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LECTURA 2

“APRENDER A SER COMPETENTES: NUEVO


DESAFÍO DE LA EDUCACIÓN BÁSICA.”
Luis Guerrero Ortiz
Aprender a ser competentes: Nuevo
desafío de la educación
Fuente: Guerrero Ortiz, L. (1999) Aprender a ser competentes: Nuevo desafío de la educación básica.
En Tarea Nº 43.

Cuando se habla de un cambio de paradigma educativo, que transita de la enseñanza al


aprendizaje, del protagonismo del docente al protagonismo de los estudiantes, del discurso
a la acción, de la uniformidad a la diferenciación personal, quizá la piedra de choque de
este difícil proceso sea la noción de competencia. Ya que un nuevo paradigma educativo,
en sus currículos nuevos, no propone nuevos aprendizajes sino un nuevo tipo de
aprendizaje, y la noción de competencia es la que marca la diferencia con el paradigma
anterior. Es que la competencia, entendida como una habilidad global o metahabilidad, no
se aprende del mismo modo que un dato.

Sin embargo, hay confusión. No hay un consenso claro entre docentes y especialistas
respecto del sentido que queremos otorgarle a esta noción y, junto a ella, a la
direccionalidad de los cambios que esto supone.

Subsiste una ambigüedad: hay desarrollos teóricos y metodológicos comprensiblemente


inconclusos, muchos enfrascan el debate en parámetros académicos, tecnicistas y
formales, alejándonos de la preocupación que de alguna manera dio origen a todo este
movimiento de cambio educativo mundial, la inocultable evidencia de la inutilidad de los
aprendizajes ofrecidos por el sistema respecto de las demandas y desafíos del mundo
actual y de la evolución del paradigma científico.

Es en este contexto que se proponen las siguientes reflexiones provisionales:

¿QUÉ ES UNA COMPETENCIA?

Desde la semántica castellana, el diccionario de la lengua propone algunos sinónimos


que parecen interesantes:
- idoneidad - facultad
- aptitud - talento
- suficiencia - destreza
- capacidad - disposición
- habilidad - arte
- pericia - maña
Desde el sentido común, por coincidencia, se acostumbra designar a una persona como
competente, sea cual fuere el oficio que realice… porque se desempeña eficientemente en
su campo. Es decir, porque hace bien lo que hace. A esa clase de personas se suele llamar
“competente” o incluso se la califica de “inteligente”.

Desde la psicología, la neuropsiquiatría y la biología, la inteligencia ha sido definida como


capacidad de resolver problemas (Gardner), como acción transformadora sobre el
medio (Piaget) o como consensualidad (Maturana), es decir, como capacidad para
interactuar con el entorno de manera armónica y eficiente.

Desde la tecnología educativa, según Ordóñez, los currículos orientados al desarrollo de


competencias emergen para hacer de la educación un servicio más pertinente a las
demandas sociales (“saber qué” versus “saber cómo”), capaz de ofrecer a los estudiantes
aprendizajes útiles, histórica y socialmente significativos, que los habiliten para operar con
eficacia en el contexto específico de las dificultades y los retos propios de la época y del
país.

DEFINICIÓN:

Es en este marco que se puede definir la competencia como una capacidad de acción e
interacción sobre el medio, natural, físico y social. Una capacidad de acción e
interacción eficaz y eficiente:

- En el enfrentamiento y la solución de problemas.


- En la realización de las propias metas.
- En la creación de productos pertinentes a necesidades sociales.
- En la generación de consensos.

Se cree, asimismo, que los dos últimos sentidos de esta así llamada “capacidad de acción
e interacción”, especifican a los dos primeros: se buscan personas capaces de resolver
problemas y concretar metas, pero no de cualquier manera ni a cualquier costo, sino con
pertinencia a la diversidad social y cultural; no imponiendo, sino respetando e
incorporando con amplitud, intereses y perspectivas distintas.

Por eso se considera una buena síntesis, rindiendo homenaje al término propuesto por la
Comisión Delors de la Unesco, el definirla como un saber hacer. Un saber hacer en el
sentido de un saber actuar e interactuar, de un saber cómo antes que de un saber qué.
Pero además, como un saber hacer con calidad técnica y con calidad ética; eficiente y al
mismo tiempo respetuoso; creativo, pero al mismo tiempo constructivo. Un saber hacer
eficaz, que contribuya al crecimiento personal y también al fortalecimiento de la
convivencia.
En ese sentido, una habilidad cognitiva, por ejemplo, a pesar de ser importante para el
enriquecimiento de un saber hacer, no se confunde con la competencia. Las
habilidades perceptivas, discriminativas, deductivas o críticas, en sí mismas, pueden ser
usadas para cualquier propósito. Es mejor aprenderlas en función de fortalecer una manera
de actuar eficaz y a la vez cooperativa, transformadora, pertinente a las necesidades y
desafíos que se tiene como colectivo social en este momento de la historia común. A ese
tipo de desempeños se le llama competencia.

¿CURRÍCULO POR OBJETIVOS O CURRÍCULO POR COMPETENCIAS?

Un objetivo puede ser definido según la semántica castellana como:


- un propósito.
- una aspiración.
- una meta.

O puede definirse, según la tecnología educativa, como actitudes, destrezas y


conocimientos a enseñar a los estudiantes.

El término currículo por objetivos está en esta segunda acepción. Es decir, hablamos
de un currículo que propone indistintamente que los estudiantes logren aprendizajes
actitudinales, cognitivos, motores y conceptuales.

Un currículo por objetivos, no necesariamente está centrado en el docente, puede también


formular objetivos pedagógicos en términos de logros a alcanzar por el estudiante, en
lugar de tareas a realizar por el docente. Un cambio en la sintaxis... y listo para ser usado
en una perspectiva “constructivista”. Y, como según varios autores las competencias
pueden ser conceptuales, actitudinales o procedimentales indistintamente, se puede caer en
el error de denominar “competencia” a un objetivo cognitivo o actitudinal.

Finalmente, un currículo por objetivos, en el contexto de la cultura y la tradición


enciclopedista que distingue y que pondera el “saber” en sí mismo como señal de
sabiduría, va a proponer el aprendizaje como una experiencia básicamente discursiva;
o, en el mejor de los casos, va a enfatizar la capacidad de comprender, explicar,
identificar, diferenciar, interrelacionar, enumerar, categorizar, en la perspectiva del
desarrollo cognitivo del estudiante.

Un currículo por competencias, en cambio, busca desarrollar en el estudiante,


capacidades para hacer frente a toda clase de circunstancias y resolver problemas con
eficacia, en el contexto de su crecimiento personal y relacional-social. Busca ser pertinente
con nuestros desafíos históricos y no reducirse a contenidos universales, válidos en
cualquier tiempo, lugar y contexto cultural.
Por eso, un currículo por competencias no propone aprendizajes fragmentarios,
actitudes, destrezas y conocimientos aislados que se suman sin articularse entre sí. Todo lo
contrario: propone habilidades globales, que integran de un modo peculiar destrezas,
actitudes y conocimientos, pero sin reducirse a estas.

Un currículo por competencias busca enriquecer un saber hacer. Por tanto, coloca a los
estudiantes en situación de hacer. Le interesa que desarrollen y usen un conjunto de
destrezas mentales y operativas pero en función de obtener un resultado. Que interpreten
información pero para emplearla, y que adopten determinadas actitudes en función de
resolver una situación. Que reflexionen su proceso y se apropien conscientemente de las
capacidades desplegadas, en tanto comprueben que les sirven para mejorar su capacidad
de interacción con el medio.

¿CÓMO SE RELACIONAN LOS CONTENIDOS PROCEDIMENTALES,


CONCEPTUALES Y ACTITUDINALES?

Es necesario tener cuidado con denominar “contenidos” a los procedimientos, conceptos y


actitudes, pues el significado del término lleva inevitablemente a reducir estas tres
variables a la categoría “información”. Y, siendo así, llevan a suponer que pueden
aprenderse por “transmisión” y a restringirlos a su dimensión lógica y discursiva. Esto
es lo que está sucediendo en los hechos; hasta las competencias del área personal social,
de inocultable naturaleza interaccional, son convertidas en contenidos temáticos.

Se puede apostar más bien por una definición más holística de la noción de competencia,
ya que el dominio hábil de conceptos, siendo necesario, no es una competencia. El
dominio hábil de un procedimiento, tampoco. La demostración de consistencia en un
conjunto de actitudes, por importantes que sean, menos. Vistos así, están fragmentados,
son entidades separadas y diferenciables en el modo de aprender y de evaluarse. Los
tres aspectos constituyen aspectos perceptualmente distinguibles en el desempeño
competente de una persona, pero por ser elementos vinculados dentro de un sistema
particular de actuación, definirlos en lista o por separado no equivale a definir la
competencia observada.

Diera la impresión de que basta tener un buen dominio en estas tres parcelas, para recibir
automáticamente la cédula que nos acredita como personas competentes. La suma de las
partes de un teléfono da el teléfono, no importa si juntadas en una bolsa, con tal de que no
falte ninguna y que cada una sea de estupenda calidad.

Se trata más bien de comprender, que tanto en el proceso de aprender a actuar


competentemente en un campo determinado, como en el mismo desempeño finalmente
logrado, nociones, actitudes y procesos interactúan de una manera específica,
integrándose de modo progresivamente más óptimo.
Lo que ha llevado a esta fragmentación es haber colocado como foco o referente del
análisis “la competencia como concepto” y no la acción competente de la persona; o el
haberse quedado en una lectura descriptiva y lineal del desempeño esperado, sin ensayar
una síntesis en una perspectiva más relacional. Así, la distinción y enumeración de
conceptos, actitudes y procedimientos no dice nada respecto de cómo una persona
competente hace una combinación hábil de estas tres capacidades ni de cuántas otras
formas podrían ser relacionadas por una persona aún más competente, menos
competente o incompetente a secas.

Por otro lado, si se trata de distinguir aspectos de una competencia cuya formulación busca
expresar nítidamente una forma competente de actuar, aquí está faltando algo. En la
radiografía de todo hacer competente se puede encontrar siempre un cierto manejo de
información o de nociones (no necesariamente dominio de conceptos en sentido estricto),
un cierto manejo de procedimientos; y por supuesto, determinadas actitudes.

Pero falta un cuarto elemento, tan decisivo como las actitudes mismas: niveles
metacognitivos básicos, es decir, un dominio elemental de ciertos procesos mentales
(creatividad, flexibilidad, transferencia, deducción, inducción, etcétera) necesario para
correlacionar los tres aspectos anteriores con pertinencia a las circunstancias y a las
propias posibilidades individuales. Si no se demuestra capacidad para hacer una
evaluación crítica, imaginativa y flexible de la situación en la que se tiene que actuar
¿cómo discernir qué información me es más útil; qué procedimientos debo usar,
combinar, crear o recrear; qué actitud me conviene más adoptar?

Pero todas estas cuestiones solo se hacen visibles cuando el foco de la atención se
desplaza a la vida, no a la teoría. Son numerosos y notables los investigadores que, frente
a preguntas similares, eligieron ese fecundo camino. Gardner estudia la inteligencia
humana observando el desempeño de las personas talentosas. Piaget observa a sus hijos.
Antes, Darwin había hecho lo mismo con los suyos. Senge y Goleman distinguen
factores de eficiencia del trabajo en equipo… que surgen de observar cómo interactúan
equipos altamente competitivos en la vida real.

Watzlawick quiere proponer un procedimiento eficaz para resolver dificultades en la


relación humana… y empieza a observar cómo gente común y corriente enfrenta con éxito
sus problemas de la vida diaria.

En esa perspectiva es que se plantea atender cómo el estudiante que está exhibiendo
habilidad en la solución de una situación, interrelaciona de manera reflexiva y
flexible nociones, procedimientos y actitudes. Observar estudiantes en acción aporta varios
datos interesantes:
a) Las actitudes encabezan el proceso de aprendizaje. Si asumimos la actitud
como postura o disposición básicamente afectiva para comportarse de una manera
determinada, vamos a diferenciar tres tipos de actitudes:

Disposiciones para aprender. Los estudiantes, como cualquier persona, se


comprometen con un proceso de aprendizaje solo si se sienten emocionalmente
involucrados, si refleja sus necesidades y expectativas más genuinas. Entonces,
muestran disposición para acercarse, explorar, interrogarse, comparar, ensayar,
intercambiar. El conflicto cognitivo y la necesidad de resolverlo a través de la acción
transformadora (Piaget) solo es posible cuando el aprendizaje, la situación y el agente
intermediador logran con los sujetos que aprenden un acoplamiento estructural de tipo
emocional (Maturana) y de tipo cognitivo (Ausubel)

Disposiciones para aprender eficientemente. Una vez embarcados en el proceso de


aprender, los estudiantes y toda persona en general requieren mostrar y consolidar ciertas
disposiciones subjetivas características de toda situación asumida como desafío:
perseverancia, tenacidad, tolerancia al fracaso, flexibilidad o control de los impulsos, Es
decir, el interés no basta. Para sostener con éxito la participación al interior del proceso se
hace necesario desplegar, complementariamente, otras actitudes.

Disposiciones para desempeñarse bien en un campo. Pero el desempeño eficiente en un


campo específico depende también de ciertas disposiciones afectivas, coherentes con la
naturaleza misma de lo que se aprende: ciencias naturales, historia, música o matemática.

Más allá de la implicación subjetiva en una experiencia de aprendizaje, el desempeño


óptimo en un ámbito, requiere una disposición especial que lleva al estudiante a buscar
nuevas oportunidades y mayores retos en ese campo en particular.

b) Los procedimientos son el eje desencadenante. Definido el interés por el objeto,


material o simbólico, las personas se aproximan a él para explorarlo. Si se sienten
retadas, se lanzan a probar una u otra respuesta. El ensayo-error en la búsqueda de
soluciones a los problemas es característico del método científico. Es desde la exploración
de los procedimientos que surge la interrogación, las hipótesis y el pronóstico, la
necesidad de nuevos datos, la búsqueda y el acopio de mayor información.

Naturalmente, aquí hay actividad mental, información previa espontáneamente


asociada.

Pero el foco está “en las manos”. Cuando los estudiantes se colocan en situación de
responder a un problema que les interesa y los reta, puede haber reflexión previa o
acuerdo previo respecto a un plan para abordarlo, pero saben que el ensayo de
respuesta es el momento crucial, el que puede disminuir o aumentar el interés,
fortalecerlos en la confianza o desalentarlos, confirmar o cuestionar sus suposiciones,
agregar nuevas preguntas, despertar otras necesidades, lanzarlos a la búsqueda de mayor
información.

Es en el proceso de aplicar y ensayar procedimientos para resolver un problema que,


además, se fortalecen o se forman las actitudes. La disposición afectiva para aprender y
para hacerlo de manera eficiente, se nutre, se enriquece y se fortalece fundamentalmente
en las interacciones entre estudiantes, y con la tarea al interior del proceso de su hacer.

c) La información emerge como necesidad del proceso. Puede ser sumamente fácil
comprobar cómo es que las personas en general, y los estudiantes en particular, que se
encuentran en trance de enfrentar un problema cualquiera, requieren apenas de un monto
básico de información antes de empezar a operar. Es durante el proceso que empiezan a
aparecer de un modo más claro nuevas necesidades de información. Es esta curiosidad,
que brota de la propia experiencia y reflexión del sujeto, la que le lleva espontáneamente
a la exploración de diversas fuentes.

Naturalmente, el docente como mediador del proceso de aprendizaje, colabora con los
estudiantes, en el centrar estas necesidades, estimulando la percepción de otras demandas,
orientando su investigación y luego ayudando a discernir y organizar sus resultados o
incluso a profundizarlos y a complementarlos con sus propios conocimientos. Pero el
“hambre de saber” solo surge de la experiencia de enfrentar el problema.

El manejo de información puede incluir, ciertamente, el dominio específico de


determinados conceptos esenciales; pero también la identificación de hechos o
experiencias, lugares, circunstancias, personas, mensajes, relatos e incluso procedimientos
o actitudes mismas. Pero en todos los casos, solo representa información relevante y
significativa para los estudiantes, en la medida que brote de sus necesidades internas y de
sus experiencias directas.

DEFINIR LA COMPETENCIA COMO “SABER HACER” ¿ES CONDUCTISMO?

Algunos interpretan que la definición del concepto de competencia como saber hacer es
una opción conductista, pues suponen que se parte de la clásica concepción del
aprendizaje como cambio de conducta observable.
Pues nada hay más distante de la epistemología mecanicista y lineal en que se ha
sustentado la pedagogía hasta la actualidad, que una noción de competencia definida como
saber hacer-saber actuar, inspirada más bien en una teoría del conocimiento relacional y
dinámica. Se sabe que en el anterior enfoque curricular, los aprendizajes terminales podían
traducirse en pequeñas conductas observables, susceptibles de chequearse con una simple
lista de cotejo. Por ejemplo:

- Instala un sistema operativo.


- Enumera y describe dos tipos de hormonas.
- Explica la lluvia relacionándola con sus causas.
- Define con claridad y precisión “sistema”.

La reducción de los aprendizajes básicos a estos pequeños desempeños conductuales


observables -que bajo la perspectiva de Gagné podían ser de naturaleza cognitiva, motora
o actitudinal- llevó a la fragmentación del proceso educativo.

Todo se circunscribía a que los estudiantes sumaran estos minúsculos desempeños,


fácilmente cotejables y por tanto “evaluables”. Así éstos, se dieron cuenta, de que
mostrar esas conductas al ser evaluados era su pasaporte al éxito o la tranquilidad. No
importaba si las sentían valiosas para sí o si tenían algún impacto real en su vida. Por eso,
muchos aprendizajes representaban un simple “cambio externo” condicionado desde
afuera y, por lo mismo, descartable.

Calificar de conductista a todo aprendizaje formulado en términos de una capacidad de


hacer o actuar, es sostener que cualquier desempeño eficaz, aun si se trata de un desempeño
complejo y global, por el hecho de ser “observable con facilidad”, representa un “cambió
externo” amenazado de atomización y simplificación.
Una competencia formulada en términos de un saber hacer, por ejemplo la “capacidad de
integrarse a su grupo familiar, académico, y social, conservando su propia identidad,
respetando y haciéndose respetar”, ¿es sospechosa de conductismo? ¿Podemos decir que
un estudiante que muestra una conducta hábil en la integración a su grupo familiar, la ha
adoptado por condicionamiento externo... solo porque es fácil observar que no subordina
su identidad a la identidad materna y que sabe hacerse respetar?

Esto nos lleva a discutir cuestiones más de fondo. Por ejemplo, la autoestima, la
conciencia de la propia dignidad, el amor por la vida, el sentido de ciudadanía ¿son
irreconocibles por un observador externo? ¿Es acaso imposible notar en una persona un
mayor o menor grado de autoestima? ¿El amor por otras formas de vida es una disposición
tan “interna” que resultaría ilusorio pretender advertirlo desde “afuera”?
¿La postura ciudadana es solo un sentimiento personal indescifrable o puede expresarse en
formas notorias de actuar?
Es verdad que no todos los aprendizajes son necesariamente obvios para el observador
externo, pero -y esta es una antigua certeza que se sustenta en la biología, desde Bateson
hasta Maturana, pasando por Piaget- TODO APRENDIZAJE ES UNA FORMA DE
CAMBIO. Hasta los organismos unicelulares, en las continuas interacciones con su
medio, demuestran aprendizaje cuando modifican sus pautas de relación e intercambio con
el entorno. Los seres humanos somos esencialmente relacionales. Todo cambio interno
se refleja inevitablemente en la dinámica de interacción con otros.

Si bien es cierto que todo cambio conductual no necesariamente expresa un cambio


estructural en la persona, también es cierto que toda genuina transformación, por más leve
que fuese, de las estructuras internas, se expresa siempre en un cambio en su patrón de
relación o, como dirían los cognitivos, en sus “esquemas de acción”. A menos que se esté
hablando de aprendizajes formales, que no modifican a nadie ni interna ni externamente.

Hasta un niño que, llevado por su curiosidad, amplía el horizonte de su información sobre
los dinosaurios, modifica su pauta de relación con el mundo animal. Al menos con el
segmento cuya ontogenia encierra la mayor cantidad de enigmas asociados a la evolución.
Lo vuelve más observador, más acucioso, mejor, dispuesto a dejarse fascinar por la vida,
a, hacerse preguntas sobre el futuro. Este cambio en su disposición afectiva se traducirá,
entonces, en conductas exploratorias e interrogativas. No lo va a dejar quieto. Cosa muy
distinta si acaso su pesquisa le ha sido impuesta desde afuera y se ha visto presionado a
acumular datos sobre temas ajenos a sus intereses. Solo esa clase de “aprendizajes” no
generan cambio.

No se puede olvidar que se está buscando calificar la práctica social y ciudadana de las
nuevas generaciones. Alimentar su capacidad para hacerse a sí mismas y para convivir
con otros, aun en medio de las circunstancias más difíciles.
Pero no esas son afirmaciones novedosas. Esto es tan viejo como la educación
misma. La misma antropología sabe que en todas las culturas del planeta, el sentido de las
prácticas de socialización ha sido siempre habilitar a las personas para actuar de manera
pertinente y productiva al interior de su medio.

Se busca rescatar la dimensión personal de un enfoque sospechoso de tecnicismo,


utilitarismo e inmediatismo. Se teme que el concepto “saber hacer” se reduzca a un
conjunto de pequeñas destrezas observables y cuantificables, mecánicamente aprendidas
y excluyentes de toda dimensión ética o actitudinal.

Pero no se está defendiendo esa posición. El saber ser, es decir, el saber afirmar y
fortalecer la propia identidad con autenticidad y autoconfianza, puede ser observado desde
afuera y eso no lo transforma en conductista. De lo contrario, todas las
competencias referidas a la identidad –eje central del área personal social y del
currículo- no podrían evaluarse.

Esta discusión es muy antigua. Ya Sócrates, trescientos años antes de Cristo, sostenía que
la virtud debía tener manifestaciones visibles en el espacio ciudadano y en el ámbito
privado. Es decir, debía reflejarse en la vida. Cristo mismo sostenía con énfasis que la
gente será reconocida por lo que hace.

El “saber hacer” que se espera lograr en los estudiantes no se reduce a un manejo hábil
de procedimientos. Constituye una conducta reveladora de una determinada calidad
personal y social. Un saber hacer eficaz y, al mismo tiempo, ético. Útil, pero también
edificante. La noción no es un Caballo de Troya. Es, en el mejor sentido del término,
sinérgica. La dimensión personal y axiológica no está excluida, lo que no le impide afirmar
un eje, que es, siguiendo a Gardner y Maturana, la capacidad de enfrentar y resolver
problemas demostrando consensualidad. Tal es el hacer inteligente que se alude.

Claro, este enfoque es “desestabilizador” no solo de la práctica pedagógica vigente,


fuertemente centrada en el aprendizaje de conocimientos, sino también de ciertas
interpretaciones estructuralistas formales del constructivismo. De adoptarse, las cosas
no quedan igual.

CONTRAPONER CONTENIDOS CON COMPETENCIAS, ¿DESACREDITA EL


VALOR DEL SABER CONCEPTUAL?

Hay quienes, creyendo honestamente que la virtud está siempre en el medio, sostienen que
el aprendizaje de competencias no debe contraponerse a la adquisición de conocimientos,
pues ambos son igualmente importantes. Y tienen razón, no se trata de subvalorar el
necesario manejo de información o la propia capacidad de conceptualización por parte de
los estudiantes. Se trata simplemente de seleccionar mejor este tipo de aprendizajes (la
cantidad no será más sinónimo de calidad) y de colocarlos en perspectiva.

No está mal saber mucha historia, gramática, geografía o ciencia. Mal, en el sentido de
perverso, ruin o infame, por supuesto que no. Más bien saber todo esto y más puede
resultar sencillamente inútil, sobre todo si no se sabe, simultáneamente, emplear este
saber para crecer como persona, para convivir en el respeto a lo diferente, para hacer
frente a los problemas de hoy y a los que, se avizoran para el futuro inmediato, con
eficacia y con sentido ético. Si no ayuda a eso, es inútil.

Tantos conocimientos registrados en el hardware de los estudiantes no van a hacer daño a


nadie, claro está; pero sin software no van a servir de mucho.
Este es un tema crítico en el debate contemporáneo. El paradigma de las ciencias puras
quedó atrás. No se ha llegado por una arbitrariedad del azar a la era de la tecnociencia,
es decir, al consenso universal de que el conocimiento es un bien que se usa para hacer
mejor la vida de las personas. ¿Se puede acaso olvidar la exigencia de cambio de sentido de
la educación planteada por los sobrevivientes de los campos de concentración de la
Alemania nazi, cuando alertaban cómo es que “gente educada”, profesionales de primer
nivel (como Mengele) habían usado sus conocimientos para asesinar, mutilar y destruir?
Sabían mucho, en efecto, pero su educación no los preparó simultáneamente para hacer
uso de ese conocimiento en favor de la vida.

El saber por el saber como modelo para la educación es francamente indefendible. Y se


debe ser enfático al deslindar con él, porque todavía en la cultura, en los medios de
comunicación, en el sentido común de las personas, en sectores del propio
magisterio, se rinde culto al conocimiento en sí mismo. Es un viejo consenso, que
interfiere los esfuerzos de cambio en el sistema educativo.

No se puede ser ambiguo en esto. No se puede conceder un currículo mixto en los


hechos, que estimule ciertas competencias pero, a la vez, exija saber por saber los
mismos contenidos de siempre.

BIBLIOGRAFÍA

Guerrero Ortiz, L. (1999) Aprender a ser competentes: Nuevo desafío de la educación


básica. En Tarea Nº 43.

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