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Los incrédulos no pueden entender por qué la cruz es un símbolo del amor de Dios. ¿Cómo
pudo el amor llevar al Padre a sacrificar a su Hijo? Por eso, muchos deciden ignorar tal
“desatino”. En su lugar, esperar entrar al cielo por su buen carácter y sus nobles acciones.
Pero, según la Biblia, esa creencia es, en realidad, poco sensata (Is 64.6). La popularidad de
un “evangelio de buenas obras” revela que la iglesia necesita hablar con más firmeza al dar
al mundo su mensaje de la verdad.
Tenemos que predicar la justicia divina junto con el amor divino. Dios ama ciertamente al
mundo, pero no puede ignorar el pecado de la humanidad (Jn 3.16). Él es justo, lo que
significa que es perfecto. En su pura presencia no puede haber ninguna mancha de pecado.
Una persona no puede llegar a las puertas del cielo arrastrando el bagaje de toda una vida
de pecado, y exigir ser recibido. Dios no justifica el pecado, pero provee la manera de
encargarse del mismo.
El Señor tiene un plan para hacer justo al pecador, que incluye tres hechos fundamentales.
Primero: todos hemos pecado y estamos destituidos de la gloria de Dios (Ro 3.23). Luego,
el alma que pecare morirá (Ez 18.20; Ro 6.23). Por último, la deuda de la persona es
pagada por un sacrificio perfecto ofrecido a su favor (Jn 1.29). Dios satisfizo su propia
justicia al poner nuestro pecado sobre Jesús, y permitiendo que Él muriera en nuestro lugar.
Tratamos muchas veces de simplificar el carácter de Dios, pero la verdad es que todos sus
atributos hacen de Él, el Padre perfecto. La cruz simboliza más que su amor: también
representa su sabiduría al diseñar un plan para mantener su santidad y justicia perfecta.
El poder de la Cruz
Aprecio mucho la carta que recibí de un ex adicto referente al poder de Dios en su vida.
Una noche, poco antes de que la droga lo dejara inconsciente, oyó a través de una ventana
abierta una sola frase de un predicador radial: “No importa quién sea usted, Dios le ama y
se preocupa por usted”. Semanas después, mientras buscaba un programa en su radio, el
hombre oyó una voz familiar. Intrigado, escuchó toda la transmisión de En Contacto. Lo
que sucedió, en breve, fue que entendió el mensaje, recibió a Cristo, limpió su vida y se
reconcilió con su familia.
El poder de la cruz transforma las vidas. Dios utilizó una frase en medio del ofuscamiento
mental producido por la droga, para preparar el corazón de un hombre. Luego, una vez que
el Señor captó su atención, ¡sacó a esa persona del profundo pozo de la desesperación!
Las fuerzas humanas son insuficientes para hacernos libres del pecado. La verdad es que
todos necesitamos un Salvador. Jesucristo se humilló a sí mismo para morir en nuestro
lugar, lo cual no fue una demostración de debilidad. Por el contrario, llevó a cabo el
sacrificio más grande que podía, y lo hizo por usted y por mí (Jn 15.13).
Cuando el Señor regrese, los muertos en Cristo oirán su voz y saldrán de sus tumbas. Toda
alma que haya sido liberada de su “cubierta” mortal al entrar al cielo, morará ahora en un
cuerpo inmortal. Luego, los creyentes que estén todavía viviendo en sus “tabernáculos
terrestres” serán transformados (2 Co 5.1). Con estos vasos hechos a la medida, los hijos de
Dios estarán perfectamente adecuados para reflejar su gloria.
Cuando predico sobre este tema, mucha gente me pregunta: “¿Cómo nos veremos?” Para
responder esto, pensemos en el encuentro que tuvo Jesucristo con sus discípulos junto a la
playa, después de la resurrección (Jn 21.1-14). Juan, que fue testigo de esto, dijo que los
siete hombres no reconocieron a Jesús de inmediato. Sólo después de conversar con él
durante unos minutos, se dieron cuenta de que era su Señor. Aunque parecía reconocible,
también estaba sorprendentemente transformado, estaba glorificado.
Estudiar la resurrección física de los santos puede producir muchas preguntas. Pero
sabemos con toda seguridad que no importa cómo seamos nosotros, o cómo sean el nuevo
cielo y la nueva tierra, estaremos satisfechos.
Celebrar la Resurrección
El propósito fundamental de la venida de Jesús, fue morir por los pecados de la humanidad. De
haberse Él quedado en la tumba, todo el mundo tendría que pagar su deuda. Pero Jesús venció la
tumba, lo que significa que sus seguidores pueden hacer lo mismo. Quienes creen en Él, son librados
del castigo de la muerte eterna e invitados a pasar la eternidad con Dios.
¿Qué está usted haciendo con el maravilloso mensaje del amor de Dios? La comisión de “id, y haced
discípulos” tiene que ser parte integral de la vida de todo creyente. Debemos dar a conocer a Jesús en
el trabajo y entre los amigos. Es decir, debemos celebrar la Resurrección cada día.
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Guillermo Urbizu
18 noviembre 2010
Pero la cuestión es que yo quería escribir sobre una de las propiedades que deben
distinguir a todo cristiano: el celo por las almas. Siento que las palabras se me hayan
desbocado no poco. ¿Qué es eso del celo por las almas? Lo dice bien el diccionario:
amor extremado y eficaz. Un amor que una vez acrisolado en la intimidad de Dios,
en la oración y en la gracia, en esa vida interior que se afana por identificarse cada
vez más con la voluntad divina, necesita hacerlo partícipe a los demás. Lo necesita.
No puede dejar de hablar de ello. Sin resultar cargante, por supuesto. O
decididamente insoportable. Todo lo contrario. Esa necesidad de hacer al prójimo
partícipe de esa felicidad apabullante que es Dios mismo es algo natural, y la
confidencia brota en la calle o en el bar o en la familia. Y es personal. Uno no quiere
ser ejemplo de nada, ni quiere epatar al amigo. El celo por las almas nace del ímpetu
que es el amor de Dios. Según pasa el tiempo ese apostolado -la Iglesia es
apostólica- cuesta menos. Por la sencilla razón de que cada día que pasa el cristiano
está más enamorado de Cristo. O debería. Y si cuesta es que andamos flojos o tibios
o desamorados; quizá más pendientes de otras cosas, o pendientes de esas cosas
pero sin ofrecérselas a Dios, sin referirlas a Él.
El celo por las almas, el apostolado, sólo es posible cuando en nuestro corazón el
celo por Dios es lo primero y ocupa toda nuestra vida. Entonces es cuando durante
la conversación con un amigo o con un hermano o con el taxista, el alma se nos va
por la boca y se nos nota. Es muy difícil callarnos ese Amor. No se trata de oratoria,
o de una estudiada retórica. No se trata de una programación exhaustiva o de un
exultante complejo de superioridad. Se trata de hombres y mujeres enamorados del
amor de Dios. Se trata de cristianos con el alma encelada por Dios. Se trata de
personas normales en cuyo corazón late un gozo que se asoma por los ojos, y que
resulta atractivo. Un cristiano que de verdad quiera a sus amigos, a sus compañeros
de trabajo, de pádel, etc.; un cristiano que se llame cristiano y rece y vaya a misa y
organice y haga con su familia; digo que un cristiano así si no habla de Dios a todos
esos prójimos es que algo pasa. ¿Vergüenza? ¿Timidez? ¿Qué qué les dices? ¿Y
todavía lo tienes que pensar? Cuéntales tu experiencia de vida, saca a relucir tu
alma, esa alegría para la que no encuentras explicación si no es en el amor de Dios.
Diles la verdad, diles que eras una birria y un completo desastre hasta que el Señor
pasó a tu lado y te miró. Y tú te levantaste y le seguiste, y que poco a poco has
aprendido a querer, a comprender a todos. Eso es tener celo por las almas: saber
querer. Quererlas tal y como son y pedir por ellas y ser amigos leales.
Dios quema. El amor de Dios, si nos dejamos llevar por su ternura y su aventura de
Luz, nos va transformando y transmitiendo un fuego que nos consume e impele a
ser apóstoles Suyos. Con desenvoltura y gallardía, con el orgullo de ser hijos de Dios
y la humildad de ser frágiles criaturas.
Domingo «sacerdote santísimo de Dios»
Con la expresión «sacerdote santísimo de Dios» comienza el beato
Jordán de Sajonia la oración que compuso a Santo Domingo. Oración en
la que manifiesta el amor y el conocimiento de la persona y santidad de
su padre y maestro.
El celo sigue al amor. El amor es la esencia del celo. Salta a la vista con
poco que nos fijemos en las definiciones que hemos expuesto. Ahora
bien, hay una doble clase de amor: el amor que llamamos
de concupiscencia, por el que el alma siente tristeza porque se opone a
la consecución, posesión o fruición o gozo de su propio bien. Este celo
no es otro que el de la envidia; el otro amor es el de benevolencia. En
éste el que ama se entristece no por lo que se opone al propio bien, sino
por lo que se opone al bien del que se ama, al bien del amigo (S.T, II-II
28, 4).
El celo no es otra cosa que el efecto del amor. Y, por tanto, todo amor
produce o engendra celo. Y puesto que el efecto es proporcionado a la
causa que lo produce, se sigue que el celo tiene una exacta
correspondencia con su causa. Y como nace del amor, enriquece al
mismo amor, tanto si queda escondido en la vida interior, como si se
proyecta en la vida del apostolado.
El celo surge cuando se dan estas dos realidades que le son totalmente
necesarias: «El amor a Dios que es el Amor, y saber que el Amor no es
amado». Ahora bien, estas dos premisas no se pueden separar, son
complementarias, no se dan la una sin la otra. Y esto sencillamente
porque los motivos por los que se enciende el amor, son los motivos del
celo, y se convierte en tristeza cuando contempla que el Amor no es
amado.
De esta manera, por el celo que le devora las entrañas, pasa las noches
enteras entregado a la oración, gimiendo y llorando por los pecados de
los hombres. Y, seguro con esa confianza que le daba el trato con Dios
en la oración, salía a su encuentro. Liberado como estaba por la pobreza
totalmente asumida, y con la mortificación y el sacrificio que le llena de
gozo y alegría, porque lo hace por Cristo, aborda con amor al prójimo. El
beato Jordán de Sajonia nos habla del don que el Señor había otorgado
a Domingo para interceder por los pecadores: «El Señor le había dado la
gracia especial de llorar por los pecadores, por los necesitados, por los
angustiados. Celoso de toda alma perdida y apasionado por todo lo
divino, a menudo pasaba las noches en oración. Mientras oraba
frecuentemente le hacia surgir la convulsión de su corazón, no pudiendo
contener su llanto que podía oírse desde lejos».
Domingo busca anhelante las almas; como Cristo, como Pablo. Su celo
por ellas le hace salir a su encuentro y buscar allá donde se hallen. A
Domingo no le faltaba el fuego del amor a Dios y a su Hijo. No se le
pueden aplicar las palabras de santa Teresa de Jesús que dirigía a
ciertos predicadores: «tienen mucho seso los que predican. No están sin
él, con el gran fuego de amor de Dios, como lo estaban los apóstoles, y
así calienta poco esta llama» (Vida 16, 7). Domingo lleva el fuego de
Cristo en su corazón y quiere que arda.
Las burlas y las afrentas, los desprecios y pruebas que Domingo padeció
como Cristo por sus perseguidores manifiestan hasta dónde estaba
dispuesto a llegar para salvar a las almas. Constantino de Orvieto nos
narra las injurias y burlas sufridas por Domingo: «Sufrió todo tipo de
injurias y amenazas. Se reían de él, burlándose de mil formas;
escupiéndole, tirándole barro, o colgándole pajas en la espalda. Todo lo
superaba como el Apóstol (Hch 5, 41), sintiéndose dichoso por haber
sido digno de padecer por el nombre de Jesús. Todo por Cristo, padecer
por Cristo, ser humillado y escarnecido por Cristo. Pero alegre como
buen soldado, porque Domingo sabe a quien sirve. También el beato
Humberto de Romans abunda en las afrentas y humillaciones a que
estaba sometido Domingo en su apostolado en la conquista de las
almas: «Se burlaban de él, le escupían y le tiraban todo tipo de cosas,
desde barro a basura. Uno de estos herejes arrepentido, confesó
haberse reído de Domingo tirándole piedras y atándole a la espalda
manojos de pajas. Además le amenazaban de muerte. Como saldado
íntegro no se achicaba ante el peligro...».
Domingo todo lo sufre por Cristo. Todo es para él un regalo, dádivas que
Dios le da para bien suyo, para su salvación y la de sus hermanos e
hijos de Dios. Por eso, Domingo agradece a Dios y a Cristo, por quien
padece, este inmenso beneficio. Y lo lleva con inmensa alegría.
Guillermso Peyronnet en el proceso de Tolosa declaró de esta
manera: «Aceptaba las injurias y ofensas con mucha paciencia y alegría
como si se tratara de un regalo y recompensa grande».
El beato Jordán nos relata una escena de la vida de santo Domingo que
habla por sí misma. En una de esas trampas y emboscadas que le
tendían sus enemigos pasó inmutable y alegre. Nada le detiene. Va a la
conquista de las almas. Así nos lo narra: «Cuando le preguntan si no
teme por su vida, les contesta: no soy digno de la gloria del martirio; no
he merecido todavía este género de muerte. Cuando pasaba por algún
lugar en que sospechaba que le habían tendido alguna emboscada, lo
recorría alegre y cantando. Cuando se lo contaron a los herejes, éstos,
admirados de una tal firmeza de ánimo, le dijeron: ¿no te horroriza la
muerte?; ¿qué harías si te apresáramos? El replicó: Os rogaría que no
me matareis inmediatamente, infligiéndome golpes mortales, sino que
prolongarais el martirio con una sucesiva amputación de mis miembros.
Después, poniendo ante mi vista los trozos de los miembros cortados,
os pediría que me arrancarais los ojos, y dejarais así el tronco bañado
en sangre, o, por el contrario, lo destruyerais por completo; así con una
muerte más prolongada recibiría una más alta corona de martirio». Esta
es la muerte que quería Domingo para sí. Ser flagelado, torturado,
despedazado para prolongar su agonía, ser bañado en su propia sangre.
Así era como los señores del Mediodía francés acostumbraban a
martirizar a los sacerdotes católicos. Pero ni los señores medievales ni lo
herejes hicieron desistir y retroceder a Domingo hasta llegar al
final. «Quien sufre contrariedades por los herejes por no abandonar la
verdad, es también bienaventurado puesto que padece por la
justicia» (San Juan Crisóstomo). Las contrariedades no desanimaron a
Domingo ni le hicieron retroceder, antes al contrario, le espolearon para
llevar adelante su vocación de salvar almas. Siempre siente el auxilio, la
fuerza y la ayuda de Dios. «¡Oh, válgame Dios! Cuando Vos, Señor,
queréis dar ánimo, ¡qué poco hace las contradicciones»!, decía santa
Teresa de Jesús (Fundaciones, 3, 4).
Domingo, como los Apóstoles, hizo suya la vida de Jesucristo, una vida
apostólica. Como dice bellamente T. Barbier: «¿Quién ignora el celo de
los apóstoles? ¿Cómo doce hombres, sin armas, sin dinero y sin ningún
recurso humano, logran destruir la idolatría, y que abracen la religión?
Con el celo tan ardiente, el que no les permitía un instante permanecer
ociosos, y así se veía recorrer aldeas, pueblos, ciudades, provincias,
reinos, hechos innegables pero asombrosos, que prueban un poder
sobrehumano. ¿Quién hizo tantos millones de mártires? El celo. Bien se
vio en el Grande Patriarca Santo Domingo de Guzmán que, cual otro
ángel llamaba a todos los hombres al cielo con sus palabras, su vida y
ejemplos; y abrasado del sagrado fuego del amor divino se esforzaba en
infundirlo en los corazones».
¡La salvación de las almas! ¡El gran anhelo de Domingo! Sed, anhelo y
celo que transmitió a sus hijos y a su Orden. Cuando Santiago de Vitry
visitó la comunidad de Bolonia la describió de esta manera: «Estos
fuertes atletas de Jesucristo, considerando que ningún sacrificio es más
agradable a Dios que el celo por la salvación de las almas y que el alma
que enriquece será enriquecida y quien embriaga será asimismo
embriagado, llenando sus vasos de los mejores frutos de la tierra y
ofreciéndolos en regalo a los hombres, distribuyen sus aguas en las
plazas y sus fuentes se difunden por los campos del Señor para producir
el ciento por uno; y trabajando de consuno por arrancar de las garras
del Lebiatán las almas de los pecadores, después de haber enseñado a
muchos la verdadera ciencia, resplandecerán como estrellas por
eternidades sin fin» (Descripción del convento de Bolonia). ¡Qué bien
resumió este gran personaje la realidad y el espíritu que Domingo vivió
y dejó como legado a su Orden. ¡Qué más y mejor se puede decir! Mejor
imposible. Creo que con esto está dicho todo.