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LA IMPORTANCIA DE LA VERDADERA CONEXIÓN

Barbara FREDRICKSON1
Love 2.0. Finding Happiness and Health in Moments of Connection
USA, Hudson Street press, 2013
Fragmento: “True Connection Matters”

El segundo prerrequisito del amor es la conexión, una verdadera conexión sensorial y


temporal con otro ser vivo. No dudamos el intentar “mantenernos conectados” cuando la
distancia física nos mantiene separados de nuestros seres queridos. Usamos el teléfono, el
correo electrónico y cada vez más Facebook o los mensajes de texto y es importante que lo
hagamos. Sin embargo, nuestro cuerpo, esculpido por la selección natural a lo largo de
miles de años, no fue diseñado para las abstracciones del amor a larga distancia: los XOXO
“besos y abrazos” o LOL “qué chistoso”. Nuestro cuerpo siente la necesidad de algo más,
tiene sed de momentos de unidad.
Los sentimientos de unidad surgen cuando dos o más personas “se sinergizan” y
literalmente actúan como una sola, latiendo veladamente al unísono. Nos sincronizamos de
esa manera con un extraño al igual que con un compañero de toda la vida. Cuando una
resonancia de positividad se mueve entre nosotros y otra persona, por ejemplo, ambos
comenzamos a reflejar las posturas y los gestos del otro, e incluso terminamos las frases
que el otro empezaba a decir. Nos sentimos unidos, conectados, como un bloque
indivisible. Cuando resonamos con otra persona en particular, incluso si acabamos de
conocerla, los dos nos hallamos literalmente en la misma longitud de onda, biológicamente
hablando. Al mismo tiempo, se desarrolla una sintonía en nuestro interior a medida que
nuestras respuestas fisiológicas, tanto en el cuerpo como en el cerebro, se reflejan entre sí.
La verdadera conexión es uno de los prerrequisitos básicos del amor, la razón esencial
que explica por qué el amor es incondicional y requiere de un posicionamiento
determinado. La verdadera conexión no es abstracta y no necesita de intermediación; es
física y se desarrolla en tiempo real. Es necesaria una copresencia sensorial y temporal de
los cuerpos. De acuerdo con los científicos, el principal modo de conexión sensorial es el

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Distinguida profesora de psicología de la universidad de Carolina del Norte Chapel Hill, Barbara
Fredrickson (PhD) es una psicóloga social que incorpora la neurociencia en sus estudios de emociones
humanas como el amor.

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contacto visual. Otras formas de contacto sensorial en tiempo real—a través del tacto,
la voz o las posturas y gestos corporales— sin duda también conectan a las personas y
a veces pueden sustituir al contacto visual. Sin embargo, el contacto visual puede ser el
desencadenante más potente para la conexión y la unidad.
Una sonrisa, más que cualquier otra expresión emocional, aparece y atrae nuestra
atención. Eso también es bueno, porque una sonrisa puede significar muchas cosas
distintas. Por ejemplo, ¿por qué la nueva compañera de trabajo nos sonríe de repente?
¿Está siendo sincera o presumida? ¿Amigable o egocéntrica? ¿Cariñosa o simplemente
cortés? Tomando en cuenta que Paul Ekman, el científico líder mundial en expresiones
faciales humanas, estima que los seres humanos utilizan regularmente unos cincuenta
tipos diferentes de sonrisas, es más que comprensible que toda sonrisa parezca
ambigua. Además, las diferencias entre los distintos tipos de sonrisas pueden ser
sutiles: una sonrisa amistosa, una sonrisa placentera, una sonrisa dominante, incluso
una sonrisa falsa. Mientras que científicos como Ekman utilizan el razonamiento
deliberado y formal para detectar esas sutiles diferencias en videos grabados en cámara
lenta, la mayoría de nosotros, que no hemos sido entrenados especialmente para
descubrir qué insinúa realmente nuestra compañera de trabajo con su sonrisa,
escuchamos nuestras corazonadas.
Sin embargo, esas corazonadas pueden llegar a ser una poderosa fuente de
intuición y sabiduría si sabemos leerlas. Es evidente que el contacto visual es crucial.
Las nuevas evidencias científicas sugieren que si no hacemos contacto visual directo
con nuestra compañera de trabajo, estaremos en clara desventaja cuando intentemos
averiguar qué es lo que realmente siente o quiere decir.
El contacto visual es la clave que revela la sabiduría de nuestras intuiciones
porque cuando nos encontramos con la mirada sonriente de nuestra compañera de
trabajo, su sonrisa desencadena una actividad dentro de nuestro propio circuito
cerebral que nos permite simular, dentro de nuestro propio cerebro, rostro y cuerpo, las
emociones que observamos. Mediante esta simulación rápida e inconsciente, sabremos
más acerca del sentimiento que hay detrás de su sonrisa. Tener acceso a este
sentimiento, esta información que brota dentro de nosotros, nos hace más sabios. Nos
volvemos más precisos, por ejemplo, al discernir lo que significa su sonrisa

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inesperada. Estamos en sintonía, no nos dejamos engañar por la primera impresión;
captamos intuitivamente sus intenciones. Ella no estaba siendo amistosa después de todo, se
estaba burlando. No estaba buscando conectar sino satisfacerse a sí misma. No hace falta
ser un cínico para reconocer que no todas las sonrisas son invitaciones sinceras a la
conexión. Algunas sonrisas pueden incluso ser alarde de abuso o de control sobre otros. Así
como confiamos en nuestros sentidos para distinguir los alimentos comestibles de aquellos
que están en descomposición, también confiamos en ellos para ayudarnos a distinguir si
alguien nos invita de manera honesta o no a tener una conexión.
Una vez que hayamos hecho contacto visual, las conclusiones, conscientes o no, que
hayamos sacado sobre la sonrisa de nuestra compañera de trabajo le mandan información a
nuestro instinto y nos permiten hacer el próximo movimiento. Sin contacto visual, es muy
fácil caer en malentendidos, corazones rotos y abusos porque es posible juzgar de manera
exagerada la cordialidad de las otras personas. Y desaprovechar muchas oportunidades de
establecer una conexión significativa. El contacto visual nos ayuda a detectar los gestos
afectuosos que son sinceros de entre un mar de sonrisas simplemente educadas o
decididamente manipuladoras. Por tanto, el amor no es ciego.
Abundan los momentos de positividad que aparentemente compartimos. Nosotros y los
que nos rodean, podemos estar inmersos en una forma de positividad, pero no estar
verdaderamente conectados. Todos los que estamos en la sala de un cine, por ejemplo,
compartimos la positividad que emite la pantalla; o alguno de nosotros puede estar
fascinado, igual que la persona que se encuentra a nuestro lado en la sala de conferencias,
con las ideas que escuchamos; o podemos disfrutar junto con nuestros familiares de la
misma comedia televisiva. Sin embargo, sin contacto visual, tacto, risa u otra forma de
sincronía conductual, esos momentos son similares a lo que los psicólogos evolutivos
llaman juego paralelo. Sin duda nos hacen sentir muy bien y su positividad nos confiere a
todos, individualmente, los beneficios de la ampliación-construcción. Pero si no son
experiencias que compartimos de manera directa e interpersonal, no resuenan ni reverberan,
y por tanto no son situaciones de amor. La clave para amar es agregar alguna forma de
conexión física.
Para ser claros, las conexiones sensoriales y temporales que establecemos con los
demás a través del contacto visual, del tacto, la conversación u otras formas de sincronía

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conductual no son, en sí mismas, amor. Ni siquiera el hecho de tomarse de la mano se
puede considerar un hábito amoroso. Pero en el contexto adecuado, estos mismos
gestos se convierten en trampolines para el amor. Los contextos adecuados son
aquellos que están imbuidos por la presencia emocional de la positividad.
Imaginemos que estoy a solas en casa sentada frente al ordenador buscando en
julio de 2011 las palabras para expresar estas ideas y que tú estás sentado quién sabe
dónde leyendo estas mismas palabras. ¿Me equivoco? Ahora imaginemos que en lugar
de ello, ambos estamos sentados en la cafetería de tu barrio conversando sobre estas
mismas ideas y que me haces muchas buenas preguntas. No tomaría mucho tiempo
para que el entusiasmo que compartimos por las últimas novedades científicas acerca
del potencial y la naturaleza del ser humano se apoderase de nosotros. Aunque suelo
ser bastante reservada, este tipo de conversación puede entusiasmarme mucho. No solo
mis gestos y sonrisas reflejarían mi entusiasmo por las ideas, sino también mi aprecio
por tus reflexiones y ejemplos. Estaría en sintonía contigo, simpatizando con tus
aportaciones y respondiendo a todas las señales sutiles que revelan que nos estamos
comunicando efectivamente.
A mi modo de ver, las sonrisas, guiños y otros gestos que expresan nuestra
positividad y sincronización no existen únicamente “allá afuera” como algo que se
refleja hacia el exterior. Cuando me encuentro con la mirada de los demás también las
percibo, de manera muy real, en mi interior. En milisegundos, mi cerebro y cuerpo
comienzan a vibrar con el entusiasmo, aprecio y sintonía de los demás. Cuanto más
ocurre esto, más me siento igual a ellos, entusiasmada y agradecida, receptiva y
comprensiva. De manera casi instantánea, esos sentimientos salen a la superficie y se
reflejan en mi rostro, emanan a través de mi voz y mis gestos. A medida que nuestros
ojos continúan encontrándose, el proceso de simulación paralelo fluye y se abre paso
en nuestro interior, y a medida que la dinámica se desarrolla en el cerebro y cuerpo de
la otra persona, modela también la mía. Entre nosotros se establece una resonancia de
ida y vuelta.
Progresivamente, a cada micromomento que pasa, la otra persona y yo llegamos a
sentir lo mismo. Estamos sincronizados, en sintonía. La resonancia de positividad ha
establecido una conexión entre nosotros a medida que la actividad y la bioquímica de

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su cerebro y del mío se vuelven progresivamente una y la misma. Surge un entramado
imbuido de la positividad de nuestros corazones y mentes, un estado momentáneo que los
científicos han llamado intersubjetividad. Podemos imaginarlo como una versión en
miniatura de lo que el reconocido señor Spock de Star Trek llamaba fusión mental. Sin
embargo, ambas expresiones, en mi opinión, están demasiado centradas en la mente,
demasiado faltas de sensibilidad. Porque también es vital que el tono emocional de nuestra
fusión momentánea, el entramado que tejemos, sea afectuoso, abierto, confiado y lleno de
un verdadero cuidado y preocupación hacia el otro.
Algunos dirían que lo que sucede entre nosotros es una relación afín. Sin embargo,
cuanto más entiendo la ciencia que se encuentra detrás de la resonancia de positividad, más
creo que esa descripción induce al error. Da la impresión de que una relación con afinidad
es algo opcional y superfluo. Algo que no afecta al hecho de que estemos sanos o no. Los
estados de conexión que desarrolla la resonancia de positividad son vitales para nuestra
supervivencia, por tanto, son suficientes para justificar su inmensa trascendencia. Por eso
los llamo amor, la emoción suprema. Micromomentos así son los nutrientes esenciales que
la mayoría de nosotros en la vida moderna casi no recibimos.
Entonces, ¿cuál es el valor de una sonrisa? Tradicionalmente se ha opinado que las
sonrisas surgen para revelar el estado interno de la persona que sonríe. De hecho, cuando
consideramos que una sonrisa es solo una expresión facial, sin saberlo estamos dándole la
razón a este punto de vista, es decir, que ciertos movimientos faciales expresan
unánimemente las emociones ocultas de una persona. En contraposición, otra opinión se
concentra en la persona que recibe esa sonrisa, la cual argumenta que las sonrisas no
surgieron para leer la emoción positiva de la persona que sonríe, sino más bien para
provocar una emoción positiva en la persona que se encuentra con la mirada de la persona
que sonríe. Recientemente, los científicos han avanzado un paso en lo que respecta a este
último punto de vista al argumentar que las sonrisas surgen para hacernos comprender
implícita o intuitivamente, los verdaderos motivos por los que la otra persona sonríe. Sobre
la base de estos y otros informes evolutivos, considero apropiado ampliar todavía más esa
perspectiva para aclarar no solo el papel de la persona que sonríe o el de quien la recibe,
sino también la conexión que surge entre ambas al compartir una sonrisa. La sonrisa sincera
y cordial de una persona puede desencadenar un estado intenso y resonante con otra

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persona, caracterizado por tres elementos presentes en el amor: una emoción positiva
compartida, sincronicidad entre las acciones y la bioquímica y un sentimiento de
cuidado mutuo. Para decirlo de manera precisa: es muy probable que las sonrisas se
hayan desarrollado para conectarnos íntimamente, para crear una resonancia de
positividad.
Por tanto, el amor requiere de conexión. Esto significa que cuando nos
encontramos solos, pensando en nuestros seres queridos o en pasadas conexiones
amorosas, añorando, o incluso cuando practicamos la meditación en el amor
bondadoso o escribimos una intensa carta de amor, no estamos experimentando amor
verdadero. Es verdad que los sentimientos intensos que experimentamos cuando
estamos solos son importantes y absolutamente vitales para nuestra salud y bienestar,
pero no son compartidos (todavía), por lo que carecen del crucial e innegable
ingrediente físico de la resonancia. La presencia física es clave para el amor, para la
resonancia de positividad.
El problema más común es que sencillamente no nos tomamos el tiempo
suficiente para conectar de verdad con los demás. Por el contrario, la sociedad
moderna, con su tecnología y asfixiantes cargas de trabajo, nos obliga a acelerar
nuestro día a un ritmo que completamente se opone a la conexión. Al sentirnos
presionados para lograr más cada día, llevamos a cabo múltiples tareas para sobrevivir.
Todo el tiempo estamos pensando en nuestro próximo movimiento. ¿Qué sigue en la
interminable lista de tareas pendientes? ¿Qué necesitamos y de quién? Cada vez más
conversamos mediante correos electrónicos, mensajes de texto, tweets u otras formas
que no requieren del habla, en los que estamos solos y al mismo tiempo atendiendo a
los demás. Sin embargo, nada de esto puede satisfacer nuestro deseo de conectar
corporalmente. El amor requiere de presencia física y emocional y además, de estar
relajado.
Mi segundo hijo conciliaba tan bien el sueño que mi marido o yo lo acostábamos
aún despierto en su cuna para que luego él se durmiera a solas sin problema. Pero con
nuestro primer hijo fue completamente distinto. Necesitaba estar en brazos para
quedarse dormido. También necesitaba ser mecido, pero no en una mecedora sino
caminando. Por lo menos en su primer año de vida, mi esposo o yo lo cargábamos en

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la penumbra en su habitación durante media hora o más. Nos entrenó bien. Aprendimos que
solamente podíamos acostarlo en su cuna hasta que se quedara profundamente dormido.
Todo lo que no fuera eso terminaba en otra larga ronda de paseos.
Con innumerables tareas por hacer como padres primerizos, sin mencionar nuestra
propia falta de sueño, mi esposo y yo comenzamos a temer el tiempo que nos tomaría
dormirlo. Ansiábamos salir corriendo lo antes posible de la habitación del bebé para poder
ir a lavar el montón de platos o la ropa sucia, escribir los correos de trabajo pendientes y
caer rendidos en nuestra cama. Entonces, mi esposo dio un giro radical a este hábito que lo
cambió todo. Dejó de pensar en lo que podría estar haciendo en lugar de estar ahí
meciéndolo y se sumergió de lleno en la experiencia de ser padre. Se sintonizó con los
latidos del corazón y con la respiración de nuestro hijo. Apreciaba su calor, su peso entre
los brazos y el dulce olor de su piel. Al hacerlo, transformó la tarea paterna en una serie de
momentos amorosos. Cuando mi esposo compartió su secreto conmigo, no solo
disfrutábamos más de este ritual antes de dormir, sino que nuestro hijo también caía más
rápidamente en el sueño profundo. Mirando en retrospectiva, reconozco que a pesar de que
estábamos físicamente con nuestro hijo −porque lo paseábamos hasta que se dormía−, no
estábamos emocionalmente presentes. No tengo ninguna duda de que los bebés pueden
detectar desajustes entre las acciones externas y las experiencias internas de sus padres. En
nuestro caso, este desajuste inicial había impedido que surgieran los beneficios y alegrías
de la resonancia de positividad entre nuestro hijo y nosotros.
Nuestros chicos ahora tienen nueve y doce años, y por consiguiente sus rituales para
dormir han cambiado. Pero mi marido y yo todavía tenemos la misma oportunidad de
conectar si caminamos todos los días con ellos, porque vivimos muy cerca de su escuela,
aún en la desenfrenada carrera que implica llevar todos los días a los niños a la escuela y
llegar a tiempo, es fácil encontrar la excusa de hacerlo en auto. Todos conocemos las
bondades de caminar, es bueno para nuestros cuerpos, cerebros y para el medioambiente.
Lo que a menudo no reconocemos, sin embargo, es lo bien que le hace a nuestras
relaciones. Prolongan el tiempo que pasamos juntos con otras personas, ambas partes
estamos presentes físicamente y podemos compartir un tiempo que satisfaga nuestro deseo
de conexión. Por supuesto, también podemos estropear esta oportunidad si estamos mental

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y emocionalmente en otro lugar, por ejemplo, prestando más atención al teléfono y a
las noticias del día, los correos electrónicos o los tweets que a nuestros hijos.
El amor crece más a medida que nos sintonizamos con el momento presente, con
nuestras sensaciones corporales y con las acciones y reacciones de los demás.
Lamentablemente, cuando nos sintonizamos más con la televisión, el celular o la lista
de pendientes y no con las personas únicas y maravillosas con las que nos
relacionamos en el día a día, nos lo perdemos.

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