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El capítulo 13 es el que más claramente desenmascara la ideología del imperio como profundamente

anticristiana. Por ello no extraña que la bestia sea descrita como antítesis del Cordero (como animal herido
mortalmente), que «hace la guerra a los santos» (v. 7), ni extraña que se resalte el culto como instrumento
de dominación política. Lo inaceptable para Juan no era que Roma dominara el mundo en sí, sino su
pretensión de ser dueña del mundo y de la historia, de ser quien determinara incuestionablemente quién
vive y quién no, es decir, la pretensión imperial de ser dios, señor absoluto de todo y todos. No se limita,
pues, a una cuestión cultural religiosa. 
Concluye el Apocalipsis exponiendo las manifestaciones de la soberanía absoluta de Dios y el Cordero. Los cap.
18 y 19 describen la destrucción por parte de Dios del poderío político y económico de «la gran ciudad», Roma, la
gran Babilonia. Es así que «ha comenzado a reinar el Señor Dios, el todopoderoso» (19,6). A continuación son
aniquilados los reyes y sus ejércitos por aquel que es «Rey de reyes y Señor de señores» (19,16), y la bestia y el
falso profeta son arrojados al lago de fuego, donde luego será arrojado también el dragón mismo. Finalmente, la
soberanía de Dios sobre el universo se manifiesta en toda su amplitud en el juicio a todos, según sus obras, por
parte de Aquél «sentado en un gran trono blanco» (20,11). Con ello se sella la absoluta soberanía de Dios y el
Cordero, que da paso a «un cielo nuevo y una tierra nueva», la «nueva Jerusalén que baja del cielo de parte de
Dios» (21,1s.10). En ella estará «el trono de Dios y del Cordero, y sus siervos (los únicos «resucitados») le darán
culto, y verán su rostro y llevarán su nombre en la frente... y reinarán por los siglos de los siglos» (22,3-5).
De ese modo, el Apocalipsis resalta la soberanía real de Dios y de Jesucristo en contraposición a cualquier otra
supuesta soberanía que pretenda serlo de forma absoluta y suprema, particularmente la romana. Con esa misma
finalidad, Juan no
sólo empleó todo un lenguaje propio de poderes supremos, como hemos visto, sino también cánticos de
contenido político. Todo esto no se encuentra en el Apocalipsis en vano o por un gusto artístico o poético. La
soberanía absoluta de Dios que se
afirma en el Apocalipsis no se limita a la de los cielos, sino que se extiende a la de la tierra. Como todopoderoso,
pantokrátor, Dios la impondrá a su debido tiempo (12,17; 20,1s.7-11). Ésta es una firme convicción judeo-
cristiana. Entre tanto, el dragón y las bestias seducen a los reyes de la tierra, inclusive presentan batalla contra
Dios (16,13-16; 19,19). Dios no controla aún todo lo que sucede sobre la tierra, ni tiene aún dominio eficaz sobre
los soberanos. En efecto, sobre la tierra impera por ahora «la bestia», que cuenta con reyes súbditos, con un
impresionante ejército, y ha fijado la manera de conducir la vida cotidiana, que incluye el ámbito religioso. Sin
embargo, más allá de lo visible y tangible, la pregunta vital es saber quién es el verdadero soberano sobre la
tierra (es pregunta vital, porque compromete la razón de ser de la fidelidad cristiana a Dios y su mesías como
soberano absoluto). La primera respuesta se encuentra ya en la presentación de Dios como «el que vendrá» (1,4)
(seguro de ello, reiteradamente se pide en el Apocalipsis que tal soberanía se manifieste aquí ya, ahora: cf. 1,7.8;
3,10; 4,8; 22,7.20). Eso evoca su papel de juez universal; si juez escatológico, entonces soberano absoluto. Pero
la respuesta más
clara se encuentra en la visión del corcel blanco en 19,11-16, en la cual se identifica al jinete vencedor de la
bestia: «sobre el manto y sobre el muslo lleva escrito un nombre: Rey de reyes y Señor de señores» (cf. 17,14).
Después de estas observaciones, ¿qué duda cabe de que el Apocalipsis es una obra con un carácter y una
dimensión políticos? Ambos títulos en 17,14 y 19,16, señor (kyrios) y rey, son del mundo político y de allí los ha
tomado Juan. 
Notemos, a propósito de Apocalipsis 19,11-16, que la actuación del jinete liberador se lleva a cabo sobre la tierra,
no en el cielo, es decir, es una realidad político-escatológica. El jinete «hace guerra según justicia... va envuelto
en un manto teñido en sangre...pisará el lagar del vino de la terrible ira del Dios todopoderoso» (19,11b.13.15b; cf.
14,18ss). No se trata de otra cosa que de la transferencia al cristianismo de la esperanza judía de una
reivindicación divina que, según algunos círculos, sería llevada a cabo por el mesías que vendría con poder (cf.
Sal. Salomón 17,21-32; 4 Esdras 11-13; 1QM; etc.).
Si bien Dios no aparece aún en el Apocalipsis como Señor de la historia humana, o al menos no es evidente que
lo sea (excepto en la visión final, situada en el futuro: vea 5,13s), en la cosmovisión de Juan sí es Señor sobre los
seres celestes, por eso puede controlar los astros, y como creador la naturaleza es suya y puede hacer
sobrevenir plagas (cf. 14,7). Además, los tiempos los controla Dios: Él fija sus períodos (por ejemplo, el milenio),
así como fija los momentos de las plagas, y es Él quien ejecuta el juicio cuando lo determina. 

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