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Violeta Aguilar

LA PRINCESA Y EL BÁRBARO
El mensaje no podía ser más claro: Alma debía presentarse de inmediato en
las estancias del rey. La princesa subió apresuradamente los escalones y se dispuso
a atravesar el alto arco central de la entrada del palacio. Estaba casi sin respiración.
Los miembros de la guardia que flanqueaban la puerta parecieron plantearse por
un segundo detenerla. «Ya deberían estar acostumbrados a verme así vestida»,
pensó Alma. La princesa se había aficionado al cuidado de los jardines y los
refinados vestidos de su atuendo de palacio no resultaban indicados el trabajo de
la tierra. Hacía ya tres meses del comienzo de la misteriosa enfermedad del rey y
los síntomas no habían hecho sino empeorar. El tono urgente de la nota le hacía
pensar lo peor.

Alma entró apresuradamente en la estancia y buscó con la mirada a su


padre. Allí estaba, yaciendo en una gran cama en el centro de la habitación y
rodeado de sus ministros. Sus dos hermanas también estaban allí. Lendra, la mayor
y heredera al trono, permanecía sentada junto a la cabeza de su padre, acariciando
su frente con su delicada mano. El rey yacía tumbado boca arriba, con los ojos
cerrados y la frente cubierta en sudor. Balbuceaba como tratando de decir algo a su
hija. «Sigue vivo», pensó aliviada la princesa. Silvana, la más pequeña de las tres
hermanas, permanecía de pie junto a la cama, mordiéndose nerviosamente las uñas
y mirando al resto de los presentes con ojos intrigados. Alma se acercó al pie de la
cama, situándose entre el jefe de la guardia y el ministro de seguridad.

—¿Qué sucede? —preguntó Alma, dirigiéndose al jefe de la guardia—. He


recibido esta nota.

Anoll recogió la nota de las manos de Alma y se la guardó en el cinto.

—Tras las pruebas de ayer, los médicos han decidido reconsiderar el


diagnóstico sobre la enfermedad de su Majestad. Ahora creen que se trata de
virolina —dijo Anoll en tono monótono, como quien repite una frase recientemente
memorizada. Pese a su juventud, el fino cabello plateado del jefe de la guardia le
daba de lejos el aspecto de un hombre entrado en años. Su corta edad, la mediana
altura y discreta musculatura del joven llevaban a Alma a preguntarse cuáles
serían sus méritos para llegar a un puesto de semejante responsabilidad

—¿Virolina? —repitió Alma incrédula—. Ayer mismo estaban convencidos


de que se trataba de una infección de estómago. ¡Ni si quiera tiene marcas en la
cara!

La virolina era una extraña y grave enfermedad que normalmente afectaba a


las gentes más pobres del reino. Solía manifestarse en forma de fiebres y violentas
erupciones cutáneas. Frecuentemente resultaba mortal.

—Su Alteza Real —dijo una voz a la izquierda de la cama. Se trataba de un


joven de buena estatura, tez olivada y afilados ojos oscuros. Su cabello, corto y
puntiagudo, estaba peinado hacia arriba, siguiendo la moda de las tierras del sur
—. Me temo que el fuerte tratamiento con el que su Majestad ha sido atendido no
ha conseguido más que ocultar algunos de los síntomas más obvios de la
enfermedad —aseguró el joven.

El chico tenía un ligero acento extranjero, posiblemente de alguna de las


ricas ciudades Estado de la costa sur. Parecía tener que hacer un cierto esfuerzo
para pronunciar las erres.

—Disculpe, ¿quién es usted? —preguntó la princesa mirando al misterioso


joven.

—Mi nombre es Sildor —contestó orgulloso el chico—. Acudí a la llamada


de palacio que pedía la presencia de todo médico presente en el reino.

—El doctor Sildor —interrumpió el viejo ministro de seguridad— examinó


ayer a su Majestad. Tras sospechar que el diagnóstico anterior era equivocado
decidió realizar algunas pruebas adicionales que, según asegura, indican que su
Majestad el rey padece de virolina.

—En efecto, gracias —retomó la palabra el joven doctor—. El caso de su


Majestad me recordó al de una joven que traté durante mis estudios en Alvénica.
El médico local había estado tratando su fiebre con altas concentraciones de
Carthamus Tinctorius pero los síntomas no hacían más que empeorar y empeorar.
Por su puesto la aplicación tópica de Carthamus estaba ocultando la enfermedad
en aquellas áreas expuestas a sus efectos, pero la virolina continuaba atacando el
interior de su cuerpo y causando estragos y altas fiebres. Como bien es sabido esta
planta posee poderosas propiedades de limpieza de la piel, como ya demostró… —
El apasionado doctor comenzó a divagar sobre la grandeza de los doctores de la
antigüedad y Alma comprendió por qué el ministro le había interrumpido en
primer lugar.

—Está bien —concluyo el canciller Margos, que tras el rey y la princesa


Lendra era la persona con más autoridad de la sala—. Tras la comida reuniremos
al concilio del reino para tratar de decidir qué acciones tomar. Ruego a todos los
presentes que acudan a dicha reunión.

El canciller posó las manos en su abultado vientre y se despidió con una


reverencia, seguido por el resto de ministros y los doctores. El jefe de la guardia se
dirigió con su eterno semblante impasible a la puerta para dar instrucciones a los
centinelas que guardaban la habitación, dejando solos al rey y a sus tres hijas.

—¿Qué acciones tomar? —preguntó Silvana, que tenía cruzado al canciller


desde que éste sugirió al rey prohibir las visitas de cortesanos a las estancias reales
pasada la medianoche—. Papá está enfermo ¿qué puede hacer el Consejo al
respecto?

—Esta tarde lo sabremos —respondió Lendra, siempre paciente y calmada,


mientras continuaba acariciando el empapado cabello de su padre—. El canciller
ha estado en contacto directo con los médicos. Tiene más información que
nosotras.

—Eso es lo que no me gusta —replicó Silvana mirando con desconfianza a la


puerta—. Él no es nadie para decidir sobre la salud de papá.

Alma se sentó en la cama junto a su hermana mayor. Recordó como Lendra


había estado cuidando de su padre durante todos estos meses pese a las
advertencias de los doctores de que no se acercase demasiado al rey.

—Ahora tiene sentido —concluyó tomando la mano de su padre—. Por eso


no has enfermado pese a estar con él a todas horas.

—De cualquier forma no iba a dejarle —dijo Lendra tras unos segundos en
silencio—. Él me necesita.

Era cierto. Aún no hacía ni un año de la muerte de la reina. La madre de las


chicas había fallecido dando a luz al que iba a ser el heredero varón del reino. A
partir de ese día, su padre había empezado a pasar más y más tiempo en su
despacho, leyendo antiguos tomos de historia y delegando más y más en sus
ministros y el canciller. Se había negado incluso a presidir la ceremonia de la
cosecha, uno de los principales eventos de Andalia, por lo que Lendra había tenido
que hacerse cargo e improvisar un discurso. La muerte de la reina parecía haber
hecho madurar diez años de golpe a su hermana mayor. Silvana, al contrario,
había reaccionado de manera opuesta, actuando cada vez de forma más caprichosa
y testaruda, como una cría. Sólo en una faceta aparentaba sus quince años, en lo
mucho que le gustaba tontear con los chicos de la corte. Cuando el rey comenzó a
pasar más horas en la cama todos lo atribuyeron a su delicado estado de ánimo.
Aún había en la corte quien aseguraba que la causa de la enfermedad del monarca
no era más que la tristeza por la pérdida de su mujer.

Con estos pensamientos ocupando su mente, Alma salió de la alcoba de su


padre y se dirigió al mirador principal de palacio. Hacía un día espléndido y por
primera vez en el año se podía salir de casa sin necesidad de ponerse la capa.
Desde el balcón se veían los coloridos tejados de Celbia, la primera ciudad del
reino y sede de la corte.

Alma recordó que pronto sería la hora de la comida y aún necesitaba lavarse
y adecentarse, por lo que se dirigió a la planta superior del edificio principal,
donde se encontraban los aposentos habituales de la familia real. Al verla llegar,
las sirvientas se apresuraron a calentar enormes barreños de agua para llenar la
bañera de las princesas. Alma pensó que para cuando estuviesen listos sería ya la
hora de la comida, por lo que les pidió que llenasen la bañera de agua fría. Las
doncellas corrieron a ayudar a desnudarla y bañarla, pero Alma pidió que la
dejasen sola.

Una vez sola, se deshizo de las sucias prendas y tras lanzarlas a una esquina
de la habitación se introdujo en la bañera. El agua estaba helada. Al sumergir su
blanco vientre, el frío la obligó a abrir la boca y aspirar una abundante bocanada de
aire. Decidió echarle valor y se tumbó de golpe sobre el fondo de la bañera,
manteniéndose unos segundos completamente sumergida. Finalmente, sacó la
cabeza para tomar aire y comenzar a limpiarse, frotándose la piel con una áspera
esponja vegetal. La imagen de su padre postrado en la cama volvió a su mente.
¿Qué pasaría si muriese? Recordó los primeros meses tras la muerte de su madre;
pasando las noches abrazando a su hermana Silvana, que lloraba desconsolada
contra su pecho hasta quedarse dormida. Pensó en su hermana Lendra, la heredera
a falta de un varón. Hacía no tantos que solían pasar juntas las tardes jugando con
sus muñecas. Alma recordó cómo solían dormirse con las historias de caballeros
que su padre les contaba, sentado en un taburete de madera frente a sus camas. Le
pareció que había pasado una eternidad. Dio una segunda pasada con la esponja,
se enjuagó y salió de la helada bañera.

Tras rodearse el torso con una toalla de algodón blanqueado, la princesa


permaneció de pie frente al gran espejo del baño, contemplando su joven cuerpo
semidesnudo. Su cabello, castaño y ondulado cuando estaba seco, caía ahora
oscuro y lacio sobre sus hombros y la pálida piel de su discreto escote, que dejaba
intuir unos pequeños pero orgullosos pechos. El verde claro de sus ojos brillaba
bajo la luz pálida de la estancia con el color de los campos por la mañana. Tomó
otra toalla más pequeña y comenzó a frotar con fuerza su cabello para secarlo.
Satisfecha con lo rápido de su baño, se vistió y bajó al gran comedor de la corte,
que se encontraba en el piso inmediatamente inferior, cerca de las estancias de los
cortesanos.

Sus dos hermanas ya estaban allí. Parecían haberle reservado un asiento


entre ellas. A ambos lados de la mesa, las hijas de varios ministros y otros nobles
de la corte charlaban animadamente sobre el cercano festival de primavera. Alma
se sentó entre sus hermanas, que no parecían muy interesadas en la conversación.
Lendra jugueteaba con sus cubiertos, tratando de mantener la cuchara y el tenedor
en vertical, apoyados el uno contra el otro. Silvana se entretenía echando miradas a
un grupo de jóvenes de una de las mesas de la nobleza media. Casi todos eran
aspirantes a caballero. Los más inteligentes tal vez conseguirían un puesto en la
administración del ejército. Los menos brillantes terminarían sirviendo en la
guardia.

Los siervos de palacio comenzaron a llegar arrastrando grandes calderos en


unos prácticos carros de madera. Se dirigieron a la mesa de las princesas y les
ofrecieron a elegir entre el caldo de verdura o de carne, para inmediatamente
seguir recorriendo las distintas mesas en orden de importancia de los comensales.
Las tres hermanas terminaron sus platos en silencio y esperaron la llegada de los
segundos.

—No sé por qué coméis en esta mesa —dijo Silvana rompiendo el silencio—.
No habláis nada y hacéis que las demás nos sintamos incómodas. Sobre todo tú —
dijo mirando a Lendra—. Deberías comer en la mesa de los ministros. A saber qué
están conspirando esas ratas —dijo llevando sus afilados ojos azules a aquella
mesa.

Alma siguió la mirada de su hermana. Los ministros parecían aún más


aburridos que ellas, mirando con tristeza sus platos ya vacíos, esperando a que los
camareros apareciesen con el segundo para poder irse. Anoll estaba sentado con la
espalda muy erguida, las manos apoyadas serenamente en la mesa y mirando al
frente. Cruzó sus ojos pardos con los de la princesa. Alma sintió un escalofrío y
retiró la mirada. «Qué raro es ese chico», pensó.

—Ya paso suficiente tiempo con ellos —replicó Lendra, mirando con sus
calmados ojos verde oscuro a su hermana pequeña, mientras jugueteaba con uno
de sus elegantes mechones castaños entre sus dedos—. Además, no me fío de
dejarte sola. A saber lo que estarías haciendo si no estuviésemos aquí para
controlarte.

—Nada que sea asunto tuyo —contestó Silvana enfurruñada—. Ya soy una
mujer y tú no eres mi madre. Sólo tienes cuatro años más que yo.

—Ya vale —interrumpió Alma—. Comeremos donde nos dé la gana, que


para eso somos las mayores —dijo zanjando la discusión.

En ese momento aparecieron de nuevo los sirvientes. Esta vez los carros
portaban grandes bandejas con distintas carnes. Alma escogió la perdiz asada con
almendras, mientras que sus dos hermanas se decidieron por un plato de pescado.

Tal vez Silvana tenía razón y su presencia allí hacía sentir incómodas a las
demás doncellas. Las jóvenes parecían afanarse en mantener perfectos modales en
la mesa. Muchas de ellas eran muy jóvenes y resultaba evidente que aún estaban
aprendiendo las maneras correctas. A Silvana en cambio parecía no importarle el
protocolo y tras acabarse su pescado se tumbó sobre la mesa, ocultando su cara
entre sus brazos cruzados y desparramando su negro cabello entre copas y
cubiertos. Alma apartó uno de los mechones que casi había caído dentro de su
sucio plato.

La princesa estaba tan llena que declinó tomar postre. Lendra hizo lo mismo,
pero siendo ya mayor de edad pidió que le sirviesen un pequeño vaso de licor de
hierbas. Silvana trató de pedir lo mismo, pero ante la negativa de su hermana se
decidió por el pudding de frambuesa. Una vez terminado su licor Lendra se
levantó inmediatamente de la mesa. Era tradición que los comensales
permaneciesen sentados hasta que el rey terminase de comer y en ausencia de su
padre la mayor parte de la corte parecía haber trasladado esa costumbre a la mayor
de las princesas. Desde entonces Lendra comía ligeramente. Decía que era
probable que en casi todas las comidas hubiese alguien con algún asunto urgente
que resolver, y se sentía culpable si se demoraba más de la cuenta, aunque era
asumido que en casos urgentes nadie estaba obligado a permanecer en la mesa.
Alma esperó a que su hermana pequeña terminase su postre y juntas se dirigieron
a sus aposentos para acicalarse de cara a la reunión del Consejo.

Cuando llegaron al tocador, Lendra ya estaba preparada. Se había vestido


con una túnica formal granate que resaltaba el verde que sus ojos y unos zapatos
plateados a juego con sus colgantes. Alma y Silvana tomaron del vestidor prendas
similares y se desnudaron de sus anteriores ropajes. Alma observó el joven cuerpo
de su hermana pequeña, más sonrosado y voluptuoso que el suyo. Le pareció que
cualquiera que las viese así pensaría que ella era la menor de las tres, con su
pequeña estatura, su delgado cuerpo y sus modestos pechos. Se cubrieron con las
túnicas y se adornaron el pelo con unas sencillas pero valiosas diademas
empedradas.

Una vez preparadas, las tres hermanas bajaron de nuevo las escaleras que
conducían al piso principal, en el que se encontraban las salas de audiencias y la
habitación del trono. La reunión iba a tener lugar en una discreta estancia anexa a
la sala de audiencias principal, en la que el rey solía reunirse con los ministros. El
canciller había convocado a las princesas, el jefe de la guardia, el ministro de
seguridad y dos especialistas a cargo del cuidado del rey: el viejo doctor Anoris,
que había atendido incluso el nacimiento del rey y de las tres princesas, y el
misterioso doctor Sildor, quien había presentado las pruebas que habían causado
el cambio de diagnóstico.

Era aún temprano y sólo el canciller Margos se encontraba ya en la sala,


sentado junto al asiento vacío que solía ocupar el rey. Al ver entrar a las princesas,
se levantó respetuosamente.

—Llegan temprano, mis Altezas —dijo en una breve reverencia.

—No tanto como usted —respondió formalmente Lendra, incitandole con


un gesto a volver a su asiento.

—¿Ha podido lavarse los dientes? —preguntó Silvana dejandose caer en su


asiento.

—Bueno —respondió incómodamente el canciller—, lo cierto es que no.


Esperaré a que termine la reunión, supongo...

—No se moleste en contestar —interrumpió Alma, echando una mirada


reprobatoria a su hermana—, mi hermana tan sólo esta intentando incordiarle —
dijo, tomando con una de sus manos la mandíbula de su hermana pequeña y
apretando sus mejillas. Silvana se zafó inmediatamente de su achuchón y corrigió
su postura en una actitud digna.

En ese momento entraron los dos doctores. Sildor examinó unos segundos la
mesa con gesto dubitativo, como preguntándose en qué asiento debería sentarse.

—Buenas tardes —saludó el más veterano Anoris, sentándose al extremo


opuesto del canciller e invitando a su colega a tomar el asiento de al lado—.
¿Esperamos a alguien más?

—Sí, aquí están —contestó Margos señalando la puerta, por la que en ese
momento entraban Anoll y el ministro de seguridad.

Los consejeros saludaron y se sentaron en uno de los flancos de la mesa,


junto al canciller y en frente de las tres hermanas.

—Sus Altezas —comenzó el canciller—. Sus señorías. Hemos decidido


convocar esta reunión de forma urgente para compartir con ustedes ciertas
informaciones que los doctores aquí presentes nos han hecho llegar —dijo
señalando al joven Sildor, que organizaba nervioso unas láminas—, las cuales
considero requieren de nuestra más pronta actuación.

—En ese caso no esperemos más —dijo solemnemente Lendra—. ¿Qué es lo


que sucede, doctor?

El doctor Anoris miró respetuosamente a su joven colega invitándole a


tomar la palabra.

—Estimados señores... Altezas —comenzó Sildor, aparentemente más


nervioso que en su encuentro anterior con las princesas—. En las últimas horas
hemos podido concluir que su Majestad el rey sufre de un caso avanzado de la
temida virolina, lo cual ha hecho necesario revisar el tratamiento. En el consejo de
médicos… en el consejo de médicos hemos concluido que el único tratamiento que
puede resultar efectivo en esta fase de la enfermedad es la utilización del remedio
de Azur.

La sala se quedó en silencio. El remedio de azur. Alma miro a sus hermanas.


Silvana le devolvió la mirada con una expresión de indiferencia. Tal vez era
demasiado joven para recordar las historias de su padre sobre las propiedades
milagrosas de aquella cura. Se decía que provenía de un hongo poco común que
había llegado a extinguirse ya hace décadas por su excesivo uso. Las únicas
muestras que quedaban se conservaban en el tesoro de la corte de la vecina Azur y
desde entonces había el remedio había tomado el nombre de ese reino. Los
alarmados ojos de Lendra indicaban que ella recordaba aquellas historias
perfectamente.

—Nuestras relaciones con el reino de Azur continúan siendo pésimas —dijo


el canciller Margos rompiendo el silencio—. No podemos reconocer la legitimidad
del tirano que se ha apoderado del trono y mucho menos olvidar el desdichado
final que sufrió la legítima familia real, parientes lejanos de su Majestad el rey de
Andalia —aseguró acariciándose la tripa.

La princesa Lendra miró uno a uno a los miembros del consejo. A Alma le
pareció que en la mirada de su hermana estaba llena de serenidad y cavilación.

—¿Hasta qué punto es seguro este diagnóstico? —preguntó la princesa


heredera—. Doctor Anoris, ¿corroboráis el diagnóstico de vuestro colega? —se
dirigió calmadamente hacia el doctor.

—Así es —dijo el viejo doctor—. He de reconocer mi responsabilidad en el


errado diagnóstico anterior —reconoció bajando la cabeza—. Lamentablemente, no
contábamos con los medios para realizar la prueba de la virolina y tampoco
sospechábamos que pudiese tratarse de esa enfermedad.

—Lo importante es que aún estamos a tiempo de tratar a su Majestad —


aseguró el canciller Margos—. Siempre y cuando, claro, actuemos con velocidad.

A Alma le pareció que su hermana examinaba de nuevo el rostro de los


asistentes, como buscando en sus miradas una respuesta a sus reflexiones. Tras
unos segundos pareció tomar una decisión.

—Entonces, habrá que negociar algún modo de que nos entreguen el


remedio —decidió Lendra. El ceño fruncido de la princesa heredera sombreaba sus
verdes ojos. Permaneció unos segundos con la mirada fija en la madera oscura de
la mesa. Finalmente continuó—. Encabezaré una comitiva al reino de Azur para
negociar con el sátrapa la utilización del remedio.

—Alteza —interrumpió Anoll—, eso es imposible. El sátrapa de Azur no


dudaría en aprovecharse de la situación. La propia seguridad de su Alteza estaría
en grave peligro —aseguró, obviamente incómodo ante la idea de que miembro de
la familia real visitase a un magnicida confeso—. Es probable —continuó—, que el
tirano tratase de secuestrarla para perjudicar aún más nuestro trono. O incluso
tratar de forzar un matrimonio. El sátrapa tiene aspiraciones sobre nuestro reino —
explicó el jefe de la guardia—, Azur necesita una salida al mar para poder
comerciar con las ciudades del sur y sabe que mientras él esté en el gobierno,
Andalia no les permitirá el comercio a través de nuestras tierras.

—Conozco la situación, Anoll —respondió Lendra—, pero no tenemos


alternativa. Ofreceremos un acuerdo de comercio a cambio del remedio.
El silencio se hizo de nuevo en la sala. Alma había escuchado historias
terribles del sátrapa de Azur. Se decía que era un joven sádico y cruel. Se hacía
llamar Alsir y entre el pueblo se rumoreaba  que se alimentaba de sangre humana
y se reservaba el derecho de desvirgar a todas las doncellas de Azur. Alma recordó
la historia que el jardinero jefe de palacio le había contado una vez. Decía que el
sátrapa nunca mató a las princesas de Azur, si no que las mantenía en los
calabozos de la capital, situados en la torre más alta del reino, sometiéndolas a toda
clase de torturas y vejaciones. Alma estaba segura de que casi todas esas historias
eran patrañas inventadas por el pueblo llano o por los ministros de los reinos
opuestos al tirano, pero aun así no dudaba de que debía de tratarse de un hombre
sin escrúpulos. Al fin y al cabo había llegado al poder a través de intrigas y
derramamiento de sangre. La idea de que su hermana se presentase ante ese
individuo se le hizo intolerable.

—Anoll tiene razón —comenzó Alma—. El tal Alsir podría secuestrarte y


exigirnos permitir el comercio a cambio de tu seguridad, sin ofrecer nada a cambio.
Es demasiado arriesgado —la princesa fijó su mirada en el rostro de su hermana.
No tenía duda de que algún día sería una gran reina y con la enfermedad de su
padre, el reino no podía permitirse perderla. Una idea invadió de repente su mente
—. Iré yo.

Alma sintió la mirada de todos los miembros del consejo fijarse en ella. Los
ojos de su hermana Lendra le sorprendieron, parecían llenos de culpa y angustia.
Su boca se entreabrió.

—Ah… —Lendra trató de decir algo—. No puedes ir tú. Es… —La voz
temblorosa de Lendra delataba que no se había planteado esa alternativa— es
demasiado peligroso —admitió finalmente—. Además yo soy la heredera.
Diplomáticamente… diplomáticamente tiene más valor que vaya yo.

—Eso es cierto —asintió con vehemencia el canciller—. La princesa Lendra


es actualmente la máxima autoridad hábil en el reino.

—También lo es que ambas son muy parecidas —dijo Anoll mirando a las
dos hermanas—. Alma podría hacerse pasar por vos con facilidad.

—Es demasiado peligroso —repitió Lendra.

—Y aun así tú estabas dispuesta a ir —replicó Alma, que cada vez se sentía
más convencida de su decisión—. El rey también es mi padre y que vaya yo es lo
más sensato. Además… no iré sola ¿no? —preguntó mirando al jefe de la guardia
—, supongo que me acompañará una escolta. Hombres expertos.

—Yo mismo iré con su Alteza —aseguró Anoll sin que su cara reflejase
expresión alguna.

—Aun con vuestra compañía —dijo Lendra al jefe de la guardia—. Una


pequeña guardia no es defensa ante los ejércitos de Azur. No creo que sea una
buena idea.

Los miembros del consejo callaron de nuevo, no atreviéndose a presionar


más a la princesa heredera. Alma en cambio ya había tomado su decisión y sabía
cómo hacer que su hermana la aceptase.

—No tenemos alternativa, Lendra —comenzó—. O conseguimos ese


remedio o papá muere. La única opción sería declarar la guerra a Azur para que
nos lo entregue y nada garantiza que lo consiguiésemos —Alma dejó unos
segundos para que su hermana asumiese la decisión—. Sé que es peligroso, no
creas que pienso que será fácil. Pero simplemente no tenemos alternativa.

Viendo el rostro de su hermana, Alma supo que la había convencido. La


mayor de las princesas miraba de nuevo a la mesa, con aquellos profundos ojos
verdes ahora llenos de tristeza. Parecía tratar de tomar fuerzas para tomar la
decisión. Finalmente concedió.

—Está bien —dijo con un tono decidido que casi conseguía ocultar
preocupación—. Anoll —se dirigió al jefe de la guardia—, quiero que organice un
grupo con sus mejores soldados, todo lo grande que pueda ser sin que el sátrapa lo
consideré una fuerza de invasión. Deberá existir un plan de escape en todo
momento y la princesa no deberá acudir a ninguna situación en la que corra
peligro de ser herida o secuestrada. Si no es posible garantizar su seguridad, las
negociaciones no tendrán lugar.

—Entendido —acató el jefe de la guardia—. Comenzaré a trazar los planes


de inmediato.

—Deben enviarse también mensajes a Azur, informando de nuestra visita


antes de la llegada de la comitiva —se dirigió la princesa ahora al canciller.

—Sí, Alteza —concedió el canciller, que parecía molesto con la decisión—.


Enviaremos palomas a su capital.
—Está bien —asintió Lendra—. En cuanto a lo hablado aquí durante el día
de hoy, absolutamente nadie debe saber que es mi hermana, y no yo, quien irá en
la misión. No exagero si digo que cualquier indiscreción será castigada con la
mayor dureza —clavó su mirada uno por uno en cada uno de los asistentes—.
Dicho esto, manos a la obra.

La princesa se puso en pie, seguida por sus hermanas. Los miembros del
consejo dudaron unos segundos, tal vez sorprendidos por el inusual tono de
Lendra. Poco a poco fueron dejando sus asientos, dejando solas a las tres jóvenes
princesas.

—Alma… —comenzó Lendra con la mirada baja, hacia sus manos


entrelazadas—. Si lo hubiese sabido no hubiese propuesto nada.

—Ya lo sé —respondió sonriendo Lendra—. Y si no lo hubieses propuesto a


mí nunca se me habría ocurrido. Por eso nos necesitamos la una a la otra. Juntas
conseguiremos la cura para papá.

—Qué bien —interrumpió sarcásticamente Silvana—. Me alegro de ser tan


útil para el reino como de costumbre —bromeó amargamente—. Espero que tengas
mucho cuidado Alma.

Lendra se levantó y salió de la sala con gesto pensativo. Alma y Silvana la


siguieron, dirigiéndose a sus respectivos aposentos. Subieron las escaleras en
silencio. Tras cerrar la puerta de su dormitorio, Alma se sintió repentinamente
llena de excitación e impaciencia. Tal vez sus deseos de aventura le habían llevado
a tomar aquella improvisada decisión. Deseaba conocer el reino, salir de la capital,
ver los poblados de los campesinos. El rey se había llevado a veces a Lendra en sus
viajes a otros reinos y ciudades, tratando de prepararla para el día en que reinase,
pero las dos hijas pequeñas apenas habían salido de Celbia. Tan solo habían
pasado algunos veranos junto a su madre en Baladón, que emplazada en la
desembocadura del Lanos contenía la residencia estival de la familia real.

«Tampoco es un viaje tan largo», pensó Alma. Un jinete tardaría unos cuatro
días hasta la capital de Azur. En el caso de una comitiva así, tal vez tardarían una
semana. No podían retrasarse mucho más. La virolina no era una enfermedad de
avance rápido, pero aun así el rey empeoraba día a día. Tal vez en quince días
podrían tener el remedio disponible.

Alma decidió volver al jardín del palacio, que cubría el gran parte del nivel
superior de la colina sobre la que se alzaba la ciudadela real. Se cambió de prendas
rápidamente, volviéndose a poner los oscuros ropajes que solía emplear para el
cuidado de las plantas. Eran prendas cómodas y ligeras, más típicas de una
campesina que de un miembro de la corte, ni que decir de una princesa, y estaban
manchadas y descoloridas por el uso. Ya en el jardín, se dirigió a uno de los setos
que estaba cuidando. Era tarde para la poda, pero la tierra necesitaba ser removida
y los troncos pintados de cal para evitar que se llenasen de insectos. Se arrodilló
junto al seto y comenzó a amasar la tierra con sus manos. Le gustaba la sensación
fresca y húmeda en sus dedos. Ojalá alguna de esas plantas tuviese el remedio para
su padre. Tal vez podría traerse algunas esporas del remedio de Azur y plantarlas
en aquel jardín. El remedio de Celbia, lo llamarían. O de Alma.

La joven princesa pasó allí el resto de la tarde, cuidando de las plantas y


hablando con los jardineros. Se sintió tentada a preguntar al jardinero jefe qué más
maldades se decían de Alsir el tirano, pero decidió resistirse. Tal vez sus historias
no le resultasen tan ridículas ahora que tenía que presentarse ella misma ante él.

El sol empezó a ocultarse entre las colinas del este y Alma decidió que era
hora de lavarse y prepararse para la cena. Seguramente su hermana tendría
novedades sobre los preparativos del viaje. Elevó la vista para contemplar la
puerta del sol antes de regresar al palacio y entonces vio lo que parecía ser una
persona observándola desde uno de los tejados de la ciudadela. Fijó su mirada en
ella tratando de adivinar si se trataba de algún soldado pero la silueta huyó en lo
que a Alma le pareció un salto al vacío. Alma sacudió la cabeza confundida y
regresó al palacio.

Esta vez el baño ya estaba preparado, por lo que se pudo lavar con agua
caliente. Se puso un sencillo vestido de tirantes del mismo color verde de sus ojos.
Su cabello castaño caía en suaves eses sobre sus desnudos hombros. Tomó su
puesto habitual entre sus hermanas y se dispuso a comer. Estaba
sorprendentemente hambrienta. Lendra apenas tocaba su plato y Silvana parecía
menos dicharachera que de costumbre. Ni si quiera parecía interesada en los chicos
de la mesa de en frente.

—Alma, ¿puedes venir a visitarme después de la cena? —peguntó la mayor


rompiendo el silencio—. Hay algunas cosas que tenemos que hablar.

—Claro —repondió Alma con la boca aún llena—. Sí, claro —repitió después
de tragar.
Las hermanas terminaron de comer en silencio, con la mente fija en la
reunión del consejo. Lendra fue la primera en levantarse, como de costumbre.
Alma decidió seguir a su hermana, antes de haberse terminado el postre. Las dos
hermanas caminaron juntas hasta la alcoba de Lendra. A Alma le pareció que su
hermana estaba neriosa; caminaba con zancadas tan largas como le permitía su
vestido. Cuando llegaron a la alcoba, Lendra cerró la puerta tras de sí.

—Anoll ya está preparando la escolta que te acompañará —dio Lendra—.


Saldrás mañana.

—¿Mañana ya? —preguntó Alma sorprendida—. Aún no he preparado


nada.

—No hay nada que preparar —dijo Lendra cerrando los ojos—, no puedes
llevar ninguna de tus cosas. Al fin y al cabo se supone que estás en el palacio.

Lendra comenzó a contarle los planes del viaje a su hermana. Alma tomaría
las prendas que necesitase del vestidor de la princesa heredera, y permanecería a
cubierto en una carroza durante todo el viaje. Ni si quiera el resto de miembros de
la guardia conocería su verdadera identidad. En cuanto a Lendra, permanecería
todos esos días en la alcoba real, acompañada sólo por su doncella de mayor
confianza y gobernaría a través de su hermana Silvana. Para explicar la ausencia de
Alma, al resto de la corte se le diría que había sufrido una lesión en el pie mientras
trabajaba en el jardín y que necesitaba reposo continuo.

Pasaron hablando sobre los viajes pasados de Lendra hasta la hora de irse a
la cama. Alma debía conocer todas las anécdotas y eventos importantes que su
hermana recordaba, para evitar ser descubierta durante su conversación con el
tirano de Azur. La princesa heredera había visitado muchos reinos y ciudades y a
Alma le resultaba difícil no mezclar los eventos de las distintas visitas. Finalmente
se despidieron. Acordaron reunirse a primera hora de la mañana para comprobar
si la guardia estaba lista y terminar de preparar la partida. Alma besó la cara de su
hermana y se dispuso a salir del dormitorio, pero fue interrumpida por Lendra,
que la estrecho entre sus brazos contra su cuerpo. Alma sintió el cabello de su
hermana en su cara, y una suave mejilla contra su cuello. Le devovió el abrazo y se
vio reflejada en el alto espejo que adornaba la sala. Allí abrazadas era evidente lo
parecidas que eran. Ambas eran de la misma modesta altura, con delgadas figuras,
pálida piel y una larga melena ondulada de color castaño. Los ojos de Alma eran
de un color esmeralda claro, mientras que los de Lendra eran del verde oscuro de
las agujas de los cipreses. La principal diferencia estaba en su cara. El rostro de
Lendra era más afilado y serio, mientras que los rasgos de alma eran redondos y
suaves, casi infantiles. Y allí, en los brazos de su hermana mayor se sentía como
una niña pequeña. Se besaron de nuevo y salió de la habitación.

Al llegar a su dormitorio, Alma echó un vistazo a sus pertenencias: su


amplia y acolchada cama, el escritorio con su diario, su sucio traje de jardinería.
Recordó las palabras de su hermana: no podía llevarse ninguna de sus cosas. Se
cambió a la ropa de dormir y se tumbó en la alcoba, con las manos sobre el vientre.
Ojalá pudiese llevarse esa cama consigo. Pasó la noche nerviosa, despertándose en
más de una ocasión, preocupada por haberse quedado dormida. Se levantó con la
primera luz de la mañana y comenzó a revisar sus pertenencias. En ese momento
tuvo una idea. Se puso su ropa de trabajo y bajó al jardín. El cielo estaba cubierto
por oscuros y esponjosos nubarrones y a Alma le pareció que habría tormenta. El
jardinero jefe ya estaba allí, por lo que la princesa le saludó y se acercó a
contemplar una de las plantas cercanas a él. Cuando el hombre le dio la espalda,
simuló tropezar con una de las ramas bajas cercanas.

—¡Ay! —gritó tendida en el suelo—. Por favor, ayúdeme a levantarme.

El jardineró corrió alarmado hacia ella y la ayudo a incorporarse. Alma


fingió sentir dolor al apoyar sobre su pie derecho, y caminó de vuelta al castillo
ayudada por el jardinero. Se cruzaron con varios miembros de la corte, que se
ofrecieron a ayudar en su transporte.

—Por favor, llévenme al doctor Sildor —pidió la princesa.

Ayudándose de una silla, dos hombres la transportaron hasta el


improvisado despacho de Sildor. El viejo doctor Anoris revisaba unos papeles
sobre el escritorio del joven médico. Al verla entrar, su cara se desencajó por
completo. Alma pensó que debía estar temiéndose que la misión estuviese en
peligro. Pidió a los acompañantes que les dejasen a solas.

—No se preocupe doctor —dijo una vez que los hombres se habían ido,
levantándose del asiento. El doctor corrió hacia ella para tratar de impedírselo—.
Tranquilo. Era sólo para darle un poco más de credibilidad.

—Alteza —respondió Anoris aún alterado—. ¿Entonces su Alteza se


encuentra bien?

—Sí, sí —rio Alma divertida por la reacción del viejo doctor—. ¿Sería tan
amable de pedir la presencia de mi hermana y el doctor Sildor?
—El doctor Sildor está indisponible esta mañana, pero rogaré la presencia de
su hermana —dijo Anoris—. Por favor, siéntese y descálcese. Entiendo que
debemos mantener las apariencias.

El doctor salió a informar a uno de los secretarios de la petición de la


princesa. Alma se quitó las botas de trabajo, dejando al aire sus delicados pies.

—Bueno —continuó Anoris, visiblemente más calmado—. ¿Y qué tal se


encuentra su Alteza? ¿Alguna consulta de última hora?

—No, todo bien doctor —rio de nuevo Alma—. Tan sólo un poco cansada.
Está noche no he podido descansar demasiado.

—Naturalmente —respondió el viejo doctor, mesándose la corta barba


blanca—. Sería más preocupante si su Alteza no estuviese nerviosa ante esta
empresa. Sin embargo, si le es de interés, he de confesar que yo tengo total
confianza en que será capaz de llevarla a buen puerto.

—Gracias doctor —contestó Alma y en ese momento se abrió la puerta de la


consulta. La princesa Lendra aún llevaba la ropa de cama cubierta con una gruesa
capa de piel de ciervo.

—Su secretario me ha informado de que mi hermana ha sufrido un accidente


—dijo Lendra con tono escépitico, cerrando la puerta tras de sí—. ¿Es esto cosa
tuya? —preguntó dirigiéndose a Alma.

—Puesto que voy a estar en cama las siguientes semanas —respondió la


joven princesa levantándose del asiento— pensé que sería mejor que la corte viese
la causa.

—Está bien —Lendra no parecía totalmente convencida con el teatro de su


hermana—. En ese caso terminaremos los preparativos para tu marcha en nuestros
aposentos. Por favor —pidió al viejo doctor— trasladen allí mi hermana de una
forma… creíble. Yo reuniré a los demás participantes. La partida está prevista para
antes del almuerzo.

—Sí, Alteza —acató Anoris.

Lendra abandonó la sala, caminando orgullosamente. A Alma le pareció que


su hermana tenía porte de reina incluso en ese vestido de dormir. El
experimentado doctor llamó a dos de sus ayudantes, que prepararon una de las
camillas del consultorio para trasladar a la princesa. Alma se tumbó en ella y se
dispuso a ser trasladada a su habitación. Un pequeño grupo de doncellas se había
congregado a la salida de los despachos de los doctores, habiendo oído las noticias
sobre la caída de la princesa. La vida en la corte era monótona y tranquila, por lo
que hasta el más mínimo imprevisto causaba revuelo. Alma tranquilizó a las
doncellas con un gesto de su mano.

—La princesa ha sufrido un tropiezo —afirmaba Anoris mientras escoltaba


la camilla—. No hay de qué preocuparse.

Los ayudantes transportaron a Alma hasta su dormitorio, en el que ya


esperaban sus hermanas, el canciller y Anoll. Posaron la camilla en la cama de la
princesa y se despidieron con una reverencia.

—Buena actuación —saludó el canciller Margos con una sonrisa—. Con esas
aptitudes, su Alteza no tendrá problema en convencer al sátrapa.

—Espero que esté en lo cierto —respondió Alma incorporándose—. Mi


hermana me ha informado de que parto en breve.

—Partimos —corrigió Anoll—. Yo y doce de mis mejores soldados estamos


listos para el viaje y a la espera de órdenes.

—Entiendo que la ruta ha sido planeada en detalle tal y como acordamos —


dijo inquisitivamente Lendra.

—Así es —contesto secamente Anoll—. La expedición se ha mantenido en


absoluto secreto. Saldremos en dirección norte y hoy avanzaremos hasta llegar a la
Posada del Mármol, dónde pasaremos la noche. Desde allí nos dirigiremos al
territorio de Azur por el camino del puente antiguo del Lanos —el tono del jefe de
la guardia carecía de toda expresividad—. Es un camino más largo, pero más
seguro que atravesar el bosque negro. Pasaremos la segunda noche en la fronteriza
Posada del Puente y allí esperaremos la respuesta del sátrapa. Nuestra avanzadilla
habrá ofrecido para entonces encontrarnos en el propio puente. En ningún caso
cruzaremos el río Lanos.

—Me alegro de que no tengáis que entrar en Azur —respondió aliviada


Lendra—. Esperemos que Alsir acepte nuestras condiciones para negociar. ¿Está
preparada ya la carroza?

—En cuanto su Alteza lo ordene —contesto Anoll.


—En ese caso terminen de ultimar la partida. Nosotras también tenemos que
terminar de prepararnos y desayunar —dijo Lendra dirigiéndose a su hermana—.
Envíen una escolta cuando todo esté listo para partir.

—A sus órdenes —se despidieron los hombres, saliendo de la sala

Una doncella de confianza entró con una bandeja de bollos y tres vasos de
leche. Las hermanas comieron mientras comentaban los planes. Sólo serían cinco o
seis días, una semana como máximo. Silvana estaba un poco molesta por tener que
atender las reuniones del consejo en ausencia de sus hermanas. Lendra se había
preparado abundante material de lectura para mantenerse ocupada en sus días de
reclusión. Alma sintió que era la que menos se había preparado de las tres.

Lendra acompañó a su hermana a su vestidor y le recomendó cuatro


vestidos, elegantes pero cómodos, que solía empelar en las visitas que requerían
viajar durante varios días. Alma se vistió con un vestido largo azul oscuro, unos
zapatos planos claros y un pañuelo celeste que cubría parcialmente su cara.

Los guardias no tardaron en llegar. Anoll había enviado a la escolta


completa de forma que rodeasen a la princesa y no pudiese ser vista por otros
cortesanos en su recorrido hasta la carroza. Alma caminó hasta quedar en medio
de las dos filas de altos soldados, que se cerraron hasta formar un muro de
brillantes armaduras. Se sintió diminuta al lado de aquellos enormes hombres. Las
dos docenas de botas resonaban al compás contra el mármol de las escaleras,
seguidas de los crujidos del metal contra el metal de las armaduras.

La carroza esperaba solitaria frente a las escaleras principales de palacio y


apenas media docena de cortesanos la observaba desde el portón. Alma aprovechó
que había empezado a llover para cubrirse totalmente el rostro y el cabello con el
pañuelo. La princesa subió discretamente y cerró la tupida cortina granate tras de
sí. Se estaba acomodando en uno de los bancos acolchados que amueblaban su
interior, cuando Anoll abrió la cortina y se sentó frente a ella. Su figura era delgada
pero atlética, si bien la cota de malla y la túnica no dejaban adivinar demasiado
sobre su forma física. El cabello corto y blanquecino contrastaba con su joven piel y
su afilado rostro, que estaba presidido por unos severos ojos marrones y una
pequeña y recta nariz. Alma pensó que podría ser guapo si fuese algo más
expresivo y se preguntó cómo sería su sonrisa. El duro rostro de aquel joven no
hacía sino recordar a Alma que abandonar el palacio suponía exponerse a los
peligros de un mundo del que apenas conocía nada. Se alegró de estar escoltada
por tantos hombres.
El conductor arreó a los caballos y la carroza comenzó a avanzar. Alma se
asomó por el enrejado de madera que cubría la ventana. La carroza bajaba el
camino empedrado de la colina de la ciudadela, rodeado a ambos lados por los
jardines en los que tantas tardes Alma había pasado. Olía a lluvia y a tierra mojada.

—Que llueva —dijo Anoll asomándose entre el enrejado—. Así habrá menos
curiosos molestando cuando crucemos la ciudad.

La carroza se detuvo frente a las puertas del muro de piedra que rodeaba la
colina protegiendo el palacio real. Se escuchó un chirrido metálico y la carroza
volvió a avanzar. Las herraduras de los caballos de la escolta golpeteaban contra el
suelo mojado a ambos lados de la carroza. Pronto empezaron a escucharse las
voces de la ciudad. Algunas personas miraban con curiosidad desde las ventanas y
debajo de los toldos de las tiendas, pero la mayoría no parecía prestar demasiada
atención a la comitiva y pronto volvían a sus actividades normales. Era habitual
que expediciones mucho más numerosas atravesasen el centro de Celbia cuando se
dirigían a otras ciudades del reino o tierras aliadas. Pero en este caso iban
directamente a la frontera con el estado más hostil a Andalia.

La lluvia, el zarandeo de la carroza y el sonido de las herraduras empezaron


a adormecer a Alma, que pronto se sorprendió entrecerrando los ojos y no tardó en
quedarse dormida contra los cojines del banco. Cuando abrió los ojos de nuevo, la
carroza había salido de la ciudad y atravesaba ahora los campos verdes cultivados,
salteados por pequeñas casas aisladas de piedra con humeantes chimeneas. Llovía
ahora con gran intensidad, y el choque de las gotas con el techo de la carroza
resonaba en todo el habitáculo.

—Os sugiero que en lugar de dormir leáis el diario de vuestra hermana —


dijo Anoll al ver que la princesa se había despertado—. Habrá tiempo de dormir
cuando lleguemos a la posada.

—Es este tiempo… —se defendió Alma—, ¿vos no dormís?

—No sería la mejor de las escoltas si me pasase el viaje dormido —contestó


él, sin que pudiese adivinarse en su rostro sonrisa alguna.

—Bueno, aún estamos en territorio seguro ¿no? —respondió Alma,


incómoda con la seriedad del jefe de la guardia.

—Ningún territorio es seguro fuera de palacio —contestó Anoll—,


especialmente desde la llegada del tirano de Azur. Muchos de sus partidarios eran
bandidos y saqueadores y tras su usurpación tienen carta blanca para hacer sus
fechorías. En ocasiones realizan incursiones en nuestros caminos, si bien hasta
ahora nunca se han atrevido a acercarse a zonas pobladas.

—¿Qué sabéis vos de Alsir? —preguntó curiosa la princesa aprovechando


que su acompañante había sacado el tema.

—No sabemos tanto de él como nos gustaría —confesó Anoll—. Se dice que
es astuto y dado a las artimañas. Cruel, rápido en el castigo y no dado a la
misericordia. Era Jefe de Intriga antes de tomar el poder y ha reemplazado a buena
parte de la elite de Azur con bandidos y otros rufianes que conoció en sus tareas de
espionaje. Tras el golpe, vuestro padre se ofreció a acoger en Andalia a los
miembros de la corte expulsados, pero ninguno se libró de la ejecución.

—¿Y su pueblo? —preguntó Alma.

—Muchos campesinos han abandonado Azur huyendo de los saqueadores y


se dice que el barrio de los comerciantes de la capital ha quedado desierto.
Algunos de sus habitantes vinieron a Andalia, pero la mayoría emigró río arriba a
la tierra de los jinetes bárbaros.

—¿En serio? —preguntó sorprendida la princesa.

Alma había oído historias sobre los jinetes barbaros; un misterioso grupo de
extranjeros que había llegado a las tierras al norte de Azur desde más allá de las
montañas donde nace el Lanos. No tenían ciudades ni cultivaban la tierra y se
decía que vivían de la carne y la leche de sus propios caballos. Alma encontraba
difícil imaginar a semejantes personas acogiendo a los pobres campesinos de Azur.

—Esa es la información que he oído —respondió Anoll—, pero si os interesa


el tema deberíais preguntarle al ministro de seguridad cuando volvamos, seguro
que él sabe más sobre ellos.

En ese momento un fuerte resplandor ilumino el cielo y pese a las gruesas


cortinas la caravana se llenó de luz. A los pocos segundos un rugido lleno el aire.

—Afortunadamente, el camino de hoy es corto —dijo el guardia


asomándose por la rejilla—. Pronto llegaremos a la Posada del Mármol.

La carroza continuó su recorrido sin dificultad por el empedrado camino.


Pese a que no era tarde, apenas había claridad. Alma deseo llegar ya a la posada.
Sintió ganas de quedarse dormida de nuevo, pero el comentario de Anoll había
conseguido que se sintiese culpable ante la idea. Deseó tener un compañero de
viaje más dicharachero. Pese a su juventud, el jefe de la guardia le parecía a veces
un viejo cascarrabias

La lluvia no remitió hasta que llegaron a la posada. La carroza se detuvo


frente a la puerta y Alma pudo escuchar las voces y risas que provenían del
interior. Anoll se bajó a hablar con el posadero y pronto regresó con dos doncellas
que ayudaron a Alma a bajar de la carroza sin mancharse de barro. Aparentemente
eran las hijas del posadero, pero a Alma le pareció que no se parecían en nada. La
mayor tenía cabellos dorados y porte noble, mientras que la pequeña era grande,
desgarbada y tenía el cabello oscuro y rizado. Las chicas condujeron a Alma y a
Anoll a una escalera de madera que conducía directamente al piso superior, de
forma que no tuviesen que atravesar la estancia principal del edificio. La oscuridad
ahora era casi total, tan solo rota por la luz que salía de las ventanas.

—Esta es la estancia exterior —dijo la mayor y de las hermanas—, y aquí se


encuentra la habitación interior. No sabíamos de la visita de su Alteza, por lo que
no hemos podido preparar nada especial para la cena —se disculpó la joven,
dejando con delicadeza en el suelo uno de los sacos de pertenencias de la princesa.
A Alma le pareció debía tener su misma edad.

—No es un problema —aseguró Alma, sonriente tras ver la cama—,


comeremos lo mismo que sirváis a los demás comensales.

Las chicas se despidieron y Anoll acompañó a la princesa a la estancia


interior. Examinó las paredes y el techo de la habitación.

—Su Majestad el rey ha pasado aquí la noche en varias ocasiones—aseguró


el joven—. Con la guardia adecuada es un lugar seguro.

—¿En esta posada? —preguntó curiosa la princesa.

—En esta misma habitación —afirmó Anoll—. La posada del Mármol está en
una buena ubicación y vuestro padre nunca ha tenido reparos en mezclarse entre
su pueblo.  

—Eso es cierto —reconoció Alma, mirando la sobria decoración de la


habitación—, ¿cenaremos aquí?

—Es lo más seguro —respondió Anoll—. Dudo que el posadero sea capaz de
distinguir a su Alteza de su hermana, pero no es necesario correr el riesgo.

—En ese caso he de admitir que ya estoy un tanto hambrienta —sonrió la


princesa—. Me gustaría cenar ahora si es posible.

—Está bien —concedió Anoll con seriedad—. En cuanto organice la primera


guardia bajaré a pedir la cena e informaré a su Alteza sobre cualquier novedad.
Puede descansar mientras tanto, si lo desea —se despidió Anoll.

La princesa no esperó y se cambió los zapatos por unos gruesos calcetines de


lana que no requerían calzado. En una de las esquinas de la estancia había una
gran cubeta de madera. Decidió que después de la cena pediría darse un baño
caliente, ya que sentía su piel sucia y pegajosa por la humedad de la lluvia y el
largo viaje. Mientras tanto se tumbó en la acolchada cama de plumas a descansar,
tal como había sugerido Anoll.

Ya estaba a punto de quedarse dormida cuando una sensación de


intranquilidad le hizo abrir los ojos. Sintió que alguien la estaba observando. Se
incorporó en la cama y llevó su mirada a las paredes de la estancia. No había
nadie. Aún no convencida, se levantó y paso la mano sobre las superficies de la
pared. Los tablones de madera estaban firmemente apretados unos contra los
otros, aislando la estancia del frío de la calle. Tal vez había sido su imaginación.
Decidió salir a la estancia exterior para consultar a la guardia. Cuando se dirigía a
la puerta, apareció Anoll acompañado de las dos posaderas, que cargaban varias
bandejas.

—Traemos la cena —informó el caballero mientras mantenía abiertas las


gruesas cortinas para permitir el paso de las jóvenes.

Las chicas entraron en el dormitorio y dejaron las bandejas sobre la mesa


principal. Había varios panes, carnes de ave y vacuno, acompañamientos de
verdura, quesos y algo de fruta. Antes de que las doncellas se marchasen, Alma les
pidió que por favor preparasen agua caliente para darse un baño después de cenar.

La joven princesa se sentó a la mesa. Anoll probó los alimentos antes de que
ella empezase a comer, tras lo cual se sentó a hacer guardia en silencio junto al
marco de la puerta. Decía no tener hambre. Alma echó de menos la compañía de
sus hermanas. Pensó que no podía haberse buscado un acompañante más aburrido
para su viaje.

Pese a que Alma comió con velocidad, el baño ya estaba listo incluso antes
de que hubiese terminado la cena. Decidió no tomar postre para poder lavarse
cuanto antes. La más joven de las doncellas se llevó los restos de la cena
acompañada de Anoll, mientras que Alma pidió a la mayor que le ayudase con el
baño. Le vendría bien la compañía de alguien más cercano a su edad. Comenzó a
quitarse el pesado vestido.

—¿Necesita ayuda su Alteza? —pregunto servicialmente la doncella.

—Sólo para lavarme el pelo —respondió la princesa—. Dime, ¿cómo te


llamas?

—Hela —contestó la joven bajando humildemente sus ojos azules. Su


cabello, dorado y liso, caía rebelde sobre el vestido de trabajo.

—Puedes llamarme Alma —dijo la princesa.

Alma terminó de desnudarse y se introdujo completamente en la pileta.


Mantuvo la cabeza sumergida unos segundos en el agua caliente, mientras se
frotaba la cara con las manos. Tomó aire y comenzó a frotarse con una de las duras
esponjas. Hela tomó una pastilla de jabón y tras hacer espuma en sus manos,
comenzó a acariciar el cabello de la joven, enjabonándolo con cuidado. Alma trató
de frotarse el cuello con la esponja, pero su rugosa superficie arañaba su piel, por
lo que una vez que terminó Hela con el pelo, le pidió que continuase con su
espalda.

—Tenéis una piel muy suave —dijo la doncella acariciando con cuidado sus
hombros—. Sois muy hermosa.

—Tú eres más bonita —contestó Alma, cerrando los ojos bajo el experto
masaje con el que la doncella deleitaba ahora su cuerpo—. Además tienes unas
manos deliciosas.

—Gracias Alteza —dijo la joven tímidamente—.

—Alma —corrigió la princesa.

—Gracias Alma —repitió incómoda la chica.

Pese a su juventud, las manos de la doncella eran firmes y fuertes y sabían


exactamente dónde presionar el agotado cuerpo de la princesa. Alma se sentía
totalmente relajada, entregándose completamente en las manos de su
acompañante.

—Eres muy buena, ¿crees que podrías venirte a palacio conmigo? —rio
Alma girándose hacia la joven.

—Me temo que he de ayudar a mi padre en la posada —contestó Hela,


menos cohibida tras ver los efectos de sus manos en la princesa—. Pero sois
bienvenida aquí tantas veces como deseéis. Es mi honor serle de servicio, Alte…
Alma.

—Puedes estar segura que volveré —rio Alma de nuevo cerrando los ojos—.
Pero háblame de tú.

El lavado se había vuelto secundario ante el placer del masaje y las caricias
de la doncella, cuyas manos ahora se centraban en la nuca y las sienes de la
princesa. Alma se rindió de nuevo al placer en manos de la chica y sintió que
pronto caería dormida entre el sonido de su pesada respiración. Estaba a punto de
hacerlo, cuando de nuevo se sintió invadida por una sensación de intranquilidad.
Abrió los párpados y dirigió su mirada hacia la parte superior de la pared. Unos
ojos la observaban desde la estrecha ranura que separaba uno de los tablones del
tejado. Era una mirada casi animal: salvaje pero juguetona. La princesa se
incorporó de golpe e hizo amago de gritar, pero una suave mano cubrió su boca,
ahogando su chillido.

—No te alarmes —dijo la doncella retirando su mano—, no grites —suplicó


—. Alertarás a la guardia.

—¡Hay alguien! —dijo Alma señalando la pared—. Alguien nos está


mirando.

—No te preocupes —insistió la joven, presionando suavemente los hombros


de la princesa, invitándola a que volviese a tumbarse en la cubeta—. Es uno de los
bárbaros del norte.

—¿Qué? —exclamó la princesa incorporándose de nuevo y cubriéndose los


pechos con sus brazos cruzados—. ¡Me está mirando cómo me baño!

—Por favor… Alma —suplicó de nuevo la joven—. Sé que resulta difícil de


creer, pero su guardia no podría enfrentarse a él.

—¿Es que le conoces? —preguntó Alma sorprendida.


Sin responder, Hela se levantó y corrió hacia el agujero desde el que el
intruso observaba.

—¡Lárgate! —dijo gritando por la rendija—. ¡Eres un pervertido!

Se escuchó una risa traviesa y un salto, seguido de pasos acelerados


alejándose. La doncella se apresuró a cubrir con un trapo el pequeño agujero de la
pared.

—Tienes unos amigos muy entrometidos —comentó Alma, que empezaba a


encontrarle la gracia a la situación—. Me pregunto cómo habrá subido hasta allí

—Kori es muy ágil—respondió la doncella visiblemente abochornada—. Es


el mejor guerrero de su pueblo. Por eso te he rogado que no llamases a la guardia.
Kori nunca rehúye una oportunidad para luchar —aseguró con un atisbo de
orgullo en su tono de voz.

—Kori —repitió la princesa—. Pareces conocerle bien —sugirió con una


expresión picara en sus ojos verdes.

—Bueno… —dudó Hela sonrojándose—. Kori dejó su pueblo hace unas dos
lunas. Desde entonces nos ha visitado en varias ocasiones.

—¿Has hablado con él? —quiso saber la princesa— ¿Conoce nuestra lengua?

—Vino por primera vez durante lo más frío del invierno —comenzó Hela
mientras se sentaba junto al barreño—. Una mañana fui al río a lavar unas prendas
y allí le encontré, tumbado en la orilla. Al principio dudé, pero decidí acercarme a
él y pude ver que estaba herido. Pese al frío, apenas vestía ropajes. Volví a la
posada y regresé con algo de comida y una vieja túnica —la joven miraba al suelo
mientras hablaba, con ambos manos apoyadas sumisamente sobre su regazo—. Le
ayudé a lavar la sangre de su cuerpo aunque él mismo ya se había curado sus
propias heridas. Habla nuestra luenga, aunque a veces comete errores —rio Hela,
completamente sumergida en su propio relato—. Me dijo su nombre y que un
grupo de guerreros de su pueblo había tratado de matarle. Aparentemente es un
príncipe entre los bárbaros —Hela parecía deleitarse en las imágenes que venían a
su mente—. Consiguió escapar, pero tuvo que matar a muchos enemigos.

—Parece un hombre peligroso —dijo Alma, sorprendida por la veneración


que la doncella parecía tener hacia semejante salvaje.
—Solo para quienes se enfrentan a él —contestó orgullosa Hela—. Él es el
jefe legítimo de su pueblo y algún día volverá a liderarlos.

A Alma le pareció que la doncella miraba a la ahora cubierta rendija de la


pared casi con añoranza. Sus ojos azules parecían ahogarse en el recuerdo de aquel
encuentro en el río. «Parece enamorada», pensó la princesa, negando con la cabeza.
Comenzó a retirar el jabón de su cuerpo con las manos. Al verla, la doncella salió
de su letargo y se apresuró a acercar los cubos de agua clara dispuestos para el
enjuague. Ya libre de jabón, Alma salió del barreño. Hela corrió a cubrir su cuerpo
con una gruesa y acolchada toalla.

—Gracias —dijo la doncella abrazando su cuerpo con la tela—. Gracias por


no llamar a los guardias.

—No te preocupes —sonrió la princesa—. Gracias a ti por hacerme


compañía.

La doncella se ayudó de dos pequeñas toallas para secar los castaños


cabellos de Alma, que se miraba pacientemente en el espejo sentada en un sencillo
taburete. La princesa se sentía relajada junto a la joven y sintió que, a diferencia de
con las doncellas de palacio, disfrutaba de su compañía. Hela también parecía
disfrutar de atenderla, recorriendo con cuidado sus cabellos con la tela, como si se
tratase de una muñeca. Tomó un peine de madera y se dispuso a domar el rebelde
cabello de la joven princesa.

—Entonces —comenzó Alma, mientras el peine comenzaba a recorrer su


pelo—, ¿sólo has hablado con él en una ocasión?

—Sólo esa vez —confirmó la doncella—. A veces le dejo pan o comida


para… —dudó un instante— para ver si viene —reconoció—, pero no suele
funcionar. Prefiere alimentarse de los animales que caza. Supongo que hoy vino
atraído por vuestra visita.

—¿Crees que volverá? —preguntó Alma que sentía una mezcla de


preocupación y curiosidad ante la idea.

—No lo sé, no creo —contestó Hela mirando con tristeza el trapo que cubría
la ranura.

Una vez peinada, Alma se vistió con una cómoda túnica de cama. Sugirió a
Hela que se quedase con ella hasta la hora de dormir, pero ésta tenía que atender
otras tareas en la posada. Alma lamentó su partida. Se tumbó en la cama y tomó el
diario de viajes que su hermana Lendra le había ofrecido como material de lectura.
Estaba leyendo la historia de su primera visita al mar cuando Anoll solicitó entrar
en la habitación.

—Adelante —aprobó la princesa.

El jefe de la guardia se había quitado la pesada armadura, cambiándola por


una sencilla cota de malla que llevaba encima de la túnica.

—Alteza, tenemos un imprevisto —dijo cerrando la cortina de la estancia.

—¿Qué ocurre? — ¿Se trataría de Kori? Por algún motivo Alma se sintió
preocupada por el paradero del bárbaro.

—La intensa lluvia ha provocado una fuerte crecida del Lanos —contestó
Anoll—. El puente antiguo ha sido derribado por la corriente.

—¿Derribado? —repitió la princesa— ¿No era ahí dónde debíamos


encontrarnos con las autoridades de Azur? ¿Qué haremos ahora? —preguntó
Alma.

Anoll permaneció unos segundos pensativo, mirando con sus ojos


inexpresivos marrones el rostro de la princesa.

—Sólo tenemos dos alternativas —afirmó finalmente—. Tomar el camino del


bosque negro o regresar a Andalia.

—No podemos regresar sin el remedio —decidió la princesa.

Anoll miró pensativo a la pared. A Alma le preocupó que hiciese algún


comentario sobre el trapo con el que Hela había cubierto improvisadamente la
ranura.

—En ese caso no hay más que una opción —concluyó Anoll—. Mañana
tomaremos el camino del bosque negro.

Se despidieron hasta el día siguiente y Alma regresó a su lectura «El bosque


negro» pensó, y decidió buscar algo sobre él en el diario de su hermana. «El bosque
de hayas es impresionante en otoño» pasó varias hojas, «el mar era más oscuro que
el bosque negro» siguió leyendo. Al fin encontró algo. Se trataba de un viaje a las
aldeas de las tierras del norte del reino: «Los aldeanos viven principalmente de la
caza y del comercio de pieles. El comercio a través camino del bosque negro se
encuentra protegido por las atalayas del paso, guarnecidas por el reino de Azur».
¿Tal vez eso era lo que preocupaba a Anoll? Quizás desde la llegada del tirano
Alsir ya no había guarnición en las atalayas. O tal vez el tirano era capaz de ejercer
su poder sobre el bosque. Cualquiera de las dos opciones podía poner en peligro la
misión, pero no había alternativa. El puente antiguo podría tardar meses en ser
reparado y cruzar el río por otros medios les pondría directamente en territorio de
Azur. El camino del bosque era además el más rápido y directo. «¿Quién sabe? —
pensó la princesa—, tal vez sea una señal del destino».

El sonido de la lluvia y el cansancio hicieron que la princesa cayese pronto


dormida. En sus sueños vio a sus hermanas y su padre, en ellos llenó de salud, y
también a Hela, tímida y servicial, pero a la vez valiente y decidida. Incluso vio a
un misterioso bárbaro, con la cara oculta tras su salvaje cabellera.

La mañana amaneció de nuevo gris pero sin lluvia. Alma podía escuchar el
ajetreo de los caballos y guardias en la calle. Cubrió la túnica de dormir con una
gruesa capa de piel de oso y salió a revisar los preparativos.

—Alteza —Anoll corrió hacia apenas la vio salir de la posada—. La marcha


estará pronto lista. Por favor, regrese a su estancia. Ordenaré que le suban el
desayuno.

—Mientras lo preparan me gustaría pasear un poco —dijo la princesa.

—Se ensuciará. La lluvia lo ha dejado todo embarrado —El jefe de la guardia


señaló el lodazal en el que se había convertido la tierra que rodeaba la posada.

—No se preocupe —rio la princesa— sé moverme por estos terrenos.

Alma se descalzó, se levantó ligeramente la túnica con las manos y comenzó


a caminar alrededor de la posada, observando las altas paredes del edificio. Los
muros de los pisos inferiores eran de piedra, mientras que en las estancias más
altas pasaban a ser de madera. Llegó al muro que se elevaba hasta su estancia. Se
acercó a la pared y trató de amarrarse a una de las rocas. Le resultó imposible,
apenas había salientes. ¿Cómo habría conseguido subirse hasta allí el tal Kori?
Miró a su alrededor curiosa «Tal vez siga por aquí», pensó. Buscó huellas en la
superficie del barro, pero la lluvia parecía haber borrado todo signo salvo sus
propias pisadas. Caminó de regreso a la entrada de la posada y tras lavarse los pies
volvió a su estancia.

Hela no tardó en subir con el desayuno. La princesa sonrió al ver a la joven


doncella y ésta le devolvió el gesto.

—Buenos días Alteza —saludo la joven posadera.

—Buenos días —respondió Alma, incorporándose para ayudarla con la


bandeja—. ¿Desayunarás conmigo? Me marcho hoy mismo.

—Lamento oír eso —dijo la joven—. Ya he desayunado, pero si quieres me


quedaré a hacerte compañía.

—Si no es molestia, me gustaría.

El desayuno consistía en una jarra de leche, destinos bollos y panes, quesos,


embutidos y algo de fruta. Las jóvenes pusieron la bandeja sobre un taburete y se
sentaron a comer en la cama.

—Hoy he soñado contigo —comentó sonriendo la princesa—. Y también con


tu entrometido amigo.

—¿En serio? —preguntó la doncella, que parecía alarmada por la idea.

—No te preocupes —rio la princesa—. No era nada malo, todo lo contrario.

—Lo cierto es que yo también he soñado contigo —reconoció tímidamente la


joven—. Nada fuera de lo común. He soñado que arreglaba de nuevo tu cabello.

—Espero que en el camino de vuelta volvamos a encontrarnos —dijo Alma


—. Tal vez entonces pueda convencerte de que vengas conmigo a palacio —rio.

—Lo pensaré —asintió la doncella.

Alma aún estaba terminando de desayunar cuando Anoll informó de que la


expedición estaba lista para partir. Sin querer detener la salida, la princesa decidió
marchar de inmediato. Se despidió con un abrazo de la doncella, se vistió
rápidamente con uno de los vestidos de su hermana y se dirigió a su carroza. Los
guardias ya esperaban sobre sus altas monturas. Alma pensó que apenas conocía a
ninguno de aquellos hombres de los cuales tanto dependía su seguridad, pero
Anoll parecía confiar en ellos.
El conductor arreó a los caballos y la carroza comenzó a moverse. El cielo
seguía amenazando lluvia, pero el frío se fue disipando poco a poco según
avanzaba la mañana. Pronto la princesa pudo quitarse la capa.

—Pronto entraremos en el bosque negro —afirmó Anoll—. Si todo va bien


llegaremos a la frontera con Azur antes de la puesta del sol.

—¿Habrá alguien allí para recibirnos? —preguntó la princesa.

—Tal vez —contestó Anoll—. Si tenemos que pasar la noche lo haremos en


la Atalaya del bosque, la más cercana a la frontera.

Ambos lados del camino comenzaban a estar adornados por robles y hallas,
al principio dispersamente pero progresivamente de forma más tupida, hasta que
pronto formaron dos espesas cortinas de hojas y ramas. La princesa miraba a
través de la rejilla de la carroza, tratando de adivinar que se escondía detrás de la
oscuridad de aquel bosque.

—Ahora entiendo porque lo llaman el bosque negro —comentó incómoda la


princesa.

Uno de los caballos relinchó y su jinete tuvo que arrearle con fuerza para
continuase avanzando. El paso de la carroza se ralentizó, pese a las órdenes del
conductor. Entonces se escuchó un grito y Alma pudo ver que los jinetes
desenfundaban sus espadas. Una lluvia de flechas comenzó a atacarles desde la
oscuridad del bosque.

—¡Agáchese! —grito Anoll.

La princesa se tumbó boca abajo sobre el suelo de la carroza, cubriéndose la


cabeza con las manos. Podía escuchar el choque del metal contra el metal y los
gritos de hombres y caballos.

—He de salir, Alteza —dijo Anoll, y por su tono la princesa entendió que la
batalla no estaba yendo a su favor. El caballero desenfundó su espada y saltó de la
carroza aún en movimiento.

«¿Cómo es posible?» pensó la princesa. Se había cumplido la peor de las


posibilidades, atacados en lo más espeso del bosque. Se arrastró al frente de la
carroza y se asomó ligeramente. El conductor yacía tumbado en su espalda, tal vez
muerto, pero los caballos seguían tirando de la carroza nerviosos, huyendo de los
hombres que los asaltaban. Alma pudo ver a uno de ellos. Azuzaba con fuerza su
montura tratando de alcanzar la cabeza de la carroza, acercándose cada vez más al
flanco de los caballos tiradores. «¿Dónde se ha metido Anoll?», pensó. El jinete
alcanzó a uno de los caballos y tirando de sus riendas trató de detener su carrera.
Ruidos de lucha llegaban desde detrás de la carroza.

«Estamos perdiendo». Alma se incorporó levemente y comenzó a buscar a


su alrededor cualquier cosa que pudiese ayudarles. No había armas. Sacando el
brazo por la mirilla frontal y palpó el cuerpo inerte del chofer hasta que sintió un
objeto duro en su cinto, «una ballesta», pensó. El arma era demasiado grande para
pasar por la mirilla por lo que tenía que conformarse con sostenerla
incómodamente con una de sus pequeñas manos. La observó por la estrecha
ranura y la elevo, tratando de apuntarla. Parecía cargada. En ese momento sintió la
cruel mirada de un jinete. Sin pensarlo más, movió hacia él la cabeza de la ballesta
y disparó. El hombre cayó del caballo con un grito y se perdió entre las ruedas de
la carroza.

Alma sacó de nuevo el brazo por la mirilla, buscando una segunda saeta. El
cuerpo del chofer se había movido y su cinto estaba aún más lejano, por lo que
tuvo que sacar el brazo entero, desgarrando la manga de su vestido. Apretó su
cuerpo contra la madera, tratando de alcanzar más lejos con su mano. Entonces
sintió una enorme mano apresar su delgada muñeca.

—¡Ya te tengo niña! —gruñó una voz ronca y cruel.

La princesa trató de soltarse, haciendo fuerza con sus piernas contra la pared
de la carroza. Sintió otra mano igualmente brutal amararse ahora a su codo. Alma
tiró con todas sus fuerzas. Sintió un dolor agudo en el hombro y no pudo evitar
emitir un amargo chillido. Pensó que aquellas manos le iban a arrancar el brazo.
Un hombre saltó a la carroza y atravesó las tupidas cortinas de la puerta.

—¡Anoll! —gritó la princesa aún dañada por el dolor.

Pero aquél hombre no era el caballero. Gateaba hacia la princesa, cubierto de


sangre y herido en su brazo por una flecha. Alma le reconoció. Era el jinete al que
había abatido.

—Ya te tenemos, niña —dijo arrastrándose en su brazo sano hacia ella.

Alma trató de apoyarse contra la pared para hacer frente a aquel hombre. El
dolor de su atrapado hombro se extendía en duros latigazos que la obligaban a
apretar los dientes, mientras aquellas enormes manos continuaban amarrándola.

El bandido estiró una de sus sucias manos para tratar de alcanzar el tobillo
de la joven. Alma encogió las piernas. Arrastrándose de nuevo sobre con brazo
sano, el hombre se acercó aún más al cuerpo de la princesa. Una vez que la cara del
bandido estaba lo suficientemente cerca, Alma le pateó con todas sus fuerzas en la
mandíbula. Lo hizo de nuevo. Y otra vez. La cabeza del bandido cayó de bruces
contra el suelo y allí yació, pronto rodeada por un charco de sangre.

—¡Anoll! —gritó de nuevo la princesa, aterrada por las manos que la


atrapaban y el cuerpo que yacía ante ella.

Sintió una cuerda anudarse en torno a su muñeca atrapada, pero no se


atrevió a resistirse de nuevo. El dolor de su hombro era demasiado intenso. Buscó
con sus pies en el cuerpo del bandido, debía portar algún arma. Trató de voltearlo
sobre su espalda, pero era demasiado pesado. La carroza era golpeada
constantemente por hombres, armas y caballos y cada impacto azotaba el herido
brazo de la princesa como un latigazo. Entonces los golpes cesaron y tras
escucharse varias voces masculinas al frente de la carroza, ésta se detuvo. Se oyó a
varios hombres descabalgar.

«Por favor, que sea Anoll quien entre en la carroza», rogó la princesa, con la
mirada fija en las tupidas cortinas de la entrada. El terciopelo se movió, y un joven
armado penetró en la carroza seguido de un hombre ensangrentado. No eran
miembros de la guardia. Alma sintió que se le Helaba la sangre.

—Saludos princesa —dijo burlonamente el más joven mientras avanzaba


hacia ella. Alma sintió unos ojos negros cargados de malicia mirándola a través de
aquel yelmo destartalado.

—¡Alejaos! —gritó Alma, haciendo un último intento por alcanzar el arma


del bandido caído.

—¡Mira! —el joven empujó con su pie él cadáver y se giró hacia su


compañero—. ¡La niñita se ha cargado a Soros! —parecía divertido ante aquella
visión.

El joven enfundó la espada y se retiró el yelmo, manteniéndose aún a cierta


distancia de la princesa. Su oscuro cabello y su piel morena iban a juego con unos
afilados ojos negros como la noche, que a Alma le parecieron llenos de crueldad.
Una cicatriz cruzaba la mejilla derecha del bandido desde la sien al mentón, apenas
cubierta por una descuidada barba oscura. Un tercer hombre entró en la carroza,
seguido de un cuarto. El joven ojeo de arriba abajo a Alma, fijándose en su
atrapado brazo y avanzó hacia ella.

—¡Dad un paso más y acabaréis como él! —dijo Alma desafiante, señalando
con un gesto el cuerpo que yacía ante ella.

Sus palabras no parecieron sino alentar al joven, que se acercó aún más. Aún
atrapada, Alma trató de lanzar una patada a la entrepierna del bandido, pero la
fuerte mano del joven atrapó su delgado tobillo. Lanzó su otra pierna, sufriendo la
misma fortuna. Alma sintió un relámpago de dolor en su hombro y no pudo evitar
gritar de dolor. Los rufianes estallaron en carcajadas.

—¡Empezamos bien! —rio el joven, separando con facilidad ambas piernas


de la princesa. Todavía sujetándolas por los tobillos, se arrodilló frente a ella.

—¡Soltadme! —gritó Alma y sintió que el yanto quería invadir su cuerpo.

El joven se inclinó hacia ella, acercando su boca a la de la princesa. Alma


retiró la cara. Aquella boca olía a humo y sangre. El joven acercó los labios a la
oreja de la princesa. Eran duros y secos como el cuero. Alma sintió aquella áspera
barba arañar su suave mejilla. Trató de apartarle presionando contra su pecho con
su brazo libre, pero resultó inútil. Los otros tres bandidos se acercaron más,
contemplando la escena a poca distancia.

—¿Tienes idea de lo que vamos a hacer contigo? —susurro amenazante el


joven, besando la oreja de la princesa con sus palabras— ¿Sabes de las formas que
vamos a usarte antes de entregarte? —el rufián tiró de las piernas de la joven hacia
sí, acercando sus caderas. Alma sintió que la boca se le secaba.

—¿Entregarme a quién? —preguntó desafiante la princesa, tratando de


ocultar el miedo que sentía. Notaba la respiración agitada de aquel joven contra su
mejilla.

—No te impacientes —dijo el bandido con una sonrisa despectiva. Con una
de sus manos agarró la única muñeca libre de la joven, empujándola contra el
suelo de la carroza y con la otra agarró violentamente su cabello. Alma agitó sus
piernas, ahora libres, tratando de patearle, pero dos de los otros hombres corrieron
a agarrarlas. Los bandidos estallaron de nuevo en carcajadas—. Ya eres mía —
susurró el joven.
Alma dirigió desafiante su mirada contra aquellos ojos negros y sintió un
torrente de sangre llenar su pecho de rabia. Decidió que prefería morir a rendirse a
aquellos rufianes. Si hacía falta le arrancaría la cara a mordiscos. Entonces oyó los
pasos de un caballo al galope avanzando hacia ellos. El cuarto bandido se dirigió a
observar de quien se trataba y tras cruzar la cortina de la carroza emitió un agudo
chillido. Los otros tres soltaron a Alma y corrieron tras él.

La princesa se encogió, apretando sus muslos contra sí. Aún estaba atrapada
a la carroza por uno de sus brazos y sintió que respiraba pesadamente. Se esforzó
por escuchar los ruidos de batalla, tratando de acallar sus propios jadeos. El ruido
del metal contra el metal, un fuerte golpe contra la carroza, y después se hizo el
silencio. A Alma le pareció que sólo podía escuchar su propia respiración, hasta
que oyó unos pasos avanzar hacia el frente de la carroza. Se oyó una espada cruzar
el viento y sintió que su brazo estaba de nuevo libre, tras lo que la princesa lo
recogió instintivamente sobre sí, llevando su otra mano contra su hombro herido.

Los pasos se dirigían ahora hacia la puerta de la carroza y Alma se lanzó


desesperada contra el cuerpo del bandido muerto en busca de un arma. La cortina
se abrió en el momento en el que Alma consiguió sacar la oxidada espada de la
vaina del bandido. Apuntó con el arma hacia la entrada y esperó. Una imponente
figura, más fuerte y alta que la de ninguno de los bandidos, caminaba hacia ella
con pasos firmes.

—¡Quieto! —exigió la princesa. Da un paso más y te destripo.

—Vaya agradecimiento —dijo divertida una voz joven pero a la vez grave y
serena—. Desde luego los nobles no tenéis modales.

Alma dirigió la mirada hacia el joven. Su rostro era masculino y de aspecto


descuidado, pero aun así mostraba unos rasgos afilados y elegantes, con unos
inteligentes ojos azules que la miraban curiosidad. El cabello, castaño y
enmarañado, caía en juguetones mechones y una descuidada barba corta
enmarcaba su mandíbula. Vestía una ligera armadura de cuero que apenas
ocultaba los enormes pectorales y unos brazos tan gruesos como las piernas de
Alma.

—Gracias por desatarme —concedió finalmente la princesa. Sintió que su


mirada se había perdido demasiado tiempo en aquel rostro y la retiró
avergonzada.
—No ha sido nada —respondió distraídamente el joven y llevándose una
mano al bolsillo sacó un trozo de pan, dio un mordisco y se lo ofreció a la princesa.

—No, gracias —dijo Alma, algo confundida por la oferta—. ¿Cómo os


llamáis?

—Kori —respondió con la boca aún llena de pan—, ¿y tú?

La princesa dudo unos segundos en contestar. «Kori», recordó. ¿Acaso era el


mismo bárbaro que la había espiado en la Posada del Mármol mientras se bañaba?
¿Les había estado siguiendo? Pensó en preguntarle, pero al fin y al cabo el
encuentro en la posada no había sido del todo amistoso y pese a que el bárbaro
probablemente le había salvado la vida, Alma no podía evitar sentirse recelosa.

—Yo soy Alma —contestó finalmente la princesa con una sonrisa que sintió
que le salía nerviosa y artificial.

Kori se terminó el pan, se levantó y se puso a revisar el cuerpo del bandido


muerto. Examinó la vaina vacía, el charco de sangre y se alejó del cuerpo.

—¿Le has matado tú? —preguntó Kori con una sonrisa curiosa.

—Sí —reconoció Alma, sorprendiéndose al sentir un atisbo de orgullo en su


voz.

—A patadas… —comentó Kori mirando el rostro del bandido— Debes tener


buenas piernas —rio.

El joven tendió la mano a Alma y tirando suavemente de su brazo sano, la


ayudo a levantarse y la condujo al exterior de la carroza. Nada más salir, Alma se
encontró con el cuerpo del bandido que había intentado asaltarla. Yacía tendido
boca arriba en un charco de sangre. Con las manos parecía tratar de abrazar sus
propias tripas, que como culebrillas granates y negras escapaban de su roto
vientre. Otros siete u ocho cuerpos yacían en el lodo de ese lado del camino. Alma
sintió deseos de escapar de aquella escena, de salir corriendo en cualquier
dirección y abandonar ese lugar, pero antes de irse tenía que encontrar a Anoll.
Pasó su mirada levemente por cada uno de los cuerpos mientras comenzó a
caminar alrededor de la carroza. Casi todos los miembros de la guardia parecían
haber sido abatidos por flechas o golpes por la espalda. El número de bandidos
muertos parecía ser inferior. No había rastro de Anoll.
—No es seguro que sigamos aquí —decidió Alma—. Tal vez vengan más.

—No te preocupes —dijo Kori dedicando un gesto desdeñoso hacia el


bosque. Pese a lo que había dicho Hela, el bárbaro hablaba casi perfectamente su
idioma. Tan sólo se notaba su acento en la amplitud con la que pronunciaba
algunas vocales—. No van a volver.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó escéptica Alma.

—Porque me conocen —sonrió Kori.

Alma se encogió de hombros e inmediatamente sintió un latigazo de dolor


en su brazo. Decidió dar una vuelta más a la carroza y revisar de nuevo la
identidad de los cadáveres. Sólo había cinco caballos muertos, incluidos los dos de
los que tiraban de la carroza. Alma supuso que los demás habían huido. ¿Era
posible que Anoll hubiese decidido abandonarla en manos de aquellos sádicos
asaltantes? ¿Y dejar a sus soldados ser masacrados? Aquello no parecía propio del
jefe de la guardia. Buscó con la mirada en el lodo tratando de encontrar alguna
huella que le indicase qué podía haber pasado.

—Los caballos han vuelto a casa —dijo Kori que parecía haber leído los
pensamientos de la princesa—. Fueron hacia allí —señaló en la dirección de la que
habían venido—. Pero tu amigo no les siguió.

—¿Mi amigo? —preguntó la princesa mirando en la dirección en la que el


bárbaro señalaba— ¿Anoll?

—Tu amigo, el que estaba contigo en la posada de Hela.

«La posada de Hela», pensó Alma. «Así que éste es Kori, el mirón. Y no
parece tener problema en admitirlo». Se planteó echárselo en cara, pero de nuevo
decidió mantener la boca cerrada.

—Se llama la posada del Mármol —corrigió Alma—. Y sí, ese hombre es
Anoll, el jefe de la guardia.

—No conozco a ningún Mármol —insistió el bárbaro—. Sí conozco a Hela,


tu amiga de la posada. También es amiga mía. Volvamos hacia allí —dijo
señalando a los dos caballos de tiro que seguían vivos—. Siempre me hace panes y
cosas.
—Has dicho que Anoll no fue hacia allí —interrumpió Alma—. ¿Hacia
dónde ha ido?

—Hacia allí —dijo Kori señalando el camino ante ellos.

—¿Hacia Azur? —Alma no entendía nada.

—Pues no se lo he preguntado —bromeó el bárbaro, revisando el arma de


uno de los guardias caídos.

Alma se sentó en el escalón de entrada de la carroza. No lo entendía. Si creía


lo que decía Kori, Anoll la había traicionado. Había conducido a sus guardias a la
muerte y la había dejado en manos de una banda de rufianes para su diversión.
Seguramente les había enviado el sátrapa para que la secuestrasen. Tal vez Anoll lo
sabía desde el principio.

El sol comenzó a ponerse sobre los restos de la batalla mientras el bárbaro


terminaba de revisar los cadáveres. Tomó un ligero sable y la ballesta del
conductor y se los ofreció a la princesa.

—¿Sabes usarlos? —preguntó escéptico el bárbaro.

—Sí —mintió Alma, tomando las armas de las manos de Kori.

Pese a su falta de experiencia, se sintió más segura al sentir la empuñadura


del sable en su mano. Lo levantó en el aire y un latigazo de dolor la recorrió. Se
había olvidado de su hombro herido. El bárbaro la miró con calidez y comenzó a
buscar en su bolsa.

—Déjame ver —dijo sacando unas hojas y sentándose a su lado.

Kori retiró las armas del regazo de la princesa y se dispuso a desnudar su


hombro dañado. Alma llevó instintivamente su mano al brazo del bárbaro,
tratando de detenerle. Sus delicados dedos apenas podían cubrir la muñeca del
joven, pero aun así éste se detuvo. La miró con calidez y por un segundo Alma
sintió que se derretía ante esos ojos azules.

—¿Puedo? —preguntó Kori con voz suave.

—Sí… —accedió la princesa tragando saliva, fijando sus verdes ojos en el


masculino rostro del joven.
Kori bajó con cuidado el tirante del vestido de la princesa y tras colocar las
hojas en la palma de sus manos, cubrió el hombro de la joven. Alma sintió un
intenso calor recorrer su hombro y el dolor comenzó a calmarse en las manos de
Kori. Sintió que se ruborizaba. Giró su rostro y clavó de nuevo su mirada en
aquellos ojos azules y traviesos. Sintió perderse en ellos. Sin pensarlo, entrecerró
los párpados y cuando iba a empezar a avanzar su rostro hacia el del joven, oyó un
chasquido. Un dolor afilado como si le hubiesen clavado un cuchillo recorrió la
longitud entera de su brazo.

—¡Ahhhh! —gritó agónicamente Alma, apartándose con un golpe de Kori—


¡Qué daño!

—Ya está —dijo Kori, sacudiéndose una mano contra la otra—. Cómo
nuevo.

—¿Por qué has hecho eso? —protestó la princesa— ¿Por qué no me has
avisado?

—Te habría dolido más —aseguró el joven—. Además, así no tiene gracia —
sonrió traviesamente.

—Eres un idiota —aseguró la princesa, aún agitada aunque el dolor ya había


pasado—. Y un pervertido también. No te creas que me he olvidado de lo de la
bañera —confesó finalmente.

—No sé de qué me hablas… —aseguró incómodo Kori.

El sol se había ocultado por completo y ya apenas había claridad en el cielo.


Kori revisó infructuosamente la carroza en busca de provisiones y tras equiparse
con las nuevas armas comenzaron a caminar de vuelta a la posada. La luna aún no
había salido y la oscuridad era ya casi total, sólo rota por la luz de las estrellas.

—Bueno, ya hora de descansar —aseguró Kori deteniéndose—. Este es un


buen lugar.

—¿Este? —se preguntó Alma mirando a su alrededor. Apenas veía nada.

—Por aquí —contestó el bárbaro tomándola de la mano.

Caminaron unos metros adentrándose en el bosque. Alma se esforzaba por


seguir los pasos de Kori, pero sus pequeñas piernas eran incapaces de replicar las
grandes zancadas del joven.

—Aquí hay un buen sitio—dijo Kori, dejándose caer contra un enorme roble.
La princesa le imitó, sentándose con las piernas cruzadas en la hierba—. No… aquí
—repitió Kori y levantando a la princesa de su cintura, la sentó junto a él contra el
tronco del árbol—. Hay un agujero.

—Anda, es cierto —exclamó Alma, palpando la superficie. Una cavidad se


había formado en el enorme tronco de aquel árbol y era lo suficientemente grande
para formar un modesto refugio. El fondo estaba cubierto de hojas, por lo que
resultaba acolchado.

Se metieron en aquel improvisado lecho, al refugio del frío y de la noche.


Kori acercó a Alma hacia sí, apoyando la espalda de la joven contra su pecho y
abrazándola con sus cálidos brazos. Alma se planteó apartarle, pero el cuerpo del
chico le proporcionaba calor y una superficie cómoda contra la que dormir. No
estaba del todo mal. Decidió no protestar.

—Buenas noches —dijo finalmente, pese a que no creía que fuese capaz de
dormirse tan pronto.

—Buenas noches —contestó Kori, tras lo que sacó otra hogaza de pan y se
puso a comer.

Alma se despertó sobresaltada en mitad de la noche. ¿Cuántas horas habían


pasado? Se había quedado dormida inmediatamente después de tumbarse. Sentía
el pecho de Kori elevándose y contrayéndose contra su espalda, con la profunda
respiración del que duerme. Alma repasó los sucesos del día anterior. Parecía
como si hubiese sido un sueño. Un momento estaba viajando confortablemente en
su carroza y al instante después envuelta en una orgía de sangre y violencia. Y la
traición de Anoll, ¿habría alguien más envuelto? Tal vez su hermana Silvana tenía
razones para desconfiar del canciller. Tal vez estaban tratando de dejar morir al rey
y acabar con las herederas. Se sintió sola e impotente. Ella sola era incapaz de
conseguir la cura para su padre, pero tal vez regresar a Andalia sería un error aún
mayor. Primero tenía que entender qué estaba pasando.

En ese momento, un grito rompió el silencio de la noche. «¡Ayuda!», le


pareció oír a Alma. Se escuchó de nuevo, esta vez más cerca. Kori se incorporó
levemente, acercando su oreja a la entrada de la cueva. «¡Ayuda!» se escuchó ahora
con claridad la voz de un joven.
—¡Alguien pide ayuda! —exclamó la princesa mientras se incorporaba,
invitando al bárbaro a que hiciese lo mismo.

—Todo el mundo quiere ayuda —balbuceó Kori, tumbándose de nuevo—.


Estoy durmiendo.

Alma resopló indignada por la apatía del bárbaro y sin pensarlo salió de la
gruta y comenzó a caminar en la dirección en la que le parecía haber oído los
gritos. El ruido de unos pasos rompía ahora el silencio del bosque. Se detuvo
ocultándose tras un árbol.

—¡Ayuda! —repitió el joven, en un extraño acento. Dio unos pasos


desorientados tras los cuales se le escuchó tropezar y caer contra el suelo del
bosque.

—¿Quién hay ahí? —preguntó la princesa desde su escondite.

—¡Gracias a Dios! —dijo el joven tratando de levantarse—. ¡Ayudadme por


favor, me persigue un grupo de maleantes! —la voz resultaba familiar a la
princesa.

Se escuchó un golpe seco y un grito, seguidos de ruidos de forcejeo. Una


enorme silueta había alcanzado al joven.

—¡Para ya de gritar! —se oyó la voz de Kori—. Estoy intentando dormir.

—¡Ayudadme os lo ruego! —repitió el joven.

Alma salió de su escondite y caminó hacia los dos chicos. Kori presionaba al
otro joven contra el tronco de un árbol, levantándole del cuello de la túnica con
una de sus grandes manos. El joven se agarraba a los brazos del bárbaro como
quien se abraza a una rama que le ha salvado de caer al vacío.

—Suéltalo, Kori —pidió la princesa agitando el brazo del bárbaro —. Creo


que conozco a este hombre. Decidme, cual es vuestro nombre.

—Soy un humilde campesino —dijo el joven extranjero aún sujeto contra el


árbol— ¡Ayudadme y haré lo que me pidáis!

—Mentís —replicó Alma acercándose a su cara—. Confesad quien sois y


vuestro destino o seréis la cena de mi compañero.
—¿Qué? —exclamó disgustado Kori.

—¡Misericordia! —lloró el joven—. Mi nombre es Sildor y corro sin destino.


¡Tan sólo huyo de mis captores! Por favor, tengan misericordia.

—Entonces sois el médico que trató al rey —concluyó la princesa.

—¡Desafortunadamente! —se lamentó el joven—. Si conocéis mi nombre


sabréis que soy un doctor de gran prestigio y riquezas. Dejadme vivir y os daré lo
que queráis, ¡os lo ruego! ¡Os colmaré de riquezas!

Kori relajó su enganche, tal vez interesado por la sugerencia. La princesa en


cambio tomo un palo y caminando hacia el doctor lo puso en su cuello como quien
empuña una daga.

—Contadnos toda vuestra historia y entonces decidiremos si vivís para ver


la mañana o morís entre estos árboles —dijo apretando la rama contra el cuello del
joven.

—¡Está bien! —lloró el doctor—. Viajé a Celbia hace una semana para tratar
a su Majestad, el rey de Andalia. ¡Maldita la hora! —gritó mirando al cielo. El
doctor pasaba sus pequeñas manos por los fuertes brazos que le agarraban, casi
acariciándolos, como tratando de calmar al bárbaro—. Mi diagnóstico me hizo
enemigos en la corte y fui hecho prisionero. ¡Acabo de escapar! —su voz parecía a
punto de ser cortada por el yanto—. Yo no tengo interés en intrigas de palacio,
¡sólo quiero volver a casa!

—¿Quién os apresó? —rugió Alma, apretando de nuevo su palo contra el


cuello del joven.

—Por favor, no me hagáis daño ¡hare lo que pidáis! —se lamentó Sildor
rompiendo en yanto—. Los soldados del reino, no sé quién dio la orden —aseguró
—. Dos días atrás me enviaron preso en esta dirección, desconozco hacia qué
destino. Por favor, tener piedad de mí.

Las palabras del joven doctor parecieron tener efecto en Kori, que le soltó
con una expresión casi de disgusto. La princesa miraba al extranjero con ojos
vacíos de compasión.

—¿Dónde están mis hermanas? —exigió saber la princesa.


—¿Vuestras hermanas? —respondió confundido el joven, recolocándose
nerviosamente la túnica. Alma apreció que no llevaba sus ricos ropajes de doctor,
sino una sucia túnica corta de lana marrón.

—¡Mis hermanas! Las princesas Lendra y Silvana de Andalia. ¿Dónde están?


—rugió Alma.

—¡Alteza! —exclamó el joven arrodillándose—. No os supe reconocer —dijo


entre lágrimas—. Entonces partisteis hacia Azur como dijisteis en el consejo.
Vuestras hermanas deben permanecer en Celbia, Alteza. Pero no las volví a ver
desde aquella tarde. Desconozco cómo se encuentran —el médico se postró sobré
la tierra como buscando el perdón por sus palabras.

Alma dio unos pasos atrás. De repente se sintió agotada. Al fin tenía una
idea qué había ocurrido, pero su situación parecía más desesperada que nunca. Si
sus ministros estaban conspirando contra su familia, ¿qué sería de su padre y sus
hermanas? Temió que fuesen presas, tal vez de hombres crueles como los que la
atacaron el día anterior. Pero algo le decía que no era así. Si hubiesen querido
actuar de esa forma, podían haberlo hecho meses atrás, cuando el rey quedó
postrado por primera vez. «Están esperando a que se muera», pensó. «Por eso han
castigado de esta forma al doctor que desveló su enfermedad. Por eso debía
fracasar esta misión».

—Vos asegurasteis que mi padre tiene virolina —dijo Alma—, ¿estáis seguro
de que es así y de que puede curarse con el remedio de Azur?

—Todo lo seguro que la ciencia me permite, Alteza —respondió Sildor sin


atreverse a levantar la cabeza.

—En ese caso no queda alternativa —concluyó la princesa—. Viajaremos al


reino de Azur.

Sildor se levantó lentamente y miró a la princesa con gesto desconcertado.


La luna había salido finalmente y su luz iluminaba tenuemente la cara de los tres
jóvenes. Kori sacó otra de sus hogazas de pan y comenzó a rumiar.

—¿Pero cuántas de esas tienes? —protestó la princesa.

—Todas las que quiera —aseguró el bárbaro alargando el brazo hacia la


joven y ofreciéndole una hogaza—. Hela me deja siempre una bolsa llena.
—Hela —repitió Alma—. ¿Crees que nos ayudaría? Necesitamos comida y
ropas —dijo mirando su rasgado vestido—. Tal vez caballos…

—Nos ayudará —aseguró el bárbaro—, pero no creo que haya tiempo de


que te des un baño caliente —añadió en un tono entre divertido y decepcionado.

—Ya te gustaría —apuntó la princesa.

—Altezas —interrumpió el doctor que parecía incómodo con la perspectiva


del viaje—. Entonces, ¿os dirigís al reino de Azur?

—Eso parece —respondió Kori.

—¿Los dos solos? —preguntó el doctor, mirando a ambos jóvenes con


incredulidad.

—Si hace falta, sí —contestó Alma decidida.

El joven doctor miró a la pareja durante unos segundos, mientras se mesaba


dubitativamente la perilla.

—En ese caso iré con vosotros —decidió finalmente Sildor—. Espero que de
esa forma nuestra deuda quede saldada.

—Quedará saldada cuando cures a mi padre —concluyó segura Alma.

El sol aún no había salido pero su claridad comenzaba a asomar por las
llanuras del este y el cielo del bosque se tornó violeta. Los jóvenes comenzaron a
caminar por el interior del bosque a escasa distancia del camino y en dirección a la
Posada del Mármol. Pasadas varias horas escucharon a un jinete. Se tendieron
sobre el suelo y observaron desde el abrigo del bosque.

—Qué caballo tan ligero —comentó el bárbaro.

—Calla —dijo Alma cubriendo su boca con su mano—. Nos va a oír.

El jinete parecía provenir de Azur y seguía su mismo camino. Kori tomó la


ballesta de manos de Alma y siguió con su cabeza el recorrido del hombre.

—¡No! —protestó la princesa—. Podría ser un viajero inocente.


—Podrían venir más jinetes tras él —dijo Sildor.

—Vienen más —dijo el bárbaro y sin acabar la frase soltó la cuerda,


lanzando la flecha directamente al cuello del jinete, que se desplomó rodando
sobre la tierra.

—¡Nos van a matar! —lloró el doctor, mientras el bárbaro devolvía el arma a


la princesa.

—¡Silenció! —exigió Alma.

—¡Ahhhhhh! —gritó Kori blandiendo su espada, mientras salía corriendo en


dirección al camino.

Alma suspiró frustrada pero decidió seguirle, ocultándose de árbol en árbol


hasta llegar al camino. Un segundo jinete yacía ya muerto y Kori agitaba su espada
en el aire, moviéndose con agilidad alrededor de un pesado caballero. Pese a su
imponente aspecto, el alto guerrero parecía un niño flaco al lado del bárbaro.
Levantó su espada con ambos brazos sobre su cabeza para lanzar un estoque
contra Kori, que sin dejarle entregar su golpe clavó como un relámpago la espada
en la mirilla de su yelmo. No se oyó grito alguno, tan sólo cayó de rodillas frente al
bárbaro. La princesa corrió hacia Kori, seguida de lejos de Sildor, que miraba con
desconfianza a ambos lados del camino.

—Ya tenemos caballos —sonrió Kori—. Éste es para ti —dijo tomando a una
de las monturas de las riendas.

—Tranquilo, bonito —se acercó Alma al caballo, que relinchaba oliendo el


cuerpo de su caído jinete.

—Bonita —corrigió Kori.

La princesa se quedó tranquilizando a los caballos mientras Kori y el


vacilante doctor ocultaban los cuerpos en el bosque. El sol se levantaba ya
tímidamente, escondiéndose a ratos entre las nubes dispersas. Kori entregó una de
las espadas de los caídos a Sildor, que la aceptó dubitativo. El doctor se subió con
facilidad a su nueva montura, que pareció tomarle afecto con rapidez. Kori tuvo
que luchar con su caballo, un semental oscuro de ojos pardos, para que se dejase
montar. Tras varios minutos de forcejeo el bárbaro consiguió tomar las riendas.

—Buen caballo —dijo dedicando a sus compañeros una amplia sonrisa de


satisfacción.

—Con estas monturas podremos llegar a la posada esta misma tarde —dijo
la princesa acariciando su yegua color canela.

—¿Será seguro? —preguntó el doctor—. Podría haber más… agentes de los


enemigos de su padre.

—No será seguro para ellos —rio Kori.

—Seremos discretos —concluyó Alma.

Los tres compañeros cabalgaron toda la mañana en silencio. Sus monturas


demostraron ser especialmente rápidas y resistentes y Alma pensó que
posiblemente aquellos hombres formasen parte de alguna expedición de urgencia.
Kori cabalgaba delante de los demás, tratando de avistar si se encontraban con
otros jinetes, pero por ese camino ya no transitaban viajeros.

Apenas había pasado el mediodía cuando avistaron el muro de piedra y el


piso superior de madera de la Posada del Mármol. Kori lideró al grupo de nuevo al
interior del bosque, hasta llegar a un pequeño claro. Ataron sus monturas a los
árboles circundantes y se dirigieron al límite del bosque con la posada. Apenas
media docena de monturas pacía en los alrededores de la entrada, por lo que Alma
pensó que no podía haber muchos inquilinos.

—Venid por aquí —dijo Kori y mirando a ambos lados se dirigió a una de
las paredes de roca.

—Esa era mi habitación —señaló Alma recordando el paseo que había dado
antes de partir hace apenas dos noches.

—Lo recuerdo —sonrió Kori y apoyando las uñas en la piedra comenzó a


trepar. A Alma le parecía que era capaz de soportarse sobre la roca plana—. Sube,
dijo tendiendo la mano a la princesa.

Alma se sujetó a la muñeca del joven con su brazo izquierdo. Ya no le dolía


el otro hombro, pero no quería forzarlo. Sildor permaneció en el suelo, según
aseguraba «haciendo guardia». Caminaron por un estrecho bordillo en la roca
hasta llegar a la rendija en la pared de madera que se encontraba descubierta. Kori
levantó tomó de la cintura a Alma y la levantó ligeramente para permitirle
asomarse.
—No hay nadie —determinó la princesa tras revisar la habitación.

—Está bien, esperaremos en el bosque —decidió el bárbaro.

Kori bajó con dos ágiles saltos y desde el suelo ayudó a la princesa a
descender. La tomó de nuevo la cintura y la situó frente a poca distancia frente sí.
El bárbaro fijó su mirada en la piel de la princesa que asomaba a través de su
desgarrado vestido.

—Volvamos al bosque —dijo la princesa ruborizándose.

Se tendieron en el límite del bosque, observando la posada y comiendo pan


y carne en salazón. Alma estaba sedienta y la espera empezó a hacerse eterna.
Finalmente vieron a una doncella rodear la posada. Parecía dirigirse en su
dirección. El largo cabello dorado caía rebelde sobre sus hombros, balanceándose
con sus pasos. Alma pudo reconocer que se trataba de Hela. Kori se levantó y
caminó hacia ella, pidiendo con un gesto a sus compañeros que permanecieran en
el sitio. Al verle la joven doncella se quedó paralizada por la sorpresa y tras unos
segundos comenzó a avanzar dubitativa hacia él. Se detuvo a corta distancia y
hablaron por unos instantes. Finalmente caminaron juntos hacia el bosque.

—¡Hela! —saludó la princesa, sin ocultar su alegría por ver de nuevo a la


doncella.

—¿Alma? —dijo Hela mirando a la princesa con aire confundido—. ¡Veo que
has conocido a Kori! —rio contenta— ¿y los guardias?

—La expedición sufrió un imprevisto —reconoció Alma poniéndose en pie


—. Lo cierto es que necesitamos tu ayuda.

—Necesitamos más de estas —interrumpió Kori, mostrando una de sus


hogazas.

—Está bien —dijo Hela tímidamente. Parecía mostrarse cohibida por la


presencia del bárbaro—. Entrad. Os serviré lo que necesitéis.

—No podemos entrar —dijo la princesa—. Tampoco podemos pagarte.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Hela que cada vez parecía más alarmada
por la situación.
—Ven, te lo explicaremos —aseguró Alma.

Los jóvenes presentaron a Sildor y a la doncella y se dirigieron hacia el


interior del bosque. Caminaron al claro donde habían dejado los caballos y tras
pedirle discreción, Alma se decidió a compartir con la doncella parte de la historia.

—Necesitamos emprender un largo camino —comenzó explicando


vagamente la princesa—. Y lo cierto es que nadie debe saber que hemos regresado
hasta aquí.

—La última vez que pasasteis por aquí os dirigíais a Azur —apuntó Hela—.
¿No pensaréis regresar?

—Así es —aseguró Sildor. Alma le dedicó una mirada mordaz y el doctor


pareció entender que no debía abrir la boca.

—¿Solos? ¿Sin una comitiva? —preguntó Hela alarmada—. Conozco esas


tierras, Alma, yo misma provengo de allí —aseguró—. Ningún inocente las habita
ya, sólo quedan bandidos y asesinos que harán de cualquier viajero sus víctimas.
Por favor, no vayáis —suplicó alternando su mirada entre Kori y la princesa.

—Pensaba que habías nacido en esta posada —afirmó Alma.

—No… —dijo la posadera—. El posadero... él no es mi verdadero padre —


aseguró llevando su mirada al suelo—. Él me acogió hace ya casi diez años y le
debo la vida. Mi familia, mi familia de verdad servía al rey de Azur y fueron —Hela
tomó unos segundos para continuar— fueron purgados por el tirano —la doncella
miró a Alma con ojos arrepentidos—. No puedo ayudar a quienes van a tener
tratos con el sátrapa.

—No vamos a tener tratos con él —aseguró Alma llevando su mano al


hombro de la doncella—. Necesitamos un objeto que se encuentra en su reino.

—Moriréis —dijo Hela negando con la cabeza.

—Ayúdanos para que no sea así —pidió Alma tomando la mano de la


doncella—. Os estaré eternamente agradecida.

—No creo que sea ayudaros el facilitar que os dirijáis a vuestra muerte —
aseguró la doncella—. Dejadme que lo piense.
—No tenemos mucho tiempo —dijo Alma mirando a los azules ojos de la
joven.

—Regresaré antes de la puesta del sol —contestó Hela y despidiéndose con


un gesto de la cabeza se dirigió de nuevo a la posada.

Los tres compañeros se sentaron en el claro. Kori les ofreció una especia de
cerveza amarga y densa que llevaba en una saca de cuero. Sildor olfateó el líquido
y se alejó con gesto asqueado, pero Alma decidió probarlo. Tras la agitada noche y
dos cazos de aquella bebida, no tardó en quedarse dormida. La despertó una mano
agitando su brazo.

—Ha llegado gente a la posada —dijo Sildor, que con aquella raída túnica y
el pelo despeinado parecía un mendigo—. Vamos a acercarnos a observar.

—Está bien —accedió Alma frotándose los ojos.

Los compañeros avanzaron con sigilo hasta regresar al extremo del bosque.
Media docena de nuevos caballos se esperaban pastando en el abrevadero, algunos
de ellos con corazas. Se escuchó un grito en el interior de la posada y varios golpes.
Dos hombres salieron corriendo y tomando dos de los caballos huyeron por el
camino a la ciudad de Celbia. Una voz femenina gritó de nuevo.

—Vamos —se levantó Kori y caminó hacia la posada. Anda y Sildor


dudaron. Cuando el bárbaro había recorrido la mitad del camino hasta la entrada
decidieron salir tras él. Sildor trataba de cargar la ballesta mientras corría.

—Trata de no darnos con una de esas —le pidió la princesa.

Alcanzaron a Kori poco antes de llegar a la puerta. El bárbaro caminaba


sigilosamente blandiendo inclinada su larga espada. Los caballos relincharon al
verlos pasar frente a ellos.

—Esas corazas valen mucho dinero —susurró Kori asomándose, tras lo que
empujó la pesada puerta de madera.

Tres soldados en coraza completa rodeaban a una de las doncellas de la


posada mientras otros dos hombres con armadura irregular registraban el cuerpo
de un hombre gordo que yacía boca abajo. El último hombre con aspecto de
bandido amenazaba con su espada a Hela, que subida en la barra le apuntaba con
la suya. Una saeta voló a través de la sala y fue a caer entre ambos omóplatos del
bandido, que cayó sin que los otros lo percibiesen. Kori corrió hacia el grupo de
tres soldados y con una mano detuvo a Alma, que hizo amago de seguirle. El
bárbaro les alcanzó, atacando con un tajo el cuello de uno de ellos y derribándole.
Kori rechazó el golpe de otro de ellos y de un saltó se subió a una de las mesas.

Los otros dos hombres corrieron hacía la princesa y el doctor. Alma alzó su
espada tratando de cubrirse de los posibles golpes. Oyó un silbido cruzar su oreja
y una segunda saeta voló hasta la garganta de uno de los bandidos, lanzándolo
hacia atrás del impacto. El último bandolero alzó su espada para asestar un golpe a
la princesa, que consiguió rechazarlo a duras penas sujetando su sable por la
empuñadura y el lado romo del filo. El guerrero se dispuso a lanzar un segundo
golpe cuando la punta de un estoque asomó por su garganta. Hela le había seguido
y clavado su aceró en la nuca, tras lo que corrió a atender a su padrastro. Para
entonces Kori había derribado a un segundo soldado y parecía jugar con el último,
bailando ágilmente a su alrededor. El hombre se lanzó hacia el bárbaro y sin poder
llegar a levantar su espada, fue derribado por el joven.

El posadero se incorporó ligeramente, pero permaneció sentado en el suelo


con gesto confundido. Hela y su hermanastra le abrazaban y lloraban en sus
hombros.

—Nos habéis salvado la vida —clamó la menor de las posaderas, aun


abrazada a su padre.

—Ha sido una suerte que estuvieseis aquí —dijo Hela poniéndose en pie—.
Gracias por venir en nuestra ayuda.

Los compañeros ayudaron a las jóvenes a esconder los cadáveres y se


dispusieron a soltar los caballos de los bandidos para que nadie pudiese culpar de
su muerte a la familia del posadero. Hela pidió quedarse con una yegua joven y
dócil y Alma comprendió que la doncella había decido acompañarles en su viaje.

Necesitaron toda la tarde para limpiar el estropicio. A cambio el posadero se


ofreció a alojarles esa noche y darles las provisiones que necesitasen para su viaje.
Alma se sitió tentada a permanecer allí y tal vez tomar otro baño caliente antes de
partir, pero decidieron que era demasiado peligroso. Aquella posada había
demostrado no ser un lugar seguro. Sí aceptaron las provisiones y los ropajes,
sencillas túnicas de lana clara y capas de piel que les daban el aspecto de
comerciantes humildes o campesinos adinerados. Kori quiso seguir vistiendo sus
abultadas pieles y exótica coraza, pero Alma insistió que con los nuevos ropajes
sería más fácil llegar al palacio de Azur y alcanzar las enormes riquezas que
guardaba. El bárbaro accedió reticente a dejar las pieles al posadero, si bien prefirió
seguir vistiendo su coraza bajo la túnica color hueso.

Hela se despidió de su familia adoptiva y tomando su recién adquirida


montura siguió a los cuatro compañeros al claro del bosque. Caía el sol sobre
Andalia y el viento frío del norte había arrastrado las nubes, dejando el cielo
desnudo en sus tonos violetas y rosados. Decidieron adentrarse un poco más en el
bosque y pasar allí la noche. Cruzaron un pequeño arroyo de deshielo, dando
zancadas entre las rocas que sobresalían del agua y tras caminar colina arriba se
envolvieron en sus capas y se tumbaron bajo la ladera de un terraplén al refugio
del viento. Comieron algo de pan acompañado de queso y fruta seca. Cuando
terminaron de cenar apenas había ya claridad por lo que se dispusieron a dormir.
El viento silbaba entre las ramas de los robles, cubiertas por los incipientes brotes
de la primavera. Kori rodeó con su brazo el cuello de Alma y con la espada
apoyada entre sus fuertes piernas cerró los ojos. Hela descansó su cabeza sobre el
otro hombro de la princesa, pero al quedar dormida cayó sobre su regazo. Sildor se
apoyó su espalda contra el costado de la doncella, cubriéndola del frío con su
cuerpo. «No estamos tan mal», pensó Alma y quedó dormida sin echar de menos
su cómodo lecho de plumas en su alcoba del castillo de Celbia.

Los primeros rayos del sol despertaron a la princesa. Alma miró a su


izquierda y se sobresaltó. Kori no estaba. Su bolsa de provisiones ocupaba el lugar
en el que había dormido el bárbaro.

—Ha dicho que iba a buscar algo de caza para la comida —dijo Hela,
adivinando la preocupación de la princesa—. Dice estar cansado de queso y pan.

Alma se desperezó y miró a su alrededor con ojos legañosos. Sildor


enseñaba a Hela el funcionamiento del sistema de carga de la ballesta y ella le
escuchaba con atención. La princesa decidió volver al arroyo que habían cruzado
para lavarse la cara y rellenar de agua las alforjas. La mañana era soleada y fresca y
el bosque estaba lleno con los ruidos de la brisa en las hojas y el cantar tímido de
los pocos pájaros que habían regresado tras el invierno.

El agua del arroyo estaba tan fría que Alma sintió que le cortaba la piel, pero
tras secarse la cara con su capa el frío dio paso a una sensación vigorizante. Llenó
la media alforja que habían vaciado el día anterior y caminó unos metros lecho
abajo. Allí encontró un remanso en el que las aguas corrían más calmadas. Dejó las
alforjas contra el suelo y tras quitarse las botas metió sus pequeños pies en el agua
del río. El frío apretaba contra sus tobillos como si alguien los estuviese
comprimiendo entre sus heladas manos. Alma disfrutó aquella sensación y sin
pensarlo más dejó caer la capa sobre sus hombros y subiéndose la túnica se
desnudó. De un salto, se metió en la poza hasta el cuello. Las gélidas aguas
atacaban su piel como una ducha de alfileres de hielo. Su boca se abrió y jadeó. Se
esforzaba por tomar aire en contracciones casi violentas de su pecho, mientras
daba saltitos en el agua casi de forma involuntaria. Comenzó a reír. Aquella
sensación de incomodidad, casi de dolor, le hacía sentir increíblemente viva y llena
de energía. Se propuso permanecer un poco más en las heladas aguas y quitándose
las enaguas, comenzó a lavarlas frotándolas contra una de las rocas del lecho.
Sintió que comenzaba a tiritar violentamente y decidió salir.

Le dio la vuelta a la capa de pieles y se secó con el pelaje. Aquella sensación


era como ser arropada por una enorme osa en el frío del invierno. Se sentó en una
roca al sol, encogida por el frío y aun tiritando, mientras recorría su piel con el
pelaje de la capa. Disfrutaba aquella sensación de desnudez y sencillez natural, la
misma que añoraba en su palacio y buscaba cuando abandonaba la comodidad de
la corte para trabajar en el jardín.

Escuchó unas pisadas y decidió quedarse inmóvil para pasar desapercibida.


Entonces le pareció reconocer aquellos pasos. No hacía más que dos noches que
había conocido a Kori, pero su caminar seguro y pesado le resultaba ya
inconfundible. El bárbaro caminaba directamente hacia ella y pronto vio su silueta
avanzar por la orilla del río.

—Me temo que ya he terminado el baño —bromeó la princesa, cerrando la


capa sobre su cuerpo.

El bárbaro no respondió. En su mano derecha llevaba dos gordas aves


colgando de sus patas. Se acercó hacia la princesa y tras sentarse en una de las
rocas cercanas comenzó a desplumar uno de los pollos. De vez en cuando se
detenía unos segundos y miraba a la joven, tras lo que continuaba con el proceso.

—Pareces una joven de mi pueblo. Una bárbara, como decís vosotros —


sonrió Kori, mientras terminaba de desplumar el primer pollo—. Salvaje y valiente.

La princesa se ruborizó sin saber qué responder. Su cuerpo ya estaba seco y


la brisa fresca acariciaba su pelo. Miró el curso del agua en silencio.

—Date la vuelta —pidió al bárbaro—. Voy a vestirme.


Kori alzó las cejas divertido y tras darse la vuelta comenzó a desplumar el
segundo pollo. La princesa denudó su cuerpo y se cubrió con la túnica con rapidez,
controlando con miradas desconfiadas que el bárbaro no ojease. Sus enaguas de
algodón aún estaban empapadas, por lo que prefirió esperar a que el viento las
secase durante el camino. Dejó sus cabellos castaños caer libremente sobre el
manto y se calzó, cuidándose de la postura de sus piernas en el proceso. Kori
termino de desplumar el segundó pollo, se incorporó y los miró orgulloso.

Cuando llegaron al campamento, Hela y Sildor estaban terminando de


desayunar. Alma se excusó para terminar de vestirse con unas enaguas de
repuesto que Hela le había ofrecido. Cuando regresó, Kori había preparado dos
sencillos bocadillos para desayunar por el camino, por lo que partieron de
inmediato. Condujeron brevemente a los caballos para que bebiesen en el arroyo y
salieron dirección nordeste. En lugar de seguir el camino, Hela propuso que
alcanzasen el puente de la Atalaya directamente atravesando el bosque en línea
recta. La doncella conocía bien el camino y Kori sabía desenvolverse en el bosque.
El bárbaro cabalgaba ligeramente más avanzado que los demás, revisando el
entorno. De vez en cuando desmontaba y recogía hierbas y hongos. Sildor se
acercaba curioso a revisar sus hallazgos y comentaba entusiasmado las
propiedades de los distintos productos. Tras recoger algunas ramitas de romero,
Kori pasó el resto de viaje frotándolas contra las aves.

El mediodía les alcanzó en lo más profundo del bosque. Pese a la protección


de las ramas semidesnudas, el sol calentaba con fuerza y el ambiente era húmedo y
pesado. Kori propuso detenerse a preparar un fuego para cocinar los pollos, pero
Hela le convenció de avanzar un poco más hasta encontrarse de nuevo con el
arroyo junto al que habían pasado la noche, que fluía hasta el Lanos. Su predicción
se cumplió y pronto pudieron oír el correr del agua a su derecha. Ataron a los
caballos de forma que pudiesen beber y pastar en la cercanía del río y Kori no
tardó en tener listo un pequeño fuego sobre el que asó los pollos ensartándolos en
un viejo estoque.

—A este ritmo alcanzaremos el puente antes del anochecer —aseguró Hela,


arreglándose los rubios cabellos tras haberse lavado la cara en el arroyo—. Tras
cruzarlo, entraremos en tierras de Azur, pero estará guardado.

—Anoll, el jefe de la guardia de Andalia —explicó Alma—, mencionó una


cierta Atalaya del Bosque aún en tierras de nuestro reino —recordó.

—Me temo que en las actuales circunstancias también estará guardada por
soldados enemigos —dijo Sildor, que de nuevo estaba revisando la colección de
plantas de Kori.

—Ya se nos ocurrirá algo —contestó Kori, volteando los pollos sobre el
fuego.

La piel de los pollos tomó el color del bronce y el aroma del asado llenó el
ambiente. Kori decidió que ya estaban preparados y los dividió con el filo del
estoque. Alma pensó que con su ración podría alimentarse dos días enteros.
Comían acompañándose de pan y vino ligero, arrancando los pedazos de carne del
hueso con las manos. Tal vez por efecto del hambre, a Alma le pareció que nunca
había comido algo tan delicioso. Pudo acabarse un muslo, contra muslo y parte de
la pechuga hasta sentir que no podía dar un bocado más. Para entonces Kori se
había acabado su medio pollo y aún parecía hambriento, lamiéndose los dedos,
por lo que la princesa decidió darle el resto del suyo. Los otros guardaron sus
restos en un mendrugo a modo de bocadillo. Retomaron sus monturas y
continuaron el viaje.

El día llegó a su punto más cálido y Alma cabalgaba ya sin necesidad de


cubrirse con la capa. El calor y la pesada comida empezaron a tener su efecto en la
joven y sintió que se iba a quedar dormida a lomos de su yegua. Deseó poder
lavarse la cara de nuevo en las heladas aguas del arroyo, pero Hela le informó de
que lamentablemente no cruzarían otro curso de agua hasta llegar al Lanos. La
doncella cabalgaba muy erguida en su joven montura y a Alma le pareció que no
podía dejar de mirar al bárbaro. Se preguntó si sus sentimientos por Kori eran el
motivo por el que había decidido seguirles.

El bosque se tornó aún más cerrado, haciendo que los caballos tuviesen que
zigzaguear frecuentemente para esquivar los troncos de los árboles. El suelo estaba
casi desnudo de vegetación, sólo cubierto por los restos de las hojas del pasado
otoño. Aquella zona era más fresca y húmeda por lo que la princesa y Hela se
cubrieron con sus capas de piel.

—Deberíamos pensar una coartada sobre quien somos —pensó en voz alta
la princesa—. Por si acaso nos pregunta alguien.

—Podemos ser un grupo de monjas —sugirió el bárbaro.

—Una coartada —repitió Sildor ignorando el comentario de Kori—.


Podemos ser un matrimonio de comerciantes en dirección a Azur —propuso—.
Kori es nuestro guardaespaldas.

—Si alguien nos encuentra en este bosque, es poco probable que nos
ofrezcan explicar nuestra coartada —comentó Hela—. Pero si es necesario yo diré
que soy vuestra doncella.

—En ese caso su Alteza y yo necesitaremos nombres falsos —continuó


Sildor—. Yo seré Seralín, como el famoso doctor de la antigüedad.

—Entonces yo tomaré tu nombre —sonrío la princesa—. Llamadme Silda.


También te recomiendo que dejes de llamarme Alteza. No vayas a despistarte
cuando llegue el momento.

—Deberías tomar mi nombre —objetó Kori molesto—. Koroltka, nombre de


reinas.

—Creo que prefiero Silda —contestó educada la princesa.

—Hasta ahora no he querido preguntar —interrumpió Hela caminando de


tema—. ¿Cuál es nuestro objetivo en Azur?

—Queremos matar al rey —contestó Kori.

—¿Qué? —exclamó Alma— ¡No! Buscamos un remedio que sólo se


encuentra en ese reino.

—El remedio de Azur —afirmó Sildor—. Es imprescindible para salvar la


vida del rey de Andalia.

Alma explicó a la doncella la mala suerte de la expedición, la traición de


Anoll y como fue rescatada por Kori. El bárbaro interrumpió en este punto para
añadir una detallada descripción de la batalla a la salida de la carroza, incluyendo
el pasaje de cómo mató a un bandido sacudiéndole repetidamente contra la coraza
de la cabeza de uno de los caballos. «Eso explica lo de los caballos muertos y los
golpes», pensó la princesa. Sildor contó su encarcelamiento y destierro y cómo no
sabía a dónde iba a ser conducido hasta que pudo adivinarlo tras encontrarse a la
princesa. Hela se asombró de la enorme coincidencia de que se hubiesen
encontrado en el bosque y se alegró de que volviesen a tiempo a la posada de
salvar a la vida de su familia adoptiva.

En opinión de Hela, Anoll parecía un hombre honorable y tal vez no había


traicionado a la princesa si no que había huido a buscar ayuda. Sildor defendía que
el canciller y el resto del gobierno de Andalia debían estar involucrados en la
conspiración para deponer al rey, y que por eso le habían exiliado al corregir el
diagnóstico erróneo de los médicos de la corte, sobre cuya culpabilidad o inocencia
no se atrevía a emitir un juicio. Alma se inclinaba a estar de acuerdo con el joven
doctor y por ello consideraba que regresar a Celbia sin el remedio no era una
posibilidad. Kori prefirió reservar su opinión para sí mismo.

El sol aún no se había ocultado cuando Kori dijo oír el sonido del río. Se
acercaron despacio, hasta ver entre los troncos las mansas aguas del Lanos, que en
ese tramo parecía una alfombra de cristal verde. Hela concluyó que se habían
desviado un poco hacia el sur, por lo que tenían que continuar un poco más
corriente arriba hasta llegar al puente. Una vez allí tendrían que negociar con la
guardia, enfrentarse a ellos o pasar inadvertidos. «Ya veremos», aseguró Kori
confiado. No tardaron en avistar la atalaya, que se elevaba en su misma margen
del río pasado un meandro. Ataron los caballos a unos árboles alejados del río para
que no pudieran ser divisados y continuaron a pie. El sol se ocultaba ya entre las
cimas del oeste, que formaban la frontera entre Azur y las secas tierras de
Novanda, recordó haber leído Alma en el diario de viaje de su hermana. Las luces
de la torre ya estaban encendidas y tres caballos pastaban a su pie.

—No son muchos hombres —dijo Kori ojeando la atalaya—. Prepara tu


ballesta —se dirigió a Sildor—. Me vale con que te encargues de uno de ellos, yo
me ocupo de los otros dos.

—¡Espera! —protestó la princesa—. Aún estamos en Andalia. Podrían ser


hombres de mi padre. No podemos matarlos sin más —reflexionó mirando las
cristalinas aguas del río—. Usaremos nuestra coartada. Si son hombres justos del
reino tal vez nos permitan el paso a Azur. Pero no podemos ser comerciantes, el
comercio con el tirano está prohibido —recordó Alma—. Somos exiliados, antiguos
habitantes del reino y volvemos a la capital en visita de un familiar.

—Puede funcionar —dijo Sildor mesándose la barbilla—, pero es arriesgado.

—Bueno, pues vamos, que se hace de noche —dijo Kori—. Tú por si acaso
mantén el arma cargada—recordó de nuevo al doctor.

Los cuatro jóvenes salieron se adentraron de nuevo en el bosque y salieron


en el camino a pocos pasos de la atalaya. Un guardia que estaba apoyado contra la
puerta con los brazos pareció avistarles y poniéndose firme se dirigió a ellos.
Portaba una envejecida cota de malla y un yelmo cerrado.

—¡Alto! —ordenó—, ¿quién camina en estas tierras?

—Saludos —dijo Sildor tratando de mostrar una sonrisa natural—. Somos


caminantes, nos dirigimos a la ciudad de Azur en visita familiar.

—Debéis estar loco —espetó el soldado, que no llevaba uniforme ni


estandarte alguno—. Caminantes que salen como fantasmas del bosque en un
camino lleno de cuerpos. Decidme —exigió—, ¿dónde pasasteis la noche pasada?

—En el bosque mi señor —sonrío humildemente el doctor—. Los caminos y


posadas no son seguros en esta tierra.

Un segundo guardia bajó e intercambió miradas con el primero. Un parche


negro cubría uno de sus ojos. A Alma le parecía cada vez menos probable que
aquellos hombres fuesen guardias de Andalia.

—¿Y dónde pasaréis esta noche? —inquirió el segundo hombre.

—En el bosque también —asintió Sildor—, esperamos que ya en tierras de


Azur.

Los dos guardias se miraron y llamaron a un tercero, que bajó por las
escaleras y observó a los viajeros durante unos segundos. Era de baja estatura pero
su armadura y casco eran mejores que los de los otros. Debía tratarse de algún tipo
de oficial.

—El pago por el paso son dos monedas de oro por persona —dijo finalmente
el oficial—. Además debéis dejar aquí cualquier bien comerciable. Nosotros los
guardaremos hasta vuestro regreso.

Los compañeros se miraron. No tenían oro y Alma pensó que aquella


cantidad era desorbitada, suponiendo el doble del jornal de un mes de un guardia.
«Nos atacarán hagamos lo que hagamos», pensó la princesa. Sintió las miradas de
los guardias en ella. Había visto miradas así antes. Aquel bandido que mató en la
carroza con sus propios pies. Aquel otro que la había atacado. «Y aquí es donde
Anoll quería que nos alojásemos» recordó. Sintió deseos de huir y se alegró de que
Kori estuviese a su lado.

—No tenemos oro —respondió Sildor tratando aun de mostrarse cordial.


—Sólo hierro —añadió Kori.

Los dos soldados se miraron. El del parche trató de hacer amago de alcanzar
la espalda, pero el oficial se lo impidió. A Alma le pareció que miraba a Kori a
través del yelmo.

—¡Largaos y volved con el pago! —gritó.

Kori retrocedió unos pasos con la mano apoyada en la empuñadura. Las


chicas le imitaron y sin dar la espalda a los guardias regresaron al bosque. Se
adentraron un poco hasta que se sintieron refugiados de las miradas de los
soldados. Sildor observaba la atalaya, oculto detrás de uno de los troncos y
jugueteaba con el tablero de su ballesta.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Hela mirando a sus compañeros—. Son


demasiados.

—No son muchos —respondió Kori—. Cruzaremos durante la noche. Si no


se han atrevido a atacarnos ahora no lo harán más tarde.

—Está claro que no son soldados del reino —dijo Alma mientras movía las
hojas podridas del suelo con su botas.

En ese momento oyeron el silbido de una saeta. Hela se tiró al suelo y Kori
corrió de vuelta a la torre desenfundando su espada.

—¿Estás bien? —gritó Alma, asustada por la caída de su compañera.

—¡Tirate al suelo! —contestó Hela tirando de la túnica de la princesa—. ¡Nos


están disparando!

Alma siguió su consejo y se tiró boca abajo al suelo de hojas. Sildor giró la
llave de la ballesta y colocó una saeta en el canal. «Ha sido él», concluyó la
princesa. Se oía el ruido de espadas. Se agachó hacia la linde del bosque,
colocándose junto al doctor.

—¿Qué has hecho? —le reprendió la princesa aún tenida en el suelo.

—Es lo que habíamos dicho —respondió el doctor orgulloso—. Yo me


encargo de uno y el de los otros dos —recordó.
Unos pasos avanzaron hacia ellos. Alma no podía ver nada, pero aquel
andar no era el de Kori. Se puso en cuclillas y tras ocultarse detrás de un árbol
desenfundó su espada.

—¡Entretenle! —gritó Sildor que aún terminaba de cargar la ballesta.

—¿Qué? —gritó la princesa y sin que pudiese protestar vio al hombre del
parche saltar sobre ellos.

Sacudió su espada en el aire y oyó el choque del metal. La enderezó y se


preparó para un segundo golpe. Sintió una saeta silbar más allá de su oído. «Ha
fallado» pensó. Los movimientos nerviosos de Sildor parecían confirmar su
sospecha. Detuvo un segundo golpe aún más fuerte que el anterior y tuvo que
maniobrar con agilidad para no ser golpeada por el rebote de su propia espada.
Apenas veía al soldado mover su espalda, pero de algún modo sus manos sabían
poner su sable en el lugar adecuado. Aun así, el fuerte golpe había dañado sus
muñecas y Alma sintió que no tendría fuerzas para detener un tercero. Sildor
giraba la llave de la palanca y el hombre del parche elevó su espada sobre su
cabeza, desprotegiendo su pecho. Alma comprendió que aunque le atacase en esa
posición no podría evitar su golpe y tampoco tenía margen para retirarse. De
nuevo sus manos tomaron voluntad propia y levantaron la espalda, esperando a
recibir el golpe. Entonces la cabeza del soldado pareció desaparecer. Un mandoble
la había seccionado de arriba abajo. La mano de Kori empujó al suelo el cuerpo aún
erguido del soldado.

—¡Sabes defenderte! —rio Kori mirando entusiasmado a la princesa.

—Estáis locos —protestó Alma avanzando hacia Sildor—. Los dos —se giró
de nuevo a Kori.

—Buen disparo, Silo —Kori se dirigió hacia el joven

—Me llamo Sildor —protestó el doctor—. ¿Es que aún no sabes ni nombre?

—¿Por qué has atacado sin avisar? —reprochó Hela a Sildor, aun
sacudiéndose las hojas de la túnica.

—Tenemos que conseguir el remedio de Azur —contestó el doctor


guardando la ballesta—. Tenemos que salvar al rey —dijo tras unos segundos.

—«¿Entretenle?» —recordó sarcástica la princesa—. Me has usado como


escudo, ¡y encima fallas el tiro! —Alma pensó que debía estar más enfadada con el
doctor por poner en peligro sus vidas, pero la lucha había llenado su sangre de
adrenalina y se sentía eufórica.

Caminaron con cuidado hacia la torre, temiendo que hubiese alguien más.
Kori revisó el interior, tras lo cual invitó al resto de compañeros a subir. Las
escaleras recorrían varios pisos. En el primero había un amplio puesto para hacer
guardia y algunas armas, mientras que en los pisos superiores se sucedían camas
acolchadas para los soldados. Alma pensó que en sus buenos tiempos aquella
atalaya debía haber guarnecido al menos una docena de hombres. En el piso más
alto estaba la armería, que parecía haber sido desvalijada por completo. Finalmente
llegaron a la azotea y se asomaron entre las almenas. Desde allí se veía el puente y
las atalayas que lo defendían desde la otra rivera, ya en el reino de Azur. Se
escuchaban voces y risas desde la otra orilla y a través de las atalayas se intuían las
sombras de numerosos soldados.

—Dos docenas de hombres —dijo Kori oteando discretamente.

—Son demasiados —contestó Sildor. A Alma le pareció que su voz también


reflejaba la euforia de la batalla.

—Entonces no lucharemos —dijo Alma sonriendo perversamente. Se le


acababa de ocurrir la forma perfecta de vengarse de Sildor.

Se disponían a bajar de la atalaya, cuando Kori se detuvo a observar un


objeto. Se trataba de una especie de esfera de color negro y aproximadamente el
tamaño de una cabeza. Kori lo examinó con curiosidad y decidió guardarlo en una
de sus bolsas de cuero. Salieron de la torre y tras robar a los falsos guardas de sus
armaduras ocultaron sus cuerpos en el bosque. Alma se alejó del grupo
ayudándose de Kori para cargar con la pesada armadura del oficial.

—Gírate —le pidió tras dejar la armadura en el suelo—. Tengo que


desnudarme.

—¿Desnudarte? —repitió el bárbaro y comenzó a reír a carcajadas—. Tienes


buenos reflejos para la espada pero no sabes nada de armaduras —siguió riendo,
sacudiendo la cabeza—. Se pone sobre la túnica —dijo finalmente—. Ven, te
ayudaré.

El bárbaro levantó con suavidad los brazos de la joven y elevando la coraza,


la deslizó sobre el cuerpo de la princesa.
—«Tengo que desnudarme» —repitió el bárbaro tratando de imitar la voz
casi infantil de la princesa.

—¡Cállate! —exigió Alma aun con los brazos en alto.

Kori apoyó la coraza sobre los hombros de la joven y Alma sintió como su
un hombre se hubiese sentado en sus hombros.

—No esperaba que pesase tanto —protestó la princesa.

—No es una armadura muy buena —reconoció el joven.

El bárbaro cubrió los delgados brazos de Alma con las protecciones del
oficial. El hombre apenas había superado en estatura a la princesa, pero sus brazos
eran varias veces más anchos que los de la joven. Alma tuvo que arremangarse la
túnica para que las protecciones no se cayesen. Finalmente Kori cubrió el rostro de
la princesa con el yelmo y le dedicó un saludo militar.

Caminaron de vuelta al grupo, donde Sildor estaba ayudando a Hela


ponerse el casco. La coraza estaba reventada de arriba abajo en la espalda y el
metal estaba ennegrecido por la sangre, por lo que Hela la tapó con su capa de oso.
Kori se puso la cota de malla con facilidad y se cubrió la cara con el parche
ensangrentado. El sol se había puesto por completo y el cielo mostraba un color
azul marino.

—Ahora es buen momento para actuar —propuso el bárbaro.

—Espero que sepáis lo que estáis haciendo —dijo Sildor nerviosamente—.


Yo vigilaré la operación desde la atalaya —cerró los ojos y asintió vehementemente
—. Si alguien os ataca le derribaré con mi ballesta.

—Creo que no has entiendo el plan —sonrió la princesa—. Vas a vigilar la


operación en primera persona. Tienes un papel muy importante.

—¿Qué papel? —respondió alarmado Sildor.

—El de Sildor, un brillante y joven doctor extranjero, temporalmente al


servicio del rey de Andalia —dijo Alma grandilocuentemente. Miró en silencio al
doctor, que no parecía comprenderla—. Serás nuestro prisionero —dijo finalmente
—. Nuestro pase de entrada a Azur.
—Imposible… —trató de protestar Sildor—. Yo… seré más útil desde aquí.
Con mi ballesta.

—Parece un buen plan —reconoció Hela, a quien tampoco le había gustado


nada la actuación del doctor en la atalaya.

—Es lo menos que puedes hacer —replicó la princesa adoptando un tono


serio—. Has puesto nuestra vida en peligro atacando a esos soldados sin avisar.

—No se hable más —dijo Kori que ya portaba una soga en sus manos.
Caminó hacia el doctor y pese a una leve resistencia le ató las manos a la espalda
—. Hela, ahora te encargas tú de la ballesta —dijo entregándole el arma.

—Gracias… —respondió Hela, mirando la ballesta con gesto intrigado.

—¡Esperad! —pidió el doctor—. ¡Están muy prietas! —protestó.

—Así tus quejas resultarán más creíbles —sonrió la princesa—. Esperadme


aquí un momento, voy a desatar a los caballos.

—Ya me había olvidado de ellos —reconoció Hela—. Está bien, te esperamos


aquí.

Alma se apresuró a dejar libres a los caballos y regresó corriendo a la


atalaya. Sildor  aún protestaba y ahora trataba de convencer a Hela de que tomase
su papel. Ignorando sus quejas, comenzaron a caminar hacia la entrada del puente.
Las voces del otro lado se oían cada vez más fuertes. Gritos masculinos, violentos y
jocosos, golpes sobre la mesa, el sonido de un vaso roto. Más que un puesto
militar, aquel parecía el ruido ambiente de un refugio de ladrones. Comenzaron a
cruzar. Alma lideraba el grupo, seguida de Kori, que conducía a Sildor
empujándole del hombro. Hela cerraba el grupo. Decía no ver nada a través del
yelmo y trataba de guiarse siguiendo los pasos del bárbaro. Al otro lado del puente
y a través de la oscuridad se veían tres siluetas, solo iluminadas por los fuegos del
campamento. Parecían dirigirse hacia ellos.

—Ya vienen —susurró Alma—. Será mejor que hables tú, Kori.

—No creo que sea buena idea —contestó Hela, cuya voz sonaba metálica y
amortiguada a través del yelmo—. Aunque ya hablas muy bien, aún se te nota el
acento —dijo dirigiéndose al bárbaro.
—Yo debería haber sido el guardia y Alma la prisionera —protestó Sildor,
frotando incómodo ambos brazos en su espalda.

—Tú hablas peor —contestó Kori reteniendo con sus brazos las ataduras del
doctor—. Yo apenas te entiendo.

—Está bien, hablaré yo —dijo dubitativa Alma—. Al fin y al cabo se supone


que el oficial.

Los guardias subieron la rampa del puente hasta llegar a su atura. Uno de
ellos levantó el brazo en gesto de saludo.

—¿Venís a uniros a la fiesta? —gritó el guardia. A Alma le pareció que su


voz era sorprendentemente aguda para tratarse de un despiadado bandolero.

—No —contestó en un tono todo lo grave que pudo, en lo que sonó como la
imitación del rugido de un monstruo por parte de un niño—. Traemos algo.

El soldado no respondió. Levantó la linterna y examinó a los jóvenes. A


Alma le pareció ver una mirada felina y desconfiada a la luz de las llamas.

—Un momento —dijo el guardia mirando a Kori— ¡Deteneos!

Los jóvenes se pararon frente a los guardias. A esa distancia podían ver sus
caras con claridad. «¡Es una mujer!», pensó la princesa. Los otros dos soldados
esperaban con las manos preparadas sobre la empuñadura de sus armas.

—Yo a ti te conozco—gritó la soldado bajando la luz de la linterna.

Los chicos miraron desconcertados al bárbaro. Por la expresión de Kori, él


estaba tan confundido como ellos.

—Creo que te confundes —contestó el joven llevándose la mano a la


empuñadura.

—«El asesino del parche» —rio la joven soldado acercándose hacia los
compañeros—. Tus fechorías son bien conocidas a este lado del puente —se detuvo
unos segundos, examinando al grupo con una expresión de admiración—. Así que
vosotros sois la guardia del otro lado.

—Los mismos —dijo la princesa tratando de ocultar su confusión—.


Transportamos un importante prisionero. ¿Y quién sois vos? —preguntó intrigada.

—«¿Vos?» —rio la joven—. ¿Se te ha subido el uniforme robado a la cabeza?


—dijo levantando la linterna hacia el yelmo e la princesa—. Mi nombre es Yina,
mercenaria, contrabandista y esta noche jefe de la guardia del puente—afirmó la
joven con orgullo—. Así que contadme, ¿Quién es nuestro prisionero? —preguntó
moviendo la luz a la cara del doctor.

—Un médico —contestó Kori—. Un tal Silo.

—¡Sildor! —corrigió ofendido el doctor—. Y no soy un simple médico. ¡Soy


el mejor doctor de la región! —dijo orgulloso—. Muy superior a mis colegas de
Andalia, ¡y probablemente también de Azur!

—Tal vez quieras discutirlo con nuestro cirujano —dijo Yina con una sonrisa
perversa—. Le llamamos «crujidos».

El doctor se estremeció en sus ataduras, lo que pareció divertir a la


mercenaria, que soltó una sonora carcajada. Kori la siguió, agitando su musculoso
vientre con la risa. «En el fondo es tan sanguinario como ellos», pensó la princesa.
Yina les condujo hacia el campamento, donde numerosos soldados comían y
bebían sentados al calor y la luz de grandes hogueras al aire libre. Un aguerrido
soldado se giró a su paso, fijando su mirada en Alma. Se levantó y corrió hacia ella,
visiblemente borracho.

—¡Zhoghal, mi viejo amigo! —balbuceó—. ¡Cuánto me alegro de verte a este


lado del río! —el hombre avanzó vacilante hasta pararse en frente de la princesa —
¡Bebe con nosotros!— pidió estrechándola entre sus musculosos brazos.

—¡Hombre! —dijo incómoda la princesa. Incluso a través del yelmo, aquel


hombre olía a sudor y cerveza rancia—. ¡Tú por aquí!

—¡Traed una jarra de cerveza! —gritó él girándose hacia el grupo de


soldados— ¡No! —rectificó— ¡Traed un barril de vino! Empezaremos uno de los
que robamos anoche. ¡Es un vino carísimo! —aseguró entusiasmado a la princesa
—. Beberemos más que aquel infeliz al que le llenamos el estómago de aceite de
pescado —se llevó las manos a la abultada barriga, representando con ellas el
movimiento de un globo que se hincha hasta estallar.

—¡Cómo se puso! —exclamó Alma, aprovechando el gesto para soltarse del


hediondo abrazo de aquel hombre—. Pero no tenemos tiempo… ¡viejo amigo!
Hemos de llevar a este hombre a la capital.

—¿Qué hombre? —dijo el borracho mirando a los compañeros—. Manda


para allá a tus lacayos y bebe con nosotros. O mejor aún —se giró de nuevo a los
soldados que bebían—. ¡Fogal, Durrg, os vais para la capital! —dos soldados se
miraron y dejando sus jarras se levantaron de mala gana.

Sildor miró a la princesa aterrado y aumentó sus esfuerzos en tratar de


desatarse. Hela retrocedió, apenas pudiendo ocultar sus ansias por largarse de allí.
Kori miraba distraído a las estrellas, mientras que Yina se acercó a la hoguera y tras
servirse una jarra de cerveza regresó hacia ellos.

—Me temo que no puedo… —se excusó la princesa retirándose.

—Estás muy diferente —protestó el hombre—. ¿Desde cuándo te preocupan


tanto las órdenes del maníaco? ¿Desde cuándo rechazas beber con un viejo amigo?

—La edad… —se excusó la princesa.

—Además tus modales han cambiado. ¡Se diría que hablas como una niña!
—gritó molesto el borracho.

—¡Cuidado con lo que dices! —gritó Yina furiosa, sacudiendo su jarra en el


aire—. Estos hombres han visto más batallas que tú has bebido cervezas en tu vida.
Y viendo tu barriga han debido de ser muchas —dijo la joven inclinándose
agresivamente sobre el borracho.

La audiencia rugió en carcajadas ante aquel comentario, golpeando el suelo


con las bases de sus jarras.

—Te voy a enseñar respeto, niña —gritó el soldado desenvainando una


espada mellada y oxidada—. Voy a azotarte en el culo con esta cosita.

Yina desenfundó su espada y el silencio se hizo en el campamento. Los otros


guardias del puente retrocedieron y los soldados que se habían levantado
volvieron a su sitio. Alma aprovecho para alejarse, dejando a Yina frente a frente
con aquel viejo soldado.

—Vamos —se dirigió a sus compañeros y comenzaron a caminar hacia el


bosque.
—¡La matará! —dijo Hela girándose sobre sí para observar el duelo.

—No es nuestro problema —protestó Sildor—. Y desatadme ya, esto ha


durado demasiado.

—No te preocupes —se dirigió Kori a Hela ignorando la petición del doctor
—, parece una buena guerrera.

Se adentraron sigilosamente en el bosque. Aun desde allí, se escuchaba el


ruido de espadas. Un agudo grito rompió como un relámpago el silencio de la
noche. «Ha acabado», pensó Alma. Decidieron seguir caminando pese a la
oscuridad, para no acampar tan cerca de las atalayas. Entonces Kori se detuvo.

—Alguien viene —dijo el bárbaro girándose, manteniendo su espada frente


a sí. El grupo frenó, prestando atención al silencio de la noche.

—¡Soy yo! —gritó una voz jadeante en la oscuridad—. Esperadme —dijo


Yina, saliendo de entre los árboles.

La joven se detuvo frente a los compañeros. Parecía agotada. Se inclinó


apoyando las manos sobre sus rodillas. Su pecho jadeante agitaba su coraza
ensangrentada.

—No puedes venir con nosotros —protestó incomoda Alma.

—¡Perdóname, Zhoghal el cruel! —dijo Yina cayendo de rodillas—. Lamento


haber matado a tu viejo amigo. ¡No sabe aguantar una broma! —bajo la cabeza en
una reverencia—. Sería un honor viajar junto a vosotros. ¡Y no tengo a donde ir!

—¡Ni hablar! —protestó Sildor—, no pienso seguir fingiendo, dijo


consiguiendo finalmente desatarse.

Kori miró al doctor con aire reprobatorio. Yina permanecía allí, con la frente
apoyada contra las hojas del suelo. En la oscuridad del bosque su corta melena
negra hacía casi invisible su cabeza.

—Está bien, puedes acompañarnos—concedió finalmente la princesa,


compadeciéndose de la joven—. Con una condición.

—¡Lo que pidas gran Zhoghal! —rogó postrada la joven guerrera.


—Has de jurarme lealtad —decidió la princesa posando su mano sobre la
joven.

Hela y Sildor se miraron con gesto confundido. Kori asentía con gesto
satisfecho y las manos apoyadas en la cintura.

—Es una mercenaria —protestó Sildor con la mirada fija en la joven—. ¿Qué
valor tiene su palabra?

—No creo que sea una buena idea —reconoció Hela con voz temblorosa—.
No me parece de fiar.

Alma tiró de la mano de joven, invitando a que se levantase.

—¿Juras protegerme de todo peligro que encontremos en nuestra misión? —


preguntó la princesa aun tomándola de la mano

—¡Lo juro! —respondió Yina efusivamente.

—Entonces eres bienvenida en nuestro grupo —dijo Alma sonriendo—. Nos


guiarás hacia la ciudad de Azur.

Alma se quitó el yelmo, mostrando su rostro a la mercenaria. Yina pareció


dudar, confundida por la oscuridad del bosque. Llevó un tembloroso dedo al
rostro de la princesa, retirando un mechón castaño para recorrer con suavidad su
mejilla. Alma dio un paso atrás, no esperándose aquella caricia. Sintió que se
ruborizaba.

—Tu cara es suave —dijo Yina retirando la mano avergonzada—. Suave


como la de...

—¿Cómo la de una chica? —rio la princesa.

—Le llaman «Zhoghal piel suave» —interrumpió Sildor entornando los ojos.

—¿Y quién es él, si no es tu prisionero? —preguntó Yina sin querer dirigirse


al doctor.

—Su nombre es Sildor, tal como te dijimos. Ella es Hela, experta en… estos
caminos —improvisó la princesa—. Y ya conoces a Kori, gran guerrero bárbaro.
—No personalmente, pero el asesino del parche es bien conocido a este lado
del río —aseguró la mercenaria.

—El parche es falso —admitió Kori, retirándolo de su cara. Ya había


olvidado que lo llevaba.

—¿Y qué buscáis en Azur, si no es llevar a éste de prisionero? —preguntó


Yina confundida, tornando su mirada hacia Sildor en gesto de disgusto.

—Queremos recuperar un objeto —respondió Alma sin querer entrar en


detalles.

—Así que hay que robar algo —dijo Yina acariciándose la barbilla—. ¿Tal
vez algo que pertenece a quien gobierna estas tierras? —preguntó examinando uno
a uno el rostro de los compañeros— ¡Está bien! —exclamó finalmente— Nunca me
ha gustado ese loco.

—No puedo darte más detalles —dijo Alma tratando de zanjar el asunto.

—No antes de que demuestres tu lealtad —dijo solemne Kori.

—Está bien —concedió Yina—. De todas formas es demasiado tarde para


historias. ¿Dónde tenéis pensado pasar la noche?

Los compañeros caminaron hasta que la luna creciente se elevó ente los
árboles, su luz iluminaba la hierba del claro donde se detuvieron. La noche no era
fría, por lo que decidieron no encender fuego alguno. Kori se sentó al refugio del
ancho tronco de un sauce, e invitó a Alma con un gesto a descansar a su lado. La
princesa se sentó a su derecha y el bárbaro la acercó hacia sí rodeando con su brazo
la cintura de la joven. El abrazo de Kori sorprendió a la princesa, que no obstante
no protestó. Ya se había acostumbrado a dormir en el regazo de Kori. Al fin y al
cabo era mejor que hacerlo sobre el frío suelo del bosque.

—¿En tu reino dais nombre a las estrellas? —preguntó el bárbaro mirando al


cielo.

—Claro —contestó la princesa acomodándose—. Aunque no recuerdo la


mayoría de los nombres —reconoció. Nunca se le había dado bien memorizar.

—Dicen que en verano aquí se ven más estrellas que en mis tierras —
comentó Kori, posando su mano sobre el brazo de Alma—. Estrellas que para
nosotros nunca llegan a elevarse sobre los montes.

Sildor se reclinó contra un árbol cercano, mientras que Hela y Yina se


tumbaron sobre la hierba del claro. Pese a su reticencia inicial, Hela parecía haber
cambiado de opinión sobre la mercenaria y habían pasado hablando buena parte
del camino. Le contó su pasado en Azur y cómo había perdido a su familia a
manos del sátrapa, tras lo cual Yina parecía haber asumido que se había unido al
grupo en busca de venganza.

—¿Está muy lejos tu reino? —preguntó la princesa y fijó su mirada en los


azules ojos del bárbaro.

—Unos años más cerca, otros más lejos —contestó Kori. La Luna se reflejaba
en su rostro, marcando la curva de su mandíbula y dando un tono plateado a su
rebelde melena.

—Cierto… olvide que sois nómadas —reconoció Alma—. Debe ser difícil no
tener casa fija —se arropó con la capa—. Siempre de un lado a otro.

—¿Tan mal este parece esto? —dijo el bárbaro, señalando el claro del bosque
con una cálida sonrisa.

—Bueno —Alma se acomodó de contra el cuerpo del bárbaro—. Tampoco


está tan mal —reconoció con una sonrisa.

Tras lo ajetreado del día la princesa no tardó en quedar dormida. Estaba


soñando que estaba en el palacio con sus hermanas, su padre y su madre sentados
en el otro el uno junto al otro. Pero también estaban allí Kori, vestido como un alto
dignatario extranjero y Hela que alumbraba la corte con sus cabellos dorados y un
hermoso vestido azul que hacía brillar a sus ojos como el cristal de una vidriera.
Hasta Yina estaba allí, montando un enorme corcel de guerra en medio de la sala
del trono. Entonces entró un intruso. «¡Soltadla!», gritaba. Kori y Yela
desenvainaban sus espadas contra él. Su cabeza golpeó contra el árbol y despertó.

—¡Soltadla! —exigió una voz que a Alma le sonó familiar.

Kori se había levantado y tal y como en su sueño amenazaba al intruso con


su espada. La luna estaba ahora en lo más alto y su luz creaba destellos en el metal.

—¡Estás rodeado! —dijo Yina, que balanceaba su espada tras el intruso—.


¡Suelta el arma!
—¿A dónde lleváis a la princesa? —gritó el joven, girándose hábilmente y
tomando distancia ante ambos guerreros.

—¿Anoll? —preguntó Alma aun desperezándose. La realidad todavía se


confundía con sus sueños. Se levantó y caminó hacia Kori.

—¿Quiénes son estas personas? —pidió saber el jefe de la guardia, que


miraba confundido a los compañeros—. ¿No es esa la posadera que os atendió?
¿Son estos los vándalos que nos atacaron?

—¡No! —protestó Alma—. ¡Fuiste tú quien me traicionó!

—No os traicioné —dijo en tono estoico el jefe de la guardia—. Eran


demasiados. Tuve que dejaros.

—¡Cobarde! —gritó Yina, aun blandiendo agresivamente la espada.

—Tu misión era protegerme —replicó disgustada la princesa.

—Cierto —dijo Anoll—. Pero esa no era mi misión principal.

—Zhoghal —dijo Yina casi rechinando los dientes—. Pídemelo y acabaré


con quien te traicionó. Será mi prueba de lealtad.

—¿Zhoghal? —repitió Anoll extrañado.

—Es… mi nombre de guerra —contestó la princesa—. Espera Yina,


dejémosle hablar —dijo tratando de tranquilizar los ánimos—. Dime Anoll, si tu
misión no era protegerme, ¿cuál era? ¿Fue el canciller Margos quién te mandó
traicionarme?

—No puedo revelaros mi misión principal, pero no son órdenes del canciller
Margos sino de la Corona.

—Mientes —protestó la princesa—. Mi padre no está en condiciones de dar


orden ninguna.

—No fue vuestro padre, si no vuestra hermana —contestó Anoll—, la


princesa Lendra.

Alma recordó la reunión del Consejo en la que se había decidido el viaje. Las
instrucciones de Lendra habían sido claras: Anoll se aseguraría de que la misión
llegaría a buen puerto y protegería a Alma en todo momento. En lugar de eso, la
había abandonado en manos de asesinos y violadores.

—Si no sois un traidor —preguntó la princesa—, ¿por qué exiliasteis a Sildor


de nuestras tierras? ¿por qué quisisteis enviarle a Azur?

—¡Eso! —protestó Sildor—. ¡Después de salvar a vuestro rey!

—Sildor —repitió Anoll sorprendido—, no os había reconocido —el jefe de


la guardia parecía sorprendido—. ¿Qué hacéis aquí? ¿Fuisteis exiliado? —preguntó
intrigado Anoll.

—No te hagas el tonto —exigió el doctor.

—Si no lo ordenaste tú, ¿quién lo hizo? —preguntó Alma.

—Eso lo desconozco —contestó el jefe de la guardia.

Aquello no tenía ningún sentido, los hechos simplemente no encajaban. La


propia Lendra se había ofrecido a encabezar la expedición para recuperar el
remedio de Azur y sólo tras mucho insistir había conseguido Alma convencerla de
ir en su lugar. ¿Por qué exiliar al doctor cuyo diagnóstico había desencadenado
todo? ¿Habría sido algún otro miembro del gobierno? No entendía nada, pero no
tenía ninguna duda sobre las intenciones de su hermana. Lendra nunca habría
permitido que partiese a una misión tan peligrosa sin un motivo de peso.

—Si quieres que te crea vas a tener que hablar —decidió la princesa—. De lo
contrario te ataremos y proseguiremos nuestro camino.

—Querrás decir que le mataremos —protestó Sildor—. Es demasiado


peligroso dejarle atrás y con vida.

Nadie parecía querer ser el primero en bajar la espada. Alma trataba de dar
sentido las palabras del jefe de la guardia. ¿Qué misión podía haberle
encomendado su hermana? ¿Y por qué querría Lendra exiliar a Sildor?

—No me gusta su cara —dijo Yina frunciendo el ceño—. Más fría que el filo
de su espada.

—Estoy de acuerdo —gritó Sildor asomándose tras el cuerpo de Kori—. Es


mejor acabar con esto. ¡Yina, muestra tu lealtad!

—¡No! —rehusó Alma con un gesto de la mano—. Quiero saber la verdad.


Quiero que me digas cuales eran tus órdenes. Cuéntame todo lo que sabes.

Se hizo el silencio en el bosque. Los guerreros se miraban sin que apenas se


moviese un pelo de su cuerpo. El rostro de Anoll parecía esculpido en piedra de
luna. Nadie parecía querer ser el primero en bajar la espada. Alma trataba de dar
sentido las palabras del jefe de la guardia. ¿Qué misión podía haberle
encomendado su hermana? ¿Y quién querría exiliar a Sildor?

—No puedo —dijo finalmente Anoll—. Pero pensad: si os hubiese


traicionado, no estaría aquí sólo en el bosque y no habría venido a rescataros.

—¡Rescatarla! —rio Yina—. Este hombre no sabe con quién está hablando.

Nada cuadraba, Anoll tenía que estar mintiendo. Pero lo cierto es que lo que
decía el caballero tenía sentido, y a Alma le parecía escuchar una vocecilla al fondo
de su cabeza decirle que confiase en él. ¿Qué podía saber Lendra que ella no
supiese?

—No puedo creeros —concluyó la princesa— Tal vez no te hayas unido al


tirano, pero no puedo confiar en ti. Tienes que decidir: o me dices cuál es tu misión
o te ataremos aquí y no podrás cumplirla.

—No puedo deciros nada —repitió Anoll—. Haced lo que creáis oportuno.

Alma calló pensativa. Yina miraba atenta a la princesa mientras que Kori
bajo la espada, como si adivinase los pensamientos de la joven.

—Márchate —dijo Alma frustrada—. ¿Tienes una misión? Pues corre,


cúmplela. Sigue tu camino y no vuelvas a molestarnos.

—De acuerdo —dijo Anoll retrocediendo.

—¿Cómo? —gritó Sildor incrédulo— ¿Vas a dejarle escapar? ¡Nos matará


mientras dormimos!

—Si ves a mi hermana antes que yo dile que estoy bien —pidió la princesa,
ignorando al doctor.
—Así lo haré —aseguró Anoll y desapareció en la oscuridad del bosque.

—¡Es una locura! —Sildor parecía cada vez más molesto—. Sabes que
miente, ¿por qué le dejas escapar?

—¡Cállate! —exigió Yina apuntándole con su espada—. Zhoghal ha decidido


ser clemente, ¿cómo te atreves a levantar la voz contra ella?

—Pues yo creo que Anoll decía la verdad —rompió su silencio Hela—.


Parecía preocupado por la seguridad de Alma y cuando ha visto que no éramos
sus captores se ha marchado sin luchar.

—Tal vez él también busca venganza —reflexionó Yina, mirando seriamente


a la doncella.

—Estáis todos locos —concluyó Sildor frustrado.

Tras la breve discusión, los compañeros decidieron tratar de volver a


dormirse. El cielo estaba despejado y la noche era ahora fresca y húmeda. Kori se
ofreció para hacer guardia en caso de que Anoll regresara. Sildor pidió que
cambiasen de lugar el campamento, asegurando que no sería capaz de volver a
dormirse allí sabiendo que Anoll estaba libre. Fue el primero en quedarse dormido.
Yina y Hela se tendieron de nuevo sobre la hierba, abrazadas bajo sus capas para
darse calor. Alma se sentó junto Kori, deseando secretamente que el bárbaro la
acercase de nuevo entre sus brazos. El joven pareció leer sus intenciones y la miró
sonriente.

—¿Qué pasa? —preguntó el bárbaro con gesto travieso.

—Hace un poco de frío —dijo Alma sonrojándose. Nunca se le había dado


bien la sutileza.

—Ven —río Kori, acercándola finalmente hacia sí.

No tardó en quedarse dormida contra el pecho del joven, que mecía a la


princesa con su respiración. Cuando volvió a abrir los ojos, el sol ya se elevaba
sobre las copas de los árboles.
—¡Nos hemos dormido! —se desperezó la princesa.

—Solo tú y el doctor —río Kori—. Yina y Hela han ido a buscar frutos para
el desayuno y a lavarse.

—Debiste haberme despertado —dijo Alma frotándose los ojos.

—Es que me gusta verte dormir —sonrió Kori guiñando un ojo—. Vamos,
despertemos al médico y preparemos la partida.

Las dos jóvenes no tardaron en regresar, limpias y sonrientes. Alma deseó


que Kori la hubiese levantado y haber ido con ellas. Hacía dos días que no se
lavaba y después de tanto caminar se sentía ya sucia e incómoda.

—Yina dice saber llegar hasta Azur sin necesidad de seguir el camino —
aseguró Hela mostrando los frutos recogidos—. El bosque negro nos deja a medio
día de camino de la capital.

—Así es —confirmó Yina tomando un par de gruesas bayas negras—. Lo


peor será el camino desde el bosque a la ciudad —se metió las bayas en la boca—.
Una vez en Azur no será tan difícil. La ciudad siempre está llena de extranjeros —
dijo con la boca llena. Las bayas pintaban de negro el interior de sus labios.

—Y una vez allí, ¿cómo robamos el remedio? —preguntó impaciente Sildor,


recién levantado.

—Ya veremos —respondió Kori, tomando un puñado de bayas y


rodeándolas con una rebanada de pan.

Terminaron de desayunar y partieron en dirección norte. Yina les explicó en


detalle el plan de viaje hasta Azur. Viajarían todo el día a través del bosque hasta
llegar a un arroyo que moría en el Lanos. Allí pasarían la noche. «Por fin, un
arroyo para lavarme», pensó Alma. Al día siguiente saldrían del bosque negro en
torno al medio día y cruzarían la campiña de Azur, entrando en la capital con las
últimas caravanas de comercio. «Es lo más rápido y evitamos los caminos»,
aseguró a Alma la mercenaria.

No había llegado aún el medio día cuando escucharon voces a lo lejos.


Decidieron detenerse a escuchar. Se dirigían hacia ellos. Sildor pidió que Hela le
devolviese la ballesta, pero tras el susto en la atalaya, Kori y Alma se negaron. La
doncella se subió a un árbol y se escondió entre las ramas, apuntando con el arma
en dirección a las voces, mientras que Yina se ocultó entre las hierbas a sus pies.
Kori y Alma se escondieron detrás de un grueso roble cercano. Sildor debía esperar
tras un árbol hasta que los intrusos se acercasen, momento en que debía salir y
preguntarles direcciones, de forma que los demás pudiesen decidir si eran
enemigos o simples viajeros.

—«¡Le voy a arrancar los ojos! » —se escuchó decir a una de las voces, ronca
pero aguda.

—Son mercenarios —dijo Sildor, visiblemente incómodo con el papel que le


había tocado—. Seguro que los ha mandado Anoll para matarnos.

—¡Cállate rata! —gritó Yina en un susurro—. Tú haz lo que hemos dicho.

—«Como chillaba la muy guarra» —rio otra de las voces, más grave pero
igualmente ronca.

—Ya lo he hecho —protesto Sildor—. Está claro. No son buena gente.

Sildor hizo amago de esconderse junto a Kori y Alma, pero el bárbaro le


puso de nuevo a la vista con un empujón. Sildor cayó justo en frente del primero
de los intrusos.

—¡Qué coño! —gritó el primer hombre, un señor bajito con bigote que
portaba una alabarda y un casco acabado en pico.

—¡Buenos días! —exclamó Sildor con una voz excesivamente entusiasta—.


¿Podría darme unas indicaciones? —dijo levantándose.

—¿De dónde cojones sale éste? —preguntó el hombre girándose a uno de


sus compañeros—. ¿Qué se te ha perdido en este bosque?

—Busco el puente antiguo del Lanos… buen señor —sonrió cordialmente el


doctor.

—«Buen señor» —repitió el hombre girándose de nuevo—. ¿Qué cojones?

—El puente antiguo —dijo un tercer intruso, el de la voz ronca y aguda—.


¿Ese no es el que se llevó el río hace tres o cuatro días?

—Ni idea —dijo el de la alabarda—. Yo no trapicheo al otro lado del río.


—¡Ahora! —gritó de repente Sildor mirando a ambos lados—. ¡Disparad!

Nadie salió. Los intrusos se giraron a ambos lados, siguiendo la mirada de


Sildor, pero no vieron a nadie. El doctor comenzó a gesticular visiblemente
invitando a que atacasen.

—¿Qué le pasa a este? —dijo el de la voz aguda.

—Está loco —concluyó el de la alabarda, mirando al doctor de arriba abajo.

—Parece un mendigo —decidió el de la voz más grave.

El hombre de la alabarda apartó a Sildor de un empujón y siguió


caminando, seguido primero de los otros dos y finalmente otros siete hombres.
Pronto desaparecieron en el bosque.

—Este bosque es muy peligroso —se escuchó decir al de la voz aguda y


ronca—. Está lleno de locos.

Hela bajó de su rama con un ágil salto y los demás compañeros salieron
lentamente de sus escondites. Sildor los miraba con aire reprobatorio.

—¿Por qué no habéis salido cuando os he llamado? —exigió saber el médico.

—Eres un inútil —dijo secamente Yina sin ni si quiera mirarle.

—Menuda actuación… —comentó Kori a Alma.

Cuando dejaron de escucharse las voces volvieron a ponerse en marcha


rumbo norte. El sol se elevaba ya en lo más alto del cielo y Alma sintió que
empezaba a sudar. «No puedo esperar a llegar a ese arroyo», pensó.

Pararon a comer poco después del mediodía a la sombra de dos enormes


sauces llorones cuyas hojas ya habían brotado. Aún les quedaban hogazas de sobra
y suficiente queso y carne seca para unos tres días.

—En Azur podré robar algo —dijo Yina arrancando un trozo de carne con
sus blancos dientes.

—Espero que no sea necesario… —dijo Hela con rostro preocupado—. No


quiero ni imaginar lo que le harán a los ladrones en esa ciudad.
—Sólo a los que pillan —sonrió la mercenaria.

—¿Cuándo dices que llegaremos al arroyo? —preguntó Alma mientras se


preparaba un bocadillo de queso.

—Antes del anochecer —aseguró Yina imitando a Alma y poniendo la carne


entre dos trozos de pan.

—Si no estuviésemos aquí perdiendo el tiempo llegaríamos antes —protestó


Sildor—. Total, para comer esta basura —dijo mirando con desprecio las
provisiones.

—Es todo lo que pude coger… —se disculpó avergonzada Hela.

—¿Por qué no cazas tú algo? —preguntó Kori masticando un trozo de carne.

—¡Eso! —golpeó Yina el suelo con el puño—. Mucho quejarte para ser un
inútil.

—Dadme la ballesta y os cazaré algo enseguida —aseguró el doctor—. Ni


que fuese magia de invocación matar una liebre…

—Claro, como sabes que no te la vamos a dar —respondió irónica Alma—.


De ser por ti habríamos tenido que luchar contra todos esos hombres.

—Eran bandidos —protestó Sildor airado.

—También eran el doble que nosotros —recordó la princesa.

—Bandidos o no, no buscaban luchar —concluyó Kori.

Terminaron de comer y continuaron su camino. Un viento del sur comenzó


a soplar y el cielo se nubló. «Mañana lloverá», aseguró Hela, mirando al cielo
despreocupadamente. Según decía cuando el viento llegaba a Azur desde el mar
del sur, arrastraba a las nubes contra las montañas, haciendo que se vaciasen
contra ellas.

—¿Dónde aprendiste esas cosas? —preguntó Yina admirada.

—Las aprendí de niña, en la corte de Azur —respondió tímida la doncella.


—Pronto regresarás —dijo confianza la mercenaria—. Destruiremos al
sátrapa y te alzarás sobre su cuerpo inerte. ¡Entonces tú serás la tirana de Azur! —
exclamó Yina alzando su puño al cielo en desafío.

—¿Yo? —preguntó Hela horrorizada.

—Ese es el plan —respondió Sildor entornando los ojos.

Continuaron dirección norte hasta una región en el que el bosque se volvía


más cerrado y el terreno algo más escarpado, la cual evitaron girando hacia el
nordeste. Alma sintió que el bosque se le empezaba a hacer monótono. Deseó tener
alas para poder elevarse sobre los árboles y ver el paisaje abierto. La princesa miró
a Hela. Parecía igualmente aburrida.

—Este bosque es eterno —dijo la doncella en un suspiro.

—Ojalá fuese a un más grande —afirmo Yina, que se ayudaba de una rama a
modo de cayado—. Ojalá nos llevase a las mismas puertas de Azur.

Las nubes de despejaron y el sol ya amenazaba con esconderse tras las copas
de los árboles. Yina encabezaba el grupo, seguida por Hela que se esforzaba por
igualar su ritmo. Alma las seguía a poca distancia, distraída en sus pensamientos.
Pensaba en Azur y en lo improvisado e la misión. Entonces le pareció escuchar el
ruido del agua correr.

—¿Es el arroyo? —preguntó impaciente.

—Ya hemos llegado —confirmó Yina, quitándose ya las botas.

—¡Al fin! —clamó Hela alzando los brazos—. Estoy deseando darme un
baño.

—¿Tú también? —río Alma—. No he dicho nada, pero llevo todo el camino
pensando en lo mismo.

—En ese caso tengo aún mejores noticias —dijo Yina girándose hacia las
jóvenes. Una sonrisa cómplice se dibujó en su cara—. Hay otro motivo por el que
quería que nos detuviésemos aquí. Tras esa colina —señaló un pequeño cerro a su
derecha— hay unas aguas termales.

—¡Yina! —gritó Hela corriendo hacia la mercenaria—. Te quiero —dijo


plantándole un beso en la mejilla. A Alma le pareció que Yina se ruborizaba.

Montaron campamento a los pies de la colina y sin querer esperar más se


dirigieron hacia las aguas termales. Kori bromeó tratar de unirse a las jóvenes en
su baño, pero al final decidieron separase en dos grupos. Los chicos tratarían de
cazar algo para la cena cena mientras las jóvenes se bañaban primero y tras
regresar ellas prepararían la comida mientras ellos tomaban su tuno en las aguas
termales. Sildor no protestó, pero a Alma le pareció que la idea de bañarse con el
bárbaro le resultaba incómoda.

El estanque de aguas termales era poco más que un pequeño remanso del
arroyo que se había formado entre las rocas de la ladera de la colina. Las aguas
hervían en la zona más cercana a la roca, descendiendo su temperatura según se
acercaban al arroyo. Alma tentó la temperatura con la punta de su pequeño pie
hasta que en encontrar el punto dónde el agua estaba perfecta. Dejó sus ropajes
colgados de la rama de un árbol cercano y se introdujo en el estanque. Sus dos
compañeras la miraban con curiosidad. Tras verla sumergir la cabeza, siguieron
sus pasos y tras desnudarse se bañaron junto a ella.

—Esto es mucho mejor que una bañera —reconoció la princesa, echado la


cabeza hacia atrás sobre las rocas. Sentía el calor penetrar cada uno de los poros de
su agotada piel, relajándola profundamente. Suspiró y trató de dejar la mente en
blanco, pero imágenes del bosque, del camino y de sus compañeros acudían
insistentemente a su memoria. Por un momento se olvidó del objetivo del viaje.
Tan sólo era una joven de diecisiete años disfrutando del bosque. Apenas podía
recordar cuantos días habían pasado. Trató de hacer memoria, pero sintió una
enorme desgana ante la idea. Estaba a punto de quedarse dormida.

—¿Queréis un masaje? —se ofreció Hela, que ya estaba terminando de


enjabonar su cabello.

—Yo ahora estoy bien —contestó Alma con los ojos casi cerrados—.
¿Quieres tú, Yina?

—¿Yo? —respondió nerviosa la mercenaria—. Sí… vale —confesó bajando la


mirada—. Suena bien.

—Ven —pidió Hela dulcemente—. Ponte en frente de mí. Dicen que se me


da bastante bien.

—Ya verás —aseguró la princesa sumergiéndose hasta el cuello—. Vas a


morirte en sus manos.

Alma cerró los ojos. Escuchaba la brisa acariciar las hojas recién salidas de
los árboles y los pájaros llamándose, como avisándose unos a otros del fin de la
jornada. El viento era ya fresco y al rozar su cara contrastaba con el calor del vapor
de las aguas. En sus parpados cerrados sentía la luz rojiza de la puesta del sol.
Pensó que nunca había estado en un lugar tan idílico. Los cuidados jardines y las
adornadas salas de los palacios de Celbia y Baladón palidecían ante aquel lugar.

Miró a sus compañeras. Yina parecía dormida, completamente entregada al


efecto de las expertas manos de la posadera, sobre cuyo cuerpo yacía. Sus hombros
descansaban sobre los pechos de Hela, que con dulces movimientos acariciaba la
piel de sus mejillas. Los largos cabellos dorados de la posadera se derramaban
sobre los pechos de la mercenaria, como si celosos tratasen de ocultarlos. Su rostro
era dulce y juvenil y su corta melena morena caía empapada sobre su bronceado
cuello. En aquella posición la aguerrida mercenaria parecía poco más que una niña,
atendida y cuidada por una madre o una hermana mayor.

Tras lo que pareció un instante una voz las llamó desde la cima de la colina.

—Venga, ¡salid ya! —exigió Kori agitando la mano—. ¡Ahora nos toca a
nosotros!

—¿Habéis traído algo de cena? —quiso saber Alma. En esta ocasión no se


sentía incómoda con ser vista por el bávaro y apenas se molestó en cubrir su
cuerpo sumergido. Tal vez el bosque la estaba cambiando o tal vez se le estaban
pegando los hábitos salvajes del joven.

—Claro y no os va a ser fácil prepararlo —aseguró Kori—. Así que id


saliendo, ¡que yo ya tengo hambre!

—Saldremos cuando te vayas —dijo Yina, visiblemente molesta por la


interrupción—. Eres un cotilla —dijo cubriendo el cuerpo de Hela con el suyo
mientras se tapaba los pechos con las manos.

—Todas dicen lo mismo… —se oyó murmurar a Kori mientras se retiraba de


la cima.

Las jóvenes salieron y corrieron a cubrirse con sus capas. A Alma le pareció
que la fresca brisa del bosque sentía como un helado látigo en su piel,
acostumbrada ya al calor de las aguas termales. Yina tiritaba visiblemente bajo su
fina capa de cordero. Al verlo, Hela corrió hacia ella y la cubrió entre sus brazos
bajo su capa de piel de bisonte.

—El frío es peligroso después de un masaje —dijo besando la mejilla de la


mercenaria.

—Gracias —sólo pudo contestar Yina, cuya dureza de mercenaria parecía


derretirse bajo los atentos cuidados de la delicada doncella.

Tras haberse secado, se cubrieron con las túnicas y regresaron a la otra


ladera de la colina. Les dio la bienvenida una hilera de conejos pardos colgados
cabeza abajo de una rama. Kori y Sildor miraban en silencio las llamas de un
incipiente fuego. Al ver llegar a las jóvenes levantaron la mirada hacia ellas.

—El fuego está listo —dijo Kori levantándose—. Tenéis que despellejarlos,
destriparlos y cocerlos —aseguró señalando a los conejos—. ¿Sabéis hacerlo?

—También podríamos asarlos en un palo —dijo Sildor

—No hay caza perdida, sino la liebre asada y la perdiz cocida —señaló Hela—. Sí
—se dirigió a Kori—, yo puedo hacerlo.

—Perfecto —dijo él desperezándose—. Espero que dejéis algo para nosotros


cuando volvamos.

Hela preparó con habilidad los conejos, manejando la afilada daga con
agilidad. Yina observaba con curiosidad las maniobras de la joven,
sorprendiéndose por lo fácil que parecía resultarle.

—Debes ser brutal con la espada —se asombró Yina.

—Esta daga es casi roma —protestó Hela mordiéndose el labio inferior—.


Apenas corta.

Los conejos no tardaron en acabar en la cazuela, acompañados de algunas de


las hierbas y raíces que Kori había recogido. Alma se sentó a observar el fuego y el
baile de burbujas en que pronto se convirtió la cazuela. Atraídos por el olor, los
chicos regresaron del baño.

—Buen trabajo —dijo Kori asomándose al puchero.


—Estoy helado —protestó Sildor arrimándose al fuego.

Los jóvenes comieron directamente de la cazuela, usando como cuchara


unas pocas cortezas cóncavas que había encontrado Kori. Sildor se mostraba
escrupuloso ante la idea de compartir plato y cubiertos, siendo víctima de las
bromas de Yina y Alma. Hasta Hela se atrevió a hostigar al joven con lo delicado
de sus maneras, asegurando en la posada que siempre temía recibir a clientes como
él. Pese a que ante las otras bromas había reaccionado con altivez, el comentario de
la doncella pareció dañar al joven doctor, que bajó avergonzado la cabeza y se
sonrojó.

Kori tomó una de la sus bolsas y sacó la oscura esfera que había robado en la
atalaya del Lanos. Alma se acercó a examinarla. Se trataba de un objeto metálico y
hueco y en su interior parecía haber pequeñas piezas más pequeñas. Kori se
encogió de hombros y lo guardó de nuevo en su bolsa.

La oscuridad era ya total en el bosque, tan sólo desafiada por el calor de las
llamas y el brillo de las estrellas. Sildor se apresuró a tomar un lugar frente al
fuego para dormir, cubriendo con su cuerpo la mitad del espacio disponible. Yina
invitó a Hela a compartir sus capas. La mercenaria, normalmente desafiante y
grosera, se mostraba sumisa y tímida ante la joven doncella, cambiando su tono de
voz a lo que parecía una súplica avergonzada. Hela pareció aceptar de buena gana
y tras tumbarse al otro lado de la agonizante hoguera rodeó a Yina entre sus
brazos, cubriéndose por completo con ambas capas. Alma pensó que de alguna
forma, ambas jóvenes le recordaban a sus hermanas.

—Vamos —dijo Kori con dulzura y abriendo su capa abrazó el cuerpo de


Alma contra su pecho. Caminaron abrazados hasta un árbol cercano, bajo cuyo
refugio se tendieron.

Kori tendió uno de sus fuertes brazos bajo la cabeza de Alma, cubriendo con
él la espalda de la joven. Con su otro brazo rodeó el cuerpo de la princesa,
presionándolo con firmeza contra sí. Alma sintió aquellos fuertes dedos
acariciando su nuca. Uno a uno la recorrían, enredándose en su cabello y bajando
hasta sus hombros. Sentía en su rostro el calor del cuerpo de Kori y podía escuchar
los latidos de su corazón. Alma se sintió diminuta frente al cuerpo del bárbaro y
llevando su brazo a la cintura del joven se apretó contra él. Trató de enlazar sus
delgadas piernas entre los fuertes cuádriceps del bárbaro. Adivinando sus
intenciones, Kori separó levemente los muslos, acogiendo entre ellos una
afortunada pierna, que comenzó a acariciar lentamente entre las suyas. Aquel
abrazo se sentía tan íntimo, que Alma sintió que traía recuerdos de su niñez. De
noches pasadas en brazos de su madre, bajo el calor de las sábanas, protegida de
todo peligro. Abrió la boca y besó la túnica del bárbaro. Elevó la cara buscando la
piel del joven y encontrando su cuello lo beso con suavidad, queriendo sentir entre
sus labios el calor de su cuerpo, aspirando en cada respiración el olor de su piel.
Kori respondió apretando su abrazo y bajando sus labios sobre la cabeza de la
joven, cuya parte superior besó y besó, mientras su mano seguía recorriendo su
nuca. Alma no tardó en quedar dormida, rendida en aquel abrazo.

La princesa se despertó al sentir los rayos del sol golpeando sus párpados.
Palpó con su brazo buscando el cuerpo de Kori, pero ya no estaba con ella. Suposo
que se debía haberse levantado. Abrió los ojos, pero sólo estaban Yina y Sildor. El
doctor removía las cenizas de la hoguera con un palo, mientras que Yina revisaba
el interior de su hatillo como buscando algo.

—¿Y los demás? —preguntó alma incorporándose.

—Hela decía que apenas quedaban hierbas para cocinar así que se ha ido
con Kori a buscar más —respondió Yina distraída en su búsqueda.

—Entiendo… —dijo la princesa. Por algún motivo le incomodaba la idea de


que se hubiesen ido juntos—. ¿Qué buscas? —preguntó tratando de quitarse esa
idea de la cabeza. La luz de la mañana le resultaba cegadora y aún no podía abrir
completamente los ojos.

—Ropa sucia —contestó la mercenaria—. Voy a bajar al arroyo a lavar.

—Te acompaño —dijo levantándose—. Yo también quiero lavar cosas.

—No hace falta, dámelas y te las lavo yo —se ofreció Yina recogiendo el
hatillo—. Así mientras tanto puedes ir desayunando.

—¿Vosotros ya habéis desayunado? —preguntó Alma.

—Sí —aseguró Sildor—, se ve que has dormido muy profundamente en


brazos de tu príncipe —dijo burlonamente.

—Está bien —Alma ignoró el comentario de Sildor—. Gracias —dijo


entregando una enagua sucia a la mercenaria.

Yina se alejó y desapareció tras la colina. Alma tomó una hogaza ya


empezada de pan y le untó mantequilla con la daga. Pese a que tenía ya cuatro
días, el pan sólo estaba comenzando a endurecerse ahora. Sildor la observaba
preparar su desayuno.

—Tal vez la parejita traiga algo mejor que eso —dijo Sildor señalando la
mantequilla—. Al bárbaro se le da bien matar cosas.

—¿Parejita? —preguntó Alma con tono irónico, tratando de disimular lo


insoportable que se le hacía la idea.

—Vamos, tienes que haberte dado cuenta —aseguró el doctor—. ¿No has
visto como le mira Hela?

—Eso no significa nada —apuntó Alma frotando el cuchillo en el pan para


limpiarlo de mantequilla.

—¿Y lo de los panes? —preguntó Sildor. Esperó a la respuesta de la princesa


pero ante el silencio de ésta continuó hablando—. Hela le preparaba panes siempre
que Kori la visitaba en la posada.

—¿Y qué? —insistió la princesa.

—¿De verdad crees que no pasaba nada? —cuestionó Sildor—. Un


masculino bárbaro visitando periódicamente a la dulce joven posadera que salvó
su vida. ¿De verdad crees que sólo iba a comer pan? —rio el doctor—. Dudo que
sea doncella.

—¿Y tú qué sabes? —preguntó molesta Alma. Los comentarios de Sildor


empezaban a resultarle verdaderamente impertinentes.

—Bueno —dijo arrogante Sildor—. Digamos que ayer durante nuestro baño
descubrí algunas cosas sobre nuestro bárbaro amigo.

Alma trató de ignorar al doctor. Creía que estaba tratando de hacerla


enfadar, pero al mismo tiempo empezó a sentir dudas, ¿habría pasado algo entre
Kori y Hela? ¿Qué demonios le contó durante el baño? Finalmente cedió a la
tentación y tuvo que preguntar:

—¿Qué descubriste? —dijo tras tragar un bocado.

—Hay temas que no pueden discutirse con una princesa —dijo socarrón
Sildor—. Pero diré una cosa: apuesto a que ahora mismo Kori está arrancando más
de un suspiro del cuerpo de esa jovencita.

—Eres asqueroso —protestó Alma tratando sin conseguir ocultar la rabia


que le provocaba la idea.

La imagen de Kori yaciendo justo a Hela le sentó como una cuchillada en el


corazón. De repente sintió rencor hacia el bárbaro. Sildor podía estar en lo cierto.
¿Cómo no se había dado cuenta? A saber durante cuánto tiempo había estado Kori
con Hela. Seguro que por eso se había unido a ellos la posadera, para poder estar
con él sin las limitaciones del trabajo en la posada. Y ahora habían aprovechado
que ella dormía para irse juntos. Seguramente no era la primera vez.

Cuando Yina regresó debió notar el disgusto en la cara de Alma ya que no se


atrevió a decir nada al entregarle la prenda limpia. Kori y Hela regresaron poco
después, se les oía reír y bromear según se acercaban.

—¿Cómo puedes comerte eso? —exclamaba escandalizada la doncella—. ¡Es


asqueroso!

—Es lo mejor para el desayuno —contestaba Kori, abriendo la boca y


enseñando a Hela el contenido masticado.

—¡Cerdo! —reía Hela.

Se acercaron hacia los otros compañeros y agradecieron a Yina haber lavado


la ropa. Alma miró a Hela. Era tan bonita. Su cabello enmarcaba como un cuadro
dorado el rostro afilado y bien definido de la joven, en el que destacaban aquellos
enormes ojos del mismo azul del cielo y una nariz pequeña pero afilada y
orgullosa. Pese a los varios días en el bosque su piel no tenía nada que envidiar a
las de las herederas de las mejores familias nobles. Sentía celos y no quería ni podía
ocultarlo. Una mano se posó en su hombro. No necesitaba mirar para saber que era
Kori. La retiró con disgusto. Por el rabillo del ojo, le pareció ver una expresión
dolida dibujarse en los ojos del bárbaro.

—Vámonos —dijo la princesa poniéndose de pie—. Cuanto acabemos esto


mejor.

Caminaron en silencio. Yina lideraba el grupo a través del bosque, seguida


de cerca como siempre por Hela, con quien pronto comenzó a charlar
animadamente. «Hasta a Yina le gusta», pensó Alma. Kori intentó acercarse en un
par de ocasiones a la princesa, pero tras ser rechazado en ambas, dejó de intentarlo
y se quedó caminando a varios metros detrás de ella con aire abatido. Sildor
cerraba la expedición, observando al resto de miembros del grupo.

El bosque se fue abriendo progresivamente y antes del mediodía ya podía


verse la campiña frente a ellos. Pequeñas colinas verdes se sucedían unas a otras y
en la distancia ya podían verse las torres orgullosas de la capital del reino.

—Azur —exclamó Yina girándose a sus compañeros—. ¡Esta noche


dormiremos tras sus puertas!

Los ánimos estaban alterados y su comentario fue recibido con menos


entusiasmo del que cabía esperar. Cruzaron varios caseríos y granjas de aspecto
abandonado. Antiguos corrales y cercados para animales aparecían ahora desiertos
y mal cuidados. Alma se preguntó de qué se alimentaría la gente de aquella
ciudad, viendo lo mal tendidos que estaban aquellos campos. Lo único que parecía
haber resistido el abandono eran los árboles frutales, cuyas coloridas flores teñían
de colores pastel las laderas de las colinas.

Atravesaban una antigua taberna ahora destartalada cuando escucharon el


ruido de espadas y gritos de varios hombres. Kori y Yina desenfundaron sus
armas, mientras que Hela se apresuró a preparar su ballesta.

—Odio este país —dijo la joven, colocando una saeta en el arma.

El grito de una mujer rompió el aire, frente a ellos se intuía un grupo de


personas forcejeando. Alma blandió su sable en el aire y con un grito se lanzó hacia
los enemigos. Kori se apresuró a seguirla, seguido de Yina y Hela. Sildor se acercó
con sigilo, observando la situación desde la distancia.

—Alma —gritó Kori preocupado—. Por favor ¡Espera!

—¡La ira de Zhoghal caerá sobre vosotros! —amenazó Yina blandiendo su


espada.

Tres bandidos amenazaban con sus armas a una pareja de comerciantes. Un


guardia yacía muerto a los pies de una carreta cargada de bienes que la pareja
trataba de defender como podía. Al oír los gritos, los bandidos se giraron hacia los
compañeros elevando sus escudos y amenazando con sus espadas. Una saeta voló
clavándose no sin estruendo en el escudo tachonado de uno de ellos. Uno de los
enemigos se lanzó al encuentro de la princesa, que consiguió frenar su ataque con
la espada. Alma no sentía miedo. Se sentía dolida y frustrada y quería pagarlo con
aquel malhechor. Aprovechó un segundo ataque del bandido para herirle en los
dedos. Al ver su propia sangre, el hombre rugió y atacó a la princesa con
renovadas energías, consiguiendo hacerla retroceder. Sus golpes se hicieron más
fuertes y rápidos y Alma sintió que no podría seguir deteniéndolos mucho tiempo.
Finalmente el malhechor atizó con tal fuerza que la princesa cayó al suelo.
«¡Alma¡» rugió Kori desesperado y alcanzándola se interpuso entre ella y el
malhechor, que cargó contra él. Kori rechazó su ataque y con una patada en el
vientre lo lanzó al suelo, donde acabó con su vida. Una segunda saeta voló,
seguida del agónico grito de uno de los hombres, que decidió salir huyendo. El
tercer bandido amenazó unos segundos con su espada, para inmediatamente
decidir seguir el ejemplo de su compañero.

—¡Alma! —gritó Kori cayendo sobre la princesa— ¡Alma!

La princesa se levantó orgullosa y tras limpiarse el polvo sintió que iba a


echarse a llorar. Se giró dando la espalda a sus compañeros. Se sentía alterada y
vulnerable y no quería que nadie la viese así. Especialmente Kori. ¿Qué le estaba
pasando? Sintió unos pasos correr hacia ella.

—¡Gracias! —clamó el comerciante dejándose caer de rodillas.

—Nos has salvado la vida —aseguró la mujer, abrazándose sobre la espalda


de la princesa. Se trataba de una señora voluminosa y su apretón casi tiró a Alma
de nuevo al suelo.

Alma se tragó sus lágrimas y consiguió librarse de aquel incómodo abrazo.

—Estas tierras son peligrosas —dijo finalmente la princesa—. No deberíais


viajar sin escolta.

—Íbamos con él —dijo la mujer señalando el cuerpo tendido del guardia—.


Pensábamos que estando tan cerca de Azur no sería necesaria más escolta.

—¿Os dirigís a Azur? —preguntó Hela.

—Nunca llegaréis sin una escolta —aseguró inteligentemente Yina—. La


campiña que rodea a la ciudad es la región el área más peligrosa de toda la región.

—¿Nos acompañaríais? —se dirigió el comerciante a Kori, poniéndose en pie


de nuevo.
Kori no contestó, miraba absorto a la princesa con el ceño fruncido en gesto
de preocupación.

—Tal vez, por el precio indicado —sugirió Yina—. Una moneda de plata por
cada uno de nosotros. Cinco en total.

—Sólo necesitamos a la espadachín —dijo la mujer señalando a Alma—, al


guerrero y a la ballestera.

—O todos y ninguno —zanjó Alma—. No os conviene contradecirnos por


dos monedas de plata.

—Está bien —accedió intimidado el comerciante—. No queremos problemas


con vosotros —dijo en tono humilde.

Se pusieron en marcha y Alma pidió subirse a la carreta. Se sentía cansada y


sin ganas de hablar con nadie. Desde allí arriba se veían numerosas casas
abandonadas a ambos lados del camino de piedra. Alma sintió que había ojos
hostiles observándoles desde aquellas oscuras ventanas. Pensó que los
comerciantes habían sido afortunados de encontrarles. Kori caminaba en silencio al
lado de la carreta. Sildor parecía querer darle conversación, pero el bárbaro no
parecía dispuesto a charlar. Yina y Hela defendían el otro flanco de la caravana,
mirando con ojos de sospecha las casas que les rodeaban. En aquella tierra se
sentían intrusos no bienvenidos, por lo que decidieron no detenerse a comer. Yina
entregó a Alma un mendrugo de pan relleno de restos de la carne del día anterior.
La princesa comió sin ganas. De vez en cuando echaba una mirada furtiva en
dirección del bárbaro sólo para retirarla inmediatamente cuando éste se la
devolvía. No podía dejar de preguntarse si sus temores serían ciertos.

Ya caía el sol cuando los muros de Azur se presentaron frente a ellos: altas
paredes de piedra marrón claro de aspecto antiguo y robusto. Dos torres cilíndricas
guardaban la puerta sur de la ciudad, rematadas por tejados de piedra pizarra
azul.

—Objeto de la visita —pidió saber el guardia, un joven poco mayor que la


princesa al que le quedaba grande el casco.

—Traemos mercancías para el mercado de mañana —dijo el comerciante—.


Estos son nuestros escoltas.

—Adelante —aprobó el guarda sin ni si quiera mirarles a la cara.


El carro atravesó el arco de medio punto. Ante ellos, una calle empedrada
ascendía seseante la colina hasta llegar al palacio real, una bella ciudadela con el
mismo esquema de colores que las torres de la muralla.

—Aquí acaba nuestra escolta —dijo Alma bajando del carro de un salto.

—Está bien —concedió el hombre sacando una pequeña bolsa de cuero—.


Cinco monedas de plata —dijo entregándoselas—. Cinco monedas dan para mucha
diversión en Azur.

—Perfecto —dijo Yina satisfecha—. Seguidme, os llevaré a la mejor taberna


de la ciudad. Buena comida, música y una cama donde dormir.

La taberna estaba construida utilizando la propia muralla como una de sus


paredes. Las altas casas de alrededor le daban un aspecto sombrío y lúgubre. La
música del interior creaba ecos en el oscuro callejón.

—Parece un sitio peligroso —dijo desconfiada Hela.

—Lo es —reconoció Yina, pero es la clase de lugar donde no te encuentras


soldados bebiendo.

Yina empujó la pesada puerta de madera y con un gesto de su mano invitó a


los compañeros a entrar. La luz naranja de los fuegos se disipaba en el denso humo
de las pipas, dando a la estancia un ambiente cálido y misterioso a la vez.

—¡Somos cinco! —gritó Yina al posadero—. ¡Dadnos buenas habitaciones,


comidas y bebidas!

—¡Niña! —gritó el grueso hombre girándose hacia una camarera—.


¡Encárgate de la comida! Yo llevaré a estos viajeros a sus habitaciones.

Subieron dos pisos a través de unas escaleras de caracol de piedra gris. El


hombre les explicó que en sus tiempos, aquella taberna había albergado a hombres
ilustres y ricos comerciantes, pero que con la llegada de el nuevo, tuvieron que
reconvertirse para seguir teniendo clientes.

—Estuve a esto —dijo acercando dos de sus dedos — de convertir todo esto
en un burdel. De no haber tenido una hija lo habría hecho.

El hombre ofreció una de las habitaciones dobles a Kori y Sildor y la otra a


las tres jóvenes. Ofreció preparar una cama extra, pero Yina y Hela accedieron a
compartir la suya, por lo que se ahorraron un décimo de plata. El posadero se
despidió, no sin antes invitarles a que bajasen a probar su guiso.

Alma se tendió en una de las camas. Pese a haber caminado menos que otros
días estaba agotada. Se sentía triste y de alguna forma estúpida. Estúpida por
dejarse engañar, por haberse dejado herir por quien al fin y al cabo era un
desconocido. Estúpida por haber dejado que afectase a su juicio, por haberse
lanzado a aquellos bandidos. «Podían haberme matado», pensó.

—Vamos a cenar —dijo Hela tímidamente—, ¿vienes con nosotras?

—Estoy cansada —dijo la princesa.

—¿Quieres que te subamos algo? —sugirió la doncella.

—No tengo hambre —mintió Alma sin retirar la mirada del techo.

Las jóvenes salieron de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. «Se siente
culpable», quiso pensar Alma. Quería estar enfadada, pero lo cierto es que sólo
conseguía sentirse cada vez peor consigo misma. «No tengo derecho a enfadarme»
reconoció la princesa «pero no puedo evitarlo». Con estos pensamientos y el rugir
de su estómago cayó dormida.

Cuando abrió los ojos, la ciudad aún se encontraba en lo más profundo de la


noche. La música había cesado y apenas se apreciaban las luces de la ciudad través
de la ventana. Alma permaneció boca arriba en su cama, mirando la oscuridad del
techo. Sintió que el día anterior había actuado como una tonta. Se giró hacia la
cama de sus dos compañeras. Le pareció que Hela le devolvía la mirada.

—¿Estás despierta? —susurró la doncella.

—Sí —reconoció Alma.

Hela se levantó con cuidado de no despertar a Yina y se sentó en el margen


de la cama de la princesa. Su blanca túnica y sus dorados cabellos era lo único que
la princesa podía vislumbrar en aquella oscuridad.

—Ayer me pareció que estabas enfadada —dijo Hela tomando la mano de la


princesa.
—Lo estaba, pero sin motivo —dijo Alma—. Estaba celosa —reconoció tras
unos segundos.

—¿De quién? —quiso saber la doncella—. ¿No será de mí?

—Sí, Hela, de ti —admitió Alma—. De lo tuyo con Kori.

—No hay nada mío con Kori —aseguró Hela.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Alma confundida, incorporándose en su


cama—. He visto como le miras.

—Vaya, ¿tanto se me nota? —preguntó avergonzada la doncella—. Es cierto,


me gusta —admitió—. Siento algo por él, pero él no siente lo mismo.

—¿Y sus visitas a la posada? —inquirió la princesa, elevando sin darse


cuenta el tono.

—Kori venía sólo a por pan —dijo la doncella—. Yo… —dijo con un hilo de
voz— yo tenía la esperanza de que si le atraía con comida… se terminaría
acostumbrando a mí —reconoció avergonzada—. De que tal vez me tomase cariño.

—Pero Sildor dijo… —recordó la princesa.

—¡Sildor! —interrumpió Hela, siendo ella la que ahora elevaba demasiado la


voz—. Lleva detrás de mí desde que me uní a vosotros, contándome todo tipo de
tonterías sobre Kori y sobre ti. No sé qué te habrá dicho ese idiota, pero seguro que
es todo mentira.

Alma se sintió enrojecer de la vergüenza. Ahora sí que se sentía estúpida.


¿Por qué había creído sin más las palabras de Sildor? Recordó la noche anterior,
acostada en los brazos de Kori, quedando dormida bajo sus caricias. «Temí
perderle», sintió.

—Soy una idiota —aseguró finalmente la princesa—. Ayer no quise escuchar


a Kori. Le di la espalda cuando se acercó hacia mí.

—Tú también sientes algo por él —afirmó Hela.

—Sí —reconoció la princesa bajando la mirada.


—Entonces no te culpes —dijo Hela—. Sildor te hizo creer aquello que más
temías. Con tu enfado sólo tratabas de proteger tus sentimientos, de evitar
exponerte más. Todos lo hacemos —aseguró la doncella—. Todos tememos sufrir.

Alma estrechó a la doncella entre sus brazos. Se sintió afortunada de viajar


con ella. Afortunada de haberla conocido en la posada.

—Perdóname —pidió la princesa—. Siento haber estado fría contigo.

—No hay nada que perdonar —dijo Hela estrechando su abrazo.

Hela regresó a su cama junto a Yina. Pese a la conversación, la mercenaria


parecía no haberse despertado.

—Sigue dormida —dijo Hela, peinando con sus dedos los negros cabellos de
la joven—. Normal, ayer se bebió media taberna.

—Siento habérmelo perdido —reconoció la princesa.

En la oscuridad del callejón, la mañana llegó casi desapercibida. Alma solo


despertó por las carreras de Yina al cuarto de baño. «Tiene suerte de que en esta
taberna haya lavabo», pensó la princesa.

—Los chicos se han ido —dijo la mercenaria limpiándose la boca.

—¿A dónde se han ido? —preguntó alarmada Alma, levantándose de la


cama.

—No sé, no están —respondió Yina con voz agotada, dejándose caer en la
boca arriba en el colchón de plumas.

Alma corrió hacia la habitación contigua y abrió la puerta de un golpe. Una


pareja de jóvenes amantes de bronceada piel restregaba sus cuerpos desnudos
apasionadamente. Los ojos de la princesa se cruzaron con los de la entregada
mujer.

—¡Perdón! —se disculpó cerrando la puerta de otro golpe.

—La suya es la puerta de en frente —rio Hela, que la había seguido.

Entraron, está vez con precaución, en la habitación de los chicos. Era cierto,
no estaban. Una de las camas ni si quiera había sido deshecha.

—¿Les visteis volver a la habitación? —preguntó preocupada Alma.

—No… fuimos las primeras en volvernos —reconoció Hela. A Alma le


pareció que también comenzaba a estar alarmada—. Tuve que subirme a acostar a
Yina.

Bajaron al primer piso y preguntaron al posadero. El hombre no recordaba o


no quería recordar nada.

—Serví a muchos clientes anoche —dijo mientras limpiaba una jarra de


barro—. Sí recuerdo a vuestra otra amiga, la joven con melenita negra. ¡Espantó
con sus amenazas a dos de mis mejores clientes!

Las jóvenes se disculparon de parte de Yina y regresaron a la habitación. Se


plantearon salir a buscarles, pero decidieron que era más seguro esperar.

—Kori sabe cuidar de sí mismo y Sildor… —dijo Yina, aun tenida en la cama
con los ojos cerrados— Sildor ya volverá. —La mercenaria parecía estar pasándolo
mal y seguramente agradecía tener algo más de tiempo para descansar.

—Ay, Yina, Yina —contestó únicamente Hela, mientras acariciaba la frente


de la joven.

Llegó el mediodía y los chicos aún no habían regresado. Yina ya estaba


recuperada así que bajaron al primer piso a almorzar algo. El posadero les sirvió
una bandeja de tostadas con distintas carnes y verduras a la parrilla acompañada
de tres densas cervezas. Yina casi vomita al sentir el olor de la suya.

—Para mí agua, por favor —suplicó al posadero.

Alma no podía dejar de mirar a la puerta con gesto de preocupación. Tal vez
tras su estúpido enfado de ayer, Kori se había cansado de ella. No podía evitar
preguntarse si se habría marchado para siempre.

—No te preocupes —aseguró Hela como si hubiese leído sus pensamientos


—. Volverá.

—Espero que tengas razón —dijo Alma en un suspiro.


—Créeme —sonrió la doncella.

Apenas se habían terminado el almuerzo cuando dos hombres cruzaron la


puerta de la posada. Por un momento Alma les miró esperanzada, hasta que
observó que les seguía al menos una decena de soldados, todos ellos uniformados.
Uno de los primeros se giró hacia los demás y Alma le pareció que con su mano
señalaba directamente hacia ellas.

—Vámonos de aquí —dijo la princesa levantándose.

—¿Qué pasa? —preguntó Yina girándose sobre su hombro.

—¡Alto! —gritó uno de los hombres.

Las tres jóvenes corrieron hacia las escaleras. Alma escuchaba los pasos de
los guardias acercarse cada vez más. Entraron en el dormitorio y atrancaron la
puerta. Los hombres aporreaban la madera con sus armas.

—¡Abrid la puerta! —exigió uno de los solados—. ¡Abrid en nombre del rey!

—Estamos atrapadas —dijo Hela angustiada.

—¡Salid por ahí! —dijo Yina señalando una de las altas ventanas—. Vamos,
¡corred!—. La joven desenfundo su espada y encaró hacia la puerta.

—¿Y tú qué? —gritó Hela inquieta.

—Yo os sigo —aseguró Yina—. ¡Corred!

Alma corrió hacia la ventana y de un salto se agarró al alfeizar. Consiguió


levantar su peso no sin dificultad y asomándose, vio que daba al inclinado tejado
de la posada. Atravesó la ventana y tendió la mano a Hela. La puerta parecía a
punto de ceder en sus molduras.

—¡Dame la mano! —gritó Alma. La doncella tomó carrerilla y de un salto se


sujetó al brazo de la princesa.

Alma tuvo que usar todas sus fuerzas para no caerse boca abajo, y conseguir
elevar a su amiga en el aire. En ese momento la puerta cayó. Al menos diez
soldados entraron en la habitación, rodeando con sus espadas a la mercenaria.
—¡Yina! —grito Hela en un aullido rasgado—. ¡Yina! —lloró.

Alma consiguió poner a salvo a la doncella. Los soldados miraron la alta


ventana con inquina. Uno de ellos trató de saltar, pero la pesada armadura apenas
le permitió elevarse sobre el suelo. Comenzó a quitarse la coraza.

—Tenemos que irnos —dijo angustiada la princesa.

—¡No podemos dejarla! —lloró Hela amargamente—. ¡Yina! —gritó.

—¡Marchaos! —escucharon a la mercenaria decir desde la habitación—.


¡Buscad a los demás!

Alma tomó a Hela del brazo y sin pensarlo más corrió hasta el siguiente
tejado. Los amargos sollozos de la joven se clavaban en su corazón como puñales.

Saltaron un tejado tras otro. Las casas de Azur parecían haber sido
construidas sin orden ninguno y muchas calles apenas eran lo suficientemente
anchas para permitir el paso de un adulto. Los tejados de piedra dieron paso a
otros de ladrillo, luego de madera y finalmente de paja y adobe. Pronto se
adentraron en lo que parecía la peor parte de la ciudad. Los techos allí eran tan
endebles que estuvieron a punto de caer a través de uno de ellos hasta una de las
casas. Decidieron volver a tierra firme.

Ninguno de los viandantes pareció sorprenderse al verlas saltar desde uno


de los tejados. Hela aún lloraba desconsoladamente y tras pisar la callé se dejó caer
sobre sus rodillas, cubriéndose el rostro con las manos. «Yina», repetía una y otra
vez entre sus gemidos.

—¡La salvaremos! —aseguró la princesa a su amiga—. La rescataremos, ¡te


lo prometo!

Lo cierto es que Alma no tenía ni idea de qué hacer. Habían perdido a casi
todos sus compañeros y parecían estar en una de las peores partes de una ciudad
enemiga. No tenían provisiones. Ni si quiera habían podido coger sus capas. Tan
sólo tenían sus túnicas, sus armas y cuatro monedas de plata. Alma miró a su
alrededor en busca de alguna salida. Entonces sintió que una fuerte mano agarraba
su hombro. Alma se giró alarmada.

—¡Kori! —gritó la princesa—. ¡Kori! —se abrazó al bárbaro con todas sus
fuerzas.
—Shhhhh —pidió silencio el bárbaro tapando su boca con la mano—. ¿Qué
estáis haciendo aquí? —preguntó mirando a la desconsolada Hela—. ¿Qué ha
pasado?

La princesa le explicó lo sucedido en la taberna. La huida a través de la


ventana y el sacrificio de Yina. Hela parecía acompañar el relato con un coro de
penosos gemidos.

—¿Y Sildor? —preguntó Kori.

—Pensábamos que se había ido contigo —dijo Alma—. No estaba en su


habitación.

—Mejor —reflexionó Kori—. No creo que hubiésemos podido vencer a


tantos hombres en un sitio tan cerrado. Es una suerte que pudieseis huir.

—No todos pudimos —recordó Hela entre sollozos.

—Lo sé, Hela —acarició Kori su hombro—. La rescataremos.

—Y ahora dinos —pidió Alma—, ¿a dónde te habías ido?

—A buscar una forma de conseguir el remedio ese —afirmó Kori—. Y lo


cierto es que creo haberla encontrado.

El bárbaro explicó su plan a las jóvenes, que hicieron lo que pudieron para
prestarle atención. Aparentemente, el palacio de Azur no tenía mazmorras ni
sótanos, si no que los tesoros así como los prisioneros se guardaban en la enorme
torre del homenaje, a la que sólo podía accederse desde el interior del palacio.

—No debe ser fácil entrar ahí —estimó la princesa.

—No lo es, pero nosotros no entraremos por la puerta —dijo Kori—, si no


por el tejado.

—¿Y cómo vamos a hacer eso? —preguntó Alma escéptica.

—Con esto —respondió Kori, sacando de su bolsa la misteriosa esfera


robada a los bandidos de la atalaya.

Alma miró al bárbaro confundida. La sonrisa de Kori le indicaba que se


había perdido algo.

—Vas a tener que explicármelo —pidió finalmente Alma—. ¿Qué se supone


que es eso?

—¿Has oído que el puente antiguo del Lanos se desplomó? —preguntó


misterioso el bárbaro.

—Sí —reconoció la princesa—. Por eso tuvimos que atravesar el bosque.


Decían que fue por una crecida, ¿no fue así?

—No —contestó él—. Fue por esto —dijo enseñando de nuevo el oscuro
objeto.

—¿Y cómo se supone que funciona esa cosa? —preguntó Alma levantándose
para examinar la esfera.

—Ten cuidado —dijo Kori alejándolo de la princesa—. Tan sólo hay que
poner un pequeño fuego aquí —señaló un pequeño cordel que salía del objeto— y
esperar. Y alejarse. Alejarse mucho.

—No suena nada creíble —dijo escéptica Alma—. ¿Quién te ha contado ese
royo?

—He pasado la noche indagando —respondió Kori—. Es una larga historia,


pero puedo asegurarte de que la información que tengo es cierta.

Hela se levantó y aún con lágrimas en los ojos tomó al bárbaro de los
hombros.

—Has dicho que en esa torre también se mantiene a los prisioneros —dijo
Hela. Sus ojos enrojecidos contrastaban con el azul de sus iris.

—Así es, se utiliza como calabozo —confirmó Kori incómodo con la


intensidad de la doncella.

—Entonces, ¿a qué estamos esperando? —rugió Hela—. Usemos ese


artefacto tuyo y saquemos a Yina de ese lugar.

—Tenemos que esperar a la noche —explicó Kori—. Si trepamos ahora nos


vería la ciudad entera. Incluso llegar allí es peligroso, ahora que parece que nos
están buscando. Además necesito comprar cuerda.

—No podemos dejarla un día con esos malhechores —rompió a llorar de


nuevo Hela—. Es sólo una niña.

—Yina no querría que nos precipitásemos —apuntó Alma—. Además, es


mejor esperar a esta noche y conseguir rescatarla que intentarlo ahora y fracasar.

Los compañeros caminaron cuesta arriba por la descuidada calle, a cuyos


lados se sucedían casuchas de tablones de madera y adobe desde los que se oía el
correteo de niños y las protestas de sus madres. Olía a humedad y a excrementos.
Alma se sentía observada a través de las oscuras ventanas. Llegaron a un oscuro
callejón, formado entre las paredes sin ventanas de dos chozas adyacentes.

—Esperadme aquí —dijo Kori apuntando un rincón tras una pila de barriles
—. Yo iré a conseguir lo que necesitamos. ¿Tienes aún las monedas? —preguntó a
la princesa.

—Aquí tienes —contestó Alma ofreciéndoselas—. Úsalas bien, es lo único


que tenemos.

—Descuida —sonrió Kori y desapareció calle arriba.

Hela se dejó caer contra la pared, deslizándose hasta quedar sentada. Ya no


lloraba. Tan sólo miraba al frente con ojos vacíos de expresión y un gesto de
amargura en el rostro. Alma se sentó junto a ella.

—La sacaremos de allí —dijo tomando su pálida mano.

—Es sólo una niña —repitió Hela con la mirada pérdida—. Una niña.

Esperaron allí varias horas. El sol ya se ocultaba cuando Kori regresó.


Cargaba una soga enrollada al hombro y en su mano derecha una bolsa de cuero
repleta de aparejos.

—Con esto no tendremos problema para subir —aseguró Kori dejando caer
su carga al suelo.

—¿Es eso lo que tenemos que escalar? —preguntó Alma señalando una torre
la más altas de las torres del palacio, que se elevaba imponente entre los tejados de
la ciudad.
—Eso mismo —confirmó Kori—. Su cara posterior da al barrio de los
comerciantes. Será allí desde donde subiremos.

—Habrá guardias —asumió desconfiada Alma.

—En esa parte de la ciudad hay patrullas periódicas cada hora —contestó el
bárbaro, que parecía haber indagado todos los detalles—. Esperaremos a que
pasen de largo para comenzar a subir.

Alma miró la enorme torre con aire dubitativo. Sintió que se le encogía el
corazón.

—Kori… —se atrevió a decir finalmente la princesa—. No estoy segura de


que sea capaz de subir una torre así.

—No es tan difícil —aseguró el bárbaro—. Yo subiré por la roca y una vez
esté arriba os tenderé la cuerda —dijo señalando sus aparejos—. Antes de que te
des cuenta estarás arriba.

—Está bien —concedió la princesa—, lo intentaré.

La oscuridad tardó aún varias horas en cubrir las calles de la ciudad. La


sucia avenida, hasta entonces casi desierta, comenzó a llenarse de mujeres y niños
de aspecto andrajoso. Sólo entonces se atrevieron los jóvenes a salir de su
escondrijo. Avanzaban cuesta arriba cubiertos con las capuchas de sus túnicas.
Alma sentía la mirada recelosa de aquellas mujeres clavadas en todos ellos, pero
especialmente en Kori. El bárbaro caminaba con aire relajado, como si la misión
que tenían por delante no le resultase nada fuera de lo habitual.

El palacio de Azur se mostraba inmenso ante ellos, cada vez más imponente
según avanzaban cuesta arriba. Alma no podía retirar la mirada de aquella
gigantesca torre cilíndrica. Cada vez que se imaginaba trepando la piedra marrón
de aquella monstruosidad sentía la sangre abandonar su cara.

Pronto llegaron al llamado barrio de los comerciantes. Alma se había


imaginado un bullicioso distrito mercantil, pero la realidad parecía ser muy
diferente. Las antaño lujosas mansiones y palacios se mostraban ahora
destartalados y las calles estaban aún más desiertas que en los sucios suburbios.
Oyeron el sonido de unas botas contra el suelo y corrieron a refugiarse en uno de
los portones. Alma pegó su espalda contra la carcomida puerta de madera,
llevando la mano a la empuñadura de su ligero sable. Los pasos atravesaron
perpendicularmente la calle, perdiéndose en la lejanía.

—Vamos —dijo Kori asomándose a ambos lados de la calle—. Esa era la


primera ronda de la noche.

La oscuridad en aquellas calles era ya total. Ni una sola ventana estaba


iluminada en aquellos destartalados palacetes. Avanzaban silenciosamente,
deteniéndose periódicamente para escuchar el entorno. Pronto llegaron a los pies
del basto palacio, en lo que antaño debía haber sido una espléndida plaza
comercial. Decidieron ocultarse en un sucio callejón a la espera de que la ronda de
guardias pasase por la plaza. No tardaron en aparecer. Patrullaban en silencio, con
las manos firmemente apoyadas en sus mandobles, pero sin molestarse en
observar las desiertas calles. Se detuvieron en el centro de la plaza y por un
momento Alma pensó que les habían oído. Sin embargo, pronto continuaron su
recorrido, perdiéndose de nuevo en las oscuras calles.

—Al fin —dijo Hela impaciente—. Tenemos una hora, ¿no?

—Una hora —confirmó Kori—, será mejor que nos demos prisa.

Kori corrió en cuclillas hacia la base de la torre. Las jóvenes hicieron amago
de seguirle, pero el bárbaro les indicó con un gesto de su mano que permaneciesen
allí.

—Venid cuando os lance la cuerda —susurró Kori.

El joven avanzó sigilosamente. A Alma le sorprendió lo silencioso que podía


llegar a ser el bárbaro pese a su fuerza y tamaño. Pronto pareció llegar a los pies de
la torre. Alma trató de fijar la mirada en él, pero la oscuridad le impedía ver con
precisión dónde se encontraba. Le pareció ver una mancha marrón trepando la
piedra desnuda. «No entiendo como lo hace», pensó la princesa. Pronto la mancha
se perdió completamente en la oscuridad. Alma escudriñaba la superficie de la
torre, tratando de buscar algún punto que pudiese ser el cuerpo bárbaro. Pasaron
varios minutos y Alma comenzó a preocuparse.

—No le veo —dijo Hela mirando la torre con gesto intranquilo.

—Esperemos —pidió la princesa, tratando de ocultar su propia


preocupación.

La luna salió entre los tejados y Alma trató de aprovechar su escasa luz para
encontrar alguna pista del bárbaro. Estaba observando la torre, cuando escuchó de
nuevo unos pasos entrar en la plaza. Se apretó junto a Hela contra la pared del
callejón. Los guardas repitieron su recorrido anterior, deteniéndose de nuevo en el
centro de la plaza hasta perderse en una de las calles. «Ha pasado una hora», pensó
Alma. Entonces, vio un bulto caer de la torre y el sonido de un objeto blando
chocar contra el suelo. Alma sintió que el corazón se le caía a los pies. Corrió hacia
el lugar de origen del ruido y pronto suspiro de alivio. Se trataba de uno de los
sacos de cuero de Kori, ya vacío y atado a uno de los extremos de la cuerda. Trató
de ver a dónde conducía pero la negrura ocultaba la torre más allá de unos pocos
metros. Tiró suavemente de la cuerda y le pareció que estaba atada. Tras invitar
con un gesto a que Hela la siguiese, comenzó a trepar el cordel usando los nudos
repartidos por su longitud a modo de escalones.

Alma subió y subió y pronto comenzó a sentir el cansancio en sus delgados


brazos. Hela la seguía a unos pocos metros. Alma no podía verla, pero escuchaba
su agotada respiración bajo ella. Se alegró de que la oscuridad le impidiese ver a
que distancia quedaba el suelo. Siguió subiendo. Pronto sintió gotas de sudor
recorriendo la piel de su espalda. Su respiración se hizo aún más pesada y cada vez
que se elevaba en la cuerda, no podía evitar emitir un lastimoso jadeo. Tuvo que
detenerse a tomar aire. Los soplidos de Hela sonaban cada vez más lejanos y Alma
comenzó a preocuparse por la situación de la doncella. «¿Cuánto queda?» se
preguntó. La túnica se le pegaba a la espalda, ya empapada en sudor. Siguió
subiendo y entonces sintió una fuerte mano sujetar su brazo.

—Ya te tengo —dijo satisfecho Kori.

Una cornisa de piedra parecía rodear la superficie cilíndrica de la torre. Con


la ayuda de Kori, Alma trepó hasta ella. Se detuvo a descansar, apoyando la
espalda contra la pared de piedra. Se giró a mirar hacia arriba. A partir de esa
altura y hasta la siguiente cornisa, pequeñas ventanas cubiertas por rejas
iluminaban la superficie de la torre. La altura que les quedaba aún resultaba
imponente, pero Alma pensó que ya debían haber subido unos dos tercios del
total. Entonces Hela llegó a la cornisa. Sus agotados jadeos sonaban más como
doloridos lamentos y Kori tuvo que levantarla en sus brazos para posarla en la
cornisa.

—Creí que no lo conseguía —consiguió decir Hela entre jadeos.

—Ya casi estamos —aseguró el bárbaro, dándole una palmadita en la


espalda—. Estas ventanas —dijo señalando hacia arriba—, son la prisión. Más
arriba se encuentran las cámaras reales, dónde podremos encontrar el remedio.

—¿Aquí está Yina? —preguntó Hela, apenas recuperada.

—En alguna de estas celdas —dijo Kori—. Pero tendremos ventaja si


atacamos desde arriba. En cualquier caso tendremos que acabar con los guardias
de la prisión.

Tras recuperar la respiración comenzaron a avanzar a través de la cornisa.


Kori recogió la cuerda con habilidad. Quería entrar en la torre desde el otro lado
para poder escapar más rápidamente por los tejados del palacio. Cada vez que
cruzaban por delante de una de las ventanas enrejadas tenían que agacharse y
gatear. Las celdas emanaban un olor pestilente a heces y putrefacción. Continuaron
avanzando. La luz del resto de la ciudad iluminaba levemente ese lado de la torre
y Alma podía ver ahora la cornisa superior. Se preguntó si se les vería desde abajo.
Las ventanas de las casas parecían poco más que pequeñas luciérnagas desde allí
arriba. Cuando llegaron a la oscura ventana de una de las celdas, Kori se detuvo.
Partió la soga en dos con su espada y tomando uno de los trozos ató su extremo en
la reja de la ventana, dejando caer la cuerda hasta el tejado azul del palacio. El
bárbaro les pidió que retrocediesen. Tras regresar unos metros sobre sus pasos a
través de la cornisa, Kori palpó la superficie de la roca y comenzó de nuevo a
trepar. Alma trató de entender cómo podía ser capaz de aferrarse a aquella
desnuda roca. El bárbaro acariciaba la superficie hasta encontrar un lugar
adecuado, entonces clavaba sus dedos a modo de garras, se elevaba y repetía el
proceso. Pronto alcanzó la cornisa superior y lanzó el otro trozo de cuerda hasta las
chicas. Esta vez la distancia era mucho menor y la subida les resultó más fácil. A
partir de la segunda cornisa la torre no tenía ventanas por lo que Kori había atado
la soga a un gancho que salía de la pared, tal vez usado por obreros o reparadores.
Pidió a las chicas que se acercasen y pasó la cuerda por sus cuerpos, formando un
arnés que rodeaba sus cinturas e ingles y llegaba hasta sus hombros.

—Esperadme aquí un momento —dijo tomando el extraño artilugio esférico.

—¿No pensaras entrar ahí tú solo? —preguntó indignada Alma.

—No —aseguró Kori—, si vamos los tres encontraremos antes el remedio...


y podremos robar más cosas. Pero esta parte es peligrosa. Esperadme aquí.

Kori se perdió en la cornisa. Alma ya empezaba a impacientarse cuando le


vio regresar corriendo. Cuando las alcanzó comenzar a atarse apresuradamente la
soga a través del cuerpo.

—¡Agachaos! —pidió el bárbaro— ¡cubríos la cabeza con las manos!

No había terminado la frase cuando un rugido atronador sacudió la torre.


Alma sintió su cuerpo elevarse sobre el suelo y estuvo a punto de deslizarse al
vacío. Entendió entonces por qué Kori les había atado a aquel gancho. Enormes
fragmentos de roca marrón volaban en todas direcciones, cayendo
estrepitosamente sobre el techo del palacio y las calles circundantes.

—¡Vamos! —gritó Kori desatándose— ¡No tenemos mucho tiempo!

El bárbaro ayudó a las chicas a deshacerse del arnés, tras lo cual corrieron
hacia el lugar de la explosión. A Alma le pareció que el aire olía de una forma
particular, como a humo y madera, pero también algo que la princesa no conseguía
identificar. Afortunadamente la cornisa había soportado el estruendo y pudieron
caminar hacia el boquete que había dejado la explosión. La elegante mesa que
debía haber presidido la estancia se encontraba estrellada contra la puerta. Kori la
apartó de un golpe y abrió el portón. Un oscuro pasillo apareció frente a ellos.

—Hela —pidió el bárbaro—, busca en las estancias de la izquierda, nosotros


miramos por aquí —pidió el bárbaro.

—¡Vamos! —acató la doncella.

Abrieron la primera puerta y vieron lo que parecía la colección de tapices


del reino. En la siguiente sala un ejército de estatuas doradas les miraba con aire
reprobatorio. Abrieron una tercera puerta y una colección de joyas y tesoros
apareció ante ellos. Kori tomó una corona dorada empedrada con diamantes azules
y tras examinarla se la puso en la cabeza. Miró a su alrededor con aire confundido.

—¿Y qué forma dices que tiene la medicina esa? —dijo tomando una maza
dorada con afiladas puntas de diamante.

—Pues… la verdad es que no lo sé —admitió la princesa.

Alma examinó los distintos objetos, tratando de buscar algo que pudiese ser
el remedio, mientras Kori aprovechaba para llenar su bolsa con multitud de joyas y
dagas empedradas.

—No creo que esté en esta sala —pensó en voz alta la princesa.
Oyeron unos pasos correr hacia ellos. Kori se armó con su espada a una
mano y su recién adquirida maza en la otra. Alma tomó su sable y un pesado
escudo empedrado de la colección. «¡Lo tengo!», oyeron gritar. Era la voz de Hela.
La doncella entró apresurada en la sala.

—¡Lo tengo! —repitió Hela—, llevaba en su mano una especie de relicario


dorado, alrededor de una cavidad de cristal azul.

—¿Es eso? —preguntó Alma examinando el objeto—. ¿Esto es el remedio de


Azur?

—Este es —aseguró Hela—. Yo misma lo vi en uso cuando vivía en la corte.

—Entonces vámonos de aquí —sugirió el bárbaro—. Los guardias no


tardarán en subir.

—¡Pero tenemos que sacar a Yina de las mazmorras! —exclamó Hela.

—Cierto, cierto… —recordó el bárbaro.

En se momento escucharon el ruido de varios guardias corriendo escaleras


arriba. Hela tomó la ballesta y la cargó, apuntando hacia la puerta. El primer
guardia miró con aire confundido la corona de Kori antes de caer de espaldas,
abatido por el impacto de la primera flecha. Kori se encargó de los dos siguientes
con dos rápidos golpes de espada. No hubo un cuarto para Alma.

—¡Vamos! —gritó Kori—. Busquemos a Yina.

—Esperad —pidió Alma, examinando el cuerpo de uno de los guardias—.


Puede que alguno de estos tenga las llaves de las celdas.

Se repartieron a buscar en los cadáveres de los guardias. Hela corrió a


buscar en el cuerpo del que había sido alcanzado por su ballesta.

—¡Aquí hay unas llaves! —gritó la doncella, agitando un manojo en su


mano.

—Pues entonces vamos —sugirió Kori y avanzó hacia los escalones.

Bajaron las apenas iluminadas escaleras. La entrada a la mazmorra era una


puerta de metal sólida. Hela cargó la ballesta y apuntó hacia la entrada, mientras
Alma iba probando distintas combinaciones de llaves en la cerradura.

—Ten cuidado con eso —le pidió a Hela la princesa, nerviosa por la cercanía
del arma.

—No te preocupes —aseguró el bárbaro—. Ya es una experta —dijo dándole


una palmadita en el hombro. Una saeta voló contra la puerta golpeándola con gran
estruendo. Alma se giró lentamente hacia la doncella, aún asustada por el impacto.

—¡Lo siento! —se disculpó Hela.

Finalmente una de las llaves cupo en la cerradura. Alma comenzó girarla


con lentitud y los cerrojos se abrieron con un sonido metálico. Refugiándose tras la
superficie de la puerta, Alma comenzó a empujarla lentamente. La prisión estaba
mejor iluminada y la luz del interior se abría paso por la rendija de la puerta. Kori
se asomó rápidamente, tras lo que se atrevió a entrar en la sala.

—No veo guardias —dijo el bárbaro.

Las chicas siguieron a Kori al interior. La primera sala parecía ser el refugio
de la guardia y había armas y algo de comida. Avanzaron por las mazmorras y
pronto llegaron al área de las celdas. De nuevo sintieron el olor pestilente que
habían notado a través de las ventanas. Alma y Hela se taparon la boca con la
capucha de las túnicas. Un viejo prisionero se acercó a la reja y les observó con ojos
vidriosos.

—No sois guardias —observó el viejo—. Por favor, sacadme de aquí.

—Buscamos a una chica —dijo Hela—. Dinos dónde está y te sacaremos.

—Una chica… —repitió el viejo, acariciándose una mohosa barba blanca—.


Acaban de traer esta tarde a una jovencita, debe estar más adelante.

Alma se detuvo frente a la celda del anciano y tras probar con varias llaves
consiguió abrir su puerta. Los presos de otras celdas comenzaron a acercarse a las
rejas, y a pedir a gritos que les sacasen.

—Hola amigos —saludó Kori despreocupadamente—. Ahora volvemos.

Hela avanzaba la primera, ballesta en mano, finalmente se detuvo frente a


una de las celdas.
—¡Yina! —gritó angustiadamente—. ¡Yina! ¿Estás bien?

A Alma le pareció escuchar un susurro respondiendo desde el interior.


Corrió hacia la celda y probó con distintas llaves. Yina se encontraba de pie,
colgando manos arriba del techo de la celda en una dolorosa posición. Finalmente
una llave giró sobre la cerradura. Hela corrió al interior de la celda y se abrazó al
maltratado cuerpo de su amiga. Yina jadeó agotada en un lamento bajo el abrazo
de la joven.

—Vamos a sacarte de aquí —prometió Hela, que comenzaba a llorar—. Voy


a desatarte —dijo sacando su daga.

—Hela la vengadora —dijo Hela con una sonrisa dolorida en el rostro—.


Has venido a por mí.

La doncella cortó las cuerdas y Yina se desplomó sobre ella, con lo que
ambas cayeron al suelo de la celda. Hela abrazó a la mercenaria entre sus brazos,
acariciando y besando su frente y cabello.

—Tenemos que salir de aquí —recordó Kori—. No tardarán en venir más


guardias desde el palacio.

La doncella ayudó a Yina a ponerse en pie y cargó con ella a través de la


cárcel. Kori desempuñó su espada y miró alerta hacia la entrada.

—Ya vienen —dijo apuntando con sus armas a la puerta—. Son muchos.
Alma, abre las celdas.

Alma comenzó a abrir las distintas rejas. Pronto encontró una cierta lógica
entre la posición de las llaves y las distintas celdas, así que pudo abrirlas con
rapidez. Algunos de los prisioneros corrían hacia la salida mientras que otros
apenas podían arrastrarse. El olor de sus cuerpos hacía obvias las penurias que
habían tenido que atravesar.

—Id hacia abajo —sugirió el bárbaro—. Nosotros vamos a quedarnos por


aquí un poquito más.

—Tú debes ser Zhoghal —apuntó uno de los hombres que parecía estar en
mejor estado físico—. Vuestra amiga no paraba de asegurar que harías pagar cara
su captura.
—Ella es Zhoghal —dijo la maltrecha Yina señalando a la princesa. Pese a su
penoso estado, la mercenaria se había apresurado a tomar una de las espadas y
parecía lista para combatir—. Zhoghal piel suave.

Los prisioneros se armaron con las armas de los guardias y corrieron


escaleras abajo. Yina avanzaba con pasos lentos y una expresión de sufrimiento en
el rostro, abrazada al cuello de Hela. Oyeron ruido de espadas en las plantas
inferiores y se apresuraron a regresar al piso superior.

—No creo que puedan con los guardias —consideró Alma, asomándose
escaleras abajo.

—Al menos les entretendrán —aseguró el bárbaro—. Yina, agárrate a mi


cuello —dijo levantando a la mercenaria en hombros—. Tenemos que largarnos ya
de aquí.

Corrieron de regreso hacia el boquete de la pared y pronto alcanzaron la


primera cuerda que habían dejado, que bajaba hasta el tejado del cuerpo principal
del palacio. Kori bajó el primero, sujetando a la pequeña mercenaria contra su
pecho con uno de los brazos. «Lo hemos hecho», pensó Alma deslizándose cuerda
abajo con una mano y el remedio de Azur en la otra: «más vale que no se me
caiga», se dijo. Llegaron a la cornisa inferior y continuaron bajando hasta el techo
del castillo. Aún se oía el ruido de las espadas desde el interior de la torre y podían
escuchar los gritos y marchas ajetreadas de los soldados alrededor del palacio.
Finalmente alcanzaron la superficie de pizarra que formaba el techo del cuerpo
principal del edificio. La luna estaba ya en todo lo alto, y su luz formaba destellos
en las pulidas rocas azuladas del tejado. Caminaban ahora por encima de la puerta
principal del palacio y Alma podía ver grupos de nerviosos soldados entrando en a
su interior. Finalmente llegaron al extremo opuesto del tejado, que descendía en
pendiente hasta el suelo, acercándose lo suficiente como para llegar a él de un
salto. Kori esperó asomado en el margen, observando la calle a ambos lados.

—¡Ahora! —dijo— y sin esperar más, apretó a Yina contra sí y bajó a la calle
de un salto.

Alma y Hela le siguieron. Avanzaron por una calle que descendía hacia la
muralla hasta perderse en un callejón lateral. Allí Kori ayudó a las chicas a subir de
nuevo al tejado de una de las casas cercanas. El ajetreo parecía haber despertado a
los vecinos y cada vez más y más luces asomaban por las contraventanas abiertas
de las casas. Los jóvenes avanzaron de tejado en tejado hasta llegar al límite de la
muralla, a la que consiguieron acceder a través de uno de los tejados más elevados.

—Ya casi estamos —dijo Kori, atando la cuerda a una de las almenas—. Por
aquí —señaló la cuerda invitando a las chicas a bajar.

—Creo que ya puedo sola —dijo Yina, soltándose del regazo de Kori.

Se apresuraron a bajar por la última cuerda. Alma fue la primera en


deslizarse, seguida de Hela y Yina. Kori apenas había comenzado a bajar cuando
oyeron gritos en la parte superior de la muralla.

—¡Alto! —gritaban— ¡Deteneos!

Alma escuchó una saeta volar a su derecha y apresuró la marcha. El suelo


estaba ya a pocos metros así que se dejó caer y se cubrió con el escudo robado.
Hela la siguió, se apretó contra ella tras el abrigo del escudo y comenzó a cargar su
ballesta. Yina y Kori aún se deslizaban por la cuerda. La princesa les observaba
nerviosa. Una saeta golpeó con fuerza contra el escudo, casi arrancándoselo de la
mano. Hela asomó la ballesta por el extremo del pavés y disparó hacia las almenas.
Una segunda saeta voló hacia ellas. Entonces alguien cortó la cuerda. Alma pudo
ver el cuerpo de Kori derrumbarse y se le escapó su nombre en un grito. Yina ya
casi había alcanzado el suelo, pero no pudo evitar que el bárbaro le cayese encima.
Corrieron a cubrirles con el escudo.

—¡Kori! —gritó de nuevo Alma— ¿Estáis bien?

—Estoy bien, estoy bien —dijo levantándose el bárbaro.

—Vámonos de aquí —sugirió Yina sacudiéndose el polvo.

—¡Corred! —pidió Alma— ¡Cubríos con el escudo!

Kori agarró su escudo pero a Alma le parecía que apenas lo elevaba por
encima de su cabeza. Inmediatamente Yina se lo quitó de las manos y lo elevó con
firmeza, cubriendo a ambos con él. Corrieron hacia la campiña cercana, entre las
cabañas abandonadas y los corrales vacíos. Temían que guardias a caballo saliesen
en su búsqueda por lo que siguieron corriendo durante horas hasta alcanzar de
nuevo el bosque. Pretendían seguir avanzando bosque adentro cuando Kori se
desplomó contra uno de los árboles. Alma corrió hacia él alarmada.

—Estoy bien —aseguró el bárbaro a la princesa—. Sólo tengo que descansar


un poco.

—Déjame ver —dijo una exhausta Alma, sorprendida de que fuese el


bárbaro quien pidiese descansar. Pronto vio que Kori se llevaba una mano al
hombro—. ¡Te han herido!

—No es nada —sonrió Kori.

—Te han dado —señaló Yina, casi desfallecida de agotamiento—. He visto


cómo te alcanzaban dos flechas.

—¡Dos flechas! —repitió alarmada Alma—. ¿Por qué no has dicho nada?
Déjame que te vea.

Alma se acercó al bárbaro y examinó su cuerpo con los dedos. Tenía una
flecha atravesada en el hombro ¿cómo no se había dado cuenta? La otra flecha
había desaparecido, pero pronto vio un profundo arañazo atravesando la espalda
del joven. Tenía los ropajes cubiertos de sangre.

—Kori, por favor —dijo Alma en tono lastimero—. Kori, estás malherido.

—Pensaba que estabas enfadada conmigo —sonrío cariñosamente el


bárbaro.

—No seas tonto —dijo Alma abrazándose con cuidado a su cuerpo.

Alma cortó la cola de la flecha con su sable y tiró de la punta que asomaba
para sacar el resto de la saeta del cuerpo de Kori. Arrugó su túnica y presionó
contra la herida para evitar que sangrase más. Hela observaba el cuerpo de Yina,
tratando de asegurarse que ella no estuviese herida. La joven protestó ante el tacto
de las manos de la doncella en su espalda.

—También te han herido —le increpó Hela, molesta de por el silencio de la


mercenaria.

—No me han herido —negó tajante Yina—. Kori me ha servido de escudo.

—Tienes herida la espalda —se lamentó Hela—. Déjame que te cure.

—No es nada —dijo tímida la mercenaria, a Alma le pareció que


conquistada por la idea de ser atendida por la doncella.
—Seguro que Kori tiene alguna hierba con la que darte un masaje —se
dirigió Hela al bárbaro.

—Sí… —dijo Kori, aun apretándose la herida con la túnica de Alma—. En


mi bolsa tengo leche de Ruka. Ya que estás ponme un poco aquí —dijo señalando
su herida.

Hela siguió las instrucciones del bárbaro y aplicó aquel líquido en la túnica
de Alma. Olía a hojas frescas y al rocío de la mañana. Alma recorrió con su túnica
las heridas del bárbaro, que cerraba los ojos y apretaba los dientes al contacto de la
húmeda tela. El tacto de la leche parecía dolerle pero insistió en que Alma
continuase.

Hela tumbó a Yina boca abajo y sentándose a horcajadas sobre sus caderas
desnudó su espalda. Incluso ante la tenue luz de la luna se mostraba enrojecida, y
las afiladas marcas de un cruel látigo cruzaban su delicada superficie.

—Te han azotado —comenzó a llorar Hela—. Te han castigado por


nosotras…

—No llores, Hela… —pidió Yina en un tono casi infantil que Alma no
recordaba haberle escuchado antes—. Ya está todo bien —aseguró—. Estoy
contigo.

Hela comenzó a besar la castigada espalda de la joven, empapándola con sus


lágrimas. Se disculpó y aplicó leche de Ruka en sus manos, tras las que comenzó
acariciar la sufrida piel. Yina emitió un suave jadeo de dolor, tras lo que Hela
comenzó a besar su nuca y sus hombros a modo de consuelo. Yina yacía con los
ojos cerrados y el oscuro cabello caía desordenado sobre su cara. Hela lo retiró con
suavidad e inclinándose sobre la joven, besó dulcemente su mejilla. El pelo dorado
de la doncella cubría ahora el rostro de ambas. Así quedaron dormidas.

Alma continuaba tratando las heridas de Kori como podía. Sentía la mirada
del bárbaro clavada en sus ojos. Viendo la fuerza de aquellos ojos, nadie podría
adivinar la gravedad de aquellas lesiones. La herida del hombro había dejado de
sangrar, pero a Alma le preocupaba especialmente el corte que atravesaba su
espalda. No podía verlo con claridad a través de los ropajes, pero parecía
profundo, sucio y oscuro. Tomó unas hierbas del bolso de Kori y siguiendo sus
instrucciones las molió entre dos piedras hasta formar un ungüento, con el que
empapó un fragmento de las faldas de su túnica. Desnudó con cuidado el torso del
bárbaro, eliminando con esmero los ropajes empapados en sangre, y se sitúo tras
él. La herida se extendía como un tajo a lo largo de todo el omoplato del joven y
aún sangraba. Llevó el ungüento hasta la herida y sintió aquella fuerte espalda
contraerse de dolor. Repitió el proceso a lo largo de toda la extensión de la herida.
Kori no emitía ningún sonido, pero era evidente que el efecto de aquel ungüento
era muy doloroso. El sudor de su torso brillaba bajo la luz de la luna. Alma se
sintió tentada a imitar a Hela, y calmar el sufrimiento del bárbaro con sus besos. Lo
cierto es que aquel poderoso cuerpo la atraía. Pronto sorprendió su mano
acariciando el duro vientre del bárbaro y respondiendo con caricias sus doloridas
contracciones. Bajó su cabeza hacia el hombro de Kori y posó sus labios contra su
cuello. Estaba mojado por el sudor y la piel del bárbaro se sentía suave y dura ante
su tacto. La besó. Kori giró la cabeza y clavó sus firmes ojos en la princesa. Esta vez
Alma no retiró la mirada. Acercó su rostro hacia el bárbaro y pronto unos tenaces
labios atacaron apasionadamente su boca. La mano del bárbaro sostenía ahora su
cabeza, que se sentía diminuta entre aquellos fuertes dedos. Kori se giró y con un
suave movimiento de su brazo la tendió en el suelo boca arriba. Se inclinó sobre
ella y atacó de nuevo su boca, que se abría expectante ante sus labios. Estaba a su
merced. Sentía el cuerpo del bárbaro presionar sus delgadas caderas contra el
suelo. Se sintió derretir en las manos de Kori. Entonces él se incorporó alarmado, la
mirada fija en la oscuridad del bosque. Alma escuchó unos pasos que se acercaban.

—Nos han seguido —dijo Yina levantándose—. Vamos, tenemos que irnos.

—Ya estamos rodeados —dijo Kori tomando la espada en su mano izquierda


—. Son muchos hombres.

Oscuras siluetas comenzaron a dibujarse a su alrededor. El metal de sus


espadas y yelmos arrancaba reflejos a la luz de la luna. Los jóvenes corrieron a
tomar sus armas y guarnecerse contra un árbol. Kori y Yina permanecían delante
de las otras dos jóvenes, protegiéndolas con sus cuerpos.

—Al fin os encuentro —dijo una voz familiar—. No puedo creerme que
hayáis conseguido el remedio —El joven caminó hacia el grupo con pasos cortos y
distraídos. Alma se asomó para poder ver su cara. Conocía a aquél chico y aquella
sonrisa arrogante. Era Sildor.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Alma asomándose entre Yina y Kori.

El joven dedico una mirada altanera a la princesa para después fijarla en el


rostro de Hela. Una expresión cruel pareció dibujarse en su rostro.
—Entregadme el remedio —exigió Sildor.

—¡Traidor! —rugió Yina, esforzándose por mantener su espada y escudo en


posición. El agotamiento y el castigo sufrido aún parecían hacer mella en la
mercenaria.

Kori miró a Sildor con aire divertido, recorriendo después con sus ojos las
posiciones de los hombres que los rodeaban.

—Prefiero quedármelo —respondió burlonamente Kori—. Además, seguro


que no tardarías en perderlo.

A le pareció que Sildor apretaba los puños de frustración.

—Estáis rodeados —dijo el doctor, que por su tono de voz se notaba estaba
esforzándose por mantener la calma—. Si no me lo entregáis de buena gana, lo
tomaré de vuestras manos frías.

—¿Frías? —preguntó intrigado Kori—. A mí me parece que hace una noche


muy buena —dijo mirando el cielo despejado—. ¿Quieres mi capa?

La mirada de Sildor se llenó de irá y levantó la punta de su espada hacia el


bárbaro.

—A una orden mía y estos hombres te harán a ti una capa nueva con sus
flechas —amenazó el doctor.

—Mueve un dedo y te meto esta saeta en el ojo —amenazó Hela, apuntando


su ballesta—. A ver si te sabes curar de eso, doctor.

El doctor vaciló y dio un paso atrás. Miró a su alrededor, tal vez buscando
una buena posición para refugiarse. Entonces Alma escuchó el sonido de al menos
una docena de caballos al galope, avanzando hacia ellos desde el bosque a su
espalda. Apretó su cuerpo contra el tronco del árbol. Pensó que se trataría de más
guerreros a sueldo de Sildor, hasta que observó la expresión de terror del doctor.
Estaba claro que no estaba esperando visita.

—¡En guardia! —rugió Sildor con su aguda voz, corriendo a refugiarse tas
sus mercenarios — ¿Quién viene?

Los mercenarios se miraron unos a otros y en la dirección en la que venían


las pisadas. Comenzaron a retroceder. Algunos se dieron la vuelta y comenzaron a
correr. Sildor les gritaba espantado, agitando los brazos.

—¡No os vayáis! —protestó— ¡Tenemos un trato!

—Dijiste «un guerrero y dos de las jovencitas como premio». Nada de


soldados a caballo —replicó un mercenario escupiendo al suelo—. ¡Vámonos! —
gritó a sus compañeros—, ¡nos largamos!

—¡Esperad! —Sildor se giró sobre su hombro, miró una última vez a Hela y
tras dudar un segundo corrió siguiendo a sus mercenarios—. ¡Esperad! —se le oyó
gritar en la lejanía.

Los jóvenes permanecían en guardia. Apretada contra aquel tronco, Alma


deseó pasar desapercibida a los caballeros. Tal vez decidiesen perseguir a los
mercenarios y les ignorasen. Un primer caballero surgió de la derecha del tronco,
seguido de otro a la izquierda. Trotaron brevemente hacia los mercenarios antes de
volverse contra los jóvenes. Mantenían sus armas enfundadas, pero tenían las
manos peligrosamente posadas en las empuñaduras. Un guardia en armadura
completa, tal vez un oficial, alcanzó a sus compañeros y tras ver a los jóvenes
desmontó y se dirigió hacia ellos.

—Alteza —dijo Anoll quitándose el yelmo—, esta vez no os tenéis elección.


Os sacaré de este reino.

—¡Otro traidor más! —protestó Yina exhausta—. Antes moriremos luchando


que entregároslo a ninguno de vosotros —Hela acarició su hombro tratando de
calmarla.

—No sé de qué hablas, mercenaria —dijo Anoll en su habitual tono


inexpresivo.

Kori había bajado la espada y miraba la escena con gesto entretenido. Alma
se abrió paso entre él y Yina y avanzo hacia el jefe de la guardia.

—¿Nos sacarás de este reino, dices? —preguntó desconfiada la princesa—.


¿Y a dónde dices que nos llevarás?

—Mis órdenes solo os incluyen a vos —respondió secamente Anoll—. Os


llevaré de regreso a Celbia.
Alma miró al jefe de la guardia, tratando de leer aquella inexpresiva cara.
¿Qué podría estar tramando esta vez?

—La última vez que prometiste escoltarme acabaste abandonándome en


manos de un grupo de bandidos pervertidos —recordó Alma—. ¿Por qué iba a
confiar ahora en ti?

—No tengo órdenes de conseguir vuestra confianza —respondió Anoll—.


Mis órdenes son llevaros a Celbia y voy a cumplirlas —dijo llevando la mano a su
espada.

Alma retrocedió y se refugió detrás de Kori. Miró la herida de la espalda el


bárbaro: oscura y profunda, supuraba, dándole un aspecto de cuero brillante. Kori
se giró y posando la mano en su cintura, la miró con ojos amables.

—¿No será no quieres volver a casa, princesa? —preguntó sonriendo—. Tu


amigo tiene una docena de caballeros con él. ¿Por qué iba a mentirte? Si lo que
quiere secuestrarte, puede hacerlo sin tu permiso.

Alma bajó la mirada al suelo. Tal vez era cierto. En cualquier caso no podía
resistirse, estaría poniendo en peligro la vida de sus amigos. Ya habían pasado por
demasiado por ella.

—Está bien —aceptó finalmente la princesa—. Iré con vosotros, con una
condición. Nos llevaréis directamente ante mi hermana. A los cuatro.

—En marcha entonces —respondió inmediatamente Anoll—. Ya hemos


perdido demasiado tiempo.

Anoll llamó a su caballo y tras subirse a su lomo, pidió a la princesa que le


siguiese. Otros tres caballeros avanzaron hacia los compañeros. Hela subió con
facilidad a lomos de una de las monturas, apoyando su espalda contra la armadura
del soldado. Yina apenas tuvo fuerzas para subirse y tuvo que ser levantada en
brazos por el jinete. Pronto cerró los ojos agotada y el caballero tuvo que rodearla
con su brazo para que no se cayese. El tercer soldado, viendo el tamaño de Kori,
decidió cederle su montura. El bárbaro subió con dificultad y a Alma le pareció ver
un relámpago de dolor atravesar su rostro. «Está mal herido», pensó Alma «más
mal herido de lo que quiere hacer ver».

Galoparon dirección este, avanzando hacia la luna. Anoll azuzaba con


firmeza las riendas de su montura, liderando la expedición con celeridad.
—¿Por dónde cruzaremos el río? —decidió preguntar Alma, que empezaba a
aburrirse de cabalgar en silencio.

—No lo cruzaremos —aseguró Anoll.

—Has dicho que íbamos a Celbia —protestó la princesa girándose hacia el


guardia—, ¿me has mentido? Andalia está al otro lado del río…

—No he mentido —dijo Anoll—. Tenemos una barcaza preparada en el


Lanos. Navegaremos río abajo.

—Haber empezado por ahí —suspiró aliviada la princesa—. Tienes que


trabajar en tus habilidades de comunicación.

—Me lo han dicho antes —dijo secamente el jefe de la guardia.

Pronto salieron del bosque. La luna se elevaba ahora en lo más alto del
despejado cielo. Alma se giró hacia el resto de los caballeros y buscó a sus amigos
entre las monturas. Hela y Yina habían caído dormidas contra los cuerpos de los
jinetes. El dorado cabello de la doncella caía brillante como una cascada, tapando
su cara por completo. La joven mercenaria era más difícil de ver. Su pequeño
tamaño y oscuro cabello la hacían casi invisible contra el enorme cuerpo del jinete.
Alma buscó con la mirada a Kori. Debía estar rezagado. Se giró una segunda vez a
buscarle, pero sólo veía caballeros en brillantes armaduras. Empezó a preocuparse.
Finalmente le encontró: cerraba el grupo a buena distancia, pero se adivinaba su
torso balanceándose sobre su montura.

—Las heridas de tu amigo son muy graves —dijo Anoll, adivinando los
pensamientos de la princesa—. No te hagas ilusiones.

—¿Ilusiones de qué? —preguntó alarmada la princesa.

—De que llegue con vida a Celbia —respondió secamente Anoll—.


Cualquier otro hombre ya habría muerto de una herida así.

Alma sintió la sangre abandonar su cara. Las heridas de Kori le habían


parecido graves, pero el bárbaro parecía haberse mantenido fuerte e incluso con
buen ánimo. La había besado. ¿Cómo iba a morirse ahora?

—¿Acaso eres médico ahora? —protestó la princesa sin querer creerle—.


Estás hablando sin saber.
Anoll no respondió. Pronto el cielo frente a ellos comenzó a teñirse de añil y
Alma pudo ver la silueta del Lanos dibujarse en el horizonte. «Pronto llegaremos a
casa», pensó. «Aunque Kori esté mal, allí conseguirán curarle».

Alcanzaron la orilla y continuaron río abajo hasta alcanzar una zona


boscosa. Algunos caballeros desmontaron y corrieron hacia los árboles dónde
habían ocultado la barcaza. Tomándola en hombros, la transportaron hacia la
orilla. Hela se despertó por el ruido, descabalgó y se dirigió hacia Alma.

—¿Dónde estamos? —preguntó desperezándose la doncella—. ¿Dónde está


Yina? —se giró hacia los caballeros.

Yina aún dormía como una niña en brazos de su jinete y al verla Hela se
dirigió hacia ella. Alma buscó de nuevo a Kori. Aún no había llegado. Finalmente
apareció a lomos de su caballo. Descabalgó lentamente y caminó hacia las jóvenes.

—¿Qué pasa? —preguntó alegremente—. ¿Nos van a preparar desayuno?

Alma le miró desconfiada. Le pareció que estaba más pálido de lo habitual y


pese al tono alegre su voz sonaba débil y algo ronca.

—Hemos llegado al Lanos —respondió Alma—. Continuaremos en ese bote


—dijo señalando a los caballeros, que ya estaban posando la barcaza en la orilla—.
¿Qué tal están tus heridas?

—Bien, bien —aseguró Kori esquivamente—. ¿Impaciente por llegar a casa?

—Impaciente por que te vean esas heridas —respondió secamente la


princesa.

Kori la miró con ojos traviesos. Una sonrisa cariñosa se dibujó en su rostro.

—¿No estarás preocupada por mí? —preguntó juguetonamente.

—Sí —reconoció la princesa.

—No es nada… —quiso decir Kori.

—No finjas que estás perfectamente —interrumpió ella con voz temblorosa
—. Sólo haces que me preocupe más —un sollozó cortó su frase. Alma se sintió
abrumada y se lanzó a los brazos del bárbaro—. Estoy preocupada.
La sonrisa del bárbaro desapareció y rodeando a la princesa con sus brazos
apretó su cuerpo contra el suyo. Alma sentía el duro vientre de Kori contra sus
pechos y posó sus labios contra el torso del bárbaro. Él bajó su rostro hacia el
cabello de la joven.

—Me pondré bien —aseguró el bárbaro—. Te lo prometo.

Alma no respondió. Siguió llorando brevemente contra el pecho del bárbaro,


hasta que tragó saliva y se secó las lágrimas con la túnica. Aún olía a bálsamos y a
sangre.

El soldado que había acompañado a Yina cargó con la mercenaria y la


depositó con cuidado en la barcaza. Hela se apresuró a cubrirla con su capa para
que no pasase frío y susurró algo en su oído mientras acariciaba su oscuro cabello.
Alma saltó con facilidad al bote y se alarmó al ver que Kori necesitó la ayuda de
dos soldados para subirse a la embarcación. Una vez todos estaban a bordo, Anoll
y el otro soldado tomaron dos largos remos y alejaron el bote de la orilla. El jefe de
la guardia despidió con un gesto al resto de jinetes, que desaparecieron en la
espesura del bosque. La corriente era firme y serena y los remeros apenas tenían
que corregir el curso de la barcaza.

El cansancio ya hacia mella en la princesa. Alma sintió que sus pensamientos


se volvían confusos, mezclándose unos con otros y pensó que pronto se quedaría
dormida. Se tumbó junto a Kori, apoyándose en su hombro sano. El bárbaro
levanto el brazo y la abrazó contra su cuerpo. Pronto quedó dormida.

Abrió los ojos deslumbrada por el sol, justo a tiempo de ver la barcaza
cruzar las ruinas el derruido puente antiguo. El arco central había desaparecido
por completo y sus enormes piedras yacían desperdigadas por el río. El cuerpo
derecho se había desplomado sobre las aguas por lo que la calzada terminaba
sumergiéndose en ellas. Anoll y el soldado tuvieron que maniobrar para esquivar
las ruinas y continuar río abajo. Alma se cubrió con la capucha y volvió a dormirse
en los brazos de Kori. Para cuando despertó de nuevo ya había pasado el
mediodía, pero Hela y Kori aún dormían. Anoll acariciaba la superficie del río con
los remos y Yina miraba con expresión aburrida las frondosas orillas.

—Acabamos de pasar las atalayas —dijo la mercenaria—. Estaban desiertas.

—Así es —dijo el soldado, dirigiéndose a los compañeros—. Aparentemente


ayer hubo una rebelión de presos en la capital de Azur. Se dice que un grupo de
los más crueles consiguió escapar, liberó al resto y juntos tomaron el palacio real.
Incluso derribaron la torre principal usando una terrible magia. El líder es un tal
Zhoghal piel suave. Se cree que el tirano Alsir está muerto. La voz se ha corrido y los
bandidos a su servicio se han dado al pillaje y el saqueo.

—Por eso quería sacaros de allí de inmediato —aseguró Anoll—. Pero


Zhoghal… —repitió— he oído antes ese nombre.

—Este chico es tonto —dijo Yina negando con la cabeza.

—Sí que lo has oído antes —río Alma—. En nuestro último encuentro el
bosque, cuando trataste de que te siguiese.

—¡Zhoghal piel suave! —repitió Anoll sorprendido. Alma pensó que era la
primera vez que veía alterado al jefe de la guardia—. Así os llamaba la mercenaria.
Era vuestro… ¿nombre de guerra? —Anoll miró a la princesa con el ceño fruncido
en una expresión de confusión—. Entonces su Alteza… ¿su Alteza estuvo anoche
en la capital de Azur?

—Este chico es tonto —repitió Yina, aun mirando hacia la orilla.

—¿Qué crees que es esto? —dijo Alma levantando el dorado relicario del
remedio de Azur, sin apenas poder aguantar la risa.

—No lo entiendo —aseguró Anoll desconcertado—. Dijeron que las joyas de


la Corona de Azur fueron robadas por bandidos.

—Y así fue —dijo Kori abriendo un ojo. Buscó en su túnica y se calzó la


corona empedrada—. Bandidos sanguinarios.

—Es una larga historia —rio Alma, alegre por escuchar bromear a Kori—. Ya
os la explicaremos.

Alma tomó al bárbaro del hombro, invitándole a que se girase para poder
ver sus heridas. Kori negó con la cabeza, y cerrando los ojos pretendió querer
seguir durmiendo. Alma insistió, pero ante la negativa del joven y sin querer
hacerle daño con sus empujones no tuvo más remedio que ceder. El cielo estaba
despejado y el sol calentaba ya con fuerza. La barcaza avanzaba velozmente por las
aguas del Lanos.

—Pronto dejaremos atrás este desastre de reino —se alegró la princesa.


—El río nos lleva rápido —dijo el soldado—. Cuando el bosque se abra en la
margen izquierda desembarcaremos. Esta misma noche estaremos en Celbia.

—Si todo sale bien —matizó Anoll.

—Venga, no seas gafe —protestó Yina.

El Lanos se tornó más ancho y manso y Alma pudo divisar en su margen


derecha la cada vez más cercana cadena de cimas doradas que marcaba la frontera
sur de los territorios de Azur. En esa orilla el bosque negro seguía cerrado y fiel a
su nombre, pero en la margen izquierda se fue abriendo paulatinamente y Alma
pronto pudo divisar los familiares campos de Andalia. Anoll y el soldado
comenzaron a maniobrar para llevar el bote a la orilla. Un grupo de hombres
ataviados como campesinos se acercó a recibirles. Anoll elevó el brazo en gesto de
saludo, terminó de acercar el bote y tras bajarse de un salto lo ató a un tronco
cercano. Alma se giró a despertar de nuevo a Kori.

—Ya hemos llegado —dijo acariciando su brazo—. Ya estamos en Andalia.

—Ya estás en casa —sonrió Kori y volvió a cerrar los ojos—. Id bajando,
ahora os sigo.

Anoll tendió su brazo y ayudó a desembarcar a las jóvenes. Yina rechazó su


ayuda y de un salto se plantó en tierra firme. Kori seguía adormecido e ignoraba al
soldado, que estaba tratando de despertarle.

—Ahora voy —dijo el bárbaro—. Id saliendo, ya os alcanzo más tarde.

—¡Kori! —gritó Alma con una mezcla de frustración y preocupación—. Por


favor Anoll, ayuda a Kori a levantarse.

El jefe de la guardia subió de nuevo al bote y con la ayuda del soldado


consiguieron levantar a Kori y llevarle a la orilla. Ya en tierra, el bárbaro les pidió
con un gesto que le dejaran. Alma aprovechó para examinar sus heridas. El
bárbaro se giró tratando de ocultarlas, pero la princesa le rodeó hasta conseguir
ponerse a su espalda. La oscura y larga laceración estaba cubierta de pústulas
blanquecinas y a Alma le pareció que emanaba un olor dulzón y desagradable.

—Tiene un aspecto horrible —concluyó la princesa—. No hay tiempo que


perder, necesitamos un caballo —dijo dirigiéndose a los hombres que les habían
recibido.
Los campesinos corrieron a su cercana granja y regresaron con un caballo
joven y un jarrón de agua. Kori se había sentado a descansar contra el tronco en el
que habían atado la barca y mecía sus piernas en las aguas del Lanos. Los demás le
miraban con preocupación. Alma se acercó y le ofreció un cuenco de agua, que el
joven aceptó y bebió de un sorbo.

—Vamos —dijo Alma invitándole a que se levantase—. Tiene que verte un


médico.

—Sólo necesito descansar un rato —insistió el bárbaro cerrando los ojos.

—Como no te levantes haré que te lleven a cuestas y te aten al caballo —


amenazó Alma—. Vamos —repitió, tendiendo su mano al joven.

El bárbaro tomó finalmente la mano de la princesa y se puso en pie.


Caminaba lentamente hacia el caballo. Alma montó y con la ayuda de Anoll y el
soldado subieron a Kori tras a ella. La princesa azuzó las riendas y marcharon
dirección este, hacia Celbia.

—Abrázate a mí —pidió la joven—. No vayas a caerte.

—¿Aún necesitas excusas para pedirme que te abrace? —bromeó el bárbaro


—. Vamos —dijo sujetándose a la cintura—, llévame a tu ciudad.

Alma espoleaba al caballo con fuerza y las granjas y campos de Andalia se


sucedieron con velocidad. Pronto pudo avistar en el horizonte la colina de Celbia
con la gran ciudadela coronando su cima. El sol se había ocultado entre las nubes y
bajaba ya a espaldas de la princesa. Cuando llegó a la muralla las puertas aún
estaban abiertas. Cruzó sin desmontar y atravesó las calles hasta llegar al muro de
la ciudadela interior, detuvo su montura y descabalgó.

—¿A qué esperáis? —protestó la princesa—. Abrid la puerta de inmediato.

—¿Quién sois? —dijo uno de los guardias mirando a la princesa confundido.


Por su aspecto parecía un oficial—. Alteza Lendra —dijo finalmente—. No
esperábamos su regreso tan temprano.

—Me temo que hay problemas en el palacio —informó el otro soldado, de


menor rango—. Vuestra hermana la princesa Alma nos ha dado órdenes de
prohibir la entrada o salida de cualquier persona del recinto de la ciudadela.
Alma se acercó hacia el soldado con pasos amenazantes, el hombre, sin saber
cómo reaccionar, retrocedió hasta dar con la espalda de su coraza en la pared. La
princesa se detuvo a escasos centímetros de su cara.

—Como no abras esta puerta de inmediato esa será la última orden que
recibas —amenazó la princesa. El soldado la miró sin saber qué responder.

—Abre la puerta —pidió a su compañero el oficial—. Discúlpenos Alteza,


bienvenida de vuelta.

—Gracias —dijo Alma volviendo a su caballo.

La princesa condujo su montura colina arriba. El paseo y los jardines de la


ciudadela estaban desiertos, ni si quiera el jardinero jefe estaba allí. Llegó a la
puerta principal de palacio y desmontó. Kori miraba la fachada del palacio con
aspecto inexpresivo. Alma le ayudó a desmontar y poniendo su cuerpo bajo la
axila del joven le ayudó a subir las escaleras. Los guardias de la entrada, más
acostumbrados al rostro de la princesa, la reconocieron e inmediato.

—No os hemos visto salir —dijo sorprendido uno de los guardias—. ¿Quién
es este hombre?

—Llamad a Anoris —exigió la princesa.

Los guardias se miraron con aire desconcertado.

—¿Al doctor Anoris? —preguntó confundido el otro guardia—. ¿Queréis


que le saquemos de las mazmorras?

—¿Las mazmorras? —repitió Alma—. No. Claro... las mazmorras. No,


ayudadme a llevarle a la enfermería.

Uno de los soldados ocupó la posición de Alma y condujo a Kori hasta el ala
de los doctores. La princesa les seguía, mirando la herida del bárbaro con aire de
preocupación. El palacio parecía completamente desierto. Dos doctores ayudaron a
Kori a tumbarse boca abajo y comenzaron a examinarle. El bárbaro les miraba con
aire desconfiado.

—Confía en mí —le pidió Alma—, ellos te ayudarán. ¡Guardia! —se dirigió


al soldado de la puerta—. ¿Dónde se encuentran mis hermanas?
—La princesa Silvana debe estar en sus aposentos —respondió el guardia.

—¿Y Lendra? —preguntó Alma sin pensar.

—Su hermana Lendra continúa de viaje —respondió el hombre, extrañado


por la pregunta.

—Ya, bueno… —dijo Alma, agitando la cabeza confundida—. Llevadme a


mi hermana Silvana —decidió finalmente. Por algún motivo desconfiaba de
caminar sola por el palacio en aquel momento.

El guardia condujo a Alma escaleras arriba hacia los aposentos reales.


¿Dónde estaba todo el mundo? Las normalmente bulliciosas estancias de la corte
parecían completamente vacías. Empezó a sentirse preocupada ¿le habría pasado
algo a su padre? Una numerosa escolta guardaba en dos filas la entrada de las
estancias reales. Al ver a Alma, los soldados empezaron a murmurar extrañados.
La princesa avanzó segura entre ambas filas y entró en los aposentos. Una sonrisa
se dibujó en su cara al escuchar las voces de sus hermanas, que callaron al oír sus
pasos. Silvana salió a examinar de quien se trataba.

—¡Alma! —gritó la menor de las princesas—. ¡Alma! —se lanzó a su brazos


y comenzó a besarla—. Ay, qué mal hueles… —protestó.

—Ya, bueno… —se excusó la princesa—. Dime, ¿cómo está papa? ¿y


Lendra? —dijo asomándose a las estancias—. ¿Qué ha pasado en la corte?

—Papá está bien —dijo Lendra, saliendo en ese momento de la habitación.


Caminaba arrastrando un elegante vestido de encaje plateado—. Me alegra ver que
tú también estás bien. Anoll me contó que fuisteis asaltados y que cuando te
encontró de acampada en el bosque te negaste a regresar.

—Anoll… —repitió Alma—. Explícame, ¿qué ha pasado? —los


pensamientos se arremolinaban en la cabeza de Alma—. ¡Lendra! —recordó—
¡Hemos conseguido el remedio! —gritó sacando el relicario de su túnica.

—¿El remedio de Azur? —dijo Lendra sin parecer muy sorprendida—. ¿Lo
has traído? —miró interesada el interior de la curiosa caja dorada.

—¡El remedio para papá! —gritó exultante Alma— ¡Ahora podremos


curarle!
Lendra miró a su hermana primero con sorpresa, después con confusión y
finalmente con seriedad. La tomó del hombro y la invitó a seguirla a la alcoba. Se
sentó en el amplio camastro.

—Alma —dijo invitando con un gesto a que su hermana se sentase con ella
—. Papá no tiene virolina.

Alma miró a su desconcertada a su hermana. Se sentó en la cama junto a


ella.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó confundida— ¿Qué tiene entonces?

Lendra suspiró, miró a Silvana y después a Alma. Su rostro parecía sereno y


sensato como el de una reina.

—El doctor ése… el tal Sildor —comenzó a explicar Lendra— no era más
que un farsante.

—Eso ya lo sé —interrumpió Alma—. ¿Quieres decir que también mintió en


su diagnóstico? ¿Cómo lo sabes? —preguntó—. ¿Y por qué está Anoris en las
mazmorras? —recordó en ese momento.

—Papá no tiene nada —dijo Lendra tajante—. Él mismo lo sabe y así me lo


ha dicho desde un principio.

Lendra miró a su hermana con ojos tranquilos. Alma examinaba su mirada


en silencio, sin saber qué decir.

—¿Qué quieres decir? —preguntó finalmente— ¿Ha estado fingiendo?

Lendra se sacudió distraída las faldas del vestido.

—No… —dijo examinando el bordado—. No está fingiendo. Es por la


muerte de mamá, Alma. No tiene fuerzas para levantarse.

—¿Y nos hace creer que se está muriendo? —preguntó Alma indignada—.
No entiendo nada.

—Yo tampoco lo entiendo —dijo Silvana, que parecía igualmente indignada


—, pero cuando Lendra me lo dijo fui a encararle y se lo pregunté. Lo admitió,
Alma.
—¿Nos ha estado mintiendo? —dijo Alma disgustada—. ¿No se está
muriendo?

—No creo que estuviese mintiendo —respondió Lendra tras un silencio—.


No tiene ganas de vivir y se está consumiendo poco a poco. Seguramente prefiriese
que pensaseis que se estaba muriendo de una infección y no de tristeza.

Alma miró al suelo negando con la cabeza. Dirigió la mirada a los ojos de su
hermana, buscando algún resto de indignación o de rabia, pero sólo vio serenidad
y aceptación. Se sintió furiosa.

—Tú lo sabías todo este tiempo y no nos dijiste nada —le reprochó—. Y si
sabías que no tenía virolina, ¿por qué me mandaste a Azur? ¿Para qué queríamos
esto? —gritó, señalando al remedio.

—No te mandé a Azur, mi idea era ir yo misma —respondió Lendra.

Alma sintió un torrente de sangre invadir su cara y tuvo deseos de atacar la


impasible figura de su hermana. Se contuvo y en su lugar abandonó indignada la
alcoba. Silvana corrió tras ella, tratando de detenerla y hablar con ella, pero Alma
sólo quería salir de allí. Se sentía ridícula, engañada por su padre y por su
hermana. En ese momento sólo quería ver a Kori. Bajaron las escaleras y se
dirigieron a la enfermería. Cruzaron los entre los guardias y pese a las protestas de
los doctores entraron directamente a la sala donde estaban examinando a Kori. El
bárbaro dormía sobre su costado, y el olor de sus heridas descubiertas llenaba la
habitación.

—¿Quién es este? —preguntó Silvana mirando el cuerpo del bárbaro con


una expresión en los ojos que a Alma le pareció casi obscena.

—Decidme —Alma se dirigió a los médicos ignorando la pregunta de su


hermana—. ¿Cuánto tardará en recuperarse?

Un viejo doctor se secó las manos y se dirigió hacia a las princesas.

—Altezas —dijo tímidamente el hombre—. Me temo que el estado de


vuestro amigo es extremadamente grave.

—¿Qué quieres decir? —preguntó alarmada Alma. Sintió que las fuerzas se
le escapaban de las piernas.
—La herida de la espalda está gangrenada —dijo el doctor—. Hemos tratado
de limpiarla, pero la infección es muy profunda.

Alma se lanzó sobre el doctor y tomándole de los hombros se pegó a su cara.

—Tiene que haber alguna opción —dijo la princesa con una voz tensa y
grave—. Me da igual lo que tenga que hacer, pero sálvele la vida.

—Es casi imposible… —quiso decir el médico.

—Como muera… —comenzó a amenazar la princesa.

—Alteza —comenzó a decir nerviosamente el médico—. Podría haber un


tratamiento, pero no contamos con él en esta corte. Se trata de un remedio casi
milagroso contra las infecciones…

—¿Un remedio? —repitió la princesa agitando los hombros del doctor.

—Proviene de un hongo —continuó angustiado el doctor—, pero ya no se


encuentra en la naturaleza, sólo quedan unas pocas existencias en el reino de Azur.

—¿En Azur? —gritó Alma agitando al hombre— ¿El remedio de Azur?

—Sí, ¡por favor, no me haga daño! —suplicó el hombre ya al borde de las


lágrimas.

Alma salió corriendo escaleras arriba. Abrió de golpe la puerta de los


aposentos de su hermana. Lendra seguía sentada al borde de la cama y lloraba
amargamente, apoyando la cara en sus manos. Levantó la cara hacia ella.

—Alma ¡lo siento! —pidió entre lágrimas— Perdóname.

 Alma tomó el remedio y sin contestar salió corriendo del dormitorio.


Regresó a toda prisa a la enfermería. Una expresión de terror cubrió la cara del
doctor al verla regresar de nuevo.

—Aquí lo tienes —dijo la princesa, entregando el relicario al hombre.

—¿Qué? —preguntó confundido el hombre, tomando la caja dorada en sus


manos.
—¡El remedio de Azur! —gritó Alma—. Ahora ¡sálvale la vida!

El hombre miró a la princesa con una mezcla de terror y desconcierto y tras


posar el relicario en la mesa, volteó a un inconsciente Kori sobre su pecho. Regreso
al relicario y se dispuso a sacar el contenido del remedio. Le temblaban las manos.

—No se abrirlo —confesó en tono de súplica.

Alma avanzó hacia el remedio y tras jugar con su tapa la consiguió retirar.
Miró al doctor con incredulidad.

—Lo siento —se disculpó el doctor—. Estoy un poco nervioso.

—Vale, vale, ya os dejo solos —dijo Alma, sintiéndose ahora mal por haber
perdido los nervios con el doctor—. Por favor, cúrele —pidió antes de salir.

—Por supuesto Alteza —aseguró el médico asintiendo vehementemente—.


Si este es ciertamente el remedio de Azur, pronto estará mucho mejor.

Alma salió de la consulta y se apoyó contra la pared de mármol de la


entrada. De repente se sintió agotada. Arrastró su espalda pared de bajo hasta
sentarse en el suelo y apoyó la cara en las rodillas, contra la túnica. «Sí que huelo
mal», pensó y casi inmediatamente quedó dormida. Abrió los ojos alarmada por
unos golpecitos en su hombro. Una antorcha iluminaba tenuemente la estancia,
pero aun así pudo distinguir inmediatamente los rostros de Yina y de Hela.

—¡Ya estáis aquí! —dijo levantándose de un salto—. Bienvenidas —se


abrazó a ambas.

—Tienes un castillo impresionante —dijo Yina—. Tras estos muros, una


docena de hombres podría aniquilar a un millar. Ningún inocente resistiría tu
opresión.

—Gracias… —respondió Alma—. Pero vamos, debéis estar cansadas.

—¿Cómo está Kori? —peguntó Hela.

—Pues, no lo sé —reconoció la princesa—. Vamos a preguntar.

Entraron en la enfermería y está vez ningún doctor se atrevió a intentar


detenerlas. Kori estaba sentado y al ver entrar a las jóvenes les dedicó una sonrisa.
—Me preguntaba dónde estabais. Alma, ¿ves como no era nada? —dijo
levantando los brazos.

La princesa corrió y se abrazó contra su pecho. El bárbaro la rodeó entre sus


brazos y sujetando la nuca de la joven con una de sus fuertes manos besó sus
labios. Alma abrió la boca para recibir la ansiada lengua del joven, que la invadió
como un lujurioso animal salvaje. Aún excitada por el beso posó su cara en el
cabello del joven. «¡Qué mal olemos!», pensó.

—Creo que estamos interrumpiendo —rio Hela, mirando curiosa a Yina.

—Lo siento —dijo avergonzada Alma—. Vamos a darnos un baño y a


cambiarnos de ropa —sugirió.

—Buena idea —aseguró Yina—. No he querido decir nada pero oléis todos
fatal.

—Oh, no... —dijo mortificada Hela, elevando uno de sus brazos y llevando
la cara a la axila—. Oh, no —repitió, retirando la cara.

Las tres jóvenes se dirigieron a los aposentos de Alma y tras bañarse con
velocidad se vistieron con algunos de los vestidos de la princesa. A Alma le alegró
ver que la espalda de Yina no mostraba ya secuelas de su maltrato. Estaban
terminando de arreglarse cuando Anoll llamó a la puerta e informó a la princesa
de que se las esperaba para cenar. Aparentemente Lendra quería hacer saber a la
corte que se encontraba en el palacio y dar explicaciones a su hermana sobre lo
ocurrido los días anteriores. Alma accedió y las tres jóvenes siguieron a Anoll hasta
el comedor. Lendra y Silvana esperaban ya en la mesa. Habían dejado un sitio
entre ambas para su hermana mediana, pero Lendra prefirió sentarse entre sus dos
compañeras de viaje. Anoll se sentó junto a ellas.

—¿Estáis encontrando la corte de vuestro gusto? —preguntó Lendra a las


invitadas. Dedicó una fugaz mirada de arrepentimiento hacia Alma—. Como creo
que os ha dicho Anoll, estáis invitadas a permanecer aquí tanto tiempo como
queráis.

—Todo está perfecto Alteza —respondió respetuosa Hela.

—Te responderé después de la comida —dijo Yina mientras miraba a su


alrededor como buscando algo—. Por cierto, ¿cuándo llega?
—Aún tardará algunos minutos —respondió divertida Lendra.

—Alma, no habías dicho nada de que tuvieses dos hermanas tan guapas —
dijo Yina admirando a las princesas—. Podríais yacer con los guerreros más
sanguinarios.

—¿Guerreros sanguinarios? —repitió Silvana confundida. Alma no pudo


escapar soltar una risita.

—Eres muy cortés —interrumpió Lendra a su hermana—. Y también tú eres


muy hermosa —sonrió.

—Gracias —se ruborizó Yina.

Las princesas quedaron en silencio. Alma miró a su hermana con aire


expectante.

—Anoll me ha dicho que ibas a darme explicaciones sobre lo ocurrido —dijo


finalmente Alma.

—Así es —reconoció Lendra bajando la mirada—, pero aún estamos


esperando a alguien —dirigió su mirada hacia la entrada—. Está bien, ahí viene.

Kori entro en el comedor con una sonrisa en la cara. Iba ataviado con una
túnica bordada cubierta por una capa en granate y dorado. Saludó a Alma con la
cabeza y se sentó ente sus dos hermanas. Silvana le dedicó una amplia sonrisa.

—Hola Lendra —dijo dándole una palmadita en el hombro—. A ver si tus


esclavos nos ponen algo bueno, que he estado enfermito.

—No son esclavos —contestó paciente Lendra—, son asistentes de cocina.

Alma miró a Kori y a su hermana confundida.

—Espera —dijo desorientada—, ¿os conocéis?

Kori levantó distraído la mirada hacia la princesa.

—Más o menos —respondió el bárbaro—. Me pilló espiándote hace como


dos semanas.
—¿Qué? —preguntó incrédula Alma—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Bueno… —remoloneo Kori—. Ya te metías conmigo por espiarte en la


posada. No quería darte más material.

Alma miró incrédula al bárbaro y a su hermana, dudando de si se trataba de


una broma. El rostro sereno de su hermana no parecía indicar que fuese así.

—Creo que es mejor que empiece por el principio —dijo Lendra, posando
formalmente las manos sobre la mesa—. Desde hace varios meses, cuando empezó
la… enfermedad de papá, he venido sospechando de la lealtad del canciller
Margos y algunos de nuestros ministros. Hace algunas semanas, Anoll me informó
de que tanto Margos como el ministro de seguridad estaban enviando mensajes al
reino de Azur.

—Lo sabía —interrumpió Silvana—. Siempre he sospechado de ese


borracho.

—El Magros ese suena como una ratilla despreciable —añadió Yina.

—El problema —continuó Lendra—, es que no contábamos con pruebas


para encarcelarlos. Necesitábamos interceptar algún mensaje inculpador —Lendra
miró a su hermana expectante.

—No entiendo —reconoció Alma.

—Como recordarás, hace unos diez días llegó a la corte el tal Sildor,
asegurando que papá tenía virolina y que la única solución era el remedio de Azur
—prosiguió la princesa—. No conozco los motivos de su mentira, pero el doctor
jefe Anolis y nuestros ministros respaldaron en un principio su diagnóstico.

—Yo también me lo creí —dijo Alma.

—Y yo tal vez me lo habría creído también si no conociese el estado de


nuestro padre —reconoció Lendra.

—Entonces, ¿fuiste tú quien ordenó detener a Sildor? —quiso saber la


princesa.

—No, luego llego a eso —aseguró Lendra—. El caso es que en ese punto
tenía dos alternativas: enfrentarme a ellos y mostrar mis cartas antes de tiempo o
seguirles el juego y esperar a que cometiesen un error. Si habían respaldado la
mentira de Sildor es porque debían tener un plan, así que decidí tentarles y caer en
su trampa: me dirigiría a Azur y esperaríamos a que los traidores alertasen al
tirano. Una vez interceptados sus mensajes arrestaríamos a todos los implicados.

—Y así sucedió —dijo Anoll—. Un día después de nuestra partida, Margos


envío varias palomas a la capital de Azur y a distintos puestos fronterizos.

—Nuestros hombres consiguieron interceptar la mayoría —continuó Lendra


—, pero alguna debió alcanzar las atalayas y los hombres de Azur os atacaron
antes de que pudiésemos avisaros.

Alma sintió que los ojos de Lendra la miraban buscando su aprobación, pero
aún se sentía engañada y de algún modo usada por su hermana. Yina miraba a la
princesa heredera con admiración.

—Eres ladina como una serpiente —dijo complacida la mercenaria.

—¿Y qué paso entonces con Sildor? —preguntó intrigada Hela.

—Sildor, sí… —recordó Lendra—. El caso es que en un principio creí que el


doctor Sildor había abandonado nuestra corte por su propia voluntad, tal vez
preocupado por las represalias de su falso diagnóstico, pero tras informarme Anoll
de que en vuestro primer encuentro en el bosque había afirmado ser exiliado
decidimos interrogar al canciller sobre ello —contó—. Aparentemente, Margos
creyó su diagnóstico y quiso aprovecharlo para ponerme en manos de nuestros
enemigos. Sin embargo no quería arriesgarse a que Sildor pudiese curar a papá.
Tenían comprado al doctor Anoris y admitir una nueva voz en el equipo de
médicos de papá era demasiado arriesgado, así que cuando partisteis decidió
exiliarlo en secreto entregándole a un grupo de bandidos.

—Espero que ese interrogatorio fuese muy cruel —dijo Yina, entrecerrando
los ojos en una expresión de odio, tal vez recordando su paso por la torre de Azur.

—No fue necesario —aseguró Lendra—. Apenas le apresamos nos contó


todo su plan. Aparentemente después de entregarme al tirano Alsir, él y el
ministro de seguridad pretendían esperar a la muerte del rey para tomar el
gobierno y después de encargarse de vosotras aliarse con Alsir. Su plan falló en
parte cuando tú te ofreciste a ir en mi lugar —se dirigió a Alma—, pero aun así
decidieron que valía la pena librarse de una de las princesas.
—No entiendo por qué no me contaste tus sospechas —dijo Alma negando
con la cabeza—. Estaba segura de que Anoll me había traicionado. Me dejó sola en
manos de un puñado de bandidos —recordó—. Podían haberme matado, o peor...

—No estabas sola —interrumpió Lendra—. Kori estaba cuidando de ti.

Alma miró al bárbaro y a su hermana. Kori miraba a Lendra tan confundido


como ella.

—Pero eso él no lo sabía —dijo Kori.

—Claro que lo sabía —aseguró Anoll—. Nos seguiste desde nada más
abandonar la ciudadela. Algunos de mis hombres te avistaron incluso en la posada
del Mármol, aunque por supuesto no te atreviste a acercarte.

—Bueno, lo cierto es que… —anotó Hela.

—No importa —interrumpió Kori con un gesto de su mano—. El caso es que


te largaste en vez de luchar y dejaste sola a la princesa.

—Mis órdenes eran proteger a la princesa —reconoció Anoll—, pero el


objetivo principal de la misión era informar sobre la traición de los ministros —se
defendió—. Eran demasiados enemigos y si me hubiesen matado no habría podido
cumplirlo.

—Pero en la capital ya sabían quiénes eran los traidores —anotó


tímidamente Hela.

—Eso yo no lo sabía —reconoció Anoll incómodo.

—En cualquier caso no era necesario  —añadió Lendra—. Pese a ser un


traidor, nuestro ministro de seguridad nos hizo un favor. Hace unos tres meses nos
informó de que el príncipe Kori de los bárbaros estaba deambulando por nuestras
tierras y hace apenas dos semanas te reportaron varias veces en nuestras murallas,
observando a mi hermana —dijo dirigiéndose a Kori—. Conociendo tu habilidad
con la espada y tu interés por Alma, estaba segura de que no le pasaría nada —
aseguró Lendra, mostrando a los comensales su elegante sonrisa.

Kori alzó las cejas en una expresión de halago pero Alma no se sentía
satisfecha. No sólo habían pasado por noches al raso y numerosas batallas. ¿A
cuanta gente habían matado? Yina había sido capturada y pese a que parecía no
estar afectada había sido maltratada. Kori había sido herido de gravedad y de no
haber sido por el remedio de Azur seguramente habría muerto. Tal vez el plan de
su hermana era una genialidad, pero podía haber acabado muy mal para gente que
ahora a Alma le importaban.

Los sirvientes entraron con carros los carros de la cena y se dirigieron hacia
la mesa de las princesas. Sirvieron un plato de denso caldo a cada comensal,
seguido de una pieza de pollo con especias. Alma pensó que las aves que cazaba y
asaba Kori no tenían nada que envidiar a aquellos platos. Miró al bárbaro con
curiosidad. Parecía saber manejarse en el ambiente de la corte.

—¿Qué planes tienes cuando termines de recuperarte? —le preguntó—. ¿Te


quedarás con nosotros?

—Ya estoy recuperado —sonrió Kori—. Y no, creo que marcharé pronto, tal
vez hacia el norte.

—¿Te marchas? —preguntó Alma afligida— ¿No pasarás al menos algunos


días conmigo?

—Bueno… —dijo Kori pensativo—. Pensaba que te querrías venir conmigo.

Alma sintió que se ruborizaba. Le pareció que sus hermanas la miraban con
ojos como platos.

—¡Qué romántico! —exclamó Silvana—. Si no vas tú, iré yo —aseguró la


menor de las hermanas.

—De eso ni hablar y no creo que Alma quiera dejar la corte —aseguró
dubitativa Lendra, con un trozo de pollo en el tenedor—. Además, sería peligroso.

—No hay peligro para Zhoghal piel suave —afirmó Yina extrañada por el
comentario de la princesa.

—¿Para quién? —preguntó extrañada Silvana.

Yina se apresuró a contar entusiasmada las aventuras de la princesa. A ojos


de la guerrera, Alma era una mercenaria sanguinaria cegada por la sed de oro y
sangre. Las palabras «aplastar a sus enemigos» fueron repetidas varias veces. Al
principio las princesas miraban a la joven con gesto de incredulidad, hasta que
Hela y Anoll fueron confirmando varios pasajes de su historia. El jefe de la guardia
añadió su relato sobre las consecuencias de la liberación de los presos en Azur y
como esa era la teoría más plausible sobre la reciente muerte del sátrapa. Yina no
olvidó mencionar las habilidades de Hela la vengadora con la ballesta, la cobardía y
la traición de Sildor y la fuerza de Kori. Los demás compañeros se apresuraron a
recordar la valentía y la habilidad con la espada de la mercenaria, que se ruborizó
como una niña ante los halagos. Lendra se mostró conmovida por la lealtad de la
joven y al terminar la cena decidió hacer un anuncio. Poniéndose en pie se dirigió a
los comensales.

—Estimados Altas Señorías de Andalia—comenzó la princesa heredera—.


Como sabrán, estos últimos días han sido tumultuosos. La traición de algunos de
nuestros ministros ha supuesto algunos cambios en el consejo —anunció Lendra—.
En primer lugar, es un honor nombrar al caballero Anoll Dolondron hasta hoy jefe
de la guardia como nuestro nuevo canciller.

Anoll se puso en pie y con una reverencia saludó a los comensales que le
ovacionaban.

—Gracias Señorías —dijo secamente antes de sentarse.

—En segundo lugar —continuó Lendra—, es mi placer ofrecer el puesto de


ministro de seguridad al caballero Fogell Maclavin —dijo girándose a una de las
mesas cercanas.

Un joven y delgado caballero de aspecto frágil se puso en pie y saludó con


una reverencia a la princesa.

—Acepto de buen grado el puesto, Alteza —dijo, y con una segunda


reverencia se sentó entre ovaciones.

—Finalmente —prosiguió Lendra—, me gustaría ofrecer el puesto de jefe de


la guardia a la soldado Yina Sangretejo —dijo mirando a la mercenaria—. Sería un
honor que lo aceptases.

La mercenaria miró incrédula a la princesa y roja como un tomate se puso en


pie.

—Acepto de buen grado el puesto, Alteza —dijo repitiendo incluso el tono


usado por el anterior caballero y con tras una profunda reverencia se sentó entre
los aplausos de los asistentes.
La princesa dejó la mesa y poco a poco los comensales fueron abandonando
la sala. Yina seguía sentada en su asiento, mirando a la mesa con ojos fijos.

—Te lo mereces —dijo Hela besándola en la mejilla.

—¿Qué se supone que hace un jefe de la guardia? —preguntó tímidamente


la mercenaria.

—Es una tarea complicada, incluye distintas funciones… —comenzó a


explicar Anoll.

—Como abandonar princesas en apuros —interrumpió Kori.

—Asustar a médicos desarmados —añadió Hela.

—Remar —apuntó Alma.

—Hay otras muchas facetas… —quiso puntualizar Anoll.

Los jóvenes dejaron la mesa y se dirigieron a sus respectivos aposentos. Yina


y Hela habían sido alojadas en una alcoba reservada a la nobleza local mientras
que Kori permaneció en una de las salas de invitados. Alma le despidió con un
beso y se dirigió a su habitación, pero antes decidió hacer una visita a su padre.
Bajó las escaleras y entro en la habitación en la que el rey pasaba los días tendido.
Al entrar a la alcoba, su padre le dedicó una mirada inexpresiva. Alma se sentó en
la orilla de la cama, mirando a su padre en silencio.

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó finalmente la princesa—. ¿Por qué


nos dejaste creer que estabas enfermo?

El rey sonrío cálidamente y sin responder cerró los ojos. Cuando Alma ya
pensaba que se había quedado dormido la miró de nuevo.

—Es hora de que vivas tu vida, hija —dijo sonriente el rey—. Tu hermana
será una gran reina y tu una gran mujer, pero mi sitio ya no está en este palacio.

—¿Qué quieres decir? —preguntó confundida la princesa.

El rey se incorporó en la cama y miró a la princesa con dulzura.

—¿Sigues cuidando de los jardines? —preguntó.


—Hace varios días que no los visito —contestó Alma sin querer entrar en
detalles.

—Atiende tu jardín, Alma —dijo su padre cerrando los ojos y tumbándose


de nuevo—. Yo atenderé del mío.

Alma miró a su padre esperando alguna explicación. Tras varios minutos en


silencio comprendió que se había quedado dormido. Alma negó con la cabeza
decepcionada y se dispuso a abandonar la habitación. Antes de salir por la puerta
se giró hacia su padre con la esperanza de que la detuviese, pero el rey yacía ya
perdido en sus sueños. La princesa comprendió que nadie la necesitaba en esa
habitación.

Alma regresó a su alcoba y se tendió en la cama boca arriba y comenzó a


reflexionar sobre su padre y sus hermanas. Pronto comenzó a recordar las noches
en el bosque, tumbada junto a Kori, mirando las estrellas. De repente se sintió
extraña en aquella cama de plumas, casi forastera. Se puso en pie, dejó una nota
escrita sobre su escritorio y vistiendo aun la túnica de dormir, se dirigió hacia el
dormitorio de Kori. Al llegar a la puerta le sorprendió ver al bárbaro esperándola.
Vestía su habitual ropa de viaje.

—Vámonos —sugirió Kori con una sonrisa—. Tenemos un largo camino.

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