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El goce, éxtimo al cuerpo

Gran parte de los fenómenos que nos ocupan en el mundo contemporáneo conciernen a
nuevas exploraciones de la relación del sujeto con el cuerpo y con los modos de gozar. Esto
da lugar a nuevos síntomas, pero como hemos podido ir viendo, no se trata de que los
modos en que, en otros contextos históricos y culturales, estos problemas habían sido
tratados, sean mejores, ni los buenos, si los normales. No hay que olvidar que para el
psicoanálisis el concepto de normalidad no existe o, dicho de otra manera, es subvertido por
la idea de que lo normal es el síntoma. Este, no solo no es evitable, sino que es una parte
necesaria de lo que llamamos estructura. Incluso podríamos llegar a plantearnos si la única
estructura que hay es, en realidad, el síntoma.

Empezamos nuestra andadura comentando la película de David Cronenberg “Crimes of the


future”. Me pareció una obra que pone de manifiesto del modo más sencillo la tesis
lacaniana de que no hay un órgano el goce en el cuerpo.

El “viejo sexo” ya no funciona, dice el personaje principal del filme. Y es como si todo lo que
antes hubiera gravitado en torno a los órganos sexuales, toda una estética, pero también
una dinámica y una regulación del goce, sin olvidar una ética, se desarregla a la espera de
producir nuevos órganos. Pero, como plantea Cronenberg, no hay equilibrio, los límites del
dolor y el placer se pierden. Es como si, perdidos los referentes del placer, la búsqueda tiene
que ir necesariamente por la vía del dolor. Y también desafiar los límites del cuerpo
anatómico, así como los de los bello y lo feo, de lo sagrado, lo bueno y lo malo.

Es como si, nos dijera él, todo ese pobre dispositivo de lo fálico para regular en una escala
placentera esa materia oscura que es el goce, quedara en ridículo como una ficción que no
toca lo real. Lo que ocurre es que, una vez caídas esas pobres y débiles máscaras, nadie sabe
lo que va a aparecer, no hay paz. Sólo un sujeto que vive perdido entre límites que ya no
sabe encontrar y que acaba entregándose formas del gozar en las que el padecimiento y la
muerte tienen un lugar cada vez más preponderante. Su goce se la hace cada vez más
extraño, así como su propio cuerpo. El placer era pues una ficción, y se revela que hay
mucho más en el goce que aquello cuyo ciclo es tan corto y cuyas condiciones son muy
frágiles; que requiere consentimientos, reglas, renuncias, acuerdos. Pero ¿qué hay más allá?
Nadie lo sabe.

La teoría pulsional

Este enunciado, “no hay un órgano del goce en el cuerpo”, que parece un poco raro, en
realidad es muy fácil de entender. Desde Freud, el psicoanálisis demostró que las pulsiones,
en contra de lo que se tendía a creer hasta entonces, no residían en los órganos sexuales.
Con su teoría pulsional, la noción de pulsiones parciales, zonas erógenas, etc., mostró que
diversas zonas del cuerpo pueden estar implicadas en experiencias de placer y, más
generalmente, de goce. La diferencia entre placer y goce – término lacaniano – significa que
Freud descubrió también que una satisfacción pulsional sólo en determinadas condiciones
produce placer, pero en otras produce displacer. O simplemente, da lugar a acciones,
también a acontecimientos extraños como los síntomas, etc. No siempre una satisfacción es
reconocida como tal.

En cualquier caso, con su teoría pulsional Freud descentra por completo la creencia de que
el goce emana del cuerpo y se sitúa en el cuerpo como experiencia. Demostró que el
cuerpo, ciertamente, debe estar implicado de algún modo. Pero ese cuerpo es un cuerpo
que no coincide con el cuerpo anatómico y las localizaciones muy restringidas que son los
órganos sexuales. La noción de zonas erógenas muestra que son partes del cuerpo y no el
cuerpo como un todo. Pero el propio Freud habla de algo mucho más difícil de localizar,
como la sexualización del pensamiento. Y eso ya implica una localización del goce mucho
más difícil de situar, se refiere a un “cuerpo” que no coincide para nada con los límites
anatómicos.

Lacan extendió algo más las zonas erógenas de Freud, al hablar de pulsión escópica (mirada)
y pulsión invocante (voz). Se basa en el hecho de que en ellas están implicadas zonas del
cuerpo en las que algo parte del sujeto y se dirige a un exterior, para produce en este caso
una serie de experiencias mucho más complejas, pero en las que el goce está implicado de
algún modo.

Ahora bien, el mismo hecho de que hablemos por un lado de pulsiones parciales, en plural,
y de pulsión, en singular, implica, por un lado, localizaciones y, por otro lado, algo
deslocalizado. Freud ya dijo que las pulsiones sexuales no se totalizan, no hay “ganze
Sexualtrebung”. Entonces, si las pulsiones no se totalizan, no se reúnen, como cierto modo
de pensar lo pretendía, en una “sexualidad madura”, en torno de los órganos genitales,
¿dónde reside esa materia oscura que es, por tanto, la pulsión en singular, o el goce, usando
la palabra de Lacan?

Responder a eso requiere repensar del todo la noción de cuerpo. El cuerpo es una realidad
muy compleja, que podemos descomponer, para empezar a pensar, usando las categorías
de imaginario (la más evidente), simbólico y real.

El cuerpo y la tecnología: prótesis y montajes

El “Crimes of the future”, Cronenberg nos muestra de un modo distópico cosas que de algún
modo ya están anticipadas en nuestro presente. Hoy día, la relación del sujeto con el cuerpo
se ha modificado. En buena medida lo ha hecho por la incidencia de la ciencia y la
tecnología. Por un lado, la tecnología ha multiplicado los dispositivos que extienden las
fronteras del cuerpo. Nuestro cuerpo y sus límites no funcionan igual ahora, cuando
podemos tomar un avión y cruzar el mundo en pocas horas, que cuando desplazarse
tomaba mucho más tiempo y esfuerzo. Ahora podemos ver con una gran precisión paisajes
objetos, también a personas, que están a gran distancia. Antes, por ejemplo, para poder ver
un cuadro de Leonardo, o bien tenías que ir a donde se encontraba o tenían que conseguir
una copia, algo muy complicado de hacer y de obtener, porque tenía que hacerla un pintor.
Para una escultura, había que conseguir una reproducción en yeso que solo podía hacer un
escultor.

La invención de la fotografía cambió el mundo. Pero es que en parte hizo que nuestros ojos
llegaran más lejos. Nuestro cuerpo, por tanto, quedó modificado por ese simple hecho. Y no
digamos ya la invención del cine, etc. Antes la radio había permitido oír la voz de alguien a
quien quizás no veríamos nunca en persona, algo que antes hubiera sido impensable. Digo
estas cosas para que nos demos cuenta de que todo eso que ahora damos por supuesto
hace muy poco no existía. Y suponía que los límites de toda una serie de experiencias que
implican al cuerpo eran mucho más cercanos y reducidos.

Pero la tecnología siguió su carrera, introduciendo, a través de la digitalización, la


miniaturización, etc., una extensión de las experiencias de todo tipo. Eso implica ya de por sí
otra ruptura de los límites que nuestro cuerpo imponía la experiencia. Nuestra experiencia
del cuerpo ya es impensable sin las redes sociales, los smartphones, etc. Gran parte de
nuestra experiencia cotidiana, de nuestra forma de vivir la pulsión, se sitúa ahora en esta
nueva espacialidad, se ha exteriorizado mucho más y está en relación con un espacio
infinito, mientras que antes se limitaba a lo más cercano.

Los smartphones son dispositivos que modifican nuestro cuerpo todavía más, porque
funcionan como verdaderas prótesis. Nos vamos a ningún lado sin ellos, nos sentimos
limitados sin su ayuda. Si se estropean, tenemos una verdadera experiencia de deprivación
sensorial y comunicativa, porque de algún modo “sentimos” a través de ellos y “hablamos”
a través de ellos. No hace mucho, hablar era una experiencia de un cuerpo con otro, en la
proximidad física inmediata.

Todo esto altera los modos en que nuestros circuitos pulsionales se construyen, se elaboran.
Todavía no hemos acabado de ver las consecuencias que tendrá que un niño se familiarice
desde los 2 o 3 años con estos dispositivos. Pero la rapidez en que se integran en el modo de
vivir, jugar, pensar, nos demuestra hasta qué punto el cuerpo humano es un cuerpo abierto,
incompleto, siempre en construcción, siempre en busca de prótesis que se inserten de algún
modo.

Nada es natural en lo humano

Ahora bien, no tenemos que conformarnos con la idea, del todo equivocada, de que antes
“todo era natural” y ahora es artificial. Esta descripción es en realidad muy superficial. Nos
sirve sólo hasta cierto punto. Pero cuando miramos las cosas en detalle, vemos que artificio
y humanidad han ido siempre de la mano y que no hay ninguna experiencia de satisfacción
humana que sea sencilla, siempre está elaborada por medios complejos. Nos puede parecer
muy artificiosa nuestra relación con los gadgets, pero basta con ver el tiempo, los recursos,
el esfuerzo, que muchas civilizaciones han destinado a regular el modo de vivir las
experiencias de goce, para ver que las comparaciones son engañosas. Por supuesto, hay
diferencias, pero estas no se pueden situar en una gama de lo natural a lo artificial. Toda
experiencia humana supone un montaje.
Es un montaje una pirámide, por ejemplo, así como lo es una estatua de Afrodita o Zeus.
Son objetos construidos con la tecnología de una época y cada uno de ellos producido de
acuerdo con las reglas de un discurso. En este caso, un discurso religioso. Pero, por ejemplo,
en el caso de Afrodita, es claro que hace referencia al goce, ya que se trata de la diosa de la
belleza y el amor. En cuanto a una pirámide, es un dispositivo que trata de conseguir la
inmortalidad del cuerpo y el alma de alguien. Se trata, por tanto, de la ilusión de prolongar
el goce de un cuerpo vivo y la experiencia de un sujeto que lo habita.

No hay objeto que no sea un dispositivo de goce, que no sea una prótesis de algo que falta
en el cuerpo. Lo es la pirámide, introduciendo en la fantasía la perspectiva de la
inmortalidad. Pero también lo es la estatua de Afrodita, icono de la belleza, de la atracción,
del goce del cuerpo en su esplendor fálico, ese al que tenemos que hacerle una estatua
porque nuestra propia experiencia corporal inmediato del cuerpo siempre se queda corta.
Uno nunca encarna lo suficiente el goce fálico, eso es algo fugaz, quizás sólo imaginado o
sentido en un relámpago… pero eso lo inmortalizamos en una estatua.

En cuanto a las relaciones entre los sexos. Un discurso nostálgico nos engaña diciendo que
antes un hombre natural se encontraba con una mujer natural y se acoplaban. De eso ya se
ríe El Banquete de Platón. Pero basta con ver lo que es un rito matrimonial en cualquier
sociedad tradicional para darse cuenta de que es un montaje tan complicado como una
pirámide. Todo lo que tiene que hacer la novia, el novio, lo que no pueden hacer… cuanto
más antigua es la civilización que estudiamos, más complicada nos parece la ceremonia, que
a veces puede alcanzar un grado de capricho y barroquismo insensato. Como podemos ver,
por ejemplo, en este rito nupcial de Turkmenistán.

“Insensato”, sí, esa es la impresión que nos produce, porque para nosotros no tiene sentido.
Ya no nos parece “natural”, pero a las personas que comparten un universo de sentido (o
sea, de discurso) eso les parece lo más natural del mundo.
Ritos como este y muchos otros está construidos en torno al acto sexual entre un cuerpo de
hombre y un cuerpo de mujer. Para que el acto sexual “tenga sentido”, en estos dispositivos
tradicionales, primero tiene que ser limitado, prohibido, para luego ser permitido sólo en
una serie de condiciones muy complejas.

En todo caso, se trata de una enorme sublimación en torno de un hecho bien simple y
común, que es la cópula entre dos cuerpos. Algo que, fuera de todo este montaje, se
convierte en una completa banalidad. ¿Qué ocurre cuando un cuerpo de hombre y otro
cuerpo de mujer copulan? Nada. Lo pasan bien o mal, quién sabe. En sí mismo, es cosa de
un rato y luego el mundo sigue girando. De por sí, no cambia el mundo, salvo que se le
consiga añadir un sentido a todo ello. Añadir un sentido es lo que hacemos, por ejemplo, no
sólo con las instituciones sociales y culturales, sino con eso que llamamos amor.

En todo caso, para que eso se convierta en un símbolo de algo y pueda entrar en una
regulación cultural, hay que construir todo un dispositivo, eso no ocurre sin un discurso. La
historia de la humanidad y de las diferentes culturas nos ofrece una infinidad de variedades
de lo mismo. En las culturas babilónicas, por ejemplo, si no se producía y se mantenía el
“matrimonio sagrado” entre el rey y la reina, o sea, la cópula de sus dos cuerpos,
demostrada por el embarazo de la mujer, el mundo “no podía funcionar”, había catástrofes,
inundaciones, sequías… Por supuesto, era mentira. Pero era un universo de creencia
necesario para la vida de aquellas personas. Para la vida en tanto que acontecimiento de
goce y de sentido, siempre dos caras de la misma moneda.

Volviendo a Egipto y los faraones, podemos ver que en esos inmensos dispositivos de
discurso que son las tumbas de faraones no falta la representación, en el centro de ese
mundo complejo y monumental, de la pareja idealizada. Cada uno de sus miembros
presentado con los atributos de su sexo, con los símbolos oportunos, haciendo frente al
último tránsito que es el de la muerte. La representación de las identidades sexuales,
acentuando la diferencia sexual hasta la caricatura, llevando al extremo la lógica fálica, todo
eso funciona, o se pretende que funcione, como el intento de fijar de un modo ordenado,
ideal, eterno, el goce de la vida como defensa última ante el eterno vacío.
Al lado de la foto del bajorrelieve egipcio, he puesto una figura de un relieve mucho más
antiguo, de una cultura neolítica, encontrado en unas recientes excavaciones de Turquía. La
arqueóloga responsable de la excavación dice que en ellas la figura de un hombre que “se
agarra el falo con la mano” parece enfrentarse a o estar rodeado por animales salvajes.

Es algo extraño, también nos puede parecer insensato, en el sentido literal de sin sentido.
¿Por qué se agarra el pene con la mano en su enfrentamiento con animales que parecen a
punto de matarlo? No lo sabemos, nos parece absurdo porque no tenemos el relato.
Mientras que, por oposición, el relieve egipcio nos resulta familiar a pesar de todo: el chico y
la chica se enfrentan juntos a la muerte. Es una historieta que ha atravesado los milenios y,
a pesar de las diferencias en sus versiones, ha llegado hasta nosotros. Sigue presente en
algunas películas. Pero no es este el relato que parecería dar sentido a esa otra imagen, de
la que no podemos compartir nada.

Sin embargo, hay un punto en común entre estos relieves tan distintos, que es la
contraposición, en cada uno de ellos, entre una representación de la muerte (que está
también en el contexto del relieve egipcio) y una representación del goce de la vida, en ese
órgano fálico erecto agarrado con la mano.

Podemos pensar pues que, a pesar de las diferencias, hay un universal humano en juego: la
contraposición del goce vital con la experiencia de la muerte, que al fin y al cabo nos
caracteriza a nosotros como especie. No en vano, las representaciones más antiguas de la
humanidad están asociadas a la institución de la tumba, que a su vez se caracteriza por la
recolección de objetos de goce (cosas lujosas, objetos de disfrute, joyas, incluso maquillaje)
en torno a los restos mortales. Los objetos a en torno al cadáver. Como se ve en el “Tesoro
de Aliseda”, de la cultura tartésica, descubierto hace apenas dos años.

En una tumba, está el cadáver, vaciado del goce vital que lo habitó, pero rodeado de los
objetos en los que esté goce vital se sublimó, se convirtió en placer, felicidad o lo que sea.
Vemos, por tanto, hasta qué punto las instituciones de la cultura regulan de un modo
complejo el goce.

Y, de entre otras modalidades del goce, el goce sexual tiene la ventaja de que se presta a
construir organizaciones muy articuladas, partiendo de una diferencia binaria elemental,
hombre-mujer. Pone en juego de un modo muy sintético el paso por el otro, como una
exteriorización de la experiencia de goce, que la hace susceptible de simbolizaciones muy
sofisticadas,

Mediante estas organizaciones que surgen en torno a la diferencia sexual se regulan los
intercambios, los dones, las retribuciones, los placeres y las renuncias que permiten gozar
dentro de un orden establecido. Por otra parte, la relación entre la diferencia sexual y la
reproducción ha permitido durante milenios un anudamiento entre todo lo que
corresponde a esta domesticación de la pulsión, el orden de las alianzas entre grupos
(familias) y la generación. Es un tejido que alcanza a todo lo social y su reproducción a lo
largo de los tiempos y las generaciones.

Sea como sea, en el origen de la cultura como tal, hay lo que Freud situó, en “El malestar en
la cultura”, como una cesión de goce original, que luego dará lugar a compensaciones
diversas y, sobre todo, evitará el efecto mortífero del goce desregulado, el egoísmo de la
pulsión, la reducción del semejante a un objeto de satisfacción sin más.

Lacan, con el discurso del amo, añadió una sofisticación a este esquema freudiano,
mostrando la complejidad del aparato de lenguaje que produce y regula el “plus de gozar”.

Deconstrucción y reinvención

Ahora todo esto se ha “deconstruido” notablemente, como si los elementos constitutivos de


un nudo se hubieran ido distendiendo, sin que, sin embargo, dejen de estar presentes de
algún modo. Así, por ejemplo, el acto sexual y el matrimonio ya no están anudados del
mismo modo. No se puede decir que estén del todo separados, pero de hecho nuestro
dispositivo es todavía mucho más complejo, porque en realidad cada uno se lo inventa a su
manera. Lo hace tomando elementos del discurso, pero de un modo más abierto, indefinido
y complejo, más creativo. Matrimonio, poliamor, pareja abierta o cerrada (todo esto son
cosas que uno oye cada día en la consulta), “casarse con uno mismo” (eso lo lee en las redes
sociales), son opciones que conviven en un mismo universo de discurso, con una gama
indefinida de fórmulas de soledades y apareamientos...

Lo mismo se puede decir de la separación del factor generación (sobre todo, la maternidad)
con respecto al matrimonio. Todos esos elementos parecen ahora independizarse, pero de
algún modo, en su aparente desorden, no dejan de estar secretamente ordenados, aunque
de un modo más laxo, con líneas directrices de un discurso mucho más sutil, menos rígido y,
sobre todo, menos evidente.

Hemos producido una deformación creativa de las tradiciones, manteniendo unas cosas,
rechazando otras, modificando algunas más. Llegando a inventar como tradiciones cosas
que no existían. En todo caso, es notable que quedan siempre restos de las tradiciones, de
las instituciones del pasado. No desaparecen por completo, sino que son reinventadas. Eso
dice algo de nuestra necesidad de seguir construyendo dispositivos para anudar la
experiencia de goce de un cuerpo con la de otro, a través de montajes.
Pero decirlo así es sólo decir la mitad de la cosa, porque si existe el “matrimonio”, o su
expresión más actual de la “pareja”, si lo más a menudo se busca “otro cuerpo” para
compartir la experiencia de goce, es porque en realidad, aunque haya quien dice que se
puede casar consigo mismo, en lo que se refiere a la experiencia de goce, nuestro cuerpo
nunca nos pertenece del todo.

Uno nunca es uno con su cuerpo cuando se trata de la pulsión y la difícil tarea de vivirla y de
darle sentido. En la experiencia de goce, el cuerpo se ajeniza, por así decir, demuestra su
ajenidad, su extrañeza, el hecho de que siempre está volcado a un exterior, incluso hasta el
punto de ponerse en duda si hay un “interior”. Por eso, por esa exterioridad, solemos
buscar un partenaire, otro cuerpo. Y esto es siempre un montaje sintomático, nunca
funciona del todo.

En gran parte de nuestra vida pulsional, tenemos que pasar por otro, y específicamente por
el cuerpo de otro, para gozar de nuestro propio cuerpo. El cuerpo de otro sirve para tratar la
otredad de nuestro propio goce, para encarnarla, disimularla, regularla. De ahí que solemos
ser un poco puntillosos en este punto: queremos, por ejemplo, que el cuerpo del otro tenga
tales características (condiciones eróticas) que nos permitan desearlo. Y, como vemos en
muchos casos de violencia machista, el cuerpo de la mujer puede ser considerado por un
hombre como su propiedad. Más allá de un caso extremo de la estupidez humana y de la
crueldad, hay que entender esto como una demostración de que el goce no tiene nunca
suficiente con el cuerpo de uno, porque en realidad no reside en su “interior”.

Extimidad del goce y síntoma

Así, más allá de las soluciones antiguas o tradicionales, que trataban de imponer modelos
normativos, en los que la regulación de la relación con el goce pasaba por instituciones que
se centraban, al menos en una parte importante, en la ritualización de la relación sexual, lo
característico de la modernidad y la posmodernidad es que una serie de dispositivos
técnicos compiten con mucha ventaja como aparatos de tratamiento de la pulsión. Y, bajo el
modo de producción capitalista, las formas basadas en la limitación del goce (lo que
podemos llamar, usando un término de Freud, la represión) quedan superadas por otras
formas de tratamiento, en las que el plus de gozar está, por usar una fórmula de Miller, en
el puesto de mando.

Los nuevos montajes compiten con los tradicionales y en parte los desplazan, los absorben,
los transforman. No se trata de pensar esto en términos catastrofistas, no se trata del fin del
mundo. Ni el orden tradicional era “bueno” ni el nuevo es necesariamente peor. Plantea
nuevos retos y, sobre todo, nuevos síntomas. Pero síntomas ha habido siempre.

De hecho, como vimos en nuestro seminario, el sujeto histérico hace mucho que se dedica a
mostrar que los montajes tradicionales de regulación del goce en su relación con el cuerpo
son frágiles, falsos. No en vano, el sujeto histérico cuestionó la repartición de las
modalidades de goce en términos de masculino y femenino. Y el síntoma histérico demostró
que el cuerpo es una realidad compleja que no se deja ordenar. El síntoma muestra que hay
siempre un goce que no conviene, que aparece en el lugar no previsto, que cuestiona el
paradigma del placer e irrumpe de forma inconveniente.

El síntoma histérico es, por tanto, la demostración viviente de que no hay relación natural
entre la pulsión y el cuerpo, y que esta es siempre un montaje. El montaje que es el síntoma
histérico hace fracasar, cuestiona el montaje normativo. Y, como el síntoma histérico
cuestiona siempre un discurso de referencia, o sea, lo que podemos llamar la forma
contemporánea en cada momento del discurso del amo, se modifica él también en cada
época histórica.

Ahora bien, en psicoanálisis, desde Freud, se hizo un largo camino hasta demostrar que el
síntoma no es una anomalía, sino que en realidad el síntoma es la norma. Podemos decir
que no hay anudamiento de goce y cuerpo que no sea sintomático.

Incluso, como os planteé el otro día, a partir del esquema que Miller toma del Seminario XX
de Lacan para desarrollar una lección de su curso titulada “Extimidad del goce”, podemos
pensar que ese esquema mismo es, de algún modo, una representación del síntoma. Esto
que digo no es del todo exacto, pero se puede considerar que ese triángulo anticipa algo
que tres años más tarde, en el Seminario XXIII, Lacan planteará en relación con el nudo
borromeo, cuando dice que el síntoma es un cuarto elemento que anuda Real, Imaginario y
Simbólico, los cuales sin este cuarto redondel estarían sueltos.

El triángulo del Seminario XX muestra lo real del goce (J) como una vacuola que está en el
centro, pero abierto al exterior. Es una exterioridad empotrada en el interior del cuerpo. En
realidad, hace que el cuerpo como tal, desde el punto de vista del goce, no tenga
propiamente interior.

Esto es una representación de la extimidad del goce en tanta real. Y el triángulo muestra los
recursos simbólicos e imaginarios que el sujeto pone en juego para representarlo,
domesticarlo, tratarlo, para localizarlo, para situarlo en relación con su cuerpo anatómico,
su lenguaje, sus objetos.

El objeto a simboliza aquí aquello que del goce se puede tratar mediante el discurso. Es una
escritura que de algún modo se relaciona con la sublimación freudiana, pero es una
sublimación minimalista, desidealizada, automatizada por la maquinaria del discurso, de la
sublimación freudiana.

La letra Phi mayúscula representa aquello que, de lo real del goce, a través de la diferencia
anatómica entre los sexos, puede adquirir alguna forma de representación.

Y S(A/) tiene relación con el límite de lo simbolizable, pero que de algún modo tiene que
estar localizado como tal límite en la estructura. Que esté localizado permite que las otras
cosas funcionen, porque si no todo sería posible y se derivaría al delirio, que es un síntoma
fallido o el resultado de un síntoma fallido y su intento de restitución. Si creo que el goce
como real se puede simbolizar plenamente, estoy loco. Por eso S(A/) como inscripción del
límite de lo simbólico es fundamental.

En cuanto a las formas que pueden adquirir esos objetos que están en la base del triángulo,
simbolizados como a, ¡no hay que olvidar las joyas del tesoro de Aliseda! A mismo título que
nuestro flamante IPhone del modelo que sea. O lo que sea que el discurso proponga como
modo de plus de gozar y que el sujeto tome para su uso.

Habría otras formas de interpretar estas letras, pero propongo así, rápidamente, estas. En la
misma lección, Miller menciona el fenómeno psicosomático como muestra de cierto fallo en
esta regulación, un disfuncionamiento que cortocircuita la constitución de un síntoma de
acuerdo con el funcionamiento que podemos considerar “normal”, en tanto el síntoma es lo
normal para nosotros.

Síntomas contemporáneos

En nuestro seminario hemos empezado a considerar fenómenos que conciernen a la


regulación /desregulacion (son dos caras de la misma moneda) de esta extimidad del goce
con respecto al cuerpo.

Ya hemos mencionado la alteración de los circuitos pulsionales y la perturbación de los


límites del cuerpo debidas a los objetos tecnológicos, las redes, etc. Pero también habíamos
hablado de “crímenes” que no son tan futuros como los que denuncia Cronenberg, por
ejemplo, la epidemia de adolescentes que, además de drogarse sin parar, se cortan,
maltratan su cuerpo, de un modo que ya no es exactamente igual que todo lo que desde
hace años conocíamos como trastornos alimentarios.

Y también está la introducción de prácticas masivas de modificación del cuerpo, mediante la


hormonación, la cirugía, en un continuum que va desde una banalización de las
intervenciones estéticas hasta mutilaciones muy invasivas, como mastectomías, faloplastias,
y también, más recientemente, la pura y simple mutilación.

Como el siguiente recorte de prensa muestra, está empezando a ganar adeptos esta
práctica extrema. Curiosamente, no es tan nueva, siempre hubo sectas en las que se
practicó la emasculación con fines religiosos y para conseguir ciertos modos de éxtasis. Esto,
que era una barbaridad organizada por el discurso religioso, se presenta ahora como el
colmo de la modernidad.

Se trata de formas extremas de operar en el nexo entre cuerpo y goce, mediante nuevos
discursos que cuestionan los límites y parecen prometer que al fin se pueda conseguir una
relación “real” entre cuerpo y goce. Como si alguien pudiera tener su “verdadero” sexo o
género a través de una modificación anatómica o química del cuerpo. Por supuesto, es tan
delirio esto como la boda de Turkmenistán, en la que la novia es convertida en un objeto
inverosímil. Ni ella es la verdadera mujer, ni lo es una “mujer” trans que se haga un cuerpo a
medida. La verdadera mujer no existe, tampoco el hombre, ni hay “el cuerpo que conviene”
para la una o para el otro.

Ahora bien, como siempre en psicoanálisis, consideramos que aquello que hace síntoma es
también un dispositivo de tratamiento. La cuestión es de qué modo se puede encaminar
para que predominen sus efectos de estabilización y evitar que le sujeto se adentre por vías
que, por mucho que crea de entrada, quizás no le son propias, sino tomadas de un discurso
que no consigue atrapar su propia singularidad y lo somete a estereotipos. Puede ser un
anudamiento fallido que le provoque mucho sufrimiento y decepción.

Lo cual no impide que, del mismo modo en que no tenemos nada que decir sobre la
felicidad de la novia turkmena, mientras ella no se manifieste al respecto, no tengamos
nada que decir, a priori, sobre las más abigarradas soluciones contemporáneas.

Eso sí: el psicoanálisis se opone a todo pensamiento utópico, porque no cree que haya
solución no sintomática la relación del goce con el cuerpo. Ciertas utopías reproducen el
grado de certeza que antes tuvieron prácticas religiosas, sobre todo algunas de tipo de
sextario que se proponían regulaciones extremas del goce, en términos de purificación, de
corrección, prohibición, éxtasis o lo que sea.

Soluciones éxtimas versus deslocalización de goce

Hemos hablado del síntoma como solución y hemos planteado que se trata de un
dispositivo a caballo entre los elementos que el sujeto puede tomar del discurso en el que
está inmerso y el modo de inscribir en él su singularidad, aquello que no se ajusta a la
solución ideal o esperada. El síntoma incluye algo del “para todos”, pero deformado para
introducir lo propio de uno solo.

Y consideramos en el síntoma esa función de anudamiento de la que hemos hablado, lo que


nos hace considerarlo con respeto.

Pero en las psicosis, por ejemplo, vemos a veces a sujetos en los que se produce un
completo desanudamiento, ya sea porque fracasa una solución anterior o porque no parece
haberse llegado a producir nunca de un modo estable.

Hablamos del caso Schreber para mostrar cómo en su delirio había un sujeto que basculaba
entre dos extremos: el de ser invadido por un goce no reconocido como propio, o el de ser
abandonado como un cadáver, porque sin goce no hay vida.

En el caso de la melancolía comentando el caso de una mujer a quien conocí en un hospital


de Jerez y también la película de Lars von Trier, estuvimos hablando de la experiencia de un
cuerpo abandonado por todo aquello que pueda ser un sentimiento de vida, con una
destrucción de todas aquellas pequeñas construcciones que, mediante objetos y
representaciones (la hija, la novia, la boda, los objetos de celebración, etc.) localizan la
pulsión y hacen de ella una fuente de disfrute vital.

Esta diferenciación muy esquemática entre soluciones sintomáticas o sintomatizadas y


formas de fracaso o desanudamiento nos será de cierta utilidad. Sea lo que sea lo que el
sujeto construye, se trata de ver de qué modo podemos contribuir a la construcción de un
síntoma que funcione, evitando la dialéctica extrema e infernal de la que encontramos
muchos ejemplos en las psicosis.

Más allá de que el sujeto sea neurótico o psicótico, nuestra finalidad es contribuir a
síntomas viables, en las que aquel de quien nos ocupamos se deje lo menos posible la piel.
Por decirlo de algún modo.

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