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Quince días en las dos vidas de Margaret Thomson

El día en que Margaret abortó no hubo clase en la universidad. Era de mañana cuando salió lista para
enfrentar la vida que le había tocado, a sus dieciocho años. Debía estar temprano esperando que su
nombre le concediera el ingreso al consultorio, pero ese día llegó tarde y tuvo que llamar a la puerta.
Necesitaría comer bien para enfrentar los embates de una batalla que entonces no conocía, pero no
tuvo tiempo: ese día hubo tropel en la universidad, los encapuchados cerraron el campus.
- En ese entonces cerraban las puertas con soldadura, me recuerda.
Eran las tres y media, su nombre debía sonar a las cuatro, la hora de la cita. Sólo sonaron los golpes
de matraca, olía a ese amargo de los gases, y no tenía de otra que correr. Esos ruidos de su historia se
contrastan con la calma de este parque, donde estamos sentados, y donde sentimos la confianza de
estar solos.
Dimos algunos giros antes de empezar a hablar: mirábamos los gatos de aquella noche, la banca, y a
nosotros mismos. La luna ese día nos confundía. Eran los últimos recursos para la vista, al fin y al
cabo. Ahora nuestros ojos serían el recuerdo. Íbamos a recorrer uno. Abrimos una cerveza que nos
acompañó. Abandonamos el parque para salir hacía un día desconocido de mayo, cuando coincidieron
las señales y las confirmaciones.
Margaret tenía clarísimas dos cosas en su vida: no quería tener un hijo y no necesitaba la aprobación
de nadie para conseguirlo. Desde hacía mucho tiempo la menstruación le hacía saber que el mes
anterior había salido bien librada, pero ese mes de mayo dejó pasar los días sin la advertencia, o más
bien, sin la advertencia que esperaba. Todos los que tienen vida sexual activa, añadió, guardan esos
miedos. Seguramente el que no los ha vivido no sabe de tragedias.
Ese día había amanecido con los presagios de una sospecha.
Una de sus amigas debió recibir una llamada, muy cerca de las ocho. Margaret necesitaba preguntarle
dónde confirmaban las sospechas sobre su propio cuerpo. Se citaron en Floridablanca, en un día que
había sido tan fugaz como pendenciero. Ese día a la salida del laboratorio, en una banca, un poco
antes de las diez había descubierto que un espermatozoide había atravesado la membrana celular de
su óvulo, por cuenta de una simple palabra que la fustigaba a través de los ojos de su amiga.
-Cuando ella abre el sobre, me lanza una mirada y yo sólo pude decirle: ¡yo no voy a tener
un hijo ahorita!
No pensaba en otra cosa. No pensaba si hacerlo estaría bien o estaría mal. Otra respuesta ante la
mirada de su amiga no habría sido siquiera posible. Para Margaret las decisiones siempre habían sido
objeto de tormento, un momento de incertidumbres y vacilaciones: una hojarasca de causas y efectos,
métodos y consecuencias. Se sentía mal por su decisión, era el peso de una educación fundada en la
virtuosa madre que podría ser, y no en la mujer que debía decidir. Se sentía asediada por unas ideas
fundadas con harto tiempo de sobra: se sentía mal pero ese sentimiento no la iba a hacer retroceder.
La experiencia, su madre y su abuela, le hacía saber que la responsabilidad no iba a caer sobre nadie
más que en ella, por eso Margaret a sus dieciocho años sabía que las acciones del presente
determinaría toda su vida: para aprender a decidir sobre su vida sólo había una sola alternativa:
decidir.
-¡Yo no voy a tener un hijo ahorita! – repitió.
La determinación de su respuesta no era el producto de una confusión, sino el resultado de sus
experiencias, de los cambios en su vida, de las personas que conocía, de las historias que escuchaba,
pero sobre todo, era el resultado de una odisea. Lo único que podía carcomerle las carnes era saber
que había anotado la dirección de su casa al momento de la prueba, porque la imaginación hace a
veces las tareas de un tormento.
Había participado durante mucho tiempo en la pastoral de la iglesia, muy cerca de su casa, motivada
por su madre, muchos años antes de saberse decidida a abortar. La tradición la persiguió durante
mucho tiempo, haciéndole ver que la pureza de la Virgen era la pureza de una madre, era la virtud de
la obediencia, que se traducía en los valores carceleros de encerrar a la madre al cuidado del hijo, y
de otro más baboso, del padre. Pero no sólo mujer y madre era un binomio, mujer y madre era un
absoluto.
Margaret me confesó que no fue en la iglesia donde escucho la oposición al aborto; fue duramente
preparada para no nunca abortar en su colegio. Recuerda que le pusieron en clases un video en donde
un feto imploraba: “¡no me arranques mi patita!”. Sus manos y su cara me indican lo absurdo que
parecía. Y como dos negaciones equivalen a una afirmación, la imagen virtuosa de la madre se
conjugaba con el terror en su colegio, forjaban un poder simbólico que la preparaba para nunca decidir
lo que era o no conveniente para su vida.
- Es un peso absurdo que ponen sobre las chicas, desde edades tempranas ¡las ponen en
situaciones vulnerables! – me responde cuando le pregunto por los movimientos actuales de
“pro-vida”. Su semblante cambia, su mirada deja recorrer el camino de los gatos. Percibo en
su mirada el sentimiento del que ya me habla el tono de sus palabras-. Te ponen en frente un
feto más grande que tu mano, con brazos, piernas, ojos, y te dicen que tiene dos semanas ¡En
ese corto tiempo a penas te estás enterando que estás embarazada! Esa gente ni se imagina
las consecuencias que tiene para una mujer –cierra con tozudez.
La fecundación para los católicos es semejante al milagro de la concepción de Jesús, todo un misterio:
un sueño, una paloma, y voilà, ¡navidad! Un cigoto de dos semanas es entonces un cuerpo humano,
reducido a la miniatura. Basta agua y esperar a que se infle, durante nueve meses. Es equivoco llamar
estatua al cobre en estado de fusión, y al hombre feto, corrige Epicteto, lejos, muy lejos, en el siglo
II. Los sueños de la concepción no son más que eso, sueños filisteos, para los católicos.
Margaret detiene su historia un momento para contarme una intimidad. Y me sonrío, ante la frase que
sigue rondando en mi cabeza: nada permanece, todo está dispuesto a perecer. Años más tarde, su
mejor amiga, y amiga de pastoral, luego de contarle de su decisión, habría de confesarle que de
encontrarse ante una situación semejante, no dudaría en sostenerse en la decisión que Margaret había
tomado junto a su amiga, ese día en una banca de Floridablanca.
Floridablanca estaba a cuarenta minutos de una siguiente parada que todavía no le rondaba en la
cabeza. Ese pueblo tiene el peor de los climas, y entre aquel desorden y premura Margaret y su amiga,
sentadas en aquella banca que comenzaba a calentar, intercambiaron las últimas palabras y finalmente
se despidieron.
-Yo conozco un lugar –le dijo a Margaret, anticipando su adiós.
Lo conocía porque al momento de hacerse una prueba de embarazo, tiempo atrás, el asistente del
lugar le había sabido decir dónde se “deshacían” de los resultados. No había plata para un taxi,
entonces tomó un bus inmediatamente, y antes de las doce ya estaba en una clínica de abortos, el
consultorio de un ginecólogo desconocido, frente a una secretaria hermosa, como la recuerda ella,
haciéndole notar lo que ella no quería, en realidad: no buscaba una consulta, ni mucho menos una
valoración. Sabía que tenía un problema y necesitaba la solución. A eso venía. Y como si todo tuviera
cerca de su contrario, apareció la figura horrenda del médico que oyéndolos, sabía adivinar el motivo
de la inesperada “consulta”.
-Era gordo, calvo, feo: era un malparido.
El malparido salió de una puerta situada al fondo de donde se exhibía el nombre y su profesión. Era
un lugar conocido por hacer abortos clandestinos. Abortar es cosa de hoy, ni fue ni es un asunto
invariable, ni en su aplicación ni la actitud hacia él. No siempre fue penalizado, ni tampoco
clandestino. Lo cierto es que para la Margaret si lo era; lo cierto es que no es más que un asunto de
mujeres. Era clandestino, costoso y con la balanza puesta contra ella: era inseguro.
-Era un garaje, tenía unas escaleritas pequeñas – me indica con señales de sus manos un
dibujo hecho en el aire – tenía una ventana de vidrio que decía: consultorio ginecológico, y
los logos. Una mujer, la bonita, sentada en el mostrador, unas sillitas, y una puerta al fondo.
Ahí donde era el consultorio. Ahí, cuando salió, me hizo seguir. Era blanco con algo de
madera, como de casas viejas. Tenía un escritorio, dos sillas. En las paredes colgaban los
diplomas y todas esas mierdas. A mano derecha estaba la camilla, contra la pared estaba el
lavamanos y al lado había un pequeño estante con herramientas.
Su mirada la encuentro perdida, al menos muy lejos de este parque. Es como si estuviera junto a mí
una mujer que se ve dentro de aquella blancura que satura y quema. Era una férrea oposición, una
contradicción latente, que no esperaba. Era lo último que esperaba encontrar, y vivir. La vida de
Margaret, durante los quince días que tuvo aquel año, habría de cambiar rotundamente. Lo único
clandestino de aquella época no había sido el aborto, tener sexo también había sido una costumbre
que se hace debajo de las sábanas.
Esa noche los tíos de su novio debían salir, y salieron. Era el momento perfecto, cuando los tíos
conservadores, que se convertían en el lastre de cualquier relación sexual, abrían la posibilidad a la
voracidad de dos cuerpos jóvenes. Detrás de Margaret venía una estela de ingenuidad, inexperiencia
y curiosidad, y la acompañó durante el día que tuvieron sexo con Gonzalo. Él la había invitado a pasar
la noche en la casa de sus tíos, pero ella decidió que mejor iría simplemente de visita, aduciendo que
su madre no le había dado permiso, para esa noche dormir en la casa de su amiga María Luisa. Esas
tardes fueron la historia de toda una vida, llena de dos cuerpos desnudos e inseguros; fueron las tardes
porque sintió que se extendió en el tiempo, todas las tardes, en su cabeza.
-Qué de malas –se dice ella misma- era mi primera vez…
Las mujeres, para Gonzalo, tenían un comodín de primerizas. Entre los jadeos, al borde de caer entre
el centeno, el aliento le salió como una bocanada viciosa:
- La primera vez no pasa nada, le aseguró.
Era un comodín que seguramente Margaret no tenía, ni sus amigas, ni nadie. Para evitar esquivar esas
palabras, y con ello el lastre que vendría, hubiese necesitado de suerte, la sinceridad de él, quien ya
había tenido sexo antes o, lo más importante, haber tenido información, ciencia.
El papel de la ciencia, me cuenta más adelante, fue crucial al momento de afrontar la situación que
había atravesado ese año. Con ella había descubierto qué había pasado verdaderamente ese día, pudo
entender que el cigoto de entonces no era más que un conjunto de células, y que por lo tanto, un
“mami, no me cortes la patita”, no debía atormentarla. La primera pregunta que surgió de todo eso
fue qué le habían hecho, y sus lecturas le confirmaron que el procedimiento que le hicieron fue una
succión que le había causado dolor, que le había, sin saberlo, dejado caer las lágrimas; Margaret
entendió luego qué se practicó en realidad, cómo debía cuidarse, y sobre todo, entendió en que entre
lo que le habían hecho, el ginecólogo era un verdadero malparido. El examen que le hizo, en una
segunda cita, no era tal cosa.
- Me hizo desnudarme completamente. Estaba ahí, en la camilla, desnuda y expuesta. Se acercó
y comenzó a tocarme los senos, a masturbarme y luego a besarme. ¿No había otra forma de
hacerlo? Le pregunté, y me respondió que no, que tenía que excitarme para que mi útero
bajara y saber de qué tamaño estaba.
Ese mismo día el ginecólogo, a guisa de estratega, le introdujo la idea de que debía guardar el secreto,
que no debía contarle a nadie. Que no hablara con nadie de su decisión, que no lo comentara con su
pareja, ni a sus amigas. Además, en tres días debía ir al consultorio, a eso de las cuatro, a concretar
la decisión que había tomado. La intención concreta que disfrazaba en aquella parafernalia
aparentemente desinteresada, el ginecólogo, era la de aislarla, someterla a un estado tal de
vulnerabilidad en ella que tuviera que defenderse sola.
Le pregunté lo más lógico que se me vino a la mente, pero resultó ser todo un absurdo: por qué no
buscó otro lugar.
Toda mujer está desnuda cuando aborta…sobre todo cuando se ve obligada a hacerlo en condiciones
clandestinas. Margaret había buscado otras clínicas de aborto. María Luisa también se lo había
remendado, pero no tenían otras referencias. Las pastillas, el Misoprostol, no eran una opción: nada
es una opción cuando no se conoce. Encontró que en Medellín podría abortar. El plan era uno: decirle
a su madre que iría a pasear con María Luisa durante tres noches. De la misma manera que cuando
no se tiene dinero para un taxi se toma bus, a Margaret no le restó otra cosa que continuar en su
primera opción. Profamilia era igualmente costoso. Al no poder costear lo que necesitaba se sometió
a lo que le tocaba: la clínica donde el primer día, el médico le dio los precios sabiéndola con la
premura de quien no ha ahorrado nunca para una tragedia. Era tan caro como para no poder pagarlo.
Entonces el médico con la destreza de quien acostumbra a hacer negocios ubicó una silla a su lado,
posó su mano sobre una rodilla que no era suya y le dijo que él podía buscar otros medios de pago.
-Yo le dije que si –con la emoción de quien encuentra una solución a un problema
matemático-, le puedo ayudar a hacer aseo, a repartir volantes, en labores de archivo –y
termina diciendo: realmente le podía ayudar en lo que sea.
La verdad es que el modo de pago que el médico buscaba de niñas tan lindas como tú es otra.
Margaret se sobresaltó, y se levantó.
Creo ver la ira en los ojos de Margaret, y hasta creo que puede lanzarse al llanto. Cada vez sus gestos
se pronuncian más mientras me cuenta, eleva y deja caer los brazos con indignación.
Se alejó sin irse, sabiendo que una decisión como la de abortar, en una sociedad como la colombiana,
no deja muchos chances. Deja tres, pero sin buenas referencias. No se podía ir, pero tampoco podía
aceptar estar ahí. No era una elección libre, como buscan justificarla los que buscan prohibir. No era
una situación placentera, no era un nada de lo que aducen los verdugos de las mujeres. Tan sólo era
la primera de cuatro citas: tres a las que fue, y una cuarta que no resistió el peso de tener a un
malparido, como ella dice, acosándole. No le pensaba pagar ni un solo peso más.
Él hombre, gordo y feo: el malparido quería doblegarla a la dependencia suya cuando le infundía ese
veneno invisible del silencio. Pero Margaret sabía que nada hay peor que la soledad, que las luchas
se ganan con fuerzas. Antes de que el médico le infundiera sus intenciones, Margaret ya lo había
desafiado, en el periodo de esos tres días, a unos kilómetros de allí.
-Yo le conté a María Luisa y a otra amiga, porque ella no sabía. El día que tuve que ir
nuevamente, ellas dos me acompañaron.
También le contó a su novio, pero esta parece otra historia marginal. A la final si acabó por contarle.
- Fue inútil, pero igual le dije, me confiesa con resignación.
Fue una tarde, a la víspera. Encuentro una risita burlesca que se dibuja en la boca de Margaret. Unos
palitos de queso, con una salsa que sabe a yogurt, acostumbrados a acompañar la salida de clases,
fueron los antecedentes de aquel día. Margaret no fue capaz de contarle mientras comían porque a
pesar de que sabía que no iba arrepentirse, el peso de un juicio era el último que le hacía falta. Sólo
hasta cuando terminaron de comer, y antes de tomar el bus, Margaret le enumeró los hechos sabiendo
que estaba cerca de irse. La respuesta dejó en el aire muchas cosas, pero una cosa quedó muy clara:
no cuente conmigo.
- Hoy, pienso que lo que hizo estuvo mal, me dice. Tenía dos opciones: acompañarme o no
involucrarse. Igual sabía que lo iba a hacer, entonces prefirió dejarme sola.
Gonzalo tenía en su cabeza que el que no toca no se ensucia, de seguro. Tomó el autobús, con
dirección a su casa, y se alejaron. Fue inútil, pero igual le dije, recuerdo que me había dicho. A los
tres días debía regresar al consultorio blanco donde la esperaba un sonido bestial, un frio hostil, una
condena a la que no la había sometido su embarazo, sino fuerzas más lejanas, más inexplicables en
su momento. Había una raza de sotanas, de viejos leguleyos, una tradición mordaz en la que la mujer
tiene las mismas posibilidades de decidir que un esclavo: el conjunto de esos patrones mortales eran
los que la condenaban a la clandestinidad. Y esta última era la causa de su tormento, era la tradición
plagada en las paredes de su escuela, de su familia, y por qué no, en ella misma. De todos estos, sólo
ella tenía el deber, pero no el derecho de decidir. Aun así, decidió ejercer lo que no se posee.
Lejos, sus verdugos, a los que no les conoce la cara, amparados en el dios de los judíos saben muy
bien de qué se tratan los abortos, sabe que penalizando no se abandonas las ideas. Muy claro tienen
que a la mitad de la humanidad hay que castigarla para que coja escarmiento. Por eso el aborto es el
centro de la contienda y por eso un médico puede violar a una niña asustada, y sin que un viento les
remueva las sotanas.
Al tercer día, Margaret abortó.
La clandestinidad, el lugar marginal donde reposa todo un velo oscuro: la clandestinidad no es una
clínica escondida, es la oscuridad de las ideas, de la información. La clandestinidad, es hacer
inaccesible el peso del terror, de la mentira. La clandestinidad es el precedente de la desesperación y
la desnudez, es el terreno de los abusos y hasta de lo irreparable. A lo único que una sociedad somete
a lo clandestino es lo que no desea. Lo arroja a lo clandestino porque sabe que no desaparece, porque
no le queda otra opción que disolver en un arenal la hipocresía que agrada en la mesa de las familias.
Que las mujeres mueran, si no obedecen. La clandestinidad fueron las palabras del médico, a la salida:
- Límpiese –le ordenó, imperativo, con un tono desagradable-, que nadie vea que estaba
llorando. Y a la salida no vaya a llorar porque sospechan. Salga del consultorio –fueron las
últimas palabras. No lo volvió a ver.

Margaret tuvo que acudir a la ciencia para declararle una guerra a las hostilidades de la superstición
y la humanización de las células, por ella y por las demás mujeres. Alguna amiga suya podía necesitar
de su experiencia, y debía prepararse. Pero en primer lugar debía resolver las causas de sus dolores.
El primero que se asestó fue el peso de todo lo que antes había luchado por desechar: el ser una
asesina. Durante el aborto no sintió un dolor tan fuerte como el de sentir que asesinaba a un niño.
-Fue paradójico porque creía que había matado a un niño, pero sentía que había hecho bien.
Y me sentía muy mal por eso, hasta que me di cuenta que nadie puede ser asesino sin un ser
humano al que matar. Un feto no es un ser humano, es eso, un feto. Pero me costó años en
superarlo.
Ahora sabe que no fue una asesina, porque para ser una asesina hay que matar a alguien. Y eso, es en
realidad lo que están haciendo los guardianes de una tradición que se osifica pero todavía late. El
asesino es en verdad más cruel que quien mata con el auxilio de arma y de la espada, pero no tiene
rostro. Bien o mal, es un escenario de masacres, como lo decía un grupo juvenil de la parroquia. Lo
que no especificaron es que seres humanos, en esta historia, solo son mujeres.
- Con un gancho, o una cuchara, con lo que hubiera que hacerlo, la decisión está tomada, aun
cuando no supiera ni donde ni cuando, habría de hacerlo. Si la muerte era parte del proceso,
prefería morir. No quería tener un hijo con la persona con la que estaba, y si la muerte viniera,
lo asumía.
De hecho, cuando Margaret salió de del consultorio, herida e imposibilitada de un llanto sus amigas
la esperaban afuera. Caminaron en silencio hasta una droguería donde debía comprar los antibióticos,
luego tomó un taxi y se separó de sus dos guardianas. Sentía que en cada bache se iba a quedar sin
cuerpo. Tenía miedo de manchar el taxi y ahora tener que enfrentar otro problema. Tres días duró en
su casa, adolorida, con el peso de sentirse asesina, con la soledad de no poder contar con sus cercanos,
ni su pareja.
- ¡Vete para la clínica, vete para la clínica!, le imploraba Mara Luisa por el teléfono.
Margaret prefería morir desangrada a que su familia se enterara, a que el Estado la condenara. Las
toallas higiénicas no dieron abasto para una secuela que la dejaba sin sangre. Sentía que esa noche se
instalaba en sus parpados. Bajó a cuarenta y cinco kilos, perdió el apetito, y en su cabeza solo rondaba
un bebé, formado, gritando lo que le habían enseñado en el colegio. Ahí fue donde se le ocurrió sacar
una cita de ginecología para probar suerte. Lo primero que hizo cuando atravesó la puerta fue
atravesarle una mirada a quien sería su verdugo o su salvación. Hay quienes en el rostro dejan ver lo
que tiene en las ideas. Era una chica joven, acordaron no registrar la historia. Un problema de
cicatrización le había estado chupando la sangre, acorralándola en una debilidad absoluta.
Luego de tres días Margaret se sintió mejor.
Esa sería la última vez que iría a un médico en mucho tiempo, creyendo que algún rastro de su cuerpo
le diría al doctor que ella había ofendido a sus verdugos. Su familia nunca lo supo, y nunca habría de
saberlo. Margaret se ríe ahora, y de pronto su mirada se vuelve a perder en un acto de reflexión. Un
día podría hablar con su mamá, se contradice con la actitud de quien evalúa una posibilidad. Su madre
también había tenido un embarazo joven, ella. Tenía una relación complicada con su pareja, y también
quiso abortar. La diferencia entre su madre y ella es que luego del embarazo a su madre la arrojaron
a la calle, sin abandonar el hilo que une a la cosa con su dueño. Estaba en la calle, pero su padre la
persiguió, sabiéndola capaz de tomar una decisión que en una época del siglo XX, pasaba menos por
las posibilidades.
- Mi mamá me entendería. Le dolería mucho pero me entendería.
- ¿Y su abuela?, le pregunto.
- Me excomulga, se ríe.
Será un secreto familiar, uno de esos que son verdaderos porque nadie lo conoce. Es una paradoja
porque si alguien le preguntara Margaret no negaría lo que ha pasado. Pero la idea de que le pregunten
tal vez no pasará por la mesa de su casa. De seguro saben todos que esas cosas pasan, en algún lugar
oscuro, pérfido, donde las mujeres sufren. Pero no se imaginan que un aborto, la posibilidad de
descompletar la asistencia, está sentada a la diestra de cada una.
- Bueno, no me excomulgaría –continúa, con una risa que pone fin a nuestra noche-. Sólo
creería que soy una asesina.

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