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Que le corten la cabeza.

La joven reina estaba acostumbrada a la comodidad de su cama, un colchón suave cubierto de


cálidas sábanas que eran retiradas delicadamente por sus criadas para indicarle que el día
iniciaba. Esa mañana, por el contrario, no había podido cerrar los ojos ni un momento, sus
muslos dolían por la fría losa en la que estaba sentada y su mandíbula temblaba con tanta
fuerza que un sabor metálico había aparecido. Si esa hubiese sido una mañana cualquiera y
levantase la cabeza se encontraría con un vitral cubiertos por hojas de cerezo, de los que había
mandado a sembrar alrededor de su torre para poder verlos cada vez que saliese. Aun así,
levantó la cabeza, pero lo único que encontró fue una habitación oscura, húmeda y fría.

Los pesados pasos de los guardias se escucharon antes de que estos aparecieran frente a los
barrotes de su celda, escoltando a dos de sus criadas, las cuales traían un vestido y un velo en
sus brazos. Abrieron la puerta y las jóvenes entraron, revisando rápidamente a la reina y
empezando a desvestirla para poder arreglarla. Los guardias la miraban con desdén y cierto
asco, susurraban entre ellos lo afligido que debía estar el rey al saber que se había casado con
una cualquiera, y como se merecía lo que le iba a ocurrir por su promiscuidad. Hipócritas, lo
eran todos, lo sabía ella y ellos mismos, bien conocidas eran las historias de estos hombres
escabulléndose en la noche para encontrarse con sus amantes en el pueblo mientras sus
esposas cuidaban de sus hijos, si aún tuviese poder como reina, los castigaría a todos.

Finalmente le habían puesto el vestido, era bastante simple, pero no pudo evitar notar que no
traía los colores de su reino como el resto de sus prendas, era una señal clara; ya no
pertenecía. El velo caía suavemente sobre su rostro y pudo percibir el perfume habitual del rey,
el mismo bastardo había escogido la tela, un recordatorio de que hasta el último momento él
iba a tener el control. Las criadas le ayudaron a ponerse de pie y caminar fuera de la celda, los
guardias le siguieron de cerca, tal vez demasiado cerca pues uno de ellos puso su pie sobre
uno de los pliegues de su vestido y la hizo tropezar, a pesar de eso, la joven se enderezó y
mantuvo su mirada alta.

Podía escuchar a las dos chicas a su lado llorar, por un momento quiso desmoronarse, caer en
lágrimas ahí mismo y actuar como lo que era; una adolescente. Pero no podía, era una reina,
debía mantener la compostura, por lo que tomó con más fuerza los brazos de las dos jóvenes y
dejó que la guiaran a su destino, uno bastante horrible.

El palacio lucía cada vez más lleno de recuerdos, los cinco minutos de rememorar su vida
antes de morir, a pesar de que ese había sido el mismo lugar en el que había marcado su
propia sentencia. Cerró los ojos intentando llevarse tantos momentos felices como pudiera,
pero en cuanto los abrió encontró una amplia plaza rodeada de personas, en cuyo final se
encontraba sentado el rey. El, con sus pavorosas prendas y su prominente barba, se veía
aburrido, su mirada caía en los árboles rosados por la temporada, ni siquiera parecía ponerle
atención a su hijo, el cual jugaba a sus pies, ajeno a la tragedia que estaba por ocurrir.

La reina fue empujada hacia el centro del lugar, donde dos trozos de madera habían sido
puestos. En uno de ellos se encontraba el hombre con el que había compartido cama un par de
veces, mano derecha del rey, su consejero. Se sintió mareada en cuanto la realidad la golpeó:
estaba a punto de morir. Respiró varias veces y se mantuvo de pie, el guardia tras ella la
agarró con fuerza obligándole a arrodillarse y poner su cabeza contra el pedazo de tronco.
Finalmente, el rey la miró y se puso de pie, los señaló con una mano, mientras todo el pueblo
se quedó en silencio.

-He aquí aquellos que osan insultarme en mi propia casa- comenzó, destilando desprecio en
cada palabra-, que esto sea una prueba de mi grandeza y poder.

- ¡Larga vida al rey! -exclamó el guardia tras ella, seguido por un coro de personas.

Como lo odiaba. Podía escuchar como los guardias decían cosas tras de sí que eran parte de
la tradición, pero ella solo tenía sus ojos fijos en el rey. Lo odiaba, lo odiaba, lo odiaba. Si
estuviese cerca le clavaría un cuchillo en lo más profundo de su garganta. Con ese
pensamiento en mente y las pocas fuerzas que le quedaban, logró mover su brazo y levantar
su dedo hacia el rey, justo en el momento en que el hacha cayó sobre su cuello.

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