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Neurobiología del

maltrato en la infancia
El maltrato sufrido a una edad temprana! puede tener efectos
negativos duraderos!en el desarrollo y las funciones del
cerebro infantil
Martin H. Teicher
Publicado en: INVESTIGACIÓN Y CIENCIA, mayo, 2002 59

Actualizado con dos artículos más recientes del mismo grupo de trabajo:

Childhood Maltreatment and Psychopathology: A Case


for Ecophenotypic Variants as Clinically and
Neurobiologically Distinct Subtypes
Martin H. Teicher, M.D., Ph.D. Jacqueline A. Samson, Ph.D.

Am J Psychiatry 170:10, October 2013

The effects of childhood maltreatment


Martin H. Teicher1,2, Jacqueline A. Samson1,2, Carl M. Anderson1,2 and Kyoko Ohashi1,2

NATURE REVIEWS, NEUROSCIENCE, VOLUME 17, OCTOBER 2016


En 1994 unos policías de Boston se quedaron impresionados al encontrar a un pequeño de 4 años
desnutrido pequeño de cuatro años encerrado en un sucísimo apartamento de Roxbury, donde
subsistía en sórdidas condiciones. Peor aún, tenía las manos abrasadas. Su madre, drogadicta, se las
puso bajo un chorro de agua hirviente para castigarle por haberse comido, pese a que le había dicho
que no lo hiciera, la comida de su amante. Y no había sido objeto de ninguna cura ni de atención
médica. Este caso estremecedor saltó enseguida a los grandes titulares de la prensa. Tomado luego el
niño en adopción, se le hicieron injertos de piel para que las manos recuperaran sus funciones. Pero
aunque las heridas físicas de la víctima fueron debidamente tratadas, los resultados de las más
recientes investigaciones indican que quizá nunca se subsanen los daños infligidos a su mente en
desarrollo.

Por desgracia, casos tan extremos no son infrecuentes: en los EE.UU. las instituciones asistenciales
reciben cada año más de tres millones de denuncias de malos tratos, abusos o abandonos de niños, y
reúnen pruebas suficientes para confirmar más de un millón de casos.

No nos sorprende gran cosa que la investigación revele la existencia de un fuerte vínculo entre el
maltrato físico, sexual y emocional de los niños y el desarrollo de problemas psiquiátricos. Pero a
comienzos de la década de 1990 los profesionales de la salud mental creían que las dificultades
emocionales y sociales eran de origen psicológico. Se pensaba entonces que el maltrato en la
infancia, o bien fomentaba el desarrollo de mecanismos de defensa intrapsíquicos que resultaban
autodestructivos en la edad adulta, o bien detenían el desarrollo psicosocial dejando un “niño herido”
en el interior de la persona. Los investigadores concebían el daño básicamente como un problema de
programación susceptible de ser corregido mediante terapia o simplemente borrado mediante la
exhortación “¡supéralo!”.

Nuevas investigaciones sobre las consecuencias del maltrato a una edad temprana, incluido el trabajo
que mis colegas y yo hemos realizado en el Hospital McLean de Belmont, Massachusetts, y en la
facultad de medicina de Harvard, parecen darnos una versión muy diferente. Al ocurrir el maltrato
contra el niño durante el crítico tiempo de formación en que su cerebro se está esculpiendo
físicamente por la experiencia, el impacto del grave estrés puede dejar una impronta indeleble en su
estructura y en sus funciones. Se produce así, al parecer, una serie de efectos en cascada, moleculares
y neurobiológicos, que alteran de forma irreversible el desarrollo neural.
Personalidades desquiciadas
Las secuelas de un abuso sufrido en la infancia pueden manifestarse a cualquier edad y de modos
diversos. Interiormente aparecen en forma de depresión, ansiedad, pensamientos suicidas o estrés
postraumático; también se exteriorizan a través de la agresividad, impulsividad, delincuencia,
hiperactividad o abuso de drogas. Una de las perturbaciones psiquiátricas más desconcertantes, muy
asociada al maltrato en la edad infantil, es el trastorno de la personalidad esquizoide. Esta disfunción
del psiquismo se caracteriza por que quien la padece ve a los demás en términos tajantes, absolutos,
de blanco o negro, con frecuencia poniendo primero a una persona sobre un pedestal y después
denigrándola por haber notado en ella algún desliz o traición. Los afectados por este trastorno son
también proclives a estallar en volcánicos arrebatos de cólera y a sufrir pasajeros episodios de
paranoia o psicosis. Tienen un historial de relaciones intensas e inestables, se sienten vacíos o
inseguros de su identidad, suelen intentar escapar de sus angustias abusando de las drogas y
experimentan impulsos autodestructivos o suicidas.

En 1984, mientras trataba yo a tres sujetos que padecían el trastorno de la personalidad esquizoide,
empecé a sospechar que su temprana exposición a varias formas de maltrato había alterado el
desarrollo de sus sistemas límbicos. El sistema límbico es un conjunto de núcleos cerebrales
interconectados (centros neurales) que desempeñan un papel fundamental en la regulación de las
emociones y de la memoria. Dos regiones límbicas importantísimas son el hipocampo y la amígdala,
situadas bajo la corteza en el lóbulo temporal (véase la figura 1). Se cree que el hipocampo tiene
importancia en la formación y en la recuperación de la memoria verbal y la memoria emocional,
mientras que la amígdala es la encargada de crear el contenido emocional de la memoria —por
ejemplo, las respuestas relacionadas con el condicionamiento por el miedo y las reacciones agresivas.

Con mis compañeros del McLean Yutaka Ito y Carol A. Glod, pregunté si no interrumpiría el
maltrato en la infancia la saludable maduración de estas regiones del cerebro. ¿Podría estimular tanto
la amígdala que la pusiera en un estado de excesiva irritabilidad eléctrica, o tal vez dañaría el
hipocampo en desarrollo al exponerlo demasiado a las hormonas del estrés?

La hipótesis del detrimento adaptativo

Nuestro equipo inició esta investigación con la hipótesis de que el estrés a una edad temprana era un
agente tóxico que dificultaba el progreso normal y ordenado del cerebro; estrés precoz que originaba
problemas psiquiátricos permanentes. Sin embargo, he acabado por valorar de otra forma la
suposición de la que partimos. Los cerebros humanos evolucionaron para que los moldease la
experiencia. Las dificultades a corta edad fueron cosa corriente a lo largo de nuestro desarrollo
ancestral. ¿Vamos a creer que el cerebro en desarrollo nunca evolucionó para hacer frente a la rudeza
y, por ende, que sufre daños de manera no adaptativa? Esto parece sumamente improbable. Lo lógico
es que la exposición temprana al estrés produzca efectos moleculares y neurobiológicos que alteren el
desarrollo neural de una manera adaptativa, que dejará preparado al cerebro adulto para sobrevivir y
reproducirse en un mundo lleno de riesgos.

¿Qué características o capacidades serían beneficiosas para la supervivencia en las duras condiciones
de los primeros tiempos? Algunas de las más obvias son las necesarias para movilizar una fuerte
reacción de lucha o huida, para reaccionar agresivamente, sin tardanzas ni titubeos, a los desafíos,
para mantenerse muy alerta ante el peligro y para que haya vigorosas reacciones de estrés que
faciliten la recuperación de las heridas. En este sentido, podríamos redescribir los cambios cerebrales
que hemos observado como adaptaciones a un entorno adverso.

Tal estado adaptativo ayuda a que el individuo afectado se mantenga a salvo durante los años
reproductivos (y hasta es probable que aumente la promiscuidad sexual), lo que es de suma
importancia para el éxito evolutivo, pero se paga un alto precio por ello. Hace poco, McEwen ha
contemplado la posibilidad de que la hiperactivación de los sistemas de reacción a los estímulos, tal
vez necesaria para la supervivencia a corto plazo, aumente los riesgos de obesidad, diabetes del tipo
II e hipertensión, origine múltiples problemas psiquiátricos, incluido un alto riesgo de suicidio, y
acelere el envejecimiento y la degeneración de algunas estructuras cerebrales, entre ellas el
hipocampo.

More about “The experience-dependent adaptation hypothesis”


This hypothesis explores whether these alterations reflect toxic effects of early-life stress or
potentially adaptive modifications. An intriguing example of potentially adaptive modifications can
be seen in studies that assess alterations in sensory cortices.

Alterations in the sensory systems and pathways that convey the adverse experience have been
reported in individuals who experienced specific forms of childhood abuse. For example, parental
verbal abuse is associated with alteration in the tract interconnecting Wernicke’s and Broca’s areas,
and with alterations in gray matter volume in the auditory cortex. Conversely, witnessing domestic
violence is associated with a reduction in gray matter volume in the primary and secondary visual
cortex and with decreased fractional anisotropy in the inferior longitudinal fasciculus, which
interconnects the visual cortex and the limbic system to shape our emotional and memory response to
things that we see. The effects on primary sensory systems show the most dramatic experience-
dependent plastic responses (Figure 1)
These observations are concordant with an experience- dependent adaptation hypothesis that
suggests that such alterations promote avoidance and diminish approach responses. Overall, these
differences can be explained as specific modifications to sensory systems and pathways that convey
the aversive experience to consciousness, as a means of attenuating the effects of repeated exposures
and thus reducing distress.

Figure 3 places these findings in context by showing that many of the identified neuroanatomical
abnormalities are interconnected and are components of a circuit regulating response to potentially
threatening stimuli. Briefly, the thalamus and sensory cortex process threatening sights and sounds
and convey this information to the amygdala. Prefrontal regions, particularly the ventromedial and
orbitofrontal cortex, modulate amygdala response, perhaps turning it down with the realization that
something is not actually a threat or, in other cases, irrationally amplifying it . The hippocampus also
processes this information and plays a key role in retrieving relevant explicit memories. The
amygdala integrates this information and signals the paraventricular nucleus of the hypothalamus,
which in turn regulates autonomic (e.g., heart rate) and pituitary- adrenal hormonal responses and
signals the locus ceruleus, which regulates the intracerebral noradrenergic response. The
hippocampus, through the subiculum and bed nucleus of the stria terminalis, also modulates
paraventricular response, particularly to psychological stressors.

Hence, childhood maltreatment, by affecting the development of key components of this system,
reprograms response to subsequent stressors. The influence of maltreatment on autonomic and
hypothalamic-pituitary- adrenal response to psychological stressors has been evaluated in a series of
studies using the Trier Social Stress Test. Heim et al. first reported that women with a history of
physical or sexual abuse had heightened cortisol, ACTH, and heart rate response to stress challenge.
Subsequent studies have generally painted a different picture, with evidence emerging for a blunting
of cortisol response in adults with a history of maltreatment. Nevertheless, some individuals show an
augmented response, consistent with an enhanced fight-or-flight reaction, and others show a blunted
response, consistent with freezing. This divergent pattern of response may be influenced by the type
and timing of maltreatment.
Valoración final
La sociedad cosecha lo que siembra en la crianza de sus hijos. El estrés esculpe el cerebro de manera
que exhiba una diversidad de comportamientos antisociales, aunque adaptativos. Ya venga en forma
de trauma físico, emocional o sexual, o a causa de la exposición a la guerra, al hambre o a las pestes,
el estrés puede engendrar una oleada de cambios hormonales que forjan en el cerebro conexiones
permanentes encaminadas a enfrentarse a un mundo hostil. Por medio de esa cadena de eventos, la
violencia y el maltrato van pasando de generación a generación, así como de una sociedad a la
siguiente. Nuestra rotunda conclusión es que es necesario que se haga mucho más por asegurar que la
infancia no sufra maltratos, ante todo porque, una vez se producen en el cerebro esas alteraciones
clave, quizá no se pueda ya dar marcha atrás.

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