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Ni la madre que la parió


Cuando el partido socialista ganó las elecciones por goleada en 1982,
Alfonso Guerra declaró: “Vamos a poner a España que no la va a conocer ni
la madre que la parió”.

Fue la expresión de un deseo que compartían, desde hacía tiempo, la


inmensa mayoría de los españoles. De hecho, ese cambio radical se venía
produciendo, más o menos, desde el comienzo de los años setenta, con el
tardofranquismo: la sociedad española se adelantaba a las trazas de la polí-
tica y de los políticos. Por eso resultó tan fácil la transición, aunque después
hayan sido los políticos los que se han colgado las medallas.
El pueblo español cerril, intolerante e inculto se había refinado mucho en
los años sesenta debido a la concurrencia de dos factores importantes: por
un lado, la elevación del nivel de vida, que permitía vislumbrar la cercanía
del paraíso consumista por todos soñado a través del cine y la televisión;
por otro, el contacto directo con ciudadanos de Europa y la importación de
formas de vida europeas más abiertas a través del turismo que nos visitaba
y de los cientos de miles de trabajadores que regresaban del extranjero con
nuevas costumbres, más tolerantes y hedonistas.
Un aspecto fundamental del cambio fue la reacción contra el
autoritarismo y la represión sexual.
La dictadura de Franco había sido innecesariamente represora como
reacción contra la permisividad que caracterizó a la República vencida.
El sometimiento de la España franquista a la Iglesia, a cambio de su
apoyo diplomático, el “nacional-catolicismo”, impuso a los ciudadanos una
rígida moral que produjo un país de reprimidos sexuales.
Al cambio de Régimen, la represión sexual se confundió con la represión
política y la eclosión de permisividad sexual llamada “destape” ayudó a la
clase conservadora a digerir la otra, la política.
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“De modo que en España hay setenta y ocho revistas de destape -


declaraba el psiquiatra Castilla del Pino- Ya podrían ser mil ochocientas para
que saturasen el país”.
En este ambiente de creciente permisividad, la familia acusó
profundamente los cambios que se estaban produciendo. Las relaciones
prematrimoniales se normalizaron tanto que incluso los severos directores
espirituales, preocupados por la mengua de su rebaño, tuvieron que
acomodarse a los nuevos tiempos y produjeron una nueva doctrina que
admitía una cierta legitimidad en las relaciones prematrimoniales cuando el
amor iba tan en serio que podía hablarse de “indicios de sacramentalidad”.
Al amparo de la nueva moral, los novios se besaban en los parques sin
miedo al guardia; los chicos se encamaban alegremente sin las bendiciones
de los padres, incluso con su tolerancia cómplice. De ello se pasó a la boda
civil y de la boda civil a la convivencia sin papeles. En pocos años, lo que
antes hubiera sido denominado “amancebamiento”, esa fea palabra, se
denominó “pareja de hecho”,y la “querida”o “amante”del régimen
anterior pasó a denominarse “compañera”.
En los últimos tiempos del franquismo, los jóvenes, ahogados en una
familia autoritaria, se emancipaban lo antes posible casándose o yéndose a
vivir por su cuenta en algún cuchitril con dos cojines y una efigie del Che
Guevara prendida con chinchetas.
Los nuevos adolescentes prefieren quedarse en casa tras conquistar
fácilmente cotas de libertad que sus padres ni soñaron. Se aburguesaron y
comenzaron a apreciar las ventajas del hogar familiar: la ropa limpia y el
plato en la mesa, la habitación con cerrojo interior, arropados por el amor
de una madre-criada y la permisividad de un padre-esclavo, entrambos
domesticados por la democracia. Paradójicamente, la relajación de las
normas ha contribuido a unir a la familia al hacerla más habitable.
El franquismo, la dictadura y el autoritarismo cobraron muy mala prensa.
Los padres de barba y trenca se propusieron impartir a sus hijos una
educación progresista basada en la tolerancia, tan distinta de “la letra con
sangre entra” que ellos habían soportado. “Mi hijo no va a sufrir, lo que yo
he sufrido”. Se desterraron los traumatizantes castigos físicos, las aulas de
vara y bofetada de la generación franquista, e incluso cualquier castigo.
Al nieto crecido en la democracia se le compraba de todo y se le
consentía todo. Por el movimiento pendular tan caro a los españoles, de
aquel exceso pasamos a otro del signo opuesto y hoy el joven tiene todos
los derechos y ninguna obligación.
Por este camino hemos traído al mundo a una generación de nietos
malcriados que ha desembocado en otra de adolescentes problemáticos.
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De aquellos polvos, los presentes lodos: la litrona comunal, el regreso al


hogar a las seis de la madrugada, con los padres toda la noche despiertos
sin poder conciliar el sueño pensando si le habrá ocurrido algo a la nieta, el
abuso de la píldora del día después, la litrona que no deja dormir al
vecindario (un problema a escala estatal frente al que se declaran
impotentes los munícipes) y el fracaso escolar propio de una enseñanza
masificada en la que el alumno progresa adecuadamente sin dar golpe, y en
la que el profesor ha perdido toda su autoridad y no encuentra un mínimo
estímulo para realizar su trabajo o debe realizarlo en terribles condiciones.
Esos son los abusos pendulares que quizá podamos corregir en la próxima
generación, si hubiera lugar para ello. Pero frente a ellos quizá debe
anotarse que el español ha aprendido a ser tolerante con el que piensa de
otra manera, una virtud que brilló por su ausencia en dos mil años de
historia anterior.
En la apertura y el desasnamiento de la sociedad española le cupo un
papel fundamental a la mujer. Cuando Franco murió, la sociedad española
estaba madura para el cambio. Las mujeres habían alcanzado o iban
camino de alcanzar las tres grandes cotas de su liberación: el acceso al
trabajo fuera de casa, la píldora y la permisividad sexual.
La elevación del nivel de vida trajo consigo, inevitablemente, una cuota
de estado de bienestar que procuró subsidio de desempleo a gran número
de españoles. Sin embargo esta medida social no se acompañaba con la
correspondiente medida de control del fraude. El resultado es que familias
enteras cobran fraudulentamente un subsidio del Estado (que en ocasiones
emplean en adquirir un coche de lujo o en renovar el cuarto de baño)
mientras se entregan, al mismo tiempo, a la economía sumergida, invisible
para el fisco. Con ello se produce una interesante inversión histórica:
aquellos que una vez fueron explotados por el capital se convierten a su vez
en explotadores, a través de la redistribución de la riqueza impuesta por la
Hacienda estatal.
El crecimiento del nivel de vida de la clase trabajadora acarrea,
inevitablemente, su desdén por los trabajos más fatigosos y peor pagados.
Por lo tanto, en regiones donde la tasa de paro es muy alta, no se
encuentra mano de obra agrícola y hay que importar a trabajadores
extranjeros. En sólo una generación hemos pasado de buscar ese tipo de
trabajo en el extranjero a desdeñarlo en nuestro propio país. La irrupción
de ciudadanos magrebíes, sudamericanos y del Este produce profundas
alteraciones en la sociedad española, y ciertamente en la europea. En el
momento en que las fuerzas centrífugas del desarrollo nos conducen al
viejo sueño de la unidad europea, las fuerzas centrípetas del regionalismo
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irredento y la avalancha de extranjeros procedentes de culturas menos


tolerantes y desarrolladas amenazan toda esa construcción.
Incluso el ejército, suspendido el reclutamiento de nacionales, alista a un
número creciente de mercenarios extranjeros. Exactamente lo que ocurrió
con el imperio romano, cuando extendió sus derechos de ciudadanía a todo
el orbe y dejó la defensa de las fronteras en manos de los pueblos
bárbaros.
Ya veremos lo que nos depara el mañana. Por lo pronto las pateras
cruzan el Estrecho y del otro lado de los Pirineos llega la chamusquina de
los coches incendiados.
Es la Historia, que mete el turbo.

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