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¿Por qué soy católico? (G. K.

Chesterton)
G. K. CHESTERTON NARRACIONES

La dificultad de explicar por qué soy católico reside en que hay diez mil razones que se elevan todas
a una sola razón: que el catolicismo es verdadero. Podría llenar mi espacio con frases sueltas que
comenzaran con las palabras: «Es lo único que...», como, por ejemplo, es lo único que de verdad
evita que un pecado sea un secreto. O es lo único en lo cual lo superior no puede estar por encima,
en el sentido de ser altanero. O es lo único que libera al hombre de la degradante esclavitud de ser
un producto de su época. O es lo único que habla como si fuera cierto: como si fuera un auténtico
mensajero que se negase a alterar un mensaje auténtico. O es la única forma de cristianismo que de
verdad incluye a todos los tipos de hombre, incluso al hombre respetable. O es el único gran intento
de cambiar el mundo desde dentro; valiéndose de voluntades y no de leyes; etcétera. O podría tratar
la materia de manera personal y describir mi propia conversión, pero resulta que tengo la fuerte
sensación de que este método hace que la empresa parezca mucho más pequeña de lo que en
realidad es.

Grandes cantidades de hombres mucho mejores se han convertido a religiones mucho peores.
Preferiría en gran medida decir aquí de la Iglesia católica precisamente las cosas que no se pueden
decir de sus muy respetables rivales. En resumen, de la Iglesia católica diría principalmente que es
católica. Preferiría intentar sugerir que no es sólo más grande que yo, sino más grande que cualquier
cosa en el mundo, que es, de hecho, más grande que el mundo. Pero, ya que en este pequeño
espacio sólo puedo centrarme en un aspecto, la contemplaré en su cualidad de guardiana de la
verdad.

El otro día, un escritor conocido, por lo demás bastante bien informado, dijo que la Iglesia católica
era siempre un enemigo de las ideas nuevas. Tal vez no se le ocurriera que su propio comentario no
tenía exactamente la naturaleza de una idea nueva. Es un concepto que los católicos han de estar
refutando de manera continua, porque es una idea muy vieja. Es más, aquellos que se quejan de que
el catolicismo no puede decir nada nuevo rara vez creen necesario decir nada nuevo sobre el
catolicismo. En realidad, un verdadero estudio de la historia demostrará que es curiosamente
contraria a tal hecho. En la medida en que las ideas realmente son ideas y en la medida en que tales
ideas pueden ser nuevas, los católicos han sufrido de manera continua por sostenerlas cuando de
verdad eran nuevas, cuando eran demasiado nuevas para encontrar cualquier otro apoyo. El católico
no sólo iba por delante, sino que se encontraba solo, y aún no había nadie allí que entendiese lo que
había encontrado.

De este modo, por ejemplo, cerca de doscientos años antes de la Declaración de Independencia y de
la Revolución Francesa, en una época consagrada al orgullo y alabanza de los príncipes, el cardenal
Bellarmine y el español Suárez establecieron con lucidez toda la teoría de la auténtica democracia.
Pero en aquella era del Derecho Divino ellos sólo dieron la impresión de ser unos jesuitas sofistas y
sanguinarios, que merodeaban con puñales para ejecutar el asesinato de reyes. Así, de nuevo, el
casuismo de las escuelas católicas dijo todo cuanto en realidad se podía decir sobre las
problemáticas obras y las problemáticas novelas de nuestra propia época, doscientos años antes de
que se escribiesen. Dijeron que había en verdad problemas de conducta moral, pero tuvieron el
infortunio de decirlo con doscientos años de adelanto.
En un tiempo de fanatismo demagógico y de ituperio libre y fácil, ellos simplemente consiguieron
que les llamaran mentirosos y evasivos por ser psicólogos antes de que la psicología estuviera de
moda. Resultaría sencillo proporcionar otros muchos ejemplos hasta nuestros días, y el caso de
ideas que son aún demasiado nuevas para que se entiendan. Hay pasajes en la encíclica Rerum
Novarum del Papa León XIII (también conocida como «Encíclica sobre el trabajo», promulgada en
1891) que sólo ahora están comenzando a ser utilizados como consejos para movimientos sociales
mucho más nuevos que el socialismo. Y cuando el señor Belloc escribió sobre el «estado servil»,
avanzó una teoría económica tan original que casi nadie se ha dado cuenta aún de cuál es. Dentro de
unos pocos siglos, otras personas la repetirán, y la repetirán mal. Y entonces, si los católicos se
oponen, su protesta se verá explicada con facilidad por el bien conocido hecho de que a los
católicos nunca les importan las ideas nuevas.

No obstante, el hombre que hizo ese comentario sobre los católicos quería decir algo, y es sólo
hacerle justicia el entenderlo con mayor claridad de la que empleó en afirmarlo. Lo que él quería
decir era que, en el mundo moderno, la Iglesia católica es de hecho el enemigo de muchas modas
influyentes, la mayoría de las cuales dicen aún ser nuevas, aunque muchas están empezando a ser
un poco añejas. En otras palabras, en la medida en que quería decir que la Iglesia a menudo ataca lo
que el mundo sostiene en un momento dado, tenía toda la razón. La Iglesia sí se lanza a menudo en
contra de la moda de este mundo que expira, y tiene la suficiente experiencia para conocer la gran
rapidez con la que expira. Pero para entender con exactitud lo que implica, es necesario adoptar una
perspectiva bastante más amplia y tener en cuenta la naturaleza última de las ideas en cuestión,
considerar, por así decirlo, la idea de la idea.

Nueve de cada diez ideas que llamamos nuevas son simplemente viejos errores. La Iglesia católica
tiene por una de sus principales obligaciones la de impedir que la gente cometa esos viejos errores,
evitar que los cometa una y otra vez de manera sucesiva, como hace en todo momento la gente si se
la deja a su suerte. La verdad sobre la actitud católica hacia la herejía, o como dirían algunos, hacia
la libertad, quizás se puede expresar de la mejor manera por medio de la metáfora de un mapa. La
Iglesia católica porta algo parecido a un mapa de la mente que se asemeja el mapa de un laberinto,
pero que en realidad es una guía del mismo. Ha sido compilado a partir de un conocimiento que,
aunque se ha considerado un conocimiento humano, no tiene ningún igual humano.

No hay otro caso de una institución inteligente continua que haya estado meditando acerca del
pensamiento durante dos mil años. Como es natural, su experiencia abarca prácticamente todas las
experiencias, y en especial prácticamente todos los errores. El resultado es un mapa en el cual se
hallan señaladas con claridad todas las calles cortadas y las carreteras en mal estado, todos los
caminos cuya inutilidad ha quedado demostrada por la mejor de todas las pruebas: la prueba de
aquellos que las han recorrido.

En este mapa de la mente los errores se señalan como excepciones. La mayor parte de él consiste en
patios de recreo y felices cotos de caza, donde la mente puede disponer de tanta libertad como
desee, por no hablar de la cantidad de campos de batalla intelectuales en los que la lucha se
encuentra indefinidamente abierta y sin decidir. Pero éste sin duda carga con la responsabilidad de
señalar que ciertos caminos no llevan a ninguna parte o conducen a la destrucción, a una pared
vertical o a un precipicio escarpado. Por estos medios, evita que los hombres pierdan el tiempo o la
vida por sendas que ya se ha descubierto que son fútiles o desastrosas una y otra vez en el pasado,
pero que, de otro modo, podrían atrapar a los viajeros una y otra vez en el futuro. La Iglesia se hace
responsable de prevenir a su gente contra éstas; y de éstas depende el verdadero tema de este caso.

Defiende a la humanidad de forma dogmática de sus peores enemigos, esos monstruos devoradores,
vetustos y terribles de los viejos errores. Ahora todas estas falsas cuestiones tienen una forma de
parecer bastante novedosas, en especial para una generación reciente. Su primer enunciado siempre
suena inofensivo y plausible. Daré sólo dos ejemplos. Suena inofensivo decir, como ha dicho la
mayoría de la gente moderna: «Los actos son malos sólo si son malos para la sociedad». Llévese
esto a cabo y, más tarde o más temprano se obtendrá la crueldad de una colmena o de una ciudad
pagana, que establezca la esclavitud como el medio de producción más barato y más seguro, que
torture a los esclavos en busca de un testimonio porque el individuo no significa nada para el
Estado, que declare que un hombre inocente debe morir por el pueblo, como hicieron los asesinos
de Cristo. Entonces, quizás, se retorne a las definiciones católicas, y se descubra que la Iglesia,
mientras que afirma que es nuestro deber trabajar por la sociedad, dice también otras cosas que
prohíben la injusticia individual. O de nuevo, suena bastante piadoso decir: «Nuestro conflicto
moral debería finalizar con una victoria de lo espiritual sobre lo material». Llévese esto a cabo, y se
puede acabar en la locura de los maniqueos, que dirán que un suicidio es bueno porque es un
sacrificio, que una perversión sexual es buena porque no genera vida, que el diablo creó el sol y la
luna porque son materiales. Entonces se podrá empezar a preguntar por qué el catolicismo insiste en
que hay espíritus malvados igual que buenos, y que lo material también puede ser sagrado, como en
la Encarnación o en la Misa, en el sacramento del matrimonio o la resurrección del cuerpo.

No hay ahora otra mente colectiva en el mundo que se halle así vigilando para evitar que las mentes
se echen a perder. El policía llega demasiado tarde cuando intenta evitar que los hombres se
descarríen. El médico llega demasiado tarde, pues viene sólo a encerrar a un loco, no a aconsejar a
un cuerdo sobre cómo no volverse loco. Y todo el resto de sectas y escuelas son inapropiadas para
tal propósito. Y esto no ocurre porque no contenga cada una de ellas una verdad, sino precisamente
porque cada una de ellas contiene una verdad.

Ninguna de las demás afirma en realidad contener la verdad, y se contenta con albergar una verdad.
Ninguna de las demás, esto es, afirma en realidad estar alerta en todas direcciones al tiempo. La
Iglesia no se encuentra simplemente armada contra las herejías del pasado o incluso del presente,
sino de igual forma en contra de las del futuro, que pueden ser el contrario exacto de las del
presente; puede hallarse combatiendo en el futuro alguna forma de exageración supersticiosa e
idólatra del ritual. El catolicismo no es ascetismo; en el pasado ha reprimido exageraciones
fanáticas y crueles del ascetismo una y otra vez. El catolicismo no es simple misticismo; incluso
ahora se encuentra defendiendo la razón humana frente al mero misticismo de los pragmatistas. Así,
cuando el mundo se volvió puritano en el siglo XVII, se acusó a la Iglesia de llevar la caridad hasta
el punto de la sofistería, de hacerlo todo fácil con la laxitud del confesionario. Ahora que el mundo
no se vuelve puritano, sino pagano, es la Iglesia la que se encuentra protestando en todas partes en
contra de una laxitud pagana en el vestir o en las formas. Está haciendo lo que querían hacer los
puritanos, cuando realmente se requiere. Con toda probabilidad, todo lo bueno del protestantismo
sobrevivirá sólo en el catolicismo; y en ese sentido, todos los católicos serán aún puritanos cuando
todos los puritanos sean paganos.
De este modo, por ejemplo, el catolicismo, en un sentido poco comprendido, se queda al margen de
una trifulca como la del darwinismo en Dayton. Se queda al margen porque se encuentra alrededor
de ella, como una casa permanece alrededor de dos muebles que están fuera de lugar. No es una
presunción sectaria el decir que se encuentra delante, detrás y más allá de todas estas cosas, en todas
las direcciones. Es imparcial en una pelea entre el fundamentalista y la teoría del Origen de las
especies, porque se remonta a un origen anterior a ese Origen, porque es más fundamental que el
fundamentalismo. Sabe de dónde vino la Biblia. También sabe hacia dónde van la mayoría de las
teorías de la evolución.

Sabe que había otros muchos Evangelios aparte de los Cuatro Evangelios, y que los otros fueron
eliminados sólo por la autoridad de la Iglesia católica. Sabe que hay otras muchas teorías
evolucionistas aparte de la teoría darwiniana, y que ésta tiene muchas posibilidades de ser eliminada
por la ciencia posterior. No acepta, en la expresión convencional, las conclusiones de la ciencia, por
la sencilla razón de que la ciencia aún no ha concluido. Concluir es callarse; y no es desde luego
probable que el hombre de ciencia se calle. No cree, en la expresión convencional, lo que dice la
Biblia, por la sencilla razón de que la Biblia no dice nada. No se puede hacer subir a un libro al
estrado y preguntarle por lo que en realidad quiere decir. La propia controversia fundamentalista
destruye el fundamentalismo. La Biblia por sí sola no puede ser la base del acuerdo cuando es la
causa del desacuerdo; no puede ser el lugar común de los cristianos cuando algunos la interpretan
de forma alegórica y otros de forma literal. El católico la remite a algo que es capaz de decir algo, a
la mente viva, constante y continua de la cual he hablado, la mente más elevada del hombre guiada
por Dios.

A cada momento se incrementa para nosotros la necesidad moral de tal mente inmortal.
Necesitamos tener algo que mantenga fijas las cuatro esquinas del mundo mientras llevamos a cabo
nuestros experimentos sociales o construimos nuestras utopías. Por ejemplo, debemos alcanzar un
acuerdo final, aunque sea sólo acerca del truismo de la hermandad humana, que resista cierta
reacción de la brutalidad del hombre. No hay justo ahora nada más probable que el que la
corrupción del gobierno representativo conduzca a los ricos a soltarse por completo y a pisotear
todas las tradiciones de igualdad con simple orgullo pagano. Debemos hacer que los truismos se
reconozcan ciertos en todas partes. Debemos evitar la simple reacción y la repetición monótona de
los viejos errores. Debemos hacer que el mundo intelectual sea seguro para la democracia. Pero en
la situación de anarquía mental moderna, ni ése ni ningún otro ideal está a salvo.

Exactamente igual que los protestantes apelaban a la Biblia en detrimento de los pastores y no se
percataban de que la Biblia también se podía poner en tela de juicio, así los republicanos apelaban
al pueblo en detrimento de los reyes y no se daban cuenta de que también se podía desafiar al
pueblo. No hay un final para la disolución de las ideas, la destrucción de toda prueba de veracidad,
que haya sido posible desde que el hombre abandonó el intento de mantener una Verdad central y
civilizada, que contuviese todas las verdades y rastreara y refutara todos los errores. Desde
entonces, cada grupo ha tomado una verdad cada vez y ha empleado el tiempo en convertirla en una
falsedad. No hemos tenido más que movimientos; en otras palabras, monomanías. Pero la Iglesia no
es un movimiento, sino un lugar de reunión; el punto de encuentro de todas las verdades del mundo.

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