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Los ocho pecados mortales

de la humanidad civilizada

Konrad Lorenz

Titulo original:
DIE ACHT TODSUNDEN DER ZIVILISIERTEN
MENSCHHEIT

Traducción de
MANUEL VAZQUEZ

Primera edición: Julio, 1984

@ R. Piper & Co. Verlag, München, 1973


@ 1975, PLAZA & JANES EDITORES. S. A.
Virgen de Guadalupe, 21-33
Esplugues de Llobregat (Barcelona)

Printed in Spain -Impreso en España

ISBN: 84-01-45030-6 -Depósito Legal: B. 24.991 -1984


GRAFICAS GUADA. S. A. -Virgen de Guadalupe, 33
Esplugues de Llobregat (Barcelona)

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INDICE

DIGITALIZACION

PRÓLOGO OPTIMISTA
I. Propiedades estructurales y perturbaciones funcionales de los sistemas vivientes.
II. Superpoblación.
III. Asolamiento del espacio vital.
IV. La competencia consigo mismo.
V. Muerte en vida del sentimiento.
VI. Decadencia genética.
VII. Quebrantamiento de la tradición.
VIII. Formación indoctrinada.
IX. Las armas nucleares.
X. Recapitulación.
BIBLIOGRAFIA

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Digitalización

____________________________________________

Escaneo, OCR y corrección:


Pancho Drake
Buenos Aires, invierno de 2002
____________________________________________

Copia para uso personal.


Prohibida su distribución con fines comerciales.

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PRÓLOGO OPTIMISTA

El presente ensayo ha sido escrito y publicado como homenaje a mi amigo


Eduard Baumgarten en su septuagésimo aniversario. Verdaderamente su esencia
no armoniza con ninguna circunstancia regocijante ni con la naturaleza festiva de tal
celebración, pues hasta cierto punto es una lamentación, una exhortación a la
Humanidad entera pidiéndole contrición y enmienda; casi cabría conceptuarlo como
un sermón penitencial más propio del famoso agustino vienés Abraham Santa Clara
que de un naturalista. Pero en estos tiempos que vivimos es el naturalista quien
puede percibir con singular claridad ciertos peligros. Como resultado, el dar
conferencias representa un deber para él.
Mi conferencia, divulgada por la Radiodifusión, tuvo tal resonancia que quedé
completamente asombrado. Recibí innumerables cartas en las que me solicitaban el
texto impreso, y, por último, uno de mis mejores amigos me exigió categóricamente
que hiciera circular el ensayo en una amplia esfera de lectores.
Todo ello tiende por sí mismo a desmentir el pesimismo que parece emanar
del escrito: ¡El hombre que creyera ciertamente predicar en el desierto estaba
hablando -según se ha comprobado- ante un auditorio nutrido y excepcionalmente
juicioso! Es más, al releer mis propias palabras me han extrañado algunas
manifestaciones que fueron ya algo exageradas cuando las escribí y que hoy día
carecen de fundamento. Por ejemplo, en la página 106 se dice que la Ecología es
una ciencia cuyo significado no encuentra todavía suficiente aceptación. Realmente,
hoy día no se puede afirmar tal cosa, pues nuestra organización bávara Gruppe
Okologie está hallando una comprensión y una acogida muy satisfactorias por parte
de las autoridades competentes. Un número siempre creciente de personas
razonables y juiciosas valora acertadamente los peligros inherentes a la
superpoblación y la ideología del crecimiento. En todas partes se adoptan medidas
contra la desvastación del espacio vital; hasta ahora no han resultado suficientes ni
mucho menos, pero tal iniciativa basta para hacernos concebir la esperanza de que
pronto lo serán.
En otro aspecto debo corregir también ciertas declaraciones con objeto de
darles una orientación más satisfactoria. Por aquellos días, al comentar el
conductismo, escribí que esta doctrina es «sin duda culpable, en muy amplia
medida, de la amenazadora desintegración moral y cultural sufrida por los Estados
Unidos». Desde entonces hasta hoy se han elevado numerosas voces en los propios
Estados Unidos para refutar de forma sumamente enérgica ese concepto erróneo; y
aunque se les ofrezca todavía mucha resistencia con todos los medios disponibles,
también se les escucha, porque es imposible aherrojar la verdad a menos que se le
haga enmudecer totalmente. Las enfermedades espirituales epidémicas del
presente, procedentes de América, suelen llegar con cierto retraso a Europa. Así
pues, mientras el conductismo decae en América, sigue haciendo estragos entre los
psicólogos y sociólogos europeos. Sin embargo, cabe pronosticar que aquí la
epidemia remitirá pronto.
Por último, me gustaría agregar una breve apostilla rectificadora acerca del
antagonismo reinante entre las generaciones. Pues los jóvenes contemporáneos
suelen aguzar el oído ante las verdades biológicas fundamentales mientras no sean
objeto de instigaciones políticas o simplemente se resistan a creer todo cuanto les
diga una persona mayor. No sería muy difícil hacer ver a esa juventud revolucionaria
la veracidad de lo que se expone en el capítulo VIl de esta obra.
Pecaría de presuntuoso suponer por anticipado que todo cuanto uno sabe con
absoluta certeza no pueda hacerse también inteligible para la mayoría de los seres
humanos. Ahora bien, el contenido de este libro es mucho más comprensible que,
por ejemplo los cálculos diferencial e integral, el aprendizaje de los cuales es
obligatorio para cualquier estudiante de enseñanza superior. Todo peligro pierde
mucho del temor que inspira cuando se desentrañan las causas. Por consiguiente,
creo y espero que este manual contribuya un poco a aminorar los peligros que se
ciernen sobre la Humanidad.

Seewiesen, 1972 KONRAD LORENZ

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I. PROPIEDADES ESTRUCTURALES y
PERTURBACIONES FUNCIONALES DE LOS SISTEMAS VIVIENTES

La Etología se define como una rama de la ciencia que surgió cuando, en


tiempos de Charles Darwin, se aplicaron también los métodos y planteamientos
empleados con carácter obligatorio y axiomático por las restantes disciplinas
biológicas a la investigación del comportamiento animal y humano. Desde luego.
resulta sorprendente una incorporación tan tardía, pero esto tiene sus orígenes en la
investigación histórica del comportamiento, a lo que nos referiremos de nuevo en el
capítulo sobre formación indoctrinada. Así pues, la Etología estudia tanto el
comportamiento animal y humano como la función de un sistema que debe su
existencia y su peculiar forma a una génesis histórica, la cual ha tenido lugar en la
historia genealógica, en el desarrollo del individuo y -respecto a los seres humanos-
en la historia de la civilización. ¿Por qué se ha creado así un sistema determinado y
no de otra forma? Esta pregunta causal genuina sólo puede encontrar una respuesta
legítima en la elucidación natural de esa génesis.
Entre las causas de toda constitución orgánica la selección natural
desempeña un papel primordial junto con los fenómenos de la mutación y la
combinación original de genes. Esto origina lo que denominamos adaptación, es
decir un proceso auténticamente cognoscitivo, por conducto del cual el organismo
asimila la información existente en el medio ambiente -información sumamente
importante para su supervivencia- y por medio del que adquiere conocimientos sobre
el medio ambiente.
El ser viviente se caracteriza por la existencia asegurada mediante esa
adaptación de estructuras y funciones incipientes; en el mundo inorgánico no existe
nada semejante. Por consiguiente, el investigador debe afrontar una pregunta a la
que no puede responder el físico ni el químico. La pregunta es ésta: ¿para qué? Al
interrogarse así, el biólogo no busca una interpretación biológica, sino solamente -y
con más modestia- el funcionalismo específico de un atributo. Cuando nos
preguntamos por qué tienen los gatos unas garras curvadas y respondemos «para
cazar ratones», nos reducimos a plantear someramente esta cuestión: ¿Qué
funcionalismo específico de los gatos ha originado esa forma peculiar de garras?
Cuando se ha formulado innumerables veces dicha pregunta durante toda
una vida de investigación, relacionándola con las estructuras y conductas diversas, y
cuando se ha recibido un ilimitado número de respuestas convincentes, uno se
siente inclinado a opinar que las formaciones complejas -e improbables
genéricamente- de la constitución física y del comportamiento nunca tienen lugar
como no sea mediante la selección y la adaptación. Ahora bien, este criterio podría
desorientarnos cuando abordamos con la pregunta «¿para qué?» determinados
comportamientos del hombre civilizado expuestos regularmente a la observación.
Pues ¿para qué le sirve a la Humanidad su multiplicación desmedida, su espíritu de
competencia que se acrecienta sin límite hasta rayar en lo demencial, el incremento
del rearme, cada vez más horripilante, la progresiva enervación del hombre
apresado por un urbanismo absorbente, y así sucesivamente? No obstante, si
afinamos un poco nuestra observación nos percatamos de que todos esos adelantos
erróneos son perturbaciones de unos mecanismos muy concretos del
comportamiento, en cuyos comienzos se desarrollaría, con toda probabilidad, como
un valor inalterable, la conservación de la especie. Para expresarlo con otras
palabras, se les debe conceptuar como rasgos patológicos.
El análisis del sistema orgánico, en que se funda el comportamiento social del
hombre, es la tarea más difícil y codiciada de todas cuantas puedan proponerse las
ciencias naturales, pues este sistema es, con mucho, el más complejo sobre la
Tierra. Aquí cabría aducir que una empresa tan espinosa en sí puede terminar
siendo una imposibilidad absoluta, puesto que las manifestaciones patológicas se
sobreponen al comportamiento humano y lo transforman de maneras múltiples e
imprevisibles. Afortunadamente no ocurre así. Las perturbaciones patológicas no
representan ni mucho menos un obstáculo insuperable en el análisis de un sistema
orgánico, sino más bien, y muy a menudo, la clave para comprenderlo. Por la
historia de la Fisiología conocemos numerosos casos en los cuales el investigador
no percibe la existencia de un sistema orgánico importante hasta que alguna
perturbación patológica provoca la enfermedad. Cuando Emil T. Kocher intentó curar
la denominada enfermedad de Basedow extirpando la glándula tiroides, al principio
ocasionó tetania y espasmos, porque había eliminado también las paratiroides que
regulan el metabolismo del calcio. Una vez rectificado este error, Kocher adoptó
medidas demasiado radicales todavía en la extirpación del tiroides y provocó un
síndrome que él denominó caquexia tireopriva, que muestra cierta semejanza con el
mixedema, una enfermedad característica de los valles alpinos pobres en yodo, y
cuya manifestación más frecuente es el cretinismo. De esos hallazgos y otros
similares se dedujo que las glándulas de secreción interna forman un sistema en el
que cada uno de sus elementos se relaciona literalmente con los demás mediante
una acción causal recíproca. Toda secreción de las glándulas endocrinas al torrente
circulatorio ejerce una acción muy concreta sobre el organismo, con lo cual pueden
resultar afectados de diversas formas el metabolismo, las fases de desarrollo
corporal, el comportamiento y otras muchas cosas. Por ello, se ha dado a tales
secreciones el nombre de hormonas (del griego horman = excitar). Los efectos de
dos hormonas pueden ser diametralmente opuestos entre sí, es decir,
«antagónicos», tal como suelen serIo las acciones de dos músculos cuya acción
contraria tiende a neutralizar sus efectos en una articulación. Mientras se conserve
intacto el equilibrio hormonal nadie notará que el sistema de las glándulas
endocrinas está integrado por funciones parciales. Pero si se altera la armonía entre
unas acciones y otras contrapuestas, el estado general del organismo perderá su
deseable «valor etimativo», es decir surgirá la enfermedad, aun cuando dicha
alteración sea mínima. El exceso de hormonas tiroideas provoca la enfermedad de
Basedow, y la deficiencia, el mixedema.
El sistema de las glándulas endocrinas y la historia sobre su investigación nos
proporcionan valiosos indicios que señalan el mejor camino que debe seguirse en
nuestro propósito de comprender el sistema completo de los impulsos humanos.
Desde luego, este sistema presenta una constitución mucho más compleja de lo que
pueda suponerse, aunque sólo sea porque abarca el de las glándulas endocrinas
como un sistema secundario. Evidentemente, el hombre posee fuentes autónomas
del impulso en ingente cantidad, y muchas de entre ellas se remontan al
comportamiento programático de origen filogénico, es decir el «instinto». Es erróneo
caracterizar al hombre cual un «ser reducción-instinto», como incluso yo mismo
hiciera tiempo atrás. Por otra parte, es cierto que las largas cadenas cerradas de
comportamientos innatos pueden «soltarse» en la mente durante el desarrollo
superior histórico de la capacidad para aprender y del entendimiento; asimismo,
pierden el acoplamiento obligado entre sus elementos, con lo cual estas piezas
sueltas quedan, independientemente, a disposición del sujeto activo, como lo ha
demostrado de forma convincente P. Leyhausen con respecto a los animales
carniceros felinos. Pero, simultáneamente -según ha expuesto también P.
Leyhausen-, cada una de esas piezas disponibles se convierte en impulso autónomo
al desarrollarse un comportamiento particular de apetencias, más el afán por
satisfacerlas. Sin duda, al hombre le faltan largas cadenas de estímulos instintivos
enlazados forzósamente entre sí, pero cabe suponer -si nos fundamos en la
extrapolación de los resultados obtenidos hasta ahora con los mamíferos superiores-
que dispone de impulsos auténticamente instintivos no inferiores, sino bastante
superiores, a los de cualquier animal. Sea como fuere, debemos contar con esta
posibilidad en el análisis experimental del sistema.
Esto reviste especial importancia cuando se ha de dictaminar sobre un
comportamiento trastornado por causas a todas luces patológicas. El psiquiatra
Ronald Hargreaves, muerto prematuramente, me comunicó, en una de sus últimas
cartas, que él se había impuesto como método habitual en el sondeo de cada
trastorno mental la formulación de dos preguntas concurrentes. Primera: ¿Cuál es la
probable función normal y específica del sistema perturbado en los casos sometidos
a observación? Segunda: ¿Cuál es el tipo de trastorno, especialmente si obedece a
la hiper o hipofunción de un sistema parcial? Los sistemas parciales de un conjunto
orgánico complejo están sujetos a una acción recíproca tan íntima que se suele
encontrar gran dificultad en delimitar sus funciones, entre las cuales ninguna es
concebible en su forma normal sin la participación de todas las demás. Podríamos
decir incluso que las estructuras de los sistemas parciales no son siempre definibles
con absoluta claridad. Así hemos de entenderlo cuando Paul Weiss afirma en su
clarividente ensayo, «Determinism Stratified», sobre los sistemas subordinados: " Un
sistema es todo aquello suficientemente homogéneo para merecer tal
denominación."
Existen muchos impulsos humanos con la suficiente homogeneidad para
encontrar una denominación en el lenguaje coloquial. Vocablos como odio, amor,
amistad, ira, fidelidad, afecto, recelo, confianza y así sucesivamente, representan
otros tantos estados que corresponden a las distintas apetencias hacia conductas
muy concretas, según ocurre con las expresiones acuñadas asimismo por la
investigación científica del comportamiento, tales como agresividad, tendencia a la
ordenación jerárquica, sentido de territorialidad, etc., sin olvidar los términos
relacionados con la disposición anímica, es decir incubación, celo y desbandada.
Nos está permitido depositar en la sensibilidad adquirida naturalmente mediante
nuestro lenguaje para los profundos nexos psicológicos la misma confianza que en
la intuición de los observadores científicos del mundo animal, y presuponer -primero
sólo como hipótesis experimental- que cada una de estas designaciones para los
estados anímicos y los actos humanos corresponden a un sistema de impulsos
reales, por lo cual importa poco provisionalmente averiguar en qué proporción extrae
su fuerza un impulso dado de las fuentes filogenéticas o culturales. También nos
está permitido suponer que cada uno de esos impulsos es un eslabón de un sistema
ordenado, armonioso en su funcionamiento y, por consiguiente, imprescindible. Así
pues, el preguntarse si odio, amor, lealtad, desconfianza, etc., son «buenos» o
«malos» es un planteamiento desprovisto de toda comprensión para la función
sistemática de dicho conjunto, y resulta tan desatinado como el preguntarse si las
glándulas tiroides son buenas o malas. El concepto habitual de que es posible dividir
dichas cualidades en buenas y malas, de que amor, lealtad y confianza son buenas
mientras odio, recelo e infidelidad son malas, obedece a este hecho irrefutable; por
lo general, nuestra sociedad carece de las primeras y tiene exceso de las segundas.
El gran amor se deteriora sin remedio bajo el peso de una numerosa prole, el valor
absoluto e intrínseco de la lealtad exaltada al «estilo nibelungo» surte efectos
infernales como ya se hiciera evidente en su día, y, recientemente, Erik Erikson ha
demostrado con razonamientos concluyentes la indispensabilidad del recelo.
Una propiedad estructural de todos los sistemas superiores integralmente
organizados es la regulación del llamado ciclo periódico u homeostasia. Para
dilucidar su efecto imaginemos en primer lugar una estructura funcional compuesta
por cierto número de sistemas dispuestos en tales condiciones que el sistema a
sustenta los efectos del b, el b los del c y así sucesivamente hasta que, por último el
z ejerce una influencia fortalecedora sobre el rendimiento del a. Un círculo
semejante de «acoplamiento regenerativo positivo» mantiene un equilibrio inestable
en el mejor de los casos; así pues, el más mínimo aumento de un solo efecto
desencadena por necesidad una amplificación torrencial de todas las funciones del
sistema, e inversamente, la más ínfima disminución origina una reducción de todas
las actividades. Tal como lo ha descubierto la técnica hace largo tiempo, resulta
posible transformar ese sistema inestable en uno estable introduciendo en dicho
proceso circular un eslabón único cuyo influjo sobre el que le sigue en la cadena de
acciones es tanto más débil cuanto mayor es la influencia recibida, a su vez, por el
del eslabón precedente. Así se crea un ciclo normativo, una homeostasia o
«negative feed-back» (realimentación negativa). Es uno de los escasos procesos
desentrañados por los técnicos antes de que los descubrieran las ciencias naturales
en el terreno de lo orgánico.
La Naturaleza viviente posee incontables ciclos normativos. Éstos son tan
indispensables para el mantenimiento de la vida que apenas es posible percibirla sin
el «descubrimiento» simultáneo del ciclo normativo. Los ciclos de acoplamiento
regenerativo positivo no existen en la Naturaleza por así decirlo, o, si acaso, son
acontecimientos de aparición súbita y desvanecimiento no menos rápido, como
ocurre con las avalanchas o los incendios esteparios. Así lo recuerdan también
muchas perturbaciones patológicas de la vida social humana, lo cual nos hace
evocar lo que dice Schiller en la «Campana» sobre el poder del fuego: «Sin
embargo, ¡guardaos cuando se desencadena!».
El acoplamiento regenerativo negativo del susodicho ciclo hace innecesario
que la acción de cada sistema secundario, entre todos cuantos participan en él, se
ajuste exactamente a una medida predeterminada. Ahí se compensa con facilidad
cualquier hiper o hipo función ínfima.
Por tanto, solamente sobrevendrá una perturbación peligrosa del sistema total
cuando alguna función parcial aumente o disminuya en tal proporción que resulte
imposible equilibrar la homeostasia, o bien cuando se estropee algo en el propio
mecanismo regulador. En las páginas siguientes mostraremos ejemplos de ambos
casos.

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II. SUPERPOBLACIÓN

Por regla general, se encuentra muy raras veces un ciclo de acoplamiento


regenerativo positivo en un organismo aislado. Tan sólo la vida como un todo puede
entregarse a tal desmesura, hasta ahora con impunidad aparente. La vida orgánica
se ha encajado como una represa muy peculiar incluso en la corriente de la energía
mundial declinante, «engulle» entropía negativa, arrebata energía para desarrollarse
y mediante su desarrollo consigue asimilar cantidades siempre crecientes de
energía, haciéndolo con tanta más rapidez cuanto mayor es la asimilación, y si esto
no ha originado todavía la pululación con todos sus efectos catastróficos, es porque
los poderes implacables de lo inorgánico, las leyes de la probabilidad, refrenan la
multiplicación de los seres; pero también, en segundo lugar, porque se constituyen
ciclos normativos dentro de las diversas especies vivientes. En el siguiente capítulo,
donde se reseña la destrucción del espacio vital terrestre, analizaremos brevemente
cómo actúan estos ciclos. La reproducción desmedida de los seres humanos parece
recomendable como primer tema de nuestra discusión, pues muchas
manifestaciones que trataremos ulteriormente son consecuencias suyas.
Todas las facultades inherentes al hombre y derivadas de sus profundas
percepciones en la naturaleza circundante, es decir, el progreso de su tecnología,
los adelantos de las ciencias química y médica, todo cuanto parece hecho para
aminorar los sufrimientos humanos se traduce, de forma horrible y paradójica, en
una corrupción de la Humanidad. Esta amenaza con hacer precisamente lo qué casi
nunca han intentado los sistemas vivientes, a saber, estranguIarse a sí misma. Pero
lo más espantoso de este acontecer apocalíptico es que las cualidades y aptitudes
óptimas, las más nobles del hombre, aquellas que conceptuamos y valoramos con
razón como específicamente humanas, son las primeras en sucumbir, a juzgar por
las apariencias.
Nosotros, los que vivimos en países civilizados de gran densidad demográfica
o en inmensas urbes, ignoramos ya cuánta falta nos hace el altruismo generalizado,
entrañable y acogedor. Uno necesita llegar como visitante inesperado a una casa de
cualquier país densamente poblado donde muchas calles sórdidas de varios
kilómetros separan entre sí a los vecinos, para apreciar lo hospitalario y filantrópico
que puede ser el hombre cuando no se le apremia constantemente, a desplegar su
capacidad para los contactos sociales. Así lo noté de forma consciente gracias a un
incidente inolvidable acaecido hace tiempo. Cierta vez me visitó un matrimonio
americano de Wisconsin, ambos conservadores profesionales de un parque nacional
y cuya casa estaba aislada en pleno bosque. Cuando nos disponíamos a cenar,
sonó el timbre de la puerta y yo exclamé encolerizado: «¡Vaya! ¿Quién diablos será
ahora?» La consternación de mis invitados fue inenarrable; no creo que se hubieran
trastornado tanto si hubiese pronunciado la mayor obscenidad concebible. Les
pareció escandaloso que aquel timbrazo imprevisto en la entrada provocara una
reacción tan exenta de alegría.
Sin duda el confinamiento de las masas humanas en los modernos centros
urbanos tiene mucha culpa de que no percibamos ya el semblante del prójimo en
ese escenario fantasmagórico donde se trocan, superponen y desdibujan
incesantemente las imágenes humanas. Nuestro amor al prójimo se atenúa tanto
con la excesiva proximidad de los innumerables semejantes, que en última instancia
apenas queda rastro de él. Quienes deseen exteriorizar todavía unos sentimientos
cordiales y afectuosos hacia su prójimo deberán concentrarlos en un círculo
reducido de amigos, pues no hemos sido creados para repartir nuestro afecto entre
todos los seres humanos aun cuando la exhortación a hacerlo así sea justa y ética.
Por consiguiente, debemos adoptar una determinación, lo cual significa que es
preciso «evitar todo contacto sentimental» con otras muchas personas que serían
ciertamente dignas de nuestra amistad. La consigna not to get emotionally involved
representa una preocupación preponderante entre muchos habitantes de grandes
ciudades. Pero ese proceder, absolutamente insoslayable para cada uno de
nosotros, va asociado ahora a un soplo pernicioso de inhumanidad; nos recuerda el
del antiguo plantador americano que trataba con excepcional humanitarismo a su
«servidumbre negra» y, sin embargo, manejaba a los trabajadores esclavos de sus
plantaciones como si fueran valiosos animales domésticos en el mejor de los casos.
Cuando este acorazamiento premeditado contra los contactos humanos se
acentúa, origina, en combinación con las manifestaciones de un sentimiento
decadente -acerca del cual hablaremos más adelante-, esos aterradores indicios de
insensibilidad sobre los cuales nos informa cada día la Prensa. Cuanto mayor es la
«masificación» de los seres humanos, tanto más urgente le parece al individuo la
necesidad del not to get involved, y por eso mismo hoy día se pueden cometer
robos, asesinatos o violaciones a la luz del día en las grandes urbes sin que
intervenga ni un solo «transeúnte».
El confinamiento de muchos seres humanos en espacios muy angostos no
sólo acarrea indirectamente una deshumanización incipiente con el agotamiento y
entorpecimiento paulatinos de las relaciones interhumanas, sino que también suscita
un comportamiento agresivo y definitivamente directo. Se sabe, por muchos
experimentos con animales, que la agresividad dentro de una misma especie suele
acrecentarse con el confinamiento. Quien no haya sido prisionero de guerra ni haya
vivido en una acumulación similar de muchos seres humanos, no puede imaginar
siquiera el alto grado de irritabilidad mezquina que puede asaltarle a uno en
semejantes circunstancias. Precisamente, cuando uno procura dominarse y se
esfuerza por observar un comportamiento cortés o, mejor dicho, amigable, se
acentúa esa disposición anímica hasta representar una verdadera tortura. La
conducta incivil generalizada que observamos en todos los grandes centros urbanos
es claramente proporcional a la densidad de las multitudes aglomeradas en
determinados lugares. y alcanza un grado alarmante, por ejemplo, en las grandes
estaciones ferroviarias y terminales de autobuses neoyorquinas.
La superpoblación contribuye directamente a toda las manifestaciones de
malestar y decadencia sobre las que trataremos en los siete capítulos siguientes: En
mi opinión, es un delirio peligroso la creencia de que se puede establecer, mediante
el correspondiente «acondicionamiento», una nueva clase de seres humanos
inmunes a las temibles consecuencias del confinamiento intensivo.

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III. ASOLAMIENTO DEL ESPACIO VITAL

Hoy día goza de gran divulgación la creencia errónea de que «la Naturaleza»
es inagotable. Toda especie animal, vegetal o bacteriana -pues las tres clases
pertenecen al engranaje- se adapta a su medio ambiente, y, desde luego, no sólo
integran este medio ambiente los componentes inorgánicos de una localidad
determinada, sino también todos sus restantes moradores. Así pues, todos los seres
de un espacio vital se adaptan igualmente entre si. Esto es válido asimismo para
aquellos que parecen antagónicos, como, por ejemplo, el animal carnívoro y su
presa, el devorador y el devorado. Si perfeccionamos la observación se pone de
manifiesto que estos seres -vistos como especies y no como individuos- jamás se
perjudican unos a otros, e incluso constituyen con frecuencia una comunidad de
intereses. Evidentemente, el animal devorador tiene sumo interés en la
supervivencia de la especie cuyos individuos representan su sustento, sean
animales o plantas, y cuanto más exclusiva sea su especialización en un solo tipo de
alimento, tanto mayor será la necesidad de ese interés. En tales casos el animal
carnicero no extermina jamás a sus presas; si el hambre asolara una comarca, la
última pareja de carniceros moriría mucho antes que la última pareja de la especie
proveedora del alimento. Cuando la población de las presas disminuye en densidad
hasta ser inferior a cierto límite, sus perseguidores sucumben, como ha ocurrido, por
fortuna, con casi todas las empresas balleneras. Cuando el dingo -en su origen un
perro doméstico- llegó a Australia y allí se volvió salvaje, no exterminó a ninguna de
las presas que le alimentaban, pero sí provocó el exterminio de dos grandes
rapaces: el lobo marsupial o tilacino y el diablo de Tasmania o sarcófilo. Estos
animales carniceros, armados con dentaduras formidables, habrían sido cuatro
veces superiores al dingo en un enfrentamiento directo, pero con sus cerebros
bastante más primitivos necesitaban una población de presas mucho más densa que
el astuto perro salvaje. Este no los mató a dentelladas, sino con una competencia
mortífera que les hizo perecer de inanición.
Es muy raro que la cantidad existente de alimentos regule directamente la
multiplicación de un animal. Esto sería antieconómico para los intereses del
explotador y del explotado indistintamente. Un pescador que subsista con el
producto de cierto río obrará con prudencia si pesca sólo hasta un límite en que los
peces supervivientes puedan producir todavía un máximo de descendencia para
suplir las capturas. Ese óptimo sólo es definible mediante un cálculo
verdaderamente complicado de máximos y mínimos. Si se pesca demasiado poco,
las aguas quedarán superpobladas y el desove será insuficiente; la pesca es
excesiva, quedarán pocos peces reproductores para procrear esa cantidad justa de
descendientes que las aguas puedan alimentar y mantener. Muchas especies
animales practican un tipo análogo de economía, como lo ha demostrado V. C.
Wynne Edwards. Junto a la delimitación de territorios para evitar una vecindad
demasiado compacta, existen diversas formas de comportamiento que impiden toda
explotación exhaustiva del sustento.
Ocurre no raras veces que la especie devorada obtiene excepcionales
beneficios de sus explotadores. No todo consiste en adaptar cuantitativamente la
reproducción de los animales o vegetales sustentadores al consumo de la especie
consumidora, aunque ello sea importante, porque si faltara ese factor sobrevendría
la anarquía en su equilibrio vital. Los grandes cataclismos, perceptibles en las
prolíferas colonias de roedores inmediatamente después de haberse alcanzado la
máxima densidad de población, son, sin duda, más peligrosos para la supervivencia
de la especie que el mantenimiento equilibrado de un término medio tal como lo
asegura la «eliminación» de los individuos sobrantes por el animal rapaz. Pero eso
no es todo, pues la simbiosis entre el devorado y el devorador alcanza muy a
menudo cotas más elevadas. Hay muchas variedades de hierbas cuya especial
«constitución» requiere constantemente el peso e incluso el pateo de los grandes
ungulados para mantener un tallo corto, hecho que debe imitarse en la conservación
del césped artificial mediante siegas y apisonamientos continuos. Cuando faltan
tales factores, esas hierbas sufren muy pronto la invasión de otras que no soportan
semejante tratamiento, aunque tengan más poder de penetración. En resumen, dos
formas de vida pueden mantener una interdependencia muy similar a la existencia
entre el hombre y sus animales domésticos o plantas cultivadas. Así pues, los
regímenes que presiden esas acciones recíprocas son también análogos con mucha
frecuencia a los de la economía humana, lo cual puede expresarse con un término
acuñado por la ciencia biológica para la enseñanza de dichos efectos recíprocos:
ésta se denomina ecología. Sin embargo, hay un concepto económico -sobre el cual
haremos todavía algunos comentarios- que no está presente en la ecología de
animales y plantas: nos referimos al cultivo exhaustivo.
Las acciones recíprocas en el ensamblaje de muchas especies animales,
vegetales y bacterianas que conviven en un espacio vital y elaboran juntas la
biocenosis o comunidad de seres vivos, tienen una formidable multiplicidad y
complejidad. La adaptación de las diversas especies, acaecida en el curso de
distintos períodos cuyo ordenamiento general se rige por la Geología sin el menor
nexo con la historia humana, ha originado un estado de equilibrio tan admirable
como vulnerable. Muchos procesos reguladores lo preservan contra las inevitables
perturbaciones causadas por los elementos climatológicos y otros similares. Ninguna
de las lentas transformaciones, como aquellas producidas por la evolución de las
especies o el paulatino cambio climatológico, pueden hacer peligrar el equilibrio del
espacio vital. Pero las influencias súbitas suelen surtir efectos enormes e incluso
catastróficos aunque parezcan insignificantes a primera vista. La implantación de
una especie animal aparentemente inofensiva puede asolar vastas comarcas en el
sentido literal de la expresión, tal como ha ocurrido a Australia con los conejos. Ese
atentado contra el equilibrio de un biotopo es obra humana. Sin embargo, también
es posible concebir por principio, aunque con menos frecuencia, otras acciones
idénticas sin intervención humana.
La ecología del hombre se transforma muchas veces más aprisa que la de
cualquier otro ser. Y debe acomodarse al ritmo impuesto por su progresiva
tecnología cuya aceleración en proporción geométrica es incesante. Por ello, el
hombre promueve, sin poder evitarlo, profundas transformaciones y provoca con
excesiva frecuencia el desmoronamiento de la bioceosis en donde vive y de la que
vive. Ahí sólo cabe exceptuar a unas cuantas tribus salvajes, como, por ejemplo,
algunos indios de las selvas de Sudamérica que viven como recolectores de frutos y
cazadores primitivos, o los habitantes de diversas islas oceánicas que cultivan un
poco la tierra, pero viven esencialmente de cocos y animales marinos. Tales grupos
culturales influyen sobre el biotopo tal como lo harían las poblaciones de cualquier
especie animal. Esta es una de las dos formas teóricas posibles en que el hombre
puede mantener el equilibrio con su biotopo; la otra consiste en crear, como
cultivador y ganadero, una nueva biocenosis ajustada estrictamente con sus
necesidades, que en principio puede ser tan excelente y tener tanta capacidad para
sobrevivir como una formada sin su mediación. Esto es aplicable a muchas culturas
campesinas antiguas en las que los hombres ocuparon la misma tierra durante
numerosas generaciones, y la amaron y, en virtud de sus notables conocimientos
ecológicos, adquiridos con la experiencia, devolvieron al terreno lo que obtuvieron de
él.
A decir verdad, el labrador sabe algo que parece haber sido olvidado por toda
la Humanidad civilizada, y esto es que los fundamentos vitales del planeta entero no
son inagotables. Cuando en vastas regiones de América las tierras de labor
terminaron por convertirse en desiertos a causa de la erosión resultante de una
explotación exhaustiva, cuando extensas comarcas sometidas a una tala extensiva
adquirieron una consistencia caliza y presenciaron la muerte de incontables
animales provechosos, se procedió Con suma lentitud a interpretar tales hechos de
una nueva forma, aunque principalmente se hiciera así porque las grandes
empresas industriales de la agricultura, la pesca y las compañías balleneras
empezaban a sentir dolorosamente sus repercusiones en el terreno comercial. Pero,
¡hoy, la generalidad sigue sin reconocerlo todavía, y tampoco se ha intentado
inculcarlo en la conciencia de la opinión pública!
El apresuramiento de los tiempos actuales, sobre lo cual se hablará en el
próximo capítulo, no da tiempo para que los hombres analicen y reflexionen antes de
obrar .Por otro lado, los imprevisores se enorgullecen todavía de ser doers,
creadores, cuando en realidad atentan contra la Naturaleza y contra sí mismos. En
la actualidad se cometen delitos por todas partes con el empleo de productos
químicos, por ejemplo, el aniquilamiento de los insectos en la agricultura y
particularmente la fruticultura, pero la miopía es casi idéntica en cuanto se refiere a
la farmacopea. Los biólogos inmunoquímicos expresan serias dudas sobre el
empleo generalizado de los medicamentos. La psicología del «proveerlo incontinenti
por necesidad» -sobre la cual haré unos comentarios adicionales en el capítulo IV-
hace culpables de una irreflexión evidentemente delictiva a muchos sectores de la
industria química en relación con la venta de remedios cuyos efectos retardados son
de todo punto imprevisibles. En cuanto concierne al futuro ecológico de la agricultura
-y no sólo eso, sino también respecto a las conveniencias médicas- impera una
temeridad rayana en lo inverosímil. Quienes han formulado prevenciones contra el
empleo imprudente de sustancias tóxicas, se han visto desacreditados y finalmente
obligados a enmudecer sometidos a presiones ignominiosas.
Así pues, la Humanidad civilizada se encamina por sí sola hacia su ruina
ecológica mientras asola, con obcecación y vandalismo, la Naturaleza que le
circunda y nutre. Tal vez reconozca sus errores cuando sienta por vez primera las
secuelas económicas de tal actitud, pero entonces probablemente será demasiado
tarde. Sin embargo, lo que menos percibe es el daño causado a su alma en el curso
de ese bárbaro proceso. La ruindad estética y ética de la civilización actual es
imputable, en gran medida, al distanciamiento generalizado y acelerado de la
naturaleza viva. ¿Dónde encontrará inspiración el hombre de la generación futura
para respetar esto o aquello, si todo cuanto ve en torno suyo es obra humana, y, por
cierto, una obra humana excepcionalmente sórdida y disforme? Incluso el
firmamento estrellado se oculta a la mirada del ciudadano con los rascacielos y el
enrarecimiento químico de la atmósfera. Por consiguiente, no es nada extraño que el
progreso civilizador lleve como cortejo un afeamiento deplorable de la ciudad y del
campo. Comparemos, con los ojos bien abiertos, el recinto antiguo de cualquier
ciudad alemana con su moderna periferia, o bien sus contornos engullidos
vorazmente por el envilecimiento cultural con las localidades exentas todavía de tal
carga. Será como comparar el cuadro histológico de cualquier tejido animal sano con
un tumor maligno: ¡hallaremos sorprendentes analogías! Esta diferencia, analizada
con objetividad y transportada de lo estético a lo calculable, estriba
fundamentalmente en una pérdida de información.
La principal diferencia entre la célula del tumor maligno y la del tejido normal
estriba fundamentalmente en que aquélla ha perdido la información genética que
necesita para representar su papel como miembro útil en la comunidad de intereses
del organismo. Por ello se comporta como un animal unicelular, o, mejor dicho, como
una joven célula embrionaria. Desprovista de estructuras especiales, se divide
anárquicamente de tal modo que el tejido tumoral, al infiltrarse en los tejidos todavía
sanos, se desarrolla y termina destruyéndolos. Estas analogías manifiestas entre el
panorama de los suburbios y del tumor tienen el siguiente fundamento: en los
espacios todavía sanos de uno y otro se realizan numerosos planes constructivos
muy diversos, pero relacionados entre sí y diferenciándose de forma sutil. Estos
planes deben su exacta uniformidad a la información acumulada durante una larga
evolución histórica, mientras que en el tumor o las zonas asoladas por la tecnología
moderna sólo imperan unas cuantas construcciones simplificadas al máximo. El
cuadro histológico de las células tumorales totalmente uniformes y con mediocres
estructuras deja entrever una desesperante semejanza con la vista aérea de
cualquier arrabal moderno con sus edificaciones monolíticas proyectadas por
arquitectos casi incultos o bien imprevisores y animados por un espíritu de
competencia. Pues esa competencia de la Humanidad consigo misma -sobre cuyas
incidencias tratará el siguiente capítulo- surte efectos aniquiladores cuando se la
aplica a la construcción de viviendas. No sólo las consideraciones comerciales sobre
el abaratamiento del material cuando se fabrica en serie, sino también la moda,
universal niveladora, son causa de que se eleven en las barricadas periféricas de
todos los países civilizados millares y millares de edificios masivos cuya única
diferencia entre sí es el número sobre el portal; ninguno merece el apelativo
«vivienda», pues todos ellos semejan, si acaso, una retahíla de cuadras para los
«humanos útiles», si se nos permite emplear por una vez esta expresión para
establecer una analogía con la denominación «animales útiles».
Se dice con razón que el encerrar a las gallinas Leghorn en jaulas alineadas
significa una tortura para los animales y un oprobio para nuestra civilización. Sin
embargo, se tolera e incluso exige, un proceder análogo con los seres humanos, aún
cuando justamente el hombre sea quien peor soporta un tratamiento tan antihumano
en la más pura acepción del término. Cuando el hombre procede a la autocrítica,
exige con pleno derecho la afirmación de su individualidad. A diferencia de una
hormiga o una termita, el hombre no está constituido por su filogénesis de tal forma
que pueda conformarse con ser elemento anónimo y permutable entre millones
idénticos a él. Basta con observar atentamente una colonia obrera para percibir
cuáles son los efectos que causa allí ese afán del hombre por expresar su
individualidad. Al habitante de las colmenas para seres humanos útiles sólo le queda
un recurso si quiere mantener firme su propia estimación: esto consiste en apartar
del pensamiento la existencia de múltiples compañeros similares de infortunio y
presentar un frente hermético al prójimo. En muchos bloques de viviendas se levanta
entre los balcones de pisos contiguos un tabique que aísle para ocultarse a las
miradas del vecino. No se puede, ni se quiere, «saltar el seto» para establecer
contacto social con él, pues se teme demasiado percibir en su imagen el reflejo de
nuestra propia desesperación. Por ese camino, la masificación conduce también al
aislamiento y a la indiferencia en relación con el prójimo.
Evidentemente, los sentimientos estéticos y éticos están muy vinculados entre
sí, y los hombres que deben vivir en las condiciones susodichas sufren a todas luces
una atrofia de ambos. Tanto la belleza de la Naturaleza como la del medio ambiente
cultural creado por los humanos son ostensiblemente necesarias para mantener la
salud moral y espiritual de los hombres. La ceguera anímica total para todo cuanto
sea bello -lo que se propaga hoy con suma rapidez por doquier- es una enfermedad
mental cuya gravedad se acentuará irremediablemente porque va asociada a una
vituperable insensibilidad ante todo lo ético.
Las consideraciones estétIcas no representan el menor papel para quienes
han de decidir si conviene construir una carretera, una central eléctrica o una fábrica,
la presencia de la cual destruirá para siempre la belleza de toda una comarca. En
todos los cargos administrativos desde el alcalde de la localidad más modesta hasta
el ministro de Economía de un gran Estado, impera el criterio unánime de que no
está permitido hacer sacrificios económicos -ni políticos siquiera- a la belleza natural.
Los escasos protectores de la Naturaleza y los científicos que vislumbran el
inminente desastre permanecen inermes. El proceso subsiguiente se repite con
exasperante frecuencia: algunas parcelas pertenecientes a la comunidad y situadas
arriba, en el bosque. adquirirían un interesante valor de venta si una carretera
condujese hasta ellas; así pues, se aprisiona en tuberías al encantador arroyuelo
que serpentea por la aldea y se endereza y cubre su curso, tras lo cual el
maravilloso camino aldeano queda transformado en una espantosa carretera
comarcal.

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IV. LA COMPETENCIA CONSIGO MISMO

Al comienzo del primer capítulo he explicado por qué es indispensable la


función de los ciclos normativos o acoplamientos regenerativos negativos para
mantener un estado estable (steady state) en los sistemas vivientes; y así- mismo
por qué los efectos cíclicos del acoplamiento regenerativo positivo desencadenan
siempre el peligroso aumento torrencial de un efecto aislado. Se da un caso especial
de acoplamiento regenerativo positivo cuando individuos de una misma especie
establecen entre sí una competencia que ejerce, mediante la selección, un influjo
considerable sobre su desarrollo. Contrariamente a la acción ejercida por los
factores del medio ambiente ajenas a la especie, la selección intraespecífica
desarrolla transformaciones en los factores hereditarios de dicha especie, cambios
que no aumentan sus perspectivas de supervivencia, sino que más bien las reducen
visiblemente en casi todos los casos.
Un ejemplo expuesto ya por Oskar Heinroth para ilustrar las consecuencias
de la selección intraespecífica se relaciona con las plumas remeras del argo macho,
Argusianus argus L. Durante la época del celo estas plumas se despliegan ante la
hembra como la rueda del pavo real que, según sabemos, está formada por el
plumaje superior de la cola. y tal como se ha comprobado en el pavo, la elección de
pareja entre los argos corresponde también exclusivamente a las hembras; por
consiguiente, las probabilidades para la acción procreadora del macho guardan una
relación bastante directa con la atracción que pueda ejercer sobre las hembras
mediante su órgano del celo. Sin embargo, mientras la rueda del pavo se repliega
durante el vuelo formando un haz más o menos aerodinámico y apenas
embarazador, las plumas remeras del argo macho casi le incapacitaron para volar
debido a su longitud. Y, sin duda, esta incapacitación sería total si no fuese por la
selección que practican en sentido contrario los animales rapaces terrícolas
asumiendo así la necesaria acción reguladora.
Mi maestro, Oskar Heinroth, solía decir con su característica contundencia:
«Junto al pavoneó del argo macho, el ritmo laboral de esta Humanidad nuestra es el
producto más absurdo de la selección intraespecífica.» Esta manifestación pareció
una profecía en la época en que se hizo, pero hoy día constituye una crasa
subestimación, el clásico understatement. En el caso del argo y tal como ocurre con
otros muchos animales de constitución análoga, las influencias del medio ambiente
impiden que la especie sujeta a una selección intraespecífica siga caminos
evolutivos cuya culminación sería una monstruosa catástrofe. Sin embargo, ninguna
de esas fuerzas reguladoras y salutíferas se manifiestan en el desarrollo cultural de
la Humanidad: Esta ha aprendido -para desgracia suya- a dominar todos los poderes
de su medio ambiente ajenos a la especie, pero sabe tan poco sobre sí misma que
queda indefensa ante los satánicos efectos de la selección intraespecífica.
«Homo homini lupus...», el hombre es un lobo para el hombre. ..Tal como la
famosa máxima de Heinroth, este aforismo es un understatement. Pues el hombre,
cual único factor determinativo de la selección para un desarrollo continuo de su
propia especie, no tiene, desgraciadamente, ni mucho menos, una actuación tan
inofensiva como el animal rapaz y, comparado con éste, es el más peligroso. La
competencia del hombre con el hombre reacciona directamente, como no lo hiciera
jamás con anterioridad a ella ningún otro factor biológico, contra «la fuerza
eternamente estimulante, curativa», y destruye todos los valores creados más o
menos por ésta con un puño tan diabólico e impávido que su tarea se atiene
exclusivamente a las consideraciones comerciales, ciegas ante los verdaderos
valores.
Todo cuanto es bueno y provechoso para la Humanidad en su conjunto e
incluso para el individuo, se está olvidando ya bajo la presión de la competencia
entre humanos. Una mayoría abrumadora de los ,hombres contemporáneos valoran
solamente lo que sea apropiado y eficaz en la despiadada competencia para
aventajar al prójimo. Todo medio utilizable con tal fin parece representar
capciosamente un valor en sí. Aquí cabe definir el yerro aniquilador del utilitarismo
como la confusión del medio con el fin. Por ejemplo, el dinero ha sido desde sus
orígenes un medio, según lo refleja todavía el lenguaje coloquial cuando se dice:
«José tiene sobrados medios.» Pero ¿cuántas personas existen hoy día a quienes
se les pueda hacer comprender siquiera que el dinero no representa en sí valor
alguno? Se podría decir exactamente lo mismo del tiempo. El aforismo time is money
significa: para quienes atribuyen un valor absoluto al dinero, que cada segundo de
tiempo ahorrado vale tanto como él. Si alguien se propone construir un avión capaz
de cruzar el Atlántico en menos tiempo que todos los modelos precedentes, nadie
preguntará cuál será el precio que habrá que pagar por el necesario alargamiento de
las pistas, el aumento de la velocidad dé aterrizaje y despegue con los consiguientes
peligros, la intensificación del ruido, etc. Todo el mundo opinará que el ahorro de
media hora de vuelo entraña un valor innegable y que cualquier sacrificio será poco
para conseguirlo. Cada fabricante de automóviles procura que el nuevo modelo
supere algo en velocidad a los anteriores; entonces es preciso ensanchar las
carreteras, modificar cada curva, aparentemente con objeto de aumentar la
seguridad cuando en realidad sólo se pretende viajar un poco más aprisa con el
correspondiente aumento de la peligrosidad.
Uno se pregunta qué causará más daño al espíritu de la Humanidad actual, si
la codicia cegadora o el apresuramiento agotador. Sea como fuere, los gobernantes
de todas las orientaciones políticas se esfuerzan por promover ambas cosas e
incrementar hasta la hipertrofia aquellas motivaciones que impulsan al hombre hacia
la competencia. Que yo sepa, no existe todavía ningún análisis psicológico profundo
de tales motivaciones, pero me parece muy probable que, junto a la ambición
material o el deseo de ascender en el orden jerárquico, o bien combinado con
ambos, el miedo representa también un papel esencial..., miedo de verse superado
por la competencia, miedo de empobrecerse, miedo de adoptar determinaciones
erróneas y no encontrarse ya nunca más a la altura de la tensa situación. El miedo
en todas sus formas imaginables es, sin duda, un factor fundamental que mina la
salud del hombre moderno desarrollando alta presión arterial, cirrosis hepática,
infartos cardíacos prematuros y otras dolencias similares. Indudablemente, el
hombre apresurado no se siente movido tan sólo por la codicia, pues ni los
incentivos más atrayentes podrían inducirle a dañarse con sus propias manos como
lo está haciendo: está sometido a la acción de un impulso, y este impulso sólo puede
ser el miedo.
La prisa temerosa y el miedo apremiante del hombre se confabulan para
arrebatarle sus principales cualidades. Una de éstas es la reflexión. Es muy
probable, tal como lo expuse en mi ensayo Innate Bases of Learning, que ésta haya
representado un papel determinante en los enigmáticos comienzos de la raza
humana, y que un buen día aquellos seres curiosos, dedicados a la exploración de
su medio ambiente, se descubrieran a si mismos en el campo visual de su
investigación. Tal vez aquel descubrimiento del propio yo necesitara ir acompañado
todavía por esa sorpresa ante lo conceptuado hasta ahora como evidente que
constituye el nacimiento de la filosofía. Por lo pronto, el hecho de que se viera e
interpretara la mano exploradora y manipuladora junto con los objetos explorados y
manipulados del mundo externo como un objeto más del mismo debe haber
establecido una nueva asociación cuyos efectos harían época. Un ser que
desconozca todavía la existencia de su propio Yo no tiene ninguna posibilidad de
concebir pensamientos abstractos, lenguaje articulado, conciencia y sentido de
responsabilidad moral. Un ser que cesa de reflexionar se arriesga a perder todas las
cualidades y aptitudes específicamente humanas.
Entre las secuelas más perniciosas de la prisa, o quizá directamente de la
prisa engendrada por el miedo, figura la incapacidad patente del hombre moderno
para estar a solas con su propio Yo, aunque sólo sea durante un breve lapso de
tiempo. Con temeroso empeño procura soslayar toda posibilidad de meditar: sobre sí
mismo y hacer examen de conciencia, como si temiera que la reflexión le enfrentara
con un horrible autorretrato, algo similar a lo descrito por Oscar Wilde, en su clásica
novela dramática El retrato de Dorian Gray. La manía generalizada de escuchar y
producir ruido -lo cual resulta paradójico si se considera la neurastenia habitual del
hombre moderno- no tiene explicación alguna, salvo la de que por una razón u otra
el mundo haya ensordecido. Cierta vez, durante un paseo por el bosque, mi mujer y
yo oímos inesperadamente el estruendo de un transistor acercándose con rapidez.
Lo llevaba sobre el portamaletas un solitario ciclista de dieciséis años más o menos.
«¡José tiene miedo de oír cantar a los pájaros!», comentó mi esposa. Yo creo más
bien que aquel muchacho tenía miedo de encontrarse consigo mismo, aunque sólo
fuera por un instante. Pues, de lo contrario, ¿por qué prefieren muchas personas con
auténticas pretensiones intelectuales la publicidad televisiva -verdadero emoliente
del cerebro- a la propia compañía? Sin duda, sólo porque les ayuda a arrinconar la
reflexión.
Así pues, los seres humanos padecen las tensiones nerviosas y espirituales a
que les somete la competencia con sus semejantes. Aunque se les haya adiestrado
desde la primera infancia para ver un progreso en las desatinadas aberraciones de
la competencia, se percibe el miedo con mayor claridad, justamente en los ojos de
los más progresistas, mientras que los más competentes, es decir «quienes marchan
con los tiempos», mueren prematuramente de infarto de miocardio.
Aun cuando hagamos la conjetura optimista aunque infundada, de que la
superpoblación terrestre no seguirá aumentando al ritmo amenazador de nuestros
días, debemos evaluar la competencia económica de la Humanidad consigo misma
como un elemento suficiente por sí solo para arrastrarla hacia una ruina total. Todo
proceso cíclico con acoplamiento regenerativo positivo conduce, tarde o temprano, a
la catástrofe, y el fenómeno al que nos referimos aquí contiene varios de ellos.
Aparte de la selección intraespecífica comercial, cuyo ritmo se acelera sin pausa,
actúa también un segundo proceso cíclico sumamente peligroso contra el cual nos
previene Vance Packard en varios de sus libros y que tiene como consecuencia un
aumento progresivo de las necesidades humanas. Por razones evidentes, todo
fabricante procura estimular al consumidor para hacerle experimentar la necesidad
de los productos que fabrica. Muchos institutos de investigación «científica» se
ocupan exclusivamente de aclarar esta cuestión: ¿cuáles son los medios más
adecuados para alcanzar ese objetivo absolutamente reprochable? La gran masa
consumidora es tan ingenua -sobre todo a causa de los fenómenos discutidos en los
capítulos I y VII- que se deja dirigir dócilmente por los métodos elaborados mediante
la investigación de la opinión y la publicidad. Por ejemplo, nadie se rebela cuando
debe pagar, al adquirir un tubo de pasta dentífrica o una hoja de afeitar, el importe
de un envase con finalidad puramente propagandística y con un coste que casi
siempre equivale al de la mercancía comprada, cuando no lo supera.
Las lujosas estructuras resultantes del diabólico ciclo constituido por el
crecimiento de producción y necesidades con acoplamiento regenerativo, acarreará
el desastre, tarde o temprano, a los países occidentales y, sobre todo, a los Estados
Unidos, ya que su población no podrá seguir compitiendo ventajosamente con las de
los países orientales, menos mal acostumbradas y más sanas. Así pues, los
gobernantes capitalistas dan pruebas de una miopía extremada al mantener hasta
ahora ese curso consistente en recompensar al consumidor elevando su «nivel de
vida» e imponiéndole, por ende, la «condición» de proseguir su competencia
-causante de alta presión sanguínea y alteraciones nerviosas- con el prójimo.
Pero, por añadidura, esas lujosas estructuras originan un ciclo muy particular
de manifestaciones nocivas al cual nos referiremos en el capítulo siguiente.

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V. MUERTE EN VIDA DEL SENTIMIENTO

Con todos los seres aptos para la educación mediante reflejos condicionados
del tipo clásico pavloviano, se puede emplear este método por medio de dos
estímulos cuyos efectos son opuestos: primero el estímulo adiestrador
(reinforcement) que fortalece el comportamiento precedente, pero después el de la
deshabituación (deconditioning, extinguishing) que lo debilita o restringe por
completo. Respecto al ser humano, la influencia del primer incentivo está asociada
con sensaciones agradables, y la del segundo, con sensaciones desagradables; no
creemos incurrir en un antropomorfismo demasiado grave si los denominamos
sencillamente recompensa y castigo, aplicándolos también a los animales
superiores.
Aquí se plantea la cuestión de saber por qué el programa filogenético del
mecanismo que conduce a esa forma de enseñanza trabaja con dos estímulos en
lugar de con uno para simplificar las cosas. Se han dado ya varias respuestas a esa
pregunta. La más inmediata es que se duplica la eficacia del procedimiento
educativo cuando el organismo no extrae sólo consecuencias razonables del éxito o
del fracaso, sino de ambos a un tiempo. Otra respuesta hipotética es la siguiente: si
se pretende únicamente mantener alejado al organismo de ciertos influjos dañinos
en su medio ambiente y preservarle en grado óptimo del calor, luz, humedad, etc.,
bastará, con toda probabilidad, la acción del castigo; en efecto, vemos que casi
siempre se estimula de esa forma las apetencias por un óptimo y,
consecuentemente, por la liberación respecto al incentivo; de ahí que Wallace Craig
las haya denominado «aversiones». Si, por el contrario, se desea inculcar al animal
un comportamiento muy específico, aunque sólo sea la búsqueda de un lugar
concreto y bien delimitado, resultará difícil inducirle a ello mediante estímulo
incentivo de respuesta negativa exclusivamente. Será más fácil atraerlo al lugar
previsto por medio del incentivo retributivo. Wallace Craig ha señalado ya que la
evolución ha emprendido ese camino para solucionar el problema allí donde interese
adiestrar al animal en la búsqueda de situaciones estimulantes específicas, tales
como incitarle al apareamiento o a la aceptación de alimento.
Estas aclaraciones sobre el doble principio de recompensa y castigo sin duda
son válidas dentro de ciertos límites. Otra función del principio «agrado-desagrado»,
y ciertamente la más importante, sólo se reconoce cuando un trastorno patológico
deja entrever las consecuencias de su deficiencia. Tanto en la historia de la
Medicina como en la de la Fisiología es muy frecuente que un mecanismo fisiológico
bien localizado sólo revele su presencia mediante las consecuencias de su afección.
Todo adiestramiento concebido para imponer determinado comportamiento
mediante una recompensa corroborativa, preparará al organismo para aceptar
cualquier incomodidad inmediata a cambio de obtener una satisfacción futura, o,
expresándolo objetivamente, a soportar de forma pasiva situaciones estimulantes de
dicho tipo que si no hubieran sido precedidas por el proceso educativo hubiesen
resultado repelentes y conducido a la deshabituación. Para merecer una presa
tentadora, el perro o el lobo realiza actos que haría con sumo desgano sin tal
estímulo: corre sobre pinchos, se introduce en el agua helada y se expone a peligros
que le atemorizan, como ya se ha comprobado muchas veces. Todos esos
mecanismos para la deshabituación dan buen resultado respecto a la conservación
de la especie, pues evidentemente constituyen un contrapeso frente a la acción de
los mecanismos adiestradores e impiden que el organismo, en su afán por alcanzar
la situación retributiva, haga sacrificios y corra riesgos cuyas dimensiones no
guarden la menor relación con la recompensa apetecida. El organismo no puede
permitirse pagar tan alto precio por «algo que no merece la pena». Un lobo no debe
salir de caza en una noche gélida y tempestuosa del invierno polar despreciando las
influencias atmosféricas, pues se arriesga a pagar una parca comida con la
congelación de algunos dedos. No obstante, sí puede emprender la marcha en
circunstancias que hagan aconsejable la aceptación de tal riesgo, por ejemplo,
cuando el animal carnívoro, acuciado por el hambre, debe jugárselo todo a una carta
para sobrevivir.
Como quiera que los principios contrapuestos de recompensa y castigo,
agrado y desagrado, tienen realmente la finalidad de permitir sopesar
comparativamente el precio que hay que pagar y el posible beneficio, resulta
evidente que la intensidad de ambos oscilará con la situación económica del
organismo. Por ejemplo, cuando haya superabundancia de alimentos se reducirá
tanto su acción estimulante que el animal no se molestará siquiera en dar dos o tres
pasos para conseguirlos, y la menor situación provocadora del desagrado bastará
para neutralizar el apetito. Inversamente, la adaptabilidad del mecanismo «agrado-
desagrado» proporciona al organismo la posibilidad de pagar en caso necesario un
precio exorbitante con objeto de alcanzar una meta cuya importancia sea vital.
El aparato que realiza en todos los seres superiores esa adaptación vital de la
conducta a la situación cambiante del «mercado», se caracteriza por ciertas
propiedades fisiológicas fundamentales, que posee en común con casi todas las
organizaciones neurosensitivas cuyos grados de complicación sean similares. Por lo
pronto, está sujeto al frecuente proceso de la habituación o adaptación de los
sentidos. Es decir toda combinación de estímulos que ejerza consecutivamente su
influencia repetidas veces, perderá paulatinamente su eficacia sin que por ello -y
esto es esencial- se transforme el límite de la reacción en otras situaciones
estimulantes, aun cuando sean muy parecidas. Pero, en segundo lugar, dicho
mecanismo posee una propiedad no menos frecuente: la pereza para reaccionar.
Por ejemplo, si un estímulo inesperado causante de vivo desagrado le hace
inclinarse hacia ese lado y entonces desaparece súbitamente, el sistema no
retornará, trazando una leve curva, al estado de indiferencia, sino que se disparará
por encima de ese punto e interpretará la simple cesación del desagrado como un
inmenso placer. El antiquísimo chiste del aldeano austríaco da en el blanco: « Hoy
he proporcionado una gran alegría a mi perro: ¡primero lo he vapuleado de firme y
luego me he detenido!»
Estas dos propiedades fisiológicas de la organización «agrado-desagrado»
revisten gran importancia porque, asociadas con otras propiedades características
del sistema, pueden causar peligrosas perturbaciones en la economía «agrado-
desagrado» dadas las condiciones de vida de la civilización moderna. Antes de
hablar sobre tales perturbaciones, quisiera decir algo más acerca de las propiedades
antedichas. Estas se derivan de las condiciones ecológicas que imperaban cuando
se formó en la historia genealógica humana el mecanismo del cual venimos
hablando, junto con otras muchas programaciones innatas del comportamiento
humano. Por aquel entonces, el hombre llevaba una vida ruda y peligrosa. Como
cazador y carnívoro, estaba sujeto constantemente a las incidencias de sus
evoluciones para capturar la presa, padecía hambre casi siempre y nunca estaba
seguro de su alimento; como habitante del trópico, al penetrar paulatinamente en
latitudes más benignas, sufriría mucho con el implacable clima, y puesto que sus
armas rudimentarias no le proporcionaban ninguna superioridad sobre los enormes
animales carnívoros de su tiempo, se hallaría en un estado permanente de alarma y
miedo.
En tales circunstancias, mucho de lo que hoy tenemos por «pecaminoso», o
al menos desdeñable, sería entonces lo justo, casi se diría una estrategia impuesta
por la vida para sobrevivir. La gula resultaría ser una virtud, pues cuando caía en la
trampa un gran animal lo más juicioso que podía hacer un hombre era comérselo
con toda diligencia hasta no dejar ni rastro. Algo análogo podría decirse sobre el
pecado mortal de la pereza, porque para dar caza a una pieza se requeriría un
esfuerzo tan agotador que lo aconsejable sería no gastar más energía de la
estrictamente necesaria. Los peligros que le acecharían a cada paso serían tan
impresionantes que la aceptación de cualquier riesgo innecesario equivaldría a un
desatino extremo e injustificable, y, por consiguiente, la única máxima que
gobernase toda actuación sería una cautela rayana en la cobardía. Resumiendo, por
aquel tiempo, cuando se programaron casi todos los instintos que hoy conservamos
todavía, nuestros antepasados no necesitaron afrontar los rigores de la existencia
con actitudes «viriles» o «caballerescas», porque tales instintos se impusieron
automáticamente de una forma todavía soportable. Entonces era completamente
lógico que el hombre, ateniéndose al principio impuesto por su mecanismo «agrado-
desagrado» de origen filogenético, soslayara en lo posible todos los peligros
evitables y ahorrara energías.
Los adelantos destructivos promovidos erróneamente por ese mismo
mecanismo, en las condiciones vitales de la civilización actual, son explicables con
su constitución filogenética y con las dos propiedades fisiológicas fundamentales:
habituación e indolencia. Desde las fechas históricas más remotas, los sabios vienen
diagnosticando certeramente que el hombre no se beneficia lo más mínimo cuando
tiene demasiado éxito en su afanosa e instintiva persecución del placer junto con la
evitación de los disgustos. En la lejana Antigüedad, los hombres de culturas muy
desarrolladas supieron arreglárselas ya para evitar situaciones desagradables e
irritantes, lo cual solía acarrear un peligroso enervamiento e incluso, probablemente,
el ocaso de una civilización. Desde tiempo inmemorial, los hombres han descubierto
que es posible acrecentar el efecto de situaciones deleitables mediante una
combinación singularmente sutil de los estímulos, y asimismo preservarse, mediante
un cambio continuo de los mismos, contra el entumecimiento causado por la
habituación. Este descubrimiento, presente en cada cultura superior, origina el vicio,
que, en cualquier caso, no ha surtido casi nunca efectos tan nocivos para la
civilización como el enervamiento. Se ha predicado contra ambos desde que los
hombres sabios meditan y escriben, pero, por cierto, haciendo siempre hincapié en
lo referente al vicio.
Hoy día, el desenvolvimiento de la tecnología moderna, y sobre todo de la
farmacología, favorece en una medida jamás conocida hasta ahora la tendencia
humana generalizada a evitar todo desagrado. Apenas nos percatamos ya
conscientemente cuánto dependemos de la comodidad moderna, pues hemos
llegado a entenderla como una cosa natural. La más modesta sirvienta protesta
indignada si se le ofrece solamente una habitación con calefacción, alumbrado,
cama y lavabo, una habitación que el propio consejero Goethe e incluso la duquesa
Anna Amalie von Weimar hubieran encontrado muy satisfactoria. Hace algunos
años, cuando se cortó el fluido eléctrico en Nueva York a causa de una avería
catastrófica relacionada con los reóstatos, muchas personas creyeron seriamente
que había llegado el fin del mundo. Asimismo, quienes prefieren decididamente las
excelencias de tiempos pasados y optan por los valores educativos de una vida
espartana, revisarían sus opiniones si se les obligara a soportar una intervención
quirúrgica de hace dos mil años.
Mediante la dominación progresiva de su medio ambiente, el hombre
moderno ha orientado inevitablemente el «mercado» de su economía «agrado-
desagrado» hacia una sensibilización continua y ascendente contra todas las
situaciones causantes de desagrado y una insensibilización equivalente con
respecto al placer en todas sus formas. Esto, tiene consecuencias deletéreas por
una serie de razones.
La elevada intolerancia contra el desagrado -asociada con una atracción
decreciente del placer- ha hecho perder a los hombres la capacidad para invertir un
trabajo penoso en empresas que aporten beneficios lisonjeros mucho más tarde. El
resultado es esa petición impaciente exigiendo la satisfacción inmediata de todos los
deseos incipientes. Por desgracia, las empresas comerciales y los fabricantes
alientan a todo trance esa necesidad de satisfacción inmediata (instant gratification)
y, aunque parezca extraño, el consumidor no se da cuenta de que las «serviciales»
ventas a plazos le están esclavizando.
En el terreno del comportamiento sexual la necesidad apremiante de una
satisfacción inmediata tiene consecuencias particularmente funestas por razones
muy evidentes. Al perderse la capacidad para perseguir objetivos distantes se
desvanecen todos los comportamientos sutilmente diferenciados del galanteo y
emparejamiento, tanto los, programados en función del instinto como de la cultura,
es decir no sólo aquellos concebidos en el curso de la historia genealógica para
consolidar la unión conyugal, sino también las normas del comportamiento
específicamente humano que desempeña funciones análogas en el marco de la vida
cultural. El comportamiento resultante, concretamente esa conducta ensalzada en
tantas películas contemporáneas, esa cohabitación inmediata de carácter normativo
y conceptuada como «animal», parece capciosa, puesto que se da muy raras veces
entre los animales superiores; mejor sería denominarla «bestial» si entendemos por
«bestias» a los animales domésticos que se han visto «desposeídos» de todas las
conductas altamente diferenciadas del apareamiento porque el hombre lo ha
estimado preferible para facilitar su procreación.
Como la indolencia y, por ende, la elaboración del contraste son inherentes a
la economía del «agrado-desagrado», según hemos dicho, ese exagerado afán por
evitar a toda costa el menor disgusto tiene como secuela insoslayable el imposibilitar
ciertos procedimientos para llegar al placer que estriban precisamente en el
contraste y sus efectos. La proverbial sentencia en el sepulcro de Goethe, «amargas
semanas, gozosas fiestas», corre peligro de pasar al olvido, y lo que se ha hecho
inalcanzable mediante la discordante evitación del desagrado, es la alegría. Helmut
Schulze ha señalado el extraño hecho de que tanto la palabra como el concepto
«alegría» sean inexistentes para Freud. Cuando uno alcanza la cumbre de una
abrupta montaña -dice más o menos Schulze-, sudoroso y exhausto, con los dedos
desollados y los músculos doloridos más la perspectiva de arrostrar mayores riesgos
y penalidades en el descenso, no puede decirse que todo ello produzca satisfacción,
y, sin embargo, proporciona la mayor alegría imaginable. Sea como fuere, se puede
obtener satisfacción sin pagar el precio del desagrado en forma de trabajo amargo,
pero no la alegría producida por el hermoso estro divino. El complejo desagrado-
intolerancia, que crece incesantemente hoy día, transforma los altibajos
connaturales de la vida humana en una llanura aplanada artificialmente donde los
grandiosos vértices y senos de las ondas apenas dejan sentir su vibración, donde
luces y sombras forman un gris monótono. En suma, engendra un aburrimiento
mortal.
Ahora, esta «muerte emocional en vida» parece amenazar muy
especialmente a los sufrimientos y alegrías que se derivan por necesidad de
nuestras relaciones sociales, de nuestros vínculos con cónyuges e hijos, con padres,
familiares y amigos. A juzgar por los actuales resultados humano-etológicos, parece
ser absolutamente cierta la conjetura que formulara Oskar Heinroth en 1910:
«Nuestra conducta respecto a familiares y extraños, respecto a los lazos de amor y
amistad, está sometida a fenómenos puramente innatos y mucho más primitivos de
lo que se cree por regla general.» La programación hereditaria de todos esos
comportamientos sumamente complejos tiene una consecuencia, y es la de que
todos juntos suponen no sólo alegría, sino también mucho sufrimiento. «Un error
muy generalizado y desorientador para numerosos adolescentes -dice Wilhelm
Busch-, es el de interpretar el amor como una cuestión que produce siempre placer
exclusivamente.» El pretender esquivar todo sufrimiento significa sustraerse a una
parte esencial de la vida humana. Esta tendencia manifiesta se funde
peligrosamente con las derivaciones de la superpoblación (not to get involved) sobre
lo que ya hemos hablado. En muchos grupos culturales, el afán por evitar a
cualquier precio todo sinsabor surte efectos extraños, casi diríamos inquietantes, en
la actitud ante la muerte de un ser querido. Una gran parte de la población
norteamericana descarta a ese ser en el sentido freudiano, el difunto desaparece
súbitamente, no se habla de él porque hacerlo constituye una indiscreción, todos se
comportan como si jamás hubiese existido. Todavía es más horripilante el
embellecimiento del muerto, que Evelyn Vaugh, el más mordaz de todos los
satíricos, fustiga en su obra The loved one. Se retoca con gran primor el cadáver, y
el exteriorizar admiración ante su hermoso aspecto es una costumbre de buen tono.
Comparada con las desastrosas influencias que ejerce esa evitación tan
común del desagrado sobre la verdadera naturaleza humana, la afanosa e
igualmente desenfrenada persecución del placer parece casi inofensiva. Uno siente
la tentación de decir que esta civilización moderna es demasiado anémica e
indiferente para cultivar un vicio superlativo. Puesto que el desvanecimiento
paulatino de la capacidad para saborear los acontecimientos placenteros se origina,
en su mayor parte, con la habituación a situaciones cada vez más estimuladoras, no
es de extrañar que los hombres indiferentes busquen situaciones excitantes siempre
nuevas. Este «neofilismo» abarca más o menos todas las relaciones que pueda
establecer el hombre con los objetos del medio ambiente. Para quien padezca esa
enfermedad cultural crónica, un par de zapatos, un traje o un automóvil perderán
todo su atractivo cuando haya disfrutado de ellos durante cierto tiempo, y lo mismo
ocurrirá con la amante, el amigo e incluso el hogar. Por ejemplo, muchos
americanos suelen vender con sorprendente despreocupación todo su menaje
cuando cambian de domicilio, y seguidamente se compran cosas nuevas. Un acicate
permanente en los anuncios de muy diversas empresas turísticas es la perspectiva
de to make new friends. A primera vista quizá parezca paradójico e incluso cínico el
afirmar que la pesadumbre experimentada por gentes como nosotros cuando
tiramos a la basura unos pantalones viejos pero entrañables o una pipa, tiene ciertos
puntos en común con los lazos sociales que nos unen a los amigos humanos. Sin
embargo, al rememorar mi estado de ánimo cuando decidí finalmente vender
nuestro viejo automóvil, tan vinculado a innumerables recuerdos de hermosos viajes,
debo declarar sin rodeos que aquello tuvo gran semejanza afectiva con la despedida
de un amigo. Esta reacción totalmente absurda en cuanto se refiere a un objeto
inanimado está justificada respecto a un animal superior, por ejemplo un perro, y no
sólo eso, sino que también representa una prueba para apreciar la riqueza o
pobreza afectiva de un ser humano. Yo me he desentendido para mi fuero interno de
muchas personas que solían decir más o menos esto sobre su perro: «...y como
debíamos mudarnos a la ciudad tuvimos que dejarlo atrás».
El neofilismo es una manifestación muy bien acogida por los grandes
fabricantes, puesto que merced a la inculta formación de las masas -sobre lo cual se
habla en el capítulo VII- puede aportar beneficios mercantiles a gran escala. «Built-in
obsoletion» (inculcar la idea de lo anticuado): he aquí un principio que desempeña
un papel muy importante en la moda del vestido y del automóvil.
Antes de terminar este capítulo convendría sopesar las posibilidades
existentes para combatir terapéuticamente el enervamiento y la muerte en vida del
sentimiento. Siendo tan fácil comprender sus causas, resulta sumamente difícil
extirparlas. Sin duda lo que falta es el impedimento de origen natural, cuya
superación fortalece al hombre, pues le impone el desagrado-tolerancia y, si
consigue hacérselo aceptar, le depara la alegría de la confirmación, del éxito. La
gran dificultad estriba en que el citado impedimento debe ser, como hemos dicho, de
origen natural. La superación de obstáculos interpuestos premeditadamente en la
vida no proporciona satisfacción alguna. Kurt Hahn ha conseguido grandes éxitos
terapéuticos mediante el sistema de dar empleo a jóvenes aburridos e indiferentes
en el litoral para el salvamento de náufragos: muchos pacientes encuentran
auténtica curación en esas situaciones de confirmación que calan hasta los estratos
más profundos de la personalidad. Idéntico camino siguió Helmut Schulze, quien
ponía a sus enfermos en situaciones de peligro inminente, «situaciones límite» como
las denomina él, en donde -para expresarlo vulgarmente- el verdadero aspecto serio
de la vida se presentaba con tal aspereza ante los enervados pacientes, que la
demencia desaparecía. Pero aunque estos métodos terapéuticos, desarrollados
independientemente por Hahn y Schulze, den resultados positivos, no aportan una
solución global del problema, porque es imposible escenificar naufragios en número
suficiente para procurar esa experiencia curativa de la confirmación a todos los
necesitados, como tampoco parece factible el hacer embarcar a todos ellos en
planeadores y atemorizarles de tal forma que acaben por percibir conscientemente
cuán hermosa puede ser la vida. Un modelo de posible curación duradera se
relaciona, aun cuando parezca extraño, con esos casos, no tan infrecuentes como
se cree, en que el aburrimiento causado por la muerte emocional en vida conduce a
una tentativa de suicidio tras la cual quedan algunas lesiones más o menos graves.
Hace muchos años, un experto maestro de ciegos, vienés por cierto, me refirió que
algunos jóvenes habían perdido la vista al intentar suicidarse de un balazo en la
sien, y que desde entonces ninguno de ellos había repetido semejante tentativa. No
sólo siguieron viviendo todos ellos, sino que también maduraron de modo
sorprendente hasta ser personas equilibradas e incluso felices. Conozco un caso
similar concerniente a cierta señora que, en su juventud, se precipitó por la ventana
con el propósito de suicidarse y se fracturó la columna vertebral; justamente desde
aquel día llevó una existencia dichosa y humana a pesar de su grave lesión. Sin
duda alguna la aparición de un impedimento difícilmente superable fue lo que les
hizo estimar otra vez la vida a todos aquellos jóvenes abrumados por su
aburrimiento.
A decir verdad, no nos faltan los impedimentos en este mundo, y debemos
superarlos si queremos atajar el hundimiento de la Humanidad; sin duda el triunfo
sobre ellos será lo suficientemente costoso como para proporcionar satisfactorias
situaciones de confirmación a cada uno de nosotros. Una misión perfectamente
realizable de los medios educativos, debería consistir en divulgar la existencia de
tales impedimentos.

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VI. DECADENCIA GENÉTICA

El nacimiento, y más todavía la perpetuación de esos comportamientos


sociales que sin duda son provechosos para la comunidad, pero perjudiciales para el
individuo, constituyen -como la demostrara recientemente Norbert Bischof- un
espinoso problema cuando se intenta explicarlos mediante los principios de
mutación y selección. Aunque los procesos tan poco comprensibles de la selección
de grupo -tema sobre el cual no nos extenderemos aquí- puedan explicar los
comportamientos «altruistas», el sistema nacido así será inestable por necesidad. Si,
por ejemplo, surge entre los grajos -Coloeus monedula L.- una reacción defensiva
mediante la cual cada individuo se apresta con excepcional valor a la defensa de un
compañero atacado por cualquier animal rapaz, resulta fácil comprender que un
grupo cuyos miembros posean tales formas de comportamiento tendrá más
probabilidades de sobrevivir que otro donde falte esa característica. Pero, ¿qué
puede impedir la aparición dentro del grupo de individuos cuya reacción no tenga el
carácter defensivo demostrado por sus compañeros? Siempre son posibles las
mutaciones deficientes que se manifiestan casi inevitablemente antes o después.
Ahora bien, cuando intervengan en el comportamiento altruista al cual nos referimos,
significarán para los interesados una ventaja de la selección si se presupone que la
defensa del susodicho compañero resulta peligrosa. Así pues, los «elementos
antisociales» que se benefician como parásitos con el comportamiento social de los
miembros todavía normales, imponen su voluntad a la sociedad. Desde luego, esto
sólo es válido para aquellos animales asociados en cuyo medio no se distribuyen las
funciones de procreación y trabajo social entre diversos individuos como ocurre con
los insectos «creadores de Estados». A éstos no se les puede aplicar el problema
esbozado aquí, y tal vez sea éste el motivo de que el «altruismo» demostrado por
los obreros y soldados de tales animales acostumbra adoptar formas extremas.
Desconocemos las causas que impiden en los animales vertebrados sociales
la disgregación de la sociedad por la acción parasitaria social. También resulta difícil
imaginar que un grajo se escandalice, por decirlo así, ante la «cobardía» de un
compañero social que no participa en la defensa de un camarada. El
«escandalizarse» del comportamiento antisocial nos es conocido tan sólo en los
sistemas vivientes cuya integración varía entre un nivel relativamente bajo y el
máximo, es decir los «Estados celulares» y la sociedad humana. Los inmunólogos
han hecho un descubrimiento trascendental, a saber, que existe una estrecha
conexión entre la capacidad para formar anticuerpos y la peligrosa aparición de
tumefacciones virulentas. Incluso se puede opinar que la formación de tejidos
defensivos específicos sólo se «ideó» por la presión ejercida por la selección, pues
ésta representó para los organismos de larga vida, y sobre todo los de prolongado
crecimiento, el riesgo permanente de que surgieran peligrosas formas celulares
«antisociales» mediante la llamada mutación germinativa en las incontables
divisiones celulares. En los invertebrados no hay tumores malignos ni formación de
anticuerpos, pero ambas cosas suelen surgir de improviso en toda la serie de
vertebrados hasta los más ínfimos, es decir los moluscos ciclostómidos, a los que
pertenece, por ejemplo, la lamprea. Probablemente, todos nosotros habríamos
muerto de tumores malignos en la infancia si nuestro organismo no hubiese formado
con sus reacciones inmunizadoras una especie de «policía celular» para luchar a
tiempo con los acaparadores asociales.
Entre nosotros, los seres humanos. el miembro normal de la sociedad posee
reacciones altamente específicas mediante las cuales procede contra el
comportamiento antisocial. Nosotros nos «indignamos» -e incluso el más pacífico
reacciona con agresividad- cuando presenciamos cómo se maltrata a un niño o se
tortura a una mujer. Si se emprendiera una investigación comparativa sobre la
estructura del Derecho en diversas civilizaciones, se observaría una concordancia
perceptible hasta el menor detalle que no puede explicarse con los nexos culturales
e históricos. Goethe dice: «Por desgracia, el derecho nacido con nosotros es
precisamente aquel del que nunca se trata.» Sin embargo, la fe en la existencia de
un Derecho natural ajeno a la legislación asociada con la cultura está vinculada,
evidentemente, desde tiempo inmemorial al concepto de que ese derecho es
sobrenatural y de origen divino.
El mismo día en que me disponía a escribir este capítulo recibí, por rara
coincidencia, una carta de Peter H. Sand, especialista en Derecho comparado, y
ahora me gustaría citar algunas palabras suyas: «Las más recientes investigadores
sobre Derecho comparado analizan con creciente interés las similitudes
estructurales entre los diversos sistemas jurídicos del mundo (por ejemplo, un
proyecto publicado hace poco por la Universidad Cornell: Common Core of legal
systems). Hasta se han propuesto tres explicaciones relevantes para aclarar esas
concordancias relativamente numerosas: un Derecho natural metafísico (equivalente
al vitalismo en las ciencias naturales), uno histórico (intercambio de ideas mediante
la difusión y el contacto entre los diversos sistemas jurídicos, es decir, mediante la
imitación del comportamiento adquirido) y uno ecológico (adaptación a las
condiciones del medio ambiente como, por ejemplo, la infraestructura, y asimismo,
por tanto, mediante la experiencia común sobre comportamientos adquiridos). A
ellos se agrega, en fechas muy recientes, una explicación psicológica de la
"conciencia recta" común (¡concepto del instinto!), tomando como base las típicas
experiencias infantiles y apelando directamente a Freud (así ha procedido sobre
todo el profesor Albert Ehrenzweig, en Berkeley, con su "jurisprudencia
psicoanalítica"). Lo esencial de esta nueva orientación es la noción de que el
fenómeno social "derecho" se remonta aquí a estructuras individuales, y no
inversamente, como en la tradicional teoría jurídica. Por el contrario, hay que
lamentar, querido amigo, la insistencia sobre el comportamiento adquirido y el
abandono de un posible comportamiento ingénito en el Derecho. Tras la lectura de
sus ensayos recopilados (¡en parte un hueso duro de roer para un jurista!), tengo el
firme convencimiento de que en ese misterioso "sentido jurídico" (por lo demás, esta
expresión ha dejado un rastro perceptible en la antigua teoría jurídica, pero sin
explicación alguna) reside de forma considerable un típico comportamiento innato.»
Yo comparto totalmente ese criterio, pero también comprendo las inmensas
dificultades de su obligatoria verificación, a lo cual alude asimismo el profesor Sand
en su carta. Sean cuales fueren las comunicaciones de una investigación futura
sobre los orígenes filogenéticos, culturales e históricos del sentido jurídico humano,
podemos conceptuar ya como una comprobación científica que la especie Homo
sapiens tiene a su disposición un sistema muy variado de comportamientos, que
sirve, tal como el sistema de la formación de anticuerpos en el «Estado celular»,
para eliminar los parásitos cuya acción amenaza a la comunidad.
Asimismo, en la criminología moderna se plantea la necesidad de averiguar
qué parte del comportamiento criminal obedece a deficiencias de los
comportamientos sociales innatos y las represiones, y qué parte a las perturbaciones
en la transmisión cultural de normas sociales. Ahora bien, la resolución de ese
problema, aun siendo aquí no menos dificultosa que en la jurisprudencia, reviste
mucha más importancia empírica. El Derecho será siempre Derecho e impondrá su
pauta tanto si su estructura está definida por una evolución filogenética como por
una cultura. Pero, cuando se juzga a un criminal, la cuestión de saber si su defecto
es de origen genético o educativo tiene suma importancia para su posible conversión
en un miembro aceptable de la sociedad. Ciertamente, no se quiere decir que las
aberraciones genéticas no sean rectificables con un training específico, pues tal
como afirma Kretschmer muchos leptosómicos pueden adquirir una musculatura casi
atlética mediante una gimnasia secundaria practicada con auténtica consecuencia
esquizotímica. Si cada persona sujeta a una programación filogenética fuera
refractaria, ipso facto, a todo aprendizaje y educación, el hombre sería una presa
irresponsable de sus impulsos instintivos. Toda convivencia cultural tiene como
premisa que el ser humano aprenda a dominar sus propensiones; todos los
sermones del ascetismo contienen esa verdad incuestionable. Pero el ejercicio del
dominio sobre sí mismo, del raciocinio y la responsabilidad no tiene una fuerza
ilimitada. En las personas sanas alcanza justamente para permitirles ocupar un
puesto en la sociedad civilizada. La diferencia entre un individuo mentalmente sano
y el psicópata -para volver a mi antigua comparación- no es mayor que la existente
entre dos personas con insuficiencia cardíaca, pero una compensada y otra sin la
necesaria compensación. Tal como dijera con gran acierto Arnold Gehlen, el hombre
es, por naturaleza, o sea en razón de su filogenia, un ser civilizado. Dicho. con otras
palabras, sus impulsos instintivos y el dominio responsable sobre ellos -
condicionado por la cultura- constituyen un sistema en el que las funciones de
ambos sistemas secundarios concuerdan exactamente entre sí. Un mínimo exceso o
defecto en uno u otro lado causa trastornos con más facilidad de lo que suponen
muchas personas propensas a creer en la omnipotencia del raciocinio y el saber
humanos. La amplitud de una compensación que el propio hombre puede promover
mediante el training para dominar sus impulsos, por desgracia, parece ser
insignificante.
Por lo pronto, la criminología sabe de sobra cuán reducidas son las
posibilidades de transformar a los llamados pobres de espíritu en seres sociables.
Esto es aplicable indistintamente a quienes padecen esa deficiencia desde su
nacimiento ya aquellos otros infelices que sufren una perturbación casi idéntica por
falta de educación y sobre todo de hospitalización (René Spitz). La falta de contacto
social con la madre durante la primera infancia origina una incapacidad para las
vinculaciones sociales (cuando no algo peor), el cuadro sintomático de las cuales les
asemeja notablemente al pobre de espíritu innato. Así pues, no todos los defectos
innatos son incurables, ni mucho menos, como tampoco son curables todos los
adquiridos. La antigua máxima del médico «más vale prevenir que curar» tiene
también absoluta validez para los trastornos anímicos.
La fe en la omnipotencia de la reacción condicionada es culpable, en gran
medida, de ciertos yerros muy extraños cometidos por las autoridades judiciales.
Durante sus conferencias en la Clínica Menninger de Topeka (Kansas), F. Hacker
informó sobre un caso singular: Un joven asesino, sometido a tratamiento en una
institución psicoterápica y dado de alta como «curado» poco tiempo después,
cometió casi inmediatamente un segundo asesinato. Este hecho se repitió cuatro
veces nada menos y sólo cuando el criminal mató a la cuarta víctima, esta sociedad
nuestra tan humana, democrática y «conductista», llegó a la conclusión de que el
hombre era peligrosamente nefando.
Aquellos cuatro muertos son una sombra insignificante comparados con lo
que nos procura sin más ni más el proceder de la opinión pública actual respecto al
delito: el convencimiento, convertido en dogma religioso, de que todos los hombres
son iguales desde su nacimiento y de que todas las infracciones éticas y morales del
delincuente son imputables a los pecados cometidos con él por sus educadores,
conduce al aniquilamiento de todo sentido jurídico natural, sobre todo en el individuo
deficiente cuya compasión por sí mismo le hace verse como una víctima de la
sociedad. En cierto periódico austríaco se leyó recientemente el singular titular: «El
temor a los padres convierte en asesino a un joven de diecisiete años.» Realmente,
el individuo había violado a su hermana de diez años, y cuando ella le amenazó con
delatarle a sus padres, la estranguló. Tal vez los padres tuvieran alguna culpa
parcial en ese complejo encadenamiento de acciones, pero no, ni mucho menos,
porque hubieran atemorizado excesivamente al muchacho.
Este extremo patológico donde se manifiesta la formación de la opinión sólo
resulta comprensible cuando se sabe que ésta es la función de un sistema regulador
que como otros tantos, según dijimos en un principio, tiende a las oscilaciones. La
opinión pública es perezosa, las nuevas influencias sólo le hacen reaccionar al cabo
de un largo «tiempo muerto»; por añadidura le agradan las simplificaciones
rudimentarias que en su mayor parte son exageraciones de un hecho comprobado.
Por ello, la oposición que formula críticas contra una opinión pública tiene siempre
razón prácticamente respecto a ésta; pero en el tira y afloja de las opiniones se
mueve entre posiciones extremas que ella jamás habría adoptado si no se hubiese
propuesto compensar la opinión contraria. Sin embargo, cuando se quebranta la
opinión dominante hasta entonces, lo cual suele ocurrir súbitamente, el péndulo se
inclina hacia un punto extremo no menos exagerado de lo que fue hasta aquel
momento la oposición.
La actual constitución anamórfica de las democracias liberales se encuentra
en el punto culminante de una oscilación, y en el contrapuesto -un recorrido que ha
hecho el péndulo no hace mucho tiempo- están Eichmann y Auschwitz, la eutanasia
y el odio racista, el genocidio y la ley de Lynch. Debemos tener la certeza de que a
ambos lados del punto señalado por el péndulo -si éste llega a estabilizarse algún
día- hay valores genuinos: a la «izquierda», el valor del libre desenvolvimiento
individual; a la «derecha», el valor de la salud social y cultural. Sólo serían
inhumanos los excesos en una u otra dirección. La oscilación prosigue su marcha, y
en América se perfila ya el peligro de que se manifieste como una reacción contra la
rebelión justa pero desaforada de los jóvenes y los negros, que proporciona un
excelente motivo a los elementos derechistas para predicar en el extremo opuesto
con la desmesura proverbial y doctrinaria de la regresión. Pero lo peor es que el
vaivén ideológico no sólo actúa sin moderación, sino que también muestra una
peligrosa tendencia a inclinarse excesivamente hacia la «catástrofe del reóstato».
Son los científicos quienes deben hacer cuantos intentos sean necesarios para
aplicar el apremiante amortiguamiento a esa endiablada oscilación.
Entre las muchas inquietudes que se ha procurado la Humanidad civilizada
con sus maniobras, figura ésta: una vez más las exigencias de la naturaleza humana
con respecto al individuo se enfrentan con los intereses de la filantropía. Es decir la
compasión que nos inspiran los sujetos deficientes antisociales cuya inferioridad
puede obedecer indistintamente a quebrantos irreversibles sufridos durante la
primera infancia (ihospitalización!) o insuficiencias hereditarias, obstaculiza la
protección de los sujetos no deficientes. No es posible siquiera emplear las palabras
«inferioridad» y «anormalidad» en relación con el hombre sin dar inmediatamente la
sospechosa impresión de estar abogando por la cámara de gas.
Indudablemente, ese «misterioso sentido jurídico», al cual se refiere P. H.
Sand, es un sistema compuesto por reacciones de raíz genética que nos indúcen a
proceder contra el comportamiento antisocial de ciertos congéneres. Esto da la clave
en los diversos períodos históricos para la inmutable melodía básica sobre cuya
base se asientan los sistemas jurídicos y morales, inseparables entre sí, de las
distintas culturas. A no dudarlo, las fallas flagrantes de ese sentido jurídico irreflexivo
son tan probables como puedan serIo la de cualquier reacción instintiva. Si el
miembro de una cultura exótica "se porta mal" (por ejemplo, si abate una palmera
sagrada, como hacían los miembros de la primera expedición alemana a Nueva
Guinea), se ordena su ejecución con una sensación complaciente de ecuanimidad,
tal como se hubiera procedido contra un miembro de nuestra sociedad que hubiese
infringido inocentemente algún tabú de la civilización. El móvil que conduce con
tanta facilidad al linchamiento es, en realidad, uno de los comportamientos más
inhumanos del hombre moderno normal. Origina infinitas crueldades contra los
«bárbaros» foráneos y contra las minorías dentro de la propia sociedad, refuerza la
tendencia a una formación ficticia de la especie según lo interpreta Erikson, y
gobierna otros muchos fenómenos de proyección bien conocidos por la psicología
social, como, por ejemplo, la típica búsqueda de un «testaferro» para disculpar los
propios yerros, y por añadidura innumerables impulsos extremadamente peligrosos
e inmorales que -aún cuando el inexperto no pueda diferenciarlos de forma intuitiva-
están incluidos en ese sentido jurídico global.
No obstante, esto resulta tan imprescindible para el ensamblado eficaz de
nuestros comportamientos sociales como lo es el tiroides para el de nuestras
hormonas, y por ende, la evidente propensión actual -condenar esto o lo otro
indiscriminadamente y arrebatarle toda eficacia- es tan erróneo como pretender
curar el bocio exoftálmico extirpando el tiroides. Así pues, el olvido del sentido
jurídico natural mediante la tendencia actual a una tolerancia absoluta refuerza su
peligrosa acción de la doctrina seudodemocrática de que todo comportamiento
humano obedece al aprendizaje. Muchos elementos de nuestro comportamiento,
sustentador y quebrantador a un tiempo de la sociedad, son bendiciones o
maldiciones inculcadas en nuestra primera infancia por un matrimonio más o menos
inteligente, consciente de su responsabilidad y, sobre todo, con emociones sanas.
Otros tantos elementos, si no más, están condicionados por la genética. Como bien
sabemos, el gran regulador de la cuestión categórica y trascendental sobre las
insuficiencias genéticas y educativas del comportamiento social procede a la
compensación dentro de unos límites muy restrictos.
Cuando uno se ha habituado al pensamiento biológico y conoce el poder de
los móviles instintivos, así como la impotencia relativa de toda moral responsable y
todo designio encomiable, cuando uno posee por añadidura ciertos conocimientos
psiquiátricos y psicológicos sobre las perturbaciones comprobables del
comportamiento social, pierde toda posibilidad de condenar al «delincuente» con esa
justa cólera que caracteriza a las personas cándidas dominadas por los
sentimientos. Entonces uno ve en el sujeto deficiente un enfermo digno de
compasión más bien que un malvado satánico, aunque esto último sea lógico
teóricamente. Pero si se agrega a esa actitud justificada la heterodoxa doctrina
seudodemocrática de que la condicionalidad estructura todo comportamiento
humano y, por tanto, puede corregirlo y transformarlo, esto equivaldrá a un grave
pecado contra la comunidad humana.
Para imaginar los peligros derivados del complejo hereditario instintivo
deficiente que acecha a la Humanidad, debemos analizar este punto: en las
condiciones de la vida civilizada moderna no interviene ni un solo factor que
promueva la selección fundándose en la bondad llana y la decencia, a no ser
nuestra intuición innata para distinguir tales valores. iEn la competencia económica
de la cultura occidental se les asignan primas cuyo resultado es una evidente
selección negativa! Casi parece providencial que el éxito económico no mantenga
necesariamente una correlación positiva con el índice de natalidad.
Existe un antiguo cuento judío que ilustra perfectamente el carácter
imprescindible de la moral: Cierta vez, un millonario se presenta a un schadchen
(agente matrimonial) y con muchos circunloquios le deja entender que desea
casarse. Lleno de solicitud, el schadchen entona múltiples alabanzas sobre una
hermosa muchacha que ha sido Miss América tres veces consecutivas, pero el
potentado rechaza la propuesta diciendo: «No me interesa. ¡Yo soy ya bastante
apuesto!» El schadchen, con la verbosidad propia de su profesión, ensalza a otra
posible novia, con una dote que asciende a varios millones de dólares. «No necesito
riquezas -replica el creso-. Yo soy ya suficientemente rico.» El schadchen toca un
tercer resorte y habla de una posible novia que ha sido profesora de Matemáticas a
los veintiún años, y actualmente, con veinticuatro años de edad, catedrático titular de
Informática en el «Massachusetts Institute of Technology». «Tampoco necesito
inteligencia -replica despectivamente el multimillonario-. iYo soy ya bastante
inteligente! » Entonces, el schadchen exclama desesperado: «¡Por amor de Dios!
¿Cómo debe ser ella?» y su interlocutor le responde: «Decente; con eso basta.»
Nosotros sabemos cuán aprisa puede generalizarse la decadencia del
comportamiento social cuando se omite la selección específica, y la sabemos por
nuestros animales domésticos, incluso las especies salvajes que se siguen
reproduciendo en cautividad. Existen muchos peces caracterizados por su forma de
incubar, la multiplicación artificial de los cuales al cabo de pocas generaciones es
obra de los expertos comerciales. Pues bien, la aptitud genética para el proceso de
la incubación sufre tales perturbaciones que es difícil encontrar entre docenas de
parejas una sola con suficiente capacidad para atender apropiadamente a sus crías.
Manteniendo una curiosa analogía con la decadencia del comportamiento social
condicionado por la cultura (véase páginas anteriores), los recientes mecanismos
históricos altamente diferenciados parecen mostrar también aquí una singular
impotencia ante tal perturbación. Los impulsos comunes y generalizados desde
fechas remotas, como alimentación y apareamiento, tienden con frecuencia a la
hipertrofia, de lo cual cabe inferir que el criador fomenta, muy probablemente con
propósitos selectivos, la nutrición abundante y desordenada, así como el
apareamiento en condiciones similares, y, por el contrario, conceptúa la agresividad
y la evasión como elementos perturbadores de la reproducción.
En términos generales, el animal doméstico es una maliciosa caricatura de su
amo. Ya señalé en un trabajo precedente (1954) que nuestra apreciación estética de
los valores mantiene relaciones palmarias con esas alteraciones corporales que se
manifiestan regularmente en el curso de la domesticación del animal. La atrofia
muscular progresiva y la adiposis, juntamente con el consiguiente vientre
descendido, acortamiento de la base del cráneo y de las extremidades son rasgos
inherentes a la domesticidad que se consideran antiestéticos en animales y seres
humanos; por otro lado, los rasgos opuestos les parecen «refinados» a los
propietarios. Procedemos de forma análoga al valorar intuitivamente los signos
característicos del comportamiento que desaparecen con la domesticación o por lo
menos peligran: la solicitud maternal y la intervención desinteresada y valerosa en
pro de la familia y la sociedad son normas de conducta programadas con arreglo al
instinto, tal como pueda serIo la alimentación o el apareamiento, y, sin embargo,
nosotros los consideramos indudablemente como algo mejor y más refinado que
estas últimas.
En mis ensayos anteriores expuse con todo detalle las íntimas relaciones
existentes entre el perjuicio causado por la domesticación a determinados distintivos
y el valor que les atribuyen nuestros sentimientos éticos y estéticos. La correlación
parece demasiado evidente para ser casual, y la única explicación es ésta: nuestros
juicios apreciativos estriban en mecanismos incorporados cuya finalidad es atajar
ciertos síntomas de decadencia que amenazan a la Humanidad. Por consiente, cabe
suponer que nuestro sentido jurídico resida asimismo en la aptitud de programación
filogenética, el cometido de la cual sea contrarrestar la infiltración de congéneres
antisociales en la sociedad.
Un síndrome de alteraciones hereditarias, presente sin duda en seres
humanos y animales domésticos de forma análoga y por idénticas razones, es la
peculiar combinación entre madurez sexual prematura y prolongación de la juventud.
Según hizo constar Bolk hace ya mucho tiempo, el hombre se asemeja, por diversos
distintivos corporales de la constitución juvenil, a sus inmediatos parientes
zoológicos, y, por cierto, mucho más que a los animales adultos. Esa persistencia
del estado juvenil se denomina neotenia en Biología, L. Bolk (1926) señala esa
particularidad en los seres humanos, pero atribuye especial importancia al retraso de
la ontogénesis humana y habla casi siempre de retardo. Las pautas aplicables a la
ontogénesis del cuerpo humano son también válidas para las de su comportamiento.
Tal como intenté demostrar hace años (1943), la curiosidad bulliciosa e
investigadora del hombre, prolongándose hasta una edad muy avanzada -su
expansión universal, como lo ha denominado Arnold Gehlen (1940)-, es un
persistente indicio de juventud.
Entre los distintivo humanos más importantes, indispensables y nobles del
hombre, figura la candidez. «El hombre sólo es verdaderamente hombre allí donde
juega», dice Friedrich Schiller. «En el hombre auténtico se oculta un niño que quiere
jugar», escribe Nietzsche. «¿Y por qué ocultarse?», inquiere mi mujer. Otto Hahn me
preguntó, a los pocos minutos de conocernos: «Dígame, ¿es usted realmente
infantil? Por favor, ¡no interprete mal mis palabras!»
Las cualidades infantiles cuentan, sin duda alguna, entre las premisas del
desarrollo humano. La cuestión es saber si el infantilismo genético característico del
ser humano no podría exceder en proporciones perjudiciales. Ya he explicado
anteriormente aquí que las manifestaciones del «desagrado-intolerancia» y del
«sentimiento-superficialidad» pueden suscitar un comportamiento infantil. Hay
buenas razones para sospechar que a esa particularidad de condición genética
podrían agregarse procesos condicionados por la cultura. Actitudes impacientes
exigiendo una satisfacción inmediata de los deseos, falta absoluta de
responsabilidad e indiferencia ante los sentimientos ajenos son caracteres típicos del
niño pequeño y perdonables en su caso. El progreso paciente hacia objetivos
distantes, el sentido de responsabilidad con respecto al propio quehacer y la
deferencia ante las cosas ajenas, aunque estén distantes, son normas de conducta
que caracterizan al hombre maduro.
Los cancerólogos hablan de inmadurez para referirse a una característica
fundamental del tumor maligno. Cuando una célula rechaza todas aquellas
propiedades que le hacen formar parte integral de un determinado tejido, como el
epitelio intestinal, la epidermis o la glándula mamaria, «retrograda» necesariamente
a un estado que concuerda con una fase evolutiva precedente de origen histórico
colectivo o individual, es decir empieza a comportarse como un organismo unicelular
o una célula embrionaria, dividiéndose sin ninguna relación con la totalidad del
cuerpo. Cuanto mayor es la regresión y cuanto más se diferencia el tejido recién
formado del normal, mayor es la malignidad del tumor. Un papiloma, conservando
todavía muchas propiedades de la epidermis si bien surgiendo como verruga sobre
la superficie de ésta, es benigno, pero un sarcoma compuesto por células
mesodérmicas idénticas no diferenciadas es un tumor maligno. El desarrollo
pernicioso de los tumores malignos se debe, como ya se ha indicado, al fracaso de
ciertas medidas defensivas o bien a su neutralización por las células tumorales
cuando usualmente el organismo se vale de ellas para luchar contra la invasión de
las células «antisociales». Sólo si el tejido circundante las trata y alimenta como si
fueran suyas, se producirá el crecimiento de infiltración letal inherente a la
tumefacción.
Aquí podemos seguir desarrollando la analogía ya citada anteriormente. Un
hombre a quien le falte la madurez de las normas sociales del comportamiento y, por
tanto, permanezca en un estado infantil, será, forzosamente, un parásito de la
sociedad. Él espera como lo más natural del mundo que los adultos le procuren los
cuidados reservados para los niños. Recientemente, el periódico Süddeutschen
Zeitung informó sobre un adolescente que había sido juzgado por matar a su abuela
para robarle unos cuantos marcos, que se gastó en ir al cine. Se disculpó reiterando
con machaconería una breve declaración: «¡Él había dicho a su abuela que
necesitaba dinero para el cine!» Aquel hombre era imbécil en un grado avanzado,
claro está.
Numerosos adolescentes muestran hostilidad al actual orden social y, por
ende, a sus padres. El hecho de que, a pesar de semejante actitud, consideren
natural que les mantengan la sociedad y los padres demuestra un carácter infantil
irreflexivo.
Si el progresivo infantilismo y la creciente criminalidad juvenil de esta
civilización obedecen, como mucho me temo, a unos síntomas de decadencia
genética, no es exagerado decir que corremos grave peligro. Nuestra alta valoración
intuitiva de lo bueno y lo decente es, con una probabilidad abrumadora, el único
factor que ejercita todavía una selección relativamente eficaz contra las
manifestaciones decadentes del comportamiento social. Pero, ¡si hasta el
encallecido ricachón de nuestro significativo cuento quería casarse con una
muchacha decente! Todo cuanto se ha analizado en los capítulos precedentes, la
superpoblación, la competencia comercial, la destrucción de nuestro medio ambiente
natural, el extrañamiento de su imponente armonía, la atrofia paulatina -ocasionada
por el enervamiento- de nuestra capacidad para sentir con intensidad..., todo ello,
combinado, arrebata al hombre moderno el discernimiento que le permite distinguir
entre lo bueno y lo malo. y por si no fuera suficiente, se añade la exculpación del
elemento antisocial que nos ha sido impuesta mediante una penetración analítica en
los fundamentos genéticos y psicológicos de sus insuficiencias.
Debemos aprender a relacionar el humanitarismo razonable respecto al
individuo con la consideración que merece todo cuanto hace por necesidad la
comunidad humana. El sujeto aislado que sufre la reducción de ciertos
comportamientos sociales, así como la merma simultánea de la capacidad para
experimentar los correspondientes sentimientos, es realmente un pobre enfermo y
merece toda nuestra compasión. Pero esa propia merma es el mal por antonomasia.
No entraña tan sólo la negación e invalidación del proceso creador que transformara
en hombre al animal sino algo verdaderamente inquietante. Por alguna razón
esotérica, el trastorno del comportamiento moral origina con excesiva frecuencia no
una simple ausencia de todo cuanto consideramos bueno y decente, sino, por el
contrario, un antagonismo activo. Éste es justamente el fenómeno que hace creer a
muchas religiones en la existencia de un enemigo y antagonista de Dios. Si uno
observa con ojos vigilantes todo cuanto acontece actualmente en el mundo, le
resultará difícil contradecir al creyente que columbra la presencia perturbadora del
Anticristo.
Sin duda nos amenaza un apocalipsis con la decadencia del comportamiento
fundamentalmente genético, y por cierto, de una forma en sumo grado espeluznante.
Sin embargo, tal vez sea más fácil conjurar este peligro que otros, tales como la
superpoblación o el ciclo diabólico de la competencia comercial contra el cual sólo
se puede proceder mediante medidas revolucionarias o, por lo menos, mediante una
transmutación aleccionadora de todos los valores aparentes que hoy tanto se
veneran. Para atajar la decadencia genética de la Humanidad basta con atenerse a
la antigua sabiduría que se manifiesta de forma clásica en el viejo cuento judío
citado anteriormente. Para la elección de esposa es suficiente con no olvidar esta
simple y lógica condición: ella ha de ser decente..., pero él no debe serIo menos.
Antes de abordar el siguiente capítulo, referente a los peligros implícitos en la
pérdida de tradiciones, desencadenados por la rebelión excesivamente radical de los
jóvenes, debo precaver al lector contra un posible error de interpretación. Todo
cuanto se ha dicho anteriormente sobre las peligrosas consecuencias de un
creciente infantilismo y en particular sobre el desvanecimiento de la conciencia
responsable y la apreciación justa de valores, se refiere a la criminalidad juvenil,
pero no, en modo alguno, a la rebelión generalizada de los jóvenes
contemporáneos. Aunque me pronuncie con toda energía en páginas sucesivas
contra las peligrosas equivocaciones cometidas por ellos, conviene hacer constar
aquí de forma inequívoca que esas personas jóvenes no carecen en absoluto de
sensibilidad social o moral y padecen menos todavía de ceguera. Por el contrario,
poseen una sensibilidad poco común, un olfato que no sólo les permite adivinar la
existencia de algo podrido en Dinamarca, sino también la de mucha putrefacción en
numerosos países bastante más importantes.

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VII. QUEBRANTAMIENTO DE LA TRADICIÓN

El desarrollo de una cultura humana muestra ciertas analogías interesantes


con el desenvolvimiento filético de las especies. La tradición acumulativa, base de
todos los desarrollos culturales, estriba en potencialidades sustancialmente nuevas y
ajenas a cualquier especie animal, pero sobre todo en el entendimiento y lenguaje
intelectivos que, mediante la capacidad para concebir símbolos autónomos,
proporcionan al hombre una oportunidad jamás conocida anteriormente para la
divulgación y transmisión del saber adquirido por el individuo. Esta «herencia de
cualidades adquiridas» que surge como consecuencia de aquello, motiva, a su vez,
que la evolución histórica de una cultura se desarrolle a una velocidad superior en
varias décimas potencias a la filogénesis de una especie.
Tanto los procedimientos por medio de los cuales adquiere la cultura nuevos
conocimientos sustentadores del sistema como aquellos mediante los que se
consolida, se diferencian de los que gobiernan la evolución de las especies. Sin
embargo, el método empleado para elegir lo más útil entre múltiples cosas ofrecidas
es, evidentemente, siempre el mismo en el desarrollo de especie y culturas: a saber,
elección tras concienzudas pruebas. Ciertamente, la selección determinada por las
estructuras y funciones de una cultura no es tan rigurosa como la que rige la
evolución de las especies, porque el hombre, mediante su constante y creciente
dominio sobre la naturaleza circundante, se sustrae a un factor selectivo tras otro.
Por eso, en las culturas se encuentran más a menudo lo que apenas aparece en las
especies: las llamadas formaciones de lujo, es decir estructuras cuya forma no se
desvía de una obra sustentadora del sistema y tampoco de ninguna otra anterior. El
hombre, pues, puede permitirse el lujo de acarrear más lastre inútil que cualquier
animal salvaje.
Aunque parezca sorprendente, la selección es a todas luces el único
elemento determinante que decide lo que debe incorporarse cual usos y costumbres
tradicionales -«consagrados»- al durable tesoro intelectual de una cultura.
Verdaderamente parece como si los hallazgos y descubrimientos realizados
mediante el entendimiento y la exploración racional adquirieran también un carácter
ritual e incluso religioso cuando su transmisión dura largo tiempo. Me veré obligado
a tratar sobre ello en el capítulo siguiente. Si investigamos las normas
convencionales del comportamiento social tal como se las encuentra a primera vista,
es decir sin la intervención de un enfoque histórico comparativo, no podremos
distinguir entre aquellas derivadas fortuitamente de «supersticiones» ocasionales y
las que deben su origen a conocimientos y hallazgos genuinos. Si sutilizáramos esta
conclusión cabría decir que todo cuanto se transmite durante largos períodos de
tiempo mediante la tradición cultural, adopta finalmente la naturaleza de una
«superstición» o una «doctrina».
Tal vez nos parezca al principio una «construcción errónea» del mecanismo
que adquiere y almacena conocimientos en las culturas humanas. Pero, tras una
meditación más profunda, descubriremos que la máxima retención conservadora de
lo experimentado antaño pertenece a las propiedades vitales del sistema, el cual
desempeña en el desarrollo cultural una tarea análoga a la del genoma en la
evolución de las especies. La retención no es sólo importante, sino lo es también
mucho más que la subsecuente adquisición, y debemos tener siempre en cuenta
que sin unas investigaciones orientadas muy especialmente no podremos saber
cuáles de los usos y costumbres transmitidos hasta nosotros por la tradición de
nuestra cultura son supersticiones caducas e innecesarias y cuáles bienes culturales
indispensables. Asimismo, en las normas de conducta cuyos perniciosos efectos
parecen evidentes, como la cacería de cabezas practicada por muchas tribus de
Borneo y Nueva Guinea, es absolutamente preciso prever los efectos de su
desarraigo en el sistema de comportamientos sociales que aglutinan a un grupo
cultural determinado. Pues realmente este sistema representa hasta cierto punto la
armazón de toda cultura, y sin un examen detenido de sus múltiples interacciones
resulta muy peligroso arrebatarle arbitrariamente un elemento.
La errónea creencia de que sólo las cosas concebibles para la razón, e
incluso sólo las demostraciones científicas pertenecen al sólido caudal intelectivo de
la Humanidad, tiene funestas secuelas. A los jóvenes «instruidos científicamente»
esto les induce a arrojar por la borda el inmenso tesoro de erudición y sabiduría que
contienen las tradiciones de civilizaciones antiguas y las doctrinas de las grandes
religiones universales. Quien opine que todo esto es superfluo y nulo se entregará
consecuentemente a otro error nocivo, pues albergará el convencimiento de que la
ciencia puede crear de la nada toda una cultura con sus implicaciones sobre los
cauces racionales. Esta opinión, aun siendo muy desatinada, lo es quizás algo
menos que el creer suficiente nuestra sabiduría para «perfeccionar» arbitrariamente
al hombre mediante una intervención en el genoma humano. Una cultura contiene
tanto saber «orgánico» adquirido mediante la selección como una especie animal, y
hasta ahora, según sabemos, ¡nadie ha podido «producir» una especie animal!
Ni la tremenda subestimación del tesoro intelectivo cultural no racional ni la
sobreestimación equivalente de lo que el hombre como Homo faber y por conducto
de su raciocinio ha logrado poner en marcha, son los únicos factores que amenazan
con el aniquilamiento a nuestra cultura; no son siquiera los más decisivos. Una
explicación presuntuosa no encontraría fundamento alguno para arremeter con
desorbitada hostilidad contra la tradición heredada. Si acaso la trataría como quizá lo
hiciera un biólogo con una anciana labradora quien le asegurara convencida que si
se humedece el serrín con orina, aparecen pulgas. La postura adoptada por una
gran parte de la joven generación contemporánea contra los padres tiene, sin duda,
una buena medida de desprecio arrogante, pero nada de indulgencia. La revolución
de los jóvenes actuales está impulsada por el odio, y ciertamente, este odio está
emparentado con el más peligroso y el más insuperable de todos los sentimientos
rencorosos: el odio nacionalista. Dicho con otras palabras, la juventud rebelde
reacciona contra la generación mayor tal como lo hiciera en tiempos pretéritos un
grupo cultural o «étnico» contra otro extraño y adverso.
Fue Erik Erikson quien demostró por vez primera la analogía existente entre el
desarrollo divergente de grupos autónomos en la historia cultural y el curso que
siguen las subespecies, especies y géneros en su historia evolutiva. Él habló de
«pseudo-speciation», «seudoformación de las especies». Hay ritos y normas del
comportamiento social -cuyo origen es cultural e histórico- que por una parte
aglutinan unidades culturales grandes y pequeñas, pero por otra las disgregan. Unas
«maneras» particulares, un dialecto especial de grupos, una forma de vestir, etc.,
pueden ser símbolos de una comunidad a los que se ama y defiende tal como se
haría con un grupo de seres entrañables y conocidos personalmente. Según expuse
en otro trabajo (1967), esa alta estima por todos los símbolos del grupo propio va
unida a un desprecio equivalente respecto a los de cualquier otra unidad cultural
comparable. Cuanto más se independicen entre sí dos grupos étnicos en su
desarrollo tanto mayores serán las diferencias, y éstas nos permitirán reconstruir el
curso de la evolución tal como lo harían los distintivos diferenciales de las especies
animales. Tanto aquí como allí puede conjeturarse con certeza que los distintivos
ampliamente generalizados y correspondientes a las unidades mayores son los más
antiguos.
Todo grupo cultural delimitado con suficiente claridad tiende a verse
realmente cual una especie aparte, mientras que considera a los miembros de otra
unidad comparable como seres incompletos. En muchas lenguas primitivas se
emplea simplemente la palabra «hombre» para designar la propia tribu. ¡Por lo cual,
el matar a un miembro de una tribu vecina no es en realidad un asesinato! Esta
consecuencia de la «seudoformación de una especie» es sumamente peligrosa,
porque mediante ella se descartan todos los escrúpulos respecto a la eliminación de
un congénere, mientras que la agresividad intraespecífica provocada exclusivamente
por tales congéneres, permanece viva. Los «adversarios» despiertan una cólera
inmensa como jamás podría hacerlo otro ser humano ni siquiera el animal rapaz más
maligno, y, por tanto, uno puede abatirlos sin remordimientos, pues no son hombres
auténticos. Desde luego, una táctica acreditada de todos los chauvinistas es
fomentar tal opinión.
Un hecho verdaderamente inquietante es que hoy día la generación joven
empieza a enfrentarse sin rodeos con sus mayores tratándolos como si fueran una
subespecie exótica. Así lo revela una multitud de síntomas. Grupos étnicos
antagónicos y compitiendo entre sí suelen desempolvar con ostentación diversos
trajes regionales o bien diseñarlos ad hoc. En Europa han desaparecido hace mucho
tiempo las indumentarias campesinas características de cada lugar, pero Hungría las
ha mantenido en todo su esplendor, en los lugares donde las aldeas húngaras y
eslovacas se aglomeran dentro de estrechos límites. Allí, cada cual luce su traje con
orgullo, y sin duda con el propósito de irritar a los miembros de otros grupos étnicos,
y así es justamente como proceden muchos grupos autónomos de jóvenes rebeldes,
aunque ahí resulta sorprendente su afición por los uniformes pese a la presunta
recusación de todo lo militar. Los diversos subgrupos -beatniks, teddyboys, rocks,
mods, rockers, hippies, gammlers, etcétera- son reconocibles para el «experto» por
su indumentaria tal como lo fueran en otro tiempo los regimientos del Imperio
austrohúngaro.
En materia de usos y costumbres, la juventud rebelde intenta asimismo
distanciarse todo lo posible de la generación progenitora, no sólo arrinconando
simplemente el comportamiento heredado de ella, sino también tomando buena nota
de cada detalle, hasta el más ínfimo, para tergiversarlo por completo. Esto explica, a
título de ejemplo, la aparición de excesos sexuales en grupos humanos cuya
potencia sexual ordinaria se degrada aparentemente. Asimismo, el intenso afán por
romper con los mandamientos paternos es la única explicación de que los
estudiantes insurrectos orinen y defequen públicamente como ha ocurrido en la
Universidad de Viena.
Los jóvenes aludidos desconocen las motivaciones de esos comportamientos
extraños o más bien extravagantes, aunque ellos aduzcan los más diversos
seudorrazonamientos -no pocas veces convincentes en apariencia- para justificar su
conducta: protestan contra la impasibilidad generalizada de sus pudientes padres
respecto a los pobres y los hambrientos, contra la guerra de Vietnam, contra la
arbitrariedad de las autoridades universitarias, contra los establishments sean cuales
fueren sus orientaciones..., si bien se manifiestan muy raras veces contra la opresión
ejercida por la Unión Soviética sobre Checoslovaquia, lo cual no deja de ser
inconsecuente. En realidad, el ataque se dirige de forma bastante errática contra
todas las personas mayores cualesquiera que sean sus ideas políticas. Los
estudiantes izquierdistas radicales se ensañan ostensiblemente con los profesores
izquierdistas como si éstos fueran derechistas. Cierta vez, H. Marcuse se vio
obligado a soportar los más violentos improperios de unos estudiantes comunistas
capitaneados por Cohn-Bendit, quienes le imputaron las más desatinadas felonías,
diciéndole, entre otras cosas, que estaba a sueldo de la CIA. No motivó aquel
ataque la orientación política del acusado, sino sencillamente el pertenecer a otra
generación.
Con idéntico apasionamiento e inconsciencia la generación mayor interpreta
las presuntas protestas como una intimación belicosa y una afrenta repleta de odio
(lo que son realmente en su mayor parte). Así pues, sobreviene la multiplicación
acelerada y peligrosa de un aborrecimiento que, como ya hemos dicho, está
emparentado íntimamente con el odio de diversos grupos étnicos, es decir, con el
odio nacionalista. Yo mismo, a pesar de ser un experimentado etólogo, encuentro
grandes dificultades para dominar la cólera cuándo me veo ante la elegante camisa
azul del acomodado comunista Cohn-Bendit, pero a uno le basta con observar la
expresión de esa clase de gente para saber que están buscando una reacción de
este tipo. Todo ello reduce al mínimo las perspectivas de un entendimiento.
Tanto en mi libro sobre la agresividad (1963) como en diversas conferencias
pronunciadas entre 1968 y 1969 he procurado desentrañar los probables móviles
etológicos de la guerra entre generaciones, y por consiguiente, aquí me limitaré a lo
más elemental. El ciclo fenomenológico va asociado con una perturbación funcional
del proceso evolutivo que se manifiesta en el hombre durante la pubertad. Mientras
persiste esta fase, el individuo joven empieza a desentenderse de las tradiciones
hogareñas, las analiza con espíritu crítico y escudriña el panorama en busca de
nuevos ideales, de nuevos grupos a cuya causa pueda adherirse. El deseo instintivo
de luchar por una buena causa tiene importancia decisiva en la elección del objetivo,
particularmente entre los hombres jóvenes. Durante esta fase, lo tradicional aburre, y
todo lo nuevo atrae; casi podría hablarse de un neofilismo fisiológico.
Sin duda este proceso aporta una notable contribución al mantenimiento de la
especie, por lo cual se le incluye en el programa filogenético de los comportamientos
humanos. Su función consiste en prestar adaptabilidad a las normas culturales del
comportamiento, hasta ahora demasiado rígidas; esto es comparable, quizás, a la
muda de un cangrejo que necesita soltar su rígido caparazón para poder crecer. Tal
como ocurre con todas las estructuras consolidadas, aquí, en la transmisión cultural,
es preciso rescatar también la imprescindible función sustentadora mediante una
pérdida gradual aunque limitada de la libertad, y tal como ocurre con todas ellas, la
demolición necesaria para toda reconstrucción entraña peligros innegables, puesto
que entre el derribo y la reedificación transcurre un período inevitable de abandono e
inestabilidad. El caso es análogo para el cangrejo y el hombre en sus épocas de
muda y pubertad, respectivamente.
Por regla general, al período de neofilismo fisiológico sigue un resurgimiento
del amor a lo tradicional. Esto suele progresar con lentitud, pues casi todos nosotros,
los viejos, podemos atestiguar que cuando cumplimos sesenta años muchas
opiniones de nuestros padres nos parecen bastante más respetables que a los
dieciocho. A. Mitscherlich registra este fenómeno y lo denomina, con gran acierto,
«obediencia tardía». El neofilismo fisiológico y la obediencia tardía constituyen juntos
un sistema cuya virtud conservadora consiste en eliminar elementos caducos de la
cultura transmitida y otros opuestos al nuevo desarrollo, pero preservando,
entretanto, la estructura esencial e indispensable. Puesto que el funcionamiento de
tal sistema está sujeto necesariamente al concierto de muchos factores externos e
internos, resulta muy difícil perturbarlo como es de suponer .
Las limitaciones del desarrollo, condicionadas no sólo por factores
ambientales sino también genéticos, surten efectos muy diversos desde el instante
de su aparición. El estancamiento en una fase infantil primaria puede acarrear una
vinculación persistente con los padres y la adhesión total a las tradiciones de la
generación precedente. Más tarde esas personas no consiguen entenderse con sus
coetáneos y terminan siendo muy a menudo tipos estrafalarios. El aferrarse
antifisiológicamente a la etapa del neofilismo origina un resentimiento muy
característico contra los padres -quienes en numerosos casos han muerto hace
mucho tiempo- y así mismo una especie de extravagancia. Los psicoanalistas
conocen bien ambos fenómenos.
Pero los trastornos que causan el odio y la lucha entre las generaciones
tienen otros orígenes y, por cierto, de dos clases distintas. Por lo pronto, las
transformaciones debidamente adaptadas de los bienes culturales transmitidos de
una generación a otra son cada vez mayores. En tiempos de Abraham, la variación
sufrida por las normas de conducta cuando el hijo las recibía del padre era tan
increíblemente mínima que -según la convincente descripción de Thomas Mann en
su magnífica novela psicológica Joseph und seine Brüder- a muchos hombres de
entonces les resultaba imposible apreciar la diferencia entre su persona y la de su
padre, lo cual representa la forma de identificación más completa que podamos
imaginar. El ritmo de desarrollo impuesto a la civilización actual por su propia
tecnología tiene como consecuencia que la juventud considere inútil una parte muy
considerable de cuanto posee todavía esta generación en materia de bienes
tradicionales. La creencia errónea ya citada de que el hombre pueda crear como por
encanto una nueva cultura a su albedrío y con racionalidad, lleva a la descabellada
conclusión de que lo mejor sería aniquilar la cultura paterna y erigir una nueva con
«espíritu creativo». Desde luego, podría hacerse así, ¡pero sólo si se recomenzara
en los tiempos anteriores al hombre de Cromagnon!
Ahora bien, el empeño conceptuado por la juventud como una cosa justa y
factible a largo plazo, el «saltar todas las barreras en relación con los padres», tiene
otras causas adicionales. Los cambios experimentados por la familia y su estructura
por influjo de una progresiva transformación tecnológica de la Humanidad,
propenden todos ellos sin excepción a debilitar el contacto entre padres e hijos, y
esto se inicia ya en la lactancia. Puesto que hoy día las madres no pueden dedicar
todo su tiempo al recién nacido, surgen casi siempre, en mayor o menor grado, las
manifestaciones que René Spitz denomina «hospitalización». Su peor síntoma es un
debilitamiento difícilmente reversible o irreversible de la capacidad humana para
establecer relaciones. Este efecto se agrega de forma peligrosa al trastorno ya
citado de la participación humana.
A una edad algo más avanzada, las deficiencias de la imagen paterna causan
visibles perturbaciones, sobre todo en los chicos. Exceptuando los medios rurales y
artesanos, hoy día un muchacho no ve casi nunca a su padre durante el trabajo, y
todavía tiene menos oportunidades para ayudarle y poder experimentar así
convincentemente la superioridad del hombre. Asimismo, en la pequeña familia
moderna falta la estructura jerárquica por medio de la cual el «hombre mayor»
parece emanar respetabilidad en las condiciones precedentes. Un niño de cinco
años no puede valorar directamente la superioridad de su padre cuarentón, pero se
muestra impresionado ante la energía de otro niño de diez años y comprende que
éste adopte una actitud respetuosa ante un hermano mayor de quince años. Luego
llega instintivamente a las conclusiones justas cuando observa que el de quince
años, quien es lo bastante sagaz para reconocer la superioridad intelectiva del
hombre mayor, respeta a éste,
La aceptación de una superioridad jerárquica no es un impedimento para el
afecto. El recuerdo hace decir a cada hombre que los individuos a quienes debía
mirar de abajo arriba y cuyo dominio aceptaba ostensiblemente no le eran menos
queridos por esto, sino bastante más, aun cuando su condición fuera la de un
subordinado. Yo sé todavía con absoluta certeza que mi amigo Emmanuel La
Roche, muerto prematuramente -quien me llevaba cuatro años, y como reyezuelo de
aquella revoltosa banda nuestra ejercía un dominio justo pero enérgico sobre unos
muchachos de edades comprendidas entre los diez y dieciséis años-, no sólo me
inspiraba respeto y me hacía acometer audaces empresas para conseguir su
aprobación, sino que también se había ganado mi afecto como lo recuerdo todavía
con toda claridad. Ese sentimiento tuvo una evidente similitud con aquel otro que
experimenté más tarde respecto a diversos amigos íntimos y maestros. Entre los
mayores atentados de la doctrina seudodemocrática figura el de condenar el orden
jerárquico natural entre dos personas como un impedimento frustratorio para todo
sentimiento afectuoso: sin él no puede existir siquiera la forma más natural del amor
humano que usualmente une a todos los miembros de una familia; con la educación
«no frustratoria» se ha transformado a millares de niños en desdichados neuróticos.
Según he expuesto en los ensayos antedichos, el niño forma parte de un
grupo ajeno a todo orden jerárquico, se halla en una situación contranatural. Puesto
que él no puede reprimir su empeño -programado instintivamente- en alcanzar un
puesto jerárquico superior y desde luego tiraniza a sus pasivos padres, se ve
obligado a desempeñar el papel del jefe de grupo en el que no se encuentra cómodo
ni mucho menos. Sin un «superior» más enérgico, se siente indefenso ante un
mundo hostil, pues en ninguna parte se quiere a los niños non-frustration. Cuando
intenta desafiar a los padres con una irritación comprensible, como «suplicando un
par de bofetadas» según la ingeniosa expresión bávaro-austríaca, no encuentra el
contraataque esperado intuitivamente por el subconsciente, sino que tropieza con el
amortiguador de frases tranquilizadoras y seudorracionales.
Pero ninguna persona desea identificarse jamás con un sietemesino
esclavizado, nadie está dispuesto a dejarse dictar unas normas de comportamiento y
menos todavía a acatar unos valores culturales que el impositor venera. Sólo cuando
uno quiere con la máxima profundidad anímica a una persona y simultáneamente le
profesa hondo respeto, se presta a hacer suya su tradición cultural. Evidentemente,
hoy día falta esa «figura paterna» en un número casi espantoso de adolescentes. El
padre real fracasa con frecuencia y el alumnado multitudinario en escuelas y
universidades impide su sustitución por un maestro digno de acatamiento.
Pero a esas razones puramente etológicas para rechazar la cultura paterna se
añaden, en el caso de muchos jóvenes inteligentes, otras éticas. En nuestra cultura
occidental contemporánea, con su «masificación», su alejamiento, de la Naturaleza,
su espíritu competitivo tan codicioso y ciego ante los valores, su horripilante
empobrecimiento de los sentimientos y su progresivo embrutecimiento mediante la
formación indoctrinada, en ese mundo, decimos, el valor de la «no emulación» es
tan ostensible que se olvida con demasiada facilidad el contenido de verdad y
profunda sabiduría en nuestra cultura. Realmente, la juventud tiene razones
concluyentes y plausibles para declarar la guerra a todos los establishments
existentes. Sin embargo, resulta tarea muy ardua determinar la proporción de
jóvenes rebeldes -incluidos los estudiantes- que actúan dejándose guiar
sinceramente por tales razones. Lo que sucede en las polémicas públicas tiene
como origen evidente otros impulsos etológicos subconscientes, entre los cuales
figura sin duda en primer lugar el odio étnico. Por desgracia, los jóvenes juiciosos,
inducidos por móviles racionales, son los menos violentos, de modo que los
síntomas de una regresión neurótica caracterizan al panorama externo de la
rebelión. Animados por una lealtad mal entendida, los jóvenes razonables parecen
incapaces de guardar las distancias con los impulsivos. En diversos debates con
estudiantes he tenido la impresión de que los muchachos prudentes no son tan poco
numerosos como cabría suponer al contemplar el cuadro externo de la rebelión.
Con todo, al hacerse tales reflexiones, uno no debe olvidar que las
ponderaciones razonables representan un estímulo muy inferior a la violencia
elemental e instintiva tras la cual se oculta el verdadero espíritu agresor. y todavía se
debe olvidar menos las consecuencias que acarrea ese incesante arrinconamiento
de la tradición paterna a los propios jóvenes. Tales consecuencias pueden ser
funestas. Durante la fase del «neofilismo fisiológico», el adolescente se obsesiona
con el deseo irresistible de incorporarse a algún grupo étnico y, sobre todo, de
participar en su agresión colectiva. Este impulso es tan poderoso como cualquier
otro de programación filogenética, tan avasallador como el hambre o la sexualidad.
Al igual que éstas y en el mejor de los casos puede fijar su atención sobre un
objetivo determinado mediante el entendimiento y el proceso educativo, pero nunca
podrá dejarse dominar o ni siquiera influir por la razón. y allí donde esto ocurra
aparentemente se cernirá el peligro de una neurosis.
Durante esa fase ontogénica del proceso «normal», es decir el adecuado para
conservar el sistema de una cultura, se debe comprender -como ya se ha dicho- que
los jóvenes de un grupo étnico se encuentran al servicio de muchos ideales nuevos
y, en consecuencia, deben introducir reformas en las normas tradicionales de
conducta, pero sin arrojar por la borda el acervo común de la cultura paterna. Así
pues, el hombre joven se identifica claramente con el grupo joven de una antigua
cultura. Como se ha comprobado, el hombre necesita encontrar su identificación de
forma satisfactoria con una cultura exclusivamente, y ello reside en lo más profundo
de su ser más bien que en la natural esencia cultural. Cuando los impedimentos
mencionados con anterioridad le imposibilitan semejante acción, satisface su ansia
de identificación y vinculación a un grupo tal como lo haría con un impulso sexual
insatisfecho, es decir, buscando un objeto sustitutivo. Los investigadores del instinto
conocen desde hace mucho tiempo cuán errática es la reacción de los impulsos
reprimidos y cuán sorprendente la elección de objetos absolutamente inadecuados,
pero sería difícil encontrar un ejemplo tan rotundo como la elección de objetivo que
hacen no raras veces los ansiosos jóvenes según sus diversas afiliaciones a los
grupos. Cualquier cosa es buena menos el no pertenecer a algún grupo, incluso la
asociación con la más deplorable de todas las comunidades, concretamente la del
toxicómano. Aristide Esser, especialista en este terreno, podría demostrar que, junto
con el aburrimiento, del cual se habla en el capítulo V, el deseo de integrarse en un
grupo conduce constantemente a un número siempre creciente de jóvenes hacia la
toxicomanía.
Allí donde falte un grupo al que adherirse, siempre quedará la posibilidad de
constituir uno «hecho a la medida». Bandas juveniles casi delictivas o totalmente
criminales, como las representa, por ejemplo, con gran acierto, la famosa película
musical West Side Story, encarnan con una simplicidad esquemática el programa
filogenético de los grupos étnicos, aunque desgraciadamente sin la cultura
transmitida que caracteriza a los grupos no patológicos de formación natural. Por lo
general, y tal como lo presenta dicha película, se forman simultáneamente dos
bandas cuya única meta es la elección de objetos apropiados para la agresión
colectiva. Los Rocks and Mods ingleses son, si existen todavía, un modelo típico.
Pero esos agresivos grupos dobles son incluso soportables comparados, por
ejemplo, con los rockers cuya misión en la vida parece ser la de apalear a ancianos
indefensos.
La excitación instintiva reprime el comportamiento racional, el hipotálamo
bloquea el córtex, y ello afecta como ninguna otra emoción de esta índole al odio
étnico colectivo, lo que conocemos demasiado bien como odio nacionalista. No nos
engañemos: el odio de la joven generación contra la anterior procede de idénticas
fuentes. Este odio es aún peor que la ceguera o sordera total porque falsea toda
noticia que se intenta olvidar y luego la tergiversa. Dígase lo que se quiera a la
juventud rebelde para impedirle destruir sus bienes más preciados, es de prever que
ella interprete tales palabras como un intento alevoso para proteger al aborrecido
establishment. El odio no sólo ciega y ensordece; también suscita una incredulidad
ignominiosa. Será muy penoso hacer ver a quienes nos odian la acción bienhechora
de que están tan necesitados. Será muy difícil enseñarles que todo cuanto se ha
originado con el desarrollo cultural es tan irremplazable y respetable como lo
resultante de la historia genealógica; y más penoso aún será enseñarles que una
cultura puede extinguirse como la llama de una vela.

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VIII. FORMACIÓN INDOCTRINADA

Mi maestro Oskar Heinroth, archinvestigador de la Naturaleza y archisatírico


de las ciencias filosóficas, solía decir: «Lo que uno piensa es casi siempre falso,
pero lo que uno sabe es cierto.» Esta frase, exenta de nociones especulativas,
expresa perfectamente el proceso evolutivo de todo el saber humano y quizá de todo
el saber existente. Primero, uno «piensa» algo, luego lo compara con la experiencia
y con los datos aportados por el sentido para llegar finalmente a una decisión
mediante la conformidad o disconformidad sobre la exactitud o inexactitud de «lo
que ha pensado». Tal comparación entre una idea preceptiva nacida de un modo u
otro en el organismo y otra imperante en el mundo externo es, probablemente, el
método más importante para hacer llegar los conocimientos a un organismo viviente.
Pattern matching, según lo denominan Karl Popper y Donald Campbell; ambas
palabras se resisten a una traducción correcta.
En su realización más elemental, ese proceso para la adquisición de saber
tiene ya lugar sobre los planos inferiores de los fenómenos vitales adoptando formas
fundamentalmente similares; en la fisiología de la perceptividad se le encuentra a
cada paso, y en los pensamientos conscientes del hombre adquiere la forma de
conjetura y subsecuente confirmación. Lo que uno ha pensado inicialmente a modo
de suposición resulta ser falso con frecuencia tras la prueba sobre el terreno, pero
cuando se sale airoso varias veces de esa prueba, uno lo sabe ya. En la ciencia
esos procesos se denominan formulación hipotética y verificación.
Ahora, por desgracia, no existe una divisoria clara entre esos dos pasos del
conocimiento, y el resultado del segundo no es ni mucho menos tan terminante
como parece sugerir el aforismo de mi maestro Heinroth. En la construcción del
conocimiento, la hipótesis es un andamiaje sobre cuyas planchas el constructor sabe
de antemano que deberá desmontarlo cuando lleve adelante su proyecto; es un
supuesto provisional cuya ratificación sólo tendrá sentido si existe la posibilidad
empírica de rebatirlo mediante hechos seleccionados expresamente con tal finalidad.
Una hipótesis que resulta inaccesible para esta o aquella «falsificación» no será
comprobable y, por tanto, tampoco servirá en el trabajo experimental. El forjador de
hipótesis debe agradecer que se le muestren nuevos caminos para hacer evidente la
insuficiencia de sus hipótesis, pues toda comprobación consiste en que la hipótesis
soporte sin flaquear cualquier tentativa de refutación. El trabajo de todo investigador
naturalista estriba fundamentalmente en la búsqueda de esa confirmación; por eso
se suele aludir también a las hipótesis de trabajo que son tanto más útiles cuanto
más oportunidades ofrecen para una revisión: las probabilidades de su autenticidad
aumentan con el número de hechos aportados que se presten a la ordenación.
Asimismo se ha generalizado entre los teorizantes del conocimiento el error
de que es posible rebatir de modo concluyente una hipótesis mediante uno o varios
hechos que no admitan la ordenación. Si fuera así, se habrían refutado ya todas las
hipótesis existentes, pues no hay una siquiera que responda a todos los hechos
trascendentales. La totalidad de nuestros conocimientos es sólo una aproximación a
la realidad subjetiva extrínseca que nosotros intentamos desentrañar; pero, sea
como fuere, es una aproximación constructiva. Jamás se puede rebatir una hipótesis
con un solo hecho contradictorio, sino siempre y exclusivamente mediante otra
hipótesis que pueda clasificar varios hechos aparte de ella misma. Por consiguiente,
la «verdad» es la hipótesis más apropiada para allanar el camino hacia otras más
informativas.
Sin embargo, nuestros pensamientos y sentimientos no pueden doblegarse
ante ese hecho teórico e incontestable. Nosotros anhelamos tener ante la vista una
representación de todo nuestro saber, de todo cuanto nos comunica nuestra
perceptividad sobre la realidad subjetiva extrínseca, en fin, un cuadro aproximativo
de lo existente, y, sin embargo, no podemos evitar el considerar como verídicas
ciertas cosas ni el creer en la absoluta autenticidad de esa sabiduría.
Si examinamos ese convencimiento desde el ángulo visual psicológico y
sobre todo fenomenológico, nos parecerá equiparable a una fe en todos los sentidos
de la palabra. Cuando el investigador naturalista ha verificado una hipótesis hasta tal
punto que se hace merecedora del título de teoría, y cuando esta teoría adquiere
tanta amplitud que sólo admite variaciones mediante hipótesis adicionales, pero
nunca en sus elementos fundamentales, entonces nosotros «creemos firmemente»
en ella. Esta fe no causa mayores perjuicios, puesto que una teoría tan
«concluyente» sigue conteniendo en el propio campo de aplicación su «verdad»,
aunque ésta resulte ser menos universal de lo que parecía cuando se dio crédito a la
teoría. Esto es válido, por ejemplo, para toda la Física clásica, a la cual se ha
arrinconado en su campo de aplicación mediante la teoría cuántica, pero sin refutar
sus principios tal como se entiende esta palabra.
Yo «creo», con la misma confianza que me inspiran las tesis de la mecánica
clásica, en toda una serie de teorías cuya autenticidad es probable hasta los límites
de seguridad: por ejemplo, tengo la convicción de que el llamado sistema universal
copernicano es verosímil, o al menos me quedaría estupefacto si se confirmara la
desprestigiada teoría de una esfera vacía o se demostrara, como creían muchos en
tiempo de Tolomeo, que los planetas giran en la bóveda celeste trazando una
sorprendente órbita elíptica.
Pero otras cosas me parecen también tan creíbles como las teorías
demostradas, aun cuando ahí no exista la menor prueba de que mi convencimiento
esté justificado. A título de ejemplo, creo que el Universo se rige por una serie única
de leyes naturales absolutamente compatibles entre sí e inviolables. Esta convicción,
que a mi juicio tiene un carácter axiomático, excluye todo acontecimiento natural
extrínseco o, para expresarlo con otras palabras, tengo por una ilusión todos los
fenómenos descritos por parapsicólogos y espiritistas. Este criterio no es nada
científico, primero porque los acontecimientos sobrenaturales son muy raros, y
segundo, porque cuando suceden lo hacen en una medida ínfima; además, la
circunstancia de que yo no los haya presenciado jamás, o, al menos, no de forma
convincente, me da derecho a no pronunciarme sobre su existencia o inexistencia.
Mi estricta fe religiosa me dice que sólo hay un gran milagro sin la menor
pluralización: y yo opino, como el filósofo poeta Kurd Lasswitz, que Dios no necesita
hacer milagros.
Según he dicho, estas convicciones -cuyos fundamentos son tan científicos
como espirituales- equivalen, en el aspecto fenomenológico a una fe. Para
proporcionar una base aparentemente sólida a su afán por saber, el hombre sólo
puede aceptar ciertos hechos como si fueran irrefutables y «subordinarlos» a sus
propios argumentos como otros tantos principios de Arquímedes. En la formulación
de hipótesis, uno finge conscientemente estar seguro de tal subordinación, uno
«actúa como si» ésta fuera verdadera, aunque sólo para ver lo que sucede. Cuanto
más se construye sobre esos principios ficticios de Arquímedes sin que el edificio se
llene de contradicciones y se desmorone, tanto más probable será -según el axioma
del mutuo esclarecimiento- la suposición inicialmente temeraria de que los principios
de Arquímedes, hipotéticamente subordinados, son reales.
Así pues, la aceptación hipotética de que ciertas cosas son verídicas
pertenece al indispensable método del afán humano por saber. Asimismo figura
entre las premisas motivadoras de la investigación humana el confiar que la
suposición sea cierta, que la hipótesis se confirme. Hay relativamente pocos
investigadores naturalistas que prefieran progresar per exclusionem, es decir
excluyendo experimentalmente las posibles aclaraciones una tras otra hasta que
quede la única representativa de la verdad. Casi todos nosotros -esto debemos
reconocerlo- adoramos nuestras hipótesis, y, como ya he expuesto anteriormente, el
arrojar por la borda una hipótesis predilecta es un ejercicio gimnástico, penoso sin
duda, pero juvenil y saludable, en cierto modo un deporte matinal. A la «adoración»
de una hipótesis contribuye también, naturalmente, el tiempo transcurrido mientras la
representamos; los hábitos raciocinadores se convierten tan fácilmente como otros
cualesquiera en costumbres «entrañables». Pero esto ocurre, sobre todo, cuando
uno no es el propio creador sino el receptor de las enseñanzas impartidas por un
verdadero maestro. Cuando éste descubre un nuevo principio esclarecedor y, por
consiguiente, tiene muchos discípulos, entonces se asocia a ese hecho la acción
masiva de un criterio compartido por numerosas personas.
Hasta aquí, tales manifestaciones no son todavía perniciosas, tienen incluso
alguna justificación. A decir verdad, una hipótesis de trabajo adquiere cierta
credibilidad cuando no aparece ningún hecho contradictorio tras una larga
investigación que puede durar varios años. El principio del esclarecimiento mutuo
gana eficacia con el transcurso del tiempo. También es justificable el aceptar
seriamente las palabras de un maestro consciente de su responsabilidad, pues éste
aplicará un riguroso módulo a todo cuanto divulgue entre sus alumnos o bien hará
constar con gran énfasis la naturaleza hipotética de lo dicho. Un hombre semejante
se sume en profunda meditación antes de considerar una teoría suya como «madura
para la enseñanza». Tampoco se debe condenar necesariamente a quien persevere
en su opinión aduciendo que otro también la comparte. Cuatro ojos ven más que
dos, en particular si el otro parte de una base inductora diferente y, por tanto, obtiene
resultados coincidentes, lo cual representa una confirmación significativa.
Pero, por desgracia, todas estas acciones sustentadoras de una convicción
suelen presentarse también sin los justificantes antedichos. Por lo pronto, una
hipótesis puede estar concebida de tal forma, como ya se ha mencionado, que los
ensayos dictados por ella sólo tengan confirmación a priori. Citemos un ejemplo: la
hipótesis de que el reflejo es la única función elemental en el sistema nervioso
central digna de exploración, condujo, finalmente, a diversos experimentos en los
que se halló la respuesta del organismo a una variación de estado. Pero en esa
ordenación experimental no se reveló que el sistema nervioso puede reaccionar
también pasivamente ante los estímulos. Se requiere, pues, la autocrítica tanto como
una gran riqueza imaginativa para no incurrir en el error de despreciar la hipótesis
haciéndola hipótesis de trabajo, lo cual no es procedente por muy «fructífera» que
sea para la aportación de información en el sentido informativo teórico.
Asimismo, la confianza depositada en las enseñanzas del maestro, incluso
aun cuando éstas sean suficientemente valiosas para fundar una escuela, es decir
una nueva dirección investigadora, implica el peligro de la formación indoctrinada. El
gran genio que descubre un gran principio esclarecedor tiende por experiencia a
sobreestimar su campo de aplicación. Así lo han hecho Jacques Loeb, Iván
Petrovich Pávlov, Sigmund Freud y otros muchos de los grandes maestros. Cuando
a ello se agrega que la teoría sea demasiado plástica y anime poco a la falsificación,
entonces esto, combinado con la veneración profesada al maestro, puede hacer de
los alumnos, discípulos, y de la escuela, una religión con su propio culto, tal como ha
ocurrido en muchas partes con las enseñanzas de Sigmund Freud.
Pero el paso decisivo para la constitución de una doctrina en el estricto
sentido de la palabra consiste en que a los dos citados se suma éste: los factores
consolidadores para hacer aceptar la teoría llegan a conocimiento de un número
excesivo de adictos. Las posibilidades de divulgación que se le ofrecen hoy día a
una enseñanza semejante mediante los llamados medios informativos de masas
-Prensa, Radio, Televsión- pueden dar pie fácilmente a que una enseñanza
catalogable si acaso como una hipótesis científica sin verificar, no llegue solamente
hasta los medios científicos ordinarios, sino también a la opinión pública.
Por desgracia, a partir de ahí entran en acción todos los mecanismos que
sirvan para retener las tradiciones acreditadas, sobre lo cual se habla
detalladamente en el capítulo VI. Entonces se defiende esa doctrina con la misma
tenacidad e idéntico apasionamiento que si se tratara de preservar contra la
aniquilación una preceptiva comprobada o el saber de alguna cultura antigua
depurado mediante la selección. Quien no esté conforme con tal opinión sufrirá lo
suyo, pues se le estigmatizará como hereje, se le calumniará y, a ser posible, se le
desacreditará. En suma, se descargará sobre él la reacción altamente especializada
del mobbing, del odio social.
Una doctrina semejante, comparable ya con una religión universalizada,
proporciona a sus seguidores la satisfacción subjetiva de un conocimiento
concluyente caracterizado por la revelación. Se desmiente o desprecia todo hecho
que la contradiga, o bien -lo cual es más frecuente todavía- se le arrincona en el
sentido de Sigmund Freud, es decir se le destierra al umbral de la conciencia. El
opresor opone una resistencia enconada y apasionada ante cada tentativa para
devolver lo arrinconado al pensamiento consciente, resistencia tanto más tenaz
cuanto mayor pueda ser el cambio que ello demande de su tesis y, sobre todo, de
cuanto ha forjado sobre sí mismo. «Siempre que se enfrentaron hombres con
doctrinas antagónicas -dice Philip Wylie-, se manifestó una profunda aversión en
ambas partes, cada campo estuvo convencido de que el otro había incurrido en
error, de que era pagano, bárbaro e incrédulo y se componía de intrusos
ladronescos. Esto dio principio, corrientemente, a la guerra santa.»
Todo ello ha ocurrido con excesiva frecuencia, pues como dice Goethe: «Por
último, entre todo lo más endiablado, actúa aún mejor el odio del partidismo hasta el
horror definitivo.» Pero la formación indoctrinada surte efectos verdaderamente
satánicos cuando grandes multitudes, continentes enteros e incluso, quizá, toda la
Humanidad aúnan sus fuerzas para incurrir en una sola creencia errónea y malévola.
Éste es precisamente el peligro que nos amenaza ahora. Hacia finales del pasado
siglo Wilhelm Wundt hizo la primera tentativa seria para convertir a la Psicología en
ciencia natural; pero aunque parezca extraño, esa nueva dirección investigadora no
se orientó hacia la Biología. Aunque por aquel entonces se había generalizado ya la
teoría darwiniana, los métodos comparativos y los planteamientos de la evolución
histórica seguían siendo extraños para la nueva psicología experimental. En su
orientación, ésta tomó como modelo la Física que por aquellos días celebraba su
triunfo con la teoría atómica. Ella supuso que el comportamiento de los seres
vivientes debería estar compuesto como toda materia por elementos autónomos e
indivisibles. Ese afán, encomiable en si, condujo a considerar simultáneamente los
aspectos compensatorios de lo fisiológico y lo psicológico en la investigación del
comportamiento, y por ende, necesariamente, se conceptuó el reflejo como el más
importante de todos los elementos, incluidos los complejos procesos nerviosos. Al
propio tiempo, la teoría de I. P. Pávlov sobre el desenvolvimiento de los reflejos
condicionados pareció mantener una correlación fisiológica muy reveladora por la
asociación de procesos investigada por Wundt. Una prerrogativa del genio es el
sobreestimar el campo de aplicación de los principios esclarecedores recién
descubiertos, y, por tanto, apenas puede extrañarnos que aquellos descubrimientos
verdaderamente sensacionales y con una concordancia tan convincente entre sí no
sólo hicieran creer al descubridor, sino también a todo el mundo científico, que sería
posible desentrañar «todos» los comportamientos animales y humanos sobre la
base del reflejo y la reacción condicionada.
Aquellos formidables y laudables éxitos alcanzados inicialmente con la teoría
del reflejo y la investigación de las reacciones condicionadas, así como la sugerente
simplicidad y la aparente exactitud de los experimentos, contribuyeron a la formación
de orientaciones investigadoras verdaderamente universales. Pero la gran influencia
ejercida por ambas cosas sobre la opinión pública tiene otra explicación. Cuando se
aplican sus teorías al hombre, parecen hechas a propósito para disipar las
inquietudes originadas por la existencia de lo instintivo y lo subconsciente en el ser
humano. Los partidarios ortodoxos de esta tesis aseveran sin ambages que el
hombre ha nacido cual un pliego en blanco y que todo cuanto piensa y siente, sabe y
cree es el resultado de su «condicionamiento» (como suelen decir también,
infortunadamente, los psicólogos alemanes).
Por razones que Philip Wylie ha reconocido con toda sinceridad, aquella
opinión encontró un eco general. Incluso los religiosos se convirtieron a ella, pues si
el niño nace como «tabula rasa», cada creyente tiene el deber de inculcarle -y si es
posible a todos los demás niños- su propio credo, el único verdadero. Así pues, el
dogma conductista fortalece a cada doctrinario en su convencimiento y no hace
nada para reconciliar las doctrinas religiosas. Los liberales e intelectuales
americanos -sobre cuya mente ejercen siempre gran influjo las tesis sólidas y
simples, fácilmente inteligibles y ante todo mecanicistas- se declararon partidarios,
casi sin excepción, de esa doctrina, y además pretendieron hacerla pasar,
erróneamente, por un principio liberal y democrático. ,
Es una verdad ética irrebatible que todos los hombres tienen las mismas
oportunidades para su desarrollo. Pero se suele tergiversar con excesiva ligereza
esa verdad para decir que todos los hombres son potencialmente iguales, lo cual es
falso. La doctrina conductista da un paso más al afirmar que todos los hombres
serían iguales si pudieran desenvolverse en condiciones externas idénticas, y
ciertamente, serían personas ideales si tales condiciones fueran también ideales.
Por ello, los hombres no pueden, o, mejor dicho, no deberían poseer ninguna de las
cualidades hereditarias y aún menos aquellas que determinen sus comportamientos
y necesidades sociales.
Hoy día, las potencias americana, china y soviética tienen la misma opinión
sobre este punto: la condicionalidad ilimitada del hombre es sumamente deseable.
Su fe en la doctrina seudodemocrática está animada -según afirma Wylie- por el
deseo de que sea cierta, porque estos manipuladores no son superhombres
satánicos, sino unas nuevas víctimas humanas de su propia doctrina inhumana.
Pero, para ésta, todo lo específicamente humano es inoportuno, todas las
manifestaciones -citadas en este ensayo- que contribuyen a la pérdida del carácter
humano son extraordinariamente deseables para una mejor manipulación de las
masas. «¡Abajo la individualidad!» Así reza la consigna. Tanto los grandes
fabricantes capitalistas como los altos funcionarios soviéticos tienen idéntico interés
por convertir a los seres humanos en súbditos uniformes e idealmente sumisos, lo
cual no se diferencia mucho de los personajes descritos por Aldous Huxley en su
espeluznante novela del futuro Un mundo feliz (1). La errónea creencia de que
existiendo un «condicionamiento» previo se puede exigir absolutamente todo al
hombre, se puede hacer de él todo cuanto se quiera, es la causa de muchos
pecados mortales cometidos por la Humanidad civilizada contra la Naturaleza e
igualmente contra la Naturaleza humana y la propia Humanidad. Cuando una
ideología universal se funda, junto con la política derivada de ella, en una falsedad,
los efectos deben ser pésimos por necesidad. La doctrina seudodemocrática tiene
también mucha culpa del amenazador desmoronamiento moral y cultural de los
Estados Unidos, los cuales, con toda probabilidad, arrastrarán a todo el mundo
occidental en su vorágine.
A. Mitscherlich, quien ha vislumbrado con suma lucidez el peligro de que se
asigne a la Humanidad un código falso e indoctrinado de valores -un hecho
celebrado solamente por sus manipuladores-, dice, sin embargo, estas singulares
palabras: «Ahora bien, no podemos suponer ni mucho menos que en nuestro tiempo
se le impida al hombre su desenvolvimiento individual mediante un sistema sutil de
manipulaciones, más que en épocas pretéritas.» ¡Yo estoy totalmente convencido de
lo contrario! Jamás estuvieron divididas las grandes masas humanas en tan pocos
grupos étnicos, jamás fue tan eficaz la sugestión de las masas, jamás concibieron
los manipuladores una técnica propagandística tan excelente fundándose en
experimentaciones científicas, nunca dispusieron de unos «medios informativos» tan
incisivos como hoy día.
Correspondiendo a la similitud fundamental de los objetivos propuestos, los
métodos son también iguales en el mundo entero y, por su medio, los diversos
establishments pretenden hacer de los respectivos súbditos representantes ideales
del american way of life, funcionarios ideales, hombres soviéticos ideales o
cualquiera otra cosa ideal. Nosotros desconocemos ya hasta qué punto se dejan
manipular presuntamente los hombres occidentales civilizados por las decisiones
comerciales del gran fabricante. Si vamos a la República Democrática alemana o a
la Unión Soviética, nos asombrarán las innumerables pancartas rojas con los
consabidos lemas que mediante su omnipresencia surten efectos profundos y
sugestivos, tal como las babbling machines (máquinas parlantes) de Aldous Huxley,
que murmuran sin interrupción, con machacona insistencia, los dogmas
propagandísticos. Por el contrario, encontraremos agradable la ausencia de
anuncios luminosos y sobre todo de lujo. Allí no se desecha nada de lo que sea
todavía utilizable; el papel de periódico se emplea para empaquetar las compras, y
se atiende con amor a los viejos automóviles. Entonces se percibe poco a poco que
la gran publicidad de los fabricantes no es ni mucho menos de naturaleza apolítica,
sino que -mutatis mutandi- desempeña la misma función que las pancartas del Este.
Uno puede opinar de modo diferente si se le dice que todo cuanto pregonan esos
letreros rojos es estúpido y nocivo. Pero sin duda el desechar mercancías apenas
usadas por culpa de la publicidad con su ímpetu arrollador de producción y consumo
es demostrablemente tan estúpido como nocivo... en el sentido ético de estas
palabras. Ante el constante desarraigo de la artesanía, inerme frente a su gran
competidora, la industria, y ante la incapacidad para sobrevivir de los modestos
empresarios, incluidos los labradores, nos vemos obligados sencillamente en
nuestra existencia a acatar los deseos del gran fabricante, es decir engullir los
alimentos y ponernos la indumentaria que él estima convenientes para nosotros, y la
peor es que, en virtud del condicionamiento, nos pasa inadvertida dicha maniobra.
La moda proporciona los métodos más irresistibles para manipular a las
grandes masas humanas mediante la coordinación de sus afanes. Inicialmente
estimula con toda sencillez el común empeño humano en exteriorizar la pertenencia
a un grupo cultural o étnico; recordemos los diversos trajes regionales que, como
consecuencia del típico y ficticio costumbrismo, originan, especialmente en los valles
alpinos, admirables «géneros», «subgéneros» y «formas locales». Ya he hablado
sobre su relación con la agresividad colectiva entre los grupos. Un segundo efecto
de la moda, más esencial a nuestro juicio, se dejó sentir probablemente con mayor
ímpetu allí donde se hizo visible dentro de grandes comunidades urbanas el empeño
en exhibir el propio rango, el stand, por medio de indumentarias características. En
1964, durante su conferencia en el simposio del lnstitute of Biology londinense, La-
ver demostró con gran ingenio que siempre fueron las altas clases sociales las que
velaron para evitar que las bajas se arrogaran distintivos incompatibles con su
«posición social». Apenas hay un sector de la historia cultural en que la creciente
democratización de los países europeos se manifieste tan claramente como en la
moda del vestir .
Probablemente, en su función original, la moda ejerció una influencia
estabilizadora y conservadora sobre el desarrollo cultural. Fueron los patricios y los
aristócratas quienes prescribieron sus leyes. Según nos lo explica Otto Koenig, en la
historia de los uniformes se han conservado antiguos distintivos, algunos originarios
de la época feudal, y cuando todos habían sido suprimidos ya en el uniforme de la
tropa, muchos se mantuvieron largo tiempo para distinguir a los oficiales de
graduación media y superior. Esa valoración de lo tradicional en la moda sufrió un
cambio de signo tan pronto como se hicieron perceptibles los fenómenos ya
mencionados del neofilismo. Desde entonces, todas las innovaciones «modernas»
figuraron como emblemas del alto rango en las grandes masas humanas. Esto
benefició a los grandes fabricantes, claro está; se necesitaba fortalecer la opinión
pública. Pero sobre todo consiguieron convencer aparentemente a la gran masa
consumidora de que el poseer los últimos trajes, muebles, automóviles, lavadoras,
lavaplatos, televisores, etc., era un «símbolo inequívoco de posición social» (y
también el medio más eficaz para incrementar la capacidad de crédito). Las
pequeñeces más risibles pueden poner a uno en ridículo y beneficiar
económicamente a los fabricantes, según lo demuestra el siguiente ejemplo
tragicómico: Como recordarán todavía los viejos expertos en automóviles,
antiguamente los coches «Buick» tenían a ambos lados del capó unas aberturas
semejantes a lumbreras y sin función alguna pero con un llamativo marco cromado;
concretamente, el «ocho cilindros» tenía tres en cada costado, y el «seis cilindros»,
más barato, sólo dos. Cierto día, la empresa decidió poner también tres lumbreras
en el «seis cilindros», y esta idea tuvo el éxito apetecido, pues las ventas de este
modelo aumentaron considerablemente, tras lo cual la dirección de la fábrica tuvo
que hacer frente a innumerables cartas, en las que los propietarios del «ocho
cilindros» se lamentaban de que el prestigioso y exclusivo símbolo de sus
automóviles hubiese sido conferido a coches de rango inferior.
Pero la moda surte sus efectos más perniciosos en el campo de las ciencias
naturales. Sería erróneo suponer que los científicos profesionales son inmunes a las
enfermedades culturales objeto del presente ensayo. Tan sólo los representantes de
ciencias directamente interesadas, como ecólogos y psiquiatras, perciben que hay
algo podrido en la especie Homo sapiens, y son ellos, justamente, quienes ocupan
en la escala jerárquica de las ciencias -reconocida por la opinión pública
contemporánea- un puesto muy inferior, tal como lo describe, con gran acierto,
George Gaylord Simpson en su satírica disertación sobre el Peck order de las
ciencias. y no sólo la opinión pública acerca de la ciencia, sino también la opinión
dentro de las ciencias tiende sin duda a conceptuar como más importantes aquellas
que parecen actuar únicamente desde el ángulo visual de una Humanidad
degradada en masa, ajena a la Naturaleza, amante exclusivamente de los valores
comerciales, una Humanidad de sentimientos empobrecidos, domesticada y
desprovista de tradición cultural. En términos generales, la opinión pública de las
ciencias naturales padece también todos los síntomas de decadencia a los cuales
hemos aludido en el capítulo precedente. La Big Science no es, ni mucho menos, la
ciencia de las cosas grandiosas, supremas, existentes en nuestro planeta; tampoco
es la ciencia del alma humana o del espíritu humano, sino más bien la que aporta
mucho dinero e inmensas cantidades de energía o proporciona gran poder, aun
cuando este poder sea sólo para aniquilar cuanto es verdaderamente grande y
hermoso.
No se puede negar en modo alguno la primacía de la Física entre todas las
ciencias naturales. Ésta constituye la plataforma donde se asienta el intachable
sistema subsidiario de las ciencias naturales. Cada análisis fructuoso en este
sistema natural -y también sumo plano integrador- significa un paso «hacia abajo»,
camino de la Física. Análisis significa disolución en alemán, y lo que se disuelve
mediante su concurso y se hace desaparecer no es la legitimidad particular de la
ciencia natural más especial, sino exclusivamente sus fronteras con las más
próximas y comunes. Una disolución semejante de fronteras sólo ha tenido éxito una
vez hasta ahora: realmente, la Fisicoquímica podría referir las leyes naturales de su
campo de investigación a las generalidades físicas. En la Bioquímica se inicia una
disolución análoga de las fronteras entre Biología y Química. Aunque no quepa
inventariar unos éxitos espectaculares semejantes en las demás ciencias naturales,
el principio de la investigación analítica es, por todas partes, el mismo: se intenta
remitir las manifestaciones y legitimidades de una zona del saber -de un «estrato del
ser real», como diría Nikolai Hartmann- a aquellas que imperan en la zona general
próxima y definirlas desde la estructura especial que pertenece únicamente al
estrato-ser superior. Nosotros, los biólogos, atribuimos la suficiente importancia y
también la suficiente dificultad a la investigación de esas estructuras para no
conceptuar la Biología, según hace Crick, como una ramificación más bien simple de
la Física (a rather simple extension of physics) y hacemos constar asimismo que la
Física, a su vez, descansa también sobre una base y que ésta es una ciencia
biológica, a saber, la ciencia del espíritu humano viviente. Pero sea como fuere,
nosotros somos buenos «físicos» en el sentido expresado anteriormente y
reconocemos a la Física como el fundamento hacia donde propende nuestra
investigación.
No obstante, yo afirmo que el reconocimiento público de la Física como la
más «grandiosa» de todas las ciencias no obedece a esa justa apreciación donde se
la define como fundamento de todas las ciencias naturales, sino más bien a las
turbias causas mencionadas anteriormente. El extraño enjuiciamiento de las ciencias
por la opinión pública contemporánea que -según asevera Simpson con toda razón-
estima tanto menos a cualquier ciencia cuanto más alto, complejo y valioso sea el
objetivo de su investigación, es explicable solamente mediante esas razones y
algunas otras sobre las cuales hablaremos ahora.
El investigador naturalista tiene una opción absolutamente legítima para elegir
el objeto de su investigación en cualquier estrato del ser real, en cualquier plano
integrador elevado del acontecer vital. Asimismo, la ciencia de la mente humana,
sobre todo la teoría del conocimiento comienza siendo una ciencia natural biológica.
La llamada exactitud de la investigación naturalista no tiene ninguna relación con las
complicaciones y el plano integrador de su objeto y está sujeta exclusivamente a la
autocrítica del investigador y a la pureza de sus métodos. La denominación
generalizada de la Física y la Química como «ciencias naturales exactas» es una
calumnia contra todas las demás. Ciertas sentencias muy conocidas, tal como la de
que toda investigación naturalista sólo es científica cuando contiene matemáticas o
la de que la ciencia consiste en «medir lo que no lo es», son un tremendo disparate
tanto teórico como humano, y demás pronunciado por quienes deberían tener más
sentido común.
Ahora bien, aunque esas «seudosabidurías» sean demostrablemente falsas,
sus secuelas dominan todavía hoy el panorama científico. En la actualidad está de
moda emplear todo lo posible métodos físicos, y por cierto, sin pensar si éstos
convienen a la investigación del objeto analizado y son realmente prometedores.
Toda ciencia natural, incluida la Física, comienza con la descripción; parte desde ahí
hacia la ordenación de los fenómenos descritos y una vez llega allí, sólo entonces,
pasa a la abstracción de los factores legítimos imperantes en ellos. El experimento
sirve para verificar las leyes naturales abstractas y, por tanto, ocupa el último lugar
en la secuencia de métodos. Éstos, denominados ya por Windelband fases
descriptivas, sistemáticas y nomotéticas, deben ser preceptivos para toda ciencia
natural. Ahora bien, como la Física funda su desarrollo en las etapas nomotética y
experimental, y además se remite tanto a lo «no-intuitivo», que necesita definir en lo
esencial sus objetos tras las operaciones por cuyo medio recibe conocimientos,
muchas personas se creen obligadas a emplear también tales métodos con aquellos
objetos de investigación respecto a los cuales sólo se requiere, dados su naturaleza
y el estado actual del saber, una sencilla observación y descripción. Cuanto más
complejo y más integrado sea un sistema orgánico, tanto más estricto debe ser el
mantenimiento de los métodos consecutivos propuestos por Windelband, y
justamente por eso la experimentación moderna tiene ese florecimiento absurdo y
prematuro en la investigación del comportamiento. Comprensiblemente favorece esa
actitud errónea la creencia en la doctrina seudodemocrática cuyos preceptos dicen
que el comportamiento de animales y hombres no está determinado por estructuras
del sistema nervioso central derivadas de su historia genealógica, sino
exclusivamente por las influencias del medio ambiente y el aprendizaje. El error
fundamental de los procedimientos racionalistas y empíricos dictados por la doctrina
conductista reside, precisamente, en ese aislamiento de las estructuras: Se
considera absolutamente inútil su descripción, sólo gozan de legitimidad los métodos
operativos y estadísticos. Puesto que todas las legitimidades biológicas se fundan en
la función de las estructuras, es un esfuerzo inútil llegar sin la investigación
descriptiva de las estructuras vivientes a una abstracción de las legitimidades que
rigen su comportamiento.
Aun siendo tan comprensibles esas reglas básicas y elementales de la
enseñanza científica (cualquier bachiller las comprende ya perfectamente antes de
iniciar sus estudios universitarios), la Física sigue imponiendo con obcecación y
doctrinarismo esa moda de la imitación en toda la Biología moderna o poco menos.
Esto causa efectos tanto más perjudiciales cuanto más complejo es el sistema
investigado y cuanto menos se sabe sobre él. El sistema neurosensorial que
determina el comportamiento de los animales superiores y de los hombres puede
aspirar lícitamente al primer puesto en ambos aspectos. La tendencia de moda a
mantener la investigación en los más bajos planos integrados para lo «más
científico» origina con demasiada frecuencia el atomismo, es decir, la exploración
parcial de sistemas subordinados sin la obligación del conjunto. Así pues, el error
sistemático no reside en el afán -común a todos los investigadores naturalistas- por
remitir incluso fenómenos vitales de los máximos planos integradores a las leyes
naturales básicas y explicar mediante ellas -en este aspecto todos somos
«reduccionistas- la equivocación metódica que solemos llamar «reduccionismo»;
obedece más bien al abandono, durante esas tentativas de aclaraciones, de la
estructura infinitamente compleja en donde se ensamblan los sistemas secundarios,
y cuyo concurso es el único medio de hacer comprensibles las del sistema total.
Quien desee información más minuciosa sobre la metodología de la investigación
naturalista sistemática debe leer la obra de Nikolai Hartmann Aufbau der realen
Welt, o la de Paul Weiss, Reductionism stratified. Ambos trabajos contienen
esencialmente lo mismo; el hecho de que se enfoque el tema desde distintos
ángulos visuales presta una singular plasticidad a lo expuesto.
La actual moda científica surte sus peores efectos al crear, como la moda del
vestir o del automóvil, un símbolo de status, pues entonces surge el orden jerárquico
de las ciencias que caricaturiza Simpson.
El auténtico operacionalista o reduccionista o estadístico moderno mira con
desprecio compasivo a esos personajes anticuados que creen poder hacer nuevas y
esenciales exploraciones de la naturaleza mediante la observación y descripción del
comportamiento animal y humano, sin experimentos e incluso sin recuentos. Por
consiguiente, la dedicación a los sistemas vivientes altamente integrados se
reconoce tan sólo como «científica» cuando se despierta respecto a las propiedades
del sistema asociadas con la estructura, mediante medidas premeditadas -simplicity
filters como las denomina acertadamente Donald Griffin-, la engañosa apariencia de
«mayor exactitud», es decir, de simplicidad externa con trazas físicas, o bien cuando
la valoración estadística de incontables e impresionantes datos hace olvidar el hecho
de que los elementos investigados son «partículas elementales» del ser humano y
no neutrones; en suma, únicamente existe ese reconocimiento cuando se omite de
toda consideración lo que hace de verdad interesantes los sistemas orgánicos
altamente integrados con inclusión del hombre. Esto afecta, sobre todo, a la
experiencia subjetiva, que queda arrinconada como algo sumamente indecoroso en
el sentido freudiano. Cuando alguien convierte la propia experiencia subjetiva en
objeto de la investigación, se entrega, por esa misma subjetividad, al mayor
menosprecio, máxime si se atreve a explotar el isomorfismo de los procesos
fisiológico y psicológico como fuente informativa para desentrañar estos últimos. Los
dogmáticos de la doctrina seudodemocrática han alistado la «psicología sin alma»
bajo su bandera, olvidando por completo, de paso, que sólo adquieren
conocimientos sobre los objetos investigados por conducto de la propia experiencia
subjetiva, incluso en sus investigaciones «más objetivas». En este caso, quien
pretende alegar que el espíritu humano puede promover también la ciencia cual una
ciencia natural, se verá conceptuado como un completo insensato.
Todos esos planteamientos erróneos del científico contemporáneo son muy
poco metódicos científicamente. Sólo la presión ideológica ejercida por el consenso
de inmensas masas humanas sin opinión puede explicar tamaño yerro, presión que
se hace sentir también en otros sectores de la vida humana y usualmente con
suficiente capacidad para imponer unos disparates increíbles de la moda. Esa
peculiar peligrosidad de la moda desorganizada en el área científica obedece a la
siguiente circunstancia: el afán de saber que caracteriza a demasiados -aunque, por
fortuna, no todos modernos- investigadores naturalistas, les hace seguir un dirección
opuesta a la que encauza toda indagación del hombre hacia el verdadero objetivo,
concretamente el conocimiento de sí mismo. La tendencia prescrita a las ciencias
por la moda actual es inhumana en el peor sentido del vocablo. Numerosos
pensadores que ven por doquier las progresivas manifestaciones de la
desnaturalización como otros tantos tumores malignos, tienden a opinar que el
pensamiento científico propiamente dicho es inhumano y está conjurando de forma
peligrosa la deshumanización. Tal como se infiere de todo lo dicho, yo no comparto
ese criterio. Por el contrario, creo que los científicos contemporáneos, como hijos de
nuestro tiempo, se han visto sorprendidos por los síntomas de deshumanización
perceptibles principalmente en la cultura no científica. Desde luego, existen
concatenaciones claras y circunstanciales entre las enfermedades culturales de
orden general y las padecidas particularmente por la ciencia, pero si se las somete a
una observación concienzuda las primeras aparecerán como causas y no como
efectos de las segundas. Así pues, la peligrosa formación indoctrinada en boga de
las ciencias, que amenaza con arrebatar a la Humanidad sus últimos sustentos, no
habría sobrevenido jamás si no les hubiesen cerrado el camino las enfermedades
culturales descritas en los cuatro primeros capítulos. La superpoblación, con su
inevitable uniformidad y depresión del individualismo; el extrañamiento de la
Naturaleza, con la pérdida de toda capacidad para respetarla; la competencia de la
Humanidad consigo misma, que según el pensamiento utilitario hace del medio un
fin en sí mismo y hace olvidar el objetivo original, y por último, aunque no menos
importante, la superficialidad generalizada del sentimiento..., todas esas
peculiaridades encuentran su sedimento en los indicios de deshumanización
relacionados con las ciencias, y verdaderamente son sus causas, no sus efectos.

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IX. LAS ARMAS NUCLEARES

Si comparamos la amenaza implícita en las armas nucleares para la


Humanidad con las repercusiones de los otros siete pecados mortales, llegaremos
ineludiblemente a la conclusión de que ella es, entre esas ocho, la que se puede
paliar con más facilidad. Sin ninguna duda, cualquier demente, cualquier psicópata
que se haya sustraído a todo diagnóstico, podría pulsar el botón funesto; desde
luego, un simple incidente provocado por el campo contrario se podría interpretar
como un ataque y con ello se desencadenaría el desastre. No obstante, el modo de
manejar «la bomba» es diáfano e indiscutible: basta con no fabricarla o no lanzarla.
Esto es, por descontado, bastante difícil si se considera la increíble estupidez
colectiva de la Humanidad. Pero, con respecto a los otros peligros, nadie sabe cómo
proceder, no lo saben siquiera quienes los perciben con claridad. En cuanto se
refiere al posible lanzamiento de la bomba atómica, soy bastante más optimista que
con respecto a los otros pecados mortales de la Humanidad.
Hoy día, el mayor daño que se puede infligir a la Humanidad, en el mejor de
los casos con las amenazadoras armas nucleares, es el crear una «atmósfera de
catástrofe mundial». Las manifestaciones de un afán irresponsable e infantil por
satisfacer inmediatamente los deseos más primitivos y la correspondiente
incapacidad para asumir una responsabilidad respecto a todo cuanto nos depare un
distante futuro, están relacionadas sin duda con el hecho de que todas las
decisiones se fundan de forma subconsciente en este alarmante interrogante:
¿Hasta cuándo se mantendrá firme el mundo?

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X. RECAPITULACIÓN

Aquí se ha hablado de ocho procesos diferenciados entre sí, aunque


manteniendo también estrechas conexiones causales que no sólo amenazan con el
ocaso de nuestra civilización, sino también de la Humanidad como especie.
Tales procesos son los siguientes:
1) Superpoblación de la Tierra que, mediante una oferta excesiva de
contactos sociales, impone a cada ser humano la necesidad de precaverse contra
ello en una forma esencialmente «no humana», y que, por añadidura, desata la
agresividad directa con el confinamiento de muchos individuos en un espacio
reducido.
2) Devastación del espacio vital natural que no sólo destruye el medio
ambiente externo donde vivimos, sino también el respeto mostrado siempre por el
hombre a la belleza y grandiosidad de una creación infinitamente superior a él.
3) Competencia de la Humanidad consigo misma que propulsa el desarrollo
tecnológico en perjuicio nuestro, ofusca a los hombres en la apreciación de todo
valor auténtico y les arrebata el tiempo que deberían dedicar a la genuina actividad
humana de la reflexión.
4) Atrofia de todos los sentimientos y afectos vigorosos mediante el
enervamiento. El progreso tecnológico y farmacológico origina una creciente
intolerancia contra todo cuanto ocasione el menor desagrado. Con ello desaparece
la capacidad humana para el disfrute, que sólo es posible después de haberse
superado con gran esfuerzo los impedimentos. El movimiento ondulatorio natural de
los contrastes entre pesar y alegría decrece en oscilaciones imperceptibles hasta
ocasionar un indecible aburrimiento.
5) Decadencia genética. Dentro de la civilización moderna no hay factor
alguno -salvo el «sentido jurídico natural» y muchas tradiciones jurídicas
transmitidas- que ejerza una presión selectiva sobre el desarrollo y mantenimiento
de las normas sociales del comportamiento, aun cuando esto sea cada vez más
necesario con el incremento de la Humanidad. No cabe excluir la posibilidad de que
el infantilismo por cuya causa se han convertido en parásitos sociales muchos
jóvenes «rebeldes» contemporáneos, tenga condiciones genéticas.
6) Quebrantamiento de la tradición. Por este conducto se llega a un punto
crítico en que la generación más joven no consigue entenderse culturalmente con la
mayor, y menos todavía, identificarse. Así, pues, trata a ésta como un grupo étnico
exótico y la afronta con odio nacionalista. Las causas de ese complejo
«identificación-perturbación» obedecen, sobre todo, al deficiente contacto entre
padres e hijos, lo que tiene ya consecuencias patológicas en el período de la
lactancia.
7) Formación indoctrinada creciente de la Humanidad. La multiplicación de los
grupos culturales aislados donde se agrupan los hombres origina, en combinación
con el perfeccionamiento de los recursos técnicos, un influjo sobre la opinión pública
tendente a uniformar los criterios con una intensidad jamás conocida por ninguna
época de la historia humana. Por añadidura, la acción sugestiva de una doctrina
firmemente inculcada se acrecienta con el número de adictos, y quizás incluso en
proporción geométrica. Hoy día, cuando un individuo se sustrae a la influencia de los
medios informativos, por ejemplo la Televisión, se le imputan tendencias patógenas.
Los efectos contrarios al individualismo son muy bien acogidos por quienes
pretenden manipular las grandes masas humanas. Investigación de la opinión,
técnica publicitaria y hábil encauzamiento de la moda favorecen, por un lado, a los
grandes, y por otro, a los funcionarios allende el Telón de Acero para obtener un
dominio similar sobre las masas.
8) El que la Humanidad se haya provisto de armas nucleares representa para
ella unos peligros bastante más fáciles de evitar que los que son resultado de los
siete procesos antedichos.
Los procesos de deshumanización descritos en los primeros siete capítulos
encuentran apoyo en la doctrina seudodemocrática que, como ya se ha dicho, no
determina el comportamiento social y moral del hombre mediante la organización
evolutiva e historicogenealógica de su sistema nervioso y de sus órganos
sensoriales, sino por conducto del «condicionamiento» al cual se ve sometido en el
curso de su ontogenia según sus respectivos medios ambientes culturales.

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FIN

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