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EL ANGEL DEL METRO

(CLAUDIO BALIENTE, Cuento, 2006)

Ayer al mediodía, descubrí que los ángeles también viajan en el Metro. En


un recorrido que a esa hora llevaba escasos pasajeros, uno de ellos, sin darse
cuenta, desordenó mi vida.
¡Qué hermosura! ¡Qué ternura! Mis ojos se enredaron en su imagen y no
los pude sacar de allí. Me evaporé con el tenue perfume que desprendía su blanca
piel, cubierta por un vestido blanco que llegaba a sus tobillos.
Sentado frente a mí, leía el recién publicado libro: “No se olvidar, como ella
olvida”. Un texto que los críticos de los principales suplementos literarios habían
despedazado y lanzado a la basura, por parecerles una pésima novela.
-¿Usted le cree a un escritor destruido por los críticos? –murmuré tratando
de alejarme de sus encantos.
-No leo para creerle –replicó clavándome su dulce mirada -. Lo hago por el
placer de leer. La lectura es escuchar a alguien y no necesariamente significa que
uno crea lo que escucha. En este caso me agrada mucho esta historia.
Lo dijo de tal modo que su sonrisa se incrustó en mi alma, dejándome a la
deriva, pensando que cualquier cosa que dijese sería una ingenuidad.
Al rato recuperé la confianza y nos fuimos dialogando sobre el texto en
cuestión. Seguí con él, hasta la última estación del Metro. Subimos lentamente las
escaleras y al salir a la calle, se despidió con un beso que incendió mis cansadas
mejillas.
-Tal vez nos veamos mañana. Siempre viajo a la misma hora. El análisis
quedó incompleto –señaló con ternura mientras se alejaba calle arriba.
Anoche, motivado por volver a encontrar mi ángel, busqué en un libro de
hojas amarillas y de empaste de cuero, la oración que tenía mi bisabuelo para
hacer pactos con el Señor de los Infiernos. Seguí paso a paso las indicaciones y
me dispuse a cambiarle mi alma por mi más hermoso deseo.
Después de la medianoche, mientras regaba las plantas del jardín, apareció
uno de sus mensajeros. Nos servirnos una taza de té y masticamos unas galletas
que me había regalado una vecina, la mejor admiradora de mis jazmines y
retamos.
-Mi jefe dice que la petición no será posible –dijo con desgano-. Las cosas
han cambiado mucho en nuestra entidad. Ya no se aceptan peticiones ni pactos
para gente en determinados tramos de edad. Sus cuerpos están demasiado
gastados y sus almas demasiado sucias. No son rentables. Esos son los
resultados de incorporar a la Coca-Cola, a la Microsoft, a la Daewoo y a otras
compañías como accionistas del averno.
Se fue dejándome allí, desvalido, con el alma rota, sin esperanzas. Abrí
unas botellas de vino y bebí hasta perder la conciencia.
Esta mañana, al levantarme, pensé que no podía rendirme. “Mientras hay
vida, hay esperanza”, me repetía a cada instante. Muy temprano llegué al
supermercado y compré los mejores detergentes y blanqueadores. Eché mi alma
en remojo, la lavé varias veces y la centrifugué otras tantas. Quedó más blanca
que nunca.
Este mediodía volví a tomar el Metro. Dejé mi cuerpo en la casa y salí con
mi alma, cuya blancura resaltaba en las vitrinas y ventanales en los que la pude
mirar.
Ahora paseo por los vagones, buscando a ese ángel que leía con tanta
detención el único libro que he podido publicar a mis ochenta años de edad y con
la ayuda de mis amigos.

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