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Edouard Schure – Los Grandes Iniciados 1889

Hemos visto en el libro precedente que la clave del Cosmos, el secreto


de su constitución, de arriba abajo se encuentra en el principio de los tres
mundos, reflejados por el microcosmo y el macrocosmo, en el ternario
humano y divino. Pitágoras había magistralmente formulado y resumido esta
doctrina bajo el símbolo de la Tetrada sagrada. Aquella doctrina del Verbo
viviente, eterno, constituía el gran arcano, la fuente de la magia, el templo de
diamante del iniciado, su ciudadela inexpugnable sobre el océano de las cosas.
Platón no podía ni quería revelar aquel arcano de su enseñanza pública. Por de
pronto el juramento de los misterios le cerraba la boca. Además, todos no
habrían comprendido, el vulgo hubiese profanado indignamente ese misterio
teogónico que contiene la generación de los mundos. Para combatir la
corrupción de las costumbres y el desencadenamiento de las pasiones
políticas, era precisa otra cosa. Con la gran iniciación, iba a cerrarse pronto la
puerta del más allá, esa puerta que no se abre luminosamente, más que a los
grandes profetas, a los rarísimos, a los verdaderos iniciados.
Platón reemplazó la doctrina de los Tres mundos por tres conceptos,
que, a falta de la iniciación organizada, fueron durante dos mil años como tres
caminos abiertos sobre el supremo objetivo. Esos tres conceptos se relacionan
igualmente con el mundo humano y el mundo divino; ellos tienen la ventaja
de unirse con él, aunque de una manera abstracta. Aquí se muestra el genio
vulgarizador y creador de Platón. Lanza torrentes de luz sobre el mundo,
poniendo en línea, una junto a otra, las ideas del Bien, de lo Bello y de lo
Verdadero. Analizándolas una a otra, demostró que son tres rayos salidos del
mismo foco, que al reunirse constituyen el foco mismo, es decir, Dios.
Persiguiendo el Bien, es decir, lo Justo, el alma se purifica; se prepara a
conocer la Verdad, primera e indispensable condición de su progreso. —
Continuando, ensanchando la idea de lo Bello, el alma alcanza la Belleza
intelectual, esa luz inteligible, madre de las cosas, animadora de las formas,
substancia y órgano de Dios. Sumergiéndose en el alma del mundo, el alma
humana siente nacer sus alas. — Persiguiendo la idea de lo Verdadero, alcanza
la pura Esencia, los principios contenidos en el Espíritu puro, reconoce su
inmortalidad por la identidad de su principio con el principio divino.
Perfección: epifanía del alma.
Abriendo esas grandes vías al espíritu humano, Platón ha definido y
creado, fuera de los sistemas estrechos y de las religiones particulares, la
categoría del Ideal, que debía reemplazar por siglos y reemplaza hasta
nuestros días a la iniciación orgánica y completa. Desembarazó las tres vías
sagradas que conducen a Dios, como la vía sagrada de Atenas conducía a
Eleusis por la puerta del Cerámico. Habiendo penetrado en el interior del
templo con Hermes, Orfeo y Pitágoras, juzgamos mucho mejor de la solidez y
de la rectitud de esas anchas rutas construidas por el divino ingeniero Platón.
El reconocimiento ele la Iniciación nos justifica y da la razón de ser del
Idealismo.
El Idealismo es la afirmación osada de las verdades divinas por el alma
que se interroga en su soledad y juzga de las realidades celestes por las
facultades íntimas y sus voces interiores. — La Iniciación es la penetración de
esas mismas verdades por la experiencia del alma, por la visión directa del
espíritu, por la resurrección interna. En el supremo grado, es la comunicación
del alma con el mundo divino.
El Ideal es una moral, una poesía, una filosofía; la Iniciación es una
acción, una visión, una presencia sublime de la Verdad. El Ideal es el ensueño
y el lamento de la patria divina; la Iniciación, ese templo de los elegidos, es su
clara remembranza, la posesión misma.
Construyendo la categoría del Ideal, el iniciado Platón creó un refugio;
abrió el camino de salvación a millones de almas que no pueden llegar en esta
vida a la iniciación directa, pero aspiran dolorosamente a la verdad. Platón
hizo así de la filosofía el vestíbulo de un santuario futuro, convidando a él a
todos los hombres ele buena voluntad. El idealismo de sus numerosos hijos
paganos o cristianos, nos aparece como la sala de espera de la grande
inicación.
Esto nos explica la inmensa popularidad y la fuerza radiante de las ideas
platónicas. He aquí por qué la Academia de Atenas, fundada por Platón, duró
siglos y se prolongó en la gran escuela de Alejandría. He aquí por qué los
primeros Padres de la Iglesia rindieron homenaje a Platón; he aquí por qué
San Agustín tomó de él las dos terceras partes de su teología. Dos mil años
habían pasado desde que el discípulo de Sócrates había exhalado el último
suspiro a la sombra de la Acrópolis. El cristianismo, las invasiones de los
bárbaros, la Edad Media había pasado sobre el mundo. Pero la antigüedad
renacía de sus cenizas. En Florencia, los Médicis quisieron fundar una
academia y llamaron a un sabio griego, desterrado de Constantinopla, para
organizarla. ¿Qué nombre le dio Marsile Ficin?. La llamó la academia
platónica. Hoy mismo, después que tantos sistemas filosóficos, construidos
uno sobre otros se han hundido en el polvo; hoy, que la ciencia ha investigado
la materia en sus últimas transformaciones y se vuelve a encontrar enfrente de
lo inexplicado y de lo invisible; hoy aún, Platón vuelve a nosotros. Siempre
sencillo y modesto, pero radiante de juventud eterna, nos tiende el ramo
sagrado de los Misterios, el ramo de mirto y de ciprés con el narciso: la flor
del alma que promete el divino renacimiento en una nueva Eleusis.

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