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LA PRINCESA Y EL BÁRBARO
El mensaje no podía ser más claro: Alma debía presentarse de inmediato en
las estancias del rey. La princesa subió apresuradamente los escalones y se dispuso
a atravesar el alto arco central de la entrada del palacio. Estaba casi sin respiración.
Los miembros de la guardia que flanqueaban la puerta parecieron plantearse por
un segundo detenerla. «Ya deberían estar acostumbrados a verme así vestida»,
pensó Alma. La princesa se había aficionado al cuidado de los jardines y los
refinados vestidos de su atuendo de palacio no resultaban indicados el trabajo de
la tierra. Hacía ya tres meses del comienzo de la misteriosa enfermedad del rey y
los síntomas no habían hecho sino empeorar. El tono urgente de la nota le hacía
pensar lo peor.
—De cualquier forma no iba a dejarle —dijo Lendra tras unos segundos en
silencio—. Él me necesita.
Alma recordó que pronto sería la hora de la comida y aún necesitaba lavarse
y adecentarse, por lo que se dirigió a la planta superior del edificio principal,
donde se encontraban los aposentos habituales de la familia real. Al verla llegar,
las sirvientas se apresuraron a calentar enormes barreños de agua para llenar la
bañera de las princesas. Alma pensó que para cuando estuviesen listos sería ya la
hora de la comida, por lo que les pidió que llenasen la bañera de agua fría. Las
doncellas corrieron a ayudar a desnudarla y bañarla, pero Alma pidió que la
dejasen sola.
Una vez sola, se deshizo de las sucias prendas y tras lanzarlas a una esquina
de la habitación se introdujo en la bañera. El agua estaba helada. Al sumergir su
blanco vientre, el frío la obligó a abrir la boca y aspirar una abundante bocanada de
aire. Decidió echarle valor y se tumbó de golpe sobre el fondo de la bañera,
manteniéndose unos segundos completamente sumergida. Finalmente, sacó la
cabeza para tomar aire y comenzar a limpiarse, frotándose la piel con una áspera
esponja vegetal. La imagen de su padre postrado en la cama volvió a su mente.
¿Qué pasaría si muriese? Recordó los primeros meses tras la muerte de su madre;
pasando las noches abrazando a su hermana Silvana, que lloraba desconsolada
contra su pecho hasta quedarse dormida. Pensó en su hermana Lendra, la heredera
a falta de un varón. Hacía no tantos que solían pasar juntas las tardes jugando con
sus muñecas. Alma recordó cómo solían dormirse con las historias de caballeros
que su padre les contaba, sentado en un taburete de madera frente a sus camas. Le
pareció que había pasado una eternidad. Dio una segunda pasada con la esponja,
se enjuagó y salió de la helada bañera.
—No sé por qué coméis en esta mesa —dijo Silvana rompiendo el silencio—.
No habláis nada y hacéis que las demás nos sintamos incómodas. Sobre todo tú —
dijo mirando a Lendra—. Deberías comer en la mesa de los ministros. A saber qué
están conspirando esas ratas —dijo llevando sus afilados ojos azules a aquella
mesa.
—Ya paso suficiente tiempo con ellos —replicó Lendra, mirando con sus
calmados ojos verde oscuro a su hermana pequeña, mientras jugueteaba con uno
de sus elegantes mechones castaños entre sus dedos—. Además, no me fío de
dejarte sola. A saber lo que estarías haciendo si no estuviésemos aquí para
controlarte.
—Nada que sea asunto tuyo —contestó Silvana enfurruñada—. Ya soy una
mujer y tú no eres mi madre. Sólo tienes cuatro años más que yo.
En ese momento aparecieron de nuevo los sirvientes. Esta vez los carros
portaban grandes bandejas con distintas carnes. Alma escogió la perdiz asada con
almendras, mientras que sus dos hermanas se decidieron por un plato de pescado.
Tal vez Silvana tenía razón y su presencia allí hacía sentir incómodas a las
demás doncellas. Las jóvenes parecían afanarse en mantener perfectos modales en
la mesa. Muchas de ellas eran muy jóvenes y resultaba evidente que aún estaban
aprendiendo las maneras correctas. A Silvana en cambio parecía no importarle el
protocolo y tras acabarse su pescado se tumbó sobre la mesa, ocultando su cara
entre sus brazos cruzados y desparramando su negro cabello entre copas y
cubiertos. Alma apartó uno de los mechones que casi había caído dentro de su
sucio plato.
La princesa estaba tan llena que declinó tomar postre. Lendra hizo lo mismo,
pero siendo ya mayor de edad pidió que le sirviesen un pequeño vaso de licor de
hierbas. Silvana trató de pedir lo mismo, pero ante la negativa de su hermana se
decidió por el pudding de frambuesa. Una vez terminado su licor Lendra se
levantó inmediatamente de la mesa. Era tradición que los comensales
permaneciesen sentados hasta que el rey terminase de comer y en ausencia de su
padre la mayor parte de la corte parecía haber trasladado esa costumbre a la mayor
de las princesas. Desde entonces Lendra comía ligeramente. Decía que era
probable que en casi todas las comidas hubiese alguien con algún asunto urgente
que resolver, y se sentía culpable si se demoraba más de la cuenta, aunque era
asumido que en casos urgentes nadie estaba obligado a permanecer en la mesa.
Alma esperó a que su hermana pequeña terminase su postre y juntas se dirigieron
a sus aposentos para acicalarse de cara a la reunión del Consejo.
Una vez preparadas, las tres hermanas bajaron de nuevo las escaleras que
conducían al piso principal, en el que se encontraban las salas de audiencias y la
habitación del trono. La reunión iba a tener lugar en una discreta estancia anexa a
la sala de audiencias principal, en la que el rey solía reunirse con los ministros. El
canciller había convocado a las princesas, el jefe de la guardia, el ministro de
seguridad y dos especialistas a cargo del cuidado del rey: el viejo doctor Anoris,
que había atendido incluso el nacimiento del rey y de las tres princesas, y el
misterioso doctor Sildor, quien había presentado las pruebas que habían causado
el cambio de diagnóstico.
En ese momento entraron los dos doctores. Sildor examinó unos segundos la
mesa con gesto dubitativo, como preguntándose en qué asiento debería sentarse.
—Sí, aquí están —contestó Margos señalando la puerta, por la que en ese
momento entraban Anoll y el ministro de seguridad.
La princesa Lendra miró uno a uno a los miembros del consejo. A Alma le
pareció que en la mirada de su hermana estaba llena de serenidad y cavilación.
Alma sintió la mirada de todos los miembros del consejo fijarse en ella. Los
ojos de su hermana Lendra le sorprendieron, parecían llenos de culpa y angustia.
Su boca se entreabrió.
—Ah… —Lendra trató de decir algo—. No puedes ir tú. Es… —La voz
temblorosa de Lendra delataba que no se había planteado esa alternativa— es
demasiado peligroso —admitió finalmente—. Además yo soy la heredera.
Diplomáticamente… diplomáticamente tiene más valor que vaya yo.
—También lo es que ambas son muy parecidas —dijo Anoll mirando a las
dos hermanas—. Alma podría hacerse pasar por vos con facilidad.
—Y aun así tú estabas dispuesta a ir —replicó Alma, que cada vez se sentía
más convencida de su decisión—. El rey también es mi padre y que vaya yo es lo
más sensato. Además… no iré sola ¿no? —preguntó mirando al jefe de la guardia
—, supongo que me acompañará una escolta. Hombres expertos.
—Yo mismo iré con su Alteza —aseguró Anoll sin que su cara reflejase
expresión alguna.
—Está bien —dijo con un tono decidido que casi conseguía ocultar
preocupación—. Anoll —se dirigió al jefe de la guardia—, quiero que organice un
grupo con sus mejores soldados, todo lo grande que pueda ser sin que el sátrapa lo
consideré una fuerza de invasión. Deberá existir un plan de escape en todo
momento y la princesa no deberá acudir a ninguna situación en la que corra
peligro de ser herida o secuestrada. Si no es posible garantizar su seguridad, las
negociaciones no tendrán lugar.
La princesa se puso en pie, seguida por sus hermanas. Los miembros del
consejo dudaron unos segundos, tal vez sorprendidos por el inusual tono de
Lendra. Poco a poco fueron dejando sus asientos, dejando solas a las tres jóvenes
princesas.
«Tampoco es un viaje tan largo», pensó Alma. Un jinete tardaría unos cuatro
días hasta la capital de Azur. En el caso de una comitiva así, tal vez tardarían una
semana. No podían retrasarse mucho más. La virolina no era una enfermedad de
avance rápido, pero aun así el rey empeoraba día a día. Tal vez en quince días
podrían tener el remedio disponible.
Alma decidió volver al jardín del palacio, que cubría el gran parte del nivel
superior de la colina sobre la que se alzaba la ciudadela real. Se cambió de prendas
rápidamente, volviéndose a poner los oscuros ropajes que solía emplear para el
cuidado de las plantas. Eran prendas cómodas y ligeras, más típicas de una
campesina que de un miembro de la corte, ni que decir de una princesa, y estaban
manchadas y descoloridas por el uso. Ya en el jardín, se dirigió a uno de los setos
que estaba cuidando. Era tarde para la poda, pero la tierra necesitaba ser removida
y los troncos pintados de cal para evitar que se llenasen de insectos. Se arrodilló
junto al seto y comenzó a amasar la tierra con sus manos. Le gustaba la sensación
fresca y húmeda en sus dedos. Ojalá alguna de esas plantas tuviese el remedio para
su padre. Tal vez podría traerse algunas esporas del remedio de Azur y plantarlas
en aquel jardín. El remedio de Celbia, lo llamarían. O de Alma.
El sol empezó a ocultarse entre las colinas del este y Alma decidió que era
hora de lavarse y prepararse para la cena. Seguramente su hermana tendría
novedades sobre los preparativos del viaje. Elevó la vista para contemplar la
puerta del sol antes de regresar al palacio y entonces vio lo que parecía ser una
persona observándola desde uno de los tejados de la ciudadela. Fijó su mirada en
ella tratando de adivinar si se trataba de algún soldado pero la silueta huyó en lo
que a Alma le pareció un salto al vacío. Alma sacudió la cabeza confundida y
regresó al palacio.
Esta vez el baño ya estaba preparado, por lo que se pudo lavar con agua
caliente. Se puso un sencillo vestido de tirantes del mismo color verde de sus ojos.
Su cabello castaño caía en suaves eses sobre sus desnudos hombros. Tomó su
puesto habitual entre sus hermanas y se dispuso a comer. Estaba
sorprendentemente hambrienta. Lendra apenas tocaba su plato y Silvana parecía
menos dicharachera que de costumbre. Ni si quiera parecía interesada en los chicos
de la mesa de en frente.
—Claro —repondió Alma con la boca aún llena—. Sí, claro —repitió después
de tragar.
Las hermanas terminaron de comer en silencio, con la mente fija en la
reunión del consejo. Lendra fue la primera en levantarse, como de costumbre.
Alma decidió seguir a su hermana, antes de haberse terminado el postre. Las dos
hermanas caminaron juntas hasta la alcoba de Lendra. A Alma le pareció que su
hermana estaba neriosa; caminaba con zancadas tan largas como le permitía su
vestido. Cuando llegaron a la alcoba, Lendra cerró la puerta tras de sí.
—No hay nada que preparar —dijo Lendra cerrando los ojos—, no puedes
llevar ninguna de tus cosas. Al fin y al cabo se supone que estás en el palacio.
Lendra comenzó a contarle los planes del viaje a su hermana. Alma tomaría
las prendas que necesitase del vestidor de la princesa heredera, y permanecería a
cubierto en una carroza durante todo el viaje. Ni si quiera el resto de miembros de
la guardia conocería su verdadera identidad. En cuanto a Lendra, permanecería
todos esos días en la alcoba real, acompañada sólo por su doncella de mayor
confianza y gobernaría a través de su hermana Silvana. Para explicar la ausencia de
Alma, al resto de la corte se le diría que había sufrido una lesión en el pie mientras
trabajaba en el jardín y que necesitaba reposo continuo.
Pasaron hablando sobre los viajes pasados de Lendra hasta la hora de irse a
la cama. Alma debía conocer todas las anécdotas y eventos importantes que su
hermana recordaba, para evitar ser descubierta durante su conversación con el
tirano de Azur. La princesa heredera había visitado muchos reinos y ciudades y a
Alma le resultaba difícil no mezclar los eventos de las distintas visitas. Finalmente
se despidieron. Acordaron reunirse a primera hora de la mañana para comprobar
si la guardia estaba lista y terminar de preparar la partida. Alma besó la cara de su
hermana y se dispuso a salir del dormitorio, pero fue interrumpida por Lendra,
que la estrecho entre sus brazos contra su cuerpo. Alma sintió el cabello de su
hermana en su cara, y una suave mejilla contra su cuello. Le devovió el abrazo y se
vio reflejada en el alto espejo que adornaba la sala. Allí abrazadas era evidente lo
parecidas que eran. Ambas eran de la misma modesta altura, con delgadas figuras,
pálida piel y una larga melena ondulada de color castaño. Los ojos de Alma eran
de un color esmeralda claro, mientras que los de Lendra eran del verde oscuro de
las agujas de los cipreses. La principal diferencia estaba en su cara. El rostro de
Lendra era más afilado y serio, mientras que los rasgos de alma eran redondos y
suaves, casi infantiles. Y allí, en los brazos de su hermana mayor se sentía como
una niña pequeña. Se besaron de nuevo y salió de la habitación.
—No se preocupe doctor —dijo una vez que los hombres se habían ido,
levantándose del asiento. El doctor corrió hacia ella para tratar de impedírselo—.
Tranquilo. Era sólo para darle un poco más de credibilidad.
—Sí, sí —rio Alma divertida por la reacción del viejo doctor—. ¿Sería tan
amable de pedir la presencia de mi hermana y el doctor Sildor?
—El doctor Sildor está indisponible esta mañana, pero rogaré la presencia de
su hermana —dijo Anoris—. Por favor, siéntese y descálcese. Entiendo que
debemos mantener las apariencias.
—No, todo bien doctor —rio de nuevo Alma—. Tan sólo un poco cansada.
Está noche no he podido descansar demasiado.
—Buena actuación —saludó el canciller Margos con una sonrisa—. Con esas
aptitudes, su Alteza no tendrá problema en convencer al sátrapa.
Una doncella de confianza entró con una bandeja de bollos y tres vasos de
leche. Las hermanas comieron mientras comentaban los planes. Sólo serían cinco o
seis días, una semana como máximo. Silvana estaba un poco molesta por tener que
atender las reuniones del consejo en ausencia de sus hermanas. Lendra se había
preparado abundante material de lectura para mantenerse ocupada en sus días de
reclusión. Alma sintió que era la que menos se había preparado de las tres.
—Que llueva —dijo Anoll asomándose entre el enrejado—. Así habrá menos
curiosos molestando cuando crucemos la ciudad.
La carroza se detuvo frente a las puertas del muro de piedra que rodeaba la
colina protegiendo el palacio real. Se escuchó un chirrido metálico y la carroza
volvió a avanzar. Las herraduras de los caballos de la escolta golpeteaban contra el
suelo mojado a ambos lados de la carroza. Pronto empezaron a escucharse las
voces de la ciudad. Algunas personas miraban con curiosidad desde las ventanas y
debajo de los toldos de las tiendas, pero la mayoría no parecía prestar demasiada
atención a la comitiva y pronto volvían a sus actividades normales. Era habitual
que expediciones mucho más numerosas atravesasen el centro de Celbia cuando se
dirigían a otras ciudades del reino o tierras aliadas. Pero en este caso iban
directamente a la frontera con el estado más hostil a Andalia.
—No sabemos tanto de él como nos gustaría —confesó Anoll—. Se dice que
es astuto y dado a las artimañas. Cruel, rápido en el castigo y no dado a la
misericordia. Era Jefe de Intriga antes de tomar el poder y ha reemplazado a buena
parte de la elite de Azur con bandidos y otros rufianes que conoció en sus tareas de
espionaje. Tras el golpe, vuestro padre se ofreció a acoger en Andalia a los
miembros de la corte expulsados, pero ninguno se libró de la ejecución.
Alma había oído historias sobre los jinetes barbaros; un misterioso grupo de
extranjeros que había llegado a las tierras al norte de Azur desde más allá de las
montañas donde nace el Lanos. No tenían ciudades ni cultivaban la tierra y se
decía que vivían de la carne y la leche de sus propios caballos. Alma encontraba
difícil imaginar a semejantes personas acogiendo a los pobres campesinos de Azur.
—En esta misma habitación —afirmó Anoll—. La posada del Mármol está en
una buena ubicación y vuestro padre nunca ha tenido reparos en mezclarse entre
su pueblo.
—Es lo más seguro —respondió Anoll—. Dudo que el posadero sea capaz de
distinguir a su Alteza de su hermana, pero no es necesario correr el riesgo.
La joven princesa se sentó a la mesa. Anoll probó los alimentos antes de que
ella empezase a comer, tras lo cual se sentó a hacer guardia en silencio junto al
marco de la puerta. Decía no tener hambre. Alma echó de menos la compañía de
sus hermanas. Pensó que no podía haberse buscado un acompañante más aburrido
para su viaje.
Pese a que Alma comió con velocidad, el baño ya estaba listo incluso antes
de que hubiese terminado la cena. Decidió no tomar postre para poder lavarse
cuanto antes. La más joven de las doncellas se llevó los restos de la cena
acompañada de Anoll, mientras que Alma pidió a la mayor que le ayudase con el
baño. Le vendría bien la compañía de alguien más cercano a su edad. Comenzó a
quitarse el pesado vestido.
—Tenéis una piel muy suave —dijo la doncella acariciando con cuidado sus
hombros—. Sois muy hermosa.
—Tú eres más bonita —contestó Alma, cerrando los ojos bajo el experto
masaje con el que la doncella deleitaba ahora su cuerpo—. Además tienes unas
manos deliciosas.
—Eres muy buena, ¿crees que podrías venirte a palacio conmigo? —rio
Alma girándose hacia la joven.
—Puedes estar segura que volveré —rio Alma de nuevo cerrando los ojos—.
Pero háblame de tú.
El lavado se había vuelto secundario ante el placer del masaje y las caricias
de la doncella, cuyas manos ahora se centraban en la nuca y las sienes de la
princesa. Alma se rindió de nuevo al placer en manos de la chica y sintió que
pronto caería dormida entre el sonido de su pesada respiración. Estaba a punto de
hacerlo, cuando de nuevo se sintió invadida por una sensación de intranquilidad.
Abrió los párpados y dirigió su mirada hacia la parte superior de la pared. Unos
ojos la observaban desde la estrecha ranura que separaba uno de los tablones del
tejado. Era una mirada casi animal: salvaje pero juguetona. La princesa se
incorporó de golpe e hizo amago de gritar, pero una suave mano cubrió su boca,
ahogando su chillido.
—Bueno… —dudó Hela sonrojándose—. Kori dejó su pueblo hace unas dos
lunas. Desde entonces nos ha visitado en varias ocasiones.
—¿Has hablado con él? —quiso saber la princesa— ¿Conoce nuestra lengua?
—Vino por primera vez durante lo más frío del invierno —comenzó Hela
mientras se sentaba junto al barreño—. Una mañana fui al río a lavar unas prendas
y allí le encontré, tumbado en la orilla. Al principio dudé, pero decidí acercarme a
él y pude ver que estaba herido. Pese al frío, apenas vestía ropajes. Volví a la
posada y regresé con algo de comida y una vieja túnica —la joven miraba al suelo
mientras hablaba, con ambos manos apoyadas sumisamente sobre su regazo—. Le
ayudé a lavar la sangre de su cuerpo aunque él mismo ya se había curado sus
propias heridas. Habla nuestra luenga, aunque a veces comete errores —rio Hela,
completamente sumergida en su propio relato—. Me dijo su nombre y que un
grupo de guerreros de su pueblo había tratado de matarle. Aparentemente es un
príncipe entre los bárbaros —Hela parecía deleitarse en las imágenes que venían a
su mente—. Consiguió escapar, pero tuvo que matar a muchos enemigos.
—No lo sé, no creo —contestó Hela mirando con tristeza el trapo que cubría
la ranura.
Una vez peinada, Alma se vistió con una cómoda túnica de cama. Sugirió a
Hela que se quedase con ella hasta la hora de dormir, pero ésta tenía que atender
otras tareas en la posada. Alma lamentó su partida. Se tumbó en la cama y tomó el
diario de viajes que su hermana Lendra le había ofrecido como material de lectura.
Estaba leyendo la historia de su primera visita al mar cuando Anoll solicitó entrar
en la habitación.
—¿Qué ocurre? — ¿Se trataría de Kori? Por algún motivo Alma se sintió
preocupada por el paradero del bárbaro.
—La intensa lluvia ha provocado una fuerte crecida del Lanos —contestó
Anoll—. El puente antiguo ha sido derribado por la corriente.
—En ese caso no hay más que una opción —concluyó Anoll—. Mañana
tomaremos el camino del bosque negro.
La mañana amaneció de nuevo gris pero sin lluvia. Alma podía escuchar el
ajetreo de los caballos y guardias en la calle. Cubrió la túnica de dormir con una
gruesa capa de piel de oso y salió a revisar los preparativos.
Ambos lados del camino comenzaban a estar adornados por robles y hallas,
al principio dispersamente pero progresivamente de forma más tupida, hasta que
pronto formaron dos espesas cortinas de hojas y ramas. La princesa miraba a
través de la rejilla de la carroza, tratando de adivinar que se escondía detrás de la
oscuridad de aquel bosque.
Uno de los caballos relinchó y su jinete tuvo que arrearle con fuerza para
continuase avanzando. El paso de la carroza se ralentizó, pese a las órdenes del
conductor. Entonces se escuchó un grito y Alma pudo ver que los jinetes
desenfundaban sus espadas. Una lluvia de flechas comenzó a atacarles desde la
oscuridad del bosque.
—He de salir, Alteza —dijo Anoll, y por su tono la princesa entendió que la
batalla no estaba yendo a su favor. El caballero desenfundó su espada y saltó de la
carroza aún en movimiento.
Alma sacó de nuevo el brazo por la mirilla, buscando una segunda saeta. El
cuerpo del chofer se había movido y su cinto estaba aún más lejano, por lo que
tuvo que sacar el brazo entero, desgarrando la manga de su vestido. Apretó su
cuerpo contra la madera, tratando de alcanzar más lejos con su mano. Entonces
sintió una enorme mano apresar su delgada muñeca.
La princesa trató de soltarse, haciendo fuerza con sus piernas contra la pared
de la carroza. Sintió otra mano igualmente brutal amararse ahora a su codo. Alma
tiró con todas sus fuerzas. Sintió un dolor agudo en el hombro y no pudo evitar
emitir un amargo chillido. Pensó que aquellas manos le iban a arrancar el brazo.
Un hombre saltó a la carroza y atravesó las tupidas cortinas de la puerta.
Alma trató de apoyarse contra la pared para hacer frente a aquel hombre. El
dolor de su atrapado hombro se extendía en duros latigazos que la obligaban a
apretar los dientes, mientras aquellas enormes manos continuaban amarrándola.
El bandido estiró una de sus sucias manos para tratar de alcanzar el tobillo
de la joven. Alma encogió las piernas. Arrastrándose de nuevo sobre con brazo
sano, el hombre se acercó aún más al cuerpo de la princesa. Una vez que la cara del
bandido estaba lo suficientemente cerca, Alma le pateó con todas sus fuerzas en la
mandíbula. Lo hizo de nuevo. Y otra vez. La cabeza del bandido cayó de bruces
contra el suelo y allí yació, pronto rodeada por un charco de sangre.
«Por favor, que sea Anoll quien entre en la carroza», rogó la princesa, con la
mirada fija en las tupidas cortinas de la entrada. El terciopelo se movió, y un joven
armado penetró en la carroza seguido de un hombre ensangrentado. No eran
miembros de la guardia. Alma sintió que se le Helaba la sangre.
—¡Dad un paso más y acabaréis como él! —dijo Alma desafiante, señalando
con un gesto el cuerpo que yacía ante ella.
Sus palabras no parecieron sino alentar al joven, que se acercó aún más. Aún
atrapada, Alma trató de lanzar una patada a la entrepierna del bandido, pero la
fuerte mano del joven atrapó su delgado tobillo. Lanzó su otra pierna, sufriendo la
misma fortuna. Alma sintió un relámpago de dolor en su hombro y no pudo evitar
gritar de dolor. Los rufianes estallaron en carcajadas.
—No te impacientes —dijo el bandido con una sonrisa despectiva. Con una
de sus manos agarró la única muñeca libre de la joven, empujándola contra el
suelo de la carroza y con la otra agarró violentamente su cabello. Alma agitó sus
piernas, ahora libres, tratando de patearle, pero dos de los otros hombres corrieron
a agarrarlas. Los bandidos estallaron de nuevo en carcajadas—. Ya eres mía —
susurró el joven.
Alma dirigió desafiante su mirada contra aquellos ojos negros y sintió un
torrente de sangre llenar su pecho de rabia. Decidió que prefería morir a rendirse a
aquellos rufianes. Si hacía falta le arrancaría la cara a mordiscos. Entonces oyó los
pasos de un caballo al galope avanzando hacia ellos. El cuarto bandido se dirigió a
observar de quien se trataba y tras cruzar la cortina de la carroza emitió un agudo
chillido. Los otros tres soltaron a Alma y corrieron tras él.
La princesa se encogió, apretando sus muslos contra sí. Aún estaba atrapada
a la carroza por uno de sus brazos y sintió que respiraba pesadamente. Se esforzó
por escuchar los ruidos de batalla, tratando de acallar sus propios jadeos. El ruido
del metal contra el metal, un fuerte golpe contra la carroza, y después se hizo el
silencio. A Alma le pareció que sólo podía escuchar su propia respiración, hasta
que oyó unos pasos avanzar hacia el frente de la carroza. Se oyó una espada cruzar
el viento y sintió que su brazo estaba de nuevo libre, tras lo que la princesa lo
recogió instintivamente sobre sí, llevando su otra mano contra su hombro herido.
—Vaya agradecimiento —dijo divertida una voz joven pero a la vez grave y
serena—. Desde luego los nobles no tenéis modales.
—Yo soy Alma —contestó finalmente la princesa con una sonrisa que sintió
que le salía nerviosa y artificial.
—¿Le has matado tú? —preguntó Kori con una sonrisa curiosa.
—Los caballos han vuelto a casa —dijo Kori que parecía haber leído los
pensamientos de la princesa—. Fueron hacia allí —señaló en la dirección de la que
habían venido—. Pero tu amigo no les siguió.
«La posada de Hela», pensó Alma. «Así que éste es Kori, el mirón. Y no
parece tener problema en admitirlo». Se planteó echárselo en cara, pero de nuevo
decidió mantener la boca cerrada.
—Se llama la posada del Mármol —corrigió Alma—. Y sí, ese hombre es
Anoll, el jefe de la guardia.
—Ya está —dijo Kori, sacudiéndose una mano contra la otra—. Cómo
nuevo.
—¿Por qué has hecho eso? —protestó la princesa— ¿Por qué no me has
avisado?
—Te habría dolido más —aseguró el joven—. Además, así no tiene gracia —
sonrió traviesamente.
—Aquí hay un buen sitio—dijo Kori, dejándose caer contra un enorme roble.
La princesa le imitó, sentándose con las piernas cruzadas en la hierba—. No… aquí
—repitió Kori y levantando a la princesa de su cintura, la sentó junto a él contra el
tronco del árbol—. Hay un agujero.
—Buenas noches —dijo finalmente, pese a que no creía que fuese capaz de
dormirse tan pronto.
—Buenas noches —contestó Kori, tras lo que sacó otra hogaza de pan y se
puso a comer.
Alma resopló indignada por la apatía del bárbaro y sin pensarlo salió de la
gruta y comenzó a caminar en la dirección en la que le parecía haber oído los
gritos. El ruido de unos pasos rompía ahora el silencio del bosque. Se detuvo
ocultándose tras un árbol.
Alma salió de su escondite y caminó hacia los dos chicos. Kori presionaba al
otro joven contra el tronco de un árbol, levantándole del cuello de la túnica con
una de sus grandes manos. El joven se agarraba a los brazos del bárbaro como
quien se abraza a una rama que le ha salvado de caer al vacío.
—¡Está bien! —lloró el doctor—. Viajé a Celbia hace una semana para tratar
a su Majestad, el rey de Andalia. ¡Maldita la hora! —gritó mirando al cielo. El
doctor pasaba sus pequeñas manos por los fuertes brazos que le agarraban, casi
acariciándolos, como tratando de calmar al bárbaro—. Mi diagnóstico me hizo
enemigos en la corte y fui hecho prisionero. ¡Acabo de escapar! —su voz parecía a
punto de ser cortada por el yanto—. Yo no tengo interés en intrigas de palacio,
¡sólo quiero volver a casa!
—Por favor, no me hagáis daño ¡hare lo que pidáis! —se lamentó Sildor
rompiendo en yanto—. Los soldados del reino, no sé quién dio la orden —aseguró
—. Dos días atrás me enviaron preso en esta dirección, desconozco hacia qué
destino. Por favor, tener piedad de mí.
Las palabras del joven doctor parecieron tener efecto en Kori, que le soltó
con una expresión casi de disgusto. La princesa miraba al extranjero con ojos
vacíos de compasión.
Alma dio unos pasos atrás. De repente se sintió agotada. Al fin tenía una
idea qué había ocurrido, pero su situación parecía más desesperada que nunca. Si
sus ministros estaban conspirando contra su familia, ¿qué sería de su padre y sus
hermanas? Temió que fuesen presas, tal vez de hombres crueles como los que la
atacaron el día anterior. Pero algo le decía que no era así. Si hubiesen querido
actuar de esa forma, podían haberlo hecho meses atrás, cuando el rey quedó
postrado por primera vez. «Están esperando a que se muera», pensó. «Por eso han
castigado de esta forma al doctor que desveló su enfermedad. Por eso debía
fracasar esta misión».
—Vos asegurasteis que mi padre tiene virolina —dijo Alma—, ¿estáis seguro
de que es así y de que puede curarse con el remedio de Azur?
—En ese caso iré con vosotros —decidió finalmente Sildor—. Espero que de
esa forma nuestra deuda quede saldada.
El sol aún no había salido pero su claridad comenzaba a asomar por las
llanuras del este y el cielo del bosque se tornó violeta. Los jóvenes comenzaron a
caminar por el interior del bosque a escasa distancia del camino y en dirección a la
Posada del Mármol. Pasadas varias horas escucharon a un jinete. Se tendieron
sobre el suelo y observaron desde el abrigo del bosque.
—Ya tenemos caballos —sonrió Kori—. Éste es para ti —dijo tomando a una
de las monturas de las riendas.
—Con estas monturas podremos llegar a la posada esta misma tarde —dijo
la princesa acariciando su yegua color canela.
—Venid por aquí —dijo Kori y mirando a ambos lados se dirigió a una de
las paredes de roca.
—Esa era mi habitación —señaló Alma recordando el paseo que había dado
antes de partir hace apenas dos noches.
Kori bajó con dos ágiles saltos y desde el suelo ayudó a la princesa a
descender. La tomó de nuevo la cintura y la situó frente a poca distancia frente sí.
El bárbaro fijó su mirada en la piel de la princesa que asomaba a través de su
desgarrado vestido.
—¿Alma? —dijo Hela mirando a la princesa con aire confundido—. ¡Veo que
has conocido a Kori! —rio contenta— ¿y los guardias?
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Hela que cada vez parecía más alarmada
por la situación.
—Ven, te lo explicaremos —aseguró Alma.
—La última vez que pasasteis por aquí os dirigíais a Azur —apuntó Hela—.
¿No pensaréis regresar?
—No creo que sea ayudaros el facilitar que os dirijáis a vuestra muerte —
aseguró la doncella—. Dejadme que lo piense.
—No tenemos mucho tiempo —dijo Alma mirando a los azules ojos de la
joven.
Los tres compañeros se sentaron en el claro. Kori les ofreció una especia de
cerveza amarga y densa que llevaba en una saca de cuero. Sildor olfateó el líquido
y se alejó con gesto asqueado, pero Alma decidió probarlo. Tras la agitada noche y
dos cazos de aquella bebida, no tardó en quedarse dormida. La despertó una mano
agitando su brazo.
—Ha llegado gente a la posada —dijo Sildor, que con aquella raída túnica y
el pelo despeinado parecía un mendigo—. Vamos a acercarnos a observar.
Los compañeros avanzaron con sigilo hasta regresar al extremo del bosque.
Media docena de nuevos caballos se esperaban pastando en el abrevadero, algunos
de ellos con corazas. Se escuchó un grito en el interior de la posada y varios golpes.
Dos hombres salieron corriendo y tomando dos de los caballos huyeron por el
camino a la ciudad de Celbia. Una voz femenina gritó de nuevo.
—Esas corazas valen mucho dinero —susurró Kori asomándose, tras lo que
empujó la pesada puerta de madera.
Los otros dos hombres corrieron hacía la princesa y el doctor. Alma alzó su
espada tratando de cubrirse de los posibles golpes. Oyó un silbido cruzar su oreja
y una segunda saeta voló hasta la garganta de uno de los bandidos, lanzándolo
hacia atrás del impacto. El último bandolero alzó su espada para asestar un golpe a
la princesa, que consiguió rechazarlo a duras penas sujetando su sable por la
empuñadura y el lado romo del filo. El guerrero se dispuso a lanzar un segundo
golpe cuando la punta de un estoque asomó por su garganta. Hela le había seguido
y clavado su aceró en la nuca, tras lo que corrió a atender a su padrastro. Para
entonces Kori había derribado a un segundo soldado y parecía jugar con el último,
bailando ágilmente a su alrededor. El hombre se lanzó hacia el bárbaro y sin poder
llegar a levantar su espada, fue derribado por el joven.
—Ha sido una suerte que estuvieseis aquí —dijo Hela poniéndose en pie—.
Gracias por venir en nuestra ayuda.
—Ha dicho que iba a buscar algo de caza para la comida —dijo Hela,
adivinando la preocupación de la princesa—. Dice estar cansado de queso y pan.
El agua del arroyo estaba tan fría que Alma sintió que le cortaba la piel, pero
tras secarse la cara con su capa el frío dio paso a una sensación vigorizante. Llenó
la media alforja que habían vaciado el día anterior y caminó unos metros lecho
abajo. Allí encontró un remanso en el que las aguas corrían más calmadas. Dejó las
alforjas contra el suelo y tras quitarse las botas metió sus pequeños pies en el agua
del río. El frío apretaba contra sus tobillos como si alguien los estuviese
comprimiendo entre sus heladas manos. Alma disfrutó aquella sensación y sin
pensarlo más dejó caer la capa sobre sus hombros y subiéndose la túnica se
desnudó. De un salto, se metió en la poza hasta el cuello. Las gélidas aguas
atacaban su piel como una ducha de alfileres de hielo. Su boca se abrió y jadeó. Se
esforzaba por tomar aire en contracciones casi violentas de su pecho, mientras
daba saltitos en el agua casi de forma involuntaria. Comenzó a reír. Aquella
sensación de incomodidad, casi de dolor, le hacía sentir increíblemente viva y llena
de energía. Se propuso permanecer un poco más en las heladas aguas y quitándose
las enaguas, comenzó a lavarlas frotándolas contra una de las rocas del lecho.
Sintió que comenzaba a tiritar violentamente y decidió salir.
—Me temo que en las actuales circunstancias también estará guardada por
soldados enemigos —dijo Sildor, que de nuevo estaba revisando la colección de
plantas de Kori.
—Ya se nos ocurrirá algo —contestó Kori, volteando los pollos sobre el
fuego.
La piel de los pollos tomó el color del bronce y el aroma del asado llenó el
ambiente. Kori decidió que ya estaban preparados y los dividió con el filo del
estoque. Alma pensó que con su ración podría alimentarse dos días enteros.
Comían acompañándose de pan y vino ligero, arrancando los pedazos de carne del
hueso con las manos. Tal vez por efecto del hambre, a Alma le pareció que nunca
había comido algo tan delicioso. Pudo acabarse un muslo, contra muslo y parte de
la pechuga hasta sentir que no podía dar un bocado más. Para entonces Kori se
había acabado su medio pollo y aún parecía hambriento, lamiéndose los dedos,
por lo que la princesa decidió darle el resto del suyo. Los otros guardaron sus
restos en un mendrugo a modo de bocadillo. Retomaron sus monturas y
continuaron el viaje.
El bosque se tornó aún más cerrado, haciendo que los caballos tuviesen que
zigzaguear frecuentemente para esquivar los troncos de los árboles. El suelo estaba
casi desnudo de vegetación, sólo cubierto por los restos de las hojas del pasado
otoño. Aquella zona era más fresca y húmeda por lo que la princesa y Hela se
cubrieron con sus capas de piel.
—Deberíamos pensar una coartada sobre quien somos —pensó en voz alta
la princesa—. Por si acaso nos pregunta alguien.
—Si alguien nos encuentra en este bosque, es poco probable que nos
ofrezcan explicar nuestra coartada —comentó Hela—. Pero si es necesario yo diré
que soy vuestra doncella.
El sol aún no se había ocultado cuando Kori dijo oír el sonido del río. Se
acercaron despacio, hasta ver entre los troncos las mansas aguas del Lanos, que en
ese tramo parecía una alfombra de cristal verde. Hela concluyó que se habían
desviado un poco hacia el sur, por lo que tenían que continuar un poco más
corriente arriba hasta llegar al puente. Una vez allí tendrían que negociar con la
guardia, enfrentarse a ellos o pasar inadvertidos. «Ya veremos», aseguró Kori
confiado. No tardaron en avistar la atalaya, que se elevaba en su misma margen
del río pasado un meandro. Ataron los caballos a unos árboles alejados del río para
que no pudieran ser divisados y continuaron a pie. El sol se ocultaba ya entre las
cimas del oeste, que formaban la frontera entre Azur y las secas tierras de
Novanda, recordó haber leído Alma en el diario de viaje de su hermana. Las luces
de la torre ya estaban encendidas y tres caballos pastaban a su pie.
—Bueno, pues vamos, que se hace de noche —dijo Kori—. Tú por si acaso
mantén el arma cargada—recordó de nuevo al doctor.
Los dos guardias se miraron y llamaron a un tercero, que bajó por las
escaleras y observó a los viajeros durante unos segundos. Era de baja estatura pero
su armadura y casco eran mejores que los de los otros. Debía tratarse de algún tipo
de oficial.
—El pago por el paso son dos monedas de oro por persona —dijo finalmente
el oficial—. Además debéis dejar aquí cualquier bien comerciable. Nosotros los
guardaremos hasta vuestro regreso.
Los dos soldados se miraron. El del parche trató de hacer amago de alcanzar
la espalda, pero el oficial se lo impidió. A Alma le pareció que miraba a Kori a
través del yelmo.
—Está claro que no son soldados del reino —dijo Alma mientras movía las
hojas podridas del suelo con su botas.
En ese momento oyeron el silbido de una saeta. Hela se tiró al suelo y Kori
corrió de vuelta a la torre desenfundando su espada.
Alma siguió su consejo y se tiró boca abajo al suelo de hojas. Sildor giró la
llave de la ballesta y colocó una saeta en el canal. «Ha sido él», concluyó la
princesa. Se oía el ruido de espadas. Se agachó hacia la linde del bosque,
colocándose junto al doctor.
—¿Qué? —gritó la princesa y sin que pudiese protestar vio al hombre del
parche saltar sobre ellos.
—Estáis locos —protestó Alma avanzando hacia Sildor—. Los dos —se giró
de nuevo a Kori.
—Me llamo Sildor —protestó el doctor—. ¿Es que aún no sabes ni nombre?
—¿Por qué has atacado sin avisar? —reprochó Hela a Sildor, aun
sacudiéndose las hojas de la túnica.
Caminaron con cuidado hacia la torre, temiendo que hubiese alguien más.
Kori revisó el interior, tras lo cual invitó al resto de compañeros a subir. Las
escaleras recorrían varios pisos. En el primero había un amplio puesto para hacer
guardia y algunas armas, mientras que en los pisos superiores se sucedían camas
acolchadas para los soldados. Alma pensó que en sus buenos tiempos aquella
atalaya debía haber guarnecido al menos una docena de hombres. En el piso más
alto estaba la armería, que parecía haber sido desvalijada por completo. Finalmente
llegaron a la azotea y se asomaron entre las almenas. Desde allí se veía el puente y
las atalayas que lo defendían desde la otra rivera, ya en el reino de Azur. Se
escuchaban voces y risas desde la otra orilla y a través de las atalayas se intuían las
sombras de numerosos soldados.
Kori apoyó la coraza sobre los hombros de la joven y Alma sintió como su
un hombre se hubiese sentado en sus hombros.
El bárbaro cubrió los delgados brazos de Alma con las protecciones del
oficial. El hombre apenas había superado en estatura a la princesa, pero sus brazos
eran varias veces más anchos que los de la joven. Alma tuvo que arremangarse la
túnica para que las protecciones no se cayesen. Finalmente Kori cubrió el rostro de
la princesa con el yelmo y le dedicó un saludo militar.
—No se hable más —dijo Kori que ya portaba una soga en sus manos.
Caminó hacia el doctor y pese a una leve resistencia le ató las manos a la espalda
—. Hela, ahora te encargas tú de la ballesta —dijo entregándole el arma.
—Ya vienen —susurró Alma—. Será mejor que hables tú, Kori.
—No creo que sea buena idea —contestó Hela, cuya voz sonaba metálica y
amortiguada a través del yelmo—. Aunque ya hablas muy bien, aún se te nota el
acento —dijo dirigiéndose al bárbaro.
—Yo debería haber sido el guardia y Alma la prisionera —protestó Sildor,
frotando incómodo ambos brazos en su espalda.
—Tú hablas peor —contestó Kori reteniendo con sus brazos las ataduras del
doctor—. Yo apenas te entiendo.
Los guardias subieron la rampa del puente hasta llegar a su atura. Uno de
ellos levantó el brazo en gesto de saludo.
—No —contestó en un tono todo lo grave que pudo, en lo que sonó como la
imitación del rugido de un monstruo por parte de un niño—. Traemos algo.
Los jóvenes se pararon frente a los guardias. A esa distancia podían ver sus
caras con claridad. «¡Es una mujer!», pensó la princesa. Los otros dos soldados
esperaban con las manos preparadas sobre la empuñadura de sus armas.
—«El asesino del parche» —rio la joven soldado acercándose hacia los
compañeros—. Tus fechorías son bien conocidas a este lado del puente —se detuvo
unos segundos, examinando al grupo con una expresión de admiración—. Así que
vosotros sois la guardia del otro lado.
—Tal vez quieras discutirlo con nuestro cirujano —dijo Yina con una sonrisa
perversa—. Le llamamos «crujidos».
—Además tus modales han cambiado. ¡Se diría que hablas como una niña!
—gritó molesto el borracho.
—No te preocupes —se dirigió Kori a Hela ignorando la petición del doctor
—, parece una buena guerrera.
Kori miró al doctor con aire reprobatorio. Yina permanecía allí, con la frente
apoyada contra las hojas del suelo. En la oscuridad del bosque su corta melena
negra hacía casi invisible su cabeza.
Hela y Sildor se miraron con gesto confundido. Kori asentía con gesto
satisfecho y las manos apoyadas en la cintura.
—Es una mercenaria —protestó Sildor con la mirada fija en la joven—. ¿Qué
valor tiene su palabra?
—No creo que sea una buena idea —reconoció Hela con voz temblorosa—.
No me parece de fiar.
—Le llaman «Zhoghal piel suave» —interrumpió Sildor entornando los ojos.
—Su nombre es Sildor, tal como te dijimos. Ella es Hela, experta en… estos
caminos —improvisó la princesa—. Y ya conoces a Kori, gran guerrero bárbaro.
—No personalmente, pero el asesino del parche es bien conocido a este lado
del río —aseguró la mercenaria.
—Así que hay que robar algo —dijo Yina acariciándose la barbilla—. ¿Tal
vez algo que pertenece a quien gobierna estas tierras? —preguntó examinando uno
a uno el rostro de los compañeros— ¡Está bien! —exclamó finalmente— Nunca me
ha gustado ese loco.
—No puedo darte más detalles —dijo Alma tratando de zanjar el asunto.
Los compañeros caminaron hasta que la luna creciente se elevó ente los
árboles, su luz iluminaba la hierba del claro donde se detuvieron. La noche no era
fría, por lo que decidieron no encender fuego alguno. Kori se sentó al refugio del
ancho tronco de un sauce, e invitó a Alma con un gesto a descansar a su lado. La
princesa se sentó a su derecha y el bárbaro la acercó hacia sí rodeando con su brazo
la cintura de la joven. El abrazo de Kori sorprendió a la princesa, que no obstante
no protestó. Ya se había acostumbrado a dormir en el regazo de Kori. Al fin y al
cabo era mejor que hacerlo sobre el frío suelo del bosque.
—Dicen que en verano aquí se ven más estrellas que en mis tierras —
comentó Kori, posando su mano sobre el brazo de Alma—. Estrellas que para
nosotros nunca llegan a elevarse sobre los montes.
—Unos años más cerca, otros más lejos —contestó Kori. La Luna se reflejaba
en su rostro, marcando la curva de su mandíbula y dando un tono plateado a su
rebelde melena.
—Cierto… olvide que sois nómadas —reconoció Alma—. Debe ser difícil no
tener casa fija —se arropó con la capa—. Siempre de un lado a otro.
—¿Tan mal este parece esto? —dijo el bárbaro, señalando el claro del bosque
con una cálida sonrisa.
—No puedo revelaros mi misión principal, pero no son órdenes del canciller
Margos sino de la Corona.
Alma recordó la reunión del Consejo en la que se había decidido el viaje. Las
instrucciones de Lendra habían sido claras: Anoll se aseguraría de que la misión
llegaría a buen puerto y protegería a Alma en todo momento. En lugar de eso, la
había abandonado en manos de asesinos y violadores.
—Si quieres que te crea vas a tener que hablar —decidió la princesa—. De lo
contrario te ataremos y proseguiremos nuestro camino.
Nadie parecía querer ser el primero en bajar la espada. Alma trataba de dar
sentido las palabras del jefe de la guardia. ¿Qué misión podía haberle
encomendado su hermana? ¿Y por qué querría Lendra exiliar a Sildor?
—No me gusta su cara —dijo Yina frunciendo el ceño—. Más fría que el filo
de su espada.
—¡Rescatarla! —rio Yina—. Este hombre no sabe con quién está hablando.
Nada cuadraba, Anoll tenía que estar mintiendo. Pero lo cierto es que lo que
decía el caballero tenía sentido, y a Alma le parecía escuchar una vocecilla al fondo
de su cabeza decirle que confiase en él. ¿Qué podía saber Lendra que ella no
supiese?
—No puedo deciros nada —repitió Anoll—. Haced lo que creáis oportuno.
Alma calló pensativa. Yina miraba atenta a la princesa mientras que Kori
bajo la espada, como si adivinase los pensamientos de la joven.
—Si ves a mi hermana antes que yo dile que estoy bien —pidió la princesa,
ignorando al doctor.
—Así lo haré —aseguró Anoll y desapareció en la oscuridad del bosque.
—¡Es una locura! —Sildor parecía cada vez más molesto—. Sabes que
miente, ¿por qué le dejas escapar?
—Solo tú y el doctor —río Kori—. Yina y Hela han ido a buscar frutos para
el desayuno y a lavarse.
—Es que me gusta verte dormir —sonrió Kori guiñando un ojo—. Vamos,
despertemos al médico y preparemos la partida.
—Yina dice saber llegar hasta Azur sin necesidad de seguir el camino —
aseguró Hela mostrando los frutos recogidos—. El bosque negro nos deja a medio
día de camino de la capital.
—«¡Le voy a arrancar los ojos! » —se escuchó decir a una de las voces, ronca
pero aguda.
—«Como chillaba la muy guarra» —rio otra de las voces, más grave pero
igualmente ronca.
—¡Qué coño! —gritó el primer hombre, un señor bajito con bigote que
portaba una alabarda y un casco acabado en pico.
Hela bajó de su rama con un ágil salto y los demás compañeros salieron
lentamente de sus escondites. Sildor los miraba con aire reprobatorio.
—En Azur podré robar algo —dijo Yina arrancando un trozo de carne con
sus blancos dientes.
—¡Eso! —golpeó Yina el suelo con el puño—. Mucho quejarte para ser un
inútil.
—Ojalá fuese a un más grande —afirmo Yina, que se ayudaba de una rama a
modo de cayado—. Ojalá nos llevase a las mismas puertas de Azur.
Las nubes de despejaron y el sol ya amenazaba con esconderse tras las copas
de los árboles. Yina encabezaba el grupo, seguida por Hela que se esforzaba por
igualar su ritmo. Alma las seguía a poca distancia, distraída en sus pensamientos.
Pensaba en Azur y en lo improvisado e la misión. Entonces le pareció escuchar el
ruido del agua correr.
—¡Al fin! —clamó Hela alzando los brazos—. Estoy deseando darme un
baño.
—¿Tú también? —río Alma—. No he dicho nada, pero llevo todo el camino
pensando en lo mismo.
—En ese caso tengo aún mejores noticias —dijo Yina girándose hacia las
jóvenes. Una sonrisa cómplice se dibujó en su cara—. Hay otro motivo por el que
quería que nos detuviésemos aquí. Tras esa colina —señaló un pequeño cerro a su
derecha— hay unas aguas termales.
El estanque de aguas termales era poco más que un pequeño remanso del
arroyo que se había formado entre las rocas de la ladera de la colina. Las aguas
hervían en la zona más cercana a la roca, descendiendo su temperatura según se
acercaban al arroyo. Alma tentó la temperatura con la punta de su pequeño pie
hasta que en encontrar el punto dónde el agua estaba perfecta. Dejó sus ropajes
colgados de la rama de un árbol cercano y se introdujo en el estanque. Sus dos
compañeras la miraban con curiosidad. Tras verla sumergir la cabeza, siguieron
sus pasos y tras desnudarse se bañaron junto a ella.
—Yo ahora estoy bien —contestó Alma con los ojos casi cerrados—.
¿Quieres tú, Yina?
Alma cerró los ojos. Escuchaba la brisa acariciar las hojas recién salidas de
los árboles y los pájaros llamándose, como avisándose unos a otros del fin de la
jornada. El viento era ya fresco y al rozar su cara contrastaba con el calor del vapor
de las aguas. En sus parpados cerrados sentía la luz rojiza de la puesta del sol.
Pensó que nunca había estado en un lugar tan idílico. Los cuidados jardines y las
adornadas salas de los palacios de Celbia y Baladón palidecían ante aquel lugar.
Tras lo que pareció un instante una voz las llamó desde la cima de la colina.
—Venga, ¡salid ya! —exigió Kori agitando la mano—. ¡Ahora nos toca a
nosotros!
Las jóvenes salieron y corrieron a cubrirse con sus capas. A Alma le pareció
que la fresca brisa del bosque sentía como un helado látigo en su piel,
acostumbrada ya al calor de las aguas termales. Yina tiritaba visiblemente bajo su
fina capa de cordero. Al verlo, Hela corrió hacia ella y la cubrió entre sus brazos
bajo su capa de piel de bisonte.
—El fuego está listo —dijo Kori levantándose—. Tenéis que despellejarlos,
destriparlos y cocerlos —aseguró señalando a los conejos—. ¿Sabéis hacerlo?
—No hay caza perdida, sino la liebre asada y la perdiz cocida —señaló Hela—. Sí
—se dirigió a Kori—, yo puedo hacerlo.
Hela preparó con habilidad los conejos, manejando la afilada daga con
agilidad. Yina observaba con curiosidad las maniobras de la joven,
sorprendiéndose por lo fácil que parecía resultarle.
Kori tomó una de la sus bolsas y sacó la oscura esfera que había robado en la
atalaya del Lanos. Alma se acercó a examinarla. Se trataba de un objeto metálico y
hueco y en su interior parecía haber pequeñas piezas más pequeñas. Kori se
encogió de hombros y lo guardó de nuevo en su bolsa.
La oscuridad era ya total en el bosque, tan sólo desafiada por el calor de las
llamas y el brillo de las estrellas. Sildor se apresuró a tomar un lugar frente al
fuego para dormir, cubriendo con su cuerpo la mitad del espacio disponible. Yina
invitó a Hela a compartir sus capas. La mercenaria, normalmente desafiante y
grosera, se mostraba sumisa y tímida ante la joven doncella, cambiando su tono de
voz a lo que parecía una súplica avergonzada. Hela pareció aceptar de buena gana
y tras tumbarse al otro lado de la agonizante hoguera rodeó a Yina entre sus
brazos, cubriéndose por completo con ambas capas. Alma pensó que de alguna
forma, ambas jóvenes le recordaban a sus hermanas.
Kori tendió uno de sus fuertes brazos bajo la cabeza de Alma, cubriendo con
él la espalda de la joven. Con su otro brazo rodeó el cuerpo de la princesa,
presionándolo con firmeza contra sí. Alma sintió aquellos fuertes dedos
acariciando su nuca. Uno a uno la recorrían, enredándose en su cabello y bajando
hasta sus hombros. Sentía en su rostro el calor del cuerpo de Kori y podía escuchar
los latidos de su corazón. Alma se sintió diminuta frente al cuerpo del bárbaro y
llevando su brazo a la cintura del joven se apretó contra él. Trató de enlazar sus
delgadas piernas entre los fuertes cuádriceps del bárbaro. Adivinando sus
intenciones, Kori separó levemente los muslos, acogiendo entre ellos una
afortunada pierna, que comenzó a acariciar lentamente entre las suyas. Aquel
abrazo se sentía tan íntimo, que Alma sintió que traía recuerdos de su niñez. De
noches pasadas en brazos de su madre, bajo el calor de las sábanas, protegida de
todo peligro. Abrió la boca y besó la túnica del bárbaro. Elevó la cara buscando la
piel del joven y encontrando su cuello lo beso con suavidad, queriendo sentir entre
sus labios el calor de su cuerpo, aspirando en cada respiración el olor de su piel.
Kori respondió apretando su abrazo y bajando sus labios sobre la cabeza de la
joven, cuya parte superior besó y besó, mientras su mano seguía recorriendo su
nuca. Alma no tardó en quedar dormida, rendida en aquel abrazo.
La princesa se despertó al sentir los rayos del sol golpeando sus párpados.
Palpó con su brazo buscando el cuerpo de Kori, pero ya no estaba con ella. Suposo
que se debía haberse levantado. Abrió los ojos, pero sólo estaban Yina y Sildor. El
doctor removía las cenizas de la hoguera con un palo, mientras que Yina revisaba
el interior de su hatillo como buscando algo.
—Hela decía que apenas quedaban hierbas para cocinar así que se ha ido
con Kori a buscar más —respondió Yina distraída en su búsqueda.
—No hace falta, dámelas y te las lavo yo —se ofreció Yina recogiendo el
hatillo—. Así mientras tanto puedes ir desayunando.
—Tal vez la parejita traiga algo mejor que eso —dijo Sildor señalando la
mantequilla—. Al bárbaro se le da bien matar cosas.
—Vamos, tienes que haberte dado cuenta —aseguró el doctor—. ¿No has
visto como le mira Hela?
—Bueno —dijo arrogante Sildor—. Digamos que ayer durante nuestro baño
descubrí algunas cosas sobre nuestro bárbaro amigo.
—Hay temas que no pueden discutirse con una princesa —dijo socarrón
Sildor—. Pero diré una cosa: apuesto a que ahora mismo Kori está arrancando más
de un suspiro del cuerpo de esa jovencita.
—Tal vez, por el precio indicado —sugirió Yina—. Una moneda de plata por
cada uno de nosotros. Cinco en total.
Ya caía el sol cuando los muros de Azur se presentaron frente a ellos: altas
paredes de piedra marrón claro de aspecto antiguo y robusto. Dos torres cilíndricas
guardaban la puerta sur de la ciudad, rematadas por tejados de piedra pizarra
azul.
—Aquí acaba nuestra escolta —dijo Alma bajando del carro de un salto.
—Estuve a esto —dijo acercando dos de sus dedos — de convertir todo esto
en un burdel. De no haber tenido una hija lo habría hecho.
Alma se tendió en una de las camas. Pese a haber caminado menos que otros
días estaba agotada. Se sentía triste y de alguna forma estúpida. Estúpida por
dejarse engañar, por haberse dejado herir por quien al fin y al cabo era un
desconocido. Estúpida por haber dejado que afectase a su juicio, por haberse
lanzado a aquellos bandidos. «Podían haberme matado», pensó.
—No tengo hambre —mintió Alma sin retirar la mirada del techo.
Las jóvenes salieron de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. «Se siente
culpable», quiso pensar Alma. Quería estar enfadada, pero lo cierto es que sólo
conseguía sentirse cada vez peor consigo misma. «No tengo derecho a enfadarme»
reconoció la princesa «pero no puedo evitarlo». Con estos pensamientos y el rugir
de su estómago cayó dormida.
—Kori venía sólo a por pan —dijo la doncella—. Yo… —dijo con un hilo de
voz— yo tenía la esperanza de que si le atraía con comida… se terminaría
acostumbrando a mí —reconoció avergonzada—. De que tal vez me tomase cariño.
—Sigue dormida —dijo Hela, peinando con sus dedos los negros cabellos de
la joven—. Normal, ayer se bebió media taberna.
—No sé, no están —respondió Yina con voz agotada, dejándose caer en la
boca arriba en el colchón de plumas.
Entraron, está vez con precaución, en la habitación de los chicos. Era cierto,
no estaban. Una de las camas ni si quiera había sido deshecha.
—Kori sabe cuidar de sí mismo y Sildor… —dijo Yina, aun tenida en la cama
con los ojos cerrados— Sildor ya volverá. —La mercenaria parecía estar pasándolo
mal y seguramente agradecía tener algo más de tiempo para descansar.
Alma no podía dejar de mirar a la puerta con gesto de preocupación. Tal vez
tras su estúpido enfado de ayer, Kori se había cansado de ella. No podía evitar
preguntarse si se habría marchado para siempre.
Las tres jóvenes corrieron hacia las escaleras. Alma escuchaba los pasos de
los guardias acercarse cada vez más. Entraron en el dormitorio y atrancaron la
puerta. Los hombres aporreaban la madera con sus armas.
—¡Abrid la puerta! —exigió uno de los solados—. ¡Abrid en nombre del rey!
—¡Salid por ahí! —dijo Yina señalando una de las altas ventanas—. Vamos,
¡corred!—. La joven desenfundo su espada y encaró hacia la puerta.
Alma tuvo que usar todas sus fuerzas para no caerse boca abajo, y conseguir
elevar a su amiga en el aire. En ese momento la puerta cayó. Al menos diez
soldados entraron en la habitación, rodeando con sus espadas a la mercenaria.
—¡Yina! —grito Hela en un aullido rasgado—. ¡Yina! —lloró.
Alma tomó a Hela del brazo y sin pensarlo más corrió hasta el siguiente
tejado. Los amargos sollozos de la joven se clavaban en su corazón como puñales.
Saltaron un tejado tras otro. Las casas de Azur parecían haber sido
construidas sin orden ninguno y muchas calles apenas eran lo suficientemente
anchas para permitir el paso de un adulto. Los tejados de piedra dieron paso a
otros de ladrillo, luego de madera y finalmente de paja y adobe. Pronto se
adentraron en lo que parecía la peor parte de la ciudad. Los techos allí eran tan
endebles que estuvieron a punto de caer a través de uno de ellos hasta una de las
casas. Decidieron volver a tierra firme.
Lo cierto es que Alma no tenía ni idea de qué hacer. Habían perdido a casi
todos sus compañeros y parecían estar en una de las peores partes de una ciudad
enemiga. No tenían provisiones. Ni si quiera habían podido coger sus capas. Tan
sólo tenían sus túnicas, sus armas y cuatro monedas de plata. Alma miró a su
alrededor en busca de alguna salida. Entonces sintió que una fuerte mano agarraba
su hombro. Alma se giró alarmada.
—¡Kori! —gritó la princesa—. ¡Kori! —se abrazó al bárbaro con todas sus
fuerzas.
—Shhhhh —pidió silencio el bárbaro tapando su boca con la mano—. ¿Qué
estáis haciendo aquí? —preguntó mirando a la desconsolada Hela—. ¿Qué ha
pasado?
El bárbaro explicó su plan a las jóvenes, que hicieron lo que pudieron para
prestarle atención. Aparentemente, el palacio de Azur no tenía mazmorras ni
sótanos, si no que los tesoros así como los prisioneros se guardaban en la enorme
torre del homenaje, a la que sólo podía accederse desde el interior del palacio.
—No —contestó él—. Fue por esto —dijo enseñando de nuevo el oscuro
objeto.
—¿Y cómo se supone que funciona esa cosa? —preguntó Alma levantándose
para examinar la esfera.
—Ten cuidado —dijo Kori alejándolo de la princesa—. Tan sólo hay que
poner un pequeño fuego aquí —señaló un pequeño cordel que salía del objeto— y
esperar. Y alejarse. Alejarse mucho.
—No suena nada creíble —dijo escéptica Alma—. ¿Quién te ha contado ese
royo?
Hela se levantó y aún con lágrimas en los ojos tomó al bárbaro de los
hombros.
—Has dicho que en esa torre también se mantiene a los prisioneros —dijo
Hela. Sus ojos enrojecidos contrastaban con el azul de sus iris.
—Esperadme aquí —dijo Kori apuntando un rincón tras una pila de barriles
—. Yo iré a conseguir lo que necesitamos. ¿Tienes aún las monedas? —preguntó a
la princesa.
—Es sólo una niña —repitió Hela con la mirada pérdida—. Una niña.
—Con esto no tendremos problema para subir —aseguró Kori dejando caer
su carga al suelo.
—¿Es eso lo que tenemos que escalar? —preguntó Alma señalando una torre
la más altas de las torres del palacio, que se elevaba imponente entre los tejados de
la ciudad.
—Eso mismo —confirmó Kori—. Su cara posterior da al barrio de los
comerciantes. Será allí desde donde subiremos.
—En esa parte de la ciudad hay patrullas periódicas cada hora —contestó el
bárbaro, que parecía haber indagado todos los detalles—. Esperaremos a que
pasen de largo para comenzar a subir.
Alma miró la enorme torre con aire dubitativo. Sintió que se le encogía el
corazón.
—No es tan difícil —aseguró el bárbaro—. Yo subiré por la roca y una vez
esté arriba os tenderé la cuerda —dijo señalando sus aparejos—. Antes de que te
des cuenta estarás arriba.
El palacio de Azur se mostraba inmenso ante ellos, cada vez más imponente
según avanzaban cuesta arriba. Alma no podía retirar la mirada de aquella
gigantesca torre cilíndrica. Cada vez que se imaginaba trepando la piedra marrón
de aquella monstruosidad sentía la sangre abandonar su cara.
—Una hora —confirmó Kori—, será mejor que nos demos prisa.
Kori corrió en cuclillas hacia la base de la torre. Las jóvenes hicieron amago
de seguirle, pero el bárbaro les indicó con un gesto de su mano que permaneciesen
allí.
La luna salió entre los tejados y Alma trató de aprovechar su escasa luz para
encontrar alguna pista del bárbaro. Estaba observando la torre, cuando escuchó de
nuevo unos pasos entrar en la plaza. Se apretó junto a Hela contra la pared del
callejón. Los guardas repitieron su recorrido anterior, deteniéndose de nuevo en el
centro de la plaza hasta perderse en una de las calles. «Ha pasado una hora», pensó
Alma. Entonces, vio un bulto caer de la torre y el sonido de un objeto blando
chocar contra el suelo. Alma sintió que el corazón se le caía a los pies. Corrió hacia
el lugar de origen del ruido y pronto suspiro de alivio. Se trataba de uno de los
sacos de cuero de Kori, ya vacío y atado a uno de los extremos de la cuerda. Trató
de ver a dónde conducía pero la negrura ocultaba la torre más allá de unos pocos
metros. Tiró suavemente de la cuerda y le pareció que estaba atada. Tras invitar
con un gesto a que Hela la siguiese, comenzó a trepar el cordel usando los nudos
repartidos por su longitud a modo de escalones.
El bárbaro ayudó a las chicas a deshacerse del arnés, tras lo cual corrieron
hacia el lugar de la explosión. A Alma le pareció que el aire olía de una forma
particular, como a humo y madera, pero también algo que la princesa no conseguía
identificar. Afortunadamente la cornisa había soportado el estruendo y pudieron
caminar hacia el boquete que había dejado la explosión. La elegante mesa que
debía haber presidido la estancia se encontraba estrellada contra la puerta. Kori la
apartó de un golpe y abrió el portón. Un oscuro pasillo apareció frente a ellos.
—¿Y qué forma dices que tiene la medicina esa? —dijo tomando una maza
dorada con afiladas puntas de diamante.
Alma examinó los distintos objetos, tratando de buscar algo que pudiese ser
el remedio, mientras Kori aprovechaba para llenar su bolsa con multitud de joyas y
dagas empedradas.
—No creo que esté en esta sala —pensó en voz alta la princesa.
Oyeron unos pasos correr hacia ellos. Kori se armó con su espada a una
mano y su recién adquirida maza en la otra. Alma tomó su sable y un pesado
escudo empedrado de la colección. «¡Lo tengo!», oyeron gritar. Era la voz de Hela.
La doncella entró apresurada en la sala.
—Ten cuidado con eso —le pidió a Hela la princesa, nerviosa por la cercanía
del arma.
Las chicas siguieron a Kori al interior. La primera sala parecía ser el refugio
de la guardia y había armas y algo de comida. Avanzaron por las mazmorras y
pronto llegaron al área de las celdas. De nuevo sintieron el olor pestilente que
habían notado a través de las ventanas. Alma y Hela se taparon la boca con la
capucha de las túnicas. Un viejo prisionero se acercó a la reja y les observó con ojos
vidriosos.
Alma se detuvo frente a la celda del anciano y tras probar con varias llaves
consiguió abrir su puerta. Los presos de otras celdas comenzaron a acercarse a las
rejas, y a pedir a gritos que les sacasen.
La doncella cortó las cuerdas y Yina se desplomó sobre ella, con lo que
ambas cayeron al suelo de la celda. Hela abrazó a la mercenaria entre sus brazos,
acariciando y besando su frente y cabello.
—Ya vienen —dijo apuntando con sus armas a la puerta—. Son muchos.
Alma, abre las celdas.
Alma comenzó a abrir las distintas rejas. Pronto encontró una cierta lógica
entre la posición de las llaves y las distintas celdas, así que pudo abrirlas con
rapidez. Algunos de los prisioneros corrían hacia la salida mientras que otros
apenas podían arrastrarse. El olor de sus cuerpos hacía obvias las penurias que
habían tenido que atravesar.
—Tú debes ser Zhoghal —apuntó uno de los hombres que parecía estar en
mejor estado físico—. Vuestra amiga no paraba de asegurar que harías pagar cara
su captura.
—Ella es Zhoghal —dijo la maltrecha Yina señalando a la princesa. Pese a su
penoso estado, la mercenaria se había apresurado a tomar una de las espadas y
parecía lista para combatir—. Zhoghal piel suave.
—No creo que puedan con los guardias —consideró Alma, asomándose
escaleras abajo.
—¡Ahora! —dijo— y sin esperar más, apretó a Yina contra sí y bajó a la calle
de un salto.
Alma y Hela le siguieron. Avanzaron por una calle que descendía hacia la
muralla hasta perderse en un callejón lateral. Allí Kori ayudó a las chicas a subir de
nuevo al tejado de una de las casas cercanas. El ajetreo parecía haber despertado a
los vecinos y cada vez más y más luces asomaban por las contraventanas abiertas
de las casas. Los jóvenes avanzaron de tejado en tejado hasta llegar al límite de la
muralla, a la que consiguieron acceder a través de uno de los tejados más elevados.
—Ya casi estamos —dijo Kori, atando la cuerda a una de las almenas—. Por
aquí —señaló la cuerda invitando a las chicas a bajar.
—Creo que ya puedo sola —dijo Yina, soltándose del regazo de Kori.
Kori agarró su escudo pero a Alma le parecía que apenas lo elevaba por
encima de su cabeza. Inmediatamente Yina se lo quitó de las manos y lo elevó con
firmeza, cubriendo a ambos con él. Corrieron hacia la campiña cercana, entre las
cabañas abandonadas y los corrales vacíos. Temían que guardias a caballo saliesen
en su búsqueda por lo que siguieron corriendo durante horas hasta alcanzar de
nuevo el bosque. Pretendían seguir avanzando bosque adentro cuando Kori se
desplomó contra uno de los árboles. Alma corrió hacia él alarmada.
—¡Dos flechas! —repitió alarmada Alma—. ¿Por qué no has dicho nada?
Déjame que te vea.
Alma se acercó al bárbaro y examinó su cuerpo con los dedos. Tenía una
flecha atravesada en el hombro ¿cómo no se había dado cuenta? La otra flecha
había desaparecido, pero pronto vio un profundo arañazo atravesando la espalda
del joven. Tenía los ropajes cubiertos de sangre.
—Kori, por favor —dijo Alma en tono lastimero—. Kori, estás malherido.
Alma cortó la cola de la flecha con su sable y tiró de la punta que asomaba
para sacar el resto de la saeta del cuerpo de Kori. Arrugó su túnica y presionó
contra la herida para evitar que sangrase más. Hela observaba el cuerpo de Yina,
tratando de asegurarse que ella no estuviese herida. La joven protestó ante el tacto
de las manos de la doncella en su espalda.
Hela siguió las instrucciones del bárbaro y aplicó aquel líquido en la túnica
de Alma. Olía a hojas frescas y al rocío de la mañana. Alma recorrió con su túnica
las heridas del bárbaro, que cerraba los ojos y apretaba los dientes al contacto de la
húmeda tela. El tacto de la leche parecía dolerle pero insistió en que Alma
continuase.
Hela tumbó a Yina boca abajo y sentándose a horcajadas sobre sus caderas
desnudó su espalda. Incluso ante la tenue luz de la luna se mostraba enrojecida, y
las afiladas marcas de un cruel látigo cruzaban su delicada superficie.
—No llores, Hela… —pidió Yina en un tono casi infantil que Alma no
recordaba haberle escuchado antes—. Ya está todo bien —aseguró—. Estoy
contigo.
Alma continuaba tratando las heridas de Kori como podía. Sentía la mirada
del bárbaro clavada en sus ojos. Viendo la fuerza de aquellos ojos, nadie podría
adivinar la gravedad de aquellas lesiones. La herida del hombro había dejado de
sangrar, pero a Alma le preocupaba especialmente el corte que atravesaba su
espalda. No podía verlo con claridad a través de los ropajes, pero parecía
profundo, sucio y oscuro. Tomó unas hierbas del bolso de Kori y siguiendo sus
instrucciones las molió entre dos piedras hasta formar un ungüento, con el que
empapó un fragmento de las faldas de su túnica. Desnudó con cuidado el torso del
bárbaro, eliminando con esmero los ropajes empapados en sangre, y se sitúo tras
él. La herida se extendía como un tajo a lo largo de todo el omoplato del joven y
aún sangraba. Llevó el ungüento hasta la herida y sintió aquella fuerte espalda
contraerse de dolor. Repitió el proceso a lo largo de toda la extensión de la herida.
Kori no emitía ningún sonido, pero era evidente que el efecto de aquel ungüento
era muy doloroso. El sudor de su torso brillaba bajo la luz de la luna. Alma se
sintió tentada a imitar a Hela, y calmar el sufrimiento del bárbaro con sus besos. Lo
cierto es que aquel poderoso cuerpo la atraía. Pronto sorprendió su mano
acariciando el duro vientre del bárbaro y respondiendo con caricias sus doloridas
contracciones. Bajó su cabeza hacia el hombro de Kori y posó sus labios contra su
cuello. Estaba mojado por el sudor y la piel del bárbaro se sentía suave y dura ante
su tacto. La besó. Kori giró la cabeza y clavó sus firmes ojos en la princesa. Esta vez
Alma no retiró la mirada. Acercó su rostro hacia el bárbaro y pronto unos tenaces
labios atacaron apasionadamente su boca. La mano del bárbaro sostenía ahora su
cabeza, que se sentía diminuta entre aquellos fuertes dedos. Kori se giró y con un
suave movimiento de su brazo la tendió en el suelo boca arriba. Se inclinó sobre
ella y atacó de nuevo su boca, que se abría expectante ante sus labios. Estaba a su
merced. Sentía el cuerpo del bárbaro presionar sus delgadas caderas contra el
suelo. Se sintió derretir en las manos de Kori. Entonces él se incorporó alarmado, la
mirada fija en la oscuridad del bosque. Alma escuchó unos pasos que se acercaban.
—Nos han seguido —dijo Yina levantándose—. Vamos, tenemos que irnos.
—Al fin os encuentro —dijo una voz familiar—. No puedo creerme que
hayáis conseguido el remedio —El joven caminó hacia el grupo con pasos cortos y
distraídos. Alma se asomó para poder ver su cara. Conocía a aquél chico y aquella
sonrisa arrogante. Era Sildor.
Kori miró a Sildor con aire divertido, recorriendo después con sus ojos las
posiciones de los hombres que los rodeaban.
—Estáis rodeados —dijo el doctor, que por su tono de voz se notaba estaba
esforzándose por mantener la calma—. Si no me lo entregáis de buena gana, lo
tomaré de vuestras manos frías.
—A una orden mía y estos hombres te harán a ti una capa nueva con sus
flechas —amenazó el doctor.
El doctor vaciló y dio un paso atrás. Miró a su alrededor, tal vez buscando
una buena posición para refugiarse. Entonces Alma escuchó el sonido de al menos
una docena de caballos al galope, avanzando hacia ellos desde el bosque a su
espalda. Apretó su cuerpo contra el tronco del árbol. Pensó que se trataría de más
guerreros a sueldo de Sildor, hasta que observó la expresión de terror del doctor.
Estaba claro que no estaba esperando visita.
—¡En guardia! —rugió Sildor con su aguda voz, corriendo a refugiarse tas
sus mercenarios — ¿Quién viene?
—¡Esperad! —Sildor se giró sobre su hombro, miró una última vez a Hela y
tras dudar un segundo corrió siguiendo a sus mercenarios—. ¡Esperad! —se le oyó
gritar en la lejanía.
Kori había bajado la espada y miraba la escena con gesto entretenido. Alma
se abrió paso entre él y Yina y avanzo hacia el jefe de la guardia.
Alma bajó la mirada al suelo. Tal vez era cierto. En cualquier caso no podía
resistirse, estaría poniendo en peligro la vida de sus amigos. Ya habían pasado por
demasiado por ella.
—Está bien —aceptó finalmente la princesa—. Iré con vosotros, con una
condición. Nos llevaréis directamente ante mi hermana. A los cuatro.
Pronto salieron del bosque. La luna se elevaba ahora en lo más alto del
despejado cielo. Alma se giró hacia el resto de los caballeros y buscó a sus amigos
entre las monturas. Hela y Yina habían caído dormidas contra los cuerpos de los
jinetes. El dorado cabello de la doncella caía brillante como una cascada, tapando
su cara por completo. La joven mercenaria era más difícil de ver. Su pequeño
tamaño y oscuro cabello la hacían casi invisible contra el enorme cuerpo del jinete.
Alma buscó con la mirada a Kori. Debía estar rezagado. Se giró una segunda vez a
buscarle, pero sólo veía caballeros en brillantes armaduras. Empezó a preocuparse.
Finalmente le encontró: cerraba el grupo a buena distancia, pero se adivinaba su
torso balanceándose sobre su montura.
—Las heridas de tu amigo son muy graves —dijo Anoll, adivinando los
pensamientos de la princesa—. No te hagas ilusiones.
Yina aún dormía como una niña en brazos de su jinete y al verla Hela se
dirigió hacia ella. Alma buscó de nuevo a Kori. Aún no había llegado. Finalmente
apareció a lomos de su caballo. Descabalgó lentamente y caminó hacia las jóvenes.
Kori la miró con ojos traviesos. Una sonrisa cariñosa se dibujó en su rostro.
—No finjas que estás perfectamente —interrumpió ella con voz temblorosa
—. Sólo haces que me preocupe más —un sollozó cortó su frase. Alma se sintió
abrumada y se lanzó a los brazos del bárbaro—. Estoy preocupada.
La sonrisa del bárbaro desapareció y rodeando a la princesa con sus brazos
apretó su cuerpo contra el suyo. Alma sentía el duro vientre de Kori contra sus
pechos y posó sus labios contra el torso del bárbaro. Él bajó su rostro hacia el
cabello de la joven.
Abrió los ojos deslumbrada por el sol, justo a tiempo de ver la barcaza
cruzar las ruinas el derruido puente antiguo. El arco central había desaparecido
por completo y sus enormes piedras yacían desperdigadas por el río. El cuerpo
derecho se había desplomado sobre las aguas por lo que la calzada terminaba
sumergiéndose en ellas. Anoll y el soldado tuvieron que maniobrar para esquivar
las ruinas y continuar río abajo. Alma se cubrió con la capucha y volvió a dormirse
en los brazos de Kori. Para cuando despertó de nuevo ya había pasado el
mediodía, pero Hela y Kori aún dormían. Anoll acariciaba la superficie del río con
los remos y Yina miraba con expresión aburrida las frondosas orillas.
—Sí que lo has oído antes —río Alma—. En nuestro último encuentro el
bosque, cuando trataste de que te siguiese.
—¡Zhoghal piel suave! —repitió Anoll sorprendido. Alma pensó que era la
primera vez que veía alterado al jefe de la guardia—. Así os llamaba la mercenaria.
Era vuestro… ¿nombre de guerra? —Anoll miró a la princesa con el ceño fruncido
en una expresión de confusión—. Entonces su Alteza… ¿su Alteza estuvo anoche
en la capital de Azur?
—¿Qué crees que es esto? —dijo Alma levantando el dorado relicario del
remedio de Azur, sin apenas poder aguantar la risa.
—Es una larga historia —rio Alma, alegre por escuchar bromear a Kori—. Ya
os la explicaremos.
Alma tomó al bárbaro del hombro, invitándole a que se girase para poder
ver sus heridas. Kori negó con la cabeza, y cerrando los ojos pretendió querer
seguir durmiendo. Alma insistió, pero ante la negativa del joven y sin querer
hacerle daño con sus empujones no tuvo más remedio que ceder. El cielo estaba
despejado y el sol calentaba ya con fuerza. La barcaza avanzaba velozmente por las
aguas del Lanos.
—Ya estás en casa —sonrió Kori y volvió a cerrar los ojos—. Id bajando,
ahora os sigo.
—Como no abras esta puerta de inmediato esa será la última orden que
recibas —amenazó la princesa. El soldado la miró sin saber qué responder.
—No os hemos visto salir —dijo sorprendido uno de los guardias—. ¿Quién
es este hombre?
Uno de los soldados ocupó la posición de Alma y condujo a Kori hasta el ala
de los doctores. La princesa les seguía, mirando la herida del bárbaro con aire de
preocupación. El palacio parecía completamente desierto. Dos doctores ayudaron a
Kori a tumbarse boca abajo y comenzaron a examinarle. El bárbaro les miraba con
aire desconfiado.
—¿El remedio de Azur? —dijo Lendra sin parecer muy sorprendida—. ¿Lo
has traído? —miró interesada el interior de la curiosa caja dorada.
—Alma —dijo invitando con un gesto a que su hermana se sentase con ella
—. Papá no tiene virolina.
—El doctor ése… el tal Sildor —comenzó a explicar Lendra— no era más
que un farsante.
—¿Y nos hace creer que se está muriendo? —preguntó Alma indignada—.
No entiendo nada.
Alma miró al suelo negando con la cabeza. Dirigió la mirada a los ojos de su
hermana, buscando algún resto de indignación o de rabia, pero sólo vio serenidad
y aceptación. Se sintió furiosa.
—Tú lo sabías todo este tiempo y no nos dijiste nada —le reprochó—. Y si
sabías que no tenía virolina, ¿por qué me mandaste a Azur? ¿Para qué queríamos
esto? —gritó, señalando al remedio.
—¿Qué quieres decir? —preguntó alarmada Alma. Sintió que las fuerzas se
le escapaban de las piernas.
—La herida de la espalda está gangrenada —dijo el doctor—. Hemos tratado
de limpiarla, pero la infección es muy profunda.
—Tiene que haber alguna opción —dijo la princesa con una voz tensa y
grave—. Me da igual lo que tenga que hacer, pero sálvele la vida.
Alma avanzó hacia el remedio y tras jugar con su tapa la consiguió retirar.
Miró al doctor con incredulidad.
—Vale, vale, ya os dejo solos —dijo Alma, sintiéndose ahora mal por haber
perdido los nervios con el doctor—. Por favor, cúrele —pidió antes de salir.
—Buena idea —aseguró Yina—. No he querido decir nada pero oléis todos
fatal.
—Oh, no... —dijo mortificada Hela, elevando uno de sus brazos y llevando
la cara a la axila—. Oh, no —repitió, retirando la cara.
Las tres jóvenes se dirigieron a los aposentos de Alma y tras bañarse con
velocidad se vistieron con algunos de los vestidos de la princesa. A Alma le alegró
ver que la espalda de Yina no mostraba ya secuelas de su maltrato. Estaban
terminando de arreglarse cuando Anoll llamó a la puerta e informó a la princesa
de que se las esperaba para cenar. Aparentemente Lendra quería hacer saber a la
corte que se encontraba en el palacio y dar explicaciones a su hermana sobre lo
ocurrido los días anteriores. Alma accedió y las tres jóvenes siguieron a Anoll hasta
el comedor. Lendra y Silvana esperaban ya en la mesa. Habían dejado un sitio
entre ambas para su hermana mediana, pero Lendra prefirió sentarse entre sus dos
compañeras de viaje. Anoll se sentó junto a ellas.
—Alma, no habías dicho nada de que tuvieses dos hermanas tan guapas —
dijo Yina admirando a las princesas—. Podríais yacer con los guerreros más
sanguinarios.
Kori entro en el comedor con una sonrisa en la cara. Iba ataviado con una
túnica bordada cubierta por una capa en granate y dorado. Saludó a Alma con la
cabeza y se sentó ente sus dos hermanas. Silvana le dedicó una amplia sonrisa.
—Creo que es mejor que empiece por el principio —dijo Lendra, posando
formalmente las manos sobre la mesa—. Desde hace varios meses, cuando empezó
la… enfermedad de papá, he venido sospechando de la lealtad del canciller
Margos y algunos de nuestros ministros. Hace algunas semanas, Anoll me informó
de que tanto Margos como el ministro de seguridad estaban enviando mensajes al
reino de Azur.
—El Magros ese suena como una ratilla despreciable —añadió Yina.
—Como recordarás, hace unos diez días llegó a la corte el tal Sildor,
asegurando que papá tenía virolina y que la única solución era el remedio de Azur
—prosiguió la princesa—. No conozco los motivos de su mentira, pero el doctor
jefe Anolis y nuestros ministros respaldaron en un principio su diagnóstico.
—No, luego llego a eso —aseguró Lendra—. El caso es que en ese punto
tenía dos alternativas: enfrentarme a ellos y mostrar mis cartas antes de tiempo o
seguirles el juego y esperar a que cometiesen un error. Si habían respaldado la
mentira de Sildor es porque debían tener un plan, así que decidí tentarles y caer en
su trampa: me dirigiría a Azur y esperaríamos a que los traidores alertasen al
tirano. Una vez interceptados sus mensajes arrestaríamos a todos los implicados.
Alma sintió que los ojos de Lendra la miraban buscando su aprobación, pero
aún se sentía engañada y de algún modo usada por su hermana. Yina miraba a la
princesa heredera con admiración.
—Espero que ese interrogatorio fuese muy cruel —dijo Yina, entrecerrando
los ojos en una expresión de odio, tal vez recordando su paso por la torre de Azur.
—Claro que lo sabía —aseguró Anoll—. Nos seguiste desde nada más
abandonar la ciudadela. Algunos de mis hombres te avistaron incluso en la posada
del Mármol, aunque por supuesto no te atreviste a acercarte.
Kori alzó las cejas en una expresión de halago pero Alma no se sentía
satisfecha. No sólo habían pasado por noches al raso y numerosas batallas. ¿A
cuanta gente habían matado? Yina había sido capturada y pese a que parecía no
estar afectada había sido maltratada. Kori había sido herido de gravedad y de no
haber sido por el remedio de Azur seguramente habría muerto. Tal vez el plan de
su hermana era una genialidad, pero podía haber acabado muy mal para gente que
ahora a Alma le importaban.
Los sirvientes entraron con carros los carros de la cena y se dirigieron hacia
la mesa de las princesas. Sirvieron un plato de denso caldo a cada comensal,
seguido de una pieza de pollo con especias. Alma pensó que las aves que cazaba y
asaba Kori no tenían nada que envidiar a aquellos platos. Miró al bárbaro con
curiosidad. Parecía saber manejarse en el ambiente de la corte.
—Ya estoy recuperado —sonrió Kori—. Y no, creo que marcharé pronto, tal
vez hacia el norte.
Alma sintió que se ruborizaba. Le pareció que sus hermanas la miraban con
ojos como platos.
—De eso ni hablar y no creo que Alma quiera dejar la corte —aseguró
dubitativa Lendra, con un trozo de pollo en el tenedor—. Además, sería peligroso.
—No hay peligro para Zhoghal piel suave —afirmó Yina extrañada por el
comentario de la princesa.
Anoll se puso en pie y con una reverencia saludó a los comensales que le
ovacionaban.
El rey sonrío cálidamente y sin responder cerró los ojos. Cuando Alma ya
pensaba que se había quedado dormido la miró de nuevo.
—Es hora de que vivas tu vida, hija —dijo sonriente el rey—. Tu hermana
será una gran reina y tu una gran mujer, pero mi sitio ya no está en este palacio.