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EL HILO EDICIONES
El valor de la empatía
Mª ÁNGELES PRIETO
Profesora de la Escuela de Salud Pública
Directora de la Escuela de Familias
Adoptivas
Madre adoptiva
Una invitación a la vida
Octubre-noviembre de 2004
Julio de 2013
Julio-agosto de 2014
CONOCERNOS
REFLEXIONES
ENCUENTROS
LA NUEVA REALIDAD
LA FAMILIA PERFECTA
Llegamos de Rusia un sábado y mi marido entró a
trabajar el lunes siguiente, así que tuve que empezar a
enfrentarme a las nuevas circunstancias sola y sin ayuda
antes de lo que me hubiera gustado. La situación para mi
marido no había cambiado prácticamente, excepto porque
cuando llegaba a casa le recibían sus hijos. En cambio,
para mí todo era totalmente distinto a lo que dejé un mes
y medio atrás. Estaba feliz por tener por fin a mis hijos en
mi vida, por ver cumplido mi sueño de ser madre y estar
ejerciéndolo con tanta pasión, pero lo que no me había
imaginado era que mi matrimonio iba a verse afectado
por ello.
La mayoría de las parejas que emprenden un proceso
de adopción tienen en común una serie de vivencias
previas que en absoluto son fáciles de vivir. Por ejemplo,
muchas han pasado por procesos de fertilidad fracasados,
que han supuesto un desgaste físico –en el caso de la
mujer– y psicológico para ambos bastante importante.
Esto provoca que los padres también carguemos una
mochila que, en el mejor de los casos, nos hace revivir
frustraciones pasadas e incluso, en otras ocasiones, duelos
no resueltos por el hijo biológico que no se ha tenido.
El proceso de adopción es algo muy duro, largo,
pesado, lleno de burocracia, pasos en falso, que te hacen
idealizar en exceso ese fin de conseguir tener a tus hijos.
Es humano estar pasándolo canutas y consolarte
idealizando tu vida como padre o madre, en momentos
preciosos con tus hijos, que todos los malos tragos por los
que se pasan se acabarán en ese grandioso instante de
coger a tus hijos en brazos y llevártelos a tu casa. Nada
más lejos de la realidad. Lo realmente duro para el
matrimonio llega ahí.
Entonces no puedes dejar de hacer una dura reflexión:
qué duro es que, después de querer ser padres y que el
embarazo no llegue, después de soportar meses de
fecundaciones y fracasar en el intento, de tomar la
decisión de adoptar y montarte en la montaña rusa de las
emociones, de navegar en papeles, notarios, funcionarios y
demás, todo ello aderezado con no pocos comentarios
impertinentes de tu entorno, te des cuenta de que lo peor
no ha terminado, ni mucho menos. Lo realmente fuerte
llega ahora. Entonces miras a tu marido, esperando
encontrar una mirada de firmeza, y lo que te encuentras
en su expresión el mismo pánico que tú.
Está claro que no existe la familia perfecta. Por eso
hay que alimentarla en todos los sentidos. Y en el caso de
los matrimonios es fundamental que ambos tomen
conciencia y sepan nutrirlo desde el principio y de la
manera más adecuada. El amor puede ser infinito entre
ambos, pero las necesidades cuando te conviertes en padre
y madre adoptivos cambian completamente, y si uno de
los dos no se da cuenta, irremediablemente la vida en
conjunto se rompe. Aprendí a darme mi lugar, porque lo
había perdido. Todos podían ocupar mi asiento sin
problemas, sin darle importancia alguna. Y cuando esto
pasó me di cuenta de que no solo era culpa de mi pareja;
yo también tenía culpa de que esta situación existiera.
Culpa por permitir y callar dando por hecho que algún día
él lo vería.
La etapa más dura de nuestra relación fue cuando
habían pasado dos años y medio desde que nos
convertimos en padres. Durante esta etapa el ambiente en
casa empezaba a desequilibrarse cada vez más, debido al
estrés acumulado durante estos años, agravado con una
mala racha personal en el ambiente laboral de mi marido
y al estrés que suponía llevar la presidencia de la
asociación, la cual acepté para sentirme que era algo más
que una madre. Necesitaba realizarme por otro lado, tener
una vía de escape. Pero nada más lejos de la realidad:
seguí con la misma carga familiar y, para colmo, el peso
de una asociación a mis espaldas. Fue entonces cuando mi
cuerpo dijo basta y se me agravó una enfermedad
autoinmune que hasta ese momento no sabía que padecía.
Visto con perspectiva, esa enfermedad fue lo mejor
que me pudo pasar. Hizo tal impacto en nosotros que
empezamos a darle a nuestra vida un giro de ciento
ochenta grados. Decidimos que no merecía la pena vivir
así.
Me sentía mucho más plena, sobre todo mirando a
mis hijos y viendo que tenía a mi lado dos ejemplos de
superación y fortaleza. Aprendimos a compartir la carga.
Así, trabajando en equipo los cuatro, nuestra relación
evoluciona con fuerza. Nuestro día a día nos consolida
más. A pesar de las dificultades y las etapas vividas, a día
de hoy puedo decir que no podría tener mejor compañero
de vida que el que tengo a mi lado. Pero este libro se trata
de contar la realidad y eso, cómo no, incluye a la pareja.
Llevamos cinco años y medio juntos y son miles las
anécdotas hermosas que se acumulan. La relación de mis
hijos con sus primos, con sus tías, sus abuelos y
bisabuelos… Fiestas, cumpleaños… Momentos increíbles
llenos de alegría, también difíciles. Ha sido necesaria
mucha fuerza, paciencia y sensibilidad, pero todo lo suple
un simple abrazo de tus hijos.
No podría tener mejores maestros. Ahora entiendo las
palabras: «Nuestros hijos son nuestro reflejo». Y tengo
muy claro que quiero que ante todas las cosas mis hijos
sean felices.
Estaré aprendiendo a ser madre hasta que dé mi
último aliento. Llegarán nuevas etapas. Estoy deseosa de
descubrir todo lo que queda por aprender. Sin dejar, eso
sí, de vivir el presente.
Este día a día con ellos. Con la luna de testigo.
Para siempre
La creación del vínculo
Por MERCEDES MOYA HERRERO
NI MUDABLE NI PROVISIONAL
MADRE VERDADERA
NOES Y SÍES
EN EL RECREO
Una tarde llegó mi hija, que ya tenía seis años, y me
comentó que quería tener los ojos redondos, como yo.
Que la llamaban «china» y no quería serlo.
Sabía que afirmaciones como esa llegarían a casa en
algún momento, pese a que se había relacionado con los
mismos compañeros desde los tres años. Tarde o
temprano las diferencias raciales saltan a la vista, incluso
para los más pequeños. Cuando son muy bebés son
iguales, pero, a partir de determinada edad, empiezan a
darse cuenta de todo.
Siempre hemos hablado de la adopción en casa de
manera natural. Incluso ella había vivido en primera
persona la adopción de su hermano, llegando a estar en el
momento de la entrega. Siempre supo que ella misma
estuvo en un orfanato al cuidado de sus cuidadoras en
China y ahora le tocaba vivir la adopción de un nuevo
hermano.
No le sorprendía que el nuevo miembro de la familia
llegase a casa por medio de la adopción, reitero, porque lo
ha vivido y porque hemos sabido transmitírselo de manera
natural. Sabe que nada hay de malo en las palabras
orfanato, adopción, casa de acogida, cuidadoras… Las
palabras en sí no son feas o bonitas; eso depende del matiz
que se dé en cada momento de cada una de ellas.
A pesar de ello, la niña iba más allá. En su mente no
paraba de dar vueltas a algo. Intenté y, por fin, conseguí
averiguar cuál era su preocupación: el racismo que su
hermano pudiera sufrir en el cole.
Por supuesto, era algo que a mí también me
preocupaba, pero me sorprendió que ella fuera consciente
de ese peligro. Es cierto que mi hija siempre ha sido muy
madura, sin embargo, aquel pensamiento se debía,
además, a su experiencia personal. Me comentó que si a
ella la llamaban «china» de manera fea en el cole, a su
hermano le dirían «negro» con intención ofensiva en el
recreo.
«En el recreo».
Me quedé sin palabras.
¿Qué habría pasado mi pequeña en cada recreo de su
corta existencia? ¿Por qué nunca se quejó? ¿Están
preparados los colegios para asumir este maremágnum de
diferencias físicas en sus aulas? ¿Qué sucede en los
recreos? ¿Les hablan a los niños de igualdad, de
tolerancia?
Yo, que en aquel momento era la presidenta de la
asociación de familias adoptivas de mi ciudad, que había
preparado y escuchado decenas de charlas de los mejores
profesionales en el campo de la adopción, que había leído
mil libros sobre el tema, yo, que me sentía la madre más
experimentada, me quedé sin argumentos ante la terrible
realidad de un recreo y de la preocupación de una niña de
seis años por que no se metieran con su hermano.
Ni más ni menos.
Con un nudo en la garganta, me armé de valor para
coger a mi hija y su sufrimiento, y a su nivel, con sus
palabras, tuve que consolarla para darle a entender que le
daríamos todas las herramientas y toda la seguridad
necesarias a su hermano para hacerle fuerte, para que
nadie pudiera hacerle daño y pudiera defenderse.
Dentro de mi corazón sabía que eso no sería
suficiente.
Y con aquella dura realidad nos preparamos para ir en
busca de mi pequeño.
Nos citaron a los pocos días y allí acudimos, con la
certeza de que se trataría de algo rutinario. Sin embargo,
resultó la entrevista más dura que pasamos nunca, hasta
tal punto que creí que no nos darían al bebé. En cierta
medida podíamos llegar a comprender que, al tratarse de
un niño de rasgos y color de piel diferente al nuestro
quisieran estar muy seguros de que de verdad lo
queríamos, pero llegar a esos extremos… Salí casi
llorando. Creí que quizás había otra familia, que suponían
que ya teníamos una familia perfecta como para
complicarnos la vida con un niño de piel distinta…
La abogada me tranquilizó cuando le llamé para
comunicarle mis temores. No debía preocuparme por
nada, pues los técnicos habían visto decisión y seguridad
en nuestras palabras. Les habíamos gustado mucho.
Un 13 de diciembre, exactamente tres años después
del encuentro con nuestro segundo hijo, sería la entrega
del nuevo peque. En esta ocasión tendría lugar en la
fundación a la que pertenecía la familia de acogida con la
que vivía el bebé.
Un abrazo.
Un álbum con fotos de su primer día en casa.
De días en la playa.
De días en el campo.
De días y días junto a él.
La ropita con la llegó a casa.
Un cuadro del pueblo donde durante meses se había
criado…
Venían cargados de regalos, pero yo solo pensaba en
lo vacíos que volverían a su hogar. Pensaba en cuando se
pusieran a recoger la cunita, los zapatos, todas las cosas…
Ese bebé salía de sus vidas, pero no del todo. Se quedaría
para siempre en su recuerdo y, sobre todo, en su corazón.
Venían cargados de regalos.
El más hermoso e importante de todos, nuestro hijo.
Y nos lo entregaron sonrientes, emocionados. De su
abrazo al mío. Y yo solo sabía darles las gracias. Y ellos
solo sonreían.
Aquella pareja no podía estar más comprometida con
su labor como familia de acogida. No era el primer niño
que acogían; ya habían pasado otros por su hogar, pese a
lo jóvenes que eran, y se notaba su experiencia en
situaciones parecidas. Sabían de la alegría que sentíamos,
de lo nerviosos y felices que estábamos.
¡Qué fácil no lo pusieron todo! ¡Cómo querían a
nuestro niño!
Esa pareja no es una excepción. Tengo la inmensa
suerte de conocer a muchos seres como ellos:
desinteresados y maravillosos. Familias a veces tan
olvidadas, tan poco comprendidas, tan desapercibidas…
y, sin embargo, tan necesarias… ¿Qué habría sido de
nuestros hijos sin ellos?
Lo dan absolutamente todo por los pequeños sin pedir
nada, tan solo «una foto de vez en cuando», pues no
quieren entrometerse en la vida que la familia adoptiva y
«su niño» han formado. Con discreción. A distancia. Pero
felices por el trabajo hecho. Esperanzados en que todo ha
de ir bien y anhelando que cuiden a ese pequeño, que lo
quieran tanto como ellos.
Viven suspirando, cuando el tiempo se dilata en
meses, por la llegada de una buena familia, pues no
quieren vincularse o apegarse «demasiado» a ellos. Pero
por otro lado, temen la despedida. En este cruce de
sentimientos se mueven nuestras familias de acogida,
héroes y valientes que rescatan a niños con necesidades,
sean o no bebés, tengan meses o días…
Los llevan al médico, velan su sueño si han de ser
hospitalizarlos, los llevan a rehabilitación si es necesario
para poner su vida y su salud en orden, ahí donde antes
solo había desconsuelo y desamor. Héroes sin capa que
curan las heridas, las que se ven y las que no, con todo el
cariño que una madre, un padre y unos hermanos pueden
dar, aun a sabiendas de que el pequeño se irá un día.
Héroes silenciosos al rescate, haciendo más humana
esta sociedad.
No dejaría pasar un instante sin agradecer todo lo que
esas personas han hecho por mis hijos. Sacarlos de donde
los sacaron y ponerlos donde los pusieron. Sanos y salvos.
Facilitando el encuentro con ellos. Dándose,
ofreciéndose… Demostrando una generosidad
absolutamente desconocida en este mundo tan egoísta en
el que vivimos.
Todavía muchos les preguntan cómo pueden hacerlo.
«¡Yo no podría!». Y ese «no podría» sé que los mata por
dentro.
Pues se hace simplemente no pensando en uno mismo
ni en el dolor que se sentirá en la despedida, sino en el
bien que se le hace a ese niño, en los demás.
Realmente son seres humanos distintos a los demás.
Con poco apoyo. Con pocos medios. Pero con muchas
ganas. Personas a contracorriente que se conforman con…
«una foto de vez en cuando».
OBRA DE CARIDAD
EL OTRO CABO
SENDEROS PARALELOS
Junto a estos grandísimos progresos, otra realidad terrible
se iba a mezclar en nuestra cotidianeidad. De un lado, el
vínculo con mi hija iba en aumento, con seguridad, hasta
no encontrar fin; de otro, un rocambolesco lío jurídico nos
iba a impedir llamarnos madre e hija a efectos legales. La
aventura más bonita y la aventura más triste de mi vida
empezaron a compartir tiempo y espacio.
Cuando tuve los dos abortos y parecía casi imposible
poder tener hijos, me decían que no pasaba nada, que aún
podíamos adoptar, como si eso fuese igual que ser madre,
pero no lo es. No sé si en otros países pasa, pero mi
experiencia es que en muchas ocasiones legalmente fuera
de nuestra casa me he sentido una usurpadora. Me dijeron
que iba a ser mi hija, pero seis años más tarde aún no lo
es. Nos engañaron, han jugado con nuestros sentimientos.
Es escalofriante pensar en el poder que tiene la burocracia
para poder machacar a las personas.
A pesar de hacer las mismas cosas que el resto de
madres del mundo, y quizás muchas más que otras no
hagan, para los ojos de la ley yo no lo soy. Cuando un hijo
biológico nace, no se cuestiona quiénes son los padres, no
se esperan años para poder darle los apellidos ni para
acreditar a los progenitores como tales. Sin embargo, a los
padres adoptivos se les puede negar una sentencia en
firme que acredite que lo son. Y cuando eso sucede el
daño es infinito.
En el momento en que iniciamos los trámites para la
adopción nacional, en 2007, nadie nos explicó con
claridad las dificultades que podían surgir como
consecuencia de la legislación española. En aquel
momento solo nos movía el deseo de querer ser padres,
costase lo que costase. Aquella desinformación hoy la
pagamos cara, aunque, a pesar de ello, nos sentimos muy
afortunados de, por lo menos, poder tener a mi hija en
casa; otros padres quizás no puedan decir lo mismo.
Porque sí, si las cosas se ponen feas, el sistema puede
llegar a quitarte a tu hijo. A diferencia de la tramitación
internacional, en España se pasa por un primer proceso de
acogimiento preadoptivo que, en aquella época, podía
prolongarse cinco o seis años –en la actualidad es
alrededor de solo uno–, durante el cual se hace un
seguimiento del caso, tras el que un juez decide si se pasa
a la condición de adopción definitiva.
Transcurridos unos meses desde que nuestra hija
viviera plenamente con nosotros –febrero de 2010–, los
servicios sociales nos comunicaron que querían vernos.
Hasta ese momento habíamos firmado la preadopción,
apenas quince días después del primer encuentro. Según
nos habían dicho, los trámites para la definitiva serían
muy rápidos, pues con la nueva legislación no tardaría ni
un año. Así que lo primero que pensamos al recibir la
llamada era que se trataba del trámite final. Sin embargo,
cuando llegamos al lugar de la cita las caras de funeral de
los técnicos nos hicieron temer algo malo.
En efecto, nos informaron de lo peor que podía
ocurrir. La madre biológica había interpuesto una
demanda de oposición contra la resolución administrativa
de desamparo y acogimiento, dictada meses después de
que la niña pasara directamente del hospital donde nació
al hogar temporal de la familia de urgencia. Cuando
firmamos los papeles de acogimiento preadoptivo se sabía
que existía una sentencia que desestimaba las futuras
pretensiones de la madre biológica de dejar sin efecto
dicho desamparo. Recuerdo que nos dijeron que no nos
preocupásemos, que la declaración de desamparo a los
pocos meses del nacimiento del bebé estaba muy bien
fundamentada, pues habían trabajado con los padres
biológicos durante un tiempo para que su hija pudiese ir
con ellos, pero sus circunstancias personales habían
confirmado la situación de riesgo en la que la menor se
encontraría en caso de estar bajo su cuidado.
Por ello, nada de esto hacía intuir que la madre
biológica fuera en algún momento a recurrir la sentencia,
a través de un abogado de oficio, para anular el proceso de
adopción y recuperar a su hija. De hecho, cuando lo hizo,
en principio fue desestimado por el Juzgado de Primera
Instancia. El juez reafirmó entonces la continuidad del
proceso, el cual culminaría con plenitud en el transcurso
de un año. En opinión de los servicios sociales, los
demandantes estaban dando palos de ciego, pues en
realidad no tenían dónde agarrarse para conseguir su
propósito. Sin embargo, la abogada no se dio por vencida
y recurrió esa sentencia en la Audiencia Provincial. Y esta
determinó que la menor debía volver junto a su madre
biológica. Se argumentó que no estaba acreditada la
incapacidad de la madre para ejercer como tal, por lo que
en quince días debía regresar con ella.
Cuando nos informaron de todo ello nos quedamos de
piedra. No podía creer lo que nos estaban contando. Ya
no concebía la vida sin mi hija… Me estaban hincando un
cuchillo en lo más hondo de mi corazón.
Al menos, ante nuestra estupefacción, contábamos con
el apoyo de los técnicos, los cuales estaban de acuerdo en
que aquello era un dislate. Intentaron tranquilizarnos
aconsejándonos que buscáramos un abogado especializado
en adopción y lucháramos por nuestra hija. Debíamos
recopilar pruebas que detallaran el estado de salud de la
niña para demostrar el riesgo vital que supondría no seguir
los cuidados específicos que requería.
Aquello no me consoló. Solo me quedaba la esperanza
de pensar que si la madre biológica la reclamaba era
porque la iba a cuidar. Sin embargo, insistían en su
incapacidad para ello, por lo que no entendían cómo se
había dictado semejante sentencia.