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Título I.

El principio de legalidad 151

cualquier movimiento de la administración la primera pregunta relevante recayese


sobre las potestades con que cuenta al efecto). Indudablemente, esta perspectiva
contribuye a fortalecimiento de la disciplina legalista del derecho administrativo.
Sin embargo, el lugar dogmático de la idea de potestad (y la sujeción correla-
tiva) calza más precisamente con la noción de acto administrativo. La potestad es
el “título” que permite dictar actos administrativos, que concretizan el poder de
la administración. Ahora bien, como advirtiera Forsthoff, en un Estado de bien-
estar la administración moderna actúa cada vez menos mediante actos jurídicos,
sino de actividades materiales (que se traducen en prestaciones concretas). En este
contexto, la idea de potestad no explica suficientemente en toda su extensión el
principio de legalidad.

Sección 4. Intensidad del principio de legalidad


191. Según una máxima ampliamente difundida, en derecho público quae non
sunt permissa prohibita intelliguntur (esto es, lo no permitido se entiende prohibi-
do). Sin embargo, para que una operación se ajuste a la ley lo mínimo que se exige
es que no transgreda los límites legales, y esta manera de ver las cosas también
podría ser extensible al Estado.
La comprensión del principio de legalidad administrativa fluctúa entre estos
dos criterios. Su denominación común (según terminología atribuida a Günther
Winkler) las designa como principio de vinculación positiva o de vinculación ne-
gativa a la ley. En el modelo de la vinculación positiva la ley opera como condi-
ción habilitante para el ejercicio de cierta actividad; en cambio, en el modelo de
vinculación negativa la ley sólo actúa como límite a su ejercicio, cuya legitimidad
se subentiende. Algo parecido (aunque no idéntico) puede plantearse en términos
de conformidad o mera compatibilidad –e incluso, no incompatibilidad– entre
una acción y la ley (Eisenmann). Ninguna de estas perspectivas es neutra. La ma-
yor o menor intensidad de vinculación de la administración al derecho, incide en
la esfera de libertad o flexibilidad de gestión de la administración (en principio, en
favor del interés público), e inversamente en las libertades del ciudadano.
Históricamente, una de las cuestiones más delicadas relativas a esta definición
tenía que ver con la discrecionalidad. Por buen tiempo hubo la creencia de que
la discrecionalidad importaba un ámbito de libertad de la administración frente
al vacío de las reglas, de modo que en ausencia de limitación legal ésta podía re-
solver libremente sobre determinada materia; esta concepción era consistente con
un modelo de vinculación negativa. Sin embargo, la progresión de las técnicas de
control de la legalidad, que han reducido sustancialmente los ámbitos exentos de
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control, ha permitido ver que la discrecionalidad también es un poder jurídico,


creado y legitimado por el derecho, en línea con la tesis de la vinculación positiva.
En el ordenamiento chileno, en que la atribución de potestades públicas a las
autoridades estatales requiere siempre de ley formal, el principio general sólo
puede ser el de la vinculación positiva de la administración a la ley. Prima facie,
para actuar la administración requiere de la atribución de potestades previamente
configuradas por el ordenamiento. La administración sólo puede actuar en la me-
dida en que esté autorizada por el derecho.
Ahora bien, sólo desde una creencia ingenuamente normativista puede pensar-
se que el principio de legalidad exigiría que el más mínimo gesto de la administra-
ción esté predeterminado por la ley. Al contrario, los poderes jurídicos que se le
atribuyen normalmente le dejan un margen de maniobra que permite la adapta-
ción de las decisiones públicas a los cambios sociales, culturales, técnicos, etc. En
algunos terrenos, como ocurre característicamente con las potestades normativas
o de planificación (p. ej., urbanística), el contenido de las decisiones administrati-
vas apenas está prefigurado por la ley; ciertamente la operación reglamentaria o
planificadora debe estar prevista por la ley, pero a muchos respectos la adminis-
tración puede conformarse con no transgredir ciertas normas superiores. El prin-
cipio de la vinculación positiva no debe llevar a ignorar la necesaria flexibilidad
en la conducción de los asuntos públicos
Conviene tomar distancia de los axiomas que hasta ahora han caracterizado al
derecho público y al derecho privado, como dominados por dos lógicas comple-
tamente distintas. Por lo mismo, también debe desconfiarse de la tesis que asume
que el fundamento del principio de legalidad radica en la personalidad jurídica del
Estado, porque en razón de su carácter ficticio depende en todo del ordenamiento
que los crea (Soto Kloss). En cuanto algunas personas jurídicas actúan en derecho
público y otras en derecho privado, están más o menos sujetas a un principio de
vinculación positiva o negativa respecto del ordenamiento; pero en sí misma la
personalidad jurídica es una categoría neutra.

Sección 5. La ideología del principio de legalidad


192. La observancia del principio de legalidad fue promovida sin contrapesos
durante el siglo XIX, en buena medida porque estaba en sintonía con los valores
de la época. En Europa la burguesía (y en Chile, la oligarquía) hegemonizó el
sistema político, adhiriendo a un ideario en que la ley era pieza clave en la orde-
nación de la sociedad. Sin embargo, el respeto a la legalidad ha sobrevivido a la
crisis de ese modelo político, obligando a replantear su significado.
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(a) La legalidad al servicio de la libertad del ciudadano


193. El siglo XIX vio en la ley una obra de la razón. En el espíritu de la época,
eso supuso concebir la legalidad al servicio de los derechos del hombre y del ciuda-
dano. Por eso la ley debía entenderse general y abstracta, de modo de promover la
igualdad y la libertad de los ciudadanos en el plano civil. La libertad del ciudadano es
consecuencia inherente a la mecánica institucional del sistema: la participación de los
ciudadanos en la instancia legislativa asegura que las reglas de conducta se adoptarán
tomando en cuenta todos los intereses en juego, asegurando su libertad. Y, en retros-
pectiva, las principales reglas adoptadas en el siglo XIX pueden analizarse en clave
liberal: autonomía privada, libertad contractual, libre circulación de la riqueza, segu-
ridad jurídica del propietario. Correlativamente, el derecho de propiedad adquiere
una importancia y protección significativas: frente a la propiedad de los ciudadanos,
el Estado debe mantenerse al margen, limitando su gestión a resguardar esos derechos
mediante la conservación del orden público y la aplicación de la ley.
En derecho público, la majestad de la ley se proyectaría en la sumisión del po-
der público a la ley. Es el Pueblo representado en el Congreso quien determina las
orientaciones de la acción política, con el fin de satisfacer las necesidades públicas.
La sola sumisión de la administración a la ley parece imponer un modelo de Estado
mínimo: se asume que éste sólo existe en áreas de interés de la clase dirigente, y no
interfiere en su esfera de negocios. La administración asume principalmente funcio-
nes de policía o conservación del orden público, que también está al servicio de la
libertad. El servicio público, aunque no inexistente, no adquiere aún la dimensión ni
caracteres que tendrá durante la expansión del Estado de bienestar. En cuanto habi-
lita a la autoridad administrativa a actuar, el derecho público se entiende necesaria-
mente fragmentario, excepcional y, por eso, de interpretación restrictiva (razón por
la cual se rechazará el recurso a la analogía para colmar lagunas, conceptualmente
inexistentes en esta área). El paso de esta concepción a una visión pasiva de la ad-
ministración se produce en forma insensible. El “fetichismo de la regla” (expresión
de Danièle Lochak) describe la aproximación práctica de los funcionarios a la ley:
sin ley específicamente aplicable al caso, la administración no actúa… actitud que
vaticina la impotencia del poder, por una parte, y la “inflación legislativa”, por otra.
Es inequívoco que la legalidad se impone de modo distinto al Estado y a los
particulares. Las concepciones usuales del derecho público y del derecho privado
en función de las nociones de sumisión y autonomía provienen de esta época.

(b) La legalidad como técnica de cambio social


194. La lectura liberal del principio de legalidad no puede proyectarse por mucho
tiempo más fuera del siglo XIX. La presión política de grupos sociales desplazados se
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hará sentir, impulsando un cambio de concepciones. La ampliación de la base electo-


ral (que es el objeto de la universalización del derecho a sufragio) tendrá por efecto
una mutación de los propósitos del Estado. La misión del Estado ya no puede enten-
derse circunscrita a garantizar la libertad de los particulares (o mejor, de los pocos
particulares que pueden pagársela), sino que propenderá a un resultado mucho más
ambicioso, como la felicidad de la población, y en especial de los grupos menos favo-
recidos. Son estos grupos, que acceden ahora efectivamente al status de ciudadano,
quienes impulsarán las nuevas líneas de acción del Estado. En muy buena medida
también, las nuevas orientaciones del Estado serán fruto de los movimientos ideológi-
cos que germinan al compás de estas modificaciones institucionales.
El Estado de bienestar (o Estado-providencia, o Estado de la procura existen-
cial, o Estado social, sin perjuicio de los matices conceptuales del caso) muestra
una virtualidad de la ley que no se había percibido hasta entonces. Mientras la
lectura liberal asignaba a la ley un papel neutro en la garantía de la libertad, aho-
ra la ley deviene una herramienta de política (que es, por definición, no neutra).
Hoy en día es trivial concebir la ley en esos términos: la política se juega en muy
buena medida en el Congreso. La ley sigue siendo manifestación de la voluntad
soberana, pero ahora que el soberano son los pobres, oprimidos y desplazados,
la ley persigue la satisfacción de las necesidades sociales. Para tal efecto, la ley
constituirá una densa red de servicios públicos encargados de satisfacer esas ne-
cesidades, echará mano del impuesto para financiarlos, o recurrirá a técnicas de
coordinación o colaboración entre privados para alcanzar el interés general. La
ley pasa a ser un mecanismo de intervención económica. Entonces, la legalidad
no puede seguir significando lo mismo. No es garantía de un Estado mínimo sino
condición de que el Estado alcance los fines que la ciudadanía quiere que persiga.
Un autor clásico como Georges Ripert responsabilizaba al “régimen democrático”
de la pérdida de ese sentido neutral de la ley (en El régimen democrático y el derecho
civil moderno, de 1936). Independientemente de esa mirada despectiva hacia la de-
mocracia, la afirmación tiene sentido en cuanto pone de manifiesto que la ley no es en
sí misma neutra, sino una herramienta funcional a los fines que la nación se propon-
ga. En realidad, la neutralidad de la ley no carecía de color político (era instrumental a
los fines económicos de la burguesía o de la oligarquía). Y, por lo demás, aun antes del
Estado de bienestar se desarrollaron políticas intervencionistas por la administración:
la política monetaria chilena durante el siglo XIX es testimonio fiel de la intensidad de
la intervención estatal en los negocios. Por otra parte, la compleja trama de las obras
públicas en una morfología tan caprichosa como la del territorio chileno, es también
muestra de un desarrollo importante de actividades de servicio público por parte de
la administración. En suma, esa concepción aséptica con que se ha querido ver a la
legalidad desde la perspectiva liberal es probablemente infiel a los orígenes mismos
del régimen republicano, que reposa en la madurez política del Pueblo.
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PÁRRAFO 2. EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD


COMO RESPETO AL SISTEMA JURÍDICO
195. La posición que la ley ocupó entre las fuentes positivas del derecho du-
rante el siglo XIX va a ser relativizada a lo largo del siglo XX, que va a situarla
en el contexto de un sistema más amplio y complejo, integrado por distintos
componentes. Se adquirirá así conciencia de que el soberano se muestra más en la
constitución que en la ley, que ésta queda sujeta a límites y que convive con otras
reglas. El protagonismo de la constitución como pieza maestra de un régimen
estructurado y jerarquizado de normas es uno de los rasgos más distintivos de la
concepción contemporánea del ordenamiento jurídico. Esta materia forma parte
de las enseñanzas más elementales del sistema jurídico y, por su naturaleza misma,
excede con creces del ámbito del derecho administrativo.
Aquí basta con tener en cuenta que esta toma de conciencia del nuevo lugar de
la ley conducirá a una reformulación del principio de legalidad, sin alterar su filo-
sofía general. La doctrina verá que la cultura de la legalidad forjada a lo largo del
siglo XIX es susceptible de operar en condiciones análogas en este universo más
complejo de normas. Es eso lo que explica el surgimiento de la expresión “bloque
legal” o “bloque de legalidad” (cuyo origen puede atribuirse a M. Hauriou), que
denota la naturaleza heterogénea del compuesto que da forma a la legalidad.
Incluso se ha propuesto una variante lexical para el mismo principio de legali-
dad, que da cuenta de la dilución de la importancia de la ley en el conjunto de las
fuentes: principio de “juridicidad”. Esta expresión, atribuida a A. Merkl, ha hecho
fortuna en el derecho chileno a partir de los años 1980. Sin embargo, este cambio
es principalmente terminológico: el principio de juridicidad de hoy es el mismo
principio de legalidad de ayer. Tal vez por razones didácticas sea conveniente el
uso de esa expresión, de modo que el control de legalidad no se entienda restrin-
gido únicamente a la observancia de la ley en sentido formal.
Algunos ordenamientos constitucionales recogerán explícitamente esta nueva
concepción, reconociendo que “los poderes ejecutivo y judicial [están sometidos]
a la ley y al Derecho” (Ley Fundamental de la República Federal Alemana, art.
20.3), o que la administración pública ha de actuar “con sometimiento pleno a la
ley y al derecho” (Constitución Española, art. 103.1).
Esta configuración del sistema jurídico trasciende las fronteras del derecho pú-
blico y del derecho privado. En otros términos, la estructura ordenada y jerarqui-
zada de las fuentes del derecho está presente en esos dos grandes ámbitos. Así, el
bloque de legalidad no es un concepto exclusivamente aplicable al derecho admi-
nistrativo. Abundan ejemplos de actividades privadas cuyo ejercicio está supeditado
a la observancia de normas constitucionales, legales, reglamentarias y aun de jerar-
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quía subalterna. Es el caso de la construcción inmobiliaria, sujeta a normas legales


(Ley General de Urbanismo y Construcciones), reglamentarias de alcance nacional
(Ordenanza General de Urbanismo y Construcciones) y reglamentarias de alcance
local (plan regulador comunal respectivo). Es, también, el caso de las industrias
reguladas, sujetas a un cúmulo crecientemente importante de regulaciones adop-
tadas por autoridades administrativas, que se suman a exigencias constitucionales,
legales y reglamentarias. En suma, la existencia de una legalidad diversificada, que
puede calificarse con el neologismo de juridicidad, no es un rasgo propio del dere-
cho público, sino del derecho a secas. Sin duda se extiende al principio de legalidad
administrativa, como ocurre con cualquier otra disciplina jurídica.

Capítulo 2
Reconocimiento positivo del principio
196. Entendido de modo trivial, como subordinación de la administración al
derecho en su integridad, el principio sólo aparece recogido en toda su extensión
en una norma de jerarquía legal. En efecto, la LOCBGAE dispone:
“Los órganos de la Administración del Estado someterán su acción a la Constitución y a
las leyes. Deberán actuar dentro de su competencia y no tendrán más atribuciones que las
que expresamente les haya conferido el ordenamiento jurídico. Todo abuso o exceso en el
ejercicio de sus potestades dará lugar a las acciones y recursos correspondientes” (art. 2).
Ahora bien, la praxis nacional entiende recurrentemente que el principio se con-
tiene en dos preceptos de la Constitución, que se citan como si constituyeran una
unidad: los artículos 6 y 7. Tal vez los contornos del principio se aprehendan mejor
con una presentación racional de los aspectos singulares que lo integran. En ámbitos
cruciales la administración sigue estando sujeta a la observancia de leyes consideradas
en sentido formal (párrafo 1), sin perjuicio de que en sus actuaciones corrientes deba
proceder conforme a criterios de regularidad jurídica (párrafo 2), en cuyo contexto la
legalidad se identifica con el sistema jurídico en su conjunto (párrafo 3).

PÁRRAFO 1. LA RESERVA DE LEY EN MATERIAS


ADMINISTRATIVAS
197. La Constitución exige la intervención de la ley formal para múltiples
materias, por lo común vinculadas con la regulación de los derechos fundamen-
tales y con la configuración del aparato del Estado. En lo que aquí interesa, las
reservas de ley más significativas para el derecho administrativo general son la
que concierne a la organización administrativa (a) y el funcionamiento de la ad-
ministración (b).
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(a) Organización administrativa


198. A propósito de las leyes de iniciativa exclusiva del Presidente de la Repú-
blica, la Constitución (art. 65, inc. 4, N° 2) prevé:
“Corresponderá, asimismo, al Presidente de la República la iniciativa exclusiva para:
Crear nuevos servicios públicos o empleos rentados, sean fiscales, semifiscales, autóno-
mos o de las empresas del Estado; suprimirlos y determinar sus funciones o atribuciones”.
De la regla se sigue que la creación de instituciones administrativas sólo puede
efectuarse por ley formal (que, además, debe tener origen en una iniciativa presi-
dencial); sólo el legislador, o a fortiori el mismo constituyente, puede dar forma
a la administración. La administración requiere necesariamente de la ley para
adquirir forma orgánica; es una subordinación plena a la ley formal. La materia
se estudia con mayor detalle en el título sobre organización administrativa (cf.
§§ 57 y ss.).

(b) Atribución de potestades


199. El artículo 7, inc. 2, reza:
“Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden atribuirse ni
aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que
expresamente se le hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes”.
Según se ha visto, la doctrina chilena ve en esta regla, con razón, el recono-
cimiento del principio de legalidad en la atribución de potestades públicas, de
modo que los órganos del Estado no tienen más autoridad que la que les entrega
el ordenamiento al que están subordinados. Aquí interesa remarcar la reserva
de ley (i.e., la necesidad de una ley formal) en la configuración de las potestades
públicas.
La Constitución refuerza esta exigencia mediante el uso del adverbio “expresa-
mente”. No sólo se requiere una atribución por norma de jerarquía legal, sino que
se la conciba en términos formales y explícitos. Con esta formulación la Consti-
tución parece rechazar el recurso a las potestades implícitas en el derecho público
chileno, lo cual importa un criterio muy estricto.
Por cierto, una pregunta de singular relevancia concierne aquello que se
debe entender por “potestad” (o “autoridad o derechos”) en el contexto es-
trictamente formal del precepto en análisis. A propósito de la teoría del acto
administrativo, la doctrina ha desarrollado una acabada taxonomía de los ele-
mentos que integran el ejercicio de las potestades públicas, y que debe tenerse
en cuenta para estos propósitos. Al parecer, en toda potestad hay dos elemen-
tos estrictamente indispensables: el objeto del acto, que se refiere al tipo de de-
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cisiones que se puede adoptar (otorgamiento de beneficios, imposición de san-


ciones, elaboración de reglas, etc.) y la competencia, es decir, la identificación
del órgano encargado de ejercer la potestad. Es más dudoso que la regulación
mediante ley formal deba ser exhaustiva con respecto a los demás aspectos.
En cuanto a las formas o el procedimiento, la Constitución se conforma con
que la ley establezca las bases sobre la materia y no una regulación acabada
(art. 63, N° 18); por lo demás, esas bases ya están definidas por la LBPA, que
opera con alcance supletorio respecto de la generalidad de los procedimientos
administrativos. Con relación a los motivos, es bastante usual que los textos
legales configuren potestades sobre la base de conceptos jurídicos indetermi-
nados, cuya particularidad es reconocer a la administración un cierto margen
de apreciación. Por último, la finalidad de la potestad pública, que también es
un requisito que la integra, suele no ser definido por la ley sino desprenderse
de ella mediante un ejercicio interpretativo.

PÁRRAFO 2. REGULARIDAD JURÍDICA


DE LA ACTUACIÓN ADMINISTRATIVA
200. El principio de legalidad se refiere fundamentalmente a las operaciones
jurídicas de la administración, que pueden estimarse como actos administrativos.
Sin embargo, la legalidad también se extiende en alguna dimensión a los actos
meramente materiales de la administración.

(a) Regularidad de los actos administrativos


201. En su texto íntegro, el artículo 7 de la Constitución dispone:
“Los órganos del Estado actúan válidamente previa investidura regular de sus inte-
grantes, dentro de su competencia y en la forma que prescriba la ley.
Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden atribuirse ni
aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que
expresamente se le hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes.
Todo acto en contravención a este artículo es nulo y originará las responsabilidades
y sanciones que la ley señale”.
Una lectura literal de los preceptos transcritos pone en evidencia el marcado
carácter técnico jurídico de los conceptos ahí empleados. Los textos sugieren que
la administración (y los demás poderes públicos) deben respetar un cumulo varia-
ble de exigencias para que sus actuaciones se consideren válidas, so pena de incu-
rrir en nulidad. Salta a la vista la conexión entre la validez, referida en el primer
inciso, y la nulidad, mencionada en el último.
Título I. El principio de legalidad 159

Prácticamente toda la doctrina chilena de la “nulidad de derecho público” se


ha construido sobre la base de este precepto, a pesar de que la brevedad de su
texto arroja más sombras que luces sobre la materia.
En cuanto a los requisitos de regularidad jurídica de las actuaciones, la Consti-
tución enumera, esta vez sin ningún rigor técnico: investidura regular, competen-
cia y formas. El requisito de investidura, al que se ha aludido en materia organiza-
cional, es un aspecto de la competencia, que aparece así mencionada por partida
doble. Desde antiguo la doctrina ha relativizado la incidencia de la investidura en
la eficacia de las decisiones públicas, frente al peso de la confianza en la aparien-
cia. Por su parte, “la forma que prescriba la ley” envuelve requisitos tanto instru-
mentales como procedimentales. En cualquier caso, a la vista del principio de “no
formalización” de los procedimientos administrativos (LBPA, art. 13) la densidad
de este requisito como necesariamente invalidante es más que dudosa. Esta rápida
lectura del inciso 1 aconseja, más bien, desconfiar de la literalidad del precepto.
Sobre todo, el inciso 1 se refiere únicamente a requisitos de índole formal de
los actos administrativos, aquellos que la doctrina francesa considera de “regula-
ridad externa”, y cuya singularidad está dada por su débil incidencia anulatoria.
Una decisión ilegal por incompetencia o por vicio de forma puede ser adoptada
de nuevo, en los mismos términos, pero esta vez con plena eficacia jurídica, por la
autoridad que correspondía o mediando las formalidades inicialmente omitidas.
Para que la regularidad se entienda también referida al contenido mismo de la
decisión o a su justificación legal, es decir, a su “regularidad interna” habría que
remitirse más bien al inciso 2; en buenas cuentas, hay que entender que al hablar
de “autoridad o derechos” de los órganos públicos la Constitución se está refirien-
do a todos los elementos nucleares de la potestad pública.
En este sentido, es elocuente que la fórmula jurisprudencial empleada para
referirse a las causas que justifican la nulidad de derecho público de un acto admi-
nistrativo rebase el marco de lo previsto en el inciso 1, y comprenda “la ausencia
de investidura regular del órgano respectivo, la incompetencia de éste, la inexis-
tencia de motivo legal o motivo invocado, la existencia de vicios de forma y pro-
cedimiento en la generación del acto, la violación de la ley de fondo atingente a la
materia y la desviación de poder” (últimamente, Corte Suprema, 27 de diciembre
de 2017, Astaburuaga Suárez c/ Fisco, Rol 82.459-2016).
Conviene tener aquí presente que la Constitución lleva al extremo la exigencia
de regularidad jurídica, relativamente al ejercicio legal de las potestades admi-
nistrativas. Tal como indica el inciso 2, tal exigencia rige en todo caso, incluso
frente a “circunstancias extraordinarias” o excepcionales. La consagración del
principio de legalidad impone así al legislador la necesidad de prever reglas tanto
para situaciones normales como para hipótesis excepcionales, pues de otro modo
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la administración podría incurrir en actuaciones jurídicamente ineficaces. Ni las


circunstancias excepcionales ni la urgencia hacen ceder el vigor de este principio.
Posiblemente es esta razón la que explica el entusiasmo con que algunos conci-
ben esta regla, como la “regla de oro” del derecho público chileno (Soto Kloss) o
“el más cardinal de los principios” de este ámbito del derecho (TC, 26 de marzo
de 2007, Inconstitucionalidad del artículo 116 del Código Tributario, Rol 681-
2007). Con todo, se trata ésta de una concepción muy rigurosa de la legalidad;
sobre este punto el derecho comparado también ofrece modelos alternativos, me-
nos rígidos.
Esta revisión sugiere que, en orden a recoger la evolución actual del derecho
administrativo chileno, el artículo 7 debiera ser objeto de una reforma vigoro-
sa. Con pocas variantes, el texto ha integrado las constituciones chilenas desde
1833; es posible que su importancia sea más histórica (y, por eso, simbólica) que
genuinamente jurídica. Tal vez una manera inteligente de salvar su contenido sea
entenderlo como el establecimiento de una garantía institucional: un mandato di-
rigido al legislador para que articule un régimen de sanciones de ineficacia de las
decisiones irregulares. Pero es muy poco más lo que se puede decir por la Consti-
tución en esta materia, sin congelar (con consecuencias potencialmente graves) la
evolución del derecho positivo.

(b) Regularidad de las operaciones materiales


202. Las operaciones puramente materiales escapan, evidentemente, al ámbito
de aplicación del artículo 7 (porque no son susceptibles de la calificación de váli-
das o nulas). Por supuesto, de aquí no se sigue que estas operaciones estén exentas
de la legalidad. La exigencia de regularidad de estas operaciones podía extraerse
extensivamente de otros preceptos, en particular de aquel que opera como norma
general de sometimiento de los órganos públicos al ordenamiento. En lo pertinen-
te, el artículo 6 de la Constitución dispone, en su inciso 1:
“Los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas
dictadas conforme a ella […]”.

Ahora bien, por lo mismo que los actos materiales no son ejercicio de poderes
jurídicos, su materialización no parece quedar subordinada al derecho del mismo
modo que los actos jurídicos. Sin duda, existen límites a respetar, provenientes
de la consideración de los derechos fundamentales o de exigencias legales diver-
sas; pero como ha advertido Santamaría Pastor a propósito de las actividades
prestacionales de la administración, es razonable pensar que en este campo el
principio de legalidad opere conforme a un modelo de vinculación negativa (esto
Título I. El principio de legalidad 161

es, prescribiendo límites más que condiciones al ejercicio de la actuación de la


administración).
203. Es especialmente relevante en relación con estas materias el principio de
legalidad presupuestaria, que se extiende tanto a la actividad jurídica como la ac-
tividad material de la administración. El artículo 100 de la Constitución dispone:
“Las Tesorerías del Estado no podrán efectuar ningún pago sino en virtud de un de-
creto o resolución expedido por autoridad competente, en que se exprese la ley o la
parte del presupuesto que autorice aquel gasto. Los pagos se efectuarán considerando,
además, el orden cronológico establecido en ella y previa refrendación presupuestaria
del documento que ordene el pago”.
Más allá de las condiciones formales para su eficacia, el precepto da cuenta
de la necesidad de previsiones legales en relación con el gasto público. Aunque
alguna flexibilidad se reconoce al gobierno en esta materia en casos extremos
(Constitución, art. 32, N°  20), para las simples autoridades administrativas las
exigencias son rigurosas. El control de la legalidad del gasto público por parte de
la Contraloría muestra la eficacia del principio en el establecimiento de respon-
sabilidades administrativas, civiles y penales de los agentes que den mal uso a los
recursos públicos.

PÁRRAFO 3. LA INTEGRIDAD DEL SISTEMA JURÍDICO


204. El artículo 6 de la Constitución ordena:
“Los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas
dictadas conforme a ella, y garantizar el orden institucional de la República.
Los preceptos de esta Constitución obligan tanto a los titulares o integrantes de dichos
órganos como a toda persona, institución o grupo.
La infracción de esta norma generará las responsabilidades y sanciones que determi-
ne la ley”.
El precepto envuelve al menos tres ideas. Por una parte, reconoce el carácter
jurídicamente obligatorio del sistema normativo en su conjunto, al que están su-
peditados ante todo los órganos públicos. Por otra, prevé que la ordenación de
este sistema normativo es presidida por la Constitución. Por último, contempla
consecuencias jurídicas, en forma de responsabilidades y sanciones, en caso de
infringirse alguna de las reglas integrantes del sistema.
Literalmente, el artículo 6 da a entender que la Constitución tiene carácter de norma
jurídicamente obligatoria, y por eso debe ser respetada. El carácter obligatorio o vin-
culante es un presupuesto inherente a toda norma jurídica, aunque ella no lo exprese;
dicho de otro modo, expresarlo resulta superfluo o trivial. Por eso, el principal valor de
la norma es simbólico o pedagógico (lo que muestra que la importancia de la regla es
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más política que jurídica). Por cierto, este aspecto de la regla tiene significación histó-
rica, pues las prácticas antiguas no prestaban demasiada atención a la Constitución (a
menudo vista como un acuerdo de caballeros destinado a regir la gestión política en sus
grandes líneas). Se quiso así reafirmar su importancia jurídica y, por lo mismo, práctica.
Hoy día la regla es testimonio de aquella época en que la praxis jurídica y política em-
pezó a tomarse en serio la Constitución; pero su valor propiamente jurídico es limitado,
y si la regla se suprimiera no cambiaría mucho en el derecho positivo chileno.
También es probable que con esta regla se pretendiera abandonar la prácti-
ca de introducir “disposiciones programáticas” en la Constitución, normas que
de facto no eran inmediatamente aplicables porque requerían de desarrollo por
medio de textos normativos subordinados. Al disponer su obligatoriedad, se su-
gería a los jueces que podían aplicar directamente la Constitución en los asuntos
litigiosos de que conocieran. De hecho, una buena parte del control judicial de la
administración, tal como fue modelado por la doctrina a partir de los años 1980,
operó sobre la base de esa aplicabilidad inmediata de la Constitución: nulidad
de derecho público construida a partir del artículo 7, responsabilidad del Estado
que se pretendía incluida en el artículo 38, recurso de protección de derechos
fundamentales, etc. Sin embargo, las reglas programáticas no han desaparecido y,
mientras la política siga teniendo relevancia, seguirán existiendo, porque es muy
frecuente que los acuerdos políticos se forjen en torno a principios cuya operati-
vidad se prefiere postergar. Más aún, a despecho de su obligatoriedad inmediata,
muchas normas constitucionales necesitan concreción legislativa para ser operati-
vas (entre otras, las relativas a la descentralización, a la división político-adminis-
trativa del país, al régimen electoral y a muchos derechos fundamentales).
Además, la regla reconoce de modo general la obligatoriedad de toda otra
norma jurídica que se conforme a la Constitución; la regla concierne así a la nor-
matividad del sistema jurídico en su conjunto. Con todo, desde esta perspectiva,
la norma en análisis diluye la especificidad del principio, pues, así como ocurre
con la misma Constitución, la normatividad del sistema jurídico rige no sólo para
el Estado, sino para “toda persona, institución o grupo”. Si se asume que el prin-
cipio de legalidad es una marca característica del derecho público, este precepto
parece referirse a otra cosa. El objeto de regulación de la regla está más en la su-
premacía constitucional que en el principio de legalidad en sentido estricto.

Capítulo 3
La legalidad y sus fuentes
205. Como se ha visto, si en su origen el principio de legalidad implicaba vincu-
lación de la administración a la ley entendida en sentido formal, en su dimensión

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