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APUNTES

En el pueblo judío toda enfermedad de la piel, incluida la lepra, era llamada castigo o “azote de
Dios” (Núm 12,98; Dt 28,35) y era considerada como “impureza”. La lepra era entendida como un
castigo recibido por el pecado cometido ya sea por el mismo leproso o por sus padres. Rechazado
por Dios el leproso debía también ser rechazado por la comunidad. La Ley sentenciaba que todo
leproso «llevará los vestidos rasgados y desgreñada la cabeza, se cubrirá hasta el bigote e irá
gritando: “¡Impuro, impuro!” Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará
solo; fuera del campamento tendrá su morada» (Lev 13,45-46).

En su marcha a Jerusalén el Señor se encuentra a diez leprosos en las afueras de un pueblo.


Estos leprosos, al ver a Jesús, en vez de gritar el prescrito “impuro, impuro”, le suplican a grandes
voces: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!». Sin duda, la fama del Señor ha llegado a
sus oídos. Han escuchado hablar de Él, de sus milagros, de sus curaciones. Se dirigen a Él como
“Maestro”, es decir, como a un hombre de Dios que guarda la Ley y la enseña, como un hombre
justo, venido de Dios. Al verlo venir, brilla en estos diez leprosos la esperanza de poder también
ellos encontrar la salud, de verse liberados de este “castigo divino”, de verse purificados de sus
pecados y de ser nuevamente acogidos en la comunidad.

Como respuesta a su súplica el Señor les dice: «Vayan y preséntense a los sacerdotes». Los
sacerdotes, que tenían la función de examinar las enfermedades de la piel y declarar “impuro” al
leproso (ver Lev 13,9ss), también debían declararlo “puro” en caso de curarse y autorizar su
reintegración a la comunidad.

Confiando en el Señor se pusieron en marcha. Esperaban ser curados y poder presentarse


“limpios” ante los sacerdotes. En algún punto del camino «quedaron limpios», es decir, curados no
sólo de la lepra sino también purificados de sus pecados. Uno de ellos, al verse curado, de
inmediato «se volvió alabando a Dios a grandes gritos». Los otros nueve debieron presentarse ante
los sacerdotes según la indicación del Señor Jesús y según lo establecía la Ley.

El que volvió para presentarse ante el Señor y no ante los sacerdotes era un “extranjero”, un
samaritano. Podemos suponer que los nueve restantes eran judíos. A pesar del odio que dividía a
judíos y samaritanos, la desgracia común los había unido. La solidaridad había brotado en medio
del dolor compartido.

Podemos preguntarnos: ¿Por qué parece reprochar el Señor a los que no vuelven, si Él mismo les
había mandado presentarse ante los sacerdotes? ¿No estaban obedeciéndole acaso? ¿No podrían
sentirse obligados por las mismas instrucciones del Señor? ¿Por qué habrían de volver a Él para
dar gloria a Dios?

Podemos ensayar una respuesta: en los Evangelios los milagros del Señor Jesús son siempre
signos o manifestaciones de su origen divino. El milagro obrado por Cristo revela e invita a
reconocer que Él es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, Dios mismo que se ha hecho hombre para
salvar a su pueblo de sus pecados (ver Mt 1,21). En un primer momento los diez leprosos ven a
Jesús como un Maestro, como un hombre santo. Tienen fe en Él y por eso obedecen a su
mandato, hacen lo que Él les dice. Mas al verse milagrosamente curados, sólo uno se deja inundar
por la experiencia sobrenatural, se abre al signo que lo lleva a reconocer en el Señor al Salvador
del mundo. El samaritano reconoce la divinidad de Cristo, y por eso regresa para darle gracias
como Dios que es, y se presenta ante quien es el Sumo Sacerdote por excelencia. Sólo a este
samaritano, que lleno de gratitud se postra ante Él en gesto de adoración, le dice el Señor: «tu fe te
ha salvado». La fe en el Señor Jesús no sólo es causa de su curación física, sino también de una
curación más profunda: la del perdón de sus pecados, la de la reconciliación con Dios. Aquel
samaritano creyó que la salvación venía por el Señor Jesús (ver 2ª. lectura).

La ingratitud de los otros nueve consistiría en que, siendo judíos, miembros del pueblo elegido que
esperaba al Mesías, a pesar de este signo no reconocen al Señor como aquel que les ha venido a
traer no sólo la salud física, sino también la liberación del pecado y la muerte, la salvación y
reconciliación con Dios.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

El soberbio y autosuficiente piensa que todo lo que es y tiene le es debido, que lo tiene por derecho
propio, porque él se lo ha ganado y porque se lo merece. Se muestra arrogante y altanero con
todos, desprecia a los demás, no sabe dar gracias, pues piensa que a nadie tiene de qué
agradecer. El humilde, en cambio, sabe que todo lo que es y tiene, por más que haya trabajado
mucho por obtenerlo, es en última instancia un don recibido de Dios. Por ello, es siempre
agradecido y sabe hacer de su vida un gesto de constante gratitud para con el Señor y para con los
hermanos humanos. Sin el don de la vida humana, ¿qué podría tener, qué podría alcanzar, a qué
podría aspirar?

¿Soy yo agradecido con Dios? Si reconozco que mi existencia es un extraordinario don que brota
del amor de Dios, que por ese amor me ha llamado del no ser a participar de la vida humana e
incluso de la misma vida divina; si tomo conciencia de lo que significa que Cristo, ¡Dios mismo que
por mí se ha hecho hombre!, me haya amado hasta el extremo de entregar Su vida por mí en la
Cruz (Ver Jn 13,1) para curarme de la “lepra” de mi pecado, para reconciliarme y hacer de mí una
nueva criatura capaz de participar nuevamente en la comunión divina del Amor, ¿cómo no volver
agradecido al Señor, una y otra vez? ¿Quién ha hecho tanto por mí?

Ante todo lo que Dios ha hecho por mí, no puedo sino preguntarme con el salmista: «¿Cómo
pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?» (Sal 115,12). La respuesta de una persona
agradecida no puede ser otra que la que da aquel mismo salmista: «Cumpliré mis votos al Señor,
con acción de gracias. Proclamaré sus maravillas ante la gran asamblea» (Sal 115,14).

Cómo darle gracias al Señor? Con actos concretos de acción de gracias. Son importantes en
nuestra vida cristiana las continuas oraciones de gratitud a Dios, que se elevan espontáneamente
desde el corazón: al despertar, por el don de la vida y el nuevo día que el Señor nos concede; al
tomar los alimentos; al recibir algún beneficio; por el fruto de algún trabajo o apostolado; por la
salud; por tus padres o por tus hijos, que son un don de Dios; al terminar el día, por todas las
bendiciones recibidas a lo largo del día. Quizá más difícil es darle gracias también por las pruebas
y sufrimientos por los que uno pueda estar pasando, pues son ocasión para abrazarse a la Cruz
del Señor, son fuente de innumerables bendiciones para quien implorando la fuerza del Señor sabe
sobrellevarlas con paciencia y confianza en Dios. En fin, como recomienda San Pablo, «recitad
entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al
Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor
Jesucristo» (Ef 5,19-20)

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