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Abril de 1948.

Irene, a sus seis años, es ingresada en un sanatorio


de la ciudad de Málaga en el que deberá permanecer durante cuatro
años. En ese mundo luctuoso en el que está inmersa, la niña nos
narra, con esa frescura infantil exenta de toda afectación, su
particular epopeya cotidiana en la que la risa y el llanto van
íntimamente ligados. A su alta hospitalaria se verá enfrentada a dos
entornos familiares antagónicos: por una parte, el gélido clasismo
de sus tíos, miembros destacados de la alta sociedad. Por la otra, la
desesperada lucha de sus padres por subsistir.

ORA PRO NOBIS es una puerta abierta a un mundo


sobrecogedor de hechos inenarrables, que atrapa desde el primer
instante. En ésta novela, Maite García Romero, con un dominio
creciente de las dotes narrativas y del análisis psicológico, se oculta
tras una cortina de invisibilidad para permitir que la niña, y
posteriormente la adolescente, sumerjan al lector en esa atmósfera
opresiva de intolerancia y pundonor de la que difícilmente saldrá
ilesa.
Maite García Romero

ORA PRO NOBIS

HUERGA & FIERRO editores


2007
Diseño de Colección: Huerga & Fierro

Primera edición: junio, 2007

©Fotografía de portada: José Carlos Andrade

© Maite García Romero


Derechos exclusivos de edición en español
Reservados para todo el mundo

© 2007: Huerga & Fierro editores, S. L. U.


c/ Vizcaya, 4
28045 Madrid-España

I.S.B.N: 978-84-8374-649-3
Depósito legal: M-12798-2007

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser


reproducida o copiada, como tampoco se permite su utilización física o
electrónica para fines de enriquecimiento económico.
Nota preliminar

Cuando comencé a escribir Ora pro nobis intenté describir, con


la mayor frescura narrativa, un universo de recuerdos que en un
primer momento me pareció inenarrable, imposible de expresar.
Fue mucho después cuando descubrí, casi de casualidad, que en esa
trama que yo había visualizado y ensoñado se encontraba Irene, la
niña protagonista, intentando abrirse paso entre el nebuloso
laberinto de mis pensamientos.
Ora pro nobis es una novela donde el diálogo es acción y la
acción es diálogo; la tristeza es alegría y la alegría es tristeza; donde
reír y llorar es lo mismo.
Escribir este libro no fue tarea fácil. Rompí centenares de folios
emborronados, hasta que finalmente tomé a Irene de la mano,
situándola frente a mí, mirándola a los ojos. Y le permití que me
hablara. Le permití llorar, gritar, protestar, reír, cantar…, en
definitiva, le permití que expresara sus sentimientos como le diera
la gana, sin tratar de contenerla o conducirla. Y así, con su tono
propio tan colorido y particular, Irene me mostró que la vida puede
ser una aventura apasionante, aunque no sea cosa fácil tocar el cielo.
El sistema dialogal que he adoptado en este libro trata de dar una
idea concreta de los caracteres de cada personaje. La historia se
desenvuelve en su primera parte entre un ritmo apacible y divertido
(amenizado por el candor y la ingenuidad propia de los niños), como
desgarrador por el entorno implacable y despiadado que rodea sus
vidas. En la segunda parte, Irene, llegada ya su adolescencia, nos
sigue dejando el testimonio de una época, o más bien una sociedad,
donde una minoría de personas de alto abolengo comparten un
inalterable código de conducta fuera del cual todo es un
desconcierto de mal gusto y vulgaridad. Efectivamente, tanta
respetabilidad y compostura, tanta costumbre fosilizada en
prejuicios y ritos inconmovibles —donde todo se dice a media voz
y la propia risa es reprimida sin contemplaciones—, hace que la
vida de Irene sea una continua y angustiosa incertidumbre: siempre
palpando, tropezando en lo fatuo, estrellándose en una realidad sin
realidad.
Ella solamente quiere vivir. Ser como cualquier chica de su
edad: estudiar, reír, amar, soñar, imaginar. Quiere sentirse alegre,
libre, pero no halla el camino adecuado para ello. Y por eso elige
refugiarse en los sueños más dulces, en las fantasías más bellas y
apasionadas.
En términos generales puedo decir que he disfrutado
escribiendo este libro. Me ha permitido apartarme emocionalmente
de tantas dosis diarias de guerras, violaciones, homicidios,
enfrentamientos políticos, cotilleos y banalidades del corazón. Me
ha permitido verme, escucharme, analizarme a mí misma.
¡Qué momentos de ansiedad cuando las musas se retrasaban! ¡Y
qué placer cuando conseguía dar voz a esos niños enfermos y felices
que se mostraban en mi imaginación! ¡Cuánto jugué y reí con ellos!
Incluso me sentí cómplice del primer amor de esa adolescente tan
parecida y a la vez tan ajena a mí, a tal punto que a veces me he
preguntado si Irene es algo así como un espíritu burlón que ha
tomado posesión de mi imaginación. Cuán cercana y dichosa me he
sentido ante unos seres que poseían la sorprendente grandeza de
saber disfrutar de todo sin tener nada.
Y ahí está el quid de esta historia: en la búsqueda de la
supervivencia y la dignidad humana, que siempre ha sido y será la
principal fuerza que mueve la vida.
A mis hijos: Maite, Natalia y José Carlos,
que son el motor de mi vida.

Mi recuerdo entrañable, además, a todos aquellos niños y niñas que


se vieron obligados a permanecer ingresados durante años en
instituciones sanitarias, como fue en este caso el Sanatorio
Marítimo de Torremolinos. Niños que, en su incapacidad física,
fueron héroes porque supieron hacer de sus vidas una aventura
apasionante. Niños que amaron la amistad, que mostraron coraje
ante el dolor y que supieron descubrir cada día, con los ojos
abiertos o cerrados, tantas sorpresas y milagros.
A todos aquellos pequeños héroes, mi recuerdo más emotivo.
No hay que ser nunca una niña empachada de libros, que no sabe
hablar de otra cosa… No hay que ser una intelectual.
Sección Femenina, El libro de las Margaritas, 1940

Llévame de la muerte a la vida,


De la falsedad a la verdad;
Llévame de la desesperación a la esperanza,
Del miedo a la confianza;
Llévame del odio al amor,
De la guerra a la paz;
Deja que la paz llene nuestros corazones,
Nuestro mundo, nuestro universo.

Satish Kumar
Capítulo I

11 de marzo 1947

Dentro de unos días me van a llevar a la casa grande.


Mamá dice que sólo será cuestión de una temporada, pero
yo no sé... porque, ¿y si me dejan allí para siempre? ¿Y si ya
nunca les vuelvo a ver? Cuando me lo dijo me quedé turulata.
Le dije, que si me llevaban dejaría de comer hasta morirme. A
ella se le llenaron los ojos de lágrimas y apretujando mis
manos entre las suyas me dijo que yo no podía seguir por más
tiempo con este plan que llevo, que mi enfermedad requiere
una alimentación que me aporte diariamente muchas más
proteínas, vitaminas y calcio, y no engañar al estómago que es
lo único que venimos haciendo. Yo protesté. Le dije que no,
que no era cierto, que yo no lo engañaba, pero ella siguió
insistiendo:
«Sí, mi vida, lo engañamos. Ahí tenemos las cartillas de
racionamiento, pero sólo con eso es absurdo pretender dar de
comer a una familia ni medianamente bien, cuanto menos a
una niña enferma...»
Y continuó explicándome cosas que a mí no me
importaban para nada, como que los productos que nos
pertenecen con las cartillas, si ya son escasos de por sí, encima
la mitad de las veces ni siquiera están llegando a las tiendas;
y que si llegan, las colas que hay que guardar son tan grandes
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que cuando por fin le toca se encuentra que ya se ha agotado
todo. Y que entonces se ve en la calle, preguntándose:
«¿Y si voy a casa de fulanita a ver si me puede dejar algo?
No, mejor a la de menganita, que está más desahogada. Y si
no a Pedro, el tendero, a ver si todavía me quiere fiar...»
Dijo que si pudiera adquirir aunque sólo sea la mitad de la
alimentación que necesito, no habría ninguna necesidad de
llevarme a la casa grande. Pero claro, que quién puede pagar
esos precios tan abusivos... Pues casi nadie, salvo unos pocos
elegidos. Y con la mirada pegada al suelo, movió la cabeza,
diciéndose a sí misma:
«Hay que ver lo que me cobraron ayer por el triste
plátano... ¿Tú crees que hay derecho?... Cómo se aprovechan
de las circunstancias... Mientras unos se mueren de hambre
otros se enriquecen a costa de esa misma hambre... Y además,
esta vivienda es tan insalubre... Hay humedad por todas partes,
apenas si entra un rayo de sol... El médico opina que
deberíamos ingresarte en un sanatorio, pero… yo no sé...»
¿Qué es un sanatorio? —le pregunto. Y me contesta: «Un
sitio donde curan a los enfermos.»
Mira, Vivita, al oír aquello me entró una cosa por aquí, por
la barriga, que casi no me salía la voz cuando le volví a
preguntar: ¿En ese sitio hay médicos, mamá? Y dijo así, como
si tal cosa:
«Sí, naturalmente»
Yo de buena gana hubiera salido corriendo y no habría
parado hasta desaparecer del mundo. Pero en vista de que no
podía, metí la cabeza bajo la sábana y rompí a llorar. ¿Que por
qué me puse así? ¡Ay, Vivita, qué pregunta! Porque sé que los
médicos no son buenos, por eso. Si tú supieras las manos que
tienen... Son grandes, huesudas, feísimas, y siempre llevan
algo en ellas para hacer daño, te lo juro. Le supliqué que no
me llevara a ese sitio, que a partir de ahora comería todo lo
que me pusiera, que no volvería a pelearme con Perico y que
no volvería a despertarla a ella tan temprano por las mañanas.

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Entonces se puso a besuquearme la cara y a decir que me
tranquilizara, que ni ella ni papá pensaban llevarme a ese
sanatorio por nada del mundo. Le grité:
«¡No mientas, mamá, si lo acabas de decir ahora mismo!»
« No, yo no he dicho eso —dijo acariciándome los pelos—
Lo que te estoy diciendo es que el médico nos lo ha
aconsejado. Y precisamente porque no queremos llevarte,
hemos pensado que estés una temporada con abuela y los tíos,
para ver si mejoras. ¿Comprendes, hija?»
No le contesté, Vivita, ¿para qué?, si ya no sabía si
comprendía o no. Mamá seguía y seguía: que si en la casa
grande no me faltará de nada, que si tendré una buena
alimentación, aire, sol, medicinas, juguetes... pero yo seguí
llorando y llorando, diciéndole que no necesitaba más
juguetes, que con mi muñeco de barro me bastaba y que por
nada del mundo quería ir a esa casa.
«¿Te estás enterando, mamá? —le grité.
Yo no sé si se enteró, Vivita, me limpió las lágrimas, los
mocos, me dio a beber un vaso de agua y luego se echó a mi
lado, rodeándome con su brazo, diciéndome que intentara
comprenderla, que ella no podía concebir la idea de estar lejos
de mí, que era como si la separaran de la vida.
«Atiende bien a lo que te voy a decir, cariño —dijo
sosteniéndome la cara entre sus manos—. Hay algo que está
por encima de todo sufrimiento, de toda contrariedad y de todo
obstáculo que se nos ponga por delante, y ese algo es tu
curación. ¿Comprendes, hija? Eso y nada más que eso es lo
único que debe preocuparnos ahora. Y es por lo que tú y yo
vamos a luchar con todas nuestras fuerzas, para que así llegue
el día en que puedas andar, correr, saltar, ir al colegio... y
sobre todo, hija mía, que puedas vivir sin padecer dolor, que
puedas disfrutar de la vida, de tu niñez, sin que nada coaccione
tu alegría. ¿No crees, cariño, que todo esto merece un pequeño
sacrificio? ¿No crees que merece la pena estar separadas una
temporada a cambio de conseguir tu salud? »

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Pasé mis dedos por sus ojos húmedos y le dije que sí, que
merecía la pena el sacrificio. Me aseguró que el tiempo pasa
muy rápido, que cuando queramos darnos cuenta ya estaría
otra vez en casa; y acabó diciéndome lo mucho que me
quieren abuela, tío Eduardo y tía Eulalia, y lo feliz que están
de que yo vaya a vivir con ellos. Durante un rato
permanecimos en silencio, yo abrazada a su cintura, ella
apoyando su barbilla en mi cabeza.
«¿Vendrás a verme todos los días, mamá?» —Me apartó,
mirándome a los ojos.
«¿Qué creías, que te ibas a librar de mí? Pues no, señorita.
Allí estaré yo todos los días para achucharte por aquí, y por
aquí, y también por aquí... »
Y se puso a hacerme cosquillas. Yo me moría de la risa, me
reía tanto, que vino Perico corriendo y nos preguntó qué nos
pasaba y de qué nos reíamos. Entonces le expliqué que íbamos
hacer un sacrificio por el bien de mi salud, y que este sacrificio
era algo muy duro y doloroso para nosotras, pero que siendo
fuertes y valientes como éramos, acabaríamos por soportarlo.
Él se entusiasmó de tal modo, que se puso a dar saltos y a decir
que también quería hacerlo. Le dije:
«No, Perico, aún tienes cuatro años, eres muy pequeño»
Y empezó a lloriquear, a decir que él es más valiente y más
fuerte que yo porque es un hombre, y se agarró a la falda de
mamá, suplicándole que le dejara colaborar en eso tan duro
que habíamos planeado, que ya no volvería a pintarse la cara
como un indio, que iba a ser bueno y no sé cuántas cosas más.
Total, que mamá se puso a besarlo y a darle achuchones, y
terminó diciéndole:
«Está bien cariño, tú también lo harás porque me has
demostrado que eres lo suficientemente mayor como para no
hacerte pis en la cama.»
Al rato de esto, mamá se puso a bailarnos un charlestón.
Por cierto, Vivita ¿tú sabías que todos tenemos un Ángel
de la Guarda? Me lo ha dicho mamá. Dice que nos protege de

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todo peligro y que siempre está junto a nosotros, aunque no lo
veamos. Yo pienso que mi ángel debe de estar aburridísimo
conmigo, ¿no crees? Aunque mamá dice que no, que los
ángeles no se aburren nunca. Sin embargo yo no estoy tan
segura, porque, si no corro por ahí, ni salto, ni trepo a los
árboles, ni voy por sitios peligrosos ni cruzo calles, ¿de qué
tiene que protegerme? ¡Si ni siquiera me puedo levantar de la
cama! ¿Cómo no se va a aburrir? ¿Acaso no me aburro yo?

***

Qué fastidio que mamá tenga tan poco dinero, Vivita. Yo


no me podía imaginar que éramos personas pobres. Personas
de esas que llaman a la puerta pidiendo una limosna. Y claro,
ahora lo entiendo todo. Entiendo por qué mamá se dibuja una
raya en las piernas cada vez que va a salir a la calle, para que
así parezca que lleva medias; o que se ponga bajo el chaquetón
un peto blanco anudado al cuello y a la espalda, para que así
parezca que lleva una blusa. Y también entiendo que esté todo
el día cosiendo camisas, zurciendo sábanas, o haciendo
pañales para Luichi con las camisetas gastadas de papá. Y es
que no puede comprar nada, Vivita, ¡es que somos demasiado
pobres!
Hace un rato, cuando llegó papá de la calle, le dije que
había descubierto su secreto. Él, después de besarme en la
frente, me pregunta:
«¿Y podría usted decirme cuál es mi secreto, señorita?»
«Pues que todos los días pides limosnas por las casas —le
digo.
«¿Pedir qué? —me pregunta, arrugando la nariz. Le repito:
«Limosnas, papá. —Con la mirada un poco rara, me vuelve
a preguntar:
«¿Por qué dices que yo pido limosnas? »
«Porque somos personas muy pobres —le contesto—;
porque mamá no puede comprarme la buena alimentación ni

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comprar ropa, ni juguetes, ni medicinas, y porque esta casa es
demasiado “insanubre”.»
Al oír esto, Vivita, no veas cómo se puso. Gritó:
«¡Pero bueno! ¿Qué dice esta niña? ¡Clara! ¡Clara! ¡Haz el
favor de venir!»
Al momento se presenta mamá:
«¿Qué pasa? ¿Por qué gritas?»
«¿Se puede saber qué le has dicho a la niña?» —Le
responde papá.
Y mamá:
«Pero ¿por qué?»
Y papá:
«¿Que por qué? ¡Porque me está diciendo que si he ido a
pedir limosnas por las casas!... ¡Y que si somos pobres, que si
no podemos comprar alimentos... yo qué sé cuántos
disparates!»
Mamá, sonriendo, le coge de la mano y se lo lleva a la
cocina. Yo me quedo sin comprender nada, Vivita. ¿Acaso él
no sabe que somos pobres? Ay, cada vez entiendo menos a
papá...
Qué coraje, Vivita, que no puedas salir del cuadro, porque
seguro que hoy te lo hubieras pasado divinamente bien… Esta
mañana, papá y mamá nos despertaron cantando: Estas son
las mañanitas que cantaba el rey David / en el día de tu
cumpleaños te las cantamos a ti. / Despierta mi bien
despierta, / mira que ya amaneció. / Ya los pajarillos cantan,
la luna ya se ocultó...
—Felicidades, hija —dice papá aplastándome la nariz
contra su pijama—, hoy cumples seis años; ya eres toda una
señorita.
Mamá, tras darme un besote y un abrazo muy grande, cogió
el orinal y se acercó a la cama de Perico, diciéndole:
—Perico, hoy quiero que te portes muy bien con tu
hermana y que no la hagas rabiar, ¿entendido?

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Pero él, como si nada, se quedó observando el chorro de
pipí, para después meterse de nuevo en la cama. Al poco de
irse papá a la escuela, entró mamá con un paquete en la mano.
— ¡Sorpresa! ¡Sorpresa! ¡Mira lo que te traigo!
El paquete estaba envuelto en papel blanco, sujeto por una
cuerdecita azul. Como a mí me costaba deshacer el nudo, se
lo di a ella.
—¡Huy, qué nervios! ¿Qué será esto?» —decía
desliándolo.
Y de pronto apareció este muñeco tan bonito. ¿Lo ves? Lo
ha hecho mamá. El cuerpo es de serrín, por eso está blandito.
Mira el pelo, son hebras de lana amarilla; y el vestido y la
capotita lo ha sacado de un camisón de dormir, que ella tenía
ya muy usado. ¿Has visto qué ojos más grandes?... Y se está
riendo, ¿a qué sí?
Por la tarde llegaron las visitas: abuela, tía Eulalia, tío
Eduardo, Gertrudis y Luisa, la vecina. Todos con regalos.
Luisa me trajo un muñequito pegado a un cartón, con un
biberón y un orinal. Gertrudis, un cuaderno con dibujos para
colorear y una caja de lápices. Abuela, un rosario blanco para
cuando sepa rezar. Y tía Eulalia, un libro de cuentos para
cuando sepa leer. Abuela me dijo que rezara mucho al Niño
Jesús, que Él estaba muy contento conmigo porque yo estaba
demostrando mucha paciencia.
Cuando se marcharon todos, me quedé pensando en esa
palabra. ¿Qué querría decir? ¿Por qué todos me la repetían
continuamente? Irenita, hija, ten paciencia, ten paciencia, ten
paciencia... ¿Pero qué es la paciencia? Después de cenar,
mientras mamá estaba cambiándole los pañales a Luichi, le
pregunto:
«Mamá, ¿qué es la paciencia?»
Y me dice:
«Pues la paciencia es... cómo te diría yo... verás, es un don
maravilloso que nos permite soportar con resignación
cualquier desgracia que nos ocurra»

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Yo no me entero, y vuelvo a insistir:
«¿Pero teniendo la paciencia se siente menos el dolor?»
«Sí, claro —me responde—, si se tiene paciencia se tiene
más calma, más sosiego, y en ese estado el dolor se soporta
mejor»
Entonces le pregunto:
«Mamá, ¿hay algo que yo pueda hacer para conseguir ese
don? »
¿Y qué crees que hace, Vivita? Echarse a reír. A mí me
dio coraje, ¿sabes? Le digo:
«¿De qué te ríes?» Y ella:
«Pero qué bonita eres... » —Y apretujándome entre sus
brazos, me dice que yo la tengo de sobra. Le grito:
«¡No, mamá, estás equivocada, yo no tengo calma ni
soporto el dolor!»
Entonces, sentándose en el filo de la cama, me explica que
la paciencia es algo que ni ella ni nadie me puede dar, que sólo
Dios la concede, que se la pida a Él todos los días porque
seguro, segurísimo, que acabará por dármela. ¿Y te puedes
creer, Vivita, que de esto ha pasado un montón de días y
todavía no me la ha dado? Mira que se lo he pedido veces: por
favor, Dios, la paciencia, anda, dame la paciencia...
En vista de que pasaba el tiempo y no me la daba, una tarde
me puse a explicarle a Perico lo que era la paciencia y cómo
tenía él que pedírsela a Dios, para que de esa forma nos oyera
a los dos. Le dije: Es que necesito tenerla pronto, Perico. ¿Y
sabes lo que me contestó? Que él también la necesitaba. Yo le
grité: ¿Túuuu? ¿Para qué, si no tienes dolor? Y él gritó: ¡Pero
tengo hambre!
Y eso es lo peor que tiene Perico, que siempre tiene
hambre. Él, por comer, se come los lápices, las gomas de
borrar, las uñas, los mocos... Un día hasta se comió el lápiz de
labios de mamá. La pobre se llevó un disgusto que no te quiero
contar cuando se lo encontró con toda la cara llena de carmín.

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«¡Dios Santo! –gritó—. Pero ¿qué has hecho? —Perico se
disculpó diciendo que era un indio y que por eso se había
pintado la cara. Y mamá:
«Ah, conque un indio, ¿verdad? Pues ¡toma!» —dijo
pegándole un azote en el culo.
¡Qué risa, Vivita! Si vieras cómo estaba... Las lágrimas por
un lado, la pintura por otro, y él venga a restregarse los ojos y
a ponerse cada vez más feo... Tenías que haberlo visto, parecía
un payaso... Mamá, mientras tanto, se quedó mirando con la
cara muy triste lo que había quedado del lápiz, y dijo:
«¿Y cómo me pinto yo ahora con esto?» —Y casi se echa
a llorar, te lo juro. Pero entonces se puso a hurgar en la barra.
Con el carmín que sacó, se pintó los labios y se coloreó las
mejillas. Y quieras que no, cuando se vio ante el espejo tan
guapa, se le pasó la tristeza. Y es lo que ella dice: que cuando
los labios están pintados de rojo y las mejillas tienen algo de
color, parece, no sólo que se está más feliz sino también mejor
alimentada. Al rato de esto, se fue a la cocina, y como a ella
le gusta tanto cantar, empezó:
Debajo de la capa de Luis Candela
Mi corazón amante vuela que vuela...
Creo que Perico ha disfrutado más que yo de mi
cumpleaños. Se ha comido con tanto gusto el pastel que nos
trajeron, que cuando lo acabó se chupó los dedos una y otra
vez. Después se ha comido el de mamá, porque a ella no le
apetecía. Y del paquete de galletas que me guardaron, a
escondidas sacó tres y se las comió también.
Y es que si comer es lo más importante para Perico, para
mí, que nunca tengo hambre, es de lo más antipático. Mamá
no parece darse cuenta de esto y me obliga a tragar aunque no
pueda. Se pone:
«Esta cucharada por papá, que te quiere mucho. Ésta por
abuela, que es muy buena contigo. Ésta por Luichi, tu
hermanito pequeño. Ésta por Perico, que siempre cuida de ti.

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Ésta por Fulanito, que si no sé qué. Ésta por Menganito, que
si no sé cuánto».
Y así va nombrando a toda la familia y a todos los vecinos,
y cuando ya no puedo más y estoy a punto de vomitar, dice
con gesto lastimero:
«¿Es que no le quieres? ¿Es que no vas a hacer un sacrificio
por él, Irenita? Pobrecito, qué triste lo vas a dejar, hija.»
Como si a mí me importara mucho que Fulanito se quede
triste, qué tontería... ¿Sabes qué estoy pensando, Vivita? Que
no voy a volver a jugar con los soldados de Perico. Le diré que
a partir de ahora juegue él solo, que yo ya soy una señorita.
Además, no quiero que me atiborre la cama con tantas cosas.
Tú no sabes todo lo que tiene en su caja de lata, mira: tapones,
cromos, chapas, seis soldados de latón, tres oficiales moriscos,
un caballo de cartón, una peonza, un pistola de madera, un
lápiz, y tres plumas de un pavo que mató Luisa, la vecina. Y
es que Perico, aparte de comer, sólo piensa en ser soldado. Un
soldado de los que dan su vida por la patria, eso es lo que
quiere ser. ¡Ah!, ¿sabes lo que hizo cuando se fueron las
visitas? Que me quitó el muñeco, le levantó el faldón y
empezó a burlarse de él diciendo que no tenía pito, y que si no
tenía pito es porque era niña. Yo le discutí que no, y mamá
dijo que lo que ella había hecho era un niño, y que si el pito
no se le veía no importaba: era un machote y punto. Pero
Perico seguía y seguía con lo mismo: que si era una canija,
que si era fea, que si estaba tuerta... hasta que mamá gritó:
«¡Se acabó! ¡No quiero oír ni una palabra más,
entendido?»
Nos callamos y no volvimos a hablar más. Pero antes de
que mamá apagara la luz para dormir, se ha acercado a mi
oreja y me ha dicho:
«No tiene pito, no tiene pito, no tiene pito, no tiene pito...»
No sabes el coraje que tengo… ¡Ya está! ¡Se me ha
ocurrido una idea! ¿Qué te parece si le pongo de nombre Pito?

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Así todo el mundo sabrá que es niño, y no una niña. ¿A que
está bien pensado?
Luichi se ha despertado. Intenta levantarse, sujetándose a
los barrotes de la cuna, pero se cae y se pone a llorar.
—¡Qué se calle el mono ése, que no me deja dormir!
—¡Pero bueno, Perico, qué mosca te ha picado esta
noche?— le dice mamá mientras me pone la cuña.
—Habrá tenido un mal sueño, como que la caja de sus
tesoros desaparece, o que llega la hora de comer y no tiene
qué llevarse a la boca.
—¡Cállate, monigota!
—¡Ya está bien! Venga, a espabilarse que ya es hora. Y tú,
Luichi, cariño, deja de llorar un poquito, por favor. Sí, ya sé
que estás mojadito y que tienes hambre, ya lo sé, bonito mío,
ya lo sé.
Mamá, arrastrando sus chancletas, sale del cuarto
llevándose la cuña, mientras Luichi, berreando, intenta
levantarse de nuevo.
—¡Mira, Perico! ¡Mira qué pompa de mocos tiene Luichi!
¡Corre míralo! ¡Ja ja ja!
Luichi deja de llorar y se queda mirándonos. La pompa de
mocos se rompe.
—¡Oh, qué pena!
—¡Haz otra pompa, Luichi! ¡Haz otra!
Luichi sonríe, dando saltitos y haciendo palmas. Cuando
mamá aparece por la puerta, con mi taza de leche, comienza
de nuevo a berrear.
—Vamos, Clara, ponme el desayuno, mujer, que se me
hace tarde.
—Ven, pasa un momento, Luis. Mira, fíjate, esta noche
Perico tampoco ha mojado la cama; ya es todo un hombre.
—Sí, muy bien. Venga, por favor, el desayuno... Y tú, hijo,
cállate un poquito, que vuelves loco a cualquiera.

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Ya oigo llegar a los niños a la escuela... Oigo la voz de
papá, ordenando formar fila para subir... Las pisadas, los
cuchicheos, las risas... el himno de todos los días...

De pie camaradas y siempre adelante;


Cantemos el himno de la juventud,
El himno que canta la España gigante,
Que sacude el yugo de la esclavitud…

—¿Sabes una cosa, Irenita? Que ahora cuando salga te voy


a comprar muchos recortables, los más bonitos que encuentre,
los que tengan las muñecas más lindas y los vestidos más
elegantes. Te aseguro que hoy lo vas a pasar muy bien. ¿Tú
sabes que cuando yo era niña tenía una caja grande llenas de
muñecas de recortables? Pues sí, tenía muchísimas. Era mi
pasatiempo favorito. En cuanto llegaba del colegio cogía las
tijeras y ¡hala!, me ponía a recortar y a recortar. Mi padre me
decía: hay que ver, Clara, siempre estás igual, hija, no haces
otra cosa... Pero no creas, también hacía los deberes que me
ponían en clase, hacía mi cama, regaba las macetas... Hasta
ayudaba un poco en la cocina, a veces comiéndome a
escondidas las papas o las croquetas que se estaban friendo,
claro.
—¡Ja ja ja! Eso no era ayudar, mamá.
—Bueno, yo hacía lo que podía; eso sí, deprisa y corriendo
para ponerme a recortar de nuevo. Llegué a tener una
colección en la que había muñecas de todo tipo: rubias,
morenas, pelirrojas, de raza blanca, negra, asiática... qué sé
yo, un montón. Luego estaban los hermanitos, unos
muñequitos pequeños que traían consigo sus chupetes, sus
biberones, sus cunitas... y también estaban los hermanos
mayores, que eran unos guayabos con todo tipo de atuendos,
ni te cuento los que tenía. De vestidos había para parar un tren:
de fiesta, de tarde, de mañana, uniformes de colegios, batas,

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pantalones con peto para el campo, bañadores, sombreritos,
guantes, paraguas...
—¿Y zapatos?
—Muchísimos. De todos los colores. Los combinaba con
cada ropa, y según las vestía así las calzaba. Me lo pasaba muy
bien. Poco a poco te iré comprando, para que así llegues a
tener una colección como la que yo tuve, ¿de acuerdo?
—¿Y yo qué?
—Tú eres un niño, Perico, y los niños no juegan con
muñecas, ¿verdad, mamá?
—Por supuesto. A ti de muñecas ni hablar, faltaría más.
—¿Entonces yo qué colecciono?
—Pues soldados, caballos, indios, en fin, lo que es propio
de niños. Y ahora dejadme un ratito a ver si termino lo que
estaba haciendo.
—Vamos a jugar. —dice Perico volcando su caja sobre mi
cama.
—Yo ya tengo a Pito, Perico, así que no pienso jugar
contigo a indios ni a soldados, que lo sepas.
—¡Esta es una Pita!
—¡No le pegues, idiota!¡Es Pito!
—¡Es Pita!
—¡Es Pito!
—Si juegas ahora conmigo le llamaré Pito para siempre y
diré que es un niño.
—Vale.
Papá ha llegado de la escuela. Perico corre hacia él, con las
manos llenas de recortables.
—¡Mira, papá, mira cuántos recortables tengo!
—Con ese caballo y la espada ya puedes mandar a ese
soldado a la guerra.
—Cuando yo sea mayor voy a ser soldado, ¿sabes papá?
—Me parece muy bien.
—¿Y crees que algún día podré llegar a ser un héroe?
—¿Por qué no?

21
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Que voy a ser un héroe! ¡Que lo ha
dicho papá!
—¡Hijo, por favor, no grites!
—¿Tú has ido a la guerra, papá?
—Pues claro que he ido.
—¿Y has ganado batallas?
—Algunas.
—¿Mataste a muchos malos?
—¡Bueno, vale ya! Anda, sigue recortando y cállate un
poquito, hijo, que no paras, siempre estás igual, preguntando,
preguntando.
Mamá entra con Luichi, apoyado en la cadera, y con un
plato en la otra mano.
—Hijo, quítate de en medio, ¿no ves que no dejas pasar?
—Es curioso que haya gente capaz de falsificar partidas de
nacimientos con tal de obtener cartillas de racionamientos —
dice papá ojeando el periódico—. Te digo que algunos ya no
saben qué inventar.
—Lógico. El hambre agudiza el ingenio. Toma, ten al niño
un momento.
Papá juguetea, mordiéndole en el cuello, rugiendo como un
león. Luichi se encoge, chilla, ríe a carcajadas.
—¿Qué hay de comer, Clara?
—A ver si sois capaces de adivinarlo —dice mamá
anudándole a Luichi el comicalla.
—¡Yo primero!
—Pues venga, di.
—¡Gachas!
—No.
—¿Sangre encebollada? —pregunta papá.
Mamá coge al niño, y se sienta junto a la mesa,
acomodándolo sobre su falda.
—Tampoco.
—¿Papas viudas? —pregunto.
Mamá canturrea:

22
—Frío frío, como el agua del río.
—¿Pan con manteca colorá? —pregunta Perico.
—No, no, no, cada vez más frío.
Papá se acerca a la puerta, olfatea.
—Garbanzos con tocino, ¿a que sí?
—Bueno, has acertado sólo a medias, porque el puchero de
hoy no es el puchero de cualquier día. El de hoy lleva carne,
chorizo, morcilla y tocino. O sea, un puchero como Dios
manda.
—¿Y eso?
—Pues verás, te cuento —dice mamá dándole la papilla a
Luichi—: Esta mañana, en el mercado, me paro junto a la
carnicería y me pongo a mirar (que es lo único que hago) una
pieza de carne roja y fresca que el tendero está rebanando... Y
mirando embobada el pedazo de aguja, me pongo a pensar en
la falta que les hace a estos niños, sobre todo a Irenita, comer
algo de carne: un cocido, un estofado, un bistec, aunque sea
pequeño; o al menos unas albóndigas que lleven siquiera un
mínimo de carne, porque hay que ver cómo están comiendo
estas criaturas, que no hay derecho a esto... Los garbanzos
siempre cocidos y machacados con aceite y vinagre, sin ni
siquiera una pizca de chorizo; las papas siempre viudas; las
gachas con pan frito, sin poderle echar nunca un poquito de
miel, con lo buenas que están con la miel, ¿eh?... Y me
pregunto: ¿Es que nunca van a comer bien estos niños?
—¡Pero sigue contando y no te enrolles tanto, mujer, que
eso ya lo sé!
—Pues eso, que me pongo a mirar los precios, y cuando ya
voy a pasar de largo, miro de refilón al tendero. ¿Y quién crees
tú que era?
—Yo qué sé.
—Un soldado que atendí en el hospital durante la guerra.
¿Sabes qué hago entonces? Que me pongo a guardar cola. El
caso es que hay mucha gente, y me da por pensar que cuando
llegue mi turno ya no quedará nada, pero aun así decido probar

23
suerte y espero. Cuando por fin llego al mostrador, le digo con
una sonrisa de par en par:
«¿Te acuerdas de mí?»
Durante unos segundos, que a mí me parecieron eternos,
titubeó. De pronto exclamó:
«¡Sí, claro, del hospital! ¡Madre de Dios, cuánto me alegro
de verla!... »
Le pregunto:
«¿Qué tal estás?»
«Bien, —responde— no se puede uno quejar. ¿Y usted?»
Bajo la vista, le digo:
«Psss, voy tirando»
Entonces me pregunta qué deseo. Yo titubeo:
«Pues... algo de carne para el cocido»
«¿Cuánto?»
Abro el monedero, se lo muestro.
«Tengo sólo esto, —le digo— y sé que es muy poco»
«Nada, nada, no se preocupe usted por eso»
Me contesta con una sonrisa maravillosa. ¿Y sabéis qué me
puso? Un buen trozo de carne más dos chorizos, un pedazo de
tocino, un hueso de caña y otro de jamón. Y cuando ya lo está
envolviendo todo, se queda un momento así, como dudando,
deslía de nuevo el papel y añade tres morcillas, una asadura,
una poca de manteca y casi cuarto de chicharrón. Yo protesto
lo más sinceramente que puedo:
«¡Huy, eso es demasiado! Y lo que traigo de dinero...
bueno, ya ves... »
Y él, volviendo a sonreír:
«No tiene que pagarme nada. Permítame que por hoy,
aunque sólo sea con esto, le demuestre mi agradecimiento.»
¡Y vaya si me lo demostró! Salí del mercado más contenta
que un niño con zapatos nuevos. Vine, no corriendo sino
volando como loca perdida para cocinarlo cuanto antes, para
disfrutar del burbujeo, para aspirar su aroma (hmmm... hoy

24
día no hay mejor aroma), pero sobre todo, para ver como a
estos niños se les encienden las mejillas.
—Tienen que venir tiempos mejores, mujer, ya lo verás.
¡Perico, macho, que hoy vas a comer como un rey!
—¡Bieeeeen!
—¡Venga, vamos a poner la mesa! —dice papá empujando
mi cama hacia el comedor.
Es increíble... Es como si hubieran perdido la capacidad de
hablar y sólo la tuvieran para masticar y masticar y masticar...
Como si la carne fuera a desaparecer de sus platos con sólo
apartar la vista... Ni siquiera se enteran de que estoy aquí. Yo
miro mi plato, esta montaña de garbanzos, el tocino... ¡Aggg!
—¡Hmmm! Esto sí que es comer. —dice mamá entornando
los ojos.
Papá canturrea, a la vez que mastica.
—Parece mentira, la alegría que te entra en el cuerpo
después de un plato así —dice acariciándose la barriga—
Verdaderamente no aprecias lo que tienes hasta que un día te
falta.
—Hay que ver... —dice mamá pasándose la servilleta por
los labios— quien nos iba a decir que tendríamos que pasar
por tanta penuria... Con la de pollo que se ha comido en mi
casa, madre mía, que casi lo tenía aborrecido. Y ya ves ahora,
ni siquiera puedo comprar el caparazón... Irenita, hija, esto no
puede ser, cariño, tienes que hacer por comer. Fíjate, apenas
has probado bocado.
—Mamá, si Irenita no quiere me lo como yo.
—¡No seas tan agonioso, Perico! —le riñe papá—.
¡Siempre estás igual, caramba!
—Sí, pero ya verás tú como se lo deja.
—¡Chisst! Silencio, que empieza el parte.
Mamá se sienta al filo de mi cama, y baja la voz.
—Ésta por papá... Ésta por Luichi... Ésta por abuela...
Ésta por la vecina Luisa... Ésta por el carnicero, que ha sido
muy bueno con nosotros...

25
***

Papá está enfadado. Dice que cuando llegará el día en que


pueda tomarse un buen café negro y fuerte y no esa aguachirri
de achicoria, que no sirve ni para quitarle la modorra durante
las clases.
—No te quejes tanto, Luis, por favor, que el café no es tan
importante en la alimentación de una persona.
—¿Pues sabes qué te digo, Clara? Que un pequeño placer
de vez en cuando te ayuda a tener una visión mucho más
optimista de la vida.
Mamá abandona el comedor, llevando una pila de platos.
Entra de nuevo.
—Te recuerdo, por si lo has olvidado, que para eso has
conseguido la tarjeta del fumador, para darte el placer de
fumar. Y maldita la falta que hacía.
—Ya, pero al menos fumando se distrae al estómago, y
sobre todo la mente, que es lo principal.
—Exactamente. Debes tener la mente tan distraída que ni
siquiera te das cuenta de que todos los días entras al bar de la
esquina y subes apestando a alcohol.
—Por favor, Clara, no empecemos como siempre.
—Sí, no empecemos como siempre, eso digo yo.
—Es que te encanta, Clara, te encanta machacar, excavar
en los conflictos... Se ve que no puedes evitarlo, que es
superior a ti.
—¡Y tú siempre tienes una excusa con la que engañarte a
ti mismo, Luis! Eres tú precisamente el que no puede evitar
estar esclavizado por esos conflictos, ¡y lo sabes!
—¡Déjame ya en paz!
—Claro, como que la verdad siempre hace daño.
Papá apura el último trago.
—Bueno, me subo a clase.

***

26
Está anocheciendo.
Luichi, sentado sobre una manta, despedaza hojas de
periódico; Perico se ha ido al comedor, a dibujar con mis
lápices de colores; y mamá, después de haber estado un rato
leyéndome el cuento de La Cenicienta, se ha puesto a coser.
—Mamá, ¿tú sabes por qué papá está hoy más contento que
otros días, que hasta cantaba mientras se arreglaba?
—No, no lo sé.
—Yo sí; me lo dijo esta mañana antes de subir a la escuela.
¿Quieres que te lo diga?
—Sí, claro, dímelo.
—Pues porque mañana empiezan las vacaciones de
Semana Santa y por fin podrá descansar. ¿Y sabes otra cosa?
Que yo le dije que tenía una noticia que darle: que Perico, tú,
y yo, vamos a hacer un gran sacrificio para que pronto me
ponga buena y pueda disfrutar de la vida.
—¿Eso le dijiste?
—Si; él me sonrió y me dijo: yo también lo haré, hija.
—¿Ves qué bien, cariño? Ya somos cuatro haciendo el
sacrificio, eso tiene que dar resultado, ya lo verás.
—Mamá, ¿por qué papá se puso tan enfadado la otra noche
cuando le dije que era una persona pobre, si él ya sabe que lo
es?
—Mujer, somos pobres, pero no hasta el extremo de tener
que pedir limosnas como le dijiste. Papá es maestro nacional,
y eso le garantiza un sueldo todos los meses. Lo que pasa es
que como el sueldo es más bien bajo, pues nos las vemos y
deseamos. ¿Comprendes?
—¿Siempre hemos sido igual de pobres?
—Ni mucho menos. Si no hubiese habido una guerra no
tendríamos que estar pasando por todo esto. Yo sé que
lógicamente hay que darle tiempo al tiempo; una posguerra no

27
es cosa de dos días. Pero claro, de eso a que diga Franco, como
ha dicho hace poco, que España ya está empezando a sonreír
de nuevo, ¡vamos, por Dios! Yo no sé, quizá puede que lleve
razón, pero, ¿cómo es esa sonrisa? Porque para mí y para
muchos es más bien una mueca amarga, a mí que no me
digan... Bueno, se acabó, ya no coso más, que es tarde. Le voy
a preparar la cena a Luichi.
Al ver aparecer a mamá con el plato de papilla, Luichi
intenta levantarse y dar unos pasos hacia ella, pero se cae y se
pone a gatear.
—¡Luichi, así no! Dame la mano, mi vida. Venga, vamos
a dar unos pasitos... ¡Huy, pero qué bien anda mi niño! Mira
mira, Irenita, fíjate... Como que ya es todo un hombrecito...
¿Cuántos años tienes, hijo? Sí señor, eso es, un añito.
—Mamá, ¿cómo os conocisteis papá y tú?
—Dios Santo, eso es muy largo de explicar, cariño... Hala,
Luichi, ya está bien por hoy, ahora a comer.
—¡Por favor, cuéntamelo aunque sea largo! ¡Por favor!
—Bueno, está bien. Vamos a ver por dónde empiezo...
Nuestro primer encuentro tuvo lugar en un refugio, durante un
bombardeo... ¿Dónde he dejado el comicalla?
—Ahí está, en la silla. Venga, sigue.
—Pues mira, fue un encuentro de lo más romántico,
imagínate, todo estaba a oscuras, no se veía nada. De pronto,
papá enciende una cerilla, iluminando el espacio en derredor,
y entonces... los dos nos encontramos frente a frente por
primera vez. Nuestras miradas quedaron atrapadas. Quedaron
así, ¿ves?
—¡Ja ja ja!
—Raspó de nuevo otra, y cuando se consumió, prendió
repetidamente unas cuantas más. Así nos enamoramos,
¿sabes?, con el silbido y las detonaciones de las bombas como
música de fondo, con el miedo agazapado en nuestros
corazones. Venga, hijo, traga... ¿Qué te pasa, no tienes
hambre?

28
—¡Jo, mamá, sigue contando!
—Papá era muy guapo, no te imaginas, todas las
muchachas querían conquistarlo. Además era simpático,
alegre, desenvuelto, y disfrutaba de una vida bastante fácil y
placentera, pues había nacido en el seno de una familia
acomodada. Así que por lógica disponía de todo cuanto un
joven podía desear. Cuando nos conocimos, él tenía veinte
años.
—¿Y tú?
—Diecinueve. Trabajaba en una oficina. Papá estaba en la
universidad estudiando segundo curso de medicina. Quería ser
médico.
—¿Médico? ¡Qué horror haber tenido un médico en casa!
—Sí, pero verás lo que pasó. Resulta que a los siete meses
de comenzar la guerra, su padre (o sea, tu abuelo) y su
hermana, la tía Eloisa, mueren fusilados por el bando de la
República. Es entonces cuando papá abandona los estudios y
decide participar activamente en las filas de los nacionalistas.
¿Y sabes qué hizo? Que se fue a Ceuta, hizo allí el curso de
Alférez Provisional y se marchó al frente, dispuesto a morir si
era preciso.
—Qué valiente... ¿Y tú no fuiste a la guerra?
—Digo, si fui. No con un fusil, pero sí que participé
haciéndome Dama de la Cruz Roja.
—¿Qué es eso?
—Pues que ayudaba a curar a los heridos. Cosa que a mi
padre no le hizo ni pijotera gracia. No te cuento el trabajo que
me costó convencerlo. Y eso que él era teniente coronel, y
tenía que haberlo aceptado mejor. Pero no, protestó todo lo
que pudo y un poco más. Al final, tanto le machaqué, que no
tuvo otro remedio que acceder... Qué lástima... Lo que hubiese
disfrutado ahora con sus nietos.
—Se murió, ¿verdad?
—Sí, un año antes de casarme. Y como mi madre ya había
muerto siendo yo pequeña, me quedé sin ninguno de los dos.

29
—Qué pena de ti, mamá.
—Pues sí, perder a los padres es muy triste. ¿No quieres
más, hijo? Me parece que tú no estás muy bien esta noche. A
ver la frente.
—¡Sigue contando!
—Una vez acabada la guerra ¿sabes qué pasó? Pues que
aquel muchacho de rostro aniñado que se marchó a dar su vida
por lo que creía justo, se había convertido en todo un teniente
en reserva. Y si a su partida yo era una muchacha insegura,
con la tristeza prendida, a su regreso me encontró convertida
en una mujer impetuosa, resuelta.
—¿Qué quiere decir eso?
—Pues que era decidida, valiente. Tenías que haberme
visto el día uno de abril de mil novecientos treinta y nueve; si
vieras con qué alegría recorría yo las calles de Málaga después
de escuchar en la radio el último comunicado militar. Éste
decía: “En el día de hoy —mamá pone voz de hombre—,
cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas
nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha
terminado”.
—¿Qué guerra ha terminado, mamá? ¿Qué es lo que le
estás contando?
—Cállate, Perico, no molestes. Mamá, sigue, ¿qué pasó
después?
—Por donde iba... Ah, sí, que las calles se llenaron de gente
que se besaba, se abrazaba...
—Pero háblame a mí también, mamá, mírame.
—Que sí, hijo, que estoy mirándote… Las campanas de la
catedral anunciaban la victoria, entremezclándose con los
vítores de: ¡Arriba España! ¡Viva Franco!... Era una mañana
luminosa, una mañana en la que el sol parecía brillar con más
intensidad que nunca; aunque para otros, sin embargo, fue una
mañana oscura, tan oscura como una noche sin luna.
—Para ti ¿cómo fue?

30
—¿Para mí? El despertar de una nueva vida. Atrás quedaba
una pesadilla que deseaba borrar cuanto antes de mi mente. La
ciudad, que antes me había parecido pequeña para dar cabida
a tanto sufrimiento, en aquellos momentos se me antojó
inmensa, invulnerable a la catástrofe humana. El uno de mayo
de mil novecientos cuarenta, nos casamos. Y dos años después
naciste tú.
—¿Quién, yo?
—No, hijo, Irenita.
—Que yo soy mayor que tú, Perico, no te enteras.
—Llegaste al mundo en mala época, hija, escasez de
alimentos, de sanidad... Y como consecuencia, enfermedades
que hacen presa en la población infantil. Tres años acababas
de cumplir cuando te pusiste malita. No me lo podía creer.
—¿Papá tenía uniforme militar?
—Digo, que si tenía. Y muy bonito que era, con su gorra,
sus estrellas, y además con una medalla que le concedieron
por su valentía en la conquista de Ronda.
—¡Ay, cuéntanos esa conquista, por favor!
Perico acerca su silla.
—Sí, sí, cuenta.
—Esperad un momento, que voy a traer agua. —Mamá
regresa de la cocina con un vaso. Da de beber a Luichi— Pues
veréis; esto fue el dieciséis de septiembre de mil novecientos
treinta y seis. La columna del Comandante de Caballería
Maquira y Fernández de Borbón, a la cual pertenecía papá,
salió a primera hora de la mañana de Cuevas del Becerro, para
la toma de Ronda. Las calles estaban desiertas, las casas
vacías, saqueadas, la iglesia convertida en almacén de
comestibles, y los cadáveres de algunos desdichados
esparcidos por el suelo...
—¿A cuántos malos mataron?
—Ay, hijo, mira que la pregunta, y yo qué sé... El caso es
que la tropa iba agotada, exhausta, llevaba ya diez días
combatiendo, conquistando pueblos, aldeas... Al mediodía,

31
bajo un sol de justicia, la avanzada continuó la marcha a través
de las montañas, mientras los aviones rojos hacían de vez en
cuando su aparición, dejando el camino sembradito de
muertos. Según se iban acercando a la ciudad de Ronda, las
precauciones que tomaban eran cada vez mayores, pues
estaban seguros de que allí les aguardaba una resistencia
desesperada. A unos tres kilómetros antes de llegar, había un
puente (bueno, aún lo sigue habiendo) que entonces ocupaba
una buena posición para la defensa; y a varios metros, todo el
camino ya estaba minado por el enemigo. Y también el
puente, que estaba conectado mediante un dispositivo.
—¡Ah, qué peligro!
—Pues bien, ¿sabéis qué ocurrió entonces? Que los
primeros soldados de la columna se encontraron, junto al
puente, a una mujer vestida con traje de hombre, conocida en
Ronda como “la Portuguesa”, una anarquista revolucionaria.
Cuando uno de los carros blindados se dirigía hacia el puente,
junto a otros camiones, la Portuguesa hizo el contacto y la
carretera estalló.
—¡Hala!
—¡¡Buuuum!! —grita Perico revolcándose en el suelo.
—Los supervivientes siguieron avanzando a duras penas,
sacando fuerzas de ese espíritu patriótico que henchía sus
corazones. Y justo en el momento en que la Portuguesa se
disponía a volar el puente, papá, sin pensárselo dos veces y
arriesgando su vida, dio una veloz carrera y la apresó unos
segundos antes de que hiciera el contacto.
—¡¡Bieeen!!
—La cogieron y allí mismo la fusilaron.
—¡Puum! ¡Puum! —grita Perico—. ¡Muere, Portuguesa!
—Y por este acto le concedieron a papá la medalla al
mérito de guerra.
—¿Qué pasó después de la guerra?
—Pues que en vez de seguir estudiando medicina, optó por
magisterio, ya que al requerir menos estudios no teníamos que

32
esperar tanto tiempo para casarnos, que es lo que deseábamos
hacer.
—¡Uff! ¡Menos mal! Prefiero mil veces que seamos
pobres a que papá hubiese sido médico.
—Desde luego aquella no fue una decisión acertada. Su
auténtica vocación era la medicina, sólo eso. Ahora no hay
más que verlo... Hasta le ha cambiado el carácter. No tiene
paciencia alguna con los niños, se le ve descontento,
irritable... La primera escuela que le dieron fue aquí, ¿sabéis?,
en Málaga, que por cierto no está muy lejos de ésta. Después
nos trasladaron a Melilla. Ya habías enfermado tú cuando
fuimos allí.
—Sí, si yo me acuerdo, mamá. Había un médico con un
bigote enorme, y también un hombre gordo que tenía una sola
pierna... Y había otro médico que me hacía mucho daño.
—Ese era el Hospital Militar. Qué mal lo pasé, no me
quiero ni acordar. Fue cuando estuviste tan malita con aquel
absceso... Unos meses después, papá solicitó un permiso a
Málaga porque tú no mejorabas. Yo tenía puesta toda mi fe en
el doctor Queipo de Llano, que sin lugar a dudas es uno de los
mejores especialistas que hay. Él ya te estaba tratando desde
que empezaste con la enfermedad, pero claro, estando en
Melilla era casi imposible acudir periódicamente a su
consulta, y menos aún que él viniera a casa. Así que cual no
fue nuestra sorpresa cuando, justo antes de comenzar el curso,
papá fue requerido de nuevo aquí, en Málaga. Venía para
ocupar el puesto de un maestro que había sido inhabilitado por
sus ideas políticas; y bueno, aunque la vivienda está vieja y
tiene humedad por todas partes, el hecho de que la escuela esté
en el mismo edificio, parece que no pero es una ventaja.
La llegada de papá detiene la conversación.
—Vaya calor que hace —dice pasándose un pañuelo por la
frente—, parece que estemos ya en julio... ¿Qué tal la niña?

33
—Igual, que quieres que te diga. Sigue con el vientre
suelto, y además con destemplanza. Bueno, lo que os decía,
que nada más llegar aquí, a Málaga, me encuentro con...
—¡Clara! ¡El botijo está otra vez medio vacío! Está visto
que siempre tengo que ser yo el que se encargue de llenarlo,
si no...
—No tengo yo otra cosa que hacer que estar pendiente del
dichoso botijo. Pues hijo, llénalo tú, que no te va a pasar nada.
Hay que ver lo que te quejas siempre, Luis, y encima por
tonterías, como si no hubiera nada más importante de que
preocuparse, te digo que...
—Acabo de encontrarme con Daniel Quintana. No veas
cómo me ha impresionado su aspecto.
—Daniel Quintana... No caigo ahora, ¿quién es?
—Sí mujer, el que estuvo en la División Azul, el que da
clase en el colegio de San Luis Gonzaga, ¿no sabes quién te
digo? Que su mujer tiene una carita redonda y unos ojillos así,
como de japonesa...
—¡Ah, ya sé! El hijo de Daniela, la costurera que va a casa
de mi hermana.
—Exactamente, ése.
—Haber empezado por ahí. ¿Y qué es lo que le pasa?
—Mira, chiquilla, no te puedes imaginar cómo estaba:
demacrado, pálido, esquelético, triste... ¡Joder, que no parecía
el mismo! Con el carácter tan alegre que ha tenido siempre,
que incluso luchando en el frente te partías de risa con él. Si
vieras la pena que me ha dado...
—Pero ¿qué le ha pasado?
—¿Recuerdas el reconocimiento médico que nos hicieron
hace unos dos meses? Bueno, pues según dicen, más del diez
por ciento de todo el colectivo ha dado positivo en la
tuberculosis.
—¡Qué barbaridad!
—Daniel ha sido uno de ellos. ¡Te quieres estar quieto ya,
Luichi!

34
—¿Qué? ¿Qué Daniel…?
—¡Mira, así no hay quien hable! ¡Trae al niño!
Papá sienta a Luichi en su sillita; se lo lleva al comedor.
Entra de nuevo, encajando la puerta.
—Te decía, que Daniel ha sido uno de los que han dado
positivo.
—Vaya desgracia.
—Aunque yo creo que ya lleva tiempo arrastrando la
enfermedad, esto no sale de la noche a la mañana. Además, su
aspecto es de tenerla bastante avanzada.
—Por Dios, tan joven como es... ¿Qué edad debe tener?
¿Mayor que tú?
—Sí, ya lo creo. Cuando empezó la guerra yo tenía
diecinueve y él ya tendría sus veintiséis o veintisiete.
—Pues parece más joven, ¿verdad?
—Bueno, el caso es que lo han cesado, y tiene cuatro hijos.
Imagínate el panorama.
—Es raro que mi hermana no me haya comentado nada...
ella tendría que saberlo.
—Estaba empeñado en no querer ingresar en ningún
sanatorio, pero claro, los hijos... Ellos sí que corrían un peligro
de contagio que ni te cuento.
—Es normal que ese señor no quiera ir a un sanatorio, yo
tampoco iría. Tú dile que haga un sacrificio, papá, que así se
curará antes, que nosotros también lo vamos hacer, díselo.
—¿Qué dice la niña?
—Nada, sigue.
—Pues eso, que no quería ingresar en ningún sanatorio,
hasta que un día su mujer lo amenazó con irse a casa de sus
padres y llevarse a los niños.
—Es que verdaderamente, Luis, la actitud de Daniel era un
poco egoísta, ¿no crees?
—¡Psss! Yo qué sé.
—Hombre, ya me dirás, ¿acaso pensaba en los hijos?

35
—Me imagino que sí, pero ten en cuenta que el pobre está
pasando por una crisis depresiva y no tiene nada claro. ¡Es
que es duro, joder! Que después de haber salvado la vida
luchando en dos guerras, la pierda ahora por esta maldita
tuberculosis. Bueno, me voy a cambiar. Anda, coge a ese
niño a ver si se calla de una vez.
—Oye, papá.
—¿Qué quieres, nena?
—Quiero que sepas que estoy muy contenta de que no te
hayas hecho médico.
—¿Ah, sí?
—Sí. Y también quiero que sepas que no me importa que
ganes muy poco dinero y que por ello seamos personas pobres.
—¡Hija, pero qué manía has cogido!

36
Capítulo II

5 de abril
,
Papá, secándose las gotas de sudor que les resbalan por la
cara, dice que hoy el cielo está anubarrado y que sin embargo
hace calor. Y es que yo peso mucho. Dice que peso tanto con
la escayola que es como si llevara en brazos a dos Irenitas.
—¡Quiero uno, mamá! ¡Quiero uno! —Perico ha visto un
escaparate lleno de dulces— ¡Mamá, que quiero uno!
—¡Perico! ¡Te levantas ahora mismo y sigues andando o
te la ganas!
—¡Noooo! ¡Quiero un dulce!
—Mira, Perico —le dice papá—, todo esto que estás
viendo ahí no es bueno, ¿sabes? Es nocivo para los dientes,
los dañan, los ponen negros, feos, putrefactos. Y cuando los
dientes están así, duelen mucho, ¡muchísimo! Ni te lo
imaginas, hijo. ¿Y sabes lo que hay que hacer entonces?
Extraerlos. ¿Cómo? Pues tirando de ellos con una tenaza. Así,
mira: ¡Aaagg!... Por eso, lo mejor que hay que hacer para que
las muelas y los dientes duren muchos años y no duelan nunca
es evitar comer esas cosas. ¿Entiendes, hijo?
Perico se pasa la lengua por los dientes, se levanta, se
agarra a la falda de mamá y sigue andando.

37
—Mira, papá, mira ese niño que sale de la tienda... ¿Lo
ves? Se va comiendo un dulce, ¿por qué?
—Y yo qué sé, hija.
—¿Es que a esa madre no le importa que sufra su hijo? ¿Es
que quiere verlo sin un diente en la boca? Di, papá, contesta.
—Irenita, por favor, no seas pesada, olvídalo.
—Oigo una música... Papá, que estoy oyendo una música...
¡Mira, mira, papá, por ahí va! ¿Qué es eso?
—Es un desfile. Venga, vamos a verlo.
—¡Pero si no son soldados, papá, son niños!
—Niños falangistas.
—Perico, ¿lo estás viendo? ¡Que son falangistas!
—¡Niña, no me chilles al oído!
—¡Aúpame mamá, que no veo! ¡Por favor, aúpame!... ¡Ya!
¡Ya los veo! Hala, como desfilan... ¿Son héroes, papá? ¡Papá!
¡Papáaa!
—¡Quieres dejar de dar voces! Venga, vámonos que ya han
pasado.
—¡Papá! ¡Que quiero ser falangista! ¿Me estás oyendo?
¡Que quiero ser falangistaaa!
—¡Clara! ¡Haz callar a ese niño de una vez! ¡Caramba!

***

Nos detenemos ante una puerta grande, de madera oscura.


Papá toca el timbre. Una señora con uniforme de criada abre
la puerta. Pasamos a un patio. No hay nadie. El suelo es blanco
y negro, como el juego de ajedrez que tenemos en casa. En el
centro hay una fuente con un niño desnudo, bebiendo agua de
un botijo. Sobre una mesa, un jarrón de flores rojas, algo
chuchurridas. Las butacas son de color verde, igual que
muchos de los tiestos que hay repartidos por el patio.
La criada me sonríe. Su cara está llena de pequitas.
—¿Cómo te llamas?
No quiero hablar con ella.

38
—Pero hija, contesta, se va a creer que eres muda. Dile: me
llamo Irenita.
—¡Elvira! —grita tía Eulalia desde arriba, asomada sobre
la última barandilla—. ¡Ayuda a la señora con el niño!
—Ven, guapo, ven conmigo... ¡No se deja coger, señora!
—¡Venga, venga, subid! —exclama tío Eduardo desde la
misma barandilla.
—Suéltame la manga, hija, mira cómo me la estás dejando
de arrugada.
En el segundo rellano, papá me cambia de brazo y se limpia
el sudor. Una señora grande, con el pelo negro, sale a
recibirnos. Lleva un delantal blanco. Su nariz parece una
avellana. Dice que se llama Josefa y que es la cocinera.
—Qué niña más guapa; ¿cómo te llamas?
—Hija, díselo... Nada, que hoy le ha dado por no hablar.
—Ya verás lo bien que vas a estar aquí, bonita.
—¡Mira a quién tenemos! ¡Pero si es Irenita!... A ver, a
ver que guapa estás... ¡Huy, pero que carita de malhumor!...
¿Me das un besito?... ¿No? ¿No le quieres dar un besito a la
tía Eulalia?... ¡Anda, qué muñeco tan bonito!... ¿Es tuyo?
—Hija, contesta.
—Mejor déjala; que veo que acaba llorando.
—Ven, Luis, tráete aquí a la niña.
—Vengo molido, mamá. No te imaginas lo que puede
llegar a pesar esta criatura con la escayola.
Entramos en una habitación. No me gusta. Hay muebles
muy grandes, muy oscuros... Papá me echa sobre una cama.
Se frota los brazos, los estira.
—Pensaban poner a la niña sola, en un dormitorio, pero en
cuanto me enteré me negué en rotundo... Hice que subieran
una cama turca aquí, a mi cuarto. Se lo dije a Eulalia: mira, la
niña tiene que estar vigilada y yo no me voy a pasar las noches
yendo y viniendo de su habitación a la mía.
—Has hecho bien, mamá.

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¿Qué será eso? Parece una iglesia de cristal... Es muy alta,
casi llega al techo. Dentro está el Señor Dios, clavado en la
cruz, y a los pies hay tres mujeres... También un soldado con
capa roja... Desde la cama puedo ver la calle. Pasan coches de
caballos, automóviles, gente. Ahora está pasando un tranvía...
—¿Dónde está la niña?
—Aquí, Alejandra, pasa. Espera, espera que retire esta silla
no sea que tropieces.
Una señora muy vieja se me acerca... Me asustan sus ojos...
¿Qué hace? Busca mis manos... ¿Es ciega?... ¡Es ciega!
—¿Cuántos años tienes?
—Seis.
—¿Cuántos?
¡También es sorda! Me acercaré a su oreja.
—¡Seis!
Abuela le coloca una silla junto a mi cama.
—Siéntate aquí, Alejandra, al lado de la niña.
—Hija, tú vas a ser un soplo de aire fresco para todos
nosotros. Me traes la alegría que desde hace mucho tiempo
desapareció de mi vida —me tantea la cara—. Eres muy
bonita, ya lo creo.
—Así, un poquito tapada, no vaya a ser que cojas frío.
—¡Quita, Eduardo, quita! ¿No ves que está abochornada?
Elvira, la criada, ha entrado con una bandeja. Tío Eduardo
sirve unas bebidas. Tía Eulalia se empeña en meterme una
aceituna en la boca. .
—¿Y patatas fritas? ¿Quieres una patatita?
—No, tampoco.
—Está imposible para comer —le dice mamá—, es
desesperante.
—Bueno, tenemos que irnos ya; aún tengo que ir al
habilitado y a la una cierran la oficina. Tú, Perico, vale ya.
—Déjale, déjale al chiquillo que coma.
—Toma, Perico —le dice abuela—, pon la mano. Éstas
para que te la vayas tomando por el camino.

40
—Ya sabes, Irenita, pórtate bien; y sobre todo come.
¿Estamos? Cómete todo lo que te pongan; que no me entere
yo que te dejas algo en el plato porque sino me voy a enfadar
mucho, y tú no querrás que papá se enfade ¿verdad? Venga,
dame un beso.
—Cariño, no quiero que estés triste, ¿me oyes? Mamá
vendrá a verte todos los días. Y una cosa muy importante,
Irenita: no olvides que estamos haciendo un sacrificio y
debemos ser fuertes. ¿De acuerdo, hija?.. Te quiero
muchísimo.

***

—Irenita, hija, ¿estás llorando?... ¡Pero bueno!, si yo creí


que dormías... ¡Bendito sea Dios! Vamos a ver, ¿a qué vienen
estas lagrimitas? ¿Te duele algo?... ¿Entonces?
—Quiero que venga mamá.
—Ah, ¿es por eso? Pero hija, si mañana en cuanto te
despiertes ya estará aquí.
—¿De verdad?
—Naturalmente, ¿tú crees que abuela te mentiría? ¡Pues
claro que no! Abuela te quiere mucho, pero muchísimo... ¡Ea!,
no llores más, bonita. ¿Sabes una cosa? Que me ha dicho un
pajarito que tú eres una niña muy buena y muy valiente, y
además con mucha paciencia. Eso está muy bien.
—No, si todavía no me la ha dado Dios.
—¿Qué es lo que no te ha dado?
—La paciencia.
—¡Alabado sea! ¿Quién te ha dicho eso?
—Yo, que lo sé.
Abuela se echa a reír.
—Pues yo creo que sí, hija, creo que Dios ya te la está
dando de sobra. A ver esos ojitos... Vamos a limpiarlos, a
quitar estas lagrimitas tontas... Así, eso es. Y ahora a dormir.
A ver qué beso más grande me das...

41
***

Hace un mes que llegué a la casa grande. Me lo dijo abuela


esta mañana, mientras se arreglaba para ir a misa. Cuando
volvió, me trajo un muñequito pegado a un cartón, con un
biberón. Por la tarde hemos tenido visita: una señora que se
llama Isabel (que dicen que es mi tía), acompañada de sus
cuatro hijos. Al rato de llegar, los niños se fueron a jugar a la
azotea y los mayores se pusieron a hablar de sus cosas. Me he
aburrido un montón.
Cuando ya se fueron, abuela se puso pesadísima intentando
convencerme de que me deshiciera de ti, Pito, y me quedara
con ese muñeco tan feo que me trajo. Yo le dije que no, que
te quería mucho y que jamás me separaría de ti. Ella protestó:
«¡Hija, hay que ver lo cabezona que eres!»
Pero ya no volvió a insistir.
Me he dado cuenta de que en esta casa nadie te quiere, Pito.
Abuela dice que no te llame por ese nombre, que es feo y
ordinario; y tía Eulalia está empeñada en tirarte a la basura.
Dice que estás sucio y que no eres más que un nido de
microbios. Varias veces, como tú sabes, ha intentado raptarte.
Pero ahí estaba abuela, trayéndote siempre de vuelta. Y es que
abuela es muy buena, ¿sabes? Creo que ella es la que más nos
quiere de todos... Aunque sea vieja sigue siendo guapa. Tiene
el pelo negro, salpicado de blanco, los ojos grandes, tiernos,
los labios sonrientes. Toda ella huele a jabón. Además
entiende mucho de todo. Me cuenta historias de
conquistadores, de niños que fueron héroes, vidas de santos,
hazañas de reyes que fueron justos, anécdotas de nuestros
antepasados... También me lee cuentos y me enseña a rezar y
a cantar canciones. (Ahora sé que la iglesia de cristal que hay
aquí, en mi cuarto, se llama urna.)

42
Otras veces vemos fotos. Tiene una caja llena. Aparte,
tiene otra de estampas: recordatorios de Primera Comunión,
de personas que han muerto, de curas que han cantado misa,
de novenas, de funerales... A mí ya me ha regalado varias; y
cuando viene Asunción, que es la costurera, como también
tiene muchas, pues a veces me trae alguna. Un día me trajo,
además de una estampa de la Virgen, la medalla de un santo
que es muy milagroso. Me dijo:
«Toma, Irenita, quiero que te pongas esta medallita bajo la
almohada; ya verás cómo te cura este bendito santo.»
Y eso hice. Pero ya de noche, cuando todos se habían
acostado, se me ocurrió una idea mejor: introducirla dentro de
la escayola, para que así pudiese curarme antes. Varios días
después, cuando volvió Asunción y me preguntó si seguía
teniendo la medalla bajo la almohada, yo le contesté que no,
que la tenía en otro sitio mejor.
«A saber Dios dónde la habrás puesto.» —dijo.
«Aquí —le señalé—, dentro de la escayola.»
« ¿Dentro de la escayola?»—gritaron a la vez abuela y ella.
Yo me eché a reír. Asunción suspiró, diciendo:
« ¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío...!»
Y luego abuela:
« ¡Pero hija, hay que ver las ideas que se te ocurren!»
Y entonces, durante un buen rato, se pusieron a buscarla
entre la escayola y el vientre, por la espalda... Hasta que
abuela comentó:
«Eso es que ha engordado, por eso la escayola le ajusta
más.»
«Claro —les digo—, eso es por la buena alimentación que
tengo.»
Las dos rompieron a reír. Abuela dijo:
«Sí, la alimentación podrá ser buenísima, pero lo que tú
tomas de ella es una fruslería.»
«¿Una fruslería? —repetí—. Yo nunca he tomado eso»

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Y otra vez se echaron a reír. Al rato, como no había forma
de sacar al santo milagroso, decidieron dejarlo dentro.
Asunción dijo:
«Quien sabe, a lo mejor el hecho de tenerlo ahí puede
influir para que la curación sea más efectiva»
Y abuela:
«Dios te oiga, Asunción, Dios te oiga»
Y ya no se volvió a hablar más del santo milagroso.
Ver cómo cose Asunción a máquina es muy distraído.
Nada más comenzar a pedalear, las gafas se le empiezan a
resbalar hacia la punta de la nariz; y ella venga a subírselas
con un dedo y las gafas vengan a bajarse de nuevo. De vez en
cuando les echa aliento, y mientras las frota y las frota con un
pañuelo, sus ojos, que son como dos huevitos, no dejan de
mirar la calle a través del balcón.
Según me ha contado abuela, Asunción era su costurera
desde que papá y tío Eduardo eran pequeños. Después de la
guerra, cuando abuela se quedó viuda y se vino a vivir aquí, a
la casa grande, Asunción empezó a coser para tía Eulalia. Ella
sólo cose la ropa blanca; los vestidos, abrigos y demás los
hace una modista que se llama Amalia, pero no aquí en mi
cuarto, sino en otro lugar de la casa.
Asunción disfruta contándome cosas, sobre todo de la
guerra. Me cuenta todas las cosas malas que hicieron los rojos
y todas las cosas buenas que hicieron los nacionales. Pero si
abuela la oye le da coraje, le dice:
«¡Asunción, por favor, no le metas a la niña tantas
batallitas en la cabeza!»
Entonces Asunción deja el tema de la guerra y me cuenta,
por ejemplo, el cuento del tío Canco, que raptaba a los niños
y luego se los comía. Y entonces abuela vuelve a protestar:
«¿Quieres dejar de contarle ese tipo de cuentos, mujer? Por
tu culpa luego tiene pesadillas y se despierta llorando por las
noches»
Asunción le dice:

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«A saber si la causa de las pesadillas es por lo que le refiere
usted, que ya la he oído varias veces y no se queda corta»
Y abuela:
«¡Anda, anda, qué sabrás tú!»
De todo lo que abuela me cuenta, lo que más me gusta es
la Pasión de Jesús. Y mientras me la va contando, yo no
despego la vista de la urna. Me imagino estar allí, en aquel
tiempo, y es como si lo viviese todo: veo sufrir a Jesús en la
cruz, y a la Virgen, llorando rota de dolor; o veo al soldado de
la túnica roja clavándole una lanza y haciéndole sangrar a
borbotones... Y me da tanta pena que yo también sufro. Y
sufre abuela, que se emociona contándomelo; y si ese día está
Asunción, también sufre ella.
A veces sueño con todo esto... Veo al Señor clavado en la
cruz, lleno de sangre, gritando, muriéndose, y entonces me
despierto preguntándome si habré sido buena, porque dice
abuela que hay que ser buenos para que Jesús no tenga que
sufrir cargando con nuestros pecados, y para “desgraviar”
todo lo que padeció por nosotros. Que así, de esta manera,
estaremos reparando la enorme injusticia que cometió el
hombre clavándolo en la cruz. Y como yo quiero ser buena,
abuela me aconseja que le ofrezca mi dolor, igual que se lo
ofrecieron los santos, que lo hicieron en silencio, sin que
jamás saliera de sus bocas una queja o una maldición. Dice
que sólo vivieron para hacer el bien, y que eran justos y
sencillos. Y yo me pregunto: si hago lo mismo que ellos
hicieron, ¿seré santa yo también?
Ay que lío tengo, Vivita. Verás: si le ofrezco a Jesús mi
dolor sin quejarme, sin llorar y sin protestar, como hacían los
santos, seguro que yo también seré santa. Y el problema es
que no quiero ser santa, ¿comprendes? ¿Cómo que por qué?
Vaya pregunta, pues porque la vida de los santos era horrible,
por eso. Mira, abuela me ha contado varias de ellas y no te
puedes ni imaginar lo tristísimas que son. Tú no sabes lo que
les hacían... Los degollaban, los quemaban en hogueras, les

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arrancaban los ojos, les clavaban flechas por todo el cuerpo,
los apedreaban, los encarcelaban con cadenas, los echaban a
las fieras... ¿Y tú comprendes, Vivita, que se tenga ganas de
cantar mientras esperas a que un león te coma?... O de rezar,
cuando sabes que te van a cortar la cabeza...
Fíjate qué historia me leyó abuela el otro día. Trataba de la
vida de Santa Eulalia de Mérida, una jovencita de doce años:
piadosa, muy bella y de gran humildad, que menospreciaba el
lujo y el matrimonio. Sus padres, temiendo la persecución, la
mantenían escondida en una finca, junto a su hermana Julia y
un sacerdote llamado... Bueno, no me acuerdo, el caso es que
un señor que mandaba tanto como manda Franco, ordenó
matar a todos los cristianos. ¿Y sabes lo que hizo la niña
Eulalia? Pues que una noche, sin pensárselo dos veces, se
escapó de casa para entregarse al martirio. ¿Has visto? El libro
dice que le hicieron padecer los más crueles tormentos:
primero la azotaron con correas de plomo; después, le echaron
aceite hirviendo por todo el cuerpo mientras ella alzaba los
ojos al cielo y alababa a Dios con alegría. Y ahí no queda todo,
porque los malos, viendo que todos esos tormentos eran poca
cosa para ella, le desollaron todo el cuerpo con garfios de
hierro a la vez que ella decía: ¡Ahora, Jesucristo! ¡Ahora te
señalas mejor en mí! ¡Ahora me gozo de sentir tu Pasión en
mis carnes! Y por gritar eso, le «desconjuntaron» los huesos.
Luego fue echada en un horno, en el que murió sin que su
cuerpo se quemase. (¡Mira, mira, Vivita, se me pone carne de
gallina!)
También me sé la de San Tarsicio, un niño al que por más
que le apalearon y le tiraron piedras, no quiso desprenderse de
la hostia, y murió sonriendo y abrazado a ella. O el niño
Dominguito del Val, que murió crucificado por los judíos
mientras... De acuerdo, Vivita, cambiaré de tema.
¡Ah! Te voy a contar lo que pasó ayer. Verás, después de
leerme abuela la vida de Santa Eulalia, aparece de pronto por
la puerta un señor muy alto, de pelo gris, con un maletín en la

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mano. Yo me asusto, ¿sabes? Enseguida pienso que es un
médico; pero cuando veo que le da un beso a abuela y luego
me da otro a mí, ya no estoy tan segura (pues los médicos no
suelen dar besos). Me dice:
«¡Huy, qué cara de miedo pones! ¿Tan feo soy que te
asusto?»
Yo niego moviendo la cabeza; y él:
«Pues a juzgar por esos ojos tan espantados, yo diría que
sí, que soy horrible.»
Soltando una carcajada, toma asiento frente a abuela,
cogiéndola de la muñeca.
—Bueno, ¿qué tal te encuentras? —le pregunta.
Ella responde que ha tenido palpitaciones, pero que le han
durado menos que otras veces. Y yo me digo: si hablan de
enfermedades es porque este señor es médico. Entonces se
levanta, abre su maletín y saca un aparato. Tras subirle la
manga a abuela, le envuelve el brazo con una cosa, se mete
unos tapones en las orejas y se pone a apretar una pelotita
negra. Así, mira: Pufff... Pufff... Pufff... Y cuanto más
apretaba, más se enrojecía y se hinchaba el brazo de abuela...
Yo estaba horrorizada, Vivita, quería dar un grito para que
viniera tía Eulalia o Gertrudis, pero no me decidía. De pronto
caigo: ¡Abuela es santa! ¡Está dispuesta a morir por la fe! Ya
estoy a punto de romper a llorar cuando por fin la libera de
aquella cosa; y sin más, se ponen a charlar. Yo no dejo de
observar todo cuanto hacen. No me fío de nada. Pero de nada.
Al poco, el señor se levanta y se sienta aquí, Vivita, en mi
cama, muy pegadito. Yo, con disimulo y muy despacito, me
voy echando hacia un lado. Él se da cuenta.
«¿Qué te pasa, bonita? ¿Me tienes miedo?» —me
pregunta.
Me pasa la mano por la cabeza, sonriendo. De pronto me
destapa.
«A ver cómo está esa escayola...»
Yo empiezo a gimotear.

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«Pero ¿qué te pasa? ¿Te duele algo?»
Grito:
«¡No! ¡No me duele nada!»
Y rompo a llorar, pidiéndole que por favor no me estruje el
brazo, que no me martirice. Abuela me pregunta que por qué
digo esas cosas, pero yo no le contesto; sigo llorando y
llorando hasta que aparecen tía Eulalia y Gertrudis y doña
Alejandra, muy asustadas, preguntando qué ocurre. Abuela
titubea, encoge los hombros. Una mano me toca la frente: tía
Eulalia: que parezco estar caliente. Doña Alejandra opina que
es cosa de la garganta. De improviso exclama Gertrudis:
«¡No me digas más! El bombón helado de ayer. Mira que
lo dije: que se puede enfriar, que no es conveniente dárselo,
¡pero nada! ¡Como siempre es una tontería lo que una dice,
pues mira, ahí lo tenéis: ahora la niña con anginas, lo que
faltaba!»
Tía Eulalia, muy sofocada, le grita que se calle un poquito
y que no adelante acontecimientos. El señor de pelo gris se
levanta, empieza a rebuscar en su maletín. Pide un poco de
orden, que le traigan una cuchara. Al poco aparece la cuchara.
Pero ¿qué piensa hacer?, me pregunto. Me pongo hecha una
fiera, le araño, le muerdo, le doy patadas... ¡Qué risa! No te
imaginas el follón que armé. De un manotazo mandé la
cuchara al suelo, y con la pierna buena le di una patada a
Gertrudis en toda la barriga.
«¡Ay! ¡Ay!...» —gritaba echándose mano.
Y ya no se volvió a acercar más. Mientras, doña Alejandra
exclamaba:
«¡Una tila! ¡Hay que darle una tila!»
Pero abuela dijo:
«No; dejadme a mí, dejadme un momento con ella»
Una vez a solas, me cogió entre sus brazos y se puso a
mecerme, acariciándome la cabeza. Al ratito, cuando dejé de
llorar y empecé a sentirme más tranquila, le conté aquello que
tanto me asustó. Ella se rió, y se rió, hasta que los ojos se le

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inundaron de lágrimas. Se levantó, como impulsada por un
resorte, y salió casi corriendo del cuarto para volver al
momento con el señor del pelo gris, cogidos de la mano.
«Irenita —me dice abuela—, este señor es tío Javier, el
padre de los niños que estuvieron aquí los otros días, tus
primos. ¿Te acuerdas? El hijo de mi hermana María Luisa, la
que te he contado que murió después de la guerra»
El señor de pelo gris, o sea, tío Javier, me explicó que lo
único que había pretendido, poniéndome la cuchara en la
boca, era mirarme la garganta para ver si la tenía roja; y que a
abuela, simplemente, le había medido la presión de la sangre,
pero que eso no dolía absolutamente nada. Antes de irse, me
abrazó con mucho cariño y prometió traerme un regalo el
próximo día que viniera.
Nada más marcharse tío Javier, abuela le explicó a tía
Eulalia, a Gertrudis y a doña Alejandra el motivo de mi
reacción. Todas explotaron a reír. Y tanto se rieron, que de
improviso vi cómo a doña Alejandra se le descolgaban todos
los dientes de arriba. Algo increíble, Vivita, no te lo puedes
imaginar. No veas el susto que me dio. ¿Tantos dulces habrá
comido?... Entonces hizo un rápido movimiento con la boca y
se los colocó otra vez en su sitio. ¿Te lo puedes creer? Después
se acercó a mí, me tanteó la cara y me besó en un ojo.

***

Hoy he tardado mucho en comer. Abuela dice que se


desespera conmigo. ¿Pero qué culpa tengo si encima de no
tener hambre me traen espinacas con una salsa blanca
asquerosa? Me ha insistido tanto, que al final ella ha
terminado disgustada y yo vomitando. Luego se ha puesto a
coser sin decir ni pío y yo me he puesto a mirar una de esas
revistas de moda que compra tía Eulalia. Y así hemos estado
hasta que ha llegado tío Eduardo, hace un ratito.

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—Es desesperante la hora de la comida —le dice abuela—
Mira, casi todo se lo ha dejado. Ya no sé qué vamos a hacer.
—O sea, que el reconstituyente que trajo Javier no le está
haciendo nada.
—¡Qué va!
Tío Eduardo se observa en el espejo, se pasa la mano por
la cara.
—Mamá, ¿no me notas más delgado?
—¡Anda ya! Siempre estás igual, hijo, mira que la manía
que tienes.
—No sé... Últimamente me siento más desganado.
Saca la lengua, pega la cara al espejo arrugando el
entrecejo, y ahora estira los párpados, y se mira los ojos.
—Tengo la cara como amarillenta, fíjate.
Abuela, con desgana, levanta la vista.
—No, hijo; no estás amarillento, estás obsesionado que no
es igual. ¿Es que no te das cuenta, Eduardo? La única
preocupación que tienes en mente eres tú. Tu salud, tu
apariencia, tu trabajo, tu economía, tú, tú, tú, tú, siempre tú,
hijo, siempre tú.
—¿Y qué quieres?
—¿Que qué quiero? Que mires un poco a tu alrededor y
veas lo que es sobrevivir para muchos; que pienses en la
cantidad de horas que desperdicias imaginando mil
enfermedades y desgracias... Hay que ver la de pensamientos
inútiles que tienes al cabo de un día: ¿qué haré si...? ¿Qué
pasará si...? ¿Tendré algo malo?... ¿Me quedaré calvo?... ¡Por
Dios, hijo! No se puede vivir así. ¿Es que no te das cuenta?
Tantos temores absurdos te están haciendo sufrir tontamente.
Y todo para qué, vamos a ver, ¿acaso el futuro no es
completamente incierto? ¿Por qué vivir obsesionado temiendo
a cada instante lo que pueda sucederte?
—Ya, mamá, pero...

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—¿Pero qué? ¿Acaso el tiempo no te ha demostrado en
infinidad de ocasiones que todo aquello que tanto temías
nunca se te presentó?
—Claro.
—Ah, claro. ¡Pues ya sabes lo que tienes que hacer!
Ahórrate todas esas angustias innecesarias y piensa que
posees salud, que eres un renombrado abogado y que tienes
una familia. ¿Qué más puedes pedir, Eduardo? No ofendas a
Dios, hijo; agradécele todo lo que te ha dado, que es mucho,
porque hay demasiada gente que sufre con motivo, hijo,
demasiada.
—¿Sabes lo que tenía el padre de Eloisa Guzmán? Un
cáncer de páncreas?
—Vaya por Dios!
—Le quedan unos meses de vida, mamá.
—A él le ha llegado su hora, Eduardo, a ti aún no. Así que
vive el presente, disfrútalo. No desperdicies tu tiempo, por
favor.
Tío Eduardo va a decir algo, pero se interrumpe a media
sílaba. Entra Elvira.
—La mesa está servida; cuando lo deseen pueden bajar.
—Gracias, Elvira. Ahora vamos.
Abuela recoge la costura y se levanta, apoyándose a la silla.
Tío Eduardo la rodea por los hombros, y se inclina para
besarla. Y es que tío Eduardo es muy alto. Y muy guapo, como
dice abuela. Tiene los ojos oscuros, vivarachos, y el pelo un
poco blanco por los lados.
Tía Eulalia, por el contrario, no es tan alta. Está muy
delgada, demasiado. Tiene la nariz tan fina y recta como un
lápiz, la boca un poco grande, los ojos pequeños, severos, con
arruguitas. Su melena, rubia y rizada, se la peina una señorita
que viene los sábados. También le pinta las uñas de rojo. Usa
zapatos de tacones muy altos, que al pisar suenan: cla, cla, cla,
y viste muy elegantemente. Abuela dice que con lo que cuesta
51
uno de sus vestidos se podría alimentar a diez niños durante
un año. Si te digo esto no te lo vas a creer, Vivita: ¿Sabes lo
que se echa sobre los hombros? Una capa corta de piel de
zorro… Pobre animal…
Tío Eduardo y tía Eulalia no tienen hijos. Por eso dice
abuela que a mí me han acogido como a una hija. Yo le dije
que no puedo ser hija de ellos porque ya tengo un papá y una
mamá. Pero ella insistió diciendo que eso no tiene nada que
ver, que mis padres siempre serán mis padres, pero que hoy
por hoy poseo una calidad de vida y un futuro que en casa no
me pueden dar.
Antes de bajar al comedor, abuela se retoca el peinado,
acerca un sillón junto a mi cama y acomoda a doña Alejandra,
que como todos los días se quedará conmigo.
Doña Alejandra es tan delgada como tía Eulalia y
Gertrudis. Tiene el pelo blanco como la nieve, recogido con
unos peinecillos. Sus ojos son pequeños, recónditos, un poco
extraños, seguramente debido a la operación de cataratas que
le hicieron, de la cual quedó ciega. Por eso las gafas redonditas
que lleva no le ayudan a ver mejor, al contrario, más bien le
resultan un estorbo, pues cada dos por tres se le resbalan hacia
abajo. Alrededor del cuello se pone siempre una cinta negra
con un camafeo (así es como le llama al medallón ése). Y para
caminar se ayuda de un bastón, en el que se apoya torpemente.
Cuando doña Alejandra se mantiene callada, su lengua
empuja continuamente el labio inferior, y Gertrudis dice que
ese ruidito que hace su madre la pone nerviosa. Doña
Alejandra es muy buena. Pero me he dado dando cuenta de
que nadie tiene paciencia con ella. Quizás sea porque habla
demasiado. Eso dicen todos. Abuela cree que si cuenta tantas
cosas es por lo mucho que disfruta reviviendo su pasado.
Doña Alejandra retiene una de mis manos, la acaricia.
—Pobrecita mía... ¿Sabes una cosa? Que yo tampoco tuve
una infancia feliz. Cuando sólo contaba diez años perdí a mi
madre. Es lo peor que puede sucederle a un niño, hija, lo

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peor... Vivía, eso sí, rodeada de criados, de juguetes, de
comodidades; a ver, pertenecíamos a una de las familias más
acomodadas de Viena. Porque yo soy austriaca. ¿Te lo he
dicho?
—Sí.
—¿Te he dicho que soy austriaca, hija?
—¡Que sí, doña Alejandra, que me lo ha dicho!
—Ah; está bien, está bien. Lo que te decía, que faltarme no
me faltaba de nada. No obstante carecía de lo principal, del
amor de una madre. Y no es que mi padre no me quisiera, ya
lo creo que me quería, pero... a su manera, ¿comprendes?
Nunca lo manifestaba. Luego, como todo su tiempo lo tenía
tan ocupado con sus negocios, pues apenas si nos veíamos,
excepto algunos días durante las comidas. Mi padre era de un
carácter recio, bastante riguroso; la verdad es que no me daba
mucha confianza. Por eso me sentía tan alejada de él... Fui una
niña melancólica, muy retraída... Siempre jugaba sola. Sin
embargo mi deseo era ir a un colegio como las demás...
—Y el mío también, doña Alejandra.
—Es lógico que no quieras ir, todavía eres pequeña.
—¡Que sí, doña Alejandra, que sí quiero ir!
—Ah, está bien, está bien. Pues lo que te decía, que yo lo
que más deseaba era ir a un colegio para tener amigas,
¿comprendes? Para relacionarme con gente de mi edad, para
sentirme integrada en la vida. Pero no; mi padre consideró más
conveniente que estudiase en casa. Y me puso a dos
profesores, a cuál más áspero y estricto. Parece que los estoy
viendo... Herr Müller, con ese mostacho gris que se atusaba a
cada minuto, y herr Ritter, con su aire soberbio, con esa
mirada glacial que tanto me intimidaba. Y así fue pasando el
tiempo, un tiempo que se me hizo interminable, de lo más
aburrido. Hasta que cumplí los dieciséis años. A esa edad me
había convertido en una jovencita bastante agraciada, sí.
Aunque ahora te pueda parecer imposible, te puedo asegurar
que hubo una época en la que fui realmente bonita. Una noche,

53
en el intermedio de un concierto al que asistí con mi padre y
unos amigos, me presentaron a un apuesto español: joven,
esbelto, muy elegante, y con unos ojos negros bellísimos.
Aquella mirada me subyugó. Poseía un magnetismo tan... La
pena es que casi no podíamos entendernos, ya que él sólo
hablaba español e inglés, y yo por entonces desconocía ambos
idiomas. Pero, con lo que él chapurreaba de alemán y con lo
que yo gesticulaba, nos entendimos la mar de bien durante el
resto de la velada. A partir de aquel encuentro me llegó, a
escondidas de mi padre, una continua sucesión de mensajes y
cartas. Tuve la suerte de que una de las sirvientas que había
en casa era hija de española, así que ella se encargó de
traducírmelas. No pasó mucho tiempo cuando el joven
español, haciendo gala de su personalidad extrovertida, se las
ingenió para establecer amistad con mi padre. Y así, un buen
día, fue invitado a cenar en casa. A partir de nuestro segundo
encuentro, el idioma dejó de ser un impedimento. Había
surgido ya un amor tan intenso y apasionado entre nosotros
que durante más de cuarenta años permanecería impoluto en
nuestros corazones. Nos casamos a los dos años de relaciones.
Fue una boda preciosa. Yo estaba radiante, feliz... Tuvimos
tres hijos... Los tres fallecieron, siendo aún muy pequeños...
Angelitos míos... Al cabo de unos años nos vinimos a España.
Mi marido quería que comenzáramos aquí una nueva vida;
quería alejarme de allí, de los recuerdos... No llevábamos ni
dos años cuando nació Gertrudis. A los catorce meses vino
Eulalia, y a los tres años siguientes mi pobre Isabela, que en
gloria esté. Poco antes de comenzar la guerra... ¿Te cansas de
oírme, hija?... Irenita... Irenita ¿me escuchas? Vaya, te has
dormido.

***

Vivita, no imaginas cuánto me acuerdo de nuestra casa.


Echo tanto de menos mis juegos con Perico... o ver a mamá

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bailando el charlestón, o escucharla cantar desde la cocina la
canción del bandolero... Aquí nunca se oye cantar a nadie,
¿sabes? Porque las veces que lo intenta Elvira, allá va
corriendo tía Eulalia para hacerla callar. ¿Tú entiendes eso,
Vivita?
Hace unos días, Elvira me dijo que esta casa es demasiado
aburrida para mí. Yo le expliqué lo del sacrificio, le dije que
si estoy viviendo aquí no será por mucho tiempo, porque en
cuanto esté curada me iré de nuevo a mi casa. ¿Y sabes lo que
me dijo? Que ella también estaba haciendo un sacrificio.
«¿Es que tú también estás enferma?» —le pregunto.
Me dice:
«De momento no; pero si continúo aguantando lo que hay
que aguantar aquí, lo más seguro es que acabe enfermando
pero de la cabeza, que termine loca perdida, vamos»
Cuando se marchó, me quedé pensando en todo aquello.
Enseguida supe que debía de hacer algo. No podía consentir
que Elvira terminara enfermando de esa manera. Así que a la
tarde, después de comer, le pregunto a tía Eulalia:
«Tía Eulalia, ¿Elvira come bien? ¿Tiene la misma
alimentación que yo?»
Ella se queda mirándome, con el gesto muy serio, y me
pregunta que por qué digo eso. Le contesto:
«Porque me ha dicho que si continúa aquí, en esta casa,
terminará enfermando»
Arruga la nariz:
«¿Que terminará enfermando? ¿De qué?»
«De la cabeza; dice que terminará loca, ¿comprendes?»
Y se queda así, con la mirada perdida.
«O sea, que eso te ha dicho Elvira, ¿no?»
«Pues sí —le contesto— Y la verdad es que tengo pena por
ella, tía Eulalia. ¿No podríamos hacer algo?»
Dándome un pellizquito en la barbilla, me dice:
«Pues claro que vamos a hacer algo, Irenita. Tú no te
preocupes que Elvira no va a enfermar aquí»

55
Al oírla me pongo contenta.
«¡Menos mal! ¿Le vas a dar de comer más, tía Eulalia?»
Y me contesta:
«No, bonita, la voy a mandar a su pueblo»
¿Has visto que bien, Vivita? Por fin ha terminado su
sacrificio y se podrá ir a casa con sus padres. ¡Ah!, ¿sabías tú
que Elvira tiene nueve hermanos?
Desde que Elvira se marchó, la que ahora me sube la
comida es Josefa. Pobrecilla. Como ya está vieja, se cansa
mucho subiendo las escaleras con la bandeja.
—Ay, Dios mío, no puedo ni respirar...
Acomoda la bandeja sobre mi cama; se abanica con el
delantal.
—Una cosa te digo, Irenita, como te dejes alguna pizca de
comida lloraré y me pondré muy triste porque pensaré que no
te gusta lo que guiso. Así que ya sabes: cómetelo todo, que
mira lo cansadita que vengo.
—Por favor, Josefa, no se ponga usted triste si me dejo algo
en el plato, ¿no ve que estoy enferma?
—¡Anda que no tienes cuentos, pa qué!
—¿Sabe usted, Josefa, quién se comería todo esto y hasta
rebañaría los platos? Mi padre y mi hermano Perico.
—¿Ah, sí?
—Sí. Ellos pasan hambre. ¿Usted lo sabía?
—¡Irene! ¿Qué tonterías estás diciendo?
—Cosas de chiquilla, señora.
—Pero si es verdad, abuela, pasan hambre.
Josefa se coloca bien el delantal. Lo estira, tose, y
abandona el cuarto.
—Que sea la última vez que le dices a alguien si papá pasa
o no pasa hambre. ¿Entendido? Esas cosas deben quedar en
familia. Así que ya lo sabes, Irenita, no lo olvides.
A tía Eulalia se la ve rara, no es una mujer como las demás.
Tiene algo que me da miedo y no sé qué es. Puede que sean
sus ojos saltarines y esa cara tan pálida, como con muchos

56
polvos… Sus manos me producen un frío extraño cuando me
tocan. A veces se detiene ante los pies de mi cama, y se queda
mirándome con ojitos de pena…Qué feo que te miren así.
¿Qué prefieres tú, Vivita, que alguien te eche una mirada de
pena o que no te mire nunca?... ¿Sí? ¿Tú crees? Pues yo no.
Yo prefiero que no me mire nunca.
Por cierto, hoy le he vuelto a decir que te cuelgue en la
pared. Pero no me ha hecho ni caso. Saltó diciendo:
«¿De qué cuadro estás hablando?»
Yo le digo:
Pues de cuál va a ser, tía Eulalia, del que está ahí, míralo,
el de mi amiga.
Levantó la vista de la costura, y sin poder contener un gesto
como de asco, me dice:
«Por Dios, hija, cómo vamos a colgar eso»
Al oír aquello, me dio tal coraje.
«¡Pues mamá me lo tenía puesto en una pared que estaba
frente a mi cama, que lo sepas!» —le grito.
Y ella, como si tal cosa:
«Pero aquí no, bonita, aquí no»
Yo creo que papá ya se imaginaba todo esto, porque me
acuerdo que la mañana que salimos de casa para venir aquí, le
preguntó a mamá que adónde iba contigo. Mamá, mirándolo
así, como con ganas de pelea, le dice:
«¿Cómo que adónde voy con este cuadro? Vivita es su
amiguita, y te guste o no va a estar con ella»
Papá miró hacia el techo, movió la cabeza y no se atrevió
a decirle nada.
Y es que yo creo que tía Eulalia nos tiene manía a las dos,
Vivita; a ti y a mí. Porque si no, cómo me explicas que todos
los días se empeñe en que me tome un dulce. Por supuesto que
siempre me niego. Le digo lo malísimo que es para los dientes,
que lo ha dicho papá, que se ponen negros, que se caen todos.
Pero ella ante eso se queda impasible, ni se inmuta. ¿Te lo
puedes creer? Y otras veces, cuando...

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—Mira lo que te traigo, Irenita. Es un cuento, ¿ves? Me lo
trajeron los Reyes Magos cuando yo tenía unos siete u ocho
años. De siempre este fue mi cuento favorito, ¿sabes?
¿Quieres que te lo lea?
Gertrudis arrima una silla junto a mi cama. Se sienta. Abre
el libro.
—Se titula: “El profesor de violín” (Vaya letrita que tiene
el dichoso cuentecito) Dice: Vivían en cuartos contiguos; la
niña en el sotabanco de la derecha y el músico en el de la
izquierda. La niña era un (Jesús, qué mal veo)... suave
pimpollo alboreando en sus ocho celestes abriles, suave y
apacible, de ojos llenos de luz y de rostro seráfico y dulce; el
músico lindaría en los veintiséis años y se trataba de un
simpático joven...
Qué delgadita está Gertrudis... Y cuántas arruguitas tiene
por la cara, sobre todo alrededor de los ojos... Claro, como los
encoge tanto para leer. Qué poco pelo tiene... ¿Cómo puede
coger cosas con esas uñas tan largas?... Creo que siento pena
por ella. Abuela dice que si tiene el carácter tan avinagrado es
porque está a disgusto consigo misma. Tío Eduardo es que no
la soporta, se ríe de ella siempre que puede. Ayer, sin ir más
lejos, oí que le decía a abuela:
«Mira que es retorcida y oscura de pensamiento esta mujer,
Dios Santo. Cada vez que le veo esa mirada que tiene,
escurridiza como un ratón, te aseguro, mamá, que me da un
repelús...» —y se echó a reír— «¡Ja ja ja! ¡Es una amargada!
¿Qué se puede esperar de ella? Pues eso, que le amargue la
vida a los demás»
Al oír aquello, me dio lástima. Pobre Gertrudis... ¿Por qué
no la quieren?
—... La niña habitaba con su madre, una pobre señora
enferma que no salía nunca de casa, impedida de moverse,
razón por la cual la monísima criaturita en esa edad de pájaro
en que siempre están las alas tendidas, se pasaba la existencia
encerrada en su jaula, sin otro esparcimiento que su alto

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antepecho al que se asomaba en el buen tiempo, entregándose
las horas muertas en cuerpo y alma...
¿Por qué no tendrá un marido? ¿Se le habrá muerto? No,
no, ahora recuerdo aquel día que llovía mucho... Era la hora
de comer y Gertrudis que no aparecía por casa. Tía Eulalia,
preocupadísima, no dejaba de dar vueltas por el comedor,
temiéndose toda clase de desgracias. Tío Eduardo le decía:
«No te preocupes, mujer, ¿dónde crees que va a estar? Pues
metida en la iglesia como siempre. ¿Acaso no se ha quedado
para vestir santos?» —y rompió a reír.
Tía Eulalia lo miró muy seria, diciéndole que sus bromas
no le hacían gracia alguna, y salió del comedor, muy airada.
Yo le pregunté a tío Eduardo si Gertrudis era la encargada de
vestir a los santos que hay en las iglesias. Me dijo que no, que
eso se solía decir de la mujer que se ha quedado soltera, o sea,
la que no ha conseguido pescar un marido, como le ha pasado
a ella. Entonces me contó que cuando...
—¿Estás prestando atención a lo que leo?
—Naturalmente, Gertrudis.
—Está bien, sigo: ... Todo un invierno estuvieron sin
relacionarse los vecinos; no había ocasión; el frío mantenía
las ventanas... Ah, no; las vidrieras (Jesús, qué letra)
cerradas. Pero con la llegada de la primavera el músico
advirtió la maniobra de la niña y la sorprendió más de una
vez escuchando. Le agradó tal atención por la mesura de
carácter que revelaba, y un día entabló conversación con la
chiquita preguntándole si le gustaba la música. ¡Que si le
gustaba!... ¡Dios santo! La cosa quedó así, pero muy luego
fue tomando confianza el joven con su vecinita, conoció al
cabo a su madre, y al fin, prendado de la formalidad y el
entendimiento que descubría en la muchacha, propúsole
probar si servía para el caso y darle lección...
—¡Es incomprensible!
Gertrudis pega un bote, cierra el libro.

59
—¡Eulalia, hija, qué susto me has dado, por Dios! ¿Qué
ocurre?
—Pues que con ésta que se acaba de ir ya es la cuarta
muchacha que entrevisto en esta semana.
—¿Qué le pasaba a ésta?
—¿Que qué le pasaba? Pues que tenía novio.
—¡Anda!
—Y por ahí si que no paso, eh; a mí eso de que el novio
esté olisqueando siempre en la puerta y que ella, al menor
descuido, baje a chismorrear con él como ya han hecho otras,
eso sí que no.
—¡Muy bien! Has hecho muy bien, que no sabe una a que
se expone con un hombre acechando continuamente. Además,
las que tienen novios, ¿no te has fijado? Están como
idiotizadas, como si tuvieran la cabeza en otra parte.
—A dos de ellas, una que venía recomendada por Terelu
Ruiz del Bosque (que por cierto, tenía una cara más
desangelá), y la otra por Mamen Sánchez Miranda, les
parecieron bajo el sueldo.
—¡Qué poca vergüenza!
—Y te digo una cosa: no creo yo que ni Terelu ni Mamen
den un sueldo mayor que el nuestro. Vamos, que las conozco
bien a esas dos y ya sé cómo son a la hora de soltar el money.
—Es que hoy, por pedir y pedir que no quede. Eso sí, a la
hora de trabajar todos son impedimentos, mira tú por donde.
—Fíjate lo que me dice: señora, pero... ¿sólo hay una
persona para la limpieza? Y asoma la cabeza así, sobre la
barandilla, mirando hacia arriba, hacia abajo, y me suelta con
una cara de esaboría que no podía tirar de ella: es que esta casa
tiene demasiado trabajo, señora, yo no me veo capaz... ¡Pero
bueno! ¿Tú qué quieres? Le digo…
—¿Pues qué va a querer, Eulalia? Más sueldo, hija, más
sueldo. ¡Menudas son!
—Calla, calla, verás. Le digo: tenemos una para la cocina,
otra para el lavado y la plancha, y otra para la limpieza. Pero

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te digo una cosa, te puedes marchar porque ya sé cómo eres y
no me interesas.
—¡Muy bien! ¡Estuviste muy bien! Vaya, se me ha caído
el libro.
—Si es que es verdad, ya estoy harta. Tienen una cara hoy
día que se la pisan. Están obligadas a servir porque no tienen
donde caerse muertas y encima tienen la desfachatez de exigir.
Te digo que...
—Y yo me pregunto: ¿es que no les parecen suficiente con
estar en una casa honorable, bien alimentadas y con un sueldo
que incluso de él come la familia? Pues no; parece que no. Eso
no es bastante. Cada vez tienen que exigir más y más... ¡Pero
que se habrán creído!
—La que vino el viernes parecía una muchacha modosita.
No me disgustó a primera vista. Sin embargo la vi muy
poquita cosa. Con aspecto enfermizo, ¿entiendes? Le
pregunté: ¿tú cómo estás de salud? Porque te veo... Y me dice:
es que he tenido ganglios. Y yo, qué quieres que te diga,
Gertrudis, pues que no, que tener una muchacha así, la verdad
es que no. Que no puede ser, vamos. Bueno, me voy a arreglar
que a las siete tenemos entrada para el teatro Cervantes y
Eduardo ya mismo está aquí.
—¿Qué vais a ver?
—La Marquerida.

***

Abuela acaba de venir de la calle. Se sienta, se descalza.


—¿Qué te pasa, Irenita? Te veo muy tristona.
—Estoy aburrida.
—¿Qué te gustaría hacer? ¿Quieres que veamos fotos?
—No. Quiero ir a un colegio como el que va la prima
Aurorita, que me lo dijo ayer cuando vino.
—Ah, ya. Vamos a ver, hija, tú ahora no puedes ir porque
aún estás malita, pero... ¿Quieres que hagamos una cosa? Te

61
explico, verás: si una persona no puede vivir la experiencia
que desea, como por ejemplo en tu caso, ¿sabes qué hay que
hacer? Echar mano de la imaginación. Ésa es la única forma
de cumplir nuestros deseos, en cierto modo.
—No entiendo nada.
—Escucha: tú no puedes asistir físicamente a un colegio,
¿verdad? Pues entonces lo vamos a visualizar. ¿Comprendes?
—No. ¿Qué es eso?
—Visualizar es entrar en el mundo de la imaginación; es
fantasear, jugar con ella, sentirse libre, despegarse de la
realidad.
—Ya.
—Espera un momento —abuela se levanta, abre uno de los
cajones de la cómoda y se pone a rebuscar. Saca un sobre. Lo
abre—. Mira: esto son papeles de celofán, ¿lo ves? Los hay
verde, rojo, azul, amarillo, naranja. Toma, coge éste y mira a
través de él. Dime que ves.
—Lo veo todo de color azul. ¡Qué bonito! A ver, abuela,
mírame. ¡Huy, qué cara se te ha puesto más bonita!
—Toma, ahora con éste.
—¡Todo es rojo! Tu cama, los muebles, mis sábanas, el
Señor Dios que está en la urna... ¡Hala! ¡Se te ha puesto la cara
roja! ¡Ja ja ja! ¡Pareces más contenta con este color! Ya no vas
vestida de negro, abuela, tu vestido es más bonito. A ver que
mire la calle... ¡Oooh! El cielo parece que está incendiado... y
los árboles...
—Cámbialo por este otro.
—Con éste es todo amarillo... A ver, mírame otra vez...
Ríete... ¡Qué guapa!
—Déjalo ya. Ahora dime, ¿qué sensación te ha causado
mirar a través de estos papeles?
—Divertida. Porque a las cosas que son negras y tristes,
como tu vestido, las he puesto de color.
—Pues así quiero que veas siempre la vida, Irenita. En
color.

62
—Pero abuela, ¡cómo me voy a poner un papel en los ojos
a todas horas! ¡Ja ja ja!
—No necesitas estos papeles, tontina. Dentro de cada uno
de nosotros hay muchos celofanes de colores que no necesitan
sujetarse con las manos, porque están sujetos al alma.
¿Entiendes?
—Hmmm... Un poco. ¿La gente sabe que los tiene?
—La mayoría no. Los que no lo saben se les nota. Viven
amargados, insatisfechos, desesperanzados.
—¿Como Gertrudis?
—Sí. Como ella. Bueno, ahora vamos a jugar a otra cosa.
Vamos a entrar en el mundo de la imaginación, ¿te parece
bien? ¿Qué deseas encontrar en ese mundo?
—Un colegio.
—Muy bien, pues cierra los ojos. Eso es. Ahora vas a mirar
con los celofanes del alma y me vas a decir cómo es el colegio
que estás viendo, al que quieres ir.
—Pues... es blanco, tiene el tejado rojo y una chimenea
echando humo. Es muy luminoso porque entra el sol por las
ventanas... Las paredes están llenas de dibujos... En los
pupitres hay niños y niñas que dibujan con lápices de colores
brillantes...
—Asómate a una ventana. ¿Qué ves?
—Veo todo rodeado de árboles, de plantas... de muchas
flores... Ahora veo un columpio... Vivita está columpiándose.
Se le vuelan los pelos... Y se ríe mucho, muchísimo... Lo está
pasando muy bien... También veo una fuente en la que varios
pájaros están bebiendo... Algunos conejos corren de un lado a
otro... se esconden entre los matorrales. Creo que se escucha
una música...
—Está bien, está bien. Ya puedes abrir los ojos. A partir de
mañana iremos a ese colegio, ¿de acuerdo?
—Vamos, Irenita, acaba con el desayuno, hija, que se hace
tarde.
—Ya he terminado.

63
—No; aún queda leche aquí. Toma, bébetela... Así, muy
bien. Bueno, atenta: yo soy la profesora del colegio
imaginario, ¿vale?, y hoy es tu primer día de clase. Vas a
entrar en el aula y vas a saludar a la profesora. Venga, ¿qué se
dice?
—Buenos días, profesora.
—Buenos días. ¿Cómo te llamas, niña?
—Irenita.
—Yo me llamo Carmen. Doña Carmen. Ahora, Irene, elige
a una compañera para que comparta tu pupitre.
—Hmmm... Aquella: Vivita.
Abuela arrima el cuadro a mi cama.
—Vivita, por favor, siéntate aquí. ¡Atención, niñas! Voy a
repartir el material escolar para este nuevo curso, ¿entendido?
Abuela abre el ropero y saca un paquete. Lo deslía.
—Toma; esto es el Catón, con él aprenderemos las
primeras letras. Y esto, un cuaderno de dibujo para colorear;
este otro para escribir. Más un lápiz, un borrador, una caja de
lápices de colores y este plumier, para que los guardes.
—¡Hala, abuela, qué de cosas!
—¿Cómo has dicho? ¿Me ha parecido oírte decir abuela?
—Perdón, doña Carmen.
—Eso está mejor. Vamos a ver... Empezaremos haciendo
palotes; a continuación conoceremos los números. Después
haremos un descanso en el que tomaremos algún alimento. Y
por último tendremos clase de dibujo, ¿de acuerdo?
—¡Sí!
—Pues venga, vamos a empezar.

***

Han pasado muchos días desde que comencé las clases en


el colegio de la imaginación. Ya me resulta muy fácil hacer
los palotes; por eso a partir de mañana empezaré a escribir

64
letras. Ahora estoy haciendo un dibujo precioso, ya casi está
acabado. Creo que a doña Carmen le va a gustar.
—¡Atención niñas!
—¡Doña Carmen, que todavía no he terminado el dibujo!
—Es igual, mañana lo acabas. Quiero deciros, niñas, que
me tenéis muy satisfecha. En todo este tiempo que llevamos
de clase, os habéis portado muy bien y habéis aprendido más
de lo que yo esperaba. Eso, por supuesto, merece un regalo —
doña Carmen saca un envoltorio de su bolso—. Éste para ti,
Irene.
—¿Lo puedo abrir ahora?
—Claro que sí.
—¡Una pelota! Gracias, doña Carmen.
—Espera, que te anudo la goma al dedo... Eso es. Ahora
bota la pelotita. Así, muy bien. Y éste para ti, éste para ti, éste
para ti... —dice repartiendo regalos imaginarios a niñas
imaginarias—. Y ahora, vamos a cantar nuestra canción:
Cuando sea marinero, madre,
Por el mundo iré,
Con mi blusa marinera, madre,
Y mi barco de papel
Pequeñas velas de seda,
Pequeñas velas pondré,
Sobre el casco tan pequeño
De mi barco de papel,
De papeeel...
—Habéis cantado muy bien. Y ahora escuchad, niñas:
mañana es domingo, por lo tanto no hay clase. Así que hasta
el lunes si Dios quiere.
—¡Hasta el lunes si Dios quiere, doña Carmen!
—Podéis salir —toca un silbato.
—Doña Carmen, ¿cuándo haremos una excursión?
—¿Una excursión? Pues… ¿Adónde te gustaría ir?
—Me pareció escuchar un silbato —dice tía Eulalia
apareciendo por la puerta.

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Abuela baja la vista y se pone a hurgar en un cajón. Tía
Eulalia insiste:
—Mamá, ¿no ha oído usted un silbato?
Abuela se vuelve hacia ella y lo saca del bolsillo.
—Sí; éste.
—¡Por Dios! ¿Cómo se le ocurre comprarle a la niña un
silbato?
—No, tía Eulalia, no es mío, es de doña Carmen.
—¿Doña Carmen? ¿De quién hablas?
—De la profesora de mi colegio.
—¡Pero qué está diciendo la niña!
—Es un juego que hemos inventado, que consiste en asistir
a un colegio imaginario. Yo soy doña Carmen, la profesora.
—¡Pues que jueguecito más absurdo! Bueno, no puedo
entretenerme ahora que llego tarde a la reunión de las Hijas de
María. Ya hablaremos luego.

***

TÍO EDUARDO—. Vaya tiempecito que tenemos. Ayer


demasiado fresco, y hoy caluroso de más. Vengo empapado.
ABUELA—. Ven, siéntate aquí. ¿Te sirvo una taza de té?
TÍO EDUARDO—. No, deja, ya me sirvo yo.
TÍA EULALIA—. Pues estábamos hablando ahora,
precisamente, del jueguecito ése que te comenté anoche.
TÍO EDUARDO—. ¿De qué me hablas?
TÍA EULALIA—. ¡Ay, Eduardo, no escuchas! De qué va
a ser, del colegio imaginario que tu madre le está metiendo a
la niña en la cabeza. Una cosa absurda, ¡vamos!
TÍO EDUARDO—. Ah, ya.
GERTRUDIS—. A un niño no se le puede hacer vivir en
un mundo de fantasías, porque es hacer de él una persona
ilusa.

66
ABUELA—. Hay muchas personas por el mundo que
nunca desarrollaron su capacidad imaginativa, y sin embargo
son unos ilusos.
TÍO EDUARDO—. Y tantos, mamá, no lo sabes tú bien.
TÍA EULALIA—. De todas formas opino que habría que
consultárselo a Javier, pues como médico que es, él sabrá si
es saludable que la niña tenga ese tipo de entretenimientos.
TÍO EDUARDO—. ¡Por favor, no le preguntes a Javier
semejante sandez! Escuchad esto que dice el periódico que es
más importante: «Ha llegado a nuestro puerto el cañonero
Cánovas del Castillo, con la milagrosa imagen de la Santísima
Virgen de Fátima, que fue recibida por...»
GERTRUDIS—. ¿Ya ha venido? Pero si yo creí que era
mañana.
TÍO EDUARDO—. ¿Se puede seguir? «…fue recibida por
todas las autoridades tanto eclesiásticas como civiles y
militares, junto al pueblo de Málaga, enardecido de fervor. Se
le dispensó un apoteósico recibimiento, desfilando a
continuación por nuestras calles, entre flores, palomas y
emotivos vítores que hacía sentir y emocionar al más
incrédulo. Mañana, a las doce del mediodía, el señor obispo
oficiará una misa en el parque, a la que asistirán, se calcula,
más de quince mil personas. Los enfermos que no puedan
valerse por sí mismos contarán con la ayuda de la Cruz
Roja…»
GERTRUDIS—. ¡Huy, por Dios, cómo estará aquello!...
Yo no voy a ir, lo siento con toda mi alma pero con el gentío
que se va a congregar allí ni hablar Eso sí, le rezaré desde aquí
un rosario.
TÍO EDUARDO—. Ni falta que hace que tú vayas. Con
encerrarte calladita en tu cuarto y con ponerte a rezar estás
más que cumplida. Es más, creo que hasta la Virgen te lo
agradecerá.
TÍA EULALIA—. Ya está bien, Eduardo.

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TÍO EDUARDO—. He pensado que podíamos llevar a la
niña.
TÍA EULALIA—. ¿Llevar allí a la niña? ¡Estás loco! ¡Con
la de gente que habrá, por Dios!
ABUELA—. Yo opino que no es mala idea. La santísima
Virgen de Fátima es muy milagrosa, y creo que la niña debería
estar ante Ella, con todos los enfermos.
TÍA EULALIA—. Sí, pero... no sé, yo creo que es una
locura.
TÍO EDUARDO—. No seas tan exagerada, Eulalia, por
favor. Irenita, ¿te gustaría ir mañana al parque para ver a la
Virgen?
—¡Síiii!
TÍO EDUARDO—. Pues no se hable más.
TÍA EULALIA—. Una cosa te digo, Eduardo, nosotros
solos no vamos a ir con la niña, desde luego; hay que decírselo
a Luis y a Clara. Que vengan ellos también... que luego si pasa
algo...
TÍO EDUARDO—. ¡Hombre, claro! ¿Sabes qué voy hacer
ahora mismo? Llegarme a la parada de coches y decirle a Pepe
que mañana esté aquí, sobre las... ¿once y media?

68
Capítulo III

16 de mayo

Dicen que estoy muy guapa.


Llevo puesto un vestido blanco, bordado de rosa, con
manguitas de globos y una lazada en el pelo. Voy sentada
sobre la falda de mamá. A nuestro lado está tía Eulalia,
abanicándose, y frente a nosotras se sientan papá y tío
Eduardo. Dos caballos negros tiran del coche. La mañana es
alegre, soleada. Suenan las campanas.
—¡Huy! ¿Qué ha sido eso, mamá?
—Cohetes, cariño. Mira, otro que va a explotar.
—¡Hala! Son como bombas, ¿verdad, mamá?
—Bendito sea Dios, las comparaciones que haces, hija.
Papá ha bajado del coche y se ha puesto a hablar con un
soldado que lleva en el brazo una cruz roja. Tía Eulalia me
pellizca la cara. Dice que le pida a la Virgen que me ponga
buena, que ella también se lo pedirá.
Dos soldados se acercan, traen una camilla.
—¡No! ¡Déjame!
—No te va a pasar nada, bonita, sólo te vamos a echar en
esta camita; tu mamá vendrá con nosotros, no te preocupes.
—Irenita, estos muchachos nos van a llevar allí, ¿lo ves?
Es para que estemos más cerquita de la Virgen y para que así

69
nadie se nos ponga delante, ¿comprendes? Venga, cariño, no
tengas miedo que yo voy contigo. Ya podéis echarla.
Qué extraño es todo esto… ¿Por qué me tienen que llevar
tan lejos? ¿Y papá, dónde se ha quedado? No lo veo. Apretaré
la mano de mamá, no sea que se suelte y nos perdamos. ¿Por
qué esos guardias pegan a la gente?
—¡Mamá, mira, esos guardias están pegando! ¡No me
sueltes, mamá!
—No, cariño, si voy contigo.
Estamos en la primera fila. Todo está lleno de gente, de
camillas, hasta en las ramas de los árboles hay hombres y
niños encaramados. La Virgen está frente a mí. Tiene un
vestido blanco y un rosario entre las manos. A cada lado del
altar hay un soldado. Algunas palomas se posan sobre la
Virgen. Claro, como dice abuela que es tan milagrosa... Veo
un grupo de militares llenos de medallas. Héroes, seguro.
—¡Virgen Santísima! ¡Cúrame, por favor!
—¡Madre mía! ¡Mi hijo! ¡Te lo ruego, cúramelo!
—¿Por qué grita tanto la gente, mamá?
—¡Perdóname, Virgen Santísima de Fátima!
—¡Santa Madre de Dios! ¡Mi marido, por favor...
sánamelo, te lo ruego!
—Vámonos, mamá, no quiero estar aquí...
—Mira, ya se acercan los sacerdotes, ¿ves? Es que va a
comenzar la misa.
Un grupo de personas ha empezado a cantar. Las mujeres
visten de blanco, y los hombres de negro. Frente a ellos, un
señor aletea los brazos... Ahora canta todo el mundo. Y mamá
también.
¡El trece de mayo,
La Virgen María
Bajó de los cielos a Cova de Iría.
Ave, Ave, Ave María…!

—¡Madre! ¡Mi hijo, te lo ruego, sánamelo!

70
—Que me asusta la gente, mamá... Mamá, ¿me oyes?
—Hija, pídele a la Virgen que te ponga buena, pídeselo,
hija...
—Ponme buena, Virgen.
—Ya se lo he pedido, mamá, vámonos.
—¡Madre, tengo dos hijos enfermos! ¡Aunque sea uno!
¡Por favor! ¡Cúrame aunque sea uno!
—¡Puedo andar! ¡Puedo andar! ¡Dios mío puedo andar!...
—Mamá… Mamá que me quiero ir…
—¡Milagro! ¡Milagro!...
—¡Dios te Salve María, llena Eres de gracia; el Señor es
Contigo; bendita Tú eres...!
—¡Veo mejor! ¡Santísima Virgen! ¡Veo mejor!
—¡Milagro! ¡Milagro! ¡Milagro!...
—¡No llores, mamá! ¡Por favor, no llores!...
—¡Pídele a la Virgen que te cure, hija! ¡Pídeselo!
—¡Virgen, cúrame!
—¡Madre mía! ¡Te lo suplico! ¡Cúramela!
—¡Mamá, tú no llores!
—¡No te olvides de mi niño, Madre! ¡Es lo único que
tengo! Santa María Madre de Dios ruega por nosotros
pecadores...
—Mamá... no llores...
—¡Mi niño está andando! ¡Mirad! ¡Mirad cómo anda!
¡Milaaagro!
—¡Milagro! ¡Milagro!...
—!Dios Te Salve María, llena Eres de Gracia...!
—Vámonos, mamá... ¿Me oyes, mamá? ¡Vámonos!
—Eh, pequeña, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras, hija?
—Irenita, cariño, te está hablando el señor Obispo.
—¿Sabes que La Santísima Virgen te quiere mucho?
Ahora te está viendo. Pídele que te cure... Pídeselo, hija, verás
cómo pronto podrás levantarte.
—Irenita, mi vida, haz lo que te dice el señor Obispo,
pídele a la Virgen que te cure, pídeselo, cariño.

71
—¡¡Virgeeen!! ¡¡Ponme buenaaa!! ¡¡Yo también quiero
andar!! ¡¡Virgeeen!! ¡¡Estoy aquííí!! ¡¡Hazme el milagro!!...
—Ya, ya cariño, ya... Venga, cálmate hija.
—¡¡Ponme buenaaa!! ¡¡Ponme buenaaa!!
—Irenita, hija, tranquilízate... ¡Enfermera! ¡Enfermera!
—¡¡Estoy aquííí, Virgen!! ¡¡Aquíííí!!
—Por Dios, cariño, cálmate...
—¡Hay que sacarla de aquí, señora!
—¡¡Virgeeen!!
—A ver… Espere, espere un momento… ¡Ya, cariño, ya...
tranquilízate! ¿Me oyes, hija? Tranquilízate, bonita mía... Así,
mi vida, así... Eso es...
—Vaya, parece que ya se va calmando... Eh, nena, mírame.
¿Estás bien bonita? ¿Sí? Ya no vas a llorar más ¿verdad?
Pobrecita, es que te ha asustado todo este alboroto, no me
extraña. Pero no pasa nada. La gente se pone así porque le está
rezando a la Virgen, eso es todo. ¿Me das un besito? ¡Huy!,
pero si estás empapadita de sudor. ¿Quieres agüita? Espera, te
la voy a traer. Pero no me llores otra vez, ¿eh?...
—Hija, La Virgen te va a curar... te va a curar muy pronto,
mi vida, ya lo verás...

***

Esta tarde me he bebido la leche de un tirón, y de la


ensaimada sólo he dejado un piquito. Abuela está muy
contenta conmigo, por eso me ha dejado ver la caja de las
fotos. Me explica cómo era cada uno de mis antepasados, la
profesión que tenían, la edad en la que murieron, si fueron o
no a la guerra... Esta que tengo en la mano, es de un señor con
barba y uniforme lleno de medallas, que estuvo en la guerra
de Cuba hace de esto un montón de años.
Abuela dice que en la familia ha habido, además de
militares, varios médicos. Uno de ellos era psiquiatra, que son
los que curan las enfermedades de la cabeza. También dice

72
abuela que su bisabuelo fue un afamado escritor de novelas
que murió de un ataque al corazón a la salida de los toros. Me
ha prometido que cuando yo sea mayor me dejará leer algunos
de sus libros.
—¿Sabes, abuela? Yo de mayor quisiera hacer lo que
hacen los hombres.
—¿Y eso por qué?
—Porque ellos hacen muchas cosas que no hacen las
mujeres.
—Bueno, no todas las mujeres son amas de casa, las hay
que son telefonistas, enfermeras, secretarias, modistas...
Incluso las hay que van a la universidad, cosa que nunca
entenderé.
—¿Pero por qué papá le pide todos los días a mamá que le
ponga de comer, o que le cosa un botón, o que le planche un
pantalón? ¿Eh? Di, abuela, ¿no será porque él es más
importante?
—Mira, Irene; la mujer debe dedicarse a su hogar; debe de
procurar un ambiente relajado, agradable, para que cuando
llegue su marido cansado de trabajar, éste pueda sentirse a
gusto y descansado. ¿Lo entiendes?
—Entonces... es más importante el marido, ¿verdad?
—¡Qué pesadita estás con lo de importante! Yo no he dicho
eso; lo que quiero decir es que después de un largo día de
trabajo necesitan descansar, nada más.
—¿Y mamá no necesita descansar, abuela?... Abuela, digo
¿que si mamá no necesita descansar?
—Mira, nunca olvides esto: Dios ha elegido precisamente
a la mujer para que sea ella la que lleve a cabo la misión más
importante y trascendental, la de ser madre.
Abuela guarda las fotos. Me coloca un almohadón en la
espalda y me trae el cuaderno de dibujo y los lápices de
colores. Miro a través del balcón. El viento sacude las ramas
de los árboles. Algunas mujeres, con los pelos alborotados, se
sujetan las faldas.

73
—Abuela, mira esas niñas, ¿las ves? ¿De qué van vestidas?
—De gitanas. Van vestidas de gitanas porque ayer
empezaron los festejos.
—¿Los festejos? ¿Qué es eso?
—La feria, que empieza todos los años en el mes de agosto.
En el Paseo de Martiricos está el recinto ferial, con sus
carricoches, sus casetas, sus luces...
—¿Qué son los carricoches?
—Unos cacharros muy divertidos en los que se monta la
gente. Por ejemplo, caballitos que suben y bajan, coches que
chocan unos con otros, o la noria, que es como una enorme
rueda con sillines que va girando. También están las sillitas
locas, que van enganchadas a unas cadenas y dan vueltas y
vueltas mientras la gente grita, ríe. Yo siempre he sido muy
cobarde para eso, no creas. Nunca me han gustado esos
cachivaches; y no pienses que es por la edad que tengo ahora,
porque siempre he sido igual de asustona, desde que era niña.
¿Tú sabes lo que tiene que ser verte en lo alto de una noria de
esas? ¡Qué horror! Solamente una vez en toda mi vida he
montado en una atracción. Se llamaba la Ola, creo. Fue hace
unos años, en Zaragoza. Y no te cuento lo que tuvieron que
insistirme. Al final, por no quedar mal terminé cediendo.
Imagínate yo en aquel carricoche, agarrada como una lapa...
Mientras giraba, hacía unas ondulaciones así: para arriba, para
abajo, para arriba, para abajo... ¿Y quieres creer que al final
hasta me resultó divertido?
En las ferias también están las casetas, que son unos
recintos llenos de bombillas y farolillos donde hay música, se
baila, se bebe, se tapea... Allí se divierte todo el que puede. La
feria es necesaria, ¿sabes? Unos diíllas de algazara y
esparcimiento en los que la gente, entre el sollozo de una soleá
y la alegría de unas seguidillas, intenta olvidar la pesadilla que
aún pulula en sus corazones; es un tónico para el espíritu, en
cierto modo. Y te digo una cosa, hija, aquí en Andalucía la
pobreza no le gana a la alegría, ¡ni mucho menos! El que no

74
tiene dinero se va a la casa de empeño y se deja hasta los
dientes, pero nadie se queda en estos días sin un vinillo que
les alegre el corazón al compás de una guitarra o unas
castañuelas...

***

3 de agosto
Nada, que no puedo dormir, Vivita.
¿Sabes lo que dice doña Alejandra? Que si no tengo sueño
por las noches es por la falta de ejercicio físico. Y según tía
Eulalia, porque soy la mar de inquieta. El caso es que esta
noche, después de cenar, se han empeñado en darme una
infusión para que duerma mejor. Pero yo me he negado,
¿sabes? Al final no tuvieron más remedio que llevársela. Y no
fue por cabezonería; lo que pasa es que aquello estaba
asqueroso, Vivita, parecía una taza de pipí.
¡Ah!, te voy a contar lo que ha pasado esta tarde. Resulta
que estaba yo cambiándole el vestido a Pito, cuando de pronto
aparece tía Eulalia en mi cuarto con un vestido de gitana.
«Mira lo que te traigo, Irenita.» —me dice con una sonrisa
que yo nunca le había visto. Yo me quedo turulata, no sé qué
decir. Me pregunto: pero ¿por qué me ha traído este vestido?
¿Será que me va a llevar a la feria esa que me contó abuela el
otro día?
« ¿Esto es para mí?» —le pregunto.
Con esa misma sonrisa, contesta:
«Naturalmente.»
Yo pienso que vamos a la feria, y le pregunto:
«¿Me llevarán los soldados?»
Abuela sonríe al oírme. Tía Eulalia encoge la nariz:
«¿Los soldados? ¿Qué soldados?»
Me pareció que estaba tonta. Le digo, echándome mano a
la cabeza:

75
«Ay, tía Eulalia, ¿qué soldados van a ser? Pues los que
llevan las camillas, los que tienen la cruz roja en el brazo, ¿es
que no te acuerdas?»
Y me dice:
«Sí, sí, claro. Pero... ¿para qué van a venir?»
A mí ya me estaba desesperando.
«¡Pues para llevarme a la feria, tía Eulalia! —le digo—.
¡Mira que la pregunta!»
Abuela se echa a reír. Tía Eulalia, pasándome la mano por
la cara, me dice:
«No, hija, no. A la feria no puedes ir, bonita. Sabes que por
ahora debes permanecer en cama; pero eso no es ningún
obstáculo para que te vistamos de gitana, ¿no crees? Como
todas esas niñas que estás viendo pasar por la calle.»
Al ratito entró Gertrudis, con una caja de madera, y empezó
a sacar cosas y a decir lo guapa que me iban a poner. Tía
Eulalia, mientras, se levantó de la silla y salió muy dispuesta,
pisando así, con sus tacones: cla, cla, cla, y tocó el timbre que
hay en el corredor para que subiera Alfonsina (la nueva
muchacha que entró ayer). ¡Qué risa, Vivita!, si vieras la cara
que puso cuando le dijeron que me iban a vestir de gitana.
Mira, abrió los ojos así, como platos, y preguntó:
«¿Es que la niña va a ir a la feria, señora?»
Gertrudis, poniéndole cara de asco, le dice:
«¡Anda, no quieras tú saber tanto y ayúdanos a vestirla!»
Alfonsina, que seguía sin entender nada, se quedó mirando
la escayola, sin moverse.
«¡Estás pasmada! ¿Qué te pasa?» —le grita tía Eulalia.
No veas cómo se aturrulló. Cogió el vestido de gitana y se
puso a darle vueltas, buscándole los botones.
«No, hija —le dice tía Eulalia quitándoselo de un tirón—,
no empecemos la casa por el tejado. Antes hay que
desnudarla.»
Y dicho esto, me quitaron el camisón; luego empezaron a
meterme por la cabeza todo aquel lío de volantes y lunares

76
(que no veas cómo me raspaba). Cuando ya lo tenía puesto, se
dedicaron a colocar sobre la cama los volantes, con mucho
cuidado, para que así luciera mejor el vestido. Seguidamente
me pusieron un collar, me pellizcaron las orejas con unos aros
rojos y me dieron unos cuantos besos. Entonces va tía Eulalia
y le dice a Alfonsina:
«¿Dónde has metido la flor?»
«¿Qué flor, señora?» —le pregunta Alfonsina mirando de
un lado a otro.
Y tía Eulalia:
«¿Tú eres tonta? ¡La que he dejado por ahí encima!»
Y empezaron a buscar por la cama, por los muebles, por el
suelo, hasta que tía Eulalia, de pronto, se dio cuenta de que se
la había dejado en su cuarto. Cuando ya me la colocaron en la
cabeza, se pusieron a darme colorete en la cara y un poquito
de carmín en los labios.
«¡Huy, qué monísima ha quedado! —exclamó tía Eulalia
observándome desde los pies de la cama, toda contenta—.
¿Usted qué dice mamá?»
Abuela, que no había participado en nada, levantó la vista
de la costura, mirándome así, como triste, y le dice:
«Sí; está muy guapa.»
Gertrudis, mientras tanto, no paraba de repetir que vaya
sorpresa se iban a llevar mis padres cuando me vieran, y que
hay que ver lo contentos que se iban a poner. Al rato de esto,
cuando Alfonsina anuncia la llegada de papá y mamá, tía
Eulalia y Gertrudis se ponen de lo más aturrulladas: me
retocan la flor, los pelos, estiran los volantes, y me dicen que
me muestre sonriente, para que así vean lo contenta que estoy.
Y eso hice: sonreír nada más verlos. Pero Vivita, si vieras
la cara que se le quedó a mamá... De pronto la barbilla le
empezó a temblar, y yo pensé: pues no, no le ha gustado.
Abuela, cogiéndola del brazo, se la llevó fuera del cuarto. Pero
al poco, entró de nuevo mamá, sonriendo, diciendo que soy la
niña más guapa de toda Málaga y que vaya salero que tengo.

77
Entonces a papá se le antoja hacerme un retrato. Tío Eduardo
sale corriendo a por su máquina, y empiezan:
«¡A ver, a ver, sonríe!»
Y yo sonrío.
«Irenita, mira, mira el pajarito!»
Y yo miro de un lado a otro, buscando al pajarito.
«¡No, no pongas esa cara tan seria, hija, tú natural!»
Y yo me pongo natural. Pero otra vez vuelven a gritar:
«¡No, así no! Tienes que mirar aquí. Eso es. Ahora sonríe.»
Y yo vuelvo a sonreír. A continuación, colocan a Perico y
a Luichi junto a mí, y los tres sonreímos.
Cuando llega la hora de la merienda y Perico ve todos los
dulces que hay sobre la mesa, éste se empieza a tocar los
dientes y a decir que no los quiere probar.
«¡Qué raro!» —comenta tía Eulalia.
Y le pregunta a mamá si el niño se encuentra bien, que
parece muy desganado.
«Hijo, ¿no te apetece un dulce? —le dice abuela—. Anda,
cómete uno.»
Y Perico que nada, que no quiere. Entonces mamá llama a
papá, que está hablando con tío Eduardo, y le dice:
«Luis, Perico no quiere dulces y tú ya sabes por qué. Así
que dile algo.»
Papá se levanta, se lo lleva a un rincón y le cuchichea algo
al oído. Seguidamente le ofrece una biscotela. A Perico se le
abren mucho los ojos, y cuando la empieza a morder se le
entornan. Al rato, papá ya le estaba riñendo:
«¡Por favor, hijo, ya está bien, caramba, deja algo para los
demás!»
Al final de la tarde se pusieron todos muy tristes. La radio
dio la noticia de que un torero que se llama Manolete estaba
gravemente herido.

***

78
16 de diciembre

—¡Hola, Chuchurrita!
—¡Qué susto me has dado, tío Eduardo!
—¡Vaya por Dios! ¿En qué estabas pensando?
—En mis cosas.
—¿Se pueden saber?
—No.
—Ah, usted perdone, señorita. Toma, mamá, échale un
vistazo al periódico y mira la lista de la Campaña de Navidad,
ya verás la mierda de donativo que han dado algunos.
Precisamente los que más alardean de buena posición son los
más cicateros. Fíjate en Antonio Enovid: cincuenta pesetas.
¡Hay que ser rácano! Para dar eso que se ponga anónimo. Y
de Pedro Labarca qué me dices, mira: cien pesetas. ¡Será
miserable el tío después del coche que se ha comprado!...
Rogelio Suárez no podía fallar: las cuatrocientas pesetitas de
todos los años. Y Pepe como siempre, queriendo quedar por
encima de los demás, donde está... Aquí: De la Cuadra, José:
mil quinientas pesetas. ¿Te das cuenta lo petulante que es el
maricón? Perdona.
—Tío Eduardo, ¿qué es la Campaña de Navidad?
—Pues... un periodo de tiempo en el que se recogen
donativos para los pobres. Ni más ni menos, Chuchurrita.
—Entonces, a papá y mamá les darán donativos de esos,
¿verdad?
—¿Por qué le van a dar a ellos?
—Pero tío Eduardo, ¿es que no lo sabes? ¡Ellos son
personas pobres! No tienen buena alimentación, sólo hacen
engañar al estómago. Además, no pueden venir a verme todas
las veces que quisieran porque el viaje desde el pueblo les
resulta caro. ¿A que sí, abuela?
—¿Qué está diciendo la niña? ¡Mamá, qué le has contado!

79
—Nada. Que como estaba todo el santo día preguntándome
por qué no venían sus padres, pues le di esa explicación. No
es para que te pongas así, ¡Jesús, qué barbaridad!
—Por Dios, mamá, pero qué necesidad había de contarle
esa estupidez de que sus padres no pueden pagar el tren o si lo
único que hacen es engañar al estómago. ¡Es el colmo,
vamos!... ¿Quién le ha metido en la cabeza eso de que sus
padres son pobres?
—¿Acaso no ha vivido con ellos para darse cuenta?
—¡Venga ya, mamá! Es una cría. Ella no tiene por qué
saber nada de pobres ni de ricos ¡ni de puñeta! Eso pasa por
hablarlo todo delante de los niños, ¡por eso! Pero claro, qué se
puede esperar de unos irresponsables... Tiene narices la cosa...
Que si engañan al estómago, que si son pobres, que si no
tienen dinero para viajar... ¡Qué estupidez!
—¿Estupidez, Eduardo? ¿Es que acaso no es verdad?
—Pero ¿por qué es verdad? ¿Eh?
—Baja la voz, por favor.
—Si Luis hubiera terminado la carrera de medicina, te
aseguro que tendría una vida muy distinta, mamá; pero que
muy distinta a la que tiene ahora.
—¿Es que ya no recuerdas el motivo por el que dejó la
carrera? Yo te lo recuerdo: para irse al frente y luchar por lo
que él creía justo. ¡Para dar su vida por España! No lo olvides
nunca, Eduardo.
—Todo eso es muy bonito, mamá, muy conmovedor. Ya
se sabe que para ti, Luis siempre será un héroe. Pero dime:
¿por qué tu héroe, una vez terminada la guerra, no continuó
con la carrera? ¿Eh? ¿Por qué acabó siendo un maestro de
escuela? Precisamente el colectivo que pasa más hambre.
—Estaba muy enamorado. Deseaba casarse cuanto antes y
consideró que los años que le quedaban de medicina era
demasiado tiempo de espera, por eso optó por magisterio.
—Es curioso, mamá, siempre tienes una palabra a tiempo
para disculparlo. Pero dime, ¿tienes alguna que pueda

80
disculpar el hecho de que tu querido hijo visite tantos bares
como visita a diario? ¿Por qué o por quién expone ahora su
vida con el alcohol, eh, mamá?
—¡Calla!
—Siempre ha hecho lo que le ha dado la gana. Ahora, eso
sí, él ha sido y será siempre tu Luisito, tu niño mimado. Pues
bien, mamá, que asuma su condición de persona pobre, como
dice la niña. ¡Pero que la asuma con dignidad! Sin hacer que
los demás nos sintamos culpables.
—¡Está bien, está bien! Dejemos ya este tema, por favor.

***

Hoy he recibido carta de mamá. Dice que Luichi está


resfriado y que a Perico le ha dado por pintarse barba y bigote
con carbón y jugar a piratas con un amiguito que va todos los
días a casa. También dice que están deseando verme, que la
vida para ella, desde que estamos separadas, ha cambiado
mucho y que nuestro sacrificio se ha hecho demasiado grande;
pero que precisamente por eso, piensa que me curaré antes.
Yo no estoy tan segura. La última vez que me quitaron la
escayola, pensé que ya no me la volverían a poner más, que
por fin me vería libre. Pero ayer mismo, cuando el doctor
Queipo de Llano abrió el yeso, el único que se vio libre fue el
santo milagroso, que apareció entre el deshecho.
«¿Qué hace esto aquí?» —preguntó extrañado.
Y al oír la explicación de abuela, rompió a reír a
carcajadas.
La buena alimentación me estará aportando todo aquello
que mamá decía, pero también me aporta el tener, como dice
tía Eulalia, el vientre perezoso; o como dice abuela:
estreñimiento. Tío Javier, en cambio, opina que lo que yo
tengo es un trastorno digestivo, debido a la excesiva
inmovilidad. A mí me importa poco cómo lo llamen. Lo único
que sé es que casi todos los días me tienen que poner una

81
lavativa. Y que te pongan una lavativa es la cosa más horrible
que existe en el mundo entero. Es como si te abrieran un grifo
por dentro y te inundaran todas las tripas. Por eso prefiero mil
veces la comida de mamá, esa que engaña al estómago, porque
con ella nunca tuve trastornos digestivos. Esto mismo se lo
expliqué a tía Eulalia el otro día, pero no me hizo caso. Salió
de la habitación diciendo que tengo tantas fantasías que no hay
quién me entienda cuando hablo.
Cada vez me cuesta más ir al colegio de la imaginación.
Abuela se empeña en que sigamos jugando como antes. Y yo
intento ver el colegio blanco de tejado rojo, a los conejos y a
las ardillas, a los pájaros que beben agua de la fuente... Intento
ver la vida con los celofanes del alma, pero me canso... Me
canso con todo. Ya no me apetece jugar con el rompecabezas
ni con los recortables; ni ver estampas, ni cromos, ni fotos...
Hasta Pito me cansa. Lo único que quiero es tener los ojos
cerrados y que abuela me acaricie el pelo mientras me canta
cinco lobitos tiene la loba.
Qué sed... Ya están otra vez rezando... Abuela dirige el
rosario, pasando lentamente las cuentas entre sus dedos. Tía
Eulalia tricota la rebeca blanca que me está haciendo, mientras
repite las avemarías con voz cansina. Gertrudis hace lo mismo
con su pañito de crochet; y doña Alejandra, con las manos
cruzadas, mira sin mirar la urna.
Esta mañana ha venido el doctor y le ha cortado una
ventanita a la escayola, para hacerme las curas.
No sé lo que tengo, pero me duele mucho...

***

DOÑA ALEJANDRA—. He comenzado una novena a


Santa Gema bendita, dicen que es tan milagrosa.
TÍA EULALIA—. Ah, pues yo se la estoy haciendo al
Padre Damián. Tengo mucha fe en él. Pilar, la mujer de Luis
Salcedo, me comentó hace poco que cuando su hija estuvo tan

82
enferma, con la difteria, comenzó una novena y no la había ni
terminado cuando se recuperó completamente. Creo que hasta
los mismos médicos se quedaron boquiabiertos.
GERTRUDIS—. Por qué tiene que pasarle esto a una niña
inocente, con la de sinvergüenzas que hay por el mundo que
disfrutan de salud y hasta de dinero.
ABUELA—. Los caminos de Dios son tan inexplicables a
veces...
DOÑA ALEJANDRA—. Y además, no siempre nos tiene
que dar Dios el premio en esta vida, a veces nos lo reserva
para la otra.
GERTRUDIS—. El colmo sería que en la otra vida
también premiara a los sinvergüenzas.
ABUELA—. Gertrudis, la justicia de Dios no es
comprensible para el ser humano, por lo tanto, es mejor no
divagar con...
TÍO EDUARDO—. ¡Hola! ¡Mirad, ya tengo los billetes
del tren!
ABUELA—. ¡Chisst!, no grites.
TÍO EDUARDO—. ¿Cómo está la niña?
ABUELA—. Con más fiebre que ayer.
TÍO EDUARDO—. ¡Me cago en diez!
TÍA EULALIA—. ¡Eduardo, por favor! Ya sabes que no
me gusta esa forma tan soez de hablar.
TÍO EDUARDO—. Perdona. ¿Sabes que de Málaga
salimos más de una veintena de personas para el Congreso
Eucarístico de Barcelona?
TÍA EULALIA—. El domingo, en la misa de una,
acuérdate que ya dijo el señor obispo que se esperaba una
asistencia masiva de todos los católicos.
GERTRUDIS—. No es para menos. Un evento como éste
no se ve todos los días. Gracias a Dios que España está
renaciendo de ese paganismo diabólico en el que habían
intentado sumirla. Ya lo dijo... no recuerdo ahora quién, que
la Santa Iglesia prevalecerá siempre, pese a quien le pese.

83
TÍO EDUARDO—. Paciencia, Dios... ¿Sabes a quién me
he encontrado esta mañana, Eulalia? A Pepe del Pozo. Ellos
también van.
TÍA EULALIA—. ¡Vaya por Dios! ¡Lo que faltaba!
ABUELA—. ¡Chissst!
TÍO EDUARDO—. Pero bueno, ¿por qué te pones así?
TÍA EULALIA—. Mira, Eduardo, no te hagas el tonto, que
bien sabes tú que no soporto a su mujer. Y una cosa te voy a
decir, no estoy dispuesta a que me encasquetes esa compañía
durante el viaje, ¡te enteras!
TÍO EDUARDO—. ¿Pero qué te han hecho, eh? Venga,
di, ¿qué motivos tienes para hablar así?
TÍA EULALIA—. Qué motivos tienes, qué motivos tienes,
como si tú no lo supieras, ¡no te digo!
TÍO EDUARDO—. Eres imposible, hija.
TÍA EULALIA—. Además, me extraña muchísimo que
ellos vayan al Congreso Eucarístico cuando es bien sabido que
ella, como hija que es de republicano, no comulga con todo
esto. Por lo tanto, ¿me quieres decir lo que pretende ahora esa
mujer asistiendo a un acto como éste?
TÍO EDUARDO—. ¡Y a ti qué te importa lo que pretenda!
¡Puñeta!
ABUELA—. ¡Chisst! Por favor, la niña.
GERTRUDIS—. Está clarísimo; los Diez del Pozo lo
único que pretenden con este viaje es demostrar que ellos
también pueden permitirse este lujo. Aparte de esto, ella
aprovecha cualquier boom que se presente con tal de lucirse,
ya sea un acto religioso, político, artístico o de cualquier
índole; el caso es hacerse notar y llamar la atención. Pero eso
sí, cuando la cuestión religiosa es a secas, sin boato, sin pompa
ni fastuosidad, entonces ya es otro cantar.
TÍA EULALIA—. Ah, por supuesto, no te quepa la menor
duda.
GERTRUDIS—. ¿Cuántas veces la has visto tú en misa?
Yo por lo menos ninguna.

84
TÍA EULALIA—. Aquí hay una cosa que se está viendo
clara; y es que el hecho de asistir al Congreso Eucarístico
forma parte del teatro que está representando para ajustarse a
una sociedad que a ella le queda demasiado grande. Ni más ni
menos.
GERTRUDIS—. Bueno, aunque ya se sabe que es fingido,
por lo menos no está mal que demuestre su agradecimiento al
Estado y a la Iglesia y se retracte de sus inclinaciones
marxistas, que para eso su padre tuvo la gran suerte de que el
caudillo le permutara la pena de muerte.
TÍA EULALIA—. Y te digo una cosa, Eduardo, por
razones que no vienen ahora al caso, te diré que esta buena
señora ha estado más de una vez en boca de una gran parte de
la sociedad por ser demasiado ligerita de casco... tú ya me
entiendes. Así que no te vayas tú a creer que todo el campo es
orégano; porque, igual que reconozco el hecho de que Pepe,
como buen negociante que es, haya sabido remontar
económicamente y haya llegado a donde ha llegado, también
te digo que lo que es con esta boda, metió la patita que... ¡ya,
ya!
TÍO EDUARDO—. ¿Pero de qué porras hablas? ¡Él se
casó por amor y se acabó!
GERTRUDIS—. Sí, sí, por amor. ¡Ja!
TÍA EULALIA—. Mira Eduardo, que Pepe se casara por
amor es mucho decir cuando tú y yo sabemos que más bien
fue por obligación, que no es lo mismo. Ahora: que ella lo
hizo por trepar, eso está más claro que el agua; pues no
sufrieron nada los padres de él con esa relación, ¡para que!...
Bien que conocían ya la clase de familia a la que pertenecía,
y sobre todo de qué pie cojeaba el padre en cuanto a sus ideas
políticas. Pero claro, lo que pasa, ¿qué iban a hacer? Tuvieron
que ceder al final; a ver.
GERTRUDIS—. ¡Y tanto! ¡Y tanto que fue por
obligación! A la vista está.

85
TÍO EDUARDO—. ¡Bueno, ya está bien! ¡A ver si ahora
pretendemos ser más papistas que el Papa! Mira, ellos van
porque les da la real gana, y punto. No se hable más. Además,
¿sabes qué te digo? Que me alegro que vengan. Pepe es un tío
fenómeno, y el viaje con ellos resultará mucho más ameno que
si vamos solos o con algún plasta que nos toque de turno.
TÍA EULALIA—. Se te hará más ameno a ti, porque lo
que es a mí.
ABUELA—. Creo que estáis olvidando que el motivo de
este acontecimiento es otro muy distinto al de la murmuración
y el enjuiciamiento. Este viaje debería ser para vosotros un
acto de recogimiento, de devoción y manifestación del amor
a Dios. Nada más.
GERTRUDIS—. ¡Eso! ¡Eso es lo que yo digo! Debe ser de
recogimiento, de verdadera devoción, y no de lucimiento y
presunción, que es el motivo que tienen otros.
TÍA EULALIA—. Ya, si yo también pienso igual. Y bien
sabe Dios que si mayormente tengo interés en ir es por la niña,
por verla curada de una vez. Por eso haré esta penitencia
(porque para mí es penitencia, desde luego), y ante la
Eucaristía rogaré a Dios para que le conceda salud.
TÍO EDUARDO—. Puedes comenzar la penitencia siendo
amable con la mujer de Pepe. ¿Te parece?
TÍA EULALIA—. La comenzaré como me dé la gana.

***

Vivita, tengo mucho frío... Mira, mira, mira cómo


tiemblo... Vaya, ya se me ha caído al suelo la Cayetana. Me
da igual, como no me gusta... ¿Que por qué? Porque está fría
y tiesa y tiene la cabeza llena de pelos rizados como los de tía
Eulalia, y porque sus labios están pintados de rojo, por eso.
Además, yo nunca podré quererla tanto como quiero a Pito,
¿comprendes? A él lo tengo siempre junto a mí, bajo las
sábanas, para que tía Eulalia no me lo tire a la basura.

86
¿Sabes qué hizo tía Eulalia cuando me trajo la muñeca de
Barcelona? Cogió a Pito, se lo escondió en la espalda y salió
del cuarto con él, creyendo que yo no la había visto. Menos
mal que me dio por gritar. Grité tanto, Vivita, que no tuvo más
remedio que volver y dármelo. Abuela le aconsejó que tuviera
paciencia, que poco a poco yo me iría encariñando con la
Cayetana y dejaría el muñeco de trapo. Tía Eulalia, con mucho
malhumor, lo arrojó sobre mi cama diciendo que yo era
rarísima y que jamás llegaría a entenderme. ¿Y sabes lo que
dijo Gertrudis? Que ya quisieran muchas niñas tener la suerte
que yo tengo de poder tener una Cayetana. ¿Has visto que
tonta es? No sabe que mi suerte es tener a Pito.
Hoy ha venido una enfermera, ¿sabes? No imaginas el
daño tan horrible que me ha hecho... Ojalá no venga nunca
jamás. ¡No quiero volver a verla!...

***

—¡Abuela, ven, corre!


—¿Qué te pasa, Irenita?
—¡Hay monstruos, abuela! Están ahí, en el balcón. ¡Van a
entrar!
—Dios Santo... Estás ardiendo, hija.
—¡La luz, abuela! ¡Por favor, enciende la luz!
—Ya, hija, ya. Mira, voy abrir el balcón. Así. ¿Ves cómo
aquí no hay nadie? Lo que escuchabas era el viento, que hace
mover la persiana. Sólo eso. Toma, bebe una poquita de agua
con Ceregumil... Eso es. Y ahora vamos a ponerte el
termómetro un ratito, ¿de acuerdo?
Los truenos y los relámpagos son cada vez más fuertes.
Pero ya no tengo miedo. Abuela me ha explicado que los
ángeles están haciendo explosionar cohetes y petardos porque
el cielo está de fiesta, igual que lo estuvo Málaga en el mes de
agosto. Y me ha dicho que los tiovivos de la feria del cielo
están formados por pequeñas nubes y estrellas llenas de luces;

87
y que mientras los ángeles vuelan, saltan y bailan al ritmo de
las bellas melodías que interpretan los músicos celestiales, los
arcángeles encienden bengalas muy potentes, para que su luz
nos ilumine también a nosotros y así podamos disfrutar de su
fiesta, que es la fiesta de Dios.

***

¿Sabes una cosa, Vivita? Que ésta es la última noche que


paso aquí.
Hoy ha venido papá y mamá porque mañana me van a
llevar a un colegio que es un internado. Yo no sé si estoy
contenta. Hay tantas cosas que no entiendo. ¿Cómo voy a ir a
un colegio si ni siquiera me puedo levantar de la cama? Ayer,
cuando se lo pregunté a abuela, me dijo que eso no importaba,
que allí también los hay que están igual que yo, porque hoy
día hay demasiados niños enfermos. Pero que por lo menos
voy a tener una vida más alegre y distraída que la que tengo
ahora. Papá dijo que en ese colegio voy a tener la oportunidad
de estudiar, para así llegar a ser el día de mañana una señorita
culta. Y tía Eulalia, que ya no tendré necesidad de inventarme
colegios ni amigas invisibles, y que por lo tanto, dejaré de
tener esta fantasía tan desbordada que no me beneficia en
absoluto. A Gertrudis también se la veía contenta. Me dio unas
palmaditas en la mejilla y me dijo que vaya una suerte que yo
tenía.
«¿Por qué?» —le pregunto
Y me contesta:
«Porque ya quisieran mucho niños ir a un colegio tan
precioso como al que vas a ir tú, que además está pegadito al
mar.»
Al oír esto, Perico empezó a lloriquear diciendo que él
también quería ir a ese colegio tan bonito que está pegadito al
mar. Yo le dije:
«No, Perico, tú aún eres pequeño.»

88
Y no veas cómo se puso. Empezó a protestar a toda voz,
diciendo:
«¡Yo también quiero ir a ese colegio tan bonito! ¡Yo
también quiero tener la suerte de Irenita!...»
Mamá le amenazó con darle un sopapo si no se callaba;
pero él siguió dale que dale con lo mismo, hasta que papá, que
estaba en el balcón fumándose un cigarro, entró, lo agarró de
un brazo y se lo llevó fuera de la habitación, ordenándole que
no volviera a entrar hasta que se lo indicara.
¡Ah, se me olvidaba!: abuela ha dicho que no te podré
llevar al colegio porque allí no te admiten. ¿Pero sabes qué te
digo? Que no me importa, que tú siempre estarás en mí
imaginación, y de ahí nadie te puede mover.

89
Capítulo IV

5 de marzo 1948

—Dime, Clara, ¿qué te ha parecido el vestido de la niña?


—Ah, muy bonito.
—Me ha extrañado, como no has dicho nada, digo, igual
no le gusta.
—Te lo iba a decir, Eulalia, tiene un estampado muy fino
y está confeccionado con mucho gusto.
Desde el balcón, abuela y Perico me tiran besos y me dicen
adiós con la mano. El coche se ha puesto en marcha.
—Lo ha hecho la modista, ¿sabes? Pero el festón que lleva
el cuello y los volantitos ha sido cosa mía. ¿A que resulta
mono?
—Ya lo creo. Y vaya trabajo que te has metido.
—Pues ahí no queda la cosa. Cuando terminé con el festón,
me puse con la rebeca. La he hecho en dos días. Ahora, eso sí,
he terminado con la espalda hecha polvo. Mira, tengo un dolor
en toda esta parte que no puedo ni ponerme derecha. ¡Jesús,
como me duele! Pero bueno, el caso es que va muy guapa con
su rebequita de angorina, ¿a qué sí?
—¡Achisst!
—Vaya, ya te has resfriado. No me extraña, con este
tiempo tan variable que tenemos...

90
—No, no es eso, Eulalia. Es la angorina.
—¿Qué le pasa a la angorina?
—Que me da alergia. En cuanto la tengo delante me pongo
a estornudar y los ojos empiezan a llorarme. Y ya no paro. Por
eso mismo nunca he podido usarla.
—Pues vaya... qué mala sombra.
—Y mira que me gusta, eh, pero está visto que esta alergia
no se me... ¡Achisst! ¿Te das cuenta? Es de lo más antipático.
Fíjate, fíjate cómo me lloran los ojos... Como que se la voy a
tener que quitar, total, tampoco hace frío. A ver hija... Anda,
pero si está dormida. Angelito mío... Y otra vez con fiebre,
vaya por Dios.
—Menos mal que el día está levantando, porque después
de todo lo que cayó ayer, pensé que también hoy estaría
metido en agua. Y parece que no, Clara, pero hay que ver
cómo ayuda el sol a levantar el ánimo, ¿verdad? Y esta
mañana nos hace tanta falta...
—Irenita, cariño, despierta, que ya estamos llegando.
—¿Está aquí el colegio?
—Muy cerquita.
Deja que te peine el flequillo, Pito... así, eso es, quiero que
las niñas te vean guapo cuando lleguemos... menos mal que
estás conmigo... ¿tú sabes lo que me dijo antes tía Eulalia?
«¡Pero hija, cómo vas a ir con eso en la mano! Anda,
llévate a la Cayetana que es más bonita. A éste, si quieres, lo
metemos en la maleta.»
Menos mal que abuela dijo:
«No; su muñeco que lo lleve ella. Cayetana que vaya en la
maleta.»
Qué buena es abuela... Se nota que ve la vida con
celofanes.
—Aquí es.
—¿Hemos llegado ya, mamá?
—Sí, cariño.
—Ven, nena, cógete a mi cuello.

91
—¿Éste es el colegio, papá?
—Claro, ¿no lo ves?
—¡Espera, espera, papá!... ¡Mamáaa, no te quedes atrás!
—Ya, bonita.
—Buenos días.
—Buenos días. ¿Qué desean?
—Venimos para un ingreso.
—Sigan por este camino hasta el último pabellón, aquel
que se ve allí.
Cuántos árboles... Seguro que por aquí hay ardillas,
conejos... Se parece al colegio de la imaginación... Pero no se
oyen voces de niños... ¿Quién será esa señora que va por ahí?
Debe ser una sirvienta... ¿Y si es una maestra? Abuela dice
que también hay mujeres maestras... ¿Y esa monja?
—Perdón, hermana, veníamos para un ingreso.
—Acompáñenme, por favor.
—Papá, ¿por qué hay aquí una monja?
—Es una maestra.
—¿Una maestra? Si es una monja, papá, ¿cómo va a ser
una maestra?
—Pasen y tomen asiento; el doctor no tardará en venir.
—Toma, Clara, ten a la niña.
—¿Por qué hay una monja aquí, mamá?
—Porque las monjas dan clases a los niños.
—¿Que dan clases? ¿Es que son maestras?
—Claro que sí, cariño.
—No me gustan, mamá. Las maestras monjas no me
gustan.
—Nena, estate tranquila. Las monjas son muy buenas y te
van a querer mucho. ¿Tú sabes que de niña yo estuve en un
colegio de monjas? ¿Qué haces? Te vas a hacer daño, no te
muevas tanto.
—¡Es que mira lo que hay allí dentro, mamá, en ese mueble
de cristal! ¿Lo ves? Están las tijeras de quitar escayolas, las
estoy viendo. ¿Por qué tienen eso aquí?

92
—Puede que algunos niños estén escayolados, eso es
normal, se caen jugando y si se rompen un brazo o una pierna
los escayolan. Y si los escayolan, luego se la tienen que quitar,
¿comprendes?
—Sí, pero no me gusta este colegio.
Tía Eulalia sonríe, me pellizca la cara. En la pared hay un
crucifijo como el que está en la urna de abuela, solo que más
pequeño. También hay un cuadro de Franco. Papá tiene uno
igual en su escuela (lo sé porque lo vi un día que me subió en
brazos para enseñarme su clase). ¿Y por qué esos cuadros de
ahí tienen huesos?
—Mamá, ¿por qué hay cuadros con huesos? ¿Me oyes,
mamá? ¿Que por qué hay...?
—Buenos días. Soy el doctor Marina.
—Buenos días, doctor.
—Hola, pequeña. ¡Huy, qué carita tenemos! No te voy a
hacer nada, eh. Mira mis manos, ¿ves?... ¿Quién es el padre?
Siéntese aquí, por favor. Vamos a ver... La niña se llama...
Irene Arias Figueroa, ¿no es eso? Bien. Nació en Málaga el
veintitrés de abril de mil novecientos cuarenta y dos,
¿correcto? Y está diagnosticada desde el veintisiete de marzo
de mil novecientos cuarenta y cinco, de tuberculosis coxo-
femoral. Actualmente presenta un cuadro de tumoración...
—Desde hace unos días le están practicando curas.
—Sí, lo tiene aquí anotado el doctor Queipo de Llano. Sor
María, por favor, vaya preparándola, que voy a examinarla en
cuanto acabe esto.
—Mamá, quiero hacer caca.
—Ay, vaya por Dios. Hermana, por favor, la niña... Es que
se le descompone el vientre, como está tan nerviosa.
—Échela aquí.
—¡No!
—Cariño, es para ponerte la cuña. Venga, suéltame, hija.
—¡Pero no te vayas!

93
—Por el bien de ella les aconsejo que se marchen lo antes
posible.
—Sí, sí, doctor, claro. Pero... ¿el doctor Queipo de Llano
no se encuentra aquí ahora? Me gustaría hablar con él.
—No, señor. Él viene los martes y los viernes.
—Ya... Intentaré venir mañana entonces. Venga, Clara,
creo que debemos irnos.
—Espera. ¿Has terminado, hija?
—Déjeme a mí, señora. Y por favor, váyanse. Es mejor así.
—¡¡No, mamáaa!! ¡¡No te vayas!!
—Deme, deme a mí el muñeco, yo se lo daré. Se lo
pido por favor, señora, váyase. Será más fácil para la niña, se
lo aseguro.
—¡¡Mamáaa!!
—Mamá ya se ha ido. Así que ya estamos dejando de
llorar, ¿de acuerdo? ¡Pero ya! Venga. A mí no me gustan las
niñas lloronas, las quiero valientes.
—¿Y mamá?
—Mamá vendrá a verte mañana. ¡Qué te he dicho! ¡Chisst!
¡Calladita que si no va a ser peor! Y ahora no te muevas. A
ver si eres capaz de estar un ratito en silencio.
—Monja, ¿esto es un colegio?
—¡Niña, a mí no se me llama monja! Se me llama sor. Yo
soy sor Micaela del Santísimo Sacramento. Ésta es sor María,
y ésta sor Juana de la Santísima Trinidad. ¿Te has enterado?
—Señor, esto es un colegio, ¿verdad?
—Pues mira, pequeña, todo depende del color del cristal
con que se mire. Y ahora estate callada.
—¿Qué me va hacer?
—¡Chisst! Respira profundo. ¡Venga, pero no me llores,
mujer! Así, con la boquita abierta... Muy bien. ¿Ves cómo no
pasa nada? Ahora por la espalda... ¿Que si esto es un colegio,
me preguntabas? Vamos a ver, tú quieres saber dónde estás,
¿no? Pues mira... ¿Cuál es tu nombre, que no recuerdo? Ah,

94
Irene. Pues mira, Irene, estás en el Sanatorio Marítimo de
Torremolinos.
—Un sanatorio...
—Sí. Pertenece al Patronato Antituberculoso de España.
¿Satisfecha con la aclaración, señorita?
—¿Anti qué?
—An-ti-tu-ber-cu-lo-so.
—¿Qué es eso?
—¡Pero usted ha visto una cosa igual, doctor? ¡Es inaudito!
En mi vida he visto una niña que pregunte tanto. Mira, te han
traído aquí para que te cures. Eso es lo único que debe
importarte. Lo demás, ni te va ni te viene. ¡Ah!, y una cosa te
digo: procura portarte bien y ser buena, porque será mucho
mejor para ti y para todos. ¿De acuerdo? ¡Hala!, otra vez
llorando. Pues sí que empezamos bien. Sor María, mírele la
cabeza a ver si trae huéspedes.
—No, no tiene. Viene limpia.
—¡¡Quiero irme de aquí!! ¡Mamáaa!
—Sor Juana, levántele la cura, por favor.
—Enseguida, doctor.
—¡Mamáaaaa!
—¡Te quieres estar quieta!
—¡Chisst! Calla, calla... ¡Anda, mira lo que me encontrado
en el bolsillo! Toma, abre la boquita. Y ahora no llores, ¿eh?,
que te puedes ahogar. Sor Juana, pinzas, tijeras. Vamos, que
es para hoy.
—¡No quiero caramelos!
—Chúpalo despacito, verás qué bueno está. Sor Micaela,
cuando pueda, una extracción de sangre.
—Ahora mismo, doctor.
—Huy, qué fea te pones cuando lloras... ¿Le han tomado
la temperatura?
—Sí, treinta y siete, ocho.
—Vamos a ver estas venitas.
—¡¡Aaaah!!

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—Ya, ya está... Dobla el brazo. ¡Pero bueno, niña! ¡Qué
modales son éstos! ¿Habéis visto? ¡Casi me da en un ojo con
el caramelo!... Me parece que vamos a tener que domar ese
genio... Bueno, doctor, ya está todo, ¿no? Venga, sor María,
llévesela ya.
—¡Mi muñeco! ¡Está ahí, en la silla!
—Aquí no se permite tener muñecos en la cama, como
mucho podéis tener uno de esos pequeñitos de barro. Cuando
venga algún familiar tuyo le dices que te lo compre. Venga,
no llores, que las niñas lloronas no son bien recibidas por las
compañeras. ¡Hala, vámonos! Por favor, Sor Juana, sujéteme
la puerta.
—¿Adónde me llevas?
—A un lugar muy bonito, ya lo verás.
—Buenos días, sor María.
—Hola, Rita.
—Nueva, ¿verdad? Ánimo chica, no llores, que aquí vas a
estar la mar de bien. ¡Ojú cómo va!
—¡Espere, Sor, que ya le abro yo!
—Gracias, Pedro. Por cierto, antes de que se me olvide,
cuando tenga un momento libre pásese por la sala de yeso, que
hay un grifo que gotea desde hace una semana por lo menos.
—En cuantito acabe con esto voy para allá, no se preocupe.
¡Venga, guapa no llores!
—Mira qué de niñas hay aquí, ¿ves? Todas van a ser
amiguitas tuyas. Vamos a ver cuál es tu sitio... Aquí, ésta es
tu cama. Al lado de estas dos mocosillas. Venga, cógete a mi
cuello. ¡Aupa! Y vosotras, a ver si sois capaces de animarla
que mirad cómo viene, hecha un mar de lágrimas...
—¡Eh, niña! ¿Cómo te llamas?
—¿Cuántos años tienes?
—Seguro que es sorda.
—¡Contesta! ¡Di algo, saboría!
—¡Os lo he dicho, es sorda!
—¡Ojú, qué rara es!

96
—¡Pobrecilla, dejadla ya!
—Desde aquí no la veo. ¿Qué es lo que le pasa?
—¡Que no se sabe!
—¿Pero no dice nada?
—¡Que no, pesá, que no!
—¡Callaos! ¡Que me estáis volviendo loca!
—¡Te callas tú, majara!
—¡Lo que tenéis es rabia porque la han puesto en este lao!
—¡Si la han puesto ahí es porque está tan alelá como
vosotras!
—¡Las carapapas, las majaronas y las saborías estáis ahí,
en el equipo uno!
—¡Ja! ¡Mentira podría!
—¡Huy, que no! ¡Anda que no tenéis envidia ni ná porque
nuestro bando es el de las listas!
—¡Toma, y el nuestro el de las guapas, no te digo!
—¡Mira quien fue a hablar, la que tiene la cabeza más calva
que mi abuelo! ¡Ja ja ja!
—¡Igual que la tuviste tú!
—¡¡Silencio!! ¡¡Silencio niñas!! ¿Pero qué jaleo es éste?
—Sor Micaela, han sido ellas.
—¡Mentira, que han empezado ellas diciendo que la nueva
es tonta!
—¡Callaos ya! ¡Estáis castigadas! La primera que hable se
gana un bofetón…

***

—Vamos, despierta, que es la hora de comer, jovencita.


¿Me oyes? ¡Venga, hermosa, que no puedo estar aquí todo el
día esperando!... Oye, ¿quieres que llame a sor Micaela para
que te haga comer?
—No quiero comer.
—¿A no? Pues bien, la llamaré ahora mismo.
—¡Mercedes, que no tengo agua y llevo un rato esperando!

97
—Espera, Isabelilla, no me agobies, que ahora vuelvo.
—¡Eh, que la nueva no es muda ni sorda, que la he oído
hablar!
—¡Te lo dije!
—¡Pero si eras tú la que lo dijiste!
—¡Y una porra frita! ¡Lo dijiste tú!
—¡Chsssst!
—¡Cuidao que viene Sor Micaela!
—Vamos a ver; me han dicho que no quieres comer, ¿se
puede saber por qué?
—Porque tengo un trastorno digestivo.
—No he entendido nada, habla más alto.
—Que tengo un trastorno digestivo y no puedo comer.
—¡Ja ja ja!
—¿De qué os reís vosotras dos, eh? Decidme, ¿de qué?
—¡Ayyy!
—¿Habéis olvidado que estáis castigada sin hablar durante
toda la tarde? Pues más vale que no lo olvidéis porque de lo
contrario el castigo os puede durar toda una semana. Y tú,
niña, déjate de tonterías y ponte a comer ahora mismo o
tendrás tu primer castigo, ¿te enteras? ¡Contesta!
—Sí.
—Está bien. Cuando vuelva quiero ver el plato limpio.
¿Entendido?
Después de comer he vomitado toda la comida. Se ha
armado un revuelo espantoso. Sor Micaela me ha reñido y las
niñas se han hartado de reír. La señora de la cara arrugada
también ha protestado, y luego me ha cambiado la ropa de la
cama. Cuando ya pasó todo, me he tapado la cabeza con la
sábana, y he intentado ver el colegio blanco de tejado rojo y
la feria del cielo, con sus tiovivos de estrellas y nubes, pero no
he podido.
Los ojos del alma se me han quedado ciegos.

***

98
—¡Ah! ¡Qué susto!
—¿Qué pasa?
—¡La nueva, que está llamando a no sé quién!
—Estará llamando a su madre.
—¡Y una porra! Ha dicho Vivita.
—¡Eh, niña, que no me dejas dormir con tus llantos!
—¡Hacer que se calle!
—¡Mira quien fue a hablar, la que más lloró!
—¡Silencio! ¿Quién está llorando?
—¡Aquí, aquí! ¡Es la nueva!
—Pero bueno, ¿qué es lo que te pasa? ¿Por qué lloras? ¿Te
duele algo?
—¡Quiero que venga mamá! ¡Llámala!
—Está bien, cálmate. En cuanto te pongas buena te vas a
ir a tu casa, tenlo por seguro.
—¿Y cuándo me voy a poner buena?
—Pronto. Vaya lío que tienes aquí armado con la sábana y
la manta, por Dios. A ver, súbete un poquito para arriba. Así.
Y ahora a dormir, ¿me oyes? ¿Cómo te llamas?
—Irene.
—Pues eso, Irene, a dormir y a no armar escándalo. Cierra
los ojitos, vamos. Y no te muevas tanto que desarmarás otra
vez la cama.
—¡No te vayas! ¡Llama a mamá! ¡Por favor!
—¿Vas a empezar otra vez? ¡Mira niña, te estás pasando,
eh!
—Es que tendrá miedo, Sor Agustina. También lo tuve yo
al principio.
—¡Chist! Tú a callar, que nadie te ha dado vela en este
entierro.
—¡Mamá! ¡Mamáaa!
—¡Ya está bien! O te callas ahora mismo y te duermes, o
te aseguro que mañana te espera un castigo. ¿No me oyes? ¡He

99
dicho que te calles!... ¿Estás sorda? ¡Qué te calles!... Eso está
mejor. ¿Me prometes que vas a ser buena y que vas a dejar
dormir a tus compañeras? No te oigo.
—Sí.
—A ver si es verdad.
—Irenita, no llores... Dame la mano, anda. Estoy aquí, en
este lado... Venga, no seas tonta, dame la mano... Yo también
lloré mucho cuando llegué, ¿sabes? Eso es normal, todas lo
hemos hecho. Si me das la mano no te vas a sentir sola, ya lo
verás.
Estiro el brazo, la busco... Una mano caliente aprieta la
mía.
—¿Quieres ser mi amiga?
—Bueno.
—Eh, Irenita.
—¿Qué?
—Dámela a mí también.
Busco su mano en la oscuridad. Me quedo con los brazos
abiertos, como el Señor Jesús en la cruz.
—Yo también seré tu amiga, ¿vale?
—Sí.
—¿Sabes cómo me llamo? Vito. Me llamo Vito, que quiere
decir Victoria.
—Y yo me llamo Inés, que quiere decir Inés.
—¡Ja ja ja!
—Irenita, si tú supieras cuánto lloré yo, te quedarías
patidifusa. Al final ¿sabes cómo me callé? Con una guantá que
me dieron. ¡Ja ja ja!
—¡Chssst!
—Po yo, lloré tanto que hasta los ojos se me quedaron
sequitos.
—Di que no fue por llorar, Irenita, que fue de tanto como
se meó en la cama.
—¡Ja ja ja!
—Illa, t’a reío, ¿no?

100
—Sí.
—Ojú qué bien, ya estás más contenta. Pa que lo sepas,
Irenita, éste es nuestro saludo secreto —choca su mano contra
la mía—: ¡Chin chiribí chin chin!
—¿Cuántos años tienes? —me pregunta Vito.
—Seis.
—Yo tengo siete, ¿sabes?
—¿Y tú, Inés?
—Creo que tengo seis, pero no estoy segura porque ya hace
mucho tiempo que los tengo.
—Pregúntale a tu madre cuando venga.
—Si es que no tengo madre, se murió hace mucho tiempo.
—¡Qué pesada eres, Inés! Siempre estás dale que te pego
con los años, y cuando viene tu abuelo nunca se lo preguntas.
—Es que como tarda tanto en venir, cuando viene, de lo
que menos me acuerdo es de preguntarle eso.
—Pregúntale a tu padre.
—¿Mi padre? Pero si desde que se casó con la mué esa que
tié los pelos coloraos casi nunca aparece. Dice que vive más
lejos, que ya no está en Cádiz.
—¿Dónde vive ahora? —le pregunta Vito.
—Y yo qué sé.
—Qué padre más raro tienes, hija.
—Más raro es el tuyo, guapa, que sólo tié un brazo.
—¡Oye, enteraílla, no compares! Si mi padre sólo tiene un
brazo es porque el otro lo perdió en la guerra por ser valiente,
¡no te digo!
—¡Callaos pejigueras!
—Acércate un poco más a mí, Irenita... Qué suerte has
tenío de que te hayan puesto en este lao. Mira, aquellas tontas
de ahí enfrente son del equipo uno. Y pertenecer a ese equipo
es lo más desgraciao que le pué pasá a una niña en este
sanatorio. ¿Sabes por qué? Porque son unas gusarapas
saborías, feas y además mu cochinas, dan ganas de vomitar.
¿A que sí, Vito? Sin embargo, las de este lao, que somos el

101
equipo dos, no se pué comparar. Sino que te lo diga la Vito.
Díselo, Vito.
—Es verdad, Irenita, no veas la suerte que has tenido;
nosotras somos más guapas, más listas, más divertidas, y por
si fuera poco, en nuestro equipo es donde hay más Lirondas.
—¿Quiénes son las Lirondas?
—Las que han pasado la prueba del peluquero.
—Mira; e un poné: un día te pica la cabeza, viene Sor
Micaela que es una garpita, te mira, te descubre que tú tié
piojos y manda a que te pelen al cero. Cuando el peluquero ya
t’a dejao la cabeza pelá como una manzana, te da el
nombramiento de Lironda, diciendo: ya estás monda y
lironda. Y antonse tié que dejar de llorar (porque lo normal es
que se llore) antes de que toas terminemos de contar hasta
veinte... y tié que cantá una canción, la canción de las
Lirondas, de lo contrario, las palabras del peluquero no valen
pa ná. La Vito ya la pasao, ¿a que sí, Vito?
—Claro. Y luego están las Pitarrosas, que son las que han
pasado la prueba de los ojos. Éstas son menos importantes que
las otras, ¿sabes? La prueba consiste en despertarte un día con
los párpados pegados, y que cuando Sor Micaela te los
embadurne con una pomada dejándotelos amarillentos y
pringosos, te dé el nombramiento, diciendo: ¡Hala, Pitarrosa,
ya te he puesto hermosa!
—Pero hay que intentar no llorar. Si vieras a las del equipo
uno, ¡qué risa!, cuando se despiertan con los ojos pegaos,
como son tan cobardes y lloriconas, se ponen: ¡hiiig... hiiig...!
¡No puedo abrir los ojos! ¡No puedo!...
—¡Ja ja ja!
—¡Chsssssst! ¡Callaos, locas!
—Cuando una niña ya ha pasado por esas dos pruebas —
dice Vito bajando la voz—, y vuelve a tener los ojos malos de
nuevo, pasa a ser Lirompita. Y ser Lirompita es una suerte que
todas deseamos tener porque se tiene más mérito, y porque
además ya sólo te queda un paso para Luminaria.

102
—¿Luminaria? ¿Qué es eso?
—Es cuando se pasa o se está pasando la última prueba. Y
esa prueba es la siguiente: tienes que estar tan enferma tan
enferma, como para que retiren tu cama y te aíslen en la
habitación acrisolada (este nombre se lo puso Sor María). El
nombramiento tiene que hacerlo una monja, y dice algo así:
mi querida niña, te nombro Luminaria, serás luz... (bueno, no
recuerdo cómo sigue). Si al cabo de algún tiempo mejoras y
regresas de nuevo con nosotras, eres recibida con mucha
alegría y con el himno que se inventaron unas niñas que
estuvieron aquí hace ya muchos años.
—¡Cállate ya, bicha, que no dejas dormir!
—Ojú, qué machaconas...
Vito baja la voz:
—Bueno, ya te enseñaré la letra otro día. Como te iba
diciendo: esa niña que vuelve a la sala después de haber
permanecido en la habitación acrisolada, ya no es como
cualquiera de nosotras, ¿comprendes? Es una Luminaria. Y
por lo tanto, no se la puede insultar ni acusar de nada, hay que
respetarla. Ni siquiera Sor Micaela se atreve a pegarla, con eso
te lo digo todo. Una Luminaria —sigue Vito— es siempre una
niña importante, ¿sabes, Irenita? Porque mira: si sobrevive, lo
es para nosotras; y si no, lo es para el cielo. Por lo menos es
lo que dice sor María.
—¡Callaooos!
—Hasta mañana, Irenita.
—Hasta mañana, Vito.
—Qué contenta estoy de que hayas venido, Irenita, ¿y tú?
—Yo también, Inés.

—¡Buenos días nos dé Dios! ¡Vamos! ¡Vamos!


¡Espabilad!... No me pongas esa cara de miedo, hija. Ya me
he enterado de que esta noche te has portado regulín regulín.

103
Bueno, pase por esta vez. Pero en lo sucesivo, ni un respiro
más alto que otro, ¿entendido?
—Sí.
—Se dice: sí, sor Micaela. Venga, dilo.
—Sí, sor Micaela.
—Hoy no quiero nada de llantos, de quejas ni de preguntas.
¿Entendido?
—Sí.
—¿Cómo has dicho?
—Sí, sor Micaela.
—Eso está mejor. ¡Niñas! ¡Espabilaos! ¡Qué pasa hoy que
se os pegan las sábanas! ¡Ines! ¡Te espabilas o te espabilo yo!
—¡Ayyy!
—¿No será que anoche hemos hablado hasta las tantas?
—¡No, que me muera ahora mismo que yo no he hablado!
/—Yo no he hablado, yo no he hablado, a ver si te crees
que soy tonta, monina. ¡Niñas! ¡Ave María Purísima!
—Sin pecado concebida.
—No he oído nada. ¡Ave María Purísima!
—¡¡Sin pecado concebida!!
—Está bien. Vamos a rezar... Dios te salve María, llena
Eres de gracia, el Señor es Contigo...
Vito me sonríe. Yo también la sonrío. Vito tiene los ojos
oscuros, grandes, con algunas legañitas. Su nariz es pequeña
y un poquito respingona; y al sonreír se le forman dos hoyitos
en la cara. Le falta un diente. De su cabecero cuelgan dos
estampas de vírgenes y una bolsa blanca, como en todas las
demás camas. Los ojos de Inés no son tan grandes como los
de Vito, pero son muy azules. Tiene el pelo dorado y su cara
está salpicada de pecas. Todas las niñas tienen el pelo tan
corto como Perico, y algunas tienen la cabeza pelada al cero.
En medio de la sala hay tres mesas con varios muñecos. En
la pared, sobre la puerta de la entrada, cuelga un cuadro de
Franco y un crucifijo. A cada lado de la sala hay cuatro
ventanas de madera verde. Mi cama está bajo una de ellas...

104
Alcanzo a ver una terraza muy grande, rodeada por una galería
con columnas. Más allá está el mar. Es azul, y verde... Vuelan
gaviotas que chillan y se persiguen... Algunas están quietas
sobre la arena, observando el cielo...
—¡Eh, tú! ¿Se puede saber qué estás mirando?
—Las gaviotas.
—Pues ya tendrás tiempo de verlas. Ahora lo que tienes
que hacer es prestar atención a lo que estamos haciendo. ¿Te
has dado cuenta siquiera de lo que estamos haciendo?
—Sí, rezando.
—Bien, estamos rezando. ¿Entonces tú por qué no rezas?
Mira, si no sabes rezar dilo, yo por eso no me voy a asustar,
que ya estoy acostumbrada a que lleguéis aquí sin saber decir
amén.
—Si que sé rezar.
—¿Ah, sí? Demuéstramelo.
—Dios te salve María, llena Eres de gracia, el Señor es
Contigo. Bendita Eres entre todas las mujeres y bendito el
fruto de Tu vientre, Jesús. Santa María Madre de Dios, ruega...
—Está bien, está bien, déjalo ya.

***
—Vito...
—¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?
—Porque mira, tengo la cama mojada... ¿Me van a regañar
mucho?
—¿Te has meao?
—Sí, se me ha escapado esta noche. ¿Qué me va a pasar
ahora?
—Nada, no te va a pasar nada, no llores.
—¿Qué le pasa a la nueva?
—Pues que se ha meao y tiene miedo.
—También se me ha mojado la escayola y me escuece la
entrepierna.

105
—¿Que te escuece el qué?
—La entrepierna.
—¿Qué es eso?
—Esto.
—¡Anda, mi madre, el nombre que le da ésta al mini!
—¿Cómo lo ha llamado?
—Entrepierna.
—¡Eh, Rufita, Charito, Pili! Escuchad esto: ¿sabéis cómo
le llama la niña nueva al chichi? ¡Entrepierna! ¡Le llama
entrepierna!
—¡Ja ja ja!
—¡Callaos, idiotas! No les hagas caso, Irenita. Además,
esto se llama mini, no chichi como dicen ellas.
—¡Mentira, Vito! Se llama almejita.
—¡Qué te l’a creío tú! Su verdadero nombre es el tonto. Mi
abuelo lo llamaba así cuando le decía a mi padre: ¡Alfonso,
ponle la braga a la niña que va con el tonto al aire!
—¡Ja ja ja!
—¡Eh, vosotras, enteraíllas, que no sabéis nada! ¡A esto se
le llama chocho!
—¡Quién ha sido la que ha dicho eso!... ¡Repito! ¡Quién ha
sido!... Ah, muy bien, así que no queréis hablar, ¿eh? Pues
nada, todas castigadas.
—Ha sido Nieves, sor Micaela.
Se detiene en seco. Gira la cabeza. Endurece el gesto,
apretando los labios, y se dirige hacia la niña. Ésta agacha la
cabeza. Sor Micaela, alzándola de los pelos, golpea su mejilla.
—Y mucho cuidadito con llorar y formar escándalo.
Sor Micaela abandona la sala. Se hace el silencio. Ya nadie
habla. Sólo se escucha el llanto, aplastado en la almohada, de
una niña del equipo uno.

***

106
Han entrado dos mujeres empujando un carrito. Al pasar
ante mi cama, descubro que una de ellas, la que tiene el pelo
gris y la cara arrugada, es la que me trajo ayer la comida. La
otra es más joven. Tiene la cara pálida, enjuta, y cojea un poco
al andar. Las dos visten uniformes azules de rayas y delantales
blancos. La mayor va dejando en cada cama una palangana.
Detrás de ella, la joven, cargando con una vasija, va echando
agua.
—¿Eres nueva?
—Sí, vine ayer.
—¿Y qué te pasa?
—Que estoy mala.
—Venga, venga, Paulina, menos cháchara y atiende tu
trabajo.
—Sí, sor Micaela.
—Y tú, toma, un tubo de dentífrico, un cepillo de dientes,
un trozo de jabón y una toallita. Y esta bolsa que te pongo
aquí, en el cabecero, es donde debes de guardar las cosas del
aseo. Venga, ponte de lado y empieza a lavarte. ¡Vamos, niña,
que es para hoy!... Pero bueno, ¿no pensarás lavarte dedo a
dedo, verdad? ¡Ay, Dios mío, qué inutilidad! Toma, coge el
cepillo, antes de nada los dientes… ¿A qué esperas? Vamos,
empieza de una vez... Pero con más brío, hija, con más brío...
Así; eso es. Ahora enjuágate.
—¿Cómo?
—¡Ay, niña, cómo va a ser! ¡Pues con agua! Introduce la
mano, ahuécala y saca agua.... Así. Ahora absórbela,
enjuágate y después la escupes.
—¿Dónde la escupo?
—¡No hables, que me estás salpicando! Aquí, en la
palangana. Eso es. Parece que te vas enterando. Ahora la cara:
humedece esta parte de la toalla y frótate con ella. ¡Vamos,
hija, con decisión!
—Me dan asco los espumarajos que hay en el agua.

107
—¡Lo que me faltaba por oír! La nueva nos ha salido
pusilánime y señoritinga. Ya te acostumbrarás a no ser tan
ñoña. En esta vida hay que acostumbrarse a todo,
¿comprendes? Hay que ser fuerte, decidida, valiente..., saber
hacer frente a lo que se nos ponga por delante sin hacer ascos
a nada. Dios os está poniendo a prueba todos los días, no lo
olvidéis. Defraudarlo con un comportamiento cobarde y
quejumbroso es no saber amarlo, no saber temerlo, no ser una
buena cristiana. Y una buena cristiana ¿cómo ha de ser, niñas?
—¡Valiente!
—A ti no te he oído.
—Una buena cristiana debe ser valiente.
—Entonces empieza a demostrarlo.
Froto mis ojos, mis mejillas, mi cuello, mis orejas, y
mientras me froto huelo a dentífrico, a menta. Me gusta el
olor. Ya casi no tengo asco... Creo que pronto seré una buena
cristiana.
—Ahora, con cuidado de no mojar nada, lávate las manos...
Eso es. Despacito. Toma, sécate... Pero niña, ¿es que no ves
que te está chorreando el agua por el brazo? ¡Espera! ¡Que
estás metiendo la toalla en el agua!... ¡¡Cuidado!! ¡Pero
serás...!
—¡¡Ayyy, mi oreja!!
—¡Lo estaba viendo venir, hija! ¡Sabía yo que el agua
terminaba en la cama! ¡Mercedes! ¡Traiga sábanas limpias!
Por favor, Señor Jesús, que no se den cuenta de que
también hay pipí en la cama...

108
Capítulo V

Esta mañana he recibido carta de mamá.


Lucía cumplió un año la semana pasada. Ya tiene dos
dientes. Perico ha aprendido a leer la mar de bien y tiene una
caligrafía bastante ágil para su edad. Hace unos días que ha
pasado el colorín, y ahora lo está pasando Luichi, que está
todo el día lloriqueando y haciendo rabiar a Lucía. Papá les
está dando clases nocturnas a los adultos; y mamá se ha puesto
a hacer nazarenos, de cartón y papel seda, que los vende a dos
reales, y que está teniendo mucho éxito entre los niños.
También dice que está muy contenta de saber lo bien que
voy en los estudios. Dice que lo único que le pide a Dios todos
los días es que me ponga buena lo más pronto posible para que
podamos volver a estar todos juntos de nuevo.
Recuerdo aquella mañana que vino a verme, ahogada en un
mar de dudas…La recuerdo como si la estuviera viendo ahora
mismo… Si no se marchaba con papá a Cañizar de Olivar, el
pueblo de Teruel al cual acababan de destinarlo, temía que su
ya delicada salud pudiera empeorar al estar solo. La otra
opción ni siquiera quería planteársela. Me decía:
«A ti no puedo dejarte por nada del mundo, eso lo tengo
claro.»
Y por más que yo le repetía que no se preocupara, que aquí
estoy bien, que tengo dos superamigas y muchas compañeras
que me quieren, ella seguía insistiendo en lo mismo. Le dije:

109
«Imagínate que estoy en un colegio, mamá; porque aunque
haya médicos que nos den medicinas y nos pongan escayolas,
también hay una profesora que nos da clases y nos pone
deberes. Que como dice sor Micaela: ya quisieran muchos
niños comer tan bien como comemos nosotras y tener,
además, una educación pedagógica tan práctica y
enriquecedora. Y por si todo esto fuera poco, gracias al
Gobernador Civil, que es un señor bueno y caritativo,
disfrutamos todos los días de un aparato de radio con
altavoces. Así que ya ves, mamá, no tienes motivos para
sentirte preocupada.»
Me escuchó en silencio; y yo pensé que mis argumentos
igual la estaban convenciendo. Pero me equivoqué. Días
después, papá se marchó solo. A partir de entonces mamá
cambió. Cada vez que venía la notaba desanimada, mustia,
menos arreglada. Lo que yo más deseaba era que llegaran
cuanto antes las vacaciones y regresara papá, para verla otra
vez contenta, como ella era antes: con los labios pintados de
rojo, con las rayas pintadas en las piernas, con esos petos a
modo de blusas, y con ese recogido tan propio que se hacía en
el pelo.
En este siguiente curso, viendo que la dolencia de papá se
había agudizado y que la situación económica, al estar
separados, había ido en declive, acabaron por marcharse
todos. El entusiasmo que demostré el año anterior no sólo se
fue al traste, sino que además caí en otro de esos momentos
tan confusos en los que siento que el mundo se desmorona.
Aquella última tarde, mamá, de la mejor manera posible,
intentó explicarme las razones de su decisión, y me alentó a
ser valiente una vez más. Después me apretujó contra su
pecho, me besó repetidas veces, y, con unos andares que
parecían casi una carrera, despareció por la puerta.
Los días que siguieron fueron los más duros. Una y otra
vez me preguntaba: ¿y si no la vuelvo a ver nunca más? ¿Y si
por alguna causa no pueden venir y me dejan aquí para

110
siempre? Mi corazón, entonces, retumbaba como el motor de
las barcas de pesca que se escucha en las noches de verano, y
mis ojos se llenaban de lágrimas.
Hace ya tanto tiempo que no veo a Perico y a Luichi que
hasta sus caras se me están borrando de la memoria. A Lucía
ni siquiera la conozco. Mamá dice que es muy guapa, que
tiene el pelo castaño y rizado y que sus ojos son grandes, de
color avellana.
Un montón de veces le he pedido a Sor María (que es la
más buena y simpática de todas las monjas) que por favor le
diga al portero que deje pasar a mis hermanos aunque sólo sea
una vez. Pero ella dice que no y que no, que las ordenanzas
disponen que la entrada a los menores de catorce años, lo
mismo que la entrada de alimentos y golosinas, está
terminantemente prohibida.
Inés y Vito dicen que yo tengo mucha suerte, que mi
familia, por ser recomendada del director, puede venir cuando
les apetezca, sea o no día de visita; mientras que las de ellas
no. Pero claro, si a mamá y a papá no puedo verlos, tampoco
me apetece ver a nadie más. Tío Eduardo y tía Eulalia ya se
percataron de ello el año pasado. Lógico, si cuando los veía
venir hasta me tapaba la cabeza. Ella me decía:
«¡Huy, huy, que ya estamos perdiendo la educación!»
Como si a mí me importara mucho perder la educación
después de haber perdido a mis padres... Y es que tía Eulalia
aún sigue sin comprenderme. Lo único que le preocupa es la
clase social tan baja a la que, según dice, pertenecen mis
compañeras. Y siempre me recomienda lo mismo: que por
nada del mundo se me ocurra imitar esa forma de hablar tan
vulgar. A Inés y a Vito es que ni las traga. No hace más que
repetir que son unas maleducadas y unas ordinarias de mucho
cuidado. Una tarde hasta intentó que me cambiaran de sitio.
Nada más llegar, se fueron en busca de sor Micaela, para
hacerla saber que estaban informados de que hacía un par de
días había sido ingresada la hija de los Valcárcel, y deseaban

111
conocerla. Sor Micaela, tan solícita como suele comportarse
siempre con ellos, los llevó ante la cama de Beatriz (que en
aquellos días se encontraba frente a la mía), le retiró la sábana
de la cara y le ordenó que saludara a esos señores tan
simpáticos que eran conocidos de sus padres. Beatriz, por un
momento, se quedó sin saber que hacer: si echarse a llorar
como había estado haciendo toda la mañana, o sonreír con la
esperanza de que esos señores tan simpáticos pudieran
intervenir para sacarla de aquí. Y optó por esto último. Clavó
en tía Eulalia una mirada suplicante para después dedicarle
una tímida sonrisa, que dejó dos mellas al descubierto. Tía
Eulalia se inclinó y la beso. Luego estuvieron conversando
sobre algo que no pude oír, y al poco se despidió,
oprimiéndole una mano. Cuando se acercaba de nuevo hacia
mí, escuché como le decía a sor Micaela que lo más lógico
sería que nos colocaran juntas, ya que sólo de esa forma se
podía evitar que termináramos perdiendo la educación que tan
esmeradamente se nos había dado.
«Aunque mucho me temo —añadió— que a Irenita ya se
le ha enviciando el lenguaje.»
Al oír aquello me eché a temblar. Ya me estaba viendo en
el otro equipo, con todas las pejigueras. Y eso sí que yo no
estaba dispuesta a consentirlo por nada del mundo. Así que
cogí y me puse a llorar cuanto pude, suplicando:
«¡Por favor, tía Eulalia, te lo ruego, no permitas que nadie
me mueva de aquí!... Prometo ser fina y educada… Prometo
no emplear el lenguaje vulgar de estas niñas… Rezaré mucho
a la Virgen de Fátima… No haré nada que esté mal… ¡Pero
por Dios, tía Eulalia, que no me muevan de aquí!...»
Cómo me pondría, que se asustó y fue rápidamente a
llamar a sor Micaela para que pospusiera el cambio. No
obstante, unos meses después volvió a intentarlo de nuevo.
Nada más aparecer por la puerta, ya se escuchó cantar a las
niñas:

112
Ya llegan los pelotas como too los días, sonriendo a las
monjas con mucha cortesía...

Aunque en aquella ocasión, las últimas palabras se


desvanecieron ante el asombro de ver llegar a tía Eulalia con
un bicho muerto enrollado al cuello. ¡Qué risa! Todas se
quedaron con la boca abierta. Tía Eulalia, ajena a la
expectación que estaba provocando, se dirigió hacia mí,
balanceando al compás de sus pasos aquella cabecita que
mantenía los ojos abiertos y no miraba a ninguna parte.
Algunas voces se alzaron:
«¡Eh, mirad eso!»
«¡Hala, lleva un bicho colgando!»
«¡Aggg, está muerto!»
«¡Pobrecillo!»
A Vito no se le ocurrió otra cosa que preguntar si lo había
matado ella. Y Charito, que por qué lo llevaba puesto en el
cuello, que olería mal. Inés, mientras tanto, estiraba un brazo
intentándolo tocar. Tío Eduardo nos explicó que eso era una
estola de piel, y que las estolas se venden en las tiendas para
que las señoras, las que se lo pueden permitir, se abriguen
cuando hace frío. Tía Eulalia, espatarrando al bicho sobre su
falda, solicitó mi atención para que me fijara en la niña que
estaba frente a mí.
«Como verás —me dijo—, esa niña es parecida a Beatriz
y a ti, de vuestro mismo estilo.»
Vito e Inés, a la vez que yo, se incorporaron. Desde nuestra
posición observamos a Paula, una niña que había ingresado
hacía dos o tres días y que aún seguía llorando.
«No es que se parezca físicamente —continuó—, pero sí
en la educación, en la clase, vamos, que es distinta a todas
éstas. ¿Entiendes?»
Yo le dije que no, que no entendía nada. Entonces ella me
explica:

113
«He hablado con sor Micaela y le he pedido que os ponga
juntas. Pero no te preocupes, a ti no te van a mover de aquí, es
a ella a la que trasladarán a tu lado. ¿Qué te parece?»
«Qué bueno —le digo—, que no me importa, y seguro que
a nuestro equipo dos, que es el mejor, tampoco le importará
ayudar a Paula para que no esté tan triste y así se acostumbre
cuanto antes. Lo único... es que no podrá estar a mi lado,
porque estos sitios ya están ocupados por Inés y Vito, mis
amigas del corazón. Y a continuación de cada una de ellas,
hay tres amigas más: por un lado Rufita, Carmencita y Rosi.
Y por el otro, Charito, Pili y Maruchita. O sea, que si a Paula
no le importa, tendrá que ocupar el puesto número cinco o seis
de uno de los dos lados.»
Sin dejar de mirarme, tía Eulalia permaneció en silencio.
Al poco, exclamó:
«¡Por Dios, hija, siempre estás con las dichosas fantasías!
Amigas del corazón... ¡Cuándo vas a hablar en serio, eh!
¡Cuándo vas a poner los pies en la tierra de una vez! ¡Ya eres
mayorcita para tantas paparruchadas!»
Yo no dije nada, ¿para qué? Una vez que se marcharon,
repartí algunos de los caramelos que me trajeron,
preguntándome por qué con ellos no se cumplían las reglas
establecidas. Y es que si a mamá y a las demás visitas el
portero siempre les registra a la entrada (y como descubra
cualquier cosa que intenten colar, aunque sea un pirulí, lo
retiene hasta la salida), ¿cómo es posible que con ellos no
actúe de la misma manera?
El caso es que mamá nunca se ha conformado con este
proceder tan tajante y estúpido, como ella dice, de no permitir
que los niños nos endulcemos la vida con algún que otro
caramelo. Por eso, un día se inventó un truco: confeccionó una
bolsa de tela, introdujo algunos caramelos y un panecillo
blanco, y luego se la prendió a la faja con un imperdible. Y de
esta manera, en la siguiente visita, lo consiguió pasar
perfectamente ante las narices del portero. Después, confiada

114
por el éxito que obtuvo, empezó a traer más cosas: chocolate,
galletas, bombones... casi todo lo que le daban en la casa
grande.
En invierno, con el abrigo de paño, le era más fácil pasar
desapercibida que en verano, cuando la ropa es mucho más
ligera. Así que el año pasado, cuando regresó en vacaciones,
se le ocurrió hacerle un doble forro al bolso y meter unos
caramelos. Pudo pasarlos un día, no recuerdo si otro más, pero
en las sucesivas veces, por más que los escondía de mil
maneras, siempre se los requisaban. Y cuando esto sucedía,
llegaba enfadadísima, diciendo:
«¡Esto no va a quedar así! ¡Qué se habrán creído! ¡Vaya
poca humanidad que tienen!... Algo tengo que hacer… Pero
yo me salgo con la mía...¡Eso lo tengo claro!»
Y vaya si lo tuvo. Con una tela finita de color azul se hizo
un abrigo de verano amplio, con las mangas cortas. De la tela
que le sobró, le metió unas quillas al vestido de florecitas (que
le conozco de toda la vida), dejando así más airosa la falda.
De esa manera, no sólo pasaba por delante del conserje con la
bolsa repleta sino que además le dio por decir que quería ser
diseñadora de moda.
El truco de mamá fue un gran secreto que al principio
guardamos Inés, Vito y yo, que nos lo fundíamos todo.
Después, lo compartimos con Charito, otro día con Rosi, y
otro con Rufita y otro con Carmencita. Y así, cada vez, éramos
más las que guardábamos el secreto y menos a lo que
tocábamos.
Desde que mamá se marchó a Teruel, no hemos vuelto ni
a oler todo aquello que tanto nos encantaba. Y es que nadie
sabe diseñar una envoltura tan bien hecha como la que ella
hacía. Por ejemplo, un domingo, una tía de Inés (que se llama
Hermenegilda, aunque todos la llaman Herme), tras probar
suerte, se presentó indignada en la sala, con los ojos llenos de
lágrimas y las manos temblorosas, gritando:

115
«¡No hay derecho! ¡No hay derecho a que me quiten las
rosquillas que le hice a mi sobrina!...»
Después de aquello, a la madre de Vito le pasó otro tanto
de lo mismo cuando intentó camuflar, según el truco de mamá
(el cual ya le habíamos explicado anteriormente), un montón
de chucherías del puesto que tiene su abuelita en la calle.
Aquel domingo, conforme entraban los familiares, nosotras,
impacientes por ver aparecer a la señora Victoria con el
paquete balanceándose bajo su falda, rogábamos al Buen Dios
para que nuestro botín no cayera en manos ajenas. Cuando al
fin la vemos aparecer por la puerta, observamos que la única
cosa que venía balanceando eran las lágrimas que rodaban por
su cara. Vito, al verla, se echó a llorar también, instándole a
que explicara lo sucedido; mientras que Inés, no paraba de
indagar:
«¿Es que la levantao la falda?... ¿La registrao?»
La señora Victoria no respondía, lloraba y lloraba sin
parar. Y Charito:
«Vamos a ver, díganos lo que ha pasado desde un
principio. ¿La obligó el conserje a desabrocharse el abrigo?»
Pero nada, la señora Victoria seguía sin responder:
gimoteaba, se sonaba la nariz, se restregaba los ojos,
suspiraba... Cuando a la señora Victoria no le quedaron
lágrimas ni mocos ni suspiros, por fin pudimos enterarnos de
cómo el portero se hizo con el alijo. La causa se debió al hecho
de que ella nunca utiliza faja. Y como no utiliza faja, no tuvo
otro remedio que prenderse la bolsa a la braga, ni más ni
menos. De no haber metido tantas cosas, seguro que nada
hubiese sucedido, pero claro, como la cargó hasta arriba, en
cuanto bajó del tren ya notaba que se le estaba escurriendo.
Entonces aceleró el paso, con la intención de adelantar a las
demás visitas y así no tener que aguardar mucho tiempo en la
cola. Una vez allí, el corazón, según nos contó, le golpeaba
tan fuerte como golpea la muerte, y las piernas le bailaban al
ritmo de San Vito. Al final ocurrió lo que tenía que ocurrir:

116
que cuando se vio ante al portero y éste le ordenó que se
desabrochara la chaqueta, la bolsa se le fue al suelo y detrás le
siguieron las bragas.
Vito no sólo se enfadó con su madre por lo mal que lo hizo,
sino también con nosotras por lo mucho que nos reímos. Así,
que en vista de que las visitas cumplen tan bien las reglas o lo
encubren todo tan mal, sólo podemos conformarnos con
esperar a que lleguen las vacaciones y regrese otra vez mamá,
con su abrigo de verano.
Rufita y Maruchita también han recibido carta. A
Maruchita le ha extrañado que su madre no se haya despedido
de ella llamándola corazón, como es su costumbre, y se ha
puesto un poco triste. Inés le dice que se pasa la vida
quejándose por chuminadas, y Maruchita, a punto de echarse
a llorar, le replica que es muy fácil hablar así cuando no se
tiene madre.
—¡Pero tengo abuelo, saboría! ¿Y sabes cómo me llama
él? Gachupina. ¡Que te enteres!
—Pues a mí, mi momaíta me llama ratita —señala Charito.
—Y la mía me dice solete —salta Rufita—. Mirad, os voy
a leer la despedida, ya veréis... Solete, recibe todo el cariño
del mundo de ésta, tu madre que lo es. Julia. ¿Habéis visto?
—¿Queréis saber cómo me llama la mía? —les pregunto—
. Pues me llama Cariño, ¡ea! Si queréis, yo también os leo mi
carta para que lo veáis.
—¡No, déjalo! Es igual, si te creemos. ¿Os digo cómo me
llama a mí la mía? Chocholindo.
—¡Escuchad, se me ha ocurrido una idea! —grita
Maruchita—. ¿Qué os parece si a partir de ahora nos llamamos
por los nombres que nos dan nuestras madres? Son más
cariñosos y más bonitos, ¿a que sí?
—Venga, vale.
—¡Eh, Corazón, ¿me dejas tu lápiz rojo?
—¡Chocholindo, pásame la cuña!
—¡Ja ja ja!

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—¡Ratita, devuélveme los cromos, que me los vas a
perder!
—¡Cuidao, Cariño, que ya viene la señorita Magdalena!
—Atención, niñas, escuchad esto que os voy a leer: «El
Ministerio de Educación Nacional, por orden del Jefe del
Estado, ha comenzado la campaña contra el analfabetismo,
dado el número tan elevado de analfabetos que existe en todo
el estado español.» Y vosotras os diréis: ¿y a mí qué me
importa todo esto? Pues bien, señoritas mías, quiero
recordaros que en este centro no sólo se os está atendiendo
sanitariamente sino también pedagógicamente, cosa de la que
hoy día carecen muchos niños aun estando sanos. No lo
olvidéis. Así que procurad aprovechar el tiempo que estéis
aquí, porque seguramente estas serán, para muchas de
vosotras, las únicas clases que tengáis en vuestra vida. Y
ahora, vamos a ver que tal lleváis la tabla de multiplicar. Tú,
Rosi, dime la del cuatro.
—Cuatro por una cuatro, cuatro por dos ocho, cuatro por
tres dieciséis...
—¡Cero! Inés, la del seis.
—Seis por una seis, seis por dos doce, seis por tres
dieciocho, seis por cuatro veinticuatro, seis por cinco treinta y
cinco...
—¡Alto ahí! Un cero. Tú, Rufita, la del tres.
—Tres por una tres, tres por dos seis, tres por tres doce,
tres por...
—¡Eh! ¿Adónde vas tan corriendo si no te la sabes? Irene,
la del siete.
—Siete por una siete, siete por dos catorce, siete por tres
veintiuna, siete por cuatro veintiocho, siete por cinco treinta y
cinco, siete por seis cuarenta y tres...
—¿Siete por seis cuarenta y qué?
—Cuarenta y tres.
—Cero. Tú, Vito, la del ocho, a ver si por fin se la sabe
alguien.

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—Ocho por una ocho, ocho por dos dieciséis, ocho por tres
veinticuatro, ocho por cuatro treinta y dos, ocho por cinco
cuarenta, ocho por seis cuarenta y ocho, ocho por siete
cincuenta y seis, ocho por ocho sesenta y cuatro, ocho por
nueve setenta y dos y ocho por diez ochenta.
—¡Vaya, por fin, menos mal!
—¡Bien por Chocholindo!
—¿Qué has dicho? Repite eso.
—Bien por Chocholindo.
—¿Por qué la has llamado así?
—Porque es un nombre cariñoso y bonito, ¿a que sí,
Chocholindo?
—Claro que sí, Cariño.
La señorita Magdalena da media vuelta, y se aleja tan
impetuosamente que hasta los cristales de las ventanas se
estremecen a su paso.
—Eh, ¿qué le ha pasado a la profe?
—¡Y yo qué sé!
—¡Se te va a caer el pelo, Cariño, ya lo verás!
—¡Pero si no he dicho nada!
—¡Huy que no! Has dicho chocholindo.
—¿Y qué? ¿Acaso no lo dice también la madre de Vito, so
tonta?
—Pero aquí no se puede decir, listilla. ¿O es que no te das
cuenta de que la palabra chocholindo empieza por chocho?
—Ya verás el castigo que te espera.
—Seguro que viene con el pulpo, ¿te apuestas algo?
—No les hagas caso, Cariño, igual ha salido corriendo
porque le ha dado un apretón.
—¡Uff, la profe cada día está más chalá!
—¡Cuidao, que viene!
La señorita Magdalena entra acompañada de Sor Micaela.
Se detienen a los pies de mi cama. Sor Micaela cruza los
brazos bajo el crucifijo. Con la cabeza algo inclinada hacia
atrás, se queda mirándome.

119
—Repítele a Sor Micaela cómo has llamado a Vito.
—No sé.
—Sí sabes. ¡Vamos, repítelo!
—Chocholindo.
—¡Toma! Esto para que aprendas a hablar bien.
¿Entendido? No te oigo.
—Sí.
—¿Cómo has dicho?
—Sí, Sor Micaela.
—De castigo, tendrás el pulpo hasta la hora de la cena. ¡Eh,
eh, sin llorar!
—¿Se ha enterado usted, Sor Micaela, que el General
Queipo de Llano ha empeorado?
—¡Vaya por Dios! No, no sabía nada. De hecho, tenía
entendido que últimamente estaba mejorando.
—Dice el periódico que esta tarde, a primera hora, se
espera la llegada a Sevilla del doctor Jiménez Díaz. Ojalá
pueda hacer algo.
—Será lo que Dios quiera.
Sor Micaela se aleja. La profesora se quita las gafas, le
echa una bocanada de aliento y las frota detenidamente con un
pañuelo.
—¡Sigamos con la tabla de multiplicar! Tú, Charito, la del
nueve...

***

Lo tengo claro: nunca podré llegar a querer a Sor Micaela.


Y no es por el hecho de que me pegue o me esté riñendo casi
siempre, sino por algo mucho peor que hizo, algo que jamás
podré perdonarle: haber tirado a Pito a la basura. ¡Pobre
muñeco mío!... La última vez que lo vi, fue en la sala donde
me hicieron la primera cura el día que ingresé, tirado sobre
una silla. Cuando al día siguiente le pedí que por favor me lo
trajera, me respondió que lo había tirado al cubo de la basura

120
porque era muy grande para tenerlo en la cama y muy
desastroso para adornar la sala. Lloré mucho. Pero mucho.
Vito intentó consolarme, chocando su mano varias veces
contra la mía, ¡chin chiribí chin chin! E Inés hacía muecas y
ponía caras feas para hacerme reír, pero yo me sentía incapaz,
no podía. Me habían arrebatado lo que yo más quería, y mi
vida ya no sería la misma sin mi Pito. ¿Por qué ha tenido que
acabar en la basura cuando él merecía acabar en el cielo?
A la mañana siguiente, vi cómo la Cayetana era colocada
sobre una de las mesas que hay en la sala. Intenté que al menos
me la dieran, pero tampoco lo conseguí. Inés me explicó que
los muñecos que están ahí expuestos son demasiado grandes
para que los tengamos con nosotras, y que sólo cuando
recibamos el alta nos lo podremos llevar; mientras tanto,
hemos de conformarnos con verlos de lejos.
Y de lejos miro a Cayetana, y ella me mira con sus ojos
espantados. Y a veces, hasta creo que me sonríe con sus labios
pintados de rojo. ¡Pobre Cayetana!... ¿Por qué tuvo que
comprarla tía Eulalia cuando fue aquel día a Barcelona? ¿Por
qué la tuvieron que ingresar conmigo?

***

Abril 1949
¡Din-din-din-din-din-din-din!
—¿Qué pasa?
—¡Eh, mirad! ¡Vienen tocando las campanillas!
Las monjas abren las ventanas, exclaman:
—¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo ha resucitado!
¡Din-din-din-din-din!
—¡Niñas! ¡Cristo ha resucitado!
¡Din-din-din!
—¡Sábado de gloria! ¡Cristo ha resucitado!
¡Din-din-din-din-din!

121
—¡Atención! ¡Niñas, escuchad! —Sor Micaela, en mitad
de la sala, abre el libro que trae en las manos—: «En el primer
día de la semana, muy de mañana, María Magdalena, María
madre de Santiago, y Salomé, se encaminaron al sepulcro. Se
decían entre sí: “¿Quién nos apartará la piedra que está a la
entrada del sepulcro?” Habiendo llegado allí, se dieron cuenta
de que la piedra había sido removida. Inmediatamente María
Magdalena, volvió sobre sus pasos, y corrió a anunciar esta
nueva a Simón Pedro y al discípulo amado de Jesús. A estas
palabras, Pedro salió acompañado del otro discípulo, y se
encaminaron al sepulcro. Vieron los lienzos que habían
servido para la sepultura, en el suelo; y separadamente,
doblado en otro lugar, el sudario con que habían cubierto la
cabeza de Jesús. Vieron y creyeron. Después se volvieron otra
vez a sus casas. María Magdalena había permanecido al lado
del sepulcro y estaba allí fuera, arrasada en lágrimas, cuando
de pronto sintió una voz: “¡María!” Ella se volvió y exclamó:
“¡Maestro!” Y he ahí, que al día siguiente, muy de mañana,
mientras varias mujeres que habían venido de Galilea,
conversaban a la puerta del sepulcro, dos jóvenes con vestidos
resplandecientes se les aparecieron. Sobrecogidas de pavor,
bajaron la vista. Aquellos jóvenes les dijeron: “¿Por qué
buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha
resucitado”.»
¡Din-din-din-din-din!
—¡Cristo ha resucitado!
—¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo ha resucitado!...
—¡Un momento! ¡Escuchad un momento, niñas! Como
celebración de este gran acontecimiento cristiano, el desayuno
de hoy será especial: una taza de cacao y una torta de aceite
para cada una.
—¡¡Bieeen!! ¡¡Cristo ha resucitado!! ¡¡Cristo ha
resucitado!! ¡¡Cristo ha resucitado!!...

122
Mercedes, repartiendo la merienda, se detiene ante la cama
de Inés.
—¡Chisst! ¡Callad un momento! A ver qué está diciendo la
radio.
Estira el cuello, intentando acercar su oreja al altavoz.
Con ocasión de las próximas fiestas de San Antonio, la
Junta de Beneficencia de la Primera Zona ha acordado un
reparto de donativos entre los pobres de la barriada de la
Florida. El día trece, festividad de San Antonio, serán
entregadas mil comidas a otros tantos necesitados. Los niños
que nazcan en la barriada durante el citado día, recibirán
cartillas de la Caja de Ahorros con una imposición inicial de
quinientas pesetas. Para ello deberán los padres justificar
ante la Secretaría de la mencionada Junta, su condición de
feligreses pobres, y presentar la correspondiente certificación
del registro de nacimientos, así como la partida de bautismo
informada por el párroco de San Antonio. Los septuagenarios
y los cabezas de familia con más de cinco hijos menores,
recibirán un socorro extraordinario de cien pesetas.
—¡Eso es, mira qué bien! ¡Y aquí en Andalucía no tenemos
de ná!
—¿Ná de qué, Mercedes? —pregunta Vito.
—A ver, calla, calla un momento.
El consejero de la Embajada de España en París, Don Luis
Soler, y su esposa, han agasajado en su casa de la citada
capital a la señora de Carrero Blanco con una espléndida
comida, a la que asistieron los Sres. Méndez Vigo y Casanova,
así como el conocido deportista chileno Don Mario García de
la Huerta y....
—Qué suerte tienen algunas.
En el Hogar Isabel Clara Eugenia, de Auxilio Social,
recibieron el sábado la Primera Comunión cuatrocientos
niños pertenecientes a los Hogares de dicha Institución.
Presidieron el acto el delegado nacional de la misma, señor

123
Martínez de Tena, y la secretaria, doña Carmen de Icaza. El
asesor de Cuestiones Morales y Religiosas dirigió a los niños
una plática, y por último se sirvió a éstos un desayuno.
—Eso está bien.
Mercedes se desentiende de las noticias y continúa
repartiendo el pan y la carne de membrillo.
La mañana del Corpus en Sevilla discurrió nubosa y
desapacible. A pesar de ello, la solemne procesión lució con
singular esplendor, figurando en el cortejo...
Ya viene Sor Micaela con el pulpo.
—Vamos a ver si con esto aprendes de una vez por todas a
cuidar tu lenguaje.
Me coloca el peto de lona sobre el pecho, y extiende las
cuatro tiras. Mientras las anuda al somier, resopla y refunfuña,
acusándome de ordinaria, de mosquita muerta que rompe y
rasga, de marisabidilla... Se oye un chiflido.
—¡S’a peío! —exclama Inés.
Sor Micaela se levanta, sujetándose los riñones. Se acerca
a Inés. Y sin mediar palabra le cruza la cara.
La merienda de Inés se desparrama por la sábana. Sor
Micaela abandona la sala.
—Inés, ¿te vas a comer la merienda?
—¡Déjame, bicha!
—Anda, dame tu carne de membrillo...
—¡No!
—Qué engurruñía eres, Inés.
—¡Vete a la mierda!
—¡Vete tú!
—¿Jugamos al veo veo, Vito?
—Vale.
—Veo veo.
—¿Qué ves?
—Una cosita que empieza con la letra... efe.

***

124
—Vito... Vito, ¿estás dormida? Despiértate, que estoy muy
mal. ¿Me oyes, Vito?
—¡Ay, qué pesada! ¿Qué te pasa ahora?
—Una cosa muy gorda. Resulta que desde hace muchos
días me pica la cabeza, y también por dentro de la escayola,
por todas partes... ¿Me estás oyendo, Vito?
—¡Ráscate y cállate ya, anda!
—No, Vito, si no es cuestión de rascarme, es algo muy
serio. Tengo piojos. ¿Me has oído, Vito? Que tengo piojos.
—¿Y qué?
—Pues que al principio sólo lo noté en la cabeza, ¿sabes?
Se movían de un lado para otro y me picaban una barbaridad,
pero como yo no quería que nadie se diera cuenta... ¿A que tú
ni siquiera te has enterado?
—No.
—¿Sabes por qué? Porque me escondía bajo la sábana para
restregarme la cabeza con las uñas. Y es que no quiero ser
Lironda, ¿comprendes? Ya sé que eso es importante, pero...
quedarme calva, sin un pelo en la cabeza... ¡Ufff!, eso sí que
no me gusta nada. Lo peor ha sido cuando he empezado a
sentir picores dentro de la escayola... Como no me puedo
rascar, no veas lo nerviosa que me pongo... Tú me entiendes,
¿verdad?... ¿Verdad, Vito, que me entiendes?
—Que sí.
—Chsssst.
—¿Sabes qué me pasó ayer a la hora de la siesta? Una cosa
horrible, Vito, horrible. ¿Te lo digo?
—Sí, pesada, dilo ya.
—Pues que intenté rascarme la pierna introduciéndome el
mango de un tenedor, que me guardé a escondidas, y en vista
de que no me llegaba, ¿qué crees tú que hice, Vito?... ¿Vito,
te has dormido?
—Por Dios, ¿el qué?.

125
—Que cogí el lápiz y lo metí por aquí, mira...
—Pero cómo te voy a ver si estamos a oscuras... ¿Por
dónde?
—Entre la escayola y la parte de aquí, del muslo. ¿Y sabes
qué me ha pasado? ¡Que se me ha quedado dentro! ¡Que no
puedo sacarlo, Vito! Y con nada que me mueva no veas cómo
se me clava.
—Qué bruta eres.
—Sí, bruta... Qué sabrás tú lo que es esto.
—Eh, no te olvides, que si soy Lironda es porque he tenido
piojos, o sea que...
—Vito, ¿te he contado que una vez se me quedó dentro de
la escayola la medalla de un santo milagroso?
—Sí, me lo has contado.
—Solo que la medalla ni me molestó ni me hizo daño.
Incluso diría que se acopló a mi enfermedad, como si en vez
de haber estado aprisionada entre la piel y el yeso, hubiese
estado entre nubes celestiales. Pero este lápiz no, no se acopla
a nada, al contrario, me está clavando la punta como si fuese
una lanza.
—¿Y si probamos a cambiarlo de posición empujándolo
con mi lápiz?
—Ay, no sé... ¿Y si el tuyo también se me queda dentro?
—Pues mañana hay que decírselo a sor Micaela, no te
queda otra solución.
—Sí, pero... tú ya sabes lo que supone cambiar un yeso
antes de tiempo: recibir un sopapo y una regañina de mucho
cuidado, o sea, que no es tan fácil como tú lo pintas.
—¿Y qué quieres, entonces?
—Yo qué sé... Qué asquerosos son los piojos, se nos meten
por todas partes y nos comen vivas, ¿a que sí, Vito?
—Bueno, me duermo. Adiós.
—Adiós, Vito.

***

126
Tras retorcerme una oreja, sor Micaela conduce mi cama
hacia el pabellón de los quirófanos, sin parar de protestar.
—A este paso, hija, te harás vieja aquí. ¡Hay que ver las
ideas tan estúpidas que se te ocurren! Y una cosa te digo:
cuando vengan tus tíos les pienso decir lo que has hecho, para
que sepan cómo se comporta la mosquita muerta de su
sobrina. ¿O es que tú no sabes que quitar un yeso antes de
tiempo supone un gasto inútil al Estado? ¡Contesta!
—No.
—¿Qué has dicho?
—No, sor Micaela.
—¡Ay, Dios mío, qué paciencia hay que tener!
Entramos en la sala de yeso. Manuela, la enfermera, me
tiende sobre la mesa. El doctor Marina se dispone a cortar.
—Vamos a ver... Tú ya no tienes miedo, ¿verdad?
—¡Qué va!
—Así me gusta, que seáis valientes.
Una vez cortado el yeso, comienza a separarlo… ¡Ah!, qué
sensación más extraña me produce siempre que me lo
quitan… Ufff, es como si me fuese a romper por la mitad…
—Dios mío, cómo está esto... —exclama el doctor Marina
al retirar la escayola.
Oigo caer el lápiz al suelo.
—¿Qué haces? ¿Te quiere estar quietecita?
—Es que se ha caído el lápiz. Mírelo, ahí está, debajo del
taburete.
Manuela, la enfermera, se agacha, lo coge.
—Niña —dice dándome unos golpecitos en la cabeza con
el lápiz—, la próxima vez te lo guardas en otro lado, ¿de
acuerdo?
Mientras limpia con una gasa húmeda toda la zona que ha
estado enyesada, el doctor Marina chasquea la lengua, sacude
la cabeza.

127
—Manuela, haga el favor de decirle a sor Micaela que
venga.
—Ahora mismo, doctor.
—Ay, Irenita, Irenita... Mira que las ideas que se te
ocurren.
—Si no es culpa mía, doctor... es que me picaba mucho la
pierna.
—Pues ya sabes, la próxima vez que sientas picores se lo
dices a sor Micaela. Todo menos hacer lo que has hecho.
¿Entendido? Venga, tampoco me pongas esa cara, hija, que no
es para tanto. ¿Quieres que te cuente un chiste? ¿Sí? A ver
cual te puedo contar... Ah, sí, éste: dice la profesora: niños,
mañana vamos hacer un botiquín, ¿os parece? Así que cada
uno tenéis que traer algo, lo que buenamente podáis. Al día
siguiente: tú, Manolito, ¿qué has traído? Un paquete de
algodón, señorita. Muy bien. ¿Y tú, Ricardito? Yo una
jeringuilla. Perfecto. ¿Y tú, Miguelito? Un frasco de alcohol.
De acuerdo. ¿Y tú, Jaimito? Yo una botella de oxígeno. ¿Una
botella de oxígeno? Pero ¿de dónde la has sacado? Se la he
cogido a mi abuelo, contesta Jaimito. ¿Y él no te ha dicho
nada? Y Jaimito: si, me ha dicho: a... se... si... noooo…
—¡Ja ja ja!
—¿Ocurre algo, doctor?
—¿Que si ocurre algo, sor Micaela? Mire, mírelo usted
misma. ¿Cómo es posible esto?
—Esas úlceras habrán sido provocadas por el lápiz... Y
como la niña lo ha ocultado...
—No, sor Micaela, no ha sido sólo el lápiz. Tenía la
escayola infectada de parásitos. Examínele la cabeza.
Jesús mío, que no los encuentre, por favor, que no los
encuentre...
—¿Qué? ¿Tiene?
—Sí.
—Pero bueno, sor Micaela, ¿qué higiene es esta? Así no se
acabará nunca con las infecciones... Procure tener más

128
vigilancia en lo sucesivo, por favor. Ah, y otra cosa: hasta
pasado unos cinco o seis días no se la enyesa de nuevo,
¿entendido?
Tras lavarse las manos, el doctor Marina abandona la sala.
Sor Micaela vuelca su cara sobre la mía.
—¿Por qué no me has advertido que te picaba la cabeza?
¡Di, contesta! ¿Por qué?
—Porque no he notado nada.
—¿Qué no has notado nada?
—No, sor Micaela, se lo juro.
—Pero si estás llena de piojos, ¡por qué mientes, demonio
de niña!
—¡Ay, mi oreja!...

***

Qué nervios… ¡Ahí está!... Ah, no, menos mal. Es sor


Agustina, que trae a un niño castigado.
—¡Venga, un escarmiento a Manolito por haberse
ensuciado! —exclama sor Agustina dejando la cama del niño
en mitad de la sala.
Nos incorporamos, nos mofamos de él, le sacamos la
lengua, nos reímos. Manolito se tapa la cara, llorando.
—No, Manolito —dice sor Agustina retirándole la
sábana—, afronta el castigo a cara descubierta, como un
hombre.
Manolito vuelve a cubrirse. Nosotras cantamos:
¡Manolito es un gallina, Manolito es un llorón, por
ensuciarse en la cama se merece un bofetón!
Nada más salir Manolito de la sala, entra el peluquero.
—Ésa es —le dice Paulina señalándome.
El poblado bigote de Marcelino se estira al sonreírme.
—¿Dispuesta a que le hagamos la poda a tu cabecita,
pequeña?
Me encojo de hombros.

129
—¡Huy, qué emoción! —exclama Inés.
Marcelino me anuda un paño alrededor del cuello. Abre su
maletín, saca la maquinilla. Y ante la expectación de toda la
sala... empieza a deslizarla por mi cabeza. Mis pelos van
cayendo, y con ellos los piojos...
—¡Hala, vaya carretera que te está haciendo!
—Está lloviendo piojos, ¡ja ja ja!
—¡Silencio niñas!
Enmudecen todas. Sólo se escucha el chirrido monótono
de la maquinilla; y no muy lejos, la voz de Rita, desde la
terraza.
Ay, pena, penita pena, pena,
Pena de mi corazón,
Que me sube por las venas, pena,
Lo mismito que un ciclón...

Marcelino me inclina la cabeza hasta chocar la barbilla con


el pecho. La vuelve para un lado, para otro, la levanta.
—Bueno, pues esto ya está.
Me quita la sabanita. Empaqueta con ella todos mis pelos
y mis bichos, y se queda mirándome. Sonríe. Pone su mano
sobre mi cabeza.
—¡Ya estás monda y lironda!
Un aplauso sigue a sus palabras. Yo sonrío, orgullosa por
haber pasado mi primera prueba. El peluquero se marcha. Me
echo mano a la cabeza. El contacto me da repeluz.
—Inés, déjame tu espejito para que me vea.
Inés se incorpora. Lo saca de la bolsa, que cuelga de su
cabecero.
—Toma. Y ten cuidao de que no se te caiga. ¿A qué
esperas? Venga, mírate.
—¡Mírate —gritan del equipo uno—, verás qué guapa
estás!
—¡Callaos, carapapas!
—Venga illa, que es pa hoy.

130
Levanto el espejo, despacito. Lo vuelvo a bajar.
—¡Ay, no me atrevo!
—¡Ojú qué pesá! ¡Pero mírate ya!
—¡¡Ah!! ¡¡Qué horror!!
—Ahora tienes la oportunidad de ser Lironda, Irenita.
—¿Pero es que no ves las orejas tan grandes que tengo?
—¡Vamos, que empiece la cuenta!
—Uno, dos, tres, cuatro...
—No llores, Irenita, si no estás tan fea, de verdad... Sólo
tienes la cabeza un poco más chica.
—... siete, ocho...
—Y encima estoy mellada...
—¿Es que no sabes que para llegar a ser Lironda hay que
pasar por esto?
—¿Prefieres quedar como una cobardica?
—... doce, trece...
—¡Eso, eso! ¿Es que prefieres ser una cobardica?
—Si es así, adelante, sigue llorando, pero luego no te
arrepientas porque ya será demasiado tarde.
—Y ya nos habrás defraudado a todas y no podrás volverte
atrás. Tú eliges.
—... dieciocho, diecinueve...
—¡Nooo! ¡Quiero ser Lironda!
—¡Pues vamos! ¡Canta!
¡Ya soy Lironda Lironda Lironda.
Mi cabeza pelada parece una ensaimada
Pero no me importa porque soy Lironda
Lironda Lironda Lironda.
Me faltan varios dientes
Y en las orejas me faltan dos pendientes
Pero no me importa porque soy
Lironda Lironda Lironda!
—¡Bieeen!
—¡Vivan las Lirondas dos!
—¡Vivaaan!

131
Capítulo VI

Ahí llega mamá... Pero… ¿adónde va?


—¡Mamá, que estoy aquí! ¡Mamáaa!
—¡Dios Santo!... Pero qué te han hecho... ¡Mercedes! ¡Por
favor, Mercedes, espere, espere un momento!... ¿Dónde está
sor Micaela?
—Mírela, por ahí va.
—¡Sor Micaela!
De unas zancadas, mamá se planta ante ella. No oigo lo que
hablan. Las niñas han empezado a cantar con la radio.

Soy el rico Flan Chino Mandarín,


Que he venido del Pekín de la ilusión;
Mi coleta es de un tamaño colosal,
Que con ella me divierto sin cesar.
El Mandarín, ¡chiss, chiss!
El Mandarín, ¡chiss, chiss

Mamá ha roto a llorar. Sor María, que se acerca


conduciendo el carrito de curas, lo aparca a un lado y acude a
ella, rodeándole los hombros con el brazo. Sor Micaela
aprovecha para retirarse.
Qué pena de mamá... Siempre sufriendo por algo... Cuando
yo sea mayor, ganaré un montón de dinero y le compraré
medias, blusas de encaje con botones brillantes, zapatos de
tacón alto (que suenen al pisar como los de tía Eulalia),

132
vestidos de tela finita, guantes de lana, y una estola de piel,
eso sobre todo. Quiero que esté muy guapa, muy distinguida,
mucho más que tía Eulalia, que nadie en el mundo...
Ya parece que está más tranquila. Sor María le coge las
manos, le da unas palmaditas. Y prosigue su camino,
empujando el chirriante carrito. Mamá se acerca.
—Me ha pillado tan de sorpresa, hija... Y yo como una
tonta trayéndote esta cinta de raso para el pelo.
—No te preocupes, mamá, si ya me he acostumbrado a
estar fea. ¿Te has fijado en las orejas? Mira, mira qué grandes
son.
—¡Qué van a ser grandes!
—No esté usté triste, señora —dice Inés—, que ya mismito
le crecerán otra vez los pelos.
—Yo también estuve así —le explica Vito—, pero mire,
mire cómo tengo la cabeza ahora, ¿la ve? Llenita, llenita de
pelo.
—¡Señora, míreme, yo también estoy pelona!
—¿Pues sabéis qué os digo? Que el pelo es lo de menos.
Lo realmente importante es ser tan encantadoras como sois
todas vosotras. Eso es lo que de verdad importa. ¿Queréis ver
lo que he traído?
Mamá se desprende del abrigo, echándoselo sobre las
rodillas. Echa una mirada furtiva hacia un lado, hacia otro. A
continuación, inclinando un poco el cuerpo, se afana en
desprenderse la bolsa. Con su cartera a modo de parapeto y
mirando de soslayo, nos reparte, a Inés, a Vito y a mí, un bollo
de pan blanco y unos caramelos.
—¿A que no me has traído el espejo que te pedí, mamá?
—¡Vaya por Dios! Se me ha olvidado, hija.
—El próximo día me lo traes, ¿vale?
—Pero bueno, qué presumida te estás poniendo.
—Si no es para mirarme yo, es para echarle la
mariquitazúcar a mi novio.
—¡Bendito sea! ¿Es que tienes novio?

133
—Creo que sí. ¿Verdad, Vito?
—Claro que lo tiene, señora. Se llama Alejandro. Y la
prueba es que durante todo el verano pasado, más todos estos
días que llevamos aquí afuera, en el solárium, él solamente le
echa la mariquitazúcar a ella.
—¿Qué es eso de la mariquitazúcar?
—Los reflejos del sol que echamos con los espejos.
—¿Quiere usted saber quién es Aleandro? Mire, es aquél,
el que está en la cuarta cama empezando por el lado
izquierdo... Donde la puerta de cristal, ¿puede verlo?
—Pues la verdad es que como está tan lejos no lo distingo.
Pero bueno, si vosotras lo decís yo me lo creo.
—Es un niño mu echao p’alante —dice Inés—. Cuando lo
traen castigao ante nosotras, por más que nos riamos y nos
metamos con él, no lloriquea como hacen los demás.
—Es verdad, mamá, nunca llora. Sor Agustina dice que es
por la poca vergüenza que tiene, pero nosotras sabemos que
es por lo valiente que es.
—Pues en vista de eso, no tendré más remedio que traerte
el espejo, para que tú también le eches la…
—La mariquitazúcar.
—Eso es, la mariquitazúcar. Dame un beso, hija.
—¿Pero ya te vas?
—Ay, mi niña, si es que hoy no he podido venir antes... y
como siga un minuto más, al final voy a perder el tren...

***

De nuevo estoy escayolada. El doctor Marina abandona la


sala de yeso, cruzándose con Mercedes que entra en este
momento.
—Ufff... Qué calina hace hoy.
Mercedes deja el cubo en el suelo y se limpia el sudor de
la frente.

134
—¡Jesús, Mercedes —le dice Manuela—, vaya cara de
cansada que trae! Usted ya no debe trabajar tanto... Al menos
tómeselo con un poco más de calma.
—Sí, con calma... Que metan a otra, eso es lo que tienen
que hacer, que hay que ver el trabajo que tenemos la Paulina
y yo. La criatura ya sabe usted como está, que por más que
quiere no rinde lo que otra con sus piernas bien, para que nos
vamos a engañar.
—Una cosa te digo, Irene, ni se te ocurra volver a
introducirte nada en la escayola, ¿entendido? A ver si es
posible que ésta te la quitemos a su debido tiempo, porque
hija, lleváis una racha que cuando no es por pito es por flauta,
la cosa es que siempre os veo por aquí con algún problema.
¿Quiere usted creer, Mercedes, que en lo que llevamos de
mañana ya hemos escayolado a tres niños y a una niña? Y los
cuatro con el yeso roto. ¡Incomprensible! ¿Cómo es posible
que sin salir de la cama lo rompan con esa facilidad?
—Muy fácil, señorita; usted es que no se imagina cómo se
mueven. A ésta, sin ir más lejos, cada dos por tres la pillo con
la cabeza en los pies de la cama. ¡Sí, a ti, a ti, que eres una
fuguilla! Un día te vas a caer, ya lo verás. Ahora, eso sí, son
más listas que el hambre, no se imagina. Enseguida descubren
cuando una escayola está a punto de romperse. Y eso que
apenas si se ve, porque empieza con una fisurilla que es ná,
casi como un pelo; pero yo, en cuantito hace un poco de calor
y observo que una está tapada hasta arriba con la sábana, ya
me lo imagino, digo: a ésta ya se le ha roto. Lo que pasa es
que me hago la tonta, ¿sabe usted? A ver, las chiquillas le
tienen miedo a sor Micaela, saben que escayola rota bofetón
al canto. Usted ya la conoce, es muy buena y muy santa,
pero... pero es muy suya. Y cuando se enfada, ¡ojo!, eh, que
hay que echarse a temblar. Ahora, lo que tú has hecho, hija,
eso si que no tiene perdón de Dios. ¡Mira que meter un lápiz
ahí dentro! Jesús, Jesús, qué idea...
—Mercedes, ¿me hace usted un favor?

135
—Dígame.
—Que se lleve a la niña. Es que mire, mire cómo tengo
todo esto, y dentro de media hora tenemos reunión con el
doctor Lazárraga.
—No se preocupe, mujer. Venga, Irenilla, vámonos al sol
para que se seque pronto ese yeso.
A Mercedes le cuesta trabajo conducir mi cama. Dice que
una de las ruedas está más desvencijá que ella, que ya es decir,
y que se le va para un lado. ¡Qué calor hace!... Y encima esta
escayola tan caliente, cómo la odio... Esta vez sí que me la han
puesto más apretada. Lo noto porque al respirar, mi estómago
choca con ella. El doctor Queipo de Llano la pone más flojita.
Vito también lo notó la última vez, cuando él la escayoló.
Llegó diciendo:
«¡Ojú, qué bien! Me la ha puesto más desahogaíta que la
otra.»
Inés, como solamente tiene un lecho de escayola en la
espalda, pues mira qué a gusto está; y luego dice que tiene
mala suerte.
—¡Eh! ¡Quieta! No empieces a sacar el algodón… Anda
que con el calor que hace no sé cómo el muñequito de barro
no se te ha deshecho ya en la mano... Llevas toda la mañana
con él apretujado. ¿Quién te lo ha regalado?
—Mamá.
—Lo debes querer mucho, ¿no?
—Psss, regular. Yo a quien de verdad quise fue a mi Pito.
A ése sí que lo quería.
—¿A tu Pito?
—Un muñeco que me hizo mamá. Era grande, precioso,
tenía el cuerpo blandito y siempre se estaba riendo. Éste
además de chiquitillo es feo. ¿A que sí, Mercedes?
—No está mal, mujer, por lo menos te sirve para jugar.
—Sí, juego a escayolarlo. ¿Sabe usted cómo lo escayolo?
Con tiras de trapo y pasta de diente. Así lo hacemos todas.

136
—Ya, si me he dado cuenta, qué creías. Por eso os dura tan
poco el dentífrico.
—A veces le pego y lo castigo atándolo a los barrotes de la
cama. Le grito: ¡Barro (ése fue el nombre que le puse, ¿sabe
usted?), cochino, como rompas la escayola te tiro!
—Pues vaya, pobre Barro, lo que tiene que aguantar.
Bueno, pues ya hemos llegado.
Mercedes coloca mi cama fuera del techado de la galería,
a pleno sol. Me destapa.
—Así, que te dé el solecito de lleno en la escayola. Y a ser
buena, eh. Nada de moverte que está recién puesta, no lo
olvides.

***

—¡Irenita! —chilla Vito—. ¡Mira, mira la mariquitazúcar


de Alejandro!... ¡Por ahí, por los pies de tu cama! ¿La ves?
—¡Síii!
Hoy, como casi todas las mañanas, son muchas las niñas y
niños que están con los espejitos, echándose rayos del sol.
Vito no puede hacerlo porque su espejo se le rompió hace unos
días. Y el que tiene Inés, como era de su momaíta, lo conserva
envuelto en un trapito y apenas lo usa por si se rompe. La
mariquitazúcar de Alejandro sigue revoloteando a mí
alrededor.
—Inés, por favor, déjame tu espejo sólo un ratito, anda,
que te lo voy a cuidar mucho...
—¡De eso, naíta de ná! ¿Te enteras?
—Si sólo será por hoy.
—T’a entrao una chuchera por ese niño que hay que vé.
—Prometo darte la carne de membrillo de esta tarde.
—¡Ni carne membrillo, ninaninaniná!
—Te dejo a mi muñeco Barro para que lo escayoles, y
también mi pasta de diente.
—Anquestés to’l día insistiendo no te lo voy a dejar.

137
—¿Sabes que te tengo mucha tirria?
—Y yo a ti más.
—¡Tacaña, gusanilla, agarráa!
—¡Vete a la porra!
—¡Vete tú, bicha!
—¡Eh, vosotras! —chillo— Dejad de pelear y
escuchadme. ¡Escuchadme todas! ¿Queréis que nos quedemos
esta noche en vela? Ya llevamos mucho tiempo sin hacerlo.
—¡Sí, sí, vale!
—Ahora, cuando nos traigan la comida, procurad guardar
algo, ¿de acuerdo?
—¿Quién estará esta noche de guardia?
—Sor Micaela desde luego no, porque estuvo anoche.
—Ah, menos mal.
—Desde este momento, hay que ir pensando en las
historias que vamos a contar luego.
—A ver quién es capaz de inventarse la más terrorífica, ¿de
acuerdo?
—Ya sabéis, cuando traigan la cena ni se os ocurra tocar el
pan, guardároslo.
—¡Chssst! Que te van a oír.

***
3 de agosto

No existe nada tan divertido como pasar una noche en vela.


A la hora de dormir, cuando ya nos apagan la luz, empieza
nuestra gran aventura: las historias de terror. Y mientras las
vamos narrando a la luz de la luna, los ojos refulgentes de los
gatos que merodean entre nuestras camas, acaban por
infundirnos un temor aún más diabólico. A esto hay que añadir
las lucecitas lejanas de los barcos de pesca; los murciélagos,
que cada noche se cuelgan en las vigas del techo y parecen
amenazar con precipitarse sobre nuestras camas; o el paso por

138
la pared de algún bicharraco, que más de una vez nos ha hecho
pegar un bote de puro susto.
Me acuerdo de una noche que descubrí, sobre la cabecera
de mi cama, un pedazo saltamontes de aquí te espero. Pegué
un grito tan grande, que se presentó de inmediato sor
Agustina, que estaba de guardia, preguntándonos una y otra
vez:
«¿Quién ha gritado? ¿Quién ha gritado?...»
Todas nos hicimos las dormidas. Durante un rato, se quedó
plantada ante los pies de mi cama, sospechando alguna
pillería. Finalmente, dando un largo suspiro, se dio media
vuelta y se fue.
¿Y aquella noche del verano pasado cuando, por estar los
albañiles haciendo obras en el techo, tuvieron que juntar todas
las camas? Qué mal lo pasé, no me quiero ni acordar... Ya
desde por la mañana habíamos planeado quedarnos en vela.
Recuerdo que nos guardamos el chocolate de la merienda, las
empanadillas de la cena, el pan negro y un trocito de queso
amarillo que nos pusieron de postre. Hacía ya un buen rato
que habían apagado las luces y habíamos terminado de comer
nuestra pitanza (como la llama Mercedes), cuando decidí
arrastrarme de cama en cama, poniendo caras feas, con la
intención de asustar a Inés, a Maruchita y a Charito. Y cuando
ya casi voy a llegar a la última, se enciende la luz y aparece
Sor Micaela.
«¿Qué es esto? —gritó—. ¿Qué está pasando aquí?»
Me puse tan aturrullada y me entró tanto miedo que, según
me arrastraba de cama en cama de regreso a la mía, fui
dejando en cada una de ellas la huella evidente de mi pánico.
Dos días me pasé con el pulpo, y con las orejas ardiendo.
A veces, en estas misteriosas madrugadas, hemos visto
fantasmas surgiendo de la orilla del mar. En la última velada,
sin ir más lejos, Inés y yo vimos desde la ventana cómo la
muerte canina se paseaba por la sala con una capucha negra.
Y el verano pasado, Maruchita vio claramente a Bene, que

139
hacía pocos días se había muerto de caguetilla, andando por
un extremo de la terraza, sin escayola, y con una melena rubia
y larga, preciosa... Y aún más terrorífico si cabe, es lo que a
mí se me apareció. Era una noche en la que no había luna, todo
estaba oscuro, tenebroso. Me desperté en plena madrugada
tiritando de frío, con ganas de vomitar y dolor de barriga.
Entreabrí los ojos, y al momento alcancé ver una sombra que
se deslizaba por la galería, una silueta alta que avanzaba con
una mano estirada hacia mi cama. Era una mano delgada y
pálida de muerta. Apreté fuertemente los ojos. No podía
moverme, me quedé petrificada de miedo. No sé que tiempo
pasó, cuando muy lentamente entreabrí los ojos de nuevo, y vi
que la sombra avanzaba galería adelante en dirección a quien
sabe que otra parte del sanatorio. Y otra noche, y aquello sí
que lo vimos varias, apareció, en plena madrugada que era,
una mariquitazúcar que provenía del Cuarto de la Muerte, en
el cual velaban a Curro, que había muerto ese mismo día.
Y es que encierra tanta emoción una noche en vela. Al
final, cuando el sueño nos acaricia los ojos, sentimos una voz
que nos dice bajito, muy bajito: duérmete Ratita... Duerme mi
Cariño... Sueña Chocholindo... Descansa Corazón...
Gachupina mía, duérmete mi amor...

***

Desde que Marcelino me dejó el coco pelado, han pasado


unas cuantas cosas. Por ejemplo, que me ha crecido el pelo y
ya no me siento tan fea. También, que Charito y Emilia fueron
dadas de alta, y todas lloramos mucho. Sus sitios han sido
ocupados por Mari Luz y Teresita, dos niñas que ingresaron a
los pocos días de irse ellas. Rosi y Pili fueron nombradas
Lirondas; y Josefina y Lauri, del equipo uno, se convirtieron
en Luminarias. Josefina es ahora importante para nosotras, y
Lauri lo es para el cielo.

140
Paulina se fue un día porque estaba muy enferma y ya no
volvió más (sor Micaela nos dijo que tenía los pulmones
agujereados). Al cabo de varios días nos enteramos, por
Mercedes, que estaba descansando en el camposanto. Yo me
alegré. Sé lo mucho que a ella le gusta el campo y las ganas
que tenía de estar con sus padres. Pero estoy deseando que
vuelva, porque esto no es lo mismo sin ella.
Vito se convirtió en Lirompita. Fue un domingo al
despertarse muy temprano y comprobar que no podía abrir los
párpados. Solo que ella, en vez de ponerse a llorar como hacen
otras, simplemente gritó:
«¡Soy Lirompita!»
Como aún estábamos dormidas, Inés y yo nos
sobresaltamos, y las del equipo uno gritaron:
«¡Muérete, niña! ¡Cállate, loca! ¡Quédate ciega!...»
Pero a Vito le importó un rábano. Estaba feliz con aquellas
secreciones amarillentas que mantenían sus pestañas pegadas,
pues con ello estaba pasando otra prueba. Cuando Sor
Micaela, después de hacerle la primera cura, le puso la mano
sobre la cabeza, volvió a reinar el mismo silencio que
acompaña a cada nombramiento.
«¡Te nombro Pitarrosa —exclamó—, y siempre serás
hermosa!»
Pero Vito le rectificó:
«No, perdone, Sor Micaela, ya soy Lirompita.»
«Está bien —le dijo—. ¡Te nombro Lirompita y siempre
serás bonita!»
A los dos o tres días, yo también fui nombrada Lirompita.

***

Inés está hoy muy preocupada. Pues, según los médicos


(que han pasado visita esta mañana), ha mejorado mucho en
las últimas semanas.
—Ya verás tú como no es para tanto —le dice Vito.

141
—Si me dan el alta... prefiero morirme.
—Ojú, Inés, no seas tan exagerada.
—¡Sí, exagerá, no te fastidia! ¿Qué me espera cuando salga
de aquí, eh? Di, contesta, sabihonda.
—Y yo que sé.
—Yo que sé, yo que sé. ¡Pues yo si lo sé! Me espera vivir
con un abuelo al que casi no conozco.
—Tienes a tu padre, Inés, ¿o es que ya se te ha olvidado?
—No, Vito, si yo no me olvido, es él quien s’a olvidao de
mí desde que se fue con la mué de los pelos coloraos. Además,
¿sabéis qué os digo? Que me da canguelo el mundo que hay
fuera.
—Y a mí también.
—Ya, pero vosotras tenéis suerte porque mejoráis más
despacio.
—¡Que te lo has creído! —le grito—. ¿Acaso no se me ha
curado ya el absceso que se me formó este invierno? Ahora
estoy bien.
—No sé... A ti, Vito, sí que te veo peor. Estás paliducha y
no t’as comío el postre, eso en ti no es normal y tú lo sabes.
—No, si a este paso terminaré siendo Luminaria, ya lo
veréis.
—Qué suerte tendrías, Vito.
—Ya, ¿pero y si en vez de quedarme aquí me voy al cielo,
eh? ¿Qué pasaría?
—Pos que seguirías siendo importante allí. ¿No es eso
mismo lo que dice sor María?
—Sí, pero también dice sor Micaela que si se miente, se
dice palabrotas o se tiene malos pensamientos, se va una
flechada al infierno. Y yo he mentido un montón de veces.
—Por si acaso, mientras te encuentres peor, procura no
mentir.
Vito se queda pensativa, hurgándose la nariz.

142
—¿Dónde pensáis que estará el niño que murió ayer? ¿Y
Merceditas y Nieves, y todas las que se fueron? ¿Estarán ahora
en el cielo o en el infierno?
—No sé. Nieves pertenecía al equipo uno, y ya se sabe que
esas dicen muchas palabrotas. Mercedita no, ella sí que no dijo
nunca ni una; vamos, es que ni gritaba. ¿Os acordáis?
—Igual pudo haber tenío malos pensamientos; y como eso
ni se ve ni se oye...
—¡Mirad, por ahí viene sor Agustina con un niño
castigado!
—¡Anda, pero si es Alejandro! ¡Irenita, que viene tu novio!
¡Eh, mira mira, se está poniendo colorá!
—¡Mentira podría!
Sor Agustina detiene la cama en mitad de la terraza.
—¡Venga, niñas! Un escarmiento a Alejandro por haberle
faltado el respeto a Sor Juana.
Todas se incorporan para verlo. Yo no. Alejandro no llora
ni se cubre la cara, simplemente se queda boca arriba, con la
mirada clavada en el cielo, haciéndonos con disimulo la
peseta. Las niñas empiezan a cantar:

Alejandro es un gallina,
Alejandro es un llorón,
Por la falta de respeto
Se merece un bofetón.

Cuando sor Agustina se dispone a retirarlo, Alejandro me


mira, levanta la mano y me saluda.
—¡Te ha dicho adiós, Irenita! ¡Ya seguro que es tu novio!
¡La Irenita tiene novio, la Irenita tiene novio, la Irenita tiene
novio...!
—¿Es verdad que tienes novio, Irenita? —me pregunta
Isabel mientras desata la bolsa del cabecero de Vito.
—Sí, desde hace tiempo.
—¡Anda, mírala! ¿Has oído esto, Rita?

143
—¿El qué?
—La mocosa ésta, que dice que tiene novio.
—Fíjate, y yo todavía esperando a que me salga uno. ¡Ya
me dirás cuál es tu secreto, pijotera!
Una ráfaga de aire tambalea la pila de bolsas que están
sobre el carrito.
—¡Jesús, qué levantera s’a desatao! —exclama Isabel.
—Mira cómo está el cielo; enulao como panza de burra.
¡No va a caer ná, pa qué!
Y mientras Isabel y Rita prosiguen con su tarea, nosotras
cantamos con la radio:

Es el Cola-Cao desayuno y merienda,


Es el Cola-Cao desayuno y merienda ideal.
Lo toma el futbolista para entrar goles,
También lo toman los grandes nadadores;
Si lo toma el ciclista se hace el amo de la pista,
Y si es el boxeador, ¡pum, pum!
Boxea que es un primor...

La que está cayendo... Hace un momento, un trueno brutal


nos ha hecho gritar a todas. ¡Qué risa! Algunas estiramos los
brazos intentando alcanzar el agua que salpica. El aire sacude
las sábanas... Maruchita y Vito se han cubierto la cabeza y no
dejan de chillar. Sor Micaela, sor Juana y Mercedes se lanzan
a nuestras camas y corren hacia la sala...

***

—¡Estoy viendo un barco de guerra! —grita Vito mirando


a través de la ventana.
Los relámpagos iluminan toda la estancia, y los truenos
retumban como si el mundo se fuese a acabar. Los cristales
lloran.

144
—¡Es verdad, ya lo veo!
—Qué miedo... —musita Inés—. Eso es que van hacer otra
guerra.
—¿Irán a bombardearnos?
—Como bombardeen nos matan a todas.
—No creo que lo malos sean tan malos como p’atacar un
sanatorio. Aunque nunca se sabe lo que puen’acer, porque si
supierais las cosas tan horrorosas que me contó mi abuelo, ni
os lo creeríais.
—¡Claro que me lo creo! Yo también he oído cosas
horribles de la guerra. Si queréis, os puedo contar una historia
que me contó mi madre y que es horrible, pero horrible de
verdad. ¿Os la cuento?
—Bueno, venga.
—Pues veréis; había una mujer que se llamaba “la
Portuguesa” y cada vez que pasaba un regimiento de soldados,
ella hacía estallar la carretera con bombas y los mataba a
todos. Quedaban destrozados, nadie se salvaba.
—¡Qué bestias!
—¿Os imagináis qué le pasó a la Portuguesa?
Inés se acerca al filo de la cama.
—Cuenta, cuenta.
—Esto es algo muy importante. Resulta que iba mi padre
al mando de un batallón de muchísimos soldados,
conquistando todos los pueblos por donde pasaba...
—¿Cómo los conquistaba?
—Pues cómo iba a ser, mira que eres tonta, Vito,
fusilándolos, arrojándoles bombas, apresándolos... Yo qué sé,
todo eso que se hace en las guerras. ¿Por dónde iba? Ah, sí,
que de tantos pueblos como habían conquistado, ya casi no
podían dar un paso más, apenas si habían dormido o probado
bocado... Y con ese cansancio tan horroroso, iban caminando
por una carretera cuando...
—¿De qué bando era tu padre?

145
—¡Qué pesadas sois! Pues de cuál va a ser, de los buenos,
de los que estaban dispuestos a dar su vida por Dios y por
España. Lo que os decía: que iban caminando por una
carretera cuando, de pronto, mientras están cruzando un
puente, mi padre descubre que al otro lado está la Portuguesa,
prendiendo la mecha de una enorme bomba. ¿Os imagináis
qué hizo? Que más veloz que el viento, dio una carrera y la
cogió así, mirad... Luego le ató las manos por aquí y se la
llevó, sin que pudiera llevar a cabo esa acción tan horrible.
— ¡Ojú, qué valiente es tu padre!
—¿Y qué hicieron con la Portuguesa?
—¿Que qué hicieron? Pues veréis: ella, o sea, la
Portuguesa, suplicaba: ¡No! ¡No! ¡Por favor, no me matéis!
¡Que no soy tan mala! ¡Es que tengo que ganar la guerra! ¿No
lo comprendéis?
—¿Pero qué le hicieron?
—¡Ay, Vito, no me aturrulles! Y siguió gritando y
suplicando, diciendo: ¡Piedad, piedad, piedad!... El jefe de
regimiento, o como se llame, haciendo oídos sordos a sus
gritos, la cogió, le pasó una cuerda por aquí, por las muñecas,
y la amarró a un árbol. Luego se colocaron frente a ella y:
¡tatatatatata! La mataron. Después de eso a mi padre le dieron
una medalla.
—¿De qué santo?
—Ah, pues... pues no lo sé. Algún día se lo preguntaré.
—Lo que yo os voy a contar —dice Vito— es horripilante.
Me lo contó mi madre un día. Resulta que iba mi padre
también al mando de muchísimos soldados, conquistando
pueblos por toda España...
—¡Eh, Vito, no vale copiarse!
—¡Te juro que me muera que no me estoy copiando! Y no
me interrumpas tú ahora. Pues eso, que a última hora de la
tarde, después de conquistar un montón de pueblos, se
encontraban ya tan decaídos, tan agotados, que no podían
aguantar un paso más...

146
—¡Ves cómo te estás copiando!
—¡Y una porra! ¡A ver si te crees que el único que se cansó
fue el regimiento de tu padre!
—Bueno, sigue.
—Pues eso, que iban ya que no podían aguantar más.
Habían tenido montones de bajas, y por si fuera poco, a
muchos de ellos los hicieron prisioneros. Entonces mi padre,
desesperado de ver cómo disminuía la tropa, llamó por
teléfono al ejército... ¿Cómo se llamaba?... Bueno es igual, el
caso es que llamó al ejército para que les enviaran refuerzos.
Estaba ya anocheciendo, cuando hicieron su entrada en un
pueblo de Córdoba que se llamaba...
—Da igual cómo se llamara, sigue.
—El plan consistía en descansar en ese pueblo mientras
esperaban la ayuda. ¿Pero sabéis lo que pasó?
—¿El qué? —contesta Inés, limpiándose con la sábana la
agüilla que le cae de la nariz.
—Algo tremendo. Resulta que se encontraron el pueblo
invadido por el enemigo, que se había escondido. Casi todos
fueron apresados, torturados, asesinados...
—¡Pobrecillos!
—A mi padre le destrozaron un brazo, pero como él es tan
listo y valiente, consiguió escapar sin ser visto. Y así,
amparado por la oscuridad de la noche, anduvo chorreando
sangre por campos y montes, sujetándose fuertemente el brazo
con el cinturón, mientras cada vez le iba quedando menos
vida.
—¡Por Dios, qué pena!
—Esperad, que ahí no queda la cosa... Lo gordo fue que al
amanecer, mi padre vio cómo el enemigo se había vestido con
la ropa de sus compañeros asesinados, haciéndose pasar por
ellos y recibiendo, con el puño en alto, al batallón de refuerzo
que llegaba por orden de mi padre. Cuando de pronto:
¡tatatatatata! Todos ellos fueron fusilados.
Inés se deja caer sobre la almohada.

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—¡Qué horror!
—¿Y qué pasó con tu padre? ¿Se murió?
Vito se echa mano a la cabeza.
—¡Ay, hija, eres tonta! ¿Acaso no lo vistes aquí el
domingo?
—¡Anda, es verdad! ¿Entonces por qué no se murió?
—Muy fácil. Porque a la mañana siguiente, un pastor lo
encontró tirado en el suelo, sin conocimiento. Lo llevaron a
un hospital, le cortaron el brazo, y ya está toda la historia
contada, ¡hala!
Con la mirada clavada en el techo, nos dejamos llevar.
—¿De quién será ese barco que ha pasado? —pregunta
Vito—. ¿De los buenos o de los malos?
—¿Y quiénes son los malos? —pregunta Inés—. ¿Los
rojos o los nacionales?
—Pues los malos son los nacionales, o los rebeldes, como
dice mi padre.
—Te equivocas, Vito —le digo—, los malos son los rojos.
—¡De eso nada! Mi padre era de los rojos y es más bueno
que el pan. ¡No te digo!
—¡Pero si desde que nací me he pasado la vida oyendo
decir a mi familia que los malos eran los rojos!
—Mira, enteraílla, mi padre estuvo en la guerra, ¿cómo no
lo va a saber él?
—¡Anda, ésta! ¡Y el mío también!
—¡Pero no compares! ¿Acaso el tuyo perdió un brazo?
—¡No, bicha, no lo perdió! Pero le dieron una medalla, ¿es
que eso no vale?
—¡Ya ves tú, una medalla! Mi madre y mi abuela también
tienen una y no arman tanto jaleo.
—¿Po sabéis lo que os digo? que ninguna de las dos tenéis
razón. Los malos no eran los rojos ni los nacionales ni los
rebeldes, que lo sepáis.
—¿Ah, no, listilla? ¿Quiénes eran entonces? ¡Anda, dilo!
—Los fascistas.

148
—¿Fascistas?... ¡Anda ya!
—¡Huy, que no! ¡Os juro que me quede muerta ahora
mismito que es verdad!
—¡Por qué dices que es verdad, vamos a ver!
—Porque yo siempre escuchaba a mi abuelo que decía así,
moviendo la cabeza: fascistas... ¡Ay, fascistas!... Y por el tono
de voz y la cara que ponía, yo sabía que mi abuelo no debía
de quererlos mucho, y si no los quería es porque eran malos,
vamos, digo yo... ¡Ah!, y yo me sé otra historia que m’a contao
mi abuelo y que es mucho peor que la vuestra. ¡Es
espantosísima! ¿Queréis que os la cuente?
—No creo que sea peor —dice Vito—, pero vale, cuéntala.
—Veréis; resulta que era una noche mu oscura, y la única
luz que había era una pequeña vela que se estaba agotando.
Los malos no paraban de tirar bombas que caían por toa’parte:
¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! Mi abuelo y mis padres (antonse existía
mi madre) se refugiaron en un cu...
—¡Espera, espera, Inés! Ahí viene sor Micaela. ¿Le
preguntamos quiénes eran los malos? Ella debe saberlo, como
es tan vieja...
—Siempre que yo voy a contar algo me tenéis que
interrumpir... ¡Anda y que os den morcilla!
—¡Calla un momento, Inés! Venga, Vito, que ahí viene,
pregúntale tú.
—¡Sor Micaela!
—¿Qué pasa?
—Que queríamos saber una cosa. Verá... ¿Quiénes fueron
los malos durante la guerra?
—¡Ay, niña, qué pregunta! Pues los rojos. Los nacionales
lucharon por Dios y por España, no lo olvides nunca.
—Te das cuenta, Vito, como yo llevaba razón. Los
nacionales eran los buenos, los que lucharon por Dios y por
España.
—Pero... no entiendo. ¿Entonces por quién luchó mi
padre?

149
—Y qué más da, si ya ha pasado muchísimo tiempo.
—Sí, pero quiero saber por quién luchó.
—No seas pesada, Vito. Qué nos importa a nosotras por
quién luchó.
—¡A mí, sí!
—¡Pues a mí no! Venga, vamos a jugar al veo veo, y
olvídate de esa tontería.
—Veo veo.
—¿Qué ves?
—Una cosita que empieza por la letra... te.

***

Aquí estoy otra vez, como todos los sábados: dando


tiritones sobre este taburete, en mitad de una bañera llena de
agua. Sé que como me caiga me ahogo, lo tengo claro. Pero
Rita no me hace ni caso. Y es que no se da cuenta del peligro
tan grande que corro. Ella, con sujetarme un poquillo por los
hombros y darme una restregá con ese asqueroso estropajo ya
está más que satisfecha.
Oigo que traen otra cama, seguro que es Inés.
—¡Inés! ¿Eres tú?
—¡No, soy Maruchita!
Entra Isabel, colocándose las horquillas del pelo.
—¿Te falta mucho con ésta?
—Acabo de empezar. ¿Cuántas quedan todavía?
—La que he traído ahora más otras cuatro.
—¡Jesús, qué día llevo hoy!
—¿Qué te pasa? Te veo como arrastrá.
—¿Que qué me pasa? Que he pillao un costipao y no veas
con qué malagana me levantao esta mañana.
—¡Ay, que me voy a caer!
—¡Eh, tú, mocosa! Que hoy no estoy p’aguantá tus
espavientos, ¿te enteras?

150
—¡No! ¡La cabeza no, Rita! ¡Por favor, que tengo muy
poco pelo!
—¡Anda, cállate ya, cochina!
—¡Mis ojos! ¡Que me escuecen mucho!
—¡Por Dios, hija, qué quejumbrosa eres!
—¡No me sueltes!
—¡Ya empezamos!
—¡Que me voy a caer!
—¡Estate quieta, leche! ¡No ves que te estás mojando la
escayola!
—¡Pues no me sueltes!
—Como te sigas agarrando al uniforme mira lo que te
hago...
—¡¡Aaah!! ¡¡Que me ahogo!!
—¡Ay! ¡Será puñetera la niña! ¡Po no m’arañao el brazo!
—¡Pues no me hagas eso!
—Pues no me haga eso, pues no me haga eso, ¡mira que
ere’saboría!... ¡Isabel! ¡Ven acá un momento!
—Qué quieres.
—Ahora cuando yo termine de enjuagar a ésta, tú ponte a
secarla mientras yo preparo a la otra.
Isabel me coge en brazos, me echa sobre una toalla que hay
colocada en mi cama. Rita entra con Maruchita, tiritando entre
sus brazos, y la deposita en el banquillo.
—Que no me vaya a entrar agua en los oídos, Rita, por
favor, que la última vez no vea cómo me dolieron... Rita, ¿me
estás oyendo?
—¡Otra igual! ¡Te quieres callar de una vez, pejiguera!

***

Sor Micaela y sor María, como todos los domingos y


fiestas de guardar, disponen el altar con el Sagrado Corazón
de Jesús. Van y vienen, llevando macetas, ramos de flores,
paños, velas...

151
—Menuda sorpresa os espera hoy —nos dice sor María.
—¿Es buena esa sorpresa o es mala?
—¡Ah, secreto! —contesta con gesto pícaro.
Sor Micaela, con una maceta apoyada en la cadera, se
detiene.
—Eso sí, la que no esté atenta y callada durante la Santa
Misa, será castigada sin disfrutar de... —se cambia el tiesto de
lado, conteniendo la risa, y prosigue su camino.
—¿De qué?
Sor María se acerca con el misal.
—De eso —dice sonriendo—, de la sorpresita.
Mientras los enfermos adultos son trasladados desde su
pabellón hasta nuestra terraza, y colocados frente al altar,
nosotras no dejamos de hacer suposiciones, de imaginar en
qué puede consistir esa sorpresa tan secreta que nos tienen
reservada.
Don Justino, el sacerdote, con casulla verde y oro, sobre
túnica blanca, hace su aparición en la terraza y se dirige al
altar, con las manos unidas.
—In nomine Patris, et Filii, et Spíritus santi.
—Amén!

***

—¡Atención! ¡Atención, niñas! ¿Queréis saber cuál es esa


sorpresa que os dije?
—¡¡Síiiii!!
—¡Que esta tarde tenéis cine!
—¡¡¡Bieeeeeeeen!!!
—¡Vale, vale, no chilléis tanto que todavía no he
terminado! La película se titula La miel es mucha, y si sois
capaces de estar atentas al argumento, espero que saquéis un
buen provecho de ella. Y ahora, a seguir comiendo.
Nos hemos puesto tan nerviosas con lo del cine que hasta
se nos han quitado las ganas de comer. Sor Micaela se enfada

152
de ver tanta comida en los platos, y nos recuerda lo
afortunadas que somos y las gracias que debemos darle a Dios
Nuestro Señor todos los días por gozar, en estos tiempos de
escasez, de una alimentación tan rica y variada como la
nuestra; y que por eso mismo, el hecho de desperdiciarla es
cometer un grave pecado.
Pobre Vito, ella por más que lo intenta no puede
enteramente comer. No hay más que ver con qué desgana se
toma el caldo que le han traído, casi no puede tragar. No hace
más que darle vueltas a la cuchara. ¿Qué le pasará? Ayer
noche se despertó llorando porque le dolía un montón la
cabeza y sentía mucho frío. Y esta mañana, cuando sor
Micaela le quitó el termómetro, tenía una fiebre muy alta.
Después se ha pasado casi todo el tiempo amodorrada; ni
siquiera se le ha cambiado el gesto con lo del cine, y eso sí
que no es normal en ella.
Tras acabar la merienda, Mercedes, Rita, Isabel y varias
monjas, nos han traído a una zona del sanatorio desconocida
para nosotras. Es una sala de color verde, muy amplia. En un
extremo hay amontonadas varias sillas y mesas. De las
paredes cuelgan algunos cuadros con láminas de huesos, de
calaveras. Frente a nosotras, dos señores vestidos con un
mono azul han descolgado una enorme pizarra. En su lugar,
están extendiendo una sábana blanca.
—¿Quién ha sido la majarona que me ha tirado esta
pelotilla?
—¡Ha sido Mari Puri!
—¡Mentira, yo no he sido!
—Te lo juro, Inés, que la he visto.
—¡Chssst! ¡Callaos, porras, que como vengan nos la
vamos a ganar!
—¡Ay! ¡Idiota, que me has dado en el ojo!
—¡Ja ja ja! ¡Chincha rabiña, boquita de rapiña!
—¡Eeeh, mirad, que ya están entrando los niños!
—¡Mira mira, Irenita, mira quién viene por ahí!

153
—¡Eh, Irenita, que te ha saludado tu novio! ¡Ja ja ja!
—¡La Irenita tiene novio, la Irenita tiene novio, la Irenita
tiene novio...!
—¡Silencio! ¡Silencio! —chilla sor Agustina, repartiendo
caramelos.
Las luces se apagan. Toda la sala se inunda de risas,
palmoteos, chillidos, tamborileo de lápices en las escayolas...
—¡¡Silencio!! ¡¡Silencio, niños!! ¡¡Orden!!
—¡Toma mi lápiz, Vito, dale tú también a la escayola!
—¡Ya empieza! ¡Ya empieza!
—¡Vito, Vito! ¡Que ya empieza la película! ¿No te animas?
—Sí, si estoy animada.
—No, no lo estás, te conozco muy bien.
—¡Eh, Vito, no te duermas, que te la vas a perder!
—¡Cerrad la boca, majaronas!
—¡Ciérrala tú, so pasmao!
—¡Que se calle la triste ésa!
—¡Pero bueno, niñas! ¿Esa es la ilusión que teníais de ver
una película? ¡Como vuelva a escuchar una sola voz os saco
fuera!
La película comienza. Guardamos silencio. Con cuidado
de no hacer ruido, desenvolvemos los caramelos. Vito se lo
saca de la boca.
—Toma, Irenita, cómetelo.
—¿Es que no te apetece?

154
Capítulo VII

Desde el domingo pasado, tras ver la película, Vito ya


apenas si habló. No hizo más que vomitar y quejarse de dolor
de cabeza. Yo intentaba animarla como podía, pero ella no
hacía caso, permanecía con los ojos cerrados, las manos
inmóviles sobre la sábana, sin apenas un gesto, una mirada.
Mercedes, cada vez que pasaba, me decía que la dejara en paz,
que no la mareara tanto. Pero yo tenía la aguda certeza de que
si no le hablaba o animaba de alguna forma, podía perderla
para siempre.
Anteayer, cuando vinieron otra vez los médicos, todas nos
incorporamos para observar. El Doctor Marina le flexionó la
cabeza, en tanto que el doctor Lazárraga le palpó el cuello y
le puso una lucecita en los ojos. Seguidamente ordenaron
retirar su cama.
«¡Va a ser Luminaria!» —exclamaron algunas.
Yo, por un lado, me alegraba por ella (era lo que siempre
habíamos deseado); pero por otro lado estaba asustada. Inés
se puso muy nerviosa, no dejaba de repetir:
«¡Te lo dije! ¡Te lo dije! ¿Te acuerdas? ¡La Vito será
importante!»
Una vez que se fueron los médicos, sor María, acompañada
por sor Micaela y sor Agustina, posó la mano sobre la cabeza
de Vito, y pronunció:

155
Mi querida niña: te nombro Luminaria. Serás luz en las
tinieblas y alegría en las desgracias. Por siempre serás
querida, y por todos respetada.

Un sonoro aplauso estalló en la galería.


«¡Vito, ya eres importante!» —le dije alcanzando su mano.
Ella, oprimiendo la mía, sonrió con sus ojos febriles.
Una vez que su cama desapareció, nos envolvió de nuevo
la rutina. Las gaviotas siguieron escandalizando, los médicos
pasando la visita, las monjas rondando, ordenando,
inspeccionando; y Mercedes repartiendo palanganas.

***

Sor Micaela, esta mañana:


«Escuchad, niñas... En esta vida todo llega a su fin, y hay
que estar preparada, lo mismo para lo bueno que para lo
malo... Sabíais lo malita que estaba Victoria, ¿verdad?, lo que
estaba padeciendo últimamente. Por eso, Dios Nuestro Señor,
en su infinita misericordia, se la ha llevado para que no sufra
más. Este acontecimiento, queridas mías, ha de ser para
nosotras un motivo de júbilo. Sí, he dicho bien, de júbilo,
porque está descansando y gozando de una paz y felicidad que
sólo se puede hallar en el seno de Dios. María Victoria ya no
siente dolor, ni tiene fiebre ni está atada a una cama. María
Victoria es libre, ¿comprendéis? Ahora, como Luminaria que
es, no solamente seguirá siendo importante aquí en la tierra,
sino también en el Reino de los Cielos.»
En un primer momento me sentí incapaz de reaccionar. Fue
como si el mundo se hubiera petrificado de golpe, como si el
aire se hubiera devorado así mismo. Después grité. Y grité
tanto, que tuvieron que llevarme rápidamente a la sala. Allí
me dieron un comprimido y me dejaron durante toda la
mañana. Poco antes de la hora del almuerzo, cuando ya estuve
más tranquila, Mercedes se acercó a mi cama y me abrazó

156
llorando, diciendo que no somos nada, que vivimos cuatro
días y de ellos malvivimos tres, y que después, ¡hala!, al
cementerio, a que nos coman los gusanos. Que así es para
ricos y pobres, para negros y blancos, y que la muerte no hace
diferencia. Después llegó Sor Micaela, que se puso a
explicarme, entre otras cosas, que una cuadrillita de ángeles la
habían elevado al paraíso, y que un coro celestial la había
recibido con cánticos de aleluya y bendiciones.
Sus palabras no me convencieron.
Esta noche, ni las salamanquesas ni los murciélagos ni los
gatos nos inquieta... Sólo lo hace la muerte, el demonio, el
fuego del infierno...

***

Amanece.
Aún puedo distinguir el resplandor del cuarto mortuorio, el
murmullo de rezos, de llantos... Cómo me gustaría estar
contigo, Vito... Donde tú estés... Ir cogidas de la mano, volar
por las estrellas... Y reírnos... sobre todo eso, reírnos... y
chillar, y cantar... Y acostadas en las nubes, pasar las noches
en vela atiborrándonos de golosinas celestiales... Contándoles
a los ángeles las cosas que suceden en la Tierra...

***

Ya no me apetece jugar ni entretenerme con nada. Las


noches se me hacen largas, larguísimas. A veces,
contemplando el mar o escuchando el motor de las barcas de
pesca, consigo quedarme dormida; pero al poco me despierto
sobresaltada, empapada en sudor. De continuo me asalta la
duda de que Vito no esté realmente en el cielo... ¿Y si se ha
condenado? ¿Y si está ardiendo en el fuego del infierno? No
puedo dejar de pensar en aquel día, cuando, sor Micaela,
destapándola de golpe y porrazo, le gritó:

157
«¿Qué estás haciendo?»
«Rascándome.» —respondió Vito.
Sor Micaela apretó los labios, se acercó a ella, apuntándole
con el dedo, y le gritó fuera de sí:
«¡Pues deja de rascarte ahora mismo! ¡Me oyes, niña! ¡Que
ya me duele la boca de tanto deciros que las partes íntimas no
se tocan porque es pecado!»
Y se dirigió a todas:
«¿Adónde va una niña cuando muere en pecado?»
«¡Al infierno!» —gritamos.
«Eso es —afirmó—. Va al infierno por sucia, por inmoral,
por haber ofendido a Dios. Así que ya lo sabéis: ¡las partes
íntimas no se tocan nunca porque es pecado! ¿Entendido? ¡No
he oído nada!»
«¡¡Síiiiiii!!» —chillamos todas.
«Está bien —dijo—. Espero que de una vez por todas no
lo olvidéis.»
Y eso es lo que tanto me preocupa, que Vito lo hubiese
vuelto a hacer.
Ayer le pregunto a sor Micaela:
«Sor Micaela, cuando alguien va al infierno, ¿cuánto
tiempo ha de estar condenado?»
Me contesta:
«Toda la eternidad.»
Entonces le vuelvo a preguntar:
«Pero sor Micaela, si Vito antes de morir se arrepintió de
todos sus pecados, estará en el cielo, ¿verdad?»
Me dice:
«Si el acto de contrición fue sincero, sí».
Me quedé dudando… ¿Haría Vito ese acto de contrición
antes de morir? ¿Sabría ella lo que es un acto de contrición?
Porque yo no lo sé.

***

158
Esta noche he tenido una horrible pesadilla. Miles y miles
de gusanos me devoraban sin que yo pudiera hacer nada por
quitármelos de encima. Los sentía dentro de mis ojos, de mis
oídos, de mi nariz, de mi boca... Sor Juana, que estaba de
guardia, al oírme gritar vino corriendo.
«¡Despierta! ¡Despierta, Irene!» —me dice sacudiéndome
la cara.
Abro los ojos. Me quedo mirándola. «¿Estoy muerta?» —
le pregunto.
«No, mujer, ¿por qué dices eso?»
Le contesto:
«¡Tengo miedo de morir en pecado, sor Juana! ¡Tengo
miedo de que el demonio me lleve al fuego eterno del
infierno!»
«Hija mía, si estás ardiendo!» —exclama, tocándome la
frente.
Yo insisto:
«¡Sor Juana, no quiero ir al infierno, no quiero ir al
infierno!...»
Ella, acariciándome el pelo, me dice:
«Pues ya sabes lo que tienes que hacer, procurar no pecar
nunca, hija. No pecar nunca...»
Y por eso mismo, desde anoche he dejado de pecar. A Inés
le he regalado la estampa más bonita que tenía, porque no
quiero ser egoísta. No he vuelto a rascarme aunque me pique.
No he insultado a las del equipo uno ni me he peleado con
ninguna de mis compañeras. Tengo pensamientos buenos
sobre sor Agustina y sor Micaela. Me he prometido, además,
que cuando empiecen las clases intentaré aplicarme en
aritmética todo lo que pueda. También haré un sacrificio con
la comida: me comeré toda la sopa de tomate, aunque vea
flotar los pellejos; y me comeré los huevos fritos tenga o no
tenga la clara de mocos. Y sobre todo rezaré mucho: por la
mañana, por la tarde, por la noche, a todas horas... Tengo que

159
ser buena, muy buena… Ay... cuánto me duele de cabeza...

***

5 de diciembre

Hace cuatro meses que te fuiste, y me parece que ha pasado


una eternidad. Ya nada es igual sin ti... Ni los juegos, ni las
charlas, ni las risas... ni siquiera las discusiones. Nada.
Este verano ha sido demasiado corto. En septiembre hemos
tenido un temporal de aquí te espero: granizos, lluvia, y una
tronada y una levantera que nos tuvieron que instalar en la sala
mucho antes de tiempo. La galería se ha quedado muy
solitaria: sólo unos rastrojos empujados por el viento y algún
que otro gato enzarzándose. Rufita está ocupando tu lugar. ¿Y
sabes qué te digo? Que me aburro mucho con ella. Ya la
conoces: habla poco, se ríe menos, y nunca le apetece
inventarse historias. Ni siquiera me puede ayudar con la
aritmética porque está más pegada que yo. Lo único que hace
es hurgarse la nariz a todas horas.
Este año hemos comenzado las clases con una asignatura
más: Formación Política. Estamos aprendiendo a conocer los
símbolos de la Patria; también la heroica trayectoria de
nuestro Caudillo y la de José Antonio Primo de Rivera,
fundador de la Falange. Después de la última clase, Inés y yo,
tras considerarlo detenidamente, hemos decidido que el día
que salgamos de aquí nos afiliaremos a la Sección Femenina,
para servir valerosamente los destinos de España, igual que
hicieron las muchísimas mujeres que derramaron su sangre
por amor a Cristo y a la Patria. Además, como su tía Herme
ya ha decidido venirse a Málaga a vivir con ella, podremos
estar juntas. Fíjate qué bien.

160
Otra cosa: ¿Recuerdas el pánico que le entraba a Mari Luz
sólo de pensar en convertirse en Lironda? Pues ya se ha
convertido. ¡Está feísima! Y Teresita, en Pitarrosa. Por cierto,
¿te has encontrado en el cielo a Felicita? Ya sabes que la
nombraron Luminaria y que acabó marchándose también. ¿A
que no imaginas a quién le dieron ayer el alta? A Pili. Se
disgustó muchísimo. Empezó a decirle a los médicos que si
no se encontraba bien del todo, que si le dolía el vientre, que
si tenía ganas de vomitar, y yo qué sé cuántas cosas más. Ellos
no la creyeron, claro, le dijeron: ¡anda, anda, Caperucita, que
tienes más cuentos! Y allá que se la llevaron a la sala de yeso.
A la que también le han puesto la escayola corta de salida es
a Justina. Hoy la han levantado de la cama y la han puesto a
caminar, con la ayuda de una silla. Veremos el tiempo que
tarda en soltarse, ya sabes que las del otro equipo son más
torpes.
¿Sabes que esta vez, cuando se volvieron a marchar mis
padres y mis hermanos a Teruel, no me deshice en lágrimas ni
estuve tan mustia como el año pasado? Será que estoy
madurando, como dice sor María. Mis tíos, desde que hace
frío, vienen muy de tarde en tarde porque dice mi tía que ella
se resfría con mucha facilidad. A mi abuela hace mucho
tiempo que no la veo. Creo que su corazón sigue estando
enfermo y que apenas si sale a la calle. ¡Ah, una cosa! Todavía
no ha vuelto Paulina. Es raro, ¿no? Un día le pregunté a
Mercedes si sabía cuándo iba a volver del camposanto, ¿y
sabes qué me contestó?
«¡Hija, pareces tonta! Cómo va regresar si ya está arraigá.»
¿Por qué Mercedes será tan complicada para hablar? Por lo
demás, todo sigue igual. Seguimos jugando a lo de siempre y
recibiendo visitas, que vienen con las manos vacías, más las
importantes del director, que también las traen vacías, pero
enguantadas. Al cine no hemos vuelto a ir. ¿Será que no han
hecho más películas?

161
¡Ojú, que pesadez, no me puedo dormir!... Llevo tanto rato
con la cuña puesta que ya me está doliendo la espalda... Antes
de que apagaran la luz, la tenía Mariquilla; cuando ella meó,
se la pasó a Inés. Inés me la pasó a mí. Y entonces, sin avisar,
¡hala!, apagan la luz. Y así estoy desde entonces, con esto
pegado al culo. Seguro que ya es de madrugada... Y es que
está tan llena, que tengo miedo de quitármela y que se me
caiga al suelo. O peor aún: que se me vuelque en las sábanas.
Menuda se armaría... Si al menos pasara alguna vez la monja
de guardia... ¿Se habrá quedado dormida? No me extrañaría.
Como le haya tocado a sor Agustina, seguro que sí. Siempre
tiene esos ojillos de sueño... En fin...
Uffff, qué ganas tengo que salga el sol. Odio tanto las
noches... Es durante la noche cuando una se muere... Vito y
Lauri se murieron de noche... Ya está Rufita quejándose otra
vez. Seguro que está con fiebre.
—Rufita... Rufita, ¿me oyes? ¿Qué te pasa?
—La garganta, que me duele mucho.
—Pues como te pongas tan enferma como estuve yo... ¿Tú
te acuerdas, Rufita?
—Sí, me acuerdo.
—No me apetecía jugar, ni hablar, ni oír a nadie... Ojú, que
mal me encontraba... La cabeza me dolía como si me fuera a
estallar, y además sentía náuseas, y tenía tal tiritera, que ni las
tres mantas que me habían echado encima conseguían
calentarme. Inés, igual que hice yo con Vito, no dejaba de
hablarme, ¿te acuerdas?... ¿Te acuerdas, Rufita?
—Sí, pesada, me acuerdo.
—Ah, creí que te habías dormido. Que digo, que me contó
tantas cosas que me tenía loca: que si su abuelito tenía tres
ovejas y ahora no tenía ninguna por culpa de los lobos que se
las comieron; que su madre murió porque uno de los Lebrisco
le echó un mal de ojo; que si su padre ya no se habla con el
abuelito porque éste no le perdona haber abandonado a sus
hijos para irse con la mujer del pelo rojo; que si el campo de

162
su pueblo tiene duendes y por eso crecen las berenjenas más
grandes de toda la comarca... Yo le decía: cállate, Inés, que ya
no puedo más. Pero ella insistía: no, no, que si te duermes
seguro que no te despiertas. Y seguía, y seguía, y seguía. Y
cuando me quedaba un poco traspuesta, me sacudía el brazo y
continuaba contándome cosas de su abuelo, de su padre, de su
pueblo... Lo único bueno que recuerdo de aquel...
—Qué mal huele...
—Digo, que lo único bueno que recuerdo de aquel día fue
que me libré del baño. Inés intentó hacerse la enferma, para
así librarse también, y se puso a toser y a decirle a todo el
mundo que le dolía la garganta y que se notaba la frente
caliente, pero nadie la creyó; a ver, si ya sabes tú la cantidad
de veces que ha fingido encontrarse mal cuando la van a
bañar. ¿A que sí?... Rufita, ¿me oyes?
—Síii.
—Bueno, pues cuando se la llevaron, me quedé dormida y
tuve un sueño de lo más extraño... Me vi caminando por una
ciudad derruida. Apenas si había una casa en pie. Hacía frío,
mucho frío. Todo a mí alrededor estaba lleno de escombros,
de soldados muertos, de niños abrazados a sus madres, sin
vida. Algunas personas se cruzaban entre sí, sin apenas
mirarse... Les grité: ¿Qué ha ocurrido? ¡Por favor, díganme
algo!
—¡Cállate ya, pejiguera, que no nos dejas dormir!
—Acércate un poco, Rufita... Yo es que no puedo
moverme, tengo la cuña puesta... Lo que te decía: que nadie
me hacía ni caso. Todos pasaban de largo, como si no me
escucharan, como si yo no existiera... Hasta que ya no pude
más y me derrumbé llorando en la acera. Si supieras lo sola
que me sentía... tan abandonada... De pronto se forma una
densa bruma a mi alrededor, y escucho una voz detrás de mí.
Me vuelvo. ¡No puede ser!, me digo, ¡es Vito!... Doy varias
vueltas a mí alrededor, intentando encontrarla, y entonces
ocurre algo asombroso: un remolino de viento me envuelve

163
por todas partes... Yo cierro los ojos y aspiro con fuerza, como
dejándome llevar... y al momento, ¿sabes qué me pasó? Que
me veo elevándome, ¡tal como te cuento! Abro los brazos y
empiezo a volar con la misma agilidad que un pájaro,
planeando, haciendo cabriolas y montones de piruetas en el
aire... De repente, frente a mí, aparece Vito... Mira, mira,
Rufita, se me pone carne de gallina... Rufita, ¿me estás
oyendo?
—Que sí, pesada.
—No podía creérmelo... Se hallaba a unos cuantos metros,
jugando con varias angelitas que gritaban y se perseguían las
unas a las otras. Estaba radiante, llena de vida... Me sentí tan
feliz que me eché a reír. Ella también se reía mucho, como
nunca lo había hecho antes. Le pregunto: ¿Vito, puedo jugar
con vosotras?
—¡Oye, loca!, ¿te vas a callar de una vez?
—¿Me oyes si te hablo así de bajito?
—Sí.
—Pues eso, que cuando le pregunté si podía jugar con
ellas, no me contestó, siguió planeando como una gaviota,
riendo, persiguiendo a las demás. Yo deseaba con todas mis
fuerzas unirme a ellas, pero me era imposible volar tan rápido.
Le grito: ¡Vito! ¡Ayúdame! ¡Quiero ir contigo! ¡Espérame!...
Y entonces... ¡Zas! Me despierto, empapaíta de sudor. Al poco
de esto, cuando vuelve Inés del baño, le digo: Inés, quiero
morirme. ¿Y sabes qué, Rufita? Que se quedó como si tal
cosa. Illa, la calentura t’a puesto jarula perdía, me dice. Yo
me acerco al filo de la cama, y le digo: Inés, acabo de ver a
Vito, te lo juro. Está en un sitio maravilloso, un sitio en el que
se vive con la misma libertad que las gaviotas. ¡Allí se puede
volar, Inés! Es un lugar increíble, no te imaginas... Huy, por
Dios, me dice así, poniendo cara de asco, estás peor de lo que
creía. Yo no hice caso de su comentario, ¿para qué? Le digo:
si vieras lo contenta que está Vito... Y además está llena de
vida, y mucho más guapa que cuando estaba aquí. Te lo digo

164
porque la he visto tan cerca como te estoy viendo a ti ahora
mismo. ¡Pero qué estás diciendo, loca! Me grita. ¿No te das
cuenta de que sólo ha sido un sueño? No, Inés, le contesto,
creo que esto que me ha sucedido no ha sido un sueño. Por eso
mi único deseo, si me nombran Luminaria, es ser importante
allí, en el cielo. ¡Tú estás jarula perdía! Me suelta. Al rato, ya
próxima la hora de la cena, va y me zarandea del brazo: eh,
Irenita, escúchame; que he estado pensando en todo lo que me
has contado y he decidido que yo también quiero morir. Pero
no le hice caso. Me encontraba tan mal en aquel momento que
ni siquiera tuve ganas de abrir los ojos. ¿Sigues despierta,
Rufita?
—Síiiii.
—Está bien, no chilles. No sé el tiempo que transcurrió
cuando de nuevo me volvió a zarandear del brazo: Irenita,
Irenita, escúchame; si tú te has contagiado de Vito, yo me
contagiaré de ti, ¿te parece? Y entonces, sin avisar, me mete
un dedo en la boca. ¡Qué haces, cochina! Le grito. No me
contestó. Se chupó el dedo como si acabara de comerse un
dulce. ¡Hala, ya estoy contagiada! Me dice tan pancha. Pero
Inés no se contagió. A la mañana siguiente, después de que
sor Micaela me nombrara Luminaria, fui trasladada a la
habitación acrisolada. Inés me despidió llorando,
prometiéndome no probar bocado.
»Lo que sucedió en los días posteriores no lo recuerdo muy
bien. Solo sé que mi madre estaba sentada junto a mi cabecera,
acariciándome y susurrándome algo. No sé cuánto tiempo
pasó hasta que la fiebre por fin desapareció, y con ella el dolor
de cabeza. Y ¡hala!, ya estaba curada. Al llegar, todas me
recibisteis con una gran ovación. En mi vida me había sentido
más importante que en ese momento. ¡Era Luminaria!... Era
lo que siempre había deseado ser... Sor Micaela detuvo mi
cama en mitad de la terraza, y con gran emoción escuché
como me cantabais el himno:

165
Volviste cantando con tu ángel de la guarda,
Volviste sonriendo con valor en la mirada...
Amor, amooor, amor de iluminada;
Amor, amooor, amor de consagrada;
Amor, amooor...
—¡Sor Agustina! ¡Dígale a esa loca que se calle!

166
Capítulo VIII

Diciembre 1950

Cada año que pasa, sor Micaela hace peor el Nacimiento. Otra
vez está poniendo el río con el mismo papel de estaño de
siempre. ¿Es que no se da cuenta de lo arrugado que está ya?
Ah, si pudiera hacerlo mamá... Entonces se iba a enterar de
cómo se hace un belén de verdad. Recuerdo que los patitos los
colocaba sobre un espejo, y enteramente parecía que estaban
nadando en el río. Los montes los formaba con papel de
estraza, luego los pintaba con anilina verde y quedaban la mar
de bonitos, con sus casitas, sus cabritas...
—¡Sor Micaela, que se le ha caído una gallina!
¿Y el portal? Es como si lo estuviera viendo ahora mismo...
Era un puchero de barro que se le rompió un día mientras lo
estaba fregando. Nos dijo:
«Anda, mira por donde vamos a tener la próxima Navidad
un portal de belén chanchi.»
Y lo cogió, lo envolvió en papel de periódico y lo guardó
en el baúl, para cuando llegara el momento. Arriba, en lo más
alto del monte, colocaba siempre el castillo. Era un castillo de
corcho, que conservaba del Nacimiento que hacían en su casa,
cuando ella era pequeña. A cada lado de la puerta, ponía a un
soldado medio roto, vestido de rojo, y que ella decía que eran
mutilados de guerra. Toda una tarde se la pasaba recortando

167
estrellitas de papel de estaño, para hacer el cielo. (El papel,
que solía dárselo abuela, no era otra cosa que envoltorios de
bombones.) Después preparaba una pasta de harina y agua y
las iba aplicando sobre un papel azul que ya había dispuesto
en la pared, con cuatro chinchetas. Y en el centro colocaba la
luna, siempre en cuarto menguante (eso decía papá). Figuritas
de barro teníamos cuatro solamente, y las cuatro estaban
mutiladas. Pero la última Navidad que pasé en casa, mamá
dijo:
«¡Vaya aburrimiento de belén, qué triste está!»
Y como no tenía dinero para comprar figuritas, decidió
hacerlas ella misma. Para ello empleó cartón y una gachuela
de harina a modo de barro, y luego les dio color con anilina.
Hizo unas seis o siete. Le quedaron que parecía enteramente
que las había comprado (eso dijo María, la vecina). Me
acuerdo que una de las figuras era la de un pastor haciendo
caca. ¡Qué risa! El día de Navidad estábamos esperando la...
—¡Sor Micaela, que se le ha caído ahora un pastor, mírelo,
lo tiene ahí... ¡No, en el otro lado!
Pues eso, que mientras estábamos esperando la visita de
abuela, papá le dice a mamá:
«Quita eso, mujer, que va a decir mi madre que es una falta
de respeto.»
Mamá le contesta:
«¿Es que acaso en aquella época la gente no hacía sus
necesidades?»
Y papá:
«A mí no me importa lo que hiciesen, he dicho que quites
al cagón de ahí mientras esté mi madre. ¡Y no se hable más!»
Y mamá lo quitó. Pero en cuanto se fue abuela, volvió a
ponerlo.
Qué bien lo pasábamos... Por la noche, después de cenar,
cantábamos frente al belén. Solían venir nuestras dos vecinas,
Luisa y María, con sus maridos. Mamá se acompañaba, al
cantar, del ruidillo que hacía al frotar una cuchara en una

168
botella de anís vacía. Perico lo hacía con una zambomba, y yo
con una pandereta.
—¡Eh, sor Micaela, que no ha puesto la nieve!
—¡Oye, niña, cuando Jesús nació no nevó!
—¿Y usted por qué lo sabe?
—Eso, eso —salta Inés— ¿A ver, por qué lo sabe usted?
—Porque en Belén de Judá nunca nevaba.
—Pues mi madre le ponía al Nacimiento nieve; y mi padre,
que es maestro y lo sabe todo, nunca le dijo eso.
—Pues tu padre andaría despistado.
—Sí, ya, despistado.
—¡Sor —grita Filo—, que desde aquí no se ve al Niño!
—¡Pues desde aquí sí! ¡Fastídiate! —grita Lolilla.
—¡Te fastidias tú, bicha, que no ves de frente a la Virgen
y Ella es más importante!
—Pero ¿qué dices, loca? El más importante es el Niño. ¿A
que sí, sor Micaela?
—¡Por Dios, niñas! ¡Que me estáis volviendo loca!
—¡Sor Micaela —grita Teresita—, si sacara usted la cuna
del Niño más hacia fuera del portal, lo veríamos todas!
Vamos, pienso yo.
—Claro, no debería estar tan escondido —le apoya Rufita.
—¡Vosotras sí que tendríais que estar fuera, para que yo
me quedara en paz!
—¡Eh, sor Micaela! ¡No se vaya, que no ha puesto el cielo!
—¡El cielo! ¡Que se le olvida!
—¡Que se ve la pared!
—¡¡Silencio!! ¡Como oiga una sola voz quito el belén
ahora mismo!
—Pa como está, qué más dá.
—¿Qué hablas tú por lo bajito, mosquita muerta?
—¿Yo? Náa, no he dicho ná.
—Más te vale. ¡Y a la próxima que vuelva a hablar, que se
atenga a las consecuencias! ¿Entendido? ¡No he oído nada!
—¡¡Síiii, Sor Micaela!!

169
Sor Micaela abandona la sala. Inés sacude con rabia el
embozo de la sábana.
—¡Está cada día má chalá!
—¡Mira que hacer un belén sin cielo! Hay que ser esaboría,
no me digáis.
—Es que lo hace sin ningún interés. Para ella esto es una
obligación y nada más.
—Pues que deje que lo haga otra persona. No te fastidia la
marimandona, que siempre tiene que ser ella la única en todo.
—¡Cuidado, que viene!... ¡Anda!, pero si trae un pliego de
papel azul. Pues ya podía haberlo dicho antes.
—Seguro que no está estrellao —dice Inés
incorporándose—, me apuesto lo que queráis.

***

La cena de Nochebuena es especial: sopa de fideíllos, pollo


con papas fritas y un vaso de leche con cinco galletas.
Mari Luz, aunque ya se le pasó la fiebre, tiene pocas ganas
de comer. Y a Maruchita le pasa lo mismo, que está con la
garganta mala. Sor Micaela les aconseja que no ofendan a
Dios en esta santa noche despreciando un alimento tan
nutritivo como es el pollo. Y Maruchita, que lo último que
quiere es ofender a Dios en esta santa noche, hace un notorio
esfuerzo por picotear lo que tiene en el tenedor.
—Oye, si no puedes no te preocupes que yo me lo como —
le dice Rufita que ya está rebañando su plato.
—¡De eso, ná, guapa! —salta Inés—. ¿Y yo qué?
—Tú ná, que yo me lo he pedido antes.
—Pues lo repartimos pa las dos, ¡no te digo! —insiste
Inés—. Que yo también me quedao con hambre.
Rufita duda, luego negocia.
—Vale, pero aparte me das dos galletas de las tuyas porque
para eso yo me he adelantado en pedirlo.

170
Inés vacila.
—¡No tié rostro ni ná la niña! Vale, de acuerdo —y se
dirige a Maruchita—. ¿Qué pasa, illa, te lo vas a comer o no?
La porción de pollo comienza a pasar de cama en cama.
Maruchita se la entrega a Carmencita, que se chupa los dedos
después de pasársela a Lolilla; y ésta hace lo mismo cuando
se la pasa a Rufita. Una vez en su plato, la ración de pollo es
dividida en dos porciones. Seguidamente Rufita le entrega una
porción a Teresita, y por fin ésta se la da a Inés.
Cuando Rufita apura el hueso, le recuerda a Inés que aún
no le ha dado las galletas. Inés, con una mirada un tanto
despectiva, le responde que no sea tan agoniosa. Rufita le
advierte que ni se le ocurra volverse atrás porque de lo
contrario se va a enterar de lo que es bueno. Inés, que nunca
se atreve con ella, de mala gana le pasa a Teresita las dos
galletas. Teresita deja el pan con el que está rebañando la salsa
del plato, recoge las dos galletas y se las entrega a Rufita, que
al morder una de ellas protesta porque sabe a pollo.
—¡Callaos, que os voy a contar una cosa! —exclama
Carmencita, cortando la discusión—. ¿Sabéis cómo pasan la
Nochebuena en mi casa? Divinamente, que lo sepáis. ¿Que
por qué? Pues porque mi madre guisa como ninguna madre
del mundo. Y mi abuela ni os cuento: sabe hacer unos dulces
con almendras y azúcar que os chuparíais hasta el codo.
—Pues mi abuelo —dice Inés—, como está solo habrá ido
a cenar a casa de tita Matilde. Y seguro que ha hecho gachas
con miel y chicharrones fritos. Luego se tomarán una copita
de anís, como suelen hacer siempre en Navidad.
—¿Sabéis la costumbre que tiene mi padre? —dice
Rufita—. Echar uvas pasas en aguardiente. Después de la
cena se empeña en que todos tienen que probarlas; y como a
casi nadie le gusta, él siempre se enfada.
—Pues en mi casa —dice Mari Luz—, la Nochebuena es
muy divertida: después de cenar se reúnen todos los vecinos,
y cada uno siempre lleva algo: mantecados, anís,

171
borrachuelos, vino dulce... Y si va Heliodoro, que es el más
rico, hasta lleva turrón. Luego cantan villancicos, tocan la
pandereta y la zambomba y cuentan historias y chistes; y
cuando se despiden, mi abuelo siempre dice: ojalá que esto se
repita durante muchos años.
—En mi casa —dice Lolilla—, esta noche todos estarán
muy tristes recordando a mi prima Fátima, la que os dije que
ha murió con ocho años porque le dio un paralís.
—Pues en la mía, la Navidad debe ser maravillosa. Me
imagino a mis hermanos revolcándose por la nieve,
lanzándose bolas... Y seguro que toda la casa estará oliendo
ahora a borrachuelos (porque mi madre también sabe hacer
borrachuelos). En la cena de esta noche, cada uno se comerá
un huevo frito con ricitos, como a papá le gusta. Luego, al
abrigo del brasero y ante el belén, mamá entonará villancicos
mientras papá y mis hermanos tocarán la pandereta y la
zambomba.
Con gesto alegre, hace su aparición en la sala sor Micaela,
acompañada de las demás monjas, portando todas ellas
panderetas y zambombas. Forman un semicírculo ante el
Nacimiento. Sor María, algo más retirada del grupo, nos pide
guardar silencio, para seguidamente elevar los brazos y
apuntar:
—Un, dos, tres:

¡San José al Niño Jesús,


Un beso le dio en la cara,
Y el Niño Jesús le dijo:
Que me pincha con la barba.
Pastores venid, pastores llegad...!

Miro a sor Micaela, contemplo su sonrisa, tan poco


habitual, el entusiasmo con el que toca la pandereta. Es
extraño... Hasta me parece que es más buena. Ahora llegan
Rita e Isabel, a trompicones, muertas de risa, y corren a unirse

172
al coro... ¿Qué hace Rita con esa botella?... Está haciendo la
música de mamá...

Ay, del chiquirritín, chiquirriquitín,


Queridito del alma,
Ay, del chiquirritín, chiquirriquitín,
Chiquitín chiquitito del alma...

Se me han quitado las ganas de cantar. ¿Cómo lo estará


pasando Vito esta noche? ¿Celebrarán la Navidad en el
cielo?... La echo tanto de menos.
—¡Venga, Felipe, no te hagas el remolón y pasa!
Ahí está el portero. Apoyado en la puerta, con un cigarrillo
entre los dedos y sonriendo como si fuera un hombre bueno:
como si nunca hubiese requisado unos caramelos o unos
garbanzos tostados; como si no fuese culpable de que a más
de una madre le temblaran las piernas al pasar ante él.
Ya se decide a entrar. Las monjas se hacen a un lado para
dejarle un hueco junto al belén. Una vez, todos acoplados,
empezamos a cantar de nuevo dirigidos por Sor María, que ya
aletea de nuevo sus brazos:
Noche de paz, noche de amor...

***

Hoy, veinticinco de diciembre, por ser el día más


importante del año (como dice sor María), estamos esperando
la llegada de las autoridades, que como de costumbre nos
visitan en estas fiestas.
Nuestras camas lucen las colchas blancas de volantes, que
sólo se ponen en las grandes ocasiones. Hemos puesto
especial atención en lavarnos, tal como nos ha dicho sor
Micaela. Me he restregado tanto la cara, que cada vez que me
paso la lengua por los labios me sabe a jabón, y cuando me río
me tira la piel. A Inés le ocurre lo mismo, y a las dos nos brilla

173
la nariz. Luego Mercedes ha venido y nos ha cortado las uñas.
Nos las ha cortado tanto, que parece que nuestros dedos ya no
tienen uñas. (Y Rufita dice que a ver cómo se saca ahora un
moco.) Las que tenemos pelos, nos hemos peinado muy bien,
mojándonos la cabeza y pegando con jabón los que estaban
tiesos. Y las que están rapadas, se han restregado la toalla por
el coco un montón de veces. Después ha venido sor Micaela
con un frasco de colonia y nos ha ido perfumando una por una.
Han puesto flores en las mesas, y toda la sala ha quedado
muy bonita. Y además huele muy bien. Sor Juana dice que da
gloria entrar aquí, pero que la sala de los niños no tiene nada
que envidiar a ésta, y que hoy están todos guapísimos.
Ya hace rato que estamos boca arriba, con la ropa de la
cama perfectamente estirada y las manos tal como nos ha
dicho sor Micaela: cruzadas, sobre el embozo. Y las
autoridades que no llegan. ¿Qué nos traerán de regalo?
—¡Eh, mirad, ya vienen!
—¡Sí, sí, si ahí están!
Aparece en primer lugar el señor Obispo, acompañado por
varios sacerdotes y asediado por todas las monjas del
sanatorio. Le siguen varias señoras, elegantemente vestidas.
Algunas, como tía Eulalia, tienen un bichajo muerto enrollado
al cuello; otras se cubren las manos con la piel de otro bicho,
convertida en manguitos. Seguidamente entran tres señores
calvos (dos de ellos con bigote), más el director y la plantilla
de médicos. Finalmente, cuatro hombres portando montones
de cajas.
El señor obispo se detiene en cada cama. Sonríe, habla
unos minutos con cada niña; después extiende la mano para
que le bese el anillo; y antes de retirarse la bendice.
¡Jesús, qué nervios!... El Señor Obispo y el Gobernador
Civil son personas tan importantes... Y por si fuera poco, sor
Micaela delante, pendiente de todo lo que hacemos o decimos.
—Hola, pequeña.
—Hola, señor Obispo.

174
—¿Cómo te llamas?
—Irene, para servir a Dios y a usted.
—¿Qué tal te encuentras?
—Bien, señor Obispo, me encuentro muy bien.
—Oh, qué barbaridad... Tienes... una, dos, tres, cuatro,
cinco, seis estampas de santos y vírgenes colgadas del
cabecero. Tú debes ser una niña muy piadosa, ¿verdad?
—Sí, señor Obispo. Y además soy Luminaria.
—¿Luminaria? ¿Qué significa eso?
—No haga caso, Monseñor, es... son tonterías que se
inventan.
—Déjela, déjela que me lo explique ella. Continúa,
pequeña.
—Luminaria es una niña que ha alcanzado su última
prueba.
—¿Y en qué consiste esa última prueba?
—En que tenemos que estar tan enfermas como para que
nos aíslen en la habitación acrisolada. Más adelante, si
mejoramos y volvemos de nuevo a la sala, somos recibidas
por nuestras compañeras con una gran ovación —el señor
Obispo retiene mis manos entre las suyas. Su apacible sonrisa
se parece a la de un santo milagroso que yo tenía en una
estampa. Ya no me inspira tanto temor. Le sonrío—. Las
Luminarias somos muy queridas por todas.
—Os lo merecéis.
—Y entonces, cuando ya somos Luminarias, ni sor
Micaela ni nadie nos puede pegar, porque somos importantes.
—Je je. ¡Es tan fantasiosa esta criatura!
El Señor Obispo la mira.
—Nunca hay que pegar, sor Micaela.
—Siempre somos importantes —continúo—, siempre. Si
hemos sobrevivido, somos importantes aquí, y si no, lo somos
en el cielo.
—¿Ah, sí?

175
—Sí. Vito se ha salvado. Ahora es importante en el cielo y
está muy feliz allí. Se lo digo porque yo la vi. Por eso mismo
dejé de tenerle miedo a eso de morir.
—Pero ¿cómo la viste?
—En un sueño. Bueno, en realidad no sé si fue un sueño.
Fue algo extraño.
—Ya. Los niños siempre os salváis porque estáis muy
cerca de Dios.
—Eso dice sor María —sor María sonríe—. Lo que pasa
es que como sor Micaela nos tiene dicho que rascarse el mini
es un pecado mortal...
—¡Pero niña, qué estás diciendo! Monseñor, le ruego que...
que perdone...
—Déjela seguir, por favor. Continúa, pequeña.
—Pues eso, que un día Vito se estaba rascando, y como
luego se murió... pues ese era mi miedo, que estuviese
ardiendo en el fuego eterno del infierno.
—El señor Obispo sonríe.
—Je je je —ríe sor Micaela.
—¿Has recibido ya a Jesús Sacramentado?
—¿A Jesús?
—Niña, te pregunta que si has hecho la Primera Comunión.
—Ah, no, no la he hecho todavía, señor Obispo.
—Dile al señor Obispo cuando la harás.
—El año que viene.
—¡No, niña! —sor Micaela me zarandea un pie—. La
haces en mayo, dentro de cinco meses.
—Bueno, lleva razón —dice el señor Obispo—, es el año
que viene.
—Je je... es verdad, es verdad, el año que viene, eso es, que
aún no hemos acabado éste...
—Sigue siempre así, pequeña.
El señor Obispo pone ante mi boca su anillo. Lo beso. Él
se inclina y me besa en la frente.

176
—Que Dios te bendiga, Irene. Y no olvides nunca que eres
Luminaria.
—No, señor Obispo. No lo olvidaré.
El señor Obispo habla con Rufita. Los señores calvos se
detienen ante mi cama.
—Ésta lleva ingresada casi tres años —dice el Doctor
Lazárraga—. Ha tenido varias recaídas.
—¿Qué edad tienes, pequeña?
—Ocho años, señor.
—Anda, pero si ya eres toda una señorita; y además muy
guapa. Tendrás ganas de marcharte, ¿verdad?
—No, señor.
—¿Cómo? ¿Que no te quieres ir?
—A todas les pasa igual —le explica el Doctor
Lazárraga—, que por nada del mundo quieren irse de aquí.
Cuando se les da el alta, se ponen a llorar como una
Magdalena.
—Qué cosa más curiosa... Pues nada, jovencita, a portarse
bien, ¿de acuerdo?
—Sí, señor.
Ahí vienen los hombres repartiendo las cajas.

***

—¡Dios mío!... ¡Qué de cosas buenas!


—Inés, a ver, enséñame la tuya... ¡Hala, qué de dulces!
—¿Todavía no la has abierto, Teresita?
—Oye, ¿tenéis mazapanes?
—Yo sí. ¿Y vosotras tenéis peladillas?
—Sí. ¿Y de esta cosita envuelta en papel amarillo?
—De eso yo tengo tres.
—¿Y tenéis turrón del duro?
—Si, mira.
—¡Anda, yo no tengo!
—¿Pero tienes del blando?

177
—Sí.
—Pues entonces no te quejes.
—¿Qué nos comemos primero?
—Un mazapán.
—Vale. Y luego una de estas cositas amarillas...

***

¡Por Dios!, qué cara trae sor Micaela... Y viene hacia mí.
—¡Te voy a dar una...!
—¡No! —grita la sala—¡Que no se la puede pegar, sor
Micaela! ¡Que es Luminaria!
La mano de sor Micaela titubea en el aire.
—¡Tienes idea de cómo te has comportado? ¡Maldita sea!
¡Mira que os lo advertí! ¡Qué hablarais con respeto al señor
obispo! ¡Y tú, majadera, tú le has hablado a Don Ángel
Herrera Oria de una manera que no tiene perdón de Dios!...
Jamás nadie en su sano juicio se hubiese atrevido a decir las
cosas que tú has dicho... Sólo tú, hija, sólo tú tenías que
hacerlo, la sabidilla de siempre, la que tiene la cabeza llena de
pájaros... ¡Pero quién te has creído que eres! ¡Contesta!
—No sé.
—¡Pues yo si lo sé! ¡Eres una ilusa! ¡Una mentecata! ¡Eso
es lo que eres! Así que deja ya de contarle a todo el mundo tus
estúpidos sueños que a nadie le interesa... ¡Y una cosa os digo
a todas: aquí nadie es importante! ¡¡Nadie!! Y en el cielo
menos aún, ¡que lo sepáis! ¡Ya está bien de tanta estupidez,
diantre! ¡Esta majadería está llegando demasiado lejos! ¡Me
oís? ¡Demasiado!... ¡Escuchadme todas! ¡Desde hoy se
acabaron las... la...!
Qué ataque de tos le está dando.
—Sor Micaela, ¿qué le pasa? —le pregunta sor Maria, que
acaba de entrar en la sala—. ¿Se ha atragantado?... Venga,
tranquila, tranquila... Respire por la nariz, respire... Eso es,

178
despacito... Aquí tiene el pañuelo, tome... Jesús, qué mal lo ha
pasado.
—Ay... Ay, por Dios...
—¿Mejor?
—Sí, sí, ya se me pasa... Ay... Ay... Estas dichosas niñas
me van a matar un día...
—¿Seguro que está bien?
—Sí, sí...
—Verá usted, yo es que venía a decirle que tendré que salir
antes de la una porque ha llamado mi hermana y dice que la
camioneta sale a la una y media, y claro, es que no me da
tiempo a llegar.
—Está bien, váyase. Y tú, sabidilla, que sepas que vas a
tener un castigo de mucho cuidado. Así aprenderás.
—No, sor Micaela. Irene es Luminaria.
—¡Usted también, sor María!

***

Ésta es la noche más maravillosa del año. Desde que


anocheció y la negrura lo cubrió todo, no despegamos la vista
de las ventanas. Sólo por hoy, el pabellón de los quirófanos
que vemos a través de los cristales, ha dejado de ser el lugar
más odioso y temido para convertirse en el más fantástico del
mundo. Aún está oscuro. Pero dentro de poco, cuando las
luces se enciendan, será la señal de que los Reyes Magos han
llegado.
—¡Vamos, vamos! —Grita sor Micaela haciendo
palmas—. ¡Acabad de una vez la cena que los Reyes están a
punto de llegar!
—Y como os pillen despiertas —añade Mercedes— adiós
muy buenas: se dan media vuelta y a esperar otro año.
Por todas partes se escuchan grititos. Y yo no quiero seguir
comiendo más...
—Inés, ¿quieres más pescado del mío?

179
—No.
—Anda, cómete estos dos aunque sea…
—Te he dicho que no, pesá.
—¡Ojú, qué aturrullo, no me va a dar tiempo!
—Me parece que ya están ahí —dice Sor Micaela con una
mano a modo de visera.
—¿Qué? ¿Que ya están ahí?
—¡Ahí están! ¡Ya vienen!... Ah, no, no son ellos —dice
con una sonrisita—. Es que me había parecido.
—¡Ufff, menos mal!
—Maruchita, cómete éstas dos sardinas mías, anda…
—Yo no las quiero cómetelas tú, no te digo.
—Si es que no puedo, y ya están a punto de llegar los
Reyes…
—¿Qué regalos pensáis que os traerán este año? —
pregunta Mercedes repartiendo las naranjas.
—¡Yo he pedido una cocinita!
—¡Y yo un muñeco!
—Yo también lo he pedido, Inés. Con faldón y capotita.
—¡Yo he pedido una cama con un muñeco!
—¡Y yo un montón de recortables!
—¿Y tú, Maruchita?
—Un cartón con cosas de médico, como el que le trajeron
a Vito el año pasado. —¡Yo he pedido un espejo y un peine!
—Bueno, vamos a ver —dice Sor Micaela—: vosotras
mucho pedir mucho pedir, pero ¿os habéis portado bien este
año?
—¡¡Síiiiii!!
—No sé, no sé... —dice tocándose la barbilla—. Bueno,
Mercedes, esta noche acaben pronto de retirar las bandejas
que apago la luz enseguida. Y luego, chitón, ¿eh? No quiero
oír ni una sola palabra.
—Inés... ¿Estás despierta?
—¡Chisst! No hables.

180
—Es que me había parecido que se acercaban camellos.
Pero no, son las ramas de los árboles, que las mueve el aire.
—¿No ves que el pabellón aún sigue a oscuras?
—Oye, Inés, ¿se habrán olvidado de este sanatorio?
—¡Anda ya! Lo que pasa es que el mundo es mu grande y
tién que repartir muchos regalos. ¿No lo entiendes?
—¡Ufff, cómo tardan!
—¡Mirad, se ha encendido la luz!
—¡Ya están ahí!
—¡Han llegado!
—¡Están ahí, están ahí!
—¡Chsssssst! ¡Callaos!
—¡Ay, qué emoción!
—Inés, ¿te has tapado la cabeza?
—Sí, no chilles.
—Rufita... Rufita, ¿te has dormido?
—Qué pesada, verás cómo te van a oír.
—¿Llegaste a poner en la carta, además de la cocinita, la
caja de lápices de colores?
—Sí.
—Pues no creo que te lo traigan.
—No, lo dirás tú.
—¡Chsssst! ¡Callaos, bichas, que os van a oír!

***

Lo tengo entre mis brazos y no me lo puedo creer... Qué


cosa más preciosa de muñeco... Lleva puesto un faldón
celeste, una camisita y un gorrito del mismo color. Tiene los
ojitos azules y la boquita un poco abierta, para que se le pueda
poner el chupete que lleva colgado al cuello. ¡Estoy tan
contenta!
La pobre de Inés está disgustada. Era la segunda vez que
pedía un muñeco y le han traído una caja de lápices Alpino y
un cuento. Rufita le dice que no se queje tanto, que ella pidió

181
una cocinita y sólo le han traído una ollita y una sartén. La que
está contentísima es Teresita. Le han traído un muñeco de
cartón duro la mar de bonito, pero sin cama. A Maruchita no
le han traído el cartón con las cosas de médico que pidió, sino
una cocinita. Y a la que le han traído el cartón con las cosas
de médico es a Lolilla, que ya se lo trajeron también el año
pasado. Rufita ya ha empezado a negociar con ella para hacer
un intercambio, pero Lolilla (seguro que para hacerla rabiar)
se lo está pensando. A Laurita le han traído una flauta y no
para de tocarla. Rocío está guapísima. Le han traído un collar
de pasta, unos zarcillos de aros y un peinecillo. Parece
enteramente una artista de cine.
—Inés, ¿te gusta el nombre de Azulito para mi muñeco?
Lo digo porque como está vestido de azul... ¿Qué te parece?
—Que es feísimo.
—Pues vamos a pensar otro, ¿vale?
—Piénsalo tú, pa eso es tuyo.
—Hija, qué antipática estás.
—Po mejor, porque se puede.
—Estás disgustada, ¿a que sí?
—No.
—¡Uy, que no!
—¡Y a ti qué te importa si lo estoy!
—A mí nada.
—Po entonse déame en pá.
—Oye, Inés...
—Otra vez. ¡Ojú qué pesá! ¿Qué quieres?
—Que he pensado una cosa: que le voy a cambiar el
nombre al muñeco.
—Y a mí qué.
—Que en vez de llamarle Azulito, que a mí tampoco me
gusta, le voy a llamar Inesito, como tú. ¿Qué te parece?
—Qué bueno.
—Como además tiene los ojos de tu mismo color... Mira,
fíjate.

182
—A ver... Es verdad, son mismitos a los míos.
—Ya te lo he dicho. El día que lo bauticemos, si quieres
puede ser tú la madrina. Así tendrás derecho a cogerlo
también. ¿Te parece bien?
—Sí, claro. ¿Cuándo lo vamos a bautizar?
—Mañana, cuando nos traigan la palangana.
—Antes de lavarte, ¿no?
—Naturalmente. No querrás que al pobre de Inesito se le
metan por los ojos los espumarajos.
—¡Ja ja ja!

***

Ay, Vito, tengo un montón de cosas que contarte...


Primeramente, que cada día que pasa quiero más a Inesito. No
solamente lo quiero yo, sino también Inés y Rufita, que lo
cogen tan a menudo que ya parece como si fuese de ellas. Los
primeros días estuve un poco preocupada. Pensaba: mira que
si viene Sor Micaela y me lo quita para ponerlo de adorno en
una de las mesas. Pero no. Fue pasando el tiempo e Inesito
seguía conmigo. Un día, recelosa todavía de lo que pudiera
pasar, le pregunto:
«Sor Micaela, usted no me quitará este muñeco igual que
hizo con la Cayetana, ¿verdad?»
Y me dice:
«No, niña, no ves que éste es pequeño. Y además, ¿cómo
va a estar en la mesa con lo corrientucho que es?»
Al oír eso, Vito, me entró una tranquilidad que no te puedes
imaginar. Vamos, que ni siquiera me importó que lo insultara.
La siguiente noticia es que a Inés ya casi le van a dar el
alta, y no veas lo alterada que está. Hace un par de semanas,
por lo menos, que los médicos le dijeron que debía de empezar
a andar, porque pronto saldría de aquí. Al oír eso no te
imaginas el disgusto que nos llevamos. Ella abrió los ojos así,
como espantada, y exclamó:

183
«¿Quéee? ¿Qué tengo que irme?»
«Pues claro, mujer —le dijeron—, ya estás curada.»
Inés me miró a mí, y yo la miré. Y las dos nos echamos a
llorar. Los médicos se miraban entre sí. El Doctor Marina dijo:
«¡Pero si llevas casi cuatro años! ¿Hasta cuando quieres
quedarte aquí?»
Inés, entre hipos, contestó:
«Hasta que sea mayor y pueda entrar en la Sección
Femenina.»
No te puedes imaginar, Vito, cómo se echaron a reír.
Al día siguiente la intentaron levantar, pero sentía las
piernas como si fuesen de trapo. Además se mareaba. Decía
que veía la sala dando vueltas, como si estuviese en un
carricoche. Pasaron más días, pero sus piernas seguían sin
fuerzas: cada vez que le colocaban la silla ante ella, para que
se sujetara al respaldo y echara a andar unos pasos, se ponía a
llorar y a desesperarse. Una mañana, sor Micaela le dijo:
«Me parece que esto ya está pasando de castaño a oscuro,
fíjate. Es imposible que todavía no puedas mantenerte en pie.
Vamos a ver, ¿tú crees que yo soy tonta? ¿Crees que me estoy
chupando el dedo a estas alturas? Me estás engañando, hija,
ya lo creo. ¿Y sabes qué te digo? Que es una estupidez que lo
hagas porque tarde o temprano tendrás que marcharte, y será
mejor para ti que salgas andando por tus propios pies que no
con muletas. ¿Comprendes? Es más, tenía pensado una cosa...
¿Quieres saberla?»
Inés respondió:
«Po bueno.»
Y sor Micaela:
«Pues que si de aquí a cinco días eres capaz de dar aunque
sea diez pasos, yo me encargaré de que no te den el alta hasta
que hagas la Primera Comunión.»
Al oír eso, a Inés se le iluminó la cara. Nos cogimos de la
mano y nos pusimos a gritar:

184
«¡Bieeen! ¡Haremos la Comunión juntas, haremos la
Comunión juntas, haremos la Comunión juntas!...»
Al día siguiente, Inés no dio diez pasos, sino muchísimos
más. Sor Micaela la observaba, sonriendo, y decía:
«Mira cómo va de dispuesta... ¡Anda que no sois
pilluelas!»
Ahora Inés ya no necesita ninguna ayuda para andar. Dice
que eso de poder moverse por donde una quiera es algo
fantástico, y que no se puede comparar con nada. Sin
embargo, hubo unos días en que se encontró muy triste y
contrariada. Y es que, cuando se vio reflejada en el cristal de
la puerta, descubrió que tenía en la espalda una gibosidad (así
es como sor Micaela le llama a la chepa). Pero no creas que es
tan grande, yo se lo digo:
«Inés, lo único que pasa es que tu espalda está un poco
saliente, pero casi no se nota, te lo juro.»
Pero ella salta:
«¡Cómo que no se nota! A ver si te crees que estoy chalá.»
No había pasado ni tres días de esto, cuando tía Eulalia me
trajo un libro que se titula Vidas de Niñas Santas. Inés se
entusiasmó muchísimo cuando leyó la vida de su santa. Dice
el libro, que Santa Inés era una niña que se deleitaba en el
amor de Cristo, y que de tal manera se consagró a Él, que todo
su gozo era visualizar cada pasaje de Su vida. Pero que al
cumplir los doce años, el demonio procuró arrebatarle
aquellos santos deleites que poseía su alma, pues cierto día, al
volver de la escuela, un mozo se quedó prendidamente
enamorado de ella. El joven le rogó que se dignase tomarle
por esposo, ofreciéndole un montón de cosas. La casta niña,
despreciando sus ofertas, le volvió la espalda, dejándole más
herido y loco de amor de lo que estaba antes. Después de
semejante desprecio, Procopio (que así se llamaba el joven) le
mostró y alargó, para que la recibiese, muchas más joyas y
ricas piedras. ¿Y sabes qué le dijo la niña Inés? “¡Apártate de
mí, tizón del infierno, incentivo de pecado, tropiezo de

185
maldad, manjar de muerte... apártate, que ya estoy prevenida
de otro Amante que me ha ofrecido mejores atavíos que tú me
ofreces!...” Total, que al final, por un motivo u otro, la
declararon bruja y la llevaron al patíbulo, entre un tumulto de
gente que gritaba: “¡Muera, muera la hechicera! ¡Muera la
sacrílega! ¡Muera la infame!...” Cuando el verdugo alzó la
espada, éste tembló y mudó de color, como si él fuera el
condenado a muerte. Ella, sin embargo, aguardaba el golpe
con tanto ánimo, que decía: “¿Qué haces? ¿Qué esperas? ¿Por
qué te detienes?” Diciendo esto, oró, recibió el golpe y fue
coronada de la gloria del martirio.
Así que Inés, después de leer todo esto, no sólo aceptó su
gibosidad con admirable bravura sino que además prometió
no casarse nunca. Deseaba imitar a su santa, poseer su
fortaleza, su fe, su amor a Jesús. Se consideraba incluso una
elegida de Dios, una mártir del destino. Pero pasaron unos días
y de pronto, sin saber por qué, volvió a estar triste, retraída,
acomplejada. A mí no me quedaban ya palabras de ánimo.
Objetaba todos mis argumentos, se enfurecía, me mandaba
callar. Una mañana, después de haberse lavado, se le ocurrió
echarse la toalla sobre los hombros, a modo de capa, y fue a
mirarse en el cristal de la puerta. Vino gritando:
«Irenita, Irenita, ¿a qué así no se me nota el bulto? ¡Mira,
mira!»
Y se dio media vuelta, boleando la toalla. Le dije:
«Inés, así es como debes ir siempre vestida, con capitas y
con abrigos muy amplios. ¿Te acuerdas del que se hizo mi
madre para pasar la bolsa ante el portero sin que éste se diera
cuenta? Lo recuerdas, ¿verdad? Pues tal como ella pasaba
inadvertidamente aquel montón de chucherías, así el pequeño
bulto de tu espalda ha de pasar inadvertido para la gente.»
Y nuevamente volvió a mirarse ante cristal de la puerta,
sujetando por ambos lados la toalla como si fuera la estola de
piel que utiliza tía Eulalia; y sonrió coqueta, dando unos pasos
a modo de artista de cine. A partir de ese momento cambió

186
otra vez: volvió a reír de nuevo y a ser como siempre ha sido:
alegre, divertida, chismosa...

187
Capítulo IX

24 de mayo 1951

Sólo faltan tres días para que hagamos la Primera


Comunión.
Por un lado estoy contenta, pues todos dicen que será el día
más feliz de mi vida; pero por otro lado estoy triste: a sor
María, la monja a la que más quiero, se la han llevado de aquí
y ya no la volveré a ver más.
Como sor Micaela nos ha obligado a memorizar el
catecismo al pie de la letra, llevamos ya un montón de tiempo
que ni jugamos ni apenas hablamos de nuestras cosas. No
hacemos más que estudiar. Ahora, dentro de nada, vendrá para
hacernos el último examen. Yo ya me sé de memoria un
montón de cosas: los Diez Mandamientos, las Virtudes
Teologales, los Sacramentos, los Siete Pecados Capitales, la
letanía de la Virgen, el Acto de Contrición, el Yo Pecador...
¡Ahí viene!
—¡Inéees! ¡Siéntate aquí, corre!...
—¡Atención, niñas! Tú, Inés, deja de zanganear y siéntate
de una vez en tu cama. Vamos a ver... Empecemos con los
Artículos de la Fe. ¿Qué son los Artículos de la Fe?
—¡Los principales misterios de ella!
—Dijimos que el primero es creer en Dios. ¿Qué entendéis
por Dios? Tú, Beatriz.
—Que es un Señor infinitamente bueno, sabio, poderoso,
principio y fin de todas las cosas.

188
—Muy bien. Ese Dios ¿es una sola persona, Rufina?
—No, sor Micaela, sino tres en todo iguales.
—¿Cuáles son, Lola?
—Padre, Hijo y Espíritu Santo.
—¿El Padre es Dios, Inés?
—Sí, sor Micaela.
—¿Y el Hijo es Dios, Irene?
—Sí, sor Micaela.
—Marucha, ¿el Espíritu Santo es Dios?
—Sí, sor Micaela.
—¿Son por ventura tres dioses, Inés?
—Sí, sor Micaela.
—Ah, ¿conque son tres dioses? ¡Y me lo dices tres días
antes de la Comunión!
—¡No, que m’equivocao! Es sólo uno.
—Beatriz, contesta tú esa pregunta.
—No son tres, sino uno en esencia y trino en persona.
—Muy bien. ¿Has escuchado, Inés?
—Es una enteraílla.
—¿Has dicho algo?
—No, no he dicho náa.
—Pues ten cuidadito que todavía te puedo castigar. Bueno,
sigamos. ¿Tiene Dios figura corporal como nosotros, Irene?
—No en cuanto Dios, porque es espíritu puro.
—Ahora preguntaré los Dones del Espíritu Santo. Vais a
contestar todas a la vez, ¿entendido? ¿Qué son los dones del
Espíritu Santo?
—¡Dádivas preciosas con que enriquece nuestras almas!
—¿Para qué son necesarios los dones del Espíritu Santo?
—¡Para hacernos obedientes a sus divinas inspiraciones y
para ilustrarnos y facilitarnos en el ejercicio de las virtudes!
—¿De qué nos aprovecha el don del entendimiento?
—¡De darnos a entender verdades!
—Marucha, a ti no te he oído, contesta la pregunta.
—¿Cómo era?

189
—¡Ay, Dios mío!... ¿De qué nos aprovecha el don del
entendimiento? Eh, Inés, cuidadito con soplarle que te estoy
viendo.
—Pues... de las verdades.
—Esa no es la respuesta exacta. ¡Venga, hija, que es para
hoy! De darnos a... ¡A entender las verdades, niña! Escuchad,
lo que no podemos ni debemos hacer es acercarnos a la
Eucaristía sin estar preparas porque ofendemos a Dios.
Tenemos que tener claras todas estas verdades, pues de lo
contrario de poco o de nada le va a servir a nuestra alma el fin
de la Comunión.
—Sor Micaela, perdone, pero hay una cosa que yo no
entiendo.
—Qué es lo que no entiendes a estas alturas, Irene, vamos
a ver.
—Pues... que si Dios no es uno, sino que es tres en todo
iguales, pero aún así es uno en esencia...
—Sí, hija sí, venga, aligera.
—Y resulta que Jesús es el Hijo, ¿no?
—¡Claro, Irene, claro!
—Entonces, si Dios no es una sola persona sino que Dios
son tres en todo iguales y no tiene figura humana como
nosotros, pero sin embargo Jesús sí la tenía y Él también es
Dios porque es uno de los tres...
—¡Ay, niña, acaba ya!
—Pues que Jesús no era igual ni la paloma tampoco, y eso
es lo que yo no tengo claro...
—¡Niña, no seas mostrenca, son iguales en esencia no en
presencia!
—¿En esencia?... O sea, la esencia es lo que está dentro, el
alma, ¿verdad?
—Bueno, sí.
—Sólo una cosa más. Que si todos nosotros también
tenemos alma y presencia, ¿entonces por qué en Dios hay tres

190
personas sólo? ¿No tendría que haber muchísimas más? Y otra
cosa, sor Micaela, ¿por qué la paloma y no la gaviota, o...?
—¡O te callas! La sabidilla ésta de las narices que siempre
está igual, preguntando, preguntando. ¡Jesús, qué barbaridad!
Es que vuelve loca a cualquiera... Mira niña, tú lo único que
tienes que entender es que en el Santísimo Sacramento de la
Comunión vas a recibir a Cristo; y que para recibirlo, tu alma
debe estar más limpia que una patena, porque de lo contrario
estarás cometiendo un terrible pecado mortal. Y contéstame
ahora: ¿qué daño hace al alma el pecado mortal?
—Quitarle la caridad, la gracia y la gloria y condenarla al
infierno.
—Exactamente. Pues eso es lo único que debe importarte,
lo demás ni falta que te hace.
—¿Pero no ha dicho usted que si no teníamos las cosas
claras...?
—¡Cállate ya!

***

La habitación es tal como tú me la detallaste, Vito: blanca,


espaciosa, con un cuadro de Franco y otro de José Antonio, y
entre ambos un Crucifijo. A través del ventanal, puedo ver un
árbol lleno de pájaros que trinan como demonios.
Mis tíos me trajeron ayer el atuendo de Comunión. El
vestido es de organdí, tan blanco como una escayola acabada
de poner. El velo es medio largo. (Yo diría que queda por los
hombros, más o menos.) Sobre una mesa está el misal, con las
cubiertas de nácar y las incrustaciones de plata. También están
los guantes, una medalla del Niño Jesús y un rosario nacarado.
Por cierto, ¿sabes que mis tíos le hicieron un regalo a Sor
Micaela? Una medalla de oro con la Virgen del Pilar, fíjate.
Si vieras la rabia que me dio. Les pregunté:
«¿Por qué le hacéis un regalo a ella?»
Y ellos:

191
«Porque le estamos muy agradecidos.»
«Pero ¿por qué?» —insistí.
Y ésta fue la respuesta:
«Por lo buena que es contigo y por lo bien que te cuida.»
¿Tú has visto una cosa igual, Vito? Bueno, me olvidaré de
esto, si no terminaré de malhumor.
El vestido de Beatriz es también blanco y de organdí, solo
que en vez de llevar el velo prendido a una capotita, como el
mío, lo lleva a una diadema de florecitas. El vestido de Rufita
es igual de largo, pero de otra tela más pesada. Eso si, le queda
bastante ancho, ya que era de una prima suya que está mucho
más gorda que ella. Su madre intentó quitarle importancia, le
dijo:
«Mira, solete, como vas a estar tendida, no se va a notar
nada. Este laíto se te remete por aquí y este otro por acá, y así
todo queda tapaíto bajo la espalda...»
Si la solución que le ofreció su madre no la dejó muy
convencida, el asunto del velo la dejó aún mucho menos. Y es
que ella lo quería como el mío, un poco más largo,
¿comprendes? Pero no el que le han traído, que es redondo
como una luna llena y sólo le cubre parte de la cabeza. Luego
pasa otra cosa: que ni tiene guantes ni rosario ni misal; y
entonces dice que a ver que va a llevar en las manos. Lolilla,
cuando la oye quejarse, se pone muy sofocada. Le dice:
«Oye, guapa, no te quejes que ya quisiera yo tener tu
vestido aunque me quedara todavía más ancho.»
Y es que ¿sabes cómo es el vestido que le han traído a
Lolilla? Pues aparte de corto (con lo cual le preocupa que se
le vea la pierna escayolada), está lleno de rayitas rosas, o sea,
que no es blanco del todo. Y es lo que ella dice, que para eso
se hubiera quedado con su chambrita, que por lo menos estaría
más cómoda.
Yo creo que Lolilla se habría conformado con su vestido si
no le hubieran rapado el coco. A ella le hubiese gustado llevar

192
el velo sujeto a la cabeza por una diadema de florecitas, y no
sujeto por un elástico a la frente, que es como lo va a llevar.
Rufita también le hace saber que se queja demasiado; y le
recuerda lo del reloj dorado que le trajo su tío el domingo, y
que mañana lo podrá llevar. Pero a Lolilla esto no la convence,
le dice:
«Sí, el reloj será todo lo bonito que quieras, pero yo
preferiría llevar un rosario o un misal, o por lo menos un reloj
que fuese de verdad.»
La que me da más pena es Maruchita, ¿sabes? Ella sí que
no tiene nada que ponerse mañana. Su madre cuando vino, le
dijo:
«Tú no te preocupes por eso, corazón, si en la cama no
luce, ¿qué más da? Tú estarás guapa de todas formas, aunque
sea con el hábito de la Virgen de Lourdes.»
En un primer momento, Maruchita protestó:
«¡Ojú, mamá, yo no quiero ir con hábito!»
Pero cuando la madre suspiró, diciendo:
«Hija, si no tengo ni una chica para comprarte un vestido,
¿qué quieres que haga?»
Maruchita se abrazó a ella, exclamando:
«Que estés conmigo ese día, mamá, eso es lo único que
quiero.»
Después de eso no se ha vuelto a quejar más. Incluso, cada
vez le va gustando más la idea de ir con el hábito. Le dice a
Lolilla:
«Yo que tú, para llevar ese vestido, mejor me pondría el
hábito, fíjate.»
Lolilla se lo está pensando. Aunque dice que le da pena
por su madre, como se lo ha traído con tanta ilusión...
Inés está en las mismas circunstancias que Maruchita.
Tampoco tiene vestido. Y eso que se lo pidió a su abuelo con
bastante antelación, pero seguro que se le habrá olvidado o no
se ha enterado, una de dos. Y como con su padre no se puede

193
contar porque él solo vive para la mujer de los pelos rojos y
todo lo demás le importa un pimiento frito, pues nada.
A Inés le hubiera gustado ir con un vestido blanco de
mucho vuelo que tuviese alforzas y encaje y un velo largo de
tul. Pero no ir vestida de Virgen, porque la que lleva el hábito
de la Virgen significa que es pobre. Y esto la tiene bastante
contrariada. Es normal. Le hacía ilusión estrenar un vestido
que hubiese sido hecho expresamente para ella, e incluso
haberlo podido conservar después como recuerdo del día más
feliz de su vida. Pero claro, es lo que dice: que el hábito ni le
pertenece a ella ni lo va a estrenar, que tan sólo se lo dejarán
para cubrir su cuerpo durante la Eucaristía, igual que la
chambrita hace lo propio durante el invierno. Y lleva razón,
Vito. Hay que reconocer que el hábito ha pertenecido ya a
muchas niñas, a demasiadas: a niñas que se curaron y se
fueron a sus casas, a niñas que no se curaron y se fueron al
cielo, a niñas que todavía siguen aquí... y aún pertenecerá a
muchas otras que queden por venir. Ese hábito no huele a
Primera Comunión; no huele a flores, ni a velas, ni a incienso,
ni siquiera a festividad. Y quien lo lleva puesto, tú lo sabes, es
colocada en el último lugar: el que está más apartado del altar,
o de Dios, porque Dios está en el altar. Y por eso su olor es
distinto: es olor a medicina, a escayola, a cama, a cuña, a
enfermedad, a piojos, a coco pelado... El olor de todos los días.

***

Esta tarde, después de la merienda, nos hemos confesado.


Al padre Marcel no lo conocíamos. Es alto, joven, de gesto
alegre y cordial. Sus pequeños ojillos reflejan, a través de unas
gafas redonditas, una mirada achispada, pícara. El pelo lo
tiene rubio, rizado, con algunos caracolillos pendiéndole por
la frente; la sonrisa, amplia.
No te imaginas lo nerviosas que estábamos. Con decirte
que anoche apenas si hemos dormido... sor Micaela nos dijo

194
que debíamos procurar hacer un examen de conciencia (pero
que muy a conciencia), y que no podíamos olvidar ningún
pecado, ni siquiera una falta. Porque si por hacerlo a la ligera
se nos quedaba agazapado uno mortal, uno de los que mata al
alma quitándole la Gracia, tendríamos que repetir la
confesión, o de lo contrario suspender la Comunión. Así que
imagínate.
Al principio, cuando vino el padre Marcel y nos preguntó
el nombre y el tiempo que llevábamos aquí, respondimos con
timidez, torpemente. Pero al cabo de un rato tenías que
habernos visto: nos quitábamos la palabra las unas a otras
contándole toda clase de anécdotas divertidas y riéndonos con
él. Le hablé de ti, de lo feliz que estás en el cielo y de lo
importante que eres. Hablamos tanto, que de pronto miró el
reloj y se levantó casi de un salto, diciendo que se le había
echado la hora encima. Entonces, deprisa y corriendo, abrió el
maletín que traía, sacó una especie de bufanda (que debía ser
sagrada), y se la colgó del cuello. Arrimó una silla a la primera
cama, se sentó y acercó su oído a Maruchita. La siguiente fui
yo. Le confesé todos y cada uno de mis pecados.
Un Ave María nos puso a todas de penitencia. Menos a
Lolilla, que según dice, le puso dos. (Quizá por rascarse el
mini.)
Antes de marcharse nos regaló un Niño Jesús y un huevito
de chocolate envuelto en papel de oro.

***

Sor Juana de la Santísima Trinidad dice que Dios nos


sonríe a través de los rayos de sol que iluminan este día, ya
que ni una sola nube enturbia el azul del cielo. Y eso que ayer,
después de la tromba de agua que cayó, dimos por hecho que
hoy amanecería un tiempo grisáceo como mínimo. Pero no
sólo nos sonríe Dios a través de los rayos de sol sino que,
como dice sor Micaela, también nos sonríe a través del agua

195
que ha limpiado la tierra y ha purificado el aire. Todo está
limpio. Nuestro cuerpo, nuestra alma, nuestro estómago (que
desde la cena de anoche no hemos vuelto a probar bocado),
nuestras camas, que lucen tan engalanadas que no parecen las
mismas: sábanas tiesas como escayolas, almohadas con
puntillas de encaje, colchas blancas con entredós y volantes,
y a los pies, una lazada nacarada, simbolizando la paloma del
Espíritu Santo.
Ya sólo falta Maruchita por terminar de arreglar.
Yo, mientras tanto, con el libro y el rosario entre las manos
y mi vestido de organdí, bien estirado, espero el momento más
sagrado de mi vida.
Mercedes empuja mi cama, abriéndose paso con dificultad.
La luz del sol me obliga a entornar los ojos. Hoy la terraza se
encuentra abarrotada de camas. No solamente están la de los
niños y niñas, sino también la de los adultos. Mi paso despierta
expectación, sobre todo en los mayores.
—¡Ole, qué guapa va!
—Niña, por favor, pídele a Dios por mí, me llamo Juana,
¿te acordarás?
—Sí, señora.
Nos detenemos junto a la cama de una vieja, esperando que
avance un señor con muletas que camina delante de nosotras.
—Cómo me recuerdas a mi hija…
—¡Eh, quieta, sin tocar! —le dice Mercedes.
Llegamos a la galería.
El altar se encuentra tan engalanado de flores y plantas, que
apenas si distingo la imagen del Sagrado Corazón. Mercedes
me ha colocado en el primer puesto. Qué raro... ¿No decían
que Beatriz era la que...? ¡Ah, claro! La medalla de la Virgen
del Pilar.
Por el otro extremo de la terraza están entrando las camas
de los niños que también hacen la Comunión. El primero que
se acerca es pelirrojo, lleva un traje de marinero y sostiene un
misal entre las manos. Lo colocan en el primer puesto, al otro

196
lado del altar. Los otros vienen cubiertos con la colcha. No
llevan traje, ni libro, ni rosario. Van con las manos unidas
sobre el pecho, con recogimiento.
A Beatriz la sitúan a mi lado. Por ahí viene ya Rufita.
¡Uff!... Tengo las piernas molidas... Como dicen que
debemos mantenerlas juntas como si con ellas sujetásemos un
trozo de algodón... Y por si fuera poco, la cinta de la capotita
se me está clavando en el cuello.
—Oye, Rufita... ¿Rufita, me oyes? Digo que si quieres te
puedo prestar mi rosario, porque yo ya tengo el libro, ¿vale?
Toma, Bea, dáselo... ¡No, Rufita, no lo hagas una pelotilla, te
lo tienes que colocar así, entre los dedos! Eso es. ¡Mirad, ya
viene Lolilla!
—Toma, Rufita —dice Beatriz—, ponte un guante mío. Y
remétete el vestido por detrás, que se te ha salido.
Lolilla se acerca devolviendo saludos y sonrisas con su
vestido a rayas, medio cubierto con la colcha; el velo ceñido
a la frente, las manos cruzadas sobre el pecho. Mercedes sitúa
su cama en el siguiente lugar: el cuarto.
—Lolilla, ¿aún sigue Inés allí?
—Si; no quería salir tan pronto.
—¡Pero será chalá! Oye, Lolilla, ¿te quieres poner un
guante mío?
—Vale.
—Toma Bea, ve pasándolo. La que también tarda en salir
es Maruchita.
—Es que cuando ya salía yo —dice Lolilla—, le han
entrado ganas de mear y le han tenido que poner la cuña.
—Huy, por Dios, pero si no ha parado de mear en toda la
mañana; y eso que desde anoche estamos sin beber agua, que
si no...
—¿Sabéis lo que acabo de oír? —dice Lolilla—. Que la
profe no va a venir porque se ha ido a Madrid para representar
a Málaga en un congreso de Acción Católica.
—¡Ahí viene Maruchita!

197
Maruchita no sonríe. Trae la mirada baja, el gesto mohíno,
apagado La toca del hábito cubriéndole la cabeza y
desparramándose por la cama. Los extremos del cordón
blanco, que lleva ajustado a la cintura, apretados entre los
dedos. Su cuerpo apenas se distingue entre la amplia túnica
azul que lo envuelve. Maruchita parece una Virgen.
—¡Inés! ¡Ya llega Inés!
Inés se acerca caminando, con sus pasos aún torpes; las
manos unidas ante el pecho, con recogimiento, como nos han
ordenado. El hábito de la Virgen de Lourdes respingándole
por detrás; la toca, recubriendo la anomalía de su espalda.
—¡Estás muy guapa, Inés! —le gritan las niñas.
Inés vuelve la cabeza, sonriéndolas.
Al llegar a la galería, Mercedes le coloca una silla delante
de mi cama. Ella toma asiento, colocándose cuidadosamente
la túnica. Seguidamente se compone la toca.
—Inés, tráete la silla más acá, a mi lado.
—No, déame.
Le sonrío, estoy contenta. Inés está más cerca del altar que
ninguna. El lugar que le corresponde a ella, a una niña que va
vestida de cielo.
Ya entran los familiares.
Los primeros en aparecer son tía Eulalia y tío Eduardo. Le
siguen abuela y Gertrudis.
A un lado de mi cama se acomoda abuela, y al otro, lo hace
tía Eulalia. Gertrudis se sienta algo más retirada. Tío Eduardo
y el padre de Beatriz permanecen de pie, conversando. La
madre de Rufita, a cada momento, le remete a su hija el
vestido por la espalda. La de Lolilla, le cambia de posición el
velo porque el elástico se le ajusta demasiado en la frente. Inés
juguetea con el extremo del cordón que ciñe la cintura. De vez
en cuando echa alguna miradita hacia la puerta.
Ahora entran los médicos, acompañados de sus mujeres.
Se acomodan frente al altar, en unas sillas ya dispuestas de
antemano. Las monjas también ocupan sus puestos.

198
Ya sólo se escuchan masculleos, y alguna que otra tos,
enmarcado todo ello por el estallido de las olas, los chillidos
de las gaviotas, el lamento de nuestras tripas vacías...
—¡Papá!
—¡Es el padre de Inés!
—¡Mirad, ha venido el padre de Inés!
Vemos acercándose a un señor delgado, de pelo cano, que
intenta pasar desapercibido, sin conseguirlo.
Ahora ya todo es perfecto.
Las bandadas de gaviotas parecen más alegres que nunca,
remontando el vuelo desde el mar para después sobrevolar
esta amalgama de camas, de gente, de flores, de vestidos
blancos, de hábitos de monjas...
Cómo me gustaría que papá y mamá estuvieran aquí
conmigo.
Don Justino hace su entrada acompañado de Fermín, que
como siempre le ayudará en la misa. (Qué pena que no sea el
padre Marcel.)
—In nomine Patris, et Filii, et Spiritus sancti. Introibo ad
altare Dei.
—¡Ad Deum qui laetificat juventutem meam!...
El coro de las monjas comienza a cantar. Los médicos,
visitantes y enfermos se unen a él. Todos cantan.
La mañana es una canción.

***

Antes de nada, Vito, te diré que esta mañana, después de


desayunar, me trajeron unos zapatos preciosos. Son de color
blanco, y tienen una correíta que se abotona a un lado. El
izquierdo lleva una alzada de corcho de unos cuatro o cinco
centímetros.
Una vez que los tuve puestos, Sor Micaela me incorporó y
me sentó al filo de la cama, con las piernas colgando. De
inmediato cerré los ojos, grité:

199
«¡Ay, que me mareo!»
Y cuando ya me caía hacia atrás, sor Micaela tropezó al
querer sujetarme y las dos nos desplomamos sobre la cama.
La toca se le ladeó y las gafas salieron disparadas. No te
puedes imaginar la risa que nos entró. Mari Luz y Rufita es
que se meaban.
«¡De qué os reís, majaderas!» —gritaba ella
recomponiéndose la toca.
A continuación se puso a gatear, buscando las gafas por el
suelo, pero claro, al no ver sin ellas, no podía encontrarlas.
«¡Diantre! ¡Diantre de niña!» —gruñía bajo la cama.
«¡Están allí, Sor Micaela! —chilló Emilita, que desde
enfrente las veía—. ¡Debajo de la cama de Rufita!... ¡No, no,
más a la derecha, al fondo!... Ahora un pelín a la izquierda...
¡No tanto!... »
Cuando ya por fin se las puso, me sentó de nuevo al borde
de la cama, sujetándome firmemente. Me dice:
«Dentro de un ratito vuelvo otra vez, así que quédate
quietecita hasta que tu cabeza se acostumbre a estar en
posición vertical, ¿de acuerdo?»
Al ratito, mi cabeza se había acostumbrado, pero no así mi
rodilla. Me dolía muchísimo. El zapato me pesaba como si
tuviera una roca atada al pie. De pronto, veo venir a Isabel,
cargada con un cesto de ropa, y le pido que por favor me eche
una mano. Me dice:
«Esto no es cosa mía, niña.»
Entonces voy y le digo:
«Si no me ayudas, te juro que gritaré como una
endemoniada.»
Pero no tuve que hacerlo. Me vio tan acalorada, que
enseguida soltó el cesto, me liberó de los zapatos y me acostó.
Te aseguro, Vito, que en ese momento deseé no salir jamás
de la cama.

***

200
Esta mañana, cuando me pusieron de pie, el dolor ha sido
insoportable. Me ha costado lágrimas dar el primer paso. Sor
Micaela, agarrándome de los brazos, me azuzaba:
«¡Vamos, vamos, no seas tan quejica, que no es para
tanto!»
Y una y otra vez me forzaba a seguir... Yo es que ya no
podía más, te lo juro. En esto que veo a Rita acercándose con
el carrito. Al cruzarse con nosotros, le lanzo una mirada de
socorro. Ella sonríe.
¡Ánimo, Irenita, que vas muy bien! —me dice la muy...
No sé qué siento en estos momentos... Hay tal revuelo de
sentimientos dentro de mí... El hecho de comenzar una vida
distinta me atrae, pero a la vez me asusta. ¿Qué me voy a
encontrar cuando salga de aquí?... Hay tantas incertidumbres
que me corroen... Además, me preocupa no entender a los
demás, o que los demás no me entiendan a mí.
A veces, cuando cierro los ojos, me imagino que estoy con
Inés y contigo, una a cada lado, como antes: escayolando a los
monicacos, haciendo los deberes, peleándonos, riéndonos de
todo, cantando a gritos con la radio... Desde que Inés se
marchó estoy triste, aburrida... Si al menos su padre le hubiese
advertido por carta que pensaba llevársela el día de su Primera
Comunión, nos hubiéramos hecho a la idea. Pero no de la
manera en que lo hizo, que no habían ni empezado a retirar las
bandejas del desayuno cuando se levantó, tomó a su hija de la
mano y empezó a caminar con ella, tranquilamente, hasta
desaparecer por la puerta.
Y ya no la volví a ver más.
Maruchita también se ha ido. Hace casi un mes que le
dieron el alta. Y Lolilla seguramente se irá pronto, porque ya
está empezando a dar sus primeros pasos.
La semana pasada ingresó una niña gitana. A la pobre la
han colocado en el equipo uno, ¡vaya suerte que ha tenido!...
¿Tú quieres creer que no echó ni una sola lágrima cuando

201
llegó? Ni siquiera la primera noche. Es curioso, ¿verdad?... Se
llama Rosa, es de Córdoba, y no te imaginas lo que le gusta
cantar. La verdad es que lo hace muy bien, ya lo creo. A veces
hasta le aplaudimos. Ahora que, como la pille sor Micaela en
pleno cante, bueno, no imaginas la mala uva que le entra,
enseguida salta: ¡Oye tú, ya está bien que esto no es un tablao
flamenco! Qué risa.
Ay, no sé qué me pasa... Intento sentirme feliz, pero no
puedo...

***

Hace ya una semana que conseguí soltarme de la silla.


En más de una ocasión he acabado de bruces en el suelo
(todavía conservo un chichón en la frente); y el otro día,
bajando una rampa, me resbalé y le saqué un ojo a mi pobre
Inesito, que lo llevaba en brazos.
Ahora quiero todo mi tiempo para andar. No paro un
momento: me recorro la galería, la sala, la habitación
acrisolada, los cuartos de baños, la sala donde pusieron el cine,
el lavadero... Lo curioseo todo con un sentimiento nuevo de
ánimo, de orgullo, de realización. He descubierto, Vito, que el
hecho de poder andar es lo más grande del mundo.
A veces me detengo ante la balaustrada, tratando de
descansar, y mientras contemplo abstraída el oleaje del mar,
siento que el tiempo de la enfermedad ha quedado atrás. Y
entonces me entra la tristeza. No sé si me comprendes. Porque
sé que ya no volveré a ver a ninguna de mis compañeras... ni
a Mercedes, que siempre me ha estado protegiendo. Ni a Rita,
que jamás me delató cuando descubría una mancha de comida
en las sábanas; ni... ni a la señorita Magdalena, que tantas
cosas me ha enseñado, y que gracias a su ayuda he conseguido
escribir el cuento: La caída del murciélago cojo; ni al gato
Bugui, que tantas noches de verano ha rondado sobre nuestras
camas..

202
Capítulo X

6 de octubre 1951

El coche empieza a rodar, levantando una polvareda. El


traqueteo hace botar a mis hermanos en los asientos
delanteros, muertos de risa. Perico tiene las mejillas rojas, el
flequillo empapado de sudor. Sus ojos son grandes, risueños,
de color tierra. Viste una camisa azul de mangas cortas, y en
las manos sostiene un cuento de pasta dura. Luichi posee un
gesto pillo, simpático. Su cabello es dorado, los ojos claros,
tirando a verde. Lleva puesta una camisa de rayitas azules que
le queda algo grande. Las mangas le caen hasta los codos.
—¿Habéis visto lo guapa y mayor que está vuestra
hermana? —dice mamá con gesto ufano, rehaciéndome el
lazo del pelo.
Observo el cielo cubierto de nubes, el mar, que se va
perdiendo entre la arboleda. Hace calor. Mis hermanos
cuchichean, se ríen y hacen ademán de caerse con los vaivenes
del coche. Me miran, esperando a que yo comparta su risa.
Pero no tengo ganas de reír.
Observo el sanatorio, achicándose cada vez más.
—Toma, te lo regalo —dice Perico alargándome su cuento.
Me limpio los ojos. Leo el título: El soldadito de plomo.

***

—¡Ya hemos llegado!

203
—Mira, Irenita, ésa es la casa grande —me indica Perico.
Nos detenemos ante un portón monumental, de madera
oscura. El trasiego de gente, de coches, es continuo. El chofer
nos abre la puerta.
—Adiós, pequeña.
Franqueamos el portón, que está abierto, y nos detenemos
ante una segunda puerta con mirilla bruñida y aldaba en forma
de cabeza de león. Papá toca el timbre. Al momento, nos abre
la puerta una muchacha uniformada de negro, con delantal y
cuello blanco, que se apresura a coger la pequeña maleta.
Pasamos a un patio, lleno de tiestos con flores. Las paredes
están decoradas con platos de cerámica. Hay una estatua de un
niño bebiendo agua de un botijo. La recuerdo... Y los azulejos,
y la montera de cristal, y el olor... Comenzamos a subir las
escaleras.
—Gracias a Dios, hija, ya estás aquí —dice abuela
estrechándome entre sus brazos.
Doña Alejandra se abre paso. Me examina la cara, los
brazos...
—¡Santo cielo, cómo has crecido!
—¿Te acuerdas de mí, Irenita? Soy la tía de papá: tía Elvira
—me envuelve en sus brazos enlutados, en su perfume—. No
he podido ir a verte al sanatorio, hija, pero me he acordado
mucho de ti... Le he pedido al Señor todos los días por ti. Hay
que ver el estirón que has pegado... Y qué guapa estás.
—De mí si te acordarás, ¿verdad? Yo soy la tita Isabel. Qué
barbaridad, si te veo por la calle ni te conozco. Y lo que te
pareces a tu madre... La misma nariz respingona, los mismos
ojos...
—Sí, pero la boca es de los Arias —señala tía Elvira—,
fíjate, pintá y clavá a la de su padre.
—Huy, pero qué carita más seria tenemos... Vamos a ver
si te acuerdas de tus primos. Mira, éste es Adolfo, tiene doce
años. Vamos, a qué esperas, dale un beso a tu prima... Y éste

204
es Félix. Un trasto, míralo, ya va descamisado. Tiene nueve
años..
—Que ya he cumplido los diez, mamá, que no te enteras.
—Bueno, pues diez, qué más da.
—Hola, Irenita, yo soy Aurora, la mayor. Tengo catorce
años.
—Hola.
—Me acuerdo tan bien de cuando estabas en la cama... Ahí,
en el cuarto de abuela.
Qué guapa es Aurora... Su melena es como la de las artistas
de cine. Y qué vestido tan precioso.
—Yo soy Lourdes.
—Hola.
Qué pecosa es... Y qué trenzas más largas... ¿Qué estará
masticando?
—Lourdes y Adolfo son mellizos —me explica tía
Isabel—, pero no se parecen en nada. Todo lo que tiene
Adolfo de formal lo tiene ella de diablilla.
Lourdes se ríe, se retira el flequillo. De su boca sale un
globo.
—¡Niña, te tengo dicho que no hagas eso! —le riñe su
madre.
De un manotazo, Lourdes explota la pompa y sigue
mascando.
—¿Quieres uno?
—Bueno.
—¡Félix, dame un Bazoca!
—¡Y un jamón!
—¡Pero qué dices, niño, si no es para mí, es para Irenita!...
¡Por Dios, cada vez estás más tacaño, hijo! Toma, Irenita.
—Gracias.
—No, pero no lo chupes, que no es un caramelo.
—¿Es que tú nunca has visto un chicle?
—No.

205
—Los chicles se mastican así, mira... Y se estiran, ¿ves?
También se hacen globos. Voy hacer uno, fíjate bien para que
aprendas... ¿Has visto cómo lo he hecho?
—¿Me das uno?
—¡Anda, ahora Perico! Pues no, no tenemos más. Lo
siento.
Suena el timbre de la puerta. Nos inclinamos sobre la
barandilla, para ver quién entra.
—Será Pepa con la niña. —dice tía Eulalia.
—¿De dónde vienen? —pregunta tía Isabel.
—Del parque.
Una señora regordeta, uniformada igual que la muchacha
que nos abrió la puerta, atraviesa el patio llevando de la mano
a una niña.
—Vas a conocer a tu hermana, cariño —me dice mamá
cogiéndome de la mano.
—¿Es que no la conoce todavía? —pregunta Félix—.
¡Adolfo, no te pierdas esto, ahora es cuando Irenita va a
conocer a su hermana!
Lucía, al descubrirnos, pasea su mirada recelosa por cada
uno de nosotros, resistiéndose a subir los últimos peldaños.
Mamá se adelanta y la coge de la mano.
—¿Qué tal lo has pasado en el parque, bonita? —le
pregunta tía Eulalia.
Lucía no contesta. Se mete el dedo en la boca y se mira los
zapatos. Pepa responde por ella.
—Lo ha pasado muy bien. ¿A que sí, nena? Ha estado
jugando con unas niñas, y luego le ha dado de comer a las
palomas.
Qué bonita es Lucía... Con ese pelo rizado, esos mofletes
sonrosados... Parece enteramente un cromo de los que tenía
Charito.
—Bueno, Pepa —dice tía Eulalia—, vete preparando la
merienda. Ah, y dile a Lucrecia que se servirá arriba, en la
azotea.

206
—Con permiso, señora.
Mamá coge en brazos a Lucía. Se acerca a mí, ante las
miradas de todos.
—Mira, Lucía, ésta es Irenita, tu hermana, de la que tanto
te ha hablado mamá, ¿recuerdas? Que estaba malita en un
sanatorio, que siempre me preguntaba por ti y me decía: dale
a Lucía muchos, muchos besos de mi parte, y dile que tengo
muchas ganas de verla. Pues ya se ha puesto buena, ¿ves qué
bien? Y ya jamás volverá otra vez allí. Se va a quedar para
siempre con nosotros. Anda, dale un besito.
Lucía se saca el dedo de la boca y me echa los brazos al
cuello.
—Mira qué lástima, mujer —exclama tía Isabel—, mira
cómo la quiere, no me digas... Qué cosa más tierna de niña.
—¡Venga —dice tía Eulalia dando palmadas—, vámonos
a la azotea!
Mamá deja a Lucía en el suelo. Le arregla el lazo del pelo.
—Anda bonita, ve con tu hermana.
Lucía me mira fijamente, sin moverse. Tomo su manita, le
sonrío. Y seguimos a los demás, escalera arriba.
Tía Eulalia abre la puerta. Un golpe de aire caliente nos
inunda.
—¡Ya tenemos el dichoso terral! —protesta.
—Mira, fíjate cómo está el cielo —señala tía Elvira—, de
aquí a nada está empezando a llover. Ya veremos si no
tenemos que salir corriendo.
Tía Elvira es más bien pequeña, enjuta. Su rostro está
marchito. Viste de oscuro, y mientras habla no para de
abanicarse.
Tía Isabel, por el contrario, es alta, con el rostro afilado. Su
manera de hablar es un tanto seca, lacónica. Viste de color
gris, y lleva un collar de perlas.
—Como que hay que ver el tiempo tan loco que estamos
teniendo este año —comenta abuela—, porque mira que ha

207
caído agua estos días atrás y ha hecho fresquito, eh, y ahora
de pronto este bochorno tan pegajoso.
—Pues yo —dice tía Elvira— he cogido frío en la
garganta. Tengo una carraspera más molesta... ¡Ejjmm! ¿Ves?
Así estoy a cada momento.
—Pero abróchate ese cuello, mujer, que siempre vas
despechugada.
—Huy, no, imposible, no puedo; es como si me ahogara,
fíjate. Sí, ya sé que es una manía, pero que le voy a hacer.
Sin dejar de parlotear, se van acomodando en unos sillones
de mimbre con almohadones estampados, alrededor de una
mesa. Frente a ellos, en un poyete, se sienta Aurora y Lourdes,
mientras Adolfo y Félix, al otro extremo, le dan patadas a una
pelota.
—Ven, Irenita —me dice Perico tomándome de la mano—
, que te voy a enseñar la azotea.
Lucía y Luichi nos siguen.
Lo primero que se encuentra al entrar en la azotea es una
montera en forma piramidal, rodeada por una barandilla de
hierro. A la izquierda, una tapia separa esta casa de la de al
lado; y empinándonos sobre un muro que está a todo lo ancho,
podemos ver parte de la avenida, con sus árboles y su continuo
tránsito de personas y coches. Buena parte de la azotea está
atestada de macetas con flores de distintos colores y arbustos,
que se elevan por encima de los alambres del tendedero. Las
enredaderas trepan los muros, y los jazmines se desperdigan
por el suelo.
A través de un pasadizo, desembocamos en una zona en la
que se alzan unos gigantescos depósitos de agua que parecen
salvaguardarla. Perico abre una puerta. Entramos en una
estancia grande, más bien oscura, iluminada tan sólo por una
pequeña ventana de arpillera. Una pila de cerámica recoge el
goteo continuo de un grifo vendado. Junto a ésta, otra de
notable tamaño sostiene una tabla de lavar y varios trozos de
jabón verde. Algunas artesas, algo descascarilladas, se hallan

208
sobre una mesa de tablón astillado, y varias sillas de anea se
amontonan bajo un estante en el que se apilan botijos y
cachivaches.
Al salir del lavadero, nos topamos con un piloncillo en
forma de concha, bajo un grifo que se asemeja a un pez. Hay
tiestos, muchos tiestos con diferentes plantas. A lo ancho de
toda esta zona, vemos otro murallón. Enfrente, un edificio que
se alza al otro lado de la calle.
Volvemos sobre nuestros pasos.
Adolfo llama a Perico y a Luichi para que vayan a jugar
con ellos. Lucía y yo nos sentamos, junto a Lourdes y Aurora.
—A ver, déjame ver hasta donde te llega la escayola.
—¡Quita! ¡Déjame!
—Pero ¿por qué no nos la quieres enseñar?
—Porque no.
—¡Pero bueno, a quién tenemos aquí! ¿Tú no serás por
casualidad Irenita, verdad? No, no creo. Irenita era una niña
así de pequeña, y tú eres toda una señorita. A ver, ponte de pie
que te vea... ¡Santo cielo, lo que has crecido! Dame un
abrazo... ¿No te acuerdas de mí? No me extraña, hija, estoy
tan viejo... Soy tío Javier.
—Nuestro padre —dice Lourdes colgándose de su brazo.
—Oye Clara, tu hija es clavadita a ti.
—Sí —dice tía Isabel—, pero la boca es del padre, fíjate.
—Me alegro mucho de que estés otra vez entre nosotros,
pequeña. ¡Niños, cuidado con la pelota que le vais a dar a
alguien!
Adolfo y Félix abandonan el balón, y se acercan a saludar
a su padre. Seguidamente toman asiento junto a nosotras,
mientras que Luichi y Perico lo hacen en el suelo.
—¿Por qué llevas eso en el zapato? —me pregunta Félix.
Encojo los hombros.
—A ver, estira la pierna.
—¡La quieres dejar en paz, idiota!

209
—¡Tú sí que eres idiota, niña! Y además una cursi, que ni
siquiera sabes nadar a braza.
—¡Mira, niñato, para que te enteres, el domingo pasado
hicimos una competición a crol y le gané a Mariló; y a
mariposa le gané a Enrique, que es uno de los mejores
nadadores de la pandilla! O sea que, ¿no será por casualidad
que tienes envidia porque no eres capaz ni de ganarle a un niño
de cinco años?
—¿Envidia de ti con esa pinta de mema que tienes? ¡Ja!,
no me hagas reír, niñata.
—Oye, si pensáis estar así toda la tarde me voy con los
mayores y me pongo a jugar a las cartas, porque vaya
aburrimiento. Anda que, si llego a saber este plan... Tenía que
haberme ido al club náutico con mis amigos; mira que lo
pensé.
—Pues vamos a jugar a algo.
—¿A qué?
—Al escondite.
—¿Pero no ves que Irenita no puede salir corriendo cuando
se la descubra? ¿Por qué no a las adivinanzas?
—¿Quéee? Vamos, macho, larguémonos antes de que
terminemos jugando como dos mariquitas.
—¡Puaff!... ¡Vaya tarde!

***

Acabamos de merendar.
Papá, tío Eduardo y tío Javier se retiran de la mesa. Los
chicos vuelven a jugar con la pelota. Aurora y Lourdes saltan
a la comba con Lucía. Yo estoy sentada al lado de mamá y de
doña Alejandra, que me tiene una mano cogida. Tía Eulalia,
con una revista abierta entre las manos, nos lee la brillante
ceremonia nupcial que se ha celebrado en Persia.
—«La joven Soraya Estefandiari Bajtiari luce un modelo
de Dior de brillante lamé plateado, en el color que los

210
empleados de la firma han trabajado durante tres semanas. El
vestido lleva, además, una cola de tul de diez metros de largo
y se adorna con novecientos mil gránulos de oro, veinte mil
plumas de marabú de color rosa mate y seis mil diamantes...»
—¡Jesús, qué barbaridad! —exclama Gertrudis.
—«El sha de Persia, Mamad Reza Pahlavi, ha escogido
para la ceremonia un uniforme de gala con hombreras
doradas. La boda del siglo, que debe retrasarse unos minutos
por la dificultad que supone para Soraya arrastrar hasta
palacio los veinte kilos de peso del vestido, se celebra bajo el
rito musulmán. Los musulmanes están seguros de que el
matrimonio será feliz: la noche antes ha nevado en la capital,
Teherán, lo que según la tradición es un buen augurio para los
recién casados. Las tradicionales veintiuna salvas anuncian al
pueblo la consumación de la ceremonia. Pocas horas más
tarde, las ventanas y los escaparates de Teherán muestran ya
las primeras fotos de la boda. Los regalos para la pareja llegan
desde todo el mundo. El presidente de Estados Unidos envía
una valiosa vasija de cristal, Jorge VI de Inglaterra, y el jefe
de estado de la Unión Soviética, Lósif V. Stalin, un abrigo de
piel de cebellina para la novia. El presidente alemán, Theodor
Heuss, envía sus más sincera felicitaciones a Teherán. El sha
Reza Pahlavi no desea celebrar banquetes ni lujosos bailes tras
la ceremonia. Su intención es ahorrar un dinero que podrá
destinarse a las organizaciones humanitarias.»
—Mira, eso lo veo muy bien, ¿ves? —comenta abuela.
—¿Qué edad tendrá ella? —pregunta tía Isabel.
—Aquí dice que nació en Isfahán, en mil novecientos
treinta y dos.
—Claro, es muy joven.
—Dice que procede de una de las mejores familias de
Persia, que fue criada entre Berlín e Isfahán, que habla
perfectamente alemán, inglés y francés, además del persa, y
que ha recibido una esmerada educación en internados de
Montreux y Lausan, así como en el Saint James de Londres.

211
Y mientras tía Eulalia va pasando páginas, tía Elvira y
abuela se enfrascan en una conversación sobre la salud de
cada una; mamá y tía Isabel, sobre los hijos.
—Fijaos lo que dice aquí —irrumpe tía Eulalia—:
«comienza en Estados Unidos la era de la televisión en color.
La emisora privada de radiotelevisión Columbia Broadea...
(Jesús, vaya palabrita) Broadeasting Sistem, emite por
primera vez un show televisivo en color al que seguirá una
programación regular».
—Pues todavía no sé muy bien qué es la televisión, fíjate
—dice tía Elvira.
—Pues es como tener un cine en casa —le explica tía
Isabel—. Mejor dicho, como tener una radio que además de
sonido emite imágenes.
—¡Bendito sea Dios! Esa gente tiene ya lo impensable.
—¿Sabéis cuántos aparatos de televisión hay registrados
allí? —pregunta tía Eulalia—. Aquí lo dice: diez millones.
Tía Elvira se echa mano a la cabeza.
—¡Qué barbaridad! Qué derroche de dinero, por Dios... Y
a saber lo que se verá por esa pantallita.
—Y no creáis —dice Gertrudis— que por tener tanta
modernidad, la gente es más feliz, eh.
—Ni muchísimo menos —remacha abuela—. No hay más
que ver cómo se separan los matrimonios..., que es una pena
ver cómo se está perdiendo la tradición familiar católica en
esos países.
—Ya lo reflejan sus películas —añade tía Isabel—, cada
vez más inmorales. Porque Lo que el viento se llevó, ésa creo
que es de órdago. Vamos, no es que yo la haya visto, pero sí
que lo he oído decir.
—Yo, como hace tanto que no piso un cine —dice
Gertrudis—, estoy un poco desfasada.
—No tanto —le dice tía Eulalia—, ¿o es que no te acuerdas
que viniste con nosotros al estreno de Mundos opuestos.

212
—Sí es verdad. Y me gustó, eh. Esa me gustó mucho.
Trabajaba esta actriz... cómo se llama... Bárbara “Stanki”, o
algo así.
—Bárbara Stanwyck —le corrige tía Isabel.
—Jesús, hija, qué puesta estás. Bueno, pues esa tal Bárbara
me parece una señora con mucha personalidad. Sin embargo
él no me gustó nada. Tenía un gesto antipático, como de mala
persona.
—¿Qué actor era? —pregunta tía Isabel.
—Pues... espérate que recuerde... No sé si se llamaba
Maison, o algo así.
—Ah, sí. James Mason. Pues hija, es buenísimo.
—Pues lo será para ti, porque lo que es para mí desde luego
que no.
—Bueno, dejad ya el cine y escuchad esto —interrumpe tía
Eulalia—: «Durante los próximos años se desarrollarán y
perfeccionarán diversos sistemas de color: el NSTC,
desarrollado en Estados Unidos, se impondrá en Norteamérica
y Japón; el sistema PAL, patentado en Alemania, será
utilizado en toda Europa central, incluida España, China...»
—¡Huy!, ya mismito la tenemos aquí.
—Esto no va a traer nada bueno —asevera tía Elvira—; y
si no, al tiempo.
—«Y luego —prosigue tía Eulalia— el sistema SECAM,
creado en Francia, será el elegido por la Unión Soviética para
sus emisiones en color. También se est...»
—¿Los rusos con televisión? —interrumpe de nuevo
Gertrudis, arrugando la nariz—. ¡Qué barbaridad, lo que me
quedaba por oír!
—Dice aquí que los países más industrializados investigan
las posibilidades de emitir por medio de satélites. Vamos, que
la transmisión de imágenes por vía satélite pronto será un
hecho.

213
—La verdad, no entiendo nada. Pero vamos a ver, ¿un
satélite no es la Luna, por ejemplo? ¿Es que van a mandar
imágenes a la Luna? ¡Ay, mira, mira, qué cosa más rara!...
—¡Niños! ¡Me cago en diez! —grita tío Javier tras recibir
un pelotazo—. ¡Dejad la pelota ahora mismo que os parto la
cara!
Los chicos abandonan el juego, cabizbajos, y se sientan en
el poyete. También lo hacen Aurora y Lourdes. Lucía tira de
mí, para que vaya con ellos. Y eso hago.
Félix expone los proyectos que tiene para el futuro. Quiere
ser arquitecto, aunque también le atrae la carrera militar.
Aurora dice que eso de ir a una universidad ni siquiera se lo
plantea, porque lo que de verdad desea es ser madre de un
montón de chiquillos y esposa de un hombre importante y
rico. El que ya tiene decidido su futuro desde hace tiempo es
Adolfo. Será jesuita. Perico dice que su mayor ilusión es ser
futbolista, un futbolista de renombre, de los que ganan mucho
dinero. A Luichi, sin embargo, el dinero le trae al fresco. Él lo
que desea es ser policía y conducir un coche a toda mecha,
persiguiendo a los malhechores.
—¿Y tú Irenita?
—A mí me gustaría pertenecer a la Sección Femenina. Es
más, no me importaría dar mi vida por España.
—Pues mi mayor ilusión es ser bailarina —dice Lourdes—
. Cuando pase un par de años me iré a Madrid para entrar en
una escuela de danza. Lo tengo más que decidido.
—De sobra sabes que papá y mamá jamás te dejarán —le
dice Aurora.
—¡Ja! ¡Me importa un pito! Si no me dejan me escapo de
casa, que lo sepas.
Adolfo interrumpe la discusión. Nos cuenta lo bien que lo
pasó las dos semanas que estuvo en el campamento de la
J.O.N.S., y cómo obtuvo el primer premio al mejor relato
histórico.

214
Alcanzo la medalla que Aurora lleva colgada al cuello. Es
la imagen de la Inmaculada, circundada por una inscripción
que no llego a leer.
—Me la dieron en el colegio por haber obtenido durante
dos años el nombramiento de Hija de María.
—Yo también obtuve un nombramiento el año pasado.
—¿Tú?
—Sí, me nombraron Luminaria.
—¿Qué es eso?
—Es un nombramiento que se le otorga a una niña cuando
está gravemente enferma, supere o no supere la muerte.
—Qué cosa más rara.
—También me nombraron Pitarrosa y Lironda. ¿Queréis
que os lo cuente?
Los mayores se están levantando. Tía Elvira por un
momento se tambalea, y busca apoyo en el respaldo de la
butaca. A su lado, tío Eduardo, envuelto en una nube de humo
de cigarro puro, le indica que tome asiento.
—No, espera, ya se me va pasando... Estos dichosos
vértigos me tienen cada vez más acobardada... A este paso veo
que acabaré sin poder salir de casa, ya lo veréis.
—Pues mírame a mí, hija —se queja doña Alejandra,
apoyada en su bastón—; este reuma cada vez me está dejando
más inútil... Ya no sé ni lo que es pasar un día sin dolor.
—Ay, hija, la única causa de nuestros males es la edad, que
no perdona.
—¿Nos vamos ya, mamá?
—Cariño, hoy no puedes venir con nosotros. Es que...
verás lo que pasa... desde que hemos regresado de Teruel
estamos viviendo en una habitación con derecho a cocina, y el
espacio de que disponemos es muy reducido... apenas si
podemos movernos.
—A mí no me importa el espacio, mamá. Yo quiero irme
con vosotros... no quiero quedarme aquí.

215
—Escúchame. Dentro de unas semanas, cuando papá
comience el nuevo curso, podrás venirte. Ahora necesitas
tener muchos cuidados, cariño, acaban de darte el alta, ¿no lo
entiendes? Y sobre todo, precisas comer bien para ponerte
fuerte. En la casa grande tienen medios, más que nosotros.
—Pero yo ya estoy fuerte, mamá. ¿No me ves?
Además, boba, si vamos a venir todos los días a verte, ¿qué
te habías pensado? Anda venga, dame un besote grande...

216
Capítulo XI

Aún no consigo acostumbrarme a esta atmósfera de


austeridad que se respira. Nunca se oye una voz alegre, una
música, ni siquiera una pequeña risa... Al único que se le
permite cantar es al pájaro. Porque si a la muchacha se le
escapa alguna tonadilla, no veas lo pronto que la mandan
callar. Pues no lo sé, Vito... Son así de raros, qué quieres que
te diga. Además te digo una cosa, tía Eulalia la tiene tomada
conmigo desde que llegué, me he dado cuenta. Dice que en el
sanatorio me han curado la enfermedad pero me han
contaminado la educación. Y todos los días lo mismo: que si
soy mal hablada, que si no sé comportarme en la mesa, que si
no soy aseada, que si soy rebelde, distraída...
La primera noche, cuando llegó la hora de la cena y me
encontré en ese imponente comedor, sentada ante una mesa
descomunal y coronada por una extravagante lámpara, que
más bien parecía una inmensa araña suspendida en el techo,
me pareció estar viviendo una extraña pesadilla. Un tanto
sobrecogida, observé los cuadros de cacerías, con todos esos
pajarracos y liebres colgando cabezas abajo, los laboriosos
tapices, la lustrosa plata... Y aceché cada rostro estirado que
me rodeaba, a la muchacha que nos servía, mientras tía Eulalia
con la cabeza erguida, insistentemente apuntaba:
«El caldo no se sorbe... El tenedor con la izquierda y el
cuchillo con la derecha... Las manos sobre la mesa, pero no

217
así los codos... Se come con la boca cerrada... No se habla con
la boca llena...»
Después, tendida en esta inmensa cama, me escabullí entre
las sábanas, encogiéndome como un ovillo, y me abracé
fuertemente a Inesito. Sentía tal desamparo... Un ruido de
pasos, arrastrándose por el corredor, me sugirió la imagen de
un fantasma aproximándose... Cada vez más y más... De
pronto, escucho el chirriar de la puerta de mi habitación, saco
la cabeza de entre las sábanas, y con los ojos fijos en la
oscuridad me quedo atenta, escuchando, con el corazón
tamborileando en mi garganta. Sigilosamente, alguien se
estaba acercando a mi cama. Y entonces, noto que una cosa
me roza la oreja. Mira, Vito, no tuve más remedio que
morderme los labios para no dejar escapar un grito. ¿Sabes
qué era? la nariz ganchuda de doña Alejandra. Tras besarme
en un ojo, se dio media vuelta, y se alejó arrastrando
nuevamente sus zapatones negros abotinados.
Aquella noche lloré mucho, Vito, pero mucho. Y cuando
todos los murmullos cesaron y ya sólo se escuchaba el paso
de las sirvientas dirigiéndose hacia sus dormitorios, yo aún
seguía llorando, acordándome de vosotras...
No sé cuánto tiempo más podré aguantar el peso aplastante
de esta monotonía. Siento que sólo es una pequeña parte de
mí la que vive aquí, en esta casa, la otra aún permanece en el
sanatorio. Apenas si me apetece hablar. Tengo la impresión
de que todo cuanto hago o digo está mal, pues de cuatro
palabras seguidas que suelto, una casi siempre origina un
rapapolvo. Ayer, por ejemplo, sube la muchacha y me dice:
«Ha dicho tu tía que te pongas el vestido azul, que te peines
y que bajes, que unos señores quieren conocerte.»
Yo de inmediato hago eso: me pongo el vestido azul, me
peino y bajo a que me conozcan. Entro al salón verde, me
encuentro con una señora de pelo cano, alta, imponente, y un
señor obeso con mostacho que me examina de arriba abajo
(me recordaron a las visitas importantes que iban al sanatorio).

218
Me besan, repiten lo que todos: que si vaya suerte poder estar
con mis tíos, que si debo sentirme feliz y olvidar el pasado,
que si tengo los ojos de mamá y la boca de papá... Y entonces
tía Eulalia dice:
«Irenita, camina unos pasos para que estos señores vean
cómo lo haces.»
Yo me levanto, doy unos pasos. Abuela añade:
«Derechita, anda derechita.»
Y doy unos cuantos pasos más, andando derechita. La
visita se pone muy contenta de ver lo bien que he quedado
después de estar tanto tiempo enferma, y los demás se sienten
muy orgullosos de mí. Al rato, la señora, con una sonrisa
pegada en la cara, dice:
«Eres muy bonita. Pero ese pelo hay que dejarlo crecer, eh,
porque si no van a creer que eres un chico.»
Yo sonrío, e intento ser amable y comunicativa, como
quiere tía Eulalia que sea, y le digo:
«Cuando yo estaba en el sanatorio, y venían las visitas
oficiales, siempre nos preguntaban si éramos niñas o niños. Y
es que como teníamos el coco rapado, pues claro, no podían
saberlo. A veces les mentíamos diciendo que éramos niños. Y
luego, cuando se iban, nos dábamos una pechá de reír que casi
nos meábamos en la cama.»
Nada más terminar de hablar, sé que he metido la pata. De
momento no pasa nada: sonrisas, miradas, algún carraspeo,
palmaditas en la cara y poco más. Pero cuando la visita se
marcha, ¡Dios mío, cómo se pusieron!... Que si soy una
ordinaria, que si me he comportado como una verdulera... Y
Gertrudis, con ese rictus amargo que la caracteriza, yendo de
un lado a otro:
«¡Qué vergüenza, por Dios, qué vergüenza!...»
Y tío Eduardo:
«¿Pero qué forma de hablar es ésa? ¿Dónde te crees que
estás, eh? Has demostrado muy poco respeto, Irene, pero que
muy poco.»

219
La más benévola como siempre fue abuela, que nunca se
enfurece. Sólo me dijo, de forma cariñosa, que la próxima vez
que tenga que hablar ante una visita debo prestar más atención
a mi lenguaje.
A continuación, me dirijo al salón contiguo, al rojo. Y allí,
con el ánimo abatido, me dejo caer en uno de los sillones,
mirando alelada los cortinajes, las alfombras, los espejos y las
vitrinas, repletas de objetos. El salón rojo no me causa, como
otras veces, la sensación de hallarme en un palacio y de ser
una bella princesa de cabellos largos y dorados, ataviada con
traje de seda y tul. Por el contrario me siento pequeña,
insignificante, como una mosca atrapada en un mundo de
nefastos colores. Los rostros furibundos de hombres con
perilla y casaca, y de mujeres con tirabuzones, encajes y
mantillas, se me antojan no menos reprensores.

***

Odio que me quieran hacer cambiar, que intenten


convertirme en lo que no soy... Quiero ser yo misma, con mi
lenguaje, con mis expresiones, con mis ademanes. Tal como
éramos en el sanatorio. Tal como soy yo.
Esta mañana me han quitado la escayola. Me han dado el
alta definitiva, pero no me han permitido entrar en la sala ni
siquiera un momento. La entrada a los menores de catorce
años está prohibida, y a mí se me había olvidado.
El sábado, papá y mamá con los niños, se marcharon al
pueblo ese en el que le han dado la escuela. Ya no me volverán
a visitar.
Estoy pensando en fugarme de aquí.
El caso es que cuando llega la hora de apagar la luz y
meterme en la cama, me pregunto: ¿y adónde voy a ir?... Y
siempre acabo durmiéndome sin tener clara la respuesta.

220
Se acabó. No pienso calentarme más la cabeza. ¿Para qué
tanto esfuerzo en luchar a contracorriente? ¿Acaso sacaré
algún provecho? Lo único que he conseguido hasta esta
mañana es que abuela terminara llorando. Y eso no me lo
perdonaré.
A partir de hoy, comenzaré por prestar más atención a lo
que me dicen, y me esforzaré por aprender todos los consejos
del libro de urbanidad. Pondré de mi parte lo que pueda,
acatando normas y diferenciando las expresiones vulgares y
ordinarias de las que no lo son.
Espero que algún día, abuela se sienta orgullosa de mí.

***
Febrero 1952

He comenzado a forjarme un objetivo: ir a un colegio.


Aunque tía Eulalia no quiere ni oír hablar del asunto. Dice que
yo aún no estoy en condiciones de llevar una vida tan
ajetreada, que lo más conveniente para mí sería tener un
profesor en casa. A mí, semejante resolución me parece
absurda. Yo lo que quiero es tener amigas, quiero jugar en el
recreo, hacer gimnasia, excursiones, vestir un uniforme azul
marino con el cuello blanco, almidonado. Eso es lo que quiero.
Abuela, cansada de la pasividad de tía Eulalia, ha decidido
darme clases ella misma. Fue el otro día, que me dijo:
«Mira, tú así no puedes seguir por más tiempo. Ahora,
cuando llegue tía Eulalia de la calle, le diré que mientras
decide qué profesor te piensa poner, yo me dedicaré
personalmente a darte clases. Todo menos estar perdiendo el
tiempo de esta manera.»
Y esa misma tarde me compraron una enciclopedia
Álvarez de primer grado. Y también cuadernos, lápices,
plumas y tinta. Desde entonces, no he dejado de estudiar como
una desesperada: que si los fenicios se establecieron en el sur
de España; que si los griegos lo hicieron en las costas de

221
Levante; que si el cuerpo del Apóstol Santiago, que fue
martirizado en Palestina, descansa actualmente en Santiago de
Compostela; y que para hallar el área de un triángulo se
multiplica la base por la altura y se divide por dos.
Pero sigo hablando sola, sigo forjándome sueños... Sigo
esperando.

***

Sentada en una silla azul de anea, con las piernas cruzadas,


veo a una niña de mi edad, más o menos. Es delgadita,
morena, lleva el cabello anudado en una trenza que le recorre
la espalda. Su vestido es de un tono gris azulado, muy usado,
tal como las alpargatas que calza. Está comiéndose un
bocadillo, a la vez que lee un libro. Un gato negro, con una
cinta roja al cuello, dormita sobre el cojín de una butaca. La
azotea es exactamente igual a ésta, con sus poyetes, sus
macetas de jazmines y geranios, sus tendederos, su montera
de cristal...
—¡Hola!
—¿Eh?
—¿No me ves? ¡Estoy aquí!
—¡Qué susto me has dado!
—¿Cómo te llamas?
—Rocío. ¿Y tú?
—Yo me llamo Irenita.
—¿Estás de visita?
—No, vivo aquí.
—Ah. ¿Es que no tienes padres?
—¿Padres? Claro que sí. Y también tres hermanos.
—¿Es que ellos también viven con don Eduardo y doña
Eulalia?
—No, solamente yo.
—¿Y por qué no vives con tus padres?

222
—Porque he estado mala mucho tiempo, y aquí me
alimento mejor.
—Ah, ya. Pues yo vivo con mi madre. Y también con mi
hermano. Se llama Jaime, y es mayor que yo. Mi padre murió
cuando yo era pequeña.
—Rocío, ¿tú vas al colegio?
—Sí. Y lo que más me gusta es leer. ¿Y a ti?
—Pues también.
—Oye, ¿tú coleccionas cuentos?
—No. Tengo solamente dos, La ratita presumida y
Blancanieves. ¿Y tú?
—Tener, tener, pues tengo muy pocos. Lo que pasa es que
por dos o tres gordas me los alquilo. De Callejas, sí, de ésos
tengo un montón. ¿Quieres que te preste algunos? Espera.
Rocío echa a correr. A su paso, el gato levanta la cabeza,
la mira por un momento, y continúa durmiendo.
—Mira, éstos son, ¿lo ves? Sólo cuestan dos gordas.
—¡Huy, qué diminutos!
—¿No los conoces? ¡Pero si ya están más que vistos!
Espera, que te los voy a dejar para que los leas.
Arrastra una mesa, colocándola ante la tapia. Coge la silla
de anea. La pone encima. Y con la misma agilidad de un gato
se encarama a ella. Alarga su brazo. No llega. Me pongo de
puntillas, sobre el último peldaño. La escalera en la que estoy
subida se tambalea.
—¡Ay, que me caigo!
—Espera, se me ha ocurrido una idea.
Rocío sale corriendo. Al momento, aparece envolviendo
los cuentecillos en un papel de periódico.
—¡Ahí va!
El envoltorio vuela por encima de la tapia.
—¡Qué buena idea has tenido!
—Cuando los termines de leer, te dejaré más. Tengo
muchos. Mañana súbete otra vez, ¿vale?, y así seguiremos
hablando.

223
—De acuerdo.

***

Ay, Vito, tendrías que haber estado allí para vernos...


Hacía tanto tiempo que no me lo pasaba tan bien... Aquella
primera tarde, cuando bajé de la azotea, no me atreví a
contárselo a nadie. Sospeché que no lo iban a ver con buenos
ojos, y decidí guardar el secreto. Los cuentos los fui leyendo
o bien encerrada en el cuarto de baño o bien durante las
siestas, procurando no ser vista. Y así me tenías cada tarde,
deseando que dieran las cinco y me dieran la merienda, para
poder subir y encontrarme con mi nueva amiga.
Lo primero que yo hacía, nada más llegar a la azotea, era
ir al lavadero en busca de la escalera y cargar con ésta hasta la
tapia (no veas tú lo que pesaba).
Rocío siempre estaba allí, sentada en su sillita azul,
esperándome. Al verme, daba un brinco y corría a por la mesa
y la silla. De esta manera, sin importarnos para nada la
aparente incomodidad, charlábamos, reíamos y nos
intercambiábamos los cuentos y la merienda: yo le daba mi
bollo de leche o la ensaimada, y ella hacía lo propio con su
bocadillo de mortadela.
Hasta que un día, de pronto, apareció tía Eulalia.
«¿Qué haces ahí? —gritó— . ¡Te vas a matar!»
Me pegó un susto tan grande que tiré lo que me quedaba
del bocadillo de mortadela y rápidamente comencé a bajar los
peldaños.
«¡Espera! —gritaba ella—. ¡No corras! ¡Maldita sea el
disgusto que nos vas a dar como te caigas!»
Por los acerados dedos que atenazaron mi brazo y las uñas
puntiagudas que se hundieron en mi piel, pude comprobar la
intensa rabia que rezumaba.
«¿Se puede saber qué hacías ahí subida?» —me preguntó.

224
Y yo, casi llorando:
«Estaba hablando con una niña.»
«¡Claro! —exclamó—. Con la niña de la portera, ¿verdad?
¡Anda, vamos para abajo!»
Zafándome de sus dedos, corrí tras los cuentecillos, que el
aire boleaba por el suelo.
«¡Deja eso ahí!» —gritó.
«¡Son de Rocío que me los ha dejado!» —grité yo también.
Y ella:
«¡¡He dicho que lo dejes ahí!!»
Invadida de furia, volvió a cogerme del brazo. Yo volví la
cabeza. Vi cómo los cuentos de Calleja eran zarandeados por
el aire, esparciéndose a través de la azotea; y junto a la
escalera, lo que mi amiga había compartido conmigo: un trozo
de pan negro con mortadela.
Aquella tarde, tía Eulalia me hizo lavar las manos, me dio
una friega de alcohol, y por último me llevó al despacho de tío
Eduardo. Allí, muy enfáticamente, los dos me aseguraron que
ésa había sido la última vez que yo hablaba con aquella niña.
No alcanzaba a comprender lo que estaba pasando. Intenté
protestar:
«¿Por qué? Si esa niña es muy buena.»
«Sí —dijo tío Eduardo—, será todo lo buena que tú
quieras, pero no olvides que es la hija de la portera.»
«¿Y qué?» —grité.
Y tía Eulalia:
«¿Cómo que y qué? Pues que la hija de una portera no es
la amiga más adecuada para ti. Y se acabó, no hay más que
hablar.»
Gertrudis, que había aparecido sigilosamente, como un
fantasma, exclamó:
«¡Vamos, vamos, por Dios! ¡Lo que le faltaba ya, tener de
amiguita a esa niña!»
«Pues que sepáis que Rocío es muy educada, mucho más
que yo.» —dije a punto de romper a llorar.

225
Gertrudis masculló algo así como que no le extrañaría. Tía
Eulalia no dijo nada. Pulsó el timbre que está en el corredor,
y cuando tuvo en frente a la muchacha, le ordenó que subiera
a la azotea, que recogiera todos los cuentecillos que se
encontraran por el suelo y que se los llevara a la portera.
Acabó diciéndole:
«Dile de mi parte que haga el favor de ordenarle a su hija
que no se le ocurra volver a llamar a mi sobrina, pues de lo
contrario seré yo quien hable personalmente con ella. ¿Te has
enterado bien?»
Y como la muchacha se había enterado bien, se retiró a
cumplir las órdenes dadas. Mientras que yo me encerré en mi
habitación, decidida a romper el libro de urbanidad.
Lloré durante un buen rato, con la cabeza hundida en la
almohada, masticando palabras ordinarias. Y después de
limpiarme las lágrimas y los mocos en las sábanas, escupí en
el espejo, además de rayar con una horquilla la madera de mi
cama.

***

Agustina, la lavandera, ha enfermado gravemente. Tía


Eulalia no ha tenido más remedio que contratar a otra. A
Dolores. El problema que advertía Dolores es que de vez en
cuando tendría que traer a su hijo con ella, ya que su vecina
no siempre podía quedárselo. Esto, en un primer momento
echó para atrás a tía Eulalia, que exclamó:
«¡Ah, eso sí que no! Venir con un niño, ¿cuándo se ha visto
eso?»
Abuela le dijo:
«Eulalia, ten en cuenta que esta mujer es viuda y está muy
necesitada. ¿No crees que como buena cristiana debes
ayudarla?»
Y tía Eulalia, que quiso ser buena cristiana, finalmente se
decidió y la contrató. Todos nos pusimos contentos por ello.

226
Tío Eduardo, porque estaba harto de oír hablar del mismo
tema; abuela, porque sus razonamientos fueron escuchados;
tía Eulalia, porque su conciencia quedaba tranquila; y yo,
porque al menos, de vez en cuando, vería un niño correteando
en esta casa.
Dolores es una mujer alta, muy delgada, con el pelo
recogido en un moño. Viste un hábito morado por una
promesa que le hizo a no sé qué Cristo tras curar a su hijo de
una grave enfermedad que padeció a los dos años.
Pobre Dolores... Si vieras el trabajo tan agotador que
desempeña... Después de hacerle un primer lavado a la ropa,
tiene que acarrearla e ir colocándola sobre los poyetes para
que se blanquee con el sol, porque tía Eulalia prohíbe,
terminantemente, el uso de la lejía. Mientras el sol cumple su
tarea, ella cumple con cincuenta tareas más: barre, baldea la
azotea, arregla las plantas, limpia alfombras, y de vez en
cuando espurrea la ropa que se va secando. Al cabo de tres
horas, vuelve a cargar con el barreño hacia el lavadero para
hacer un segundo lavado. Luego un enjuague, y luego otro
más, y otro, y cuando ya ha acabado, repite de nuevo el mismo
viaje para colgarlas en los alambres. Al final de la jornada se
la ve muy fatigada, siempre dice:
«Este trabajo acabará conmigo…»
Y si ese día está su hijo, éste se le engancha al cuello, y le
dice:
«Cuando yo sea mayor, ganaré un montón de dinero para
que tú no tengas que trabajar, ¿sabes, mami?» —y le coge la
cara con ambas manos y se la llena de besos.
Así es Miguelito, todo ternura y alegría. Con siete años
representa unos cinco, por la poca estatura y lo delgadito que
está. Tiene el rostro manchado de pecas, los ojos azules, con
una mirada vivaracha, risueña.
Escuchar hablar a Miguelito es como palpar un mundo de
fantasía.

227
Hace unos días, me preguntó si yo tenía padres. Le dije que
sí, que tenía padres y tres hermanos. Él señaló al cielo y dijo
que su padre estaba allí porque cuando fue a la guerra le
pegaron un tiro en el costado, y que mucho tiempo después de
aquello aún seguía doliéndole, hasta que un día se murió.
«Mamá dice que el tiro nunca se le curó del todo —
prosiguió narrando—. Yo era muy pequeño, por eso no me
acuerdo. Pero cuando sea mayor voy a ir a la guerra, ¿sabes?
Voy a vengar su muerte. Así, mira —y echó a correr por toda
la azotea, simulando tener un fusil entre sus manos—: ¡Pum,
pum, pum! ¡Malditos, vais a morir! ¡Os arrepentiréis de todo
lo que le habéis hecho a mi padre! —y se tiró al suelo,
retorciéndose—. ¡Ay! ¡Me han dado!»
Yo no paraba de reír. Y su madre, que en ese momento
pasaba con el barreño de ropa, le gritó:
«¡Levántate del suelo, Miguelito, que te estás ensuciando!»
Y Miguelito, con los ojos cerrados:
«No puedo mamá, ¿no ves que estoy muerto?»
«Pues resucita ahora mismo si no quieres que te resucite
yo.» —le dijo ella dándole con el pie.
Cuando de nuevo se sentó a mi lado, observé cómo sus
pálidas mejillas se habían coloreado. Le pregunté si le
apetecía comer conmigo en el comedor. Dudó un momento.
«Sí —respondió—, pero quiero sentarme a tu lado. No me
gusta esa mesa tan grande.»
«No te preocupes —le dije—, que cuando baje le diré a mi
tía —y puse una voz así, autoritaria—: ¡Tía Eulalia, ordeno
que Miguelito coma hoy en el comedor! ¡Ah, y también
ordeno que sea colocado junto a mí! Ya te puedes retirar, tía
Eulalia.»
«¡Ja ja ja!» —reía Miguelito.
Poco después, cuando bajé al comedor, fui hacia tía
Eulalia, y le dije:
«Por favor, tía Eulalia, deja que hoy coma Miguelito en el
comedor.»

228
A tía Eulalia se le quedó la cara tiesa.
«¿Qué tonterías estás diciendo? —dijo achicando los
ojos—. Miguelito tiene que comer en la cocina, con el servicio
y su madre.»
«Por favor —insistí—, si solamente será por hoy.»
Y con el índice firme, dijo:
«¡Ya está bien, eh! ¡Venga, siéntate a la mesa!»
Bruscamente aparté la silla y me senté conteniendo la
rabia. ¿Por qué Miguelito no podía comer en el comedor?
¿Qué importancia tenía eso? Cuando ya nos estaban sirviendo
lo vi pasar hacia la cocina, cogido a la mano de su madre. Me
sentí francamente mal, culpable, por haberle dado esperanzas,
¿entiendes, Vito? Los demás, ajenos a mis sentimientos,
continuaron comentando las mismas cosas de siempre: que si
Alfredo Miranda estaba negociando algo que pronto se iba a
saber; que si su hija se había puesto en relaciones con el niño
de los Ruiz de Olivar; que si el niño de los Valcárcel había
roto con la niña de los Sánchez-Bustillo; que si vaya una
elección que había hecho el niño de los Puente Ojea
poniéndose en relaciones con la niña de los Ventura Oliva;
que si se comentaba lo ligerita de casco que era la niña de los
Torre-Marín; que si la juventud está corrompida; que si
Franco tiene la salud delicada...
¿Por qué hacen de la vida un puro aburrimiento?
Cuando salgo a la calle, o es para ir de visita a casa de algún
conocido (y toda la tarde me la paso sentada en el sillón de un
gabinete), o es para ir a misa con abuela; y entonces el tiempo
se me hace eterno porque ella reza mucho. Si es con Gertrudis,
para qué contar... Cuando no es una Novena a la Inmaculada,
es un Triduo a San Pancracio o es la Exposición del
Santísimo... Después, cogida de su brazo sin apenas hablar,
sin una sonrisa, sin un encuentro con alguien, sin ni tan
siquiera un tropiezo, recorremos las calles en silencio,
cabizbajas, igual que dos mártires hacia el cadalso.

229
Yo creo que lo que le pasa a Gertrudis es que no está
acostumbrada a ser amiga de nadie, o a que nadie se interese
por ella. Por eso tiene ese recelo, ese sinsabor... Yo creo que
sufre. Sí, me he dado cuenta. ¿Por qué? No lo sé. Pero sé que
sufre.
¿Sabes que la semana pasada estuve en el parque? Pues sí.
La idea surgió de tía Eulalia, que le dijo a Gertrudis mientras
estábamos en el comedor:
«Oye, Gertrudis, estoy pensando que mañana, si no te
importa, podrías llevar a la niña al parque.»
Gertrudis, que despellejaba una uva, se quedó un momento
pensativa, con la vista pegada al plato. A continuación me
miró fijamente.
«Pero a ver cómo te portas, ¿eh?»
Yo me pongo contentísima. Y cuando al día siguiente me
encuentro rodeada de árboles, de palomas, de puestos de
chucherías y de tantos niños correteando, me parece estar en
el lugar más precioso del mundo. Gertrudis, por el contrario,
paseaba en silencio, desanimada, como ausente. En un
momento dado, mientras estamos sentadas en un banco, dando
de comer a las palomas, llega un grupo de niñas que se pone
a jugar al gallito inglés, delante de nosotras. Contemplo sus
gestos, sus discusiones, sus bromas... y cada vez voy sintiendo
más deseos de unirme a ellas. Le pregunto a Gertrudis:
«Gertrudis, ¿me acerco y les digo si puedo jugar yo
también?»
«Bueno, díselo.» —me contesta indiferente.
Entonces me levanto, me estiro la falda, me paso la mano
por el pelo, alisándolo, y por fin:
«¿Puedo jugar con vosotras?»
«Pregúntale a Rosa, es aquella de allí.»
Voy a Rosa.
«Rosa, ¿puedo jugar con vosotras?»
Rosa me mira de arriba abajo.
«No, estás coja.» —me dice.

230
Vuelvo al banco, me siento.
«¿Qué te han dicho?» —me pregunta Gertrudis.
«Que no.» —respondo.
Ella me mira con esos ojos que no saben reír, y dice:
«No deberías haber dicho nada, pero como te empeñaste.»
Durante un rato permanecimos sentadas, mirando cómo las
niñas saltaban a la comba, y cantaban:
«Que una, que dos y que tres, que cuantos años viviré: uno,
dos, tres, cuatro, cinco...»
Y cada vez que Rosa me miraba, yo le sacaba la lengua, y
ella me la sacaba a mí. Al poco, dice Gertrudis:
«Venga, vámonos que llegamos tarde al triduo del Sagrado
Corazón.»
Y como el triduo del Sagrado Corazón se celebraba en la
iglesia del Sagrado Corazón, pues allá que nos fuimos. Y
como además era sábado, nos pusimos a guardar cola ante el
confesionario. (A Gertrudis le gusta confesar en esta iglesia
porque dice que los Jesuitas son los mejores confesores.)
El padre Berrocal, que ya es viejo y tiene malhumor, a cada
momento sacaba la cabeza del confesionario.
«¡Chisst! —chistaba—. ¡Callaos ya! ¡Que esto no es un
sarao!»
Durante un buen rato nos quedamos esperando, porque no
paraban de llegar hombres. Y como el padre Berrocal,
mientras haya un hombre que confesar, no confiesa a ninguna
mujer, pues ni te cuento. Cuando por fin llegó mi turno, antes
de arrodillarme, ya le oía nervioso:
«¡Venga, venga, vamos!»
«Ave María Purísima.» —le digo.
Y entonces voy enumerando los mismos pecados de
siempre, en tanto que él me suelta las mismas preguntas de
todos los sábados: ¿Tienes estampas, impresos o escritos
obscenos? ¿Has tenido acciones torpes tú sola? ¿Has tenido
pensamientos y deseos deshonestos?

231
Al acabar la misa, según abandonamos la iglesia, doblando
el velo, le pregunto a Gertrudis:
«Oye, Gertrudis, ¿tú sabes lo que quiere decir la palabra
obsceno?»
Me contesta:
«¡Ay, niña, yo qué sé! ¡Déjame en paz!»
Al llegar a casa, se lo pregunto a abuela, pero tampoco me
lo aclara. Ya un poco mosca, me dirijo al despacho de tío
Eduardo y le pido que me deje un momento el diccionario.
«¿Qué palabra quieres que te busque?» —me pregunta.
«Obsceno y deshonesto.» —le digo.
Él se echa a reír. Después coge el libro, y lee:
«Impúdico, torpe, ofensivo al pudor.»
Le doy las gracias y me doy media vuelta, sin que el
diccionario tampoco me aclare nada.
Ayer sábado, cuando voy a confesar de nuevo, le digo al
padre Berrocal:
«Padre, he tenido una acción torpe.»
Y me pregunta:
«¿Sola?»
«Sí, padre.»
«¿Cuántas veces?»
«Una —le digo—, sólo una.»
«Y pensamientos, ¿has tenido también?»
Le contesto:
«Sí, muchos.»
«¿Sobre qué?» —indaga.
«Pues... sobre mi tía Eulalia.»
Y repite con extrañeza:
«¿Sobre tu tía?»
«Sí, sí —afirmo—. He pensado que ojalá se quede muda
para siempre.»
«¡Niña, tú eres un demonio! —grita echándome el
aliento—. ¿Qué pasó, que te sorprendió haciendo “eso”?»
«¿Haciendo qué, padre?

232
«Oye niña —dice mirándome a través de los agujeritos—,
¿tú eres tonta o te lo haces?»
Es que no le comprendo, padre —le digo.
¡Que si tu tía te sorprendió!
Y yo:
«No, no me sorprendió, padre... Más bien fui yo quien la
sorprendió a ella.»
Y él, recalcando las palabras:
«¿Que tú la sorprendiste?»
Y yo:
«Si, padre, pero no fue con mala intención... Lo único que
pretendía era ayudar a la muchacha a retirar la mesa. Al final,
por querérmelo llevar todo en un viaje, se me fue al suelo la
panera, tres vasos de agua y la jarra. No vea usted el estruendo
que armé...»
Cinco padrenuestros y cinco Avemarías me puso el padre
Berrocal de penitencia.
Es curioso, Vito, pero fíjate, al principio de llegar yo aquí,
iba a la iglesia a regañadientes; poco después, indiferente; y
ahora, casi te podría asegurar que voy gustosa. La imagen de
la Virgen, que parece sonreírme desde el altar, es tan joven y
bonita y tiene una expresión tan alegre... Ayer, por ejemplo,
no tuve más remedio que contarle una cosa que me tiene de lo
más intrigada. Y es que resulta que el otro día, jugando con la
casita que tía Eulalia me ha regalado (de cuando ella era niña),
me entró ganas de ir al baño y decidí bajar al de las criadas,
que estaba más cerca de donde me encontraba. Y cuando estoy
cruzando la puerta del dormitorio de ellas, las oigo hablar y
reír, y pienso: les voy a dar un susto que se van a enterar. Me
acerco sigilosamente, empujo despacito la puerta, y de pronto,
asomando la cabeza, hago:
«¡¡Uuuuuh!!»
Lucrecia y Pepa, que estaban acostadas y abrazadas en la
misma cama, como si se quisieran mucho, pegaron un bote tan
grande que a punto estuvieron de caerse al suelo.

233
«¿Qué haces aquí, niña?» —grita Pepa con los ojos
desorbitados.
Yo no entiendo bien su reacción. Quizá les he asustado
demasiado, pienso. Y les pregunto:
«Os he asustado mucho, ¿verdad?»
Lucrecia, tapándose con la sábana hasta el cuello, me dice,
casi mordiendo las palabras:
«La que se va a asustar eres tú como se te ocurra decirle a
alguien que nos has visto a las dos en la misma cama. ¿Te
enteras?»
Y Pepa:
«Sabes que soy la cocinera, así que si dices algo te juro por
esta —y besa la cruz que hace con los dedos— que vas a
comer más mierda de la que te imaginas. Porque antes de que
tu plato vaya para la mesa, no sólo habré escupido en él sino
que también le habré echado mocos y toda la porquería que
vea. ¿Lo has entendido bien?»
Yo lo entendí tan bien, que cuando llegó la hora de la cena
y me encontré un plato de sopa frente a mí, fui incapaz de
llevarme la cuchara a la boca. No dejaba de darle vueltas y
más vueltas a esos fideos que me parecían gusanos, hasta que
abuela, ya impaciente, me dice:
«Vamos, Irenita, ¿qué esperas para empezar? Se te va a
quedar fría.»
«Ay, abuela —le digo—, es que me duele muchísimo el
vientre.»
Tía Eulalia mandó retirar mi cena. Al poco de esto, me
obligaron a beber una infusión asquerosa que olía a pis. Desde
entonces, antes de entrar en el comedor, siempre me asomo a
la cocina.
«Pepa —le advierto—, te juro que hoy tampoco he dicho
nada.»
Y ella dice:
«Está bien, está bien.»

234
***

Ayer han despedido a Lucrecia.


Resulta que cuando estaba limpiando la lámpara del
comedor, sin querer, se le rompió una de las tulipas. Como
ayer tía Eulalia no almorzó en casa, no se enteró hasta que
llegó la hora de la cena. La pobre de Lucrecia fue a su
encuentro, llorando si tenía que llorar, y suplicando:
«¡Señora, por favor! ¡Por favor, perdóneme, ha sido sin
querer!... »
Tía Eulalia no la perdonó. Le dijo:
«Recoge tus cosas y márchate ahora mismo!»
De nada sirvió que Pepa interviniese en su favor, ni que
abuela intentara hacerla razonar, diciéndole una y otra vez:
«Por Dios, Eulalia, que son casi las once de la noche... Que
esta muchacha no tiene a donde ir...»
Pero tía Eulalia no dio su brazo a torcer. Lucrecia,
deshecha en lágrimas, con la maleta de cartón en una mano y
un monedero medio vacío en la otra, se fue a la calle.
Anoche, yo creo que ni Pepa ni abuela pudieron dormir,
pensando dónde estaría Lucrecia.

***

14 de diciembre

Voy sentada junto a la ventanilla. Papá, a mi lado, va


leyendo el periódico. Frente a nosotros se sienta un hombre de
mediana edad, con aspecto de campesino; una mujer con un
niño que dormita en sus brazos, y un cura, con un libro abierto
entre las manos.
Entre las cañas de azúcar, se observan algunos caserones
blancos y algún que otro pastor con su rebaño de cabras. El

235
viento sopla fuerte, dobla las varas, sacude los arbustos y
levanta briznas y rastrojos.
El niño acaba de echar un vómito amarillento,
impregnando el ambiente de un olor un tanto picante, agrio.
El hombre con aspecto de campesino, echando atrás su cabeza
con un torcimiento de boca, lo mira sonriendo.
—Lo a gusto que s’a quedao la criatura.
—Ya lleva varios días con vómitos y calentura —le dice la
madre mientras se restriega el vestido con un trapo—. Me tié
de preocupá... mire, mire la carilla que se l’a quedao, está
blanquío, ojeroso...
—¿Lo ha visto el médico?
—Digo, de dónde cree usté que vengo sino del hospital.
Me mandó el médico del pueblo, ¿sabe usté? Me dijo: mira,
Francisca, yo no sé qué tié tu hijo, así que lo mejor será que le
echen un vistazo en el hospital. Y fíjese, fíjese cómo me l’an
dejao de pinchazos... ¡Pobrecito mío!
—¿Y qué l’an dicho que tiene?
—Ah, no sé. Tengo que volver otro día y ya me lo dirán,
vamos, eso creo. Pero una cosa le digo, que para mí lo que tié
mi niño es una bicha que me lo está comiendo por dentro. Y
si no al tiempo, que lo que no sepa una madre...
—Mi hija, cuando era un renacuajo así, tuvo una bicha que
mire, no le exagero, así era de larga. ¿Sabe usté cómo se la
conseguimos sacar? Dándola beber el cocimiento de la
hierbaluisa cuatro o cinco veces al día, con unas gotitas de
anís. Y oiga, mano santa. A los tres o cuatro días la echó fuera.
—¡Anda! Pues es bueno saberlo, porque ya le digo, éste tié
una bicha, seguro. M’a dicho usté que era hierbaluisa con anís,
¿no es eso? P’oy mismito se lo voy a dar, en cuantito
lleguemos. Fíjese, fíjese cómo está, empapaíto en sudor. Y
mire qué debilidad... A ver, como que todo lo que le entra por
la boca se lo come la puñetera bicha.

236
Un acceso de tos hace enrojecer de tal forma al hombre
con aspecto de campesino, que el cura, inquieto, detiene la
lectura un instante para observar a su compañero de viaje.
—Vaya, vaya, cómo está usted, ¿eh?
—Hecho una mierda. Con perdón, padre, pero así es como
me siento.
—El eucalipto —dice la madre del niño—, es buenísimo,
tómelo por las noches antes de acostarse, ya verá cómo le
desatasca to por dentro, hágame caso.
—Yo es que soy mu dejao, sabe usté. Y eso de andar
tomando potingues no va conmigo. Ya me lo dice mi mujer:
cuantito má viejo má burro está.
Desentendiéndose de la conversación, el hombre con
aspecto de campesino devuelve el saludo a varios labradores
que, al paso del tren, agitan las manos. Una ráfaga de aire
sacude la cortinilla de una de las ventanas, y aletea el
periódico de papá.
—¡Eh, oiga! —grita alguien desde más atrás—. ¡Atranque
esa ventana!
—¡Un poco de paciencia, hombre! —contesta otro—. ¿No
ve que esta mujer se está mareando?
Junto a éste, una vieja, vestida de negro y con una pañoleta
en la cabeza, se recuesta sobre el brazo, que apoya en la
ventanilla.
—Menuda mandanga tiene el tiempo —murmura alguien.
—Es que vaya levantera que s’a desatao hoy —dice la
madre del niño, arrebujándolo—. Hace un frío que pela un
gato.
Se cierra la ventanilla.
Nadie habla.
Y ahora, un nuevo ataque de tos del hombre campesino,
que se retuerce intentando extraer flemas. El cura se revuelve
inquieto en su asiento...
Al llegar a la estación de Vélez, nos abrimos paso entre
una riada de viajeros cargados de fardos y canastos.

237
—Ahora tenemos que coger la Diabla, ¿de acuerdo?
—¿Qué es eso de la Diabla, papá?
—Jesús, qué de cosas acarrea siempre esta gente...
—Papá, ¿qué es una Diabla?
—El maldito carromato que perderemos si esta señora no
nos deja pasar.
Una mujer obesa, vestida con hábito marrón, se vuelve
hacia nosotros.
—Pero no se me impaciente usted, hombre, si yo también
la voy a coger.
—Está bien, perdone.
—¡Ay, papá, si esto parece enteramente una diligencia!...
Es como salido de una película de vaqueros.
—Vamos hija, sube ya que están esperando.
Avanzo hacia adentro, tomo asiento. Papá lo hace junto a
mí. La señora del hábito marrón se acomoda frente a nosotros.
A su lado, lo hace una mujer flaca, vestida de negro, con un
hatillo de ropa por el que asoma la carita arrugada de un bebé.
Colgado del otro brazo, lleva un cesto de mimbre cubierto por
una tela a cuadros. La señora del hábito coloca su bolsa bajo
las piernas. Se acopla la pañoleta, mientras lanza un bostezo.
—Vaya día que hace —comenta envolviéndose en la
toquilla de lana—, y con el agua que ha caído a saber cómo
irá el río.
—Ay, por Dios, no diga usted eso. —le dice la flaca.
—¿Quiere usted que le ponga el cesto aquí, donde mi
bolsa? La veo muy atosigá.
—Si no le importa.
—Ande, ande, qué me va a importar. Démelo.
Sube un señor con atuendo oscuro y maletín.
—¡Hombre, Luis! Lo que menos esperaba era encontrarte,
¿qué tal?
Se estrechan la mano.
—Mira, ésta es mi hija Irene. Como te dije, viene a pasar
las Navidades con nosotros.

238
—¡Hola, guapa! Tus padres me han hablado tanto de ti que
ya es como si te conociera de toda la vida.
—Este señor es don Estanislao, Irenita, el médico del
pueblo.
—Verás qué bien te lo vas a pasar. El pueblo es pequeño
pero tiene su encanto, ¿sabes? Aunque yo diría que está
demasiado escondido, ¡ja ja!... Pero bueno, por lo pronto, te
vas a divertir dando saltos en este cacharro durante varios
kilómetros. ¡Pedro! ¡Venga, macho! ¿Esperamos a alguien
más? ¡Pues entonces, vámonos!
El cochero, un hombre gordiflón con la cara curtida y una
boina calada hasta las orejas, sube al pescante y sacude a los
caballos.
—¡Arre! ¡Arre!
Papá y el médico hablan de fútbol. Las mujeres miran al
frente, pensativas.

***

Hemos tomado la pendiente de un camino bordeado de


viñas. Los caballos suben despacito, envueltos en una leve
polvareda. El médico levanta la lona, mira a través de la
abertura.
—Estos animales ya tenían que estar jubilados —le dice a
papá—, míralos, van que no pueden tirar de su alma. ¡Pedro!
El cochero se vuelve, como si saliese de un sueño.
—¡Mande!
—¡Pues sí que va usted bueno también, joder! ¡Venga,
hombre, métales caña a las bestias que a este paso nos dan las
uvas!
Pedro fustiga a los animales, como si hubiese descubierto
en ellos al mismísimo diablo.
—Los va a dejar eslomaos —dice la mujer del hábito—; y
va a ser peor el remedio que la enfermedad.

239
A nuestro paso, un grupo de mujeres nos saludan agitando
las manos mientras intentan mantener en equilibrio el cesto
que sostienen en la cabeza. Rebasamos un puñado de
casuchas. Algunas viejas con pañoletas negras, al ver el
carromato, abandonan la labor de la huerta y se enderezan
colocándose una mano a modo de visera.
Papá y el médico retoman el tema del fútbol.
—Al Málaga lo que le falta es coraje, te lo digo yo. Hay
que ver el partidito de este domingo, macho...
—No sé que les pasa esta temporada que no dan una.
Igualito que la pasada, ¡entonces sí que demostraron tener los
cataplines bien puestos! Ganarle al Madrid por tres a cero.
Menudo partidazo aquel, ¿te acuerdas?
—¿Que si me acuerdo? Ya lo creo.
Vamos tan despacio que casi nos detenemos.
—¡Vaya! ¡Pues sí que viene bueno el río! —exclama la
mujer flaca mirando por la abertura.
—¡Eh, Pedro! —exclama papá—. ¡El río no está hoy para
cruzarlo!
—¡Tranquilo, don Luis, que no pasa nada!
—Sí, tranquilo, no te fastidia el tío éste.
Nos detenemos.
—¡Arre! ¡Arre! —grita Pedro fustigando a los caballos—.
¿Es que os acojona este charco, podencos de mierda? ¡Vamos,
tirad p’alante! ¿Sois machos o qué puñeta sois?
Los caballos comienzan a andar, despacito, tanteando la
profundidad del agua. Finalmente se deciden a cruzar. El
carruaje se traquetea de tal manera que da la impresión de que
vamos a volcar de un momento a otro. Las dos mujeres se
santiguan repetidamente. El médico se levanta, se acerca al
pescante.
—¡Lleve cuidado, hombre!
—¿Acaso no lo llevo? Usted no se preocupe, doctor, que
esto no va a volcar.

240
—¡Ja!, eso mismo dijo hace meses atrás y ya ve usted
donde acabó. ¿O es que ya se le ha olvidado?
—¡Oiga, oiga, doctor, que si ese día volqué no fue porque
el río llevara más o menos agua, sino por la tormenta que se
desató de pronto, que asustó a los animales!
—¡Por lo que quiera que sea, el caso es que volcó!
—Digo —salta la señora del hábito—, como que la
Saturnina se quedó con un brazo dislocao y todavía no lo
puede mover.
—¿Y mi Rafael que también iba ese día? —dice la flaca—
. Él sí que estuvo jeringao con un pie. Ni siquiera se podía
meter las albarcas de lo hinchao que lo tenía.
—Demasiao poco pasó... P’aberse matao.
La flaca se santigua.
—Pues como esto vuelque hoy nos ahogamos —estrecha
contra su pecho al crío, dispuesta a no dejárselo arrebatar por
el río.
Ahora nadie habla. Sólo se escucha el chapoteo que
produce el paso de los caballos, el golpeteo de las ruedas sobre
el fondo pedregoso. Intentamos mantenernos firmes en los
asientos, pero difícilmente lo conseguimos.
—¡Arre! ¡Arre! —chilla Pedro, sin parar de fustigar a los
animales.
Nada más pisar la otra orilla, volvemos a respirar
tranquilos; menos el bebé, que no deja de berrear.
—Éste lo que tiene es hambre —dice su madre—. ¿A que
sí, satanillo? —y le besa, le achucha y le mordisquea, contenta
de que el río ya no le puede arrebatar a su niño—. ¡Bueno, ya
está bien de lloros, ¡ojú!, que siempre estás enmallao!
Mientras ella se desabrocha la parte delantera de su vestido
negro, Satanillo agita las manos, busca, gime, hasta tener en
la boca el flácido pecho de su madre.

***

241
Con el frío calándonos hasta los huesos, llegamos por fin a
la plaza del pueblo. Papá y el médico se despiden, citándose
para la partida del día siguiente. Y mientras la mujer del hábito
se compone la pañoleta, la flaca hace lo mismo con sus
pechos.
Nuestra llegada ha producido tal revuelo que, lo mismo las
mujeres que los hombres (incluso los que acarrean fardos),
cambian el rumbo de sus pasos para acercarse a nosotros. En
un instante me encuentro rodeada de niños y mayores.
Perico y Luichi corren a nuestro encuentro. Mamá me
oprime entre sus brazos. —Mi niña... ¡Pero qué guapa está!...
¡Digo, lo que has engordado!
—¡Mira, mamá, Irenita ya no tiene escayola!
—¿Y no te la van a poner más?
—¡Que va, Luichi! ¿No ves que ya me he curado?
—A ver, a ver...
—¡Lucía, que me haces cosquillas!
—Y el viaje, ¿qué tal?
—No veas el miedo que he pasado, mamá... Ya te contaré.
Entre borbotones de palabras y risas, comenzamos a
caminar. Los últimos rayos de sol atraviesan la plaza,
recubriéndola de tonalidades doradas. Me recuerda a uno de
esos cuadros decimonónicos que cuelgan en el despacho de
tío Eduardo. En el centro, una fuente labrada en piedra deja
caer un hilillo de agua sobre un pilón cuadrado. Junto a la
misma, una vieja se mantiene absolutamente inmóvil,
observándonos. Varias mujeres van y vienen, cargando
cántaros, mientras un grupo de niños corretean de un lado a
otro. Unos viejos, apoltronados ante la mesa de un bar, juegan
distendidamente al dominó. Las calles son estrechas,
empedradas; las casas blancas, blanquísimas, y achatadas, con
pequeñas ventanas salpicadas de geranios y gitanillas.
Algunas mujeres que están sentadas a la puerta, entrelazando
varitas de mimbre, abandonan momentáneamente su labor.

242
—¿Es su hija, don Luis?
— Sí, la mayor.
—Muy guapa, Dios se la bendiga.
—(Pobrecita, está coja...)
Perico me zarandea del brazo:
—Mira, Irenita, ése es el cine del pueblo.
—Y en este bar —señala Luichi— es donde vienen los
hombres a jugar y beber. Detrás está la tienda donde se
compra de todo.
—Aquello que se ve allí —dice Perico— es el establo del
señor Ambrosio. Tiene tres burros.
—Y un poco más allá —añade Luichi— está la herrería del
Chivato.
—¿Ves la torre de la iglesia que asoma por allí? Pues el
reloj no funciona desde que acabó la guerra.
Llegamos ante un portón de madera vieja. Mamá abre su
bolso, saca una llave grande de hierro y la introduce en la
cerradura.
—¡Yo le enseño la casa! —grita Luichi.
Lucía me coge de la mano.
—Ven conmigo, ven.
—No, espera —le dice Perico—, vamos a empezar por
aquí, por el cuarto de mamá y papá.
El dormitorio es muy amplio, con pocos muebles. Sólo una
cama, dos mesitas y un baúl. De la pared cuelga una percha
cargada de ropa y un cuadro del Sagrado Corazón. Del techo,
una bombilla pelona. Por una pequeña ventana se ve la torre
de la iglesia. Lucía tira de mí, me lleva a otra habitación que
se comunica con ésta.
—Este es mi cuarto.
—Ahora es también de Irenita —apunta mamá.
El cuarto tiene dos camas turcas, una sillita rosa y un
pequeño ropero. En la pared hay un cuadro de la Virgen Niña,
y varios dibujos sujetos con chinchetas; por el suelo, algunos
cachivaches y una muñeca decapitada.

243
En una zona de paso se halla el comedor. Es sencillo, como
todo: una mesa rectangular, rodeada por sillas, y un mueble
aparador con un espejo. Del techo cuelga un cable rizado que
mece una bombilla empolvada. De la pared, un candil
apagado.
—¡Clara! —llama papá desde su cuarto—. Comprueba si
hay luz.
Mamá, inclinándose sobre de la mesa, se empina de
puntillas hasta alcanzar la bombilla y hacerla girar en la rosca.
La estancia se ilumina.
—¡Que sí, Luis, que hay!
Entra papá con un libro, y se acomoda en una descolorida
butaca.
—Vamos a ver si por fin esta noche puedo leer un rato
antes de que la corten.
Mientras mamá se dispone a encender el fogón, para
preparar la cena, nosotros nos dirigimos al huerto. El cielo
anochecido recorta la silueta de un monte que se eleva por
encima de la tapia.
Mis hermanos me cogen de la mano, llevándome de un
lugar a otro.
—¡Ven, que vas a ver el pozo! —grita Luichi.
—Mira —me señala Perico—, mira qué profundo es.
Asoma la cabeza y grita, verás como se oye el eco.
—¡Aaaaaaaah!
—Ahora ven por aquí —dice Luichi tirando de mí—. ¿Ves
esto? Es un pilón, aquí es donde mamá lava la ropa. Dice que
este verano lo llenará de agua para que nos bañemos.
—Ven, corre, que vas a ver una cosa que no te imaginas.
—¡Espera, yo se lo enseño! ¡Mira Irenita!
—¡Ah! ¡Qué es esto! ¡Pero si son fusiles!
—¡Ja ja ja!
—¿Por qué está esto aquí?
—Cuando llegamos a esta casa —me explica Luichi—,
papá se los encontró arriba, en la escuela.

244
—Es que como esta escuela no se usaba desde antes de la
guerra, pues ni siquiera se enteraron de lo que aquí había —
dice Perico restregándose la nariz con la manga.
—O se les olvidó donde lo habían escondido, a saber. La
pena es que cada vez están quedando menos.
Luichi se inclina sobre el arsenal y hace recuento.
—Mira, mira qué pocos quedan ya.
—¿Por qué? ¿Quién se los lleva?
—Mamá, que cuando le falta leña para encender el fuego,
usa la culata.
—Nosotros hemos escondido dos, ¿sabes? —dice Perico
apuntando con un fusil a la garrucha del pozo—. Porque a este
paso veo que nos quedamos sin ninguno para poder jugar.
¡Pggg! ¡Pggg!
—¡Niños! —grita mamá asomando por la ventana de la
cocina—. ¡Venga para dentro, que está empezando a llover!
—¡Espera, Luichi, dime qué hay en aquella puerta de allí!
—¡El retrete!

***

Sentada junto al fogón, escucho cómo vivió mamá su


noviazgo en plena guerra. Y pienso: ¿puede haber algo más
fascinante que limpiar chícharos junto a tu madre mientras te
cuenta cómo se enamoró?
—¿Sabes cómo os veo en el futuro? A Perico, convertido
en un oficial de Infantería. A Luichi, embutido en una bata
blanca, pasando consulta en un hospital (porque seguro que ha
heredado la vocación de papá). A Lucía la veo rodeada de
hijos. ¿Y a ti sabes cómo te veo? Rodeada de papeles en una
oficina. Secretaria, eso me gustaría que seas. Como lo fui yo.
Que en mis tiempos, no creas, fui de las más avanzadas, de las
que no estábamos bien vistas y se nos criticaba por demasiado
modernas. Pero a mí eso me importaba poco, yo quería ser
independiente, libre, no tener que estar a expensas de mi

245
padre. Eso sí, no te cuento lo que me costó convencerlo para
que me dejara trabajar, ¡por Dios!... ¿Sabes lo que le echaba
atrás? El hecho de que en las oficinas de Papelera Española
yo era la única mujer. Ni más ni menos. Al final se dio por
vencido, a ver, qué iba a hacer si a todas horas lo traía loquito
con el mismo tema. Una vez conseguido esto, luché contra
viento y marea por lo que era mi sueño y mi ilusión más
grande: intentar publicar un libro.
—¿Un libro?
—Sí, un libro. Algún día te lo dejaré, el manuscrito, claro.
—¡Ay, por favor mamá, déjamelo ahora!
—Es imposible, cariño. Lo tengo en casa de tía Elvira,
guardado en un baúl. Pero no te preocupes, te prometo que en
cuantito vaya a Málaga se lo pediré.
—¿De verdad?
—¿Tú sabes cuánto tardé en escribirlo? Cuatro años. ¿Y sabes
cuánto tardó la editorial en rechazármelo? Cinco minutos.
Como lo oyes. Me dijo el editor: mire, lo he leído y no está
mal. Pero creo que vamos a dejarlo por ahora, quizá más
adelante ya se verá, ¿de acuerdo? Y lo que se vio más adelante
fue la guerra. Después ya no lo volví a intentar.
—¿Por qué no lo intentas ahora?
—No, hija, no. Ese momento ya pasó. Ahora mi ilusión
sois vosotros. Es por lo único que estoy dispuesta a luchar.
¿Qué te pasa, Lucía, que traes esa cara de disgusto?
—Que estará aburrida. ¿Nos vamos a jugar, Lucía? Venga,
vámonos a la calle con los niños.

***

Hace ya muchos días que no hablo contigo, Vito. Y es que


todas las noches me acuesto tan cansada que me duermo
enseguida. No imaginas lo bien que lo estoy pasando. Si vieras
cuánto disfruto sentada junto al fogón, abanicando el fuego

246
con el soplillo y conversando con mamá mientras se fríen las
papas o se cuece el puchero.
Después de comer, varias niñas vienen a nuestra puerta y
nos ponemos a jugar a la comba. Yo, como no puedo saltar
tan rápido como ellas, me encargo de darle a la cuerda. Y
todas cantamos:

La novia, la novia de Pepe


Se mea, se mea en la cama
Y su novio, su novio le dice:
Cochina, cochina, marrana.

Lo curioso de este pueblo es que ninguna puerta permanece


cerrada durante el día. Si tienes sed, no tienes más que entrar
y pedir un vaso de agua. A veces incluso te preguntan si
quieres comer algo. Casi todos los días, desde que llegué, ha
venido alguien trayéndonos un huevo, o unos chorizos, o un
pedazo de tocino.
«Tome doña Clara —suelen decir—, este huevo pa su niña,
que h’astao malita.» O: «Tenga, pa que la Irenita se tome un
buen puchero con pringá, a ver si engorda un poquito.»
Aunque ahora estamos en las vacaciones de Navidad, no
quita para que papá siga dando clases por las noches. Se las
da a los hombres que vuelven del campo. Y como no le pueden
pagar en metálico, que han de hacerlo con géneros, pues no
veas tú la ilusión que le hace a mamá cada vez que alguien
llega con un hatillo en la mano.
Normalmente, mientras papá da las clases en el comedor,
yo me voy con mis hermanos a la calle, o me voy con mamá
y Lucía a casa de la maestra. La maestra se llama Beatriz, y
vive aquí al lado. Encima de la vivienda tiene la escuela de las
niñas, igual que nosotros tenemos la de los niños. Doña
Beatriz es una mujer muy desgraciada. Dicen que un día su
marido se marchó a Francia a trabajar y no ha vuelto ha tener
noticias de él, y de eso hace ya veintidós años. Ella, por

247
supuesto, sospecha que tiene otra mujer, por eso odia a los
hombres, ¿comprendes? Y por eso no les quiere dar clases. Y
como a las mujeres no puede dárselas porque, según dice, no
tienen el más mínimo interés en aprender, pues la muy
cabezota se está perdiendo esa pequeña ayuda, que como dice
mamá: parece que no, pero es un añadido al sueldo.
Doña Beatriz se sofoca mucho hablando sobre las mujeres.
Dice:
«A ver, Clara, ¿qué ha pasado con el cambio que comenzó
para la mujer antes de la guerra, eh? ¡Pues que se ha ido al
garete! ¡Eso es lo que ha pasado! Y si se ha ido al garete ¿por
qué ha sido? Di, Clara, ¿por qué?»
Y mamá:
«Por Dios, Beatriz, no hables así, mujer, que un día te vas
a buscar un disgusto.»
Así que en vista de lo cual, lo que ha hecho doña Beatriz
es formar un coro de niñas, para que alegren la misa del
domingo. Pues según me ha contado mamá, doña Beatriz
canta muy bien. Es más, lo que ella deseaba ser de joven era
artista, no maestra. Lo que pasa es que su padre le dijo: antes
muerta que artista. Y no tuvo otra opción. Ahora está
ensayando villancicos para la Misa del Gallo. ¿Y sabes una
cosa, Vito? Que yo también estoy incluida. Por eso estoy
contenta, porque es la primera vez que voy a cantar en un coro.
Aunque mamá asegura que no tengo buen oído, doña Beatriz
dice que no importa, que educándome un poquito la voz no se
notará.
Cuando ya empieza a anochecer y volvemos a casa, mamá
abre de par en par la puerta del huerto, porque los hombres
han estado fumando y huele mucho a tabaco. Luego se mete
en la cocina, a preparar la cena, mientras nosotros echamos
sobre la mesa el hule, que todo él es un mapa de España. Y
mientras las papas se fríen, nosotros nos distraemos buscando
el pueblo de una determinada región, que uno de nosotros
hayamos elegido. A veces nos obstinamos tanto que, aun

248
durante la comida, seguimos buscando pueblos bajo los
platos.
Después de cenar nos sentamos ante la estufa. Papá se pone
a leer, mamá hace crochet, y yo le leo a mis hermanos alguna
de las historia del libro Corazón de D’Amicis, que hemos
bajado de la escuela. (Más de una vez alguno acaba llorando.)
Otra cosa: ayer hicimos el belén. No imaginas lo mucho
que me he acordado de Inés y de ti; tanto, que apenas estuve
animada. Una vez terminado, cubrimos las patas de la mesa
con la bandera de España, que papá bajó de la escuela.
Seguidamente nos sentamos en el suelo, a los pies de las
figuritas, y nos pusimos a cantar villancicos. Por la tarde,
mamá preparó la masa de los borrachuelos; después, sentados
alrededor de la mesa con un trozo de masa, cada uno nos
pusimos a hacer figuritas sobre el mapa de España mientras
ella aplastaba con una botella cada porción y le iba dando la
forma. Cuando comenzó a freírlos, y toda la casa se impregnó
de olor a matalahúva y aceite, papá dijo:
«Ya huele a Navidad.»
Por la noche nos acostamos tarde, más tarde que nunca,
porque vino a visitarnos el médico con su mujer, y también
doña Beatriz, que no paraba de hablar y de hablar entre copitas
de anís y borrachuelos. Estuvieron hasta las tantas.
Nada más meterme en la cama, me dormí enseguida. Pero
no pasó mucho tiempo cuando me despertó el silbido del
viento, que hacía crujir el postigo de la ventana como si desde
fuera la intentasen abrir. A través de la ventolera, me pareció
oír que mamá gimoteaba, y me pregunté: ¿le dolerá algo? Me
quedé escuchando. Su respiración se volvía cada vez más
agitada, a la vez que lanzaba unos quejiditos que eran
ahogados por los susurros de papá y los chirridos del somier.
Segura ya de que algo le estaba ocurriendo, me tiré de la cama
y corrí a su cuarto. No te imaginas, Vito, lo que vi. Papá estaba
encima de mamá, aplastándola cruelmente, con mucha rabia,
mientras ella, casi llorando, le rogaba:

249
«Para, Luis, para... »
Pero él como si nada, seguía y seguía, hasta que yo, incapaz
de ver por más tiempo como sufría, grité:
«¡¡Para!! ¡¡Que le estás haciendo daño!!»
No veas el respingón que pegó papá.
«¡Niña! —gritó—. ¿Qué haces ahí? ¡Vuelve ahora mismo
a la cama!»
Yo me quedé como clavada, no sabía qué hacer. Mamá,
cubriéndose con la sábana hasta los ojos, me dijo:
«Anda, cariño, sigue durmiendo, si yo estoy bien...»
La verdad, Vito, no entiendo nada... ¿En realidad papá la
estaba maltratando? ¿Quería mamá ser maltratada? Todo esto
es muy confuso... muy confuso. Tendré que pensar en ello más
despacio.

***

Casi toda la gente del pueblo se encuentra esta noche en la


iglesia, asistiendo a la Misa del Gallo. Desde aquí arriba, en
el coro, observo a don Anselmo, con su casulla blanca,
predicando en lo alto del púlpito. Abajo, junto al altar mayor,
está Curro, el monaguillo, sentado en un taburete sin dejar de
balancear las piernas. Bajo la escalinata, en su sillón de
terciopelo rojo, se sienta doña Rosalía, con los pies apoyados
en el reclinatorio y el rosario de nácar entre los dedos. En los
dos bancos de la primera fila, lo hace la maestra, don
Estanislao y el alcalde, con sus respectivas esposas; más
también papá y mamá con los niños.
Algunas viejas, indiferentes al sermón, dan cabezadas.
Otras cuchichean, mirando por aquí y por allá; y atrás del todo,
los hombres permanecen de pie.
Esta Navidad está siendo la mejor de toda mi vida. La cena
ha sido perfecta: sopa de almendras y huevos con chorizo,
acompañados de muchas papas fritas (que se hicieron con dos
culatas de fúsil). De postre, borrachuelos y una copita de anís,

250
del que trajo don Anselmo, y un poquito de mazapán, del que
hizo doña Beatriz.
Todos nos hemos arreglado muy bien. Papá se ha recortado
el bigote y se ha peinado con brillantina. Y mamá se ha
recogido el pelo, se ha pintado los labios y se ha puesto el
vestido que se arregló ayer. Está guapísima.
Esta noche, todo es perfecto.

***

12 de mayo, 1953
Ayer hizo Perico la Primera Comunión.
La víspera, cuando papá y mamá llegaron a Málaga, lo
primero que hicieron fue venir a recogerme para llevarme con
ellos a casa de tía Elvira, en la cual iban a parar. Por la tarde,
nos llevaron al parque. Comimos pipas, paloduz, altramuces,
y estuvimos jugando a un montón de cosas: al escondite, a
policías y ladrones, al gallito inglés..., hasta que papá nos
propuso ir al puerto para ver las ocho unidades de la Tercera
División de la Marina de Guerra, que habían arribado el día
anterior, cosa que nos hizo mucha ilusión.
Llevábamos un rato parados ante una corbeta cuando, de
pronto, se acercó a nosotros un marino que parecía ir vestido
de Primera Comunión. Papá y él se abrazaron con mucha
alegría, y se pusieron a hablar. Recordaron tiempos pasados,
se rieron, se dieron codazos, empujones... Y cuando ya
estábamos cansadísimos de esperar, dijo el marino:
«¡Eh, chicos! ¿Queréis subir a ver el barco?»
«¡Síii!» —gritamos locos de contentos. Y corrimos hacia
la escalerilla. No te imaginas lo bien que lo pasamos
descubriendo cosas, y correteando, y escondiéndonos por allí.
Ya de noche, en casa de tía Elvira, dormimos en una
habitación que tenía dos camas. Perico y Luichi se acostaron
en una, y Lucía y yo lo hicimos en la otra. Y así, hablando

251
bajito, estuvimos hasta las tantas de la madrugada en la que de
pronto, una punzada de hambre, nos hizo a Luichi y a mí
correr sigilosamente a la cocina. Con las manos llenas de
galletas, corrimos de nuevo al cuarto.
«¡Quiero una, quiero una!» ―exclamó Perico.
«No, Perico —le digo—, tú no puedes comer porque
mañana vas hacer la Primera Comunión. ¿O es que ya se te ha
olvidado que hay que estar toda la noche con el estómago
vacío? Ya sabes que de lo contrario te vas al infierno, Perico.
«¿Y tú qué? ―me dice— ¿Es que tú no vas a comulgar
también?»
De pronto caigo, y manteniendo la boca abierta me
apresuro al cuarto de baño y comienzo a hacer enjuagues.
Cuando regresé al cuarto me encontré que ya estaban los tres
dormidos. Luichi y Lucía aún mantenían un trozo de galleta
en la mano.
Por la mañana, varias veces tuvo que venir mamá a
despabilarnos. Pero fue cuando papá le mostró a Perico una
pastilla de jabón Heno de Pravia, que éste, se levantó de un
salto y la agarró como si de una loncha de jamón se tratara.
Exclamó:
«¡Hmmm! ¡Qué bien huele!»
Y con la pastilla pegada a la nariz y el pantalón del pijama
medio colgando, echó a correr hacia el cuarto baño. Al poco,
nada más volver, se sienta en el filo de la cama, con gesto
preocupado, sin decir palabra.
«¿Te pasa algo, Perico?» —le pregunta mamá, que en ese
momento estaba vistiendo a Luichi.
Él niega en silencio, y sigue con la mirada clavada en el
suelo. Pasado un rato, cuando ya había terminado yo de
arreglarme, mamá le vuelve a preguntar:
«¿Qué te ocurre, Perico, te encuentras mal? ¿Te duele algo,
hijo?»
Y él vuelve a negar con la cabeza.

252
Una vez que termina con las coletas de Lucía, se acerca a
Perico y le toca la frente con la mano y los labios.
«Este niño me preocupa» —le dice a papá.
«¿Pero está caliente?» —pregunta él.
«No, si el caso es que está fresco.»
Aun así, papá también le palpa la frente y le pregunta si le
duele algo o si está disgustado. Pero nada, él sigue negando
con la cabeza.
«Le voy a hacer una manzanilla —dice mamá—, seguro
que no tiene bien el estómago, después de tantas chucherías
como comieron ayer...»
Y tía Elvira:
«Queda media hora para que comulgue, Clara, no debe
tomar líquido.»
En vista de eso, cada cual sigue arreglándose y ya nadie le
vuelve a preguntar nada. Una vez todos acicalados, mamá, con
mucho esmero, se pone a vestirlo, y luego papá a peinarlo, con
brillantina y todo. No te imaginas lo guapo que lo dejaron. Se
parecía al marino del puerto, solo que sin gorra. Por último,
en un acto casi ceremonioso y sagrado, papá le coloca en el
cuello un crucifijo que pende de un cordón dorado. Le dice:
«Hijo, esta cruz la llevé yo el día de mi primera comunión,
y espero que algún día la lleve también un hijo tuyo.»
Perico, muy triste y sin decir nada, la observa, la toca un
momento y vuelve la mirada al suelo. A continuación mamá
le entrega el misal y el rosario, y yo le digo:
«Perico, este libro y este rosario lo llevé yo el día de mi
primera comunión, o sea, que cuando tengas hijos, ya sabes.»
Y otra vez lo mismo. Se encoge de hombros, sin soltar
palabra. De pronto, cuando ya estamos bajando las escaleras,
Perico rompe a llorar. No veas el revuelo que se arma.
«¿Pero hijo, por qué lloras?»
«¿Qué te duele?»
«¿Quieres hacer caca?»
«¿Te aprietan los zapatos?»

253
«¿Tienes ganas de vomitar?»
Perico, restregándose los ojos con los puños, a todo niega
con la cabeza. Le vuelven a tocar la frente, le palpan el vientre,
le miran la garganta, le aflojan el cinturón, hasta que ya papá,
impaciente, grita:
«¡Mira, Perico, o me dices ahora mismo lo que te pasa o
vas a tener un castigo que no olvidarás en tu vida! ¿Me oyes?»
Perico estalla en un llanto aún más fuerte.
«Déjame a mí.» —le dice mamá.
«Perico, cariño, se nos hace tarde, hijo. Anda, dile a mamá
qué es lo que te pasa.»
Y entre sollozos, Perico por fin explica:
«Que no puedo comulgar, mamá.»
Al oír esto, papá grita:
«¡Qué dices, niño!»
Mamá inquiere:
«¿Por qué, cariño?»
Perico:
«Porque esta mañana me he comido un moco.»
Mira, Vito, estoy segura de que el estallido de nuestra risa
fue escuchado hasta en el último rincón del edificio. Perico,
abriendo unos ojos como platos, nos pregunta:
«¿Qué pasa?»
Mamá lo abraza:
«Nada, hijo, que puedes comulgar.»
Al poco de esto, ya estaba Perico con sus brazos cruzados
recibiendo el Cuerpo de Cristo.
Una vez terminada la ceremonia, tía Elvira le entregó un
regalo: un libro de Tomás de Kempis. Y abuela, una cadena y
una medalla de la Inmaculada Concepción. Seguidamente,
tras desayunar chocolate con tejeringos en la cafetería
Granada, nos dirigimos a la casa grande, para que vieran lo
guapísimo que estaba Perico.
Después de los elogios y de las recomendaciones sobre lo
bien que se tenía que portar a partir de ahora, cada uno le dio

254
un obsequio. Gertrudis, un pañuelo con las iniciales, bordadas
por ella misma; doña Alejandra, un libro que se titulaba:
Jesús, amigo de los niños; y tío Eduardo y tía Eulalia, cien
pesetas.
Y con las cien pesetas nos fuimos a comer.
Esta era la primera vez que yo entraba en un restaurante.
¡Y qué bien lo pasamos! Bebimos gaseosa, comimos arroz,
japuta en adobo y también soldaditos de Pavía. De postre nos
pusieron natillas; y a Perico, por ser el día de su Primera
Comunión, le pusieron encima dos barquillos.
Cuando acabamos de comer, papá dijo:
«¿Os gustaría dar un paseo en coche de caballos?»
Y con tanta alegría nos levantamos de la mesa, que Luichi
tropezó y tiró el vaso de un señor que se encontraba a su
espalda, comiendo lentejas. Una vez en la parada, papá se pasó
un buen rato negociando el precio con el cochero, y cuando
por fin se pusieron de acuerdo, dijo papá:
«Perico que vaya en el pescante, que para eso es el día de
su Primera Comunión.»
Qué importantes nos sentíamos... A nuestro paso por el
puerto y la calle de Larios, Luichi y yo no dejábamos de
saludar a la gente, que a la vez nos sonreían, devolviéndonos
el saludo. Y cuando ya pasábamos por el parque, el cochero le
dejó a Perico una de las riendas. ¡Cómo se emocionó! Se creía
poco menos que John Wayne, persiguiendo a los indios.
Gritaba:
«¡Arre, arre caballos, arre!...»
Hasta que ya el cochero no tuvo más remedio que
quitárselas.
Esta noche he tenido un sueño muy raro. Perico era capitán
de un barco y nos llevaba por mares lejanos, muy lejanos,
hasta llegar a un país en el que todo era música y felicidad.
Entonces nos miramos, y descubrimos que éramos viejos. Tan
viejos que apenas podíamos caminar…

255
Capítulo XII

2 de febrero, 1954

No te puedes imaginar, Vito, como amaneció hoy Málaga


de blanca y deslumbrante. Un espectáculo asombroso,
insólito, algo que muy pocos habíamos visto. La radio ha
dicho que no nevaba en esta ciudad desde hace más de setenta
y dos años. No se han abierto los colegios, casi nadie ha ido a
trabajar. Las calles y los parques se han llenado de niños y
mayores que jugaban y hacían muñecos.
Como comprenderás, a mí me hubiese encantado bajar a la
calle y corretear por la nieve, en vez de estar con la nariz
pegada al cristal, que es lo único que he hecho en toda la
mañana. Y es que tía Eulalia, por temor a que me enfriara o
me resbalara, no quería que yo subiera a la azotea; ni siquiera
abrir el balcón para tocar la nieve. Insistía en que hacía frío y
podía coger una pulmonía. Aunque en un momento de
descuido (en el que fueron a recibir la capillita de la
Milagrosa, que como todos los primeros de mes nos trae una
señora de la Congregación de las Hijas de María), salí al
balcón, cogí un puñado de nieve que había sobre la barandilla
y se lo lancé a un señor que pasaba por la acera. ¡Qué risa,
Vito, tenías que haber visto cómo se puso! No paraba de gritar,
mirando hacia arriba:
«¡Me cago en la leche! ¡Como os pille os vais a enterar,
gamberros!»

256
Yo retrocedí, escondiéndome, pero el hombre cruzó de
acera para vislumbrar mejor. Entonces me metí hacia dentro,
tapándome la boca con la mano, muerta de risa.
«¿Pero de qué te ríes?» —me pregunta abuela apareciendo
en ese momento.
Y yo:
«Psss, de nada.»
Cuando llegó tío Eduardo, por fin pude subir a la azotea.
Hicimos un muñeco de nieve que nos quedó la mar de bien.
Le pusimos una bufanda mía, unas gafas de abuela y un gorro
que encontré en el lavadero; también un paraguas entre los
brazos y una pinza de la ropa en la boca, a modo de pipa.
Una vez acabado, me puse como una loca a tirar bolas de
nieve a los tiestos, a la montera, a las paredes, a la calle, a la
azotea de al lado (por si estaba Rocío y me la devolvía); y por
último le lancé una a tío Eduardo, en todo el pantalón. No veas
cómo me reí.
«¡Ahora verás!» —gritó él.
Y entre risas me la devolvió, y luego yo se la devolví. Pero
se la devolví con tan mala suerte que le fui a dar en todo un
ojo. Y ahí se acabó ya. Ni te imaginas el berrinche que le entró.
Gritó:
«¡Niña! ¡Eres tonta o qué!»
Y con el ojo cerrado y las lágrimas resbalándole por la cara,
se puso a rebuscar un pañuelo en los bolsillos del pantalón.
Luego dijo:
«Se terminó el juego. Vámonos.»
Y nos fuimos. Allí se quedó el muñeco con el paraguas y
el gorro deshilachado, fumándose la pinza de la ropa como si
fuese un puro de madera.
Antes de que tío Eduardo cerrara la puerta, escuché la
jarana que subía desde la calle. Eché una última mirada al
cielo. Aún permanecía esa blancura uniforme. Supuse que
seguiría nevando durante la tarde, pero no fue así. La gente
dejó de jugar en las calles, los muñecos se derritieron, el

257
asfalto se oscureció, y yo casi me alegré de que el tiempo
cambiara.
***

15 de marzo
Desde que tú te fuiste, no he pasado por semejante
angustia... En cuanto descubrí aquella mancha de sangre me
quedé atónita. ¡Dios mío, si me estoy desangrando!... Tuve
que llevarme una mano a la boca para no pegar un grito. Mi
cabeza era un caos de incertidumbre... Me estaba muriendo,
Vito, muriendo desangrada, poco a poco, sin poder hacer
nada, sin poder decírselo a nadie por miedo a ingresar
nuevamente en el sanatorio. Allí no quería morir, ¿me
entiendes? Yo quería morir en el pueblo, rodeada de mis
padres, de mis hermanos…
Ya antes, cuando me levanté esa mañana, no me
encontraba como de costumbre. Me sentía cansada, con dolor
de cabeza. Por la tarde lo pasé fatal. Mis tíos se empeñaron en
que los acompañara a la concentración final de la Cruzada del
Rosario en Familia, y aquello, no te exagero, estaba hasta los
topes de gente. Hubo procesión, rosario, luego un discurso del
Gobernador, después otro del Alcalde, y cuando ya creía yo
que todo había terminado, empezó la disertación que hizo del
rosario el Padre Peytón y la plática que a continuación dio el
obispo. Cuando llegué a casa me dolía aún más la cabeza, y
me encontraba agotada. Fui al cuarto de abuela, y le dije:
«Abuela, creo que voy a tener anginas, porque no me
encuentro bien.»
Y ella:
«Eso habrá sido el helado de anoche, que te habrá sentado
mal. Anda, échate un poco si te apetece.»
Y como me apetecía, me eché en la cama y me puse a ojear
con poco interés un Sábado Gráfico. Al rato sentí deseos de ir
al baño, y me levanté. Una vez allí, comprobé aterrada que

258
algo grave me estaba sucediendo, muy grave, algo que tendría
consecuencias fatales.
En vano procuré buscar una explicación que pudiera
aliviarme. Me dije: esto no es más que una venita que se me
habrá roto... Seguro que ya mismo deja de sangrar. Pero nada
de eso. Volví a sangrar, incluso más. Lo pude constatar
cuando entré en el baño, después de la cena. Me fui a la cama,
tiritando. Tenía náuseas, vértigos... Me encontraba tan
desamparada, tan confusa. Apenas si pude conciliar el sueño.
En mí se había desatado un torbellino de las más disparatadas
ideas. Me veía regresando nuevamente al sanatorio, a la
habitación acrisolada, al Cuarto de la Muerte. Me pareció estar
escuchando la voz de Sor Rosario: Mi querida niña/ Te
nombro Luminaria/ Serás luz en las tinieblas...
Desperté con el tintineo de los primeros tranvías que
atravesaban la ciudad. La ropa de la cama se hallaba en el
suelo, revuelta. Sentía frío. Me incorporé para recogerla; y
entonces descubrí una gran mancha en las sábanas. Sin lugar
a dudas mi enfermedad se agravaba. Pero ya no sentía miedo.
En realidad ya no sentía nada. Estiré las sábanas y la colcha lo
mejor que pude y me senté en una silla, hasta el momento de
bajar a desayunar. Por supuesto, disimulé de la mejor manera
posible mi desánimo. Al acabar el desayuno, subí a la azotea.
Quería estar a solas, huir de todo, hasta de mi sombra. Más
tarde, encerrada en mi dormitorio, traté de concentrarme en la
Enciclopedia Álvarez, pero mi mente parecía estar
hundiéndose en una ciénaga. De pronto, abuela me llama.
«¿Has acabado los ejercicios de latín?... A ver, a ver,
vuélvete... ¡Bendito sea Dios! —exclama—. ¡Pero si te has
desarrollado!»
Yo grito:
«¿El qué, abuela? ¿Qué se me ha desarrollado? ¿Un
tumor?»
«¿Pero qué estás diciendo, tonta?» —me dice echándose a
reír.

259
«¡Me estoy desangrando, abuela! —le grito—. ¡Me estoy
muriendo! ¡No te rías!»
Y ella:
«¡Pero chiquilla, cómo vas a estar desangrándote! Esto no
es una enfermedad, es algo natural que Dios manda a las
mujeres.»
Me pareció tan absurda esa explicación... ¿Por qué Dios
iba a mandarnos una cosa tan asquerosa?
Estrechándome entre sus brazos, me dice:
«A ti no te ocurre nada, hija, lo único que pasa es que ya
has dejado de ser niña.
«¿Que he dejado de ser niña? —le pregunto aturdida—.
Pero... ¿por qué tengo que sangrar por eso, abuela?»
«La naturaleza femenina es así, hija. Anda ven, siéntate
aquí, vamos a hablar.»
Entonces me explica que ya me he hecho mujer porque
estoy ovulando, y que esas hemorragias, llamadas
menstruaciones, se me repetirán todos los meses durante tres
o cuatro días.
Durante un momento me quedo pensativa. Le pregunto:
«Vamos a ver, abuela, si esto nos lo manda Dios para
hacernos mujeres, ¿significa también que los niños, para
hacerse hombres, han de...?»
Abuela da un rebote.
«Ya te he explicado cuanto has de saber, Irenita, así que
deja ya de seguir investigando... ¡Ah!, y una cosa te advierto:
jamás debes hablar de esto con tus hermanos, ¿entendido? Es
algo muy íntimo de la mujer, algo que nunca debe de ser
comentado con los hombres porque está feo, y además ellos
no pueden entenderlo. Así que ya lo sabes.»
¿Por qué estará feo hablar de esto con los hombres? Me
pregunté. ¿Será algo obsceno y pecaminoso lo que me está
ocurriendo? ¿Estaremos pecando todas las mujeres una vez al
mes? ¿O es que el hecho de ser mujer ya es pecado?

260
Estando inmersa en tales pensamientos, aparece tía Eulalia,
muy acicalada, con su peinado impecable, los zapatos negros
de tacón alto y grueso, las medias brillosas de cristal de seda,
el traje de chaqueta color beige, elegante, tocado con unos
pétalos de gasa en la solapa, sus alhajas. Me quedo mirándola.
Me la imagino pecadora, obscena, chorreando de sangre.
«Tome, mamá, abrócheme la pulsera, por favor.»
«¿Adónde vais?» —le pregunta abuela.
«Al Teatro Cervantes. Hoy estrenan el espectáculo de
Concha Piquer, Salero de España, y estamos invitados.»
Abuela:
«¿Sabes una cosa?»
Y tía Eulalia:
«¿Qué pasa ahora?»
Abuela sonríe.
«Que la niña, ya...» —y hace un ademán con la mano,
como si tocara una guitarra.
Tía Eulalia se queda boquiabierta.
«¿Ya?» —repite.
Y entonces se queda así, mirando a ninguna parte.
«Pero si ni siquiera ha cumplido los doce años.»
Cuando abuela está a punto de decir algo, entra Gertrudis,
con el periódico abierto, diciendo:
«Escuchad, escuchad lo que dice sobre la fiesta que dieron
los Menéndez-Vidal el domingo: “En la finca Alborada,
propiedad de los señores de Menéndez-Vidal (don Aurelio y
doña Mamen), se ha celebrado una fiesta con la que su hija
Mercedes ha obsequiado a sus amistades de juventud. Al
llegar los invitados se sirvió un cóctel y a continuación se
organizó el baile, que solo se interrumpió para tomar una
ce....”»
«Está bien, deja eso ahora.» —la interrumpe tía Eulalia.
«¡Pero qué pasa!»
«¿Que qué pasa? —repite tía Eulalia con gesto pícaro—.
Pues lo que menos te puedes imaginar.»

261
Gertrudis se impacienta.
«¿El qué, hija, el qué? —exclama sacudiendo el
periódico—. ¡Jesús, qué misterio!»
Y tía Eulalia, tocando también la guitarra:
«Que la niña, ya...»
Gertrudis abre de par en par esos ojos que no saben reír, y
exclama:
«¡Oh! ¡No es posible! Si sólo tiene...» —y se queda así,
pensando.
«El mes que viene cumplirá los doce.» —le aclara tía
Eulalia.
Entonces Gertrudis me mira de arriba abajo, como si me
acabara de descubrir, y me dice apuntándome con la uña
encorvada del índice:
«A partir de ahora ya sabes: formalidad. Se acabó eso de
jugar alocadamente con tus hermanos.»
Tía Eulalia:
«Y nada de bañarte durante los días que estés así. Ni
mojarte los pies siquiera.»
«Y menos aún la cabeza.» —añade Gertrudis.
«Ni tomar cosas frías —continua tía Eulalia—, ni ácidas,
ni agrias. ¿Te has enterado bien?»
Yo me quedo mirándolas, y les pregunto:
«¿También vosotras tenéis la mensualidad ésta?»
Pero no me contestaron, Vito. Gertrudis, como si tal cosa,
abrió de nuevo el periódico:
«“Mercedes, realzaba su airosa figura con precioso
conjunto de tul verde-mar, bordado. Aprovechaban la ocasión
de la fiesta para vestir su primer traje largo, Marina y Silvia
Ruiz de la Cuadra, ataviada de tul celeste y de raso blanco...”»
Y mientras iba nombrando a todas las jóvenes que
acudieron a la fiesta, abuela se acercó a mí, y me susurró:
«No se dice mensualidad, Irenita, se dice menstruación. O
bien puedes decir también periodo, o regla.»

262
Al poco de esto me fui a mi cuarto, y me senté en la cama,
pensativa. Aún no tenía muy claro lo que me estaba
ocurriendo. Demasiadas rarezas, demasiados misterios...
Además, si es algo tan natural que a todas las mujeres les
ocurre, ¿por qué nadie me lo advirtió?
De todas maneras me sentí aliviada, como si me hubieran
quitado un enorme peso de encima. Sólo una cosa me
inquietaba: el hecho de no poder bañarme, o tan siquiera
mojarme los pies.
A la mañana siguiente, después del desayuno, busqué un
momento para hablar con Felisa, a ver si ella me podía
explicar algo (no sé si te he hablado de ella, es la muchacha
que entró el año pasado, sustituyendo a Lucrecia). Le digo:
«Oye, Felisa, ¿te has enterado de que ya no soy una niña?»
Ella apenas se inmuta. Me dice:
«¿Ah, no? ¿Qué eres, oveja?»
Le contesto:
«No, Felisa. Soy mujer.»
Entonces deja el trapo en el suelo, y se endereza.
«¿Quéeee?» —exclama.
Yo me echo a reír. Y ella me dice, tocando la guitarra:
«¿Que tú ya...? ¡Jesús, Jesús, qué pronto!»
Le hago la pregunta: que por qué no se puede una bañar
durante esos días. ¿Tú sabes lo que me contesta, Vito? Pues
esto:
«Porque se te corta la sangre y se te sube a la cabeza, y
entonces te quedas loca para siempre. Eso mismo le pasó a
una de mi pueblo, y no veas la pobre cómo está todavía.»
Mira, Vito, al escuchar aquello me entró tal pánico, que me
fui corriendo a mi cuarto y me abracé a Inesito, muerta de
miedo.
A la mañana siguiente, estando yo en el cuarto de baño
echándome salpicones de agua en la cara, entra Gertrudis a
coger no sé que cosa, y me dice:
«¿Niña, qué estás haciendo? Vas a poner el suelo perdido.»

263
Le digo:
«Gertrudis, me estoy lavando así porque, como tú sabes, si
me echo más agua puedo volverme loca.»
Como si no hubiese entendido nada, movió la cabeza y
salió, mascullando:
«¿Más aún, hija, más aún?»
Ay, Vito, qué antipática es, de verdad, no te imaginas.
Bueno, te sigo contando: a los dos o tres días de suceder esto,
Gertrudis le sugirió a abuela durante la merienda que, puesto
que yo ya había dejado de ser niña, y puesto que, además, es
tiempo de cuaresma, bien podía yo asistir con ella a los
ejercicios espirituales para señoritas, que próximamente se
iban a celebrar en la iglesia de San Juan. A abuela le pareció
acertada esa sugerencia, y dijo:
«Sí, sí, llévala contigo, que le vendrá bien para que madure
un poco.»
Y con tal esperanza, me mandaron con Gertrudis a hacer
los ejercicios espirituales.
A primera hora de la tarde, cuando llegamos, la iglesia de
San Juan se hallaba en penumbras, sumida en un silencio que
sólo era interrumpido por el bisbiseo de algunas señoras que
pasaban las cuentas del rosario. Unos cortinajes morados
cubrían todas las imágenes. Las llamas de seis cirios
simétricos chisporroteaban de tal manera que daba la
impresión de que bajo aquellas telas purpúreas los santos se
movían pesadamente, como si intentaran escapar de sus
cobijos.
Aquel ambiente me sobrecogió. Seguí a Gertrudis, que
buscaba el lugar más adecuado para sentarnos, y que como
siempre, debía de estar: ni tan lejos que no podamos verle la
cara al cura, ni tan cerca que pueda vérnosla él.
Permanecí unos minutos arrodillada. Cuando tomé asiento,
paseé la mirada por las señoras que estaban a mí alrededor.
Unas pasaban las cuentas del rosario y otras intentaban leer el
devocionario, acomodándoselo a la vista. Y a cada momento

264
yo volvía la cabeza, para ver si aparecían las señoritas que
harían junto con nosotras los ejercicios espirituales. Pero al
rato, viendo que no llegaba ninguna, le pregunto a Gertrudis:
«Gertrudis, ¿cuándo llegan las señoritas?»
A su vez me pregunta:
«¿Qué señoritas?»
Le contesto:
«Pues las que tienen que venir para hacer los ejercicios
espirituales.»
Me dice:
«Pero si ya están aquí, ¿es que no las ves? Son todas éstas.»
De nuevo miro a todas aquellas mujeres, y no veo a
ninguna que cuente menos de cuarenta años.
«Gertrudis —le digo—, éstas no pueden ser señoritas, son
demasiado viejas.»
Ella se impacienta:
«¿Demasiado viejas para qué?»
«Pues para ser señoritas» —le contesto.
Entonces se revuelve inquieta en el asiento, y me dice:
«Niña, ¿pero tú qué te crees? Señoritas no sólo son las
jóvenes, sino también las que están solteras. Y estate calladita
ya, por favor.»
Así lo hice. Me quedé calladita y seguí mirándolas,
preguntándome por qué estarían solteras. Y me puse a
observar a Gertrudis. De sus labios salía un continuo borboteo
de plegarias, en tanto que su mirada se paseaba distraída desde
el altar a los zapatos de una, luego al peinado de otra o al traje
de chaqueta de la que tenía delante. De pronto sentí lástima
por ella. Comprendí por qué sus ojos nunca ríen o por qué su
desánimo es casi siempre permanente.
Así que le cojo una mano, se la apretujo.
«¿Qué haces?» —me dice retirándola de inmediato.
Le digo:
«Gertrudis, ¿por qué te dejó tu novio?»

265
Pero no me contestó. Murmuró algo así como que yo
estaba cada día más loca. Yo no se lo tomé en cuenta. Sabía
que se sentía mal, que estaba resentida con los hombres
porque seguramente le habían hecho daño, y por eso le sonreí.
Al fin y al cabo, yo también había perdido a un novio y podía
entenderla. Nuevamente miré a todas aquellas señoritas que se
abanicaban con los ojos entornados, haciendo ondear sus
velos. Supuse que habrían acudido a los ejercicios espirituales
buscando consuelo para no seguir viviendo sin vivir. Me sentí
cercana a todas ellas. Y con una infinita tristeza me abaniqué
yo también, haciendo ondear mi velo negro de tul mientras le
pedía al Buen Dios que no me dejara ser señorita.
Tras arrodillarse y pronunciar una breve plegaria ante el
altar mayor, el sacerdote se dirigió a una mesa cubierta por un
paño morado y encendió la vela. Seguidamente apartó a un
lado el crucifijo, colocó en su lugar el libro que sostenía en la
mano, y con gesto sombrío y voz solemne, comenzó a hacer
una reflexión sobre la pasión de Cristo. Al rato, después de
conducirnos por toda la barbarie que lo llevó al Gólgota, dijo,
apuntándonos con su dedo largo y puntiagudo:
«Jesús cargó con la cruz de tus pecados para descargarte a
ti de ellos, para salvarte... Sin embargo, ahora tiene que
padecer en la Eucaristía el abandono más inaudito y cruel...
¡Jesús cayó en tierra —gritó sobresaltándonos— para que tú
te levantaras! Y ahí está... sosteniéndote en la Eucaristía para
que tú no caigas, clavado en una cruz y encerrado en el
Sagrario para expiar los abusos de tú libertad, los desenfrenos
de tu sensualidad y la soberbia de tu vida.»
Y echando medio cuerpo sobre la mesa, en un intento de
aproximarse a nosotras, nos preguntó, arrugando los ojos:
«¿Por qué si estáis en pecado mortal no huis de vosotras
mismas como del demonio?»
Mira, Vito, algunas se revolvieron en el asiento, otras
tosieron, otras se compusieron el velo, y él, mientras, continuó
clavándonos su mirada inquisidora:

266
«Pues sois feas como él e indignas como él, porque vuestra
ofensa a Dios es grande.»
Acabada la reflexión sobre el pecado y sobre el estrago que
hace en nuestra alma, nos recomendó, con voz más suave, que
muriéramos al mundo y a sus malas pasiones, que
despertáramos en nosotras la memoria de la eternidad y de
Jesús Crucificado, y que jamás permitiéramos que nuestra
alma se manchara con la menor impureza: que cuando nos
llegue la tentación o el peligro de pecar, le pidiéramos a Dios
alejar de nuestro corazón todos los pensamientos y afectos
impuros.
De pie, con las manos enlazadas y la cabeza gacha, todas
las señoritas entonamos la súplica de perdón:

Perdón, oh Dios mío,


Perdón y clemencia,
Perdón e indulgencia,
Perdón y piedad...

Al salir de la iglesia, no sólo me sentí triste y sola como


mis compañeras, sino también fea y mala como el mismísimo
demonio. Ni siquiera le dije a Gertrudis que me comprara un
tebeo o un martillo de caramelos como otras veces. Tenía en
mente la imagen de Jesús Crucificado, y lo único que deseaba
era hacer un sacrificio para lavar, de alguna manera, las
manchas que había en mi alma. Porque, como nos acababa de
decir el sacerdote: a Cristo lo estamos crucificando
diariamente con nuestros pecados. Y yo lo que menos
pretendo, Vito, es hacerle daño, eso te lo puedo asegurar.

***

La Semana Santa son días que me entristecen: ese


ambiente de religiosidad, el ayuno y la abstinencia, el silencio
en la casa, dominándolo todo; el Vía Crucis, el sermón de las

267
Siete Palabras, los Santos Oficios, los ejercicios espirituales...
Más aparte, el rezo diario del rosario, que si ya de por sí se me
hace pesado, ni que decir tiene cuando, en estos días, abuela
dirige una meditación en cada misterio doloroso.
Sin embargo, ¿tú sabes a quién le encanta la Semana
Santa? A tío Eduardo. Claro, que él no asiste ni a la mitad de
los actos religiosos; como mucho acude a los oficios del
Jueves Santo. Para este acto se viste con traje negro en
atención al sacrificio de Jesucristo en la cruz; mientras que tía
Eulalia, más moderada, va de color gris y collar de perlas. Esa
tarde las mujeres pasean con sus mejores vestidos. Muchas
van de mantilla, sosteniendo el misal y el rosario, y dando la
impresión de un profundo recogimiento. Cada vez que
entramos o salimos de una iglesia, solemos coincidir con
algún conocido al que hay que saludar. Después, cuando ya
hemos recorrido los Monumentos, solemos tomar algo en la
terraza de alguna cafetería, normalmente acompañados de
algún matrimonio, amigo de mis tíos. Y entre sorbo y sorbo,
las esposas adjudican noviazgos y critican a las criadas, en
tanto que los maridos hablan de negocios, de fútbol o de la
salud de Franco.
Llegada la noche, se abren los balcones del salón rojo. Ese
momento, para mí, se convierte en el más hermoso del día. Me
gusta ver pasar las procesiones, ver a la multitud, que clama
emocionada al cruzarse en la Alameda el Cristo de la Buena
Muerte con la Virgen de la Esperanza; escuchar las cornetas,
los tambores, la Legión, cantando con esas voces bizarras. Me
gusta aspirar el aire empapado de incienso, de romero, de
manzanas acarameladas, de almendrados...

***

268
3 de junio

Ayer hizo Luichi la Primera Comunión.


Aunque también tuvo su pastilla de jabón Heno de Pravia,
la imposición del Crucifijo y casi los mismos regalos que
Perico, no pudo disfrutar ni del restaurante ni del coche de
caballos (con lo que a él le hubiese gustado). Y es que papá
no se encontraba bien. Yo ya me había dado cuenta nada más
levantarnos. Sólo había que verlo respirar. A veces parecía
como si algo lo desgarrara por dentro. Con una mano en el
estómago, doblaba el cuerpo resoplando, gruñendo de dolor.
Eso sí, bajito, muy bajito, como si no quisiera estropearle a
Luichi ese día tan alegre con algo tan triste como es la
enfermedad.
Al acabar la ceremonia, Luichi asistió al desayuno que
ofreció el colegio a los alumnos que habían hecho la
Comunión. La tarde la dedicamos a pasear por el puerto,
donde pudimos contemplar varias unidades de la Marina
Norteamericana. También vimos a numerosas personas que se
disponían a subir a bordo de un crucero llamado Des Moines.
De entre todas ellas, un tal Fernando se acercó a saludar a
papá. Enseguida pensamos que este señor, al igual que el
marino del año pasado, nos invitaría a subir a bordo. Pero no
fue así. Después de charlar un rato, le estrechó a papá la mano
y se dio media vuelta. Papá, viéndonos un tanto
decepcionados, nos explicó que la Marina Norteamericana
daba una recepción a la prensa y que lógicamente nosotros no
podíamos asistir. Y por más que le compró a Luichi un helado
de los grandes, un chicle Bazoka y un tebeo de Roberto
Alcázar y Pedrín, éste siguió un poco triste. Nadie pudo
remediarlo.

269
XIII

Abril, 1955

Ya no soy la misma chica que era hace un año.


Me doy cuenta de mis limitaciones de una manera más
constructiva, y no me afectan tanto las miradas descaradas o
compasivas. Me da igual. Yo voy a lo mío, a lo que de verdad
me interesa: estar escolarizada. Sólo eso. Y aunque estudio las
Enciclopedias Álvarez, el francés, y aprendo labores de
costura y la misa en latín, sé que con esto no llegaré a ninguna
parte.
Tía Eulalia ni siquiera ha vuelto a hablar del profesor que
pensaba ponerme en casa, y aunque cada vez que comienza un
nuevo curso promete que en el próximo me matriculará en Las
Esclavas Concepcionistas (uno de los colegios de la gente
bien, y del que Gertrudis y ella son antiguas alumnas), luego
todo se queda en agua de borrajas.
¿Es que no se da cuenta de que estas enseñanzas caseras se
me están quedando pequeñas? ¿No se da cuenta de que abuela
tiene cada vez menos ganas de enseñar, y de que yo cada vez
tengo más deseos de aprender?
Fue el pasado mes de octubre cuando mamá, tras hablar
con tía Eulalia sobre lo mucho que se estaba retrasando mi
escolarización y no obtener respuesta alguna, decidió
matricularme en la Academia Almi. Yo por fin estaba feliz.
La meta que tantas veces me había propuesto ya no era el

270
producto de una vaga idea, sino algo sólido y real, algo que
prácticamente ya tenía al alcance. Y aunque no pude vestir
uniforme ni comenzar el bachiller como era mi deseo, el mero
hecho de asistir a esas clases de cultura general y paladear el
sabor de una vida de estudiante, de una vida normal y
corriente como la de cualquier chica, supuso ya un triunfo
personal. Por primera vez salía yo sola a la calle, por primera
vez me sentía tan libre y jovial como toda aquella algazara de
gorriones que a primeras horas de la mañana piaban
alborozados desde la espesura verdosa de los árboles. Sin
proponérmelo demasiado conseguí hacer amistad con un
grupo de compañeras de clase, las cuales participaban de mis
gustos, de mis aficiones; y por ello mismo, también me
liberaban —al menos transitoriamente— de mi oprimido
mundo; tanto interior como exterior.
A la única que le pareció acertada la decisión que mamá
tomó fue abuela. Quizás porque al fin se liberaba de un cargo
que cada vez se le iba haciendo más cuesta arriba. Los demás,
sobre todo tía Eulalia, no dejaron de hacer todo tipo de
comentarios: que a quien se le ocurre llevarme a una
academia; que qué iba a decir la gente; que si vaya estupidez
que han hecho, pudiendo yo aprender en casa; que si vaya
ridículo; etcétera, etcétera.
Cinco meses duró mi estancia en la academia. Para suerte
de mis tíos y desgracia mía, llegó un momento en que se
juntaron tantos recibos por falta de pago, que el director no
tuvo más remedio que llamarme a su despacho.
Para tía Eulalia mi fracaso fue, en cierto modo, su
tranquilidad. Ante los conocidos su prestigio quedaba
nuevamente a salvo. Esa misma tarde, mientras se estaba
maquillando para asistir al estreno de Celia Gámez (La
hechicera en palacio, creo que era), se levantó de la silla, con
un gesto de complacencia, y me pellizcó la barbilla.
«Por fin ya no tendrás necesidad de volver a ir a esa
academia —me dijo—. De momento seguirás con las clases

271
de abuela, hasta que más adelante, cuando el médico lo
autorice, puedas ir a las Esclavas Concepcionistas, el colegio
que te corresponde».
Y dicho esto, se volvió a sentar ante el tocador, con la caja
de polvos en una mano y la borla en la otra, mientras tío
Eduardo como siempre criticaba su parsimonia.

***

Tras girar la llave de uno de los roperos prominentes del


cuarto de los vestidos (otro museo de la casa), comienzo a
curiosear, dejando que cada objeto me revele su historia. Son
trajes de caballeros: chaqué, frac, levitas, camisas, batines...
Me dirijo hacia la cómoda. Abro cada gaveta. El olor a
naftalina es fuerte, penetrante. Con cuidado, desenvuelvo
algunos papeles de seda que contienen guantes, mitones.
Algunos son de cabritilla, otros de hilo, de satén... Varias cajas
guardan pañuelos, con sus iniciales pomposamente bordadas;
otras, abalorios, mantillas, abanicos, corsés de raso...
Aproximo la escalera a los estantes. Empinándome sobre
el último peldaño, alcanzo una de las varias sombrereras.
Aparece una chistera. Continúo con las siguientes. Descubro
bombines, pamelas... sombreritos de paja negra, con adorno
de lazo, otros con plumas... Una toca, de violetas blancas...
Bajo un par de peldaños. En esta tabla se amontonan los
calzados, resguardados perfectamente, como el resto de las
cosas. Hay botines, zapatos de seda, de tisú...
El siguiente armario contiene algunos modelos de trajes
sastre, con adorno de astracán. También vestidos de piqué,
con trabillas en los hombros... Blusas con pecherita de
pliegues; mañanitas de satén mate... Una bata de crespón
estampado... Vestidos con cintura baja, a la moda de los años
veinte; trajes de noche... Uno es precioso: es largo, con falda
de tul y corpiño de terciopelo. Acaricio mi mejilla con su
delicada textura, casi etérea... ¿A quién habrá pertenecido? ¿A

272
Gertrudis? ¿A tía Eulalia? ¿A su hermana Isabela, fallecida a
los diecinueve años por la tisis?
En uno de los cajones del armario encuentro un álbum, con
recortes de prensa. También varias cartas pajizas por el
tiempo, sujetas por una lazada azul.

Málaga, 16 de abril de 1923


Amigo Alberto:
Contesto a tu carta agradeciéndote mucho la distinción y
deferencia que me haces, y sintiendo sobremanera no poder
responderte con toda la sinceridad como serían tus deseos, y
que en ella me dices.
Yo no dudo ni motivos tengo para desconfiar de tu afecto
y honrada intención hacia mí, pero es el caso que por ahora
no está en mi ánimo el pensar en tus aspiraciones. Gracias
por las fotografías, son muy bonitas.
Tu afectísima amiga Isabela

Vélez, 6 de julio de 1923


Amigo Alberto:
Recibí tu carta, con tarjetas postales, de las que me he
enterado detalladamente, y contesto.
Respecto a la aclaración que me pides, silencio por ahora,
por no tener réplica a tus justas manifestaciones. Agradecida
por el ramo de flores que oportunamente recibí. Mi familia te
agradece el saludo que les envías, y que gustosamente te
devuelve.
Te hago saber, si acaso piensas escribirme en esta semana,
que aún permaneceremos aquí ocho o diez días más.
Afectuosamente tuya, Isabela

Larache, 12 de agosto de 1923

Es preciso que te escriba algunas palabras, mi adorada


Isabela, es necesario que sepas cuánta emoción y cuánta

273
alegría me ha producido tu carta. Creo que experimento
felicidad doble cuando puedo besar a la vez el papel que ha
estado en contacto con tu pecho y caracteres que ha trazado
tu mano.
No tomes a risas mis locuras; pero añadiré que una carta
a cuyo lado ha latido tu corazón tiene algo de misterioso y de
más tierno.
¡Conque estoy condenado a no ver a aquella cuya
presencia es mi vida y mi alegría! Sí, Isabela, tengo necesidad
de tu mirada para vivir, necesidad de recorrer la mía sobre
tu sonrisa adorable, sobre tus ojos serenos y luminosos... Tú,
que siempre serás mi único amor, mi único bien, mi único
tesoro...
¡Oh, cuándo te veré! ¡Cuándo tendré la inmensa dicha de
tener una entrevista contigo, mi querida y encantadora
Isabela! ¡Cuánta necesidad tengo de ello! ¿Cuándo podré?
Adiós, ángel mío querido. Ámame un poquito si quieres
que me merezca algún atractivo esta vida, tan dulce contigo,
tan pésima y tan insoportable sin ti.
Tu amado Alberto.

10 de noviembre de 1923
Mi querido Alberto:
No me explico por qué se ha retrasado tanto mi última
carta, pues el mismo día que la escribí, la mandé prontamente
al correo.
He estado, hasta ayer tarde que recibí la tuya, la mar de
impaciente, pues nunca antes habían tardado tanto tus cartas,
y yo no sabía a que obedecía ese silencio. Pensé tantas cosas,
Alberto... Creí que estarías enfadado por la broma que te di,
o que igual habías salido de viaje y te había sucedido algo;
pero ya, a Dios gracias, mi temor ha desaparecido al tener en
mis manos tu carta y ver lo cariñoso que te muestras en ella,
considerando, además, que las bromas que te doy son
pequeñeces.

274
¿Que no me conoces como quisieras? Me dices eso para
que te confiese mis pensamientos, ¿a que sí? Pues has de
saber que yo también estoy contenta contigo, por tus
buenísimas cualidades que desde luego me hacen tan feliz, y
sobre todo porque coincidimos en el mismo modo de pensar.
Yo quisiera poderme alargar un poquito más, mi amor,
pero ni por asomo tengo la facilidad que tu tienes para
escribir, para plasmar tan bellamente tus sentimientos;
aunque esta vez, si tienes la paciencia de contar mis palabras,
verás que hay más de ciento noventa.
El domingo, en el parque, me dijo Enrique que tú le habías
escrito diciéndole que pensabas venir con unos compañeros
para preparar una excursión, y que si tú no me lo habías
dicho, ¿es verdad?
Hasta pronto, mi amor del alma, recibe el cariño de ésta
que tanto te quiere, Tu Isabela.

21 de febrero de1924
Mi querido Alberto:
Sé que debo tomar el consejo que me diste, de no salir de
casa, pues me encuentro lo mismo o peor que ayer. Perdona
que no te haya escrito antes por lo del asunto de Vélez, pero
hasta esta mañana no me ha abandonado este dichoso dolor
de cabeza. Y de tu constipado, ¿cómo sigues? Si te encuentras
mejor, por favor, pásate por aquí a las seis y media, haber si
podemos hablar un poquito, ¿de acuerdo?
Se despide de ti esta fea tuya que tanto te quiere,
Isabela
12 de marzo de 1924
Mi amadísimo Alberto:
Recibí tus dos cartas con fecha 6 y 8, más las fotografías,
que son unas vistas muy bonitas, sobre todo el Pabellón de
Oficiales, que es estupendo. Aún no he ido a hacerme la foto,
pues no sé lo que pasa que todos los días son inconvenientes.

275
Ya sabes que como no depende de mí sola... Pero seguro que
esta semana iré.
Aprovecho ahora que no me duele la cabeza para
escribirte, porque durante todo el día me ha dolido bastante...
El miércoles estuve en el cine Goya. Vi la segunda jornada
de una película que no era fea, y me acordé de ti, de cuando...
¡Aaah, ya están aquí! ¿Qué hago con las cartas?... ¿Me las
llevo a mi cuarto?...
—¡Hola, abuela! ¡Hola, tía Eulalia!
—Hola, hija ¿te has aburrido mucho?
—Psss... ¡Hola, tío Eduardo!
—Qué hay, chuchurrita.
—A saber qué habrás estado haciendo... Seguro que de
estudiar nada, ¿me equivoco?
—Pues sí, tía Eulalia, fíjate, desde que os marchasteis
todos no he soltado ni por un momento el libro de francés. ¡Je
dis, tu dis, il dit... Ne t’en fais, s’il vous plaît! ¡Á cette occasion
mais si! ¡Mais si! ¡Mais si! ¡Mais si! ¡Mais si! ¡Maissssiii!...
—Vale, vale, pesada.
—¡Pardon, madame!
—¡Ja ja ja! Ya te estoy viendo el día de mañana como una
diplomática, codeándote con toda la aristocracia francesa.
—Sí, Eduardo, encima tú dale ideas, como si no tuviera ya
suficientes fantasías...

***

Es curioso, cada miembro de mi familia ha elegido ya mi


futuro: abuela quiere que sea monja; mamá, secretaria;
Gertrudis, que me haga de la Congregación Hijas de María. A
papá lo único que le preocupa es que yo sea simpática y
cariñosa con tía Eulalia porque dice que eso me beneficiará
algún día; y a los tíos, que sea una señorita fina e instruida,
porque tengo la posibilidad de pescar un buen partido el día
de mañana.

276
Las otras tardes, mientras estábamos merendando, les dije:
«Escuchadme un momento: nada de lo que habéis
planeado para mi futuro me convence. Yo lo que deseo es ser
escritora. Sólo eso.»
Gertrudis casi se ahoga con el bocado de ensaimada que
tenía en la boca.
«¿Pero qué estás diciendo? —exclamó escupiendo mijitas.
«Pues eso, Gertrudis —le digo—, que quiero escribir:
construir vidas, emociones, misterios...»
«¡Santo cielo! —exclamó moviendo la cabeza—. ¡Esta
niña cada vez tiene más fantasías! No me extrañaría nada que
algún día te diera por decir que quieres ser soldado.»
Y esbozó una pequeña sonrisa que desde hacía tiempo no
esbozaba, y dijo, dándome unos coscorrones:
«¡Ah, cuántos pájaros tiene esta cabecita loca! ¿Llegará el
día en que pongas los pies en la tierra, hija?»
Abuela, mirándome por encima de las gafas, comentó:
«Empuñar la pluma no es tarea fácil; es más complicado
de lo que crees. Tú preocúpate de ser una joven piadosa y
laboriosa para el hogar, e incluso, quién sabe, puede que más
adelante hasta descubras que tienes vocación para profesar la
vida religiosa; todo puede ser.»
Tía Eulalia escuchaba, pero no decía nada, continuaba
merendando. Cuando escurrió el último sorbo de té, se pasó la
servilleta por los labios y se quedó mirándome. Dijo:
«Lo único que tienes que hacer es ser formalita y hacerte
una mujer de provecho. Lo demás, lo de ser escritora y todas
esas florituras, déjalo para esas estrafalarias que quieren
salirse de la norma.»
Acercó para sí el costurero, sacó una bobina, e intentó,
arrugando los ojos, enhebrar una aguja. Ya no se volvió a
hablar más del tema. Al rato, nos levantamos y empezamos a
arreglarnos. Esa tarde, a las siete y media, teníamos que estar
en la Iglesia del Sagrario porque Loreto, una de las niñas de
Piluca Sainz, iba a ser confirmada por el señor obispo.

277
Qué bien, ya se han acostado todos. Al fin puedo seguir
leyendo...

18 de marzo de 1924
Mi adorada Isabela:
¡Qué tristeza me produjo el no poder verte el lunes por la
tarde, como esperaba! ¿Es verdad que no me condenas a
dejar de verte para siempre? Sí, te veré, puesto que tú lo
quieres.
Hay una palabra, Isabela, que parece que hasta aquí
hemos temido pronunciar. Esta palabra es amor. Lo que por
ti siento es, ciertamente, el amor más verdadero y puro que
experimentarse pueda; y ahora trato de saber si lo que tú
experimentas por mí es también amor.
Escucha: hay en nosotros un ser evanescente, inmaterial,
que está como desterrado en nuestro cuerpo, al cual ha de
sobrevivir eternamente. Este ser, de una esencia más pura, de
una naturaleza mil veces superior a la envoltura material en
que vive y respira, es nuestra alma. Ella es la que da a luz
todos y cada uno de nuestros sentimientos, de nuestras
emociones, la que concibe a Dios y al Cielo en su esencia más
exacta.
Esta alma, que yace alojada en nuestra carne mientras
dura su destierro sobre la Tierra, subsistiría en un
aislamiento insoportable si no le fuera permitido elegir, entre
sus semejantes, a una compañera que comparta con ella la
desgracia en esta vida y la dicha en la eternidad. Cuando dos
almas, tras más o menos tiempo de buscarse anhelantes entre
la multitud, se encuentran al fin, cuando han visto que se
comprenden, que se sustentan, que se colman, en definitiva,
cuando se funden la una con la otra, entonces se establece
para siempre una unión ardiente, pura, una unión que
empieza en la tierra para continuar eternamente en el Cielo.
Tal unión, mi querida Isabela, no es otra cosa que Amor

278
Verdadero, el amor tal como lo conciben poquísimos
hombres; un amor que en rigor debería llamarse Religión, ya
que diviniza en todas sus fibras al ser amado, que vive de
abnegación y entusiasmo, que acepta como inefable placer lo
que a los profanos significaría inmensos sacrificios.
Es el amor tal como tú me lo inspiras.
No te inquietes, pues, Isabela, por la duración de una
pasión que sólo a Dios es dado extinguir.
Te amo con ese amor fundado no en las perfecciones
físicas, sino en las cualidades morales, con ese amor
incontenible que lleva directamente al Cielo o al infierno, con
ese amor que lleva a una existencia deliciosa o la sumerge en
la más negra amargura.
Al desnudo te he presentado toda mi alma. Pregúntate a ti
misma, examina, inquiere, si el amor es para ti lo que es para
mí. Por favor, que no te detenga lo que pueda decir el mundo;
escudriña en tus simas, busca en el fondo mismo de tu
corazón, pregúntate si ves con claridad las ideas expuestas en
esta carta: si soy amado como amo, y si esta dicha me cabe.
Isabela querida, tuyo para toda la vida, tuyo para toda la
Eternidad.
Adiós, mi muñeca adorada, ámame un poquito. Alberto

***
3 de julio

Parece mentira cómo se complica a veces la vida, Vito...


Tú sabes de sobra que ni un solo día he dejado de pensar en lo
que Inés y yo habíamos planeado una vez saliéramos del
sanatorio, que era afiliarnos a la Sección Femenina. Pues bien,
cuando estuve en la academia Almi, tuve la oportunidad de
trabar amistad con Pilar, una chica muy aplicada y religiosa
que era Flecha. Al conocer mi interés por la Sección
Femenina, insistió en ponerme al día de todos los pormenores
que conlleva la vida de una afiliada. Decía que el deber de

279
cada una era enseñar por todas las tierras de España el anhelo
de la revolución, llevando el espíritu misionero y el modo de
ser que enseñó José Antonio. Y aunque admitía que la
dificultad era grande, confiaba en que ésa era la única manera
de hacer cosas nobles, de sentirnos héroes de la Patria y de
Cristo.
Cada semana, Pilar se proponía alcanzar una meta. Y
cuando no era aplicarse en alguna tarea escolar, era aplicarse
en alguna tarea doméstica o social. El caso es que siempre
estaba dispuesta al servicio de España, y si fuera preciso, al
sacrificio.
Yo, escuchándola hablar, me iba entusiasmando cada vez
más. Anhelaba ser Flecha lo más pronto posible, para así
desfilar con mi camisa azul y mi boina roja; para asistir a los
campamentos de verano (en los que, según Pilar, se pasa
divinamente); para entregarme al cuidado de los huérfanos, de
los enfermos, de los presos... Soñaba con ser valiente,
generosa y sacrificada, como tantas falangistas que dieron su
vida por la causa; pero sobre todo, soñaba con encontrar a
Inés. Y es que aún guardaba la esperanza de que se hubiera
podido afiliar, si finalmente había conseguido venirse a vivir
a Málaga, con su tía Herme.
Fue el otro día, estando con Gertrudis en el cine para ver el
estreno de Marcelino pan y vino, que decidí (nada más ver en
el NO-DO un reportaje sobre la Escuela Nacional de
Jerarquías del Castillo de la Mota) presentarme en la sede sin
más dilación. Cuando llegué, al día siguiente, la puerta se
encontraba abierta. Con paso vacilante caminé hacía el
interior, mirando de un lado a otro del vestíbulo, pero no vi a
nadie. Guiada por un jaleo de castañuelas, acabé en una sala
en la que varias jóvenes, con traje regional, bailaban unos
verdiales. Durante un rato me quedé observándolas. Hasta que
apareció una señora de prominente nariz, ataviada con camisa
azul y boina roja enrollada al hombro.
«¿Deseas algo?» —me pregunta.

280
«Sí, afiliarme».
Ella me sonríe.
«¿Cuántos años tienes?»
«Trece.»
Observándome detenidamente, me pregunta con una media
sonrisa:
«¿Por qué quieres afiliarte?»
Le digo:
«Porque quiero servir a Dios y a España».
Su sonrisa se amplia.
«Ven, hablaremos en el despacho» —me dice rodeando
mis hombros con su macizo brazo.
Nada más comenzar a andar, me detiene. La sonrisa
desaparece de sus labios.
«¿Es polio?» —pregunta observándome la pierna.
«No, tuberculosis ósea.»
«Ya.» —murmura mordisqueándose el labio inferior.
Por su gesto, enseguida supe que yo no sería falangista.
Cuando levantó la vista del suelo, me preguntó el nombre. Y
después:
«Mira, Irene, tú no puedes afiliarte con el problema que
tienes. Lo siento. Puedes, eso sí, asistir a cursos, a charlas, a
lo que quieras, pero estar afiliada no. Compréndelo, para ello
se requiere estar en buenas condiciones físicas, porque hay
que practicar gimnasia, bailes regionales, marchas... ¿Lo
entiendes, verdad?»
Ya bajaba yo las escaleras cuando de pronto me detengo, y
me digo: ¡pero si no le he preguntado si está afiliada Inés
López Rodríguez!... Y cuando me dispongo a subir de nuevo,
caigo en la cuenta de que Inés López Rodríguez tiene una
malformación en la espalda, y que por lo mismo, tampoco
posee las condiciones físicas que requiere una afiliada.
De vuelta a casa, me eché sobre la cama y dejé que cayeran
las lágrimas. Pero aquellas lágrimas no estaban motivadas por
haber perdido las esperanzas de ser falangista y de servir a Dios

281
y a España, sino por haber perdido a Inés, porque ya no sabía
cómo encontrarla. Sólo por eso, Vito.
Bueno, basta ya de hablar de cosas tristes.
Cambiando de tema, te diré que para mí la época de leer
tebeos ya pasó. Y no voy a decir que no me gusten porque aún
me siguen gustando, sobre todo La familia Ulises y Carpanta.
Pero mira, Vito, desde que descubrí los libros no hay rato en
que no tenga uno entre las manos. ¡Me fascinan! Cada leyenda,
cada relato se superpone a mi rutina diaria, siendo evocados,
una y otra vez, en mis noches solitarias. Son algo muy mío, algo
que guardo con llave en el baúl de mi corazón.
Al principio, tú sabes que yo leía el TBO, el DDT y el
Pulgarcito, y que posteriormente los sustituí por los tebeos de
hadas y los de Florita. Pero tía Eulalia, que nunca estuvo
conforme con este tipo de lectura, un día dijo:
«¡Se acabó! ¡Aquí ya no se lee más esas mamarrachadas!»
Y dicho esto, me dio un montón de libros antiguos,
horriblemente aburridos, tales como: La creación; La virtud;
Buenos modales; Amor fraternal; La curiosidad castigada;
Paquita la perezosa; La oveja descarriada; La niña huérfana;
El Pan nuestro de... ¿Que cómo los descubrí? Pues fue una
mañana. Estaba Felisa haciendo limpieza general en la
biblioteca, y cantando así, meliflua, como ella se pone:

Yo soy la otra, la otra,


Y a nada tengo derecho
Porque no llevo un anillo
Con una fecha por dentro.
No tengo ley que me abone
Ni puerta donde llamar,
Y me alimento a escondidas
De tus besos y tu pan...

Cuando de pronto, entró tía Eulalia hecha un basilisco,


mandándola callar y diciéndole que era una frescachona, una

282
descarada, y que en su casa no tenía cabida tales personas. Y
le apuntó con el dedo:
«Así que ya sabes: ándate con cuidado porque de lo
contrario te verás muy pronto de patitas en la calle.»
Y quizás por no dejarla sola y que el demonio la tentase a
cantar de nuevo esa canción tan desvergonzada, tía Eulalia no
se movió de allí. Cogió un plumero, se puso a sacar los libros
que estaban en los estantes inferiores y empezó a quitarles el
polvo, mientras yo, que había acudido velozmente nada más
escuchar las voces de tía Eulalia, me puse a curiosear títulos,
autores e ilustraciones de los ejemplares que ella iba
amontonando sobre la mesa.
Con el gesto aún crispado, tía Eulalia soltó:
«Esos libros no son propios para tu edad, así que déjalos.»
Me hice la remolona, acariciando cada lomo, cada cubierta,
a la vez que me preguntaba: ¿de qué tratarán? Y cada vez que
mi interés por un determinado título la hacía encrespar, más
se acrecentaba mi curiosidad. Entonces descubrí uno que
llamó poderosamente mi atención. Leí el título, pajizo por el
tiempo: Romeo y Julieta.
«Tía Eulalia —le digo—, ¿y éste, puedo leerlo?»
«¡Ése ni hablar!» —exclama arrebatándomelo
«¿Pero por qué?»
Y ella:
«Por qué, por qué, por qué... ¡Pues porque no! Y se acabó,
no se hable más.»
Yo continuo ojeando por aquí y por allá, bajo su atenta
mirada, hasta que de pronto descubro uno que se titula: Betty
se va, escrito por Livingston Hill, y publicado en 1929. Lo que
me llamó la atención no es el título ni la cubierta, sino la
editorial, que se llamaba «Juventud»
«Mira, tía Eulalia —le digo—, este libro puedo leerlo,
fíjate bien, dice: Editorial Juventud. ¿Te das cuenta? Es para
la juventud, para gente de mi edad.»
Ella eleva la vista, suelta un suspiro y exclama:

283
«¡Dios Santo, qué pesada! Mira hija, tú con tus treces años
recién cumplidos, aún eres una niña y no puedes leer esas
novelas que son para adultos, ¿te enteras?».
«¿Una niña? —le grito—. ¿Que yo soy una niña, dices?
¡Pero si hace un montón de tiempo que me hice mujer!... ¡Por
favor, tía Eulalia!, ¿es que ya se te ha olvidado?»
Mi salida de tono la enfureció.
«¡Irene, a mí no me grites! ¡Te lo advierto! —exclamó
zarandeándome un brazo—. ¡Vete ahora mismo a tu cuarto y
ponte a leer los libros que se te dieron, a ver si de una vez por
todas sacas provecho de ellos, que buena falta te hace!»
Pero no, no los volví a coger. A partir de aquella mañana,
mi único anhelo era hacerme con alguno de aquellos li...
—¿Qué haces con esa cara de pasmada? Perdiendo el
tiempo como de costumbre, ¿verdad? ¿Es que abuela no te ha
puesto deberes?
—Sí.
—Pues entonces venga, ponte a ello.
—¿Adónde vais?
—Al Málaga Cinema.
—¿Qué ponen?
—La angustia de vivir.
—¿Y quiénes trabajan?
—Grace Kelly y... Bing Crosby.
—¿Es para mayores?
—Hija, deja ya de hacer tantas preguntitas... Anda, ponte a
hacer los deberes.
Bueno, Vito, siguiendo con el tema: un día, procurando no
ser vista, me fui a la biblioteca y cogí una de las novelas
prohibidas: ¿Quién robó las perlas? de Berta Ruch. Me
encandiló. Era una lectura tan distinta a la preceptiva,
instructiva e histórica, que me obligaban a leer, que me la bebí
en poco más de un día.
A partir de aquel momento se me despertó una irresistible
pasión por los libros. Leí cinco o seis novelas más de la misma

284
editorial Juventud. Después, Vidas paralelas, de Plutarco.
También Misericordia, de Pérez Galdós. Las inquietudes de
Shanti Andía, de Pío Baroja, me llevó navegando por un
mundo plagado de aventuras y misterios. A ése le siguió
Liliana, de Sienkiewicz, que también me llegó al alma. Y si
ese libro me cautivó, Romeo y Julieta, el libro más censurado
por tía Eulalia, me embelesó. Aun después de tres meses de
haberlo leído, esa historia tierna y a la vez terrible, sigue
haciendo galopar mis sueños durante las noches blancas.
La sed por abarcar, por entregarme a la aventura, por
alcanzar lo inalcanzable, es una sed que no la apaga ni la
Enciclopedia Álvarez ni los tebeos, ni siquiera las cartas de
mamá. Leer es como adentrarme por un terreno vedado,
amenazado, un terreno hecho para ser conquistado con astucia
y picardía (si no quiero que me lo arrebaten de las manos). Y
tal es el deseo de viajar, de deslizarme por esos renglones, que
nada en este mundo podría desligarme de ellos.
Precisamente por eso, abuela me sorprendió un día en la
azotea, con uno de los libros prohibidos. Al elevar la vista, me
di cuenta de que ya llevaba un tiempo observándome. Su
mirada silenciosa, inquisitiva, me provocó tal desconcierto
que me quedé sin aliento. La miré titubeante, sintiendo como
el calor me subía a las mejillas. Cerré bruscamente el libro.
«No sabía que estabas ahí.» —le digo.
«¿Te he asustado?» —me pregunta sonriendo.
Respondo:
«Un poco.»
Entonces, acariciándome el pelo, me dice:
«Hija, está bien que leas esos libros porque son muy
instructivos para ti, y te benefician. Pero sin abusar, que
también te beneficia distraerte con otras cosas.»
Me besa en la frente. Yo bajo la vista, miro el libro. Y
vuelvo a mirarla. Los ojos de abuela sonríen, abatiendo los
míos. Sin decir nada, con el gesto dulce, ligeramente

285
evanescente, me levanto y me retiro, cubriendo
disimuladamente el título bajo el brazo. Y de pronto:
«¡Irenita!»
«¿Qué, abuela?» —contesto con un hilo de voz.
«Mira lo que te traigo.»
Me muestra un sobre, que yo me apresuro a coger.
«Es carta de mamá —me dice—. Anda, léela tranquila, que
yo me voy para abajo.»
Esa tarde, mientras la vi alejarse despacito, tuve plena
conciencia de haber pecado. Y es que yo sé que estoy
actuando mal al leer esos libros de la biblioteca. Pero verás...
precisamente esa sensación de riesgo, de estar al acecho, lo
convierte en una tarea aún más emocionante. Leo ocultando
el libro ante una revista; encerrada en el baño; fingiendo
estudiar; merendando en la azotea... Cuando me dispongo a
leer, soy como uno de esos perros guardianes que duermen
con una oreja levantada; preparada, al menor indicio, para
ocultar mi allanamiento, para aflojar el gesto lo más
rápidamente posible.
Por la noche, cuando ya todos se retiran, cierro la puerta de
mi cuarto y busco anhelosa la página donde quedó pendiente
la aventura. Después, envuelta en la oscuridad, voy
rememorando uno tras otro los más deliciosos pasajes: la
conmoción de una aventura temeraria, la dicha de un amor
apasionado, morir amando, sin ser correspondida... Y siento
mi corazón crepitar en brazos de Romeo, que me susurra al
oído: te quiero, te quiero, te quiero...
Qué difícil es hablar de todo esto a través de la rejilla del
confesionario... Qué difícil pretender que el padre Berrocal
me entienda... ¿Cómo expresar el marcado placer que me
produce lo prohibido? ¿Cómo confesar que me gustaría llevar
el pelo largo y suelto, vestir con escote, sin mangas, y sentir
la tibieza de mi cuerpo?
Un día lo intenté, ¿sabes? Y además de forma escueta,
como a él le gusta. Le solté:

286
«Padre, leo libros prohibidos y luego me recreo en ellos
por las noches.»
¿Que qué dijo? No sabes cómo se puso. Mira, me gritó así,
echándome el aliento a través de los agujeritos:
«¡Pero niña! ¿Tú sabes a dónde puede llevarte esa lectura?
¡A la condenación! ¿Me estás oyendo? ¡A la condenación
eterna! ¡Así que deja inmediatamente esos libros obscenos
que el demonio ha puesto a tu alcance y pídele perdón a Dios
por haberle ofendido!...»
Y le pedí perdón a Dios por haberle ofendido. Y me hice
propósito de enmienda: jamás volvería a leer libros
prohibidos. Pero un día, encontrándome sola en la biblioteca,
de nuevo el demonio me tentó poniendo a mi alcance otra
novela: Cañas y barro, de Blasco Ibáñez.
No tuve más remedio que hacerme otro propósito: leerla.
Y volví a soñar por las noches, y en mí respiró Neleta. Y
me supe bella, seductora, atrevida. Amé, y fui amada en
secreto... Y también lloré amargamente, sintiéndome
perdedora, víctima...
Así es como volví a pecar una vez más, y luego a confesar,
y a hacer el propósito de enmienda. Y son tantas las veces que
he caído, Vito, que el padre Berrocal ya me escucha con
aburrimiento y me da la absolución con indiferencia.
¿Tú crees que Dios puede perdonarme si voy todos los días
a la iglesia, si estudio, sonrío y pongo un gesto diligente
cuando me dan consejos, aunque bajo la máscara de los
ademanes y tactos aprendidos sea rebelde y malandrina? Creo
que no, Vito, creo que ya enfilo el camino hacia la
condenación eterna.
Y es que no sé por qué será, Vito, que cuando me prohíben
algo se me despierta una irreprimible curiosidad. El primer
verano que pasé aquí, en la casa grande (tenía yo diez años),
me ocurrió algo similar. Fue un domingo, al salir de la
catedral, que cogimos un taxi para ir a los Baños del Carmen...
¿Has ido alguna vez?... ¿No?... Es un lugar en el que se

287
celebran concursos hípicos, fiestas infantiles de disfraces,
celebraciones... Allí suelen ir a bañarse las señoritas recatadas,
ya que los hombres y las mujeres ocupan distintas áreas;
incluso dentro del agua están separados por una cuerda gruesa
de muchos metros, sujeta a boyas. Bueno, a lo que iba: aquel
día, con nuestro atuendo compuesto y relamido, nos
acomodamos en la terraza del bar, ante unas cervezas y unas
aceitunas, dispuestos a observar a los bañistas (ver los toros
desde la barrera, como suele decir tío Eduardo). ¿Qué? No, a
mí no me dejan. Pues no lo sé, pero ni siquiera tengo traje de
baño... ¡Claro que me gustaría, Vito!, mira que la pregunta...
No, ellos tampoco se bañan nunca. Gertrudis me ha contado
que cuando veraneaban en San Sebastián (hace de esto
muchísimos años) sí que iban a la playa y se bañaban, y
jugaban a la pelota... Te sigo contando: resulta que ese
domingo, estando como de costumbre en mi papel de
espectadora, me quedo observando, por casualidad, a unos
muchachos que están jugando al pimpón cerca de nosotros.
De pronto, tía Eulalia, dándome unos toquecitos en el brazo
con el abanico, me dice:
«Irene, a los hombres en bañador no se les mira.»
«¿Por qué?» —le pregunto.
Y ella:
«Porque está feo.»
«¿Feo? ¿Y por qué está feo?»
«¡Ay, niña, qué pregunta! —exclama—. ¡Porque están
medio desnudos!»
Yo insisto:
«¿Y qué pasa por eso?»
«¿Que qué pasa por eso? —repite ella—. Que se peca. Eso
es lo que pasa. Así que ya sabes: sé recatada y que no te lo
tenga que repetir más.»
Y yo, Vito, te juro que intenté ser recatada y no pecar, pero
allá donde dirigía la mirada había hombres en bañador. Intenté
leer el ABC, que tío Eduardo había dejado sobre la mesa, pero

288
nada. Los ojos se me iban detrás de todo el que pasaba. Y por
más que intentaba concentrarme en los renglones, la mirada
se me volvía a escapar.
Al domingo siguiente, me encontré en las mismas
circunstancias. Sentía la mirada de tía Eulalia vigilando la
mía, acechando cada uno de mis gestos. El deseo de mirar a
los hombres en bañador se había convertido en una obsesión.
Aparentaba alisarme la melena o recomponerme el vestido
sólo para tener la ocasión de lanzar alguna miradita. Una
situación muy incómoda, Vito, pero que muy incómoda. Y no
te creas que yo sea la única que lo pasa mal en los Baños del
Carmen, tío Eduardo lo pasa mucho peor. A él se le van los
ojos detrás de todas las mujeres. Es algo típico en él, esté
donde esté. Y si es en la playa, ni te imaginas, todo el rato se
lo pasa pecando.
Esta manía de tío Eduardo, de mirar a las mujeres, es un
problema muy serio para tía Eulalia, no te vayas a creer. Se
pone enferma. Da igual el lugar donde se encuentren; como
pase alguna y ella advierta que él la sigue con la mirada, se le
descompone la cara. A veces le da un toque de atención con
el abanico. Le dice:
«¡La mosca, Eduardo, que se te cuela en la cerveza!»
Y él se echa a reír, como queriéndole quitar importancia a
la cosa; o hace un comentario como:
«Hay que ver la pinta que llevaba ésa, ¿verdad?»
Y luego le pellizca cariñosamente el lóbulo de la oreja.
Pero claro, eso a tía Eulalia no la convence. Ella sabe de sobra
que él está disimulando y que a la primera de cambio volverá
a las andadas. Entonces se le pone la cara larga y ya no le
dirige la palabra durante un buen rato.
Y si estas cosas suceden fuera de casa, dentro aún es peor,
no te exagero. ¿Que por qué? Porque sin ir más lejos, resulta
que el mirador del comedor da frente por frente a un hotel, y
a tío Eduardo le vuelve loco el escudriñar a los huéspedes.
Sobre todo de noche, cuando las luces de los dormitorios están

289
encendidas. ¿Sabes lo que suele hacer? Una vez terminada la
cena, se levanta de la mesa, enciende su puro y, canturreando
alguna tonadilla, se pone a pasear a lo largo del comedor,
deteniéndose de vez en cuando ante el mirador. Mientras
tanto, tía Eulalia, seguida siempre de Gertrudis, trastea por la
cocina y la despensa, imponiendo a las sirvientas las
respectivas tareas del día siguiente. Para entonces abuela ya
se ha retirado a su habitación. Así que yo soy la única que se
queda con él, y por lo regular, mientras ojeo una revista de
moda o el periódico, he de estar a la vez pendiente del
momento en que tía Eulalia se acerque a la puerta, para dárselo
a entender con un carraspeo, como me tiene dicho.
A tío Eduardo se le ve feliz cometiendo estas travesuras.
Cada vez que tía Eulalia entra, le sonríe, le pellizca la oreja, o
le da una palmadita en el trasero. Y en cuanto vuelve a salir,
deja de cantar y corre de nuevo hacía el mirador. A veces,
abstraída en lo que estoy leyendo, no me doy cuenta de que
ella se acerca. Entonces se planta tiesa como una escoba detrás
de él, con el gesto mudado, y da varias palmadas: ¡Pla, pla,
pla! Él se vuelve sobresaltado, como un niño pillado en falta,
y exclama:
«¡Ojú, chiquilla, qué calor hace esta noche!»
Tía Eulalia, que no es tonta, le suelta, enarcando las cejas:
«¡Claro, por eso estás al acecho a ver si pescas a una fresca,
¿verdad?»
«¡Ja ja ja! —ríe tío Eduardo
Y con esos ojillos penetrantes y un poco maliciosos, se
acerca a ella, pellizcándole las orejas, dándole besitos por la
cara.
«¡Quita, quita, quita! —protesta tía Eulalia apartándolo—.
No me vengas ahora con zalamerías.»
Y es que a tío Eduardo, aún sin proponérselo, se le van los
ojos detrás de todas las mujeres. Es como cuando entra Felisa
en el comedor, sirviendo la mesa. Ahí lo tienes: bebiendo cada
gesto, cada parte de su anatomía. Me acuerdo del primer día

290
en que la vio. Él acababa de llegar de la calle cuando, nada
más poner el pie en el rellano del segundo piso, se topó con
las rollizas piernas de Felisa, que, dándole la espalda, fregaba
el suelo arrodillada. Ante aquella inesperada visión, se quedó
un tanto paralizado, bailándole los ojos.
«Dios...» —masculló sin advertir mi presencia.
Al momento, percatándose de que yo sonreía observando
su gesto, él sonrió también, algo cohibido, y se aflojó el nudo
de la corbata. Felisa se levantó, se estiró la falda.
«Perdón, señor.» —le dijo.
Pero no contestó. Se pasó la mano por la frente, y continuó
subiendo la escalera.
Éstas son las cosas que tía Eulalia no puede soportar de su
marido. Lo del hotel de enfrente, por ejemplo, la tiene cada
día más contrariada. Dice que las extranjeras de hoy día no
tienen decoro alguno: que se visten y se desnudan sin bajar las
persianas ni echar las cortinas; que son unas inmorales, unas
libertinas y unas degeneradas, y que están dando un pésimo
ejemplo a la mujer española; y que como el Estado no tome
carta en el asunto, a este paso España perderá lo que es su
mayor riqueza: el orden y el decoro. Y que terminará por ser
un país en el que sólo impere el libertinaje, el ateísmo y el
desorden. Por eso mismo, ya le ha escrito al director del hotel
un montón de cartas, exponiéndole tal motivo. Pero como de
momento no le ha hecho ni caso, ahora está pensando en
escribirle al Alcalde o al Gobernador Civil. Está claro que ella
de brazos cruzados no se va a quedar; y si tiene que seguir
escribiendo cartas para solucionar su problema, no dudará en
escribir también al Pardo.

28 de septiembre

Aquella tarde se encontraba sola. La habitación estaba en


penumbra. Sobre la mesita de noche aún seguía la taza de
infusión que la muchacha le subió al mediodía. Entré de

291
puntillas, y me arrodillé junto a su cabecera. Su cabello
blanco, que siempre peinaba hacia arriba dejando al
descubierto la nuca, ahora se desparramaba sobre la
almohada. Su boca, casi sumida en la muerte, permanecía
abierta, como anhelando un soplo de vida. Tomé una de sus
manos, abandonada sobre el embozo, y la besé. A
continuación me quedé observándola, buscando en el
semblante de esa anciana moribunda a la joven austriaca que
supo conquistar con su dulzura el corazón de un español. En
mi mente irrumpió la imagen de un rostro terso, sereno... Le
acaricié la frente, besé una de sus mejillas, y le susurré lo
mucho que la quería. Levantó los párpados, levemente.
Intentó una sonrisa. A continuación cerró los ojos para
siempre.
Desde entonces, en esta casa se respira luto a todas horas.
Se han alargado los rezos, y se ha incrementado el número de
lamparillas ante cualquier imagen. Los escasos momentos en
los que se conectaba la radio se han suspendido. La ropa negra
ha entristecido aún más los rostros.
A veces siento que los pasos torpes de doña Alejandra,
arrastrando sus zapatones negros abotinados, se acercan hacia
mi cama.

***

¿Sabes qué es lo único que puede apartarme de la lectura,


Vito? El cine. Aunque por desgracia dependo de que los
demás quieran llevarme. Antes solía ir con Gertrudis (y digo
solía porque, como está de luto, ahora ni lo pisa); aunque rara
era la tarde que se ponía de acuerdo para ir, pues, cuando no
había nada que hacer, resultaba que ese día había que
respetarlo porque, o era el aniversario de la muerte de su
padre, o era el aniversario de la muerte de su hermana. Si era
Cuaresma, no había lugar para el cine; si era domingo, había
mucha gente; si hacía calor, se encontraba alicaída; si hacía

292
frío, podía enfriarse; si llovía, podía mojarse. Y cuando por
fin surgía el día propicio, bien podía ocurrir que no hubiera
película propicia en cartelera. Sí, Vito, sí... tú no sabes lo
difícil que es Gertrudis para elegir una película. Mira, la que
no es de guerra, es porque es de flamenqueo y no le gusta; las
dramáticas, porque la deprimen; las policíacas, las de
espadachines o las de piratas, porque las odia. Con lo cual, en
todo el tiempo que llevo aquí, sólo he visto seis: Quo Vadis,
Vacaciones en Roma, Cantando bajo la lluvia, El prisionero
de Cenda, Lilí, y Marcelino pan y vino, que fue la última.
Ya que no puedo ir al cine tantas veces como a mí me
gustaría, al menos lo compenso coleccionando cromos de
artistas y recortes de revistas. ¿Sabes cuáles son mis favoritos?
Robert Taylor, porque es muy guapo y se portó muy bien en
Quo Vadis. También, Stewart Granger, porque es un caballero
muy galante. De Montgomery Clift me gusta ese gesto ceñudo
y preocupado... Stephen Boyd, ¡guapísimo! Cary Grant,
porque es muy elegante... (por cierto, se parece un montón a
tío Eduardo). Que más, que más... De actrices me gustan Pier
Angeli, la amiga que sin duda desearía tener. Y Leslie Caron,
porque me encantó en Lili. Deborah Kerr también me cae
bien, tiene ese mismo gesto de asustada que ponía Charito
cuando veía a sor Rosario con la mano levantada. Quien más...
¡Ah! Sofía Loren, que es de esas mujeres que tía Eulalia critica
y tío Eduardo adora. Kay Kendall... Bueno, a ésta no sé por
qué te la nombro, la verdad es que no me gusta su gesto, me
recuerda a una de las amigas de tía Eulalia. Sin embargo
Audrey Hepburn me cae muy bien. ¿Tú sabes a quién le
gustaría tía Eulalia que yo me pareciera? A Grace Kelly. No
ya por su marcada elegancia, sino por el marido que acaba de
pescar. A mí, sin embargo, a quien me gustaría parecerme es
a Joan Collins, fíjate. ¿Que por qué? Pues... quizá por su
personalidad extrovertida, o por esa belleza tan radiante, qué
sé yo... Dos actores que me encantan: Robert Wagner y Tab
Hunter. Son tan atractivos... Ahora que, del que más

293
locamente he estado enamorada ha sido de James Dean. ¡Ay,
Vito, no te puedes imaginar lo guapísimo que era! Estoy
segura de que tú también te habrías enamorado de él. El día
tres, precisamente, hizo un año que murió. Aún no me he
repuesto, ¿te lo puedes creer?... Bueno, no quiero seguir
hablando de esto que me voy a deprimir...
¿Sabes dónde me desquito de cine? Cuando voy al pueblo
en verano. Habré visto ni se sabe: películas de guerra, de
amor, históricas, del oeste... En estos dos meses que acabo de
pasar allí, han proyectado: La Lola se va a los puertos,
Nobleza baturra, Los últimos de Filipinas, y Bienvenido
Mister Marshall.
Si vieras lo bien que lo he pasado.
Siempre, antes de entrar en la sala, comprábamos pipas,
altramuces, chufas... Y a veces, en el descanso, papá nos
compraba una gaseosa a cada uno. Delante, en las primeras
filas, acostumbran a sentarse el cura, el médico, el alcalde y
papá. Mamá y la maestra se sentaban detrás, con nosotros.
Solíamos ir todos muy guapos: Perico y Luichi repeinados,
con el tupé chorreando de agua. Lucía, con el vestido de los
domingos y el flequillo casi tapándole los ojos. Y yo, con un
lazo en el pelo, haciendo juego con el color del vestido. (Creo,
Vito, que a mamá se le ha quedado una fijación con ponerme
lazos en el pelo.)
Primeramente veíamos el No-Do, con sus imágenes de
obispos, de militares desfilando, de Franco pescando, de doña
Carmen sonriendo; después, avanzada ya la trama, justo en el
momento en el que el protagonista se disponía a besar a su
amada, ¡zas!, venía el corte y desaparecía la escena.
¡Qué risa, Vito! No te puedes imaginar los pataleos y las
pitadas que se originaban.
«¡El beso! ¡El beso! ¡Que no nos corten el beso!...»
A mí aquel jaleo me divertía muchísimo, y gritaba también:
«¡El beso! ¡Ese beso!¡Que no nos lo corten!»
Mamá se moría de la risa, me decía:

294
«¡Tú no, Irenita, por favor, tú no digas eso!»
Otras veces el guirigay podía organizarse si en el momento
crucial de la trama se escuchaba el lloriqueo de un niño.
Entonces algunos saltaban:
«¡Eh, chavea, saca el pito y mea!... ¡Ojú, illo, cállate ya!...
¡Hay que ver la mandanga que tié el niño!...»
Hasta que la madre, ya harta, se ponía de pie y los mandaba
a todos a freír espárragos.
Y es que en el pueblo se disfruta tanto del cine... Se ríe, se
llora, se les pita a los malos, se aplaude las gestas de los
buenos... Y cuando finalmente aparece el décimo de caballería
dispuesto a no dejar vivo a un sólo indio, se arma un tiberio
tremendo:
«¡Vamos! ¡A por ellos! ¡Que no quede ni uno en pie!...»
Y entre aplausos y aspavientos, hay quien cabalgaba sobre
la silla, con la mano en forma de trompeta, haciendo: ¡Piiiiii,
piri piri piri piriiii!...
Con Bienvenido Mister Marshall, la gente se sintió tan
identificada con el argumento, que cuando se vio la escena de
los americanos pasando de largo el pueblo, se formó un
alboroto increíble.
«¡Estiraos! ¡Saboríos! —se escuchaba—. ¿Qué os creéis,
que el mundo es sólo vuestro? ¡Venga ya, majaras! ¡Más que
majaras!...»
Y tal revuelo se armó, que se tuvo que cortar la película y
encender la luz para que el alcalde dijera:
«¡Eh! ¡Silencio! ¡Un respeto al pueblo americano!»
Qué días tan espléndidos... Por la mañana, después del
desayuno, mamá llenaba el pilón que hay en el huerto para que
el sol calentara el agua. Y al mediodía nos zambullíamos,
chapoteando, y chillando, sin que nadie pudiera coaccionar
nuestra dicha, nuestra libertad.
Me acuerdo del verano pasado, que un día mientras nos
estábamos bañando, me suelta Luichi:
«¡Te están saliendo pechos.»

295
Yo miré mis pequeños abultamientos, y le sonreí ufana.
«Sí, es normal, me he hecho mujer.»
«¿Qué dices?” —exclamó, con un gesto de asco.
«Pues eso —le dije—, que desde hace tres meses soy una
mujer.»
Y gritó:
«¡Perico, ven, corre, mira lo que tiene Irenita!»
Perico, que se encontraba en el retrete, gritó a su vez:
«¿Qué pasa? ¿Qué es lo que tiene?»
Sin esperar respuesta salió corriendo, sujetándose los
pantalones.
«Esto —respondió Luichi—. ¿Lo ves? Le están saliendo
los pechos.»
Perico se encogió de hombros, y dijo:
«¡Bah! ¿Y para eso me llamas?»
Y echó a correr de nuevo hacia el retrete, mientras Luichi
le gritaba:
«¡Es que dice que se ha hecho mujer!»
Y Perico:
«¡No hagas caso! ¡Son tonterías suyas!»
«¡Sí, ya, tonterías! —grité yo también— ¡Lo que pasa es
que no lo entendéis porque sois hombres!»
A veces, durante horas, deambulaba por aquellos
pastizales, y contemplaba los vastos sembrados de trigo, los
prados, incendiados de amapolas; o me echaba sobre la hierba
y deshojaba cada uno de mis pensamientos, dejándolos volar
a merced del viento. Me gustaba observar a los campesinos
vareando las almendras, mientras cantaban:

Al revés que el pepino, son las mozuelas,


por donde el pepino amarga dulce son ellas...

Y algunas tardes, mientras merendábamos un hoyo de pan


con aceite y azúcar, recorríamos las calles empedradas y
saludábamos a las viejas, que, sentadas en sus sillas de anea,

296
junto a un botijo y algún perrucho adormilado, bordaban o
tejían ante las puertas de sus casas. Nos asomábamos a la
taberna y veíamos al tabernero, colmando los vasos de vino
entre palmas, humaredas de tabaco y algún que otro cante
jondo desafinado. Y apoyado en el mostrador, con un vaso de
tinto en la mano y la boina calada hasta las orejas, siempre nos
encontrábamos a Benito, el que se fue a la División Azul, que
cantaba:

Rusia es cuestión de un día


Para nuestra infantería,
Pero acabaremos antes
Gracias a los antitanques.
Tenemos que recorrer
Mil kilómetros andando
Para luego demostrar
Lo que llevamos colgando.

O también nos encontrábamos a Francisco “el Manco”, con


su camisa de pana mugrienta y su voz aguardentosa,
canturreándoles a las mujeres que pasaban por la puerta:

Boquita de caramelo, / Pecho de asúca nevá, /Piececitos


d’almendrita / ¿Cuánto vale la pechá?

Y es que allí, Vito, todo tiene una nota de color: la misa


solemne del domingo, con su apacible repicar de campanas;
los inolvidables días de feria, las excursiones al campo, pasear
por las sendas, comer frutas maduras de un árbol...
Por la noche, después de cenar, venía don Estanislao con
su mujer doña Beatriz; también don Leoncio (que siempre
venía solo porque su mujer se acostaba temprano), Luisa, y
don Anselmo, el cura. Una vez que sacábamos las sillas
afuera, a la puerta de casa, mamá servía unas copitas de
aguardiente y alguna cosilla para picar, y ¡hala!, todos

297
empezaban a charlar. Mientras tanto, nosotros cuatro, junto a
unos amigos de Perico, nos sentábamos en un poyete que
había un poco más arriba de la calle y nos poníamos a contar
historias. Me enteré que la señora Engracia (la mujer del
tabernero) tenía un poder especial para comunicarse con los
muertos, y que mucha gente acudía a ella para consultarle sus
problemas; también, que los maquis bajaban de los montes a
escondidas para buscar comida, y que si la Guardia Civil
pillaba a alguien del pueblo ayudándolos, le caía cárcel de por
vida. Y que el fantasma de Silverio, un pobre hombre lisiado
que fusilaron en la guerra, se paseaba cada noche por el
cementerio porque al parecer lo enterraron vivo. A veces,
cuando aparecía Genaro “el Loco” frente a nosotros, con su
figura encorvada, su barba enmarañada y su boca babeante y
putrefacta, corríamos a sentarnos con los mayores. (Porque
Genaro, si te cogía, te daba.)
A don Anselmo siempre le daba por hablar de lo mismo:
de la repoblación de España. A saber, que si realmente
deseamos que nuestro país avance, el deber de cada
matrimonio era tener, como mínimo, cuatro hijos; y los que
voluntariamente tuviesen menos por haber empleado métodos
ilícitos, debían concienciarse de que eran responsables de una
falta total de patriotismo, o lo que es peor aún: de moral
cristiana.
Doña Beatriz, que siempre parecía disculparse con don
Anselmo por haber tenido sólo un hijo, se removía nerviosa
en el asiento.
«Usted sabe, padre, que nosotros no... vamos que...»
Y el cura, impaciente:
«¡Ya, ya, hija, ya lo sé!»
Su marido sonreía socarronamente:
«Pues el Caudillo no parece dar ejemplo, ¿verdad, don
Anselmo?»
Y entonces don Anselmo se sofocaba.

298
«¿Qué ha querido usted decir, Estanislao? Porque no cabe
en mente humana pensar que el Caudillo pueda emplear
métodos ilícitos.»
Don Estanislao se encogía de hombros:
«Ah, yo no digo nada.»
«Más le vale, Estanislao, más le vale —le decía don
Anselmo dándole unas palmadas en el brazo—, porque todos
sabemos que el Caudillo es el hombre más honesto y virtuoso
de España.»
También solían hablar de toros: que si Chamaco había
tenido una grave cogida el mes pasado; que si la corrida
terminó siendo un mano a mano entre Manolo Segura y Pepe
Ortiz; que si Bienvenida hizo no sé qué; que si Dominguín
hizo no sé cuánto; que si para faenas las que hacía Manolete,
que en gloria esté... Y cuando terminaban con los toros,
empezaban con el fútbol.
El tema favorito de las señoras era casi siempre el cine.
Doña Beatriz, una noche, dio la noticia de que en el mes de
julio había llegado Ava Gardner a Torremolinos para pasar
unos días de vacaciones. Parecían muy orgullosas de ver lo
mucho que le gustaba nuestra tierra a esta actriz
norteamericana. Don Anselmo, que estaba al tanto, añadió:
«Cómo no le va a gustar, si ya quisieran muchos países del
mundo disfrutar de la paz y el orden que aquí se disfruta.»
Luisa, por un momento, elevó la mirada; cambiando de
tema, le comentó a don Anselmo que a ver si traía otro género
de películas más interesantes, porque ya estaba harta de ver
siempre lo mismo. Luego, bajando un poco la voz, le confesó
a doña Beatriz y a mamá que había visto en Málaga la película
Gilda, de Rita Hayworth, y que nada tenía que ver con lo que
se ve en el cine del pueblo. Don Anselmo, nuevamente al tanto
de lo que se cocía, dijo que antes muerto que traer semejante
obscenidad.
«Perdone, don Anselmo —interrumpió papá—, pero un
poco de obscenidad de vez en cuando no hace daño a nadie.»

299
Y los hombres explotaron a reír. Como Luisa confesó
haber visto Gilda, mamá confesó haber visto Lo que el viento
se llevó. Y doña Beatriz, que no había podido ver ni la una ni
la otra, presumió de haber visto La fe, en la que trabaja
Amparo Rivelles y Rafael Durán. Nos reveló que la trama de
esa película, para ser española, se salía de lo usual, porque la
protagonista se enamoraba (y bajó la voz) de un sacerdote.
Los domingos por la tarde, cuando no había cine, había
baile en el salón parroquial. Entonces don Anselmo colocaba
el aparato de radio sobre una repisa y sintonizaba Radio
Nacional, que retransmitía música de baile. Poco después, los
muchachos solían dar vueltas de aquí para allá, observando a
las muchachas que permanecían sentadas, bien comiendo
pipas o bebiendo gaseosa, hasta que se decidían por una y la
sacaban a bailar. De vez en cuando, don Anselmo, si acaso
veía que una pareja se acercaba demasiado, se aproximaba a
ellos y les daba un toque de atención, pues así rezaba el cartel
que había junto a la entrada: “De acuerdo a nuestra moral
católica, se exige guardar durante el baile el máximo recato”.
A mí me encantaba bailar, ¿sabes, Vito? Pero como
siempre estaba rodeada de gente mayor y además estaba coja,
pues los muchachos nunca me invitaban. Si solían, en cambio,
mirarme a hurtadillas, cuchicheando entre sí unos y otros. A
Ramonilla, la hija de la señora Ramona (la que tiene la tienda
que vende de todo), le pasaba lo mismo que a mí, que tampoco
la sacaban a bailar. El problema de Ramonilla era mucho más
serio que el mío. Tenía medio cuerpo como si fuera de serrín,
y se veía obligada a caminar con una muleta en cada sobaco.
Y eso sí que es duro, demasiado duro como para encima tener
que ver bailar a los demás. Porque yo, quieras que no, por lo
menos bailaba con papá, o con don Estanislao, o hasta con don
Leoncio, cuando él ni siquiera lo hacía con su mujer; pero
Ramonilla, la pobre, ¿con quién podía bailar? Me daba tanta
pena verla allí sola, sin parar de comer pipas. Un día, sin más,

300
me salí del grupo de la gente mayor y me fui hacía ella. Le
dije:
«Hola, ¿puedo quedarme aquí contigo?»
Me echó una mirada ceñuda, como desconfiada. Yo me
quedé un poco cortada. Su madre, que en aquel momento
estaba charlando con otra mujer, se levantó rápidamente de la
silla, diciéndome:
«¡Sí, hija, claro que sí, faltaría más. Ven, siéntate aquí.
Hala, yo cojo esta otra silla. ¡Ay, Ramoncilla, que’saboría
eres, hija! Tú no le hagas caso, guapa, es que está un poco
chunguilla... Se pone así cuando viene al baile, ¿sabes? Como
no puede bailar, pos claro, lo paga con los demás. A ti sí que
te veo bailar, ¡qué suerte, eh! Claro, que sólo lo haces con tu
padre y el médico; pero mira, algo es algo... ¿Qué te pasó en
la pierna? He oído decir que te caíste de un caballo, ¿es
cierto?»
Vacilé antes de contestar (mis hermanos habían contado
esa trola a los demás niños), y dije:
«Sí, galopaba demasiado rápido.»
Ella se echó mano a la mejilla, y exclamó:
«¡Josú, josú, josú, p’aberte matao!... A mi niña es que le
dio un paralís cuando era chica. Y mírala, me la dejao gurritá
de por vida. ¡Ay, Señor, esto sí que es un castigo!... Anda,
Ramoncilla, habla con la niña del maestro que va a decir que
eres tonta, hija.»
Ramoncilla, con el gesto más distendido, abrió la bolsa de
pipas que reposaba sobre su falda, y me preguntó:
«¿Quieres un puñao?»
«Bueno.» —contesté.
Y así, sintiéndonos en cuerpo y alma unidas por nuestro
castigo, nos dispusimos a contemplar a las cándidas parejas,
que bailaban al paso de los acordes del Negro Zumbón:

Tengo ganas de bailar el nuevo ballón,


Y todos, cuando me ven pasar,

301
Me dicen niña, niña adónde vas,
Me voy a bailar el ballóoon...

A partir de aquel domingo, nos sentábamos siempre juntas.


Compartiendo, además de las pipas y la gaseosa, nuestras
confidencias, esas confidencias que nadie que no se haya
quedado gurritao de por vida o se haya caído de un caballo
puede entender.
Dos días antes de venirme aquí, a la casa grande, ocurrió
un hecho que me conmovió hondamente. Se trataba de
Josefina, una muchacha del pueblo, de dieciocho años, la cual,
según los rumores que corrían de puerta en puerta, se había
quedado embarazada. Ya antes rodaban feos comentarios: que
si era una fresca, una pelandusca, una libertina. Y Josefina
callaba, nunca hablaba con nadie, ni siquiera un saludo.
Tiempo después, me enteré que su padre la había echado de
casa. Yo no sé si tales habladurías eran ciertas, el caso es que
ya no volvimos a verla pasar por delante de nuestra puerta
como todas las tardes, con su cántaro de agua apoyado en la
cadera.
Una mañana se la encontró un pastor colgada de un árbol.
A juzgar por unos y otros, Josefina no pudo soportar su culpa,
el crimen de haber perdido su virginidad.
Al anochecer, cuando papá y mamá se disponían a dar el
pésame a la familia, yo me empeñé en acompañarlos. En un
primer momento se opusieron rotundamente.
«Esto no es propio para ti.» —dijo papá.
«¿Por qué? —insistí—. Si quizá yo conozco la muerte tan
bien como vosotros.»
Dicho esto, papá guardó silencio.
Cuando llegamos a la humilde vivienda, me encontré con
una estancia apenas iluminada por cuatro candelillas de velas.
Varias viejas ocultaban sus marchitos rostros en pañoletas
negras, suspirando, farfullando Ave Marías entre cabezadas.
En el ambiente se palpaba un olor a humedad, a cera, a

302
fatalidad. Me incliné sobre la caja de madera, en la que yacía
la joven pecadora. Y ante la imprecisa luz de los cirios, pude
observar detenidamente su semblante: una lívida y tenebrosa
belleza, enmarcada por una quietud plácida, intemporal.
Esa noche apenas pude dormir. Me costaba tanto
comprender... ¿Cómo puede ser cosa tan terrible tener un hijo
sin estar casada?

303
Capítulo XIV

Diciembre 1955

Me parece que es otra persona la que estoy viendo... Sus


mejillas están amarillentas, consumidas, la mirada apagada; y
luego esa expresión de debilidad, de impotencia... Ya apenas
si se levanta de la cama, y cuando lo hace arrastra el cuerpo
como si le pesara una tonelada. Sólo se encuentra a gusto
cuando, con la habitación en penumbras, cierra los párpados
y se deja llevar por el ensueño febril.
Hasta hace una semana, yo no tenía ni la más ligera idea de
lo que le sucedía. Y por más que preguntaba a unos y a otros,
la única respuesta que obtenía era que rezara por él. ¡Como si
yo no rezara! ¡Si hasta le pido a santa Inés y a santa Basilisa,
que son las santas más santas que hay en el cielo!... Por eso,
un día en que tío Eduardo y tía Eulalia se encerraron en el
despacho con tío Javier y con los doctores Moncada y
Franquelo, hice lo que suelo hacer a veces cuando veo esa
puerta cerrada: pegar la oreja y aguzar el oído. Y así fue como
me enteré de que su hígado está sufriendo un proceso atrófico,
que su bazo está bastante inflamado y su cavidad abdominal
llena de líquido ascítico, motivo por el que han de punzarlo,
como ya han hecho en dos ocasiones.
Días después, observé nuevamente un trasiego de miradas
inquietas, de comentarios entre dientes. Con un pellizco en el
estómago me pregunté, una y otra vez, si finalmente había
llegado ya su hora. Afortunadamente comprobé que no, que

304
papá no se moría, que lo único que ocurría era que un cura de
la Iglesia de San Pablo, sacerdote ejemplar donde los haya,
había desaparecido junto con una señora de Acción Católica,
de la cual se sospechaba que, muy ladinamente, lo había
enamorado. Así que a partir de aquel día, después del rezo del
rosario, abuela añade un Padrenuestro más a la lista de
peticiones, con la intención de que Dios ilumine a esas dos
almas descarriladas.
Ya en el mes de junio, cuando papá vino aquí para llevarme
al pueblo, supe, nada más verlo, que algo le ocurría. Había
perdido peso, y lo encontré pálido, tristón. Quizá él ya sabía
lo que tenía, porque este verano todo ha sido un poco
diferente. En casa se ha respirado un cierto aire de inquietud.
Y aunque mamá ha hecho todo lo posible por guardar las
apariencias y mantener ese carácter tan risueño que la
caracteriza, era obvio que a veces fingía. Había días en que a
papá se le veía tan débil y alicaído, que bien podía pasárselos
sentado con las piernas extendidas y la cabeza echada hacia
atrás. Tan sólo le quedaba humor para escuchar, con los ojos
entrecerrados, las noticias que transmitía la radio.
A primeros de octubre, cayó en un estado tan grave que
tuvieron que trasladarlo aquí, a la casa grande, en ambulancia.
Fueron duros aquellos tres días, realmente difíciles... Un
intenso temporal azotó despiadadamente la ciudad,
desbordando el río Guadalhorce, e impidiéndonos casi salir a
la calle. Volvieron a resurgir las candelillas ante las imágenes,
y por todos los rincones de la casa se dejaron oír los suspiros,
las lamentaciones. Entre la incomprensión de unos y el
desánimo de otros, mamá, angustiada, envejecida y doblegada
por las circunstancias, se pasaba los días pateándose la ciudad
en busca de un alojamiento.
Finalmente consiguió dos habitaciones con derecho a
cocina.
Era una tarde fría, de una claridad desteñida, sombría.
Nuevamente el tiempo amenazaba lluvia, en tanto que la

305
enfermedad de papá amenazaba con la muerte. Tía Eulalia,
muy solícita, mandó traer unos dulces, y con una sonrisa
almidonada se los entregó a mamá.
«Gracias, gracias por todo» —dijo mamá con una sonrisa
que más parecía una mueca de dolor.
Tío Eduardo con su habitual disposición y sumo cuidado,
acomodó a papá en el asiento del taxi.
Cuídate, Luis... —le dijo— ¿Me oyes? Cuídate.
Una vez que el coche desapareció, me sobrevino una
punzada de dolor, de angustia, como un presagio incierto. En
la casa grande, todo volvió a la normalidad: el silencio se hizo
elocuente, la monotonía reapareció y ocupó su lugar, la
cerrazón se revirtió de nuevo.

***

Casi todas las tardes me las paso con mis padres y


hermanos. A veces me quedo el día entero, e incluso a dormir,
como esta pasada noche, que fue Nochebuena. No obstante,
he observado que a papá no le hace gracia que yo permanezca
con ellos demasiado tiempo. Como me quede más de un día,
enseguida empieza con lo de siempre: que si no debo pasar
tanto tiempo fuera de la casa grande, que si tío Eduardo y tía
Eulalia pueden pensar que no estoy a gusto con ellos...
«Y ya sabes que para tu futuro no es conveniente tenerlos
contrariados.» —termina siempre diciéndome.
Yo no sé hasta qué punto es por ese motivo... o bien porque
cuando estoy con mis hermanos éstos se alborotan más de la
cuenta y él se pone nervioso. Y lo entiendo. Pero también
entiendo que, dado el espacio tan reducido de que
disponemos, es casi imposible mantener como él pretende un
ambiente silencioso las veinticuatro horas del día. Aun así, a
doña Leo, la dueña del piso, le sorprende el hecho de que,
conviviendo en ámbito tan escaso cuatro chicos en edad de
retozar (como ella dice), apenas se oiga una palabra más alta

306
que otra. Esto es algo que agradece considerablemente. Pues,
si en un principio tuvo sus dudas en hospedar a una familia
con niños, ahora, como suele repetirnos, se alegra de haberlo
hecho.
Doña Leo es una señora viuda, de poca estatura y gesto
afable. Tiene el pelo cano, la piel surcada y los andares algo
cansinos. Viste de negro, y siempre lleva prendida en la solapa
la insignia de Acción Católica. Está muy orgullosa de sus dos
hijos varones, y rara es la ocasión en que no hable de ellos. Y
si es de sus cinco nietos, ya ni que decir: el mejor premio que
Dios le ha concedido en esta vida, su razón de vivir... Desde
que se casaron sus hijos hará ocho o diez años, todos los
domingos, sin fallar uno sólo, se reúnen con ella para comer.
El sábado se lo pasa en la cocina preparando las tortillitas de
bacalao, la cachorreña, la pipirrana, las tortillas de papas... sin
duda, los platos que más gustan a su familia. Y se la ve tan
feliz guisando, dándole con el soplillo a la candela, que a
veces mamá se queda mirándola y le dice:
«Ay, Leo, la miro y me da usted unas ganas de vivir.»
Como ésta es una casa bastante amplia, y doña Leo dice
que sus ingresos son muy escasos, no le queda más remedio
que alquilar habitaciones. Tiene tres familias, incluida la
nuestra. Una, la forma don Eusebio, profesor de la Escuela de
Peritos Industriales, más su mujer Isabel, a la que todos llaman
Belita. Don Eusebio y Belita han venido destinados de
Córdoba. No tienen hijos, pero tienen una perrita blanca que
se llama Copito (una monería). La otra familia la forma Flora,
una señora viuda, como doña Leo. Es de mediana edad, con
dos hijas gemelas de veinticinco años, Toñi y Marita.
Flora trabaja de costurera. Es una mujer morena,
guapetona, pero sobre todo es graciosa y ocurrente; no así sus
hijas, que son la otra cara de la moneda: algo feillas y un tanto
esaborías. Por eso mismo, a Flora le preocupa que sus hijas
aún no tengan novio ni que nunca lo hayan tenido; piensa que
a este paso se quedarán para vestir santos. Que como dice ella:

307
«A ver cómo van a vivir el día de mañana cuando yo ya me
haya ido al otro mundo, porque con lo que ganan de
dependientas en la tienda de juguetes no tienen ni para un kilo
de garbanzos.»
A la entrada del piso está el comedor. Muy amplio. Tiene
hasta dos balcones. El mobiliario, algo deteriorado, está
compuesto por un par de butacones de oreja revestidos de una
tela estampada; seis sillas, con el tapizado deslucido; un
aparador, que aún conserva la vajilla del ajuar de doña Leo; y
sobre la mesa rectangular, un tapete de crochet y una maceta
con abundantes hojas desparramadas. De las paredes cuelgan
varias fotografías enmarcadas: en el centro, la de doña Leo y
su difunto marido en el día de la boda.
A ambos lados del pasillo se hallan las habitaciones. La de
mis padres está al fondo. Es luminosa, y lo suficientemente
amplia como para disponer de varios ambientes: dormitorio,
comedor y cuarto de estar. El mobiliario es sencillo: una cama
de matrimonio, mesillas de noche, un armario de luna, una
mesa de camilla, cinco sillas y un pequeño lavabo. Por el
balcón se puede ver la Avenida del Pasillo de la Cárcel, muy
transitada, y bordeada por el río Guadalmedina.
La habitación de mis hermanos se comunica con ésta. No
es tan amplia ni tiene balcón, pero si tiene una ventana que da
frente por frente a un lateral de la cárcel (por la que
diariamente se puede observar un trasiego de furgones
trayendo y llevando presos, o las idas y venidas de policías,
de familiares...). El mobiliario lo compone una mesa, dos
sillas y dos camas turcas: una de Perico y Luichi, la otra de
Lucía (y también mía, cuando me quedo a dormir).
La cocina, sin ser pequeña, parece serlo cuando están todas
las mujeres trajinando en ella. El cuarto de baño es de uso
común. Aparte, hay un retrete en mitad del pasillo. Para
bañarse hay que pedir la vez, pero no así para usar los retretes,
que sólo hay que estar bien atento. En el patinillo se encuentra

308
la pila con su tabla de lavar, y las cuerdas del tendedero. A
cada mujer le corresponde un día para la colada.
A pesar de todos los inconvenientes que puedan existir, se
puede decir que esta casa es acogedora. Siempre huele a berza,
a puchero, a ropa con lejía... Y todos nos llevamos bien.

El frío me obliga a proteger las manos en los bolsillos. A


mi paso, me encuentro con algunas piaras de pavos que aún
esperan, con los mocos colgando, a que algún rezagado le
hinque el diente a su chicha desplumada. Acelero el paso. Las
campanadas del reloj de la catedral, dando los cuartos, se
pierden momentáneamente entre el vocerío de un grupo de
jóvenes que se cruzan conmigo.
Al llegar a la pequeña plaza de San Ignacio, aminoro el
paso, subyugada por la espléndida arquitectura de la iglesia
del Sagrado Corazón, que, envuelta en el encanto y el misterio
de la noche, se levanta solemne y en perfecta armonía hasta el
brumoso cielo negro. Es como si la viera por primera vez...
Sólo se respira silencio, soledad. Una soledad inquietante,
intemporal, tan ajena al revoltijo navideño de dos calles más
arriba.
Plaza de la Constitución. Me encuentro ante la tómbola de
caridad. Por los altavoces resuena Campanas de Belén, que
arropa el rumor de la gente que se congrega en derredor. Las
vendedoras, peripuestas y relamidas, despachan papeletas con
amplias sonrisas de carmín. Me abro paso entre un
maremágnum de cuerpos, de olores... De un extremo a otro el
viento esparce humaradas rancias de frituras.
Doblo la esquina a Larios. En mitad de la acera, un corrillo
de mujeres, tanteando palmas, cantan unas bulerías. Sus
rostros pintorreados se me antojan burlescos, casi maléficos.
Ese afán por obligarse a estar feliz... Es tan lamentable.

309
En esta noche de Navidad no solo contamos con la
presencia de tía Elvira sino también con Salvador Rojas (el
banquero) y su mujer Luchita, más los Menéndez-Vidal:
Mamen y Aurelio (aquellos que dieron una fiesta para
presentar en sociedad a su hija Mercedes, y que
posteriormente el niño de los Ruiz de Olivar hizo el agosto
poniéndose en relaciones con ella).
Entre parrafadas sobre la última boda o los últimos
escándalos, vamos pasando al comedor, acomodándonos en
nuestro respectivo lugar. Tía Eulalia, sonriendo
decorosamente, con su vestido negro de brocard de seda y
collar de perlas, hace tintinear la campanilla para que
comiencen a servir. Las campanadas del reloj anuncian las
diez de la noche. La mesa está exquisitamente dispuesta:
candelabros, cubertería de plata, suntuosa vajilla, y la brillante
cristalería, centelleando sobre el mantel crudo (el cual, según
abuela, se bordó hace más de un siglo).

TÍA ELVIRA—. Bueno, Mamen, parece mentira que no


nos hayáis contado nada sobre vuestro viaje a Barcelona.
¿Qué tal el Congreso Igniciano?
MAMEN—. Una maravilla. Una gran experiencia, de las
pocas que se nos presentan en la vida. Qué pena que no
pudierais ir, os aseguro que fue digno de la mayor de las
ovaciones. No sabes qué clima de recogimiento, qué
enseñanza.
AURELIO—. A mí se me hizo pesado, que quieres que te
diga, porque desde las nueve de la mañana que empezaba
hasta las dos de la tarde que terminaba... ¡Ojú, chiquilla!
MAMEN—. ¿Y qué es lo que a ti no se te hace pesado,
hijo? Además, tú fuiste el primero que se empeñó en ir, ¿o es
que se te ha olvidado? No me vengas con las mismas

310
monsergas de siempre, Aurelio, que menuda lata me has dado
ya en el viaje.
SALVADOR—. ¡Ay, muchacho, está visto que a ti lo
único que no te deja sopa es el fútbol!
TÍO EDUARDO—. Y alguna que otra cosa más, ¿eh,
Aurelio? ¡Ja ja ja!
AURELIO—. Calla, calla... ¿Escuchasteis el pedazo de gol
que le marcó Di Stéfano al Zaragoza?
SALVADOR—. ¡No veas qué trallazo! Y además en los
últimos minutos, porque anda que iban buenos... perdiendo
dos a tres.
MAMEN—. ¿Os importaría dejar por un momento el tema
del fútbol? Gracias. Lo que te iba diciendo, Eulalia, que me he
alegrado mucho de haber ido. De la clausura se encargó don
Esteban Bilbao, en representación de su Excelencia. Y por
último, el nuncio apostólico, monseñor... no recuerdo como se
llamaba, dio lectura a un mensaje de Su Santidad, en el que se
nos recomendaba con mucho énfasis seguir las enseñanzas del
santo.
GERTRUDIS—. A mí me hubiera encantado ir, te lo digo
de verdad. San Ignacio de Loyola es uno de mis santos más
queridos; pero también te digo otra cosa, solo de pensar haber
hecho ese viaje hasta Barcelona... Quita, quita, no me lo
quiero ni imaginar.
ABUELA—. Creo que a la vuelta estuvisteis dos o tres días
en Madrid, ¿no?
MAMEN—. Sí, lo pasamos divinamente. ¿Sabéis con
quién estuvimos? Con Cirilo de Movellán, y con Adela.
LUCHITA—. ¿Ah, sí? ¿Y qué tal están? ¿Sigue estando
ella tan gruesa?
MAMEN—. Aún más, yo creo. Y encima la edad, que
Adela ya no cumple los cincuenta, eh. Una lástima que esté
así... Se la ve torpe, fatigosa... Ahora, se portaron con nosotros
que ni os cuento. Nos invitaron al teatro Reina Victoria, al
estreno de Las cartas boca abajo, de Buero Vallejo. Nos

311
encantó. Y al día siguiente, después de almorzar en el Ritz,
estuvimos en el Palacio de la Prensa, viendo Fuego escondido,
de Rita Hayworth, Robert Mitchum y... ¿cómo se llama éste
otro?
AURELIO—. Jack Lemon.
MAMEN—. Eso es, Jack Lemon. Era en cinemascope.
Preciosa. Terminamos en Pedro Chicote, tomando uno de sus
típicos cócteles.
LUCHITA—. Hay que reconocer que donde esté Madrid
que se quite todo.
GERTRUDIS—. Y sobre moda, ¿qué has visto?
MAMEN—. Pues mira, han inaugurado en la Avenida de
José Antonio la Central Juvenil de Cortefiel. No os podéis ni
imaginar qué modernidad de edificio, qué escaparates, qué
iluminación...
AURELIO—. Otro nuevo derroche… que maldita la falta
que hacía.
MAMEN—. Anda, anda, qué sabrás tú... Es un
establecimiento de categoría, europeo... ¿Pero qué pretendes,
hombre, que España se quede estancada?
LUCHITA—. Regina, la pequeña de mis hijas, que como
sabéis está estudiando en Madrid, ya se ha comprado varias
cosas allí. Lo último, unos pantalones. Sí, hija, ella es así de
moderna, que le vamos hacer.
GERTRUDIS—. Jesús, Jesús, las cosas que hay que ver...
Una mujer vistiendo pantalones...
MAMEN— Bueno, ¿y qué? Habrá que cambiar con los
tiempos, ¿no? Vamos, digo yo.
TÍA EULALIA—. Últimamente te estás poniendo de un
moderno que… vaya, vaya.
MAMEN—. Oye, que quieres, no vamos a estar siempre
como nuestras abuelas.
AURELIO—. Escuchad: ¿tenéis algún compromiso el
cinco de enero?
TÍO EDUARDO—. No, ¿por?

312
AURELIO—. ¿Y vosotros?
LUCHITA—. Pues no, no tenemos nada previsto.
AURELIO—. ¡Pues ya está! Cenáis en casa con nosotros.
¿Os parece?
TÍA EULALIA—. Por mí, encantada.
MAMEN—. No se hable más, estáis invitados. Incluida tú,
Irenita. Sí, tú, no me mires con esa cara.
SALVADOR—. Por cierto, ¿sabéis quién ha muerto hace
unos días? Alfonso de Ahumada.
TÍA ELVIRA—. ¡No me digas!...
Ahora la conversación redunda en torno a mi futura
formación académica: a ese profesor que nunca llega, o a ese
colegio al que nunca llego yo. Por supuesto permanezco en
silencio, aunque a veces, para no dar una cierta imagen de
hosquedad o rebeldía, asiento con la cabeza y reparto
estúpidas sonrisas. Y es que, como dijo papá, tengo que pensar
en mi futuro.
Llegan los postres. Todos parecen muy animados. Hasta
Gertrudis se ríe dichosa, tras apurar su copita. Se descorcha
una segunda botella de champaña, y se vuelve a brindar por el
Niño Jesús. El champaña está helado. Caliento la copa con la
mano. Estoy con la regla.

***

Hoy, cinco de enero, no puedo escabullirme de la cena de


los Menéndez-Vidal, pero no me importa. Estoy feliz.
Mañana, día de Reyes, mamá se llevará una muy grata
sorpresa. Le he comprado una caja de polvos Madera de
Oriente, que desde hace bastante tiempo deseaba tener; y
además, una pastilla de jabón Lux, para que mis hermanos se
la regalen. A papá le he comprado un paquetito de cuchillas
Guillet para su afeitado y un tarro de brillantina para el pelo.
Estoy segura que le gustará.

313
Mañana, cuando vaya a misa, le confesaré al padre Berrocal
haber robado veinte pesetas del cajón de la mesilla de noche
de tío Eduardo.

29 de abril, 1956

Hoy puede decirse que Málaga es una ciudad privilegiada,


pues el Generalísimo Franco ha venido a visitarla. Por tal
motivo, las calles han sido engalanadas con profusión de
banderas y colgaduras.
Ya desde primeras horas de la mañana se veía a un buen
número de personas afanadas por ocupar un lugar donde poder
verlo de cerca. Ayer, sin embargo, se respiraba un cierto aire
de inquietud en toda Málaga. Por la tarde cayó una tromba de
agua que acabó obturando las alcantarillas, inundando calles,
comercios, y haciendo correr a los bomberos de un lado a otro.
Y claro, si en esta tierra suele lucir un sol que es la envidia de
media España, ¿cómo hoy, que precisamente venía nuestro
Caudillo, se iba a esconder tras las nubes como si no quisiera
saber nada de él? Hubiera resultado un desaire, algo
sospechoso... Por eso, cuando esta mañana amaneció un día
tan radiante, lo primero que dijo la radio fue: “Demos gracias
a Dios por este sol, pues, al igual que todos los malagueños,
ha salido para rendir homenaje a su Excelencia el Jefe del
Estado”.
Según las noticias, el Caudillo ha sido aclamado
jubilosamente en todos los pueblos por los que ha ido
pasando; e incluso se han soltado cientos de palomas y
disparado cohetes. A su llegada a la capital, las autoridades lo
esperaban en la Iglesia de la Victoria, en la que se oficiaba un
Tedeum. Acto seguido inauguraba la Casa de la Cultura; y a
continuación está previsto que se dirija al parque, donde miles
de personas aguardamos su llegada.

314
Y si el sol le está rindiendo homenaje a su Excelencia el
Jefe del Estado, a los que aquí esperamos nos está torturando
despiadadamente. Y encima como te descuides siempre hay
algún listo que espera la mínima oportunidad para colocarse
delante. Menos mal que Flora tuvo la generosidad de dejarle
a papá una silla plegable, pues de lo contrario difícilmente
hubiera podido aguantar. A mamá le parecía una locura que él
viniera.
«Sabes que esas cosas tienen para largo, Luis —le dijo esta
mañana—, ¿no ves que te puedes marear con tanta gente? ¡Por
Dios, no tientes al demonio!»
Pero papá dijo:
«Mira, Clara, me encuentro bien, ya te lo he dicho mil
veces, así que no seas tan pesada porque pienso ir, aunque se
ponga a caer chuchos de punta.»
«Bien, pues allá tú.» —masculló mamá.
Y es que, al contrario de lo que todo el mundo se pensaba,
papá ha mejorado notablemente: come con más apetito, tiene
menos molestias, e incluso apenas retiene líquido, por lo que
ya no le han vuelto a punzar. Además, ya casi nunca se queda
en cama. Sale a pasear, se sienta a leer junto al balcón. Y los
jueves, por ejemplo, disfruta a lo grande de que todos juntos
escuchemos Tobogán, un programa que emite Radio Nacional
a las diez de la noche, y en el que Pepe Iglesia, “El Zorro”,
nos hace muchísimo de reír. Así que si su estado de caquexia,
como dice tío Javier, es patente, su mejoría no lo es menos.
Abuela dice que esta recuperación tan repentina ha sido a
causa de la intercesión de Mª Teresa González Quevedo, pues,
desde que papá se puso una estampa de ésta bajo la almohada,
comenzó a sentir la mejoría.
—¡Oiga, oiga! ¡Quítese de ahí, por favor!
—¿Por qué me voy a quitar? ¿Acaso ha comprado usted el
sitio?
Papá le da un toque a mamá en el brazo.
—Cállate, Clara.

315
—¿Pero es que no ve usted que mi marido está aquí
sentado? ¡Que está enfermo, señora, que no puede tenerse en
pie!
La mujer se vuelve, con el entrecejo fruncido. Mira a papá,
y retrocede unos pasos. Mamá, desplegando el abanico, da
aire a papá.
Ahora que paso más tiempo con mis padres, soy cada vez
más consciente de la realidad en la que viven, de la diferencia
que existe entre el parco mundo de ellos y el de mis tíos, que
gira sobre el sólido pedestal del dinero. Y tanto unos como
otros, separados por una línea impenetrable. Por ello, cada vez
que mamá se ve obligada a ir a la Iglesia de los Mártires, para
solicitar la ayuda que nos envían los americanos, es como un
jugar al escondite: mira por aquí, por allá, y cuando se cerciora
de que no hay ningún conocido que luego pueda comentar que
un Arias Riboull o una Figueroa han caído en hecho tan
lamentable, entra con pasos rápidos en la sacristía para, al
poco, salir abrazada a un cucurucho de leche en polvo.
Y es que el presupuesto que papá necesita de medicinas,
alimentación y honorarios médicos, sobrepasa con creces su
precario sueldo. Es por eso que a mamá se la ve tan
frecuentemente con ese gesto de preocupación, sin dejar de
cavilar. Y cuando no le está escribiendo a un alto cargo de la
política, lo está haciendo a un alto cargo de la iglesia. Y así, a
través de estas misivas, es como ha conseguido varias
atenciones. Como por ejemplo, que el Ministro de Trabajo,
Girón de Velasco, le haya enviado un sobre con ayuda
económica; o que el Obispado se haya hecho cargo, por una
temporada, del alquiler de las dos habitaciones. La última, que
las monjas de las Esclavas Concepcionistas le hayan
concedido una beca a Lucía.
A pesar de la deteriorada salud de papá y del poco espacio
que disponemos, me lo paso francamente bien con ellos. El 23
de abril, que fue mi cumpleaños, al llegar ya me tenían
guardada una sorpresa: un vestido color rosa, con el talle

316
ajustado, las manguitas de globo y la falda con mucho vuelo.
Es precioso. Mamá se encargó de comprar la tela, y Flora, de
la confección.
Con el ánimo de vérmelo puesto lo antes posible, comencé
rápidamente a desvestirme.
«Pero... ¿Qué es eso que llevas puesto?» —me preguntó
mamá una vez que me despojé de la blusa que llevaba.
«¿Esto? Un corpiño.» —le respondí.
Tomando asiento, me atrajo hacia ella.
«Pero... vamos a ver —dijo comprobando el ceñimiento—
dime una cosa: ¿por qué te ha dicho tía Eulalia que debes
llevar esto? »
«Porque no le gusta que los pechos se aprecien a mi edad.
Dice que es impúdico, indecoroso, yo qué sé.»
«¡Es inaudito! ¡Pero has oído eso? —Gritó dirigiéndose a
papá— ¡Dios Santo, hasta qué punto se puede tener una mente
tan retrógrada! Ahora, que esto lo arreglo yo, ¡vamos si lo
arreglo!»
«¿Qué vas hacer, mamá?»
«Comprarte ahora mismo un sostén. ¡Eso es lo que voy a
hacer! ¡Soy tu madre y sólo yo puedo decidir lo que debes o
no debes llevar! Y si tía Eulalia te dice algo, le dices que hable
conmigo, ¿entendido?»
Papá chasqueó la lengua.
«La vas a liar, verás tú.»
Y mamá:
«¡Pues muy bien, la lío, y qué! ¡Es mi hija, tiene catorce
años y no pienso permitir que nadie le impida el natural
desarrollo de sus pechos! ¿Comprendes? Y si no lo
comprendes me da igual, de toda formas haré lo que me venga
en gana.»
Una vez puesto el vestido, me observé detenidamente en el
espejo del ropero. Me volví de un lado, de otro, di una vuelta
completa para que se acampara la falda, y me dije lo guapa

317
que estaba. Media hora después, salía yo de la lencería con un
sujetador blanco de puntilla, sintiéndome por fin una muj...
—¡Ya viene! ¡Ya viene!
—No veo nada... ¡Ah, sí! ¡Ya lo veo!
—¡¡Fran-co!! ¡¡Fran-co!! ¡¡Fran-co!!...
El coche, custodiado de lado a lado por falangistas que van
a la carrera, se está acercando. Franco va de pie: firme, con el
cuerpo levemente inclinado hacia atrás, el brazo derecho
levantado, el gesto grave.
Papá se levanta. Todos, con el brazo en alto, gritamos:
—¡¡Fran-co!! ¡¡Fran-co!! ¡¡Fran-co!!...
Una vez llegado a la tribuna, el alcalde le ofrece la medalla
de la ciudad. Le adaptan los micrófonos, se manda callar a la
gente, que aún sigue aclamándolo. Y Franco, nuestro
Caudillo, se dispone a hablar.
—Malagueeeños, camaradas de la Falange... El Estado
español es un Estado social... Así lo definimos cuando estaba
el toro en la plaza, cuando había que perder, cuando
levantábamos nuestras banderas y nuestros pendones y
velábamos las armas en lucha por una España mejor... Y éstas
son las constantes demostraciones, como cuentas de un
rosario, que se van esparciendo por los pueblos y capitales,
porque la inquietud del Estado hace que lleve a sus hombres,
a sus jerarquías, a sus técnicos, a cambiar la suerte y el
porvenir de España...
—¡Qué calor!...
—…Esta realidad española la vemos en cada momento,
pero esta realidad no podría tener lugar ni podríamos
concretar todas estas concepciones si entre nosotros no
existiera esa unidad, la unidad aquella del yugo y de las
flechas, aquella mano apretada, aquel puño que sujetaba las
riendas del caballo bravo de nuestra nación...
Mamá le pregunta a papá si se encuentra bien. Él le dice
que sí, que no sea tan pesada.

318
—...La Falange es necesaria a la vida de España; la
Falange tiene abiertos los brazos a toda España. Pero la
Falange es aquella minoría inaccesible que cuenta con los
hombres que quieren luchar por esa España mejor, los que se
quieren convertir en sus soldados, los que poseen ilusión en
el corazón y el temple en su ánimo para llevar a cabo nuestra
Revolución Nacional...
A Lucía le han entrado ganas de hacer pis.
—No veas tú ahora para salir de aquí —dice mamá
volviendo la cabeza.
—Es que no puedo aguantar más...
Mamá le da la mano y empieza a abrirse paso entre la
gente.
—Perdone, por favor, déjenme pasar, por favor, perdone...
Qué calor tan insoportable... Me está doliendo ya la
cabeza... Por favor, Franco, acaba ya...
—... Mas para resolver todos estos problemas, para llevar
a cabo todas esas ilusiones que en unos y otros rincones de
España se esperaba durante siglos en medio de la miseria, es
necesario que todos trabajemos, es necesario que todos
arrimemos el hombro, es necesario producir. Hoy la renta de
España, repartida entre todos sus hombres, sería una miseria.
Y nosotros queremos que los hombres vivan mejor. Para eso
tenemos que aumentar nuestra renta nacional, y ello sólo se
conseguirá con la producción de nuestros campos, de
nuestras fábricas, con el trabajo de todos los hombres, tanto
obreros como técnicos. Hoy el avance de la ciencia permite
que el hombre, con el mínimo esfuerzo, rinda mucho más y
eleve su nivel de vida. No puede ello hacerse en un día, pero
lo conseguiremos siendo un camino firme si vosotros
mantenéis esa ilusión de unidad, porque a mí me sobra
energía y bríos para dar cima a la empresa...
—¡¡Fran-co!! ¡¡ Fran-co!! ¡¡Fran-co!!...
—Para dar cima a la empresa, repito, bajo la protección
de Dios y lograr aquella España que soñamos todos, la

319
Grande, la Libre, la Inmensa. Y nada más, camaradas y
compatriotas, que devolveros a todos un abrazo estrecho, en
el que van los latidos más grandes de mi corazón. ¡Arriba
España!
—¡Arriba! ¡Fran-co! ¡Fran-co! ¡Fran-co! ¡Fran-co!...
Cara al sol con la camisa nueva / Que tú bordaste en rojo
ayer...
La emoción es arrolladora. Las lágrimas se mezclan con el
sudor, las aclamaciones se suceden... Un camarada de Falange
sube a la tribuna, toma el micrófono, se lo acomoda.
—¡Gloriosos Caídos por Dios y por España! ¡Presente!
¡Viva Franco! ¡Arriba España!

Con tanta aglomeración como había, hemos tardado casi


una hora en llegar a casa. Papá está agotado, apenas si le
quedan fuerzas para desvestirse. Una vez en la cama, entorna
los ojos, respira profundamente. Está pálido. Sus manos se
ven más amarillentas que nunca. Mamá se acerca a él, le
acaricia la frente.
—Luis, no te duermas, cariño, que vamos a comer.
Mientras extiendo el hule en la mesa, Perico y Luichi traen
los cubiertos y los vasos. Lucía coloca las servilletas. Desde
la cocina llegan aromas de chorizo y hierbabuena. Ay, por
Dios, qué hambre.
Mamá acomoda a papá con un almohadón en la espalda,
seguidamente le acerca la bandeja.
—Esto te hará reponer fuerzas, Luis, así que por favor,
intenta comer.
La sintonía de Radio Nacional anuncia el parte. Hoy papá
no tiene necesidad de mandarnos callar porque sólo abrimos
la boca para comer.
—En Chicago, el embajador de España, José Mª de
Areilza, ha afirmado, en un discurso pronunciado durante

320
una comida ofrecida con motivo del centenario de la
Universidad de Loyola, que el fervor religioso ha de ser tan
importante como los avances técnicos en la lucha contra el
comunismo. El señor Areilza, que fue invitado de honor en la
comida, presidida por el Cardenal Strich, Arzobispo de
Chicago, dijo: “El más grave error que cometería el mundo
libre sería aceptar el desafío soviético en el exclusivo terreno
de la tecnología científica y militar o en el de la simple
competencia económica. Ambos aspectos son importantes
para hacer frente al peligro comunista, pero la esencia de la
cultura occidental no es la tecnología, sino la raíz religiosa
de la vida y el respeto a la dignidad del hombre”. Señaló a
continuación, que el credo comunista es, en realidad, un
intento de...
—Toma, Clara, retírame la bandeja, no puedo más...
—Pero si apenas has comido algo, Luis... Anda, intenta
hacer un esfuerzo.
—Sí, para eso estoy yo, para hacer esfuerzos.
—Han comenzado en el Palacio Episcopal de Málaga —
mamá levanta la mano en demanda de atención— los trabajos
canónicos para el proceso de beatificación de diecinueve
religiosos pertenecientes a la orden Salesiana, sacrificados
por los rojos en el año mil novecientos treinta y seis. Por este
motivo ha llegado el Tribunal Ordinario procedente de
Sevilla...
—¿Qué quiere decir eso? —pregunta Luichi.
—Pues que a estos religiosos que fueron asesinados en la
guerra los van a beatificar.
—Y a nuestro abuelo, ¿por qué no lo beatifican también?
—¡Chist! ¡Callad, callad un momento! —exclama papá.
—Joaquín Blume, campeón de España en seis
modalidades, ha ganado en París el Torneo de las Naciones,
demostrando, además, una...
Papá sonríe levemente.

321
—Vaya, menos mal —dice mamá—, por fin estamos
destacando en deporte.
Y mientras prosiguen las noticias, machacamos los
garbanzos con el tocino y el chorizo, mezclándolo todo con
aceite y vinagre. Miro el hule. Mi plato descansa sobre
Galicia, sobre España. Qué grande es España, qué
importante… No sólo tenemos un Caudillo que ha sido
enviado por Dios sino que además, a partir de ahora, tenemos
diecinueve beatos y al mejor gimnasta del mundo.

322
Capitulo XV

Julio, 1957

Hoy domingo la playa se encuentra hasta los topes de


gente. Gente de baja estofa, como diría tía Eulalia.
En el chiringuito, los hombres beben y discuten de fútbol,
humeando Ideales. Algunos viejos, con sombrero de paja y
camiseta, permanecen sentados jugando a las cartas, mientras
que algunos jóvenes, de bañador ajustado, pasean la playa
alardeando de cuerpo atlético y bronceado. Las madres no se
bañan, permanecen con la falda arremangada, pendientes de
sus niños (y de la sandía, enterrada en la orilla para que se
refresque).
De un tiempo a esta parte he descubierto que me encanta
la poesía. Y no solamente leerla sino también plasmarla. La
escribo para mí. No quiero que nadie sepa de mis aspiraciones
ni de mis frustraciones... Una manera de arrojar los
sentimientos que a veces me desbordan, de dar escape a todo
lo que llevo dentro.
Ahora estoy leyendo Rimas y Leyendas, de Adolfo
Bécquer. Libro que, como otros tantos, he sacado a escondidas
de la biblioteca.

¡Qué hermoso es ver el día


Coronado de fuego levantarse,
Y a su beso de lumbre
Brillar las olas y encenderse el aire!

323
—¡Irenitaaa! ¡Mira lo que hago! —grita Lucía
zambulléndose—. ¿Me has visto, Irenita?
Afirmo con la cabeza. Se fija en un niño que lleva la
cámara de un coche a modo de flotador. Se dirige a él. No
puedo escucharla, pero imagino sus palabras. El niño mueve
la cabeza, se da media vuelta. Pero Lucía no desiste, sigue
insistiendo tras él. Éste la mira, duda, y acaba por entregarle
su salvavidas. Lucía le sonríe. Rápidamente se lo acomoda al
cuerpo y se pone a navegar por la orilla. El niño la sigue
receloso, sin perderla de vista.
Hay que ver lo sucia que está la playa... Por donde quiera
que mire hay colillas, restos de comida, envoltorios, papeles,
botellas... Y es que ésta en nada se parece a los Baños del
Carmen. Ciertamente es otro mundo. Por ahí viene la Guardia
Civil... Los más gallitos, los de bañador ajustado, corren hacia
el agua.
Pobre papá, si supiera que estoy aquí. Si ya de por sí no le
hace gracia que vaya en domingo a la playa... Él piensa que al
haber tanta gente, también por ello ha de haber muchos
tunantes y aprovechados. Y como ya tengo quince años y soy
un guayabo, como él dice, pues prácticamente no me deja ni
pisar la calle si voy sola. Y la culpa de esto la tienen Perico y
Luichi, que en varias ocasiones le han comentado que si me
han seguido, que si se me ha acercado alguno tirándome los
tejos... o también lo de aquel día, cuando estábamos en el cine,
que tuvimos que cambiarnos de asientos porque un tipejo
intentó tocarme. De todas formas, la causa que más ha influido
para que haya adoptado semejante actitud, no ha sido otra que
Josete, mi pretendiente.
Conocí a Josete en una fiesta que organizó el colegio de
Perico y Luichi, con motivo de la despedida de curso. Nada
más llegar nosotros, él se me acercó, ofreciéndome una
naranjada. Con poco interés la acepté, sonriéndole, y le di las
gracias. A partir de ese momento ya no se despegó de mí.

324
Toda la tarde estuvo parloteando (y digo estuvo porque a mi
no me dejaba meter baza). Me contó, entre otras muchas
cosas, que era hijo único, que sus padres eran los dueños de
El Perfume Andaluz, una tienda de regalos que hay en el
centro; y que ellos, sus padres, ya tenían decidido que él
estudiara Derecho, quisiera o no quisiera.
A Josete, lo que de verdad le apasionaba era la música:
cantar, tocar la guitarra, componer..., en definitiva, llegar a ser
un buen cantante de rock. Me estuvo hablando de Larry
Williams, de Chuck Berry, de Richard Little, pero sobre todo
de Elvis Presley, ese nuevo talento que, según dijo, está
revolucionando el mundo de la música moderna. Lo admiraba
una barbaridad. Tenía tal afán en parecerse a él, que hasta se
dejó crecer las patillas y se peinó un tupé. Aunque por poco
tiempo pudo lucir su nuevo estilo, pues, un buen día, su padre
lo agarró por las orejas y le dijo:
«Ahora mismo vas al peluquero, que no puedo verte así,
¡so gamberro!»
Y volvió a ser el mismo Josete de siempre: cabeza rapada,
cejas pobladas, orejas de soplillo...
Después de más de tres horas escuchándolo, me preguntó
si quería oírle cantar Heartbreak Hotel, la canción con la que
Elvis estaba arrasando.
«Bueno, vale —le dije encogiendo los hombros, sin
demasiado entusiasmo.»
Y en sus ojos pardos, más bien tristes, se encendió una luz.
Comenzó dando toques en el suelo con el pie, chasqueando
los dedos, para acto seguido arrancar con una especie de
gañido desquebrajado. Al acabar, continuó con otros temas de
distintos autores. Y así estuvo un buen rato, hasta que ya no
pude más y le dije que se me había hecho tarde y que tenía que
irme. No se dio por vencido. Continuó tras de mí, tarareando,
tocando una guitarra eléctrica invisible. Una vez en la calle,
se dedicó a explicarles a Perico y a Luichi lo que era el rock,
porque advirtió que ellos no tenían ni pajotera idea de música

325
ni de cantantes modernos. Cuando ya creyó haberlos puesto al
día, comenzó a cantarles. De vez en cuando nos veíamos
obligados a detenernos para verle dar unos pasos de rock: sin
moverse del sitio agitaba las rodillas, chasqueaba los dedos, y
seguía el ritmo con la cabeza. A Perico y a Luichi se les veía
ciertamente fastidiados. A ellos lo que de verdad les interesa
es el fútbol, no la música moderna. Por eso mismo, cuando
pasamos ante un kiosco de helados, Luichi le interrumpió:
«Oye, macho, ¿nos invitas a un polo?»
A partir de aquel día, Josete se pasaba las horas muertas
apoyado contra la pared de la acera de enfrente, esperando a
que yo saliera de casa o me asomara al balcón. Incluso estando
yo en la casa grande, él seguía ahí, plantado como un geranio.
Perico dice que a veces le daba tanta pena, que le gritaba:
«¡Eh, Josete! ¡Que hoy no está aquí!»
Pasado un tiempo, le dio por llamar por teléfono. El
número tuvo que dárselo Luichi, aunque él lo niegue. El caso
es que prácticamente llamaba a todas horas. En la casa ya
empezaron a circular comentarios.
«¡Jesús, cuántas llamadas preguntando por Irenita.» —se
quejaba doña Leo.
«A saber qué es lo que te traes entre manos.» —me decía
Flora.
En alguna ocasión, papá se puso al teléfono:
«Tú, Joselito o Josete o como te llames, que seas ésta la
última vez que llamas a mi hija, ¿me has entendido?»
Pero él, que no debió entenderlo o no le dio la gana de
entender, siguió llamando una y otra vez. A mamá, sin
embargo, todo esto le divertía. Es más, yo creo que incluso se
enorgullecía. No había más que oírla hablar con la señora Leo,
con Belita o con Flora:
«Ya está otra vez el teléfono —decía con una sonrisa de
complacencia—, seguro que es el pretendiente de Irenita. Es
que no se cansa, y eso que Luis se ha puesto serio con él, eh,
pues nada, se ve que está bien colado por mi niña...»

326
Una tarde, Josete me pasó una nota. En ella decía que no
dejara de escuchar la radio al día siguiente, a las cinco de la
tarde, porque me había dedicado un disco. Yo me puse
contentísima. No porque a mí me gustara Josete, sino porque
me llenaba de orgullo el hecho de gustarle yo a alguien, y de
que ese alguien, además, me dedicara un disco.
Al mediodía, cuando Flora, Belita y doña Leo trajinaban
en la cocina, mamá, sin despegar la vista de la papa que estaba
pelando, anunció jactanciosa:
«Esta tarde, el pretendiente de Irenita le dedicará un disco
por la radio.»
Al oír esto, Belita exclamó:
«¡Huy, eso no me lo pierdo yo!»
Y la señora Leo:
«Ven acá, chiquilla, dame un beso.»
Flora, pellizcándome la mejilla (y dejándome el tufo de los
boquerones que acababa de limpiar), vitoreó:
«¡Ole, ole tu gracia!»
A las cinco en punto ya estábamos todos en el comedor,
sentados alrededor de la radio. Flora nos repartió unos
cortadillos de hojaldre con cabello de ángel; mamá sirvió unas
tazas con mitad malta y mitad café; la señora Leo sirvió unas
copitas de anís, y papá y don Venancio se fumaron unos
cigarrillos Bisonte.
La única persona que faltaba era Toñi, que estaba en cama
con anginas.
«¡Toñi, Toñi —le grito zarandeándola—, que ya mismo
van a empezar los discos dedicados! ¿Quieres que te deje la
puerta abierta para que puedas escuchar el mío desde aquí?»
Pero Toñi, que ardía en fiebre, levantó su cara roja como
un tomate y me gritó:
«Anda, monina, déjame en paz. ¡Y ciérrame la puerta!»
«¡Irenita, que ya han empezado! —escuchaba mientras
corría de vuelta—. ¡Vamos, que te lo pierdes!»

327
La señora Leo aumentó el volumen de la radio. Todos
guardamos silencio y nos dispusimos a escuchar los discos
dedicados.
«A María González, la madre más buena del mundo, a
petición de su hijo, que desde Ceuta no la olvida. A Carmen,
de su hijo, que desde la cárcel le pide perdón y le dice que la
quiere mucho [...]. Para ellas, y para todas las madres
españolas, Madrecita, de Antonio Machín.»
Madrecita del alma querida, / en mi pecho yo llevo una
flor...
«Para Asun, la novia más guapa y decente, de su novio que
la adora. A Pepi Sánchez, de sus amigas, para que el día de
su boda no se ponga nerviosa cuando le levanten el velo. A
Tina, de su novio, que le pide perdón y le promete ser fiel toda
la vida [...]. Para todo ese ramillete de futuras esposas, La
novia.»
Blanca y radiante va la novia;/ le sigue atrás un novio
amante...
Hasta que por fin:
«A Irene, la chica más guapa, de quien ella sabe.»
Y cuando yo esperaba oír un rock and roll, empezaron a
sonar los acordes de Maruzzella, la canción más oída de este
verano, y la que más me gusta. A la vez del disco, nos pusimos
a cantar:
Ay, qué pena,
Por qué me harás sufrir así.
Ay, mi condena, quien se apiadará de mí.
Yo canto mi tormento de Nápole a Sorrento;
Canto por la mujer que me hace padecer,
La, lará, la lará…
Maruzzella, Maruzzella, tus ojos son de verde mar,
Tus encantos imposibles de olvidar.
Fuerte me late el corazón
Cuando en las olas creo ver tu imagen;
Tú que me diste el sí, y ahora de pena me haces morir.

328
Maruzzella, Maruzzella...
Al finalizar, lamenté que no me gustara nada Josete.
Hubiese sido tan romántico en caso contrario.
Poco después, mamá y las demás mujeres, muy animadas,
se pusieron a contar cómo conocieron a sus respectivos
maridos, al tiempo que papá y don Leoncio comenzaron a
hablar de fútbol y política extranjera. Perico y Luichi se fueron
a dar una vuelta; y Lucía y yo nos fuimos con Marita al kiosco
del señor Eusebio, para que ésta cambiara dos novelas de
Corín Tellado, que ya había leído.
De vuelta a casa, mientras tatareábamos Maruzzella, nos
topamos con Josete. Le di las gracias, diciéndole lo mucho que
me había gustado el detalle que había tenido. Él se acercó a
mi oído, susurrándome:
«Cada vez que oigamos esa canción, cada uno ha de pensar
en el otro, ¿de acuerdo?»
«De acuerdo»—le respondí.
Entonces, se puso a contarle a Marita lo mucho que
deseaba ser un buen cantante de rock, y le preguntó si había
oído hablar de Chuck Berry o de Elvis Presley. Pero Marita,
que lo único que le gusta es la canción española y no entiende
de otra cosa, arrugó el entrecejo, y le dijo:
«¿De qué me estás hablando?»
A Josete se le volvió a encender la lucecita en los ojos y ya
no paró de hablar de música y cantantes modernos.
«Escuchad ésta que me acabo de aprender, a ver que os
parece» —nos dijo una vez que llegamos al portal.
Y como tantas otras veces, empezó a dar ritmo con la punta
del zapato y a chasquear los dedos. Al poco, Marita, alegando
que tenía una cosa que hacer, se subió con Lucía. Yo me qudé
escuchándolo un poco más. (Qué menos, después del bonito
detalle que había tenido conmigo.)
A los tres o cuatro días de esto, se hizo el encontradizo con
Marita y le dio un envoltorio, con la súplica de que me lo

329
entregara de su parte. Marita, al llegar a casa, se dirigió a mi
cuarto y desde la puerta me hizo seña para que saliera.
«Tengo una cosa para ti, ven.»
De camino hacia su habitación, maginé lo que sería: una de
las novelas de Corín Tellado.
«Toma, de parte del niño ése.»
Me quedé sorprendida. Era el primer regalo que recibía de
un enamorado. Y aunque no sentía lo más mínimo por él, eso
no quitaba para que me sintiera más que halagada.
Un frasco de colonia con una lazada azul apareció entre los
coloridos papeles.
«Pobrecillo, ¿verdad? —le digo pegándome el tarro a la
nariz—. Qué detalle ha tenido.»
Y Marita:
«Normal, si está enamorao.»
Ya iba yo a estrujar el papel del envoltorio cuando
descubro una nota: “Que este perfume sobre tu piel sea como
una caricia de mis manos”.
«¡Oooh!» —exclamo con una tonta sonrisa.
Y Marita:
«Éste está enamorao, pero bien enamorao...»
Con la notita y el tarro de colonia, corrí a nuestro cuarto.
«¡Mirad! ¡Mirad!»
Mamá salió a mi encuentro.
«¡Chisss! Que papá está dormido.»
Ante la luz del balcón, mamá aspiró el perfume y leyó la
nota. Al acabar, dijo sonriendo:
«Bendito sea Dios, está perdidamente enamorado.»
A papá, en cambio, se le transformó el gesto cuando, al
despertarse, vio el tarro de colonia y leyó la nota.
«¡Pero bueno, qué demonios se ha creído este niñato!» —
exclamó frunciendo las cejas.
Y esa misma tarde se dirigió al Perfume Andaluz, con
intención de devolverle la colonia al padre de Josete. Yo no sé

330
lo que le diría, el caso es que Josete ha desaparecido como por
arte de magia y ya no lo he vuelto a ver.
Desde aquel momento, noté que papá cambió. Se volvió
reacio a dejarme salir sola, e incluso a ir los domingos a la
playa (máxime hoy, que Perico y Luichi están en un
campamento de verano y no pueden acompañarme). Claro
que, mamá no estaba muy dispuesta a consentir que con este
calor, Lucía y yo, nos quedáramos esta mañana en casa. Pues
menuda es ella cuando se le mete algo en la cabeza.
«Mira, Luis —le dijo—, no me vengas con ñoñerías. Estas
niñas no se van a quedar encerradas en estas cuatro paredes
pudiendo disfrutar hoy de sol y playa. O sea, que van a estar
sus hermanos recorriendo montes y pueblos, y ellas mientras
tanto aburriéndose aquí como una ostra. ¡Vamos, hombre, por
favor!»
«No tienen por qué aburrirse —le contestó papá—, que
salgan, que se vayan a dar una vuelta por el puerto, por el
parque... que estén por ahí hasta la hora del almuerzo.»
Mamá movió la cabeza.
«Qué cabezota eres, Luis. ¿Es que no te das cuenta de que
Irenita ya no es una niña?»
«¡Por eso mismo! —exclamó papá—. ¡Precisamente
porque ya no es una niña es por lo que no me hace gracia que
vaya a la playa en domingo!»
Y así estuvieron entre que sí y entre que no, hasta que al
final dijo papá:
«Está bien, podéis ir. Pero a las dos y media os quiero ver
aquí.»
Mi primera intención al salir de casa era bañarme en la
Malagueta, donde las rocas. Pero por esa manía mía de
investigar en lo prohibido, cambié de rumbo y tomé otro
tranvía: el que me ha traído aquí, a la Misericordia, una playa
cercana a San Andrés, típico barrio de pescadores, y del que
cuenta Asunción que había más rojos durante la guerra que
chinches en la cama de Farruco “el Tuerto”.

331
Qué suerte tienen Perico y Luichi... Ya es el segundo
verano que van al Campamento Vigil de Quiñónez. Y claro,
como ellos no tienen ninguna anomalía que les impida
engrosar las filas de la Falange Española de las J.O.N.S,
enseguida se hicieron Flechas de la O.J.E. Y lo ilusionado que
está Perico, que no habla de otra cosa desde que le dijeron que
ya mismo lo harán Jefe de Centuria. Y si es papá y mamá, para
qué contar... Eso de verlos desfilar por las calles con sus
pantalones cortos, sus camisas azules, sus boinas rojas y sus
botas, pisando enérgicamente la calzada, es que los deja con
la baba en la boca; Dios mío el orgullo que les entra. Como
además desean que Perico se dedique a la carrera militar, pues
mira lo bien que le está viniendo esta experiencia (hmmm...
este olor a espeto y pimientos fritos...). El pasado veinte de
noviembre, aniversario de la muerte de José Antonio Primo de
Rivera, había que verlos desfilar con ese aire marcial que casi
era de película. Mamá se desgañitaba gritando:
«¡Viva la Falange! ¡Vivan los Flechas!»
Después, en el Patio de los Naranjos de la catedral, hicieron
la ofrenda de la corona de laurel y se cantó el Cara al sol.
Tengo que reconocer que Perico y Luichi no sólo son fieles
cumplidores con la Patria sino también con la Iglesia. Desde
Navidad pertenecen a la Congregación de San Estanislao de
Kosca; y además poseen el carné de Cruzado Eucarístico, con
el que se comprometen a hacer apostolado. Y en su afán por
salvar almas, no dejan de realizar su cometido a cualquier
hora. Nos traen locos. A Flora intentan convencerla para que
vaya a misa todos los domingos; a Toñi y Marita, para que se
confiesen por lo menos una vez al mes; a don Venancio, para
que no blasfeme; a la señora Leo, para que se haga de la
Adoración Nocturna; a mamá, para que también se haga; y a
mí, para que sea de comunión diaria. Se han empeñado en que
todos seamos santos. Un día, que ya nos tenían fritos, les
dijimos que nos dejaran en paz de una vez por todas. ¿Y qué
hicieron entonces? Pues nada menos que irse a la calle Camas,

332
que es la calle donde están las mujeres malas, con la intención
de convertirlas en mujeres buenas. Nada más llegar, se
dirigieron a una vieja, que por vieja pensaron que era la jefa,
y se plantaron ante ella, con el carné en la mano.
«¿Qué queréis, niños?» —les preguntó con cierta
curiosidad.
«Hablar con usted.» —dijeron.
«¿Traéis dinero?»
Luichi miró a Perico, sin comprender, y respondió:
«No, ¿para qué?»
La vieja:
«No querréis que os haga un apaño gratis, ¿verdad?»
Perico, que entiende algo más que Luichi, respondió:
«No, claro que no. Pero mire, nosotros venimos a esto...»
Y le mostró el carné.
«¿Qué es eso?» —les preguntó ella encogiendo los ojos.
Y Luichi:
«Pues verá usted, somos Cruzados Eucarísticos y
queremos que se haga de la Adoración Nocturna. ¿Conoce
esta obra?»
La vieja, un tanto exasperada, preguntó:
«Niños, ¿de qué me estáis hablando?»
«De una práctica con la que usted puede obtener el perdón
de Dios y salvar su alma, señora.» —le respondió Perico.
Sin decir palabra, se levantó de la silla y se tiró hacia ellos,
con intención de estrangularlos, gritando:
«¡Venid acá, desgraciaos, venid acá que os voy a enseñar
lo que es una práctica mía!»
Los pobres se quedaron anonadados. Sin embargo no se
dieron por vencidos. Intentaron olvidar el incidente, y
siguieron probando suerte. Ante una puerta desvencijada, se
encontraron con dos mujeres jóvenes que lucían unos
generosos pechos y unas caras pintorreadas. Carné en mano
se acercaron a ellas.

333
«Hola —les dijo Perico—, ¿nos podéis atender un
momento?»
Las muchachas se echaron a reír, una exclamó:
«¡Joder! ¿No os parece que empezáis pronto?»
Luichi, sin tener la menor idea, se echó a reír también,
diciendo:
«¡Qué va! Los hay más pequeños que nosotros que ya están
metidos en esto.»
Una de ellas se echó mano a la frente.
«¡Ozú! A este paso van a venir con pañales.»
Y la otra, preguntó:
«¿Traéis dinero?»
Luichi seguía sin entender:
«No, dinero no —respondió—, llevamos esto.»
Y nuevamente mostró el carné.
«¡Trae pa’cá eso!» —dijo una de ellas arrebatándoselo.
Y como al parecer no sabían leer, estuvieron mirándolo por
un lado y por otro, hasta que una de ellas preguntó:
«¿Qué es esto?»
Luichi, recuperando de nuevo el carné, le respondió:
«Es lo que acredita que somos Cruzados Eucarísticos.»
«Bueno, ¿y qué?»
Perico se encogió de hombros.
Pues eso —aclaró—, que como Cruzados Eucarísticos que
somos, os decimos que os arrepintáis y salvéis vuestras almas,
porque aún estáis a tiempo.»
Según Perico, se pusieron de lo más antipáticas,
empujándoles y gritándoles:
«¡Largo de aquí, mojigatos de mierda!»
Pero ellos, dando trompicones, insistían:
«¡Sólo tendríais que confesar y ya está! ¡Dios os perdona,
os lo juro! ¡Venga, pensadlo!... ¡Si queréis, otro día seguimos
hablando!...»
«¡Que os larguéis de una vez, coño!” —chilló una de ellas
a punto de echarles la mano encima.»

334
Y la otra:
«¡Pero tíos, que nos estáis espantando la clientela!»
En vista de todo aquel jaleo, no tuvieron más remedio que
darse por vencidos, aunque recordando, eso sí, las palabras del
padre Ponce: que la labor de un Cruzado Eucarístico no
siempre es comprendida por los pecadores, pero que cuanto
mayor sea el altruismo y la abnegación de ellos, mayor será
también la recompensa divina que alcanzarán. Y quizás por
eso mismo, antes de abandonar la calle, Perico hizo un último
intento, chillando:
«¡Es que si os morís de repente vais al infierno! ¡Os lo
advierto!»
Entre las risas de algunas compañeras que se habían
acercado a curiosear, las oyeron gritar:
«¡Ada, niños, que os den por culo!»
Y así, tristes y con el ánimo derrotado, me los encontré
cuando iba de camino a la casa grande. Tiempo hacía que no
me reía con tantas ganas como me reí aquella tarde.
Finalmente les aconsejé no comentar nada de todo aquello a
papá, pues seguramente no le iba a hacer la misma gracia que
me había hecho a mí.
A partir de aquel día, sus labores apostólicas se centraron
en las almas de un matrimonio, dueños de una tienda de
ultramarinos (a la que ellos van con frecuencia para comprar
recortes de jamón), los cuales, según las habladurías, no sólo
son ateos y rojos, sino que además se sospecha que son
masones.

***

—¡Josú, señorita! ¡Viene usted achicharrá! Verá su tía


cuando la vea.
—¿Está arriba?

335
—Sí, esta tarde no ha salido nadie. Bueno, sí, al señorito lo
he visto salir hace un rato... ¡Josú, josú, josú!... —repite detrás
mía—. ¡Cómo tiene la espalda, santo cielo!
La casa, como siempre, permanece silenciosa, sombría...
como si a través de sus paredes guardara inconfesables
secretos del pasado. Un murmullo de rezos me guía hacia el
cuarto de estar.
Al aparecer por la puerta, se congela la letanía.
—¡Pero Dios Santo!... ¡Cómo viene! —exclama tía
Eulalia.
—Hija, si has cogido una insolación —señala abuela.
—Mira que lo digo siempre —dice Gertrudis—, hay que
ver la moda tan estúpida que han sacado de ir todas morenas.
Reparto besos, sin apenas rozarlas, porque hasta los labios
los tengo quemados. De camino a mi cuarto, por el corredor,
oigo proseguir la letanía:
—Mater Castísima:
—Ora pro nobis.
—Mater Inviolata:
—Ora pro nobis.
—Mater Intermerata:
—Ora pro nobis...

***

Tío Eduardo, tarareando, y fumándose su habano como de


costumbre, pasea el comedor de un extremo a otro. Tía Eulalia
aún sigue con el postre, y Gertrudis, que ya lo ha terminado
hace rato, se ha puesto a ojear el periódico. Abuela, mientras,
me aplica compresas de vinagre en la espalda.
TÍA EULALIA—. Hay que ver la locura que ha cometido
la niña de Salvador Rojas poniéndose en relaciones con el hijo
de Pepe.
ABUELA—. ¿Qué Pepe?
TÍA EULALIA—. El pescadero.

336
ABUELA—. Ah, ya.
TÍO EDUARDO—. Ese niño, tengo entendido que es un
vivalavirgen de mucho cuidado.
GERTRUDIS—. Pues la niña de Salvador Rojas tampoco
es trigo limpio que se diga. No hay más que ver el descaro con
el que viste, que va provocando como si fuera una...
TÍO EDUARDO—. ¡No digas sandeces! Esa muchacha
para envidia de muchas es bien guapa. Y además vale mucho;
creo que está estudiando... No recuerdo el qué, pero sé que
estudia.
TÍA EULALIA—. A ver, ¿por qué dices que esa niña vale
mucho? ¿Porque estudia, o porque va provocando? No te
entiendo... Una niña que se empecinó en irse nada menos que
a Madrid, que con éste ya son tres los novios que ha tenido y
que rara es la vez que pisa una iglesia... Vamos, y vas a decir
que vale mucho. Ni en pintura la querría yo para un hijo mío...
Y luego eso, el disgusto que le ha dado a sus padres con esta
relación... Ponte tú en el lugar de ellos, ver que tu hija se
compromete nada menos que con un pescadero, ¡vamos, por
Dios, es el colmo! Y que le pase esto precisamente a Salvador
Rojas y a Luchita que son una de las mejores familias de
Málaga, por no decir la mejor; tiene guasa... ¿Te imaginas
cómo se deben de sentir? Porque, después de todas las
ilusiones que se habían hecho cuando la niña conoció en su
puesta de largo a... ¿cómo se llama?... Sí, el hijo de
Echevarría...
TÍO EDUARDO—. Federico.
TÍA EULALIA—. Eso, Federico. Ése sí que era un buen
partido, ingeniero naval e hijo de una familia de rango, muy
católica; y encima, ya sabes tú, forrados de dinero.
TÍO EDUARDO—. Oye, oye, que Pepe no se muere de
hambre, eh, que ya son tres las pescaderías que tiene. Y
además piensa abrir un restaurante en el Palo. O sea, que no
lo pongas tú tan trágico que ya quisieran muchos de los que tú
y yo conocemos tener la cuarta parte de lo que él tiene.

337
GERTRUDIS—. Escuchad, escuchad lo que pone aquí:
«Por una súbdita norteamericana, se presentó denuncia por
pérdida de un reloj de pulsera de oro blanco, con cadena
formada por treinta y ocho diamantes, y valorada en ciento
ochenta mil pesetas. Policía y particulares se dedicaron a la
búsqueda de la alhaja que fue encontrada en el césped, junto
a la piscina del Remo, por el vecino de La Carihuela, Joaquín
Peña, albañil de profesión». ¡Vamos, por favor! ¿Y este caso
merece ser publicado? ¡Ni que el albañil hubiese descubierto
la pólvora! Hizo lo que tenía que hacer, ni más ni menos. Nos
estamos poniendo ya en un plan, que por cualquier tontería...
(se detiene al ver entrar a Felisa). Digo, que por cualquier
tontería que haga la clase obrera se le da una de bombo y
platillo que vamos... Y seguro que éste era rojillo. ¿Que no?
A ver por qué devolvió la pulsera, ¿eh?, porque vale más
quedar de honesto que levantar sospechas. ¡Anda que no son
listillos, para que!
Abuela deja de aplicarme compresas, y se sienta a tomar la
infusión que le ha traído Felisa. Gertrudis sigue a la caza de
noticias.
TÍA EULALIA—. Mira, Eduardo, el hecho de que Pepe
tenga dinero no quiere decir por ello que tenga educación ni
clase. Y por supuesto que tú y yo conocemos a más de uno
que tiene una economía exigua, pero ¿y qué? No por eso dejan
de tener rango, linaje. No compares, por favor. ¿Tú sabes lo
que tendría que hacer Luchita? Encerrar a la niña una buena
temporada en un internado, y tenerla allí hasta que se le pase
de una vez la necedad ésta. Por lo menos es lo que yo haría, te
lo aseguro.
GERTRUDIS—. Fijaos, fijaos en esto: «Se ha hecho
entrega de trescientas viviendas de la O. S. Hogar, en
Carranque». ¡Anda, para que luego se quejen! Te digo que...
TÍA EULALIA—. (Haciendo caso omiso de las viviendas
de Carranque.) No, lo que pasa es que, o se cuida la similitud
de las parejas, o a este paso esto es el acabose. ¿Sabe usted,

338
mamá, de lo que me he enterado ayer en casa de los Sánchez
Bustillo? Pues que el hijo de la cocinera está estudiando
medicina en Granada. ¿Se lo puede creer?
ABUELA—. Mujer, si es estudioso y le gusta esa carrera,
¿por qué no?
TÍA EULALIA—. No, no es eso. Aquí vamos a lo que
vamos, si ya cualquier hijo de obrero se permite ir también a
la universidad, ¿a qué vamos a llegar? ¿A la anarquía? ¿A ser
todos iguales? Eso es un riesgo que puede traer
consecuencias... ¿Es que no lo entiende usted?
TÍO EDUARDO—. ¡Anda que no eres exagerada, para
que! ¡Qué consecuencia ni qué niño muerto!
TÍA EULALIA—. Ay, Eduardo, qué ingenuo eres... ¡Y
apaga bien ese puro, hombre, que siempre lo dejas a medias!...
Mira que la pregunta... pues lo que hablábamos antes, la
mezcla de clases: que el de arriba se case con el de abajo y el
de abajo con el de arriba, y entonces, ¡hala!, a sofisticar la
buena sociedad, a confundirla... ¡Ésa! ¡Ésa es la consecuencia!
GERTRUDIS—. ¡Esto ya es el colmo! Escuchad,
escuchad esto...
TÍO EDUARDO—. Oye, ¿tú piensas leernos todo el
periódico? Porque te advierto que ya lo leí esta mañana.
GERTRUDIS—. «En Alhaurín el Grande, doscientos
cuarenta y tres colonos se convirtieron en propietarios.
Recibieron sus títulos de manos del secretario general del
Crédito Agrícola, que habló después de don Andrés Peralta y
el director de la Caja de Ahorros de Ronda, don Juan de la
Rosa». O sea, que ya las tierras pasan a ser propiedad de esa
gentuza, te digo que no sé a lo que vamos a llegar... Vivir para
ver.
Abuela apura el último sorbo de infusión y se levanta,
diciendo que está cansada y que se va a la cama.
Aprovechando su retirada, me levanto yo también. Damos las
buenas noches (con el ritual beso escurridizo), y nos dirigimos

339
hacia las escaleras. Los pasos de abuela son fatigosos,
ligeramente renqueantes.
—Qué conversaciones más absurdas... —murmura
moviendo la cabeza—. Qué se habrán creído.
Una vez en el dormitorio, se deja caer en el sillón. Cierra
los ojos.
—abuela, que descanses.
—Irenita, si te molestan mucho esas quemaduras y no
puedes dormir, llámame.
—No te preocupes.
Las tres de la madrugada y todavía despierta.
Un avispero de conflictos revolotea por mi mente...
«Encerrar a la niña durante una buena temporada en un
internado»... Las palabras de tía Eulalia no dejan de resonar
en mis oídos.
¿Por qué? ¿Por qué el amor ha de estar sometido a tan
estúpidas reglas sociales? Qué absurdo... ¡Jamás! ¡Nunca
permitiré que nadie le imponga normas a mis sentimientos!
Jesús, qué calor tan aplastante...
Siento la piel como si fuera una hoguera... Ni siquiera un
soplo de aire... Y por si fuera poco, este asqueroso mosquito
dando vueltas...

***
3 de agosto

Vito, necesito hablar contigo... Tengo una cosa muy, pero


que muy importante que decirte: estoy enamorada. No, Vito,
no es de Juan Carlos de Borbón; aquello que yo sentía no era
amor de verdad, eran cosas de niña... Me gustaba porque es
guapo, pero nada más. Esto es distinto, no tiene nada que ver.
Se trata de Jaime. Un muchacho encantador, educado,
simpático, alto, guapísimo... Ay, Vito, no imaginas lo feliz
que soy... Gracias, gracias, Vito. Aunque no todo es perfecto.
Tenemos un dilema: nuestra diferencia social. Sí, ya, una

340
tontería... qué fácil lo ves tú todo desde ahí. Si es que no
solamente es obrero, Vito, es que además es rojo,
¿comprendes?... ¿Para mí? Irrelevante. Pero para mi familia,
inadmisible.
Te imaginas qué pasaría si yo le dijera un día: tía Eulalia,
estoy enamorada. Ella me preguntaría de quién. Y yo
respondería: del hijo de la portera de la casa de al lado, la que,
según vosotros, tuvo que ver en el asesinato de tu padre. ¿Tú
sabes la que se armaría? Lo primero que harían sería meterme
en un internado; lo segundo, meter a Jaime en la cárcel. Qué
horror... Todavía me acuerdo bien de cuando, poco después
de llegar del sanatorio, salí una tarde con tía Eulalia, y al pasar
ante el portal de al lado, respondí al saludo de la señora que se
encontraba en la puerta.
«No vuelvas a saludar a esta mujer. Es más, no vuelvas a
mirarla.» —me dijo.
No entendí su actitud, y le pregunté:
«¿Por qué? ¿Qué ha hecho?»
Acercándose a mi oído, susurró:
«Es una roja.»
Le pregunté:
«¿Los del otro bando?»
«Exactamente —dijo—, los del otro bando.»
Aquella tarde no volvimos a hablar más del tema, pero
unos días después, al salir con abuela, comprobé que ella sí la
saludó. Como si la hubiese pillado en falta, le susurré al oído:
«Abuela, abuela, la has saludado, te he oído.»
Y sonrió, diciendo:
«Ya, ¿y qué?»
Nuevamente estaba hecha un lío. ¿Por qué abuela sí la
saludaba mientras los demás pasaban tan altivos, sin ni
siquiera mirarla? Se lo dije. Y entonces, bajando la voz, me
explicó que Tía Eulalia y Gertrudis sospechan que el marido
de María (que así es como se llama la portera) tuvo que ver en
el asesinato del padre, ya que era pariente de aquel que ordenó

341
su ejecución. Abuela, sin embargo, no comparte este recelo.
Opina que por tal parentesco, no deberían de haberle atribuido
a aquel hombre un acto tan grave, cuando en vida estaba más
que demostrado lo buena persona que era.
A partir de entonces, cada vez que paso ante María,
acompañada de abuela, la saludo con una sonrisa; y si voy con
Gertrudis o tía Eulalia, miro al frente sin decir nada.
Al poco de esto, fue cuando descubrí a Rocío en la azotea,
y entablamos amistad. Pero, por culpa de tía Eulalia, que me
prohibió tajantemente volver a hablar con ella, no te imaginas
cómo Rocío llegó a aborrecerme. Cada vez que yo pasaba ante
su portal, volvía la cara hacía otro lado, con el gesto altivo,
desdeñoso. Su desprecio llegó a tal extremo, que cada vez que
estaba con su hermano y yo cruzaba ante ellos, se burlaban
descaradamente de mí. Me solidaricé con tía Eulalia y
Gertrudis, mostrándoles el mismo gesto altivo y arrogante de
ellas. Después, con el paso del tiempo, nuestra hostilidad se
fue atenuando. Y si ella me miraba con cierta curiosidad,
Jaime, su hermano, lo hacía con total indiferencia. Así
continuaron más o menos las cosas. Hasta que el año pasado,
me enteré por Felisa que Rocío se había ido a vivir a
Barcelona, con una tía que tiene allí, y que estaba sirviendo en
casa de unos señores muy ricos.
Los cruces entre Jaime y yo siguieron en la misma línea:
indiferencia por parte de él, y antipatía y repulsión por la mía.
La tarde de Navidad, viniendo de camino hacía aquí, me topé
con él por la calle. Me sorprendió su mirada. Quizás... cómo
te diría yo, la encontré más agradable, más risueña, como si
trasmitiera cierta disculpa. Desde entonces, cada vez que yo
pasaba ante su puerta, él me miraba entrecortadamente, como
de soslayo, lejos ya de aquella indiferencia de tiempo atrás.
No obstante, yo seguía aborreciéndolo con toda mi alma.
Pasaron los meses. La noche del Jueves Santo, mientras
mis hermanos y yo, aprisionados entre un tumulto de gente,

342
veíamos pasar las procesiones, alguien me empujó por detrás,
susurrándome al instante:
«Lo siento.»
Volví la cabeza. Era Jaime, sonriéndome, como si
fuésemos dos grandes amigos. Su presencia, tan próxima, me
molestó de tal grado que me abrí paso como pude y me alejé
rápidamente de él.
Desde ese día, Jueves Santo, su mirada de color miel se
desbordaba a mi paso. Yo me sentía irritable, desconcertada.
¿Qué porras le pasa a éste ahora?... Con el paso de los días, y
casi sin darme cuenta, mis sentimientos comenzaron a
cambiar. Probé unas leves sonrisas, correspondiendo a las
suyas, sin que por ello mediara una sola palabra entre los dos.
Y así pasaron unos meses más, en los cuales, sin decirnos
nunca nada, nos habíamos acostumbrado al roce de nuestras
miradas. Prácticamente llegó a convertirse en un mito para mí,
en alguien que formaba una parte esencial de mi vida, pero al
que no podía llegar sino a través de furtivas miradas.
Y empecé a ser presumida.
Cada día me peinaba de manera distinta, me ponía
diferentes diademas, me pintaba los labios en el portal, antes
de salir (con un lápiz Vera que me compré a escondidas); y
allí mismo me ajustaba el cinturón, para así lograr una cintura
de avispa. Al pasar ante él, procuraba andar como las
vampiresas de las películas: la cabeza erguida, pasos cortos,
cimbreando la cintura y mostrando mi sonrisa celeste.
Llegó un momento en que si yo salía a la calle y no lo veía
ante su puerta, la vida, ese día, perdía todo sentido para mí. Y
en las noches, acurrucada bajo las sábanas, mis pensamientos
revoloteaban tan desaforados que ya no sabía si lloraba a
causa de un sentir del que no valía la pena hacerse ilusiones,
o a causa de un dolor muy dulce, de un eterno amar en
silencio.
Un domingo por la tarde, de camino a casa de mis padres,
me detuve ante un escaparate y me quedé contemplando un

343
maniquí que lucía un vestido blanco, de tela perforada, con
amplia falda y mangas a la sisa, como a mí me gusta.
Permanecí un momento suspendida visualizándome con aquel
vestido, con aquellas piernas cobrizas y estilizadas, cuando de
repente...
«Tú no tienes necesidad de ese vestido para estar preciosa.»
—escuché tras de mí.
Me volví, y allí estaba él, sonriéndome, acariciándome con
esa mirada enternecedora.
«Hola.» —susurró.
Me quedé cortada, aturdida, como una tonta. Sentí que me
subía una oleada de calor.
« Hola.» —le respondí con apenas un hilo de voz.
Él musitó:
«Tú eres bonita, te pongas lo que te pongas.»
Sin saber qué decir ni hacia dónde mirar, le sonreí. Mis
dedos, por un instante, juguetearon con la crucecita que me
colgaba del cuello.
«Irene, mírame —requirió tomándome de la barbilla—. Si
supieras la de tiempo que hace que deseo hablar contigo... Y
nunca me atrevo, por temor a tu familia. Quiero pedirte
perdón, Irene... Perdón por lo estúpido y grosero que me he
portado todo este tiempo atrás... También quiero decirte —
prosiguió, casi a trompicones—, que eres muy bonita y que me
gustas mucho.»
Me quedé observándolo. El brillo de sus ojos era tan
espléndido como esas fantásticas imágenes que tantas noches
yo había recreado en mis ensueños.
«Irenita, por favor —insistió—, contéstame. ¿Me
perdonas?»
Atrapada, fascinada por la calidez de su expresión, le
contesté:
«Sí, claro que sí.»
«¡Espera! No te vayas... —me dijo—. ¿De qué tienes
miedo?»

344
«¿Yo? De nada.»
«Entonces, ¿te puedo acompañar?»
Y cuando ya estaba a punto de decir que no, le miré
sonriendo y asentí.
Allí empezó una nueva etapa de mi vida.
A esa hora, algunos jóvenes paseaban la calle de Larios de
un extremo a otro. Junto a mí, Jaime, con su cabello oscuro, su
cuerpo atlético, su sonrisa encantadora... Algunas chicas
endomingadas se lo comían con la mirada.
Hasta entonces, yo nunca me había creído con motivos para
sentirme orgullosa de nada, pero esa tarde los tenía todos.
Jaime me invitó a helados, a naranjadas. Toda la tarde
estuvimos paseando, conversando, riendo de cualquier cosa.
Fue una tarde perfecta, mágica, como sacada de un sueño.
Cuando llegué a casa eran cerca de las nueve. Papá miró el
reloj.
«¿De dónde vienes?»
Y por primera vez le mentí.
«De misa de ocho.»
Varios días después, tras retocarme en el portal, como de
costumbre, salí dispuesta a comerme el mundo. Me sentía
confiada, dichosa, me sentía tan completamente ajena a mi
antiguo ser, que a veces me costaba reconocer a la persona que
me sonreía desde todos los espejos. Era como si el pasado, ese
vendaval que tantas veces me había vapuleado, se hubiera
detenido sin más, como si una calma infinita reinara sobre
todas las cosas. En el portal de al lado, apoyado en el quicio y
fumándose un cigarrillo, estaba Jaime, con su camisa blanca,
las mangas remangadas, resaltando el bronceado de su piel, la
musculatura de sus brazos. Un mechón húmedo pendía por su
frente. Estaba guapísimo. Al pasar ante él, como otras tantas
veces, apenas si crucé una sonrisa y una cómplice mirada. A
una distancia prudencial me alcanzó, y muertos de risa
corrimos a escabullirnos por callejas, por pasajes, por los sitios
menos probables de ser descubiertos.

345
Paseando por el parque, mientras mordisqueábamos un
helado, me fue relatando los inconvenientes que últimamente
le habían acaecido en su trabajo. Se le veía realmente
preocupado. El sólo hecho de pensar que podía perder su
puesto en la fábrica de cerveza, lo consumía sin reparo.
Recuerdo bien aquel primer contacto de sus manos
estrechando las mías. Algo inquieta, me revolví en el banco de
cerámica en el que nos hallábamos sentados, y miré el reloj.
«Es muy tarde, ¿nos vamos?»
Pero no contestó. Me rodeó con sus brazos, musitando:
«Te quiero... te quiero tanto... »
Antes de que me diera cuenta, sus labios ya se habían
fundido a los míos. Entonces cerré los ojos. Caí al vacío. Un
vacío en el que no existía identidad, o pasado.
Tras aquel primer beso, ya no me atreví a mirarlo a los
ojos. Me aparté un poco, me retiré el pelo de la frente y
jugueteé con la pulsera del reloj, hasta que él, tomándome de
la barbilla, me hizo girar la cara salpicándomela de besos.
De un empujón me separé bruscamente. Él se sorprendió.
«¿Te disgusta que te bese?»
Balbucí:
«No, no es eso. Es que... una chica decente debe
conservarse pura, y en este momento yo... ¿No ves que estoy
pecando?»
Pero él no comprendió. Me acarició el cuello y volvió a
besarme en los labios, con mayor dulzura. Ya no hice por
separarme. Tuve la más íntima certeza de que lo que
estábamos sintiendo era amor, el más puro amor, y como tal
no podía ser pecado.
De nuevo cerré los ojos.
Al llegar a la casa grande, un murmullo de rezos me guió
hasta el cuarto de estar. Entré sonriendo, repartiendo besos en
mejillas lacias, empolvadas. Seguidamente, tras una leve
indicación de abuela, tomé asiento y me uní al rezo del rosario,
que acababan de empezar. Me sentía feliz, rebosante de amor,

346
de alegría. Las Avemarías surgían de mi garganta tan cantarina
y jovial, que Gertrudis se me quedó mirando un tanto
extrañada; elevó el labio superior y los hombros, en un querer
decir: ¿te pasa algo?
Terminadas las plegarias, las peticiones, algunas
jaculatorias y la acción de gracia, me levanté y me fui a mi
habitación. Con ese sentimiento maravilloso que me
desbordaba, me dejé caer sobre la cama, con los brazos
oprimidos sobre el pecho, como si intentara detener por
siempre la dicha que se me escapaba. Sentía como si toda la
habitación estuviese bañada por una nueva luz, como si el
universo entero hubiese renacido conmigo.
Entorné los ojos y me escabullí de nuevo al parque, junto a
mi amado. Y allí, con nuestras manos entrelazadas, recité
despacio, muy bajito:

* ¡Oh! Cuánto en la tardanza


Padezco! ¡Cual palpita
mi seno? ¿En que zozobras
mi espíritu vacila?

En todo, en todo te halla


Mi ardor… Tu voz divina
Oigo feliz… Mi boca
Tu suave aliento aspira;

Y el aura que te halaga


Con ala fugitiva,
De tus encanto llena,
Me braza y regocija…

*Donoso Cortés

347
Capítulo XVI

—Entonces, ¿tu padre ya había acordado la boda?


—Sí, hija, sí; ni un palmo levantaba yo del suelo cuando él
ya la tenía pactada. ¿Y quieres saber cómo era el marido que
pretendía encasquetarme? Pues no te exagero, mira, por lo
menos tenía sus cuarenta y cinco o cuarenta y ocho años. Y
yo, ¿sabes los que tenía? Diecisiete. Así que fíjate. Y encima
el pobre era más feo y ceporro que un gorrino con varicela.
Pero eso sí, con más hectáreas de tierra que verrugas tenía en
el cuello. Yo no lo podía ni ver, repelús me daba sólo con
mirarlo. Ah, pero bonito era mi padre para contradecirle en
algo, ¡ya te digo! Tenías que haber visto la paliza que me dio
por haberle dicho que antes que casarme con aquel necio me
tiraba de cabeza a un pozo... Y mi madre, la pobre, llorando
siempre, hipando por todos los rincones... Ella me entendía,
ya lo creo que me entendía, por eso me ayudó a escapar del
pueblo, ¿comprendes? A ella, y sólo a ella, le debo que se
desbaratase aquella boda... Mis primeros comienzos aquí en
la capital no creas que fueron fáciles. Nada más bajar del tren
sentí pánico, ¿sabes? Toda esa cantidad de gente, de luces, de
ruidos... Por un momento tuve deseos de volver a subir al tren
y regresar a mi pueblo. Pero no lo hice. Como una cordera
camino al matadero, comencé a caminar por las calles, en
busca de la dirección que el párroco me había apuntado en un
papel. Al día siguiente, ya estaba yo sirviendo en casa de una
remilgada. No veas tú cómo gastaba en vestidos la gachona.

348
Y en joyas, ni te cuento. Su marido, por el contrario, me
pareció un hombre campechano, dicharachero, no me cayó
mal en un principio. Pero después... ¡Ah, menudo
sinvergüenza resultó el señorito!... Yo es que ya no sabía
cómo atrancar la puerta de mi cuarto cada noche... Hasta que
un día me harté y los mandé a freír espárragos.
»Durante algún tiempo, estuve con unas monjas que me
procuraban comida y cama a cambio de ayudar en la limpieza.
Con ellas permanecí unos tres o cuatro meses. Después,
gracias a una recomendación, entré a servir en casa de otros
señores. Éstos por el contrario resultaron ser unas bellísimas
personas. Les llegué a querer mucho, pero mucho, como si
fueran parte de mi familia. La señora era bruja, pero una bruja
de las de verdad, eh, de las que te dicen: mañana te va a
suceder esto... Oye, y te sucede. Para que te hagas una idea,
una tarde me dijo: Flora, tienes que ir enseguida a ver a tu
madre. Fíjate, fíjate, se me ponen los pelos de punta solo con
recordarlo... Me fui al día siguiente. El señorito me acompañó
a la estación y hasta me dejó sentada en el tren. ¡Qué bueno
era!... Murió hará unos quince o dieciséis años, de la manera
más tonta, ¿sabes? Fue un domingo en la playa... no se le
ocurrió otra cosa que meterse en el agua en plena digestión...
Y allá que se fue el pobre al otro mundo... Bueno, que me
estoy desviando del tema, lo que te estaba diciendo: que
aquella mañana, nada más montar en el tren, me empezó a
golpear el remordimiento de haberme venido a la ciudad y de
haber dejado a mi madre en el pueblo. Cuando llegué ya
estaba muerta. Ésa fue la última puñalada que el destino le
dio: no haberle permitido tener a su hija en los últimos
momentos... Nunca me lo perdonaré... ¡Jesús Bendito! Pues
no voy a terminar llorando... ¡Hala! Ya está bien de tristeza,
que no era precisamente de esto de lo que yo quería hablarte
cuando te he llamado... ¡Jesús!, que me pongo a hablar y se
me va el santo al cielo... Bueno, vamos a ver, ¿te gustaría ir a
la feria vestida de gitana?

349
—¡Claro que sí! ¿Por qué me lo preguntas?
—Ahora lo sabrás, estate tranquila.
Flora limpia el último jurel, y bajo el chorro del agua se
enjuaga las manos.
—Ven conmigo.
Bamboleando su obesidad bajo el vestido de percal
estampado, recorre el pasillo, secándose las manos en el
delantal. Abre la puerta de su habitación. La corriente de aire
juguetea con el visillo de la ventana y la pelona bombilla que
cuelga del techo. Arrima una silla al armario. Se descalza.
Tras arremangarse la falda, se encarama a ella, haciéndola
crepitar. Alcanza una caja, me la entrega. Con sumo cuidado
se baja de la silla. Deshace el nudo, la abre, y saca dos vestidos
de gitana, que sacude enérgicamente.
—¡Oooh! ¡Flora, qué vestidos más preciosos!
—Elige el que más te guste —dice colocándolos sobre la
cama.
Titubeo. Uno es blanco con lunares rojos, y el otro es
blanco con lunares azules. Elijo el rojo. De la misma caja
extrae la pañoleta, unas pulseras, unos pendientes de aro y
varios peinecillos, que deposita junto al vestido elegido.
—¿Dónde porras estará el collar rojo?
Flora se pone a revolver gavetas, a mirar por un lado, por
otro... Y nada, el collar que no aparece. Aproxima de nuevo la
silla al armario y repite la misma operación, hasta alcanzar
una caja más pequeña. Una vez en el suelo, la abre, y
comprueba que sólo hay fruslerías, de cuando sus hijas eran
pequeñas.
—No te preocupes, Flora, si no pasa nada porque vaya sin
collar.
—¡Es que me da coraje, caramba, en algún sitio tiene que
estar!
Se hinca de rodilla. Saca una maleta de debajo de la cama,
y busca y rebusca como si en ello le fuera la vida.

350
—¿Y si Marita o Toñi se quieren poner el vestido, Flora?
A lo mejor no les hace gracia que me lo hayas dejado.
—¿Mis hijas vestirse de gitanas? Hace por lo menos cinco
años que se los hice, y como son tan esaborías sólo se lo han
puesto una vez. Así que mira, para que estén ahí pudriéndose,
más vale que al menos lo disfrutes tú. Bueno, me doy por
vencida... No sé dónde puede estar el puñetero collar... ¡Ufff!,
cada día me cuesta más agacharme...

***

El peinado me lo ha hecho mamá. ¡Y anda que no le ha


costado trabajo! Como se ha empeñado en hacerme un
recogido, y tengo el pelo más bien corto, cuando no se le
escapaba un mechón por un lado se le escapaba por otro. Así
que en vista de eso, ha empezado a ponerme horquillas por
todas partes, hasta que ya papá ha tenido que decirle:
«Hija, por Dios, que va a parecer que lleva puesto un casco
de guerra.»
Luego me ha ido colocando los cuatro peinecillos blancos
y rojos, y los pendientes de aro (que me hacen un poco de
daño). Seguidamente me ha pintado rabillos en los ojos,
carmín en los labios y un poco de color en las mejillas. Y por
último, me ha plantado una flor roja en todo lo alto de la
cabeza.
—Mira, Luis, ¿qué te parece cómo ha quedado?
—A ver... Sí señor, muy guapa. Pero sigo diciendo que
tiene demasiadas horquillas.
—Anda, anda, qué sabrás tú. ¡Niños, venid, que vais a ver
a vuestra hermana!
—¡Hala!... —exclama Luichi asomando por la puerta.
Lucía se acerca, toca los volantes, las pulseras.
—¡Perico! ¿Qué pasa, no sales a ver a tu hermana?
Perico se detiene en la puerta, observándome, con el ceño
fruncido.

351
—Pareces más vieja.
—¡Anda, que tú también, hijo! —le dice mamá—. Vaya
galantería la tuya.
—¿Se puede?
—Adelante, adelante.
—Mira lo que te traigo, Irenita —dice doña Leo sujetando
un clavel blanco—; para que te lo pongas en el pelo, que te va
muy bien con el vestido.
—Muchas gracias, doña Leo.
—Te lo he comprado esta mañana, ¿sabes? Pasaba ante el
puesto de flores que hay en el mercado, y me dije: le voy a
comprar este clavel a la Irenita, para que se lo plante en el pelo
esta noche.
—Démelo, que se lo voy a poner —dice mamá—. A ver,
mírame...
—¡Anda, mira qué guapa está! —exclama doña Leo.
—¿Se puede?
—Adelante, Belita, pasa.
Entra Belita y su marido. (Silbido de don Venancio al
verme.)
—¡Vaya guayabo que estás hecha! Seguro que esta noche
a más de uno lo vas a dejar turulato. A ver, vuélvete que te
vea... —pongo los brazos en jarra, doy una vuelta completa
para que se acampane la falda, y sonrío, manteniendo la
cabeza erguida—. ¡Ole esa gracia!
—Quita, hombre, quita, que no me dejas —dice Belita
empujándole—. Mira, Irenita, te traía este bolsito porque
puede serte útil para llevar un pañuelo, o un lápiz de labios
por si quieres retocarte, o algún dinerillo... ¿Qué te parece?
—¡Belita, es precioso!
—Hala, pues ya es tuyo. Que lo disfrutes, hija.
—¿Se puede?
—¡Pasa, Flora, pasa, que estamos aquí todos!
—¿Qué es esto? ¿Hay reunión de vecinos?
—¡Ja ja ja!

352
—Mira lo que te traigo, Irenita, a ver si te gusta, ábrelo.
—¡Anda!... ¿Lo encontraste por fin?
—¡Qué va! ¿Sabes qué pasó? Que nos hemos acordado que
la última vez que se lo puso Marita se le rompió; así que en
vista de eso te he comprado éste.
—Pero mujer, no tenías que haberte molestado.
—Ay, por Dios, Clara, no seas tan cumplida... Ven, hija,
ven que te lo ponga... Fíjate, ¿a que parece otra? Es que el
collar favorece mucho; le da una gracia al traje.
—Marita y Toñi, ¿es que no se quieren vestir de gitanas?
—le pregunta doña Leo.
—¿Mis hijas vestirse de gitanas? Pues no son esaborías ni
ná, pa qué. Mira que todos los años se lo digo: anda hijas,
haced un pequeño sacrificio, aunque sólo sea por darle gusto
a vuestra madre. Pero ellas, como dos mulas cabezotas, que
no y que no. Así que en vista de que los vestidos se estaban
pudriendo de asco en el armario, llamé a la Irenita y le dije:
Irenita, ¿te gustaría ir a la feria vestida de gitana? Y mira, dio
un grito la chiquilla... como que estoy disfrutando yo más que
ella... Fíjate, fíjate qué graciosa está... ¡Ole tu salero!
—Bueno —dice don Venancio dando unas palmadas—,
vamos a dejar a esta familia que se les va a hacer tarde.
—¿Por qué no os venís con nosotros a la feria? —les
pregunta mamá— Lo pasaríamos la mar de bien todos juntos...
¡Anda, animaros!
Se miran unos a otros.
—¡Sí, por favor, veniros!
—Por mí, sí —dice Flora—. Mis hijas se han ido a un
guateque. Así que les dejo una nota diciendo donde estoy, y
ya está. ¿Vosotras qué decís?
—Que de acuerdo, que yo por mí encantada —responde
doña Leo—. Hace tanto que no piso la feria, que mira, me
apetece un poquito de jolgorio, que queréis que os diga.
—¿Tú que dices, Venancio? —le pregunta Belita a su
marido.

353
—Yo que voy a decir si tú ya lo tienes decidido por mí,
¡como si no te conociera! Qué sí, mujer, que vamos.
—¡Ufff! Menos mal, Venancio —exclama papá—; ya
daba por hecho que tendría que ir yo solo con tantas mujeres.
—Eso jamás, Luis. ¿Qué clase de amigo sería yo si te
dejara solo ante el enemigo?
—¡Ja ja ja!
—¡Vamos, vamos! —exclama Belita empujando a su
marido— Menos cháchara, que hay que arreglarse ya.

***

El Paseo de Martiricos es un hervidero de gente. Papá,


incapaz de meterse en ese barullo, decide entrar en la caseta
de la Peña Malaguista, mientras nosotros damos una vuelta.
Mamá se empeña en acompañarlo, pero papá le dice que no
necesita tener a nadie a su lado como si fuera un bebé.
—Si es que estoy cansada, Luis, y no me apetece andar por
ahí. De verdad, prefiero quedarme y tomar algo fresco.
Papá y mamá entran en la caseta. El resto nos disponemos
a recorrer este mare mágnum de luces y sonidos que es el
recinto ferial.
Al pasar ante un tíovivo, Lucía se detiene, animándonos a
subir. Don Venancio decide que subamos todos. Doña Leo y
Belita, en cambio, resuelven que no están dispuestas a sentarse
en esas raquíticas sillas con las piernas colgando como
longanizas, y se quedan sentadas en un banco, mientras
nosotros nos dirigimos a sacar los tickets.
—¡Esperad! ¡Esperad! —gritan de pronto, levantándose—
¡Que lo hemos pensado mejor!
Flora me guiña un ojo.
—¿Lleváis las bragas limpias? Porque desde ahí arriba,
cuando empecéis a dar vueltas...
—Yo —dice Belita—, ni limpia ni sucia. No llevo.
—¡Ja ja ja!

354
Belita, saca un pañuelo del bolso y se limpia una lágrima
ennegrecida de rimel.
—Que era broma, eh, que sí llevo, y además muy relimpia
y replanchá, ¡ja ja ja!...
La Peña Malaguista está a rebosar. Del techo cuelgan
cantidad de bombillas y farolillos de colores. Las paredes se
encuentran casi cubiertas por carteles de feria y anuncios de
bebidas. Varios sombreros y algunas panderetas, típicas de
verdiales, adornan la zona del mostrador. La orquesta empieza
a tocar un pasodoble, y la gente se apresura hacía la pista. Los
camareros, con las axilas empapadas y las bandejas cargadas,
realizan malabarismos para ir de un lado a otro. Finalmente,
tras sortear un mar de cuerpos, llegamos a la mesa en la que
están todos esperándonos. Belita lanza una mirada furibunda
a su marido. Al momento, su gesto se suaviza.
—Permítanme éste pequeño obsequio, bellas damas —dice
don Venancio, repartiendo con una inclinación de cabeza las
biznagas que acaba de comprar.
Sin acalorarse demasiado, Belita le recrimina el plantón
que les hemos dado. Seguidamente, su atención se centra en
colocarse la flor en el pelo, con la mayor gracia posible.
Con una copa de fino en la mano, las cuatro mujeres no
paran de hablar y reír. A Flora y a doña Leo, ya son cuatro o
cinco las veces que las han sacado a bailar. Al principio (según
me han contado) se resistieron tajantemente, vamos, que no se
veían bailando con un desconocido nada menos que en una
feria. Pero luego, se han ido animando con la manzanilla y se
han dicho que ya bastantes años han estado guardando luto, y
que por darse un bailecito con un caballero educado que sabe
guardar las distancias, no le iban a hacer daño a nadie, ni
tampoco por ello manchar el nombre de sus difuntos maridos.
Así que al principio, muy tímidamente, empezaron con un
pasodoble. Y ahora, en cuanto uno se acerca a la mesa, van
disparadas hacia la pista.
—Señor, ¿me permite usted bailar con la señorita?

355
—Irenita, sal a bailar con este joven.
Un muchacho flaco y repeinado me mira, esperando a que
me levante.
—¡Vamos, Irenita —me achucha Flora—, no seas
esaboría, vete a bailar!
—¡Venga, Venga, levántate, que están tocando un bolero
muy bonito —insiste doña Leo dándome toquecitos en un
brazo.
Me dirijo hacia la pista.
Las manos del muchacho están húmedas. Su cara hace
muecas nerviosas, sus ojos reclaman mi mirada... Intento
como puedo seguir el ritmo, pero no me pongo de acuerdo con
sus pasos... Santo Dios, cualquiera diría que estoy borracha...
Y en la mesa se están hartando de reír a mi costa... Jamás en
mi vida volveré a bailar, lo prometo.
—¿Cómo te llamas?
—Irene.
—Qué nombre más bonito tienes. ¿Quieres saber cómo me
llamo yo?
—Bueno.
—Me llamo Julio. Aunque todos me dicen Juli, ya ves qué
tontería, por no decir una letra más. Eres muy guapa, Irene.
—Gracias.
—Déjate llevar... Así, ¿ves? ¿A que no es tan difícil?
—Pues no.
Juli me oprime un poco. Siento el sudor de su mano en mi
cintura, su aliento cargante en mi cuello.
Por el camino verde / Camino verde / Que va a la ermita/
Desde que tú te fuiste…
Acabada la pieza, me separo de Juli.
—Adiós.
—Espera, Irene, espera...
La gente aplaude al cantante. Según me acerco a la mesa,
observo la mirada recriminatoria de papá.

356
—Eso que has hecho no lo vuelvas a hacer, ¿me oyes? Él
tiene que acompañarte a la mesa.
—Es que yo no quería seguir bailando.
—Pues habérselo dicho. Pero no dejar al pobre muchacho
en mitad de la pista como si fuese un apestado.
—Vente, Irenita —dice don Venanacio alargándome la
mano—, que te voy a dar unas clases de baile —nos dirigimos
a la pista—. Vamos a ver... Este ritmo que están tocando es un
chachachá, ¿de acuerdo? Así que venga, vamos allá. Tú déjate
llevar: uno, dos, dos; uno, dos, dos; uno, dos, dos...
Al volver a la mesa, nos reciben con un aplauso.
—¡Muy bien, Irenita! Ya vas aprendiendo.
—Es que Venancio no sólo es buen profesor de
matemáticas, sino también de baile, ¿a que sí cariño?
La voz del vocalista inunda la caseta con la canción más
oída del momento: Reloj.
Belita se levanta, agarra del brazo a su marido y tira de él.
—Ay, Venancio, ésta sí que no me la pierdo. Venga, vamos
a bailar.
Los que permanecemos sentados, entre sorbo y sorbo de
fino o naranjada, tarareamos a la vez del cantante:
Reloj, detén tu camino / Porque voy a enloquecer./Ella se
irá para siempre / Cuando amanezca otra vez…
—Señor, ¿me permite bailar con su hija?
—Vamos, Irenita, sal a bailar con este joven.
—¡Venga, hija, ve a bailar!
—¿Vamos?
Oleadas de calor recorren mi cuello, mi cara... Siento que
me estoy poniendo estúpidamente roja. Me levanto, me dirijo
hacia la pista.
Bajo el encantamiento de los acordes, Jaime me estrecha
con suavidad, y con exquisita delicadeza toma mi mano. Mi
corazón se llena de extrañas dulzuras.
—Estás tan preciosa... Toda la tarde me la he pasado
buscándote... Cuando pasé delante de esta caseta, he sentido

357
como... no sé, como un presentimiento muy fuerte... Me he
dicho: seguro que está aquí. Era como si una fuerza extraña
me hubiese empujado a entrar.
—Nos están mirando.
—Pues que miren, ¿acaso estamos haciendo algo malo?
—No, pero se mosquean.
—Pues ese trabajo que tienen... ¿Adónde te gustaría que
vayamos mañana?
—Estando contigo, cualquier lugar, Jaime.
—Dios, cuánto te quiero... No puedo soportar estar una
hora sin verte... Eres mi ilusión, Irenita, mi pasión, mi
esperanza posible... Y tengo miedo, ¿sabes? Miedo a que no
seamos capaces de permanecer al margen de los
convencionalismos de tu familia, de que nuestro amor sea
pisoteado, devorado por ellos... Esta mañana me he cruzado
con tu tío... Me impone, es tan altivo, tan... no sé si me
entiendes.
—Te entiendo perfectamente.
—Todo el día me ha dado por pensar en lo mismo: que
puedan separarte de mí, que no podamos vernos nunca
jamás... y eso sí que no lo soportaría.
—Parece que no tengas confianza en mí.
—En ti sí, mi vida, pero no en esa esfera que te rodea.
Demasiado artificial, demasiado prejuiciosa.
La canción acaba.
Aplaudimos, pero no nos movemos del sitio. La orquesta
comienza de nuevo, acompañando al vocalista. Nos
enlazamos, como si fuera ésta la última oportunidad de estar
juntos. Casi rozando nuestras mejillas, nos dejamos envolver
por el bolero, deslizándonos a través de sus compases.
Dicen que la distancia es el olvido, / Pero yo no concibo
esa razón...
En la mesa ya nadie habla; sólo nos vigilan. Me separo un
poco.

358
—No te imaginas el gesto que tiene mi padre... Yo creo
que sospecha algo.
—No lo mires, hazte la tonta.
—Pero si ya lo hago.
—¿Vas a ir mañana a casa de tus tíos?
—Lo intentaré.
—Te estaré esperando.
Guardamos silencio. Papá discute algo con mamá, nos
señalan. Flora y doña Leo se ríen.
—Sí que hemos mejorado después de las clases que te he
dado, ¿eh?
Me separo un poco más de Jaime, y sonrío a don Venancio,
que baila con su mujer.
—Haz lo posible para que podamos salir mañana, por
favor.
—Te lo prometo.
Nos separamos; aplaudimos al cantante. Intento disimular
con un gesto frívolo, como si habláramos de trivialidades...
Me abanico con la mano... La orquesta comienza a tocar de
nuevo. Jaime me rodea con su brazo, me estrecha una mano.
—Desearía salir por esa puerta ahora mismo, contigo... Huir
de esta ciudad, de su gente, de su ridícula intolerancia.
—¿Adónde te gustaría ir?
—A cualquier sitio... Lejos de este país.
—Tan lejos que nadie pudiera encontrarnos jamás...
—¡Eh, Irenita! Que ha dicho papá que vayas ahora mismo.
Rápidamente me separo. Jaime retiene un segundo mi
mano, la besa.
—Adiós mi amor, pensaré en ti constantemente.

***

De regreso a casa me veo envuelta en la mayor reprimenda


de mi vida. Sin embargo, me siento tan feliz esta noche que

359
los reproches y las amenazas de papá no me hieren. Ni
siquiera consiguen arañarme.
—¡Jamás hubiera pensado eso de ti, hija! ¡Pero jamás!...
¡Eres una descarada, una atrevida! Vamos, ponerse a
coquetear con el primero que llega... ¡Y delante de nuestras
narices, además!...Ya sé cómo tengo que actuar contigo de
ahora en adelante... ¡Vamos que si lo sé!... Para que luego me
digas tú, Clara, que si soy demasiado rígido... Y sólo tiene
quince años.
—Que sea la última vez que te comportas así, Irenita. No
me gusta lo que has hecho, eso no está bien, ¿me oyes? Un
tipo que ni siquiera sabemos quién es.
—Yo vi cómo le acariciaba la cara, mamá. Le hizo así...
—¡No me toques, imbécil!
—De buena gana le hubiera partido la cara a ese niñato...
—continúa papá—. ¡No te entiendo, hija, no te entiendo!... O
sea, mucha timidez, mucho sonrojarte cuando te sacan a
bailar, y en cuanto estás en la pista te desinhibes por completo.
Me estás preocupando ¿sabes? Veo cosas en ti que no me
gustan en absoluto.
—Hazte de la Adoración Nocturna, y salvarás tu alma.
—¡Déjame en paz, niño!
—Oye, Irenita.
—Qué quieres tú ahora, Lucía.
—Que si te gusta ese muchacho.
—Chist, calla.

***
8 de septiembre

—Lo he tenido tan complicado para salir que por poco me


quedo en casa. Y es que justo cuando ya estaba para
marcharme, ¡zas!, se pone a llover a cantaros. Ojú, chiquillo,
no veas lo que me ha costado convencer a tía Eulalia. Le dije:

360
mira tía Eulalia, llevo impermeable, paraguas, ¿cómo me voy
a mojar? Y ella, así, muy tiesa: ¡nooo no no no no!
—¡Ja ja ja!
—Y yo, con voz lastimera: por favor, tía Eulalia, es
que no tengo más remedio que acompañar a mamá al
despacho del habilitado. Y ella, erre que erre. Y yo: es que si
mamá va sola, debo quedarme con papá por si necesita algo,
¿no lo entiendes, tía Eulalia? Y de repente, cuando ya creía
perdida las esperanzas... ¡Milagro! Desaparece la lluvia.
—No sabes cómo te quiero.
—Yo a ti más.
—No, yo a ti más.
—Quita, quita, estate quieto... Esos dos viejos nos están
mirando.
—¿Qué van a tomar?
—Hmm... ¿Te apetece un chocolate? Dos chocolates, por
favor.
—¿Quedaste ayer con tus amigos?
—Sí, estuvimos tomando unas tapas, y hablando de
naderías, como siempre.
—¿No lo pasaste bien, entonces?
—Es que... ¿sabes que me pasa con ellos? Que no los
entiendo.
—¿Y eso?
—Pues...no lo sé. Quizá porque nunca he podido compartir
ese conformismo que tienen...Cómo te lo explicaría... Carecen
de la seriedad para tomarse algo en serio, y lo peor es que
nunca se lo tomarán. Lo único que les interesa es el fútbol, el
boxeo... Y a ellas, lo de siempre, la ropa bonita y el pillar un
buen novio. A nadie le importa un bledo procurar una
sociedad mejor, más justa... Les falta sensatez,
responsabilidad... Viven como ciegos, dejándose llevar,
amparándose en cuestiones banales... Se acomodan a lo que
tienen, o mejor dicho, a lo que les dan, que son migajas y poco
más.

361
—Qué bien hablas, Jaime, da gusto escucharte.
—No, Irenita, si yo sólo digo lo que pienso, lo que creo.
¿Quieres que te confiese un secreto?
—Sí, sí, dime.
—Pero no se te ocurra decírselo a nadie... Me buscarías la
ruina.
—Te lo prometo.
—Soy comunista. ¿Sabes por qué? Porque he comprendido
que sin comunismo no existe la igualdad.
—No sé exactamente que es el comunismo.
—El comunismo es la izquierda, es el paralelismo de
clases, la autonomía propia.
—Eso es igual a rojos, ¿verdad?
—¡Chsss! Baja la voz, por favor, que los dos que están en
esa mesa me mosquean. Igual son policías... y como nos
oigan, esta noche dormimos en chirona, te lo digo yo.
—¿Dormir en chirona es dormir en la cárcel?
—Claro.
—¡Qué romántico!
—Los de izquierda somos los rojos, los malditos según
ellos, los perdedores. Ahora bien, una cosa te digo, Irenita: te
juro que estoy dispuesto a luchar como sea con tal de que
algún día remontemos esta mierda de sociedad que tenemos
hoy.
—¡No, por favor, no luches! Te matarían rápido. No ves
que eres...
—¿Y qué? Más vale morir que vivir en una sociedad en la
que unos cuantos disfrutan de todo mientras la mayoría nos
morimos de asco. Fíjate en mí: tengo diecisiete años, estoy
harto de trabajar para que mi familia pueda medio vivir... Y
jamás podré estudiar, porque ni tengo medios económicos ni
por lo que se ve tengo derecho a ello. Y a mí me gustaría
estudiar, Irenita... Es curioso, ¿no? Un obrero, un tío de la
clase baja aspirando a una licenciatura. Vaya locura la mía...
Cuando se supone que la universidad está reservada a

362
personas con clase, con abolengo, con dinero. Me acuerdo del
día en que se me ocurrió comentarle esto a uno de mis jefes,
por si me podía echar una mano. ¿Y sabes lo que me dijo?
Pues esto: ¡Lo que faltaba ya, ir a la universidad! ¡Venga
hombre! Tú dedícate a lo tuyo, que en la viña del Señor tiene
que haber de todo... Ese fue exactamente el consejo que recibí.
No aspirar a nada y mantener la boca cerrada, y por supuesto
seguir con el lomo encorvado.
—Qué hombre más estúpido... qué mala persona.
—¿Pero sabes por qué interesa que el proletario no
estudie? Porque al ignorante se le maneja con más facilidad.
Sólo por eso, Irenita. Así que en vista de que nunca podré
estudiar, lo que hago es leer. Leo mucho, no te lo imaginas.
Cada dos o tres días voy a la librería del señor Julián. ¿Sabes
cuál es? Bueno, es igual, y por tres reales o una peseta me los
alquila. Y menos mal que él me los alquila, porque si no, a
saber de dónde iba yo a sacar el dinero para comprar tantos
libros... Si tuviera la oportunidad de ir a la universidad
estudiaría Derecho. Es lo que más me gusta, vamos, mi sueño.
Poder defender a los trabajadores. Diría: ¡Usted, vamos a ver,
muéstreme el contrato de este señor!... ¿Que no se lo han
hecho? Ah, muy bien, muy bien, pues lo siento amigo, pero
por esto se le va a caer el pelo. Sí, sí, sí, ya lo creo...
—¡Ja ja ja!
—Soy consciente de que esto es un sueño utópico. ¿Por
qué crees si no que asisto de noche a esas clases de
contabilidad? Porque es lo único a lo que puedo aspirar si no
quiero pasarme toda mi vida cargando y descargando barriles
de cervezas. Y te digo una cosa, que a mí el dinero me importa
un bledo; si aspiro a un salario algo más considerable no es
por mí, te lo aseguro, es porque quiero que algún día mi madre
pueda dejar de trabajar y disfrute de lo que nunca ha tenido:
de descanso, por lo pronto. Yo comprendo que quizás a ti te
cueste entender esto, tu nivel es muy distinto al mío... El tuyo
es opulencia, distinción, todas esas cosas.

363
—¿Pero qué estás diciendo? ¿Acaso tú sabes cómo vivo
yo? Entre dos mundos opuestos, Jaime. En uno,
efectivamente, hay opulencia. Y a la hora de comer nunca
falta el pan de Viena, la ternera o la leche fresca, que traen a
diario... Pero, ¿y en el otro, en el de mis padres? Allí la única
leche que se toma es la que mandan los americanos, ésa que
viene en polvo y se hace grumos. Del jamón se compra los
recortes, y en la fábrica de dulces lo mismo, recortes también.
El pescado, o es jurel o es sardina; y la carne cuando la hay, o
es falda o es el despojo del pollo. O sea, que no todo es color
de rosa como tú te crees.
—¿Te das cuenta, Irenita? Aún dentro de una misma
familia ya existe la desigualdad. La clase pudiente y la clase
repudiante. Y esta última, que es la que más abunda, encima
se ve obligada a aparentar lo que no tiene. Por eso te digo que
estamos viviendo en una sociedad tremendamente injusta,
Irenita. El que tiene dinero, porque está envenenado por él, y
el que no lo tiene, porque está envenenado por el hambre. Y
como esto no cambie, cualquier día puede estallar una
revolución, eso te lo aseguro. Y no creas que te lo digo así
porque sí.
—Por nada del mundo quisiera yo una guerra.
—Nadie quiere una guerra, pero... ¿qué quieres? ¿Seguir
agachando la cabeza para que te sigan atizando? No, Irenita,
yo no estoy dispuesto a pasarme toda la vida hecho un
desgraciado, eso te lo aseguro.
—¡Pero estás loco! Enseguida te matarían.
—¡Chsst! No levantes la voz. Cada vez estoy más seguro
de que ésos de ahí son polis.
—Ven, acércate... Tú no te imaginas cómo odia mi familia
a los rojos.
—Sí, claro que me lo imagino. ¿Por qué crees que nos
niegan el saludo? Porque encima culpan a mi padre de la
muerte del suyo, cuando él nada tuvo que ver. Si me lo ha
contado todo mi madre.

364
—¿Ah, sí?
—Pues claro. Lo que pasa es que a mí me importa poco
que me salude o no me salude esa gente postinera, allá ellos
con sus resentimientos.
—A mí me da igual que tú seas... —acércate— rojo,
obrero, o que quieras una revolución. A mí lo único que me
importa eres tú, tal cual eres.
—Conocerte a ti es lo único bueno que me ha pasado en la
vida.
—A mí también.
—¿Sabes lo que me gustaría? Vivir contigo en un mundo
en el que no existieran clases sociales, ni idealismos, ni odios,
ni venganza... Perdona, Irenita, te estoy aburriendo con todo
este tema, ¿verdad?
—Tú jamás me aburres.
—Si supieras cuánto te amo... Para mí tú eres lo único
bueno que existe en el mundo. Por eso tengo miedo, Irenita.
—¿Miedo a qué?
—No sé... A veces me tortura la idea de que algo nos ronda,
como se quisiera acabar con nosotros, con nuestra relación.
—Sí, a mí también me ocurre. Si supieras lo que soñé la
otra noche.
—Cuéntamelo.
—Pues... estábamos los dos en un lugar impreciso, no sé,
algo así como un castillo oscuro, tétrico. Sobre una mesa
difusa había un tablero con el juego de la oca, y tú y yo
jugábamos tirando unos dados muy extraños, rojos, como
gelatinosos. De pronto vemos acercarse una especie de humo
negro, muy espeso, que adquiere la forma de unas manos
enormes, con los dedos así, engarfados... Yo quería correr,
seguirte, pero no podía... las piernas se me doblaban, no me
obedecían... Al final, acabé tirada en el suelo, muerta de
pánico, sintiendo como aquellas horripilantes manos se
aferraban a mi garganta.

365
—Qué horror, pobrecita mía... Siento pánico sólo de
pensar perderte.
—Eso jamás sucederá, mi amor.
—Te quiero tanto…
—Hacer el favor de comportaros con más recato. ¿Me oís?
De lo contrario me veré obligado a pediros que os marchéis.
—¿Con más recato? Este tío aparte de insolente es un
imbécil.
—Por favor, Jaime, vámonos de aquí...
Lentamente caminamos bajo la lluvia, por Acera de la
Marina, cuyo pavimento, argentado por la luz blanca de las
farolas, me produce el efecto de estar en una ciudad de
ensueño, adormecida por el viento negro del mar y el
murmullo del puerto.
Al llegar a la calle Larios, observamos a la gente ir de un
lado a otro, como si esperaran con impaciencia el fin de la
lluvia para ver llegar la procesión de la Virgen de la Victoria,
prevista para esta tarde.
—Este es uno de esos momentos especiales, Irenita... ¿Lo
notas? —¿A qué te refieres?
—Esto, ¿lo ves? La lluvia, el olor a tierra húmeda, la gente
esperando a la Virgen, nuestras manos cogidas... Ese perro
que ladra.
—Sí, te entiendo. Como si el tiempo... hubiera dejado de
correr.
—Cada uno de estos instantes quedaran grabados en
nuestro corazón. Por siempre.
—Jaime, cuánto te quiero... No te imaginas.
—¿Te apetece que vayamos mañana al cine? Nunca hemos
ido.
—Es demasiado arriesgado.
—No podemos estar así toda la vida, Irene. Di que sí, por
favor.
—Hmmm... No.
—Si no dices que sí, te juro que te doy un beso aquí mismo.

366
—¿Quéee? ¿Pero qué haces? ¡Aaah! ¡Ja ja ja! ¡Suéltame!
¡Estás loco!
—¡Vamos, di que sí!
—¡Vale, vale, de acuerdo! Pero sólo con una condición.
—A ver, di.
—Díos mío...
—¿Qué?
—¡Suelta ahora mismo a mi sobrina! ¡Sinvergüenza!
—Yo... yo le explico, señor...
—¡Tú no explicas nada, niñato de mierda! ¡Aquí el único
que va a explicar soy yo, y no precisamente a ti!
—¡Qué bonito! ¡Qué bonito! Una niña como tú... ¡A lo que
has llegado, hija, a lo que has llegado!
—Tía Eulalia, yo... yo no...
—Verá, señor... resulta que Irene y yo nos...
—¡Cállate! ¡Maldita sea! ¡Tú no sabes con quien estás
hablando! Pero lo vas a saber muy pronto, más pronto de lo
que te imaginas... ¡Miserable! ¡Más que miserable!... ¡Y ahora
lárgate de aquí antes de que te rompa la cara!
—¡Jaime! ¡Jaime! ¡No te vayas!
—¡Te quieres callar! ¡Niña, ya está bien!
—¡Estate quieta de una vez, caramba! ¡Es que no ves que
estás llamando la atención!
—¡Te quiero, Jaime!... Te quiero...

***

Me parece estar viendo en este momento a tío Eduardo y


tía Eulalia, revestidos de aquel endiosamiento, de aquella
intolerancia que destruyeron lo más bonito, lo mejor que había
en mi vida.
Aquella noche, la familia en pleno, se reunió en el
despacho a puerta cerrada nada más llegamos a casa. Y a la
vez que abuela y Gertrudis eran informadas de lo sucedido, yo
no dejaba de vomitar, inclinada sobre el retrete. Dos veces

367
tuvo que avisar Felisa que la cena ya estaba servida. Pero era
tal el acaloramiento que se traían entre manos, censurando mi
comportamiento y deliberando qué medidas tomar, que no
veían el momento de dar por terminada la discusión. Cuando
al fin escuché abrirse la puerta, me incorporé de inmediato y
me puse a la expectativa. Quería mirar sin miedo aquellos
rostros que me rodeaban, encontrar en ellos un vestigio de
esperanza, un pequeño asidero donde aferrarme con todas mis
fuerzas. Pero me fue imposible. Tía Eulalia, recta como una
escoba y con esa actitud de orgullo jamás doblegado, habló:
«Jamás creí que llegaría a sentirme tan decepcionada de ti.
Con esto me has demostrado que no estaba equivocada, que
lo que yo siempre he pensado es correcto: tu cabeza no rige
debidamente.»
«¡Por supuesto que no! —gritó Gertrudis encabritada—.
Porque de lo contrario no se comprende tu comportamiento,
hija.»
«¿Sabes cómo has actuado? —me preguntó tío Eduardo
acercándose a mí en dos zancadas— ¡Como una tarambana!
Eso es. ¡Como una tarambana que se va con el primero que
llega! Qué triste, ¿verdad? Qué triste llegar a eso.»
Abuela tomó asiento en la cama, junto a mí, y me escudriñó
con la mirada.
«¿Por qué, Irene? —me preguntó—. ¿Por qué lo has
hecho?»
A punto de echarme a llorar, repuse:
«Pero abuela, si lo único que he hecho ha sido amar, sólo
amar...»
«¡Es el colmo! —exclamó tío Eduardo fuera de sí—. ¡Pero
bueno, niña, qué estupidez dices ahora! ¡Qué has amado! ¿A
quién, eh? ¿A quién? ¡Contesta! ¡A un sinvergüenza! ¿Lo
sabías? ¡Has amado a un sinvergüenza!»
Moví la cabeza, no sé si afirmando o negando, y rompí a
llorar.
Gertrudis se acercó, dándome unos toques en el hombro.

368
«Menos lagrimitas y más recato, eso es lo que tienes que
tener —apuntilló—; que es una vergüenza a lo que habéis
llegado las jóvenes de ahora... No tenéis ningún tipo de pudor
ni respeto a los mayores. Está visto que las buenas costumbres
han desaparecido para dar paso al libertinaje, a la lascivia...
¡Ésos son ahora vuestros estandartes! Lo demás, la moral
cristiana y la decencia, ya no importan, ya se han quedado
obsoletas, ¿verdad? —y se echó mano a la cabeza—. ¡Ay,
Señor, Señor! ¡Qué nos quedará por ver todavía al paso que
vamos!»
Tía Eulalia adelantó un paso, apuntándome con el dedo:
«¿Sabes lo que tú necesitas? Un buen escarmiento. ¡Eso!
Un buen escarmiento para que no vuelvas a caer en las
mismas.»
Aquellas palabras me alarmaron.
«¡No, por favor, tía Eulalia —le supliqué—, a un internado
no me llevéis, os lo ruego, por favor, por favor!... »
Gertrudis elevó la mirada, chasqueó la lengua.
«¡Ay, Dios mío! Pero hija, cómo estás de loca... ¿De qué
internado estás hablando ahora?»
Tía Eulalia, con la mirada fija en un punto, elucubraba:
«Mira que se lo tenía dicho: a esa gente no quiero ni que la
mires, ¡ni que la mires! Pues nada... Y a lo que ha llegado,
Señor, a lo que ha llegado... Ese tipo sabía muy bien lo que
hacía... ¡Ja! Ya lo creo. Menudo sinvergüenza... Y seguro que
la madre estaba al tanto... A saber si no ha sido cosa de ella...
De esta gentuza me lo espero todo, porque con tal de hacer
daño ya no saben qué inventar... ¡Hay que ver, Señor!... Hay
que ver, hay que ver... »
Tío Eduardo añadió, buscándole la mirada:
«Te digo una cosa, Eulalia: este niñato de mierda se va a
enterar de lo que vale un peine. ¡Eso te lo puedo asegurar!»
Al oír aquello me descompuse. ¿Qué irá a hacerle? ¿Lo
denunciará por rojo? ¡Dios mío, lo van a matar!
Y grité, llena de pánico:

369
«¡Por favor, tío Eduardo, no lo denuncies! ¡Te lo ruego, no
lo denuncies!»
Recuerdo perfectamente su gesto. Expeliendo el humo del
puro, me miró como si yo fuese el más nauseabundo de todos
los bichos vivientes, y espetó:
«¡Pero niña, qué tonterías estás diciendo ahora!»
Gertrudis movió la cabeza de un lado a otro, y disparó con
su lengua envenenada:
«Si es que no está bien, siempre lo he dicho: esa
imaginación tan desbordada no es normal.»
Fijamente me quedé observándolos. Se me antojaron unos
perfectos actores representando una esperpéntica comedia.
Tan idiota y tan cómica, que te aseguro, Vito, que a pesar de
todo, tuve que hacer un esfuerzo para no romper a reír.
Entonces apareció Felisa, recordándonos por tercera vez que
la cena se enfriaba.
Nunca antes se me había hecho tan interminable una cena.
Apenas si pude probar bocado. Era como engullir barro.
Una vez en mi dormitorio, metida en la cama, sollocé y
maldecí con un furor jamás sentido. Desde la celda de mi
mundo, tuve la hondísima impresión de que el universo entero
agonizaba conmigo, y de que todo era una oscuridad
aniquilante, desoladora. Nuestro amor, el más bello y noble
que pudiera concebirse entre dos seres humanos, había sido
ensuciado, inmoralizado, corrompido, pisoteado...
El destino se estaba burlando de mí.

***

A la mañana siguiente de aquella fatídica tarde, estando yo


todavía en la cama, abuela entró en mi cuarto. Me incorporé
de inmediato, pasándome la mano por la frente. Me
encontraba mal. No había pegado ojo en toda la noche y me
sentía calenturienta.

370
«Vamos a ver —me dice tomando asiento al borde de la
cama—, ¿qué relación has mantenido con ese muchacho?
Dime la verdad.»
Me encojo de hombros.
«No sé... ¿A qué te refieres?»
Y ella:
«Que si ha habido contacto físico entre tú y él.»
Yo agacho la cabeza, como si buscara algo entre el cuello
del camisón, y le contesto:
«Nos dimos la mano.»
«¿Sólo? —me pregunta arrugando el entrecejo—. Irenita,
mírame, te estoy hablando, contesta, ¿hubo algo más?»
«Un beso.» —respondo.
«¿Sólo uno?» —indaga ella.
Con la mirada gacha, y pellizcando repetidamente la
sábana, me vuelvo a encoger de hombros. No le contesto.
«Irenita —insiste tomándome de la barbilla—, ¿sólo uno?»
Yo ya estaba a punto de echarme a llorar. ¿Cómo decirle la
verdad? ¿Cómo decirle que no hubo uno sino muchísimos?
Tragué saliva con dificultad, y moví la cabeza, negando. Ella
levantó la voz:
«¿Cuántas veces os besasteis?»
Con un nudo en la garganta, le susurro:
«Dos o tres.»
«¿Qué? No te he oído. Repite.»
Y lo repetí más alto.
«¿Cómo fueron esos besos y dónde?»
Me retiré una lágrima, y puse un dedo en mis labios.
«¡Bendito sea Dios, hija, Bendito sea Dios!... —exclama—
. ¿Cómo has podido hacer eso?... ¿Cómo has podido ofender
a Dios Nuestro Señor de esa manera? Has pecado gravemente,
¿lo sabes?»
No contesté. Me tiré sobre la almohada y rompí a llorar
desconsoladamente.

371
«Está bien —me dice palmeándome la espalda— deja de
llorar que con eso no se arregla nada. Anda, levántate y
arréglate que vamos a ir a misa. Y antes vas a confesar.
Vamos, sécate esos ojos. Son las nueve y cuarto; iremos a la
de diez, así que no perdamos más tiempo que se nos hace
tarde.»
A las diez en punto estábamos en la iglesia.
Sólo había una señora delante de mí para confesar. El padre
Berrocal, como tantas otras veces, abrió sus brazos a un
hombre que acababa de llegar. La que ya se había arrodillado
no tuvo más remedio que levantarse y seguir esperando.
Abuela me dio varias recomendaciones (en esa ocasión, más
de las acostumbradas). Seguidamente, se dirigió hacia los
primeros bancos.
Abrí el misal, por la página indicada, y comencé a rebuscar
en mi alma.
¿Has tenido pensamientos, deseos o miradas
deshonestas, y te has deleitado voluntariamente en ellos?
¿Has pecado o deseado pecar con persona soltera, casada o
parienta? ¿Has tenido acciones torpes solo o con otro? ¿Has
faltado con cantares, palabras, o cuentos deshonestos? ¿Has
asistido a baile o espectáculos peligrosos? ¿Has visto o tienes
en tu poder estampas, impresos o escritos deshonestos? ¿Has
jurado? ¿Has blasfemado? ¿Has trabajado en domingo y
fiestas de guardar sin permiso de tu párroco? ¿Le has quitado
la vida a alguien? ¿Te has embriagado? ¿Has creído en
supersticiones o has consultado a los que obran por mal arte,
verbigracia, consultando al demonio, asistiendo a reuniones
de espiritistas?...
Tras leérmelo todo, no encontré pecado alguno en mí. El
beso, como tal, no estaba en la lista de los pecados; y si no
estaba es porque no lo era. Con una sonrisa de alivio, me puse
a recitar para mis adentros:
No me mueve mi Dios, para quererte
El cielo que me tienes prometido…

372
Cuando me arrodillé ante el confesionario, el padre
Berrocal me escudriñó a través de los agujeritos, y antes de
que yo pronunciara el Ave María Purísima, me espetó:
«Niña, súbete los manguitos que se te ven los sobacos.»
Me los estiré hacia arriba cuanto pude, pero como el
vestido que llevaba puesto, en vez de mangas tenía un volante,
la parte de atrás no quedaba tan cubierta. Él insistió:
«Se te sigue viendo...»
Entonces bajé los brazos, que los mantenía apoyados sobre
el atril, y me encogí un poco de hombros, en un intento por
alargar el volante. Más aburrido ya que convencido, reclinó la
cabeza sobre una mano y se dispuso a escucharme.
Le confesé los pecados de siempre, más también el que
abuela me ordenó: haber salido con un muchacho. Al oír esto
último, el padre Berrocal se arrimó un poco más a la celosía.
«¿Qué habéis hecho?» —me pregunta.
¿Y yo qué le iba a decir, Vito? Pues que habíamos paseado,
que habíamos comido helados y chucherías y que habíamos
mantenido numerosas conversaciones.
«¿Y qué más habéis mantenido?» —insiste.
Le digo:
«Amor. Nos hemos amado mucho.»
Él, escudriñándome a través de los agujeritos, me
pregunta:
«¿Cómo os habéis amado, niña?»
Yo de momento no entiendo bien su pregunta. Así que le
respondo:
«Con toda el alma.»
Y él:
«Niña, ¿eres tonta?»
Niego con la cabeza.
«¿No me oyes? —vocea echándome el aliento—. ¿Que si
ha habido tocamientos, besuqueos, conversaciones obscenas?
¡Contesta!»

373
Un poco atemorizada, a pesar de que en el misal no venía
definido lo del beso, le dije que nos habíamos tomado de la
mano y nos habíamos dado besos y abrazos. Al escuchar esto
se revolvió de nuevo en el asiento.
«¿Hubo lengua?»
Aquella pregunta me desorientó por completo, por lo cual
no contesté.
«¡Niña —repite él—, que si hubo lengua!»
Le susurro:
«No entiendo lo que quiere usted decir…»
Nuevamente se revolvió en el asiento, cada vez más
exasperado. Exclamó:
«¡Decididamente eres tonta o te lo haces! Niña, que si
vuestras lenguas se rozaron, ¿lo entiendes ahora? ¡Contesta!»
«Pues creo que sí, padre —le digo—, un poco. Y a veces,
creo que también los dientes.»
Ya no volvió a preguntarme nada; me dijo:
«Tu ofensa a Dios y a la Santísima Virgen ha sido
demasiado grande, hija. Ahora dime: ¿te arrepientes de lo que
has hecho? ¿Te avergüenzas de haber faltado al respeto y al
amor de Nuestro Señor Jesucristo y de haber despreciado Su
santa ley?»
Dudé antes de contestar.
¿Cómo iba a estar arrepentida de haber amado a Jaime y de
haber sido tan feliz? No, decididamente no lo estaba. Pero,
¿cómo decírselo? Si le decía la verdad no me daría la
absolución, y si no me la daba no podía comulgar, y si no
comulgaba, abuela se daría cuenta de mi falta de
arrepentimiento, o peor aún, podría pensar que mis pecados
habían sido tan horribles que el padre Berrocal ni siquiera se
atrevió a darme el perdón. Con un sentimiento angustioso de
estar cometiendo un sacrilegio, afirmé con la cabeza.
«¡No te oigo! —exclamó exasperado, escupiéndome por la
celosía—. ¡Contesta!»

374
Y susurré un sí tan apenas audible, que me lo hizo repetir
por lo menos dos veces. Tras escuchar mi confirmación de
arrepentimiento, continuó:
«Basta que detestes tus culpas, que te pese haberlas
cometido y que desees no tenerlas sobre ti, nuestro Señor, que
es tan bueno contigo, te perdona. Pero fíjate bien, niña: no vale
sólo el firme propósito de no volver a pecar gravemente,
conviene, además, que examines con especial cuidado los
peligros y las ocasiones en las que puedas volver a caer, para
así apartarte de todas esas situaciones proclives de tentación.
Ten siempre presente esta importantísima verdad: el que huye
del peligro de pecar, vive bien. El que se mete en peligro de
pecar, vive mal. No lo olvides. De penitencia vas a rezar el
santo rosario con auténtico y profundo recogimiento. Y
recuerda: tu cuerpo es un santuario, y como tal, le debes
respeto. Puedes ir en paz.»
Me levanté con la sensación de estar revolcándome en el
pecado. Y si antes, cuando me acerqué al confesionario, me
embargaba un sentimiento de seguridad y confianza, al
retirarme, aquel sentimiento se había invertido por completo.
Avancé en la cola de los comulgantes con las manos
enlazadas ante el pecho, los ojos ahítos, y sin asomo de
devoción. En mí sólo había remordimiento y temor. Sobre
todo temor, porque ante mi falta de arrepentimiento estaba
comulgando en pecado. Y comulgar en pecado supone una
grave ofensa a Dios. Más también, porque ante una muerte
repentina me iría derecha a los infiernos.
De regreso a mi banco, con la Sagrada Forma adherida al
paladar, intuí una voz interior acusándome de hereje, de
maldita, de réproba. En actitud piadosa, me coloqué al lado de
abuela, que se hallaba con la cabeza apoyada entre las manos.
Al sentirme, levantó la vista, me sonrió, y se desplazó hacia
un lado, invitándome a que me arrodillara junto a ella. La miré
y sonreí con pena. Qué equivocada estaba conmigo... Seguro
que me creía tan limpia y virtuosa como un ángel, y no sabía

375
que lo que tenía a su lado era una sucia demonia. Me hinqué
de rodillas, me cubrí la cara con las manos y le pedí perdón a
la única que podía entenderme: a la Virgen Bonita. Después,
dejé que mis pensamientos volaran de nuevo hacia Jaime,
hacia mi amor.
Aquella misma tarde, cuando volví de la iglesia, me
encontré fatal. A la mañana siguiente, el médico me
diagnosticó amigdalitis. Sin embargo el dolor de garganta no
era nada en comparación al dolor de mi alma. Y es que me han
hecho mucho daño, Vito, mucho daño…

***

Por todas partes veo su rostro, su franca sonrisa de niño,


sus ojos soñadores, un poco melancólicos; sus manos cálidas,
fuertes, endurecidas por los barriles de cerveza. Analizo cada
detalle de nuestros encuentros: los besos, las caricias, las risas,
las mutuas confesiones, lo que debimos decirnos o debimos
callarnos... Profundizo en cada momento, en cada minuto
pasado... como si todo hubiese sido un increíble sueño. Ahora
todo queda en mi recuerdo como un cántico muy dulce, pero
muy lejano.
Yo, que crecí mirando la vida a través de una abertura, tuve
plena conciencia, al enamorarme, de que se me abría una
puerta que me permitía pasar a una parcela que yo desconocía.
La vida, mi antigua vida, de repente se había transformado: de
ser una monotonía insulsa y agobiante, a una fiesta hecha de
luz y alegría. Todo me parecía de una tonalidad refulgente: las
calles, el cielo, los árboles, los pájaros, la gente, hasta la
familia, hasta yo misma era distinta: me veía más atractiva,
más viva, creo que incluso cojeaba menos... Hoy ya todo me
importa poco. Me da igual que mis mejillas tengan o no tenga
color, o que mi cintura sea de avispa o de hipopótamo... Me
miro al espejo y lo único que veo es una boca desconsolada, a
punto de hacer pucheros; unos ojos sombríos, apagados.

376
He perdido toda alegría por vivir.
Siento el paso del tiempo con aterradora lentitud... Ya nada
brilla como antes... Es una inmensa soledad que me inunda,
que me traspasa, que me abisma en un foso sin fin... Es como
si ya nada tuviera sentido o razón de ser... Como dijo Ralf, el
protagonista de la novela Liliana: «Una vida sin el encanto del
amor, aunque sea en sueños, no es digna de ser vivida».
Hoy domingo, es el primer día que he salido.
Ha sido para ir a misa, con los tíos. Al bajar las escaleras,
el corazón me empezó a latir con inusitada fuerza sólo de
pensar que pudiéramos encontrarnos con Jaime. Al pasar ante
su puerta, bajé los ojos y miré de reojo. No había nadie.
Durante el trayecto seguí buscándolo. ¿Dónde estará? Me
preguntaba con una opresión de angustia. ¿Le habrá pasado
algo? ¿Habrá sido capaz tío Eduardo de denunciarlo? Mil
veces durante la misa he rogado a Dios para que lo proteja,
para que no permita que le ocurra nada malo, para que sea
siempre feliz...
De regreso a casa, me he sentido muy cansada. Las rodillas
me temblaban hasta el punto de hacérseme difícil caminar.
Después de comer, he subido a mi cuarto y me he refugiado
en la cama, encogida como un caracol, con un miedo
indefinido.
*
Llevadme, por piedad, adonde el vértigo
Con la razón me arranque la memoria...
¡Por piedad!... ¡Tengo miedo de quedarme
Con mi dolor a solas!

Llueve a cántaros como de pronto escampa y sale el sol.


Abro el balcón. Aspiro el aire fresco y lívido. Estos días
otoñales siempre me han conmovido, esa cadencia con la que
se desprenden de los árboles las hojas mustias y pajizas, el
aspecto sombrío de las calles, del cielo, o el cadencioso rumor
*
Gustavo Adolfo Bécquer

377
de la lluvia, con esos hilillos que arrancan el polvo de los
cristales.
—¿Qué haces?
—¡Me has asustado!
—¡Ah, eso es que no tienes la conciencia tranquila! —
exclama tía Eulalia, apuntándome con el dedo—. Toma, léete
este libro. Así irás conociendo la Obra de las Marías de los
Sagrarios Calvarios, porque quiero que en el próximo acto que
se celebre, vayas a consagrarte.
—¿Que me voy a consagrar yo?
—Sí, tú, tú, ¿qué pasa?, ¿es que no quieres?
—No sé; es que no conozco esto de las Marías.
—Pues hija, ¿para qué crees que te traigo este libro?, para
que conozcas la obra, que pareces tonta.
Sale de la habitación, entornando la puerta. Sin interés
alguno, ojeo el pequeño y manoseado libro, titulado:

Manual de las Marías de los Sagrarios-Calvarios. Escrito


por Manuel González, Obispo de Palencia, e impreso en 1941.

He escrito este Manual con el solo fin de fijar lo más clara e


intensamente que yo pueda el espíritu de nuestra amada
Obra, que por lo mismo que es muy delicadamente espiritual,
ofrece el peligro de no ser bien entendida o de ser falseada.
Yo quisiera grabar con fuego, a ser posible, en mi corazón y
en el de todas las Marías estas dos palabras: ABANDONO Y
COMPAÑÍA, a fin de que cuanto ellas y yo pensáramos,
habláramos, escribiéramos, sintiéramos e hiciéramos, fuera
exclusivamente dirigido a dar y procurar sabrosa y fiel
compañía al abandono más injusto, más cruel, más
transcendental de todos los abandonos, el del Corazón de
Jesús en sus Sagrarios.
Para eso han nacido las Marías y eso es lo que pretendo
enseñar prácticamente con estas fórmulas comunes de orar
que les propongo.

378
Concédame el Corazón bendito de nuestro abandonado
Dueño, que esos rengloncillos para su gloria escritos, sean la
fórmula de lo que Él quiere que le digan y le pidan sus Marías.
¡Dichoso yo, si, al pasar ellas sus ojos por estas páginas
delante de sus Sagrarios abandonados, tienen que detener su
lectura alguna vez porque las lágrimas de la compasión ante
aquella gran pena les impidan proseguir!...
¡Pero fijaos bien! No deben ser Marías:
1º Las que vistan trajes ceñidos o transparentes o tan
escaso de tela que dejen al descubierto más de media pierna,
contando desde la rodilla al suelo, o más de medio brazo o la
más ligera parte del pecho o espalda, sean de la edad que
sean.
2º Las que sentadas, toman habitualmente la inmodesta
postura de echar una pierna sobre la otra.
3º Las que van tomando el peligroso proceder de reunirse
y pasear solas con personas de otro sexo que no sean padres,
hermanos o maridos.
4º Las que sin necesidad van a playas en las que se bañan
juntos hombres y mujeres, y menos aún si son de las
desdichadas que con el mismo traje de baño tratan y juegan
con ellos.
5º Las que, sin ser forzadas por padres y maridos ¡los hay
tan desgraciados!, frecuentemente asisten a teatros y cines,
sin preocuparse de la moralidad de lo que representen; o a
bailes modernos (agarrados), aunque no sea para tomar
parte de ellos, sino solo para ver y entretenerse, o comer o
tomar el té mientras los demás bailan.
6º Las que se hacen cortar y arreglar el cabello por
peluqueros varones, que si no es moral que las mujeres hagan
ese oficio con los hombres, tampoco debe serlo a la inversa.
¿Que dejarán de entrar muchas o se disminuirá bastante
su número? No lo temo, porque gracias a Dios aún están en
mayoría las mujeres sólidamente piadosas y discretas. Sí y mil
veces sí, más quiero ver a Jesús solo en su Sagrario vacío que

379
a Jesús abochornado en Sagrarios llenos de mujeres
inmodestas y provocadoras. ¿Que las admiten en otras
asociaciones? Entren en buena hora; pero en la nuestra que
es obra de reparación no sólo no se admiten mujeres
inmodestas, sino que no deben admitirse más que las muy
modestas, porque reparación y escándalo no cabe en una
misma alma, y la mujer inmodesta, por muy reparadora que
pretenda ser, es siempre causa de escándalo...

¿Por qué será que siempre me han mostrado la vida como


una continua expiación, como un continuo arrepentirme de
algo? Ahora pretenden que me sienta arrepentida por haber
amado... ¡Qué absurdo! A veces la vida me parece un chiste
macabro, estúpido...
Llevo varios días dándole vueltas a la idea de escapar, de
huir, de liberarme de una vez por todas.
El dinero no sería problema. Vendería la cadena y la
medalla de oro que llevo puesta más los pendientes, que
también son de oro. Con esto creo que Jaime y yo tendríamos
suficiente para comprar dos pasajes de barco que nos lleve a
un lugar donde la gente se limite a estar feliz, y donde uno
pueda arreglárselas medianamente bien con poco dinero.
Sólo hay una cosa capaz de extraerle fuerza a esta idea y
de sumergirme en un mar de dudas: la de no volver a ver a mis
padres y hermanos. Por eso mismo, he pensado escribir
mañana al consultorio sentimental de la radio, para que la
señorita Francis me oriente.

380
Capítulo XVII

Cruzo Puerta Nueva, a través de una oscura llovizna que


cala hasta los huesos. Una sensación de infinita tristeza
estrangula mi capacidad de reflexión ante esta ceremonia, que
en realidad me motiva menos que toda esta broza que
revolotea entre mis pies.
¿Qué quieren que sea una muchacha recatada? Pues seré
recatada. ¿Qué quieren que me consagre como María de los
Sagrarios? Pues me consagro. ¿Que también quieren que sea
monja? Pues me hago monja. Qué más me da, si hasta las
lágrimas parece que me han abandonado.
Llego ante la iglesia de San Juan.
Con una sensación de aletargamiento, subo los peldaños de
la escalinata. Respondo al saludo del mendigo y empujo la
puerta, que chirría levemente. El silencio y la penumbra
ampara el sueño de una vieja, que resuella en el último banco.
Hay muy pocas personas; quizá he llegado demasiado pronto.
Tomo asiento en uno de los bancos de la nave central y cierro
los ojos, deseando entrar en un sueño tan apacible como el de
la vieja que está a mis espaldas. Intento acomodarme
espiritualmente para este acto de ofrecimiento pero me es
imposible. ¿Cómo puede esta alma mía sentirse dispuesta a
seguir la voluntad divina, que es lo que se supone que ha de
mover a toda aspirante a María de los Sagrarios?... Me han
arrebatado lo más bello y noble que tenía, y a cambio... me
imponen ahora esta absurda parafernalia.

381
Hubo un tiempo en el que me sentí tan abnegada, tan
hambrienta de grandes gestas cristianas y con tal obsesión de
martirio, que no me hubiese importado renunciar al mundo y
a la carne, o ser devorada por un león, o abrasada con hierro
candente... Un tiempo en el que las fantasías me empujaban a
vivir, a sobrevivir, a producir destellos de luz en las sombras..
Ahí llegan.
Abuela, con sus pasos lentos, con esa expresión como de
estar suspendida en las alturas, como de estar recibiendo en
sus oídos música celestial. Tía Eulalia, rígida, distinguida, con
su abrigo de paño beige y el velo de blonda desparramado por
los hombros. Y Gertrudis, con ese gesto arisco y desconfiado,
buscándome con la mirada. Ya me ha visto. Con su dedo
índice, encapuchado de esmalte rojo, les indica mi posición.
Me voy hacia la esquina del banco, dejando espacio para que
se acomoden.
Están entrando numerosas mujeres de todas las edades.
Algunas son tan jóvenes como yo. Y casi todas tienen la
misma apariencia de piadosas, de beatas, casi de monjas, diría.
El monaguillo prende las velas del altar mayor. Las luces
de la nave central se encienden simultáneamente. La iglesia es
un ascua de luz (señal de ser un acto muy solemne). Se abre
la puerta de la sacristía. Aparece el sacerdote con casulla
blanca y morada, las manos unidas ante el pecho, la cabeza
inclinada. No lo conozco. Es un hombre mayor, de pelo cano.
Se le aprecia una leve cojera al andar.
Se santigua ante el altar, y todas lo hacemos a su vez. El
coro de las Marías, entre toses secas y narices tapadas,
comienza a cantar.
SACERDOTE—. Ora pro nobis, inmaculáta María Virgo
dolorosíssima.
MARÍAS—. Ut digni efficiámur promissiónibus Cordis
Christi.
SACERDOTE—. Ora pro nobis Sancte Joannes, discípule
fidélis.

382
MARÍAS—. Ut cum María semper stemus juxta
Sacrárium Filii…
SACERDOTE—. Omnípotens sempitérne Deus, qui
Sanctórum tuórum imágines scúlpi aut pingi non réprobas, ut
quóties illas óculis córporis intuémur, toties eórum actus et
santitátem ad imitándum memoriae:óculis meditémur, haec,
quaesumus, numísmata, in honórem et memóriam...
MARÍAS—. Amén.
Con ayuda del monaguillo, el sacerdote asperja con agua
bendita todas las medallas que se hallan en una bandeja.
Mientras, las aspirantes abandonamos los bancos y
comenzamos a formar fila.
SACERDOTE—. Recibe esta insignia de María de los
Sagrarios-Calvarios, para que, acompañando al Corazón
Eucarístico de Jesús en sus abandonos de la tierra, Él te
acompañe con su gracia y con su amor en esta y en la otra
vida.
ASPIRANTE—. Amén.
Terminada la imposición, el sacerdote sube al púlpito.
—Amadísimas hijas; más estragos que la peste bubónica y
que el cólera infligió en la salud de los cuerpos, están
causando en el pudor de la mujer y en la moralidad pública los
excesos verdaderamente execrables de la moda. No exagero
si digo que la moda de vestir tal como hoy impera, tiraniza,
amenaza con universal naufragio al pudor de la mujer. Mal tan
grave no lleva traza de desaparecer, sino de agigantarse más y
más, porque uno de los efectos que produce en sus víctimas es
la obcecación y la rebeldía. Apenas si he podido convencer a
una de las esclavas de la moda de que iba indecorosamente
vestida y de que, por consiguiente, debía enmendarse. Todas
convienen en que los excesos de la moda son malos, y que el
Papa y los obispos hacen bien en reprobarlos; pero ninguna,
casi ninguna, se reconoce rea de esos excesos. ¡Y mientras
dicen esto, tienen que cubrir con el abanico las desnudeces del
pecho, o si están de rodillas en el confesionario, hacer

383
equilibrios heroicos para poder dejar medio cubiertas sus
extremidades! Lo cierto es que hay cristianas y piadosas,
confesando, comulgando, frecuentando el templo y las obras
cristianas de celo y caridad con el mismo traje, el mismo aire,
el mismo descoco con que hace treinta o cuarenta años no se
hubieran atrevido a salir a la calle las... No me atrevo a
concluir la frase, porque me duele en el alma decir ciertas
cosas de hermanas mías en la Fe y en la Comunión. Y ¡claro!,
esto que es reprensible en una cristiana cualquiera, yo no sé
qué nombre tendría en una María...
¡Marías! ¡Marías! Por amor a la sangre divina, tan vilmente
pisoteada por tanta profanación y por tanto escándalo, ¡guerra
a las modas indecorosas, provocativas y frívolas! ¡Trabajad
cuanto podáis a favor de la cruzada de la Modestia Cristiana!
Yo, hijas mías, me llevaría hablando de la necesidad y de las
ventajas de conservar nuestras costumbres cristianas toda la
vida, y creo que no llegaría ni a cansarme ni a agotar el tema.
Las costumbres cristianas son el cristianismo metido en el
tuétano de la vida en todas sus manifestaciones, social, de
familia, individual, etcétera, etcétera. Las costumbres
cristianas son nuestra bendita religión en acción constante,
dirigiendo, influyendo, perfumando, rectificando, orientando
hacia el bien y hacia el cielo la vida de los hombres. Las
costumbres cristianas son los tesoros de la ciencia, sabiduría,
belleza, felicidad, virtud y amor que en su Iglesia nos dejó
Cristo abiertos constantemente a la mirada, al uso, a la utilidad
de todos los hombres, de todos los estados y de todas las
condiciones. ¡Y tenemos los españoles tanta riqueza de esas
costumbres que agradecer a Dios y a nuestros cristianos
abuelos! ¡Pero qué pena!... Parece que ha sonado la hora en el
reloj de muchos cristianos despegados de echar al sepulcro del
olvido esas riquezas de santas costumbres y resucitar las
costumbres paganas. ¡A vosotras, Marías, que habéis de ser
sobre todo cristianas a carta cabal y no a medias o a cuartos,
os confío el honroso encargo de velar por la conservación y la

384
reivindicación de nuestras tradicionales costumbres!...
¡Marías! ¡Marías! ¡Podéis hacer tanto!... No olvidéis estas dos
frases. Una es de Pío IX: “El mundo se salvará por la
reparación”. La otra es del venerable Cardenal Aguirre,
Primado de España: “A las Marías ha confiado el Corazón de
Jesús la reconquista de España”. ¿Os parece mucho? Pero
¿sabéis de lo que es capaz el agradecimiento del Corazón
delicadísimo de Jesús? ¡Y vosotras, oídlo bien, por
misericordia de Él que os ha hecho sus Marías, tenéis derecho
a su agradecimiento! ¿Qué le pediréis en sus Sagrarios
abandonados, que no os lo conceda con creces inesperadas?
¿Qué haréis o trataréis por Él, que no reciba toda la eficacia
de su poder? Marías, ¿os habéis fijado en lo que obliga al
Corazón de Jesús desairado y abandonado vuestro oficio de
resarcidoras y compensadoras de esos desaires y abandonos?
Y ¿habéis pensado en la mirada de gratitud intensa que tendrá
para vosotras la Madre de aquel Hijo cuando os vea llegar a
donde los demás no quieren llegar?... Marías, Marías,
dejadme que os llame venturosas, millones de veces
venturosas, por haber colocado vuestro corazón y vuestra vida
entre esos dos finos y grandes agradecimientos... el del Hijo y
el de la Madre. Dios mío, ¡qué bueno has sido para tus
Marías!...
***

Entre las voces desabridas que entonan el himno de las


Marías, abandonamos la iglesia. En las escalinatas, las Marías
se intercambian sonrisas, besos, consejos y parabienes, al
tiempo que los velos son retirados de las cabezas y soterrados
en los bolsos.
—Enhorabuena, hija.
—Gracias, abuela.
—Ya lo has oído, a partir de ahora tienes una gran
responsabilidad, no lo olvides.
—No, abuela, no lo olvidaré.

385
Tía Eulalia se enlaza a mi brazo.
—Y en ella está la de preservar tu pureza por encima de
todo.
—De ahora en adelante —me dicta Gertrudis— tienes que
predicar con el ejemplo portándote como una cristiana
comprometida, y no como una locatis. ¿Entiendes?
No le contesto; comienzo a bajar las escalinatas,
abriéndome paso entre un grupo de Marías que me sonríen con
ese afecto y camaradería de saberme también una elegida de
Dios, una reparadora, una aliada en la difícil tarea de
reconquistar España.
La lluvia apremia.
En un segundo afloran tantos paraguas de colores, que
desde el pórtico, la calle se me representa como una campiña
cuajada de flores.

***
21 de octubre

Hoy hace un día pésimo: frío, viento y lluvia desde que


amaneció. Y por si fuera poco, se ha ido la luz.
Lucía y yo llevamos dos días en la cama, con gripe. Una
gripe asiática que, según dicen, está atacando a todo el país
desde hace más de un mes. A nuestro lado, en la otra cama, se
encuentra Luichi, amodorrado también por la fiebre. De
momento el que se está librando es Perico (pero seguro que
caerá pronto, ya ha estornudado dos veces). Papá está muy
preocupado. Dice que como él la coja no sale de ella. Y es
lógico que esté inquieto, porque es mucha la gente que
estamos oyendo decir que ha muerto por culpa de este virus.
Ayer, sin ir más lejos, murió el dueño de la tienda de
ultramarinos que hay aquí cerca. Perico, desde que se enteró,
ha entrado en un estado de hermetismo que apenas si se le oye.
Y es que como él se había empeñado en hacerlo de la
Adoración Nocturna, pues claro, ahora se culpa a sí mismo de

386
la condenación de este hombre por no haber insistido más en
su apostolado. También ha muerto una prima de abuela, que
era asmática, más un amigo de tío Eduardo, que padecía del
corazón. En fin, que es un montón de gente la que está
cayendo. Esto parece la guerra.
Nosotros tres estamos haciendo todo lo posible por evitar
que papá se contagie. Para ello, cuando nos vemos en la
necesidad de cruzar su habitación para ir al baño, lo hacemos
a todo correr, cubriéndonos la nariz y la boca con la mano.
Por cierto, ¿cómo habrán podido llegar desde tan lejos
estos virus asiáticos?
Ya está anocheciendo; y aún no ha venido la luz.
Mamá ha bajado a comprar más velas porque don
Venancio ha llegado de la calle diciendo que este apagón,
según se rumorea, puede ir para largo.
Qué recuerdo tengo tan maravilloso de este verano... la
alegría de la feria, Jaime y yo bailando... Cuándo calienta el
sol, aquí en la playa, siento tu cuerpo vibrar cerca de mí...
Me gustan los veranos... ir a la playa, pasear por el puerto,
pasar ante los puestos de helados y de chumbos, observar a los
impúdicos turistas de pantalón corto que lo fotografían todo,
o ese delicioso olor a jazmín que van dejando los biznagueros
a su paso. Me acuerdo de la tarde en que Jaime y yo fuimos al
puerto, a ver la procesión de la Virgen del Carmen. Él llevaba
puesta aquella camisa blanca de popelín que resaltaba su
musculatura, su piel bronceada; el cabello como de costumbre
desordenado. Qué atractivo estaba... Yo estrenaba el vestido
blanco de piqué y el bolsito de plexiglás rojo (que mamá me
compró cuando le tocó las trescientas pesetas en los ciegos).
La noche era preciosa, con una luna espléndida, teñida de
tonalidades cobrizas; el aire mecía vaharadas de mar, de
biznagas... Y allí, subidos en el terrado, Jaime y yo, con
nuestras manos enlazadas, contemplábamos la imagen de la
Virgen surcando las aguas del puerto, entre sirenas de barcos
y el cántico de la salve marinera.

387
Me sentía como la cenicienta del cuento.
Días enteros pasé estudiando los pros y los contras de una
posible huida con Jaime. Al final todo quedó en nada. Nunca
más volví a verlo. Me impedían salir sola; me vigilaban
cuando me asomaba al balcón, cuando subía a la azotea,
cuando escribía, hasta cuando me acercaba al teléfono (y eso
que él ni siquiera tenía teléfono). Me impidieron casi hasta
pensar.
Yo hubiera querido enviarle una carta, pero me veía
impotente, imposibilitada, no sabía cómo hacerla llegar a sus
manos. Empecé a escribirla un montón de veces, diciéndole lo
mucho que le echaba de menos, y que jamás le olvidaría. Pero
sobre todo, le agradecía el haberme hecho vivir los días más
felices de mi vida.
Al finalizarla, siempre acababa rompiéndola.
Fue durante aquellos días, cuando descubrí un nuevo libro
en la biblioteca: Los sufrimientos del joven Werther, de
Wolfhan Goethe. Era un libro manoseado, deteriorado por el
tiempo, que enseguida me atrajo. Quizás porque yo también
me sentía vieja y deteriorada como él, o porque en aquellas
páginas amarillentas se escondía la vida de un joven que,
según leí en la contraportada, sufría la pérdida de un grave
amor. Comencé a leerlo ávidamente, como si mi futuro
dependiera de aquella lectura. Tan identificada me sentí con
el pobre Werther, que una vez acabado el libro me asaltó
brutalmente la idea del suicidio.
Aquella noche, acurrucada entre las sábanas, me encontré
sin freno para detener el terrible pánico que se estaba
apoderando de mí. Pensé: si reacciono de esta forma ante una
historia ficticia, sin duda es que soy una enferma mental. Y en
ese momento las palabras de tía Eulalia y Gertrudis resonaron
en mi cerebro: “Con esto me has demostrado que lo que yo
siempre pensé es correcto: no eres normal... Tu cabeza no rige
debidamente... Si es que no estás bien, siempre lo he dicho:
esa imaginación tan desbordada no es de una persona

388
cuerda...” El corazón me latía desbocado, temblaba, sentía
hormigueos en la cabeza... No pude por menos que levantarme
y correr al cuarto de abuela.
«Pero hija, ¿qué te pasa?» —me preguntó al verme
temblando como un flan ante los pies de su cama.
Yo deseaba exponerle la verdad de lo que me ocurría, para
así recibir alguna respuesta clave o al menos una explicación
capaz de atenuar la sinrazón de mi actitud; eso, sin duda, me
habría hecho bastante bien. Pero pensaba: ¿y si no son
exageraciones? ¿Y si son los síntomas evidentes de una
locura? ¿Cómo decirle entonces que por mi cabeza orbitaba la
idea del suicidio? No, eso no podía hacerlo, pues me exponía
a que nuevamente me ingresaran en un sanatorio, y esta vez
en un psiquiátrico. Por tal motivo, acabé reprimiéndolo todo.
En cuestión de segundos decidí elaborar una burda mentira:
que me dolía el vientre y tenía náuseas.
A la mañana siguiente me encontraba rota, desfallecida,
como si hubiera pasado por una larga y complicada
enfermedad. Ese día me tuvieron a dieta líquida.
Desde entonces me martillean ideas obsesivas. Pienso que
estoy trastornada, que soy una enferma mental y que a la
menor cosa que deje escapar acabaré de por vida enclaustrada
en un psiquiátrico. Y, aunque una y otra vez intento
convencerme de que tales ideas no son más que disparates, no
consigo evitar que el pánico me asalte de improviso. Es una
aprensión, un terror tan intenso el que me acomete que apenas
si consigo controlarme.
Así mismo, cuando abro un libro, temo que el texto, en un
momento dado, esté relacionado con el suicidio o con
cualquier otra forma de perturbación. Y lo mismo me sucede
cuando voy al cine, o cuando leo una nota de sucesos en el
periódico, o cuando escucho algún comentario sobre alguien
que haya caído presa de algún hecho similar. El caso es que
siempre me encuentro como a la expectativa, como temiendo
que en un momento dado me suceda algo.

389
Hace pocos días, durante una conversación que mantenía
una señora con tía Eulalia, me enteré de que un primo de
abuela, catedrático él, se había trastornado de tal manera, que
un día yendo por la calle se quitó la ropa y se quedó en cueros.
¿Y qué me pasó? Pues lo mismo de siempre: que me entró el
pánico. Pensé: si este señor catedrático está tan mal de la
cabeza, yo, que pertenezco a la misma rama familiar, sin duda
debo haber heredado su enfermedad. Y ya casi di por sentado
que terminaría, si no desnudándome en público, sí haciendo
algo similar. Y durante varios días he estado sin dormir,
inapetente, inquieta, atemorizada, dándole vueltas a lo mismo.
He llegado al extremo de tenerle miedo al miedo.

***

Mamá, nada más llegar de la calle, ha encendido las velas.


Luego nos ha dado a cada uno un vaso de leche y un
comprimido para bajarnos la fiebre. Luichi ha vomitado sobre
la cama.
—Pero hijo, ¿por qué no me has llamado para que te traiga
el orinal?
Luichi tose, se retira las lágrimas que le caen por la cara, y
se limpia la boca con el extremo de la sábana, excusándose
por no haberle dado tiempo.
Mamá, con gesto cansino, abandona la habitación para
regresar al poco con sábanas limpias y un pijama.
—Toma, cámbiate.
—Pues dile a las niñas que no me miren... Mamá, ¿me
oyes? ¡Que les digas que no me miren!
—¡Ya está bien, por favor, que me vais a volver loca!...
¡Vamos, niñas, daos media vuelta!... Jesús, vaya día que llevo
entre una cosa y otra...

***

390
Cuando mamá vino a recogerme, tras haberme recuperado
de la amigdalitis, tía Eulalia le aconsejó antes de marcharnos
que vigilara mis pasos. A mamá no le hizo gracia. ¿Quién era
ella para darle consejos? Pero no le dijo nada. Asintió
levemente con la cabeza y comenzó a bajar las escaleras.
Papá, apenas si me hizo un comentario al verme. Seguramente
se lo sugirió mamá, le diría: no le digas nada a la niña cuando
llegue, por favor, que ya bastante ha soportado en la casa
grande. Pero eso sí: no me han dejado salir sola ni a tiros. Y
así ha ido pasando el tiempo, hasta que una mañana, yendo
Perico y yo al habilitado con una nota de papá solicitando un
anticipo, aproveché mi oportunidad.
«Perico —le digo—, te compro un tebeo de Roberto
Alcázar y Pedrín si te quedas aquí mientras yo me acerco un
momento a la portería de Jaime y le entrego esta carta. Pero
una cosa te advierto: esto es un secreto entre tú y yo, ¿de
acuerdo?»
Con el corazón pataleando en mi garganta me dirigí hacia
el portal, rastreando con mil ojos la calle. Una vez en la puerta,
me encontré con María, que estaba fregando el suelo. Nada
más verme, se quedó paralizada, con la bayeta en la mano y el
ceño fruncido. Seguidamente se levantó.
«¿Qué desea, señorita?» —me dice con un tonillo
contrariado, como a la defensiva.
Yo sonreí, algo cortada.
«¿No está Jaime?» —le pregunto.
Ella, como retándome con la mirada, me contesta muy
toscamente:
«No, no está.»
«¿Le importaría darle esto, por favor?» —le digo
alargándole el sobre.
Pero no me lo cogió. Se cruzó de brazos e irguió la cabeza.
Aún me parece estar oyéndola:
«¿No s’anterao, verdad? Pues yo se lo voy a decir, no se
preocupe: su señor tío, después de presentarse aquí en mi casa

391
hecho un basilisco, se ocupó de que echaran a mi hijo del
trabajo. ¿Comprende usté, señorita? Dejó a mi Jaime en la
calle, sin ná, sin ni siquiera poder pagar sus clases de
contabilidad. Y mira que se lo advertí: hijo, por Dios, que te
la estás buscando, que somos demasiao opuestos, que ellos
son gente de postín... Pero él ná, ni caso, él sólo decía: que
estoy enamorao, mamá, ¿es que no te das cuenta? Y yo, pos
claro que me daba cuenta, por eso mismo tenía miedo, porque
sabía que eso no podía acabar bien, como así fue. Usté no se
imagina como estuvo mi Jaime; hundío, completamente
hundío. No comía, no dormía, no pisaba la calle, ni siquiera
hablaba, pobrecito mío... Sólo lloraba... Días después recibió
una carta procedente de Barcelona, en la que le comunicaban
que le habían admitio en una industria textil. Nos quedamos
atónitos. Mi Jaime dijo: pero si yo por allí no he solicitao
ningún puesto de trabajo, ¡qué raro! Hasta que de pronto caí.
Su señor tío, señorita, él fue. Lo planeó to perfectamente para
alejar a mi Jaime, para que no pudiera negarse. Porque fíjese:
no solamente le ofrecían un puesto superior al que
desempeñaba aquí, sino que el sueldo que le daban estaba mu
por encima. Y claro, ¿cómo iba a desaprovechar esa
oportunidad si aquí ya no tenía ná? Po se tuvo que marchar, a
ver qué iba a hacer. Pero, ¿y yo, señorita? ¿Cómo me quedao
yo? Me quedao sola, sin ninguno de mis hijos, sin ná que no
sea trabajar y aguantar los achaques que tengo. Es lo único. Y
menos mal que por lo menos allí está con su hermana. En eso
estoy tranquila, porque en caso de necesidad se tién el uno al
otro. Ayer recibí carta de él, ¿sabe usté? Se ve que está mu
contento, sí, sí. Y es que claro, en una gran capital como es
Barcelona, y estando económicamente mucho más desahogao,
pues ya me dirá usté... Además, dice que ha hecho mu buenas
amistades, que sale mucho, que se lo pasa mu bien y que el
trabajo que tiene le gusta. ¡Huy, usté no sabe! Dice que está
mu bien considerao por los jefes, sí, sí, ya lo creo. Así que to
eso, señorita, que ha vuelto a retomar las clases de

392
contabilidad y que piensa ahorrar para que yo también me
pueda ir allí, a vivir con ellos. Ah, una cosa le voy a decir, con
perdón, señorita: olvídese de mi hijo. Se lo digo pa que usté
no se... ¡Ay, señorita! ¿Qué la pasa? ¡Ay, vaya por Dios!... No
me llore, señorita... Ya, mujer, ya... Venga, hija mía, no llores
más... a ver, a ver esos ojitos que los sequemos... Así, ya está,
¡ea!, ya no se llora más que es usté mu bonita y se le están
poniendo unos ojos más coloraos que los de un besugo. Deme
un abrazo mu grande... Que Dios la bendiga, hija mía...»
Desentendiéndome de Perico, anduve sin rumbo con la
mirada perdida, sin apenas tener noción del tiempo. Cuando
ya la tarde se disolvía, llegaba yo a casa. Papá me acuchilló
con la mirada.
¿Se puede saber dónde has estado? —gritó enfurecido.
No respondí. Entré en el cuarto chico, y me dejé caer sobre
la cama, sintiendo morir mi corazón.
Pocos días después de aquello, mamá decidió buscarse un
empleo.
Sabía que con ello iba a dar que hablar a la familia, pero
no le importó. Su determinación era firme. Y así, al poco,
apareció el anuncio que estaba destinado a ella. Solicitaban
una señora, o señorita, para desempeñar el cargo de
supervisora en la venta domiciliaria de las lavadoras eléctricas
Hoover. Se requería cultura general, buena presencia, don de
gente, seriedad y experiencia en ventas. Esto último era lo
único de lo que ella carecía. Pero ni mucho menos lo
consideró un motivo para echarse atrás. Se dirigió al teléfono,
pidió una cita, y a la hora indicada se presentó, más elegante
que nunca. Yo no sé cómo se las compondría en la entrevista,
el caso es que de sobra la consideraron capacitada para tal
puesto. Aunque el sueldo desde luego no es muy alto, la
comisión que le dan por cada venta lo compensa.
Mi colaboración en las tareas de casa es ahora bien precisa,
con lo cual no he vuelto a la casa grande salvo de visita, o para
comer algún que otro domingo.

393
A veces me gusta acompañar a mamá, sobre todo cuando
tiene que hacer una demostración de lavado. Es habitual que
acudan vecinos y familiares, con la curiosidad de ver cómo
una máquina, por sí sola, puede realizar la tarea más pesada
para la mujer. Y mientras el diabólico artilugio (como las más
viejas llaman a la lavadora) voltea la ropa (por lo regular
bastante sucia a propósito), éstos suelen invitarnos a un café o
un refresco. Por regla general, la conversación gira en torno a
los avances que están habiendo últimamente. Las mujeres
suelen hablar entusiasmadas de la olla exprés, aunque muy
pocas la tienen. Dicen que hay que ver el gustazo que debe dar
poner unos garbanzos al fuego y que en un periquete te lo
encuentres hecho. Los hombres, en cambio, dicen que para
gustazo la maquinilla eléctrica que han sacado para afeitarse,
que eso sí que es un buen invento: que una vez que la
enchufas, sin necesidad de que estés dale que te pego con la
brocha y el jabón, en sólo un momento te deja la cara como el
culito de un bebé. También hablan mucho de coches. Se
comenta que este verano pasado ha salido uno que se llama
SEAT 600, y que todo el mundo está loco por tenerlo; y que
para comprarlo, o se tiene amigos en el régimen o se tienen en
la fábrica, pues de lo contrario hay que apuntarse en una lista
de espera, y a saber cuándo te lo dan.
Según algunas mujeres, todo esto demuestra, sin lugar a
dudas, que cada vez hay más gente capaz de permitirse
semejantes lujos. Y entonces, algunos maridos, sintiéndose
aludidos, saltan:
«¿A costa de qué, eh? De romperse uno los riñones
trabajando doce horas diarias, ¡no te fastidia!...»
Al final, cuando ya mamá está pasando la ropa por el
rodillo, siempre hay alguien que dice:
«Vaya usted a saber qué nos quedará por ver todavía.»
A la que le trae frita el hecho de que cada vez haya más
coches es a Gertrudis. Dice que a este paso se harán los dueños
de las calles, porque, o te arrollarán o no te dejarán espacio

394
para caminar. Y si es con la televisión, para qué decir. Tía
Eulalia piensa que ese aparato diabólico acarreará un
desquiciamiento de la sociedad. Y Gertrudis, que este trasto
era lo único que faltaba para que la gente copie las libertinas
costumbres de los extranjeros. Abuela opina que si al menos
se filtrara lo que viene de afuera y se promulgara eventos y
programas ejemplarizantes para la familia, incluso podría
llegar a ser beneficiosa. Tía Eulalia es rotunda, dice que, ya
sea bueno o malo, lo que es en su casa jamás entrará. El más
comedido es tío Eduardo, que considera que hay que conocer
bien lo que es la televisión para luego opinar.
Yo pienso que tener un televisor debe de ser algo
maravilloso, como disponer de un cine en casa. El otro día le
comenté a Lucía lo fenomenal que debe ser escuchar el parte
a la vez de ir viendo las imágenes; o poder disfrutar de una
película, un partido de fútbol o una corrida de toros sin
necesidad de abonar una entrada. Espero que algún día
podamos tenerla.

***

Desde hace media hora, más o menos, vigilo a papá, que


ardiendo de fiebre lucha contra los virus asiáticos. Mamá ha
ido en busca de una farmacia de guardia.
Qué terrible disgusto...
Y pensar que hace tres días ya dábamos por descontado
que pudiera existir peligro alguno... Mis hermanos y yo nos
habíamos recuperado perfectamente, y a papá no solamente
no se le veía mal sino que además se encontraba mejor que
nunca. Incluso le dio por contar infinidad de chistes y
anécdotas, de cuando estuvo interno en el colegio de los
Jesuitas. Por lo cual, todos estábamos la mar de contentos; y
mamá, que quiso celebrarlo, hizo unas tortitas riquísimas con
almendras, porque para eso habíamos pasado unos días tan
tensos. Pero anteayer, cuando nos levantamos por la mañana

395
y vimos a papá con molestias de estómago, náuseas y algo de
fiebre, nos temimos lo peor. Mamá intentó quitarle
importancia, diciendo:
«No, eso ha debido de ser las gachas, que no le han sentado
bien.»
Aunque papá guardó silencio y no dijo nada, enseguida
intuí que él ya sabía lo que tenía. Y no es que viera en sus ojos
temor alguno, al contrario, más bien reflejaban un sentimiento
de aceptación, o quizás de resignación. Ya estaban Perico,
Luichi y Lucía a punto de salir para el colegio cuando alargó
la mano para que nos acercáramos a su cama.
«¿Sabéis una cosa? Yo he sido una persona con suerte en
esta vida.» —nos dijo.
Perico no entendió, le preguntó:
«¿Por qué?»
Papá sonrió levemente.
«Por teneros a vosotros, por eso.»
Y él, que nunca ha sido excesivamente cariñoso, nos
abrazó fuertemente a cada uno, diciéndonos lo mucho que nos
quería. Horas después, cuando vino tío Javier y diagnosticó la
tan temida enfermedad, yo tuve la sensación de que papá se
hallaba ante un verdugo dispuesto a cumplir su ejecución. A
partir de entonces, la enfermedad ha ido acrecentándose. Los
primeros síntomas se intensificaron de tal manera, que a las
pocas horas ya padecía intensos dolores abdominales y
vómitos por hemorragia esofágica, como dijeron los médicos.
Tres especialistas vinieron a verlo. Se le administró sueros,
inyecciones, trasfusiones de sangre... Ayer tarde, cuando lo
vieron por última vez, no observaron cambio alguno; sin
embargo, al llegar la noche, los dolores y los vómitos
desaparecieron, y con asombro pudimos comprobar cómo
experimentaba una notable mejoría.
«Por fin voy a poder descansar —le dijo a mamá—. Anda,
Clara, apágame la luz, que necesito dormir.»

396
A los pocos minutos se dejó llevar por el dulce sueño,
como si nada hubiera sucedido. Mamá es que no se lo podía
creer.
«¡Será posible, Dios mío!» —decía abrazándonos
emocionada.
Antes de meternos en la cama, rezamos un Padrenuestro y
dimos gracias a Dios. Pero por poco tiempo duró la alegría:
esta mañana, a las siete, mamá me despertó alarmada: papá no
respondía.

***

Anoche, papá no entró en un dulce sueño como creíamos,


sino en un coma hepático. Ya nada puede hacerse. Su estado,
según los médicos, es irreversible.
Perico y Luichi, por indicación de abuela, han ido a la
Parroquia de los Mártires a decirle a don Fabián, el párroco,
que por favor venga a darle la extremaunción.
Hay demasiadas personas en el cuarto... Apenas si tenemos
espacio para movernos. Y además no callan: aconsejan,
opinan, ordenan... Tía Isabel decide llevarse a Lucía a su casa.
Opina que este momento no es adecuado para una niña, y que
le vendrá mejor distraerse y jugar con los primos.
—Clara, quiero que veas esto —le dice tía Eulalia a mamá,
mostrándole un paquete.
Desatado el nudo de la cinta, despliega el envoltorio.
Aparece un ropaje. Es una tela burda, de color pardo, más un
cordón blanco. Tía Eulalia lo extiende con sumo cuidado.
—Es el hábito de San Francisco Javier —dice alisándolo
con la mano—. Me lo han proporcionado las Hermanas de la
Cruz. Ya sabes que ellas vinieron a casa para cuidar a mamá
por las noches hasta que la pobre murió. Y claro, como nos
están tan agradecidas por los donativos que venimos
aportando desde entonces a la comunidad... Toma, tenlo
preparado para cuando pase lo peor, tú ya sabes.

397
Mamá contrae el gesto.
—Toma, cógelo —insiste tía Eulalia.
—¡Por favor, que aún está con vida!
Mamá se da media vuelta, y regresa a la habitación. Tía
Eulalia y Gertrudis se miran confusas, murmuran algo, al
tiempo que empaquetan nuevamente el hábito de San
Francisco.

***

28 de 0ctubre 1957

Observo el cuerpo inerte que yace en la cama. Lo que ya


no es él.
Tía Elvira, abrazándome, me dice que papá por fin ha
descansado, que está en la paz de Dios y que este pensamiento
debe aliviar todo sufrimiento de un católico. Sus palabras no
me convencen. La duda me asalta de nuevo. Mamá, fuera de
sí, solloza abrazada al cuerpo de papá mientras el suero sigue
goteando, ajeno a su inutilidad. Abuela, deshecha en lágrimas,
acoge a Perico y Luichi, que se aprietan a ella. Belita y doña
Leo reparten tazas de tila y palabras de consuelo.
—¿Pero qué os habéis creído que es la vida, niñas?
¿Solamente el trabajo, el paseo, los cines, la playa y la feria
de agosto? No, hijas, no, la vida no es sólo eso, la vida también
es esto que estáis presenciando hoy. Es dolor, enfermedad,
muerte... La vida es un continuo guerrear contra todas las
adversidades que se nos presentan a cada vuelta de la esquina.
¿Me entendéis? Por eso debéis de aprender a dar la cara ante
la realidad, sin remilgos, sin miedo, sin esconder la cabeza
como los avestruces... Eso es lo que tenéis que hacer.
»Si hubierais visto la muerte tan de cerca como la tuve que
ver yo durante la guerra, otro gallo os cantaría. Por suerte no
sabéis lo que es sentir el terror a flor de piel cuando las bombas
silban sobre tu cabeza. Ni lo que es ver tantos cuerpos hechos

398
trizas, tantos aullidos de dolor, tanta miseria... Yo tuve que
enterrar a un hermano con dieciocho años, después de haber
visto cómo le amputaban un brazo y una pierna; presenciar
espantada el asesinato de mi abuelo... Y a vosotras os
impresiona esto... ¡Válgame el cielo! No tenéis ni idea de lo
que es sufrir, hijas; a Dios gracias, claro. Nosotros, los que
vivimos la guerra, pronto nos podíamos haber permitido el
lujo de lloriquear por miedo a los espíritus... Tuvimos que
aprender a tragarnos las lágrimas, a soportar el dolor, el
hambre, el miedo... Estábamos inmersos en un mundo
demasiado dolorido, demasiado cruel. Pero como decía mi tío
Antonio: ¡a levantarse y a empezar de nuevo!... Y aquí me
tenéis, hijas, trabajando, luchando, intentando olvidar,
viviendo sólo para vosotras... Que os conste que por nada del
mundo quisiera yo que conocierais ese horror, pero sí quiero
que lo sepáis, para que valoréis el privilegio que tenéis de vivir
en paz.
—¡Ay, mami! —exclama Rosina abrazando el voluminoso
cuerpo de su madre—, ya me gustaría a mí ser tan valiente y
tan guapa como eres tú.
Flora sonríe, le acaricia la cara.
—Eres más cumplía que un luto, hija.
—En cierta forma —dice Marita pensativa— casi puede
decirse que es una ventaja pasar por todas esas experiencias...
Una buena manera de hacerte fuerte y gallarda... ¿O no es así,
mami?
Flora mueve la cabeza.
—¡No, si encima va a resultar que he tenido suerte, hay que
fastidiarse!
Marita y Rosina se echan a reír.
—Perdona, Irenita —me dice Flora.
Le hago un gesto, como restándole importancia, y sigo
girando en mi dedo la sortija que me regaló tía Eulalia, ésa
que siempre llevó su hermana Isabela.

399
—Ya están ahí los de la funeraria. ¡Espera, Irenita!, no
salgas todavía.
—Pero… tengo que...
—No, quédate aquí, escúchame. Eres la mayor y tienes que
ser fuerte para ayudar a mamá. Ella te necesita, Irene. Ahora
se va a encontrar muy sola, va a tener que afrontar muchas
dificultades... Y el que te vea a ti con ánimo y entereza le va
hacer mucho bien. ¿Comprendes, hija?
La cama ha desaparecido. En su lugar se halla el ataúd,
mostrando un cadáver disfrazado de fraile. Pobre papá... Sin
posibilidad alguna de oponerse a este absurdo carnaval, a esta
ridícula parafernalia.
La habitación es todo un poema fúnebre: mamá, con la
cabeza hundida entre las manos, llorando calladamente;
Luichi y Perico sentados en el suelo, con la mirada extraviada;
y abuela rezando, adorando la muerte de papá...
La noche empieza a cubrir de luto las calles.
Luichi, Perico y yo, aturdidos por el hedor de los cirios y
los rezos permanentes del rosario, guardamos silencio
mientras, sin interés alguno, observamos las idas y venidas de
varias visitas. Escuchamos. Es todo cuanto podemos hacer.
—Con lo que había mejorado últimamente... Esta maldita
gripe está haciendo más estragos que la peste.
—¿Te has enterado que ha muerto Pepe de la Cruz?
—¡No me digas! Pero si no hace nada que lo vi un domingo
en misa de una... ¡Bendito sea Dios!... ¿Y de qué ha sido?
—Pues de que va a ser, de esta gripe asiática, que bien
podía haberse quedado con los chinos.
—¡Jesús, Jesús! Pobre Pepe... con lo buena persona que
era, de las que ya no quedan... Me has dejado helada, hija,
helada.
—Y Rosita, la dueña de la quincalla de la calle Especería,
también ha muerto de lo mismo. Y tenía siete hijos... Fíjate el
panorama que se le presenta ahora al marido.

400
—¡Qué barbaridad! Así está una, que no hace más que
observarse... ¡Ejmm! ¿Ves este carraspeo que tengo desde
hace unos días? Pues ya me tiene preocupada, que quieres que
te diga...
—Pues que lo peor es obsesionarse.
—Ya, si lo sé, pero...
—Oye, ¿cuántos años tenía Luis?
—Creo que treinta y nueve.
—Ya ves tú, en plena flor de la vida... ¡Qué pena, Señor!
—Y pobre Clara... lo que le queda que pasar para sacar
adelante a sus cuatro hijos... ¡Ay, Señor!
—Si es que no somos nada... Hoy estamos aquí, y antes de
que nos demos cuenta estamos bajo tierra.
—Ya te digo...
Tras los cristales del balcón, en absoluto silencio,
observamos cómo introducen el ataúd en el coche, y cómo se
prepara el cortejo fúnebre, compuesto sólo por hombres.
El cochero sube al pescante, toma la fusta. Los cascos de
los caballos resuenan sobre el asfalto mojado. Varias miradas
se dirigen al cielo. Se abren los paraguas, las gabardinas se
abrochan. La comitiva, siguiendo a la carroza, emprende ya el
camino hacia el cementerio.

401
EPÍLOGO

18 de septiembre 1958

Esta tarde a las siete tomaremos el expreso hacia Madrid.


Mis hermanos estudiarán en el colegio de Huérfanos del
Magisterio. Y la próxima semana, mamá y yo tenemos
concertada una entrevista con el director general. Espero y
confío que, al igual que una vez consiguió la ayuda de un
ministro y la del obispado, consiga en esta ocasión esa plaza
que se me niega por no haber estado nunca escolarizada.
He pasado mucho tiempo ahogándome en pesimismos, en
dudas, en miedos. Una y otra vez me he despreciado a mí
misma por ser incapaz de remontar ese infierno en el que me
hallaba sumida. He llorado, he odiado, he maldecido y hasta
he deseado morir. Fin de la historia.
Esta vez tomaré un nuevo rumbo: un sueño, una meta, un
camino de acción. Sé que carezco de las mejores
posibilidades, pero voy a luchar por conseguir mi objetivo.
Soy fuerte, obstinada, y sé que lo puedo hacer. El periodo más
amargo de mi vida pasó. Ya nada me resulta tan incierto.
Tengo esperanza. Quiero vivir, saborear la vida hasta el
máximo. Sé que este cambio puede ser el principio de un gran
comienzo, por eso he preparado una lista de los libros que

402
debo leer, porque ante la incógnita de mi escolarización he de
seguir obligándome a aprender por mí misma.
Mis escrúpulos neuróticos, mis temores y los accesos de
pánico siguen estando ahí, cierto. Pero he de superarlos. No
sé cómo ni de qué manera, pero algún día, Dios sabe cuándo,
juro que pondré fin a este padecimiento.

403
ÍNDICE

Capítulo I 9
Capítulo II 37
Capítulo III 69
Capítulo IV .......................................................................... 90
Capítulo VI ........................................................................ 132
Capítulo VII ...................................................................... 155
Capítulo VIII ..................................................................... 167
Capítulo X ......................................................................... 203
Capítulo XI ........................................................................ 217
Capítulo XII ...................................................................... 256
Capítulo XIII ..................................................................... 270
Capítulo XIV ..................................................................... 304
Capitulo XV ...................................................................... 323
Capítulo XVI ..................................................................... 348
Capítulo XVII.................................................................. 381

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