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La tarde en que el gallo cantó a deshora

Él ya está en la cama. Cierro todas las ventanas para que el sol no atraiga las

moscas. Laurita me mira desde la cocina, apoyada en la mesada. Antes de irme le

digo que si no va a dormir que busque algo para hacer. Algo que no hago ruido, le

aclaro. Después le pido que haga caso, que sea buena. Es una horita nomás,

pasa rápido.

Sé que está esperando a que sus ojos se acostumbren a la oscuridad, y que

luego va salir al fondo, en puntas de pie, para no despertarnos; sé que va a buscar

un rincón fresco donde sentarse; puedo verla cerrando los ojos, abrazándose a las

rodillas para hacerse aún más pequeña, soñando como cada tarde con unas

paredes que se estiran hacia el cielo, se engrosan y la abrazan dejándola

perderse en un punto ínfimo donde nadie pueda encontrarla. Allí esperará segura

mientras le crecen las alas.

- ¡Laurita! ¡Laurita! – la llamo, aunque sepa dónde se esconde. Ella abre la puerta

y aparece enmarcada por la luz del día, la veo salirse de esa fotografía iluminada

para sumergirse en la oscuridad de la cocina. Cierra la puerta tras ella y se acerca

despacio. Pienso que es muy pequeña para cargar con tanto aburrimiento, que

esa emoción le queda casi tan grande como su mirada. Esos ojos tan entrenados

para prescindir de las palabras son demasiado viejos para su cara.

Le pregunto por distraernos si estaba otra vez en la Luna, pero me responde con

un suspiro. Entonces sólo por hacerla sonreír le pregunto en quién está pensando

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- ¿No estarás enamorada vos? ¿no? -y me río por contagiarla, pero, aunque el

tono juguetón de mi voz parece tranquilizarla sigue tan seria como antes. Siempre

tan callada. - Contestá, no te hagas la misteriosa, dale.

- ¿Y papá? - me pregunta

- ¿Tu papá? – le repregunto logrando que por fin sonría – Tu papá se fue a

comprar facturas y me dijo que prepare la mesita del fondo porque quiere que

tomemos mate los tres a la sombra. Así que sé buenita, dale, andá a cambiarte

esas bermudas feas y lo esperamos bien lindas. Las dos. - vuelvo a reír y termino

con un gritito de aliento: ¡¡Vamos, vamos!! ¡Que no queremos hacerlo esperar!

Me ve tan alegre que corre a cambiarse para darme el gusto. Entra dando un

portazo y al unísono, el gallo del vecino se pone a cantar. Una sola vez. Muy

fuerte. Me gana por completo el desconcierto, este gallo está a deshora.

Me apuro por terminar los preparativos para entrar a cambiarme. No me puedo

resistir y desde la ventana de mi habitación me paro a observar mi obra terminada,

la mesa puesta, las sillas, las servilletas que hacen juego con el mantel. Me alejo y

me cuestiono con rabia por qué me empeño tanto en armar escenarios si ya está

más que comprobado que no resisten ni una escena completa sin desarmarse.

Decorados para una obra que nunca acaba de estrenarse. Esto es siempre lo que

hago, y pensarlo me produce una sensación confusa, pero no sé nombrarla.

Me miro al espejo y mientras me voy acercando algunos vestidos a la cara para

ver cuál me queda mejor, decido que es inútil intentar conformarme. No sé si perdí

primero la costumbre o las ganas, y la verdad ya no me importa averiguarlo.

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Así que completo mi pensamiento anterior, ahora convencida de que la vida no

necesita que le armemos ningún decorado. Me calzo el vestido azul con las

pintitas blancas, que es el que más les gusta a todos y las sandalias.

Voy liviana hasta el jardín y encuentro a Laurita recostada sobre la mesa. Le

llamo la atención porque desacomodó el mantel, le pido que se siente un poco

más derecha. Le ruego que me deje peinarla. Me dice que no quiere, que no

importa porque es lo mismo.

No la entiendo y se lo digo, estoy poniéndome muy nerviosa y ella lo nota. A

desgano se endereza, me pide usar el celular un rato a cambio de la trenza que

me ofrezco a hacerle. Me horroriza la idea de que vuela a pedírmelo delante de él.

La quiero retar, pero se me va colando la súplica entre las palabras. Al final, le

prometo que, si es buena, cuando el padre se vaya a dormir le voy a prestar el

teléfono un buen rato.

Desde el fondo de sus ojos me devuelve la mirada. Es tan incómoda esa

intensidad. Todo en esta casa se vuelve a veces muy desproporcionado.

La miro, sentada, quieta, con su trenza pesada y brillante cayéndole a las

espaldas. Sonrío satisfecha

-Mamá, ¿¿qué es eso que se oye??

- Nada, nada. Es el gallo del vecino Laurita, pero no le hagas caso. Se ve que el

calor lo hace funciona a deshora.

Hace más de cuarenta minutos que salió y nos vamos poniendo cada vez más

incómodas. Me muevo en la silla buscando una posición que me haga sentir


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mejor, pero es inútil, entonces busco los ojos de Laura. Y sé que las dos estamos

pensando lo mismo: si tardaron mucho en atenderlo, si se le rompió el auto, si no

encontró lo que buscaba…

-Se debe haber encontrado con alguien y se puso a conversar. Por eso tarda

tanto.

Lo digo para tranquilizarla o tranquilizarme. No lo sé. No puedo forzar más esta

sonrisa y temo que ella, con esos ojos agudos alcance a ver lo que le estoy

escondiendo. Aunque a esto que siento tampoco sepa nombrarlo.

Escuchamos el portón de calle que se abre y las dos nos erizamos en la silla

agudizando el oído: Estamos tratando de medir la fuerza con que lo cierra. No

escuchamos nada que nos alarme y volvemos a inclinarnos, aunque todavía

tensas en el respaldo. Nos miramos. Él se acerca con un paquete entre las

manos.

- ¿A que no saben con quién me encontré en la panadería? - nos pregunta

radiante.

No sabemos. Tampoco nos importa. Pero es un alivio porque ahora va a querer

contarnos todo y va a estar distraído por un rato. Nosotras, incapaces de

relajarnos, parecemos dos estatuas, ninguna de las dos se atreve a moverse ni a

decir nada. Tememos desarmar el decorado.

-Pero che, coman, coman, ¿no les gusta la factura que les traje? Mirá Laurita, con

dulce de leche, dale agarra. - insiste, acercando el plato hasta su cara.

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Sé que no tiene hambre, ni ganas de escucharlo, ni de comer dulce de leche.

Pero vuelve a mirarme, buscando, y yo le doy a cambio unos ojos tan cansados de

todo que prefiere esquivarlos. Sabe lo que le están diciendo, le están rogando que

coma, que no lo desprecie, que sea buena, que no le cuesta nada.

Él sigue con el plato frente a su cara. Sabe que si se él se enoja voy a reclamarle

“¿Por qué no comiste? Le hubieras hecho caso, tonta”.

Vuelve a buscar mis ojos, con la urgencia del miedo, no puede resistir por más

tiempo, necesita que me ponga de su lado.

No puedo. La tormenta ya se está sintiendo en el aire. Mi bote salvavidas se va

poblando de fantasmas. Inclino mi cabeza hacia un costado, en un gesto que

implora clemencia.

Laura toma la factura y se la lleva la boca. Él se muestra satisfecho.

-Le dije al panadero que ésas eran para mi princesa- te dice, mientras te acaricia

la mejilla con un gesto tan parecido a la ternura que confunde

¿Viste que fácil? Es sólo una factura Laurita, no era para tanto.

El gallo vuelve a cantar. A deshora. Por tercera y última vez.

Ana María Solís

Fecha de nac. 16/08/1964

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