Está en la página 1de 1

“De los primitivos cristianos se podía afirmar con toda propiedad que eran portadores de una llave,

o lo que ellos llamaban llave. Todo el movimiento cristiano consistió en proclamar que poseían esa
llave (…) Afirmaba, por el contrario, que había una llave y que ellos la poseían y que ninguna otra
llave era semejante a aquélla. En este sentido se puede afirmar que era tan estrecha como se quiera.
Lo que ocurre es que resultó ser la llave que podía abrir la prisión del mundo entero y permitir
contemplar la blanca luz diurna de la libertad.

El credo era como una llave en tres aspectos que se pueden resumir muy adecuadamente bajo este
símbolo. En primer lugar, la llave es, sobre todo, un objeto dotado de una determinada forma, y de
conservar esta forma original depende enteramente su eficacia. El credo cristiano es, por encima de
todo, la filosofía de las formas y el enemigo de lo informe. En esto se diferencia de toda esa infinidad
informe, de los maniqueos o de los budistas, que forma una especie de charca de la noche en el
oscuro corazón de Asia: el ideal de borrar de la creación a todas las criaturas. En ello se diferencia
también de la análoga vaguedad del evolucionismo: la idea de unas criaturas que pierden
constantemente su forma. Un hombre al que dijeran que la llave de su puerta se habría derretido
junto a otro millón de llaves en una unidad budista, se sentiría ciertamente molesto. Pero, un
hombre al que dijeran que su llave estuviera creciendo y echando brotes en su bolsillo, y
ramificándose en nuevas muescas o complicaciones, no se sentiría más contento.

En segundo lugar, la forma de una llave es, en sí misma, una forma bastante fantástica. Un salvaje
que no supiera lo que es una llave, tendría grandes dificultades para adivinar de qué se podría tratar.
Y es fantástica porque en cierto sentido es arbitraria. Una llave no es algo abstracto y, en ese sentido,
no es materia de discusión: o encaja o no encaja en la cerradura. Es inútil que los hombres se
pongan a discutir sobre ella, ya sea considerándola en sí misma, o reconstruyéndola basándose en
principios de mera geometría o arte decorativo. No tiene sentido que un hombre diga que le
gustaría una llave más sencilla; sería mucho más sensato que probara con una palanca.

Y en tercer lugar, en cuanto que la llave está necesariamente sujeta a un patrón, nuestro credo era
una llave con un patrón en algunos aspectos muy elaborado. Cuando la gente se queja de que la
religión se complica muy pronto con la aparición de la teología y cosas por el estilo, se olvida de
que el mundo no sólo había caído en un agujero, sino en un auténtico laberinto de agujeros y de
esquinas. El problema era complicado. No se trataba simplemente del pecado, sino de un mundo
lleno de secretos, de errores insondables e inexplorados, de enfermedades mentales inconscientes,
de peligros en todas direcciones. Si la fe hubiera hecho frente al mundo solamente con los tópicos
sobre la paz y la sencillez de espíritu a la que algunos moralistas la habrían confinado, no habría
tenido el más mínimo efecto en ese lujoso y laberíntico manicomio. El efecto que produjo esta llave
es lo que ahora, a grandes rasgos, trataremos de describir. De momento basta decir que había
muchos aspectos en torno a la llave que parecían complejos. De hecho, sólo una cosa en torno a
ella era sencilla: abría la puerta”.

G.K. Chesterton, El hombre eterno, Madrid, Cristiandad, 2009, 273-275.

También podría gustarte