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D E L AMOR VIRTUAL Y DE O T R O S PROCEDIMIENTOS MÁGICOS D E L

IMAGINARIO

Por: Fernando Cruz Kronfly


Profesor de ia Universidad dei Valle
Doctor Honoris Causa en Literatura
Director del Grupo de Investigación Nuevo Pensamiento Administrativo
Miembro de la Red Colombiana de Estudios Críticos Organizacionales.

Los inocentes creen que el mundo virtual es sólo el que hoy conocemos mediante
la ciencia y la tecnología. Pero, no es así. Los bisontes figurados en las cuevas de
Altamira, hace 40 mil años, ya eran virtuales a su modo, aunque no brotaran del
"chat". Estaban investidos de la condición de realidad que deriva de su existencia
misma en cuanto pinturas, pero aquellos animales no eran materialmente
bisontes, sino sólo su representación. En cuanto representación, cumplieron una
finalidad espléndida: sustituir los bisontes reales materiales por bisontes reales
imaginarios, capaces de crear realidad ritual y social. De análoga manera, hoy
invocamos cuerpos virtuales inmateriales para ser amados sin estar presentes,
para gozarnos a nosotros mismos por su conducto y crear de este modo realidad
psíquica. Cuerpos-imágenes que aparecen y desaparecen en la pantalla a la hora
del placer en sus múltiples posibilidades. A la hora de la infidelidad inofensiva, de
la curiosidad, del goce a la carta. Existen, en consecuencia, muy diversas razones
que explican tanto la existencia como la utilidad antropológica de lo real
imaginario: consolarnos con la presencia de un mundo que sólo existe en la
imaginación pero que es capaz de crear realidad psíquica.

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La mimesis es parte fundamental de nuestro consuelo en la tierra, de nuestro
modo de instalarnos en la realidad mediante simulaciones varias. Los parientes
ancestrales imitaban la lluvia, haciendo pasar agua a través de cedazos
consagrados para hacer llover. Quien en la noche de San Silvestre sale a la calle
arrastrando una valija por la cuadra de nuestra casa en medio de la fiesta, imagina
que, imitando un viaje, éste en realidad ocurrirá. A estos procedimientos, Freud
denominó magia por imitación (Sigmund Freud: Tótem y Tabú, 1990). Los viajes
simulados por los prostíbulos de Francia o Dinamarca son hoy posibles desde
cualquier aldea nuestra anclada en la cordillera. Se "navega" sin salir de la alcoba.
Quien "navegando", trae a su presencia un cuerpo en la pantalla del "chat", de
alguien que se ofrece "allí en acto" aunque en el vacío absoluto de su materia,
cumple con el ritual de gozar imaginando, de la misma manera como los
ancestrales despellejaban gozosos en los muros los bisontes que no estaban ahí.

Los procesos mentales de representación y de imaginación son los responsables


primordiales de cómo los seres humanos nos hemos ingeniado la manera de
llamar a nuestra presencia lo deseado, para instaurar ese otro tipo de realidad
imaginaria que, sin dejar de ser real en cuanto existe, no obstante arrastra con el
sabor de lo que no es ni ha sido. La tecnología y la ciencia se han encargado de ir
transformando los significantes en los cuales se apoya lo imaginario, con el fin de
volverlo cada vez menos imaginario sin dejar de serlo. Pareciera que vamos
caminando, mediante lo virtual en acto y en movimiento de todo aquello que está
sucediendo en el momento en otra parte, a fundir en una misma sensación lo real
material con lo real imaginario capaz de producir realidad psíquica. Es como si la
realidad psíquica estuviese sustituyendo el peso de la realidad material, en busca
de la "levedad". Pronto estaremos olfateando el cuerpo que no está presente,
saboreándolo, tocándolo, como un plus adicional al ver y al escuchar lo que, aún
así, no se encuentra ahí. Sabemos que el desarrollo de la tecnología ya lo está
haciendo posible. Estamos sustituyendo progresivamente la realidad material por
la realidad virtual. Estamos huyendo de los límites que al deseo humano impone la
realidad material. Estamos erosionando el "principio de realidad" según Freud,
para desbalancear al sujeto en favor del principio del placer. Estamos avanzando
hacia la consolidación de un nuevo tipo de subjetividad, basaba en el narcisismo
hedonista que se refugia en lo "virtual" para escapar del "peso de lo material".

Lo real se dice, sin embargo, de diversas maneras. Ya Descartes diferenciaba


entre lo real espacial y lo real in-espacial. Así, los bisontes de Altamira son reales
de un modo francamente extraño: la pintura de la que están hechos es real
material, en cuanto todo significante debe tener un mínimo soporté de materia
dirigido a los sentidos; pero el significado de ese significante es real inmaterial, en
cuanto provoca una imagen que conduce a representarse el bisonte de carne y
hueso sin necesidad de que el animal esté ahí. De igual manera, la mujer o el
hombre que se invocan y luego brotan para ofrecerse al placer en la pantalla del
"chat", son reales en cuanto existen como imagen visible en movimiento y en acto
de todo aquello que está sucediendo en ese mismo instante en otra parte,
mediante gemidos y palabras audibles y temblores y pellejos visibles sin
necesidad de su material presencia. Todo esto crea realidad psíquica. Es, ya
mismo, realidad psíquica.

Estas apariciones contemporáneas en la pantalla del sexo virtual, que ya no son


representaciones sino imágenes en acto y en directo de lo que está sucediendo ya
mismo en el vacío material de algo que, sin embargo, s e deja ver y sentir, no
corresponden a seres humanos de carne y hueso sino a cuerpos reducidos a
imagen que habla, tiembla, se acaricia, emite gemidos y entra en climax ante el
Otro, igualmente inmaterial. El camino de la tecnología y la ciencia se encuentran
empeñados en hacer desaparecer esta frontera que parecía insuperable, sin
necesidad de que los cuerpos humanos materiales que se complacen en el "chat"
broten materialmente. Lo que parece importar, no es que el Otro que aparece en
la pantalla sea material, sino sólo que sea real inmaterial y me permita

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sensaciones que yo mismo fabrico para mí en mutuo acuerdo circunstancial,
quizás, y viceversa. Estamos en presencia de muy refinadas ayudas audio-
visuales en el terreno de la sexualidad, en una época en la que se ha producido
una radical separación entre sexualidad y amor, subsiguiente, en términos
históricos, a una anterior ruptura entre cuerpo y sexualidad.

Aquello que está en juego es un asunto realmente complejo, que forma parte de la
nueva condición humana que ha surgido en la cultura contemporánea, por algunos
denominada sobre-moderna. Los cuerpos humanos materiales no han
desaparecido y continúan siendo deseados, pero se impone la tendencia a
sustituirlos por cuerpos virtuales capaces de producir realidad psíquica sin
necesidad de tener que asumir el peso de su materia presente. Lo que está
sucediendo es de tal profundidad psicológica y antropológica, que podríamos estar
en presencia del advenimiento de una nueva subjetividad para lo humano en la
sexualidad e incluso en el amor, cada vez más separados. Se trata, para decirlo
de una vez, del tema del Yo unario, radicalmente autorefehdo, frente al Yo binario
conocido hasta hoy en la modernidad que declina (Dany-Robert Dufour: El Arte de
reducir cabezas, 2007)

El Yo unario, que procura prescindir del Tú real externo, material y objetivo en


cuanto más le sea posible, es un Yo que empieza a preocupar a los especialistas
en "trastornos mentales" de época. Salvo que este tipo de "trastorno postmoderno"
no sea en realidad una dolencia psíquica, sino más bien algo que se impondrá
como "normal" en el inmediato futuro en términos de la hiper-individuación
ascendente, cuyas señales o síntomas se insinúan desde ahora en el horizonte, a
manera de rasgos de una nueva condición humana y de una subjetividad

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"postmoderna" en el amor y el sexo. En estos asuntos la humanidad ha cambiado
mucho. Hablo de la subjetividad predominantemente auto-erótica de nuestro
tiempo, capaz de recurrir a un Otro necesario que, sin embargo,
materialmente no está ahí, debido al "peso" que s u presencia material podría
imponer en caso de estar ahí. Me estoy refiriendo a la subjetividad auto-
erótica radical de nuestro tiempo, inmersa en el nuevo mundo de las ayudas
audio-visuales de elevada densidad tecnológica para el placer.

Sabemos que el Yo humano "normal" se conforma a partir de las resistencias y


límites que el Tú, en cuanto Otro, le impone. La trinidad balanceada de los
pronombres parece indispensable, hasta hoy, para la "sanidad" del Yo en medio
de su tambaleante equilibrio. "Yo, es Tú". Esta especie de paradoja se torna aún
más desconcertante si tenemos en cuenta que el Yo no es una cosa que
adquirimos para siempre y que una vez lograda jamás nos habrá de abandonar.
No es así. El Yo es evanescente, a cada instante amenaza con irse de nosotros,
porque es algo que sólo tenemos en la medida en que no se disuelva en la
supresión radical del Tú. El Yo es el lugar desde donde se habla a un interlocutor
real o imaginario, presente o ausente, externo o incluso interno, como ocurre en
este último caso con el "sí mismo" a quien hablamos a partir del legado de Hamlet.
Cuando los secuestrados son hundidos en la supresión absoluta del Otro, se
inventan muñecos de madera o domestican animales para tener a quien dirigirle la
palabra y no diluirse en la locura. No hay, pues, Yo sin Tú, aunque ese Tú en el
amor virtual "sobremoderno" sea una muñeca imaginaria detrás de la pantalla
caliente pero vacía de materia. Sin embargo, hoy vivimos empeñados en querer
reducir al Otro a su más débil expresión. Desaparecerlo en su carne y hueso
problemáticos, en su modo "pesado" de plantearnos límites molestos en términos
de libertad y autonomía, para evitar apegos indeseables, incluso sufrimientos.
Estamos en la época de la ética indolora, en la cual la idea del deber y el sacrificio
por el Otro declinan (Gilíes Lipovetsky: El crepúsculo del deber, 1994)

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Aún así, los seres humanos necesitamos del Otro en casi todo lo que hacemos,
aunque tratemos de "aliviar" y sacudirnos de encima los límites a la libertad y
autonomía que nos impone la Otredad. Esta sacudida de la Otredad ha sido
históricamente gradual. El mundo moderno extinguió la subjetividad socio-céntrica
para dar paso a la subjetividad ego-céntrica. Nació así un nuevo sujeto libre de las
amarras que le imponía la manada comunitaria. El Yo se escindió de la
comunidad, pasó a ser individual y se hizo más fuerte y autónomo frente al
pegante gregario. Este Yo moderno, ego-céntrico, entró en conversaciones fuertes
consigo mismo a partir del Renacimiento. Fue lo que hizo Hamlet. De ahí deriva la
grandeza de Shakespeare. Pero, no sólo entró en conversaciones auto-referidas,
sino en un progresivo proceso de cuidado de sí, de culto de sí, de auto
construcción autónoma y en extrema libertad frente a la Otredad, hasta
desembocar en el sujeto unario y narciso en la sobremodernidad, dominantemente
auto-erótico. En dicho proceso de ganancia de autonomía a ultranza y libertad sin
límites, el sexo, pero sobre todo el amor, le terminaron planteando a este sujeto
"sobremoderno" una disyuntiva: el Otro y sus condiciones y límites pasaron a
convertirse en problemas de difícil solución, a menos que ese Otro fuera reducido
a una simple imagen suya mediada por la pantalla, neutra e higiénica, en medio de
una racionalidad que juega en todo instante a su desaparición con sólo pulsar un
punto trágico en el teclado. Hablo de la tecla que me permite desaparecer,
liquidar, matar al Otro en el momento en que lo deseo, en que empieza a
amenazar con su "peso" mi autonomía de vuelo.

Detengámonos ahora en este punto decisivo: La sexualidad, en el mundo humano,


tiene por finalidad casi excluyente el goce, y no la reproducción de la especie,
como erradamente se supone. La totalidad de la sexualidad humana apunta al
placer, incluida aquella que se propone un excepcional paréntesis de
reproducción. Si esto es así, como parece, debemos concluir que el goce es
perfectamente legítimo como fin principal de la sexualidad, ya sea en pareja, en
trío, en cuarteto o de manera solitaria, homosexual, bisexual o como sea. Lo
demás es moral sexual, satanización y culpa. Llegados a este punto crucial,
entonces prosigamos:

La pareja son dos, por fortuna pero también por desgracia, de manera siempre
ambivalente. La pareja "material" es necesaria para la reproducción, como
esperma y óvulo, aunque jamás imprescindible para el goce. Puede haber goce
sin pareja material. El "problema" del Otro como pareja material o espiritual sigue
siendo el asunto a resolver en términos de relación, hoy agudizado de manera
fuerte en la subjetividad "sobre-moderna". Es preciso evitar que el Otro imponga
sus caprichos, vigilancia y condiciones. Es más cómodo el climax, más barato,
más libre y autónomo sin el "peso constante" del Otro. No deja apegos, historia ni
residuos. Porque, donde hay dos, en el acto aparece la amenaza del ojo
perseguidor, la tentación invasiva posesiva, el control del tiempo, la servidumbre,
la necesidad del poder negociado, la autonomía recortada, las concesiones, la
estorbosa conquista, la ocupación del territorio soberano. Es decir el amor, el
recorte severo de la independencia, ruina de la versión contemporánea de la
libertad hedonista. Vivimos la época del hiper-individualismo en la sobre-
modernidad de las ayudas audio-visuales y juguetes de compleja tecnología.

El asunto es que la condición sexual humana de todos los tiempos, se inscribe


dentro de los límites reales consistentes en que Yo no tengo en mi cuerpo lo que
el Otro sí tiene y deseo disfrutar. No hablo de la reproducción, sino del goce. De
este modo, el amor y el sexo imponen al sujeto Unario de nuestro tiempo, la
molestia insoportable de tener que hacer concesiones al Otro a cambio de un trato
de mutuo disfrute de lo que no tenemos y en cambio el Otro sí posee. Y, todo esto,
hoy en día, en medio de relaciones que se imponen como pasajeras, líquidas,
carentes de apego duradero (Zygmunt Bauman: Amor líquido, 2007),
evanescentes, sin historia, higiénicas de todo tipo de dolor y sufrimiento. Es decir
insaboras, inodoras, neutras, pero libres.

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La escena es para pensarla, porque lo que se entrega en esto que llamamos la
entrega amorosa, por encima del cuerpo es el Yo y su aureola de autonomía, que
nadie quiere hoy negociar, erosionar, envilecer por cuenta del "peso constante" del
Otro. Pero, esta necesidad mutua de lo que el Otro no tiene, este loco deseo de la
carencia, este encuentro de los complementos anatómicos que conduce a
placeres maravillosos, empieza a convertirse para el sujeto narciso de nuestro
tiempo (Guilles Lipovetsky, La era del vacío, 1990) en el problema a resolver: la
amenaza de dependencia, el apego limitante, el ojo vigilante, el control. La
variable de la edad es aquí fundamental. Los jóvenes le apuestan a la autonomía
a ultranza, sin temor a la soledad porque para ellos todavía la soledad no existe en
el horizonte. Lo que amenaza a los jóvenes de nuestro tiempo, en realidad, no es
la soledad sino el vacío, el sinsentido de casi todo alrededor. Muchos adultos,
por su parte, se arrodillan de terror ante la soledad no elegida, y terminan
arrojando por el suelo sus juveniles sueños de autonomía y libertad, a cambio de
un dedal de compañía. Aunque, casi siempre, ya sea demasiado tarde.

Lo que se entrega al Otro no es, por tanto, de manera principal el cuerpo, sino
ante todo el Yo. De esto no somos conscientes. Las resistencias a la entrega
provienen del Yo, que se niega a diluirse en el Tú invasor, que mientras ama
coloniza. Y el "Yo sobre-moderno" delira en sueños de autonomía. Los animales
no tienen para sí el "problema" de la entrega, porque carecen de Yo. De tal
manera que a la zaga del Yo que decide entregarse, se desgaja el cuerpo en su
dulce compañía, se abandona en busca de la "pequeña muerte" anhelada.
Entonces estalla el climax, si es que estalla, punto culminante de la entrega a la
que el Yo resiste en medio del "chapaleo". Las mujeres han hecho de este "paso"
llamado entrega un problema mucho más fuerte que los hombres, por razones
que no son del caso ahora mismo dilucidar. La cultura, la historia, los roles son
parte de la explicación. La "resistencia" a la entrega ha dado origen a espléndidos
tratados sobre la "seducción", el cortejo y los rituales de "ablandamiento". Esta

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resistencia proviene del Yo que, al parecer, cuida su dignidad en medio de las
pulsiones que lo agitan y le suben de adentro como una fascinante tormenta.

En el amor en nuestro tiempo el problema es aún peor que en la nuda sexualidad,


porque a la entrega se agrega el apego subsiguiente, el afecto que brota, la
memoria del otro, la historia de una existencia compartida, el dolor de la ausencia
y, por ende, a manera de contrapartida, la pérdida negociada de la autonomía. En
el amor, cada quien en la pareja se ve obligado a ceder, tolerar, comprender,
servir, renunciar. Incluso sufrir. Este tipo de Yo binario moderno que todavía
sobrevive, se encuentra siempre referido al Otro, es decir al Tú que redondea la
pareja que se ama. Lo que caracteriza al amor en nuestro tiempo, que podríamos
llamar de transición, es que se ha convertido en un campo de tensiones y
contradicciones fuertes entre la dependencia, los límites y las transacciones que
impone la pareja con su "peso constante", por un lado, y por el otro los sueños de
libertad y autonomía a ultranza que en escenarios de vida de pareja duradera se
ven ordinariamente recortados. Todo lo cual se resuelve en pactos de
transparencia y lealtad tan frágiles, que las tentaciones los hacen estremecer a
cada momento. La espléndida carne anda suelta por doquier y se exhibe en las
tabernas, centros comerciales, playas marinas y universidades, espacios por igual
convertidos en pasarelas para la exhibición de los cuerpos suculentos convertidos
en objeto de culto estético. De este modo, es casi imposible que los pactos de
transparencia y de lealtad perduren inamovibles.

El Yo unario, típico de la sobremodernidad contemporánea, por el contrario, no


busca en la sexualidad ocasión para generar vínculos estables, en cuanto se
construye y satisface con referencia dominante sólo a sí mismo y a su goce. No es
que el Otro haya desaparecido del todo, porque es imposible, sino que el Otro
debe ser lo más ajeno posible a la vida de cada quien, lo más pasajero y liviano, a
pesar de que ese Otro sea, precisamente, el espejo para el reflejo de su ropa de
marca, para su cuerpo convertido en objeto estético, para su narcisismo y
reconocimiento. El Otro debe seguir entonces ahí "delante mío", para garantizar
que cumpla su función de "espejo" del Yo narciso, pero al mismo tiempo lo más a
distancia a pesar de la inmediatez, de tal manera que no amenace con afectar mi
autonomía ensimismada, sino que por el contrario la acreciente y consolide. Se
trata de una paradoja cargada de ambivalencias: tan cerca y tan lejos, al mismo
tiempo.

En el "goce virtual" de nuestro tiempo, como parece, interviene un Yo agudamente


auto-referido, auto-erótico. Estamos en presencia del sujeto contemporáneo
enamorado de sí mismo, amurallado en su pellejo más que antes, que hace de su
cuerpo un objeto estético y que busca el placer en solitario mediante el severo
recorte del Otro, que pasa de este modo a quedar convertido en un espejismo
virtual capaz de producir "realidad psíquica", convertido en "ayuda audio-visual".
Cumplido el auto-placer, que no deja por esto de ser mutuo, agotada la excitación
compartida ante la pantalla, el destino del Otro consiste en desaparecer cuanto
antes sin dejar historia ni residuos. Es la ley. Esta es la ventaja que procura el
narciso ensimismado: utilizar al Otro como ayuda audio-visual para usarse a sí
mismo, bajo la garantía de que ese Otro no afectará su autonomía, no recortará
las plumas de sus alas libertarias. Y, si acaso surgen conatos de amor a partir de
este tipo de encuentro, de lo cual nadie está a salvo, vendrá el problema. Para
evitarlo, es preciso que ese Otro sea empujado al vacío absoluto, desaparecido a
voluntad. Ojalá cuanto antes, sin piedad, para evitar la amenaza del dolor de su
ausencia. El vacío del Otro ofrece innegables ventajas: garantiza autonomía,
independencia. Por el contrario, la ausencia del Otro produce "saudade",
añoranza, sufrimiento, dependencia. Por esta razón hablo de vacío del Otro y no
de su ausencia.

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No puede negarse que existen diversas y ricas opciones en lo virtual, puesto que
también hay quienes acuden a la invocación mágica del "chat" para buscar por
este medio el amor de sus vidas, en medio de la navegación por los espacios
inciertos. Mujeres, hombres solitarios que vienen del fracaso amoroso, que se
cuidan de volver a sufrir, presas del miedo o la vergüenza del cuerpo deteriorado
por la enfermedad o el paso de los años, que se sienten feos o en las garras de la
baja autoestima. Este tipo de clientes del "chat" no son "postmodernos",
ciertamente, sino gentes tradicionales que no se resignan a la soledad y que se
encuentran de antemano dispuestos a recortar su autonomía de tiempo y
movimiento, decididos a servir, a renunciar al despliegue de sus alas descoloridas.
El sexo virtual permite, también, la infidelidad inofensiva, el "justo a tiempo" para
las parejas cansadas, la excitación y el goce en soledad de viudos y separados de
ambos géneros. Hay de todo. Existen testimonios conmovedores de uniones
felices y duraderas de todo tipo de parejas, que se iniciaron mediante contactos
virtuales. Hay, pues, de todo en el menú y para todos los gustos, límites, sueños
dé autonomía y soledades.

La virtualidad es entonces tan vieja como el universo de los procesos de


representación imaginaria de lo real material. Silvana Mangano y Sofía Loren
fueron amadas por mi generación. Sobre sus fotografías nos dormimos
extenuados como si ellas fueran muñecas ciertas. Ambas y algunas otras fueron
amadas apasionadamente sin que lo llegaran siquiera a saber. No se necesitó
jamás que lo supieran. Mucho menos que se entregaran, que estuvieran ahí para
nosotros en su dulce carne y en sus adorables huesos materiales, para escuchar
su murmullo, conocer su sabor, enloquecernos con su olor a frambuesa y chanel.
Fueron nuestras todos los días que lo quisimos sin obtener jamás permiso para la
entrega de su enigmático Yo, que nunca se dio por enterado. Pero, cada vez que
lo fueron para luego desaparecer, no se precipitaron en el vacío sino en la
ausencia de su pérdida, respecto de un deseo revivido que al día siguiente las

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reclamaba con mayor ahínco y afán adolescentes. Las añorábamos y nos hacían
falta. íbamos al cine a verlas mover, a escucharlas gemir en brazos de otros
hombres del primer mundo, porque éramos apenas colegiales tercermundistas.
En ocasiones sus imágenes colgaban de los muros en calendarios. Y desde allí
nos coqueteaban, nos hacían calentar el corazón en medio del frío solitario de
nuestras vidas inexpertas. No exagero si digo que todavía las amamos. Hoy, los
muchachos abrazan a Natalia París, en el momento en que ella brota de las
solapas de sus cuadernos como un producto de consumo. La imaginación pone el
resto y el "chat" sexual arroja a Natalia París al congelador de la historia ante el
avance de la tecnología.

Los calendarios, las cartas de las novias y las fotografías del pasado instauraban a
un Otro que no estaba materialmente ahí. La tecnología los hizo pasar de moda,
para ofrecernos ahora un tipo de realidad aún más viva pero no menos vacía de
materia. En nuestro tiempo, la imaginación debía galopar más fuerte para poner
en movimiento aquellas imágenes quietas, mudas, sin resuello ni dulce queja.
Ahora, sólo basta ver y escuchar lo que ocurre en el vacío de una pantalla que
enseña, en acto presente, un cuerpo lejano que es y no es al mismo tiempo. Pero,
aún así, allende los cuadernos iluminados, los calendarios y las pantallas
calientes, los adolescentes y nosotros mismos estaremos esperando la visita de
los seres humanos de carne y hueso, por fortuna aún no desaparecidos.

Pero el "chat" se ha metido por la mitad, coexiste con otras formas de placer y se
impone como opción para la inmediatez del goce que huye de cualquier inversión
de tiempo y dinero en seducción, en continuidad del vínculo que deja residuos y
saudades. Se ofrece como una alternativa a la timidez, a la necesidad del "ya
mismo" y del frenesí del instante, al ahorro de la conquista, a la infidelidad
inofensiva de puro pensamiento, o incluso aupada por la pareja, a la curiosidad sin
límite acerca de lo íntimo insondable, que por provenir del deseo siempre renace,

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es legítimo y no tiene cura. La sexualidad virtual sirve para ponerse a salvo del
asedio de un Otro molesto, impertinente, que se apega y se pega como una lapa
al pellejo del libertario que huye de la dependencia emocional, porque el apego
amoroso es costoso y requiere importantes inversiones de tiempo y hasta cuotas
de sacrificio. La tecnología se empeña en enriquecer la posibilidad del encuentro
narciso autoreferido del sujeto unario o incluso binario, para garantizar su
autonomía y libertad a ultranza o para avivar el erotismo mustio de la pareja
cansada. Sirve para la infidelidad de quienes no se atreven a dar el paso en el
mundo real. Está permitiendo, también, la emergencia y la maduración del sujeto
solitario hiper-individualista, dominantemente auto-erótico. Un sujeto agobiado por
el trabajo y la velocidad, sin tiempo para amar aunque sí para el climax, y punto.

Veo por todas partes muchachos, sin embargo, que todavía le apuestan al
encuentro fuerte con el Otro. Es decir, al amor. Y asumen este problema que
significa el recorte de las autonomías y las libertades, como un costo necesario.
Negocian y transan los límites, las interferencias, las intromisiones. Y se hacen el
propósito de no sentir celos ni de fisgonear el buzón del teléfono celular. Mucho
menos el correo electrónico, en hermosos pactos de autonomía y respeto.
Aunque, de pronto, mucho más pronto de lo que uno imagina, se precipita la crisis.
El precio de la autonomía y de la libertad es el vacío, mucho más grave que la
soledad. Pero, a medida que se avanza en el fracaso y en las ocupaciones, sobre
todo en las culturas de los países centrales, el sujeto ya maduro no quiere saber
nada de la dependencia y recae en lo virtual en busca de socorro, de agarradero
audio-visual, para unas manos que clavan las uñas en lo que no está pero grita
que está en la lejanía de la pantalla que acude a su llamado. Y, cuando los
encuentros amorosos terminan por alguna razón siendo materiales, lo son por
corto tiempo, ojalá de manera ocasional y sin prometerse nada a cambio para
mañana. Todo ocurre como si ambos en la pareja se dijeran: "por hoy, préstame tu
cuerpo que yo te presto el mío". Se busca el "borrón" de los recuerdos, la
desaparición de los apegos. Así como en el sexo virtual se navega entre las

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sombras inciertas en manos del azar en busca de sensaciones, en el sexo
material también se navega entre los bares y avenidas en busca de algo que
suceda por azar, no se sabe bien cómo ni con quien, en busca de un romance de
instantes, un encuentro que arroje al Otro después de su uso al vacío deseado,
jamás a su ausencia, de la que todos se protegen. No se trata siquiera de arrojar
al Otro al basurero después de la experiencia vivida, porque a los basureros se
tiran las cosas que algún día importaron, que en algún momento de nuestras vidas
tuvieron sentido. Lo que se busca es el vacío, la ausencia de historia, el borrón de
la memoria donde ningún rostro pasado aparezca. Lo que se anhela entre las
sombras es la higiene del sufrimiento.

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