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Título I.

El principio de legalidad 141

PÁRRAFO 1. SUBORDINACIÓN
DE LA ADMINISTRACIÓN AL LEGISLADOR
174. En su dimensión históricamente más relevante, el principio de legalidad
es la traducción jurídica de un arreglo institucional. La distribución de competen-
cias que implica la separación de poderes, al menos en la tradición continental,
presupone el principio de legalidad (sección 1). La administración está sometida,
ante todo, a la ley considerada desde el punto de vista formal (sección 2), que es
la que le atribuye poderes jurídicos (sección 3), de donde resulta que la legalidad
administrativa supone, al menos de manera general, vinculación positiva de la
administración a la ley (sección 4). Con esta conceptualización en mente se com-
prende que el principio de legalidad, inicialmente leído en clave liberal, se adapte
también a cualesquiera propósitos que legislador soberano se proponga perseguir
(sección 5).

Sección 1. Orígenes y fundamentos del principio


175. El principio de legalidad es un invento positivo, que surge en el contexto
histórico-político de la Ilustración. En realidad, tal como se la conoce en el dere-
cho continental (y por eso, en derecho chileno), la administración es una noción
moderna, propia del siglo XIX, que representa la herramienta práctica de que
dispone el Estado para la ejecución de las orientaciones políticas definidas por el
Pueblo soberano; conceptualmente, pues, la administración se identifica en rela-
ción a la ley. Ahora bien, el motor fundamental del principio de legalidad fue una
reacción contra el modelo del absolutismo, que hacia fines del siglo XVIII entró
en una crisis de legitimidad que condujo a la desmembración del poder público,
identificando distintas funciones que se radicarían en órganos separados; este fe-
nómeno provocaría el sometimiento de la administración moderna a la ley. El
fundamento del principio de legalidad debe buscarse en ese momento histórico
por tres series de razones:

(a) La búsqueda de frenos al poder absoluto


176. El modelo de organización política imperante en Europa desde finales de
la Edad Media hasta fines del siglo XVIII descansa en la monarquía absoluta: el
monarca concentra en sus manos un cúmulo de poderes de toda naturaleza, sin
que lo detengan frenos auténticamente jurídicos (en parte, porque se creía que su
poder era divino: el monarca sólo respondía de sus actos ante Dios).
142 José Miguel Valdivia

La identificación entre el monarca y el Estado es evidente (como se muestra en


la conocida expresión atribuida a Luis XIV). El monarca concentra todos los po-
deres jurídicos. En general, es él quien define la política y gestiona (por intermedio
de la corte) los asuntos del reino. Cuando lo cree necesario legisla, aunque no se
ve vinculado por esas reglas, que en teoría puede cambiar en todo momento. Por
último, también es capaz de avocarse el conocimiento de asuntos litigiosos.
Las difundidas máximas princeps legibus solutus est y quod principi placuit
legis habet vigorem reflejan la posición jurídica de la monarquía: está por encima
de las leyes, que puede manejar a su amaño. Ciertamente ese era un terreno fértil
para el abuso. Por eso, una de las primeras reivindicaciones de la Ilustración con-
sistirá en poner frenos jurídicos al poder, sometiéndolo a reglas.

(b) El propósito de someter el poder a reglas definidas por el Pueblo


177. Mientras la legitimidad del monarca se reputaba de origen divino, la Ilus-
tración va a proponer un cambio de eje: en lo sucesivo, el soberano es la Nación
o el Pueblo (con los matices conceptuales del caso). En realidad, el régimen ab-
solutista estaba marcado por un fuerte grado de personalismo del poder: éste no
debía rendir cuentas (más que a Dios). Al modificarse la fuente de la soberanía
y residenciársela en el Pueblo, el poder del monarca adquiere un carácter subor-
dinado. Esta subordinación no es solo finalista (como quizá podía serlo ya bajo
el absolutismo ilustrado), sino sobre todo procedimental. El monarca deviene así
un instrumento del Pueblo. En este contexto, el Pueblo se reservará el papel más
significativo entre las funciones jurídicas del Estado: la definición de las reglas
generales y abstractas que han de regir la sociedad y encauzar la actuación del po-
der. La concepción de la ley como fruto de la voluntad soberana, imperante hasta
la actualidad (Código Civil, art. 1), es demostrativa de este papel subordinado de
la autoridad ejecutiva.

(c) Idea de un poder “ejecutivo”


178. Los filósofos de la Ilustración emplearon la gráfica expresión “poder eje-
cutivo” para referirse a la burocracia monárquica que más tarde devendría en ad-
ministración pública. La fórmula sugiere que las potestades confiadas a la admi-
nistración se limitan a la ejecución de la ley; correlativamente, el modelo supone
una capacidad de iniciativa muy restringida de la administración.
El carácter “ejecutivo” de la administración presenta analogías con la función
jurisdiccional, que también se reputa aplicar la ley sin innovar en el ordenamien-
to. Es sabido que, con respecto al orden judicial, el predominio de la ley se ma-
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nifestó de manera particularmente intensa. Ante todo, en el desconocimiento de


la jurisprudencia como fuente del derecho, limitando la eficacia de las sentencias
al caso concreto en que recaigan (Código Civil, art. 3). En seguida, en la instau-
ración del recurso de casación como medio destinado a uniformar la aplicación
de la ley, asegurando su prevalencia sobre las concepciones de los jueces. En ter-
cer lugar, en el papel subordinado que se asigna a la justicia en la interpretación
de la ley; para tener carácter “generalmente obligatorio”, esa interpretación sólo
puede provenir del mismo legislador (mediante ley interpretativa). Por último, en
la figura del referimiento al legislador (référé législatif), del que quedan vestigios
en el discurso inaugural del año judicial, que es el único mecanismo que tiene el
Poder Judicial para dar cuenta al legislador de las dificultades que experimenta en
la aplicación de las leyes y rogarle modificaciones o enmiendas. La majestad de la
ley alcanzó su paroxismo con respecto a la jurisdicción.
La idea de una potestad meramente ejecutiva no refleja el papel exacto que la
administración juega en la actualidad. De hecho, una comparación entre la juris-
dicción y la administración muestra precisamente la identidad de esta última de
cara a la aplicación de la ley: mientras los jueces aplican la ley sin propósitos que
la trasciendan, la administración lo hace, al revés, con propósitos utilitarios. En
el elocuente ejemplo de García de Enterría, “cuando la Administración construye
una carretera... lo hace no para ejecutar la Ley de Carreteras, sino en virtud de las
razones materiales que hacen a dicha carretera conveniente u oportuna en el caso
concreto”. De aquí que ese autor concluya que “el objeto de la actuación admi-
nistrativa no es, pues, ejecutar la Ley, sino servir los fines generales, lo cual ha de
hacerse, no obstante, dentro de los límites de la legalidad”. Sin duda, la adminis-
tración es un importantísimo motor del progreso social y jurídico. Ahora bien, sin
perjuicio de la identidad propia de la administración, concebirla caricaturalmente
como poder ejecutivo permitió asentar hábitos y prácticas que disciplinaron el
poder, sometiéndolo a la ley.

Sección 2. El principio de legalidad como observancia de la ley formal


179. En el periodo fundacional del derecho administrativo, no se discute que
la legalidad que importa es de carácter formal: la norma con rango o jerarquía
de ley, y no otro tipo de reglas de derecho (supra, ni a fortiori infralegales). Tal es
un reflejo concreto de la supremacía del parlamento –el cuerpo representativo por
excelencia– sobre el aparato administrativo del Estado. En suma, el sentido inicial
del principio de legalidad administrativa, al igual como ocurre con el de legalidad
penal o el de legalidad tributaria, supone apego a una ley formal.
144 José Miguel Valdivia

En el periodo de formación de los conceptos básicos del derecho administrati-


vo, la superioridad de la ley proviene de su jerarquía. Se asume que, en términos
prácticos, en la ley se expresa la voluntad del Pueblo, titular de la soberanía, lo
que basta para justificar su predominio sobre otro tipo de normas o de decisiones.
Además, durante el siglo XIX el legislador no parece verse encerrado por límites
de orden material, de modo que en teoría puede reglar con fuerza de ley cualquier
asunto de interés público, incluso algunos típicamente administrativos. Es cierto
que en este periodo aún no hay plena claridad respecto de las tareas que corres-
ponden respectivamente al parlamento y al gobierno. También es verdad que este
tipo de definiciones depende en muy buena medida de criterios pragmáticos, pro-
pios de cada tradición e historia nacionales, y no tanto de un modelo dogmático
único.
180. Por obvias razones, las mayores fricciones entre el gobierno y el parla-
mento debieron surgir a propósito de las potestades normativas del gobierno,
reconocidas desde antiguo. En cuanto cada uno pretendía ejercer sus competen-
cias normativas, no tardó en plantearse un desorden institucional, que exigiría
el establecimiento de parámetros que deslindaran sus tareas respectivas. Ésa es
la función actual que cumple la “reserva de ley”: distribución de competencias
normativas (entre la ley y el reglamento) por medio de una cláusula constitucional
de apoderamiento al legislador para abordar una materia determinada. Conse-
cuencialmente, en las materias reservadas al legislador, el reglamento no puede
intervenir como norma primaria, sino únicamente como norma secundaria, esto
es, complementaria de las orientaciones definidas por el legislador. Ahora bien,
esta distribución de competencias importa, además, un mandato de exhaustividad
en la regulación legislativa: el legislador tiene el deber de agotar su competencia
en las materias que le son reservadas, definiendo las normas generales pertinentes,
sin descansar en la eventual intervención posterior de normas subordinadas (p.
ej., mediante remisiones normativas al reglamento). La importancia incesante de
la reserva de ley en el régimen constitucional actualmente vigente continúa dando
cuenta del predominio de la legalidad formal en materias administrativas.
La reserva de ley juega un papel de primera importancia en la protección de los
derechos fundamentales de cuño clásico: libertad y propiedad. En la literatura del
constitucionalismo los orígenes de esta técnica, a propósito del impuesto y los cas-
tigos penales, se atribuyen a la Carta Magna. Siglos más tarde la doctrina propug-
naría, mediante un juicio deductivo a partir de esa experiencia antigua, la necesi-
dad de ley formal para las regulaciones que afectaren la libertad y la propiedad.
En línea con estos postulados, sólo por ley formal pueden limitarse los derechos
fundamentales; como la ley es expresión de la comunidad, esa regulación puede
tenerse por una legítima autolimitación de los derechos. Hasta la fecha se concibe
a la ley como garantía de la libertad, particularmente frente a las prerrogativas de
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la administración. Un número significativo de reservas de ley se contiene precisa-


mente a propósito de la regulación de los derechos fundamentales.
En lo que aquí interesa (y con prescindencia de la regulación constitucional de
los derechos fundamentales), el derecho positivo chileno consagra explícitamente
una reserva de ley a propósito de la definición de potestades públicas. El artículo
7 de la Constitución dispone que las autoridades públicas no “pueden atribuirse
ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos
que los que expresamente se le hayan conferido en virtud de la Constitución o las
leyes”. A la luz de lo que viene diciéndose, esta regla supone que sólo cabe a la
ley formal la atribución de poderes a la administración. La subordinación de la
administración a la ley propiamente tal se muestra así en su más nítida expresión.

Sección 3. Legalidad como técnica de atribución de potestades


181. En el medio doctrinal chileno (que en este punto sigue a la doctrina es-
pañola), la explicación más difundida sobre el modo en que opera el principio de
legalidad consiste en la necesidad de una atribución legal de potestades públicas a
la administración. Pareciera haber consenso doctrinal en que conceptualmente la
idea de potestad presupone el principio de legalidad. Para comprobarlo (d) es útil
revisar la noción misma de potestad (a), sus caracteres (b) y los rasgos distintivos
de la potestad pública (c).

(a) Noción de potestad


182. En términos muy generales, la potestad es un tipo de posición jurídica
activa que, a diferencia del derecho subjetivo, se traduce en el poder de crear, mo-
dificar o extinguir relaciones jurídicas.
Por su elevado grado de abstracción, la noción tiene una vocación amplísima,
pues cubre posiciones de poder tanto de derecho público como privado (p. ej.: la
libertad contractual, la de testar o de casarse, la patria potestad, el derecho fun-
damental de ejercer acciones judiciales, la potestad reglamentaria, la jurisdicción,
etc.).
A pesar de su pertenencia a los conceptos jurídicos fundamentales, es en dere-
cho público que la figura de la potestad alcanza su mayor importancia práctica.
Aquí suministra una explicación técnica para el poder de acción unilateral de las
autoridades, refleja la asimetría de posición entre el Estado y el ciudadano y, por
eso, permite definir la posición jurídica del Estado, y concretamente, de la admi-
nistración.
146 José Miguel Valdivia

La influencia de estas ideas en la doctrina chilena parece tener origen en la


amplia difusión de la noción de potestad en el derecho administrativo español,
proveniente a su vez de explicaciones más tempranas de origen italiano (cuyo
mejor exponente es Santi Romano).

(b) Características

(i) Abstracción de la potestad


183. En sentido técnico, la noción de potestad tiene un marcado carácter abs-
tracto que la distingue del derecho subjetivo en sentido estricto. La potestad no
recae sobre objetos determinados, porque no persigue inmediatamente una cosa o
una prestación. Su contenido es abstracto y puramente jurídico, destinado a tra-
ducirse en una serie indeterminada de relaciones jurídicas, que sí puedan conllevar
deberes u obligaciones y, correlativamente, derechos. De esta manera, la noción de
potestad juega un papel lógicamente previo al surgimiento del derecho subjetivo
(entendido como derecho a incidir concretamente en una conducta ajena); en el
mejor ejemplo, la libertad contractual es una potestad que sólo al actualizarse por
medio del contrato da origen a derechos y obligaciones civiles.
Esta distinción conceptual entre la potestad y el derecho subjetivo no puede
llevar a ignorar que en el lenguaje vulgar muchas veces las nociones se confunden
(como ocurre con la potestad de provocar un proceso judicial, comúnmente lla-
mada derecho a la acción). Así, es corriente que las potestades de la administra-
ción sean denominadas “facultades”. Evidentemente, de la circunstancia de que
la potestad pública sea la posición jurídica característica de la administración no
se sigue que ésta sea inhábil para ser titular de derechos subjetivos, al igual que
otros agentes jurídicos.

(ii) La potestad como fruto del ordenamiento


184. En razón de la aptitud particular de las potestades para incidir en la crea-
ción de derechos, según la opinión doctrinal mayoritaria, éstas sólo proceden del
ordenamiento jurídico. Esta premisa se explica porque las potestades configuran
aspectos singulares de la capacidad jurídica, cuya conformación corresponde pre-
cisamente al derecho objetivo. De esta idea resulta que las potestades no son ni
pueden nunca ser fruto de una decisión de su propio titular. En su concreción en el
terreno administrativo, la teoría supone que las potestades públicas sólo pueden
ser creadas por la ley (u otras fuentes supralegales); inversamente, la propia admi-
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nistración no puede arrogarse potestades mediante autogeneración (por ejemplo,


por medio de reglamento).
Es esta concepción la que explica los fuertes lazos de parentesco entre la noción
de potestad y el principio de legalidad. La potestad (pública o privada) siempre
procede de la ley. Este aspecto de la doctrina clásica es lo que justifica el auge de la
idea de potestad pública en derecho chileno. La doctrina nacional entiende que la
idea de potestad es perfectamente reconducible a los principios básicos del Estado
de Derecho recogidos por el derecho positivo. En circunstancias de que el artículo
7 de la Constitución prevé que los órganos del Estado no “pueden atribuirse…
otra autoridad o derechos que los que expresamente se les hayan conferido en
virtud de la Constitución o las leyes”, la expresión “autoridad o derechos” podría
ser sustituida sin problemas por la idea de “potestad”.
De la necesidad de su atribución legal no se desprende necesariamente que
las potestades deban ser “expresas”. Ciertamente su establecimiento en términos
formales y explícitos ofrece el mayor grado de certeza posible, sobre todo tratán-
dose de potestades cuyo ejercicio que puede acarrear consecuencias gravosas para
terceros. Pero otro modelo es imaginable; el derecho comparado ofrece teoriza-
ciones posibles para los “poderes implícitos” (implied powers o incluso inherent
powers).
Algo similar debe decirse de las potestades concebidas en términos generales y
abstractos. Ejemplos de estas potestades existen (como se muestra, de nuevo, en la
libertad contractual del derecho privado, que no se asocia a contratos o negocios
jurídicos típicos; muchas autoridades administrativas cuentan con potestades de
contratar concebidas en términos igualmente generosos). Naturalmente, mientras
se la conciba con mayor grado de precisión, mayor certidumbre genera la potestad
y menor el riesgo de contestación respecto de su ejercicio. Pero conceptualmente,
esta atribución puede ser genérica y reglamentarse con más o menos profundidad
por las leyes o por normas infralegales, respetando los criterios constitucionales
de distribución de competencias normativas.

(iii) Indisponibilidad de la potestad


185. En razón de su configuración jurídica, como atributo inherente a la ca-
pacidad de las personas o de alguna categoría de personas, las potestades son
indisponibles para su titular. De este modo, el titular de la potestad no puede
transferirla a terceros ni renunciar válidamente a su ejercicio. En sí mismas, las
potestades no son transferibles. Sin embargo, puede habilitarse a terceros su ejer-
cicio, bajo condiciones limitativas. La delegación de potestades es sólo en apa-
riencia una excepción, porque implica una potestad en sí misma (la de delegar)
148 José Miguel Valdivia

que, como cualquier otra potestad, procede cuando el ordenamiento la reconoce


como tal. Además, las potestades son irrenunciables, lo que implica que su titular
no puede despojarse de ellas por su propia decisión, sin perjuicio de que decida no
ejercer la potestad en concreto.
Por razones similares, las potestades son imprescriptibles. No se ganan por
prescripción, ni se pierden por su falta de ejercicio. Sólo en cuanto el derecho las
reconozca, las potestades tienen existencia legal y permanecen vigentes.
Por cierto, no toda potestad es de duración indefinida. Algunas pueden estar
sujetas a plazo o a otro tipo de modalidades (como la delegación de potestades
legislativas en el Presidente de la República, que se actualiza mediante decretos
con fuerza de ley); pero este supuesto es relativamente inusual. La permanencia
temporal de las potestades es consistente con su carácter abstracto: las potestades
no se agotan por su ejercicio (ni por su falta de ejercicio), de modo que –sin per-
juicio de limitaciones legales– pueden ejercerse tantas veces como su titular desee,
incluso con ocasión al mismo asunto.

(c) La potestad pública


186. La idea de potestad es un concepto doctrinario, desarrollada para expli-
car mejor fenómenos jurídicos. Aunque es inusual que los textos legales se refieran
a la idea, dos de ellos tienen particular importancia en el derecho administrativo
chileno. Por una parte, la definición legal de acto administrativo lo concibe (en
plural) como “las decisiones formales que emitan los órganos de la Administra-
ción del Estado en las cuales se contienen declaraciones de voluntad, realizadas
en el ejercicio de una potestad pública” (LBPA, art. 3 inc. 2). Por otra, a propósito
de las instituciones ajenas a la administración pero en la que ésta ejerce su pree-
minencia en razón de vínculos propietarios o contractuales (como las sociedades
del Estado o la llamada “administración invisible”), el derecho administrativo
general impide el ejercicio de potestades:
“El Estado podrá participar y tener representación en entidades que no formen parte
de su Administración sólo en virtud de una ley que lo autorice, la que deberá ser de quó-
rum calificado si esas entidades desarrollan actividades empresariales.
Las entidades a que se refiere el inciso anterior no podrán, en caso alguno, ejercer
potestades públicas” (LOCBGAE, art. 6).

El reconocimiento de la noción de potestad pública exige un par de precisio-


nes, con el fin de delimitar sus contornos (en ausencia, por cierto, de toda defini-
ción legal al respecto). Sus notas más típicas son, de modo general, la titularidad
pública, su justificación en el interés general y su carácter unilateral.
Título I. El principio de legalidad 149

(i) Titularidad pública


187. En principio, sólo los organismos públicos pueden ser titulares de po-
testades públicas. El contenido regulativo del artículo 6 de la LOCBGAE indica,
precisamente en este sentido, que las instituciones ajenas a la administración, por
muy vinculadas que estén a ella, no pueden ser titulares de estas potestades. Por
cierto, el ordenamiento podría introducir soluciones aberrantes o atípicas.

(ii) Orientación al interés general


188. Las potestades suponen un poder de acción en favor de un interés pro-
pio o ajeno. El derecho privado conoce mayoritariamente ejemplos de potesta-
des concebidas en beneficio del interés personal de su titular, y algunas hipótesis
marginales de potestades en interés ajeno (como, típicamente, la patria potestad).
Como afirmaba Romano, los poderes animados por un interés ajeno u objetivo,
“toman el nombre de ‘funciones’, o de ‘oficios’, y se presentan principalmente en
el derecho público”. Las potestades públicas siempre encuentran su justificación
en el interés general o interés público; incluso en aquellas potestades de orden
doméstico de la administración, el interés “del servicio” es una denominación
cómoda para referirse a la parcela o dimensión del interés general cuya cautela
corresponde al organismo respectivo. Así, la idea de potestad pública identifica
los poderes jurídicos con que el ordenamiento dota al Estado, poderes finalizados
hacia la obtención del interés general.

(iii) Ejercicio unilateral


189. De un modo general, las potestades dan a la administración su fisonomía
jurídica específica, pues la ponen en posición de supraordenación respecto de los
particulares (y a éstos en posición de subordinación frente a ella).
El vínculo entre la noción de potestad y la idea de subordinación, tan típica
del derecho público, ha sido puesto en evidencia en el didáctico análisis de W. N.
Hohfeld. Según el autor pueden distinguirse cuatro categorías típicas de posiciones
jurídicas activas: derecho propiamente tal, libertad o privilegio, inmunidad y po-
testad (o competencia). En este análisis, la pretensión o derecho en sentido estricto
permite dirigir la conducta ajena y supone en otro u otros la obligación o deber de
hacer o no hacer alguna cosa. En cambio, la libertad o privilegio de realizar algo, es
la posibilidad de disponer su actuar sin someterse a deberes, que tiene por correlato
la ausencia de posiciones jurídicas que permitan a terceros interferir en esa libertad
(no-derecho). La posición de aquel que está exento de las relaciones jurídicas crea-
das por otro corresponde a una inmunidad, cuyo correlato implica la incompeten-
150 José Miguel Valdivia

cia de ese otro a su respecto. En este esquema la idea de potestad identifica una po-
sición jurídica particular cuya especificidad consiste en crear o modificar relaciones
jurídicas, respecto de terceros que están en posición de sujeción.
Desde una perspectiva más general, tal vez pueda discreparse de que las potes-
tades públicas se conciban siempre con relación a un tercero subordinado. En tal
sentido, no toda potestad entraña la imposición de cargas o sacrificios, sino que
puede ampliar la esfera jurídica de su destinatario (p. ej., mediante la atribución
de subsidios). Sin embargo, la generalidad de las potestades administrativas puede
concebirse así.
Aunque el derecho administrativo también concibe potestades contractuales, su-
jetas a una disciplina específica, es típico de las potestades públicas estar concebidas
para su ejercicio unilateral por parte de la administración, de modo que se actualizan
por medio de actos de voluntad unilateral. De hecho, es esto lo que justifica la inclu-
sión de la idea de potestad en la definición antes transcrita de acto administrativo,
destinada a cubrir fundamentalmente los actos unilaterales de la administración.
Con toda seguridad, el temor que procura conjurar la LOCBGAE al impedir el
ejercicio de potestades públicas por parte de organismos ajenos a la administra-
ción es el de las consecuencias a que podrían quedar expuestos terceros en virtud
de decisiones unilaterales de tales organismos. Mientras el derecho administrativo
ofrece medios de impugnación eficaces contra los abusos o excesos relativos a
esos actos, el derecho privado no suele tratar aquellas materias; la atribución de
potestades públicas a entidades de derecho privado puede, así, dejar en indefen-
sión a los destinatarios de sus actos.
Ahora bien, a pesar del claro tenor del artículo 6 de la LOCBGAE, permanecen
vigentes algunos textos legales que atribuyen potestades públicas a organismos
de esta índole. El problema más típico concierne a la Corporación Nacional Fo-
restal, constituida como corporación de derecho privado, sin integrar la admi-
nistración, aunque es evidente que participa al menos como auxiliar de ésta en
el cumplimiento de algunas funciones administrativas. Algunos cuerpos legales
siguen atribuyendo a Conaf potestades públicas (por ejemplo, para ordenar la
paralización de faenas forestales, conforme previene el DL 701 de 1974, sobre
Fomento Forestal, art. 29). El Tribunal Constitucional se ha pronunciado abier-
tamente contra este tipo de prácticas legislativas (1° de julio de 2008, Rol 1024,
Ley sobre recuperación del bosque nativo).

(d) Síntesis
190. La cuestión de las potestades ha sido erigida por la doctrina en una de las
principales preocupaciones del derecho administrativo chileno (como si frente a
Título I. El principio de legalidad 151

cualquier movimiento de la administración la primera pregunta relevante recayese


sobre las potestades con que cuenta al efecto). Indudablemente, esta perspectiva
contribuye a fortalecimiento de la disciplina legalista del derecho administrativo.
Sin embargo, el lugar dogmático de la idea de potestad (y la sujeción correla-
tiva) calza más precisamente con la noción de acto administrativo. La potestad es
el “título” que permite dictar actos administrativos, que concretizan el poder de
la administración. Ahora bien, como advirtiera Forsthoff, en un Estado de bien-
estar la administración moderna actúa cada vez menos mediante actos jurídicos,
sino de actividades materiales (que se traducen en prestaciones concretas). En este
contexto, la idea de potestad no explica suficientemente en toda su extensión el
principio de legalidad.

Sección 4. Intensidad del principio de legalidad


191. Según una máxima ampliamente difundida, en derecho público quae non
sunt permissa prohibita intelliguntur (esto es, lo no permitido se entiende prohibi-
do). Sin embargo, para que una operación se ajuste a la ley lo mínimo que se exige
es que no transgreda los límites legales, y esta manera de ver las cosas también
podría ser extensible al Estado.
La comprensión del principio de legalidad administrativa fluctúa entre estos
dos criterios. Su denominación común (según terminología atribuida a Günther
Winkler) las designa como principio de vinculación positiva o de vinculación ne-
gativa a la ley. En el modelo de la vinculación positiva la ley opera como condi-
ción habilitante para el ejercicio de cierta actividad; en cambio, en el modelo de
vinculación negativa la ley sólo actúa como límite a su ejercicio, cuya legitimidad
se subentiende. Algo parecido (aunque no idéntico) puede plantearse en términos
de conformidad o mera compatibilidad –e incluso, no incompatibilidad– entre
una acción y la ley (Eisenmann). Ninguna de estas perspectivas es neutra. La ma-
yor o menor intensidad de vinculación de la administración al derecho, incide en
la esfera de libertad o flexibilidad de gestión de la administración (en principio, en
favor del interés público), e inversamente en las libertades del ciudadano.
Históricamente, una de las cuestiones más delicadas relativas a esta definición
tenía que ver con la discrecionalidad. Por buen tiempo hubo la creencia de que
la discrecionalidad importaba un ámbito de libertad de la administración frente
al vacío de las reglas, de modo que en ausencia de limitación legal ésta podía re-
solver libremente sobre determinada materia; esta concepción era consistente con
un modelo de vinculación negativa. Sin embargo, la progresión de las técnicas de
control de la legalidad, que han reducido sustancialmente los ámbitos exentos de

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