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C UARTA C O N F E R E N C lA

Un árbol o arbusto yo he sido también,


y un joven y una
doncella, y en el mar un callado pez.

Empédocles

Hoy continuaremos con nuestro estudio del arcano supremo de la astrología: eI zodíaco. Vez pasada dijimos que el
zodíaco era el asiento de aquellas fuerzas que conducen la evolución del ser humano sobre la Tierra y, especialmente,
su paso del grado animal propiamente dicho al grado humano propiamente dicho, esto es, al cuarto peldaño en orden
de vida terráquea.
Es de este modo que vimos en el zodíaco una especie de campo mental de fuerzas, del cual irradia sobre la Tierra la
influencia conjunta de seres superiores y supremos, que en la Tierra estampan su huella del mismo modo en que la
huella del ser humano se manifiesta en su zona de influencia terráquea una especie de "proyección de órganos de
carácter divino, cuya expresión está representada por el conjunto de la existencia física y orgánica sobre la Tierra,
inclusive la del ser humano.
Pero antes de abocarnos a una profundidad en el “cómo" de esta conexión cósmica de la naturaleza humana con el
zodíaco, la cual, como veremos más adelante. no sólo se pone de manifiesto en la evolución de la especie humana en
general, sino que también se revela en la evolución de cada individuo humano, quisiera agregar una breve observación
destinada a mostrar cómo, aun del pensamiento materialista, resultan conclusiones que convierten en cosa segura la
existencia de seres cósmicos inconmensurablemente superiores a la organización humana en la Tierra, seres a los que
sólo puede contemplar, según la expresión de Schiller, el "ojo abierto", de manera que se podría hablar casi de una
prueba material de la existencia de Dios.
En el sentido de las ciencias naturales, cabe considerar como seguro que el hombre, bien es cierto que en intervalos de tiempo enormes, ha
ascendido del grado mínimo de los seres unicelulares hasta su estado actual, sin que interese el "cómo” de ese ascenso; desde luego, es poco
menos que inadmisible que tal ascenso haya terminado "para siempre" en el peldaño del ser humano. Antes bien se puede suponer que el
impulso de dicha evolución continúa. La Tierra apenas ha pasado su edad “mediana”; a lo sumo contará unos millones de años de edad,
muchos de los cuales, sin duda, habrá insumido el ascenso orgánico de la vida hasta revestir la forma humana.
¿No cabe, pues, suponer que al cabo de otros tantos millones de años la evolución del hombre habrá llegado a un
punto en que la organización humana acaso haya superado su estado actual, en la misma medida en que hace
remotísimo tiempo el estado humano actual revistiera el grado de la mónera de Haeckel? Esto es, ¿no habrá llegado
para ese entonces a un grado de evolución que, con respecto al hombre actual, presenta la misma distancia que el
hombre actual con respecto al infusorio? ¿Qué fuerza y poder de conocimiento tendrían esos futuros seres? ¿Qué
fantasía sería capaz de pensarlo? Si uno de tales seres apareciese de pronto entre nosotros, hoy día, ¿quién lo
reconocería o, menos aún, quién acertaría a “verlo"? Posiblemente, el hombre actual estaría en tan malas condiciones
de reconocerlo por medio de sus sentidos como lo pudo estar la antedicha mónera con respecto a la actual forma
humana. Al hombre actual, aquel ser futuro le sería inaccesible e inconcebible. Pero el ser humano actual posee
conocimientos que, aun cuando bastante rudimentarios todavía, lo capacitan en cierta medida para penetrar en el curso
orgánico del proceso de la vida y, con ello, para colaborar a conciencia en la evolución ulterior. ¡Y qué enormes
perspectivas se le abren entonces! Acaso el ser humano llegue a ser capaz de transformar la materia del cuerpo, y
hasta pueda abandonar el planeta a voluntad. Aquellos seres futuros, comparados con el hombre actual, no pueden ser
llamados menos que dioses. ¿Y por qué no existirán tales seres ya en la actualidad, en mundos lejanos, en remotos
sistemas solares millones de años más viejos que nuestro globo terráqueo?
En verdad, el pensamiento materialista tendría que negarse a sí mismo, si no admitiese esta posibilidad, más aún, si no
la considerase mucho más verosímil que la posibilidad opuesta, esto es, que la evolución haya concluido por todos los
tiempos al alcanzar el grado humano.
Hoy avanzaremos un paso fundamental con respecto a lo que vimos la vez pasada.
No trataremos hoy de penetrar en la fuerza propulsora de la evolución, sino en el proceso de la evolución misma y su
relación con el zodíaco, vale decir, la evolución como transformación hacia un grado "superior" o, en otras palabras,
contemplaremos las fases de esta evolución ascendente en forma alquimista”.
Si recordamos que el ser humano lleva en sí, como herencia de las corrientes de vida, los tres reinos naturales
inferiores a su propio grado de hombre, esto es, que lleva en sí el "extracto" de los reinos mineral, vegetal y animal,
como heredad que luego dicho ser humano agrega y une a aquello que lo eleva por sobre la última de aquellas tres
etapas de vida, o sea, a la cuarta etapa de vida, como unidad configuradora del “ser humano", entonces
comprenderemos sin más que en la observación inmediata del zodíaco, tal y como se presenta a la mirada esotérica,
tiene que estar contenido este cuádruple ordenamiento. Y es este cuádruple ordenamiento el que en las antiguas
nociones alquimistas aparece como doctrina de los cuatro elementos o de las cuatro etapas del ser sobre la Tierra, que
percibe el hombre como "exterioridad” y, a la vez, como 'interioridad". Y es de esta manera que proviene de una
tradición antiquísima, las doce regiones del zodíaco se representaban en un orden determinado, correspondiente a una
escala periódica triple, dada por la sucesión de los cuatro elementos de los alquimistas: fuego, tierra, aire y agua.

Aries, Tauro, Géminis, Cáncer


Leo, Virgo, Libra, Escorpión,
Sagitario, Capricornio, Acuario, Piscis.

Tales las series cuádruples, cada uno de las cuales comienza con el elemento “Fuego” (Aries, Leo, Sagitario) y a través
del elemento “Tierra” (Tauro, Virgo, Ca`pricornio) y del elemento “Aire” (Géminis, Libra, Acuario), lleva al elemento
“Agua” (Cáncer, Escorpión, Piscis)
Un racionalista de la orientación, por ejemplo de Volney podrá pensar que esto no constituye más que una
sistematización artificial, incluida la división en doce partes del zodíaco. Pero no es de esto último que hablaremos en
la reunión de hoy.
El orden de las zonas del zodíaco es tan poco artificial como, por ejemplo, el orden de los colores del arco iris en el
espectro solar. Y del mismo modo en que el orden de los colores en la banda espectral pone de manifiesto en forma
inmediata una ley profunda, siendo esta en realidad en tanto percepción cromática, una experiencia enteramente
“interior”, el orden de las zonas zodiacales también incluye una ley que a la conciencia esotérica aparece, por de
pronto, como la escala de un espectro que, desde luego, no representa la escala de percepción de los colores, sino la
de las experiencias de la vida.
Fue nada menos que Goethe quien expuso la noción de que los colores no representan en su totalidad más que
“turbaciones” de la luz arquetípica de carácter “unitario”, la que, al estado puro, es imperceptible e inconcebible para los
sentidos humanos.
La luz celestial se refracta en el prisma de la materialidad terrestre. De modo análogo, aquello que se irradia del
zodíaco sobre la Tierra configura en la mente una especie de luz arquetípica que sólo se hace aprensible al ser
humano en una escala de “turbaciones”, formadas por “refracción” en la materia terráquea, esto es, que, en el espejo
de la conciencia humana, sólo podrá ser reconocida a través del plano de organización del “hombre”. Y este prisma es
la constitución vital interior del ser humano, que lleva en sí a los representantes de aquellos cuatro reinos
mencionados; el hombre, en calidad de aparato receptor de las irradiaciones zodiacales, de carácter celeste. También
el hombre lleva en sí los cuatro elementos que los alquimistas caracterizaron de “fuego”, “tierra”, “agua” y “aire”.
Y con esto hemos llegado al borde mismo del ocultismo alquimista. El pueblo llano suele llamar a la alquimia el “arte de
hacer oro”.
Pero para los antiguos el oro –el aurum- no era más que el símbolo material de carácter terrestre de aquello que la
Biblia llama “aura”, la luz “original”, sólo perceptible al ojo humano en forma “turbada” y solo reconocible interiormente
por el “peldaño humano”, medio de percepción, por cierto aún “turbio”. Este arte de la alquimia consistiría en tomar esta
turbiedad y transformarla de manera que paulatinamente fuese cobrando mayor claridad y nitidez, hasta quedar en
condiciones de recibir el rayo mental (espiritual) único de la luz arquetípica y de reflejarlo. Es en este sentido que, por
de pronto, trataremos de explicarnos aquellos cuatro elementos de la alquimia y su transformación.
¿En qué se diferencia la alquimia de aquello que hoy día llamamos “química”, la cual, al fin de cuentas, representa
también una especie de doctrina de los elementos de la materia y su transformación?
Lo que distingue fundamentalmente la química de la alquimia es el hecho de que aquélla no conoce jerarquías entre los
elementos y sus combinaciones, en el sentido de esferas “superior” e "inferior"; para la química, la idea de la
transformación de lo más bajo en lo más alto y, con ello, la noción de la evolución o del plano de organización de la
materia son concepciones extrañas e inaceptables.
Hay combinaciones sencillas y complicadas; que pueden ordenar los elementos químicos en una serie que presente
cierta regularidad; pero dicha serie no implica en modo alguno la idea de jerarquía en el sentido de “superior” e
"inferior". La materia química no es ni alta ni baja, existe siempre de la misma manera, no tiene evolución ni menos aún
jerarquización. La materia de la que está formada la planta no es distinta de la materia que se encuentra en los cuerpos
“inanimados”. La química de la sustancia vegetal, animal y humana es la misma que la de las sustancias minerales. De
ahí que no haya transformación de la materia, sino meras transformaciones de su composición.
Acaso un ejemplo sencillo nos aclare cuál es la verdadera diferencia entre la alquimia y la química, diferencia análoga a
la existente entre la astrología y la astronomía.
Pensemos en la vida de la planta. La planta elabora su "cuerpo" a partir de las sustancias químicas que toma del
terreno y de la atmósfera, transformando de este modo sustancias minerales, "inanimadas”, en la sustancia viva de su
propio organismo. La química no acierta a explicar este cambio, el cual es un proceso únicamente comprensible en el
plano de la alquimia; las energías de que nos habla la química no alcanzan a interpretar este milagro. Si sólo obrasen
las energías químicas, el organismo de la planta jamás podría elaborar su organismo a partir de la sustancia mineral,
sino que, viceversa, el organismo vegetal, en su calidad de peldaño superior de la organización de la materia, iría
retrotransformándose lentamente en el peldaño inferior del cual provino, esto es, en sustancia mineral. La
transformación alquimista lleva "hacia arriba”; la transformación química por sí sola jamás lleva hacia arriba.
El proceso alquimista que acabamos de ver tiene un modelo físico en el hecho universal del metabolismo, al cual
aludimos brevemente la vez pasada. Nos enseña dicho proceso a comprender dicha transformación en el cosmos
como fenómeno exterior del ascenso orgánico de la escala de vida. El ejemplo más sencillo es el de la asimilación.
Del mismo modo en que la planta transforma por asimilación lo mineral en lo vegetal, el animal transforma lo mineral y
vegetal en lo animal, y el hombre lo mineral, lo vegetal y lo animal en lo humano, en materia "teñida" de lo humano, la
materia coloreada por la esfera del hombre.
Y aun cuando, al cabo de una desaparición de los organismos vegetal, animal y humano, la materia se restituyese a la
Tierra, la molécula o el átomo de materia que alguna vez habitó, por ejemplo, el cuerpo de una planta, llevará en sí,
como efecto de transformación un "algo" que no tendrá un valor químico, sino un valor imperdiblemente alquimista.
Llamemos a ese “algo” el aroma del estadio evolutivo vegetal, etcétera; un átomo de materia que alguna vez ha
residido en .el cuerpo de un animal "aroma" del estadio evolutivo animal y átomo químico que alguna vez fue parte
integrante de un cuerpo humano, constituirá un aroma del estadio evolutivo humano que jamás podrá serle substraído
a este estadio evolutivo.
Lo que vemos actuar en forma alquimista en la materia es la fuerza elevadora de energías alquimistas que atraviesan
el Todo cósmico y cuyo efecto cotidiano lo percibimos por doquier en la naturaleza viva que nos rodea. La naturaleza
llama al proceso resultante de esto la "asimilación”, el hacerse semejante a la propia, el “analogizarse" de la materia
extraña o, como ya podemos llamarla, inferior. De este modo vemos desde un aspecto nuevo aquello que vez pasada
fuera caracterizado, en forma mucho más elemental, de "impresión de la huella"; reconocemos en ésta una "huella" de
segundo orden y en aquel nuevo aspecto, una huella como "mecanismo": el "cómo" del proceso evolutivo en la forma
puramente física de la asimilación o, mejor dicho, de la transformación de la materia en su forma fenoménica más
primitiva. Y lo que vale para la "asimilación" física, tiene contemplado esotéricamente, su faz interior mental de la que
hablaremos ahora, pues sólo gracias a dicha faz podremos comprender qué es lo que quiso caracterizar la alquimia
con sus cuatro órdenes: tierra, agua, aire y fuego, los que, a su vez, representan una especie de principio ordenador en
la constitución del zodíaco, tal y como se puso éste de manifiesto a la conciencia humana.
La historia de la filosofía cita a Empédocles de Agrigento (alrededor de 500 a. C.) como al primer enunciador de
aquellos cuatro elementos "pilares del universo". Sería un grave error el de creer que Empédocles entendiese por
aquellos elementos algo parecido a lo que entiende la química de nuestros días por el concepto de "elementos". Pero
el error surgiría con evidencia, dado el hecho de que Empédocles añadía a sus cuatro elementos otros dos: la eris y la
philia, esto es, la "querella" y la "amistad", el odio y el amor. Conjuntamente con la Tierra, el agua, el aire y el fuego, la
eris y la philia ponen en acción el porqué y el cómo del proceso del mundo.
¡No! Empédocles ve en sus "cuatro elementos" cuatro estados del ser que, aun contemplados exteriormente, pueden
ser representados por los cuatro estados de la materia: la tierra, el estado sólido; el agua, el estado líquido el aire, el
estado gaseoso; el fuego, el estado etéreo; de modo que, por de pronto, tendríamos en los cuatro elementos cuatro
estados de densidad diferente de la materia.
La eris y la philia obran haciendo y deshaciendo las diversas mezclas entre aquellos estados.
Pero si tratamos de entender esotéricamente qué es lo que podrían significar estos cuatro grados de condensación de
la materia cósmica, si tratamos una vez más de extraer de las profundidades de la conciencia humana el sentido de
dicha serie, cuádruple de condensación, nos damos cuenta de que realmente reencontramos dichos estados en la
profundidad de lo psíquico, mental dentro de nosotros mismos, como heredad de lo mineral tierra, lo "sólido”, lo vegetal
agua, lo “líquido”, lo animal aire, lo "gaseoso: y, finalmente, como fuego embrión de Dios, ser humano.
Es así que, por de pronto, y en grado simbólico, el estado sólido significaría aquello que representa nuestra envoltura
más externa, la envoltura sólida, esto es, el cuerpo viviente que nos hace ocupar un lugar en el mundo material; el
estado líquido agua correspondería al estado, mucho menos perfilado, de la vida del afecto y del instinto; el estado
gaseoso aire correspondería a un estado aún más móvil, algo así como la libre movilidad de la actividad del
entendimiento; finalmente, el fuego correspondería a aquello que va más allá de lo corporal, afectivo y aun mental -la
fuerza de voluntad dentro de nosotros-, esto es, a las cuatro “heredades” de la actual evolución humana.
Y ahora trataremos de ver lo que sólo ha tenido valor simbólico hasta la altura actual de nuestra exposición; lo veremos
en forma de imagen que en verdad puede ser calificada de "gigantesca", imagen tendiente a revelarnos en
dimensiones cósmicas lo que acabamos de mencionar; en otras palabras, una imagen cósmica del estado de la Tierra.
Si tratamos de contemplar a la Tierra como un Todo, del mismo modo en que contemplaríamos a un astro lejano -esto
es, en forma exterior-, anotaríamos lo siguiente: por de pronto, la corteza sólida, que llamaremos "tierra"; luego, el agua
de los océanos y de los ríos, que llamaremos “agua"; luego por encima, esto es, “más arriba" en sentido espacial, el
océano del aire, que llamaremos "aire", y finalmente, en el límite de la estratosfera, aquellos rayos cósmicos, los más
poderosos de los cuales son emitidos desde la región del sol, y que llamaremos “fuego”.
Esto constituye, en principio, y visto desde una faz exterior, cierta jerarquización u ordenamiento de los elementos
"sobre” la corteza terrestre.
Tratemos ahora de configurar esta imagen de modo tal que, aun cuando todavía en forma sólo "exterior”, penetremos
en la profundidad de la Tierra, bajo la corteza terráquea, hacia el interior. También allí nos encontramos con algo
curioso; bajo la corteza terrestre volvemos a encontrar el agua "bajo" el agua,_los gases (aire) y, bajo ellos, como
núcleo más íntimo de la Tierra, el fuego, el así llamado núcleo "heliótico" (solar). Imaginemos a continuación que esta
interioridad de la Tierra, con aquel cuádruple ordenamiento de los elementos correspondiente a la superficie exterior,
fuese algo que pertenece a la “vida interior" de la Tierra, es decir, algo no espacialmente sino psíquicamente “interior";
en ese caso, las cuatro gradaciones de lo material serían cuatro grados de una vida interior. Si nos entregamos en
forma viva a esta impresión, se nos configura una visión esotérica análoga a aquella que describimos la penúltima vez
al hablar de la relación del macrocosmos con el microcosmos, claro está que iluminada desde otra faz, bajo un aspecto
nuevo.
La relación de los cuatro elementos de la vida exterior de "allá afuera” con los cuatro elementos de la vida interior, nos
permitiría reconocer que la corteza terrestre, en forma análoga a la "piel” de nuestra visión de entonces, representa una
especie de límite y a la vez un miembro de unión entre lo interior y lo exterior de aquellos cuatro elementos, del mismo
modo en que el cuerpo humano tomado en su totalidad era el puente entre el conocimiento exotérico y el conocimiento
esotérico.
Aplicada, pues, al ser humano, la "Tierra" resulta ser lo material del cuerpo humano, el representante del reino mineral,
en la medida en que dicho reino está incluido en el hombre. La Tierra es nuestro cuerpo como fenómeno material. ¿Y
qué es el agua bajo la corteza terrestre, el Agua vivida interiormente?
Bien; del mismo modo en que la Tierra era el representante de lo mineral, el Agua es el representante de la segunda
escala vital, el reino vegetal, escala vital que se halla por encima del reino terrestre de los minerales, el reino vegetal
interiormente vivido. El Aire es el reino animal interiormente vivido, y finalmente, el reino humano interiormente vivido, el
reino más alto dentro de nosotros, la revelación del "yo", es el Fuego.
Si a base de este cuadro cósmico de la estructuración de la Tierra tratamos de penetrar en las profundidades de la
naturaleza humana, atravesaremos, con aquellas capas, la historia de la evolución del propio ser humano. Pero esto no
es un mero "recordar" histórico del camino evolutivo de millones de años que recorrió el ser humano desde su
ascensión a partir de los reinos más bajos de la vida, sino que se parece al propio proceso de asimilación alquimista
que presenta al hombre actual como si éste hubiese, por así decir, digerido con ayuda del fuego todo lo que fue
recorrido en los tres estadios anteriores de la evolución humana, esto es, tierra, agua y aire, como si los hubiera
incorporado a su propio cuerpo, asimilándolo, como si hubiese absorbido lo que puede ser absorbido de la tierra del
reino mineral, del agua del reino vegetal, del aire del reino animal y del aroma del reino humano.
¿Como si hubiese absorbido? ¡No! "Teniendo que absorberlos".
Y con esto llegamos al misterio más profundo de la formación humana que podamos extraer del zodíaco.
Es sagrado deber evolutivo del ser humano el emplear conscientemente el fuego que alberga dentro de sí, como
núcleo heliótico de la Tierra, como “yo" tocado por la chispa de Dios, para transformar con su fuerza lo más bajo en lo
más alto, para fundir “conscientemente” las materias inferiores en las superiores, y, de ese modo convertir en trabajo
consciente lo que en la naturaleza y sus seres vivientes fuera proceso de digestión inconsciente -fenómeno de
metabolismo-, asimilación alquimista, o, en otras palabras, cobrar conciencia de las fuerzas nutricias que, a través de la
estructura histórica-terrestre de los reinos inferiores, penetraron en su cuerpo, y cuyas verdades “vitaminas" son las
irradiaciones celestes de los seres zodiacales superiores, cuya huella obra, como esencia de su existencia, de su vida,
en el mineral, la planta y el animal.
De modo que su misión pasa a ser la de convertir el alimento celeste en valores humanos, de consumirlos en el fuego
del Athanor el horno alquimista, que le fue confiado juntamente con su "yo”, y por ese medio, transformarse a sí mismo.
Como dadora de tal alimento celeste, la mitología de los pueblos ha tenido siempre en consideración a los grandes
guías de la humanidad, destinados a realizar el milagro alquimista de inculcar en la humanidad un impulso evolutivo.
(El milagro de la multiplicación de los panes de la Biblia.) Es de este modo que aquello que fuera caracterizado como
sagrado deber evolutivo del ser humano se nos presenta como la misión de humanizar lo mineral, vegetal y animal, de
revestir con el sello del hombre, con el sello del fuego, todo aquello que el hombre halla dentro de sí como heredad
proveniente de dichos tres reinos previos al humano, solucionando de esta manera un problema que los antiguos
solían representar como el enigma de la esfinge, destinado en la realidad a encubrir el secreto del zodíaco. Bajo la
figura de la esfinge, los antiguos representaban una especie de extracto simbólico de los cuatro elementos del zodíaco,
en forma de ser compuesto de las cuatro imágenes zodiacales, representando cada una de las partes un elemento,
según el esquema siguiente:

El cuerpo de la Esfinge -Tauro, o también la Osa- Tierra.


Las alas de la Esfinge -Escorpión o Aguila- Agua.
Las garras de la esfinge -Leo- Fuego.
La cabeza de la esfinge -Acuario o Ser humano- Aire.

Lo que se expresa en este esquema es la necesidad de superación de la naturaleza animal del hombre, esto es, de su penúltima etapa
evolutiva, por medio de su etapa mental (cabeza de hombre) El contenido de la vida y de toda aspiración humana consiste, pues, en el
cumplimiento de esta exigencia, de esta necesidad. Por dicho cumplimiento el hombre no sólo hace justicia a su deber de elevarse a sí mismo,
sino que también participa conscientemente, como “ser primero" de la escala evolutiva, del gran milagro alquimista de la evolución del mundo,
al llevar "más allá” el elemento del fuego, implantado en su etapa evolutiva específica, y al llevarlo a los elementos hereditarios inferiores a su
condición de ser, por medio de la impresión de su “huella".
De este modo se abren para el ser humano cuatro campos de acción, cuatro terrenos en los que el hombre tiene que
imprimir su huella, su sello de dignidad humana.
El primero de estos campos lo hemos visto vez pasada; se trata del campo llamado "tierra". En la arena de la Tierra el
hombre imprime su huella al crear sus máquinas y herramientas. Como fruto de autoennoblecimiento por ese trabajo
alquimista, el hombre cobra conocimiento de las leyes naturales que los altos seres del zodíaco han colocado en la
materia, a saber: la ciencia y la técnica humanas. Pero este proceso alquimista no es sólo un proceso de asimilación,
sino también un proceso de separación. Por la ciencia y la técnica, el hombre aprende a diferenciar lo dañino de lo útil,
a aumentar lo útil y a disminuir lo dañino, valiéndonos para esto de un proceso de selección libre y conscientemente
responsable. Para realizar este trabajo, dispone de la ayuda de las fuerzas que se irradian del signo de Tierra:
Capricornio, Tauro y Virgo. También el animal, la planta y la piedra viven bajo las mismas leyes materiales y "deben”
vivir según ella, pero es el hombre el que acierta a reconocer dichas leyes y escalar con este conocimiento su peldaño
en su ascensión desde la animalidad.
El segundo de los campos de acción que encontramos en nuestra excursión hacia el núcleo interior del ser humano es
el de Agua, el gran reino de aquello que eleva a la planta por encima del mineral, el reino de los instintos y del
crecimiento, de la siempre renovada afirmación de vida, que, en la etapa animal, se convirtió en la vida de las pasiones,
en la búsqueda impulsiva y en la fuga instintiva, en el dolor y el placer, y que, en la etapa del hombre, se convirtió en el-
contenido total de su vida de deseo, de su vida volitiva, con todas las fases intermedias entre la alegría celeste y el
dolor infernal, entre el amor y el odio. Lo que aquí tiene que ser transformado en forma alquimista es lo siguiente:
Convertir en fuerzas conscientes aquello que también en el animal vivía como instinto de amor y de odio. También el
animal posee en su vida pasional una especie de instinto de amor y odio; pero esas formas pasionales tienen que ser
transformadas por el hombre, de modo que ya no constituyan una especie de "padecer", sino que el “padecimiento” sea
elevado a la categoría de fuerza capaz de hacer brotar de ella misma la energía capaz de curar ese mismo
padecimiento; se trata del amor curativo, compasivo, solícito, dispuesto al sacrificio, que está más allá de la pasión y
más allá de la materia, de la carne; el amor que vence al odio excluyéndolo, como a una escoria, del proceso
alquimista de ennoblecimiento. Las fuerzas que lo ayudan en esta tarea de transformación son las del signo de Agua:
Cáncer, Escorpión y Piscis. Con la ayuda de estas fuerzas, el hombre construye un segundo peldaño para su
ascensión desde la animalidad.
El tercer campo de acción es el del Aire, el gran reino de todo aquello que, aún extraño a la planta, vive en el animal
como "instinto de entendimiento", y que en el hombre configura el reino de sus pensamientos, su vida mental. Si el
hombre no poseyese más que el entendimiento animal, esto es, la mera capacidad de ser guiado por motivos
subsistentes de los recuerdos placenteros o dolorosos, entonces carecería del entendimiento "humano", de aquello que
llamamos "razón", cuya peculiaridad es la de independizar la vida pensante de la vida instintiva, librándola de pasiones.
Pero lo que configura la tarea consciente del ser humano, el trabajo alquimista en el reino de Aire es bastante singular,
a saber: la fuerza de independizar los pensamientos, de sacarlos de la vida instintiva y mirarlos en una total
independencia, de llevarlos a un sistema situado más allá de toda vida placentera o pasional, cuya regularidad
ordenadora representaría una copia de las leyes naturales que elevaban al ser humano del reino mineral. Se trata, por
así decir, de la fuerza de cristalizar los conocimientos mentales, dándoles un cuerpo mental en el que el hombre prima
la huella de su organización humana. Lo que se forma de este modo es, ante todo, el “concepto”, la letra, la palabra
sonora, y finalmente, la obra de arte, en la piedra, el sonido, la palabra y la imagen, el arte como supremo sello humano
dentro de este tercer campo de acción. Y también en esta tarea el hombre aprende a separar y seleccionar, a
diferenciar entre la verdad y el error, construyendo de este modo un tercer peldaño para su ascensión a partir de la
animalidad. Las fuerzas que colaboran con él en esta tarea, se irradian del signo de Aire: Libra, Acuario, Géminis.
El cuarto campo de acción es el de Fuego. Cuando el hombre ha obtenido de los campos de Tierra, Agua y Aire los
alimentos para su crecimiento, para su ascensión desde la animalidad hasta la humanidad, ha ganado con ello lo que
luego se convierte en tarea de su cuarto campo de acción: de las profundidades de la revelación de su yo, el verdadero
atributo humano, proveniente del sentimiento de aquello que, a su vez, representa en las profundidades de la
individualidad el ser más íntimo del hombre, lo que, para decirlo con las palabras de Kant, se da a conocer como “ley
moral dentro de mí” o aquello que dentro de mí "quiere" ser espejo de una voluntad suprema, invariable, a la que me
debo asimilar por exclusión de todo lo que la contradiga. Y dicha tarea es la siguiente: transformación del núcleo
humano más íntimo, del ser egoísta, voluntarioso, en un ser que, por el sacrificio constante de la voluntad egoísta,
aprende a desarrollar el verdadero ego, según la ley siguiente: no como quiere mi yo aparente, no como acierte a
"querer" yo, sino como “debo" querer, sí la suprema ley moral ha de conducir esta voluntad hasta la autodeterminación
de mi yo, hasta la libertad de mi voluntad, hasta la perfección. Y lo que obtiene el ser humano de esta aspiración es la
perfección de la etapa humana por la obtención de la total libertad interior, sólo por la cual puede llegar a ser el
heredero universal de los reinos inferiores, el dueño de ellos sobre la Tierra. Las fuerzas que lo ayudan en esta tarea se
irradian del signo de Fuego: Aries, Leo y Sagitario. Por ellas, el hombre aprende a llevar a cabo la importante
diferenciación tendiente a completar su obra evolutiva, pues de ella depende que su camino ascienda al encuentro de
la perfección o descienda al reencuentro del reino animal; en una palabra, la diferenciación entre el bien y el mal.
De manera maravillosa, la ha expresado Goethe en su poema Das Göttliche ( Lo divino) este milagro alquimista de la
formación del ser humano:

“¡Noble sea el hombre,


solícito y bueno!
Pues tan sólo esto
lo distinguirá
de los seres todos
que conocemos.”

“¡Salve a los ignotos,


altísimos seres
que presentimos!
¡Sea como ellos el hombre!
Su ejemplo enséñenos
a creer en ellos."

(La asimilación alquimista)

Y más adelante:

“Según eternas, férreas,


grandes leyes,
todos debemos
cerrar el círculo
de nuestra existencia.
Tan sólo el hombre
acierta con lo imposible.
El diferencia,
escoge y ordena.
El puede al instante
conferir duración...
(los signos del Aire)

“Sólo él puede
premiar al bueno,
castigar al malo (los signos del Fuego)
curar y salvar (los signos del Agua)
lo disperso, lo errabundo,
unir útilmente” (los signos de la Tierra)

Y ahora acaso entendamos ya cuál debía ser el sentido del antiquísimo enigma de la Esfinge, cuya popular figura nos
ha sido transmitida desde la antigüedad en una forma casi ingenua:

"¿qué ser es aquel


que de mañana anda en cuatro patas,
de mediodía en dos patas
y de noche en tres patas?”

La solución de esta adivinanza es: el hombre.

"De niño se arrastra por la tierra.


De hombre camina erguido.
De viejo se apoya en el bastón.”

Pero el sentido secreto de esta adivinanza nos lleva a otra interpretación: andar en cuatro patas significa pertenecer a
la Tierra, a lo mineral, cuyo símbolo científico oculto era el cuadrado.
Por la noche, una vez completado su camino, el hombre ha ascendido al Fuego, cuyo signo era el triángulo con el
vértice hacia arriba.
Y en medio de estas dos etapas está el largo camino de la evolución, el doble camino alquimista de la asimilación y la
separación, del atar y del soltar, el camino de la exclusión y la diferenciación: el camino del dos.

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