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María Martín Titos

Inmaculada Morales Morillas

Pilar González Moreno

Mercedes Moya Herrero

Loreto Castillo Vallejo

EL HILO EDICIONES

Ilustración de portada: Juan Titos Santos


Este libro cuenta las experiencias de cinco mujeres
con el propósito común de tener hijos y de cómo
llegaron a ser madres por adopción nacional e
internacional. Narra en primera persona el largo
camino que tuvieron que recorrer cada una hasta
reunirse con sus hijos, algunos de los niños vivían
en Rusia, China o Kazajistán otros nacieron en
España. Algunos de ellos estaban en orfanatos,
casa cuna, centros de acogida y otros en familias
de acogida.
Ni la infertilidad, ni la apática burocracia ni, en
algunos casos la lejanía geográfica o los difíciles
procesos judiciales por nombrar algunos de los
mayores obstáculos, han sido suficientes para
impedirles llegar hasta sus hijos y traerlos a vivir
con ellas para siempre.
De una manera franca y natural cada una de estas
cinco madres comparte con el lector las vivencias
de su proceso poniendo énfasis en lo que para
cada una ha supuesto una mayor dificultad.
Empeñadas en romper el hermetismo en el que
muchas veces se ven envueltas las familias
adoptivas. Cada una de estas madres escriben uno
de los capítulos del libro y cuentan sus emociones
y comparten con el lector situaciones que, siendo
muy habituales en las familias con hijos adoptados,
en cambio muy pocas familias suelen revelar y que
se sobrellevan en soledad ,la larga y difícil tarea de
la vinculación, las emociones de la postadopción,
la intransigencia en la escuela que viven muchos
niños y la incomprensión de algunos maestros, la
discriminación con el que batallan muchos de los
niños adoptados y que aún es mayor si son de raza
diferente ,el intentar cubrir la necesidad que cada
niño tiene de manera particular y distinta de
conocer sus orígenes y de saber qué paso con su
madre biológica, las leyes injustas muchas veces
para los propios niños y las familias en proceso
pre-adoptivo que quedan atrapas en laberínticos e
interminables procedimientos judiciales.
De una forma amena, y con la intención de ayudar
a las madres, padres, maestros y profesionales,
sus sinceros relatos atraparán al lector que no
podrá sino leer de tirón las cinco historias de estas
cinco mujeres, madres coraje y todas con una
misma convicción “No cambiaría ni un instante de
lo vivido si eso supusiera no llegar hasta ti”.
No cambio ni un instante de lo vivido, si eso
supone no llegar hasta ti.
Introducción

Estábamos los tres acurrucados bajo un manto de estrellas


de una noche de verano. Por fin, mi sueño se ha había
hecho realidad y tenía a mis hijos entre mis brazos. Sentía
su calor y sus latidos saliendo de dentro de su diminuto
pecho. Eran tan frágiles… Cada día estaban más
preciosos. Sus rostros, antes pálidos, iban cogiendo un
sano color propio del verano. El pequeño se había
quedado dormido en mi regazo y mi princesa todavía
miraba las estrellas. Me sentía feliz. Esbocé una sonrisa al
mirarlos; tan solo llevábamos dos meses juntos y parecía
que fuera toda la vida.
De pronto, me puse a llorar. Fue un lloro ahogado,
fruto de una mezcla de agotamiento, incertidumbre y
desesperación. Era un dolor en el pecho de los que no te
dejan ni respirar.
Aquel fue uno de los pocos momentos en los que mis
niños me daban una tregua para poder disfrutar de ellos, y
la mezcla de emociones que sentí en ese instante me hizo
sentirme totalmente perdida.
Durante los años de espera, me había preparado para
ser madre. Había asistido a infinidad de charlas y talleres,
todos impartidos por grandes profesionales, pero ahora
era muy difícil poner en práctica lo aprendido. Siempre
me habían dicho que con mucho amor todo se cura, y
amor no era lo que faltaba en mi vida, precisamente…
Fueron en esos momentos cuando eché de menos
saber que no era la única que pasaba por esta realidad y
que mis sentimientos, temores y necesidades eran
compartidas por una gran parte de las familias adoptivas.
Con el paso del tiempo, ya transcurridos unos años,
me hubiera encantado poder hablarle a mi yo de aquel día
y explicarle que no iba a ser fácil, que los cambios que iba
a experimentar no iban a ser siempre agradables ni
cómodos, pero sí necesarios para seguir creciendo.
También le hubiera dicho que mis hijos, en todo este
proceso, iban a ser mis mejores maestros.
Pasaron más de dos años desde aquel momento
cuando un día una idea se cruzó por mi mente y unas
mariposas recorrieron mi corazón. Se me ocurrió que
sería fenomenal juntar a varias madres adoptivas cuyas
experiencias fueran lo suficientemente distintas y, junto
con la mía, reunir en un solo libro una variedad de
historias que mostraran de manera realista a quienes las
lean lo que supone formar una familia adoptiva.
Ellas no fueron elegidas al azar. Con gran confianza y
cariño, habían compartido conmigo sus historias. Era
increíble; allí estábamos en el salón de mi casa Inma,
Pilar, Loreto y Mercedes, esta última, gracias a la
tecnología, al otro lado de la pantalla, hablando con gran
entusiasmo de este proyecto. Teníamos claro qué le
pedíamos al libro y cómo queríamos enfocarlo. A medida
que íbamos escribiendo capítulos me daba cuenta de que,
a pesar de elegir el mismo camino para formar una
familia, cada una lo había vivido y sentido de manera muy
distinta. Se estaba convirtiendo en algo más que un libro;
esos testimonios iban a plasmar una realidad intensa,
conmovedora y certera de lo que supone la adopción.
Después de muchas conversaciones, revisiones y
trabajo conjunto, resultó este libro que no solo está
dirigido a familias adoptivas, o a futuros padres que estén
interesados en formar la suya por esta vía, sino también a
sus parientes, que podrán empatizar sobre el proceso que
viven o han vivido sus familiares. También para cualquier
amigo, profesor, psicólogo y demás allegados que estén en
contacto de alguna manera con la adopción.
Esta obra también pretende apelar a la conciencia de
los responsables que dictan las normas en este sistema
donde nos vemos involucrados y que, a veces, se endurece
de manera injustificada, poniéndonoslo muy difícil tanto a
los niños adoptados como a sus padres y madres.
Cada vez la leyenda del hilo rojo consigue tener más
fuerza en mi vida. No solo me ha unido a mi familia, mi
marido y mis hijos, sino también a muchos amigos, entre
las que se encuentran las otras autoras de este trabajo.
Esta obra no podía tener otros protagonistas más que
ellas. Ellas y los diez niños que protagonizan estas
historias son los que dan la razón de ser a este libro. Mi
espíritu sentía que me tenía que embarcar en este
proyecto por ellos y por todas las familias adoptivas que
necesitamos saber que no estamos solos y que este modo
tan especial de sentir la maternidad es compartido por
muchas más personas.
No ha sido nada fácil escribirlo, y esto es algo en lo
que coincidimos las cinco autoras. Ha supuesto abrir
muchas heridas que creíamos cerradas. Pero volver a
rememorarlas con otra perspectiva, la que te da el tiempo,
ha hecho que nos reconciliemos con ciertas etapas de
nuestro pasado. Su escritura, sin lugar a dudas, ha sido
muy terapéutica, como espero que lo sea su lectura.

MARÍA MARTÍN TITOS


Coordinadora y coautora
de Mariposas en el corazón
La energía de construir juntos

Estas cinco historias te atrapan. Estas experiencias de vida


tienen el valor de trasmitir la parte de la piel contra piel
que existe entre madres e hijos, incluso antes del contacto.
Este espacio imaginado tiene tal poder que nuestras cinco
heroínas dibujan el relato de todo héroe: ir hasta el
corazón del bosque, al centro del castillo, al fondo de la
gruta para traerse el tesoro... o a un orfanato y volver.
En sus vidas tuvieron que dejar atrás todos los
obstáculos y pruebas que las heroínas tienen que superar.
Imaginaba a Pilar, María, Mercedes, Loreto e Inmaculada
como amazonas ataviadas de guerreras en esas reuniones
para preparar la redacción de sus relatos.
Cada historia es un desnudo integral para contar el
otro lado de la adopción, la parte que no aparece en los
textos científicos que solemos leer los profesionales. Pero
también nos ayuda a nosotros, los profesionales, a ver
cómo hemos evolucionado en nuestra comprensión de las
experiencias vitales de las niñas. Nos invita a los
profesionales a estar a la altura de la autenticidad y la
honestidad. A convertirnos en escuderos de viaje, para
llevar las armas, en escuchadores de relatos para ayudar a
organizar batallas a la que los padres se enfrentan cuando
aparece la arpía que teje la espera, el ogro del racismo, la
intrusión de las familias bienintencionadas, el fantasma de
«la otra» o el laberinto del minotauro de los juzgados.
Estas historias de vida rompen el juego favorito de los
profesionales. Ese de ir de la teoría a la práctica y
viceversa, para ver cómo encajan las vidas en nuestras
teorías preferidas. Pero estas historias no se prestan a ellas
porque están escritas con esperanza, fuerza y dolor. Si los
momentos de felicidad sirven para unirnos como familias,
los momentos de dolor sirven para fortalecernos.
Estas historias están narradas con ese tipo de fortaleza
de haber pasado por los obstáculos. ¿Qué sería de la
adopción sin esos obstáculos? En muchas ocasiones,
recuerdo las palabras de Dalai Lama cuando dice que lo
mejor que te puede pasar es que no cumplas tus deseos.
Es cierto que el dolor preferimos evitarlo, pero cuando
hemos pasado por él, nos deja una huella que nos
fortalece. Estas cinco historias son así.
En estas historias están contenidos los temas
necesarios para vivenciar la adopción. Se me antojan
como un manual de adopción para trazar el mapa de
cualquier familia que se inicia en este territorio
desconocido, o mal conocido. Porque las familias antes de
llegar a la adopción conocen los tópicos.
Permítame adelantar, como telonero de este concierto
a cinco voces, algunos temas protagonistas. Cada relato ha
tenido para mí una palabra que se ha convertido en el hilo
conductor de este temario fundamental. La adopción en
cinco lecciones de vida. Veamos.
La espera se convierte en otra protagonista, diríamos
antagonista, con su presencia impresentable. Es un
personaje al que puedes imaginar como un habitante más
en la casa de uno de los relatos. La espera como obstáculo
está al otro lado de la paciencia. Si piensas que no se
puede desarrollar la paciencia, piénsalo, lee el relato y
luego contéstate.
Aparece la escuela y la falta de capacidad para
abordar las necesidades emocionales especiales de los
niños en procesos de cambio. La invisibilidad de las
necesidades de nuestros niños requiere de nuevas palabras
para no intentar normalizar lo que es especial, y me
refiero a que si una chica se incorpora a este lado del
mundo con seis años, lo primero es tener familia o lo
secundario es el aprendizaje escolar. Esperar que los niños
hagan esfuerzos de adaptación en condiciones tan
especiales genera una carga de estrés para el chico, su
familia y la propia escuela.
La madre biológica se convierte en otra invitada de las
historias, haciendo sus cameos para convertirse en una
presencia íntima a la que darle un lugar e incluso un
espacio. La otra puede aparecer en la sombra de las
relaciones entre madres e hijos en cualquier momento. A
veces aparece a quemarropa, otras veces no quiere
aparecer y se resiste, otras veces se le ve venir. Pero su
fantasma precisa de ponerle sábana con afecto y con
nombre: madre biológica, madre de parto, la madre
bióloga, la mamá de Ucrania, la madre verdadera, la
madre biomadre –recuerdo cómo hace años un chico me
contó cómo se reciclan madres–, la madre de origen…
Hay tantas formas de nombrarla como formas de
relacionarnos con ella.
Las madres biológicas tienen un lugar en cada casa. Es
imaginable que las madres adoptivas también tengan un
lugar en los hogares de las madres que perdieron a sus
hijos, que los domaron, que les fueron retirados o que
entregaron para una mejor vida.
El racismo es otro de los temas a los que estas
amazonas han puesto palabras porque los hijos con otros
colores están expuestos. Hay que darles herramientas.
Arcos. Flechas. Y demás armas. Las hijas suelen ser muy
protectores con sus familias y cuentan de la misa la mitad.
«¿Para qué voy a preocupar a mis padres? Si son blancos,
¿qué van a saber?». El racismo puede tener un
protagonismo desmerecido si no lo detectamos.
Otro escenario de los relatos es el laberinto de las
resoluciones judiciales que imprime a la experiencia de
ser padres el valor de vivir en carne propia la angustia a
las que están expuestos nuestros hijos.
Los obstáculos a los que se enfrentan, y superan, los
padres adoptivos los ponen en sintonía con los hijos y las
múltiples formas en que se han expuesto a la adversidad.
He visto también creer a algunos de estos hijos de un
año al año siguiente y que leerán estos relatos. ¿Cómo los
leerán? Cuando compartíamos encuentros como padres en
los talleres, veíamos desplegar la energía de algo parecido
a eso que llamamos resiliencia. Y a medida que los hijos
crecían, veíamos cómo la vieja idea de «con amor todo se
cura» dejó paso al amor, la inteligencia y la generosidad.
Sólo el amor está muy solo.
También he podido comprobar cómo los psicólogos
hemos colonizado a las familias adoptivas con nuestros
lenguajes: la palabra ‘apego’ a veces ha eclipsado a ‘amor’,
la palabra ‘expectativa’ a ‘esperanza’ y la expresión
‘depresión postadopción’ al ‘agotamiento extremo’. Espero
que sus relatos nos conquisten por la vía del corazón a los
profesionales. El camino de la cabeza al corazón es un
camino con curvas.
Estas historias de vida están gestadas desde la
autenticidad. Como la música polifónica, encuentras que
sus melodías encajan las unas con las otras, porque se nota
que estas madres han compartido conversaciones, horas y
café. Las historias están en sintonía y me recuerdan la
energía que da construir juntos. Es verdad que solo se va
más rápido, pero juntas llegan más lejos.
Tengo la esperanza que estas historias lleguen lejos y
abran caminos nuevos para darles voz a los protagonistas
de las historias: los niños y niñas. Están escritos para
ellos. Si ser ecológico hoy es una cuestión de sentido
común, la mejor manera de proteger a unos niños es
cuidar, apoyar y acompañar a las familias en las que
creen. Si ellas quieren. Escuchen.

DANIEL ROSO LOBO


Psicólogo responsable técnico del Servicio
Postadopción de la Junta de Andalucía
Consultoría desarrollada por Eulen
Servicios Sociosanitarios
La energía de construir juntos

El valor de la empatía

He leído Mariposas en el corazón de un tirón, en ese rato


que me regalo cada día antes de caer rendida por el sueño.
Sus páginas me atraparon, me envolvieron los recuerdos,
las emociones, las experiencias vividas y disfruté de la
sensación de repasar mi propia vida a partir de las cinco
vidas que se abren a los lectores en este libro.
Soy madre adoptiva de tres niños andaluces. Hace
ocho años revolucionaron nuestra vida y hoy, con
dieciocho, dieciséis y catorce años ellos y nosotros con
más de cincuenta, seguimos luchando día a día por
construir una familia que se quiera, se respete, se ayude y
disfrute de serlo. Aún nos queda mucho por andar.
Ser conscientes de que no estamos solas, de que otras
familias han pasado por lo mismo, de que tus miedos, tus
preocupaciones, tus dudas y tus inseguras certezas las han
sentido otras madres y padres es un regalo que nos hace
Mariposas en el corazón. Y eso tiene un valor inestimable:
el valor de la empatía, del testimonio de un igual, de
personas como tú, cuyas historias, diferentes y sin
embargo cercanas, nos ayudan en nuestra propia aventura.
El apoyo entre familias que comparten la experiencia
de la adopción es la clave del éxito de la Escuela de
Familias Adoptivas que dirijo desde hace casi un año.
Este proyecto de la Consejería de Igualdad y Políticas
Sociales de la Junta de Andalucía proporciona un espacio
de intercambio, formación y ayuda entre familias. Desde
esta escuela agradecemos a María, Pilar, Mercedes,
Loreto e Inmaculada su sinceridad, su coraje, su valor y su
generosidad por compartir su historia de adopción. Estoy
segura de que su testimonio ayudará a muchas familias
adoptivas a encontrar respuestas y a la sociedad en su
conjunto a entender mejor esta realidad.
Creo que Mariposas en el corazón será una lectura
obligada, y deseada, para todas las familias que están
viviendo la experiencia de la adopción.
La espera forma parte de una vida intensa titula la
pintora india Nasreen Mohamedi a su última exposición.
¿Será por eso que la espera ocupa un lugar tan importante
en todas las historias de adopción?
Las cinco madres autoras de este libro nos describen
sus esperas, entre la esperanza y la crítica, aportando
recursos útiles a las personas que en estos momentos están
en esta fase del proceso y, a la vez, mostrando la
necesidad de mejorar no solo el tiempo de espera, sino la
gestión del mismo. Y es que «la espera desespera».
Porque cualquier vacío se llena y, como podremos leer en
este libro, las esperas en la adopción se han llenado de
incertidumbres, de ansiedad, de desesperanza, de falta de
cuidados, de ausencia de estímulos, de desamparo…
Estoy convencida de que Mariposas en el corazón va a
ser un regalo para las Administraciones relacionadas con
la adopción. En sus páginas encontrarán muchas
oportunidades de mejora para convertir las esperas en
espacios de información, de formación, de desarrollo, de
preparación y de esperanza.
Un aspecto muy bien tratado en el libro y que me
parece fundamental son las vivencias de las autoras
respecto al estigma y los estereotipos sobre la adopción.
Hay sabios consejos en estas páginas para desarrollar
estrategias que protejan a nuestros hijos, a nuestras parejas
y a nosotras mismas. ¡Ojalá hubiera podido leer
Mariposas en el corazón en el comienzo de mi historia!
Otro tema muy interesante es el planteamiento sobre
la «depresión postadopción». La sinceridad de las autoras
y su emocionante testimonio nos va a ayudar a las madres
adoptivas a entendernos y a encontrar sentido a unas
emociones que no nos encajaban y que en muchas
ocasiones hemos ocultado. Cuando leía estas páginas
sentía una sensación de tranquilidad y de paz al
comprender que esas noches en blanco, llorando y
sintiendo el vértigo en el estómago al pensar en el futuro y
preguntándome «¿qué va a ser de nuestra vida?» no
significaban que me arrepintiera de nada ni que fuera
señal de ser una mala madre. Es tranquilizador saber que
otras madres se han sentido igual y que son buenas,
buenísimas madres.
El sistema educativo ocupa un espacio destacado en
todas las historias de este libro. Desgraciadamente la
mayoría de experiencias demandan mejoras en los
colegios y en los docentes para que dejen de ser uno de los
problemas más importantes que se encuentran nuestros
hijos y que se conviertan en un recurso para su adaptación
y resiliencia. Espero que muchos profesores y profesoras –
también gestores y políticos– lean este libro, que
encuentren en él las evidencias para mejorar y que en unos
años ninguna historia de adopción tenga que describir al
colegio como lo hacen ahora tantas.
Y hay mucho más en Mariposas en el corazón: «Eres
mi madre favorita», «Te quiero no te quiero», «Sin mi
apellido, pero con mi corazón», «El abrazo de la piel»,
«Para siempre»… son algunos de los titulares de estas
cinco historias emocionantes.
Las familias, los padres y las madres somos el
principal recurso para la adaptación, la recuperación, la
vinculación y la felicidad de nuestros hijos. Como nos
dicen las autoras, conseguir todo esto «no es solo cuestión
de cariño, porque el cariño no todo lo cura». Es necesario
una mezcla de «corazón y razón», de conocimiento,
método y amor. Nuestros hijos necesitan padres y madres
con habilidades y estrategias capaces de curar las heridas
de una infancia difícil, o traumática, o de carencias, o de
falta de estímulos, o de todo a la vez.
Porque, como nos relatan las autoras en este libro, no
es verdad eso que hemos oído tantas veces de los técnicos
de adopción, de los maestros, de los sanitarios… de que a
partir de la adopción las necesidades de nuestros hijos son
las mismas que las de cualquier otro niño. Son muchas las
personas que piensan que, al tener una familia y con el
paso del tiempo, se borrarán de un plumazo todo lo vivido
y se cerrarán todas las heridas. Pues no, señores y señoras.
Lean este libro, abran los ojos y vean las necesidades
especiales de nuestros hijos.
¿Es tan difícil imaginar que una infancia tan diferente
a la que, por fortuna, la mayoría hemos vivido va a
generar daños y secuelas que hay que recuperar?
Mariposas en el corazón pone de manifiesto, a través
de historias reales, la necesidad de que los servicios
públicos estén más cerca de las familias y de los niños y
niñas, también en la postadopción, ayudando a que los
procesos de recuperación y adaptación sean más sean más
fáciles y más eficaces. Las familias adoptivas necesitamos
ayuda, necesitamos programas y recursos específicos –o la
mejora y reorientación de los actuales– desde un enfoque
de equidad, con estrategias de discriminación positiva
hacia quien la sociedad no fue capaz de proteger.
Este libro nos da la oportunidad de disfrutar con las
historias de cinco mujeres, madres valientes, madres
decididas a serlo, a pesar de los contratiempos; madres
triunfadoras que construyen día a día esa familia en las
que sus hijos e hijas crecerán seguros, queridos y
fortalecidos ante la adversidad.
Leyendo sus historias revivimos la nuestra. Todas las
historias son diferentes y, sin embargo, se parecen. Hay
elementos comunes y distintos. Este creo que es uno de
los muchos logros de este libro –¿o también quizá de la
vida?–. Nos contemplamos en las vidas de otros para
reconocernos en ellas y esto facilita la construcción de
nuestra propia identidad. He vivido este proceso con
Mariposas en el corazón. Me reconozco en la historia de
María, en la de Pilar, en la de Mercedes, en la de Loreto y
en la de Inmaculada.
Gracias a las cinco por abrir vuestras vidas para que
tantas familias podamos aprender de vuestra experiencia y
para que podamos encontrar respuestas a muchas de
nuestras preguntas.
Mariposas en el corazón es un libro con historias
sobre adopción, pero su lectura será de mucho interés
para todas las personas que deseen conocer historias de
coraje, pasión, paciencia, constancia, esperanza y triunfo
frente a la adversidad.
Mariposas en el corazón es un libro de «mesita de
noche» para todas y todos, padres adoptivos, para esas
noches en blanco en las que le damos tantas vueltas a
nuestra cabeza y a nuestra vida…, para entenderla y
entendernos.
Mariposas en el corazón es también un libro
indispensable para nuestra familia, abuelos, tíos, primos,
amigos cercanos… Hay muchos guiños para ellos y ellas.
Y por último, y muy especialmente, Mariposas en el
corazón es un libro para nuestros hijos e hijas. Con él
entenderán parte de sus historias. Con él nos conocerán un
poco más a nosotros, sus padres, y al hacerlo se
entenderán mejor a ellos mismos.

Mª ÁNGELES PRIETO
Profesora de la Escuela de Salud Pública
Directora de la Escuela de Familias
Adoptivas
Madre adoptiva
Una invitación a la vida

La salud emocional de un niño depende, en gran


medida, de la salud emocional de sus padres o educadores.

Llevo más de veinticinco años aconsejando a personas


sobre cómo pueden lograr serenar sus vidas y una de la
primeras tareas terapéuticas que les propongo es la
creación de un muñequito de plastilina que los
acompañará a lo largo de todo el camino del cambio y de
su desarrollo personal. El significado del mismo no es otro
que la ubicación e identificación, fuera de ellos, de
aquellos prejuicios, exigencias personales, creencias sobre
ellos mismos y de sus posibilidades para afrontar
diferentes situaciones inquietantes por las que transitan en
su vida.
En muchas ocasiones hay que preguntarse qué es lo
que despierta, activa y da vida a este trocito de plastilina;
qué es lo que lo enfurece, lo vuelve crítico, inquietante y
desesperanzador.
Las situaciones nuevas, tildadas de cierta naturaleza de
incontrolabilidad, parece que son un candidato idóneo
para despertar en todos nosotros el influjo de este
muñequito, máxime cuando queremos salir muy airosos
de una determinada situación. Este personajillo nos hace
que nos volvamos muy exigentes y perfeccionistas sobre
cómo llevar a cabo cualquier realización personal que nos
importa; nos empuja a un control excesivo sobre el
entorno y los acontecimientos; nos invita a que evitemos y
abandonemos situaciones potencialmente peligrosas y
nuevas; nos envuelve en rumiaciones –preocupaciones
malsanas– argumentándonos que si somos responsables,
entonces debemos de estar permanentemente
preocupados. Nos puede soliviantar y hacer creer para
qué esperemos lo peor; nos vuelve vulnerables e inseguros
acerca de nuestras posibilidades y recursos para afrontar
con serenidad y eficacia situaciones a las que nos vamos a
enfrentar. En definitiva, nos vuelve pusilánimes ante la
vida y si nos despistamos, puede secuestrar
emocionalmente nuestra existencia.
La adopción de niños y niñas por familias es una
situación inicialmente que tiene todos los ingredientes
necesarios, por novedosa, impredecible e incontrolable,
para volver insomne e impertinente al muñequito. Muchas
veces el proceso de la adopción es una experiencia muy
próxima a la sensación de indefensión aprendida de padres
y madres. La decisión de adoptar despertará en muchas
familias valientes una constelación de miedos amigos,
aquellos que nos ponen en alerta y nos producen
pensamientos aprensivos acerca de los peligros que
podemos encontrarnos y a los que debemos dar una
respuesta de afrontamiento saludable para hacer mínimos
los riesgos que la decisión de adoptar implica. Bien es
cierto que también se nos pueden colar algunos miedos
enemigos, aquellos que nos alertan y nos pueden activar
los programas de ansiedad y desesperanza y de los que
tenemos que luchar con valentía para evitar que nos hagan
creer en que lo peor está por llegar... Y aquí aparece la
gran pregunta: ¿por qué estas familias siguen adelante en
su empeño con ilusión, entusiasmo y con un gasto
económico y personal considerable? La respuesta hay que
encontrarla en un gran valor que se apellida «el amor
incondicional», ese antídoto que nos guía y nos alimenta
para hacer un esfuerzo permanente, no remunerado,
dirigido a satisfacer las necesidades de aquellos niños y
niñas que sabemos que nos esperan en el país de Nunca
Jamás...
Aquí, en este punto y con este ingrediente mágico de
la vida, es como se produce la transformación y la
metamorfosis del muñequito de plastilina en un tentetieso,
ese personaje de base semiesférica con un gran peso en su
parte inferior que, a pesar de ser empujado y presionado
hacia un lateral, tiene la característica de volver a sus
estado original de equilibro. Y esto no es, ni más ni
menos, lo que le ocurre a muchas de las familias de
adopción: que activan su capacidad de afrontar la
adopción como tentetiesos, como familias resilientes que,
a pesar de las dificultades antes del encuentro con los
niños y posteriormente durante toda su convivencia
familiar con ellos, van a estampar el sello del amor, ese
que se traduce en una actitud de incondicionalidad que,
pase lo que pase, ahí estará; en una disponibilidad
permanente, es decir, que cuando los niños los necesitan,
acudirán en su ayuda, y con un sentido de eficacia que,
ante los posibles problemas de los niños, intentarán buscar
la mejor solución posible... Y todo esto envuelto con una
presencia permanente en forma de proximidad física,
contacto y, sobre todo, mucha cercanía afectiva y amor.
Estas son las claves del vínculo de apego seguro.
En definitiva, estas familias están contribuyendo a
activar el proceso resiliente de estos niños y jóvenes que
provienen de experiencias e historias muy diversas, pero
que si estaban ahí, es porque de donde y como venían no
estaban garantizadas las necesidades básicas de un niño y
el buen trato a la infancia. No hay mejor ejemplo de una
resiliencia dual, padres y madres resilientes enseñando
resiliencia a niños y adolescentes.
Las páginas que siguen en este libro, Mariposas en el
corazón, están llenas de marcas inequívocas de personas
valientes que decididamente trasforman, día a día, el dolor
silencioso de una infancia maltratada, en melodías
audibles y sonoras que entonan el buen trato a la infancia.
Nos relatan, desde la experiencia emocional, con un
gran sentido crítico y en primera persona, en cada una de
las paginas de este emotivo libro, desde el descubrimiento
inicial de su motivación por adoptar, ilusiones, miedos y
anhelos de las familias, pasando por las vicisitudes
técnicas y legales, dudas educativas, sospechas, conflictos
de lealtades entre lo que debería ser y la realidad presente
y, lo mejor, un abanico de reflexiones y propuestas de
cómo apoyar a los niños y jóvenes adoptados y un sinfín
de pautas para salir airosos en muchos momentos difíciles
y vivir con plenitud las crisis. Es un libro muy ameno,
entrañable y cercano, que tiene corazón, ya que, cuando
transitamos a lo largo de su lectura, crecemos como
personas. Es por tanto, un libro vivo que invita a la vida.
Como buenos navegantes, las familias de adopción
ponen en práctica los principios que las cartas de
navegación aconsejan: paciencia, perseverancia,
autocontrol, disciplina personal, servir de modelos para la
tripulación y una extraordinaria tolerancia a la frustración,
siendo, en definitiva, los ingredientes para dirigir un barco
aparentemente sin rumbo y en muchas ocasiones con
vientos en contra, hacia un puerto bien definido. Estos son
los valores que presiden el encuentro con la adopción.
Un día, uno de esos buenos días, que son dignos de
incluir en las tareas de gratitud de la vida, me encontraba
dando una charla sobre el tema de la historia de vida de
los niños y cómo el trauma en el desarrollo puede estar
presente en las biografías de cada uno de ellos. Allí, en
ese momento presente, se encontraba la oportunidad de
conectar vivencialmente con un grupo de familias
adoptivas. La conexión fue inmediata: miradas cómplices,
amables, confiables y competentes fueron el inicio de un
flechazo con Aldeas Infantiles SOS, una organización
internacional, privada, de ayuda a la infancia, sin ánimo
de lucro, interconfesional e independiente de toda
orientación política, fundada en 1949 en Imst (Austria) y
con presencia en 134 países. La organización es miembro
de la UNESCO y asesor del Consejo Económico y Social
de la ONU. Nuestros programas en España se dirigen a:
 

Proteger a los niños que se han visto privados del


cuidado parental. Les brindamos un entorno familiar
protector en el que puedan crecer sintiéndose queridos
y respetados.
Atender el desarrollo del niño hasta que llega a ser una
persona autosuficiente y bien integrada en la sociedad.
Trabajar para apoyar a las familias de adopción y
acogimiento y fortalecer a las familias vulnerables, de
modo que puedan atender adecuadamente a sus hijos.
Acompañar a los jóvenes en su proceso de
maduración e independencia.

Desde aquí mi homenaje agradecido por las


experiencias descritas, por las enseñanzas que recibimos
tanto profesionales, familias de adopción, acogida y el
público en general, ya que nos aproximáis una radiografía
meticulosa de una realidad de familias y niños con mucho
valor y que esperan el apoyo y la comprensión de todas las
personas que consideran a la infancia como un valor
fundamental en la vida.
Mi apoyo personal, incondicional e institucional desde
Aldeas Infantiles SOS España para que entre todos
podamos poner y sumar oportunidades para que todas
estas familias, niños, madres y padres, puedan salir
airosos de la mayor aventura de la vida: vivir y convivir en
paz, amor y serenidad. Mil gracias desde Aldeas Infantiles
SOS por vuestra generosidad intelectual y económica.
¡Cuidaos en el camino!

JOSÉ MANUEL MORELL PARERA


Psicólogo, especialista en Psicología
Clínica
Director de la Escuela Nacional de
Formación de Aldeas Infantiles SOS
España
Tú y yo: tan diferentes, tan iguales…
La adopción monoparental y las diferencias culturales
Por PILAR GONZÁLEZ MORENO

A construir una familia monoparental te pueden lar las


circunstancias o bien puede ser simplemente una opción
de vida. El resultado es el mismo, pero no siempre se vive
de igual manera. Cuando no se puede elegir libremente el
tipo de familia ni el momento de crearla, en algunos casos
puede que haya un sentimiento de frustración, pero ese no
es mi caso. Mi elección, además de ser muy meditada, fue
tomada libremente: iba a ser madre y para ello iba a
adoptar.
Nunca me planteé tener un hijo biológico, quizás
porque siempre consideré que es un proyecto común entre
dos personas que quieren compartir su vida; ninguna de
mis relaciones sentimentales llegó tan lejos. Además,
jamás he sentido lo que llaman reloj biológico, tampoco
me he imaginado con un hijo en mi vientre ni he tenido
ese deseo explícito. Nunca me imaginé vestida de blanco
o celebrando mi boda. He tenido relaciones maravillosas,
pero cuando el compromiso se hacía más fuerte, yo
comenzaba a sentirme atrapada. Así que cuando por
casualidad leí una vez que «no se trata de traer más niños
al mundo, sino de cuidar de los que tenemos»,
instantáneamente me sentí identificada. Para eso no
necesitaba a nadie más. Sería mi gran proyecto.
Elegí ser madre y elegí adoptar, pero lo que no pude
evitar fue el larguísimo proceso por el que tuve que pasar
para lograrlo, pues mi asignación tardó nada menos que
diez años. Esta es mi historia…

EL NIÑO APOYADO EN LA PUERTA

Octubre-noviembre de 2004

Una semana después de presentar la solicitud de adopción


me convocaron para iniciar el curso de preparación.
Consistía en cuatro sesiones de trabajo, con una duración
de tres horas a lo largo de cuatro semanas. Lo impartían
una psicóloga y un trabajador social, ambos con amplia
experiencia en este tipo de cursos. El grupo era
heterogéneo: cuatro matrimonios y cuatro
monoparentales.
Tengo muy gratos recuerdos de aquel curso. Me gustó
mucho y me abrió al mundo de la adopción de un modo
sencillo y pragmático. De eso se trataba, de hacernos ver
lo que realmente supone responsabilizarse de otro ser
humano, las dificultades a las que nos tendríamos que
enfrentar, el choque cultural, el idioma, el periodo de
adaptación, el llamado momento de la revelación al
decirle que es adoptado... Cuestiones que fueron puestas
en común y que nos hizo darnos cuenta de lo mucho que
teníamos que reflexionar todavía.
Había que tomar ya una decisión prioritaria: el país en
el que íbamos a adoptar. En el curso nos aconsejaron que
lo pensáramos muy bien y recabáramos cuanta
información pudiéramos de los diferentes países.
Yo ya había comenzado a hacerlo. Etiopía quedó
descartada casi desde el principio, ya que solo había una
Entidad Colaboradora en la Adopción Internacional
(ECAI) que tramitaba con ese país en toda España y
estaba demasiado lejos de mi ciudad. Con otros países
había que tener mucho cuidado por la intervención de las
mafias en algún punto del proceso. En otros había que
hacer varios viajes antes de traerte al niño o niña, o pasar
un mes, incluso dos, en el país de origen del menor.
Otra cuestión muy importante a tener en cuenta era si
el país estaba acogido al Convenio de La Haya o al menos
tenía firmado un convenio bilateral de adopción con
España. Esto dotaba de ciertas garantías al proceso, lo
hacía más fiable.
Así que, teniendo todo esto en cuenta y después de
mucho reflexionar, me decidí por China. A las niñas allí
apenas se les valoraba y el proceso era claro y fiable.
Cuando en una de las sesiones del curso nos preguntaron
qué país habíamos elegido y por qué, pude contestar con
total seguridad que mi hija sería una niña china. Pero
¿qué edad tendría?
Aquí entramos en otra cuestión fundamental y que ha
sido determinante a lo largo de toda mi historia de
adopción. La edad del adoptado está regulada por las
diferentes comunidades autónomas, pero no siempre hay
coincidencia entre ellas. Los decretos de los diferentes
Gobiernos autonómicos determinan la diferencia máxima
de edad permitida entre el menor y el más joven de los
padres. En mi caso, y en aplicación del decreto de la Junta
de Andalucía que regulaba y aún hoy regula la adopción
internacional, a mí me correspondía un menor con un
tramo de edad de entre tres y cinco años, puesto que aquí
ese máximo de edad es de cuarenta y dos años. Por mi
parte, nunca he querido un bebé. Un menor entre tres y
cinco años me parecía bien. Además, eran las edades con
las que, por mi profesión, yo llevaba trabajando más de
veinticinco años.
Reflexionando sobre el tema de la edad, decidí buscar
información sobre la adopción de niños mayores. Aquí se
abre todo otro mundo que a mí me atrapó por completo.
Y es que en los orfanatos de todos los países, los niños y
niñas mayores observan cómo se van llevando a todos los
pequeños, mientras ellos ven pasar su vida dentro de la
institución. Inmediatamente empaticé con todos estos
menores. Me partía el alma imaginar sus sentimientos. Y
rápidamente me venía ese impulso de «los quiero a todos
para mí».
Era el mismo impulso que sentía cuando era pequeña:
quería proteger a otros niños. Pero ahora ya no era una
niña, era una adulta, aunque con el mismo sentimiento de
protección. Sin embargo, ayudar y proteger a la infancia
no es tan fácil como parece.
Todos estos pensamientos me provocaban una
angustia vital, por lo que los rechazaba pensando que ya
tendría tiempo de preocuparme de la edad del menor que
me asignaran llegado el momento. Aunque esto no era tan
simple.
En casa de unos amigos pude ver el vídeo de cuando
recogieron al primero de sus hijos en el orfanato. Una
imagen quedó grabada en mi mente: un niño de unos seis
años, apoyando el hombro en el marco de una puerta,
mientras miraba a las familias que recogían a sus hijos,
bastante más pequeños que él. Su gesto expresaba tal
tristeza que aún hoy puedo verlo con claridad. Una
imagen que nunca debería producirse. Ningún niño en el
mundo debería estar sin una familia mientras haya alguien
que pueda ocuparse de ellos. Pero todos sabemos que el
mundo no es precisamente justo.
En China había un camino más corto para llegar a
adoptar, el llamado «pasaje verde». En él se encuentran
niños con necesidades especiales. Este camino me lo cerré
apenas empecé a ver las posibilidades. Me hubiera
gustado hacerme cargo de alguno de estos niños, pero
tenía que ser realista. Yo era una mujer sola que no podría
darle a ningún niño de estas características las atenciones
que necesitaba. Habría sido distinto si tuviera una pareja.
Una vez terminado el curso de preparación para la
adopción, ratifiqué mi decisión de adoptar. ¡Estaba en
marcha!

"HAY QUE ESPERAR"

Enero de 2005-octubre de 2010


El siguiente paso era la valoración para conseguir el
Certificado de Idoneidad. Una psicóloga y una trabajadora
social se encargaron, tras ocho sesiones de entrevistas y
una visita a mi casa, de hacer un informe para la Junta de
Andalucía, determinando si era idónea o no para adoptar.
Basándose en ese informe, la Junta emitía, o no, el
anhelado certificado.
Durante el tiempo que duraron las entrevistas yo solo
pensaba que para adoptar había que ser perfecta. Te hacen
un auténtico desnudo integral psicológico a ti, a tu vida, tu
familia, amigos, trabajo, entorno más inmediato y todo
cuanto tenga que ver contigo y posteriormente con tu hijo
o hija. Entre encuesta y encuesta y test de personalidad,
yo no dejaba de pensar en cuántos padres biológicos
estarían dispuestos a someterse a las pruebas que
pasábamos los adoptivos y, lo que es más importante,
cuántos conseguirían la idoneidad. La realidad es que para
ser padres biológicos, en principio, no hace falta más que
un requisito biológico. Pero para ser padres adoptivos,
insisto, hay que ser prácticamente perfectos, o al menos
esa es la conclusión a la que fácilmente se puede llegar.
Casi tres meses después de terminar las sesiones
estipuladas con la psicóloga y la trabajadora social, me
llegó por correo la anhelada idoneidad. Se abría la puerta
al universo de la adopción. Ahora sí que sentía que estaba
realmente en marcha.
Más adelante me daría cuenta de que ni siquiera sabía
dónde estaba esa puerta.
En la Junta de Andalucía me informaron que tendría
que estar una media de un año en lista de espera para que
mi expediente pudiera entrar en China, algo no previsto y
de lo que nadie me había informado. Las familias
monoparentales tenían en China un cupo de un 8% del
total de familias que solicitaban en ese país. En la práctica
eso suponía que, por cada doce expedientes de familias
biparentales que entraban al Centro de Adopciones Chino,
entraba una monoparental. A esto hay que añadir que el
número de asignaciones, así como el número de
expedientes que entraban en el circuito de adopción chino,
bajó drásticamente, por lo que se ralentizó el proceso.
Tras comunicarme, tanto personalmente como por escrito,
que mi adopción difícilmente se resolvería antes de tres
años, me hicieron redactar un documento en primera
persona en el que yo reconocía que había sido informada
de todo ello y pasarlo por el registro de Asuntos Sociales.
Tras mucho pensar en las razones de todo esto, concluí
que se cubrían las espaldas ante cualquier queja por mi
parte si lo tiempos se alargaban. ¡Y ya lo creo que se
alargaron! Pienso que nadie fue capaz de prever hasta qué
punto.
Un año después llegó el momento de construir mi
expediente, ese que me habría de acompañar hasta
finalizar el proceso, y de elegir ECAI. Pero no fue hasta
tres meses después que mi expediente por fin entró en el
Centro de Adopciones Chino y me dieron la anhelada
fecha de entrada. Esa fecha es el lugar que ocupas en la
lista de orden de las familias que esperan asignación. La
mía, el 6 de noviembre de 2006. Sí, ¡dos años, un mes y
cinco días después de que presentara mi solicitud para
adoptar y quince meses después de recibir el Certificado
de Idoneidad!
En ese momento sientes que has dado un paso de
gigante para llegar a tu objetivo, pero también notas que
algo no va bien. Las asignaciones comienzan a venir tarde
y son muy pocas; cada mes que va pasando, la situación,
lejos de mejorar, va empeorando. Algunos meses
asignaban dos o tres días, otros uno solo e incluso en
ocasiones ni siquiera asignaban. Éramos muchas las
familias que estábamos pendientes de cada movimiento
que había en China. Comenzaron a haber rumores
constantes. Las familias no teníamos noticias más allá del
«hay que esperar» que nos decían desde las ECAI. Es por
ello que comenzaron a surgir todo tipo de foros en
Internet. El apoyo entre iguales es de lo único que
disponíamos para intentar hacernos fuertes en la espera.
En los inicios del año 2007, los rumores sobre el
hecho de que se iban a cortar las asignaciones eran cada
vez más insistente. Hasta que llegó la confirmación por
parte del Centro de Adopciones Chino. Iban a revisar su
Ley de Adopción Internacional, por lo que, hasta que la
nueva ley no entrara en vigor, las asignaciones quedaban
suspendidas. Es como un golpe seco en la cabeza que hace
que te vibre todo el cuerpo. Los foros se pusieron a tope,
nos invadió la impotencia, sentimiento que me ha
acompañado a lo largo de todos estos años.
No fue hasta el 7 de mayo de ese año, cuando entró en
vigor la nueva ley, que la situación comenzó a cambiar. A
continuación se empezó a mover de nuevo el calendario
de asignaciones. Y aquí hay una nueva desilusión. Las
asignaciones no solo no se aceleraron, sino que se
ralentizaron aún más que antes del corte. ¡Desesperante!
En mayo de 2008 renuevo el Certificado de Idoneidad.
Ahora el rango de edad del menor que yo podía adoptar
iba de los seis a los ocho años. Las asignaciones en China
se seguían dando con cuentagotas. Esto provocó que los
tiempos de espera se prolongaran de forma exagerada. En
asignar un mes se llegó a tardar hasta más de un año y el
panorama, lejos de mejorar, iba empeorando.
Fue entonces cuando desde la Junta de Andalucía –no
sé si ocurrió igual en otras comunidades– se decidió que
todas las familias que esperábamos asignación en China
pudiéramos abrir un segundo expediente de adopción en
otro país. Era una salida a la situación, pero también era
un nuevo motivo de conflicto emocional. Yo llevaba casi
tres años con mi corazón puesto en China. Pensaba que
mi hija estaba en algún lugar del país del oso panda
esperando a que nos encontráramos. ¿Cómo podía ahora
de pronto decirle a mi corazón que esto no era así? Hay
cosas que no se pueden cambiar de un día para otro, así
que me tomé mi tiempo para meditarlo.
En aquellos momentos, España acababa de firmar un
convenio bilateral de adopción con Vietnam. Y hacia allí
dirigí mi mirada. En septiembre de 2009 firmé un
contrato con la ECAI, distinta a la de China, que habría
de gestionar mi adopción en Vietnam. Las que
gestionaban la adopción en este país tenían un cupo de
expedientes por mes y, hasta que no hubieran resuelto
dichos expedientes, no podían hacerse cargo ninguno más.
A mi ECAI no la elegí yo: era la única que tenía cupo.
Pero una vez más la suerte no me acompañó.
Y de nuevo, a preparar toda la documentación para el
expediente, lo que supone un desgaste considerable de
tiempo, dinero y, sobre todo, emocional. Te embargan
nuevas emociones y nuevos miedos en idénticas
proporciones.
El expediente ya completo lo llevé personalmente a la
sede de la ECAI y esta se encargó de enviarlo a Vietnam,
donde fue aceptado. A pesar de ser un país nuevo para
adoptar, las ECAI iban recibiendo sus asignaciones.
Todas, menos la mía. Cuando preguntaba sobre ello tan
solo me respondían que tuviera paciencia. ¡Otra vez la
eterna respuesta!, ¡como si mi paciencia fuera un pozo sin
fondo!
Ocho meses después de firmar el contrato nos citaron
a todas las familias a una asamblea en su sede. Tres horas
de viaje de ida y otras tres de vuelta para sentir que te han
tirado en la cuneta.
Me acompañó la amiga del alma que ha vivido junto a
mí todos los momentos, más malos que buenos, a lo largo
de estos años. Ella ha sido mi apoyo, mi confidente, el
hombro en el que llorar y mi persona de referencia para
conseguir animarme y no derrumbarme.
Comenzaron la reunión con aire triunfal diciendo que
ya habían venido las primeras asignaciones. ¡Ya era hora!
Nos informaron a las familias de que tenían tres
asignaciones. ¿Tres? Pues tampoco era para tirar cohetes.
En aquella reunión estábamos al menos veinte familias o
más. Había que ver las miradas de todos los asistentes.
Primero, de decepción ante el número de asignaciones;
luego se podía leer en todos los ojos: «¿Seré yo?»,
«¿Seremos nosotros?». Sin embargo, esa información no
la iban a dar. Eso nos dijeron.
–Tenemos aquí tres asignaciones, pero no podemos
deciros más porque han de pasar antes por la Junta de
Andalucía.
Todo el mundo protestó enérgicamente y de nuevo nos
pidieron paciencia. Informaron de cuáles eran los
problemas que estaban teniendo en Vietnam con las
adopciones, pero no lograron convencer a nadie. Era
imposible justificar por qué el resto de ECAI no tenían
esos problemas. El tono subió tanto que, para tranquilizar
al foro, dijeron el nombre de las familias asignadas.
También les dijeron que, aunque tenían allí las fotos de los
menores, no se las podían enseñar. Era como ver a un
adulto dándole un caramelo a un niño y quitándoselo en el
momento en que abría la boca. Decepcionante y
deprimente.
Allí conocí a una pareja que tenía un rango de edad de
un menor de dos a cuatro años. Pudimos conversar y me
comentaron que tenían el Certificado de Idoneidad
caducado desde hacía unos meses, pero que la Junta no se
había puesto en contacto con ellos para poder renovarlo.
Los animamos a ir a Asuntos Sociales lo antes posible.
Esta pareja y yo aún teníamos que recibir una noticia
que nos supondría un jarro de agua helada: «No hay niños
mayores para adoptar en Vietnam». Así, sin más.
¿Qué se supone que tenía que haber hecho yo en ese
momento? Las mismas personas que aceptaron mi
expediente, lo gestionaron, lo tradujeron, lo enviaron a
Vietnam –tras cobrarme siete mil euros– y firmaron un
contrato conmigo en el que se comprometían a buscar un
menor para mí en Vietnam ahora me decían que no había
niños mayores. ¿Ese era el conocimiento que tenían de la
adopción en Vietnam? Claro, ¡así no es de extrañar que
no tuvieran asignaciones!
En ese momento me quedé como si me estuviera
convirtiendo en corcho. Comenzamos a protestar y nos
dijeron a las tres familias que teníamos un rango de edad
para un menor más mayor que no perdiéramos las
esperanzas, ya que ellos iban a seguir buscando uno para
nosotros.
Recuerdo el viaje de vuelta a casa. Mi amiga y yo no
podíamos ni hablar. Habíamos perdido todas las
esperanzas y ni siquiera sabíamos cómo había ocurrido.
Pero, como ambas somos muy positivas, nos animamos
diciéndonos que si habían aceptado mi expediente, seguro
que encontrarían un niño o niña de seis a ocho años. No
queríamos perder la fe.
Pero los sucesos posteriores supondrían otra dura
prueba.
Y nuevamente a esperar. Esperar, esperar, esperar...
"UNA PIZCA DE ILUSIÓN"

Mayo de 2010-diciembre de 2012

Me presenté en la delegación de mi provincia de Asuntos


Sociales para comunicarles todo lo ocurrido en la reunión
con la ECAI de Vietnam. Como siempre, me sentí
atendida y comprendida. Me aconsejaron que me pensara
la posibilidad de solicitar la adopción nacional. Pero no
sería hasta 2011 que me decidí a hacerlo. En junio de ese
año hice un nuevo curso de información-formación, en
este caso para adopción nacional. Después pasé a esperar
que me convocaran para valorarme y concederme, o no, el
nuevo Certificado de Idoneidad.
Mientras, en China, las asignaciones seguían lentas,
lentas, lentas… y un mes después de la fatídica reunión
sobre la adopción en Vietnam, recibí una llamada de la
trabajadora social de la ECAI. Esta tramitaba adopciones
en otros países, sobre todo en Rusia. Recuerdo que estaba
en el trabajo y mi corazón comenzó a galopar a un ritmo
desenfrenado. Pensé que ya me había llegado la hora, que
mi paciencia iba a ser compensada. Pero nada más lejos
de la realidad. Jamás me hubiera imaginado lo que
estaban a punto de decirme.
Me comunicó que tenían un niño ruso de doce años
que había sido entregado por su madre adoptiva a la
administración andaluza porque no podía hacerse cargo
de él. Su llamada era para decirme que le iban a proponer
una serie de familias a la Junta de Andalucía para adoptar
a este menor y que entre ellas estaba yo. Pero
lógicamente, necesitaban mi autorización. Tenía que
responder en ese momento. Yo ya veía ese pobre niño
abandonado por segunda vez. En un abrir y cerrar de ojos
se puso en marcha mi instinto de protección, por lo que le
dije que sí. Con mucha amabilidad se despidió y me dijo
que me mantendría informada.
Gracias a preguntar aquí y allá a unas personas y a
otras, conseguí averiguar dónde estaba el niño internado.
Era la forma de garantizarme a mí misma que todo era
real. De nuevo una poquita de luz, una pizca de ilusión.
Unas dos semanas después me volvió a llamar la
misma persona para comunicarme que en la Junta me
habían valorado como una de las familias que tenía más
posibilidades para hacerse cargo del menor. De nuevo
mucha amabilidad y la promesa de mantenerme
informada.
Hasta hoy.
No he vuelto a saber nada del niño ruso al que
abandonó su madre adoptiva.
Escribí a la ECAI para pedir información y nunca
recibí respuesta alguna. Otra decepción. Me sentía
totalmente manipulada y perdí mi confianza en ellos. Eran
muchas las veces que había escrito y hablado con los
responsables a nivel nacional. Todo era amabilidad y nada
de operatividad. Además, yo ya me planteaba cuestiones
que antes se me habían escapado. ¿Cómo es posible que
la Junta me tuviera en cuenta para ser madre de este niño
cuando yo no tenía expediente ni en Rusia ni en nacional?
¿No era todo esto al menos irregular o, al menos, muy
muy extraño? ¿Por qué nunca supe nada más del niño
ruso? Lo dicho, ya no eran dignos de mi confianza. Pero
tampoco iba a abandonar.
Poco tiempo después, Vietnam comunica que el 1 de
enero de 2011 cierra las adopciones porque van a legislar
de nuevo para acogerse al Convenio de La Haya.
¡Increíble!
Y así fue. Yo intentaba tomarme este nuevo golpe con
humor. Solía comentar que si alguien quería ralentizar la
adopción en algún país, solo tenían que decírmelo: yo
iniciaba un expediente en él y este automáticamente se
cerraba. Así había ocurrido en China y ahora se repetía la
historia en Vietnam.
Este aprobó una nueva Ley de Adopción
Internacional. Informaron que estarían cerradas las
adopciones al menos durante un año. Pero como en esto
de la adopción nunca se cumplen los plazos, o al menos
esa fue mi experiencia, se convirtió en año y medio.
Llegamos así hasta junio de 2012. Durante este
tiempo me caducó de nuevo el Certificado de Idoneidad.
Lo renové en julio de 2011, subiendo la edad del menor a
un rango de entre ocho y once años. Cuando se inicia de
nuevo la actividad en Vietnam, la ECAI me comunica que
desde este país piden rehacer una gran parte del
expediente. ¡Era una pesadilla!, pero lo hice. Renové toda
la documentación que me solicitaban con el consiguiente
desgaste. Las fuerzas me fallaban, el desánimo iba y
venía, pero yo no me iba a dejar vencer.
Un mes después de renovar el expediente me
mandaron una carta para pedirme dos mil euros extras.
Según me explicaron, eran para prever posibles nuevas
traducciones de documentación. ¡Cómo si los siete mil ya
abonados no dieran para traducir los documentos! Los
llamé y les dije que no me parecía de recibo que siguieran
pidiendo dinero a una persona con la que no estaban
cumpliendo su parte del contrato y que me negaba a
abonar ninguna cantidad que no viniera recogida en dicho
documento. La rabia me consumía, al mismo tiempo que
me sentía impotente y totalmente desamparada. Entonces
pensé, ¡pobre ilusa!, que el único que me podía amparar
era el Gobierno andaluz. Con este convencimiento en
mente escribí una carta, que pasé por registro al
responsable de adopciones internacionales de la Junta de
Andalucía para darle mis quejas del comportamiento
extraño de la ECAI. No me contestaron por escrito. Me
llamaron por teléfono para justificar con argumentos
vacíos y sin sentido las actuaciones de la ECAI. Me sentí
totalmente desamparada. Creo que fue en ese momento
cuando tomé conciencia de que mi expediente en Vietnam
no llegaría a buen término.
Todas las ECAI que tramitaban con Vietnam iban
recibiendo sus asignaciones con normalidad. Buscando
información supe que el número de asignaciones que les
daban a las ECAI estaban directamente relacionadas con
los proyectos de desarrollo que estas llevaban a cabo en el
país, por lo que era fácil deducir que la mía no estaba
realizando muchos.
Por otra parte, en China iban asignando muy poco a
poco, aunque cada vez estaba más cerca mi fecha. La
ECAI nos reunió a todas las familias que estábamos
próximas a ser asignadas. Nos dieron las fechas
aproximadas en las que pensaban que podíamos ser
asignados. También nos dieron toda la información
referente al viaje, cambio de moneda y todos los enseres y
documentación que teníamos que llevar.
Allí conocí a otra colega maestra que, al igual que yo,
tenía el 6 de noviembre de 2006 como fecha para la
asignación. Decidimos mantenernos en contacto, puesto
que, empleando la lógica, habríamos de viajar juntas. Pero
la lógica no ha tenido nunca nada que ver con el proceso
de adopción. Al menos, esa es mi experiencia.
El día a día de la espera era muy duro. Llegó el
momento en que evitaba los lugares en los que pudiera
encontrarme con muchos conocidos, ya que siempre
estaba la misma pregunta en el aire: «¿Cuándo te dan la
niña?» Y no quiero dar la impresión de que no agradezco
la preocupación de los demás por mi proceso, nada más
lejos de la realidad, pero ¿cómo explicar constantemente
todo lo que me estaba pasando? Y sinceramente, tampoco
me apetecía revivir una y otra vez tantos momentos de
frustración.
También dejé de acudir a las actividades que se
organizaban en la asociación de familias adoptivas a la
que pertenecía desde su fundación. Ver cómo todas las
familias que habían comenzado bastante después que yo
su proceso de adopción acudían con sus hijos a las charlas
y actividades era muy doloroso para mí.
Un caso que me marcó fue el de la pareja que conocí
en la asamblea de la ECAI de Vietnam. Le renovaron el
Certificado de Idoneidad sin ningún problema, puesto que
había sido fallo de la Junta de Andalucía, que no le había
comunicado con antelación la caducidad del mismo, tal y
como era su obligación. Con el nuevo certificado la edad
del menor pasó a ser de cinco a siete años, pero a finales
de 2011 le asignaron una niña vietnamita de dos meses.
Me llamaron convencidos de que a mí también me
habrían asignado. No era ese el caso.
Tuve que convivir con la alegría por ellos por un lado
y la tristeza, la rabia, la frustración, la impotencia y una
pena que me consumía por otra. También asignaron a una
pareja de buenos amigos que, al igual que yo, también
tenían un expediente en China. El suyo llevaba seis meses
en Vietnam cuando les comunicaron que eran los padres
de una preciosa niña de cuatro meses de edad.

¿EL FIN DE LA PESADILLA?

Julio de 2013

Fue en julio de 2013 cuando por fin llegó el momento de


que asignaran en China. ¡Casi nueve años esperando ese
momento! Recuerdo que estaba en Málaga, en los cursos
de verano de la Universidad Internacional de Andalucía,
cuando recibí un mensaje en el móvil que me daba la
anhelada noticia. Es imposible describir los sentimientos
que me embargaron en ese momento. ¡¡¡La pesadilla
había terminado!!! Pronto tendría a mi hija o mi hijo
conmigo.
Pero de nuevo me equivocaba. Pasé de la alegría más
desbordante a ver cómo se sucedían los días sin tener
noticias de la ECAI. No quería llamar. Me daba pánico.
Presentía que algo no iba bien. Transcurrieron diez
penosos días hasta que me llamaron de la ECAI para
comunicarme que me habían asignado una niña de tres
años, pero que, como no se ajustaba a mi rango de edad,
la Junta de Andalucía no había aceptado la asignación y la
había devuelto a China.
¡Ocho años y ocho meses esperando ese momento!
¡Ocho años y ocho meses y la Junta me hace esto! ¡Fue
tan injusto!
Me hundí.
Me vine abajo.
No paraba de repetir llorando amargamente: «¡No
puedo más, no puedo más, no puedo más!...».
Después de la muerte de mi padre, ese fue el
momento de más sufrimiento de mi vida. ¡Cómo dolía!
Desde la ECAI intentaban animarme diciéndome que
esto ya había pasado en un par de ocasiones anteriores y
se habían solucionado en dos o tres de meses. A eso me
agarré. También me informaron que la Junta había
rechazado otra asignación de otra niña de tres años. En
este caso era para la colega maestra que coincidía
conmigo en la fecha de asignación. Nos pusimos en
contacto para consolarnos mutuamente. Ambas estábamos
seguras de que nos asignarían pronto y que, a pesar de
todo el sufrimiento, no nos rendiríamos. Pero las dos
estábamos bastante dolidas con la Junta de Andalucía, que
había devuelto nuestros expedientes sin ni siquiera ponerlo
en nuestro conocimiento. No sé si esto fue legal o no, pero
desde luego estaba carente de la más mínima muestra de
sensibilidad. Aun así, yo sentía que en China había una
personita esperando a que fuera a por ella.
De Vietnam ya me había olvidado. Pero ellos no me
habían olvidado a mí. Tres días después de la fatídica
noticia de la devolución de mi asignación, me llamaron de
la ECAI de allí. Tenían un niño de once años para mí y a
este sí que le había dado el visto bueno la Junta de
Andalucía. Su perfil era el de un niño sano, pero con
anticuerpos de hepatitis C. Me dieron por teléfono todos
los datos que tenían. Escuché atentamente, pero la
decisión estaba más que tomada. Yo ya no quería saber
nada de esta ECAI. Me tomé un día para responder y les
dije que no, que esperaba una asignación en China y que
no estaba dispuesta a renunciar a ella por lo que me
pudiera ofrecer una ECAI que no me merecía ninguna
confianza.
Al día siguiente me llamó la responsable de adopción
internacional de la Junta para decirme que no había
ninguna razón para rechazar la asignación de Vietnam, ya
que se ajustaba a mi Certificado de Idoneidad. Su tono era
de total enfado. Le volví a repetir que no me fiaba de nada
que viniera de esa entidad, que incluso dudaba de que
fuera realmente Vietnam quien me había asignado al
menor y no cualquier otro caso en «circunstancias
especiales» de la propia ECAI. Le dije además que yo
tenía una asignación en China, que solo era cuestión de
tiempo que me llegara. Su respuesta fue rápida y con un
tono totalmente inadecuado:
–Usted en China no tiene nada. Si no acepta la
asignación de Vietnam, tendrá que renunciar a su
expediente.
¡Era todo tan triste y carente de sensibilidad! El
desamparo era total. Pareciera que yo tenía que quedarme
con lo que ella decidiera, como si yo no tuviera nada que
decir al respecto. Pero ya estaba muy cansada de luchar
con la ECAI de Vietnam, así que renuncié al expediente.
Lo hice al día siguiente, por escrito, y lo pasé por registro,
tal y como se me pidió. Por supuesto, al renunciar perdía
el derecho a reclamar nada de los siete mil entregados a la
firma del contrato. Este fue el final de mi historia de
adopción con Vietnam. Lo sentí mucho por el niño, pero
yo ya no me podía arriesgar. Me faltaban las fuerzas.
Quería ir a algo que yo viera seguro o, al menos, con un
cierto grado de garantía. Este no era el caso.
CAPRICHOS

Enero de 2014-julio de 2015

En enero de 2014 me llama mi «compañera de fatigas»,


aquella a la que le habían devuelto también el expediente,
para darme la gran noticia de que acababan de asignarle
una niña de nueve años. En estas circunstancias se
entremezclan los sentimientos. Ella estaba pletórica de
felicidad, pero no quería demostrarlo por si eso me hería a
mí. Yo estaba feliz por ella, pero triste porque mi
asignación no llegaba. La animé a disfrutar de su gran
momento sin preocuparse por mí, porque yo estaba segura
de que mi asignación ya estaba en camino.
Pero de nuevo me equivocaba. Aún me quedaban
muchas e inesperadas cosas por vivir hasta llegar a
disfrutar de mi gran momento.
Mi vida continuó volcada en mi trabajo, que fue lo
que más me ayudó en todos esos años. Habían pasado
siete meses desde la fallida asignación cuando por pura
casualidad me descubren un tumor en el estómago. Era
febrero de 2014. Es difícil de explicar, pero, lejos de
sentirme mal con la noticia, me sentí aliviada. Era como
ponerle nombre a tanto sufrimiento. En veinte días me
operaron y me dieron de alta. Me sentía muy bien,
excepto por las molestias propias de la herida realizada en
la cirugía. Diez días después de darme de alta llegaron los
resultados de la biopsia y, a pesar de su gran tamaño y en
contra de lo que se esperaba, no había ni una sola célula
cancerígena en el tumor. Le pregunté al médico si mi
tumor podía estar relacionado con todo lo padecido
durante el proceso de adopción y me dijo que totalmente,
que era muy posible que hubiera somatizado así todo lo
padecido.
Mientras me recuperaba de la operación, seguía
esperando la anhelada asignación. Fue en marzo cuando
me volvieron a llamar para decirme que me habían
asignado un niño sano de nueve años, pero que estaba en
«pasaje verde» por la edad. Me resultó extraño, porque en
una ocasión, cuando informaron de que los niños más
mayores los iban a pasar a «pasaje verde», yo le pregunté
a la ECAI si podía acceder al mismo. En ese momento me
contestaron que no, pues yo no estaba valorada para niños
con necesidades especiales. Pero aquí estaba yo, con una
asignación de «pasaje verde». Me dijeron que me
mandaban el expediente por correo electrónico, que lo
leyera muy detenidamente y que les contestara al día
siguiente. Querían poder ofertarlo a otras familias en el
caso de que yo dijera que no.
Leí el expediente con mucho detenimiento. La foto
era la de un niño sumamente triste, lo que de nuevo
despertó en mí el instinto de protección. Pero el
expediente tenía ya dos años. Hablé con la ECAI y les dije
que en principio aceptaba, aunque tenían que actualizar el
expediente antes de dar el consentimiento definitivo. En
unos días llegó este actualizado. Las fotos ya no tenían
nada que ver con las anteriores. El pequeño ya no estaba
triste, pero parecía hasta más pequeño. Por lo que decía el
nuevo expediente, su desarrollo evolutivo no iba más allá
de los tres años. Es decir, que no estaba en «pasaje
verde», estaba porque era un niño con necesidades
especiales. Al hablarlo con la ECAI me dijeron que ellos
también se habían quedado muy sorprendidos con el
expediente ya actualizado.
Otra decepción. ¿Es que esto no iba a acabar nunca?
La nueva espera estaba llena de temores por mi parte.
Temía que si China me asignaba un menor de cinco, seis o
incluso siete años, la Junta tampoco aceptara. Con la
inestimable iniciativa y buen hacer de mi amiga,
confidente y casi hermana, comenzamos a tender redes
para intentar que me concedieran una cita para hablar con
la Dirección General de Personas Mayores, Infancia y
Familia. No fue nada fácil, pero, a base de perseverancia
y de conocer a las personas adecuadas, me la concedieron.
Pretendía que de algún modo me garantizaran que mis
temores no se harían realidad. Así que con mis puntos
recién quitados cogí el coche y me presenté en Sevilla. Me
acompañaba una compañera de fatigas que también estaba
esperando asignación de un niño mayor en China, a la que
había conocido en la reunión que la ECAI convocó para
los que estábamos próximos a ser asignados.
Fuimos atendidas por un alto cargo de la consejería
junto a la persona responsable de adopción internacional.
En la reunión se nos escuchó, pero no se nos tranquilizó
en absoluto. Nunca olvidaré sus palabras:
–Nosotros estamos aquí para velar por el bien de los
niños, no para satisfacer los caprichitos de las familias.
Sí, «caprichitos».
Resulta que yo llevaba casi ocho años de
padecimientos por un «caprichito». Mi primer instinto fue
el de saltar por encima de la mesa. Pero respiré hondo y
me limité a recordarles que la Junta ha hecho muchas
excepciones en el tema de la edad del menor y de la
familia adoptante. Me lo negaron. Entonces les puse como
ejemplo, siempre sin decir nombres, la familia que,
teniendo una idoneidad de cinco a siete años, le asignaron
en Vietnam una niña de dos meses aceptada por la Junta.
No lo negaron, alegando que seguro que había
circunstancias especiales. ¿Las nuestras no eran
circunstancias especiales? Pues, al parecer, para la Junta
no lo eran.
Otra decepción más. Me sentía indignada. Tuve la
sensación de que querían proteger a los niños de las
familias que pretendían adoptarlas. Yo ya había pasado
por tres Certificados de Idoneidad que la propia Junta
había expendido, así que si se me consideraba idónea, ¿a
qué venía esa actitud? Ha pasado el tiempo y aún hoy sigo
sin entenderlo.
En junio me llega otra asignación. Esta no tenía nada
que ver con la anterior. Era un menor de once años, un
niño. Tenía un expediente que sería el sueño de cualquier
padre y en la fotografía tenía una sonrisa que podría
iluminar el mundo de cualquiera. Era guapísimo. Este
menor había vivido, desde que lo encontraron con meses,
con otro niño con una familia de acogida. Ellos se
consideraban por tanto hermanos. El Centro de
Adopciones Chino no quería separarlos, por lo que al otro
menor lo asignaron a una familia que vivía muy cerca de
mí y que, casualmente, era la que me acompañó a la
entrevista con la Junta de Andalucía.
Sí, todos lo sabemos. La vida está llena de
coincidencias. Por supuesto, yo acepté, pero la otra
familia no. El menor que le habían asignado tenía doce
años y consideraron que era muy mayor. Mi decisión era
solo mía, pero ellos eran cuatro miembros, por lo que era
de todos.
Pocos días después, la madre de esta familia, la misma
persona que me acompañó a la frustrante reunión en
Sevilla, me informa de que a otra familia andaluza que
estaba esperando asignación le habían asignado una
preciosa niña de nueve años. Me hizo llegar una foto y me
pareció una niñita preciosa que irradiaba alegría. No sé
por qué, pero cada vez que me acordaba habría el móvil
para ver su foto. Pensaba que era una pena que no me la
hubieran asignado a mí. Mi querida amiga del alma
opinaba igual. Además, ella, con esa tremenda intuición
de la que hace gala, siempre me decía que el destino me
tenía reservada una niña. Sin embargo, las cosas eran
como eran. Yo sería la mamá de un precioso niño chino
de once años. Aun así, ella seguía sin verlo tan claro.
Mientras todo esto sucedía, yo andaba más que liada
con los preparativos de mi ansiado viaje a China. ¡Ya
estaba en marcha! Ya tenía fecha de viaje y toda la
documentación preparada. Los vuelos estaban pagados y
los hoteles reservados. Aun así, algo me tenía inquieta.
«Es por todo lo que has pasado hasta ahora», me
decía a mí misma e intentaba tranquilizarme.
Faltando apenas quince días para viajar a China,
recibo una llamada de la ECAI para decirme que el que
yo ya consideraba mi hijo había escrito al centro de
adopciones para decirles que si su hermano no era
adoptado, él tampoco quería serlo. Ya no iba a ser mi
hijo, pero ¡me sentí tan orgullosa de él! Era emocionante
pensar en la valentía del pequeño para defender la unión
con su hermano. Pregunté si me podrían asignar a mí los
dos. Se les planteó esta posibilidad al Centro de
Adopciones Chino, que dijo que si el Gobierno de mi
comunidad aceptaba, por ellos no había ningún problema.
La Junta dijo que no porque yo no estaba valorada para un
grupo de hermanos.
Así es, otra asignación fallida. Mis sentimientos eran
un torbellino. No sabía qué pensar. No podía ser que
hubiera ocurrido de nuevo. Pero así era.
China prometió que me buscaría un menor
rápidamente, pero mi sistema nervioso empezaba a no
poder resistir tanto despropósito y tanta acumulación de
mala suerte.
Mientras yo espero mi nueva asignación, me llaman
de la ECAI para decirme que había una niña de nueve
años que habían asignado hacía poco a una familia
andaluza, pero que esta no había aceptado porque, al
parecer, la pareja estaba en vías de separación. ¡No podía
ser! ¿Sería la misma niña? La Junta ya había dado su visto
bueno, así que me preguntaron si yo aceptaría esa
asignación, a lo que, con el corazón a pleno galope,
respondo: «¡SÍ!, ¡SÍ!, ¡SÍ!», mientras me corrían las
lágrimas por la cara.
La preciosa niñita que tanto me había transmitido
cuando vi su foto. ¡Esa era mi niña!, ¡mi niña!, ¡mi hija!
Así lo sentía en cada poro de mi piel. Di las gracias a la
ECAI sin parar y me dijeron que tuviera paciencia, que
aún tenían que preguntar al Centro de Adopciones Chino
si estaban de acuerdo. Pero yo ya no tenía miedo, sabía
que a partir de ese momento todo iría bien. Mi hilo rojo
se había desliado definitivamente.
Y así fue.
En China aceptaron, tal y como yo sabía que
sucedería. Me mandaron el expediente y fotos ya
actualizadas. Con sus manitas hacía un corazón. Yo la
miraba y solo podía llorar y repetir una y otra vez: «¡Mi
niña, mi niña!». ¡Cuánta razón tenía mi amiga!, ¡era una
niña!, ¡tenía una hija! Llamadas y más llamadas a la
familia, a los amigos, a mis compañeros, a las otras
familias adoptantes y a tantas y tantas personas que me
acompañaron y soportaron durante el calvario que supuso
mi larga espera, y que se habían ganado a pulso disfrutar
tanta dicha conmigo. Todo lo malo había pasado. De eso
no tenía ninguna duda. Sentía que, junto a la mejor noticia
que había recibido en mi vida, había recibido también un
bálsamo que curaría tanto y tanto tiempo de sinsabores y
malos ratos, de desdichas y llantos.
En aquel momento solo quería pensar en que mi hija y
yo nos habíamos encontrado y ya nada ni nadie podrían
cambiar eso.
XIEXIE MAMA

Julio-agosto de 2014

Desde el momento en que me comunicaron que ya era


madre, y que era definitivo, mi cuerpo entró en un estado
como extracorpóreo. Era como verme a mí misma desde
fuera de él. Eso provocaba que yo estuviera
aparentemente muy tranquila. Pienso que no terminaba de
creer todo lo que me estaba pasando. Puede que esa fuera
una manera de convencerme a mí misma de que mis
vivencias eran reales.
Algunas noches, durante el tiempo que duró la
preparación del viaje, me despertaba empapada en sudor y
con el corazón martilleándome el pecho. Soñaba que me
despertaba y me daba cuenta de que todo había sido un
espejismo. Tenía que respirar hondo y concentrar mi
mente en la realidad para comprobar que no había sido
más que una pesadilla, fruto de la larguísima espera,
supongo. Terminé durmiendo con la foto de mi hija en la
mesita de noche. Me daba cierta tranquilidad y provocaba
que durmiera mejor.
Estaba viviendo lo que llevaba casi diez años soñando.
Y era un sentimiento tan profundo y personal que con
quien mejor lo compartía era con su fotografía. Era una
forma de estar ya con ella.
Viajé sola a China, pero allí me esperaba Daniel, el
que sería nuestro guía durante todo el tiempo que
permaneceríamos allí. Desde el primer momento
conectamos de un modo increíble. Una persona sensible,
amable, cordial y simpática que hizo que nuestra estancia
en su país fuera del todo inolvidable.
Durante el viaje en avión hasta la ciudad donde estaba
el orfanato, Daniel aprovechó para informarme de cuál
sería el proceso a seguir antes, durante y después del
encuentro. Del soñado encuentro.
Casi diez años anhelando ese momento.
Cuando llegó, ahí estaba yo, sintiendo que mi cuerpo
era de corcho y sin saber muy bien cómo íbamos a
reaccionar ambas. Y ahí estaba ella, una niña
preciosísima, saltando del interior de una furgoneta.
–Hello! –me dijo y su sonrisa iluminó toda China.
Yo no sabía qué hacer. Daniel ya me había explicado
que en China las muestras de afectividad no son como en
España; allí, el contacto físico es muy limitado. Mi
corazón me decía que la abrazara fuertemente, pero no
quería asustarla. Daniel me echó una mano.
–Un abrazo a la mamá –le dijo.
Y nos fundimos en el más hermoso abrazo que jamás
haya dado ni recibido.
Ella estaba empeñada en sacar algo de la mochila. Un
regalo para mí. Me entregó un paquetito y yo intenté
abrirlo, pero ella me dijo, entre chino y con gestos, que lo
hiciera en casa. Daniel me explicó entonces que era
costumbre no abrir los regalos cuando te los entregan, así
que lo guardé dándole las gracias y diciéndole que después
le daría yo los suyos.
–Xiexie mama –me dio las gracias llamándome
«mamá». ¡Solo llevábamos juntas dos minutos y ya me
llamó mamá!
¿Podría haber un mejor comienzo? Interpreté aquello
como su forma de decirme que me aceptaba.
A través de Daniel me hacía preguntas, como que si
podría dejarse el pelo largo o si le organizaría una fiesta de
cumpleaños, pues nunca la había tenido. ¿Tan solo
necesitaba eso para ser feliz? ¡Por supuesto que tendría
todo aquello!
–Xiexie mama –dijo de nuevo y para entonces mi
mundo se había reducido a un rostro sonriente, con
mirada inteligente y que, sin conocerme de nada, ya me
consideraba su mamá.
¡Un milagro!, eso es lo que yo estaba viviendo.
Durante los siguientes tres días tuvimos muchos
momentos para irnos conociendo. Cada vez que sabía de
un nuevo dato sobre ella, intentaba ver cómo iba a
repercutir en su vida en España y cómo habría de actuar
yo para que no dejara de sentirse ella misma en ningún
momento.
Yo tenía cierto temor a cuando nos quedáramos solas,
pero todo fue fenomenal. Nuestra relación era de una
naturalidad increíble, como el hecho de que durmiéramos
juntas, si bien es cierto que evitaba tocarme. Y es que
rehusaba el contacto físico en todo momento, como, por
ejemplo, cuando nos hacíamos una foto. Mentiría si dijera
que no me dolía que rechazara mi contacto, pero me
reponía rápidamente pensando que no era una cuestión
personal, sino cultural. Aun así, ¡me costaba tanto
aguantarme las ganas de abrazarla y besarla!
El problema evidente de comunicación entre ella y yo
lo solucionamos utilizando el traductor de una tablet. Esa
posibilidad nos acercó mucho más. Una parte de su
personalidad es que conecta rápidamente con las
personas, pero lo hace a través del lenguaje oral.
Si bien mi hija siempre estaba contenta, tuvo un bajón
cuando nos dirigíamos al aeropuerto. Se puso a gimotear
y se le cayeron un par de lágrimas. Le dijo a Daniel que se
acordaba del orfanato. Mi niña… Calculo que tardó unos
cuarenta segundos en pasar del llanto a la risa. Por
supuesto, no dejó que la consolara, pero Daniel seguía
diciendo que todo estaba bien.
Nuestra relación se fue construyendo día a día. Yo
tenía muy claro que esta debía basarse en el respeto. Me
angustiaba el hecho de que ella pudiera estar pasándolo
mal de algún modo y que, sin embargo, nos hiciera ver lo
contrario solo para que yo estuviera contenta. Por eso me
pasaba el día observándola discretamente, intentando ver
algún indicio de cómo se sentía realmente. Por suerte, ella
mantenía su actitud de persona adulta que sabe cómo se
tiene que comportar en todo momento. Y siempre con una
sonrisa.
Lo más doloroso de dejar China fue despedirnos de
Daniel. Se había convertido en un gran amigo. ¡Habíamos
compartido tantas emociones!
–Sois iguales. Vais a estar muy bien juntas –profetizó
antes de decirnos adiós.
Cuando pisamos suelo español sus hermosos ojos
rasgados no paraban de ir de un lado a otro. Una de sus
preocupaciones era que yo me gastara mucho dinero, por
lo que miraba con suma atención cada vez que yo pagaba
algo. Pero como los euros eran desconocidos para ella, no
controlaba lo que era caro o barato. Eso la tenía
desconcertada.
Por mi parte, no dejaba de mirarla. Acababa de dejar
la vida que había conocido hasta ahora. Buena o mala,
pero la única que había conocido. Eso me encogía el
corazón. Aunque aparentemente se la veía bien, relajada y
mirando con curiosidad por la ventana del tren que nos
llevaría a casa.
En la estación nos esperaba la abuela junto a otros
miembros de la familia. Al llegar a la casa de campo
familiar, un enorme comité de bienvenida nos estaba
esperando. Todo fueron risas y llantos mezclados. Ella
estaba desbordada mientras no paraban de darle regalos.
Lo agradeció y sacó sus cosas de la maleta para repartirlas
entre todos. Ahora los desconcertados eran los demás. Les
tuve que decir que lo aceptaran, que era su forma de
corresponderles por su generosidad.
Llegado el momento nos despedimos para ir a casa.
Quería que la primera noche durmiera en el que iba a ser
nuestro hogar. Habían pasado exactamente catorce días
desde que yo saliera sola para China y ahí estaba yo, de
nuevo en casa, pero con mi mayor sueño cumplido.
Dormimos juntas esa primera noche, comenzando nuestra
nueva vida.

CONOCERNOS

Agosto de 2014-agosto de 2015

Apenas pude conciliar el sueño. Me preocupaba cómo se


adaptaría la niña a un país extraño, lleno de gente extraña
que, además, hablaba de una forma radicalmente distinta
a como lo hacía ella.
Me angustiaba no saber qué pasaba por su cabeza. No
era un bebé, ni siquiera una niña de cuatro o cinco años.
Pronto cumpliría diez y tenía ya una historia de la que
sabíamos muy poco.
Su trato conmigo era más que correcto, pero yo
notaba que algo en mí no le terminaba de gustar. Cuando
estábamos a solas se mostraba alegre y comunicadora,
pero cuando estábamos con alguien yo pasaba a un
segundo plano, incluso rechazaba mi contacto. Era como
si no quisiera que nadie supiera que yo era su madre. Por
supuesto, no me permitía ni la más mínima nuestra de
cariño en público. Un día le acaricié y me dijo:
–Mamá, no me gusta tu mano.
Por mis conocimientos en psicología infantil, me decía
a mí misma: «Dale tiempo, no es nada personal. Has de
conocerla y ella te ha de conocer a ti». Esa era la clave:
conocernos. Y para ello se necesitaba tiempo, mucho
tiempo. Ahora su vida estaba llena de primeras veces y
para mí era como redescubrir el mundo a través de sus
ojos.
En su adaptación había algo que ella aún no había
asumido, algo que muchas personas no llegaban a
comprender y que en situaciones determinadas supuso
momentos de tensión: los saludos. En China, por una
cuestión cultural, hay un respeto absoluto al cuerpo del
otro. Cuando se saludan no hay contacto físico, todo lo
contrario que aquí, que nos abrazamos y besamos
efusivamente. Al principio imitaba mi comportamiento y
el de los demás dando besos a cuantas personas iba
conociendo, pero llegó un momento en que se cansó y se
negó a besar a nadie. Eso produjo cierto desconcierto,
sobre todo en la familia, que no entendían por qué antes sí
daba besos y luego no.
–No me gusta –contestaba mi hija cuando le
preguntaba, con un gesto parecido al asco y haciendo
como si se quitara el beso de la mejilla.
La persona que peor llevaba aquella situación era mi
madre. Cuando estaba frente ella, mi hija le hacía una
reverencia juntando las manos en señal de respeto. Mi
madre quería respetar sus costumbres, pero no podía
evitar pensar que no la quería. Yo solo le pedía que le
diera tiempo. Y a mi hija le rogaba que le diera un beso
para que la abuela no se pusiera triste. Entonces ella se
dejaba, girando la cabeza para que la besara más en el
pelo que en la cara. Se debía de sentir mal por ello,
porque cuando estábamos a solas me pedía perdón muy
apenada. A mí se me partía el alma.
Un día decidí con tranquilidad pensar en el tema para
encontrar una solución que evitara esos momentos de
tensión que estaban suponiendo un escollo en nuestra
relación. Me senté a hablar con ella y le dije que podía
besar solo a quien quisiera, pero que no saludar a las
personas era una falta de respeto. Le di la opción de dar la
mano o un abrazo según la confianza que sintiera hacia
cada cual. También le pedí, por favor, que a la abuela la
abrazara siempre para que se sintiera bien. La propuesta
le pareció bien y así lo hace desde entonces.
Al principio, mientras nos conocíamos, yo sentía
ganas de llorar constantemente: lloraba de alegría porque
mi hija ya estaba conmigo, lloraba cuando intentaba
tocarla y me rechazaba, lloraba pensando si haría bien mi
papel de madre, lloraba por si sería capaz de responder a
las expectativas que ella tendría sobre mí…
Una vez mi hija entró en el baño y me pilló en medio
de un berrinche.
–¿Tú triste conmigo? –me preguntó preocupada.
¡Me sentí tan egoísta! Le dije que no era por ella y la
abracé. Ella se apartó y me dijo muy seria:
–Tú no llorar. Tú no niña pequeña. Tú mayor. –Y
sonrió.
¡Menuda lección!
En la boda de una de mis sobrinas ella disfrutó
enormemente de toda la familia. Se hacía fotos con todo
el mundo, salía a bailar… Me sentía feliz de verla tan
integrada, pero esa felicidad tenía un borrón que solo yo
sabía. Durante toda la jornada no me permitió tocarla una
sola vez, se retiraba sin mirarme, no quiso fotografiarse
conmigo… Llegué a la conclusión de que yo no le
gustaba. Intenté pensar con frialdad y deduje que no tenía
por qué gustarle a mi hija. No me conocía, apenas
llevábamos un mes juntas, teníamos un problema para
comunicarnos…
En ese momento tomé dos decisiones trascendentales:
aprender chino –para, mientras ella aprendía español,
encontrarnos a mitad de camino– y dejar pasar el tiempo.
Realmente necesitábamos estar solas para conocernos
mejor.
A diferencia de muchos niños, que se niegan a hablar
en su idioma de origen, mi hija en ningún momento ha
renegado de su país. Todo lo contrario. Para ella es el
mejor del mundo. China es grande y maravillosa. Todo es
bonito allí. Le gustaba ir a los bazares chinos para hablar
su idioma. Y yo veía en todo ello otro signo de madurez.
Como también dice mucho de ella su excepcional
sentido del respeto. Mi hija es vegetariana, no come ni
carne ni pescado, lo cual, desde el inicio, ha supuesto que
mi alimentación también se haya adaptado y que los
menús los decidamos entre ambas. Pero en algunos
momentos me anima a que yo coma carne, pues piensa
que puedo caer enferma si no lo hago.
A medida que fuimos dando pasos en nuestra rutina,
como su preparación para el curso escolar, su adaptación
al colegio, la fiesta de cumpleaños deseada que le organicé
o sus primeras Navidades, yo iba adquiriendo más
seguridad respecto a mi situación. Nuestra relación ya no
era la de dos desconocidas y cada vez compartíamos más
cosas haciendo que poco a poco naciera una bonita
complicidad. Sin embargo, aún había momentos en los
que debía tragarme las lágrimas. Como cuando en una
ocasión, sin venir a cuento, me preguntó enfadada por qué
no había ido antes a China a llevar el dinero para
traérmela. Le expliqué que China tardó muchísimo en
llamarme para que fuera a por ella, pero que yo llevaba
deseando ir desde siempre.
Otro día, viendo un anuncio de televisión en el que
salía un bebé, se quedó pensativa y llevando su mano a mi
vientre me dijo:
–Mamá, yo pequeñita aquí, ¿vale?
–Como tú quieras, cariño –le contesté con un nudo en
la garganta.
Entonces ella extendió su mano para que enlazáramos
los dedos meñiques.
Y es que mi hija ha convertido mi vida en un
torbellino de emociones, aunque a día de hoy es una niña
feliz, sociable, responsable, alegre, bromista y dispuesta a
ayudar a todo el mundo. Nuestra relación es plena como
madre e hija, está basada en el respeto mutuo, el diálogo y
la complicidad. Nos reímos muchísimo juntas, ahora que
nos conocemos y nos sentimos más relaj
das. También ha comenzado a sentirse parte de la
familia. Habla constantemente de todos los miembros, los
llama por teléfono y se muestra más natural cuando
estamos juntos.
El apego se va forjando poco a poco, por ejemplo, por
el hecho de que desde el primer día durmamos juntas,
algo que me provoca la sensación de haber estado siempre
con ella. Es un sentimiento tan extraño como real.
A día de hoy puedo decir que me siento
profundamente agradecida con la vida por haber puesto a
mi niña en mi camino. Ni en mis sueños más ambiciosos
habría sido capaz de imaginar tener como hija a un ser
humano tan excepcional y que llegara a amarla y
admirarla tan profundamente.

REFLEXIONES

China y España son países de culturas radicalmente


distintas, algo que los hace únicos. La diferencia más
evidente es el idioma, pero hay mucho más: la
alimentación, los valores, las distinciones educacionales
entre niños y niñas, las relaciones afectivas…
Son muchos los motivos por los que admiro a mi hija
y precisamente uno de ellos es lo orgullosa que se siente
por su cultura. Todo lo chino es maravilloso. También es
admirable el gran esfuerzo que está haciendo para
adaptarse a su país adoptivo. En el colegio está haciendo
un trabajo titánico, pues la estructura del idioma aún
tardará un tiempo en adquirirla, aunque va por muy buen
camino. A ello ayuda su tenacidad y su deseo de aprender.
Su escala de valores es muy sólida, basada en el respeto y
la importancia de «tener un corazón muy grande». Y, a
pesar de que los chinos no suelen expresar sus
sentimientos abiertamente, mi hija ahora de manera
espontanea me dice que me quiere mucho o me da un
beso.
Ella está haciendo muchos esfuerzos para interiorizar
estas pequeñas grandes cosas y yo estoy poniendo de mi
parte, por ejemplo, aprendiendo chino, además de estudiar
las diferentes etnias existentes en el país. Conocer la
cultura de mi hija se ha convertido en una necesidad para
mí. Creo que así comprenderé mejor los choques que está
viviendo.
En realidad, ambas intentamos comprendernos.
Recuerdo que cuando llevábamos tan solo una semana en
España, mientras hacíamos la cama, de pronto, con tono
neutro me dijo:
–Mamá, ¿y papá?
–No hay papá. Solo estamos tú y yo –contesté con el
mismo tono neutro y mirándole a la cara para ver su
reacción.
Me miró con una sonrisa, mientras subía los hombros
y me decía «vale». Quizás pensara «mejor uno que
ninguno» y eso me produjo cierto desasosiego. Pero pensé
que solo se trataba de poner más empeño en que todo
fuera bien en nuestra relación.
Y es que una familia monoparental no es una familia
incompleta. Hay que tener muy claro que el adulto ha de
cumplir tanto el rol de padre como el de madre, pues
ambos son fundamentales para que los hijos maduren y
crezcan con el equilibrio emocional necesario. La tarea no
es fácil, pero tampoco lo es para los otros modelos de
familia.
Mi experiencia en este sentido, hasta el momento, ha
sido bastante positiva. Me siento segura casi todo el
tiempo, aunque tengo que reconocer que partía con una
gran ventaja: el conocimiento de la psicología infantil que
me ha proporcionado mi profesión.
Es fácil deducir que una familia monoparental tiene
una serie de inconvenientes respecto a una biparental. Los
tiempos se han de estudiar mucho. No se puede repartir
entre dos y hay que conciliar de la manera más eficaz
posible la vida familiar con la laboral.
Un aspecto al que dedico mucho tiempo es a la toma
de decisiones, pues todas afectan directa o indirectamente
a mi hija, y los aciertos o los fallos son solo míos. A veces
es duro porque, cuando te invaden las dudas, no se pueden
compartir o delegar en otra persona. Pero también es
cierto que te hace no improvisar y volverte más reflexiva.
En el aspecto económico también sufrimos
inconvenientes, pues hay una serie de gastos que no
varían, independientemente del número de miembros de
la familia: la hipoteca, los impuestos inmuebles, los
seguros… No es lo mismo contar con un sueldo que con
dos.
Este primer año con mi hija ha transformado mi vida
por completo. Ella me ha proporcionado una vida nueva.
Los sentimientos que me inspira me hacen mejor persona
y eso se transmite a los demás ámbitos. He recuperado la
alegría y el optimismo. ¿Ha valido la pena todo lo pasado?
Por supuesto, pues ese tortuoso camino me ha llevado
hasta ella. Mi hija.
Con la luna de testigo
Elementos desequilibrantes en el proceso adoptivo
Por MARÍA MARTÍN TITOS

Durante años, en muchas ocasiones he sentido la


necesidad de gritar, de denunciar las situaciones difíciles
que sufrimos las familias adoptivas y de acogida. Pero sé
que un grito no es el mejor modo de conseguir las cosas.
Quizás sí lo sea la escritura; al menos a mí me ayuda a
cicatrizar ciertas heridas. Es mi meditación, mi refugio.
La realidad de la adopción no solo la vivimos los
padres y los hijos; abuelos, tíos, amigos, profesores,
compañeros de colegio, allegados…, hay muchas personas
relacionadas de algún modo. Personas, situaciones y
circunstancias que para bien o para mal van dibujando
junto a nosotros esta realidad tan intensa, conmovedora y
certera que es la adopción.
Con el relato de mi historia pretendo girar el foco para
iluminar algunos rincones que en ocasiones permanecen
oscuros. Reitero, los padres y los hijos no estamos
aislados. A nuestro alrededor existen entornos que afectan
a nuestras vivencias –familiares y amigos, la escuela…–
no siempre para bien. En una ocasión me dijeron que con
amor todo se cura, pero no es del todo cierto. Ante según
qué dolores, se necesita mucho más que amor. Sé de
muchos padres que tienen que cambiar de colegio a sus
pequeños por la crueldad que vivían allí. Mis propios
hijos en ocasiones me cuentan cómo son tratados en el
recreo por su condición de adoptados. Los dardos
envenenados pueden llegar a ser lanzados incluso por los
propios parientes. A nosotros, los padres, nos toca
enfrentarnos a esas situaciones, dando armas a nuestros
hijos para que sepan qué contestar ante las ofensas o
pidiendo a los que nos rodean que intenten empatizar con
la situación.
Esa es la intención de las siguientes páginas.

EL ÚLTIMO DÍA SINTIÉNDOME


VACÍA

Una mañana, al pie de la cama de mi nueva casa, mientras


cargaba la jeringa, me pregunté hasta dónde estaba
dispuesta a llegar para conseguir mi sueño de ser madre.
Con tan solo veinticuatro años, llevaba más de uno
siguiendo un tratamiento de fertilidad. Cuando me
inyectaba en el abdomen las hormonas, o cuando inhalaba
o tomaba más medicamentos, con frecuencia me mareaba,
tenía ataques de ansiedad… No solo las molestias físicas
eran horribles; la parte psicológica no se quedaba atrás.
No había causa aparente para nuestra infertilidad, lo
que no impedía que el dolor aumentara cada vez más,
pues empezamos a convertirnos en máquinas para
concebir un bebé. Todo estaba controlado y medido,
menos mis efectos secundarios, que eran terribles.
Además de mi marido, solo mis padres, hermana y
unos amigos íntimos sabían por lo que estaba pasando. Al
resto no les dijimos nada, pues nunca fueron merecedores
de mi confianza. La gente era cruel y hacía comentarios
ofensivos, sin saber el daño que causaban en mí.
Aquella mañana fue la última vez que me levanté
vacía en mi interior. Me fui a pasear con mi perra, Duna,
y en un tramo del camino me abracé a ella con mucha
fuerza. Comencé a llorar y sentí que algo en mí cambiaba.
Empecé a escuchar a mi corazón. Sí, yo quería ser madre
y eso era lo importante; cómo vinieran mis hijos me daba
igual.
Pasé aquel día viendo vídeos y blogs sobre adopción
y, en cuanto llegó a casa mi marido, le hice partícipe. Nos
tiramos hasta altas horas de la madrugada hablando,
haciéndonos a la idea de darle un rumbo a nuestras vidas.
Una conversación y cientos de reflexiones muy intensas en
las que el valor de la sangre cada vez importaba menos.
–La persona que más quiero en el mundo eres tú y no
llevas mi sangre –me dijo mi esposo.
Poco más se podía añadir a aquellas palabras. Estaba
claro que la decisión era compartida.
Al día siguiente fuimos a la consulta de la ginecóloga
para comunicarle que paralizábamos el tratamiento. Se
llevó las manos a la cabeza.
–¡Pero si estás a punto de quedarte embarazada! Esto
es una carrera de fondo. Con tu edad no te va a ser difícil.
¿Por qué queréis tirar la toalla?, si todo está
perfectamente… ¡Con lo bonitos que son los bebés, por
Dios!
Me di cuenta de que el tema de adopción en una
consulta ginecológica parece no estar muy bien visto…
Aun así, la decisión estaba tomada: íbamos a ser
padres adoptivos.
Nos pusimos manos a la obra para iniciar los trámites
y en un mes ya contábamos con todos los papeles y
documentos necesarios para empezar a tramitar nuestro
expediente.
Teníamos clarísimo que sería adopción internacional.
La nacional no nos convencía por las leyes que la rigen.
Queríamos ser padres lo más pronto posible y la lista de
espera en adopción nacional era larguísima. Es duro
escribir esto, pero mentiría si no lo dijera porque ese fue
el verdadero motivo que nos hizo ir a adoptar fuera de
nuestro país.
La adopción no es un acto de caridad. Se decide
adoptar porque se quiere ser padre o madre. No hay más.
Ni tenemos ganada la gloria por ello ni nada por el estilo,
en contra de lo que estamos acostumbrados a escuchar
con frecuencia.

LA VIDA PEGADA AL TELÉFONO

Durante todo el proceso de adopción, lo primero que


aprendes es a tener paciencia. Una palabra que, según se
va desarrollando el camino, va teniendo más
protagonismo. En mi caso, la paciencia no ha sido nunca
mi mejor virtud, por lo que, cuando nos comunicaron que
estábamos en la lista de espera para los cursillos, mi
primera pregunta fue: «¿Cuánto van a tardar en
llamarnos?». Como digo, soy muy impaciente y nerviosa,
y en nuestro proceso de adopción la paciencia y yo nos
hemos echado grandes pulsos. En la adopción no hay nada
seguro; en un segundo algo o alguien puede cambiar el
futuro de una familia adoptiva para siempre. Esa idea
incrementaba mi impaciencia.
Estando de vacaciones empezó el cursillo. Cuando
terminábamos las sesiones nos íbamos de regreso a la
playa. Teníamos mucho tiempo para hablar de todo lo que
estábamos viviendo. En una de esas largas conversaciones
también decidimos que, como queríamos tener más de un
hijo, no haría falta volver a pasar por todo otra vez si
íbamos a por dos hermanos a la vez. Así que, a pesar de
haber comenzado el expediente solicitando un menor de
cero a tres años, en el momento de comenzar las
entrevistas personales les comunicamos a la psicóloga y a
la trabajadora social que queríamos cambiar el rango de
adopción a un grupo de hermanos de cero a cinco.
Aquella decisión tuvo como primera consecuencia que el
guion de nuestra valoración se endureciera
considerablemente. Nadie entendió esa decisión e
intentaron quitarnos de la cabeza esa idea en muchas
ocasiones.
No era aquella la única decisión que íbamos a tomar.
Lo siguiente por lo que nos interrogaron fue hasta dónde
estábamos dispuestos a asumir ciertas enfermedades y
circunstancias familiares de nuestros futuros hijos. La
psicóloga nos pidió que nos visualizáramos con un hijo
enfermo y cómo sería nuestra vida metidos día sí y día
también en un hospital. ¿Soportaríamos como pareja esa
situación? Aquello nos hizo reflexionar y acabamos
indicando en el expediente que queríamos hijos sanos o
con enfermedades recuperables en nuestro país. Sin
embargo, nuestro destino estaba marcado en ese sentido.
El momento en que fuimos considerados idóneos
cambió mi espíritu para siempre. La alegría era inmensa.
Ahora sí que no había nada que nos detuviera.
El destino también marcó que reuniéramos todas las
condiciones para adoptar en Rusia. En Etiopía, nuestra
primera idea, habían cerrado la tramitación de
expedientes; en Vietnam nos dijeron que no tenían
experiencia en hermanos, y menos en niños mayores, y la
mayoría de los países no admitían a adoptantes tan
jóvenes como nosotros. Donde sí podíamos adoptar era en
Rusia.
En aquellos días acudimos a una reunión que
organizaba la ECAI que tramitaba en aquel país. La
psicóloga explicó que allí no se puede escoger ni el sexo,
ni la etnia, ni los rasgos físicos de los niños. También nos
habló de que son niños institucionalizados, así como de la
particularidad de las enfermedades que padecen, pues por
ley allí no dan en adopción a niños sanos. Tramitamos los
papeles y empezó la cuenta atrás. De nuevo volví a echar
un pulso con la paciencia y empezamos a sufrir los
síntomas de la espera.
Mi mente vivía en Rusia. En mi cuerpo no notaba
patadas en el vientre ni tenía náuseas, pero sentía mucho
más que todas esas evidencias al saber que se va a ser
madre. Lo que llevaba dentro de mí era intuición,
esperanza y deseo de saber de mis hijos. En silencio los
amaba como solo una madre adoptiva puede amar. Sentía
una conexión en mi corazón muy fuerte y en cada latido
me preguntaba: « ¿Dónde estarán? ¿Habrán nacido ya?
¿Estarán juntos? ¿Qué edad tendrán? ¿De qué sexo
serán?...». No sabía adónde dirigir mis energías para que
les llegara mi amor, así que se me ocurrió que fuera a la
luna. Ella sabría de nuestro camino y cada noche lo
alumbraría para que los cuatro nos viésemos ya unidos.
Esa conexión tan fuerte también era palpable en mi
relación de pareja. En esto no estaba sola; mi marido
estaba en el mismo porcentaje de implicación que yo. Nos
ilusionábamos, padecíamos y sufríamos a la vez. La
famosa montaña rusa de emociones era compartida por
los dos y teníamos el mismo billete para este viaje. Y es
que esta forma de vivir la paternidad y maternidad es muy
intensa. Ahora toda nuestra vida giraba alrededor de ellos,
y doy gracias a la vida por ello.
No puedo decir lo mismo del comportamiento de
algunas personas de nuestro alrededor. En esos momentos
en los que nos sentimos tan vulnerables y llenos de
incertidumbre, a veces la gente es capaz de desquiciar y
dañar. En nuestro caso, a una parte de esas personas les
gustaba opinar de todo, y de qué manera…
–En Rusia ni se os ocurra adoptar porque los niños
vienen fatal y os van a estafar un dineral. Conozco casos
terribles que lo están pasando muy mal.
A quien nos lo dijo le dio igual soltarnos eso en la
cara, sabiendo que estábamos esperando a nuestros hijos
de allí, demostrando con ello mucha falta de tacto.
Había quien opinaba que lo que queríamos era escoger
a los niños. Me hervía la sangre… No tenían ni idea de lo
que hablaban.
Lo peor era cuando familiares muy directos
mostraban una total indiferencia y solo se interesaban en
preguntar por temas morbosos. La parte más dura fue
cuando tuve que escuchar: «Pobrecito –refiriéndose a mi
marido– No va a tener ningún hijo que se parezca a su
madre…». Sí, teníamos que escuchar cosas como esas.
Otra parte muy dura fue cuando seguían insistiendo en
los tratamientos de fertilidad. Nos llegaron a ofrecer
dinero para que continuásemos con ellos. Les dije que ese
dinero nos vendría muy bien para pagar parte del proceso
de adopción. Me dolió en el alma cuando me negaron la
ayuda para ello. Es muy duro saber que te ayudan para
formar una familia biológica y no para formarla de
manera adoptiva.
En lo que casi todos estaban de acuerdo era en que
prácticamente estábamos locos por querer adoptar a
hermanos y de esas edades. Según ellos, sería más fácil
que fuésemos a por uno solo y que fuera aún bebé. Nos lo
decían «por nuestro bien», pero incluso ahora, cuando
escribo estas palabras, me apuro por ello.
Como me aconsejaron sabiamente en una ocasión, hay
que aprender a que esos comentarios negativos no te
afecten negativamente, por el bien de tus hijos.
Pero no todo era así. Otro requisito imprescindible
para el juicio eran las fotos de familia. No tuvimos más
remedio que ir a un estudio fotográfico, ya que no hubo
manera de hacerlo de otra forma. Además tendríamos que
cumplir una serie de exigencias que las harían aún más
difíciles. Eran peticiones muy raras, pero más adelante
entenderíamos la importancia de las fotos en este país.
Algunas de las normas eran las siguientes: no podíamos
salir riendo, los niños no podían hacer muescas, en buena
posición, todos tenían que estar bien vestidos y no podían
salir animales. Vamos que como alguna saliera haciéndole
la peineta a otro nos metían en la cárcel más o menos. Así
son los rusos para estas cosas, la seriedad hasta en las
fotos.
Llegó la hora de acudir al fotógrafo. Cuando vi llegar
a nuestros familiares todos bien vestidos, emocionados y
dispuestos a colaborar en todo, se me saltaron las lágrimas
de alegría. Ellos tampoco conocían todavía a mis niños, ni
siquiera les habíamos enseñado una foto, pero allí estaban,
dispuestos a ayudarnos para que su llegada a la familia
fuera lo antes posible. Algunos me consta que tuvieron
que pedir permiso en sus trabajos e incluso viajar de otra
ciudad nada más que para hacerse esta foto. Me hizo
darme cuenta que a mis hijos les esperaba una gran
familia que los iban a querer con locura.
Y es que, afortunadamente, conforme va pasando el
tiempo, algunas de esas personas que tanto te han hecho
sufrir empiezan a cambiar. Se implican y se emocionan
con la llegada de los niños, pero al principio les cuesta
entender que se puede amar a una persona sin conocerla.
A pesar de todas las dificultades, nuestra ilusión crecía
día a día. Era raro el viaje en coche que no mirara hacia
los asientos traseros y me imaginara dos sillitas de niños
en el asiento posterior. Me volvía para tocarles las
piernecitas y sonreírles mientras íbamos de vacaciones...
Era un 11 de noviembre, mientras comíamos, cuando
recibimos la primera gran llamada. Nos informaron que
nuestro expediente se había registrado en una lejana
región de Siberia. Este primer paso nos llenó de alegría.
¡Ya sabíamos a qué punto concreto del mundo dirigir
nuestras energías! Mis hijos estaban allí, habían nacido
allí.
Desde entonces y durante los dos meses siguientes
ponía una vela cada noche a la luna para ellos. No por
supersticiones ni nada por el estilo. Era la única forma de
sentir de manera física que le mandaba calor y los
arropaba en mi ausencia, pues no sabía si estaban
enfermos, con hambre, asustados… Solo sabía cuál era la
tierra que los había visto nacer.
Pasaron otros tres meses y en mi cumpleaños soplaba
las velas pidiendo con todas mis fuerzas un deseo que,
unos días después, se iba a cumplir. Esa mañana les
escribí esta carta a mis tesoros:
Dice una leyenda china que, cuando nacemos, el
abuelo de la luna ata en la muñeca de cada niño un hilo
rojo que une a las personas que están destinadas a
encontrarse… Pues bien, desde aquel día tengo esos hilos
que me van a unir a vosotros. Cada segundo que pasa se
acortan más, lo presiento.
Cuando sople las velas pediré con todas mis fuerzas
desde el corazón mi deseo. Que irá dirigido a ese lejano
lugar de Rusia, Chitá.
Hace veintisiete años que llegué al mundo, mis padres
me vieron nacer, me besaron y me acunaron por primera
vez. Estoy deseando poder celebrar ese primer día en el
que nos abracemos por fin los cuatro y comencemos a
caminar juntos por la vida. Y en este día tan especial
poder ser yo la que os bese y os diga: «¡Feliz cumpleaños,
tesoros!». Y seré inmensamente feliz. Desde hace unos
días pienso cuál será vuestro día de nacimiento y lo
mucho que me estoy perdiendo desde entonces. Me he
perdido vuestra primera sonrisa, vuestros primeros
pasitos, risas y llantos. Por eso espero que el abuelo de la
luna haya escrito nuestro comienzo muy muy pronto y no
paséis ni un segundo más lejos de nuestro lado. A partir
de ese momento no pienso perderme ni un minuto de
vosotros. Os enseñaré a caminar por la vida y no nos
separaremos jamás.
A los pocos días recibimos la llamada más importante
de nuestras vidas:
–¡Tenéis asignación! Siéntate, que te voy a dar las
buenas nuevas –dijo la psicóloga de la ECAI.
Empecé entonces a escuchar sus nombres, sus edades,
sus fechas de nacimiento, dónde estaban, los datos
médicos…, pero llegó un momento en que no escuchaba
nada. Solo había oído que eran una niña, Victoria, de casi
seis años, y un niño, Simón, de dos añitos y medio. Eran
mis hijos. Es tremendamente difícil poner palabras a
aquellas sensaciones. Lloras, ríes, te sientes más nerviosa
que nunca en tu vida…
Llamé a Joaquín, mi marido.
–¡Tenemos dos niños! Bueno, una niña y un niño.
Abrimos juntos los archivos de las fotos, vimos sus
caritas… Fueron los momentos más intensos que
habíamos vivido hasta el momento.
Pasaba los días mientras esperaba la fecha del viaje
observando las fotos de mis hijos, deseando abrazarlos.
Pero poco a poco una duda me iba viniendo a la cabeza:
teníamos la sospecha de que nuestro hijo pudiera tener ese
famoso síndrome al que todos los padres que adoptamos
en Rusia tanto tememos, por sus secuelas irreversibles en
los niños. Pregunté a una doctora y a una madre y amiga
que había adoptado en aquel país por ello. Me
tranquilizaron al respecto y me animaron a viajar, que les
diera la oportunidad de conocerlos. Me sentía fatal por
haber tenido dudas y espero que cuando mis hijos lean
estas palabras entiendan nuestros miedos en aquellos días.
Y es que los padres adoptivos confundimos desear con
querer. Uno cree que quiere a sus hijos sin conocerlos,
pero en realidad no es así. Un hijo se desea con toda el
alma, pero quererlo es otra cosa. Ahora quiero a mis
hijos, antes los deseaba. Esa era la diferencia, pero cuando
estábamos en la espera no sabíamos diferenciar un
sentimiento de otro, porque no lo conocíamos.
Asumiendo que teníamos unos expedientes
incompletos, unas fotos borrosas de unos niños que
estaban en la otra punta del mundo y que nos íbamos a
embarcar en un costosísimos viaje para ir a conocerlos,
me cargué de ilusión y de esperanza. Y nos pusimos a la
espalda la mochila de la fe. De fe en saber que más vale
arrepentirse de lo que uno hace, que de lo que no se atreve
a emprender. Aquel viaje podía salir mal, entre otras
cosas porque, hasta que no pasáramos el juicio y la
sentencia fuera firme, nada era seguro. Aun así, para
pescar tienes que mojarte.
Y con esa fe nos embarcamos y disfrutamos de los
preparativos del viaje. Recuerdo esos primeros días de
compras, donde por primera vez entrábamos en una
juguetería a comprar regalos a nuestros hijos, no a los
hijos de nuestros amigos.
Es difícil explicar nuestra emoción aquellos días, pero
había momentos en que todo me parecía injusto: era
agotador en todos los sentidos que para ser padres
tuviéramos que pasar por tantas pruebas, sortear tantos
obstáculos…
No quiero dar la impresión de que las únicas trabas
burocráticas provenían del este, ni mucho menos. Las más
sangrantes nos las encontrábamos en nuestra propia tierra.
La suerte también juega un papel fundamental en este
proceso. Yo maldije la mía cuando, una vez hubo fecha
para partir a Rusia, todo estuvo a punto de truncarse por
la entrada de la cacareada epidemia de gripe A, lo cual
nos hizo cumplimentar otros mil y un requisitos para
poder volar.
Otro que también nos pegó un buen susto fue un
volcán islandés que le dio por entrar en erupción en esos
días, invadiendo el norte de Europa con una gran nube de
cenizas. Gracias a Dios, esta se disipó a tiempo justo
antes de nuestro primer viaje, en el que íbamos a conocer
a nuestros hijos.
La luna seguía iluminando el camino. Tras ese viaje,
con unos cuantos aviones, muchas horas sin dormir y
muchísimo cansancio acumulado llegamos a la otra punta
del hilo.

ENCUENTROS

Una puerta se abrió y a mi nariz llegó el olor a orfanato


con la intensidad de una bofetada en la cara. Para no
alterar a los niños, nos llevaron al despacho de la
directora.
–Dabai, dabai… –escuché decir en ruso al otro lado
del pasillo.
En ese momento, así, sin más, entró otra señora con
una niñita caminando nerviosa delante de ella. Apareció
allí, delante de nosotros, con una sonrisa en la cara. Esos
primeros segundos no logré asimilar qué estaba pasando.
Fue al mirar fijamente a esa niña cuando la reconocí. Era
la niña de la foto que había estado en mi bolsillo durante
esas semanas, y en mis sueños durante toda mi vida. Me
pregunté: ¿esta es mi niña? Mi corazón latía desbocado,
pero yo permanecía petrificada. Habían pasado solo unos
breves segundos, pero me parecía que habían transcurrido
mil años.
Le di el osito de peluche que casi olvidé estar
sujetando en mi mano y ella me lo agradeció con un beso
en la cara. La abracé fuerte, tras lo cual ella se llevó las
manos a su rostro, aún sonriente, como para tapárselo de
vergüenza. Esa sonrisa suya tan característica se me quedó
grabada en el alma. Seguidamente se acercó a su padre y
le besó con tanta fuerza que parecía que se conocían de
toda la vida. A mi marido se le llenaron los ojos de
lágrimas y la abrazó muy fuerte. Los dejé unos segundos,
tras los cuales me uní a ellos.
Transcurrido un tiempo nos indicaron que la visita
había finalizado, así que le expliqué en ruso que al día
siguiente volveríamos a verla, que era una niña
maravillosa y que estábamos muy contentos de poder
estar con ella. Ella asentía con la cabeza y nos llamó papá
y mamá por primera vez. Mi corazón se paró al oírla. Mi
niña estaba pronunciando la palabra más maravillosa del
mundo: mamá. Al salir nos tiró un beso al aire que nos
llegó directo al corazón.
El olor de la casa cuna donde estaba mi hijo era aún
más intenso que el del orfanato. A col, repollo o
remolacha cocida, todo mezclado con un calor sofocante
que contrastaba con el frío del exterior.
Mi hijo apareció en brazos de su cuidadora. Apenas se
le veía. Tenía dos años y medio, pero aparentaba seis
meses. Sus grandes ojos reflejaban el miedo a lo
desconocido. La cuidadora me lo pasó y al abrazarlo
nuestros corazones conectaron al segundo, empezaron a
latir al mismo tiempo. Nuestro hijo nos había estado
esperando y necesitaba con urgencia salir de allí. Se
agarraba con mucha fuerza, a la vez que hacía pucheros
para echarse a llorar. Su cuerpo estaba tenso y respiraba
con suspiros.
De los detalles que más me impresionaron de aquel
encuentro fue cuando le di un beso en la mejilla. Él me
miró y se volvió hacia atrás porque no sabía lo que
acababa de pasar. ¡Parecía que era la primera vez que lo
besaban! Mi niño desconocía lo que era un beso. Se me
partió el alma al darme cuenta de que nadie lo había
besado, o por lo menos haría tanto tiempo que ni lo
recordaba.
De esos primeros encuentros solo tenemos las fotos
que nos hizo la acompañante, ya que no dejaban grabarlo
en vídeo por si algo iba mal. De hecho, meses después, en
el juicio nos enteramos de que nuestros hijos habían
pasado por varios rechazos antes de que nosotros
llegáramos hasta ellos.
Esa es la realidad. Los niños son rechazados por mil
motivos, por ejemplo, por ser mayores. De ello fui
consciente en la segunda visita al orfanato, cuando nos
enseñaron las estancias. Sentí impotencia al ver la
cantidad de niños que vivían allí, ya mayores, sin que
ninguna familia fuera a su encuentro. Era hermoso y a la
vez sobrecogedor viéndolos comportarse entre ellos como
hermanos, cuidándose los unos a los otros. Hacía dos años
que nadie adoptaba a ningún niño de aquel lugar. Mi hija,
que era la más pequeñita del orfanato y estaba muy
protegida por todos, sabía lo que era compartir, pues
cuando le regalé un bolsito con chocolatinas, a pesar de lo
que significaba para ella tener semejantes manjares,
repartía todo en tres trozos y los compartía con nosotros
mientras nos llamaba papá y mamá.
Llegó el tercer y último día que estaríamos con
nuestros hijos en aquel primer viaje, pues debíamos volver
a España continuar con la burocracia y esperar que nos
llamaran para decirnos la fecha del juicio. Las maletas
que habíamos llevado llenas de juguetes se quedaron
vacías, todo lo contrario que nuestros corazones. Las
despedidas de nuestros hijos, aunque temporales, fueron
muy duras. Mi hijo en solo tres días había cambiado
enormemente: ese tercer día se le veía más animado,
sonriente, activo… Parecía otro niño. Se agarró a mi
cuello y no quería separarse. Tuve que hacer un tremendo
esfuerzo para no llorar, como nos aconsejaron. Le repetía
una y otra vez que volveríamos, que lo queríamos con
locura. Aunque no entendió ni una palabra, se fue serio y
llorando. Parecía que sabía que hasta pasados unos meses
no volveríamos a por él.
La última tarde que pasamos con mi hija fue increíble.
Le dimos un álbum de fotos con las instantáneas que
habíamos sacado esos días, entre las cuales estaban las de
su hermano. Ella asentía, pero no parecía convencida.
Decía que el niño de la foto no se parecía a su hermano,
pues este era un bebé. Y es que, cuando los separaron, él
tenía pocos meses y ella tan solo cuatro años. Parecía que
no entendía que su hermano hubiera cambiado desde
entonces.
Lo que sí comprendió era que nos teníamos que ir,
pero que volveríamos a por ella. Se marchó mirándonos y
tirándonos besos.
Durante las siguientes ocho semanas no hubo
descanso en los preparativos, algo que nos vino bien para
no desesperarnos por no ver a nuestros hijos. Cada día me
levantaba impaciente por que sonara el teléfono para
decirnos la fecha del juicio. Una vez más había que echar
mano de la paciencia, pero, a estas alturas del proceso, la
espera estaba resultando extremadamente dura.
Cada día me levantaba impaciente y cada noche me
acostaba tras hablar de mis hijos a la luna. Le pedía que
les acunara hasta que fuéramos a por ellos. Le rogaba que
no se pusieran enfermos y que se acordaran de nosotros.
La luna nos seguía acompañando en esta aventura de ser
una familia.

TODO ACABA LLEGANDO

En este segundo viaje permaneceríamos veinticinco días


en la ciudad donde vivían mis hijos y otros cuatro en
Moscú, antes de venir definitivamente a casa.
Llegamos en primavera, cuando el deshielo dejaba
paso a los brotes tímidos de los rododendros en la estepa.
Este viaje estaba siendo diferente también por otros
motivos. Íbamos llenos de alegría e ilusión. Esta vez no
los dejaríamos allí, sino que iniciaríamos sí o sí nuestra
vida juntos. Todo el esfuerzo había merecido la pena.
La casa cuna donde estaba mi hijo también parecía
ahora más bonita y luminosa. Sin embargo, mi pequeño
no mostraba buen aspecto. Se abalanzó a mis brazos y me
apretó con todas sus fuerzas llorando sin consuelo. Estaba
sucio y tenía heridas, que las cuidadoras achacaban a
juegos entre niños. Las calvas en su cabeza eran aún más
grandes y se le veía desnutrido y muy pálido. Nos
comentaron que apenas había comido en esos dos meses y
que no paraba de preguntar cuándo volvían sus padres de
América. Se creía que iba allí en vez de a España, angelito
mío… Quería sacarlo de allí de inmediato, pero aún
quedaba para eso.
Lo que descubrí en el orfanato de mi hija terminó por
desconcertarme. La niña parecía más nerviosa y apenas
dejaba que la tocáramos. Gritaba y se quejaba de que le
dolía si le hacíamos cosquillas. En un descuido de la
cuidadora, mi hija me enseñó la realidad en la que había
pasado su vida: un cuarto de baño sin agua corriente, con
palanganas y cubos sucios; una habitación, donde dormía,
con más de cincuenta minúsculas camas. Me explicaba
que a ella no le gustaba la siesta, pero que no le quedaba
más remedio que acostarse y estar quieta, sin moverse ni
un momento, pues si despertaba a los demás la castigaban
mucho.
A estas alturas de la aventura rusa, quedaba un último
escollo, el más determinante: el juicio.
Durante el trayecto al juzgado no paraba de rezar y
pedir a Dios que todo saliera bien. Que, por ejemplo, en
el último momento no apareciera un familiar biológico de
los niños queriendo hacerse cargo de ellos…
Al llegar, allí estaban las directoras de la casa cuna y
el orfanato, las trabajadoras sociales y la inspectora.
Saludamos y nos sentamos en la sala de espera. En ese
momento, nuestra traductora nos señaló a una señora que
nos miraba sonriéndonos desde el otro extremo de la sala.
Nos explicó que es a quien llegaban los expedientes de las
familias adoptantes y la encargada de casarlos con los
niños. Esto significaba que aquella mujer de sonrisa
amable era la responsable de habernos escogido para
nuestros hijos y nos uniera para siempre.
La cara del juez me resultó simpática, al menos en
comparación con la de la fiscal. Empezó a leer nuestro
expediente y el de los niños. Al terminar la increíble
historia de la familia biológica de nuestros pequeños,
explicada con todo lujo de detalles, así como el expediente
médico de ambos, nos preguntó a mi marido y a mí si
seguíamos queriendo adoptarlos. Nuestra respuesta fue sí.
A continuación, llamó a los testigos convocados:
familiares, vecinos, asistentes sociales, enfermeras y otra
gente cercana a la familia biológica. Este era el momento
de más incertidumbre de todo el juicio...
Afortunadamente no sucedió nada de lo que yo temía.
Incluso los abuelos biológicos paternos dieron su
consentimiento para que sus nietos fueran adoptados.
Desde aquí les mando mi eterna gratitud por ese gesto.
Lo más duro fue escuchar a la enfermera o
trabajadora social –no me quedó claro– explicando la
situación en que se encontraban mis hijos. Al ponerme en
su lugar, por lo que habían pasado, sentí que me asfixiaba.
Necesitaba abrir la ventana y respirar un poco de aire.
Nos habían advertido de que el mayor número de
preguntas se las hacían al cabeza de familia, pero, cuando
habían transcurrido dos horas de juicio, la fiscal quiso
saber de mi boca cómo, siendo tan joven, quería ser
madre de dos niños relativamente mayores. Mi respuesta
fue que en mi familia es tradición casarse y tener hijos
siendo joven, que es cuando se tienen más energías. Añadí
que me extrañaba la pregunta, pues me había percatado en
nuestra breve estancia en su país que las madres rusas
solían ser muy jóvenes y que en el orfanato se habían
alegrado de nuestra edad. Visiblemente, parecía satisfecha
con la respuesta.
Después de veinte minutos de deliberación, el juez
regresó a la sala. Nos comunicó que la sentencia era
positiva, que los niños pasaban a tener nuestros apellidos y
que, en definitiva, el estado ruso nos cedía su patria
potestad absoluta.
Intentando controlar las emociones y dando gracias de
manera protocolaria a todos, salimos de allí con la dicha
más grande de nuestras vidas. Es imposible describir con
palabras lo que se siente en esos momentos. Por fin
éramos padres de esos niños maravillosos, de dos
pequeños luchadores. Ahora, cuando los volviéramos a
abrazar, sería sin miedos ni preocupaciones.
El día que fuimos a recoger a nuestro hijo para
llevárnoslo definitivamente de la casa cuna también fue
indescriptible. Lo cogí entre los brazos, sabiendo que a
partir de ese momento lo podría abrazar y sentir cada
segundo de mi vida. No cabía en mí de felicidad. Lo
desnudé por primera vez para ponerse su ropita, algo que
no me habían permitido hasta entonces. Fue cuando vi
una anomalía al final de su espalada. Más tarde, ya en
España, nos diagnosticarían una lesión medular. Toqué
con cariño la parte donde encontré la evidencia.
A pesar de todo, mi marido y yo estábamos en una
nube.
Ya solo nos faltaba ir a por nuestra niña, pero nos lo
impidieron hasta el día siguiente, pues a esas horas ya era
tarde y la directora del orfanato se había marchado.
Llegamos al hotel irritados porque la pequeña tuviera que
pasar otra noche allí innecesariamente, pero decidimos
disfrutar al máximo del pequeño. Al fin y al cabo, sería
cuestión de un último gramo de paciencia.
Nos sorprendió ver a nuestro hijo acunarse él solo
haciendo movimientos bruscos golpeándose la cabeza
contra la almohada de una manera muy violenta. Duró
muy poco porque enseguida se durmió. Tan pequeñito e
indefenso mi niño… Había aprendido a acunarse él solo
porque no había tenido a nadie que lo hubiera hecho
nunca.
Esa noche empecé a sentir una extraña sensación y,
cuando el pequeño se durmió, me dio por llorar
desgarradoramente. Eran muchas emociones juntas.
A la mañana siguiente fuimos los tres a por la niña.
Cuando nos vio, salió corriendo a nuestro encuentro, pero
de repente se paró en seco y se puso a llorar. Miraba a su
hermano y se tapaba la cara. Fue lo más intenso que he
visto nunca. El encuentro entre dos hermanos que
llevaban casi dos años separados y sin saber de su suerte el
uno del otro. El niño se reía y la llamaba. Mi marido y yo
los mirábamos y no pudimos contener las lágrimas. Por
fin, mis hijos se veían. La emoción era similar a cuando
los vimos por primera vez.
La primera noche juntos fue genial. La nena no
paraba de saltar en la cama como una loca y su hermano
reía a carcajadas mientras intentaba seguirla. No parecían
ellos, no había manera de controlarlos. El niño había
dejado de ser tranquilo y tímido… Se debía a que en el
orfanato y en la casa cuna los tenían medicados para que
estuviesen tranquilos, así que estaban pasando el síndrome
de abstinencia.
En los siguientes días demostraron una actividad
inusual: bajaban las escaleras de cinco en cinco, corrían
por todos los lados de manera incontrolada… Y nosotros,
intentando controlar a dos loquitos.
Físicamente estaba agotada y mi mente no digamos…
El caso es que todo lo maravilloso se había esfumado de
repente. Tenía migraña y estaba a punto de vomitar.
Nadie me había contado lo difícil que sería. Les decía a
los niños que, por favor, dejaran de dar saltos, que mami
estaba malita y necesitaba un poco de tranquilidad. Ellos
se reían y me daban besos en la frente para curarme.
En un momento en que estaban viendo la tele, me
encerré con mi marido en el baño y empecé a
desahogarme. Lo primero que salió de mi boca fue
preguntarle qué habíamos hecho. Ahora entendía por qué
nos decían que estábamos locos al ir a por dos niños a la
vez. Era la típica depresión postparto o, mejor dicho,
postadopción. Hasta ahora, todo lo que había leído, oído y
visto no estaba por ningún lado. La familia estupenda y
feliz de estar junta, con esa maravillosa música de fondo
que le ponen a los vídeos en Internet, no existía en mi
nueva vida. Al contrario, mis sensaciones eran bien
distintas. Lo que me apetecía era dejar de ver a los niños
por un rato. Estaba agotada y solo pensaba en llorar y
llorar. Nuestra intimidad y tranquilidad hasta ahora
conocida se desvaneció de golpe y porrazo. Mis ilusiones
se esfumaron. No creía poder conseguir llegar con los
niños sanos y salvos a casa.
Pero llegaron. Llegamos.
El recuerdo del recibimiento en el aeropuerto llena de
mariposas mi cuerpo. Ahí estaban nuestras familias, con
pancartas de bienvenida y las cámaras de foto y vídeo
preparadas. Mi padre nos había traído nuestro coche al
aeropuerto para emprender juntos el viaje a nuestro hogar
y en mitad del camino me acordé de aquel pensamiento
que me venía con frecuencia a la mente durante esos años
de espera.
Me volví a tocarles las piernecitas, su suave piel, y les
miré emocionada, dichosa de ver cumplido nuestro deseo.

LA NUEVA REALIDAD

La primera noche en casa dormimos todos más de diez


horas, tanto era el cansancio. Las sensaciones eran
descriptibles al desayunar, jugar juntos… La casa se llenó
de luz y felicidad, no podía estar más bonita.
Por desgracia, la luna de miel duró poco. La segunda
noche mi hija empezó a sacar todo el estrés acumulado
que llevaba guardado durante días. Los metimos en la
cama, les canté una canción y al terminar ella empezó a
gritar, llorar y darse golpes contra las paredes. Era
desgarrador verla en aquel nivel de sufrimiento tan
extremo.
Creía estar preparada para todo, ya que había leído
muchísimos libros sobre la adopción, iba a numerosas
conferencias y charlas…, pero nada comparado con
sufrirlo en vivo y en directo. Que sea tu hija la que lo esté
pasando es muy duro. Quería abrazarla, pero no se dejaba.
Sacamos al niño de la habitación, porque se tapaba los
oídos y se balanceaba bruscamente al ver a su hermana en
ese estado. Mientras, mi hija rompía y tiraba todo lo que
encontraba a su paso.
No se calmó hasta las tres de la madrugada. Aquella
situación se repitió durante un mes entero. Fue durísimo.
Después pasó a repetirse solo los días en que conocía
caras nuevas y, más tarde, cuando había algún cambio en
su rutina.
Otro gran problema resultó ser las comidas, que
llegaron a convertirse en un calvario, pues los pequeños
no querían ingerir nada que no fuera fruta. Nuestras
familias nos daban consejos a diestro y siniestro. No
paraban de repetirme que tenían que comer para ponerse
bien, como si yo no lo supiera… Eso me estresaba
muchísimo. Parecía que todo lo hacía mal.
Mi hija se pasaba el día pidiéndome trapos y agua
para limpiar el suelo de rodillas, los muebles… y, claro,
yo no quería que lo hiciera. Mi sensación era muy
contraria a lo que ella sentía. Mi deseo era que, ahora que
por fin podía hacer cosas de niña y disfrutar, se dedicara a
eso, a ser la niña que antes no había podido ser. La
comparaba mucho conmigo a esa edad y no entendía que
su mundo era otro. Ella había crecido en otro entorno
muy distinto, sin tener nada propio y cuidándose a sí
misma. Su manera de jugar era esa. Sentía rabia al verla
limpiar sin necesidad. No me daba cuenta de que estaba
proyectando mis sentimientos y creencias en mis hijos, sin
escuchar lo que en realidad me pedían y necesitaban. No
se puede tratar de cambiar de raíz su forma de vida, pero,
claro, quería que mi hija empezara a ser feliz desde el
primer segundo de estar conmigo, y eso lleva su tiempo.
Tardé en aprenderlo, pero forma parte de este aprendizaje
de ser madre.
Otra anécdota de nuestros primeros meses juntos era
cuando sobraba comida después de comer. No permitían
que tiráramos nada a la basura. Lo guardaban todo y lo
tapaban con un trapo. Aunque fueran huesos de pollo o un
trozo de pan mordido. No podíamos tirar nada de nada
delante de ellos. Nos dimos cuenta de que si lo hacíamos,
a escondidas mi hija se lo llevaba a su armario y lo
escondía en los cajones de su habitación. Todos
necesitábamos tiempo para adaptarnos y aprender a vivir
la nueva situación.
También había momentos muy hermosos. Como
cuando su padre llegaba del trabajo y los niños, nada más
oír la puerta, salían corriendo a besarlo y abrazarlo. Era
una imagen soñada que estaba viendo cumplida.
En definitiva, según pasaban los días, nos dábamos
cuenta de la importancia de las rutinas y de la tranquilidad
de estar solos.
Las radiografías que hicieron al pequeño confirmaron
nuestras sospechas sobre su diagnóstico, además de
detectarse cosas imprevistas sobre su salud. Fueron días
muy duros. Nos remitieron enseguida a los especialistas
para la realización de pruebas. El neurocirujano nos
explicó claramente la situación y lo que conllevaba la
lesión medular de nuestro hijo. Necesitaba una
intervención quirúrgica para corregirle el defecto que
tenía, una intervención con muchos riesgos. Cada vez que
leía el papel donde se describían se me caía el alma a los
pies.
Mientras esta llegaba, tuvimos cuatro días para
pasarlos solos en la playa. Lo necesitábamos como agua
de mayo, pero nuestras familias querían ver a los niños
jugar en la playa por primera vez, así que tuvimos que
organizarnos y asignar un día para cada familia y dejarnos
dos para nosotros solos. Aunque, por más claro que lo
quisimos dejar, no nos hicieron caso. Incluso hubo quien
se molestó con nuestra petición. Llegamos a escondernos
apagando teléfonos y cerrando persianas, pero aporreaban
la puerta preparados con todo: sombrillas, cestas de
comida, juguetes…
Las personas deberían entender que en estas
circunstancias, recién llegados y, lo más importante,
empezando a formar los vínculos familiares, la familia
adoptiva necesita tiempo para estar sola. Nosotros, los
padres, lo precisamos, pero, sobre todo, nuestros hijos,
que están en edades donde la rutina y la estabilidad
emocional son imprescindibles y vitales para el apego.
Primero, mis hijos tenían que saber que éramos sus
padres, entender qué significaba «mamá» y «papá», que
no eran solo palabras vacías.
En este punto he de confesar que hubo personas muy
allegadas que en todo nuestro proceso de adopción no se
preocuparon lo más mínimo por ayudar o por preguntar
cómo iba todo. Es más, cuando anunciamos que ya
teníamos asignación, hay quien no mostró el más mínimo
entusiasmo. Ahora querían tenerlo todo de golpe.
Entiendo que eran parientes, pero mis hijos eran los
primero y su estabilidad aún más. Lo teníamos clarísimo y
así actuamos.
Cada vez que íbamos a casa de los abuelos, pedíamos
que no hubiera más personas que las conocidas, ya que los
niños pasaban mucho estrés. Algunos se tomaban mal que
no fuéramos a los acontecimientos familiares a los que
nos invitaban, sufríamos críticas por ello. Y es que
tuvimos que aprender a decir no, después de pasar por
más de un mal momento por culpa del estrés.
Los parientes pueden llegar a ser muy agobiantes.
Piensan que somos unos exagerados o paranoicos. No
entienden que esta manera de formar una familia no es
igual que la biológica. Aquí las mentes de los niños van a
mil por hora, tienen que adaptarse de golpe y porrazo a un
sinfín de situaciones, costumbres, lugares, personas… y es
un choque brutal para ellos. Nosotros, sus padres, también
pasamos por una adaptación dura y llena de emociones y
sentimientos encontrados. Son muchos años anhelando
esa situación, idealizando situaciones que es posible que
no lleguen nunca o tarden más de la cuenta en hacerse
realidad. Es desbordante en todos los sentidos: en
felicidad, miedo, agobio, desesperación,
desconocimiento… Necesitamos ayuda y apoyo a
raudales. Por eso, la familia debe concienciarse en
respetar y entender dicha situación; no juzgar y tener
prejuicios que solo pueden deteriorar la situación.
Ojalá estas páginas sirvan para quitar carga a aquellos
que piensan que son los únicos que pasan por situaciones
parecidas.
Por fin empezamos a establecer los vínculos y el apego
como familia cuando, en verano, nos fuimos dos semanas
a la playa solos. Para entonces mis hijos decían «mamá» y
«papá» sabiendo ya lo que significaba. Cada día aprendía
algo nuevo en mi camino de ser madre. Mis hijos
empezaban a tener otra luz. Estaban cada vez más sanos
en todos los sentidos. Verlos jugar en la playa, comiendo
un helado, montando en los columpios, yendo al cine, de
excursión… Era maravilloso descubrir el mundo a través
de sus ojos. Las cosas más simples eran todo un
acontecimiento para ellos.
Al poco tiempo de estar juntos ya hablaban español
muy bien. Era increíble el poder de adaptación que tenían.
–Mamá –me dijo un día mi hija–, me estoy olvidando
del ruso y tengo miedo.
–¿De qué?
–De que me devolváis al orfanato y no sepa hablar con
ellos.
Todavía se me eriza la piel cuando lo recuerdo.
–No tengas miedo, nunca vas a volver a allí. Esta es tu
familia para siempre.
–Pues entonces no quiero volver a hablar en ruso,
mamá.
Cuando hubieron pasado tres meses, poco a poco,
según marcábamos nosotros los tiempos, los familiares
fueron viniendo a casa a conocerlos con tranquilidad, pues
ahora mis niños estaban más seguros. Todo era cuestión
de tiempo y paciencia.
Lo realmente duro llegó cuando nos llamaron para
realizar la intervención a nuestro hijo.
En el momento en que el celador se lo llevó, me
invadió un sentimiento de odio hacia su madre biológica,
algo que no había sentido hasta ese momento. Siempre me
sentí agradecida a ella por haberme permitido ser madre,
pero no en esos instantes en los que veía a mi hijo en
aquella situación porque ella no se había cuidado durante
el embarazo y no le había dado los cuidados necesarios en
sus primeros meses de vida, tan importantes para su
desarrollo. En aquella sala pensaba constantemente que
ahora ellos estaban pagando las consecuencias. Estaba
juzgando a una mujer con la que compartiría el resto de
mi vida lo más preciado que tengo, mis hijos. Este
sentimiento me ha estado enfermando durante años, hasta
que he llegado a aprender, no sin ayuda, a ponerla en el
lugar que le corresponde y, a día de hoy, he conseguido
dejar a un lado esos sentimientos dañinos que no solo me
perjudican a mí, sino también a mis hijos.
La operación fue bien, aunque había que esperar la
respuesta física de nuestro hijo, ya que siempre existía el
riesgo de haber tocado algo que pudiera haberle afectado
algo de cintura para abajo. Gracias a Dios, todo se
desarrolló con normalidad y el niño acabó recuperándose
muy bien de esa y de las intervenciones posteriores,
evolucionando muy favorablemente.

LA ESCUELA, FUENTE DE ESTRÉS

El colegio tampoco nos lo ha puesto fácil. Es una fuente


importante de estrés. El primer año fue bien. La maestra
estaba asombrada del poder de adaptación de la niña. Pero
todo cambió cuando entró en primaria. Aquel curso
empezamos a recibir notas y a ir a tutorías. Sus profesores
no entendían que mi hija tuviera que hacer un esfuerzo
maratoniano para ponerse al nivel de sus compañeros.
Con el niño la cosa no fue mejor. El paso de infantil a
primaria fue un infierno. Tuvimos la desgracia de que le
tocó una profesora con un método muy recto e
intransigente, que educaba con unos valores muy
diferentes a los que nosotros le estábamos inculcando a
nuestro hijo. Por ejemplo, tenía la costumbre de comparar
a los niños entre ellos, a ponerles etiquetas, en definitiva, a
ridiculizar a los menos sobresalientes. Mi pequeño sufrió
varios episodios de estrés en aquella etapa, empezaron a
surgir nuevos miedos y frustraciones.
El centro tampoco se mostraba de acuerdo con
aquellos métodos, pero nos decían que poco podían hacer.
Solicitamos un cambio de clase, pero nos dijeron que era
imposible. Comprendimos lo poco preparadas que están
algunas escuelas para enseñar a niños con necesidades
especiales y, por supuesto, vimos la poca voluntad de toda
la estructura por mejorar el sistema, debido, en gran parte,
al corporativismo que tienen entre ellos.
Cuando escribo sobre este tema sufro. Me vienen a la
cabeza todos los llantos y frustraciones que tanto dolor ha
causado a nuestros hijos. Han sido muchas noches sin
dormir junto a mi marido. Nos encontrábamos
desorientados y sin saber cómo ayudarlos.
Echando la vista atrás, recuerdo que siempre
estuvimos dispuestos a trabajar con la escuela, poniendo
todo de nuestra parte. Siempre hemos sido conscientes de
que la educación es un trabajo en conjunto.
Al principio te desesperas, les regañas y se crea en
casa un clima irrespirable de estrés. Poco a poco empiezas
a darte cuenta de que algo no encaja. Vas a una tutoría,
explicas la situación personal de tus hijos y, para tu
sorpresa, te dicen que tu hijo ya lleva tres años en España
y está más que adaptado. Que es muy inteligente para lo
que quiere. Que aprendió el idioma en un mes. Lo que hay
que enseñarle es que tiene que estar quieto en clase. Les
llevas guías de grandes profesionales, con la mayor
humildad posible, pensando que los van a recibir con las
manos abiertas y te encuentras con la frase: «Esto es
como decirle a un cocinero cómo cocinar», mientras
miran el reloj porque llevas más tiempo de tutoría del que
te corresponde.
Estos niños tienen unas características especiales.
Dependiendo de su historia tendrán más o menos
dificultades. Mi hija llegó a España con casi seis años. Le
correspondía entrar en primero de primaria. Así que,
imaginen la situación. Hablaba en un ruso perfecto y ni
una sola palabra de español. No sabía leer ni escribir. Casi
no sabía sostener el lápiz. Nos movilizamos para que por
lo menos entrara en un curso menos al que le
correspondía por edad cronológica. No fue fácil, pero lo
logramos. Así que entró a tercero de infantil con niños de
cinco años. Mientras las tardes de esos niños eran para
jugar, mi hija tenía que pasar horas conmigo aprendiendo
las vocales, los números. En un tiempo récord aprendió a
leer y escribir. Fue un agotador esfuerzo, y lo
conseguimos juntas. Juntas y sin la más mínima ayuda. Su
maestra por entonces me explicó que eran veintiséis niños
en clase y no podía estar pendiente de mi hija, ya que no
sería justo para los demás compañeros. Esas palabras me
asustaron, la verdad. Así que no tuve otra que dedicarle
las tardes enteras a que mi hija aprendiera velozmente,
cuando precisamente no era eso lo que más necesitaba.
No es justo que quisieran ponerla en igualdad de
condiciones que sus compañeros. Mi hija, a la vez que
estaba aprendiendo con seis años las vocales, también
estaba aprendiendo qué era un centro comercial, ir al cine,
ver la playa por primera vez, dormir rodeada de peluches,
tener un cuarto propio… Su mente iba a mil por hora. En
ocasiones se desesperaba mientras aprendía los números y
se tiraba literalmente de los pelos, debido al estrés al que
era sometida. Bueno, no solo era estrés para nuestra hija,
también lo era para sus padres.
En el caso de su hermano fue distinto. Llegó con tres
años, así que ahí poco podíamos hacer. Entró en primero
de infantil con niños que llevaban en su hogar desde el
nacimiento y que no habían pasado por un abandono ni
las duras experiencias que mi hijo había vivido. Ese
primer año su maestra se había informado sobre las
características de los niños adoptados y estaba muy
colaboradora. Tenía una sensibilidad especial con él, cosa
que agradezco enormemente porque además fue una
época de operaciones y temas médicos duros para él.
Hay que comprender su situación y que demandan
más atención que otros niños, necesitan un cariño extra.
No tenemos que olvidar que nuestros hijos son unos
luchadores y que tienen una constancia increíble. Es
necesario que la escuela tome conciencia de que los niños
acogidos o adoptados necesitan una adaptación en muchos
sentidos. Y no es tanto académica, es más bien afectiva.
Han vivido muchos años careciendo de esos cuidados que
todo niño debe tener desde que es concebido. Porque lo
que para sus compañeros no es importante para nuestros
hijos lo es, y mucho. Un pequeño gesto de cariño puede
hacer que el niño se motive en una materia o trabaje de
manera increíble.
Cuando se da el caso de escolarizar a un niño con
autismo, o con síndrome de Down, por ejemplo, donde sí
hay una característica física apreciable, no hay ninguna
duda en activar un protocolo para ayudarlos. De igual
manera, todo niño adoptado que es escolarizado tiene
ciertas necesidades especiales que deben ser atendidas
adecuadamente. Sin embargo, todo esto es ignorado por el
sistema educativo, poniendo a estos niños en clara
desventaja con sus compañeros, torpedeando su
autoestima a diario y hundiendo en lo más hondo todas las
aptitudes y bondades que estos niños puedan tener. Es una
pena que, siendo los niños adoptados tan aptos como el
conjunto de sus compañeros, sus padres nos tengamos que
hacer a la idea de que probablemente fracasen en sus
estudios, y que la estadística nos indique que hay un techo
que no van a poder traspasar.
Los educadores, al igual que los sanitarios, deben
tener una clara vocación para la realización de su trabajo.
Cualquiera no vale para ocupar esos puestos tan llenos de
responsabilidad. La figura del maestro en muchos países
está muy valorada y es de gran importancia. Si tenemos
que pasar por una operación, esperamos que el cirujano
sea una persona capaz, que haya estudiado tu caso
previamente y que tenga todas las herramientas y
conocimientos necesarios para que la intervención sea un
éxito. ¿Quién puede no estar de acuerdo con esto? Sin
embargo, no veo esta inquietud entre nosotros por los
maestros de nuestros hijos. Dejamos a nuestros hijos en
sus manos y rara vez nos preocupamos de la calidad de la
educación que están recibiendo.
La situación en la escuela con respecto a estos niños
tiene que cambiar. Debe haber una mayor formación, para
así conseguir que estos niños se eduquen en un ambiente
mucho más sano y no tengamos que pasarnos todo el
tiempo en casa reforzando e intentando volver a
reconstruir la autoestima de nuestros hijos, destruida cada
vez que llegan del colegio. No es normal que no sepan
empatizar con las familias que sufren día a día esta
problemática. A las familias adoptivas se nos añaden otros
problemas extras, como por ejemplo, la carga emocional
que traen nuestros hijos y las situaciones sufridas en su
corta vida que, en ocasiones, pueden llegar a ser muy
difíciles de asimilar e imaginar.
Por desgracia, pienso que la escuela es, para estos
niños, la fuente de estrés más grande con la que se
encuentran.
Movimos cielo, tierra y mar, pero puedo asegurar que
nos sentimos indefensos. La única solución que nos
propusieron fue ir a la fiscalía de menores, pero ello
supondría hacer pasar a mi hijo por más psicólogos,
médicos y tribunales para llevar a juicio algo difícil de
demostrar.
Decidimos cambiarles de colegio, así que recorrimos
varios centros públicos y concertados de la zona; después
pasamos a los privados. Era imposible seguir estando en
un ambiente donde a tus hijos los tienen más que
estigmatizados, sin solución alguna. No quiero volver a ver
a mi hijo vomitar por la humillación y el estrés sufridos en
el colegio.
Al final nos decidimos por uno donde desde el primer
momento nos acogieron y escucharon. Recuerdo cómo,
hablando con la orientadora del centro, no nos hacía falta
ni terminar las frases. Nos encontramos con un grupo de
profesionales muy preparados, dentro de una escuela con
unos valores muy claros y con la misión de sacar lo mejor
de cada niño, independientemente de su brillantez
intelectual. En cada reunión nos encontramos en plena
sintonía con ellos.
Fue en la primera reunión del curso, antes de las
clases y ya con todos los padres, donde de verdad vimos la
diferencia. Las tutoras nos hablaban de sentimientos, de
personas y de futuro. Nos decían que lo más importante
no eran las notas, sino que ellos estuvieran bien, porque
así es como se puede sacar lo mejor de un niño. Decían
que, por ejemplo, si en mitad de clase un niño tiene un
problema, lo prioritario es resolverlo y después se
continúa con lo que se esté haciendo. Se habló de
fomentar en cada niño sus habilidades y de dotarles de
herramientas para aquellas materias que más les cueste.
Los valores son fundamentales y por supuesto el respeto
entre todos es primordial. Por fin habíamos dado con unos
docentes vocacionales comprometidos con su profesión.
En estos momentos, incluso me siento mal por no
haberlos cambiado antes. Tendría que haber visto que mis
hijos necesitaban salir de un ambiente donde estaban
estigmatizados y en el que no había solución. Ponía por
delante el miedo a que lo pasaran mal por el cambio que
suponía. Hay que escuchar atentamente cuando tu hijo te
dice que no quiere ir al colegio. Hay que observar sus
comportamientos e intentar descifrar qué hay detrás.
Recuerdo cuando los padres del mejor amigo de mi
hijo sacaron al suyo del cole por razones similares.
–Pero entonces, ¿ya no viene más a clase? –me
preguntó cuando se lo dijimos.
–No, cariño.
–¿Y va a tener otra seño?
–Sí, cariño.
–Pues me alegro por él, ya va a dejar de sufrir.
Nos quedamos helados.
Esa noche nos contó todo lo que hasta entonces se
había guardado, dejó su miedo a un lado y, temblando y
llorando, revivió momentos durísimos. Fue desolador
escucharle. Lo peor era saber que tenía que seguir
asistiendo a la escuela obligatoriamente. ¿De verdad que
nadie es capaz de proteger a estos niños? No lo entiendo
cuando había muchos padres quejándose y con historias
incluso peores a la nuestra.
Espero que con mi experiencia ayude a comprender a
los padres que se encuentren en la misma situación cuál es
la finalidad del cambio de escuela, cuáles son las
necesidades de sus hijos y si el nuevo centro sabrá atender
de manera adecuada esas necesidades.

LA FAMILIA PERFECTA
Llegamos de Rusia un sábado y mi marido entró a
trabajar el lunes siguiente, así que tuve que empezar a
enfrentarme a las nuevas circunstancias sola y sin ayuda
antes de lo que me hubiera gustado. La situación para mi
marido no había cambiado prácticamente, excepto porque
cuando llegaba a casa le recibían sus hijos. En cambio,
para mí todo era totalmente distinto a lo que dejé un mes
y medio atrás. Estaba feliz por tener por fin a mis hijos en
mi vida, por ver cumplido mi sueño de ser madre y estar
ejerciéndolo con tanta pasión, pero lo que no me había
imaginado era que mi matrimonio iba a verse afectado
por ello.
La mayoría de las parejas que emprenden un proceso
de adopción tienen en común una serie de vivencias
previas que en absoluto son fáciles de vivir. Por ejemplo,
muchas han pasado por procesos de fertilidad fracasados,
que han supuesto un desgaste físico –en el caso de la
mujer– y psicológico para ambos bastante importante.
Esto provoca que los padres también carguemos una
mochila que, en el mejor de los casos, nos hace revivir
frustraciones pasadas e incluso, en otras ocasiones, duelos
no resueltos por el hijo biológico que no se ha tenido.
El proceso de adopción es algo muy duro, largo,
pesado, lleno de burocracia, pasos en falso, que te hacen
idealizar en exceso ese fin de conseguir tener a tus hijos.
Es humano estar pasándolo canutas y consolarte
idealizando tu vida como padre o madre, en momentos
preciosos con tus hijos, que todos los malos tragos por los
que se pasan se acabarán en ese grandioso instante de
coger a tus hijos en brazos y llevártelos a tu casa. Nada
más lejos de la realidad. Lo realmente duro para el
matrimonio llega ahí.
Entonces no puedes dejar de hacer una dura reflexión:
qué duro es que, después de querer ser padres y que el
embarazo no llegue, después de soportar meses de
fecundaciones y fracasar en el intento, de tomar la
decisión de adoptar y montarte en la montaña rusa de las
emociones, de navegar en papeles, notarios, funcionarios y
demás, todo ello aderezado con no pocos comentarios
impertinentes de tu entorno, te des cuenta de que lo peor
no ha terminado, ni mucho menos. Lo realmente fuerte
llega ahora. Entonces miras a tu marido, esperando
encontrar una mirada de firmeza, y lo que te encuentras
en su expresión el mismo pánico que tú.
Está claro que no existe la familia perfecta. Por eso
hay que alimentarla en todos los sentidos. Y en el caso de
los matrimonios es fundamental que ambos tomen
conciencia y sepan nutrirlo desde el principio y de la
manera más adecuada. El amor puede ser infinito entre
ambos, pero las necesidades cuando te conviertes en padre
y madre adoptivos cambian completamente, y si uno de
los dos no se da cuenta, irremediablemente la vida en
conjunto se rompe. Aprendí a darme mi lugar, porque lo
había perdido. Todos podían ocupar mi asiento sin
problemas, sin darle importancia alguna. Y cuando esto
pasó me di cuenta de que no solo era culpa de mi pareja;
yo también tenía culpa de que esta situación existiera.
Culpa por permitir y callar dando por hecho que algún día
él lo vería.
La etapa más dura de nuestra relación fue cuando
habían pasado dos años y medio desde que nos
convertimos en padres. Durante esta etapa el ambiente en
casa empezaba a desequilibrarse cada vez más, debido al
estrés acumulado durante estos años, agravado con una
mala racha personal en el ambiente laboral de mi marido
y al estrés que suponía llevar la presidencia de la
asociación, la cual acepté para sentirme que era algo más
que una madre. Necesitaba realizarme por otro lado, tener
una vía de escape. Pero nada más lejos de la realidad:
seguí con la misma carga familiar y, para colmo, el peso
de una asociación a mis espaldas. Fue entonces cuando mi
cuerpo dijo basta y se me agravó una enfermedad
autoinmune que hasta ese momento no sabía que padecía.
Visto con perspectiva, esa enfermedad fue lo mejor
que me pudo pasar. Hizo tal impacto en nosotros que
empezamos a darle a nuestra vida un giro de ciento
ochenta grados. Decidimos que no merecía la pena vivir
así.
Me sentía mucho más plena, sobre todo mirando a
mis hijos y viendo que tenía a mi lado dos ejemplos de
superación y fortaleza. Aprendimos a compartir la carga.
Así, trabajando en equipo los cuatro, nuestra relación
evoluciona con fuerza. Nuestro día a día nos consolida
más. A pesar de las dificultades y las etapas vividas, a día
de hoy puedo decir que no podría tener mejor compañero
de vida que el que tengo a mi lado. Pero este libro se trata
de contar la realidad y eso, cómo no, incluye a la pareja.
Llevamos cinco años y medio juntos y son miles las
anécdotas hermosas que se acumulan. La relación de mis
hijos con sus primos, con sus tías, sus abuelos y
bisabuelos… Fiestas, cumpleaños… Momentos increíbles
llenos de alegría, también difíciles. Ha sido necesaria
mucha fuerza, paciencia y sensibilidad, pero todo lo suple
un simple abrazo de tus hijos.
No podría tener mejores maestros. Ahora entiendo las
palabras: «Nuestros hijos son nuestro reflejo». Y tengo
muy claro que quiero que ante todas las cosas mis hijos
sean felices.
Estaré aprendiendo a ser madre hasta que dé mi
último aliento. Llegarán nuevas etapas. Estoy deseosa de
descubrir todo lo que queda por aprender. Sin dejar, eso
sí, de vivir el presente.
Este día a día con ellos. Con la luna de testigo.
Para siempre
La creación del vínculo
Por MERCEDES MOYA HERRERO

Gracias, mamá! ¡Eres mi madre favorita!


Mi hijo pequeño estaba tan encantado con el recosido
que le hice a su caballo de trapo –al que se le salían las
tripas por una oreja– que me hizo el mejor cumplido que
podía dedicarme.
La frase contenía algo más que palabras. La
comparación, aunque me favoreciera, me dolía mucho.
Para mí, tanto él como su hermana, no son «mis
favoritos», no son «mis hijos de verdad»; son los únicos,
son mis hijos y punto. Y su madre, a la que acuden con
sus males o sus miedos, con sus victorias y triunfos, soy
yo. La «otra» –cómo todavía por entonces la
contemplaba–, su madre biológica, su primera madre –
como mi hija le explicara a su hermano un día– es su
madre... imaginaria. Porque se la imaginan, porque
piensan en ella, porque se hacen preguntas.
Cuando comencé el camino hacia mi maternidad
adoptiva, una de las cosas que creía tener más claras era
que yo sería la única madre de mis hijos. Ese camino
cumple ya diez años de historia, jalonada por baches,
parones, dificultades…, algunas de las cuales parecían
insalvables.
Hay quien dice que, a fuerza de ser el pasado algo
irrecuperable, es mejor no pensarlo y empezar a vivir
desde el momento en que nos conocimos. Yo creo que es
necesario ser consciente de nuestra historia para poder
seguir adelante. La historia de cada uno es importante,
hay que construirla y hasta atesorarla. Este libro tiene su
razón de ser en ello, aunque no sea un cuento de hadas. Es
lo que he aprendido de mis hijos, como tantas cosas…

UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD

He perseguido la maternidad por salas y consultas de


hospitales, por quirófanos e incluso llegué a resignarme a
no ser madre. Pero en uno de sus giros inesperados, la
vida me dio una segunda oportunidad para volver a
planteármelo al lado de mi marido. Para él también era su
segundo matrimonio y los dos teníamos claro al casarnos
que queríamos fundar una familia juntos. Con idéntica
implicación, los dos empeñados en nuestros propósitos,
superamos juntos todos los trámites necesarios. La lucha
con la burocracia fue agotadora en cada paso que
debíamos dar y en cada error que se debía solucionar.
Pese a todo, un año después de casarnos nuestro
expediente viajaba hasta China. A partir de entonces ya
sólo podíamos esperar. Todo lo que podíamos hacer ya lo
habíamos hecho.
Sin embargo, había algo peor que la recopilación
interminable de papeles para el expediente de adopción: la
espera. Pese a que lo conseguimos en un tiempo récord,
China, justo entonces, decidió cambiar los ritmos y los
requisitos que requerían, por lo que el proceso de
adopción en ese país empezó a ralentizarse mes a mes.
Decidimos pedir consejo a Asuntos Sociales y nos
recomendaron abrir un segundo expediente en otro país.
Lo meditamos mucho, nos asesoramos y, tras una serie de
casualidades y curiosidades que nos señalaban como
candidato a Kazajistán, apostamos por él. Un país
desconocido del que pronto sabríamos casi todo.
Y volvimos a tener que empezar. Salvo el Certificado
de Idoneidad, no servía ni uno solo de los documentos o
apostillas que hiciéramos para el expediente de China. Se
trataba de abrir uno nuevo, era empezar prácticamente de
cero, iniciar un proceso que se prolongaría durante años.
Años de oficina en oficina detrás de un expediente que,
cuando se mueve, es para dar marcha atrás, pues siempre
hay un nuevo sello o un documento que ha caducado por
lo dilatado del proceso. Nunca tienes la sensación de estar
llegando a la meta. Nosotros tuvimos que invertir cuatro
años en conseguirlo.
Era tan penoso que algo de lo que dependía –y
depende– la situación de tantos niños que están pasando
necesidades y desatenciones pueda ser tan lento... Era lo
que más me asombraba y me sigue asombrando del
proceso de adopción: su excesiva duración.
En ese tiempo de espera, que parece no acabar nunca,
pasan muchas cosas. En cada familia la vida fluye de
manera distinta, pero en todas la espera se convierte en un
huésped incómodo que se instala en tu casa y lo
condiciona todo.
Al tiempo que nuestra espera, tanto en China como en
Kazajistán, empezó a dilatarse, una sombra negra y
alargada empezó a planear sobre mi hermano pequeño y
sobre mi marido. Con unos meses de diferencia recibieron
–recibimos– la noticia de que el cáncer amenazaba
seriamente sus vidas. ¿Quién no sabe lo que eso significa
en la vida de una familia? En cómo cambian las
perspectivas, en cómo de golpe se borra el futuro y
aparece un presente en el que hay que concentrarse para
salir adelante.
Mi marido en ningún momento desechó la idea de
seguir con nuestros planes adoptivos. Hasta cuando a mí
me entraban las dudas, me regañaba y reprendía mi
flaqueza. La ilusión por formar una familia fue su mayor
motivación para superar los terribles tratamientos y la
larga operación a vida o muerte.
Completamente recuperado de la enfermedad tras
muchos meses de lucha, hablamos con nuestra
tramitadora en Kazajistán. Le hablamos de las secuelas,
como su evidente falta de voz y lo que había sufrido, así
como de nuestro miedo a no poder continuar adelante con
la adopción. Ella despejó nuestros miedos, aunque nos
comentó que en Kazajistán estaban implantando nuevas
leyes y también todo iba muy despacio. Le preguntamos si
habría forma de adoptar hermanos, ya que siempre
habíamos soñado con tener más de un hijo y, viendo cómo
se iba desarrollando todo, volver a adoptar sería muy
difícil. Entonces nos habló de dos hermanos: un niño de
dos años y medio, y una niña de seis, de raza kazaja, a los
que estaba buscando unos padres. Enseguida y sin dudarlo
le dijimos que nos encantaría ser nosotros esos padres.
No sabíamos cómo eran aquellos niños, ni sus
nombres, ni teníamos una foto suya, pero desde ese
momento todo empezó a ponerse de nuestra parte. A
diferencia de otros procesos, con otras agencias o
tramitadores, a nosotros no nos facilitaron ningún dato
preciso, ninguna foto. Viajaríamos a ciegas, pero esa
exigua información era nuestro embrión, el que empezaba
a desarrollarse en nuestro corazón.

LLEGAR A SER UNA FAMILIA

Al primero que conoceríamos era al pequeño. No fue un


encuentro idílico. Mientras esperábamos ante el despacho
de la directora de la casa cuna, repasaba en ruso las frases
que tenía pensado decirle a ese niño. En mi cabeza
representaba la escena y no podía estarme quieta. Era un
pasillo corto con mucho tránsito. Una mujer que vestía
sobre su ropa una bata blanca sin mangas, me dedicó una
sonrisa llena de dientes de oro cuando se sentó enfrente
con un niño pequeñito, de pelo negro. La miré y le
pregunté si era «él».
–Da –me respondió y lo puso en el suelo.
El pequeño casi no se sostenía en pie. Mi marido,
emocionado, empezó a hacer fotos. Yo lo abracé, pero su
cuerpo estaba laso, no respondía. Le miré a los ojos y los
tenía llorosos, con la mirada totalmente perdida. Un hilo
de baba le resbalaba por la barbilla.
–Algo no va bien –le dije a mi marido, que soltó
inmediatamente la cámara.
–Hola, chiquitín. ¿Cómo estás? –dije en ruso con la
voz más dulce que pude para no asustarle.
Intentaba interactuar con el niño… Saqué la
marioneta que le había traído, pero el pequeño, cuyos
brazos colgaban inertes y con la cabecita caída hacia
adelante, sólo era capaz de balbucir.
Le ofrecimos una galleta. La respuesta era la misma:
ninguna.
–A este niño le pasa algo… No reacciona… ¿Qué le
sucede?
–Que no entiende –se limitaron a contestar–. Es
kazajo, no habla ruso.
De poco me iban a servir los dos años que había
pasado estudiando aquel idioma.
–No le pasa nada. A este niño no le pasa nada, de
verdad –me decía la cuidadora, antes de que le ordenaran
que se lo llevara.
Una mujer que no era la directora del establecimiento
vino y nos leyó un expediente, en el que nos hablaban de
las circunstancias de nacimiento y abandono del pequeño.
Nada decía de características anormales. Nos recordaron
que la institucionalización y el haber nacido prematuro
constituían razones para que el niño tuviera algunos
retrasos que luego eran recuperables con cuidados y
alimentación normalizada.
Nos ofrecieron ver a otros niños. Nosotros no
quisimos.
El cansancio del viaje, los nervios, la preocupación…
Me sentía exhausta. Quería llorar y no podía. Por mucho
que te adviertan, que te informes, que te pongas en
situación, nunca estás preparado para enfrentarte a esas
circunstancias, a un momento como ese, tan lejano del que
habías soñado.
Desde luego, nuestro encuentro no fue el esperado y,
aunque lo habíamos contemplado, no creíamos que
pudiera tocarnos vivir algo así. Aun así, ni el cansancio ni
los nervios nos apearon del estado de alerta en que nos
encontrábamos. Pedimos una valoración médica para el
niño y pospusimos el encuentro con la niña hasta que no
se descartara algún problema serio. La situación en que
ese pequeño se encontraba era muy preocupante, ya que
no parecía reaccionar a estímulo alguno.
Entonces nos condujeron ante la representante del
Ministerio de Educación, a la que explicamos nuestra
preocupación. Reuniendo fuerzas, le hablamos de nuestro
Certificado de Idoneidad, que no era de «pasaje verde», y
de la imposibilidad de hacernos cargo de un niño con una
deficiencia que parecía tan grave.
Nos tranquilizó diciendo que lo comprendía
absolutamente. Incluso nos dijo que podíamos conocer a
otros niños, que «teníamos derecho a otro niño» –fueron
sus palabras–, aunque nos recomendó que, mientras la
comisión médica hacía la valoración que habíamos pedido
–y que ella acababa de aprobar–, podíamos visitar al
pequeño para observarle.
Así fue. Esa tarde fuimos de nuevo a la casa cuna y
nos encontramos con un niño totalmente diferente al que
nos habían presentado. Al parecer, se le habían pasado los
efectos de lo que fuera que le habían suministrado para
que estuviera tranquilo y se portara bien.
Un niño espabilado, hábil y risueño, con un sentido
del humor sorprendente. Muy pronto tuvimos claro que
deseábamos seguir adelante con la adopción, y así se lo
hicimos saber a nuestra tramitadora cuando nos ofreció ir
a conocer a otros niños. Como los habíamos solicitado,
tuvimos que esperar a que nos dieran los informes
médicos para poder pasar a la otra etapa que estábamos
deseando vivir y que habíamos tenido que posponer
debido a la impresión tan fuerte del primer día.
Cuando la comisión nos dio los informes con los
resultados que ya sabíamos, pudimos ir al otro orfanato, el
de los «niños mayores», a conocer y a abrazar a la niña, a
la que no habíamos querido poner en el peligro emocional
de una adopción frustrada./p> Otra vez los nervios. Al ser
«mayor», esta vez el miedo era a que ella no nos admitiera
a nosotros, aunque ya sabíamos que se trataba de una niña
con unas enormes ganas de tener unos papás.
También para ella llevaba una parrafada aprendida en
ruso, una imaginaria conversación con frases
prefabricadas…, pero cuando entró a la habitación y me
agaché a mirarla a los ojos, el mundo y mis frases se
borraron. No existía nada más que aquellos ojillos
rasgados y profundos que me miraban directamente al
fondo del alma con tanto miedo como expectación. Tenía
la lengüecilla torcida entre los dientes de puros nervios,
nervios que también le impidieron expresarse a ella. Sentí
que me tocaba con las dos manitas tímidamente, insegura,
en un gesto como para sentir que yo era real.
La aprobación mutua se había producido como algo
mágico –las dos nos enamoramos instantánea, simultánea,
recíprocamente–, pero no acertábamos a decirnos nada.
Menos mal que mi marido, en ese instante congelado ya
en el tiempo como un momento intensísimo hasta casi
doler, nos devolvió a la realidad haciéndole unas benditas
cosquillas que provocaron que con su risa infantil se
reanudara la vida.
Enseguida nos preguntó por su hermano y pudimos
comprobar que lo echaba de menos. Emocionados,
pasamos al despacho de la directora. Ella estuvo todo el
rato en las rodillas de su padre. La directora nos habló
afectuosamente de ella, de su dura historia, de sus ganas
de tener padres, de la maravillosa oportunidad que
podíamos darle.
Nos contó que, desgraciadamente, las adopciones de
niños mayores de seis años eran muy escasas y que el
Gobierno no contemplaba salidas para los niños
institucionalizados después de cumplida la mayoría de
edad, por lo que su futuro es muy incierto. Nos habló de
su historia y de su historial médico.
–Lo más importante –nos dijo–: Es una niña
mentalmente sana.
De hecho, fue, de todos los niños, a la única que
permitieron estar presente en la reunión. Eso, en una
adopción de estas edades, nos explicaron que no suele ser
lo habitual. Ella podía oír lo que de ella nos iban a contar,
y podía oírlo porque ella misma había contado su historia.
Era muy consciente de las circunstancias que la habían
llevado hasta allí. Al salir de aquel despacho no había
dudas: acababa de fundarse una nueva familia.
Estuvimos visitando a nuestros niños por separado.
Visitas llenas de fotos, risas y juegos, a través de lo cual
todos tratábamos de conocernos. Nuestra cámara y
nuestra memoria iba atesorando datos y recuerdos, sus
expresiones, sus risas, su infinita capacidad de sorpresa…
Tras una semana de visitas nos dieron una grata
noticia: nos dejarían recoger a la niña y llevarla a visitar a
su hermano a la casa cuna. ¡Por fin se iba a producir el
encuentro de los dos!
En el recorrido entre las casas la niña iba ilusionada y
nerviosa, mirando la calle y a nosotros. Al llegar, subimos,
como siempre, las escaleras hasta el último piso, pero esta
vez ella iba de mi mano. Abrimos la puerta y allí enfrente
estaba el pequeño, de pie, con su dedo en la boca…
Cuando nos vio nos echó los bracitos con su mejor
sonrisa. La niña me pidió cogerle en brazos. Nada más
verle había empezado a llamarle por su difícil nombre
kazajo y le decía en su idioma:
–Mira, mira… Son papá y mamá. Nuestro papá y
nuestra mamá. ¡Son nuestros padres para siempre!
Cuando la niña lo cogió en brazos, él la miraba con
cara de «yo a ti no te conozco», pero su parecido físico
era innegable. Estuvimos jugando los cuatro y la niña
estaba hecha una madrecita; cogía las manos de su
hermanito, se las besaba... De ese día tampoco se me
olvidará un detalle: cuando le di al pequeño agua en una
botella con tapón de seguridad, la niña se me acercó para
que también le diera, como si fuera un biberón, en vez de
beberla ella sola. Ese fue el primero de muchos gestos con
los que demostraba la necesidad de sentirse un bebé para
vivir esos momentos que le fueron robados a su infancia.
Las jornadas fueron pasando rápidamente. Tras veinte
días, llegamos al fin de las visitas y firmamos la admisión
de las asignaciones para enseguida preparar el juicio que
nos convertiría en sus padres legalmente.
Aunque nos habían dicho que no nos preocupáramos,
que era causa ganada y casi un mero trámite, al pensar
que tenía que leer dos folios en voz alta ante el juez y la
sala no podía evitar los nervios. Un juez siempre es un
juez y una causa, por ganada que esté, está subscrita a
complicaciones. Pero pese a los nervios, el miedo y la
tensión, todo fue sobre ruedas. Tras celebrarse la sesión,
nos hicieron salir de la sala para las deliberaciones y a los
pocos minutos nos llamaron para comunicarnos que
acabábamos de convertirnos en padres de los dos
hermanos, aunque nos advirtieron que tendrían que pasar
quince días para que la sentencia fuera firme.
La visita de aquel día fue un encuentro de lo más
especial. Los niños, como esponjas, estaban contagiados
por nuestra alegría, por la emoción tan intensa al sentirlos
aún más nuestros. Un encuentro solo ensombrecido por la
idea de que pronto tendríamos que marcharnos, regresar a
España, y dejarlos allí todavía un mes entero. ¿Lo
entenderían?
El día de la despedida fue terrible para mí. Primero
nos despedimos del pequeño. Pese a que me había
prometido no llorar, no pudo ser. Al final me pudo la
emotividad y me fallaron las fuerzas al entregar a mi niño
a las cuidadoras. Al abrazarlo, mi corazón se desbordó
asustando al pobre crío, que se asomaba con carita de
preocupación por detrás de las faldas de una de las dos
cuidadoras, las cuales, desde la puerta del módulo, me
despedían con palabras de cariño y consuelo. Aquellas
mujeres cuidarían de nuestro hijo hasta que volviéramos.
Luego tocó el turno de la despedida con ella. Mi
pequeña. Habíamos adelantado su cumpleaños a aquel día
y estaba muy excitada con sus regalos. Le leímos una
carta donde le explicábamos que nos marchábamos, pero
que volveríamos pronto. No era consciente. Nos
abrazamos. Quería impregnarme de ella y tal vez dejarle
mi impronta. Con un «no nos olvides, ¿vale?» mi marido
y yo bajamos abrazados por aquellas escaleras con los
colores de la bandera kazaja y atravesamos los pasillos con
dibujos de cuentos tradicionales rusos. Creo que ese
escenario nunca lo podré olvidar, como tantas cosas que
sentí cada vez que los recorrimos.
Mi marido, para consolarme, me repetía que solo me
quedaba una vez más por recorrerlos. La última sería para
recoger a mi hija, que había vivido allí una larga etapa de
su corta vida, y entonces no sabía qué recuerdos le
quedarían de aquel lugar ni si esos recuerdos –cuando
algún día me contara sus historias– lograrían cambiar el
sentimiento que al recorrerlos me producían.
Con el tiempo pude saber que para mi hija aquel fue
un lugar de salvación del que no guarda ningún mal
recuerdo. Ya observándola cómo se desenvolvía con sus
cuidadoras, con la directora y los demás niños, era fácil
adivinar que no se sentía mal allí. Pese a los pocos medios
que tenían para tantos niños, no estaban mal cuidados. Sí
se notaba una gran diferencia entre la casa cuna y el lugar
donde estaba recogida mi hija, tal vez porque aquella era
mucho más visitada y era evidente que las adopciones se
producían mucho más a menudo en la de los niños más
pequeños que en la de los «mayores». Solo había dos
cosas en las que ambas casas eran idénticas: un olor
constante a col cocida y un silencio que no te explicas en
un lugar tan lleno de niños.
Quince días después de haber regresado a España nos
avisaron de que la ratificación por el ministerio estaba
aprobada. Ya éramos, sin ninguna clase de dudas, padres,
«sus» padres. Pero aún faltarían dos semanas más para
poder viajar a por ellos. Entre viaje y viaje trascurrieron
cinco semanas.
El segundo de ellos estuvo lleno de contratiempos,
preocupaciones e incertidumbres. Casi de principio a fin.
Para ser fiel a la verdad, no fue ni con mucho el viaje
soñado, lleno de ilusiones y conducido por bonitas
expectativas cumplidas. Con el tiempo he podido
constatar que, igual que muchos otros padres cuando
recordamos el viaje de recogida de los niños, solo nos
sentimos a salvo cuando llegamos de regreso con nuestros
hijos al aeropuerto de Frankfurt.
El pequeño lo vivió con expectación e hipervigilancia;
la niña, con miedo y malestar mezclados. No en vano,
abandonaban todo su mundo, lo conocido, de la mano de
dos personas de las que apenas sabían nada.

NI MUDABLE NI PROVISIONAL

Llegamos a casa justo para Navidad, las Navidades más


especiales de nuestra vida. Al fin éramos una familia,
cuatro para todo y todo para cuatro. Ahora era necesario
tener tiempo para conocerse –y no solo de visita–, para
conocernos en casa, solos, para adaptarnos y adoptarnos
de verdad. Porque la adopción empieza realmente cuando
los niños están en casa, ese camino bidireccional que
comprende la adaptación y el trabajo de crear sólidos y
saludables vínculos. Sí, digo «trabajo», pues no es una
tarea fácil.
Aquellas Navidades fueron una preciosa luna de miel.
Los días pasaban rápidamente, intensos y agotadores, pero
supusieron una tregua antes de empezar a normalizarnos,
sobre todo, para mi hija, que pronto tendría que
enfrentarse a nuevos comienzos, a retos titánicos.
Y es que la ley te obliga a escolarizar a los niños
recién llegados. Mi hija no sabía leer, escribir ni apenas
contar, ni en ruso ni en kazajo, pero, como tenía siete
años, la pusieron en segundo de primaria, donde sus
compañeros ya leían, tenían nociones del medio, lengua y
en matemáticas sabían hasta multiplicar.
Por mucho que insistimos, no hubo manera de que la
escolarizaran en primero, lo cual nos trajo innumerables
problemas. ¡Y encima nos incorporamos a mitad de
curso!
Para ella fue durísimo. Yo sabía perfectamente cómo
se sentía mi pequeña, pero pensaba que algún día las dos
sabríamos tanto o más que sus compañeros. Tan solo
tendríamos que aplicarnos un poquito más, no desfallecer
e intentar pasarlo bien aprendiendo. En poco tiempo,
tanto ella como yo sabríamos desenvolvernos en nuestros
respectivos nuevos papeles con confianza y seguridad, y
todos los esfuerzos tendrían su recompensa.
Tuvimos una gran suerte con el colegio y con la
primera maestra de mi hija, a quien quiero agradecer el
empeño, el esfuerzo y su dedicación, el haber sido la pieza
del motor que impulsó a mi hija a aprender, a adaptarse y
a sentirse en el colegio como una más.
Después de la escuela, pasábamos las tardes llenas de
vocales y sílabas nuevas para ella, imposibles de
memorizar; de números, restas y sumas que parecían que
jamás fueran a quedarse en su cabeza…
Tratábamos de generar un día a día plagado de rutinas
que intentábamos convertir en inercias. A base de
repetición, procurábamos crear costumbres, pautas de
vida, de una nueva vida para todos. Horarios de comida,
de aseo, de juego…
De todas las cosas, me quedo con los momentos de «a
cuatro»: las mañanas de los domingos todos juntos riendo
en nuestra cama, las salidas a cualquier parte los días en
que hace buen tiempo… No cambio por nada las siestas
en el sofá junto a los niños. Ni nuestros momentos de
complicidad y confidencias mi hija y yo metidas en la
bañera llena de espuma. O el sentir el cuerpecito del
pequeño cuando muchas madrugadas viene a mi lado de
la cama para poder seguir durmiendo. Es su manera de
espantar los miedos. Atesoro todos y cada uno de sus
besos, sus risas, sus abrazos, sus achuchones…
Con todo y con eso, los primeros meses fueron
agotadores. Todo lo referente a mí –ocupaciones,
aficiones, arreglo personal…– quedaron reducidas a lo
estrictamente necesario. Simplifiqué mis gestos diarios y
mi vida al máximo modificando mis prioridades.
Desde que llegaron los niños todo era improvisación a
partir de un argumento elaborado que era la rutina, sin
ensayos, sin marcha atrás. Algunas veces el día se
convertía en una sucesión de tomas falsas que no se
parecía en nada al guion que había imaginado. Resultaba
difícil adaptarse al nuevo ritmo. La gente te pregunta por
la adaptación de los niños, que en realidad es lo
importante, pero no menos difícil es la adaptación de los
mayores. Un hijo te cambia la vida; dos la vuelve
irreconocible.
Había tanto por hacer y por construir cada día que no
quedaba tiempo para mirarse el ombligo, aunque he de
reconocer que hubo una noche, al poco de que llegaran los
niños, en la que me desperté temblando de frío, con un
fuerte dolor de garganta y la nariz completamente atorada.
Sin ruido me levanté y fui a tomarme un vaso de leche
caliente con un par de aspirinas. Sentada en la cocina,
como un perrillo callejero contándose las pulgas, repasaba
mis dolencias al tiempo que tomaba conciencia de las
obligaciones del día siguiente. De pronto me sentí tan
agobiada…, tanto que lloré como una niña pequeña,
huérfana y desamparada, con el único deseo en el mundo
de que viniera mi madre –fallecida hacía muchos años– y
me cobijara. Sentí entonces lo que han debido de sentir
mis hijos y tantos otros niños, tantas veces…
Lo peor era no poder compartir esos sentimientos de
desánimo y frustración, pues siempre había alguien
dispuesto a acusarte de ingenua: «¿Qué te creías que era
ser madre?», «Desde fuera se ve muy fácil, ¿a que sí?»,
«¡Bienvenida al club!», «Con lo a gusto que estabas…
¿Quién te manda?», «¿No querías arroz?, pues toma dos
tazas»… No me entristecían las frases en sí, pues me
resultaban huecas; si acaso, arañaba el tono punzante,
poco compasivo y nada empático con el que eran
pronunciadas. Resultaba doliente por las personas de las
que procedían. Nunca se las oí a ninguna madre por
adopción.
En reuniones y cumpleaños las madres biológicas
podían quejarse en voz alta, nadie las cuestionaba. Entre
las madres adoptivas, muy pocas eran las que se atrevían a
decir que su vida no se parecía al cuento de hadas que un
día planearon, por miedo a que pensaran que no eran
buenas madres o que por ello querían menos a sus hijos.
Muy poca gente iba a entender que su amor estaba
germinando y se elaboraba día a día.
Hace muy poco que las madres adoptivas conocen que
eso que muchas han sufrido está tipificado. Existe y se
llama «depresión postadopción». Que puede ser una etapa
más que por desconocimiento se sufría en la sombra, con
angustia por no poder expresar sus emociones
contradictorias y por pensar que solo ellas se sentían así.
El caso es que por esa constante tensión, esos pulsos,
ese medir los límites, ese «a ver hasta dónde» que no
cesa, termina una envarándose y con la sensación de estar
de guardia, ajustando límites y formulando normas
constantemente.
Me da rabia sentirme una mandona, siempre con
«noes» a espuertas. «Esto no se toca». «Esto no se hace».
«Haz esto». «Haz lo otro»… Órdenes un millón de veces
repetidas. A veces me siento más cerca de la señorita
Rottenmeier que de la madre siempre dulce y tierna que
yo creía que iba a ser. Muchas veces me embargaba un
sentimiento de derrota.
¿Cómo eran posibles esas sensaciones por mi lucha
con dos niños pequeñitos que además eran en esencia
buenos? ¿Qué hubiera sido de mí si me hubieran tocado
en suerte dos Zipi Zapes de armas tomar?
Buscaba respuestas en libros, en Internet, en madres,
en educadoras y en las dos o tres personas sabias que la
vida me ha regalado como balsa de salvamento, a las que
acudir cuando no encuentro la salida en los callejones en
los que me he encontrado alguna vez. Me horrorizaba ser
para mis hijos sólo un obstáculo, un incordio; poco más
que alguien que les abastecía, les marcaba los límites
constantemente y les exigía cumplir unas incómodas
normas. Me entristecía que prefirieran quedarse en
cualquier sitio donde creyeran que existía una vida sin
normas, una vida más divertida sin la pesada de mamá.
Seguro que mi hija, cuando soñaba con tener otra madre,
no imaginaba una como yo cuando me pongo en plan
sargento para conseguir que obedezcan.
Tampoco yo, cuando soñaba ser madre, había pensado
en ese papel desagradable que nos toca. Cuando los
padres acariciamos nuestros sueños y creamos nuestras
propias expectativas, no tenemos en cuenta todas estas
objeciones. Pasamos por encima de ellas –si es que las
consideramos–, muy de puntillas y con mucha
prepotencia.
Pese a conocer el nombre y diagnóstico de lo que me
estaba pasando, creía que no tenía derecho a sentirme así.
Y durante un tiempo me sentí desbordada con «mis dos
tazas». Me costaba asimilar que enfadarme con nuestros
hijos e incluso desilusionarme de alguna de sus aptitudes –
de la falta de ella– no era síntoma de menos cariño.
Simplemente estaba aprendiendo a amarlos como son, no
como había imaginado que serían. Este aprendizaje
tampoco fue fácil. Tuve que aprender que podía dudar de
mis estrategias como madre sin temor a sentir que mi
maternidad era menos legítima. Que en cuestión de
estrategias educativas no se trata de instinto –nadie nace
sabiendo ser madre o hijo–, sino que se aprende con el
roce. Además, tenemos la obligación extra de conseguir
que nuestros hijos aprendan a querernos, que se vinculen a
nosotros, una tarea añadida con la que hay que hacer
malabarismos, pues somos las mismas figuras que
instauran las normas. A veces parece que no vayamos a
poder conseguirlo.
Al principio, mis hijos, a su manera, creían que
podrían vivir en cualquier casa. Había que entenderlos, en
su vida todo había sido mudable y provisional. Nunca se
me olvidará la primera vez que salimos de viaje los cuatro
y fuimos de visita a casa de unos amigos que tenían una
hija –también adoptada– para la que no existían los
límites. A mi hija aquel sistema le gustaba más que el
nuestro y decidió que se quedaría a vivir allí. Toda
cargada de paciencia, apelé a su corazón y le dije que
pensara en mí, que sin ella estaría muy triste, a lo que mi
hija me contestó que no me preocupara, que ella estaría
bien, y que de vez en cuando ya me llamaría. Traté de
explicarle que no era hermana de aquella niña que la
abdujo completamente y que sus papás no podrían cuidar
de las dos. Ni corta ni perezosa le preguntó a mi amiga si
cuidaría de ella también, a lo que esta contestó que por
supuesto. Volví a argumentarle mi dolor al perderla.
–Tenéis a mi hermano –me dijo.
–Pues piensa en él sin ti –le contesté.
–Él va a estar bien y yo también. No hay problema.
Nos costó muchísimo que se subiera al coche y,
cuando lo hizo, se pasó todo el viaje diciendo que ella se
iba a ir a vivir con su amiga, que no quería estar con
nosotros, que se lo pasaba mejor en aquella casa.
Al llegar a la nuestra, ya en su habitación, me puse
muy seria y esa noche le expliqué que las familias no se
escogen, que a ella le costaba entenderlo porque ella ya
había tenido dos familias, pero que uno no pasa de una
familia a otra sin más. Que para bien o para mal nosotros
éramos sus padres y su familia PARA SIEMPRE y que
nada iba a cambiar eso por muy terca que se pusiera.
Me abrazó y, contra todo pronóstico, se durmió feliz.
Cuando a la mañana siguiente se despertó sus primeras y
felices palabras fueron:
–Para siempre.
Nunca más pidió quedarse en ningún sitio ni con
nadie. En cambio, mi hijo durante mucho tiempo
gustosamente se hubiera mudado a casa de mi hermano
pequeño y su mujer, ya que cada vez que los visitábamos
se lo pasaba de cine y luego, a la hora de volver a casa,
siempre insistía en quedarse a vivir con ellos, ya que no
tenían hijos y nosotros teníamos a su hermana. A mí me
dejaría ir a verle cuando quisiera, decía...
Tal vez parezcan meras anécdotas, pero son grandes
retos emocionales que hay que afrontar. No es un camino
unidireccional, no puedes poner tú todo el amor. Como
mucha gente, nunca me había planteado que también tenía
que enseñar a querer y habrá quien piense que los
sentimientos no se enseñan ni se aprenden, solo se sienten.
Yo antes de tener a mis hijos también lo creía así.
En este proceso de vinculación tenemos que
comprender y asumir que también hay que aprender a
transmitir cómo nos gustaría ser queridos y, por extraño
que parezca a veces, hay que enseñar a nuestros hijos qué
significa querer y que los quieran de manera
incondicional.
Uno de esos momentos en que sabes que se produce
un avance en este sentido, un enorme paso, sucedió una
tarde en que estábamos los tres en el parque y los niños
andaban jugando en los columpios. Yo, que me estaba
quedando fría, empezaba a resentirme de la garganta, así
que busqué con la mirada algún sitio donde diera el sol y
estuviera resguardado del viento que soplaba frío pese a lo
brillante del mediodía. Localicé un parterre resguardado
del viento y al que le daba el sol, un poquito más allá de
donde jugaban ellos. Cuando iba para allá de pronto mi
hijo se bajó del columpio y vino corriendo llamándome:
–¡Mamá! ¡Mamá! ¡No te vayas, mamá!
–Pero si no me voy.
–Ven, ven, mamá. Ame la mano. –Y me condujo al
banco más cercano a donde ellos estaban jugando–.
Séntate aquí, mamá, ¿vale?
Y allí me quedé, helada de frío, pero con el corazón
calentito, flotando en una nube, creo que en el rincón más
umbrío y ventoso de todo el parque…
Lejos quedaron aquellas veces que en ese mismo
parque mi hijo recién llegado y con paso inestable echaba
a caminar justo en dirección contraria adonde
estuviéramos, como si quisiera huir de nosotros y de todos
sin mirar hacia atrás ni contestar, por muchas veces que le
llamáramos. Al final no había más remedio que correr
para «atraparlo» y traerlo a regañadientes enfadado y
berreando.
Poco a poco su actitud iría cambiando. Había
empezado por pedirme que no me fuera sin él a la calle o
a buscarme por la casa y traerse los juguetes adonde yo
estuviera para estar conmigo. Hacía tiempo también que
ya no se iba con cualquiera indiscriminadamente como al
principio, diciéndome adiós con la mano como para que
me fuera y lo dejara con quien quisiera que en ese
momento le hubiera tomado en brazos.
Ese día del parque hacía más de un año que estaban
conmigo y fue la primera vez que sentí que mi hijo
necesitaba que estuviera allí, cerca, mirándole. Ese nuevo
momento de pertenencia que vivimos dio paso a otras
muchas señales que indicaban que en sus corazones
también empezaba a germinar ese amor substancial y
necesario.
TE QUIERO, NO TE QUIERO…

El proceso de mi hija fue diferente. Es una niña muy


cariñosa, amorosa en sus formas, en su manera de ser y en
su manera de relacionarse, pero para que empezara a
sentirse cómoda de verdad con nosotros hubo de tener
claro que querernos –en particular a mí–, de verdad y
desde dentro, no significaba traicionar el amor que sentía
por su madre biológica.
Fue otro punto de inflexión. Algo se le movió dentro y
dio paso a permitirse quererme sin reparos cuando en una
de nuestras conversaciones llegó a entender que el corazón
es muy grande y que se puede querer mucho a dos o más
personas.
El camino hacia el corazón de nuestros hijos no es un
camino llano; está plagado de altibajos y creo que no
podemos hacerlo de manera unidireccional. Llegamos a su
puerta, pero ellos han de querer abrirnos y que entremos.
Según los manuales de adopción o los cursillos
preadoptivos, cuando tu hijo del corazón te dice algo
como «te odio» –o, como me tocó a mí, un «no te
quiero»–, es un momento de íntima alegría para los
padres adoptivos, porque es señal de que su hijo no teme
perderlos.
Pues bien, a mí me llegó el momento. Estaba
prevenida, me había preparado para ello y no sabía si iba
a ser duro o si resultaría una frase para enmarcar. Me
imagino que habrá niños y niños y «no te quieros» de
distintos matices. El mío fue de los de paspartú y marco
de plata por lo menos.
El primer e impactante «no te quiero» –sin el «ya»
que podría sembrar la duda de que en algún momento sí
me quiso– fue de mi hija; también lo tuve mucho después
de mi hijo, pero estaba más curtida. Una frase a
bocajarro, una prueba que hay que pasar y que, depende
de cómo y dónde te pille, eres capaz de superar o de
sortear de manera más o menos torera. Uno de esos
momentos en los que, justo cuando lo pasas y lo superas
bien, sientes la sensación absolutamente física del que
cierra una puerta tras de sí, se apoya de espaldas en ella y
exhala un suspiro de alivio. Bufff… Prueba superada.
Pues no.
Ese «no te quiero» rotundo y contundente fue tan solo
un capítulo que se abre, como pasar a otro nivel, un nivel
de esos juegos de videoconsola en los que entras y la
cueva es más profunda y los enemigos más rápidos y más
listos. De pronto me encontraba como Lara Croft,
batallando y esquivando escaramuzas, pero sin la forma
física ni mental de la heroína y con la sensación de tener
que andar todo el tiempo ojo avizor, dispuesta a esquivar
cada ofensiva que mis inquietos contendientes me tenían
preparada, emboscadas y trampas de estos pequeños
psicólogos que eran incontables cada día y que acababan
por disipar cualquier resto de paz interior y armonía.
El «no te quiero» fue, de alguna manera, el descorche
de la botella. No se equivocaban los manuales y los
estudiosos de la psicología adoptiva en señalar esta frase –
o alguna similar– como un punto de inflexión, el que
marca un antes y un después en la trayectoria particular
del apego.
Después de una tregua corta, de un volver las aguas a
su cauce, empezó una letanía diaria de «no te quieros»
que prorrumpían infaliblemente en cada enfado, en cada
situación de desencuentro. Huelga decir que, tras la
tregua, vino una sucesión de jornadas incómodas de
rebeldías puntuales y en los sucesivos cuatro días
siguientes oí la misma frase, con un comportamiento
rayando en lo insolente, manifestando un carácter fuerte –
que ya conocíamos–, difícil de doblegar por las buenas.
Así que, intentos de conciliación y estrategias pedagógicas
aparte, y dejándole muy claro que no era por su falta de
amor hacia mí, sino por su mal comportamiento, eché
mano de la variedad de castigos de la que disponíamos. A
saber, dormir la siesta en la cama y no pasarla en el sofá
viendo los dibujos, quedarse en casa y no ir a jugar a casa
de los vecinos… Antes de agotar el repertorio decidí tener
una conversación con mi hija, que, además, había pasado
a usar las lágrimas y abusar de su vena melodramática,
haciendo de cada pequeña contrariedad una auténtica
tragedia.
Hoy que ya todos nos conocemos más, los pulsos han
pasado a ser negociaciones, pero el caso es que, al cuarto
día de «no te quieros», me dije «basta» y pensé que debía
empezar a demostrarle que el cariño no está sujeto a
arbitrariedades. Decidí explicarle que el amor no siempre
es algo que surge de pronto y que no puede ponerse y
quitarse como si de una prenda de vestir se tratara: hoy
hace frío, me la pongo; ahora me molesta porque hace
calor y me la quito. No.
La senté frente a mí y con tono de voz muy sereno le
dije que las palabras «te quiero», que tantas veces me
había dicho, son muy importantes y no pueden usarse con
ligereza. Empezó a interrumpirme agarrándome y
tirándome de las manos para que no siguiera hablándole
de esa manera. No le gustaba.
Me puse seria y le pedí que me escuchara con un tono
que no daba lugar a dudas. Tenía que oír lo que quería
decirle y al menos los minutos siguientes me prestó
atención.
Cogidas de las manos, le conté despacito y con
palabras facilitas que el amor no es algo que aparezca de
un día para otro y le conté nuestra historia, la de mi
marido y mía. Le hablé de cómo al principio nos
gustábamos mucho y el amor vino poco a poco y fue
creciendo. Que en los años que llevamos juntos nunca le
he oído decir que no me quiere ni yo jamás le he dicho
«no te quiero» por enfadada que estuviera con él. Porque
si alguien quiere de verdad a otro, solo le dirá «no te
quiero» cuando ya no quiera volver a verlo más, pues son
las palabras más dolorosas que se pueden oír de la
persona que amas. Porque decir eso es hacer mucho daño
y, cuando de verdad quieres a alguien, no deseas que
sufra.
Me interrumpió para decirme:
–Yo ahora te quiero, mami.
Fui más allá. Le dije que viajamos siete mil
kilómetros muy ilusionados para conocerla a ella y a su
hermano, y que desde ese momento empezamos a
quererlos. Yo comencé a quererla en cuanto la conocí y
eso ya era para siempre. Que por enfadada que estuviera
nunca le diría que no la quería porque eso sería decirle
una mentira, pero que había llegado un momento en que
empezaba a pensar que de verdad ella no me quería a mí,
porque si me quisiera no me haría daño diciéndome eso
todos los días.
–¿Dónde te duele? –me preguntó.
–En el corazón.
Se puso aún más seria y jugó su última carta.
–Vale, yo mañana a Kazajistán.
¿Intento de manipulación? Tal vez, pero tengo que
explicar que a mi hija lo que más miedo le daba, más que
las vavaikas (brujas) o las ottenki (sombras) por las que
duermen con una lucecita para «espantarlas», era que la
mandásemos de vuelta a Kazajistán.
Le dije que solo volvería el día que ella quisiera. Que,
tanto si me quería como si no, no la íbamos a devolver
nunca a Kazajistán y que no tenía que quererme a la
fuerza. No era obligatorio, pero no debía jugar con el
cariño que yo sentía por ella. Que no me confundiera con
«ahora sí te quiero, ahora no», porque eso no era posible.
La dejé y se puso a ver la tele. Al rato vino, me abrazó
muy fuerte y me dijo:
–Yo pensar y, mamá, yo sí te quiero. Quiero a mi
hermano, quiero a papá y a mamá. ¡Mucho te quiero,
mami!
Ya ha pasado mucho tiempo desde ese episodio y
hemos tenido rifirrafes, enfados y ha habido castigos, pero
no ha vuelto a usar su cariño como moneda de cambio.
Creo que entonces dimos un pasito adelante en esos
intrincados caminos del apego, el vínculo y las relaciones.
Mi hijo tardó un poco más, pero también, un día que
volvíamos del colegio, me soltó el «pues ya no te quiero».
Su frase también era producto de una rabieta, aunque al
menos incorporaba un «ya». Yo tenía un día de esos en
los que mi paciencia brillaba, pero por su ausencia. Paré el
coche en la cuneta, me volví muy seria y le dije que qué
pasaría si yo le dijera lo mismo. Se encogió de hombros y
me dijo poniendo vocecita de bebé:
–¡Aaah, tú no puedes!
Me dejó de una pieza. Al menos tenía claro que yo no
podía dejar de quererle, aunque al parecer él sí podía usar
ese arma arrojadiza. Jugaba a eso y lo hacía con un «as»
en el corazón.

MADRE VERDADERA

El juego favorito de mis hijos es ser bebés. No es raro que


se comporten como si fueran mucho más pequeños de lo
que son. Es cuando soy más consciente de lo mucho que
han dejado de vivir, de experimentar esos gestos
maternales que a veces me demandan. Cuando tuve que
volver a trabajar tras la baja de maternidad, mi hijo
constantemente se me volvía un bebé: hablaba como un
bebé, me pedía brazos y que le diera de comer con la
cuchara. Esa era su forma de decirme que me echaba de
menos, regalándome el bebé que me perdí, reclamándome
la madre que le faltó.
El momento más difícil que hemos vivido con mi hijo
fue cuando se enteró que antes que yo tuvo otra madre.
Mis hijos siempre han sabido cómo se formó nuestra
familia. A su alcance siempre hemos puesto fotos, vídeos
y explicaciones. Cuando en el cole explicaron cómo nacen
los bebés, sorprendía el desparpajo con el que mi pequeño
solía informar a bocajarro que él no había estado en mi
barriga. Lo hacía sin discriminación. Bien podía
contárselo al carnicero o a una madre que estuviera
esperando junto a mí a la salida del colegio. Su manera de
abordaje favorita, para desconcierto de su interlocutor,
era:
–¿Sabes que yo no estuve en la barriga de mamá?
Pero de saber que no estuvo en mi tripa a descubrir
que eso significaba que antes que yo tuvo otra madre que
no pudo cuidarlo hubo un trecho; fue una sorpresa difícil
de encajar.
Sucedió en una conversación entre hermanos sobre
mascotas. El pequeño le contaba a su hermana que cuando
mamá le comprara la tortuga que quería ya tendría su
segunda mascota, ya que nuestra perra era su primera. Mi
marido y yo los escuchamos desde el salón mientras se
comían un helado en la terraza.
–No –le decía la niña al niño–, la tortuga sería tu
tercera mascota. Bruna es la segunda.
–¿Segunda?
A mi hijo no le salían las cuentas.
–Sí, antes, cuando vivíamos en Kazajistán, tuvimos un
perrito.
–¿Ah, sí?
–Sí. Y mamá es nuestra segunda madre. Allí teníamos
otra.
–¿Tuvimos otra madre?
–Sí, pero no podía cuidarnos.
Enseguida vino a preguntarme si aquello que le
costaba tanto creer era cierto.
–¿Yo tengo dos mamás?
Producto de esa conversación tan espontánea, nuestro
hijo afrontó con dificultad el comienzo de curso y las
noches volvieron a ser accidentadas y largas. Fue una
etapa muy dura para él, para mi hija –que removía sus
recuerdos– y también para mí, que buscaba la manera de
ayudarles a encajar el puzle de su historia a la vez que
tenía que asumir y reflexionar sobre cómo integrar en
nuestra vida a su madre biológica, la cual de pronto se
había vuelto casi palpable.
Un día, estando solos él y yo en la cocina, sin venir a
cuento, es decir, sin haber hablado de ello durante días,
me preguntó de repente:
–¿Todavía me querrá?
No hacía falta saber en quién estaba pensando.
El caso es que aquella mujer empezó a tomar
consistencia y a formar parte de nuestras vidas. Me di
cuenta de que no podía tratar de disfrazar la realidad,
tratar de desfigurar la natural verdad de que mis hijos
tuvieron otra madre, una persona con nombre propio, no
solo «una mujer que los parió», no «una señora que les
llevó en su barriga». Tuvieron…, tienen una madre de
nacimiento. Gracias a ella están conmigo, pero por
entonces aún en mí ponderaba la idea de que por ella mis
hijos llevarían a su espalda cicatrices emocionales que no
dejarían de supurar nunca.
Los niños, cuando llegan a nosotros, tienen una
historia, su historia, y hay que asimilarla, hay que
ayudarles a que la asimilen. Porque lo necesitan, porque
todos necesitamos saber de dónde venimos para construir
nuestra biografía. Pero ¿cómo hablarles de realidades tan
crudas y dolorosas? Creo que escogiendo muy bien las
palabras que se implantarán en su memoria. Nos toca a
nosotras, sus madres, describirles lo que pasó o lo que
pudo ser que pasara. Cambiar las palabras no cambia un
pasado, pero puede hacerlo menos perturbador:
«renuncia» en lugar de «abandono», «imposibilidad» y no
«negligencia»…
No se trata de inventar nada, solo de hacerlo más
digerible, menos duro, procurando adecuar a su medida –
no a su edad– la información que solicitan, admitiendo lo
que desconocemos y poniendo mucho cuidado en que ese
desconocimiento no les parezca que se trate de un secreto
que queremos guardar.
Me ha costado modificar aquella idea primitiva que
tan clara tenía sobre la madre biológica de mis hijos. No
hay sido fácil. He tenido que ir cambiando yo,
modificando creencias y pautas, adaptándome a lo que
aprendía y comprendía que era lo mejor para ellos.
Mis hijos antes que yo tuvieron otra historia y otra
madre. Mi hija la recuerda. Tenía cinco años cuando fue a
vivir a una institución, cuando la separaron de su
hermano, que entonces tenía siete meses. La recuerda y
recuerda su vida con ella. Su mente tiene lagunas que
salva con imaginación. Los dos fantasean. Su hermano no
recuerda nada, pero también la imagina y se pregunta qué
pasó, por qué no pudo cuidarles.
–Mamá…, aunque mi madre de nacimiento no pudo
cuidarme yo la quiero y la perdono –me dice.
Aún no entiende muy bien lo que significa la palabra
negligencia ni desamparo, pero sabe que nació de otra
barriga que no es la mía. También sabe, igual que su
hermana, que ha sido un niño muy deseado, tanto como
para recorrer cielo y tierra durante cuatro años y siete mil
kilómetros para llegar a encontrarlos.
Aunque no entiendan, perdonan, los dos perdonan. Y
yo he comprendido que nada tengo que perdonar porque
nada sé de las circunstancias feroces de la mujer que me
ha dado a mis hijos. He aprendido a hacerle un sitio, el
sitio que necesitan mis hijos que tenga para poder vivir en
paz y sin misterios impenetrables. Sé que tengo que
ayudarles y ayudarme a integrar completamente a aquella
mujer que los trajo al mundo. Que tengan claro, como he
llegado a tenerlo yo, que también es su madre, pese a todo
y sobre todo. Y cuando alguien les pregunte –que lo
harán– sobre su «madre verdadera», sean capaces de
responder que tienen dos, una que les llevó en su vientre,
por la que poseen esos hermosos ojos de media luna, y
una que les cuida y les enseña a responder preguntas
inoportunas, a la que deben esa paz y la sonrisa con la que
responden.
Ahora sé que para darles esa paz no puedo yo sentirla
una amenaza.

PEQUEÑOS GRANDES HÉROES


La otra tarde mi hijo, al volver con su hermana de una
fiesta, me preguntó mientras se desabrochaba las
deportivas:
–Mamá, ¿tú me quieres?
Yo sin pestañear y muy seria le respondí:
–Que no te quepa ninguna duda, hijo mío… ¡No te
quiero nada en absoluto!
La carcajada al unísono fue monumental.
Es esta una anécdota familiar cargada de sentimiento
y de significado.
Seis años han tenido que pasar para poder bromear
con naturalidad con un tema tan importante como es la
seguridad de sentirse amado incondicionalmente.
Y diez años han pasado desde que tomamos la
decisión de ser padres por adopción. A mis hijos los sentí
míos desde que entraron en mi vida, pero he aprendido
que en todas las circunstancias trascendentales de la vida
es importante normalizarlo todo. Me encanta sentir que
soy su madre y no adoptamos por altruismo, para eso
existen un millón de vías, necesarias y beneficiosas.
Adoptamos porque sentimos una profunda y legítima
necesidad de ser padres y esta vía nos parece una genuina
forma de serlo, con la que hay que luchar mucho para
conseguirlo y que tiene muchas dificultades, pero en su
forma, no en el contenido.
Por todas partes surge la noticia de que no hay niños
adoptables. Las adopciones han bajado en número casi a
la mitad de hace cinco años y en cambio las cifras son
demoledoras: en el mundo hay ciento sesenta y cinco
millones de niños abandonados, niños que crecen sin
padres ni familia, en unas instituciones por cuya estancia
su herida psicológica puede llegar a ser más profunda que
la sufrida por el abandono materno. Y hay muchísimas
personas muy válidas que están deseando convertirse en
padres o madres, a los que se les va la vida en un
interminable proceso.
No podremos cambiar que haya tanto abandono,
tantos niños desprotegidos o sin familia, pero sí se puede
modificar el proceso, el procedimiento, para aliviar esa
gran desproporción de tiempos de espera a uno y otro lado
de la adopción. Entre familias y niños hay un enorme
aparato burocrático que hay que cambiar.
Habría que cambiar también la mentalidad y la
preparación a los aspirantes. Todas las familias adoptivas
deben prepararse mucho y además conocer y asumir la
larga lista de tareas que van a tener que abordar, sobre
todo en el plano emocional. Pero, por encima de ello,
habría que modificar el sistema de adopciones. Se
deberían buscar padres para niños y no niños para padres,
y sobre todo el proceso debería ser más ágil, trasparente y
eficaz.
Hoy hay mucha más información que antes sobre el
mundo de la adopción y este libro quiere ser una prueba
de ello, pero lo que aún no hay es un sistema preparado
para ayudar a esos niños, y ahora hablo de los niños que
ya han sido adoptados, esos pequeños grandes héroes que
necesitan una sociedad que les reciba también con los
brazos abiertos, sea respetuosa con ellos y esté dispuesta a
ayudarle
 

En la ESCUELA, donde hoy por hoy solo depende de


la suerte el que te toque un profesional capaz y
comprometido, que entienda las particularidades
adoptivas y lo que implican, para que te ayude a sacar
a tu hijo adelante.
En el SISTEMA DE SALUD, que no contempla ni
abarca terapias o asistencia especializada y que sean
específicas para niños adoptados. En muchas
ocasiones son terapias largas y costosas, y si están
dentro del sistema de salud, no se encuentran en todas
las ciudades, ni siquiera en todas las comunidades.
En los MEDIOS DE COMUNICACIÓN, donde
frecuentemente se empeñan en señalar la
circunstancia de la adopción como algo negativo y
significativamente problemático, manchando la
imagen y estigmatizando a la adopción y a los niños
adoptados. Una llamada de atención a esos
periodistas, escritores, guionistas… de esos medios,
informativos, series de televisión y películas. Habría
que recordarles que la adopción no es un problema,
sino una solución, la oportunidad de dar a muchos
niños maravillosos una nueva familia donde crecer con
amor. Hay infinidad de adultos que fueron adoptados
y tienen una vida impecable.

Todos sabemos que hay niños y familias que no logran


vincularse, que los problemas les superan o que no han
podido conciliar sus expectativas con la realidad. Para eso
es necesario un sistema de protección que funcione. Que
detecte los problemas y que ayude a resolverlos sin
intrusismo y con profesionalidad.
En el proceso de adopción, antes y después de
adoptar, hay muchas cosas que habría que cambiar y
cuesta creer que, lejos de mejorar, acortar los tiempos,
preparar a las familias, simplificar los trámites, a medida
que el tiempo pasa se complica más y más. Pero aún con
tantos obstáculos, adoptar es una aventura extraordinaria.
El camino de la adopción puede ser de muchas
maneras y el recorrido hasta llegar a ser madres en el
sentido pleno de la palabra puede llegar a ser un gran reto,
pero si hay algo de lo que no puede caber ninguna duda es
que merece la pena.
Los hijos por adopción son muy deseados, cuyo amor
tenemos que conquistar. Un reto difícil y apasionante.
Mis hijos –los dos–, me enseñan cosas cada día, cosas
de la vida, cosas que ellos mismos a lo mejor ignoran
todavía pero intuyen...
No los traje al mundo, pero los traje a mi mundo y
desde entonces ellos me mudaron los límites, los sueños y
la vida, la inundaron de luz. Siendo aún tan pequeños, me
doy cuenta de cuánto me queda a mí por crecer para
llegar a estar a su altura. Porque mis hijos, sin lugar a
dudas, son dos pequeños grandes héroes.
Día a día sigo aprendiendo a ser su madre.
El abrazo de la piel
El altruismo de las familias de urgencia
frente al racismo en la sociedad
Por LORETO CASTILLO VALLEJO

Si para conseguir lo conseguido


tuve que soportar lo soportado (…),
tengo por bien sufrido lo sufrido,
tengo por bien llorado lo llorado.
FRANCISCO LUIS BERNÁRDEZ

Cuando me veo frente al ordenador escribiendo la historia


de mi familia y recuerdo cada sentimiento, cada lágrima,
cada alegría, cada suspiro, cada pálpito de mi alma…
Cuando miro a mis hijos y los veo ahí, jugando en el
salón, entonces me doy cuenta de que todo, absolutamente
todo lo pasado y vivido, ha merecido la pena.
Soy madre de cuatro niños de diferentes etnias en un
tiempo y en un lugar donde el racismo sigue existiendo. Y
a mis hijos les afecta. Y a mí se me parte el alma.
Soy madre de niños que no nacieron precisamente en
cunas de oro, en un tiempo y en un lugar donde también
existen personas maravillosas, tremendamente generosas,
que hasta que llegaron a nuestra familia acogieron a mis
pequeños de manera temporal y los cuidaron igual que si
fueran suyos para siempre.
Sí, soy madre en un tiempo y en un lugar donde
conviven ambas realidades: rancias y trasnochadas
conductas racistas, frente a corazones altruistas que
ayudan a otros corazones sin la necesidad de promesas
eternas.
Por mis hijos espero que los segundos acaben
venciendo a las primeras, que puedan vivir en un mundo
abierto a la diferencia, un mundo tolerante que sepa
comprender, el mundo lleno de cosas bonitas que se
merecen los valientes, los héroes como ellos.
Hasta entonces, mientras se lleva a cabo la utopía, a
ras de suelo, en la cotidianeidad, mi familia existe, con sus
peculiaridades, con los problemas y con todo lo
maravilloso que hay en cada una de sus partes y en
conjunto. Y en esa cotidianeidad quizás una de las
preguntas que me hacen con más frecuencia es cómo me
organizo en casa con cuatro pequeños. Aun hoy, ni yo
misma sé qué responder. Solo que he aprendido, aprendo
y aprenderé a ser madre a base de intuición, pues a esta
aventura todavía le quedan muchos capítulos y es
probable que los más difíciles estén por llegar.
No sé muchas cosas, pero de lo que sí estoy
convencida es de que mis hijos me encontraron a mí, no
yo a ellos. Solo así me explico la serie de casualidades,
buenas y malas, que se sucedieron para que llegáramos a
ser la familia que somos en la actualidad.

NOES Y SÍES

–En esta consulta no se habla de adopción.


El doctor me miraba fijamente y sonreía con ironía.
Ser padres era algo que entraba en nuestros planes y a
ello nos pusimos dos años después de casarnos. Pero
pasaba el tiempo y todo seguía igual. «El próximo mes»,
me decía para animarme. El caso es que al siguiente mes
tampoco ocurría el milagro y, mientras, a mi alrededor,
mis amigas se quedaban embarazadas en cuanto se lo
proponían.
–¿Para cuándo un bebé? Ya lleváis mucho tiempo
casados.
La eterna pregunta. La temida y eterna pregunta de
familiares y amigos en el martirio que suponía todo tipo
de acontecimientos como bautizos, comuniones...
–Ahora tenemos mucho trabajo.
La misma respuesta. La que ahogaba el llanto y se
pronunciaba con una risa forzada. Dentro, mi corazón
lloraba. Por fortuna la familia cercana nunca nos hizo
sentir mal; aun así, no era algo de lo que pudiera hablar
sin tapujos. Me costaba mucho por el dolor que sentía.
Yo, que era la alegría personificada, tenía un gran
problema y no sabía cómo contarlo, así que decidí callar.
Es increíble cómo la gente siente poco reparo en
preguntar sobre la vida íntima de los demás. Incluso hubo
quien nos dijo que éramos unos egoístas por no querer
tener hijos. Con ese tipo de gotas amargas se fue
apagando mi felicidad.
Llegaron entonces los médicos. Y los análisis. Y las
pruebas. Y el estrés. Y el dolor físico. Y el dolor
emocional. Y el diagnóstico incierto: «Infertilidad de
origen desconocido». Y el «¿ahora qué?».
–Seguid intentándolo. Relajaos. Tarde o temprano lo
conseguiréis.
Relajarse. Ya, claro…
Llegaron entonces los tratamientos. Difíciles.
Incómodos. Poco saludables. Nada baratos. Y los que
resultaron fallidos. Uno. Otro. Otro. «Si este no funciona,
se busca uno mejor». Y nosotros como borreguillos, de un
lado a otro….
Tres años. Tres larguísimos años.
Puede que en aquella sala no se hablara de adopción,
pero en mi cabeza ya era una idea recurrente después de
tres años de tratamientos de fertilidad. La alegría con la
que empezamos ese largo y duro camino se había
transformado en una verdadera agonía. En un día a día sin
esperanzas con la única meta de tener hijos; a eso se
redujo nuestra vida. Ahora lo recuerdo con mucha
tristeza.
Desilusionados y sin ahorros, agotada, muy agotada,
frente al doctor fue cuando le pedí que me dijera que no
lo conseguiríamos, que paráramos, que podríamos
adoptar. Pero en aquella consulta no se hablaba de
adopción.
Después del último tratamiento y totalmente rendidos
física y psíquicamente, nosotros mismos tomamos la
decisión: era hora de dejarlo. ¿Pero qué significaba
aquello? ¿Resignarnos a no tener hijos? ¿Esperar un
embarazo espontaneo? ¿Empezar a barajar la posibilidad
de la adopción?
Cuando sacaba ese tema, mi marido lo esquivaba,
quizás porque gran parte de los hombres no ven la
paternidad de la misma manera que las mujeres vemos la
maternidad.
–Podemos quedarnos como estamos. Viviendo solos
no estamos tan mal –me decía y yo miraba a mi
alrededor: nuestra casa, grande y bonita, estaba hecha
para llenarla de niños.
No, dejarla vacía no era una opción. No concebía mi
vida sin hijos, no la visualizaba sin ellos. No sé cómo,
pero los tendría. De eso estaba segura.
La chispa que arrancó el motor y que hizo cambiar de
idea a mi marido vino de la mano de una amiga de mi
hermano y mi cuñada. Era cooperadora en Etiopía, donde
pasó mucho tiempo ayudando a niños y a sus familias.
Nos contó las condiciones en las que vivían, nos enseñó
fotos y, antes de marcharse, me regaló un primer plano
enmarcado de dos pequeños, con esa mirada limpia que
solo se tiene en la infancia, junto a una dedicatoria: «No
te rindas».
Esa imagen y esas palabras cambiaron las cosas.
–Si quieres, adoptamos, sí –me dijo mi marido cuando
se lo volví a plantear.
En ese instante recordé lo que era ser feliz, algo que
durante muchos años había olvidado. Al respirar, notaba
cómo no solo el aire, sino también la alegría, recorrían
todo mi cuerpo.
Con ese «sí» comenzaba la historia más bonita del
mundo y mi vida cambiaría para siempre.
REALIDADES

En la primera charla informativa a la que acudimos nos


hablaron de la realidad de la adopción, la cual distaba
mucho de ser un camino de rosas. Los técnicos no
ocultaron nada, lo cual agradecimos, pues así éramos
conscientes de a qué atenernos. Quizás aquella
información echara para atrás a más de uno, pero ¿qué me
iban a contar a mí de dificultades? Yo había pasado ya por
tanto…
No, ni aquella charla informativa, ni nada, ni nadie
podrían desanimarme de querer tener un hijo, ni tampoco
podrían convencerme más de lo que estaba.
Durante el proceso de adopción, especialmente
durante los cursos a los que acudíamos semanalmente, en
los cuales compartíamos y aprendíamos junto a otras
familias, en quien sí noté un gran cambio de actitud fue en
mi marido. De ese «sí» inicial, pasó a estar cada vez más
convencido, más contento.
Iniciamos el trámite de adopción doble: nacional e
internacional, decantándonos finalmente por China. Nos
gustaba el país, nos gustaba su cultura y parecía que el
proceso era rápido y claro.
Mientras hacíamos los trámites, las entrevistas con los
psicólogos y pasábamos por la temida valoración de
idoneidad, mantuvimos cada avance casi en secreto, pues
no habíamos hablado con nadie de ello, salvo con mis
hermanos. Aún no se lo había contado a mis padres
porque no me sentía preparada. Quizás porque
inconscientemente creía que podría ser un nuevo fracaso.
Pero como no podía mantenerlo oculto por mucho más
tiempo, aprovechamos una reunión familiar para
comunicarlo.
–¿Qué os parecía si adoptáramos a una niña o niño
chino?
Enloquecieron de alegría. Creo que en ese momento
ya se veían abuelos de una carita de luna con ojos
rasgados.
Desde luego, el proceso de adopción es un continuo
contraste de sensaciones. Toda la dulzura en los
sentimientos de mis padres y sus buenos deseos hacia
nosotros chocaban frontalmente con la dureza de, por
ejemplo, las entrevistas personales con el psicólogo. Cara
a cara con un desconocido desgranando tu mente y tu
alma, mientras toma notas y te mira con una sonrisa de la
que sospechas, te preguntas qué estará pensando de ti, de
tu relación de pareja, de tu infertilidad, de tu salud
mental…
–¿Habéis decidido el país de origen del niño? –me
preguntó en una ocasión.
–Sí, China.
–¡Claro! Las niñas chinas son muy bonitas, pero ¿qué
pasará cuando sea mayor y le llamen «tapón de alberca»?
¿Qué pretendía diciéndome eso? ¿Era algún tipo de
estrategia? Ya sabía que mi hija o mi hijo sería diferente.
Sabía que debíamos estar atentos y preparados a todo lo
que se nos avecinaba. Era consciente de ello y de que solo
el hecho de ser adoptado era ya una diferencia que habría
que trabajar con nuestro hijo.
En ese momento me callé y no respondí, pero en la
siguiente entrevista, en un momento de distensión y como
el que no quiere la cosa, le manifesté que no me había
gustado nada lo del «tapón de alberca».
–Eso no me lo vas a perdonar nunca –contestó entre
risas.
Y tenía razón.
–Te presento a mi lindo tapón de alberca –le recordé
meses más tarde, con la asignación en la mano.
La asignación. Llegó después de más entrevistas, las
cuales superamos para lograr una valoración positiva y ser
considerados «aptos» para la adopción. Llegó después de
remitir mil y un documentos y certificados a China: de
nacimiento, de matrimonio, ingresos económicos,
médicos… Hubo que pedir tantas citas en tantos sitios…
Cada legalización era tan lenta…
Una vez tradujeron todo nuestro expediente, nos
dijeron que la espera rondaría los siete u ocho meses.
¡Qué poco tiempo y cuánto tiempo a la vez!
Recuerdo la espera de una manera muy especial. Fue
un momento muy dulce en mi vida. Creo que
inconscientemente la viví con la mágica sonrisa que se
instala en la cara de cualquier embarazada. Recomendada
por otras «mamis chinas» –así nos llamábamos en los
foros de Internet–, conseguí varios documentales de
adopciones en ese país y, cuando me sentía impaciente o
me notaba de bajón, los veía entusiasmada. Me imaginaba
a mí misma en esa entrega, cogiendo entre mis brazos a
mi niña para ya no soltarla nunca. Aquellos documentales
fueron una gran terapia para mí; eran tan bonitos, las
entregas eran tan perfectas…
Sin embargo…
La entrega que viví fue horrible, totalmente distinta a
las de aquellos documentales.
Llegamos al lugar de procedencia de mi niña
veinticuatro horas después de nuestra salida de Madrid,
exhaustos, sin apenas haber dormido ni comido, pero
emocionados, felices y cada vez más nerviosos. Después
de muchos meses de espera, estando ya allí, aún quedaba
un poco más: no la veríamos hasta el día siguiente. Nos
llevaron al hotel y por fin pudimos descansar. A la
mañana siguiente nos reunimos con las otras familias en el
hall. Como la entrega no sería hasta las tres de la tarde,
disponíamos de algún tiempo para ir a algún centro
comercial de la ciudad y comprar el carrito.
A la hora indicada nos llevaron al registro civil de la
ciudad, el lugar donde se haría la entrega. El calor a esa
hora era insoportable y extremadamente húmedo, tanto
que apenas se podía respirar. El aire acondicionado no
aliviaba la sensación de agobio en la sala de espera.
–¡¡¡Son las niñas!!! –gritó una madre que se asomó al
pasillo al oír revuelo.
El corazón se me salía del pecho cuando vi entrar al
grupo de cuidadora con las niñas en brazos, junto al
director del orfanato. Los padres nos apelotonábamos y la
guía nos pedía calma. Yo miraba cada una de aquellas
caritas asustadas buscando a mi niña. ¡Y la vi! ¡La vi!
–¡¡¡Es ella!!! –le gritaba a mi marido.
La situación era caótica: todos los padres
arremolinados alrededor de las cuidadoras y las niñas
asustadas. Al menos la mía lo estaba, pues se agarraba con
fuerza a la persona que había estado cuidándola. Debía de
tener tanto miedo en ese momento…
Al decir su nombre me acerqué, la cogí en brazos y
aspiré su olor. Notaba su piel en mis manos. Era pequeña,
pesaba poquísimo… La tocaba, la miraba… Era como si
el tiempo se hubiera detenido. Cuando me desperté, ella
lloraba sin consuelo. Por más que le hablábamos, por más
que la mecíamos, por más juguetes que le dábamos, esa
niña estaba aterrorizada con nuestra presencia.
En las entregas de los documentales nadie lloraba. No
había desorden. No hacía calor.
–Mama, mama –le decía la cuidadora, que lo
observaba todo a una distancia prudencial, señalándome
cuando la niña la buscaba con la mirada.
La pequeña la escuchaba, pero me miraba horrorizada
y se agarró con fuerza a ella del brazo como queriéndole
decir: «¡Sácame de aquí!». Pero la cuidadora nos la volvió
a entregar, para desesperación de la pequeña, y se fue
para no volver más.
La niña lo sabía y, a pesar de que ya no tenía fuerzas
para seguir llorando, gemía, lo cual era casi peor. Cuando
lo recuerdo, se me encoge el corazón.
Ya en el hotel, y con la niña rendida, dormida en la
cuna, por una instante, una milésima de segundo, me
sorprendí a mí misma preguntándome qué hacíamos allí.
¿Era necesario pasar por todo eso para ser madre? La
situación podía conmigo.
¿Por qué nadie nos avisó de lo terrible que puede ser
una entrega? ¿Por qué ningún padre adoptivo me explicó
lo difícil que era? ¿Por qué solo me contaron lo bien que
les había ido? ¿Por qué los documentales que vi y los
libros que leí solo hablaban de la perfección? Yo, que me
creía la madre más preparada del mundo, me sentía
abrumada, apenas podía controlar mis sentimientos y me
encontraba en estado de shock. Recuerdo aquel como uno
de los momentos más complicados de mi vida.
Mientras me debía en estas, mi esposo me abrazó. Era
lo que necesitaba. A veces es tan fácil como eso.
A la mañana siguiente, lo que para la niña fue un mal
sueño se tornó en pesadilla cuando, al despertar, se asomó
por la barandilla de la cuna y nos vio, con nuestra cara de
felicidad, sonrientes. Su reacción fue temblar de miedo y
pude ver cómo un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Se
volvió a tumbar, como queriendo desaparecer, y a mí se
me volvió a partir el alma.
Entendía su reacción, pues todo lo conocido para ella
había desaparecido y nada le era familiar. Sí, habíamos
adoptado a la niña, pero ahora hacía falta que ella nos
adoptara a nosotros.

PASADOS CONOCIDOS, PASADOS SIN


RESPUESTA
Desconocemos el pasado de mi hija. No existen
respuestas si nos pregunta por su historia antes de llegar a
nuestra familia.
Sí puedo contarle otras cosas como, por ejemplo, el
momento en el que ella nos adoptó a nosotros. Al segundo
día de estar juntos, la estaba limpiando con una toallita,
mientras le cantaba, le susurraba y le decía lo bonita que
era cuando, después de tanto llorar y tanta desconfianza,
ocurrió algo maravilloso: me sonrió. Fue tan bonito, tan
íntimo, tan nuestro…
A partir de entonces el día a día no pudo ser mejor.
Como luchadora que es, se fue adaptando perfectamente a
todas las situaciones sin quejarse y de manera tranquila.
A los seis meses de su llegada a casa, justo el tiempo
establecido por ley entre adopción y adopción, decidimos
abrir otro expediente internacional en China. Y, mientras
disfrutábamos instante a instante de la vida junto a
nuestra pequeña, esperamos la asignación de nuestro
segundo hijo. Dos años después, empezamos a
preocuparnos por la demora y decidimos reabrir el
expediente nacional, que había quedado paralizado
cuando llegó nuestra niña, en 2005. Teníamos esperanza
de que no tardaran en asignarnos un niño, pues se
escuchaban rumores de que las adopciones nacionales
habían empezado a movilizarse un poco, debido al boom
de las internacionales. Los tiempos de espera empezaban
a acortarse; de hecho, escuché de casos de conocidos que
en dos o tres años ya tenían la asignación de algún niño.
Tres meses después, con nuestra idoneidad
actualizada, recibimos una llamada de Asuntos Sociales
reclamando nuestra presencia en sus oficinas. Nos extrañó,
pues hacía tan solo una semana que habíamos estado allí.
–Tienen algo –dijo mi marido.
–¿Cómo que tienen algo? –repliqué.
–Ya verás.
Al día siguiente, más nerviosos que un flan, acudimos
a la cita. Nos pasaron a una sala, algo que nos resultó
extraño, y dos técnicas se sentaron junto a nosotros.
También parecían nerviosas, pues no sabían cómo
empezar.
–Hay un bebé de cinco meses.
¿Sería verdad?
En aquel momento no nos dieron más detalles, ni
siquiera el sexo, pero una vez iniciamos el papeleo y el
resto del proceso, nos contaron su situación real y el
motivo de su desamparo.
A diferencia de mi hija, conocemos el pasado de mi
pequeño. Estamos al corriente de absolutamente todo
sobre él.
–Hubiera preferido no saberlo –le dije a la técnica
cuando terminó de hablar.
Me dolió profundamente lo que escuché.
Los niños de adopción nacional vienen de una
situación personal y familiar muy complicada. La
vinculación con su familia de origen es imposible y nada
recomendable. Aquí no hay medias tintas. Si hay alguna
posibilidad de que un bebé esté de nuevo con su familia
de origen, nunca pasaría a adopción, sino a acogimiento
temporal.
Pero este no era el caso. La situación familiar de
origen de nuestro pequeño era tan difícil que
prácticamente en el mismo momento de nacer fue
declarado en desamparo.
Mientras mi marido y yo escuchábamos las
circunstancias concretas que le rodearon, nos fue
invadiendo un terrible sentimiento de culpabilidad.
¿Cómo era posible que nos estuviéramos «beneficiando»
de la mala suerte, infelicidad y desdicha de otras personas
que no tuvieron el apoyo o la suerte que tuvimos nosotros
por nacer donde nacimos?
Durante mucho tiempo le estuve dando vueltas a ese
tema. Hasta entonces nunca había pensado demasiado en
la familia de origen de mi hija, pues nada sabíamos de
ella. Pero ahora…
–Hubiera preferido no saberlo –dije.
–Al contrario. A tu hijo podrás darle respuestas; a tu
hija, no.
Aquello se me quedó grabado.
El día anterior a encontrarnos con él y, siendo
consciente de que a la vuelta de aquel viaje ya seríamos
uno más en la familia, empecé a darle vueltas a la cabeza.
¿Y si nos estuviéramos equivocando? ¿Y si no fuera tan
buena idea adoptar a otro niño? ¿Y si no se adaptaba
bien?

OTRO TIPO DE ENCUENTRO

Hay veces que las preguntas más terribles se disipan


fácilmente con una sonrisa.
El pequeño residía en un centro pequeñito de acogida
inmediata junto a otros menores.
–Es él –nos dijeron señalando a un bebé dentro de un
carro.
Nos miramos. Me lanzó una inmensa sonrisa, como si
me hubiera estado esperando, y me abrió los brazos como
diciendo «cógeme».
En aquel momento me sentí la persona más feliz del
mundo. Cogí a mi hijo y lo rodeé en un abrazo; él no
paraba de sonreír. Los técnicos observaban la escena
emocionados.
Le pasé el bebé a mi marido y el pequeño solo
sonreía. Nada que ver con el primer encuentro con nuestra
hija. Estaba claro que aquel pequeño estaba acostumbrado
a salir, a que lo cogieran, a que jugaran con él…
Cuando conoció a sus abuelas también se mostró feliz.
No extrañaba absolutamente a nadie y se dejaba coger de
unos brazos a otros. Su hermana jugaba, disfrutaba,
hablaba con él… Lo sentía plenamente suyo y eso nos
hizo enternecer a todos. ¡Qué parejita tan linda! ¡Qué
suerte habíamos tenido!
El día que nos lo llevamos definitivamente del centro,
desde el coche pude ver las lágrimas de los técnicos,
emocionados en la despedida. Ahí me di cuenta de lo
querido que había sido mi hijo en aquel lugar y por
aquellas personas, las cuales, pese a tener su propia vida,
su propia familia, habían incorporado a ella lo que sucedía
en aquel lugar.
Más allá de esas primeras impresiones, el regreso a la
rutina fue esculpiendo nuestra nueva vida. La adaptación a
la crianza de dos niños tan pequeños me costó muchísimo.
Yo estaba acostumbrada a estar con mi hija, que era un
ser apacible y tranquilo, totalmente distinta al pequeño,
temperamental y nervioso, que no paraba ni un instante y
que requería de mi completa atención. La sensación que
me embargaba era de estar permanentemente agotada, a
pesar de disfrutar a raudales de ellos.
Así fueron pasando los días, hasta que uno de ello
llegó mi esposo con la noticia de que lo habían llamado
del departamento de Asuntos Sociales de otra ciudad
distinta a la que había llevado todo el proceso de adopción
de mi hijo. Aquello me resultaba del todo extraño. Mi
marido sonrió. Algo le rondaba la cabeza, un
presentimiento.
–¿Seguís adelante con la segunda adopción en China?
–nos preguntaron sin rodeos cuando acudimos a la cita.
–Sí. ¿Por qué?
–Hay un bebé.
–¿Cómo que un bebé? –gritamos, mirándonos
incrédulos.
Y entonces nos contaron por qué nos habíamos
llamado a nosotros, a pesar de que no teníamos ningún
expediente abierto de adopción nacional.
–El bebé, que tiene seis meses, es familia de vuestro
hijo. Nadie de su entorno, ninguno de sus parientes
cercanos o lejanos puede hacerse cargo de él, por lo que
ha sido declarado en desamparo. Dado que tenéis otro
expediente de adopción internacional abierto, y por tanto
vuestra intención es la de aumentar la familia, habíamos
pensado en la posibilidad de ofreceros a vosotros esta
propuesta de adopción.
Nos quedamos sin palabras. Un pequeñajo volvía a
tocar la puerta de nuestra casa y, más aún, la de nuestro
corazón. Nuevamente el milagro se repetía.
«Cuéntanos cosas de él», pensé. Porque ya lo quería
como si lo acabara de parir. No nos dijeron mucho más,
salvo que vivía con una familia acogida desde las setenta y
dos horas de su nacimiento y que no era un niño del todo
sano: fue prematuro y sufría de algunas alergias e
intolerancias. Estaba débil y pesaba poco, pero no era
nada importante, nada que no se solucionara con una
buena dieta, con medicación y, sobre todo, con mucho
amor.
Lo que más nos sorprendió fue cuando dijeron que,
aun siendo parientes, su color de piel era diferente al de
mi hijo. Nos sorprendió, pero no nos importó. En el
pasado habíamos abierto nuestros expedientes de
adopción aceptando cualquier raza, así que aquello era
solo una anécdota. De lo que no cabía ninguna duda es
que íbamos a ser una familia diferente.
Nos dieron un par de días para pensarlo, pero con solo
mirar a mi marido ya sabía que todo estaba decidido.
Prácticamente dijimos sí en aquella misma entrevista.
Bajamos en el ascensor como si flotáramos en una
nube, mirándonos y riéndonos. ¿Sería posible que
fuéramos padres de nuevo? ¿Que se hubiera dado la
casualidad de ser la única opción para ese bebé?
El caso es que estábamos ahí en el momento preciso:
pendientes de una nueva asignación en China, deseando
aumentar la familia, siendo la primera opción…
Casualidad o no, ese pequeño ya tenía una familia.
Tras el primer impacto por la noticia, llegaron otras
dudas. ¿Cómo podía afectar que el nuevo miembro de la
familia fuera de una raza distinta a la de sus hermanos?
Mi gran miedo era que afectara negativamente. Consulté
el tema con unos amigos psicólogos, los cuales disiparon
mis temores. También los técnicos de adopción a los que
se lo comenté me tranquilizaron bastante:
–Es preferible que ese bebé vaya a tu casa, donde
convivís personas con piel de distinto color, a que vaya
con una familia en la que todos sean rubios con ojos
azules. En la diversidad de tu hogar él crecerá seguro, no
tengas ningún miedo.
En definitiva, todos los profesionales a los que
consulté estaban de acuerdo en que nuestro hogar era
perfecto para él.

EN EL RECREO
Una tarde llegó mi hija, que ya tenía seis años, y me
comentó que quería tener los ojos redondos, como yo.
Que la llamaban «china» y no quería serlo.
Sabía que afirmaciones como esa llegarían a casa en
algún momento, pese a que se había relacionado con los
mismos compañeros desde los tres años. Tarde o
temprano las diferencias raciales saltan a la vista, incluso
para los más pequeños. Cuando son muy bebés son
iguales, pero, a partir de determinada edad, empiezan a
darse cuenta de todo.
Siempre hemos hablado de la adopción en casa de
manera natural. Incluso ella había vivido en primera
persona la adopción de su hermano, llegando a estar en el
momento de la entrega. Siempre supo que ella misma
estuvo en un orfanato al cuidado de sus cuidadoras en
China y ahora le tocaba vivir la adopción de un nuevo
hermano.
No le sorprendía que el nuevo miembro de la familia
llegase a casa por medio de la adopción, reitero, porque lo
ha vivido y porque hemos sabido transmitírselo de manera
natural. Sabe que nada hay de malo en las palabras
orfanato, adopción, casa de acogida, cuidadoras… Las
palabras en sí no son feas o bonitas; eso depende del matiz
que se dé en cada momento de cada una de ellas.
A pesar de ello, la niña iba más allá. En su mente no
paraba de dar vueltas a algo. Intenté y, por fin, conseguí
averiguar cuál era su preocupación: el racismo que su
hermano pudiera sufrir en el cole.
Por supuesto, era algo que a mí también me
preocupaba, pero me sorprendió que ella fuera consciente
de ese peligro. Es cierto que mi hija siempre ha sido muy
madura, sin embargo, aquel pensamiento se debía,
además, a su experiencia personal. Me comentó que si a
ella la llamaban «china» de manera fea en el cole, a su
hermano le dirían «negro» con intención ofensiva en el
recreo.
«En el recreo».
Me quedé sin palabras.
¿Qué habría pasado mi pequeña en cada recreo de su
corta existencia? ¿Por qué nunca se quejó? ¿Están
preparados los colegios para asumir este maremágnum de
diferencias físicas en sus aulas? ¿Qué sucede en los
recreos? ¿Les hablan a los niños de igualdad, de
tolerancia?
Yo, que en aquel momento era la presidenta de la
asociación de familias adoptivas de mi ciudad, que había
preparado y escuchado decenas de charlas de los mejores
profesionales en el campo de la adopción, que había leído
mil libros sobre el tema, yo, que me sentía la madre más
experimentada, me quedé sin argumentos ante la terrible
realidad de un recreo y de la preocupación de una niña de
seis años por que no se metieran con su hermano.
Ni más ni menos.
Con un nudo en la garganta, me armé de valor para
coger a mi hija y su sufrimiento, y a su nivel, con sus
palabras, tuve que consolarla para darle a entender que le
daríamos todas las herramientas y toda la seguridad
necesarias a su hermano para hacerle fuerte, para que
nadie pudiera hacerle daño y pudiera defenderse.
Dentro de mi corazón sabía que eso no sería
suficiente.
Y con aquella dura realidad nos preparamos para ir en
busca de mi pequeño.
Nos citaron a los pocos días y allí acudimos, con la
certeza de que se trataría de algo rutinario. Sin embargo,
resultó la entrevista más dura que pasamos nunca, hasta
tal punto que creí que no nos darían al bebé. En cierta
medida podíamos llegar a comprender que, al tratarse de
un niño de rasgos y color de piel diferente al nuestro
quisieran estar muy seguros de que de verdad lo
queríamos, pero llegar a esos extremos… Salí casi
llorando. Creí que quizás había otra familia, que suponían
que ya teníamos una familia perfecta como para
complicarnos la vida con un niño de piel distinta…
La abogada me tranquilizó cuando le llamé para
comunicarle mis temores. No debía preocuparme por
nada, pues los técnicos habían visto decisión y seguridad
en nuestras palabras. Les habíamos gustado mucho.
Un 13 de diciembre, exactamente tres años después
del encuentro con nuestro segundo hijo, sería la entrega
del nuevo peque. En esta ocasión tendría lugar en la
fundación a la que pertenecía la familia de acogida con la
que vivía el bebé.

DARLO TODO Y VOLVER SIN NADA

Un abrazo.
Un álbum con fotos de su primer día en casa.
De días en la playa.
De días en el campo.
De días y días junto a él.
La ropita con la llegó a casa.
Un cuadro del pueblo donde durante meses se había
criado…
Venían cargados de regalos, pero yo solo pensaba en
lo vacíos que volverían a su hogar. Pensaba en cuando se
pusieran a recoger la cunita, los zapatos, todas las cosas…
Ese bebé salía de sus vidas, pero no del todo. Se quedaría
para siempre en su recuerdo y, sobre todo, en su corazón.
Venían cargados de regalos.
El más hermoso e importante de todos, nuestro hijo.
Y nos lo entregaron sonrientes, emocionados. De su
abrazo al mío. Y yo solo sabía darles las gracias. Y ellos
solo sonreían.
Aquella pareja no podía estar más comprometida con
su labor como familia de acogida. No era el primer niño
que acogían; ya habían pasado otros por su hogar, pese a
lo jóvenes que eran, y se notaba su experiencia en
situaciones parecidas. Sabían de la alegría que sentíamos,
de lo nerviosos y felices que estábamos.
¡Qué fácil no lo pusieron todo! ¡Cómo querían a
nuestro niño!
Esa pareja no es una excepción. Tengo la inmensa
suerte de conocer a muchos seres como ellos:
desinteresados y maravillosos. Familias a veces tan
olvidadas, tan poco comprendidas, tan desapercibidas…
y, sin embargo, tan necesarias… ¿Qué habría sido de
nuestros hijos sin ellos?
Lo dan absolutamente todo por los pequeños sin pedir
nada, tan solo «una foto de vez en cuando», pues no
quieren entrometerse en la vida que la familia adoptiva y
«su niño» han formado. Con discreción. A distancia. Pero
felices por el trabajo hecho. Esperanzados en que todo ha
de ir bien y anhelando que cuiden a ese pequeño, que lo
quieran tanto como ellos.
Viven suspirando, cuando el tiempo se dilata en
meses, por la llegada de una buena familia, pues no
quieren vincularse o apegarse «demasiado» a ellos. Pero
por otro lado, temen la despedida. En este cruce de
sentimientos se mueven nuestras familias de acogida,
héroes y valientes que rescatan a niños con necesidades,
sean o no bebés, tengan meses o días…
Los llevan al médico, velan su sueño si han de ser
hospitalizarlos, los llevan a rehabilitación si es necesario
para poner su vida y su salud en orden, ahí donde antes
solo había desconsuelo y desamor. Héroes sin capa que
curan las heridas, las que se ven y las que no, con todo el
cariño que una madre, un padre y unos hermanos pueden
dar, aun a sabiendas de que el pequeño se irá un día.
Héroes silenciosos al rescate, haciendo más humana
esta sociedad.
No dejaría pasar un instante sin agradecer todo lo que
esas personas han hecho por mis hijos. Sacarlos de donde
los sacaron y ponerlos donde los pusieron. Sanos y salvos.
Facilitando el encuentro con ellos. Dándose,
ofreciéndose… Demostrando una generosidad
absolutamente desconocida en este mundo tan egoísta en
el que vivimos.
Todavía muchos les preguntan cómo pueden hacerlo.
«¡Yo no podría!». Y ese «no podría» sé que los mata por
dentro.
Pues se hace simplemente no pensando en uno mismo
ni en el dolor que se sentirá en la despedida, sino en el
bien que se le hace a ese niño, en los demás.
Realmente son seres humanos distintos a los demás.
Con poco apoyo. Con pocos medios. Pero con muchas
ganas. Personas a contracorriente que se conforman con…
«una foto de vez en cuando».

OBRA DE CARIDAD

Mientras el paso de tener un hijo a dos me costó un


esfuerzo físico y mental, el de dos a tres fue casi
inadvertido. Quizás porque no trabajaba, porque tenía
todo el tiempo del mundo para ellos, porque el bebé era
tranquilo… Eso sí, éramos la familia más llamativa del
cole y del pueblo. La mezcla de rasgos étnicos nos hacía
llamar la atención… y de qué manera.
Algunas personas nos miraban de arriba abajo, otras
nos paraban por la calle… Podía escuchar de todo.
«¿Son tuyos, tuyos?».
«Pero… ¿son hermanos?».
«¿El de los ojos azules es tuyo?».
«¡Qué obra de caridad!».
«Tienes el cielo ganado».
«¡Qué suerte han tenido los niños!».
A todos, entendiendo las limitaciones que muchos
tienen acerca de la adopción, les contestaba:
–Sí, son míos. Míos. Los tres son hermanos y yo no
estoy haciendo ninguna obra de caridad. Es más bien un
acto de puro egoísmo. La suerte, sin duda, la he tenido yo.
Había quien me miraba directamente como si
estuviera loca.
No necesariamente la gente ha de decir algo que
resulte molesto para incomodarte. Simplemente una
mirada o un comentario por lo bajo te hacen confirmar
que a esta sociedad aún le queda mucho trabajo por
delante, a pesar de la existencia del altruismo de las
familias de acogida.
A día de hoy lo que más me preocupa por mis hijos es
el racismo. Hay que estar siempre alerta, preguntando,
averiguando, a veces hasta intuyendo si hay dentro de ellos
algo que no sean capaces de expresar que les ocurra en el
aula, en el recreo, con los amigos…, incluso dentro de la
propia familia.
Siempre pendiente. Porque, aunque digan que
nuestros hijos están perfectamente adaptados a la
sociedad y a su entorno, la realidad es que el racismo se
vive cada día.
A mis hijos siempre les estimulo de manera positiva,
remarcando que sus «diferencias» son en realidad su
mayor virtud. Si alguna vez han llegado cabizbajos del
cole, esta ha sido siempre mi herramienta.
Mi hija mayor, al ser más consciente y tener esa
templanza, hace que cualquier comentario ofensivo pase
desapercibido. Nunca se enfrenta al que molesta,
simplemente hace oídos sordos, aunque por dentro esté
pensando: «Otra vez lo mismo». Sé que dentro de sí se
siente absolutamente alejada de su país de origen, porque,
como bien dice, «solo estuve diez meses allí». Se siente
orgullosa de ser quien es. Quizás hubiese preferido ser
«como los demás», pero ¿y quién no?, me pregunto a
veces. Todo lo distinto llama la atención, asusta y
amedranta, y los que se creen «normales» se ven con el
derecho de «enseñarte tus diferencias».
Mi hijo llama la atención por su color de piel allá
adonde va. Por ello, su pelo rizado y su porte atlético, todo
el mundo le pregunta si es de África.
–¡¡¡Nooo!!! ¡¡¡Nací en España!!! –contesta mil veces
ante la cara de sorpresa de los niños que le rodean.
Sin embargo, le encanta su color de piel.
–Mamá, qué suerte tienes de que yo como soy –me
dice.
Soy consciente, a pesar de ello, de las dificultades que
su «diferencia» tendrá a la larga. Espero y deseo que todas
la cualidades tan valiosas que afortunadamente posee le
sirvan para hacer olvidar a cualquiera de sus interlocutores
el color de su piel.

LA MARAVILLOSA GUINDA DEL


PASTEL

Retomando el relato, pasó un año mientras nos


acoplábamos los unos a los otros con la dificultad obvia
que tiene una familia numerosa. Mientras tanto, mis ojos
aún estaban puestos en China, porque el expediente
internacional seguía abierto. Comenzaba por entonces el
2012 y parecía que las asignaciones seguían un ritmo
lento. ¡Y tanto! Ya habían pasado seis años desde que
abrimos el proceso y en ese tiempo habíamos adoptado a
dos niños en nacional.
Sí, en mi familia había ya tres niños, pero no podía
olvidar que había uno esperándonos. Todo parecía indicar
que, al ritmo que iban asignando, nos podrían llamar a
mediados de año y, según pasaban los días, las semanas,
me iba poniendo más nerviosa. Un cuarto hijo… ¿Cómo
lo organizaría para irnos a China durante quince días,
teniendo a los otros tres pequeños?
Mientras mi cabeza estaba en estas, un día recibimos
una llamada de Asuntos Sociales. La técnica quería vernos
en la delegación lo antes posible. ¿Qué pasaría esta vez?
Esperaba que no fuese una mala noticia; teníamos tanto
miedo por los procesos de adopción, hay que esperar tanto
hasta que un juez dicta sentencia y se puede poner a tu
hijo los apellidos…
–¡No os lo vais a creer! –nos dijeron con una amplia
sonrisa–. Tenemos otro bebé, una niña de siete meses,
familiar directo de vuestros hijos. Está en desamparo.
Necesitamos saber si estaríais dispuestos a renunciar a
vuestro expediente en China para adoptarla.
Nos quedamos sin palabras. ¿Renunciar a China? Mi
marido, que incluso no quería ni adoptar allí, ahora se
veía entre la espada y la pared. En cambio, yo lo tenía
clarísimo. Ese bebé era familiar de mis hijos y estaba a un
par de horas de casa, esperándonos… ¿Cómo decir no?
–Renunciaremos al expediente de China –dije en
cuanto llegamos a casa.
Mi marido no lo veía nada claro. Estábamos, como el
resto del país, en crisis; yo, sin trabajo… ¿Un cuarto hijo?
Me daba la sensación de que me miraba con cara de:
«¡Estás loca!».
–Demasiada responsabilidad –me decía, pero yo ya
estaba cegada por esa niña, la quería por encima de todo.
Intenté por instantes renunciar a ella en mi cabeza,
pero era imposible. Hacerlo sería como si me arrancaran
el corazón.
Esa niña estaba predestinada a ser nuestra hija y yo no
podía renunciar a ella.
–Diremos no a ambos expedientes –me dijo mi
marido.
Después de seis años de espera y tres hijos preciosos,
había perdido toda la ilusión en la posibilidad de adoptar
de nuevo en China. Creo que en su interior él pensaba que
yo recapacitaría y no adoptaríamos más. Pero las
circunstancias tornaron hacia un lado que ninguno
esperábamos.
Por mi experiencia junto a otras familias adoptivas, he
llegado a la conclusión de que los hombres son más
racionales en estos asuntos, mientras que las mujeres
somos más viscerales. Diría que la mayoría adoptan por
nosotras y que, mientras nuestro sentimiento maternal se
despierta mucho antes, en ellos no sucede hasta que no
tocan y huelen a sus hijos, hasta que no los tienen en sus
brazos y los sienten como una realidad física. A nosotras
nos vale una palabra y un futuro.
Pasó el tiempo que nos dieron para pensarlo, una
semana, sin parar de llorar. A todas horas. Sin consuelo.
Cuando el plazo se agotó, le dije a mi marido:
–Si quieres renunciar, hazlo tú. Llámales. Soy incapaz
de hablar. No tengo fuerza.
Y lo hizo, claro que lo hizo, pero milagrosamente no
cogieron el teléfono.
–Piénsalo, por favor, piénsalo bien –le imploraba rota
por dentro–. No la dejes fuera de esta casa.
Finalmente, él, agobiado por la situación al igual que
yo, pronunció las cuatro palabras a las que me aferré con
desesperación:
–Haz lo que quieras.
Por ese «haz lo que quieras» mi niña vino a casa. A
completar nuestra familia. Y ahora su padre no sabría
vivir sin ella.

POR BIEN SUFRIDO LO SUFRIDO


Si alguien me diera hoy la posibilidad de tener hijos
biológicos a cambio de los míos, jamás renunciaría a
ellos. Mis hijos son los que son. Estaban donde tenían que
estar y llegaron a mí porque yo estaba predestinada a ser
su madre. No hay más vuelta de hoja.
Sí, es agotador organizar una casa con cuatro
pequeños, pero, como escribía Francisco Luis Bernárdez,
«tengo por bien sufrido lo sufrido». Mis hijos se adoran,
aunque a veces regañen sin descanso.
Me consta que en el colegio se protegen los unos a los
otros, que la pequeña se enfrenta al que se mete con su
hermano y que hacen un tándem difícil de romper. Hoy
por hoy no tienen la sensación de vivir en un mundo
equivocado que no les pertenece. Los veo absolutamente
integrados y, cuando algo pasa, procuramos darles las
herramientas necesarias para que se sientan valiosos tal y
como son.
–En primero hay una como tú –le dijo una niña a mi
hija mayor cuando llegó a su nuevo colegio, no sin antes
mirarla de arriba abajo.
¿Qué quería decirle con eso? ¿Que no se sentara cerca
de ella?, ¿que ella solo quería a su alrededor niños y niñas
de aspecto caucásico?, ¿que mi hija se sentiría más
acogida en el nuevo cole con una niña «como ella»?
Cuando supe de este hecho, le planteé a la tutora que
me dejara explicar a los niños la adopción de mi hija, con
el consentimiento previo de mi pequeña, por supuesto.
Accedió y hablé a los niños de los porqués, de las
maravillas de su país de origen…, hasta terminar
contándole la gran cantidad de famosos que fueron
adoptados a lo largo de la historia. Debo decir que aquella
charla fue un éxito y que todos los niños se abrieron a ella
como nunca imaginé.
En el caso de mi hijo, he provisto de cuentos sobre la
diversidad y el color de piel a la profesora, quien pone
todo de su parte para que esas enseñanzas sean fructíferas
y se arraiguen en clase. Me encanta, por ejemplo, que
trabajen los «colores carne» de una paleta especial para
dibujar, desde el tono más claro hasta el más oscuro.
Mi hijo lejos de sentirse mal por ser diferente al resto
lo explota bien —y de qué manera—, siempre a su favor.
Así pues, entre lo que se trabaja en clase y lo que hacemos
en casa, el tema del racismo se sobrelleva bastante bien.
Así pues, entre lo que se trabaja en clase y lo que hacemos
en casa, el tema del racismo se sobrelleva bastante bien.
Y digo sobrelleva porque siempre estoy pendiente de
todo. Es imposible desconectar, ya que el racismo está
latente a todo nuestro alrededor, algo que no te deja bajar
la guardia ni un instante.
Mi temor está en cuando llegue la adolescencia,
cuando le toque caminar solo por la calle. Notará las
miradas de la gente. Sospecho que en más de una ocasión
le pedirán la documentación, será sospechoso solo por su
color de piel… Lo sé y me mata por dentro. Y lo peor de
todo es que no creo que las cosas vayan a cambiar mucho
en el futuro.
A pesar de lo sufrido y lo que esté por sufrir, de los
tratamientos fallidos, del terrible primer encuentro con mi
hija mayor, de todas las preguntas que te hacen dudar de
si es necesario pasar por según qué cosas para ser padres,
del terror que sientes cuando crees que te has equivocado
al decidir adoptar…, a pesar de todo ello, doy por bien
usado cada minuto que he empleado en conseguir la
familia que tengo. No dejaría pasar ni un momento vivido,
malo ni bueno. No dejaría de conocer a ninguna de las
personas que conocí en este camino, tanto si fueron malas
o buenas influencias para mí. No dejaría de recorrer
ningún camino que recorrí. No dejaría de hacer nada de lo
que hice. Porque, sin esas vivencias, buenas y malas,
dentro de mi alma, no hubiese conseguido tener la fuerza
necesaria para tener la familia que tengo: las buenas,
porque eran la gasolina para ponerme en marcha; las
malas, porque sin ellas no me hubiese rebelado contra el
mundo, no me hubiese levantado una y mil veces. No me
dejé vencer.
Doy gracias a los que en silencio siempre nos
acompañaron en este camino: nuestra familia. Sin
preguntas, sin cuestionarnos, sin interrogantes y sin
ningún atisbo de duda, nos han apoyado desde la distancia
animándonos simplemente con sonrisas cómplices y
silenciosas.
No es fácil escribir la historia de uno mismo. Se dejan
al descubierto cuestiones que ni los más allegados
conocen, pero, por otro lado, existe la necesidad de
hacerlo. No solo por y para mis hijos, o para contar
aquello que se oculta a cualquier persona que esté
pensando en adoptar o haya adoptado, sino para mí
misma.
Sin mi apellido, pero con mi corazón
El limbo de la legislación española
respecto a la adopción nacional
Por INMACULADA MORALES MORILLAS

Acerca del mundo de la adopción hay cosas que no se


cuentan, circunstancias complicadas y desconcertantes
que pueden desembocar en el hecho de que, después de
seis años de convivencia, cuidado y amor, nuestra hija a
efectos jurídicos aún no lo sea. No lleva nuestros apellidos
y nosotros, sus padres, ni siquiera somos sus cuidadores
legales. Hay tanto trecho entre los vínculos que establece
el corazón y la frialdad de la burocracia, que ambas
realidades, discurriendo en paralelo, parece que jamás
lleguen a encontrarse. Esas cosas nunca me las contaron,
sin embargo, aún las continúo sufriendo.
«Está claro que hay que reformar el sistema de
adopción», me dijo en una ocasión un cargo relevante de
la justicia española. Por supuesto, según mi experiencia,
es obvia la necesidad de esos cambios, sin embargo,
¿cómo lograrlo?, ¿cómo romper el hermetismo que rodea
al sistema, la intocabilidad de los jueces? Quizás contar
nuestra experiencia y alertar a quienes la lean sea el
granito de arena que ayude al cambio.
Mi marido y yo iniciamos el trámite simultáneo de
adopción internacional y nacional, pues no queríamos
cerrarnos ninguna puerta. Por aquella época, en 2007, las
listas de espera para la adopción nacional solo estaban
abiertas para niños con necesidades especiales. Eso no nos
amedrentó, incluso cuando alguien cercano nos explicó las
circunstancias de esos niños. Nos dijo que no nos
sintiéramos culpables si tachábamos determinadas casillas
al decidir sobre la posible enfermedad que tuviera el
menor. No era cuestión de rechazar, sino de plantearnos
qué capacidad teníamos para atender cada una de las
necesidades especiales que aparecían en la solicitud; de lo
contrario, haríamos daño al niño y nos lo haríamos
nosotros, a pesar de nuestra buena voluntad. Tras pensarlo
mucho, decidimos no poner ninguna traba por nuestra
parte.
Por parte de la Consejería de Igualdad, encargada de
los trámites, tampoco parecía haber ninguna traba. Al
contrario, ante mis preguntas sobre el estado de nuestro
expediente y después de mostrar mi extrañeza por que no
nos hubieran llamado para realizar la evaluación de
idoneidad, contestaban que buscaban a los padres según
las necesidades concretas del niño y que la valoración se
hacía en ese momento. Aquello sonaba raro, demasiado
fácil. Como si solo fuera cuestión de esperar.
Todo lo contrario sucedía con el expediente
internacional: miles de documentos que rellenar,
organismos a los que acudir, visitas al notario… Parecía
que querían desanimarnos, pero teníamos la firme
intención de buscar y encontrar a nuestro hijo, costase lo
que costase y estuviese donde estuviese.
Con esa determinación y solucionados todos los
trámites, solo faltaba esperar la «asignación». Esa es la
palabra, fría, protocolaria, que se emplea y que ahonda en
la sensación de ser solamente un papel más, aunque
debajo no pudiera caber más emoción, ternura, ilusión,
expectación y mil sentimientos más.
Lo que unía a ambos expedientes ahora era la espera,
que acabó dos años más tarde con una llamada de
teléfono. Cuando estamos tan pendientes de una ilusión,
solemos imaginarnos las situaciones de forma idílica. En
cualquier caso, lo que menos podía imaginarme es que al
otro lado de ese hilo telefónico estuviera una voz que
simbolizara la crudeza y que, manteniéndose muy al
margen de los sentimientos que puede producir un
momento así, se limitara a preguntarme gélidamente si
queríamos adoptar a una niña española con cierta
enfermedad. Me quedé petrificada, no entendía que me
estuviesen cuestionando eso de forma tan directa.
Hubieron de repetirme la pregunta, a la que añadieron
otra impertinencia, como que ya teníamos una edad y que
era difícil que volviera a pasar otro tren. Pensé que me
estaban gastando una broma pesada, pues, sin tener en
cuenta sus formas, para poder adoptar niños menores de
tres años la diferencia máxima en la edad de los padres
era de cuarenta y dos años, cuando a nosotros todavía nos
quedaban unos cuantos para cumplirlos. En cualquier
caso, me pareció de muy mal gusto. Por supuesto que
estábamos dispuestos, y no precisamente porque se fuera
a escapar ningún tren.
De cualquier manera, ahora sí, más allá de
expedientes, de papeles y de palabras de gusto
cuestionable, era verdad que nuestra hija existía. Esa
realidad sí que sonaba maravillosa, así que, con toda la
ilusión del mundo, dimos el primer paso para llegar a su
encuentro…
Comenzó entonces todo el proceso burocrático para
valorar nuestra idoneidad, algo que se había omitido hasta
entonces en el expediente nacional: preguntas
interminables, test de personalidad… Al principio, según
nos dijeron, no éramos los únicos candidatos, pero luego
las otras familias se fueron echando para atrás por las
circunstancias especiales de mi hija hasta quedarnos solos.
Existía, además, cierta urgencia porque la niña llevaba con
una familia acogida catorce meses, cuando lo normal es
que no se sobrepasasen los nueve.
Tras las deliberaciones de los servicios sociales, nos
llamaron para informarnos de que éramos los
seleccionados.
Ya estaba. Nuestros caminos, tan distintos, tan
distantes, iban a encontrarse. La historia de mi hija –tan
diferente, tan difícil– y la mía iban a confluir para
continuar escribiéndose juntas.

UN CABO DEL HILO

Perdí a mi padre a los catorce años; demasiado pronto


experimenté la sensación de abandono. Tras el varapalo,
tardé en orientarme, en volverme a asentar en el mundo y
en la vida. Me decían que era cuestión de tiempo, pero ya
nada fue nunca igual. Gracias al coraje y a la fe de mi
madre, la familia siguió adelante y, ahora que yo también
lo soy, entiendo de dónde sacó las fuerzas para que no nos
faltase nada.
La ausencia de mi padre suscitó en mí interrogantes
que me hacían cuestionar el sentido de la vida. Por
fortuna, en plena adolescencia, esos tristes pensamientos
se transformaron en la necesidad de ayudar a los demás.
Quería cambiar el mundo, solucionar las necesidades
humanas, la indigencia y el dolor. Hasta tal punto llegó
ese sentimiento que me aconsejaron que me planteara mi
vocación. «¿Vocación a qué?», pregunté. «Pues a eso que
sueñas –me respondieron–. Vivir en medio del mundo sin
ser del mundo. El mejor modo de aprovechar el tiempo es
servir a Dios para mejorar lo que nos ha confiado. Poder
realizar con perfección lo cotidiano, el trabajo ordinario.
Ofrecerle a Dios lo de cada día, reconocer su presencia en
mil detalles pequeños». Aquellas palabras calaron muy
hondo en mí. El mundo parecía que me necesitaba.
A pesar de los dieciséis años que tenía por entonces,
era consciente de a todo lo que debía renunciar si daba el
paso definitivo: a tener un marido con el que compartir mi
vida, a tener hijos… Aquello me atemorizaba, pero una
imagen, una señal, me impulsó a tomar la decisión.
Una mañana de febrero descubrí un rosal con muchas
flores. De hecho, era el único con rosas en pleno invierno.
Aunque no creía en los milagros, pensé que aquella era la
respuesta a mis dudas: tenía que florecer, a pesar de todas
las dificultades que encontrara, igual que hicieron las rosas
en ese mes tan frío. Aquella visión acrecentó al máximo
mis deseos de servir a un mundo necesitado.
Durante quince años viví en el seno de una familia
cristiana. Estudié y trabajé mucho, me entregué
totalmente a mis ideales, pero... me faltaba algo y esa
carencia fue creciendo tanto en mí que a los treinta y uno
decidí salir de aquello. De nuevo experimenté la soledad,
el abandono y el miedo por salir del cobijo y la seguridad
de una familia.
Pero deseaba compartir mi vida con otra persona en
un sentido físico, permitirme sentir la atracción sexual…
Quería enamorarme y tener hijos. Esa era mi nueva
misión en la vida, una misión que completaba la anterior.
No queriendo ser un lastre para nadie, terminé la
licenciatura de económicas y empresariales,
compaginándolo con un trabajo. Mientras tanto, el deseo
de ser madre se iba acrecentando, de tal modo que me
hizo tomar decisiones erróneas. Y es que querer casarse a
toda costa para tener hijos no es una buena idea, pero el
dichoso reloj biológico te condiciona de tal forma que te
agarras a un clavo ardiendo.
Por fortuna apareció mi príncipe azul, mi esposo, y
con él la primera experiencia de sentirme amada. Él me
enseñó la lección más bonita de mi vida, una que
trastocaba aquella que me impuse a los catorce años: tan
importante es amar y entregar tu vida a los demás, como
dejarte amar y permitirte ser feliz.
Quisimos tener hijos pronto. En dos ocasiones llegué a
quedarme embarazada, pero los perdimos en el primer
trimestre. Me sentí hundida. Yo sólo quería amar a mis
hijos. ¡Qué injusta era la vida! Sin embargo, luego
comprendí que hay que tener paciencia, que las cosas
suceden por un motivo. Que todo es para bien, si
confiamos en Dios, aunque a veces sea difícil creer en
ello.
Me aferré a la idea de que cuando se desea algo con
todas tus fuerzas, acaba viniendo a ti, sea de la forma que
sea. Ahora, cuando ya tengo a mi hija conmigo, me doy
cuenta de que aquellos embarazos no siguieron adelante
porque mi pequeña me estaba esperando, aunque por
entonces yo aún no lo sabía.
De hecho, mi desánimo era tremendo. Tanto que un
día la ginecóloga, al verme tan abatida, nos planteó la
posibilidad de la adopción. Había una larga lista de espera
y el tiempo jugaba en nuestra contra si nos demorábamos
en nuestra decisión. Nos asaltaron multitud de
interrogantes, pues nos decían que el tiempo de espera era
eterno, que los trámites eran muy complicados… pero
finalmente descartamos cualquier tratamiento de
fertilidad, a la angustia de cada mes por no quedarme
embarazada o de volver a perderlo si lo lograba, y nos
dispusimos a iniciar los trámites de la adopción.

EL OTRO CABO

Mi hija nació a los seis meses de gestación en un ambiente


de desamparo real y constante en el tiempo. Pesó tan poco
–un kilo doscientos gramos– que hubo de estar sus
primeros dos meses de vida en la incubadora. Los padres
biológicos se encontraban en una complicada situación,
siendo incapaces de hacerse cargo del bebé, por lo que los
servicios sociales se alertaron y empezaron a preocuparse
por la menor. Hablaron con ellos y les propusieron que la
pequeña fuera a una familia de urgencia mientras
solucionaban las dificultades que tenían para poder
cuidarla. Se dictó formalmente esa medida y los padres
aceptaron entonces un desamparo provisional,
permitiéndoseles visitas esporádicas a la niña.
Mientras tanto, los servicios sociales consiguieron
medios para que pudieran cambiar en positivo las
circunstancias de los progenitores, como una vivienda y
empleos. Además, les hicieron un seguimiento de su
evolución respecto a la niña y en él constataron que las
circunstancias no iban mejorando, así que los técnicos
terminaron decretando que lo mejor para la niña es que
fuera adoptada.
El bebé precisaba de unos cuidados especiales, debido
a su enfermedad y a su parálisis cerebral. Gracias a una
resonancia se determinó el grado de discapacidad y se le
diagnosticó disparesia espástica. Este tipo de parálisis
produce una rigidez muscular sobre todo en las piernas,
aunque puede afectar con menor intensidad a los brazos y
a la cara. Estos niños pueden necesitar un andador o
aparatos para las piernas, mientras que generalmente su
inteligencia y la destreza en el lenguaje son normales.
Durante un tiempo no se sabía si la niña iba a poder
andar, pero lo que era claro es que necesitaba estímulos y
cuidados que no cualquier persona estaría dispuesta a dar.
Por fortuna, la familia de acogida de mi hija fue
fantástica. Generosos, alegres…, la tenían muy
espabilada, muy despierta y, quizás gracias a ello, la niña
se mostraba muy precoz en el lenguaje.
Y es que es fundamental para el desarrollo del niño la
generosidad de las familias de urgencia, especialmente
porque se ocupan de ellos en los meses claves que
determinarán su crecimiento.
Por lo menos, junto a la suya, mi hija tuvo la suerte
que le faltó al nacer. Aquella familia realizaba esa labor
por vocación desde hacía años, a pesar de la dificultad que
suponía tener que separarse de aquellos seres indefensos a
los que habían cuidado como a sus propios hijos.
Preferían pasar por aquel trago antes de imaginarse a
aquellos niños desamparados dentro de un centro de
acogida.
Menos mal que mi hija estuvo con ellos desde el
principio. Cómo nos abrieron las puertas de su casa, con
qué cariño facilitaron que nuestras historias se fueran
uniendo.
Nos contaron que quisieron ser familia de acogida
porque no deseaban que ningún niño pasara por un centro
de acogida. De hecho, ya eran bastantes los pequeños que
habían pasado por su hogar, todos ellos con final feliz.

CUANDO LAS PUNTAS SE ACERCAN

Nuestras historias se unieron en una fría casa de acogida;


así llaman a los espacios destinados a este tipo de
encuentros y visitas. El lugar quería aparentar un hogar,
pero más se asemejaba al gabinete al que íbamos a ver a
mi padre cuando tenía guardia: una habitación
aparentemente acogedora, pero con olor a cerrado, con
falta de vida. Allí nos reunimos el abogado, los técnicos
de los servicios sociales, las psicólogas, los padres
acogedores, nosotros… y mi hija.
Iniciaba mi relato diciendo que hay cosas que no se
cuentan sobre el mundo de la adopción, probablemente
porque es muy difícil reconocer ciertos sentimientos.
Había imaginado tantas veces y de una forma tan bella
nuestro primer encuentro…, que la realidad supuso un
choque tremendo. Una sensación de irrealidad, de estar
representando un papel en una obra de teatro, recorrió mi
cuerpo. Sonreía e intentaba mostrarme como el ser más
feliz de la faz de la tierra, cuando dentro de mí quería
llorar.
Cuánta emoción contenida mientras nos dirigíamos al
encuentro de nuestra hija. Quería dar la sensación de
calma, pero no podía; quería correr, el corazón me latía
muy deprisa. Tenía muchas saudades de ti, como dicen en
Portugal.
Quería que nuestro abrazo de bienvenida de la una en
la vida de la otra guardase todo el amor que albergaba mi
corazón.
Vi a mi hija nada más abrirse la puerta. Llorosa. Muy
delgada dentro de un vestido marrón y unos leotardos
blancos. Agarrada a los brazos de la mamá de acogida,
daba pasitos como si flotase en el aire. Me acerqué y la
cogí para abrazarla. A la impresión visual se unió la de
que no pesara nada. Me asusté de la fragilidad de su
cuerpo y temí hacerle daño.
Para ella la primera impresión tampoco fue mucho
mejor. Enseguida se puso a llorar e imploró que la cogiese
la mamá de acogida.
Me ruboricé al darme cuenta de que todos los
presentes nos miraban. Habían visto que la niña no quería
estar conmigo. Ahora lo entiendo: yo no era sino una
desconocida para ella. En cambio, yo había idealizado
tanto el momento… No, no se echó a mis brazos, ni me
llamó mamá, ni me dijo cuánto me quería nada más
verme.
En ese instante hubiera salido corriendo para
esconderme de tanta mirada escrutadora. Yo, que tenía
don para los niños… Mis sobrinos disfrutaban tanto
cuando jugaba con ellos… Sin embargo, ahora no sabía
qué hacer con mi hija.
Nos sentamos a una mesa. La niña estaba aferrada a
los padres de acogida, quienes procuraban calmarla.
Intenté de nuevo cogerla. Esta vez se dejó llevar hasta una
biblioteca contigua. Yo iba abriendo los libros y ella los
tiraba. Aquel era nuestro primer juego, un inicio que duró
solo unos minutos, pues volvió a reclamar la presencia de
la mamá de acogida, de la que no se volvió a despegar.
Ella justificó la reacción de la pequeña diciendo que
estaba resfriada. Parece ser que en aquellos días no quería
jugar ni comer… Agradecí que aquella mujer intentara
relajar un poco la tensión que se debía de masticar,
exonerándome de toda la responsabilidad, sin embargo,
estaba claro que a aquella niña y a mí, en esa sala gélida,
en ese ambiente cargado y con aquel público expectante,
de momento solo nos unía la sensación de estar
aprisionadas entre cuatro paredes y con bastantes pares de
ojos pendientes de nosotras.
Nos dejaron hacernos una foto con la niña, en la que
forcé otra sonrisa. Me sentía frustrada: ella no quería estar
conmigo y, las cosas como son, yo no sentí un flechazo
por ella. Es duro reconocerlo, pero así fue.
A ello se unió el miedo: aunque nos habían informado
de su enfermedad y su parálisis cerebral, aunque hasta ese
momento me creí capaz de cuidarla, al verla tan delgada
temí no saber hacerlo. ¿Nos habríamos precipitado? Qué
sensación tan angustiosa esa, ahora que el camino había
llegado a un punto de no retorno. ¿Nos habríamos
precipitado?
Entre todos acordamos establecer un período de
adaptación programando una serie de visitas. Pero aquel
lugar era tan descorazonador… Volver allí hubiera sido un
suplicio. Menos mal que la mamá de urgencia, que
maravillosamente parecía estar al tanto de todas las
sensaciones que no se pronunciaban, propuso que sería
mejor que las visitas se realizaran en su hogar, el cual se
encontraba en otra ciudad distante en cien kilómetros. Los
técnicos pusieron un poco de reparo, pues si nos íbamos
lejos, no podían controlar los encuentros, pero finalmente
confiaron en nosotros y nos dejaron organizar las cosas a
nuestra manera.
Decidimos trasladarnos a la ciudad de la familia de
acogida los días que fueran necesarios para hacer menos
traumática la separación. Si era cuestión de tiempo, por
nuestra parte no iba a ser, aunque aquello alterara con
mucho nuestros quehaceres y obligaciones diarias.
La siguiente vez que vimos a la niña, y ya en su
entorno, parecía más risueña y tranquila. Aun así, era
reacia a venirse conmigo. Sin embargo, durante las
siguientes jornadas fuimos haciendo progresos. Se la veía
tan unida a aquella familia que me parecía imposible que
llegara un punto en que accediera o quisiera venirse con
nosotros. Pero, para mi sorpresa, ¡lo hizo! ¡Y sin llorar!
A base de paseos, juegos y mimos nos fue aceptando
y mostrando lo divertida que era. ¡Cuánto nos reíamos!
¡Qué imaginación la suya! Entonces sí fue cuando empecé
a notar un flechazo por ella, aunque no fuera a primera
vista, y, gracias a los pequeños detalles, también sentí que
era su madre. Ahora sí. ¡Qué bonita esa sensación!
La asistente social nos propuso que la niña pasase una
noche con nosotros para trabajar el desapego de su familia
de acogida. Cenamos temprano con ellos en su casa. Se
notaba que estaban tristes por la despedida, pero
contentos al mismo tiempo. Quedamos en que podrían
venir a ver a la niña cuando quisieran y yo los llamaría
para que hablaran con ella después de un tiempo
prudencial, como nos aconsejaron. Nos tenían preparada
una cajita con recuerdos materiales –unos patucos de
cuando era pequeña, un sonajero, un babero con su
nombre, un anillo que le gustaba mucho, una vela y una
biblia–, un álbum de fotos con todas las imágenes desde el
momento en que la recibieron hasta los quince meses y
una serie de cartas de todos los miembros de la familia
para que mi hija las leyera cuando se hiciera mayor.
¡Cuánto lloramos!, pero eran lágrimas de alegría
porque la niña iba a tener una familia definitiva, que la iba
a querer y cuidar muchísimo, como así lo hemos hecho
desde entonces.
Aquella primera noche solos con ella fue estupenda.
Durmió del tirón e incluso nos costó despertarla por la
mañana. Nos faltaba la prueba de fuego: que tomara el
biberón con todos los medicamentos diluidos en él. Lo
conseguimos, con un poco de esfuerzo y mucho
entretenimiento.
Creímos que había ido tan bien, que al regreso le
comentamos a la asistente social la posibilidad de
llevárnosla a casa esa misma tarde. Nos dio su visto
bueno. La familia de acogida nos pidió pasar un rato con
la niña a solas para despedirse mientras preparaban todas
las cosas que debíamos llevarnos.
Aprovechamos ese tiempo para encargar un gran
ramo de rosas y un oso de peluche en una floristería.
Adjuntamos una tarjeta donde agradecíamos a la familia
todo lo que habían hecho por la pequeña, así como la
manera tan fabulosa con la que nos recibieron, algo que
ayudó a que en tan solo una semana la niña pudiera
venirse definitivamente con nosotros.
La montamos en su sillita del coche. Ella daba golpes
de satisfacción, no paraba de reír y saludar. Nos fuimos
con una sonrisa dibujada en su cara, después de que la
madre de acogida y yo nos pasáramos el relevo de su
cuidado a través de un abrazo.
Así se unieron los cabos. Y con ellos ya juntos es
cuando se pueden empezar a hacer lazos, a crear los
vínculos de unión que unen almas y que ayudan a luchar
por la persona amada, por vencer las dificultades que se
van dando en el camino, un camino que ya se empezamos
a andar juntos.
LOS PRIMEROS PASOS DE UN
CAMINO JUNTOS

Las circunstancias físicas de mi hija requerían de


cuidados precisos en nuestro hogar, así como la
rehabilitación que podía recibir de manos profesionales
fuera de él. A su edad aún no se mantenía en pie, como
consecuencia de la rigidez en las piernas producida por la
parálisis. Los médicos aún no sabían si esa rigidez le iba a
afectar también a las manos, pero más allá de las palabras
de los profesionales estaban las sensaciones que
empezamos a vivir en primera persona.
Probablemente no fui consciente de la situación real
de la pequeña hasta que un día toqué sus pies y me
estremeció lo fríos y rígidos que estaban. Reaccioné
tapándola con una mantita, pero no pude evitar llorar.
Aun así, seguía creyendo que aquello era algo pasajero.
Tengo unas palabras grabadas a fuego de cuando
fuimos a atención temprana, donde la iban a valorar una
serie de especialistas en parálisis cerebral: un neurólogo,
un psicólogo y un fisioterapeuta. La niña estaba sobre una
colchoneta intentando ponerse de pie, aunque solo
conseguía quedarse de puntillas agarrada a los brazos de
la rehabilitadora. Yo dije que todo sería cuestión de
tiempo, que poquito a poco cogería fuerza. Les pedí el
contacto de algún fisio que conocieran para llevarla, como
si todo fuese cuestión de rehabilitación. Yo hablaba con
prisa, como queriendo ser resolutiva y empezar cuanto
antes para que pudiese andar. Pero la rehabilitadora me
paró en seco y me dijo que su lesión era irreversible, pues
era cerebral. Que me tranquilizara, que no todo era
cuestión de rehabilitación. A medida que pasase el tiempo
se vería si podría apoyar los pies, sostenerse sola… De
momento, iban a derivarla a otro hospital para que entrara
en un programa de rehabilitación, donde la tratarían tres
veces por semana durante dos años. En ese tiempo ellos
irían viendo su evolución. También le administrarían
toxina botulínica, cada tres o cuatro meses, pinchada en
distintos músculos de las piernas, algo que le ayudaría a
relajar la espasticidad.
De regreso a casa veía a la niña toda contenta,
comiendo sus palotes preferidos, como si todo siguiese
igual, pero algo dentro de mí se había desgarrado. No
quería que estuviera en una silla de ruedas toda la vida.
Podría aceptar cualquier daño en mi cuerpo, pero no
podría soportar su sufrimiento. En esos momentos su
situación médica me parecía inabarcable, me costaba
aceptar que no pudiese llegar a andar nunca. No podía ni
quería creerlo y me resistí a ello. Seguro que habría algún
médico con más pericia en algún sitio del mundo,
tratamientos nuevos… Devoré páginas y páginas de
Internet estudiando cómo evolucionaba su lesión y todos
los tratamientos al respecto. Que si en Galicia había un
tratamiento experimental, que si un médico en Barcelona
hacía unas microincisiones en los talones...
Nos dijeron que le ayudaría mucho hacer hidroterapia
e hipoterapia, así que la apuntamos en un hipódromo
cercano donde hacían terapia con caballos adiestrados al
respecto para que, mientras paseaba, le ayudaran a relajar
la espalda y la cadera. ¡Cómo le gustaba montar!
También empezamos un divertido tratamiento de
rehabilitación en el hospital consistente en el juego. Una
especialista en terapia ocupacional ayudaba a la
coordinación de los movimientos de la pequeña. A
continuación visitábamos a la fisioterapeuta para alinear
su columna con estiramientos y masajes.
Otros días me metía con mi hija en la piscina. Le
encantaba hacerlo, pero iba a su aire y lograr que hiciera
los ejercicios que nos recomendaba la rehabilitadora me
costaba horrores. Por la tarde completábamos su
rehabilitación en una clínica privada, en la cual, a través
de unos pesos que le colocaban en la espalda, le ayudaban
a que tuviera conciencia de tu cuerpo y, sobre todo, de sus
extremidades inferiores.
Y es que aprovechábamos cualquier circunstancia para
remar a favor de su buena evolución. Por ejemplo, ese
verano fuimos a la playa, donde nos aconsejaron que
hiciéramos muchos ejercicios en la arena. ¡Cómo gateaba!
Fueron días muy intensos y felices.
Así, un día que la había arreglado para salir a pasear,
como todos los días, me pidió una bolsa de gusanitos. Le
dije que si los quería, fuese a por ellos. Creí que iba a ir
gateando, como hacía siempre, pero, para mi sorpresa, dio
sus primeros pasos de bailarina y, casi perdiendo el
equilibrio, consiguió llegar a ellos. Se apoyó sobre la silla
¡de pie!, como si no hubiera pasado nada. Tenía su trofeo
y quería que se lo abriese. Pegué un chillido, la abracé y le
pedí que fuese a darle la mano a papá para irnos de paseo.
Ella volvió a dar otros pequeños pasitos sola dirigiéndose
a mis brazos. Se reía, sentía el poder de sus piernas… Nos
miraba asombrada y se reía aún más de vernos tan
contentos. Tengo la foto de ese momento y qué subidón
me da cada vez que la veo y recuerdo aquel instante.
Daba igual que anduviese de puntillas, que ya tuviese
veintidós meses: ¡podía sostenerse sola!

SENDEROS PARALELOS
Junto a estos grandísimos progresos, otra realidad terrible
se iba a mezclar en nuestra cotidianeidad. De un lado, el
vínculo con mi hija iba en aumento, con seguridad, hasta
no encontrar fin; de otro, un rocambolesco lío jurídico nos
iba a impedir llamarnos madre e hija a efectos legales. La
aventura más bonita y la aventura más triste de mi vida
empezaron a compartir tiempo y espacio.
Cuando tuve los dos abortos y parecía casi imposible
poder tener hijos, me decían que no pasaba nada, que aún
podíamos adoptar, como si eso fuese igual que ser madre,
pero no lo es. No sé si en otros países pasa, pero mi
experiencia es que en muchas ocasiones legalmente fuera
de nuestra casa me he sentido una usurpadora. Me dijeron
que iba a ser mi hija, pero seis años más tarde aún no lo
es. Nos engañaron, han jugado con nuestros sentimientos.
Es escalofriante pensar en el poder que tiene la burocracia
para poder machacar a las personas.
A pesar de hacer las mismas cosas que el resto de
madres del mundo, y quizás muchas más que otras no
hagan, para los ojos de la ley yo no lo soy. Cuando un hijo
biológico nace, no se cuestiona quiénes son los padres, no
se esperan años para poder darle los apellidos ni para
acreditar a los progenitores como tales. Sin embargo, a los
padres adoptivos se les puede negar una sentencia en
firme que acredite que lo son. Y cuando eso sucede el
daño es infinito.
En el momento en que iniciamos los trámites para la
adopción nacional, en 2007, nadie nos explicó con
claridad las dificultades que podían surgir como
consecuencia de la legislación española. En aquel
momento solo nos movía el deseo de querer ser padres,
costase lo que costase. Aquella desinformación hoy la
pagamos cara, aunque, a pesar de ello, nos sentimos muy
afortunados de, por lo menos, poder tener a mi hija en
casa; otros padres quizás no puedan decir lo mismo.
Porque sí, si las cosas se ponen feas, el sistema puede
llegar a quitarte a tu hijo. A diferencia de la tramitación
internacional, en España se pasa por un primer proceso de
acogimiento preadoptivo que, en aquella época, podía
prolongarse cinco o seis años –en la actualidad es
alrededor de solo uno–, durante el cual se hace un
seguimiento del caso, tras el que un juez decide si se pasa
a la condición de adopción definitiva.
Transcurridos unos meses desde que nuestra hija
viviera plenamente con nosotros –febrero de 2010–, los
servicios sociales nos comunicaron que querían vernos.
Hasta ese momento habíamos firmado la preadopción,
apenas quince días después del primer encuentro. Según
nos habían dicho, los trámites para la definitiva serían
muy rápidos, pues con la nueva legislación no tardaría ni
un año. Así que lo primero que pensamos al recibir la
llamada era que se trataba del trámite final. Sin embargo,
cuando llegamos al lugar de la cita las caras de funeral de
los técnicos nos hicieron temer algo malo.
En efecto, nos informaron de lo peor que podía
ocurrir. La madre biológica había interpuesto una
demanda de oposición contra la resolución administrativa
de desamparo y acogimiento, dictada meses después de
que la niña pasara directamente del hospital donde nació
al hogar temporal de la familia de urgencia. Cuando
firmamos los papeles de acogimiento preadoptivo se sabía
que existía una sentencia que desestimaba las futuras
pretensiones de la madre biológica de dejar sin efecto
dicho desamparo. Recuerdo que nos dijeron que no nos
preocupásemos, que la declaración de desamparo a los
pocos meses del nacimiento del bebé estaba muy bien
fundamentada, pues habían trabajado con los padres
biológicos durante un tiempo para que su hija pudiese ir
con ellos, pero sus circunstancias personales habían
confirmado la situación de riesgo en la que la menor se
encontraría en caso de estar bajo su cuidado.
Por ello, nada de esto hacía intuir que la madre
biológica fuera en algún momento a recurrir la sentencia,
a través de un abogado de oficio, para anular el proceso de
adopción y recuperar a su hija. De hecho, cuando lo hizo,
en principio fue desestimado por el Juzgado de Primera
Instancia. El juez reafirmó entonces la continuidad del
proceso, el cual culminaría con plenitud en el transcurso
de un año. En opinión de los servicios sociales, los
demandantes estaban dando palos de ciego, pues en
realidad no tenían dónde agarrarse para conseguir su
propósito. Sin embargo, la abogada no se dio por vencida
y recurrió esa sentencia en la Audiencia Provincial. Y esta
determinó que la menor debía volver junto a su madre
biológica. Se argumentó que no estaba acreditada la
incapacidad de la madre para ejercer como tal, por lo que
en quince días debía regresar con ella.
Cuando nos informaron de todo ello nos quedamos de
piedra. No podía creer lo que nos estaban contando. Ya
no concebía la vida sin mi hija… Me estaban hincando un
cuchillo en lo más hondo de mi corazón.
Al menos, ante nuestra estupefacción, contábamos con
el apoyo de los técnicos, los cuales estaban de acuerdo en
que aquello era un dislate. Intentaron tranquilizarnos
aconsejándonos que buscáramos un abogado especializado
en adopción y lucháramos por nuestra hija. Debíamos
recopilar pruebas que detallaran el estado de salud de la
niña para demostrar el riesgo vital que supondría no seguir
los cuidados específicos que requería.
Aquello no me consoló. Solo me quedaba la esperanza
de pensar que si la madre biológica la reclamaba era
porque la iba a cuidar. Sin embargo, insistían en su
incapacidad para ello, por lo que no entendían cómo se
había dictado semejante sentencia.

«TUS LÁGRIMAS NO IMPORTAN. HAY


QUE LUCHAR»

La situación era de locos. La Audiencia había dictado esa


sentencia sin conocer absolutamente nada de la situación
de mi hija. ¿Aquello era posible? ¿Estaba permitido que
los padres biológicos se retractaran de una decisión que,
se suponía, habían tomado con todas las consecuencias?
Pues parecía que sí, a diferencia de los procesos de
adopción internacionales. En esos casos, una vez que el
niño abandona su país de origen, los padres biológicos
están incapacitados para intentar la anulación del proceso.
De hecho, se celebran juicios con los padres adoptivos,
presentes en el acto, en los que el juez tiene la última
palabra, concediendo o no la adopción definitiva a estos.
Si es concedida, no hay marcha atrás, por mucho que los
biológicos se arrepientan. Por el contrario, en los procesos
nacionales las decisiones son revocables y las sentencias
suelen favorecer a los progenitores biológicos, sean cuales
sean las circunstancias específicas de estos y de los
menores.
La sensación de impotencia de aquel tiempo era
enorme porque, por un lado, los jueces, rodeándose de un
hermetismo infranqueable, se negaron a recibir a los
servicios sociales, y, por otro lado, porque más tarde
nuestro abogado nos comunicó que no había nada que
hacer, que solo quedaba ver la evolución de la niña
viviendo junto a su madre biológica, una niña que, si no
obtenía la estimulación necesaria, quedaría
irreversiblemente postrada en una silla de ruedas, para
evitar lo cual precisaba de sesiones de rehabilitación, entre
otras cosas, pues se encontraba en una fase de mucho
tratamiento médico. Cualquier cambio podía suponer un
riesgo en la evolución de la menor, así que los servicios
sociales iban a estar pendientes de cómo era tratada lejos
de nosotros.
Sentí que ya me habían quitado a mi hija, pero me
rearmé afianzándome en un pensamiento: si yo estaba
bien, mi hija estaría bien. Aquello me hizo reunir el coraje
necesario para afrontar la situación y actuar de modo que
mi hija fuera mía hasta que se marchara.
Salimos de aquella reunión con el alma en los pies.
Me abracé a mi niña intentando controlar las lágrimas y
con el convencimiento de que haríamos todo lo posible
por su bien, ya fuera quedándose con su madre biológica o
con nosotros. Aun así, eso no me restaba una pizca al
dolor y a la desesperanza. ¿Por qué aquella mujer
reclamaba ahora a la criatura? ¿Por qué? Esa pregunta me
martilleaba todo el tiempo. Yo quería ser madre; no
pretendía quitarle el hijo a otra persona. Intentaba
consolarme pensando que ella la cuidaría igual que yo,
pues una madre siempre quiere lo mejor para sus hijos.
Esa debía de ser la explicación.
Mi hermana nos recomendó que habláramos con otro
abogado, uno que ella conocía, el cual también era padre
de un niño con necesidades especiales. Y así lo hicimos.
Desgraciadamente, después de escuchar nuestra historia,
no nos dio muchas esperanzas, por no decir ninguna. Nos
confirmó que las sentencias de la Audiencia son
inapelables y que, muy a nuestro pesar, debíamos
reintegrar a la pequeña a su familia biológica. Sentí que
me moría.
Casi a la desesperada volvimos a hablar con nuestro
abogado. Con diplomacia esta vez nos dijo que, aunque
era un caso muy difícil, intentaría hacer todo lo posible.
Por lo pronto, se pondría en contacto con los servicios
jurídicos de la Junta y se prestaría a colaborar en todo lo
necesario.
Por nuestra parte, durante los siguientes días nos
dedicamos a recabar informes médicos que describieran a
la perfección las circunstancias de mi hija. Los
facultativos nos ayudaron muchísimo, aunque sin
posicionarse de manera explícita a nuestro favor, algo que,
por otra parte, no hubiéramos permitido.
Nos ayudó también enormemente también saber que
el equipo de servicios sociales, una vez más, seguía de
nuestro lado. Ellos eran de la opinión que las
circunstancias por las que se había declarado el
desamparo de la menor no habían cambiado. Así que,
como la sentencia era irreversible, interpusieron un
recurso de súplica, en cuyo proceso nos permitieron
actuar, en un principio, como coadyuvantes; en la
actualidad tenemos denegada esa designación, pasando a
ser solo «guardadores». Así, en noviembre de 2010, nos
personamos en la causa, como acogedores preadoptivos,
pues, como expuso nuestro abogado, el procedimiento de
ejecución de la sentencia, es decir, la reintegración de la
niña en su familia biológica, nos afectaba directa e
indirectamente tanto como a ella.
Mi mayor temor respecto al devenir de los
acontecimientos era que mi hija fuera trasladada a un
centro de manera provisional hasta que estuviera
finalmente con su madre biológica, pues recordaba a
fuego la opinión y todo lo que me había contado de ellos
la mamá de urgencia de mi hija. Por fortuna, en ese
sentido también ayudó que la Delegación de Igualdad y
Asuntos Sociales presentara a los cuatro días un escrito
denegándose al reintegro de la menor de manera
inmediata, sino de forma paulatina, estableciendo un plan
de integración familiar, pues la niña en ningún momento
había convivido con sus padres biológicos. Es más, como
había quedado constancia una y mil veces, estaba
demostrada el trato prenatal poco adecuado de la menor y
la situación de desamparo tras su nacimiento, motivos por
los cuales esta pasó a convivir con una familia de
urgencia. Se adjuntaban con detalle los seguimientos y las
actuaciones realizadas con los padres hasta la fecha y
concluían en la falta de interacción, empatía o cualquier
demostración de afecto o cariño, así como la incapacidad
de los mismos. En resumen, que entre padres e hija no
existía el menor vínculo desde el nacimiento, salvo el
biológico.
Presentado todo ello, quedamos a la espera de una
respuesta. Mientras no sonó el teléfono, la niña
permaneció en casa, y en ese tiempo todos quedamos
atrapados en un limbo judicial del que aún no hemos
logrado escapar. Un limbo cruel, pues cada día me
despertaba temiendo que sería ese en el que sonara el
teléfono para llevarse a mi hija.
Cuatro meses más tarde nos comunicaron que habían
aceptado nuestra personación en el procedimiento,
«debido a las muy peculiares y atípicas circunstancias que
presenta este caso». Me consoló pensar que no era algo
que sucediera en la mayoría de adopciones que se hacían
en España; simplemente, nos había tocado la excepción.
Sin embargo, dos meses después también se
retractaron en esa decisión y nos declararon «carentes de
legitimación en el procedimiento, al no tener interés
directo en el pleito». No pudimos, por tanto, personarnos
en la fase declarativa porque no teníamos otra condición
que la de «guardadores o depositarios de la potestad de la
menor», añadiendo que la causa juzgada no nos producía
indefensión.
Y es aquí cuando quiero hacer un alto en el relato para
reflexionar. Si para la Administración el acogimiento
simple, el permanente, el de urgencia o la preadopción es
lo mismo, si da igual la figura que desempeñes, pues, al fin
y al cabo, solo somos familias que sacan de apuros, más
que a los menores, al propio sistema, ¿para qué tanta
burocracia? ¿Para qué demostrar las situaciones puntuales
de cada caso si luego los jueces dictan sentencias
trascendentales para la vida de las personas manteniendo
lejos a los asistentes sociales, que son los que han
estudiado y decidido sobre la adopción de un niño? Por
supuesto, es prioritario el interés del menor, pero también
nosotros, los padres adoptivos, existimos y merecemos un
respeto, el mismo que merecen los biológicos. Unos y
otros somos iguales, con la diferencia de que los adoptivos
tenemos que demostrar una y mil veces nuestras aptitudes.
A cambio, el sistema parece usarnos, tirarnos y volvernos
a usar en función de sentencias judiciales que, por
definición, parecen premiar el hecho de parir un niño al
de criarlo y atenderlo según sus necesidades.
Porque cabe decir que los padres biológicos de mi
hija, esos que nunca convivieron con ella y, a pesar de lo
cual, podían seguir decidiendo sobre su destino, pues
cuentan con defensa judicial gratuita, gracias a la cual
pueden apelar y apelar y apelar, oponerse y oponerse y
oponerse para retrasar lo inevitable, esos padres durante la
espera de la ejecución de la sentencia jamás pidieron ver a
la niña.
Aquí son vidas lo que están en juego, no muebles u
objetos que no sufran por pasar de mano en mano. Es
tanta la rabia que se maneja en estas situaciones, el dolor
que se aguanta durante tanto tiempo…
Volviendo a los hechos, parecía que todo se había
quedado estancado, pues la abogada contraria no dio un
paso para acelerar el cumplimiento de la sentencia. Así
pasamos las Navidades de 2011, con el presentimiento de
que serían las últimas juntos. El procedimiento seguía,
pero no nos daban noticias sobre él.
La terrible llamada sucedió apenas comenzado el año
2012. Había una nueva jueza que, ante la apelación
presentada por la Delegación Provincial de Igualdad y
Bienestar Social, había estimado, parcialmente, las causas
de oposición formuladas por esta y, aunque debía
mantener la ejecución de la sentencia decretada por la
Audiencia, establecía que el reintegro de la menor a la
madre biológica fuera de forma paulatina y progresiva,
ajustándose a un plan de integración familiar. Este se
tenía que poner en marcha inmediatamente y se la debía
de mantener informada sobre la evolución del mismo de
manera, al menos, mensual.
Llamé inmediatamente a los técnicos del equipo de
menores para que me dieran pormenores de esta decisión.
Ellos no entendían cómo se iba a llevar a cabo algo que, a
todas luces, era imposible, pues en su seguimiento a los
padres biológicos, habían comprobado que estos seguían
sin cambiar sus circunstancias.
Entre los movimientos que hicimos pedí a los técnicos
que fuéramos a hablar con la jueza y lograron concertar
una cita con ella. Qué buenos profesionales eran y qué
respaldo y consuelo sentimos gracias a ellos. Tenía tanto
que decirle a su señoría… Pero cuando estuve frente a ella
solo le pregunté que si la niña fuese su hija, ¿no se
aseguraría de que, allá donde estuviese, fuera bien
cuidada? Eso era lo único que pretendía hacer. No
defendía mi papel de madre, solo suplicaba clemencia con
mi hija, que se asegurara de que no le pasase nada malo.
Tenía motivos para decir esto, el informe emitido por el
hospital era contundente al respecto: un cambio del
ámbito sociofamiliar que no garantizase el estricto
seguimiento de la terapia de la menor podría generar un
riesgo vital en ella. Se podían producir daños irreversibles.
Tras escucharme, la jueza me aseguró que intentaría
retrasar lo máximo la reintegración hasta que no se
tuviesen todas las garantías de que esta iba a realizarse
con éxito.
El proceso, por tanto, se iba a hacer poco a poco. Se
establecía una serie de visitas que nos prepararían para los
encuentros con los padres biológicos. El objetivo es que
mediante esas visitas, que serían los fines de semana, la
niña se fuera adaptando hasta que se pudiera ir a vivir
definitivamente con ellos. Los técnicos nos aseguraron que
iban a estar muy pendientes del desarrollo de este plan.
En mi intención de favorecer en la medida de lo
posible a mi hija, redacté pormenorizadamente todas sus
necesidades. Me levanté una mañana temprano y empecé
a escribir con detalle todos los aspectos de su cuidado,
medicación, alimentación, etcétera. La carta terminó
constando de veinte folios. De alguna manera me estaba
despidiendo, dejando por escrito todo lo aprendido.
Quería que quedara constancia de mis cuidados y de que,
aunque mi hija llegara a olvidarme, supiera de mi amor
para que este le ayudara en la vida cuando fuera mayor.
Envié el escrito a los servicios sociales y estos se lo
hicieron llegar a la madre. Probablemente si no hubiera
escrito aquella larga carta, las cosas a día de hoy serían
mucho peor.
Un mes más tarde volvió a sonar el teléfono. Esta vez
estaba preparada para que me dijeran el día exacto en que
viajaríamos al encuentro de su nueva familia, sin embargo,
lo que iban a decirnos era algo muy distinto.
Cuando la madre biológica leyó la carta y fue
consciente de la situación real de mi hija, manifestó que
no tenía ni idea de su enfermedad, que no se veía capaz de
cuidarla y, es más, admitió que todos los movimientos
jurídicos iniciados hasta entonces habían sido dados por
iniciativa de su abogada. Por el bien de su hija, opinaba
que estaría mejor atendida por la familia adoptiva, aunque
remitía a la opinión última de su marido, que por aquel
entonces se encontraba en un centro para recuperarse de
sus problemas, a pesar de lo cual era el que más
dificultades puso siempre durante el proceso.
Aquellas intenciones de renuncia, por supuesto, debían
ponerlas por escrito si queríamos que llegasen a algún
lado. Los padres biológicos tenían el plazo de una semana
para renunciar definitivamente a la custodia y aceptar que
la niña siguiera con su familia adoptiva. Finalmente,
firmaron un documento en el que se decía que habían sido
informados de la situación de salud de la menor y de sus
necesidades, y que, por su bien, aceptaban que
permaneciera junto a la familia de acogida, al no estar
ellos en condiciones de prestar las atenciones que el estado
de la niña requería. Solicitaban, eso sí, poder verla cuando
se entendiera que era favorable para ella. Y prometían
llamar regularmente para saber cómo iba evolucionando.
Según me cuentan, esto último, hasta la fecha de hoy, aún
no se ha producido en ninguna ocasión.
Con ello se paralizó de modo inmediato y definitivo el
plan de reinserción familiar, pues la Audiencia dictó una
sentencia que revocaba la anterior, en la que accedían a
que mi hija permaneciese a nuestro cuidado bajo el
régimen de custodia. Sin embargo, no nos otorgaron la
adopción definitiva, por lo cual, a día de hoy, no sabemos
en qué ámbito jurídico nos movemos. Legalmente no
somos nada, ni siquiera sus cuidadores.
Tal y como van las cosas, está claro que el sistema
favorece el acogimiento a la adopción, a pesar de que esta
sea una figura fundamental para la estabilidad de las
familias y, sobre todo, de los menores. Sin la adopción
plena no podemos darles nuestros apellidos, no tenemos
libro de familia, hay problemas para bautizarlos por no
contar con la validez en el padrón…
A día de hoy, el proceso de adopción sigue abierto, sin
que sepamos muy bien cómo acabarán las cosas. De
hecho, en realidad permanecemos estancados en un punto
de los trámites previo al que estábamos antes de ver por
primera vez a mi hija. El padre biológico se niega una y
otra vez a renunciar a la custodia, a pesar de que durante
estos años sus problemas le han impedido llevar una vida
con normalidad y propicia para el beneficio de la niña. Su
negativa dificulta el proceso, si bien cuanto más tiempo
pase en esta situación es mejor para nosotros. Sin
embargo, esta situación nos genera ansiedad. Es cierto que
lo importante es que seguimos teniendo en casa a la niña,
pero…

NUESTRO LAZO DE FINAL ABIERTO

El final de esta historia continua, por tanto, abierto. No es


mi competencia legislar, pero sí creo tener el derecho de
denunciar la necesidad de que la justicia y las
delegaciones de Igualdad trabajen unidos, así como que se
cambien las leyes para garantizar que los padres, sin
distinción entre biológicos y adoptados, seamos tratados
de la misma manera. Porque son los jueces los que
determinan la vida de la personas, dictando sentencias
trascendentales sin contar con todos los datos necesarios
para ello, pues mantienen lejos a los asistentes sociales. Es
inadmisible que un asistente social me confiese que no
pueden hablar con su señoría. Por el contrario, es exigible
que todas las partes que intervienen en los procesos de
adopción, incluidas la Administración, los jueces y los
tribunales, demuestren el máximo rigor y cautela. Que se
valoren las circunstancias garantizando los derechos de
todos los que resulten afectados por sus decisiones, sin
ignorar la necesaria protección a la institución familiar a
la que pertenece el menor, cuya protección garantiza el
artículo 39 de nuestra Constitución.
En la última sentencia de la Audiencia se establecía
que las circunstancias especiales de la menor no podían
pasar desapercibidas para la sala y que la solución no
podía ser otra. Y yo me pregunto, ¿por qué anteriormente
esas mismas circunstancias sí pasaron desapercibidas?,
¿por qué se concluyó que nosotros carecíamos de
legitimación en el procedimiento?, ¿por qué determinaron
que no teníamos interés directo en el pleito? De ser así,
¿qué somos en el proceso de adopción para la Justicia? Sé
lo que soy para mi hija y estoy segura de que hoy no
estaría en este mundo si se la hubiese dejado al cuidado de
sus padres biológicos. Que un juez dicte sentencias que
pongan en peligro la integridad física de un menor
produce indefensión. Mucha indefensión.
Es obvio que hay que atender fundamentalmente al
interés del niño, pues, como dicen, por ejemplo, las
sentencias del Tribunal Constitucional 143/1990 y
298/1993, la asistencia moral y material de los menores
en orden a la declaración de desamparo ha de merecer
una interpretación restrictiva, buscando un equilibrio entre
el beneficio del menor y la protección de sus relaciones
paterno-filiales. Durante estos años he escuchado y leído
mucho acerca de la predominancia del acogimiento en
detrimento de la adopción, pues el primer estado permite
que exista un régimen de visitas para que, en el futuro,
cuando desaparezcan las circunstancias que ocasionaron el
desamparo, se puede reinsertar al menor en el núcleo
familiar de origen. No soy psicóloga y no sé qué es mejor
para el menor, pero, para empezar, lo de «reinsertar» no
me suena bien. Parece un término más dirigido a personas
que han abandonado la sociedad por circunstancias de
marginalidad.
Por otro lado, grandes profesionales me han dicho que
no hay suficientes recursos para proteger al menor. Que
creemos vivir en una sociedad desarrollada donde se
protege al más débil, cuando lo cierto es que los recortes
presupuestarios los ponen en una situación de
vulnerabilidad extrema. Sí, aquí, en España, se destinan
pocos recursos a comprobar si un niño sufre maltrato o
abuso físico o emocional.
Ni soy psicóloga, ni tampoco soy legisladora, ni
profesional de los servicios sociales. Solo soy una madre.
Nunca pretendí hacer caridad ni una buena obra cuando
quise adoptar. Solo quise ser madre.
Quería ser madre y a día de hoy ese es mi único
interés. El primer y último motivo por el que busqué a mi
hija. El único motivo por el que hoy quiero que siga
estando a mi lado.
Correspondiendo…
De nosotras, a vosotros
PILAR
Para ti…
 
Tenías que ser tú. No tengo la más mínima duda. Mi
querida, mi amada, mi anhelada hija. Tenías que ser tú.
Lo siento así cada minuto que paso a tu lado, y más aún
cada minuto que estoy lejos de ti. Siempre soñé cómo
serías. Pero ni en mis sueños más ideales fui capaz de
imaginarme a un ser humano tan excepcional. Te quiero,
mi vida, mi niña preciosa. Tu mamá tiene un millón de
razones para quererte.
Te quiero porque desde el primer momento que me
viste me sonreíste y con tu sonrisa me aceptaste.
Te quiero por la confianza que depositaste en mí al
cogerte de mi mano y dejar atrás todo lo que había sido tu
vida hasta el momento, permitiendo que te trajera a un
país del que nada sabías y en el que tenías serias
dificultades para comunicarte.
Te quiero y te admiro porque siempre, a pesar de que
tu corta vida no ha sido nada fácil, la alegría es constante
en ti.
Te quiero porque no tienes ni un gramo de egoísmo en
ninguna de tus actuaciones. Más parece que te has
impuesto como misión en la vida que todo el que se
encuentre cerca de ti esté contento.
Te quiero por la facilidad con que pides perdón
cuando consideras que has actuado mal.
Te quiero porque a cada momento me haces reír. Son
memorables nuestros juegos de cosquillas donde las dos
terminamos agotadas.
Te quiero por la forma en que te refieres a nosotras
como «mamá Biyi», cuando quieres que estemos o
hagamos algo juntas.
Te quiero por tu gran corazón. Siempre proteges a los
más débiles y a los desfavorecidos. No podemos ver a un
mendigo sin que tú ya tengas tu mano extendida
esperando el euro. «¡Mamá Biyi, corazón muy grande!»,
me dices.
Te quiero porque eres una persona valiente que se
enfrenta a cada nueva situación de frente, aunque tengas
miedo o te sientas insegura.
Te quiero por todo el interés que pones en aprender
español. Cuando te digo que hables conmigo en chino
para que yo pueda practicar, tú me miras muy seria y me
dices: «Mamá, yo hablar y aprender mucho español
pronto». Otra lección de responsabilidad. Pero de vez en
cuando buscas un momento para ayudarme con la
pronunciación.
Te quiero porque, cuando ves que me preocupo por ti,
eres tú la que me consuela a mí. Tomas mi cara entre tus
manos y me dices: «No pasa nada, mamá, no pasa nada.
Tú no triste».
Te quiero porque, cuando descubriste que
compartíamos el mismo grupo sanguíneo, te emocionaste
y no parabas de decir: «¡Mamá Biyi, misma sangre!, ¡qué
bien, mamá!».
Te quiero cuando me llamas «mi cariño», con tanta
dulzura que es como si tocaras un resorte en mí que hace
que a mis ojos acudan lágrimas de ternura.
Te quiero por lo orgullosa que te sientes de tus raíces,
de tu país de origen y de todo lo que tenga que ver con él.
Te quiero por la rabia con que me dijiste en un
español muy primitivo: «Tú no ir pronto a China y Biyi
venir». Mi vida, sé que tu espera ha sido lenta y larga,
pero ha sido tan lenta y larga como la mía. Es algo más
que nos une.
Te quiero porque, a pesar de que eres vegetariana, te
enfadas conmigo preocupada porque yo ahora como muy
poca carne y no quieres que me ponga «malita». ¡Menuda
lección de respeto!
Te quiero por lo bien que has aceptado a cada
miembro de tu nueva familia. Me emocionaste cuando,
loca de contenta, me dijiste que eras la niña de tu clase
que tenía más primos. «¿Por qué yo muchos primos,
mamá?», me preguntaste. «Porque tienes muchos titos,
hija», te respondí. Y tú, tras pensar unos instantes, me
dijiste: «Mamá, yo decir gracias a la abuela». «¿Por qué,
mi vida?», te pregunté. «Porque ella tener muchos bebés,
yo tener muchos primos».
Te quiero por todo el esfuerzo que haces cada día en
el colegio para ser capaz de comprender algo de lo que allí
se dice. Pero tú siempre memorizas palabras o frases para
preguntarme al llegar a casa.
Te quiero porque siempre me das las gracias por todo
y, cuando yo te las doy a ti, siempre me dices: «Tú no
gracias. Tú, mi mamá». ¡No tienes ni idea de cuánto te
tengo que agradecer, mi niña!
Te quiero porque siempre tienes recursos para arreglar
cualquier cosa, demostrando que también eres una
«chapuzas», otro aspecto en el que nos parecemos.
Te quiero por tu saber estar, por la forma en que te
ganas a cuantas personas te conocen y por lo respetuosa
que eres con todo el mundo.
Te quiero porque siempre estás dispuesta a aprender
cosas nuevas. Tu curiosidad es insaciable. En uno de esos
momentos de preguntas quisiste saber qué significaba tu
nombre español, «Ángela». Te expliqué que un ángel se
dedica a acompañar a otras personas para que siempre se
sientan bien. Te gustó oírlo, yo creo que porque te viste
identificada. Pero te expliqué que elegí tu nombre por tres
personas muy importantes en mi vida. Tu tito Ángel, que
cuando nació yo iba a cumplir catorce años,
convirtiéndose en un hijo, más que en un hermano. Ha
sido y es una persona muy especial para mí. Por mi amiga
del alma, a la que tú llamas tita Ángeles, porque ambas
sentimos que es parte de nuestra familia. Ella ha sido mi
ángel guardián mientras esperábamos tu llegada. Ella se
empeñó en que China no me haría mamá de un niño, sino
de una preciosa niña. Y como puedes ver, no se equivocó.
Y por último, por Àngels, una persona excepcional a la
que conocí en un foro de familias adoptantes en Internet y
que me facilitó los últimos meses de espera, poniendo a
mi servicio toda su experiencia en el mundo de la
adopción y todo el conocimiento del pueblo chino, lo que
me hizo sentir segura. Te emocionaste y comprendiste
que tu nombre no podía ser otro.
Te quiero porque te pasas el día gastando bromas. Y
eso para mí es un síntoma de que estás contenta. Y eso
me emociona. Bueno, todo lo tuyo me emociona.
Te quiero porque tus expectativas de futuro son que
sigamos viviendo juntas e ir a China a traerte un bebé.
Te quiero porque raro es el día en que no me das una
lección de optimismo, responsabilidad y alegría.
Te quiero porque el día que te expliqué el proyecto de
este libro tu cara se iluminó y desde entonces no paras de
ayudarme para que pueda disponer de más tiempo para
escribir.
Te quiero por la forma tan expresiva en que dices que
somos felices. «Mamá Biyi, sonrisa grande».
Te quiero porque desde que te expliqué que los besos
nacen en el corazón, me besas más a menudo y por propia
iniciativa. Tus besos espontáneos son los más hermosos
que jamás he recibido.
Y te quiero de modo incondicional. Porque eres mi
hija y eso es lo que hacen las mamás. Y tú, mi vida, mi
niña, me has puesto muy fácil el ser madre. He aprendido
a serlo y ha sido gratificante y sencillo.
 
TE QUIERO, MI ÁNGELA BIYI.
Mamá
MARÍA
Amados hijos:
 
En este libro recogemos parte de nuestra esencia. En
sus líneas dejamos nuestras huellas, dibujando el
comienzo de nuestro camino, un camino del que aún nos
queda mucho por recorrer y en el que sus páginas están en
blanco esperando a ser rellenadas de nuevas vivencias.
Espero que su lectura os sirva como bálsamo para sanar
ciertas heridas y encontréis en él un refugio a solas con
vuestro corazón. Cada vez que me he sentado frente a la
pantalla mi alma ha salido de su cuerpo y desde fuera he
vivido cada minuto pasado juntos. Su escritura ha sanado
mi corazón en muchas etapas que, aunque son imposibles
de olvidar, sí las he dejado marchar sin que me hagan
daño. Ojalá pudiera hacer lo mismo con las vuestras.
Arrastrándolas como el fuerte viento de otoño hace con
las hojas.
En ocasiones os imagino leyéndolo. Incluso he ido
más allá y he visto a mis futuros nietos y a toda vuestra
extensión familiar que crearéis con los años leyendo sus
páginas. Porque, Simón, querido hijo, a pesar de tu
insistencia en que no envejezcamos, eso pasará y
estaremos orgullosos de veros y sentiros a nuestro lado.
Envejecer es bueno, significa crecer y madurar en todos
los aspectos. Cumplir aniversarios significa darle sentido a
la vida, nuestras vidas juntas. ¡Y tenemos muchos que
celebrar, mis tesoros!
Pasaremos por momentos difíciles en nuestra
convivencia, donde diremos palabras que en realidad no
sentiremos. Aprenderemos a no juzgarnos. Pero serán
esos momentos los que nos enseñarán y nos harán más
fuertes aún. Gracias a ellos podremos rellenar nuestro
«libro de vida», pasando de un acontecimiento a otro de
manera plena. Me encanta hablar con vosotros largas
horas sobre lo que os preocupa y ver que cada día crecéis
sanos, fuertes y seguros. Sé que os peleáis y enfadáis a
menudo, aunque ahora sea por tonterías de niños. Pero no
olvidéis jamás que los dos juntos sois invencibles. Seguid
cuidándoos y amándoos como lo hacéis. Tenéis una
conexión tan especial que va más allá de las estrellas.
Pensad que siempre os tendréis el uno al otro. En eso
consiste ser hermanos. Como madre os pido que nunca
cambie vuestra relación tan única e irrepetible.
También sé que llegará algún momento en vuestra
vida en la que querréis o tendréis la necesidad de buscar a
vuestra familia biológica. No será difícil encontrarlos, ya
lo sabéis. No tengáis miedo a pensar cómo me podré
sentir. Mi corazón de madre no tiene dudas. Espero que lo
consigáis y formar parte de ello me hará inmensamente
feliz. A veces me pongo en vuestro lugar e imagino cómo
sería ese encuentro, qué le preguntaréis, cómo os sentiréis.
Sí, por fin saciarás, Vika, hija mía, tu curiosidad por saber
a quién te pareces, de quién heredaste esos maravillosos
rasgos o ese precioso lunar que tanto me gusta.
En estos días en los que está llegando el final de
nuestro libro os han dado muchas ganas, de una manera
intensa, de querer tener fotos de cuando erais bebés. Me
encantaría poder haber estado en esa etapa de vuestra vida
y regalaros un álbum repleto de ellas. Pero es imposible,
al menos por ahora, tener esas fotos. Ojalá podamos
ayudaros y algún día tengáis en vuestro poder, y de la
mano de alguien especial, esas imágenes o recuerdos de
vuestros primeros días de vida. También cabe la
posibilidad de que no lleguéis a encontrar todas las
repuestas a vuestras preguntas y necesidades. Incluso
puede que no recibáis nada. Así que os dejo por escrito lo
mismo que os contesté ayer al respecto. El día de mañana,
cuando miréis a vuestros hijos, os veréis a vosotros. Sé
que ahora sois pequeños para entender bien el significado
de estas palabras, pero algún día cuando seáis padres lo
comprenderéis. Pero no tengáis miedo, vuestra madre y
vuestro padre siempre estaremos ahí, dispuestos a daros
todo nuestro apoyo y a consolaros si es necesario. Sois tan
fuertes y valientes que me enseñáis constantemente que
sois unos supervivientes en todos los sentidos.
Mis hijos, mis maestros…
Mi preciosa Victoria, tan pequeñita, tan frágil… Te
cogí en mis brazos con cinco añitos y medio, nerviosa y
sonriente. Abriste en mí una dicha infinita. Siempre
pensaba en mi espera que tendría una niña. Tú, desde
lejos, me mandabas señales, pero jamás me imaginé a una
niña tan maravillosa e increíble como tú. Tienes una gran
capacidad de perdón, una inteligencia emocional fuera de
lo normal y una fortaleza que te hace superar día a día tus
miedos. Eres mi mujercilla, a la que tuve que enseñar a
jugar con muñecas, a controlar tus nervios y tu genio, y,
en definitiva, lo que significaba ser madre e hija. Posees
una espiritualidad fuera de lo normal y sé que en esa fe
encuentras muchas veces la paz que no sabes buscar de
otra manera. Eres muy grande, no lo dudes jamás.
Conseguirás todo lo que te propongas en la vida. En ti
encuentro siempre respuestas a mis preguntas. Me
transmites vida y fuerza. Te necesito tanto, tesoro mío…
Mi mimoso Simón, te vi llegar y eras tan pequeño...
Al estrecharte junto mi pecho sentí la debilidad de tu
cuerpo, pero también la fuerza de tu corazón, que
comenzó a latir al ritmo del mío.
Eres un niño con una sensibilidad extrema. Nunca nos
dejes de besar y abrazar constantemente como lo haces
ahora. Eres nuestro bálsamo. Nos inundas de alegría a
cada minuto del día con esa gran sonrisa que la vida te ha
regalado y que es un fuerte soplo de aire que abre todas
las ventanas de mi vida llenándolas de luz. En ti encuentro
siempre la paz que necesito.
Sois mi motor, por los que me levanto llena de
vitalidad cada mañana y por los que me acuesto
preocupada. Cada golpe de aire que os da, mi corazón y
mis instintos se activan como una leona para protegeros, a
la vez que intento armarme de herramientas que os
enseñen a protegeros y superar la vida, que no es fácil. Se
necesita mucha fuerza, paciencia y sensibilidad, pero
cuando por fin os tuve entre mis brazos, todo lo vivido
quedó olvidado. Doy la vida por vosotros.
Llegasteis con la luna de mayo para no separarnos
jamás. Os esperé en compañía de vuestro amado padre.
Juntos luchamos y emprendimos un camino nada fácil,
pero lleno de la esperanza que provenía del este. Vosotros
nos unisteis más aún en cuerpo y alma a los dos. Somos
esos dos intrépidos viajeros del bosque que buscan a sus
tesoros y hacen un largo camino hasta llegar a la Iglesia de
San Marcos, en Chitá. ¿Os acordáis? Es el cuento que con
tanto cariño os escribí cuando erais más pequeñitos y que
os ayudó a empezar a asimilar vuestra historia.
Hoy ya os pongo este libro en vuestras manos. Aunque
sé que no coincide en tiempo para que lo entendáis, sé
que llegará ese día. Os intentaremos dar lo mejor de
nosotros. Aunque a veces creáis que nos equivocamos, no
dudéis que siempre, como vuestros padres, nadie os va a
querer.
 
Vuestra madre que OS AMA.
MERCEDES
Queridos hijos, mis hijos de luz:
 
Vosotros ilumináis mi vida con fuerza e intensidad.
Sois lo que más me importa, incluso lo erais antes de
conoceros, por eso llegamos a vosotros contra viento y
marea, contratiempos y circunstancias. Sois los hijos más
deseados. Tanto que fuisteis, aun sin conoceros, la fuerza
necesaria para superar muchos obstáculos, entre ellos, la
terrible enfermedad que superó vuestro padre.
Os doy las gracias por existir, por todo lo que me
habéis enseñado; lo que os debo no se aprende en ningún
libro. Los libros son herramientas que te ofrecen
estrategias que luego has de saber usar con el corazón. A
mí me han ayudado y cuando las he buscado ha sido por
esa necesidad que tenía de llegar cuanto antes al vuestro.
Los dos teníais un corazón generoso, dispuesto y
necesitado de cariño –tanto como el mío–, pero estabais
llenos de reservas y de razones para tenerlas.
Gracias por abrírmelo, gracias por entregármelo.
Nuestra historia, aun con sus particularidades, no es
muy distinta de otras en las que se forma una familia por
adopción. Pero cada niño es diferente y vosotros sois
únicos. Me lo demostráis día a día porque día a día me
enseñáis vuestra grandeza y lo especiales que sois, pero,
sobre todas las cosas, a ser vuestra madre. Eso no se
aprende salvo con unos buenos maestros. Vosotros lo sois.
Me gustaría que, cuando el día de mañana leáis mi
historia –que también es la vuestra, indivisiblemente–, os
sirva para completar y ampliar vuestra memoria, saber
algo más, recordar y descubrir lo importante que fue todo
lo vivido, lo dulce y lo difícil, para poder redimensionar
los recuerdos. Porque sobre todas esas experiencias y sus
emociones, sobre todas ellas, está el amor que nos
permitió llegar a estar juntos, el camino que recorrimos
hasta encontraros y el camino que cada uno de los cuatro
recorrimos hasta llegar al verdadero encuentro, a ese
punto de la vida en el que nos convertimos de verdad y
para siempre en madre e hija, en madre e hijo, en familia.
Cada uno lo recorrió a su paso y con un particular tempo,
sin brújula y sin norte. Pero, como no podía ser de otro
modo, cada uno, por las inmensas ganas de amarnos y ser
amados, encontramos la manera de llegar al corazón del
otro para quedarnos para siempre.
Nuestra biografía no está acabada, ni mucho menos.
No sabemos qué nos deparará el futuro y si la vida será
con nosotros aún más generosa. No sé en qué punto estará
la vuestra ni la mía cuando leáis esto. Lo que sí sé es que
a vuestro lado todo merece la pena. Vosotros inundáis la
vida de luz y me gustaría al menos haber podido llegar a
enseñaros una sola cosa: el que sepáis con esa luz vuestra
de personas extraordinarias despejar cualquier sombra que
os amenace. Juntos los dos seréis invencibles.
 
Os quiere con todo su ser,
Mamá
LORETO
Queridos hijos:
 
Vuestra presencia nos ha hecho mucho más felices de
lo que nunca podemos imaginar. Parece que aquello que
se consigue con mucho esfuerzo se saborea mucho más y
yo puedo estar bien orgullosa de haberme empapado, de
haber saboreado cada minuto de vuestra existencia antes
incluso de haberos conocido.
Habéis conseguido que nuestra vida sea plena y feliz,
y nos habéis dado toda una vida de amor y de esperanza.
Nos habéis llenado de vuestra luz, al igual que una llama
que arde cuando estábamos en la más profunda oscuridad.
Gracias a vosotros nos hemos abierto al mundo.
Estamos próximos y cercanos al dolor de los demás. No
somos ajenos a las necesidades de otras personas. Nos
habéis hecho grandes, fuertes, tolerantes… Nos guiamos
por senderos de amor y justicia. Sin duda, nos habéis
transformado en mejores personas de lo que nunca
fuimos. Doy gracias al pasado vivido, pero aún tenemos
un bonito futuro que construir juntos.
El camino no fue fácil. Fueron muchos los obstáculos,
pero teneros aquí ha borrado de golpe todos los difíciles
momentos vividos. Ahora nuestro futuro es un horizonte
de esperanza hacia donde nos dirigimos en este tren de
amor infinito.
Gracias, Irene Mei, Antonio, Pablo y Loreto, por
devolvernos a la vida, por llenarnos con vuestra presencia
y vuestro amor, por llenar nuestra casa de luz, de sol las
mañanas y de lluvia las tardes de baño, de aventuras los
días de parque y de alboroto nuestra noches, porque con
vuestra presencia lo habéis llenado absolutamente todo.
Nunca dudéis que, en la distancia, en cuanto vinisteis
al mundo, con vuestro primer soplo de vida, aunque no os
pude coger en ese primer instante, nacisteis dentro de mí,
ya os estaba esperando y ya estaba preparado vuestro
hogar. Espero que todos los besos y los abrazos que os
doy compensen el tiempo que estuvimos separados.
Solo os deseo un mundo nuevo solo para vosotros, un
mundo abierto a la diferencia, un mundo tolerante que
sepa comprender, un mundo de cosas maravillosas. El
mundo que se merecen los valientes, los héroes y los
grandes de corazón, porque vosotros sin duda alguna lo
sois.
A vosotros, nuestro más esperado y soñado deseo, a
vosotros, hijos míos, por hacernos tan inmensamente
felices.
INMA
A ti, nuestra hija:
 
«Mamá, ¿qué significa que soy adoptada?».
¿Te acuerdas cuando te contaba cómo te conocí? Lo
hacíamos como en un teatrillo...
Ring, ring…
–¿Sí? ¿Dígame?
–Hola, que soy una niña que está esperándote para
que seas su mamá.
–¡Oh, qué emoción! Voy corriendo a decírselo a papá
–contestaba yo.
Y tú hacías como si colgases, pero enseguida volvías a
llamar.
Ring, ring…
–Ah, y que me traigáis juguetes –volvías a decir.
Cuando naciste, tus padres biológicos no podían darte
los cuidados que necesitabas y decidieron que, mientras
resolvían las dificultades que tenían, estuvieras en una
familia de acogida. Pasaste tus primeros quince meses de
vida en el seno de una familia que te cuidó con el mismo
amor que lo hubieran hecho tus padres biológicos, de
haber podido. Como las dificultades que tenían tus padres
biológicos para cuidarte impedían que formases con ellos
una familia donde pudieses crecer, atendiendo todas tus
necesidades, se decidió que lo mejor para ti era buscarte
unos padres adoptivos que pudieran cuidarte para
siempre.
Y aquí estábamos nosotros, buscando
desesperadamente una hijita.
Y se produzco el milagro. Depositaron tu precioso
don en nuestro corazón y en nuestras manos, y nos
fundimos en mama, papá e hija para siempre.
Eso significa que eres adoptada…
Que no he asistido al milagro de tu nacimiento, pero
que desde que tenías quince meses estoy compartiendo
contigo el milagro de cómo vas creciendo día a día.
Que un día te abrí mis brazos y prometí cuidarte y
acompañarte en el camino de nuestra vida. Así que,
suceda lo que suceda, buscaré siempre tu bien.
Que no eres distinta, sino diferente, y eso te hace
interesante.
Que te quiero con locura.
Que no solo me necesitas tú a mí, sino también yo a ti.
Que no solo te cuido yo a ti, sino tú a mí.
Que has dado luz a mi vida iluminándola con tu
sonrisa.
Que he cambiado mi corazón de pollo lleno de
temores y miedos por los tres corazones de un pulpo, con
muchos tentáculos y brazos, para que te sientas segura
cuando te agarres y juegues con ellos.
Que me has dado la oportunidad de hacer de nuevo
los deberes del cole contigo.
Que tengo una admiradora incondicional cuando todas
las noches me pides que te cante una canción para que te
duermas. Cuanto te ríes al escucharme desafinar…
Que puedo ir a verte a todas las obras de teatro y de
baile en la que participas en Navidades y a final del cole.
Que voy a tutorías, médicos, rehabilitadores… más de
lo que nos gustaría ir a las dos.
Que puedo ponerles tiritas de colores a todos tus
arañazos y he descubierto que se pueden pegar a veces tus
brechas y no solo ponerle puntos de sutura.
Que he aprendido a cortarte las uñas, a pesar del
miedo que me producía hacerte daño
Que me has enseñado que la enfermedad forma parte
de nuestra vida.
Que vaya a comprarme un vestido y me vuelva con
una falda para ti.
Que hayamos conseguido, por fin, sentarnos a comer y
cenar en torno a una mesa y compartir nuestros secretos
diarios.
Que te pueda llamar «pan chita pan chonchona».
Que pueda sentir el placer de que solo quieras darme
besos a mí y acostarte conmigo y salir conmigo y quedarte
conmigo…
Que has logrado que me sienta tu madre.
Que junto a ti hemos construido nuestra familia y que
seguramente nos unen lazos más fuertes que los de la
sangre.
Así que ser adoptada es sencillamente eso… ¡Que
eres mi hija! ¡Ni más ni menos!
Agradecimientos

A nuestros hijos, Ángela Biyi, Victoria y Simón,


Diana y Nacho, Irene Mei, Antonio, Pablo y Loreto, Ana.
Porque son la razón de ser de este libro y el motor de
nuestra existencia. .
A nuestras madres. Nuestro primer y mejor referente
en el difícil pero gratificante mundo de la maternidad.
A nuestros maridos, compañeros de viaje y de vida.
A Juan Titos Santos, porque nadie mejor que él podría
plasmar nuestras marosas.
A El Hilo Ediciones, por confiar en este proyecto.
A Maribel, nuestra editora, por ayudarnos a convertir
este proyecto en un libro con fuertes alas para volar bien
lejos.
A Daniel Rosso Lobo, José Manuel Morell Parera y
Mari Ángeles Prieto, por sus extraordinarias palabras y
apoyo. Han sido muy importantes para nosotras.
Y a todas aquellas personas que se sientan reflejadas
en este libro.

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