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Frente al estacionamiento de buses había un almacén de objetos relucientes.

Sus ventanas
guardaban el vaho angustioso de quienes ansiaban hacerse con todo lo que se exhibía. Y
entre el almacén y el estacionamiento vi al cruzar en la mañana a un grupo de jóvenes
conductores que se sentó a apreciar la exhibición de su soledad, con la robustez de una
camisa de cuero. Tanto cuando el almacén cerró como cuando abrió, sus gélidos rostros
estaban expectantes como si esperaran una exhibición de felicidad. Pero, al cruzar en la
noche, caí en la cuenta de que aquel almacén y aquellos jóvenes eran la transposición irreal
de una historia de un libro de cuentos que leí a medias porque me pareció triste. Al llegar a
casa escribí un relato que representara la desaparición de dicha fantasía. Y así creí que al
otro día se haría realidad. Cuando al día siguiente comprobé que nada había cambiado, me
senté en el borde de un andén y medité. De repente, una hermosa mujer se me acercó, y me
dio un beso. Lo hizo, y cuando concluyó, supe que iría corriendo a leer aquella historia que
había dejado inconclusa.

La sombra del hombre se ciñe al retrato colgado en el estuco pálido de la pared. Las flores
menudas que alinean en torno a su esposa fallecida, como niños en formación, le
entristecen. Y cuenta los días desde que está solo, y se le hacen interminables. Ve de lejos
aquel retrato y el estuco y las flores que parecen marchitarse a medida

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