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Dentro de unos pocos minutos comenzará el próximo ataque. Ahora que por primera
vez me rodean todos los miembros de mi familia parece muy indicado que se realice una
grabación completa de un hecho tan único. Aquí tendido –pudiendo apenas respirar, la
boca llena de sangre y cada temblor de mis manos reflejado en el atento ojo de la cámara
que está a dos metros de distancia–, comprendo que a muchos les parecerá curioso el
tema que he elegido. Esta película será, en todos los sentidos, el producto último del
cine doméstico, y sólo espero que quien lo vea reciba una idea del inmenso afecto que
siento por mi esposa, y por mi hijo y mi hija, y del afecto que ellos, a su manera única,
sienten por mí. Ha pasado media hora desde la explosión, y en esta sala antes tan
elegante reina el silencio. Yo estoy tendido en el suelo, al lado del sofá, mirando la
cámara instalada fuera de mi alcance en el cielo raso, sobre mi cabeza. En esta
inquietante calma, interrumpida sólo por la suave respiración de mi esposa y por el
movimiento irregular de mi hijo sobre la alfombra, veo que casi todo lo que he armado
con tanto cariño durante los últimos años ha sido destruido. Mi Sèvres está en la
chimenea, roto en mil pedazos, los rollos de Hokusai perforados en una docena de sitios.
Pero a pesar del extenso daño todavía se puede reconocer a esta escena como la escena
de una reunión familiar, aunque de características un tanto especiales.
Mi hijo David se agazapa a los pies de la madre y apoya la barbilla en la alfombra
persa despedazada; una serie de manchas, las huellas que ha dejado con las manos,
señala su lento avance. De tanto en tanto, cuando levanta la cabeza, veo que sigue vivo.
Sus ojos me miran, calculando la distancia que nos separa y el tiempo que tardará en
llegar a mí. Su hermana Karen está a poco más de un brazo de distancia, tendida al lado
de la caída lámpara de pie entre el sofá y la chimenea, pero no le presta atención. A
pesar del miedo, siento que me colma de orgullo el hecho de que haya dejado a la madre
y haya emprendido ese inmenso viaje hasta mí. Preferiría, por su propio bien, que se
quedase quieto y conservase las pocas fuerzas y tiempo que le quedan, pero avanza con
toda la determinación que puede mostrar su cuerpo de siete años.
Mi esposa Margaret, sentada en el sillón que mira hacia donde estoy yo, levanta la
mano como para hacer una confusa advertencia y luego la deja caer fláccidamente en el
embadurnado apoyabrazo color damasco. Distorsionada por la mancha de lápiz labial, la
breve sonrisa que me otorga podría parecerle irónica y hasta amenazadora al espectador
casual de esta película, pero yo simplemente vuelvo a quedar impresionado por su
notable belleza. Mientras la miro, aliviado de que probablemente no vuelva a levantarse
nunca más del sillón, pienso en nuestro primer encuentro diez años atrás, también,
como ahora, bajo la mirada benévola de la cámara de televisión.
Desde el principio hicimos una hermosa pareja, compartiendo todos nuestros intereses,
pasando más tiempo juntos en la pantalla que ninguna pareja conocida. A su debido
tiempo, mediante AID, fue concebida y nació Karen, y poco después de su segundo
cumpleaños en al jardín de infantes residencial se le agregó David.
Siguieron otros siete años de felicidad doméstica. Durante ese período me labré una
notable reputación como pediatra de ideas avanzadas por mi defensa de la vida familiar:
esa unidad fundamental, como yo decía, de cuidados intensivos. Insistía reiteradamente
en que se instalasen más cámaras en las casas de integrantes de familias, y provoqué
una vigorosa polémica al sugerir que las familias debían bañarse juntas, andar desnudas
sin vergüenza por sus respectivos dormitorios, y hasta que los padres deberían asistir
(aunque no en primer plano) al nacimiento de sus hijos.
Fue durante un agradable desayuno familiar compartido que se me ocurrió la
extraordinaria idea que cambiaría tan dramáticamente nuestras vidas. Yo miraba la
imagen de Margaret en la pantalla, disfrutando de la belleza de la máscara cosmética
que usaba ahora; esa máscara, que se volvía más gruesa y más trabajada a medida que
pasaban los años, la hacía parecer cada vez más joven. Yo gozaba de la manera
elegantemente estilizada en que nos presentábamos ahora al otro: por fortuna habíamos
pasado de la seriedad de Bergman y de los amaneramientos fáciles de Fellini y
Hitchcock a la serenidad clásica y a la sutileza de René Clair y Max Ophuls, aunque los
niños, con su pasión por la cámara de mano, se parecían a otras tantas miniaturas de
Godard.
Recordando la manera brusca en que Margaret se me había mostrado la primera vez,
comprendí que la prolongación lógica de esa franqueza –sobre la que yo efectivamente
había edificado mi carrera– era que todos nos encontrásemos en persona. Durante toda
mi vida, reflexioné, yo nunca había visto, y mucho menos tocado, otro ser humano.
¿Quiénes mejor, para empezar, que mi propia mujer e hijos?
Le propuse la idea a Margaret con vacilación, y me encantó que aceptase.
–¡Qué idea extraña, y maravillosa! ¿Por qué diablos no se le habrá ocurrido a nadie
antes?
Decidimos instantáneamente que la arcaica prohibición de encontrarse con otro ser
humano sólo merecía que no se le hiciese caso.
Sin embargo, arreglamos un inevitable segundo encuentro. Todavía no entiendo por qué
lo hicimos, pero a ambos parecían empujarnos esos mismos motivos de curiosidad y
desconfianza que aparentemente más temíamos. Hablando todo tranquilamente con
Margaret me enteré de que ella había sentido hacia mí la misma aversión que yo había
sentido hacia ella, la misma oscura hostilidad.
Decidimos que al siguiente encuentro llevaríamos a los niños, y que usaríamos todos
maquillaje e imitaríamos lo más fielmente posible nuestro comportamiento de la
pantalla. Así que tres meses más tarde Margaret y yo, David y Karen, esa unidad de
cuidados intensivos, nos juntamos por primera vez en mi sala de estar.
Karen se está moviendo. Ha girado sobre el soporte de la lámpara de pie y ahora tengo
su cuerpo de frente, sobre la alfombra manchada de sangre, tan desnudo como cuando
se desvistió delante de mí. Ese acto provocativo, quizá destinado a despertar alguna
fantasía incestuosa enterrada en la mente del padre, desató la explosión de violencia que
nos ha dejado ensangrentados y exhaustos en las ruinas de mi sala de estar. A pesar de
las heridas que tiene en el cuerpo, las magulladuras que le deforman los pechos
diminutos, me recuerda la Olympia de Manet, tal vez pintada unas horas después de la
visita de un cliente psicótico.
Margaret también observa a su hija. Sentada, inclinada hacia adelante, enfrenta a
Karen con una mirada que es a la vez posesiva y amenazadora. Fuera de una breve
embestida a mis testículos, no me ha prestado atención. Por algún motivo las dos
mujeres se han elegido mutuamente como blanco principal, así como David ha volcado
toda su hostilidad sobre mí. No esperaba que tuviese las tijeras en la mano la primera
vez que lo abofeteé. Ahora lo tengo a sólo unos pocos centímetros de distancia,
dispuesto a lanzar el ataque final. Por alguna causa pareció indignarlo especialmente la
exhibición de ositos de felpa que había montado para él con tanto cuidado, y por todo el
piso se ven jirones de esos animales despedazados.
Afortunadamente ahora puedo respirar con un poco más de libertad. Muevo la
cabeza para observar la cámara del cielo raso y a mis concombatientes. En conjunto
presentamos un aspecto grotesco. El grueso maquillaje de televisión que todos
decidimos usar se ha disuelto formando una serie de extravagantes máscaras de
carnaval.
De todos modos estamos juntos al fin, y mi afecto hacia ellos supera esos pequeños
problemas de acomodamiento mutuo. En cuanto llegaron, la magulladura en la cabeza
de mi hijo y los oídos sangrantes de mi mujer denunciaron el estallido de una refriega
potencialmente mortal. Sabía que sería un tiempo de prueba. Pero al menos estamos
empezando, sentando modestamente la posibilidad de una nueva clase de vida familiar.
Todo el mundo respira con más fuerza, y no hay duda de que el ataque comenzará
dentro de un minuto. Veo las tijeras ensangrentadas en la mano de mi hijo, y recuerdo el
dolor de cuando me las clavó. Me acomodo contra el sofá, preparado para patearlo en la
cara. En el brazo derecho quizá tengo fuerzas suficientes para vérmelas con quien
sobreviva del enfrentamiento final entre mi mujer y mi hija. Sonriéndoles
cariñosamente, con la rabia espesándome la sangre en la garganta, sólo soy consciente
de mis sentimientos de infinito amor.