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El Mensaje de la Cruz

Por Charles Stanley

La cruz simboliza más que su amor: también representa su sabiduría al diseñar un


plan para mantener su santidad y justicia perfecta.

Leer | 1 Corintios 1.17-25

Los incrédulos no pueden entender por qué la cruz es un símbolo del amor de Dios. ¿Cómo
pudo el amor llevar al Padre a sacrificar a su Hijo? Por eso, muchos deciden ignorar tal
“desatino”. En su lugar, esperar entrar al cielo por su buen carácter y sus nobles acciones.
Pero, según la Biblia, esa creencia es, en realidad, poco sensata (Is 64.6). La popularidad de
un “evangelio de buenas obras” revela que la iglesia necesita hablar con más firmeza al dar
al mundo su mensaje de la verdad.

Tenemos que predicar la justicia divina junto con el amor divino. Dios ama ciertamente al
mundo, pero no puede ignorar el pecado de la humanidad (Jn 3.16). Él es justo, lo que
significa que es perfecto. En su pura presencia no puede haber ninguna mancha de pecado.
Una persona no puede llegar a las puertas del cielo arrastrando el bagaje de toda una vida
de pecado, y exigir ser recibido. Dios no justifica el pecado, pero provee la manera de
encargarse del mismo.

El Señor tiene un plan para hacer justo al pecador, que incluye tres hechos fundamentales.
Primero: todos hemos pecado y estamos destituidos de la gloria de Dios (Ro 3.23). Luego,
el alma que pecare morirá (Ez 18.20; Ro 6.23). Por último, la deuda de la persona es
pagada por un sacrificio perfecto ofrecido a su favor (Jn 1.29). Dios satisfizo su propia
justicia al poner nuestro pecado sobre Jesús, y permitiendo que Él muriera en nuestro lugar.

Tratamos muchas veces de simplificar el carácter de Dios, pero la verdad es que todos sus
atributos hacen de Él, el Padre perfecto. La cruz simboliza más que su amor: también
representa su sabiduría al diseñar un plan para mantener su santidad y justicia perfecta.

El poder de la Cruz

Leer | Marcos 15.26-32


Algunas personas se burlaron de Jesús cuando estaba en la cruz, diciendo: el Hijo de Dios
debería poder salvarse a sí mismo. Esos hombres y mujeres pensaron que la muerte de
Cristo era una evidencia de debilidad. Sin embargo, fue todo lo contrario. El poder del
Señor era tan grande, que Jesús murió con todo el pecado del mundo sobre sus hombros, y
resucitó tres días después. Además, cualquiera que crea en Él no tiene que pagar su pena de
muerte, porque el inmenso poder de Dios hace libre a los cautivos.

Aprecio mucho la carta que recibí de un ex adicto referente al poder de Dios en su vida.
Una noche, poco antes de que la droga lo dejara inconsciente, oyó a través de una ventana
abierta una sola frase de un predicador radial: “No importa quién sea usted, Dios le ama y
se preocupa por usted”. Semanas después, mientras buscaba un programa en su radio, el
hombre oyó una voz familiar. Intrigado, escuchó toda la transmisión de En Contacto. Lo
que sucedió, en breve, fue que entendió el mensaje, recibió a Cristo, limpió su vida y se
reconcilió con su familia.

El poder de la cruz transforma las vidas. Dios utilizó una frase en medio del ofuscamiento
mental producido por la droga, para preparar el corazón de un hombre. Luego, una vez que
el Señor captó su atención, ¡sacó a esa persona del profundo pozo de la desesperación!

Las fuerzas humanas son insuficientes para hacernos libres del pecado. La verdad es que
todos necesitamos un Salvador. Jesucristo se humilló a sí mismo para morir en nuestro
lugar, lo cual no fue una demostración de debilidad. Por el contrario, llevó a cabo el
sacrificio más grande que podía, y lo hizo por usted y por mí (Jn 15.13).

Promesas del Domingo de Resurrección

Leer | 1 Corintios 15.50-57


El Domingo de Resurrección es un día de promesas cumplidas, y de promesas por
cumplirse. Una de ellas, es que los creyentes, al igual que el Salvador, experimentarán la
resurrección física (Jn 5.25). El triunfo de Cristo sobre la tumba hace posible nuestra
victoria sobre la muerte.

Cuando el Señor regrese, los muertos en Cristo oirán su voz y saldrán de sus tumbas. Toda
alma que haya sido liberada de su “cubierta” mortal al entrar al cielo, morará ahora en un
cuerpo inmortal. Luego, los creyentes que estén todavía viviendo en sus “tabernáculos
terrestres” serán transformados (2 Co 5.1). Con estos vasos hechos a la medida, los hijos de
Dios estarán perfectamente adecuados para reflejar su gloria.

Cuando predico sobre este tema, mucha gente me pregunta: “¿Cómo nos veremos?” Para
responder esto, pensemos en el encuentro que tuvo Jesucristo con sus discípulos junto a la
playa, después de la resurrección (Jn 21.1-14). Juan, que fue testigo de esto, dijo que los
siete hombres no reconocieron a Jesús de inmediato. Sólo después de conversar con él
durante unos minutos, se dieron cuenta de que era su Señor. Aunque parecía reconocible,
también estaba sorprendentemente transformado, estaba glorificado.

También los creyentes tendrán cuerpos glorificados y perfectos (1 Co 15.42, 43). No


estaremos limitados por el tiempo, el espacio o la materia. Por tanto, nada podrá impedirnos
servir a Dios con nuestras mejores capacidades.

Estudiar la resurrección física de los santos puede producir muchas preguntas. Pero
sabemos con toda seguridad que no importa cómo seamos nosotros, o cómo sean el nuevo
cielo y la nueva tierra, estaremos satisfechos.

Celebrar la Resurrección

Leer | Lucas 24.1-9

La historia del Domingo de Resurrección es un mensaje de esperanza. Pero muchas


personas sólo celebran esta fiesta con bombones de chocolate y con el juego de los huevos
decorados, porque no conocen su propósito real. El evangelio es la preciosa noticia que
Jesús pidió a sus seguidores que divulgaran por todas las naciones (Mt 28.19). Él espera
que cada uno de nosotros esté preparado para responder a quienes sientan curiosidad por la
esperanza que hay en nosotros (1 P 3.15).

El cristianismo no tiene comparación. Otras religiones y doctrinas tienen la filosofía del


“hacer” algo. En otras palabras, para alcanzar la vida terna, los seguidores tienen que seguir
las instrucciones de los líderes, obedecer ciertas reglas y dar el dinero que se les pida. La
vida cristiana también incluye las buenas obras, obedecer unos mandamientos y diezmar.
Pero estas actividades son el resultado de servir a Cristo, no un método para ganar el cielo.
En vez de poner nuestra esperanza en la ambición humana, reconocemos a Jesús como el
único camino hacia Dios Padre.

El propósito fundamental de la venida de Jesús, fue morir por los pecados de la humanidad. De
haberse Él quedado en la tumba, todo el mundo tendría que pagar su deuda. Pero Jesús venció la
tumba, lo que significa que sus seguidores pueden hacer lo mismo. Quienes creen en Él, son librados
del castigo de la muerte eterna e invitados a pasar la eternidad con Dios.

¿Qué está usted haciendo con el maravilloso mensaje del amor de Dios? La comisión de “id, y haced
discípulos” tiene que ser parte integral de la vida de todo creyente. Debemos dar a conocer a Jesús en
el trabajo y entre los amigos. Es decir, debemos celebrar la Resurrección cada día.
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Celo por las almas

     

       

Guillermo Urbizu
18 noviembre 2010
 

Miro en un viejo diccionario de la Real Academia Española de la Lengua de 1927.


Celo: “Impulso íntimo que promueve las buenas obras. / Amor extremado y eficaz a
la gloria de Dios y al bien de las almas”. Y ya puesto me entra la curiosidad. ¿Qué
dirá sobre el alma este añejo y sabio diccionario? Pues la define así: “Substancia
espiritual e inmortal que informa al cuerpo humano, y con él constituye la esencia
del hombre”. Estupendo, claro como el agua. Aunque me entretengo en leer el
significado de otras palabras que están por allí. Me gusta pronunciarlas en voz alta.
Por ejemplo aljuma, o aljerife, o alirrojo, o alípede. Y vuelvo luego al alma, a la
palabra, y leo hasta el final sus distintas acepciones y expresiones. Me encanta la de
“alma de cántaro”, que es la persona que no anda muy sobrada de discreción y
sensibilidad. Y justo al final me encuentro con una perla, para mí todo un
descubrimiento. Fíjense que maravilla de expresión: Paseársele a uno el alma por el
cuerpo. No me digan que no tiene mucho de lírico y no poco de filosófico, aunque
según el diccionario se refiere a ser calmoso e indolente. Mi forma de verlo es
distinta. Esa expresión para mí indica la inquietud, el anhelo que de cuando en
cuando siente uno por Dios. Y yo les digo que, desde este punto de vista, a mí se me
pasea bastante el alma por el cuerpo. El alma siente un hormigueo, una agitación.
Uno no se puede conformar con tan poco, lo que sea. Esa substancia espiritual que
todos los seres humanos poseemos siente que le falta algo, que la felicidad no es esa
barahúnda que suele ocuparnos, ni aparece por arte de birlibirloque. Hay algo más.
Hay mucho más.

Pero la cuestión es que yo quería escribir sobre una de las propiedades que deben
distinguir a todo cristiano: el celo por las almas. Siento que las palabras se me hayan
desbocado no poco. ¿Qué es eso del celo por las almas? Lo dice bien el diccionario:
amor extremado y eficaz. Un amor que una vez acrisolado en la intimidad de Dios,
en la oración y en la gracia, en esa vida interior que se afana por identificarse cada
vez más con la voluntad divina, necesita hacerlo partícipe a los demás. Lo necesita.
No puede dejar de hablar de ello. Sin resultar cargante, por supuesto. O
decididamente insoportable. Todo lo contrario. Esa necesidad de hacer al prójimo
partícipe de esa felicidad apabullante que es Dios mismo es algo natural, y la
confidencia brota en la calle o en el bar o en la familia. Y es personal. Uno no quiere
ser ejemplo de nada, ni quiere epatar al amigo. El celo por las almas nace del ímpetu
que es el amor de Dios. Según pasa el tiempo ese apostolado -la Iglesia es
apostólica- cuesta menos. Por la sencilla razón de que cada día que pasa el cristiano
está más enamorado de Cristo. O debería. Y si cuesta es que andamos flojos o tibios
o desamorados; quizá más pendientes de otras cosas, o pendientes de esas cosas
pero sin ofrecérselas a Dios, sin referirlas a Él.

El celo por las almas, el apostolado, sólo es posible cuando en nuestro corazón el
celo por Dios es lo primero y ocupa toda nuestra vida. Entonces es cuando durante
la conversación con un amigo o con un hermano o con el taxista, el alma se nos va
por la boca y se nos nota. Es muy difícil callarnos ese Amor. No se trata de oratoria,
o de una estudiada retórica. No se trata de una programación exhaustiva o de un
exultante complejo de superioridad. Se trata de hombres y mujeres enamorados del
amor de Dios. Se trata de cristianos con el alma encelada por Dios. Se trata de
personas normales en cuyo corazón late un gozo que se asoma por los ojos, y que
resulta atractivo. Un cristiano que de verdad quiera a sus amigos, a sus compañeros
de trabajo, de pádel, etc.; un cristiano que se llame cristiano y rece y vaya a misa y
organice y haga con su familia; digo que un cristiano así si no habla de Dios a todos
esos prójimos es que algo pasa. ¿Vergüenza? ¿Timidez? ¿Qué qué les dices? ¿Y
todavía lo tienes que pensar? Cuéntales tu experiencia de vida, saca a relucir tu
alma, esa alegría para la que no encuentras explicación si no es en el amor de Dios.
Diles la verdad, diles que eras una birria y un completo desastre hasta que el Señor
pasó a tu lado y te miró. Y tú te levantaste y le seguiste, y que poco a poco has
aprendido a querer, a comprender a todos. Eso es tener celo por las almas: saber
querer. Quererlas tal y como son y pedir por ellas y ser amigos leales.

Dios quema. El amor de Dios, si nos dejamos llevar por su ternura y su aventura de
Luz, nos va transformando y transmitiendo un fuego que nos consume e impele a
ser apóstoles Suyos. Con desenvoltura y gallardía, con el orgullo de ser hijos de Dios
y la humildad de ser frágiles criaturas.
Domingo «sacerdote santísimo de Dios»
Con la expresión «sacerdote santísimo de Dios» comienza el beato
Jordán de Sajonia la oración que compuso a Santo Domingo. Oración en
la que manifiesta el amor y el conocimiento de la persona y santidad de
su padre y maestro.

El sacerdocio es el eje y el centro en torno al cual gira toda la vida de


Domingo; es la gran vocación de su vida. Confiere a Domingo el don
más excelso y maravilloso, el don por excelencia, «la más divina de las
obras divinas que es la salvación de las almas» (Dionisio). Es decir, la
sed de la salvación de los hombres, el deseo y el celo por llevar a los
hombres a Cristo. Éste fue el anhelo ferviente de su alma y de toda su
vida.

Desde niño orientó su vida al sacerdocio de manera suave y como algo


natural en él, sin ninguna violencia. Sus padres le enviaron con su tío
arcipreste a Gumiel de Izán; después realizó sus estudios de arte y
teología en Palencia; luego hizo su profesión religiosa en el cabildo de
canónigos regulares de Osma y fue ordenado sacerdote de Jesucristo
para toda su vida.

Por su ordenación fue constituido ministro de Dios y dispensador de los


tesoros divinos (1Co 4, 1). Tesoros que Domingo va a dar con
abundancia y que le fueron otorgados en la ordenación sacerdotal: La
Palabra de Dios, que Domingo comunica con abundancia, como otro
Verbo en su predicación, en todos los lugares, incansablemente. Y la
donación del «Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía». Se hizo
dispensador de los misterios de Dios a los hombres. Colaboró
apasionadamente en la salvación de las almas, la más divina de las
obras. Esta será su obra, su quehacer, su dedicación, su entrega, su
vida. Y cuando funde su Orden de Predicadores, ésta será su finalidad.
Así lo expresa el prólogo de las primeras constituciones: «nuestra orden
desde el principio fue instituida especialmente para la salvación de las
almas y que con todo esmero nuestro empeño debe dirigirse
principalmente y con todo ardor a que podamos ser útiles a las almas de
los prójimos»(Const. Primitivas, Prólogo).
El verdadero celo es un efecto del amor
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua define el celo como
el «impulso íntimo que promueve las buenas obras», y también como
el «amor extremado y eficaz a la gloria de Dios y al bien de las
almas». Por su parte, el Diccionario de Autoridades lo define como «el
cuidado y vigilante empeño de la observancia de las leyes y
cumplimiento de las obligaciones en común o en particular». Y añade lo
siguiente: «Se toma también por el afectuoso y vigilante cuidado de la
gloria de Dios o de las almas, y se extiende al del aumento y bien de
otras cosas o personas». Así pues, todo ello nos lleva a concluir que el
celo es «esencialmente la tristeza suscitada en el alma que ama por lo
que se opone al amor».

El celo sigue al amor. El amor es la esencia del celo. Salta a la vista con
poco que nos fijemos en las definiciones que hemos expuesto. Ahora
bien, hay una doble clase de amor: el amor que llamamos
de concupiscencia, por el que el alma siente tristeza porque se opone a
la consecución, posesión o fruición o gozo de su propio bien. Este celo
no es otro que el de la envidia; el otro amor es el de benevolencia. En
éste el que ama se entristece no por lo que se opone al propio bien, sino
por lo que se opone al bien del que se ama, al bien del amigo (S.T, II-II
28, 4).

El celo no es otra cosa que el efecto del amor. Y, por tanto, todo amor
produce o engendra celo. Y puesto que el efecto es proporcionado a la
causa que lo produce, se sigue que el celo tiene una exacta
correspondencia con su causa. Y como nace del amor, enriquece al
mismo amor, tanto si queda escondido en la vida interior, como si se
proyecta en la vida del apostolado.

Ahora bien, la vida cristiana no es otra cosa que amor de benevolencia


del hombre para con Dios y su prójimo. De ahí que la caridad nos
conduce a amar a Dios sobre todas las cosas y, por tanto, a desear,
buscar, y procurar su gloria y, al mismo tiempo, a buscar el bien de las
almas, es decir, la eterna salvación de los hombres. Así, pues, el objeto
del celo cristiano es todo lo que se opone al honor de Dios y la salvación
eterna del prójimo.

Como hemos dicho, el celo es proporcionado al amor; pero no sólo en


cuanto a su naturaleza, sino también en cuando a la intensidad. Vemos
que en sí misma la palabra celo nos está indicando su misma intensidad
en el amor, por lo que podemos concluir que si definimos el celo definido
por su causa, no es más que amor ferviente, intenso, apasionado. El
celo es al amor, lo que el calor es a la llama. Así, cuanto más amor hay,
tanto más ardiente y vivo es el celo. El profeta Elías ardía en celo de
Dios, por eso exclamaba: «He sentido vivo celo de Yavé, Dios
Sebaot» (1R 19, 14). Y es que el amor pertenece tanto al bien que se
desea y se quiere conseguir, como a impedir la consecución del odio y
del mal.

Es claro que la caridad es una cualidad espiritual y sobrenatural. Al celo


le basta y le sobra con la caridad y amor verdadero. De manera que
podemos decir que donde está la caridad verdadera no le falta nada al
celo. Igual que donde hay un gran fuego ardiendo nada necesita ya para
que se produzca un gran calor. De donde se sigue que cuanto más
encendido sea el celo, tanto más pura es la llama del amor. Con lo cual
el celo es más valioso y meritorio si no se inspira y sostiene en
realidades sensibles.

El celo surge cuando se dan estas dos realidades que le son totalmente
necesarias: «El amor a Dios que es el Amor, y saber que el Amor no es
amado». Ahora bien, estas dos premisas no se pueden separar, son
complementarias, no se dan la una sin la otra. Y esto sencillamente
porque los motivos por los que se enciende el amor, son los motivos del
celo, y se convierte en tristeza cuando contempla que el Amor no es
amado.

El amor de Domingo al Amor suscita su celo


Dios merece ser amado infinitamente sobre todas las cosas. Domingo se
entrega totalmente a amar al Amor. Por ese amor abandona todo:
padres, hermanos, familia, posición social. Escoge la vocación sacerdotal
para poder servirle total y plenamente. Por ese mismo amor se entrega
con toda su pasión a llevar a las almas a Cristo. Por la salvación de las
almas se consume y desgasta su vida. Guillermo Peyronnet, decía
que «el bienaventurado Domingo tenía una sed ardentísima de la
salvación de las almas; era amante en grado sumo de las almas y
ferviente en la predicación». Por la gloria de Dios y la salvación de los
hombres se sacrificaba hasta el extremo, sufría humillaciones de su
enemigos, castigaba su cuerpo, lloraba por los pecadores, buscaba a los
que se han alejado de la Iglesia para llevarlos a su redil, oraba
incansablemente para encontrarse con Dios y para darse al prójimo. De
él se dice que dedicaba «la noche para Dios, el día para el
prójimo». Domingo está abrasado de amor a Dios, de la caridad de
Cristo. Todo lo había aprendido en el libro de la caridad. Cuando un
estudiante, asombrado por su predicación, le preguntó en qué libros
estudiaba, Domingo le respondió diciendo: «Hijo, estudio más que en
ningún otro, en el libro de la caridad, porque éste lo enseña todo».

Domingo siente tristeza y compunción porque Dios, que es el Amor, no


es amado. El Amor es ultrajado, ofendido y despreciado. Domingo ama
al Amor. Por los que no aman al Amor, ora, sufre, se entrega a
interminables vigilias y castiga su cuerpo, flagelándose cada día: «una
por sí mismo, otra por los pecadores, otra por los condenados en el
infierno». Del amor profundo al Amor brota el deseo, la sed, el celo por
las almas. Quiere llevar a todos a Cristo. «Celoso de toda alma perdida y
apasionado por todo lo divino, a menudo pasa las noches en
oración» (Ferrando, Narración de Santo Domingo, nº 1). Quiere que
nadie se condene. Así, desde lo más hondo de su corazón suplica a Dios
constantemente para que le infunda la verdadera caridad que le lleve a
darse y entregarse al bien y a la salvación de todos. «Hacía
frecuentemente una súplica especial: que se dignara concederle la
verdadera y eficaz caridad, para cuidar con interés y velar por la
salvación de los hombres. Pensaba que sólo comenzaría a ser de verdad
miembro de Cristo, cuando pusiera todo su empeño en desgastarse para
ganar almas» (Beato Jordán, Orígenes de la Orden, nº 13).

La ordenación sacerdotal le había conferido la misión sagrada de llevar


las almas a Cristo, de colaborar en la salvación de los hombres. Se
sentía apóstol de Cristo, miembro de su Iglesia, y quería gastarse y
desgastarse para cumplir la misión y la vocación a la que había sido
llamado. Domingo ama al Amor y con ese mismo amor ama a los
hombres que son amados de Dios y son hijos suyos.

Domingo arde en celo por la salvación de las


almas
Domingo ama ardientemente a Dios y a su Hijo Jesucristo con todo su
corazón, con toda su alma, con toda su fuerza. Ama lo que Dios ama y
busca lo que Dios busca. Quiere lo que Dios quiere y la voluntad de Dios
es su voluntad. El querer de Dios es «que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad». Para eso envió a su Hijo amado.
Y puesto que esa es la voluntad de Dios, esa es también la voluntad y el
querer de Domingo.

Del amor total a Dios y de su querer brota en Domingo la sed, el ansia,


el anhelo y el celo por la salvación de las almas. Su celo no es otro que
el bien de las almas. «Tenía los celos de los demás, los celos de
Cristo» (Beato Jordán); los celos del apóstol Pablo deshaciéndose y
desviviéndose por sus comunidades y desgastándose para llevar a los
gentiles la salvación de Jesucristo. Domingo lo hace sin ningún interés
propio, sólo llevado por el deseo ardiente de servir a Dios y a su Hijo,
llevando a los hombres a la salvación traída por Cristo. Domingo quiere
ganar cuantas más almas mejor y hace todo cuanto puede para
conseguirlo. Bellamente dice San Gregorio Magno: «El que en esta vida
busca todavía las cosas propias, aún no ha llegado a la viña del Señor.
Pues sólo trabajan para el Señor los que no buscan su propia utilidad
sino la de su amor, que sirven con el celo de la caridad y el deseo de
adelantar en la virtud, que procuran ganar almas para Dios y hacen
cuanto está de su parte para llevar a otros consigo a la viña» (Hom. 19,
sobre los Evangelios). Todo un programa de vida que Domingo puso en
práctica.

Domingo no vive aislado de los hombres. No es un solitario. Vive y


participa de su vida y de las realidades cotidianas. Sabe de sus
angustias y necesidades como de sus bonanzas y alegrías. Conoce sus
necesidades materiales y espirituales. Las dos son importantes y trata
de remediarlas cuanto puede. Una en particular, sin embargo, es más
urgente y necesaria: la que atañe a su salvación.

¡La salvación de los hombres! Ésta es la experiencia de Domingo en su


propia patria donde abundan judíos y musulmanes; ésta es la que capta
en sus viajes por tierras de Europa donde naciones enteras no conocen
a Cristo. Lo comprueba en tantos corazones endurecidos. Y lo
experimenta en su paso por las tierras del sur de Francia, el Langedoc.
Todo ello le lleva a sentir la urgencia de su entrega y dedicación plena
para servir a Cristo, a su Iglesia y a los hombres sus hermanos.

Domingo conoció la herejía cátara y albigense cuando entró en contacto


por primera vez con los habitantes de este país, y se conmovió en lo
más profundo de su ser, y se llenó de compasión por las almas que se
pierden. El beato Jordán de Sajonia expresa este hecho con las
siguientes palabras: «Cuando advirtió que los habitantes de aquel país
habían caído en la herejía, se llenó de gran compasión su pecho
misericordioso, considerando las innumerables almas que vivían
miserablemente engañadas» (nº 26). Este impacto hizo nacer en
Domingo el deseo ardiente de quedarse con ellos y entre ellos, y tratar
de sacar a aquellas almas de la herejía y llevarlas al redil de Cristo y su
Iglesia. Sintió arder su corazón en amor hacia ellas, y decidió
consagrarse y entregarse totalmente a la tarea de su salvación. Éste fue
el objeto principal de su vida y de su vocación: la salvación de las
almas. No es extraño, pues, que todos los que le conocieron y fueron
testigos de su apostolado resalten su sed y celo, su entrega total al bien
de las almas. El beato Jordán lo expresa de esta manera: «Se
consagraba con todas sus fuerzas y ardiente celo a conquistar para
Cristo el mayor número de almas, todas las que podía y en su corazón
tenía una ambición sorprendente, casi increíble de la salvación de los
hombres» (nº 25). Nadie puede expresar mejor los sentimientos de
Domingo. ¡Ambición sorprendente! ¡Casi increíble! ¡Cómo siente
Domingo el bien de la salvación de las almas! No se quedó indiferente
ante nada de lo que ocurría a su alrededor. Domingo tiene un corazón
generoso y compasivo y quiere corresponder a la vocación recibida de
Dios. Sólo para eso había abrazado la vocación sacerdotal: para ayudar
a los hombres con la gracia de Dios a retornar al redil de Cristo y de su
Iglesia.

¡Salvar las almas! Ésta será la obsesión de Domingo durante toda su


vida. Nos lo repiten una y otra vez los que conocieron o compartieron su
vida y su apostolado. No podía ser de otro modo. En el proceso de su
canonización de Tolosa Guillermo Peyronnet, abad de San Pablo de
Narbona, declaró que «Domingo tenía una sed ardentísima de la
salvación de las almas; era amante en grado sumo de la salvación de las
almas» (nº 18). ¡Qué bien conocía a Domingo y su vocación a la que se
entregaba con ardor! Y Poncio, abad cisterciense de Boulbonne dice
que «sabe que fue celoso de la salvación de las almas» (nº 3). Y lo
corrobora Bernardo de Baulhanis, diciendo «que el bienaventurado
Domingo era celoso de la salvación de las almas, ferviente en la plegaria
y la predicación» (nº 13). Lo mismo declaran otros. Pero no podían
faltar los testimonios de sus hijos en el proceso de Bolonia. Sin querer
transcribir todos, sí queremos indicar alguno. Así, Fr. Ventura de Verona
atestigua «que era tan grande el celo por la salvación de las almas, que
hacía llegar su caridad y compasión no sólo a los frailes, sino también a
los infieles y a los condenados en el infierno, llorando mucho por ellos».
Y Fr. Frugerio Pennesse certifica «que era celoso de la salvación de las
almas». Por su parte, Pablo de Venecia dice que «anhelaba mucho la
salvación de las almas, tanto de los fieles como de los infieles». La
salvación de las almas y su celo por ellas era su dedicación plena. Pero
primero Domingo «habla con Dios» para después «hablar de Dios».

Domingo se entregó a Dios totalmente. No se pertenecía a sí mismo, era


de Dios. San Juan de la Cruz dirá: «El corazón del que ama ya no es
suyo, es del Amado» (Cántico Espiritual 9, 2). Y cuando habla de Dios,
no puede dejar de hablar de lo que es el querer de Dios: la salvación de
los hombres. Por eso, cuando va de camino con sus compañeros su
conversación es la salvación de las almas. Así lo manifestó Fr. Rodolfo,
diciendo «que en casa y de viaje quería siempre hablar de Dios o de la
salvación de las almas. Dijo que sabía todo lo predicho porque trataba
con él de día y de noche, y le veía y escuchaba hacer o decir lo
predicho». ¡Cómo no hablar de lo que llevaba en su corazón! ¡Cómo no
comunicar el tesoro que escondía en su alma! De la abundancia del
corazón hablaba su boca. Y ese era su tesoro: Dios y los hombres.

Sus hijas, las mojas dominicas, sabían mucho de la entrega y pasión de


su santo padre a la salvación de las almas. Lo sabían por su propia
experiencia. Domingo instruye a sus hijas, las orienta y está atento a
sus necesidades, materiales y espirituales. Ellas conocían su
preocupación y desvelos por el prójimo. La beata Sor Cecilia dice de él
que «era costumbre de este Padre venerable dedicar todo el día a ganar
almas, sea por medio de la predicación, o entregándose al ejercicio de
otras obras de caridad». Todo el día dedica Domingo a ganar almas.
¡Increíble!

Domingo vivió plenamente lo que siglos más tarde nos recordará el


concilio Vaticano II cuando dice: «La misión de la Iglesia tiene como fin
la salvación de los hombres. Por tanto el apostolado de la Iglesia y de
todos sus miembros se ordena en primer lugar a manifestar al mundo
con palabras y obras el mensaje de Cristo y a comunicar su gracia». San
Ignacio de Antioquía decía que: «Un cristiano no es dueño de sí mismo,
sino que está entregado al servicio de Dios» (Epístola a San Policarpo).
Y así Domingo se entregaba totalmente al servicio de Dios: entregaba
toda su persona, su corazón, su voz, su palabra, sus manos y sus pies
con los que recorre los caminos en busca de las almas. Y por ellas ofrece
sus sacrificios, sus vigilias, sus disciplinas, sus desvelos y la oración
intensa ante Cristo crucificado. Y todo porque es un loco apasionado de
Cristo y de los hombres. San Gregorio Magno decía que «también puede
ocurrir que no tengan pan que dar de limosna; pero el que tenga
lengua, tiene algo más que dar, pues alimentar con el sustento de la
palabra el alma, que ha de vivir para siempre, es más que saciar con
pan terreno el estómago que ha de morir». Domingo preocupado de las
necesidades del hombre, tanto de su cuerpo como de su alma, trató de
remediarlas cuanto pudo: el cuerpo con pan material, el alma con pan
espiritual. Domingo llamado a la misión de anunciar la Buena Nueva por
la predicación dio con abundancia su palabra abrasadora. Y consciente
de la necesidad de la predicación se entrega a ella en todo su
apostolado. Su palabra fue para Domingo una herramienta poderosa
iluminada con la gracia de Cristo. Esa «urgencia de la predicación» que
sentía Domingo nos la transmite Fr. Ventura de Verona cuando dice que
era tan grande el celo por la salvación de las almas que deseaba ir a
predicar a tierras paganas. Domingo desgasta su vida en bien de las
almas, como Cristo, como los apóstoles. Así lo veía Guillermo de
Monferrato cuando atestigua que «era más celador del género humano
que otro cualquiera que hubiese visto». ¡Celador!, ¡qué palabra! Lo dice
todo.

El celo de Domingo por la salvación de los


alejados y pecadores
Domingo tiene y siente un amor especial por todos aquellos que se han
apartado de la vida de la gracia que un día recibieron, y que no viven ya
como hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, y pueden perderse,
pueden quedar excluidos del bien más grande que el hombre puede
tener: el encuentro con el Padre, la felicidad eterna. Porque Domingo
ama al prójimo en Dios, y no quiere que se pierdan, brota en su corazón
el celo que le lleva a amar y a hacer todo por ellos. ¡Qué no hará
Domingo para devolverlos a la vida divina!

De ese celo de Domingo, de esa sed y anhelo de salvación de los


pecadores nos han dejado sus testimonios tanto los testigos de Tolosa
como los de Bolonia. Son verdaderamente esclarecedores para
comprende lo que Domingo siente por ellos, hasta dónde puede llegar.
Así Poncio, Abad de Boulbona, declara que «los pecados de los demás le
atormentaban de tal manera que de él se podría decir lo que del
Apóstol: ¿quién desfallece que no desfallezca?». Asimismo Guillermo
Peyronnet nos habla del clamor de Domingo en la oración pidiendo y
llorando por los pecados del pueblo. Testifica con este estremecedor
relato: «que cuando estaba orando era tal su clamor, que se oía por
todas partes. Decía a gritos: Señor, ten misericordia de tu pueblo; ¿qué
será de los pecadores? Y así pasaba la noche insomne, llorando y
gimiendo por los pecados de los demás».

De esta manera, por el celo que le devora las entrañas, pasa las noches
enteras entregado a la oración, gimiendo y llorando por los pecados de
los hombres. Y, seguro con esa confianza que le daba el trato con Dios
en la oración, salía a su encuentro. Liberado como estaba por la pobreza
totalmente asumida, y con la mortificación y el sacrificio que le llena de
gozo y alegría, porque lo hace por Cristo, aborda con amor al prójimo. El
beato Jordán de Sajonia nos habla del don que el Señor había otorgado
a Domingo para interceder por los pecadores: «El Señor le había dado la
gracia especial de llorar por los pecadores, por los necesitados, por los
angustiados. Celoso de toda alma perdida y apasionado por todo lo
divino, a menudo pasaba las noches en oración. Mientras oraba
frecuentemente le hacia surgir la convulsión de su corazón, no pudiendo
contener su llanto que podía oírse desde lejos».

Dios sale al encuentro del hombre en su Hijo Jesús, y en Jesús nos


revela todo su amor y lo que es estar separado de Él por el pecado.
Domingo es un enamorado apasionado de Cristo. Cuando va de camino
con sus compañeros les dice que han de pensar en Jesús: «Caminad,
pensemos en nuestro Salvador» (Fr. Pablo de Venecia). Por Cristo se
enciende la llama de su celo. Domingo medita y contempla sus
misterios, su vida, su pasión y muerte, su resurrección y gloria. Y en su
alma amante, el dolor, la angustia que le consume, el desdén de los
pecados, levantan llamas ardentísimas de celo y sed de salvar sus
almas. Así puede escribir el beato Jordán a los Frailes de la Provincia de
Lombardía: «Fue constante en la oración, el primero en la compasión,
ferviente hasta las lágrimas, por causa de su Hijo, es decir, por el celo
que le devoraba por procurar el bien de las almas… se estimaba en
poco, era austero para consigo mismo: tenía los celos de los demás, los
celos de Cristo». En estas palabras tenemos un verdadero retrato del
alma de Domingo. La oración, la compasión, las lágrimas, el celo, el
deseo, la sed y anhelos por la salvación de las almas, su humildad y
austeridad. Todo ello por amor a Dios, a Cristo y a los hermanos.
Llevaba Domingo en su corazón el celo de Cristo para el bien de las
almas.

Cristo entregó su vida y derramó su sangre para la salvación de los


hombres. Su vida y su sangre son el rescate de nuestra salvación, el
precio de su amor. Ahora bien, «la gloria de Dios y la salvación de las
almas son una misma cosa». La gloria de Dios y la salvación de las
almas es la búsqueda continúa de Domingo. Es el único objetivo de su
vida. Jordán de Sajonia en la oración a santo Domingo dice: «Fue
inflamado por el celo de Dios y por el fuego que viene de lo alto, por tu
gran amor e intenso fervor de espíritu, te entregaste a ti mismo
enteramente… Tú que con tanto celo deseaste la salvación del género
humano».

El celo de Domingo por los herejes


Por los que se han apartado de la fe de la Iglesia siente Domingo un
amor y celo preferente. Siente Domingo vivamente la división de la
Iglesia de Cristo. Es la Iglesia del sur de Francia que Domingo
contempló y descubrió en su viaje a través de Europa hacia las Marcas:
una Iglesia dividida, hombres y mujeres que se separan de ella, la
herejía albigense y cátara incrustada, el desprecio hacia los católicos y
sus ministros. Domingo lo siente en sus entrañas. Él es un hombre de
iglesia. Es sacerdote de Cristo. Decide quedarse allí, desgastar su vida
en esa Iglesia necesitada, volcarse para llevar a Cristo a los que se han
apartado y separado de ella. Y para ello tiene que trabajar y entregar su
vida como lo hizo Cristo. El beato Jordán decía que Domingo «pensaba
que sólo comenzaría a ser de verdad miembro de Cristo, cuando pusiera
todo su empeño en desgastarse para ganar almas».

Con ese deseo ardiente de su corazón salió en busca de los


descarriados. Es el amor el que le impele acercarse a ellos. Es curioso
que los testigos emplean el verbo «buscar». En su celo por su salvación
Domingo los busca para atraerlos al redil de la Iglesia de Cristo. Ese es
el único motivo y el único interés. Y lo hace con verdadero amor y
respeto, convenciendo. Así los que declaran sobre todo en el proceso de
Tolosa nos han dejado lo que ellos vieron y vivieron del apostolado de
Domingo. Así testifica Poncio, abad de Boulbonne: «Buscó con empeño a
los herejes». Y Arnaldo de Grampagna atestigua «que Don Domingo no
daba descanso a los herejes y les refutaba tanto de palabra, como con
su vida ejemplar». Bernardo de Baulhanis declara que Domingo
era «celoso de la salvación de las almas, ferviente en la plegaria y en la
predicación, buscador diligente de los herejes». Y Guillermo Peyronnet
dice «que fue en busca de los herejes y se oponía a ellos cuanto podía
predicándoles y manteniendo controversias con ellos».

Domingo busca anhelante las almas; como Cristo, como Pablo. Su celo
por ellas le hace salir a su encuentro y buscar allá donde se hallen. A
Domingo no le faltaba el fuego del amor a Dios y a su Hijo. No se le
pueden aplicar las palabras de santa Teresa de Jesús que dirigía a
ciertos predicadores: «tienen mucho seso los que predican. No están sin
él, con el gran fuego de amor de Dios, como lo estaban los apóstoles, y
así calienta poco esta llama» (Vida 16, 7). Domingo lleva el fuego de
Cristo en su corazón y quiere que arda.

El celo de Domingo por las almas no tiene


fronteras
Domingo siente que los hombres se apartan de Cristo, que desprecian
su amor, ignoran el valor infinito de su sangre derramada. Y como alma
que ama ardientemente, siente el deseo, la sed y el celo de
recuperarlos. También a los que no conocen ni han oído hablar de Cristo
hay que conquistarlos, hay que salvar sus almas. Todo hombre es hijo
de Dios. Por todos Cristo ha dado su vida y derramado su preciosa
sangre. Por eso, Domingo extiende su sed de salvación a todos sin
fronteras ni condición.

Domingo lleva a todos en su corazón; todos tienen cabida en su


inmensa caridad. Su deseo es que todos se salven, sea quien sea. Fr.
Rodolfo afirma «que deseaba la salvación de las almas, tanto de los
cristianos como de los sarracenos, y especialmente de los cumanos y
otros; y era más celador de las almas que cualquier hombre que vio
jamás. Y con frecuencia decía que anhelaba ir a tierras de cumanos y a
otros lugares de gentes infieles». Su celo por las almas, pues, le lleva a
desear ir a los países más apartados donde no conocen a Cristo. Ir
detrás de las almas, buscarlas para llevarles el mensaje de la salvación,
la Buena Noticia de Cristo. Hay que predicarles a Cristo y ganarlas y
conquistarlas para su Iglesia. Así le habían oído y escuchado a Domingo.
Y así lo manifiesta Fr. Pablo de Venecia: «Deseaba mucho la salvación
de todas las almas, tanto de los fieles como de los infieles. Y muchas
veces había dicho al testigo: después que establezcamos y surtamos de
lo necesario a nuestra Orden iremos a tierras de cumanos y les
predicaremos la fe de Cristo y les conquistaremos para el Señor». Si
Cristo ha entregado su vida por amor a nosotros, para nuestra
salvación, y las almas se pierden, será un fracaso, una derrota de su
amor. Domingo hizo de su vida un programa, un ideal y una vocación a
la que se entregó: salvar las almas de los hombres.

Domingo en su celo por las almas usa


métodos exclusivamente evangélicos
La caridad que brota del alma de Domingo y le impulsa el ardiente celo
de las almas, es la que describe por San Pablo cuando dice que «la
caridad es paciente, la caridad es benigna… no presume ni se engríe; no
es indecorosa, ni busca su interés; no se irrita ni lleva cuentas del mal;
no se alegra de la injusticia sino que se goza en la verdad. Todo lo
excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1Co 13, 4-7).
Domingo aprende esta caridad de su Maestro, de Cristo, a quien imita
con todo su empeño. Cristo que no impone su mensaje, y frena los
ímpetus de los hijos del Zebedeo, los hijos del trueno, que quieren
enviar fuego sobre los que no les han recibido (Lc 9, 54). Cristo, que es
el príncipe de la paz, no vino a apagar la mecha humeante ni quebró la
caña cascada (Is 42, 3; Mt 12, 20).

El celo impulsado por la caridad no es intolerante, ni nace de la ciega


obstinación, ni puede conducir a alguna forma de fanatismo. El celo de
Domingo tiene en la caridad su fuente y su origen. Para llevar las almas
a Cristo Domingo jamás utiliza ningún método que no sea puramente
evangélico. Usa en su acción apostólica todas las fuentes de luz con las
que puede penetrar en el designio divino. Para Domingo el Evangelio,
por ser una verdad espiritual, tiene que proponerse por métodos
espirituales. Así lo hicieron los apóstoles, tanto entre los fieles como
entre los infieles. Y Domingo lo introduce sin ruido en la sociedad
medieval. Para Domingo el predicador, dedicado a llevar la Buena Nueva
de la salvación a los hombres, ha de ser un hombre espiritual, con la
autoridad que le confiere la Iglesia, con la ciencia del Evangelio,
imitando a los apóstoles. Así Domingo lo manda a sus seguidores.

Conocemos los métodos que Domingo utilizaba en su apostolado


evangélico. Nos lo han transmitido los espectadores de su vida y de su
ministerio apostólico, de manera especial los muchos testigos que
certifican en su proceso de canonización y nos narran su incansable
actividad apostólica, su sed, su ansía, su anhelo y su celo por conquistar
a los hombres para Cristo y su Iglesia. Así, los mismos testigos, sobre
todo los de Tolosa, donde ejerció su apostolado más tiempo entre los
herejes, nos dicen cómo Domingo buscaba a éstos y a los pecadores y a
los alejados. Sus únicos métodos fueron exclusivamente estos: la
predicación, las controversias y disputas con los herejes y el testimonio
de su vida personal.

La palabra, la predicación y el encuentro con los herejes en las disputas


y el buen ejemplo de la vida de Domingo constituyen las armas con que
se enfrenta para ganarlos a la causa del Evangelio. Guillermo Peyronnet,
testifica «que fue en busca de los herejes, y se oponía a ellos cuanto
podía, predicándoles y manteniendo controversias con ellos. A los que
contrariaba con su predicación, con sus disputas y con todos los medios
a su alcance». Y el maestro Bernardo de Baulhanie, declara «que el
bienaventurado Domingo era celoso de la salvación de las almas,
ferviente en la plegaria y en la predicación, buscador diligente de los
herejes». Domingo salía al encuentro de las almas para atraerlas a la fe
con mucha oración, oración profunda y contemplativa, realizada en el
encuentro íntimo con Dios delante del crucifijo; y con muchas vigilias,
penitencias, sacrificios, con una vida personal cargada de virtudes,
imitando a Cristo. Nadie podía echarle en cara no ser fiel cumplidor y
seguidor de Cristo. Domingo predicaba desde su propia experiencia y
llega al corazón de sus oyentes. Juan de España destaca igualmente los
métodos de Domingo señalando «que atacaba y refutaba sus errores en
sus disputas y predicación»; pero siempre con verdadera caridad. El
mismo Juan de España nos habla del amor y caridad con que se
enfrenta a los que desea ardientemente atraer a la causa de Cristo y de
su Iglesia. Merece la pena que oigamos todo su testimonio: «Dijo
también que se mostraba amable con todos, ricos y pobres, judíos y
gentiles, de los que hay muchos en España; advirtió que era amado de
todos, a excepción de los herejes y de los enemigos de la Iglesia a los
que atacaba y refutaba sus errores en sus disputas y predicación; sin
embargo, les exhortaba y advertía caritativamente para que se
arrepintieran y volvieran a la fe». Ante todo y sobre todo la caridad.
Domingo tenía mucho amor. Y de lo que tenía daba. Por eso, a los
herejes que desea atraerlos a la fe «les exhortaba y advertía
caritativamente». Y no de otra manera. Y esto porque es el amor y la
caridad divina el que envolvía todo su apostolado. Su celo se lo dictaba
la luz que ilumina su vida, que no era otra que el seguimiento de Cristo
y su amor por el. Era su fe, la prudencia y la iluminación del Espíritu
Santo, con sus dones de sabiduría y consejo.

Esta fue la forma de actuar de Domingo a lo largo de toda su vida,


desde el principio de su apostolado hasta su último suspiro. Así nos
consta por los testimonios de sus biógrafos y de los testigos de su
canonización. El beato Jordán cuenta cómo Domingo se enfrentó
dialécticamente con el hospedero de la posada, pasado a la herejía, la
misma noche que puso su pie en tierras albigenses: «En la misma noche
en que fueron alojados en la mencionada ciudad (Toulouse) el subprior
mantuvo con calor y firmeza una larga disputa con el hospedero de la
casa que era hereje: No pudiendo aquel hombre resistir la sabiduría y el
espíritu con que hablaba (Hch 6, 10) le recuperó para la fe, con la ayuda
del Espíritu divino». Aquel hombre no pudo resistir la fuerza de gracia
que salía del corazón de Domingo, como tampoco pudieron hacerlo
tantos otros que se cruzaron en su camino. Era la fuerza de su palabra
abrasada por el fuego de su caridad.

Domingo transmitió a sus frailes la tónica y su proceder evangélico en


su apostolado. No podía ser de otro modo. En la Vida de los Hermanos,
de Gerardo de Frachet, se nos transmite cómo pensaba Domingo, y
cómo se había de obrar para atraer a los herejes: «Los herejes se han
de convencer más con la humildad y otros ejemplos de virtudes que con
las apariencias exteriores y argumentos de palabras. Armémonos, pues,
con fervorosas devociones, y dando muestras de verdadera humildad,
salgamos con los pies descalzos a luchar contra Goliat». Es lo que
Domingo había aprendido y llevado a cabo desde el principio en
compañía de su obispo Diego, que había aconsejado a los abades
desprenderse de todo boato e ir a los herejes con humildad y dando
ejemplo de obras evangélicas. También Domingo les dice a sus
seguidores: «abrazad la verdadera pobreza evangélica, predicando no
sólo con la lengua, sino con la vida, para que toda alma, engañada por
el falso sentido de la vida de los herejes, vuelva a la verdad de la fe por
el ejemplo de una vida auténtica y santa». Domingo, con su vida
ejemplar, con la humildad y pobreza evangélica, se acerca a los
hombres que han caído en la herejía, a los que hay que levantar con el
ejemplo de la propia vida de virtud.

El celo de Domingo por las almas le impulsa a


entregar la vida
Quien quiera seguir en pos de Cristo de verdad no se verá libre de
dificultades, contradicciones, persecuciones y el mismo martirio. Cristo
nuestro Señor lo dijo bien claro para quien quiera
entenderlo. «Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y
con mentiras digan contra vosotros todo género de mal por mí» (Mt 5,
11). Y san Pedro en su primera epístola nos dice que «agrada a Dios
quien por consideración a Él soporta las ofensas, padeciendo
injustamente» (1P 2, 19). Es más, Cristo nos ha advertido que «el que
no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí» (10, 35). Y
san Pablo, en la segunda carta a Timoteo, nos advierte de esta
manera: «y todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús
sufrirán persecuciones» (3, 12). Y así ha sido y seguirá siendo. Quien de
verdad toma el camino de Cristo no le faltaran persecuciones. Si al
maestro le persiguieron, le calumniaron y le mataron no espere el
verdadero seguidor y discípulo que le va a suceder de distinta manera.

Domingo se propuso seguir a Cristo totalmente y con todas sus


consecuencias. Y no le faltó lo que Cristo había anunciado: sufrimientos,
contradicciones, pruebas, trabajos, dificultades, ofensas, persecuciones,
etc. Domingo los lleva con entereza, como verdadero discípulo y
seguidor de Cristo.

San Agustín decía que «nuestra vida en este viaje de aquí abajo no


puede estar sin pruebas, nuestro progreso no se realiza más que entre
pruebas y nadie se conoce a sí mismo si no ha sido tentado. Sólo hay
recompensa para el que ha vencido, sólo hay victoria para el que ha
combatido, sólo hay combate frente al enemigo o la
tentación» (Coment. sobre el Salmo 60). A Domingo no le faltaron
contrariedades y persecuciones que supo afrontar. Ejerció su ministerio
sacerdotal y apostólico en un campo sembrado y rodeado de enemigos.
También había gente que le apreciaba y le reverenciaba. Su apostolado
era para todos, pero principalmente para los herejes y entre los herejes.
Escogió estar en la región donde pululaba la secta albigense y cátara.
Domingo recorrió los caminos para encontrarse con ellos. Fue un
apostolado duro y difícil, lleno de riesgos y peligros en el que estuvo con
frecuencia solo. Pero Domingo, como valiente soldado, no se amilanó ni
acobardó. Sabía que Cristo estaba a su lado.

Dice san Cirilo: «De la misma manera que la victoria atestigua el valor


del soldado en la batalla, de la misma manera se pone de manifiesto la
santidad de quien sufre los trabajos y las tentaciones con paciencia
inquebrantable» (Catena Aurea, vol. II, p. 148). Domingo sufre con
paciencia las ofensas y las injurias que sus enemigos lanzan contra él.
En todo ello muestra su santidad. El beato Jordán dice que «esto
provocaba la envidia de los herejes, cuanto mejor era él, tanto peor
podían soportar sus ojos enfermos los rayos de luz con que resplandecía
su vida. Se reían de él y se mofaban de sus seguidores (Jr 20, 7)
descubriendo la maldad que guardaban en el perverso tesoro de su
corazón». Muchas pruebas, muchos combates y muchas persecuciones
tuvo que afrontar Domingo. Y las afrontó porque el discípulo de Cristo
tiene que pasar por ellas para parecerse al maestro y lograr la corona de
la victoria. «Es preciso pasar por muchas tribulaciones, muchas
pruebas; por tanto muchas serán las coronas, ya que muchos son los
combates. Te es beneficioso el que haya muchos perseguidores, ya que
entre esa gran variedad de persecuciones hallarás más fácilmente el
modo de ser coronado» (San Ambrosio, Com. sobre el Salmo 118).

Las burlas y las afrentas, los desprecios y pruebas que Domingo padeció
como Cristo por sus perseguidores manifiestan hasta dónde estaba
dispuesto a llegar para salvar a las almas. Constantino de Orvieto nos
narra las injurias y burlas sufridas por Domingo: «Sufrió todo tipo de
injurias y amenazas. Se reían de él, burlándose de mil formas;
escupiéndole, tirándole barro, o colgándole pajas en la espalda. Todo lo
superaba como el Apóstol (Hch 5, 41), sintiéndose dichoso por haber
sido digno de padecer por el nombre de Jesús. Todo por Cristo, padecer
por Cristo, ser humillado y escarnecido por Cristo. Pero alegre como
buen soldado, porque Domingo sabe a quien sirve. También el beato
Humberto de Romans abunda en las afrentas y humillaciones a que
estaba sometido Domingo en su apostolado en la conquista de las
almas: «Se burlaban de él, le escupían y le tiraban todo tipo de cosas,
desde barro a basura. Uno de estos herejes arrepentido, confesó
haberse reído de Domingo tirándole piedras y atándole a la espalda
manojos de pajas. Además le amenazaban de muerte. Como saldado
íntegro no se achicaba ante el peligro...».

Domingo todo lo sufre por Cristo. Todo es para él un regalo, dádivas que
Dios le da para bien suyo, para su salvación y la de sus hermanos e
hijos de Dios. Por eso, Domingo agradece a Dios y a Cristo, por quien
padece, este inmenso beneficio. Y lo lleva con inmensa alegría.
Guillermso Peyronnet en el proceso de Tolosa declaró de esta
manera: «Aceptaba las injurias y ofensas con mucha paciencia y alegría
como si se tratara de un regalo y recompensa grande».

Su celo de salvación le lleva a exponerse «a múltiples peligros», como


reconoce Arnaldo de Grampagna. Es más, en ese empeño y celo por la
salvación de las almas está dispuesto, quiere, anhela y suspira –como el
mejor regalo que puede darle el Señor– por dar su vida, derramar su
sangre, ser sacrificado y martirizado. Éste es el gran deseo de su vida
para parecerse en todo a quien entregó su vida por él. Juan de España,
compañero y conocedor de su vida y apostolado, había escuchado de
sus labios el deseo ardiente de padecer por Cristo, de ser martirizado;
dijo «que le había oído en alguna ocasión decir, que deseaba ser
flagelado, despedazado a trozos y morir por la fe de Cristo». Domingo
estaba dispuesto a todo: a entregar la vida por todos, por los fieles y
por los pecadores, los alejados y los herejes, y por sus enemigos. Quería
completar en sí mismo lo que falta a la pasión de Cristo. Bellamente dice
San Agustín: «Si eres miembro de Cristo, tú, quien quiera que seas,
debes saber que todo lo que sufres por parte de aquellos que no son
miembros de Cristo es lo que faltaba a la pasión de Cristo. Por esto la
completas, porque faltaba; vas llenando la medida, sufres en la medida
en que tus tribulaciones han de añadir en parte a la totalidad de la
pasión de Cristo, y aquel, que sufrió como cabeza nuestra, continúa
ahora sufriendo en sus miembros, es decir, en nosotros» (Com. sobre el
salmo 61).

Con esa ansía y sed de martirio Domingo entrega su vida de apóstol. Es


consciente del peligro. Se sabe expiado y acechado. No rehúye el
peligro. ¿Qué le puede importar? Y ¿qué le puede perturbar? ¿La
muerte? ¡Pero si es lo que desea ardientemente! San Juan Crisóstomo
comenta: «¿Qué puede perturbar al santo? ¿La muerte? No, porque la
desea como premio. ¿Las injurias? No, porque Cristo enseñó a
sufrirlas: dichosos seréis cuando por mi causa, os maldigan, y os
persigan y digan toda clase de calumnias contra vosotros (Mt 5, 11). ¿La
enfermedad? Tampoco. ¿Qué queda entonces capaz de turbar al santo?
Nada. En la tierra hasta la alegría suele parar en tristeza; pero para el
que vive según Jesucristo, incluso las penas, se convierten en gozos»
(Hom. sobre san Mateo, 18). Domingo sabe que Cristo está con él. Se
sabe ayudado y protegido. ¡Qué puede temer! Como los apóstoles en
medio de las persecuciones se mantenían en paz y alegres por sufrir y
padecer por Cristo, así Domingo mantiene la paz, la serenidad y la
alegría en los peligros que acechaban su vida. ¡Qué podía turbar y
perturbar a Domingo! Nada. San Agustín comenta: «Pero los apóstoles,
en medio de las dificultades, mantuvieron en Cristo la paz, sin
abandonarle; por el contrario, buscaron refugio en él… En ellos se
cumplió lo que les había dicho: tened confianza, yo he vencido al
mundo. Confiaron y vencieron» (Trat. Evang. san Juan, 103).

El beato Jordán nos relata una escena de la vida de santo Domingo que
habla por sí misma. En una de esas trampas y emboscadas que le
tendían sus enemigos pasó inmutable y alegre. Nada le detiene. Va a la
conquista de las almas. Así nos lo narra: «Cuando le preguntan si no
teme por su vida, les contesta: no soy digno de la gloria del martirio; no
he merecido todavía este género de muerte. Cuando pasaba por algún
lugar en que sospechaba que le habían tendido alguna emboscada, lo
recorría alegre y cantando. Cuando se lo contaron a los herejes, éstos,
admirados de una tal firmeza de ánimo, le dijeron: ¿no te horroriza la
muerte?; ¿qué harías si te apresáramos? El replicó: Os rogaría que no
me matareis inmediatamente, infligiéndome golpes mortales, sino que
prolongarais el martirio con una sucesiva amputación de mis miembros.
Después, poniendo ante mi vista los trozos de los miembros cortados,
os pediría que me arrancarais los ojos, y dejarais así el tronco bañado
en sangre, o, por el contrario, lo destruyerais por completo; así con una
muerte más prolongada recibiría una más alta corona de martirio». Esta
es la muerte que quería Domingo para sí. Ser flagelado, torturado,
despedazado para prolongar su agonía, ser bañado en su propia sangre.
Así era como los señores del Mediodía francés acostumbraban a
martirizar a los sacerdotes católicos. Pero ni los señores medievales ni lo
herejes hicieron desistir y retroceder a Domingo hasta llegar al
final. «Quien sufre contrariedades por los herejes por no abandonar la
verdad, es también bienaventurado puesto que padece por la
justicia» (San Juan Crisóstomo). Las contrariedades no desanimaron a
Domingo ni le hicieron retroceder, antes al contrario, le espolearon para
llevar adelante su vocación de salvar almas. Siempre siente el auxilio, la
fuerza y la ayuda de Dios. «¡Oh, válgame Dios! Cuando Vos, Señor,
queréis dar ánimo, ¡qué poco hace las contradicciones»!, decía santa
Teresa de Jesús (Fundaciones, 3, 4).

Domingo siente el celo y la necesidad de ir en busca de las almas que no


conocen a Cristo. Y allí, si es necesario, entregar su vida, ser
martirizado; lo haría de todo corazón. Los testigos de su canonización
nos lo dicen claramente. Fr. Frugerio Pennesse declara «que era muy
celoso de la salvación de las almas; había dispuesto que una vez
organizada la orden, iría a evangelizar a los paganos, dispuesto a morir
si fuera necesario». Allí donde hay almas que conquistar para Cristo, allí
está dispuesto a ir en su busca. Toda su vida deseó ir a los pueblos no
evangelizados. Domingo no llegó a alcanzar la gracia del martirio
derramando su sangre como era su deseo, pero sacrificó su vida entera,
minuto a minuto, para hacer realidad su entrega al servicio de Cristo y
realizar su vocación sacerdotal. Dice san Ambrosio: «Celo necesita el
sacerdote que procura conservar inmaculada la pureza de la
Iglesia» (Com. al Salmo 18). Celo el de Domingo, que trabaja
incansablemente por la Iglesia de Cristo, a la que ama y en la que desea
reintegrar a todos los que se han alejado de ella, y con su vida quiere
conservarla pura e inmaculada. «Trabajemos por la salvación de
nuestros hermanos. Un hombre honrado, abrasado de celo por una fe
viva, es capaz de corregir a un pueblo entero», decía san Juan
Crisóstomo (Hom. 2).

Domingo, como los Apóstoles, hizo suya la vida de Jesucristo, una vida
apostólica. Como dice bellamente T. Barbier: «¿Quién ignora el celo de
los apóstoles? ¿Cómo doce hombres, sin armas, sin dinero y sin ningún
recurso humano, logran destruir la idolatría, y que abracen la religión?
Con el celo tan ardiente, el que no les permitía un instante permanecer
ociosos, y así se veía recorrer aldeas, pueblos, ciudades, provincias,
reinos, hechos innegables pero asombrosos, que prueban un poder
sobrehumano. ¿Quién hizo tantos millones de mártires? El celo. Bien se
vio en el Grande Patriarca Santo Domingo de Guzmán que, cual otro
ángel llamaba a todos los hombres al cielo con sus palabras, su vida y
ejemplos; y abrasado del sagrado fuego del amor divino se esforzaba en
infundirlo en los corazones».

¡La salvación de las almas! ¡El gran anhelo de Domingo! Sed, anhelo y
celo que transmitió a sus hijos y a su Orden. Cuando Santiago de Vitry
visitó la comunidad de Bolonia la describió de esta manera: «Estos
fuertes atletas de Jesucristo, considerando que ningún sacrificio es más
agradable a Dios que el celo por la salvación de las almas y que el alma
que enriquece será enriquecida y quien embriaga será asimismo
embriagado, llenando sus vasos de los mejores frutos de la tierra y
ofreciéndolos en regalo a los hombres, distribuyen sus aguas en las
plazas y sus fuentes se difunden por los campos del Señor para producir
el ciento por uno; y trabajando de consuno por arrancar de las garras
del Lebiatán las almas de los pecadores, después de haber enseñado a
muchos la verdadera ciencia, resplandecerán como estrellas por
eternidades sin fin» (Descripción del convento de Bolonia). ¡Qué bien
resumió este gran personaje la realidad y el espíritu que Domingo vivió
y dejó como legado a su Orden. ¡Qué más y mejor se puede decir! Mejor
imposible. Creo que con esto está dicho todo.

Fray Fortunato Bodero, O.P.

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