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FRAGMENTOS DE LA "HISTORIA FRANCORUM"

DE GREGORIO DE TOURS

A la muerte de Childerico, su hijo Clodoveo le sucedió. Siagrio, rey de los romanos


(romanorum rex), estaba instalado en la ciudad de Soissons que había pertenecido a su
padre Egidio. El quinto año de su reinado, Clodoveo, acompañado de su pariente, el rey
Ragnacario, marchó contra él y le instó a preparar un campo de batalla. Siagrio no temió
recoger el desafío. En el curso del combate, viendo la desbandada de los suyos, dio la
vuelta y huyó al galope hasta Toulouse, hasta donde el rey Alarico. Clodoveo conminó a
Alarico para que se lo entregase, o, en su defecto, le haría la guerra. Temiendo provocar la
cólera de los francos -es un hecho que los godos siempre les han temido- Alarico entregó a
Siagrio a los enviados de Clodoveo, quien le tomó prisionero y, después de haber puesto la
mano sobre su reino, mandó asesinarlo secretamente.
En aquel tiempo muchas iglesias fueron tomadas (depredatae) por Clodoveo con su
ejército, porque aún estaba envuelto por los fanáticos errores. Entonces, de cierta iglesia
sustrajeron una jarra (urceum), de admirable magnitud y belleza, junto con los restantes
ornamentos del ministerio eclesiástico. El obispo de la iglesia manda, en tanto, un enviado
suyo al rey, solicitando que, si no merece recibir otro de los vasos sagrados, al menos
recibiese su iglesia la jarra. Enterándose de esto el rey dijo al nuncio: "Síguenos hasta
Soisssons, porque allí, reunidas las cosas adquiridas, serán divididas. Y cuando la suerte
me dé (sors dederit mihi) aquel vaso que el Papa pide, cumpliré". Una vez llegados a
Soissons, y la carga del botín adquirido puesta en medio (cunctum onus praedae in medio
possitum), dijo el rey: "Os ruego, valientes guerreros, que al menos este vaso no me
neguéis conceder fuera de la parte". Habiendo dicho esto el rey, aquellos cuya mente era
más sana dijeron: "Todas las cosas que contemplamos, glorioso rey, son tuyas, y aún
nosotros mismos estamos subyugados a tu dominio (tuo domino subiugati sumus). Ahora, lo
que te parezca que hay que hacer, hazlo; pues nadie puede resistir tu poder (potestati)".
Cuando estas palabras así habían dicho, uno cualquiera (levis), envidioso y ligero de genio
(invidus ac facilis), levantando el hacha de doble filo golpea el vaso diciendo con gran voz:
"Nada tomes sino lo que la suerte verdadera (sors vera) te conceda". Con esto todos
quedaron estupefactos, el rey redujo su ofensa con la bondad de su paciencia y entregó la
jarra al nuncio eclesiástico, conservando la herida recibida en su pecho. Transcurrido un
año, ordenó (iussit) que toda la falange viniese con todo el conjunto de las armas, para
mostrar el resplandor (nitorem) de estas armas en el Campo de Marte. Allí decide recorrer al
conjunto y llega al que golpeara la jarra, al cual dice: "Ninguno lleva las armas tan
descuidadas como tú; ni la lanza (hasta) ni la espada (gladius), ni el hacha (securis), te son
útiles". Y agarrando su hacha la arrojó a la tierra. Y cuando aquel se hubiese inclinado un
poco para recogerla, el rey, con las manos elevadas, hendió con su hacha la cabeza de
aquél. "Así, dijo, tú hiciste a aquel vaso en Soissons". Muerto el cual ordenó retirarse a los
demás, estableciendo en ellos un gran temor de sí. Emprendió muchas guerras y obtuvo
muchas victorias. El décimo año de su reinado, hizo la guerra a los turingios, y los sometió a
su autoridad.
Gondioc, rey de los Burgundios, del linaje del rey perseguidor Atanarico, de quien ya nos
hemos ocupado más arriba, tenía cuatro hijos: Gondebaudo, Godegisilo, Chilperico y
Godomer. Gondebaudo asesinó a su hermano Chilperico haciendo tirar al agua a la mujer,
con una piedra al cuello, y exilió a las dos hijas; la mayor, que tomó el velo, se llamaba
Crona; la menor, Clotilde. Con ocasión de una de las numerosas embajadas enviadas por
Clodoveo a los burgundios, sus enviados encontraron a la joven Clotilde. Informaron a
Clodoveo de la gracia y de la sabiduría que habían constatado en ella y de los informes que
habían recibido acerca de su origen regio. Sin tardar, la pidió en matrimonio a Gondebaudo.
Este, considerando las consecuencias de una negativa, la remitió a los enviados que se
apresuraron en llevarla ante Clodoveo. Al verla el rey quedó encantado y la desposó, a
pesar de que una concubina le había dado ya un hijo, Thierry.
De la reina Clotilde tuvo un primer hijo. Deseando bautizarlo, insistía a su marido: "Los
dioses que tú veneras no son nada, incapaces son de ayudarte, ni de atender los deseos de
cualquier otro. Son ídolos de piedra, de madera o de metal. Los ridículos nombres que les
das no son nombres divinos, son hombres los que los han llevado, lo testimonia Saturno de
quien se dice que huyó por temor a ser destronado por su hijo, lo testimonia Júpiter mismo,
mancillado con el fango de todos los estupros, corrompiéndose con hombres, sin respetar
sus propios parientes, él, que no se podía contener de compartir el lecho con su propia
hermana, como ella misma lo dijo, hermana y esposa de Júpiter. ¿De qué han sido capaces
Marte y Mercurio? Esos son unos hechiceros, su poder no es de origen divino. El Dios al
que hace falta rendir culto, es aquel cuya palabra ha sacado de la nada el cielo, la tierra, el
mar y todo lo que ellos encierran, que ha iluminado el sol, llenado el firmamento de
estrellas, poblado las aguas de peces, la tierra de seres vivos, el aire de aves. Es por su
voluntad que los campos producen las cosechas, los árboles los frutos, las viñas las uvas,
es de su mano que el género humano ha sido creado. Gracias a su liberalidad, la creación
entera está al servicio del hombre, le está sometida y le colma de sus beneficios". La reina
decía bien, pero el corazón del rey permanecía insensible a las exigencias de la fe.
Clodoveo replicaba: "Es por orden de nuestros dioses que todo está creado y sale de la
nada. Sin embargo es claro que el tuyo nada puede, igualmente no tenemos la prueba de
que sea de raza divina". No obstante la reina, obedeciendo a su fe, pidió el bautismo para
su hijo; hizo tapizar la iglesia de velos y de tinturas para que el rito incitara a la creencia a
quien sus palabras no alcanzaban a tocar. Ahora bien, el niño, bautizado con el nombre de
Ingomer, murió revestido de la ropa bautismal (in albis obit). Por ello el rey, irritado, se
encolerizó con la reina: "Si el niño hubiera sido consagrado a mis dioses, ciertamente que
habría vivido; pero porque ha sido bautizado en el nombre del vuestro, le ha sido imposible
vivir". A lo cual la reina respondió: "Agradezco a Dios Todopoderoso, creador de todas las
cosas, que me ha hecho a mí, indigna, el honor de abrir su reino al fruto de mis entrañas. Mi
alma no ha sido dañada por el dolor, porque, lo sé, arrebatado de este mundo en la
inocencia bautismal, mi hijo se nutre de la contemplación de Dios". Ella tuvo luego otro hijo
que recibió en su bautismo el nombre de Clodomir. Habiendo éste enfermado, el rey dijo:
"No le podía pasar sino lo que a su hermano, es decir, morir tan pronto como hubiese sido
bautizado en el nombre de vuestro Cristo". Pero gracias a las oraciones de su madre, el
niño se restableció bajo la orden del Señor.
La reina no cesaba de rogarle para que conociera al verdadero Dios y abandonase los
ídolos; pero no pudo sacarlo de esta creencia hasta el día en que fue declarada la guerra
contra los alamanes, guerra en el curso de la cual fue impulsado por la necesidad a
confesar lo que había renunciado hacer voluntariamente. Llegó el momento, en efecto, en
que el conflicto entre los dos ejércitos degeneró en una violenta masacre y el ejército de
Clodoveo estaba a punto de ser exterminado. Viendo esto elevó los ojos al cielo y, con el
corazón compungido, emocionado hasta las lágrimas, dijo: "Oh, Jesucristo, al que Clotilde
proclama hijo del Dios vivo, tú que ayudas a aquellos que sufren y que le das la victoria a
aquellos que tienen fe en ti, te imploro devotamente la gloria de tu asistencia; si tú me das la
victoria sobre estos enemigos y si experimento la virtud milagrosa, que el pueblo
consagrado a tu nombre se dé cuenta que ella viene de ti, creeré y me haré bautizar en tu
nombre. Yo, en efecto, he invocado mis dioses, pero, como ya me he dado cuenta, se han
abstenido de ayudarme. Creo, pues, que ello se debe a que no tienen poder alguno, puesto
que no vienen en socorro de sus servidores. Es a ti a quien invoco ahora, es en ti en quien
deseo creer, tanto como pongas en fuga a mis adversarios". Apenas dijo estas palabras, los
alamanes dieron vuelta la espalda y comenzaron a huir. Como su rey había muerto en el
combate, se rindieron a Clodoveo diciendo: "Por piedad, no dejes morir más gente, en
adelante haremos lo que desees", y él, habiendo terminado así la guerra, después de
comunicar al pueblo la paz contraída, entra y le cuenta a la reina cómo, invocando el
nombre de Cristo, había obtenido la victoria. [Todo esto sucedió a los quince años de su
reinado].
Entonces la reina hizo venir a escondidas a San Remigio, obispo de la ciudad de Reims,
para fortalecer en el rey "la palabra de la Salvación".
El obispo lo llamó en secreto y le instó a que creyera en el verdadero Dios, creador del cielo
y de la tierra, y abandonara los ídolos que no podían serle útiles ni a él ni a nadie. Pero este
último respondió: "Te he escuchado atentamente, muy santo padre; sin embargo, hay que
considerar que el pueblo que me sigue no tolerará abandonar sus dioses; en todo caso yo
les hablaré conforme a tu palabra". Se devolvió hasta donde estaban sus hombres y en el
momento mismo que tomó la palabra, el poder de Dios se le adelantó y todo el pueblo gritó
al unísono: "A los dioses mortales los rechazamos, piadoso rey; es al Dios inmortal que
predica Remigio al que estamos dispuestos a seguir". Estas noticias le fueron comunicadas
al prelado. Este, lleno de gozo, hizo preparar la pila bautismal. Las calles fueron cubiertas
con guirnaldas de colores, la Iglesia adornada con cortinas blancas, el bautisterio
preparado, fueron esparcidos perfumes, fragantes cirios brillaban, todo el bautisterio estaba
impregnado de un olor divino, y Dios colmó de tal manera a los asistentes con su gracia,
que estos se sentían transportados a los perfumes del Paraíso. Clodoveo fue el primer rey
que pidió ser bautizado por el pontífice. Avanzó, cual nuevo Constantino, hacia la pila
bautismal, que había borrado la enfermedad de una vieja lepra, para limpiar, con agua
fresca, las sórdidas manchas antiguamente adquiridas. Cuando entró para el bautismo, el
santo de Dios se dirigió hacia él con voz elocuente en estos términos: "Despójate
humildemente de tus collares (mitis depone colla: inclina humildemente la cerviz). Oh,
Sicambrio, adora lo que quemaste, quema lo que adoraste".
San Remigio era un obispo de cultura notable, impregnado de retórica, pero también se
distinguió por su santidad, e igualaba a Silvestre por sus milagros; existe en nuestros días
un libro de su vida que cuenta cómo resucitó a un muerto. Así, pues, el rey, habiendo
confesado al Dios Todopoderoso en su intimidad, fue bautizado en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo, y ungido con los santos óleos con el signo de la cruz de Cristo.
Más de tres mil hombres de su ejército fueron también bautizados, y su hermana Albofleda
quien, poco tiempo después, se fue hacia el Señor. Como Clodoveo estaba afligido por esta
muerte, recibió de San Remigio una carta de consolación que decía al comienzo: "Me
abruma, sí, me abruma mucho, la desgracia que os entristece, a saber la partida de vuestra
hermana de buena memoria, Albofleda. Pero tenemos en quien consolarnos, porque ella ha
dejado este mundo en tales condiciones que merece la envidia más que las lágrimas". Otra
hermana de Clodoveo, Lantilde, que había caído en la herejía arriana, se convirtió. Después
de haber confesado la igualdad del Hijo y del Espíritu Santo con el Padre, fue ungida con el
santo crisma.
En aquel tiempo Gondebaudo y su hermano Godegiselo reinaban en las regiones del
Ródano y del Saona, incluida la región de Marsella. Pertenecían, ellos y sus pueblos, a la
secta arriana. Se combatían el uno al otro cuando Godegiselo, al corriente de las victorias
de Clodoveo, le despachó secretamente enviados encargados de decirle de su parte: "Si tú
me ayudas a combatir a mi hermano, de manera que pueda hacerlo morir en la guerra, o
capturarlo al menos, te pagaré todos los años el tributo que tú quieras imponerme".
Clodoveo recibió favorablemente sus insinuaciones, le prometió la ayuda que sería
necesaria y al momento hizo poner en marcha a su ejército contra Gondebaudo. Al
enterarse, Gondebaudo, que ignoraba la traición de su hermano, le mandó decir: "Ven en mi
ayuda, ya que los francos se han puesto en marcha contra nosotros y se dirigen hacia
nuestro país para apoderarse de él. Unámonos pues contra un pueblo que nos desea el
mal, y temo que, si lo enfrentamos separadamente, sufriremos la suerte de otros pueblos".
El otro respondió: "Iré con mi ejército y te ayudaré". Habiendo avanzado Clodoveo contra
Gondebaudo y Godegisilo, los tres ejércitos, con todo su aparato de guerra, se encontraron
bajo los muros de la fortaleza de Dijon. Mientras se enfrentaban sobre las riberas del
Ouche, Godegisilo obró su unión con Clodoveo y los dos ejércitos aniquilaron a las tropas
de Gondebaudo. Este, tomando conciencia de la traición de su hermano, de la cual no
sospechaba, volvió la espalda y emprendió la fuga. Descendió por el Ródano y entró en
Avignon. Por su parte, Godegisilo, una vez conseguida la victoria, ofrecida una parte de su
reino a Clodoveo, se retiró tranquilamente y entró triunfalmente en Vienne, como si él fuera
ya el único señor. Después de haber recibido refuerzos, Clodoveo se dio a la persecución
de Gondebaudo con la intención de capturarlo en Avignon y de hacerlo morir. Este, dándose
cuenta de que estaba amenazado de muerte violenta, fue presa del terror. Entonces hizo
venir a Aredius, hombre ilustre, valiente y prudente, que se encontraba con él: "Los peligros
se me presentan por todas partes, le dijo, y no sé qué hacer, ya que los bárbaros han
venido hasta nosotros para exterminarnos y confundir todo el país". Aredius responde:
"Para evitar la muerte, tienes que apaciguar a ese hombre feroz. Así, con tu venia, fingiré
dejarte y pasarme a su lado. Una vez admitido en su presencia, obraré de tal manera que tú
y este país sean tratados bien. Ten cuidado solamente de satisfacer las exigencias que
inspiradas por mí él te hará saber, hasta que el Señor, en su misericordia, se digne tomar tu
causa en su mano". Y él: "Actuaré de acuerdo a las instrucciones que tú me darás". Así,
Aredius se despidió, fue y se presentó delante de Clodoveo diciéndole: "Muy piadoso rey,
he aquí que yo, tu humilde servidor, vengo hacia tu poder, abandonando al miserable
Gondebaudo. Si tu piedad se digna a recibirme, tú y tus sucesores tendrán en mí un
servidor íntegro (integer) y fiel (fidelis)". Clodoveo lo recibió solícitamente y lo retuvo cerca
de sí. Era, en efecto, un conversador agradable, un consejero seguro, un espíritu juicioso,
un mandatario fiel. Cuando Clodoveo hizo rodear la ciudad con su ejército, Aredius le dijo:
"Si la gloria de tu grandeza se digna acoger los modestos propósitos de mi bajeza, aunque
tú no tienes necesidad de consejos, te daré el mío de toda buena fe, conforme a tu interés y
al de todas aquellas ciudades por las cuales tú tienes la intención de pasar. ¿Por qué,
agregó, inmovilizar tu ejército delante de un enemigo atrincherado en una fortaleza?
Saqueas sus campos, dejas sus pastos inutilizables, destruyes sus viñas, abates sus
olivares y destruyes todas las cosechas del país y, haciéndolo, no llegas a ningún resultado.
Envíale mejor embajadores e impónle un tributo que habrá de pagarte cada año. Así el país
será liberado y serás para siempre el señor de tu tributario. Si rehusa, haz entonces como te
plazca". El rey, habiendo tomado este consejo en consideración, hizo entrar sus ejércitos en
sus hogares y envió embajadores a Gondebaudo para prescribirle el pago de un tributo
anual. Gondebaudo pagó una primera anualidad, y prometió pagar las siguientes.
Después, habiendo retomado fuerzas y negándose en adelante a pagar el tributo prometido
a Clodoveo, movilizó su ejército contra su hermano Godegisilo y lo encerró en Vienne, que
sitió. Después que los alimentos comenzaron a faltar al bajo pueblo, Godegisilo ordenó
expulsarlos de la ciudad temiendo él mismo ser privado de alimentos. Entre los expulsados
se encontraba el artesano encargado de la mantención del acueducto. Indignado por haber
sido echado con los otros, fue en su cólera a encontrar a Gondebaudo para indicarle el
modo de vengarse de su hermano y penetrar en la ciudad. Bajo su conducción, el ejército
se introdujo en el acueducto, precedido de una tropa de hombres que llevaban palancas de
hierro. Había allí un respiradero clausurado por una gran piedra. Dirigidos por el artesano,
los hombres la levantaron con sus palancas, penetrando en la ciudad y sorprendiendo por
detrás a los arqueros que custodiaban la muralla. Al son de la trompeta, que resonó desde
el medio de la ciudad, los sitiadores se apoderaron de las puertas por las cuales, una vez
abiertas, entraron. Aprisionados entre los dos grupos armados, los habitantes de la ciudad
fueron masacrados de una y otra parte, y Godegisilo buscó un abrigo en la iglesia de los
heréticos donde fue asesinado junto con el obispo arriano. En cuanto a los francos que
estaban con Godegisilo, se reunieron en una torre. Gondebaudo prohibió hacer el menor
mal a alguno de ellos, sino que, habiéndose apoderado de sus personas, los envió exiliados
a Toulouse cerca del rey Alarico, mientras que hizo dar muerte a los senadores y a los
burgundios que habían hecho causa común con Godegisilo. Después restableció su
autoridad sobre toda la región que hoy llamamos Burgundia. Dio a los burgundios leyes más
suaves, para que los romanos no fuesen oprimidos.
Después de haber reconocido la necedad de las doctrinas heréticas y confesado la igualdad
de Cristo, Hijo de Dios, y del Espíritu Santo, pidió a San Avito, obispo de Vienne, la unción
del santo crisma. "Si tienes verdaderamente fe, le dijo el obispo, es menester poner en
práctica lo que el mismo Señor nos ha enseñado en estos términos: Aquel que me haya
confesado delante de los hombres, yo le confesaré también delante de mi Padre que está
en los cielos; el que me haya despreciado delante de los hombres, lo despreciaré también
delante de mi Padre que está en los cielos. Instruyendo a sus santos y bienaventurados
apóstoles sobre las pruebas de la persecución futura, les dio estos consejos: Cuídense de
los hombres. Los harán comparecer en sus asambleas y los fustigarán en sus sinagogas y
comparecerán a causa de mí delante de los reyes y los magistrados para ser mis
testimonios ante ellos y ante las naciones. Y, aunque tú eres rey y no tienes miedo de ser
detenido por quienquiera que sea, temiendo una sedición de tu pueblo no confiesas
públicamente al Creador de todas las cosas. Deja esa loca inconsecuencia y eso que dices
creer de corazón, proclámalo frente a tu pueblo. En efecto, como dice el bienaventurado
apóstol: Es la fe del corazón la que justifica y la confesión la que salva, y asimismo el
profeta: Te confesaré, Señor, en una gran asamblea, te alabaré en medio de un pueblo
numeroso, y además: Te confesaré en medio de los pueblos, cantaré un salmo en honor de
tu nombre entre las naciones. Temiendo a tu pueblo, oh rey, ignoras que es a él a quien
corresponde participar de tu fe, y no a ti de su error. Eres tú la cabeza del pueblo, y no el
pueblo la cabeza tuya. Si vas a la guerra vas a la cabeza de tus ejércitos que te siguen a
donde vas. Es mejor, pues, que las gentes conozcan la verdad bajo tu dirección que
dejarlas en el error junto con tu desaparición, pues uno no se burla de Dios y El no quiere a
quienes a causa de un reino terrestre no le confiesan delante del mundo". El
bienaventurado Avito era en ese tiempo un hombre de gran elocuencia. En el momento en
que nacieron en Constantinopla las herejías enseñadas por Eutiquio y Sabelio, a saber que
no habría nada de divino en Nuestro Señor Jesucristo, tomó la pluma contra ellos a solicitud
de Gondebaudo. Poseemos esas cartas admirables, que, así como entonces confundieron
la herejía, edifican hoy día a la Iglesia de Dios. Escribió un libro de homilías, seis libros en
verso sobre el origen del mundo y sobre diversas otras cosas, nueve libros de cartas entre
las cuales se encuentran aquellas de las que acabamos de hablar. Expone en una homilía
sobre las Rogationes que tales solemnidades, celebradas por nosotros antes del triunfo de
la Ascensión del Señor, fueron instituidas por Mamerto, obispo de Vienne, en el tiempo de
su episcopado, con ocasión de sucesos extraordinarios que aterrorizaron a la ciudad. Ella
fue sacudida por frecuentes temblores y la ciudad era presa de ciervos y lobos que,
atravesando las puertas, la recorrían completamente, como lo escribió Avito, sin temor
alguno. Todo eso duró un año, cuando, al aproximarse las fiestas pascuales, la devoción del
pueblo entero esperaba de la misericordia de Dios que los días de la gran solemnidad
pusieran término a su espanto. Pero, durante el transcurso de la gloriosa noche, durante la
celebración de la misa, el palacio real, situado en el recinto, es de pronto abrasado por un
fuego celeste. Mientras la multitud aterrada sale de la Iglesia y se imagina que la ciudad
entera va a ser o bien consumida por el incendio o bien se va a hundir en la tierra
entreabierta, el santo obispo, prosternado delante del altar, gimiendo y llorando, implora la
misericordia del Señor. ¿Qué más decir? La oración del insigne pontífice penetró hasta las
profundidades de los cielos y los abundantes torrentes de sus lágrimas extinguieron el
incendio del palacio. Entretanto, en la proximidad de la Ascensión de la Majestad del Señor,
como hemos dicho, prescribió un ayuno a su rebaño, instituyó oraciones especiales,
ceremonias particulares y una generosa distribución de limosnas. Después, habiéndose
disipado los otros motivos de temor, el rumor del acontecimiento se esparció a través de las
provincias e incitó a todos los obispos a imitar aquello que la fe había inspirado a uno ellos.
Esas ceremonias son celebradas incluso hoy en el nombre de Dios en todas las iglesias en
la compunción del corazón y la constricción del espíritu.
Ante las guerras continuamente emprendidas por Clodoveo, Alarico le hizo decir por una
embajada: "Si mi hermano lo consiente, mi deseo sería tener una entrevista contigo bajo la
protección de Dios". Clodoveo no desestimó tales noticias y vino delante de él. Se reunieron
en una isla (in insula ligeris) del Loira, cerca del pueblo de Amboise, en el territorio de la
ciudad de Tours; conversaron, comieron y bebieron juntos, y se separaron en paz, después
de haber intercambiado promesas de amistad. Había allí muchos galorromanos que
deseaban tener a los francos por señores. De allí que Quentino, obispo de Rodez, fuese
expulsado de su sede. Es que él se había provocado la enemistad diciéndole: "Es porque tú
deseas que la dominación de los francos se extienda sobre esta tierra". Poco tiempo
después se hizo un referéndum entre los habitantes. Sobre la denuncia de aquello, los
godos que residían en la ciudad suponiendo que querían someterse a los francos,
resolvieron asesinarlo. Al enterarse de ese complot, el hombre de Dios salió durante la
noche de Rodez con sus más fieles servidores y llegó a Clermont. Allí recibió una favorable
acogida del obispo San Eufrasio, sucesor del difunto Aprunculo de Dijon, que le donó casas,
campos y viñas, diciendo: "Esta Iglesia es lo suficientemente rica para hacernos vivir a los
dos: faltaba que la caridad recomendada por el bienaventurado apóstol uniera a los obispos
de Dios". El obispo de Lyon le hizo también presentes en bienes que su iglesia poseía en
Auvergne. El resto de lo que concierne a San Quentino, tanto las persecuciones que sufrió,
como las obras que el Señor ejecutó por sus manos, está escrito en el libro de su vida.
Dijo, pues, el rey Clodoveo a los suyos: "No soporto que esos arrianos ocupen una parte de
las Galias. Vamos, con la ayuda de Dios y, después de haberlos vencido, hagamos esa
tierra nuestra". Habiendo recibido la aprobación general, hizo marchar a su ejército en
dirección a Poitiers donde Alarico residía entonces. Como una parte de las tropas
atravesaba el territorio de Tours, por respeto a San Martín, ordenó que no se tomara nada
en aquella región, excepto forraje y agua. Habiendo encontrado un guerrero heno
perteneciente a un pobre hombre dijo: "¿No nos ha mandado el rey no tomar más que
hierba, y nada más? Y esto, agregó, es hierba. No actuaremos contra sus órdenes
tomándola". Como se apoderó del heno por la fuerza ejerciendo violencia sobre el pobre, se
le hizo saber al rey, quien lo hizo ejecutar rápidamente diciendo: "¿Y dónde quedará el
espíritu de la victoria, si ofendemos a San Martín?". Eso fue suficiente para impedir al
ejército en adelante tomar nada en la región. El mismo rey envió de sus gentes cerca de la
bienaventurada basílica: "Vayan, les dijo, puede ser que reciban en el santo templo algún
presagio de victoria. Entonces, habiéndoles entregado presentes para depositar en el santo
lugar: "Si tú estás de mi lado, Señor, dijo, y si tú has decidido entregar en mis manos a esa
nación incrédula y perpetuamente mi rival, dígnate hacerme el favor de manifestar, en el
seno de la basílica de San Martín, tu voluntad de ser propicio a tu servidor". Obedeciendo la
orden real, los servidores se apresuraron hacia su propósito y, al momento de entrar en la
santa basílica, el primicerio entona súbitamente la antífona: "Señor, tú me has revestido de
fuerza para la guerra y tú has derribado bajo mis pies a aquellos que se alzaban contra mí;
tú has hecho volver la espalda a mis enemigos delante de mí y has dispersado a aquellos
que me aborrecían". Escuchando el salmo, dieron gracias a Dios, entregaron sus ofrendas
votivas al bienaventurado confesor y, felices, fueron a hacer al rey su informe. Entretanto,
Clodoveo, habiendo llegado con su ejército a la ribera del Vienne, no sabía absolutamente
por qué sitio atravesarlo, crecido como estaba por la abundancia de lluvias. Rogó al Señor
durante la noche que se dignara mostrarle un vado donde pudiera pasar y, en la mañana,
una cierva de un tamaño extraordinario, entró en la ribera delante de ellos y por la voluntad
de Dios la atravesó en un vado, haciendo saber al ejército que por allí podía atravesarlo.
Así, pues, mientras el rey, ya a la vista de Poitiers, estaba en su campamento, vio de lejos
una flecha de fuego salir de la basílica de San Hilario y venir en su dirección, como
señalándole que esclarecido por la luz del muy bienaventurado San Hilario, llegaría más
fácilmente a vencer las fuerzas heréticas contra las cuales el dicho obispo había a menudo
llevado el combate de la fe. También conjuró a todo el ejército de abstenerse de toda
violencia contra las personas y los bienes en ese lugar o en el camino. Había en aquel
tiempo un hombre de una gran santidad, el abad Maixent, a quien el temor de Dios le había
determinado a encerrarse en un monasterio fundado por él en el territorio de Poitiers. No
entregamos aquí el nombre de ese monasterio, porque lleva desde entonces el de celda de
San Maixent. Viendo acercarse un grupo de soldados, los monjes suplicaron al abad salir de
su celda para venir en su socorro. Como tardaba, abrieron la puerta y le hicieron salir de su
celda. Avanzó intrépido al encuentro de los soldados, como para pedirles la paz. A uno de
ellos, que había tomado su espada como para cortarle la cabeza, la mano elevada se le
paralizó a la altura de la oreja y el arma cayó detrás. Se arrodilló a los pies del santo
hombre y le pidió su perdón. Los otros, que observaban, fuertemente aterrados, volvieron
hacia el ejército temiendo sufrir la misma suerte. El santo confesor devolvió al hombre el
uso de su brazo frotándole con aceite bendito y haciendo el signo de la cruz, y, gracias a su
intervención, el monasterio quedó a salvo. El obró muchos otros milagros. Si se quiere
saberlo, se le encontrarán leyendo el libro de su vida. [Año 25 de Clodoveo].
Entretanto Clodoveo se enfrentaba a Alarico, rey de los godos, en el llano de Vouillé, a diez
millas de Poitiers. Unos atacan, otros resisten. Después, habiendo los godos vuelto la
espalda como de costumbre, la victoria, con la ayuda de Dios, quedó para Clodoveo. Este
tenía un auxiliar en la persona del hijo de Sigeberto el Cojo, llamado Cloderico. Este
Sigeberto cojeaba a causa de una herida recibida en la rodilla combatiendo a los alamanes
cerca de la ciudad de Tolbiac. Ahora bien, Clodoveo había puesto a los godos en fuga y
matado a su rey Alarico, cuando dos enemigos se lanzaron súbitamente delante de él y le
descargaron golpes de lanza por cada costado. Pero gracias a su coraza y a la agilidad de
su caballo, escapó de la muerte. Un gran número de Auvernos que habían venido con
Apolinario, y entre ellos los primeros senadores, sucumbieron. Amalarico, hijo de Alarico,
huyó del campo de batalla y alcanzó Hispania donde gobernó sabiamente el reino paterno.
Clodoveo envió a su hijo Thierry a Auvernia pasando por Albi y Rodez. En el curso de su
campaña, sometió para su padre las ciudades ocupadas por los godos hasta la frontera
burgunda. Alarico había reinado veintidós años. Clodoveo pasó el invierno en Burdeos, hizo
llevar de Toulouse todos los tesoros de Alarico y llegó a poner sitio delante de Angulema. El
Señor le hizo la gracia de ver los muros derrumbarse por sí mismos delante de él. Expulsó a
los godos de la ciudad y se hizo dueño de ella. Después, entró victorioso en Tours y ofreció
muchos presentes a la basílica del bienaventurado Martín.
Habiendo recibido del emperador Anastasio un diploma de cónsul, vistió en la basílica del
bienaventurado Martín la túnica púrpura y la clámide y ciñó una diadema. Después,
montando a caballo, distribuyó de su propia mano oro y plata con una gran liberalidad a
todos quienes se habían apostado a lo largo del camino que llevaba desde la puerta del
patio de entrada hasta la Iglesia de la ciudad. Después de ese día, Clodoveo fue aclamado
como si él hubiera sido cónsul o emperador. Después de dejar Tours, vino a París, a la cual
hizo capital del reino. Fue allá que Thierry fue a su encuentro.
A la muerte de Eustoquio, obispo de Tours, le sucedió Licinio, octavo obispo después de
San Martín. Es bajo el pontificado de este último que tuvo lugar la guerra relatada más
abajo y que el rey Clodoveo vino a Tours. Se cuenta que él [Licinius] había ido a Oriente,
que allí visitó los Santos Lugares, que estuvo asimismo en Jerusalén y que allí vio en
muchas ocasiones (saepe vidissi) los lugares donde el Señor sufrió y donde resucitó, como
lo leemos en el Evangelio.
El rey Clodoveo se encontraba en París cuando envió al hijo de Sigeberto un mensaje
secreto: "He aquí que tu padre envejece y que su pie enfermo le hace cojear. Si llega a
morir, su reino y nuestra amistad te serán otorgadas en derecho". Seducido por esta
perspectiva, el hijo complotó para matar a su padre. Un día que éste, después de haber
salido de Colonia y haber atravesado el Rhin para recrearse en el bosque de Buconia,
dormía la siesta en su tienda, le hizo matar por unos asesinos enviados para seguirle, con la
intención de apoderarse de su reino. Pero, por el juicio de Dios, cayó en la fosa que había
excavado para hacer caer a su padre. Envió mensajeros a Clodoveo para anunciarle la
muerte de su padre y le hizo decir: "Mi padre está muerto, sus tesoros y su reino son míos.
Envíame de tus gentes y te dejaré de buen grado la parte de tales tesoros que podamos
convenir". Y Clodoveo respondió: "Sé con agrado tus disposiciones y te pido de hacer ver
esos tesoros a mis enviados, después de los cual quedarás en posesión de todo". Cloderico
mostró a los enviados los tesoros de su padre. Estaban mirando los diversos objetos
cuando les dijo: "Es en ese cofre que mi padre tenía la costumbre de guardar sus piezas de
oro". "Hunde tu mano hasta el fondo, dicen ellos, y revuélvelas todas". Cloderico obedeció y
se inclinó profundamente. Blandiendo su hacha, uno de los enviados la plantó en su
cabeza, dando al hijo indigno el trato que éste había hecho sufrir a su padre. Informado de
la muerte de Sigeberto y de su hijo, Clodoveo, habiendo llegado al lugar, convocó al pueblo
y le dijo: "Aprended de lo que ha ocurrido. Mientras estaba en barco sobre el Escalda,
Cloderico, hijo de mi pariente, hostigó a su padre, pretendiendo que yo quería matarlo.
Como aquél había ido a buscar un refugio en el bosque de Buconia, Cloderico envió
bandidos para seguirlo y hacerlo asesinar. El mismo ha perecido bajo los golpes de un
desconocido, cuando abría sus tesoros. Yo no he tenido parte en nada de todo esto, pues
no puedo verter la sangre de mis parientes, cosa prohibida. Sin embargo, dado que ésto ha
pasado, os doy un consejo que seguiréis, si os place. Venid a mí y yo os defenderé." Los
auditores lo aplaudieron gritando y lo hicieron su rey elevándolo sobre un escudo. Tomó
posesión del reino de Sigeberto y de sus tesoros y se anexó su pueblo. Siempre Dios hizo
inclinarse a sus enemigos bajo su mano y acrecentó su reino, porque él marchaba en su
presencia en la rectitud de su corazón y lo que él hacía era lo que era agradable a sus ojos.
Hecho ésto, se volvió hacia Chararico. En el tiempo de la guerra con Siagrio, Chararico,
llamado en su auxilio por Clodoveo, se había mantenido al margen, sin aportar socorro a
ninguna de las dos partes, esperando el momento de aliarse a quien obtuviera la victoria.
Indignado por esta conducta, Clodoveo lo atacó. Le hizo caer en una trampa, se apoderó de
él y de su hijo y, cuando estaban entre sus manos, le hizo tonsurar y dio la orden de conferir
el sacerdocio a Chararico y el diaconato a su hijo. Un día que Chararico se lamentaba de su
destitución, su hijo, se dice, le habría dicho: "Es de un árbol verde que esas frondosidades
han sido podadas. No han sido del todo cortadas, sino que reaparecerán rápidamente y
podrán desarrollarse. ¡Quiera el cielo que aquél que las ha cortado perezca pronto!".
Habiendo sido informado Clodoveo de tal propósito, a saber, que amenazaban con dejar
brotar su cabellera y matarlo, ordenó cortarles la cabeza. Después de su muerte, puso la
mano sobre su reino, sus tesoros y sus súbditos.
Ragnacario reinaba entonces en Cambrai. El se revolcaba en el lodo de tales vicios que
apenas respetaba a su prójimo. Tenía en la persona de Farrón un consejero manchado con
los mismos horrores. Cuando se llevaba al rey alguna cosa para comer o un presente
cualquiera, tenía en costumbre decir, se cuenta, que era para él y su Farrón. Los francos
estaban indignados hasta la exasperación. Clodoveo hizo distribuir a los leudes de
Ragnacario para sublevarlo contra él, brazaletes y tahalíes dorados, a los cuales
fraudulentamente había dado la apariencia del oro, puesto que no era sino bronce dorado.
Puso luego su ejército en marcha contra Ragnacario. Este envió espías para hacer una
labor de reconocimiento y a su regreso, les interroga acerca de la fuerza de este ejército.
"¡Es, respondieron, un ilustre refuerzo para ti y tu Farrón!". Clodoveo llega y entabla el
combate. Ragnacario, viendo su ejército vencido, se apresta a huir, pero es hecho
prisionero y llevado con las manos atadas tras la espalda, con su hermano Riquier, delante
de Clodoveo, que le dice: "¿Por qué humillar a nuestra familia dejándote atado? Más vale
morir". Y habiendo elevado su hacha, se la plantó en la cabeza; después, vuelto hacia su
hermano, agregó: "Si tú hubieras prestado ayuda a tu hermano, ciertamente que no habría
sido atado", y le mató igualmente de un golpe de hacha. Después de la muerte de los dos
hermanos, aquellos que los habían traicionado se dieron cuenta que Clodoveo les había
dado oro falso. Se lo hicieron saber al rey que, se dice, habría respondido: "Merece recibir
un oro de tal naturaleza aquel que por su propia voluntad provoca la muerte de su señor",
agregando que no quería expiar en los suplicios el crimen de haber traicionado sus señores,
que debían contentarse de conservar a salvo la vida. Los que escuchaban, deseando
obtener su perdón, le aseguraron que era suficiente con dejarles vivir. Los susodichos reyes
eran parientes de Clodoveo. Clodoveo había hecho matar en Mans a su hermano
Rignomer. Después de su muerte, Clodoveo se apoderó de su reino y de sus bienes. En el
temor de verse privado del poder, hizo perecer muchos otros reyes y a sus parientes más
próximos y extendió su autoridad por todas las Galias (regnum suum per totas Gallias
dilatavit). Se cuenta entretanto que habiendo un día convocado a los suyos, se lamentaba a
propósito de los parientes a los que había causado la muerte: "Desgracia la mía que he
quedado solo como un extranjero en medio de extranjeros y sin un pariente que pueda venir
en mi ayuda si fuera sorprendido por la adversidad". No era el arrepentimiento de sus
muertes lo que inspiraba tales palabras, sino la astucia, en la esperanza de encontrar
todavía alguno y matarlo.
Después de todo esto, murió en París y fue enterrado en la basílica de los santos apóstoles
que había construido de acuerdo con la reina Clotilde. Su muerte tuvo lugar el quinto año
después de la batalla de Vouillé. Su reino había durado treinta años [y él tenía cuarenta y
cinco]. Desde la muerte de San Martín hasta la de Clodoveo que tuvo lugar el décimo primer
año del episcopado de Lucilius, obispo de Tours, se cuentan ciento doce años. En cuanto a
la reina Clotilde, se fue a Tours después de la muerte de su marido, se consagró al servicio
de San Martín y vivió casta y bienhechora, no yendo sino raramente a París.

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