Hemos visto en el libro precedente que la clave del Cosmos, el secreto
de su constitución, de arriba abajo se encuentra en el principio de los tres mundos, reflejados por el microcosmo y el macrocosmo, en el ternario humano y divino. Pitágoras había magistralmente formulado y resumido esta doctrina bajo el símbolo de la Tetrada sagrada. Aquella doctrina del Verbo viviente, eterno, constituía el gran arcano, la fuente de la magia, el templo de diamante del iniciado, su ciudadela inexpugnable sobre el océano de las cosas. Platón no podía ni quería revelar aquel arcano de su enseñanza pública. Por de pronto el juramento de los misterios le cerraba la boca. Además, todos no habrían comprendido, el vulgo hubiese profanado indignamente ese misterio teogónico que contiene la generación de los mundos. Para combatir la corrupción de las costumbres y el desencadenamiento de las pasiones políticas, era precisa otra cosa. Con la gran iniciación, iba a cerrarse pronto la puerta del más allá, esa puerta que no se abre luminosamente, más que a los grandes profetas, a los rarísimos, a los verdaderos iniciados. Platón reemplazó la doctrina de los Tres mundos por tres conceptos, que, a falta de la iniciación organizada, fueron durante dos mil años como tres caminos abiertos sobre el supremo objetivo. Esos tres conceptos se relacionan igualmente con el mundo humano y el mundo divino; ellos tienen la ventaja de unirse con él, aunque de una manera abstracta. Aquí se muestra el genio vulgarizador y creador de Platón. Lanza torrentes de luz sobre el mundo, poniendo en línea, una junto a otra, las ideas del Bien, de lo Bello y de lo Verdadero. Analizándolas una a otra, demostró que son tres rayos salidos del mismo foco, que al reunirse constituyen el foco mismo, es decir, Dios. Persiguiendo el Bien, es decir, lo Justo, el alma se purifica; se prepara a conocer la Verdad, primera e indispensable condición de su progreso. — Continuando, ensanchando la idea de lo Bello, el alma alcanza la Belleza intelectual, esa luz inteligible, madre de las cosas, animadora de las formas, substancia y órgano de Dios. Sumergiéndose en el alma del mundo, el alma humana siente nacer sus alas. — Persiguiendo la idea de lo Verdadero, alcanza la pura Esencia, los principios contenidos en el Espíritu puro, reconoce su inmortalidad por la identidad de su principio con el principio divino. Perfección: epifanía del alma. Abriendo esas grandes vías al espíritu humano, Platón ha definido y creado, fuera de los sistemas estrechos y de las religiones particulares, la categoría del Ideal, que debía reemplazar por siglos y reemplaza hasta nuestros días a la iniciación orgánica y completa. Desembarazó las tres vías sagradas que conducen a Dios, como la vía sagrada de Atenas conducía a Eleusis por la puerta del Cerámico. Habiendo penetrado en el interior del templo con Hermes, Orfeo y Pitágoras, juzgamos mucho mejor de la solidez y de la rectitud de esas anchas rutas construidas por el divino ingeniero Platón. El reconocimiento ele la Iniciación nos justifica y da la razón de ser del Idealismo. El Idealismo es la afirmación osada de las verdades divinas por el alma que se interroga en su soledad y juzga de las realidades celestes por las facultades íntimas y sus voces interiores. — La Iniciación es la penetración de esas mismas verdades por la experiencia del alma, por la visión directa del espíritu, por la resurrección interna. En el supremo grado, es la comunicación del alma con el mundo divino. El Ideal es una moral, una poesía, una filosofía; la Iniciación es una acción, una visión, una presencia sublime de la Verdad. El Ideal es el ensueño y el lamento de la patria divina; la Iniciación, ese templo de los elegidos, es su clara remembranza, la posesión misma. Construyendo la categoría del Ideal, el iniciado Platón creó un refugio; abrió el camino de salvación a millones de almas que no pueden llegar en esta vida a la iniciación directa, pero aspiran dolorosamente a la verdad. Platón hizo así de la filosofía el vestíbulo de un santuario futuro, convidando a él a todos los hombres ele buena voluntad. El idealismo de sus numerosos hijos paganos o cristianos, nos aparece como la sala de espera de la grande inicación. Esto nos explica la inmensa popularidad y la fuerza radiante de las ideas platónicas. He aquí por qué la Academia de Atenas, fundada por Platón, duró siglos y se prolongó en la gran escuela de Alejandría. He aquí por qué los primeros Padres de la Iglesia rindieron homenaje a Platón; he aquí por qué San Agustín tomó de él las dos terceras partes de su teología. Dos mil años habían pasado desde que el discípulo de Sócrates había exhalado el último suspiro a la sombra de la Acrópolis. El cristianismo, las invasiones de los bárbaros, la Edad Media había pasado sobre el mundo. Pero la antigüedad renacía de sus cenizas. En Florencia, los Médicis quisieron fundar una academia y llamaron a un sabio griego, desterrado de Constantinopla, para organizarla. ¿Qué nombre le dio Marsile Ficin?. La llamó la academia platónica. Hoy mismo, después que tantos sistemas filosóficos, construidos uno sobre otros se han hundido en el polvo; hoy, que la ciencia ha investigado la materia en sus últimas transformaciones y se vuelve a encontrar enfrente de lo inexplicado y de lo invisible; hoy aún, Platón vuelve a nosotros. Siempre sencillo y modesto, pero radiante de juventud eterna, nos tiende el ramo sagrado de los Misterios, el ramo de mirto y de ciprés con el narciso: la flor del alma que promete el divino renacimiento en una nueva Eleusis.