Está en la página 1de 9

HASTA QUE LA MUERTE NOS

SEPARE
La amortajada – María Luisa Bombal
Hasta que la muerte nos separe

U.N.S.E. Escuela de Letras

Cátedra: Literatura Latinoamericana

Alumno: Lastra, Lucas

“¿Por qué, por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser
siempre un hombre el eje de su vida?” (1938: 63).

Por medio de una narración en retrospectiva, La amortajada (1938) de María


Luisa Bombal nos presenta la historia de Ana María quien, cubierta por una
mortaja en su lecho de muerte, revive sus peripecias desde su infancia hasta
su vida de casada. La presencia de lo onírico, del sueño dentro del relato,
ocupa una función fundamental en el desarrollo de los hechos ya que nos
introduce en la consciencia del personaje principal, en su memoria, que es
trascendental y de suma importancia para comprender las peculiaridades del
rol de la mujer como género en el mundo, con sus deseos e impedimentos en
constante tensión.

Esta noción de confrontación entre imposiciones y anhelos, se puede también


visualizar en La casa de Bernarda Alba (1936) de Federico García Lorca, por lo
que se llevará a cabo su relación dialógica con la obra de Bombal de manera
que este recurso dialéctico haga posible el enriquecimiento entre las dos
siguientes hipótesis: sobre el rol de la mujer en tanto que género y su
existencia en el devenir del paso del tiempo.

La vida de todo ser humano comprende un ciclo. A partir de esta afirmación


podemos decir, a modo de comparación, que nuestra existencia se organiza al
ritmo del tiempo en que se suceden las cuatro estaciones: primavera, verano,
otoño e invierno.

“La época de la siega nos procuraba días de gozo, días que nos pasábamos
jugando a escalar las enormes montañas de heno acumuladas tras la era y
saltando de una a otra, inconscientes de todo peligro y como borrachas de sol.”
(1938: 8).

1
La primavera se deja atisbar en esta cita como el capullo que se prepara para
florecer. La inocencia de la niñez en la que el juego opaca cualquier señal de
maldad nos muestra los primeros años de vida de Ana María junto a su
hermana y su amigo, Ricardo, por quien experimenta una sensación de amor y
odio, de tenerle cariño y aborrecerlo por su tirano y burlesco comportamiento.

La siega, en este sentido, funciona como un recurso simbólico, un elemento


alegórico en el texto que señala el tiempo en que el corazón está listo para
sentir profundamente, presto a ser cortejado:

“Abrir puertas y ventanas

Las que vivís en el pueblo;

El segador pide rosas

Para adornar su sombrero.

Ya salen los segadores

En busca de las espigas;

Se llevan los corazones

De las muchachas que miran.” (1936: Acto II).

Adela es la hija menor de doña Bernarda Alba, viuda de Antonio María


Benavides. Este personaje de la obra de García Lorca comparte una suerte de
similitud con Ana María, ya que se encuentra en la flor de su juventud, lista
para vivir el cortejo. Bella y llena de energía se opone constantemente a los
designios de su inquisidora madre. Un primer y claro ejemplo de su rebeldía lo
constituye su vestido verde, lucirlo un día después del entierro de su difunto
padre refleja su osadía, su desafío a un régimen de ocho años de luto y
encierro impuesto por su madre.

La llama surge entonces y el calor del verano se hace notar.

2
Ana María se convierte en una joven y hermosa muchacha con sus trenzas
que sujetan su cabello salvaje pero que no son capaces de detener el brío de
su pujante vida. Sus encuentros con Ricardo, siendo ya también un joven
fuerte, derivan en la búsqueda de la libertad y el descubrimiento de la
sexualidad, con el viento golpeando en sus rostros por la velocidad del galope y
el contacto físico que se hace cada vez más palpable.

La pasión aquí se mezcla con la experiencia del primer amor, tal como sucede
con Adela. En la obra, la alegría de la joven se debe al amor que siente por
Pepe el Romano, futuro marido de su hermana mayor, Angustias.

“…por encima de mi madre saltaría para apagarme este fuego que tengo
levantado por piernas y boca.” (1936: Acto II).

Contra el viento adverso de su madre, de sus hermanas y del qué dirán, Adela
se aventura en el peligro en defensa de su amor por Pepe. Sin duda una
apuesta arriesgada en esa época, luchar por un amor correspondido haciendo
caso omiso a la opinión ajena y a cuanta prohibición se interponga en el
camino.

Además, en este momento, existe un punto de encuentro entre Ricardo y


Pepe el Romano como las dos figuras masculinas de deseo en ambas obras. A
los dos se los muestra guapos y fuertes y montando a caballo, símbolo de
libertad de la que tanta satisfacción se obtiene al experimentarla y por la que
tantas penurias se padece después de perderla.

No todo perdura por siempre y el otoño hace desmayar las hojas que alguna
vez estuvieron repletas de vida.

De un día para otro, Ricardo se alejó de Ana María. Cada vez lo veía menos
en sus regresos de la ciudad de visita a su pueblo. Se cerró en su vida misma y
se fue olvidando de ella. Pero ella no de él. El fuego que sentía aun ardía y
aquel cruel segador había dejado una semilla en su vientre que latía con
dulzura y era la prueba del amor que todavía existía.

La presión del qué dirán no fue muy determinante en el futuro de aquella vida
que comenzaba a gestarse, porque Ana María era libre y despreocupada. Fue

3
una noche de tormenta la culpable de su pérdida, pues los fragorosos
estampidos la asustaron e hicieron que cayera por las escaleras mientras que,
minutos después, aquella dulce semilla se transformó en un charco de sangre
derramada en el suelo. Esta sugerencia del cuerpo propio como pertenencia
exclusiva de la persona se deja ver también en la joven Adela quien,
enarbolando la bandera de rebeldía, expresa de manera incesante que su
cuerpo es solo suyo y que es ella quien decide sobre él, tal como nos lo
permite apreciar en la escena del linchamiento, poniéndose en los zapatos de
la mujer que mató a su hijo recién nacido para ocultar la vergüenza de haber
quedado embarazada en su soltería; desde ya, Lorca deja asomar la idea del
aborto como manifestación de una decisión personal y la problemática del
cuerpo como objeto sujeto a la injerencia de terceros.

Desde entonces, Ana María se volvió fría y distante, encerrada en sí misma,


amortajada, llevando sus años de casada sumidos en la monotonía y la
indiferencia, con mucho fuego oculto en su interior. Un fuego que no debía
salir.

Su casamiento con Antonio es visto como una actitud de resignación ante la


pérdida, de aceptación a la vida que el destino le tenía preparada para ella en
una casa que, como mujer casada, debía ser suya pero por la que no sentía
ningún sentimiento de pertenencia porque la concebía como una prisión, ajena,
lejana y fría, muy lejos de la sensación de libertad que le otorgaba su antiguo
hogar de soltera.

En relación a esta idea, en La casa de Bernarda Alba se vivía algo parecido.


Una casa con paredes blancas y techos oscuros, cerrada para que no ingrese
ni siquiera el aire de afuera y para que nadie de adentro se atreviera a salir. Era
una prisión, una casa que contenía a mujeres reprimidas y que solo aguardaba
el momento justo de la rebelión y la explosión de todas las pasiones negadas.
Como le dijo La Poncia, una de las sirvientas, a Bernarda:

“¿Tú ves este silencio? Pues hay una tormenta en cada cuarto. El día que
estallen nos barrerán a todas.” (1936: Acto III).

4
Lo mismo sucede en La amortajada, en el momento en que Ana María es
consciente de la calma que antecede a la tormenta:

“Aquel silencio se le antojaba el presagio de una catástrofe.” (1938: 55).

Ella echaba de menos su vida de soltera, sus cabellos mal peinados y su


cuerpo disfrazado de vestidos nuevos, no soportaba la monotonía de un
matrimonio sin amor. Aunque, a diferencia del rechazo y olvido de Ricardo que
hasta le hizo pensar en la muerte para liberarse, Antonio si la quería e incluso
se ocupaba de complacerla y de que se sintiera feliz.

El deseo de salir como síntoma de ansias de libertad se deja ver en ambas


obras. En La amortajada, específicamente, el hecho de volver a su casa de
soltera, a la que pertenece a su familia, representa este anhelo, la necesidad
de sentir nuevamente lo libre que algún día fue, cuando también fue feliz.

Es en este punto en que nos hacemos la misma pregunta, ¿Por qué, por qué
la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el
eje de su vida? En su momento, Ricardo fue el centro de su vida, motivo y fin
de sus alegrías y desdichas; ahora, Antonio ocupaba el mismo lugar. A Ricardo
lo amaba, ocultando las llamas de ese amor con las cenizas del pasado y a
Antonio lo odiaba, le hastiaba la indiferencia de su insulso matrimonio corroído
por el rechazo.

Y es así como el frío invierno anuncia la llegada de la muerte.

Acostumbrada a su absurda vida de casada, Ana María se sometió a su


destino. Evitó el padecimiento de nuevas y funestas pasiones refugiándose en
sus responsabilidades de madre y de esposa, porque esto, a modo de
distracción, nos salva de otras muertes.

Adela dice algo similar en la obra de García Lorca:

“Me gustaría segar para ir y venir. Así se olvida lo que nos muerde.” (1936:
Acto II).

5
Y esto también es morir. Negarse a experimentar nuevas pasiones y
aventuras y refugiarse cobardemente en intrascendentes distracciones es
morir, morir en vida.

La idea de la muerte como liberación de las pasiones se encuentra presente


en los dos textos.

En el caso de La casa de Bernarda Alba, ser mujer es visto como un cruel


castigo, tanto que incluso una de sus hijas, Magdalena, expresa que ser mujer
es una maldición, que mejor hubiera nacido hombre ya que a ellos no se les
exige nada, a lo que Bernarda contesta con rigidez y naturaleza que los
hombres nacieron para manejar el látigo y la mula, mientras que para las
mujeres están el hilo y la aguja. La mujer debe ser y sobre todo parecer
decente ante los demás, debe ser buena y modosa, atenta a los requerimientos
del marido, hablar solo cuando él hable y mirarlo a los ojos para evitar
disgustos.

El destino cruel como una suerte de camino tortuoso para las mujeres se
evidencia de manera constante, cual denominador común, en una especie de
repetición a través de las generaciones. En el drama de García Lorca, las
chicas hablan sobre una tal Adelaida, quien no asistió al velatorio. Dicen que
desde que se puso de novia, el hombre no la deja salir ni maquillarse. Afirman
que antes de eso era alegre. En La amortajada, Alberto, el hijo de Ana María,
se comporta de igual manera con su mujer, María Griselda, al negarle su
derecho a la libertad.

Solo Adela se rebela a los edictos de su madre. Arrastrada como por una
maroma, se entrega a los brazos del amor, se atreve a conocer la vida y a
amar con fuerza:

“He visto la muerte bajo estos techos y he salido a buscar lo que era mío, lo
que me pertenecía.” (1936: Acto III).

En este personaje somos testigos de la presencia de la oposición a la


opresión, de la juventud libre que se alza contra la voz de mando, retrógrada y
autoritaria. La juventud de carne y de mente que se anima a defender la

6
libertad del cuerpo y a derribar las barreras que se oponen a un amor que nació
dentro de lo correspondido.

Sin embargo, la muerte suicida es en este caso vista como el único camino
hacia la liberación de las peripecias vividas. Ante la negativa de su familia
respecto de su relación clandestina con Pepe, Adela decide quitarse la vida y
terminar de ese modo con el sufrimiento y la desdicha de haber nacido mujer.
Su muerte la separó de su angustia, del martirio y del bastón inquisidor de su
madre. Su muerte trajo el invierno a su casa y entonces no quedaba nada más
por delante, tal como lo decreta Bernarda:

“Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! ¡A callar
he dicho! Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos todas en un mar de
luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído?
¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!” (1936: Acto III).

Quedaron muertas en vida, como sucedió con Ana María, la mujer


amortajada.

Su vida matrimonial se convirtió en un campo de batalla, en constante riña


con su marido, inmersos en una cotidianeidad relegada a la indiferencia.

Solo quedaba aguardar el momento. Solo esperaba que el invierno la


durmiera para siempre y así poder regocijarse en su retorno a la tierra. Esperar
hasta que la muerte la separe, al igual que a Adela, de los tormentos de la vida.
Su mortaja había hecho su trabajo, ya nada podía salir de allí, ninguna pasión,
ningún sentimiento que la atormentara. Ahora era libre y completa. Ahora sí
estaba muerta.

A partir de todo lo expuesto, podemos reafirmar la hipótesis de lectura


planteada al comienzo de este trabajo diciendo que ambas obras manejan
claramente un discurso de disidencia en oposición a lo impuesto y hegemónico,
exponen diferentes ángulos de confrontación que dan cuenta de la diversidad
de opiniones respecto del lugar que ocupa la mujer como género en la cultura a
través de los tiempos. Hipótesis anclada, además, al proceso de ascenso y
descenso de la vida en el transcurso de las cuatro estaciones, con la vida de

7
las dos mujeres citadas como ejemplo, mujeres que dejaban aflorar el calor de
su sangre y que veían a Dios y sus mandatos como algo tan lejano, tan severo;
mujeres que gustaban de ver correr lleno de lumbre aquello que estaba quieto
y quieto por años.

También podría gustarte