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IMAGINARIO
Los inocentes creen que el mundo virtual es sólo el que hoy conocemos mediante
la ciencia y la tecnología. Pero, no es así. Los bisontes figurados en las cuevas de
Altamira, hace 40 mil años, ya eran virtuales a su modo, aunque no brotaran del
"chat". Estaban investidos de la condición de realidad que deriva de su existencia
misma en cuanto pinturas, pero aquellos animales no eran materialmente
bisontes, sino sólo su representación. En cuanto representación, cumplieron una
finalidad espléndida: sustituir los bisontes reales materiales por bisontes reales
imaginarios, capaces de crear realidad ritual y social. De análoga manera, hoy
invocamos cuerpos virtuales inmateriales para ser amados sin estar presentes,
para gozarnos a nosotros mismos por su conducto y crear de este modo realidad
psíquica. Cuerpos-imágenes que aparecen y desaparecen en la pantalla a la hora
del placer en sus múltiples posibilidades. A la hora de la infidelidad inofensiva, de
la curiosidad, del goce a la carta. Existen, en consecuencia, muy diversas razones
que explican tanto la existencia como la utilidad antropológica de lo real
imaginario: consolarnos con la presencia de un mundo que sólo existe en la
imaginación pero que es capaz de crear realidad psíquica.
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La mimesis es parte fundamental de nuestro consuelo en la tierra, de nuestro
modo de instalarnos en la realidad mediante simulaciones varias. Los parientes
ancestrales imitaban la lluvia, haciendo pasar agua a través de cedazos
consagrados para hacer llover. Quien en la noche de San Silvestre sale a la calle
arrastrando una valija por la cuadra de nuestra casa en medio de la fiesta, imagina
que, imitando un viaje, éste en realidad ocurrirá. A estos procedimientos, Freud
denominó magia por imitación (Sigmund Freud: Tótem y Tabú, 1990). Los viajes
simulados por los prostíbulos de Francia o Dinamarca son hoy posibles desde
cualquier aldea nuestra anclada en la cordillera. Se "navega" sin salir de la alcoba.
Quien "navegando", trae a su presencia un cuerpo en la pantalla del "chat", de
alguien que se ofrece "allí en acto" aunque en el vacío absoluto de su materia,
cumple con el ritual de gozar imaginando, de la misma manera como los
ancestrales despellejaban gozosos en los muros los bisontes que no estaban ahí.
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sensaciones que yo mismo fabrico para mí en mutuo acuerdo circunstancial,
quizás, y viceversa. Estamos en presencia de muy refinadas ayudas audio-
visuales en el terreno de la sexualidad, en una época en la que se ha producido
una radical separación entre sexualidad y amor, subsiguiente, en términos
históricos, a una anterior ruptura entre cuerpo y sexualidad.
Aquello que está en juego es un asunto realmente complejo, que forma parte de la
nueva condición humana que ha surgido en la cultura contemporánea, por algunos
denominada sobre-moderna. Los cuerpos humanos materiales no han
desaparecido y continúan siendo deseados, pero se impone la tendencia a
sustituirlos por cuerpos virtuales capaces de producir realidad psíquica sin
necesidad de tener que asumir el peso de su materia presente. Lo que está
sucediendo es de tal profundidad psicológica y antropológica, que podríamos estar
en presencia del advenimiento de una nueva subjetividad para lo humano en la
sexualidad e incluso en el amor, cada vez más separados. Se trata, para decirlo
de una vez, del tema del Yo unario, radicalmente autorefehdo, frente al Yo binario
conocido hasta hoy en la modernidad que declina (Dany-Robert Dufour: El Arte de
reducir cabezas, 2007)
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"postmoderna" en el amor y el sexo. En estos asuntos la humanidad ha cambiado
mucho. Hablo de la subjetividad predominantemente auto-erótica de nuestro
tiempo, capaz de recurrir a un Otro necesario que, sin embargo,
materialmente no está ahí, debido al "peso" que s u presencia material podría
imponer en caso de estar ahí. Me estoy refiriendo a la subjetividad auto-
erótica radical de nuestro tiempo, inmersa en el nuevo mundo de las ayudas
audio-visuales de elevada densidad tecnológica para el placer.
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Aún así, los seres humanos necesitamos del Otro en casi todo lo que hacemos,
aunque tratemos de "aliviar" y sacudirnos de encima los límites a la libertad y
autonomía que nos impone la Otredad. Esta sacudida de la Otredad ha sido
históricamente gradual. El mundo moderno extinguió la subjetividad socio-céntrica
para dar paso a la subjetividad ego-céntrica. Nació así un nuevo sujeto libre de las
amarras que le imponía la manada comunitaria. El Yo se escindió de la
comunidad, pasó a ser individual y se hizo más fuerte y autónomo frente al
pegante gregario. Este Yo moderno, ego-céntrico, entró en conversaciones fuertes
consigo mismo a partir del Renacimiento. Fue lo que hizo Hamlet. De ahí deriva la
grandeza de Shakespeare. Pero, no sólo entró en conversaciones auto-referidas,
sino en un progresivo proceso de cuidado de sí, de culto de sí, de auto
construcción autónoma y en extrema libertad frente a la Otredad, hasta
desembocar en el sujeto unario y narciso en la sobremodernidad, dominantemente
auto-erótico. En dicho proceso de ganancia de autonomía a ultranza y libertad sin
límites, el sexo, pero sobre todo el amor, le terminaron planteando a este sujeto
"sobremoderno" una disyuntiva: el Otro y sus condiciones y límites pasaron a
convertirse en problemas de difícil solución, a menos que ese Otro fuera reducido
a una simple imagen suya mediada por la pantalla, neutra e higiénica, en medio de
una racionalidad que juega en todo instante a su desaparición con sólo pulsar un
punto trágico en el teclado. Hablo de la tecla que me permite desaparecer,
liquidar, matar al Otro en el momento en que lo deseo, en que empieza a
amenazar con su "peso" mi autonomía de vuelo.
La pareja son dos, por fortuna pero también por desgracia, de manera siempre
ambivalente. La pareja "material" es necesaria para la reproducción, como
esperma y óvulo, aunque jamás imprescindible para el goce. Puede haber goce
sin pareja material. El "problema" del Otro como pareja material o espiritual sigue
siendo el asunto a resolver en términos de relación, hoy agudizado de manera
fuerte en la subjetividad "sobre-moderna". Es preciso evitar que el Otro imponga
sus caprichos, vigilancia y condiciones. Es más cómodo el climax, más barato,
más libre y autónomo sin el "peso constante" del Otro. No deja apegos, historia ni
residuos. Porque, donde hay dos, en el acto aparece la amenaza del ojo
perseguidor, la tentación invasiva posesiva, el control del tiempo, la servidumbre,
la necesidad del poder negociado, la autonomía recortada, las concesiones, la
estorbosa conquista, la ocupación del territorio soberano. Es decir el amor, el
recorte severo de la independencia, ruina de la versión contemporánea de la
libertad hedonista. Vivimos la época del hiper-individualismo en la sobre-
modernidad de las ayudas audio-visuales y juguetes de compleja tecnología.
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La escena es para pensarla, porque lo que se entrega en esto que llamamos la
entrega amorosa, por encima del cuerpo es el Yo y su aureola de autonomía, que
nadie quiere hoy negociar, erosionar, envilecer por cuenta del "peso constante" del
Otro. Pero, esta necesidad mutua de lo que el Otro no tiene, este loco deseo de la
carencia, este encuentro de los complementos anatómicos que conduce a
placeres maravillosos, empieza a convertirse para el sujeto narciso de nuestro
tiempo (Guilles Lipovetsky, La era del vacío, 1990) en el problema a resolver: la
amenaza de dependencia, el apego limitante, el ojo vigilante, el control. La
variable de la edad es aquí fundamental. Los jóvenes le apuestan a la autonomía
a ultranza, sin temor a la soledad porque para ellos todavía la soledad no existe en
el horizonte. Lo que amenaza a los jóvenes de nuestro tiempo, en realidad, no es
la soledad sino el vacío, el sinsentido de casi todo alrededor. Muchos adultos,
por su parte, se arrodillan de terror ante la soledad no elegida, y terminan
arrojando por el suelo sus juveniles sueños de autonomía y libertad, a cambio de
un dedal de compañía. Aunque, casi siempre, ya sea demasiado tarde.
Lo que se entrega al Otro no es, por tanto, de manera principal el cuerpo, sino
ante todo el Yo. De esto no somos conscientes. Las resistencias a la entrega
provienen del Yo, que se niega a diluirse en el Tú invasor, que mientras ama
coloniza. Y el "Yo sobre-moderno" delira en sueños de autonomía. Los animales
no tienen para sí el "problema" de la entrega, porque carecen de Yo. De tal
manera que a la zaga del Yo que decide entregarse, se desgaja el cuerpo en su
dulce compañía, se abandona en busca de la "pequeña muerte" anhelada.
Entonces estalla el climax, si es que estalla, punto culminante de la entrega a la
que el Yo resiste en medio del "chapaleo". Las mujeres han hecho de este "paso"
llamado entrega un problema mucho más fuerte que los hombres, por razones
que no son del caso ahora mismo dilucidar. La cultura, la historia, los roles son
parte de la explicación. La "resistencia" a la entrega ha dado origen a espléndidos
tratados sobre la "seducción", el cortejo y los rituales de "ablandamiento". Esta
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resistencia proviene del Yo que, al parecer, cuida su dignidad en medio de las
pulsiones que lo agitan y le suben de adentro como una fascinante tormenta.
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No puede negarse que existen diversas y ricas opciones en lo virtual, puesto que
también hay quienes acuden a la invocación mágica del "chat" para buscar por
este medio el amor de sus vidas, en medio de la navegación por los espacios
inciertos. Mujeres, hombres solitarios que vienen del fracaso amoroso, que se
cuidan de volver a sufrir, presas del miedo o la vergüenza del cuerpo deteriorado
por la enfermedad o el paso de los años, que se sienten feos o en las garras de la
baja autoestima. Este tipo de clientes del "chat" no son "postmodernos",
ciertamente, sino gentes tradicionales que no se resignan a la soledad y que se
encuentran de antemano dispuestos a recortar su autonomía de tiempo y
movimiento, decididos a servir, a renunciar al despliegue de sus alas descoloridas.
El sexo virtual permite, también, la infidelidad inofensiva, el "justo a tiempo" para
las parejas cansadas, la excitación y el goce en soledad de viudos y separados de
ambos géneros. Hay de todo. Existen testimonios conmovedores de uniones
felices y duraderas de todo tipo de parejas, que se iniciaron mediante contactos
virtuales. Hay, pues, de todo en el menú y para todos los gustos, límites, sueños
dé autonomía y soledades.
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reclamaba con mayor ahínco y afán adolescentes. Las añorábamos y nos hacían
falta. íbamos al cine a verlas mover, a escucharlas gemir en brazos de otros
hombres del primer mundo, porque éramos apenas colegiales tercermundistas.
En ocasiones sus imágenes colgaban de los muros en calendarios. Y desde allí
nos coqueteaban, nos hacían calentar el corazón en medio del frío solitario de
nuestras vidas inexpertas. No exagero si digo que todavía las amamos. Hoy, los
muchachos abrazan a Natalia París, en el momento en que ella brota de las
solapas de sus cuadernos como un producto de consumo. La imaginación pone el
resto y el "chat" sexual arroja a Natalia París al congelador de la historia ante el
avance de la tecnología.
Los calendarios, las cartas de las novias y las fotografías del pasado instauraban a
un Otro que no estaba materialmente ahí. La tecnología los hizo pasar de moda,
para ofrecernos ahora un tipo de realidad aún más viva pero no menos vacía de
materia. En nuestro tiempo, la imaginación debía galopar más fuerte para poner
en movimiento aquellas imágenes quietas, mudas, sin resuello ni dulce queja.
Ahora, sólo basta ver y escuchar lo que ocurre en el vacío de una pantalla que
enseña, en acto presente, un cuerpo lejano que es y no es al mismo tiempo. Pero,
aún así, allende los cuadernos iluminados, los calendarios y las pantallas
calientes, los adolescentes y nosotros mismos estaremos esperando la visita de
los seres humanos de carne y hueso, por fortuna aún no desaparecidos.
Pero el "chat" se ha metido por la mitad, coexiste con otras formas de placer y se
impone como opción para la inmediatez del goce que huye de cualquier inversión
de tiempo y dinero en seducción, en continuidad del vínculo que deja residuos y
saudades. Se ofrece como una alternativa a la timidez, a la necesidad del "ya
mismo" y del frenesí del instante, al ahorro de la conquista, a la infidelidad
inofensiva de puro pensamiento, o incluso aupada por la pareja, a la curiosidad sin
límite acerca de lo íntimo insondable, que por provenir del deseo siempre renace,
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es legítimo y no tiene cura. La sexualidad virtual sirve para ponerse a salvo del
asedio de un Otro molesto, impertinente, que se apega y se pega como una lapa
al pellejo del libertario que huye de la dependencia emocional, porque el apego
amoroso es costoso y requiere importantes inversiones de tiempo y hasta cuotas
de sacrificio. La tecnología se empeña en enriquecer la posibilidad del encuentro
narciso autoreferido del sujeto unario o incluso binario, para garantizar su
autonomía y libertad a ultranza o para avivar el erotismo mustio de la pareja
cansada. Sirve para la infidelidad de quienes no se atreven a dar el paso en el
mundo real. Está permitiendo, también, la emergencia y la maduración del sujeto
solitario hiper-individualista, dominantemente auto-erótico. Un sujeto agobiado por
el trabajo y la velocidad, sin tiempo para amar aunque sí para el climax, y punto.
Veo por todas partes muchachos, sin embargo, que todavía le apuestan al
encuentro fuerte con el Otro. Es decir, al amor. Y asumen este problema que
significa el recorte de las autonomías y las libertades, como un costo necesario.
Negocian y transan los límites, las interferencias, las intromisiones. Y se hacen el
propósito de no sentir celos ni de fisgonear el buzón del teléfono celular. Mucho
menos el correo electrónico, en hermosos pactos de autonomía y respeto.
Aunque, de pronto, mucho más pronto de lo que uno imagina, se precipita la crisis.
El precio de la autonomía y de la libertad es el vacío, mucho más grave que la
soledad. Pero, a medida que se avanza en el fracaso y en las ocupaciones, sobre
todo en las culturas de los países centrales, el sujeto ya maduro no quiere saber
nada de la dependencia y recae en lo virtual en busca de socorro, de agarradero
audio-visual, para unas manos que clavan las uñas en lo que no está pero grita
que está en la lejanía de la pantalla que acude a su llamado. Y, cuando los
encuentros amorosos terminan por alguna razón siendo materiales, lo son por
corto tiempo, ojalá de manera ocasional y sin prometerse nada a cambio para
mañana. Todo ocurre como si ambos en la pareja se dijeran: "por hoy, préstame tu
cuerpo que yo te presto el mío". Se busca el "borrón" de los recuerdos, la
desaparición de los apegos. Así como en el sexo virtual se navega entre las
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sombras inciertas en manos del azar en busca de sensaciones, en el sexo
material también se navega entre los bares y avenidas en busca de algo que
suceda por azar, no se sabe bien cómo ni con quien, en busca de un romance de
instantes, un encuentro que arroje al Otro después de su uso al vacío deseado,
jamás a su ausencia, de la que todos se protegen. No se trata siquiera de arrojar
al Otro al basurero después de la experiencia vivida, porque a los basureros se
tiran las cosas que algún día importaron, que en algún momento de nuestras vidas
tuvieron sentido. Lo que se busca es el vacío, la ausencia de historia, el borrón de
la memoria donde ningún rostro pasado aparezca. Lo que se anhela entre las
sombras es la higiene del sufrimiento.
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