Ramo del cacao para no terminar de perderlo todo en su exilio,
y Belén, que por otra vía más benévola y acomodada —la pensión de
vacantes mayores y menores— había solicitado que no se le obligara a
residir en Puerto Rico para poder gozar de dicha gracia. Su caso en el
laberinto administrativo y político es sugerente, pues ella tuvo derecho
a gozar de esta dádiva hasta el día en que la provincia de Venezuela se
emancipó. Para ese entonces, Belén tenía 80 años y pedía que se le abo-
naran los pagos caídos desde el día de la Independencia venezolana hasta
el momento, pues alegaba que ese pago se le ha debido reactivar “por el
tratado de paz con Venezuela en el que se funda la Ley de Presupuestos
del 26 de mayo de 1835” (AHN, Ultramar 1070, exp. 33, núm. 1, 1
vuelto). Belén adujo que estaba muy mayor y tenía achaques de salud,
por lo que deseaba regresar a Venezuela junto a su hija y que lo único
que se lo impidía era que, de hacerlo, debía renunciar a la pensión de
la que solo era posible gozar si se vivía en los dominios españoles. Para
todas las ayudas, socorros y pensiones —muy especialmente las deveni-
das del Ramo del cacao— esta condición de residencia implicaba que
cualquier otra circunstancia suponía la renuncia al derecho, pues lealtad
con lealtad se pagaba.
Se extiende hasta más allá de la segunda mitad del siglo XIX la historia
de las mujeres del exilio en Puerto Rico, tratadas ahora como las “benemé-
ritas”.Tal fue el caso de Rosa Franco, quien había emigrado con su madre,
Concepción Pellón, de Venezuela a Puerto Rico en 1821 y quien para
1861 vivía en La Coruña; María Antonia Hernández, viuda del capitán de
Caballería Juan Bautista Aguirre —muerto en La Guaira—, también del
éxodo de 1821; Isabel Ochoa, quien para 1861 era una “anciana achacosa”
que se había traído consigo, en 1821, “recogida” a la huérfana del brigadier
Antonio Tovar, muerto él y sus hermanos por los “disidentes”. En la Junta
de clases pasivas (1861), se decidió casi en los últimos años de estas gracias la
suerte de las últimas sobrevivientes del exilio. En ella ya se hacía referencia
al conflicto como “la Guerra de Independencia” de Venezuela, habiendo
una suerte de sentido histórico en el hecho político y militar que se trató
durante años como traición, rebeldía y disidencia. Hasta el final, se preveía

249
mujeres en las revoluciones

a la autoridad competente, en la última etapa al corregidor de la capital de


Puerto Rico, averiguar “sobre la verdadera procedencia de varias Señoras
a quienes le concedieron pensiones como emigradas de Venezuela.” (AHN,
Ultramar 1111, exp. 12 bis, núm. 11, 1 recto).

El primer documento sobre el exilio venezolano en Puerto


Rico: 17 de julio de 1814
El 22 de junio de 1814, el intendente de Puerto Rico acompañó un
oficio de los ministros de Puerto Cabello (Venezuela) sobre la ocupación
de Caracas y Valencia por las tropas del rey, cuyo resultado fue la migra-
ción masiva desde La Guaira hacia las colonias inglesas de “centenares de
personas... ya comprendidas en los crímenes de guerra de la rebelión, o
temerosas de reacciones sangrientas” (AHN, Ultramar, 1070, exp. 18, núm.
1, 1 recto). En el mismo oficio, el intendente Ramírez hizo referencia a
una carta traducida del inglés, en la que se hablaba de los emigrados ve-
nezolanos que desde San Tomás habían emprendido viaje a Puerto Rico;
“800 personas, la mayor parte mujeres y criaturas en absoluta desnudez y
miseria” (AHN, Ultramar, 1070, exp. 18, núm. 1, 1 recto), con lo que se
adviertía que se requería “para atender al socorro de aquel sexo” un auxi-
lio presupuestario inmediato. Alegaba que solo los socorros de emigrados
empleados y particulares, en asignaciones fijas de “esta clase” eran de 2251
pesos fuertes mensuales, pues en tiempos de la regencia el virreinato de
México socorrió las Cajas de Puerto Rico. Sin embargo, el intendente
no había tenido noticias de Nueva España desde hacía ocho meses y de
La Habana, desde hacía cinco.
La ocupación de Caracas y Valencia por las tropas de José Tomás Boves
desató una diáspora de ambos bandos. Los partidarios de los patriotas se
replegaron por las islas inglesas y holandesas, temerosos de la represión que
prometía Boves y tenían la posibilidad de Puerto Rico, empero, temerosos
también de una guerra sanguinaria donde muchas veces poco importaban
las lealtades. Las huestes de Boves operaban por el saqueo y el botín como
clave de ánimo táctico; las mujeres y niños eran el extremo vulnerable de
esta dinámica. Por ende, quienes confesaban su fidelidad al gobierno del
rey sabían que gozarían de mayor protección en Puerto Rico, como país
español.Tal y como refieren los informes que poseía el intendente, la mayor
parte de esta primera oleada eran mujeres y niños en “absoluta desnudez y

250
Capítulo 8 .“La indigencia de la lealtad” La diáspora venezolana
de las mujeres del rey (Venezuela y Puerto Rico 1813-1873)

miseria” (AHN, Ultramar, 1070, exp. 18, núm. 1, 1 recto).


El documento que habla de la primera oleada migratoria de exiliados
de Costa Firme es una carta procedente de San Tomás, del 17 de julio
de 1814, en la que se informaba el arribo de la fragata Palma, desde La
Guaira. La carta advertía que Boves había entrado en Caracas el 9 de julio,
y que “aquella ciudad y La Guaira [habían sido…] abandonadas por sus
habitantes temiendo las recriminaciones y las venganzas… bien merecidas,
si se [debían…] vengar en los particulares los crímenes de los que […
mandaban]” (AHN, Ultramar 1111, exp. 18, núm. 4, 1 recto). Los que se
preparaban para partir a Puerto Rico desde San Tomás,
infelices refugiados, la mayoría mujeres y niños en la más extrema pobre-
za… tuvieron que abandonar sobre el muelle de La Guaira sus equipajes,
sus vestidos, todo lo que querían embarcar. Los pardos y los zambos apo-
derados de La Guaira, impidieron el embarque de toda clase de efectos, de
modo que [había…] mujeres literalmente desnudas, y sobre todo criaturas
tiernas, sin camisa ni con que comprarla y sin saber cómo… procurarse
lo preciso para existir… espectáculo… horrible. (AHN, Ultramar 1111,
exp. 18, núm. 4, 1 vuelto)

La lucha entre la Capitanía General y la Intendencia4 : la po-


lítica y el realismo presupuestario
En 1814, Alejandro Ramírez (González, 1978, pp. 9-30), “el inten-
dente genial” (Zeuske, 2009, p. 47), escribió al rey que había meditado
mucho sobre el tema de la migración de Caracas y lo más conveniente
políticamente a la Corona. Advirtió que todos los emigrados sabían que
contaban con ser recibidos en Puerto Rico, salvo aquellos que se hallaban
“manchados con los horrendos crímenes”, pues esa isla no podía “servir

4 El primer intendente de Puerto Rico es Alejandro Ramírez (1813); el segundo será el


venezolano José Domingo Díaz desde 1822 hasta 1828, Mariano Sixto desde 1828 hasta 1833 y
Juan Mª. Blanco de la Toja desde 1833 hasta 1834. Señores Intendentes que declararon las pen-
siones consignadas sobre los fondos del cacao con expresión de las épocas que desempeñaron la
Intendencia de esta Isla, 7 de abril de 1834 (AHN, Ultramar 1070, exp. 11, núm. 5, 2 recto). Por
otro documento sabemos del intendente Miguel López de Acebedo, quien seguía de cerca para el
lejano año de 1851 los casos de exiliados venezolanos acreedores de las Reales Cajas en la provin-
cia de Venezuela. Situación sobre varios acreedores de las Cajas Reales de Puerto Cabello, oficio
del Intendente Miguel López de Acebedo, 26 de mayo de 1851 (AHN, Ultramar, 1111, exp. 5,
núm. 2, 1 recto).

251
mujeres en las revoluciones

de inmunidad, sino de asilo, seguridad y protección como había manifes-


tado en una proclama dirigida a los Españoles de ambos hemisferios en
2 de diciembre de 1811”. Aquellos fieles al rey podían ir “a disfrutar de
la generosidad de los Españoles sin comprometimiento alguno” (AHN,
Ultramar, exp. 18, núm. 6, 1 recto), decía el intendente Ramírez, antes de
chocar con una cruda realidad presupuestaria por la que debió recoger
alguna de sus previsiones iniciales.
El intendente abrió “una suscripción” de mil pesos para los “infeli-
ces emigrados de Caracas y La Guaira… como una señal y muestra de
fraternal compasión [para que] el amado Soberano de España, el Señor
D. Fernando 7º se [interpusiera…] poderosamente como un Padre entre
sus hijos discordes, para que [cesaran…] las calamidades… en América”
(AHN, Ultramar, exp. 18, núm. 6, 1 vuelto). Una retórica política muy
sugerente para Ramírez, quien como tantos otros funcionarios de alto
nivel era consciente de que el trato dispensado a la diáspora venezolana
repercutirá en la “opinión pública” —tal cual se usa la expresión en la
documentación— del resto de los americanos.
Sin embargo, José Domingo Díaz, que en su momento fue parte
del exilio de Costa Firme, asumía un rol mucho más radical, respecto
a las ayudas para sus paisanos. Aunque para 1826, el cacao como rubro
seguía entrando a la isla desde San Tomás (AHN, Ultramar 1111, exp. 18,
núm. 15, 1 recto) y se le seguía pechando el peso fuerte para el Ramo
del cacao, el intendente Díaz hizo lo propio y sin importar el paisanaje,
se enfrentó con el gobernador y capitán general Miguel de la Torre, otro
veterano de la guerra en Venezuela.
He recibido oficios del gobernador y capitán general de esta isla asig-
nando pensiones a varias emigradas de la Costa Firme… Ya V.E. había
observado de algunos meses a esta parte, cuantas ocasiones y motivos se
han presentado a la Intendencia y a la Junta de Real Hacienda para hacer
abiertas oposiciones a la Capitanía General introducida en materias que la
son absolutamente ajenas. (AHN, Ultramar 1111, exp. 19, núm. 1, 1 recto)

José Domingo Díaz puso en la mesa el tema sensible de la discordia


entre las autoridades y la manipulación política que podía surgir, peligrosa-
mente, en detrimento del orden del gobierno del rey en la isla. Igualmente,
mencionó en el oficio el fantasma del primer grito de Independencia en

252
Capítulo 8 .“La indigencia de la lealtad” La diáspora venezolana
de las mujeres del rey (Venezuela y Puerto Rico 1813-1873)

Venezuela, el 19 de abril de 1810, cuyo resultado fue la desintegración de


la provincia y una de las más cruentas guerras de las revoluciones atlánticas.
Acusó la desunión e intrigas mutuas entre la Capitanía General, la Au-
diencia y la Intendencia venezolanas como germen de la Independencia
y advirtió que en Puerto Rico podría ocurrir lo mismo de la mano del
capitán general, quien quería otorgar pensiones indiscriminadamente, sin
atender al juicio de la intendencia.
Díaz fue directo en el oficio al monarca al enfatizar su molestia
por la tardanza en un dictamen definitivo sobre este choque de poderes.
La mención del 19 de abril de 1810 es ciertamente un atrevimiento. Su
condición de exiliado venezolano, leal al rey, y el hecho de ser uno de
los funcionarios que más enfrentó a la causa independentista (Gómez,
2013, pp. 281-300) desde la Gaceta de Caracas —cuando España recuperó
el control de Caracas—, lo situaba en un extraño podio para hablar con
autoridad sobre los efectos del desorden institucional, de las contraórde-
nes y desacatos. El intendente fue claro también al argüir que proceder
según los deseos del capitán general contravenía la Real Orden del 29 de
junio de 1827, en la que se prohibía saldar cuentas de las Cajas Reales de
Caracas con las de Puerto Rico a particulares.
Ante los argumentos y acusaciones de José Domingo Díaz, Miguel
de la Torre reiteró las facultades especiales que le licenció el rey para
gestionar las pensiones a las emigradas “que por su clase y sexo [necesi-
taban…] con urgencia del paternal auxilio del Soberano”, y las conside-
ró necesarias “para contribuir a la seguridad de este territorio” (AHN,
Ultramar 1111, exp. 20, núm. 2, 1 vuelto). De la Torre también arguyó a
favor de su causa, que Puerto Rico no dependía del impuesto del cacao
y que ese socorro tampoco gravaba al real erario, pues se pagaba una vez
hecha la recaudación. Y remató con una seña meramente moral y otra
meramente política al decir, por un lado, que la seguridad de Puerto
Rico no dependía de la recaudación de ese dinero de las pensiones, pero
“sí… de ellas la justicia y la humanidad que [caracterizaban…] a S.M. y
que en diferentes Reales disposiciones, tanto a la Intendencia como al
gobierno [había…] recomendado expositivamente el socorro de esta clase
emigrada” (AHN, Ultramar 1111, exp. 20, núm. 2, 1 vuelto) y, por otro
lado, que de no tomarse las medidas necesarias respecto a estas emigradas
habría consecuencias, pues “si se [dejaran…] perecer a estas víctimas de

253
mujeres en las revoluciones

su fidelidad, produciría un mal resultado en la opinión pública” (AHN,


Ultramar 1111, exp. 17, núm. 1, 1 verso).
El intendente torció el brazo y dispuso asignar algunas pensiones (29),
según cada caso. Asimismo, aclaró al capitán general que estas ayudas eran
similares a las que se tomaron antes “con toda clase de emigrados de Santo
Domingo”, tras la Revolución haitiana. Para De la Torre esto no era sufi-
ciente, pues muchas más mujeres calificaban “su derecho y necesidad de
ser socorridas”. El intendente resolvió, entonces, clasificar a las exiliadas
venezolanas, entre a) quienes no tenían nada en Costa Firme y emigraron
buscando mejor fortuna “sin que se les moviera el menor compromiso”;
b) las que ningún permiso prestaron a la causa del rey ni habían “sido
más que entes pasivos”, y c) aquellas que por su conducta no eran acree-
doras a dichos socorros. Es decir, la clasificación del intendente rebajaba
los méritos de todas las exiliadas venezolanas. La posición del capitán De
la Torre era políticamente comprensible, sin embargo, el intendente de-
mandó prontitud para que en Madrid aclararan cuál de los dos criterios
y poderes prevalecería. La Secretaría de Ultramar determinó que si en
efecto las facultades extraordinarias del capitán general eran para “casos
extraordinarios y para medidas y negocios muy distintos de la asignación
de estas pensiones”, le quitaban la atribución de la discrecionalidad al
respecto y sería pues el intendente quien se encargara de “saber si todas
ellas o algunas [pensionadas habían]… de continuar, prescindiendo ahora
de si el capitán general debió, o no, concederlas” (AHN, Ultramar 1111,
exp. 17, núm. 1, 4 vuelto).
El contraataque del capitán general se basó en un análisis financiero
de las Cajas Reales de Puerto Rico, aduciendo que estas no se veían
afectadas por la naturaleza del impuesto y reiterando que el hecho de
que la medida, en todo caso, había sido aprobada por el rey. El Consejo
procedió salomónicamente y determinó que la decisión sobre las ayudas
y pensiones del Ramo del cacao debía recaer sobre la Junta Superior de
Real Hacienda, conforme al espíritu de las Leyes de Indias y no al arbitrio
del capitán general ni del intendente.
En Madrid, en 1830, el Consejo expuso una sugerente retórica de
lealtad, una transferencia simbólica de fidelidad a cambio de su recom-
pensa, que el gobierno extendía “su mano benéfica a varias beneméritas

254
Capítulo 8 .“La indigencia de la lealtad” La diáspora venezolana
de las mujeres del rey (Venezuela y Puerto Rico 1813-1873)

mujeres emigradas de Costa Firme que se [hallaban…] en Puerto Rico,


las que después de haber perdido sus maridos, hijos o bienes de fortuna,
abandonaron sus hogares para dar prueba de lealtad al legítimo Soberano”
(AHN, Ultramar 1111, exp. 17, núm. 1, 8 vuelto, 8 recto).
A través del hilo documental revisado, queda en evidencia la diferencia
de criterios entre los dos poderes, a los que finalmente se les interpuso
una Junta Superior para dirimir entre ambas expresiones. Lo cierto es que
la historiografía asume que aunque el capitán general y gobernador tenía
potestad sobre los asuntos generales de la isla y gozaba de un canal de
comunicación directo con el rey, su autoridad cedió espacios a partir de
1813, con el nombramiento del primer intendente (Trías, 1999, pp. 17-
18). Ciertamente fueron dos visiones políticas, una más “humana y moral”
y otra más pragmática. Si, en efecto, se admite la óptica historiográfica
clásica de la disminución de potestades del capitán general ante la Inten-
dencia, también es comprobable el hecho de que en la última y más alta
instancia de decisiones sobre las pensiones a las exiliadas venezolanas era
sopesado el sentido político del capitán general, por tratarse de un actor
con más empatía sobre la densa problemática social que podría estallar
(Navarro, 1999, pp. 19-39), si se hacía estricto caso al consejo experto y
severo del intendente.

Conclusiones
El Ramo del cacao fue, a primera vista, una medida de auxilio huma-
nitario del Estado español a los emigrados de Venezuela, derivada de un
impuesto al comercio del cacao. Analizado con más profundidad, se trató
de una estrategia humanitaria y política hacia el exilio venezolano en
Puerto Rico, como dominio español más próximo, sorteada por medio del
gravamen de un producto históricamente venezolano, columna vertebral
del comercio atlántico de la provincia de Venezuela con la metrópoli. A
través de este tributo se puede comprender, por un lado, un proceso ad-
ministrativo, presupuestario y, por otro, una dinámica meramente política.
Ambos aspectos permiten concluir varias particularidades: a) el Estado
español sufrió una legítima preocupación por sus leales súbditos venezo-
lanos, que se extendió por 60 años de atención humanitaria y administra-
tiva; b) esta situación develó conflictos entre el poder político y el poder
administrativo de dos de las instituciones españolas más importantes en

255
mujeres en las revoluciones

América: la Capitanía General y la Intendencia; c) a través del proceso hu-


manitario, político y administrativo de las pensiones del Ramo del cacao
es posible comprender otra cara de la cruenta guerra de Independencia
en Venezuela, el exilio de los leales al rey y los padecimientos de las pro-
tagonistas principales de esa diáspora: las mujeres que acarreaban con la
viudez, la orfandad y la pobreza circunstancial; d) dentro de esto último
es posible diferenciar las desiguales clases sociales del exilio, de mujeres de
la elite social criolla de Caracas y las mujeres del común, en su mayoría
viudas de oficiales muertos en la misma guerra; e) dentro de esta casuística
del exilio, se observa una tabula rasa entre emigradas del mantuanaje y
del común, reencontradas como iguales pidiendo el socorro del Ramo
del cacao, y finalmente, que f) en ese mismo contexto, era evidente que
sobrevivía algún rastro de los antiguos privilegios de nobles criollas y
funcionarios realistas, al comparar la atención —tanto monetaria como
burocrática— que recibieron estos con el exilio del común.
De todos los alcances de esta investigación, el más revelador es el hecho
político y humano de la lealtad, tanto la fidelidad de las mujeres leales de
Costa firme que a toda costa abandonan Venezuela por seguir las banderas
del rey, como la subsecuente lealtad del Estado español que, en considera-
ción de esa decisión política y existencial, atendió por 60 años los casos de
la diáspora venezolana en Puerto Rico. Acaso sea este un hecho inédito
y sin igual en los procesos de descolonización, emancipación, indepen-
dencia y exilio de un territorio con respecto a su metrópoli. Evidente-
mente inédito, también, por la violencia de las revoluciones atlánticas y
de la guerra venezolana en particular, que obligó tajantemente a definirse
entre dos bandos, lo que conllevó adscripciones políticas y existenciales
extremas como perder la libertad, morir y exiliarse —por un sistema de
gobierno y su representación sobre todo simbólica—, lo que condujo a
una recepción, también particularísima, de la metrópoli imperial para sus
todavía leales hijas.

256
Capítulo 8 .“La indigencia de la lealtad” La diáspora venezolana
de las mujeres del rey (Venezuela y Puerto Rico 1813-1873)

Fuentes primarias
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129
epílogo

La mujer atlántica

Este libro es producto del esfuerzo de seis investigadoras y tres


investigadores que, junto con el editor y el apoyo de la Dirección de
Publicaciones Científicas de la Universidad Sergio Arboleda, han lo-
grado sentar un hito historiográfico desde Colombia hasta América
Latina y España, una obra de historia atlántica, corriente considerada
como uno de los enfoques historiográficos más sugerentes de estos
tiempos, en el sentido geográfico que David Armitage le confiere al
Atlántico como espacio historiable con una geografía “no artificial”
(2004) —a diferencia de la historia de los Estados y naciones— y
con una lógica cronológica natural (desde 1492); suerte de prisma
gran angular del cronotopos de Mijaíl Bajtín, superpuesto a la his-
toria. Por ende, la dimensión atlantista en la historia se muestra va-
liosa y sustitutiva de las narraciones tradicionales del relato nacional,
confiriendo una gran área para la comprensión de la modernidad.
Sin embargo, el embrague real de ese libro —de su atractivo,
de su significado y de sus aportes— es que añade a la mujer en la
dimensión espacio-tiempo, en los roles trascendentales del Atlántico:
las luchas que, en efecto, forjaron la modernidad del mundo atlán-
tico, y sus reacciones en ese estadio político, militar y existencial.
Hoy, todo indica que el centro de gravedad del Atlántico —“ese
océano interior de la civilización occidental” (Hayes, 1945 en Armi-
tage, 2004)— se está moviendo hacia el Indopacífico, pues las ma-
yores concentraciones de personas y economías pasan a esa cuenca
que, ineluctablemente, bordará la historia aún no acontecida. No
obstante, esta región, en buena parte de su extensión geográfica
y humana, no posee la historia del Atlántico, porque la mujer del

259
mujeres en las revoluciones

Indopacífico no ha logrado conquistar las cotas políticas, culturales ni


sociales, a diferencia de la mujer atlántica, que sí forjó su historia, desde
el siglo XIX, como se ha demostrado en esta obra con casos específicos
que pueden ser un espejo refractado de una realidad mayor. Es decir —y
aunque pudiera parecer osado—, si las zonas económicas y sociales del
Índico y el Pacífico asiático no transitan ese liderazgo con la mujer, su
hegemonía cultural será limitada y su supremacía económica frágil, pues
una sociedad fragmentada y sin la conciencia activa de la mujer, se vuelve
de pies de barro. Como se evidencia a lo largo de estos ocho capítulos,
la mujer atlántica le lleva, al menos, 200 años de ventaja al Indopacífico.
En este libro se logra ampliar la mirada de la historia de la mujer en
una talla atlántica, porque desvincular una de otra es anticientífico o, al
menos, ciencia histórica a medias. No se trata de una reconciliación po-
lítica, sino de un emplazamiento natural cuya “naturaleza” solo se podría
demostrar investigando y escribiendo historia sobre la mujer y sus roles
multicausales en las revoluciones atlánticas.
Esta obra versa sobre los diferentes roles de la mujer durante las re-
voluciones atlánticas. Las seis autoras y los tres autores demuestran que
ese papel no quedó resumido en la historia pasiva ni en el recato que la
tragedia obliga, pues en la totalidad de los casos estudiados se observa
mujeres que labraron el destino de sus circunstancias. Como afirmó en
una entrevista el historiador ecuatoriano Jorge Cañizares-Esguerra, sobre
la historia atlántica y la mujer, “la Virgen María de los evangelios de Lucas
es una mujer pasiva, siempre sufridora. Pero, en realidad, en el período
colonial [hispanoamericano], María podría ser una mujer guerrera, una
mujer del Antiguo Testamento” (De Oliveira Fernandes y Kalil, 2011).
Aunque, en lo personal, no estoy muy de acuerdo con el término
“colonial” para referir a la extensión imperial en las ciudades y pueblos
españoles de América, sí coincido diametralmente con Cañizares-Esguerra
en que la mujer de esta época —a caballo entre el XVIII y XIX— fue
una beligerante en toda ley, que hizo caso omiso a las normas cuando estas
se devolvían en su contra. Y no hablamos de las normas del decoro que
segmentaba el hogar entre oficios y representaciones, sino de las normas
políticas, de la guerra, de la ideología, de las normas societales, culturales
y existenciales; esas mismas que regían la vida de los hombres.

260
Epílogo: la mujer atlántica

Scarlett O´Phelan, al trabajar el juicio de Micaela Bastidas y los di-


ferentes ángulos de la sentencia de los actores de la Gran Rebelión de
Túpac Amaru, logra describir el protagonismo de la mujer que hasta en la
misma corte de Carlos III fue acusada y sentenciada por poner en jaque a
la Monarquía Española. El debate historiográfico sobre esta insurrección
ha consensuado, como lo explicó la misma Micaela, que ella no atentaba
contra el rey, sino contra sus funcionarios corruptos, el mal gobierno y los
excesivos impuestos. A pesar de su destino fatal, ella representa un “sujeto
no pasivo” en la historia, a la mujer dinamizadora y dueña de su tiempo
que actúa para cambiar sus circunstancias. Una mujer que no es silente
en los archivos, pues como se lee en los documentos que sustentan este
capítulo, es parte esencial del núcleo del acontecimiento en los términos
de François Dosse.
La mujer chilena-española que analiza Sarah C. Chambers, a través de
un impecable y sistemático trabajo de archivo, protagonizó y mecanizó
el castigo de una sociedad polarizada, en guerra, arruinada y sospechosa
de todos los partidos en liza: patriotas, realistas y guerrillas anárquicas. El
relato de esta mujer —como acción y como memoria— varía en el trans-
curso: cese de hostilidades, paz, reconstrucción, reconciliación y se hace
necesario, en el acápite final de esta época, la agencia de la reconciliación,
para la mediación de un país duramente descarnado por la violentísima
independencia del imperio.
Ana Carolina Ibarra nos retorna a la vida política de Leona Vicario,
como una mujer que, a pesar de que pudo haberse subsumido en la som-
bra histórica del prócer Andrés Quintana Roo, tuvo acciones y vida ideo-
lógica propia. Este capítulo termina bien sellado, pues permite entender,
desde la misma voz política de Leona Vicario, su interés en protagonizar el
cambio político que le correspondió coadyuvar. Lo anterior, gracias a una
respuesta que ella le lanzó al político y polígrafo mexicano Lucas Alamán,
en la que defiende su lugar en la historia mexicana, muy independiente de
su afecto y relación matrimonial con Quintana Roo. Es inevitable recitar
fragmentos del párrafo que ya está escrito en este libro, pues son de una
contundencia inestimable. Dice Leona, en 1831, que

261
mujeres en las revoluciones

no solo el amor es el móvil de las acciones de las mujeres; que ellas son
capaces de todos los entusiasmos y que los sentimientos de la gloria y la
libertad no les son extraños… que así serán todas las mujeres, exceptuando
a las muy estúpidas, y a las que por efecto de su educación hayan contraído
un hábito servil…

Elizabeth Ladera de Díez, por su parte, logra demostrar, con una im-
presionante investigación de archivos, una dinámica sicológica pocas veces
abordada para explicar otras esquinas de la guerra de Independencia en
Venezuela: tras el desmoronamiento moral y material de las amas, ellas se
sostuvieron gracias al apoyo emocional de sus esclavas. Pero la autora va
más allá cuando afirma que la guerra arruinó la economía del territorio,
hasta llevar a la misma indigencia a familias pudientes, donde hubo ca-
sos en que las esclavas auxiliaron el sustento de sus amas. Un caso muy
sugerente que demuestra Ladera de Díez es el de la esclava Juana, tam-
bién nodriza de la patriota y ama Francisca de Ribas y Palacios, a quien
—perseguida por el partido realista— protegió y refugió. Los realistas
prometieron libertad a los esclavos, a cambio de cooperación en el fra-
gor de la guerra. No obstante, las esclavas que estudia la autora optaron
por proteger a sus amas por los subjetivos nexos del tiempo y el afecto.
En ese sentido, este no solo es un capítulo llamativamente original en la
historiografía de la guerra, sino además un texto que muestra cómo la
esclavitud y la mujer atlánticas casi constituyen una pieza cinematográfica
sobre la sicología laberíntica que surge en los momentos más cruentos y
extremos de la humanidad.
Susy Sánchez completa un marco sensible de este libro al abordar el
poder simbólico en la construcción de la patria recientemente hecha repú-
blica. Su búsqueda no fue otra que el cuerpo femenino que la modernidad
francesa había construido con la Marianne durante la Revolución. Sin
embargo, el arquetipo femenino francés no era cónsono con la naciente
república peruana y fue el artista plástico Francisco “Pancho” Fierro quien
se apropió de esta alegoría para volverla afrolimeña. Las acuarelas del artista
lograron una “inscripción sublime” —explica Sánchez— de las afrodes-
cendientes de la otrora capital virreinal. Fierro, a través de sus acuarelas,
mostró el horizonte multiétnico que participó en la historia peruana. Pero
también patentizó otras representaciones sociales de la Lima republicana:
el soldado afrodescendiente, la fiesta, la madre, la familia, los orígenes.

262
Epílogo: la mujer atlántica

Las Mariannes afrolimeñas objetan el relato oficial de la historia del Perú


cuando demuestran, en la temprana posguerra de independencia, que no
todos eran héroes oficiales blancos. En ese sentido, resignifica la heroína
cotidiana afrolimeña y sus acompañantes en la comparsa de la patria.
Beatriz Bragoni nos hace pensar en Jacob Presser, quien en la década
de los años 50 acuñó el término de “egodocumentos”, el análisis socio-
lingüístico de, entre otras tipologías documentales, los epistolarios. Más
tarde Rudolf Dekker rescató este método que, hoy, la autora emplea en su
capítulo para explicar la expatriación, el ostracismo y la emigración que
el rigor de la guerra, la ideología y la política, les impuso a las parejas y
familias en el tránsito de la conflagración patriota rioplatense. El horizonte
del viaje está presente continuamente en una dimensión de escenario, en
el que la autora logra penetrar varios laberintos de poder, burocráticos,
administrativos, así como de la intimidad propia de las representaciones
familiares. Es sugerente también el hecho del exilio que explica dinámi-
cas chilenas en Río de la Plata, como las tertulias criollas de locales, con
anfitrionas de Chile. Una de las autoras de estas cartas, Javiera, lleva al
lector a través de una correspondencia secreta y conspirativa, a comarcas
rurales de Chile, a Santiago, a Buenos Aires y Montevideo. Las autoras
de los epistolarios describieron todo lo anterior, otorgando el sentido y
la funcionalidad de los egodocumentos para la explicación de los otros
niveles del acontecimiento.
En su capítulo, Alberto Angulo Morales e Iker Echeberria Ayllón lle-
varon a cabo una robustísima discusión historiográfica con un sólido
aparato crítico y análisis epistolares para darle forma al rol de la mujer en
el convulso periodo de la ocupación francesa de la península. Es ese tam-
bién el capítulo que termina de darle un perfil atlántico a este libro. Pocas
regiones del imperio español —como dinámica migratoria y transmisión
de ideas y proyectos ilustrados— tuvieron más efectos en las revoluciones
atlánticas que los territorios vascos. La causa del invasor francés en España
tramita el efecto de las independencias en la América española; un hecho
político y militar soluble en lo Atlántico de ambos mundos del mismo
imperio. En ese sentido, comprender los roles de la mujer peninsular es
otro espejo refractario de la mujer criolla. Los autores reconstruyeron los
círculos femeninos vinculados a la Ilustración por medio de la conexión

263
mujeres en las revoluciones

atlántica con la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País y el cole-


gio de las Vizcaínas —el primer instituto laico femenino de la América
hispana—, entre otras tentativas que explican el trinomio de la mujer, la
Ilustración y las revoluciones atlánticas.
Finalmente, Alejandro Cardozo, quien aquí se suscribe, muestra en el
capítulo final de este libro otra cara más de la guerra atlántica en Costa
Firme, donde la vehemencia de la polarización política y militar del con-
flicto obligó la migración forzosa de mujeres que decidieron sus destinos
por seguir leales al rey. A lo largo de varios apartados de este libro, se
observaron dinámicas migratorias de mujeres que decidieron por un ban-
do —especialmente aquellas silenciadas por el relato patriota— y como
sospechosas de infidencia debieron acarrear las consecuencias políticas de
los “perdedores”. Sin embargo, en este acápite de cierre, se logra demos-
trar —gracias a las colecciones documentales analizada— cómo España
acarreó con sus leales súbditas de Costa Firme —la mayoría asentada en
el Puerto Rico todavía español— hasta bien avanzada la década de 1870;
un comportamiento, más que llamativo, entre metrópoli y súbditas de los
antiguos territorios del imperio perdido.

Alejandro Cardozo

264
Epílogo: la mujer atlántica

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265
autores

Sarah C. Chambers
Recibió su doctorado en la Universidad de Wisconsin en 1992 y
es catedrática de historia en la Universidad de Minnesota en los
EE. UU. Ha investigado los temas de la cultura política, el derecho
y el género en Hispanoamérica entre colonia y república. Su traba-
jo en curso se enfoca en las experiencias de los emigrados realistas
españoles e hispanoamericanos durante la época de las revoluciones
atlánticas. Ha publicado dos libros: De súbditos a ciudadanos: honor,
género, y política en Arequipa, 1780-1854 (Penn State, 1999 y Red de
Ciencias Sociales, 2004) y Families in War and Peace: Chile from Colony
to Nation (Duke, 2015), además de muchos artículos y capítulos.
Junto con Sueann Caulfield y Lara Putnam editó el volumen Honor,
Status, and Law in Modern Latin America (Duke, 2005) y con John C.
Chasteen, la colección de fuentes Latin American Independence: An
Anthology of Sources (Hackett, 2010). De 2008 a 2018 fue una de las
editoras de la revista Gender & History.

Scarlett O’Phelan Godoy


Es historiadora y profesora de la Pontificia Universidad Católica
del Perú, doctora por la Universidad de Londres y miembro de
número de la Academia Nacional de la Historia del Perú. En el año
académico 2008-2009 se le otorgó la cátedra Simón Bolívar de la
Universidad de Cambridge. Entre sus últimas publicaciones destacan
el libro Historia social de la minería en el Perú borbónico y la independencia
(2021), los artículos “Bolívar en los laberintos políticos del Perú,
1823-1826” (2021), “El indio en los discursos, debates y proyectos

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políticos de la independencia del Perú” (2021), “La gran rebelión de
Túpac Amaru II y la temprana independencia del Perú: coincidencias,
conexiones, contrastes” (2021) y el capítulo “Sucre en el Perú: entre Riva
Agüero y Torre Tagle” (2021). Recientemente, participó como editora de
Una nueva mirada a las independencias, libro publicado por el fondo editorial
de la Pontificia Universidad Católica del Perú y el Instituto Francés de
Estudios Andinos (2021).

Ana Carolina Ibarra


Es profesora titular de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universi-
dad Nacional Autónoma de México y doctora en Historia por la misma
casa de estudios. En 2018 obtuvo mención honorífica en el XX Premio
Antonio García Cubas, a la mejor obra científica en el ámbito de la an-
tropología y la historia, otorgado por el Instituto Nacional de Antropo-
logía e Historia. Recibió la condecoración Gran Orden “Victoria de la
República”, otorgada por la Secretaría de la Defensa Nacional en 2017.
Recientemente participó en la coordinación de los libros La consumación
de la independencia. Nuevas interpretaciones (homenaje a Carlos Herrejón), edi-
tado por la Universidad Nacional Autónoma de México en 2021 y El
bicentenario de la consumación de la Independencia y la conformación del primer
Constituyente mexicano, editado por la Universidad Nacional Autónoma de
México en 2021. Junto con Scarlet t O´Phelan, en 2019, coordinó el libro
Territorialidad y poder regional de las Intendencias en las independencias
de México y Perú, editado por el Fondo Editorial del Congreso del Perú.

Elizabeth Ladera de Díez


Es magíster en Historia (Universidad Santa María, Caracas) y doc-
toranda de la Universidad Central de Venezuela. Por más de 30 años ha
coordinado e integrado equipos de trabajo de investigación documental
en archivos venezolanos y españoles, sobre la historia económica y social
del periodo colonial, en particular de los siglos XVII y XVIII. Es experta
en el manejo de la paleografía, en la recopilación, el procesamiento, la
interpretación y construcción de bases de datos. Entre sus trabajos desta-
ca la tesis de maestría Contribución al estudio de la aristocracia territorial” en
Venezuela colonial: la familia Xerez de Aristeguieta, siglo XVIII, publicada por
la Academia Nacional de la Historia (Caracas, 1991). Junto con Magnus

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Mörner es coautora de El hombre y el medio ambiente en Ocumare de la Costa
y sus contornos a través del tiempo, publicado por el Instituto de Estudios
Latinoamericanos de la Universidad de Estocolmo (1996). Entre otros
trabajos, en 2019, publicó el artículo “Evangelización y segregación étnica
en la sociedad del cacao. Las capellanías y las cofradías para negros esclavos
en la costa de la mar abajo, provincia de Venezuela, 1647-1723” en la re-
vista Presente y Pasado. Revista de Historia de la Universidad de Los Andes.

Susy Sánchez
Es doctora en Historia por la Universidad de Notre Dame, Indiana, Esta-
dos Unidos. Ha investigado y publicado sobre políticas conmemorativas en
los Andes y Centroamérica durante los siglos XIX y XX, así como sobre
la experiencia sensorial y emocional en contextos de desastre y la guerra
de Independencia. Es miembro del Instituto Riva Agüero de la Pontificia
Universidad Católica del Perú (PUCP), donde integra el grupo de in-
vestigación “Inmigración europea y asiática al Perú, siglos XVIII-XIX.”
Actualmente, investiga sobre la memoria afrodescendiente y la visualiza-
ción de cuerpos sublimes en las acuarelas de Francisco “Pancho” Fierro
(1808-1879). Ha participado recientemente en conferencias del Museo
de América de Madrid y del Instituto Riva Agüero.

Beatriz Bragoni
Es doctora en Historia por la Universidad de Buenos Aires, profesora
titular de la Universidad Nacional de Cuyo, investigadora principal y
directora del Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales del
Centro Científico y Tecnológico (CONICET) en Mendoza y académica
de número de la Academia Nacional de la Historia (RA). Realizó estudios
posdoctorales en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de Pa-
rís. Ha publicado artículos en revistas especializadas y capítulos de libros
editados en Argentina, Chile, Francia, España, México, Perú, Colombia
y Brasil. Es autora, entre otros libros, de Los hijos de la revolución. Familia,
negocios y poder en Mendoza en el siglo XIX (1999), por el que recibió el
Premio Academia Nacional de la Historia (obra édita 1999-2002) y el
Premio de Ensayo Juan Draghi Lucero (Taurus/ Diario Uno, 1999); San
Martín. De soldado del Rey a héroe de la Nación (2010); José Miguel Carrera.
Un revolucionario chileno en el Río de la Plata (Edhasa, 2012), y San Martín.
Una biografía política del Libertador (Edhasa 2019).

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Alberto Angulo Morales
Es doctor por la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea
(1995) y, desde 2004, profesor titular de Historia Moderna en la misma
casa de estudios. Es miembro del grupo de investigación País Vasco, Eu-
ropa y América:Vínculos y Relaciones Atlánticas y especialista en historia
del contrabando, de las aduanas y comercio, presentación institucional y
diplomática e historia de las mujeres en la Edad Moderna.

Iker Echeberria Ayllón


Es doctor en Historia Moderna por la Universidad del País Vasco/Euskal
Herriko Unibertsitatea y especialista en la historia de las mujeres vascas a
lo largo del siglo XVIII. Entre sus publicaciones destaca el libro La plata
embustera. Emociones y divorcio en la Guipúzcoa del siglo XVIII (2017, UPV/
EHU). En la actualidad, es investigador posdoctoral del Gobierno Vasco en
el Center for Basque Studies de la Universidad de Nevada en Reno.

Alejandro Cardozo
Es profesor de la Universidad Sergio Arboleda. Historiador y politólogo
de la Universidad de Los Andes (Mérida,Venezuela). Magíster en Historia
del Mundo Atlántico: Poder, Cultura y Sociedad y doctor en Historia por
la Universidad Euskal Herriko Unibertsitatea (España). Obtuvo mención
honorífica del Premio Nacional de Historia “Francisco González Guinán”
(2017). Es autor de los libros Los Mantuanos en la Corte española. Una rela-
ción cisatlántica (1783-1825), editado por la Universidad del País Vasco en
2013; Simón Bolivarren urte ezezaguna. Bilbo 1801-1802, publicado por el
Museo Simón Bolívar (Vizcaya) en 2010, y Simón Bolívar: el hombre antes del
héroe, publicado en Vitoria-Gasteiz por el Gobierno Vasco y Nuevos Aires
(2011). Entre algunos artículos y capítulos publicados destacan “La llegada
de Rusia a Latinoamérica en el siglo XXI”, en Foreign Affairs Latinoamérica
(2022); “Pedro de Berástegui: la química, el tabaco y la contrainsurgencia
al servicio de las reformas borbónicas en la provincia de Venezuela (1779-
1784)” en Anuario de Estudios Americanos (2021); “Antonio Spinetti Dini,
un poeta cisatlántico” en Tintas. Quaderni di letterature iberiche e iberoameri-
cane (2021), y “Latin America and the Great Cold War Strategy” en A New
Struggle for Independence in Modern Latin America, editado por Routledge,
Nueva York (2021, en coautoría con Luis Ricardo Dávila).

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