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SEPARE
La amortajada – María Luisa Bombal
Hasta que la muerte nos separe
“¿Por qué, por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser
siempre un hombre el eje de su vida?” (1938: 63).
“La época de la siega nos procuraba días de gozo, días que nos pasábamos
jugando a escalar las enormes montañas de heno acumuladas tras la era y
saltando de una a otra, inconscientes de todo peligro y como borrachas de sol.”
(1938: 8).
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La primavera se deja atisbar en esta cita como el capullo que se prepara para
florecer. La inocencia de la niñez en la que el juego opaca cualquier señal de
maldad nos muestra los primeros años de vida de Ana María junto a su
hermana y su amigo, Ricardo, por quien experimenta una sensación de amor y
odio, de tenerle cariño y aborrecerlo por su tirano y burlesco comportamiento.
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Ana María se convierte en una joven y hermosa muchacha con sus trenzas
que sujetan su cabello salvaje pero que no son capaces de detener el brío de
su pujante vida. Sus encuentros con Ricardo, siendo ya también un joven
fuerte, derivan en la búsqueda de la libertad y el descubrimiento de la
sexualidad, con el viento golpeando en sus rostros por la velocidad del galope y
el contacto físico que se hace cada vez más palpable.
La pasión aquí se mezcla con la experiencia del primer amor, tal como sucede
con Adela. En la obra, la alegría de la joven se debe al amor que siente por
Pepe el Romano, futuro marido de su hermana mayor, Angustias.
“…por encima de mi madre saltaría para apagarme este fuego que tengo
levantado por piernas y boca.” (1936: Acto II).
Contra el viento adverso de su madre, de sus hermanas y del qué dirán, Adela
se aventura en el peligro en defensa de su amor por Pepe. Sin duda una
apuesta arriesgada en esa época, luchar por un amor correspondido haciendo
caso omiso a la opinión ajena y a cuanta prohibición se interponga en el
camino.
No todo perdura por siempre y el otoño hace desmayar las hojas que alguna
vez estuvieron repletas de vida.
De un día para otro, Ricardo se alejó de Ana María. Cada vez lo veía menos
en sus regresos de la ciudad de visita a su pueblo. Se cerró en su vida misma y
se fue olvidando de ella. Pero ella no de él. El fuego que sentía aun ardía y
aquel cruel segador había dejado una semilla en su vientre que latía con
dulzura y era la prueba del amor que todavía existía.
La presión del qué dirán no fue muy determinante en el futuro de aquella vida
que comenzaba a gestarse, porque Ana María era libre y despreocupada. Fue
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una noche de tormenta la culpable de su pérdida, pues los fragorosos
estampidos la asustaron e hicieron que cayera por las escaleras mientras que,
minutos después, aquella dulce semilla se transformó en un charco de sangre
derramada en el suelo. Esta sugerencia del cuerpo propio como pertenencia
exclusiva de la persona se deja ver también en la joven Adela quien,
enarbolando la bandera de rebeldía, expresa de manera incesante que su
cuerpo es solo suyo y que es ella quien decide sobre él, tal como nos lo
permite apreciar en la escena del linchamiento, poniéndose en los zapatos de
la mujer que mató a su hijo recién nacido para ocultar la vergüenza de haber
quedado embarazada en su soltería; desde ya, Lorca deja asomar la idea del
aborto como manifestación de una decisión personal y la problemática del
cuerpo como objeto sujeto a la injerencia de terceros.
“¿Tú ves este silencio? Pues hay una tormenta en cada cuarto. El día que
estallen nos barrerán a todas.” (1936: Acto III).
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Lo mismo sucede en La amortajada, en el momento en que Ana María es
consciente de la calma que antecede a la tormenta:
Es en este punto en que nos hacemos la misma pregunta, ¿Por qué, por qué
la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el
eje de su vida? En su momento, Ricardo fue el centro de su vida, motivo y fin
de sus alegrías y desdichas; ahora, Antonio ocupaba el mismo lugar. A Ricardo
lo amaba, ocultando las llamas de ese amor con las cenizas del pasado y a
Antonio lo odiaba, le hastiaba la indiferencia de su insulso matrimonio corroído
por el rechazo.
“Me gustaría segar para ir y venir. Así se olvida lo que nos muerde.” (1936:
Acto II).
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Y esto también es morir. Negarse a experimentar nuevas pasiones y
aventuras y refugiarse cobardemente en intrascendentes distracciones es
morir, morir en vida.
El destino cruel como una suerte de camino tortuoso para las mujeres se
evidencia de manera constante, cual denominador común, en una especie de
repetición a través de las generaciones. En el drama de García Lorca, las
chicas hablan sobre una tal Adelaida, quien no asistió al velatorio. Dicen que
desde que se puso de novia, el hombre no la deja salir ni maquillarse. Afirman
que antes de eso era alegre. En La amortajada, Alberto, el hijo de Ana María,
se comporta de igual manera con su mujer, María Griselda, al negarle su
derecho a la libertad.
Solo Adela se rebela a los edictos de su madre. Arrastrada como por una
maroma, se entrega a los brazos del amor, se atreve a conocer la vida y a
amar con fuerza:
“He visto la muerte bajo estos techos y he salido a buscar lo que era mío, lo
que me pertenecía.” (1936: Acto III).
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libertad del cuerpo y a derribar las barreras que se oponen a un amor que nació
dentro de lo correspondido.
Sin embargo, la muerte suicida es en este caso vista como el único camino
hacia la liberación de las peripecias vividas. Ante la negativa de su familia
respecto de su relación clandestina con Pepe, Adela decide quitarse la vida y
terminar de ese modo con el sufrimiento y la desdicha de haber nacido mujer.
Su muerte la separó de su angustia, del martirio y del bastón inquisidor de su
madre. Su muerte trajo el invierno a su casa y entonces no quedaba nada más
por delante, tal como lo decreta Bernarda:
“Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! ¡A callar
he dicho! Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos todas en un mar de
luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído?
¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!” (1936: Acto III).
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las dos mujeres citadas como ejemplo, mujeres que dejaban aflorar el calor de
su sangre y que veían a Dios y sus mandatos como algo tan lejano, tan severo;
mujeres que gustaban de ver correr lleno de lumbre aquello que estaba quieto
y quieto por años.