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SEGUNDA CONFERENCIA

Hermanos, sobre eI mundo de los astros,


ha de vivir un padre bondadoso.

SCHILLER

La vez pasada hemos tratado de cobrar una idea -en forma de descripción general- de la naturaleza de la
astrología como parte de las ciencias ocultas; intentamos especialmente clasificar las fuentes de tal saber, fuentes
que manan de regiones aparentemente muy distintas de aquellas de donde manan las fuentes del saber profano.
Esas fuentes interiores del saber oculto, como lo hemos expuesto vez pasada, jamás fueron cegadas del todo; aun
hoy día siguen mandando, y más que nunca; sólo que actualmente no hallan comprensión por parte de todo lo que
en el presente goza de categoría científica. La astrología proviene, en su calidad de fuente fidedigna, de aquel
sentimiento cósmico que aun hoy en día configura el contenido de vida de todos los pueblos, que, por esa misma
razón, calificamos de pueblos "primitivos" o "naturales", porque no viven en relación externa sino interna con la
totalidad de la naturaleza, relación que se basa en la comunidad de vida orgánicamente percibida con dicha
naturaleza, en el pensamiento de constituir parte integrante de la vida universal de ese cosmos, cuyas partes
integrantes de carácter *exterior" son las miríadas de soles, planetas y lunas, diríase que como “aspecto exterior"
de un cuerpo gigantesco, cuyos órganos aquellos soles, planetas y lunas representan. Y, como habitante de una de
estas células orgánicas, el hombre, en tanto ser integrante de su naturaleza, se siente célula en miniatura, transido
de las corrientes vitales del cuerpo cósmico, con su conciencia pensante, con sus esperanzas y alegrías, con sus
caídas en pecado y miseria, con sus luchas por reconquistar la fe y la liberación. Quien, contemplando el cielo
estrellado, haya sentido esto, quien se haya entregado aunque más no fuese que en forma de presentimiento a tal
sentimiento cósmico del Todo, ha infundido vida a una parte de aquello que otrora fuera la fuente de la sabiduría
astral.
Pero es el caso que dicho "presentimiento" corresponde en la vida de los pueblos a una etapa primitiva del
conocimiento de la naturaleza, una etapa que en la ascensión hacia el saber esclarecido tenia que perderse, para
luego ser reconquistada a conciencia en calidad de saber imperdible. En nuestra disertación anterior hemos
seguido, basados en la ingeniosa exposición de Augusto Comte, El camino ascendente a través de aquellos tres
estadios de los cuales el primero, llamado estadio "teológico", podía muy bien ser comparado con el sentimiento de
la naturaleza de los pueblos primitivos, y el tercero, con el punto de vista de la ciencia física. Pero ahora
seguiremos adelante y estableceremos un cuarto estadio que reúna todo el saber detallístico o estadístico de una
imagen viva, orgánica, de carácter cósmico. Y llamaremos este saber el saber oculto o saber esotérico, en
contraposición al saber físico, natural y exacto, que llamaremos saber exotérico.
Estas dos expresiones, que aplicaremos en lo sucesivo, provienen de Pitágoras, el cual separó a sus discípulos en
dos grupos: los exóteroi o “exteriores”, y los esóteroi o discípulos "interiores", “ocultos".
A los exóteroi se les enseñó todo lo que actualmente constituye más o menos el objeto de las ciencias empíricas,
sistemáticas, experimentales. En otras palabras, se les inculcó un saber mediato. A su vez los esóteroi aprendieron
el método de la sumersión en la interioridad -la meditación- aprendieron a convertir el "yo" en mediador -médium-
del saber que mana del "cosmos", del Todo.
Antes de continuar nuestra exposición, que comenzamos vez pasada, vamos a reproducir una de las maravillosas
metáforas de Chuang-Tsé, en la traducción alemana de Martín Buber. Se trata de una conversación entre un
"positivista” y un representante del pensamiento cósmico, de un pensador exotérico y un pensador esotérico.

EL PLACER DE LOS PECES


Chuang-Tsé y Hui-Tsé estaban de pié, sobre el puente que une las márgenes del Hao. Dijo Chuang-Tsé: “¡Mira como gozan los peces
nadando libremente bajo las aguas!" "Pero tú no eres un pez –repuso- de modo que no puedes saber en qué consiste el placer de los
peces". A lo cual respondió Chuang-Tsé: "Pero tú no eres yo. ¿Cómo puedes saber que yo no sé en que consiste el placer de los peces?"
"Yo no soy tú -confirmó Hui-Tsé- y no te conozco. Pero sé que no eres un pez, de modo que no puedes conocer a los peces." Y
Chuang-Tsé contestó: Volvemos a tu primera pregunta. No me preguntaste como podía yo saber en qué consistía al placer de los peces.
En el fondo, tú sabias que yo lo sabía, Y, sin embargo, me lo preguntaste. ¡Lo mismo da! Lo sé porque yo mismo siento placer ante el
agua".

La vez pasada hicimos referencia especial a la separación entre aquellas dos cosmovisiones; hoy en cambio
dirigiremos por de pronto nuestra atención a ciertos nexos existentes entre ambas cosmovisiones, a una noción
que, a pesar de todas las inclinaciones antimetafísicas de la ciencia moderna, ha ido aflorando con nitidez cada
vez mayor en los últimos cinco decenios, aun en la cosmovisión mecanicista. Se trata de la noción de evolución, o
para decirlo sin rodeos, de la noción del ascenso desde lo imperfecto a lo perfecto.
Pero la noción de evolución nos ocupará en la disertación próxima cuando nos dediquemos a su estudio esotérico.
Por hoy baste la referencia en el sentido que allí donde quiera que aparezca la idea de evolución en la ciencia
física, dicha idea será pensada secretamente por analogía con el desarrollo "orgánico”, es decir, como despliegue
o evolución de gérmenes o estados germinativos que ya llevan en sí toda exigencia futura, así fuere aun en forma
irreconocible por no manifiesta, como, por ejemplo, la planta está contenida en la semilla, o el animal aparece en el
huevo como forma acabada y, a la vez, aún no manifiesta. Pero en tanto esta "forma" parte de la célula germen y
va creciendo por partición celular y ulterior diferenciación, hasta llegar al organismo acabado, ella (la forma) nos
brinda, en total perceptibilidad de la realidad exterior, "algo" que se lleva a cabo de manera exactamente igual a
aquello que vez pasada describimos como origen mental de todos los números a partir de la unidad, esto es, por
diferenciación y participación (pars=partus) continuas.
De ahí que la ciencia física exacta, para ser consecuente, debería borrar de su vocabulario la noción de evolución,
cuyas causas pulsoras constituirían para dicha ciencia un enigma eterno; debería tachar dicha noción y sustituirla
por la expresión de "sucesión de estados" cuya validez rebasaría los límites de la esfera de sus intereses. Pero si,
con todo, dicha ciencia se decide realmente a no ver en la evolución más que una mera sucesión de estados,
entonces esta noción pierde todo su sentido.
Pero no es ese el caso. La idea de evolución subsiste y sigue adelante, demostrándonos con esto qué profunda es
la relación existente -por menos que se la reconozca- entre las doctrinas exotérica y esotérica. La idea astronómica
de la evolución del cosmos, tal y como fuera expuesta por Kant y Laplace, como así también la ulterior progresión
de dicha idea o su traducción al mundo de lo orgánico por Haeckel, no son más que nociones esotéricas vestidas
con el manto del saber exotérico, conocimiento adquirido desde el punto de vista de la ciencia oculta. Ambas
nociones certifican conjuntamente la unidad de toda clase de vida en este cosmos.
La hipótesis cosmogónica de Kant y Laplace situaba el origen conjunto del mundo planetario en un cuerpo celeste
único que en un principio abarca la totalidad de sustancia del cosmos solar cuyo estado actual nos es conocido
bajo la forma de sol. Del cuerpo del sol se produjeron los planetas, ya por condensación de nudos individuales de
aquella sustancia, ya por expulsión de masas (Planetaria) a lo largo del ecuador solar.
De acuerdo con esto, todos los planetas, incluso nuestra Tierra, son parte del sol, son su cuerpo, su sustancia, y,
por diverso que sea el distanciamiento espacial de ellos con respecto al sol, siguen unidos al sol, circundándolo,
según leyes invisibles, con sus diversas órbitas. Han sido proyectados "fuera" del núcleo solar, pero en su interior
dichos planetas llevan la "dote" de la naturaleza del sol.
El reconocimiento de este echo por la ciencia exotérica revela el elemento que podría conciliarla con el
pensamiento astrológico.
Pues en tanto los planetas nacieron según grandes y diversos intervalos de tiempo -intervalo determinado por el
sol-, llevan dentro de sí la herencia de diversos estadios de evolución solar, cada uno de los cuales estadios, ya
transmitido al respectivo planeta, pasa a ser la tónica, el tono fundamental que determina la vida futura, el porvenir
del planeta. Es de este modo que al dar a luz el sol al planeta Saturno, transmitió a este un estadio evolutivo que
para Saturno configurará la tónica de toda la vida; lo mismo podría decirse -referido a cada estadio evolutivo
particular del sol, según el caso- de Júpiter, Marte, en fin, de todos los planetas.
En la medida, empero, en que tales planetas son "hermanos", hijos de una única gigantesca madre, esto es,
parientes "troncales" consanguíneos, en todos ellos latiría la misma vida, sólo que afinada en cada cual según
tónicas diversas, acordes respectivamente a las diversas capas evolutivas del propio sol. Ahora bien, la Tierra,
situada entre los demás planetas como, por ejemplo, un hombre entre sus semejantes, entre seres humanos
mayores y menores que él, hermanos suyos en cuanto "humanos", recibirá la suma de las influencias de sus
“hermanos planetarios" mayores y menores que ella, como resultado de fuerzas que en parte le hacen pensar en el
futuro y en parte le recuerdan el pasado, fuerzas que en el cambio incesante de sus posiciones o constelaciones
representan una infinita y, sin embargo, regular multiplicidad de impulsos, cuya totalidad es delineada por la gran
línea según la cual se lleva a cabo la propia evolución terráquea, siendo que a su vez esta evolución se transmite a
todo lo que signifique parte integrante de la Tierra, esto es, entre otras, al ser humano.
Y con esto hemos llegado a un segundo nexo de unión entre la ciencia actual y la astrología: la idea de
constelación, esto es, de la posición reciproca de puntos de energía.
El doctor Otto Bryk (entre otras cosas, traductor de las obras de Kepler), fallecido prematuramente, llamó la
atención, en una conferencia, acerca del hecho de que la idea de constelación desempeña un papel muy
importante en la química de nuestros tiempos. Hay numerosas combinaciones químicas cuya composición
química, en lo referente a los elementos y sus relaciones cuantitativas dentro de las moléculas, debe ser
considerada idéntica, aun cuando física y químicamente sea totalmente distinta. Tales combinaciones se llaman
isómeros. Hay por ejemplo, varias combinaciones diversas entre sí de una misma fórmula; asi: C6H4CL2, que
cobra diversos aspectos según la posición recíproca que adoptan entre sí los átomos de hidrógeno y del cloro.
Bien es cierto que las posiciones recíprocas posibles entre el sol y los planetas son de una multiplicidad inagotable
y, aunque se repitan en periodos largos o breves de tiempo entre grupos aislados de planetas, jamás se repiten en
su totalidad.
Cada horóscopo, a pesar del hecho de estar compuesto sólo de los diez puntos planetarios de energía que hasta
el presente se conocen -Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno, Plutón-, representa
una especie de constelación isómera, cuyas propiedades presentan el rasgo de la "unicidad”, esto es, que jamás
se repiten en el curso de los cientos de miles de años, en medio de la inmensa plenitud de posibilidades de
constelaciones; cada horóscopo fija un momento fugaz del proceso evolutivo de la Tierra, mediante la
individualidad del ser humano a quien la Tierra confirió existencia en dicho momento como testigo permanente de
su vida interior.
Y es nuevamente la música, a la que ya caracterizamos en nuestra disertación anterior como repercusión terrena
de la unidad cósmica, la que nos muestra de manera relativamente simbólica como la constelación y la evolución
se brindan al pensamiento esotérico en su entrelazamiento vivo. Pues lo que ocurre exteriormente en la música es,
por así decir, el cambio incesante de las constelaciones formadas por sus átomos, esto es, de los doce tonos de la
serie cromática y, en casos más sencillos, hasta de los siete tonos de la serie diatónica. Pero el sentido de la obra
musical sólo podrá ser pasado por alto en su estadio de evolución, según la cual se va desarrollando
paulatinamente lo que al comienzo sólo apuntaba como germen del "porvenir", o sea, el motivo, grávido aún de
todos los presentimientos y esperanzas incumplidos, para retornar al fin a la meta ya contenida en el germen.
En cada fase de esta evolución se combina un "pasado" cumplido con lo "aún incumplido", con un "futuro", Esto es, que en cada fase de
dicha evolución nace una nota, como cumplimiento de esperanzas pasadas, que va madurando al encuentro del futuro, el presentimiento
del cual determina el sentido de la existencia fugaz de la nota, al par que le asegura persistencia y existencia dentro del marco de la
cohesión total.
Hoy avanzaremos un paso, con respecto a nuestra disertación de la vez pasada.
Hemos visto que hay dos puentes que nos señalan el camino del conocimiento cósmico que fundamenta a la
astrología: el cuerpo humano como puente físico y la matemática como puente mental.
Hoy trataremos de mostrar a ustedes cómo hemos de interpretar el cruce de dichos puentes. Trabaremos
conocimiento con una experiencia fundamental de carácter esotérico, que si bien está al comienzo de toda
cosmología de carácter científico oculto, no por ello deja de impresionar -casi infantilmente- a quien no pueda
vivirla.
Intentemos, mediante un sentimiento dirigido hacia la interioridad, tocar, por así decir, los contornos de nuestro
propio cuerpo. De esta manera, podremos imaginarnos ubicados en nuestra limitación espacial; pero si intentamos,
en cambio, seguir imaginando que en nuestra limitación no somos más que una parte del Todo cósmico, del
cosmos que nos contiene dentro de sí, del mismo modo que nosotros lo tenemos fuera de nosotros, y tratamos de
plasmar esta idea en un sentimiento viviente, entonces la epidermis de nuestro cuerpo, la piel que guarda a
nuestro pequeño yo, se convertirá a la vez en la superficie limítrofe común en que se tocan el cosmos y mi cuerpo.
Del mismo modo en que lo hacía el pentágono del pentagrama, la epidermis producirá reflejos “de un lado a otro",
y de la manera en que tocamos en dicha epidermis nuestra limitación, en que tenemos, al tocarla, el "sentimiento"
de nuestra limitación, también el cosmos palpa su propio contorno "con respecto” al hombre con el cual posee
aquella epidermis, en calidad de superficie común.
Es así que el hombre de convierte en "poro" de un cuerpo gigantesco, colmado de sustancia humana, a saber, el
cosmos como arquetipo de la figura humana.
Ojo a ojo, boca a boca, nariz a nariz, mano a mano, espalda a espalda, pecho a pecho, corazón a corazón, el
"hombre" gigantesco rodea al "hombre" pequeño, el macrocosmos rodea al microcosmos, y el hombre pequeño
vive en eI grande, unidos ambos por el ya común espejo de la "piel" humano-cósmica. Y lo que está "adentro" de
esta piel es como lo que está "fuera" de ella. O, como se dice en un documento antiquísimo de carácter esotérico,
la Tabla Esmeraldina: id quod superius est, est sicut id, quod inferius est . (Lo que está más arriba es como lo que
está más abajo.)
Y es así que llegamos a la noción del hombre irradiado por el cosmos y, con ella, a un fundamento antiquísimo de
la astrología, que también podríamos llamar el postulado de la correspondencia universal y general entre el
hombre y el cosmos.
Es en este punto que tenemos que referirnos a la idea médica que tenían los antiguos acerca de la proveniencia
del semen humano, idea conocida en la historia de la ciencia médica con el nombre de teoría pangenética. Los
antiguos creían que el semen humano se formaba como extracto de todos los órganos del cuerpo, constituyendo
de este modo una especie de foco o núcleo vital del hombre, de la misma manera en que éste (el hombre)
constituye una especie de foco o núcleo vital del universo.
El cuerpo humano ha sido, por así decir, estampado en el universo, eI cual lo vuelve a aquel el mismo rostro que
aquél a éste. De acuerdo con esto a toda parte integrante de carácter orgánico del cuerpo humano, le corresponde
un arquetipo cósmico. La cabeza y los miembros, el corazón y el intestino, el hígado y los riñones adquieren la ley
de su organización y de su interdependencia constitutiva, de la "figura humana", del arquetipo microcósmico del
ser humano; sólo que no debemos contemplar el cuerpo humano con ojos exotéricos, sino que debemos vivirlo
interiormente como poro del cosmos cumplido en el “Yo”.
Y pudiendo ser percibido este Todo que nos abarca como “envoltura” (en griego: bulon, kallon; en latin: coelum; en
hebreo: chol; en alemán: bohl, All), es que, en consecuencia, aparece la figura humana, lo mismo que la figura
humana arquetípica que nos "envuelve" (de carácter celeste), como algo cerrado en sí mismo, resuelto en sí
mismo como el círculo, y la figura humana "de pie" sería, por así decir, una circunferencia rectificada cuyos dos
"extremos" siguen recíprocamente comunicados, pues se tocan como "extremo de cabeza" y "extremo de pie" de
la figura humana.
La figura arquetípica de carácter cósmico de esta figura humana convertida en círculo se llama zodiaco. Pero más
adelante expondremos esto con todo detalle.
Antes de hacerlo, consideremos la ya mencionada experiencia fundamental de carácter esotérico desde otro
aspecto. Si no dirigimos nuestra atención a la manera en que se separan entre sí, por la superficie limítrofe común,
el macro y el microcosmos, sino que atenderemos a cómo, a pesar de esta separación y más allá de ella, el macro
y el microcosmos permanecen en comunicación constante entre sí, por el hecho de que continuamente,
ininterrumpidamente, hay sustancias del macrocosmos que penetran en el microcosmos llamado "hombre" y,
viceversa, hay sustancias humanas que penetran en el macrocosmos, si prestamos pues, atención a este
constante intercambio de sustancias corporales entre el marco y eI microcosmos, nos entregamos vivamente a
esta experiencia, a esta experiencia que se vive de la manera más inmediata en el hecho de la "respiración",
entonces ya no nos sentiremos “delimitados" con respecto al cosmos por la piel, sino que nos sentiremos unidos al
cosmos por la misma función de vida, función que no es en consecuencia, más que una constante renovación del
microcosmos por las fuerzas del macrocosmos, y viceversa. La respiración y el metabolismo nos permiten
experimentar inmediatamente nuestra incorporación viviente a la vida universal. Y así como la piel era la superficie
común de contacto entre yo y el universo, así también la respiración es expresión de la vida común entre yo y el
universo. Cuando inspiro, el universo espira dentro de mí, y viceversa. EI "ritmo" de mi función de vida se convierte
en este modo en analogon del proceso especular que se produce en el límite de mi cuerpo, y siendo como era mi
cuerpo y su organización el reflejo en pequeño del cosmos, el ritmo de mi función de vida es reflejo de la gran vida
cósmica de “allá afuera”, es, enteramente, su correspondencia refleja. Y ahora entendemos lo que en nosotros es
ritmo de pulsación y respiración, es "allá afuera el gran ritmo de la órbita de las estrellas”. Aparición y desaparición
de estrellas, cambio y retorno de las fases de la luna, equinoccios y solsticios, épocas planetarias, testimonian las
pulsaciones rítmicas del cosmos, del cual es parte la Tierra, con sus mareas, con su cambio de estaciones, con su
ritmo de “día” y de “noche” con su cotidianidad de mañana, mediodía y anochecer. La captación de todo esto en un
sentimiento profundamente interior constituye la segunda forma en que el cuerpo humano se nos da como puente
tendido hacia el cosmos. Y así como la primera forma de la experiencia esotérica del cuerpo humano conducía, a
través de la percepción de la correspondencia entre los órganos, hacia la proyección inmensa de la figura humana
circular del cielo, esto es, el zodiaco, así la segunda forma de esta experien cia, en calidad de experiencia vital
cósmica, conduce hacia los movimientos de los astros y, especialmente, a la función de los planetas, al movimiento
planetario en el fondo del zodiaco, a lo largo del cual se lleva a cabo dicha peregrinación rítmica de los planetas.
Hasta aquí hemos hablado de uno de los puentes.
Pasemos ahora a considerar el otro puente, el puente mental, del que hablamos la vez pasada: la matemática.
En él reconocíamos un puente que une el "aquí" con el "allá", en la medida en que el conocimiento matemático
puede desarrollarse a partir de la idea pura del número, mientras que por otro lado, todo lo que se obtenga de ese
modo a partir del pensamiento puro, resultó ser a la vez la forma más general de la regularidad del acaecer físico,
más aún, el único camino que llevaba a la ley física. Es de este modo que se produce -en terreno puramente
mental- la noción de una correspondencia universal, por un lado, entre los números y sus funciones y, por otro
lado, entre las regularidades de los fenómenos exteriores y los sucesos exteriores.
Y es entonces que nos sobreviene una curiosa idea.
Si realmente es de la unidad y su división que se desarrollan todos los valores numéricos, ¿no existirá una
correspondencia completa entre el desarrollo matemático y la evolución cósmica de "allá afuera?” ¿No estaríamos
obligados a creer que la evolución de los números a partir de la unidad nos daría la clave esotérica para captar la
cosmogénesis, las leyes de evolución y del origen del universo, sobreentendido que se trata de la clave esotérica,
de la captación “científica oculta" del origen y evolución del universo?
Quisiera volver a mostrar a ustedes una experiencia esotérica fundamental; se trata esta vez de una experiencia
numérica, que nos llevará inmediatamente a lo que puede ser el sentido interior de los números, su faz interna.
Pero antes de entrar en dicha experiencia, echemos una ojeada a la posición que adopta la ciencia exotérica frente
al problema de la cosmogénesis, frente al problema del origen del universo.
La idea de la cosmogénesis presupone un estado anterior al origen del universo, una época en que el mundo aún
no existía. Es decir, la "nada".
Pero el entendimiento no puede captar la idea de que el universo surgió de la nada. Si lo creó un Dios, ¿quién creó
a ese Dios?
De modo que toda cosmogonía exotérica tendrá que partir de algo preexistente a lo cual preexiste a su vez el gran
ignoramus, ignorabimus, con que Dubois Reymond, en su célebre discurso de rector, soslayó la solución de este
problema.
Pero en realidad, a Dubois-Reymond, más que el problema en cuestión, le importaba el problema del origen de la
vida. Su pregunta era la pregunta habitual de la ciencia física: ¿Cómo surgió la "Vida" de la "no vida?” ¿Cómo
surgió la conciencia de lo inconsciente, del ser muerto? Y su respuesta fue: esto seguirá siendo un eterno enigma
para la mente. humana. ¡Ignoramus, ignorabimus!
Y tiene razón.
Jamás podremos responder a esa pregunta. Jamás, y por el hecho de que desde un principio fue erróneamente
formulada.
La historia de las ciencias exactas nos muestra cómo a menudo ha sido imposible solucionar ciertos problemas,
por el hecho de habérselos planteado mal desde el comienzo, desde un principio se partió de presuposiciones
originadas en maneras de pensar irreconocidamente inhibitorias.
Un ejemplo clásico de fuerza inhibitoria del conocimiento, producto típico de aquellas maneras de pensar, lo
encontramos en el célebre astrónomo y astrólogo Ptolomeo.
Ptolomeo polemiza contra las concepciones de ciertos sabios contemporáneos suyos, que afirman que el día y la
noche se originan en la rotación de la Tierra. Si esto fuese exacto, argumenta Ptolomeo, si la Tierra girase
alrededor de su eje de oeste a este, se produciría en su superficie tal tormenta de aire y agua, en sentido contrario
del de su rotación, que todo sería barrido de dicha superficie; pero como no se produce esta tormenta, saquemos
la conclusión...
Y bien; Ptolomeo parte tácitamente de la idea de una Tierra estática, en reposo. Si de pronto la Tierra se pusiese
en movimiento, los argumentos de Ptolomeo resultarían irrefutables, pues el error de pensamiento de Ptolomeo es
el de la Tierra en reposo concebida como estado "primario".
La misma premisa rige la pregunta acerca del origen de la vida o de la conciencia, a partir de la materia muerta; es
la premisa de que esta materia sin vida es lo "primario", y la vida y la conciencia son lo "secundario". Según esto, el
ignorabimus cabe perfectamente. Pero ¿quién nos asegura que se pueda establecer aquella tácita premisa? ¿No
podría ser la vida el hecho primario, y la materia sin vida, siempre que la hubiese, el hecho "secundario?” ¿Acaso
la existencia, la esencia inanimada, es más concebible que la esencia animada?
En este último caso, la cuestión del origen de este ser universal "protoviviente", debería ser planteada de manera
distinta. No se trataría del origen de la vida a partir de lo muerto o de la "nada" sino de la revelación de la vida, esto
es, que el problema se plantearía en los términos siguientes: ¿Cómo es posible la revelación de la vida, es decir,
de una vida que se vive a sí misma? Pues ese es el criterio de toda vida, a saber que, para decirlo con un término
técnico de la filosofía, la vida ante todo está "dada" a sí misma; la vida es autorrevelación. Con esto, toda
cosmogonía tomará su punto de partida del instante de la revelación de una vida hasta entonces oculta.
Si concebimos el problema cosmogónico de esa manera, lo habremos captado esotéricamente. EI “comienzo del
mundo” es la “revelación" del mundo. Pero esta revelación de la gran unidad llamada "mundo" no es otra cosa que
la revelación del número uno.
Así como el número uno no se originó en el "cero", tampoco el mundo surgió de la “nada". Y así como la unidad
está a solas, es única consigo misma, así también ocurre con la totalidad del cosmos. Este "estar a solas por y
para sí" es lo que llamamos la “revelación de la unidad". Y este conocimiento es de importancia inconmensurable.
La unidad sólo es unidad en cuanto se concibe a sí misma. Pero en ese momento, en el momento en que tal cosa
ocurre, la unidad ha llegado a ser la "tríada". La tríada es la unidad "revelada". Pues el proceso por el cual la
unidad se concibe a sí misma es como un reflejo de la unidad en su propio “vivirse a sí misma". Con esto, la unidad
es desdoblada, por así decir, en dos elementos que se comportan como el "observador" y el "observado”, como
sujeto que es objeto de sí mismo. El sujeto y el objeto existen simultáneamente en aquel acto de revelación. "El
uno procrea al dos" (Lao-Tsé). Pero el objeto no es otra cosa que el sujeto bajo la forma en que se ha concebido a
sí mismo, en que se ha reconocido a sí mismo, y es así que, en este origen del número dos, está inmediatamente
el origen del número *tres", es decir, de la tercera fase del acto de la revelación, por la cual tercera fase queda
nuevamente restablecida la identidad entre eI uno y el dos. En el momento en que se revela la unidad, esta unidad
sólo es posible bajo la forma de la unidad de la unidad triple. La tríada en la unidad es el criterio de todo lo
revelado.

1= ser arquetípico.
2= ser reflejado en sí mismo.
3= reflexión del dos sobre el uno - identidad.

En las mitologías de los pueblos primitivos encontramos este fundamento esotérico las más de las voces en forma
de "trinidad" de

1= padre
2= madre
3= hijo, o sea, el elemento "conciliador" de la tríada, elemento que traspone la diferencia entre el uno y el dos, y la
vuelve a la unidad arquetípica. La doctrina de la trinidad configura el núcleo esotérico de todas las religiones.
Contiene la esencia de toda revelación o "manifestación". Caracterizaremos esta trinidad de "tripolaridad de todo lo
que ha llegado a la manifestación”.

1 ... Polaridad positiva: fuerza que se irradia, que se expresa.


2 ... Polaridad negativa fuerza que recibe, que acumula.
3 ... Polaridad neutral: fuerza que se emplea para la integración, fuerza que nivela.

El juego de fuerzas entre estos tres polos es, por así decir, el resorte del reloj cósmico, del mecanismo cuya
marcha eterna es la siguiente: desdoblamiento y reunión, diferenciación e integración. Pero es aquí que el tercer
polo, el polo de integración, tiene asignado aún otro papel, muy especial, cuya expresión matemática es el propio
número tres. Siendo su función la de restablecer de continuo la unidad, dicha función se parece, o mejor, el
resultado de dicha función se parece, para decirlo muy simplemente, al movimiento de nuestra atención, cuando
está dirigida a llamar de continuo a la conciencia la identidad entre un objeto y su imagen, a "comparar" de
continuo, para restablecer la controversia entre la imagen original y la imagen reflejada.
De esta manera, el tres pasa a ser un movimiento de oscilación, la oscilación por la cual el desdoblamiento de las
dos fases opuestas es unificado de continuo.
EI tres es la oscilación; su forma más corriente acaso sea la de la rotación alrededor de uno o varios ejes.
De modo que toda rotación y oscilación constituyen una "lucha" para restablecer la unidad, para conservarla. Y la
expresión más general de dicha lucha está dada, sin duda, por la fórmula matemática siguiente:

Y= sen x -la línea del seno, del sinus, la línea sinuosa- la línea serpenteante.
Ovidio describe esta eterna lucha de la naturaleza por conquistar su esencia, con palabras maravillosas que
contienen el misterio de la tríada:
Rerum concordia discors - concordia discordante de las cosas.
Invito ahora a ustedes a recordar los tres términos técnicos provenientes del sánscrito que caracterizan los tres
principios arriba descritos y desempeñan en la astrología un papel fundamental:

Rajas, nombre del principio activo, positivo.


Tamas, nombre del principio pasivo, negativo.
Sattwa, nombre del principio conciliador, nivelador (oscilación), neutralizador (vibración)

Con esto hemos trabado conocimiento con dos cosas importantes. A partir del puente del cuerpo humano, hemos
conocido la correspondencia cósmica entre el macro y el microcosmos, amén de la existencia del ritmo como
portador de la función de vida y su poder organizador que penetra en todo; y a partir del puente de la matemática,
hemos conocido el ritmo, aunque en forma distinta, reencontrándolo como ley de la manifestación en general,
como ley de toda manifestación. Más adelante nos ocuparemos extensamente de todo esto.
Apartemos ahora la mirada de aquellas grandes perspectivas cósmicas y volvamos a la vida práctica cotidiana, es
decir, a la vida cotidiana del hombre cotidiano.
Insistimos: no nos volveremos a continuación al hombre iniciado en el saber esotérico, ni el hombre entregado al
materialismo puro, sino a la gran masa de aquellos que no están equipados con agudeza crítica ni con la intuición
profundizada en lo esotérico, sino cuyo entendimiento posee una predisposición natural a entregarse a las
impresiones de la naturaleza y de la vida.
Contemplaremos al ser humano, por así decir, metido en su "ropaje de todos los días", observaremos cómo
cumple o sufre su destino, padeciendo o gozando, alegrándose o careciendo de todo, esperanzado o
desesperado; en otras palabras: dirigiremos nuestro interés al hombre común, y debemos entender por hombre
común, el ser humano que somos todos cuando andamos con nuestro "ropaje de todos los días".
Pero ni aun en este estado dejamos de estar en comunicación interior con el cosmos. Ni aun en este estado
estamos "aislados".
Ramakrishna, a quien debemos aquellas dos maravillosas metáforas de la piedra y la sal que describimos vez
pasada, nos ha legado otra metáfora destinada a expresar esta relación del hombre común con el universo. Se
trata de la metáfora del “trozo de tela”, del “trapo arrojado al agua”. La piedra se encerraba en sí misma dentro del
agua, el agua sólo bañaba su superficie; El interior de la piedra quedaba intacto; la sal se disolvía, se impregnaba
completamente de agua, y viceversa. El trapo no se encierra a sí mismo pero tampoco se disuelve, sino que toma
en sí tanta agua como puede; podrá ser mucha o poca agua, según sea su capacidad de absorción, según sea,
digámoslo de nuevo: su "capacidad", en cualquier caso que fuere, sólo penetrará en el trapo una parte de agua y,
viceversa, el trapo tomará en sí sólo una parte de agua; es decir que sólo participará "según su capacidad de
recepción" de aquello que en nuestra metáfora el agua representa.
Del mismo modo en que, por ejemplo, una cuerda tensa sólo podrá vibrar con el o los "acaeceres tónicos" que, de
entre los que la rodean, corresponden a la afinación de ella, permaneciendo intocada con respecto al resto; del
mismo modo en que un objeto de color rojo, por ejemplo, es incapaz de reflejar ningún rayo que no sea de color
rojo; del mismo modo en que el ojo humano sólo acierta a percibir la escala cromática que se extiende desde el
rojo hasta el violeta, permaneciéndole invisible los rayos infrarrojos y ultravioleta, así también el ser humano
individual sólo podrá percibir de la totalidad del universo aquello que se adecue a su capacidad especifica, sólo
podrá vivir lo que caiga dentro de los límites de lo humanamente accesible. El acceso que de acuerdo a dicha
capacidad, hallan las fuerzas del cosmos hacia el ser humano, es a la vez, el camino de comunicación del hombre
con el cosmos. Y este angosto sendero es el que contemplado esotéricamente, determina la medida del destino
individual de cada ser humano. El destino es el color particular con que vivimos, con que debemos vivir día a día y
hora a hora el hecho de nuestra comunicación con el universo. La noción de "destino" reviste para la astrología
tanta importancia que ya a esta altura de nuestro estudio, en la que por de pronto sólo conocemos los
fundamentos generales del pensamiento astrológico, tenemos que tener una idea clara de dicha noción.
Imposible abarcar o explicar con la razón critica, fría, la noción de destino. EI destino sólo puede ser "vivido", es
decir, que no es el “que” del suceso sino el "cómo" del suceso; no es el contenido objetivo de los acontecimientos,
sino la manera en que dichos acontecimientos me ocurren "a mí” lo que configura la índole del destino. Cuando las
grullas volaron sobre el teatro de Corinto no determinaron el destino de nadie más que del asesino de Ibico. La
capacidad psíquica de estos dos seres humanos determinó que el suceso del vuelo de las grullas incidiese sobre
ellos, debiese incidir sobre ellos, de manera distinta del resto de los espectadores.
De modo que "aquello” que es el destino se forma de dos componentes, uno de los cuales representa el suceso
objetivo y el otro la recepción de este suceso objetivo de acuerdo a la constitución subjetiva. Llamaremos a esta
constitución subjetiva la “capacidad de destino”. ¿Cómo se determina esta capacidad?
¿De dónde proviene la fuerza electiva de esta capacidad de destino? ¿Proviene de la aptitud para escoger y
modificar adecuadamente ciertos sucesos entresacados de la totalidad de los sucesos, de modo que de esto se
plasme el destino individual, o, en otras palabras, proviene de la aptitud de teñir tales sucesos escogidos con el
color de la propia personalidad?
Y la forma más pura de este proceso de “teñido", de “impregnación" con la propia subjetividad, está representada
por el sueño.
En el sueño nos vemos colocados en un medio ambiente "subjetivo", totalmente impregnado, saturado, de nuestro
ser, como que en verdad representa nuestra creación inconsciente.
EI sueño es "creación de destino” pura.
El mundo "exterior" de nuestros sueños es proyección pura de nuestro "interior", es simbolismo de nuestro estado.
El sueño nos pone al descubierto sin ambages los abismos de nuestra vida psíquica. Pero, mientras estamos en
él, mientras estamos soñando, no nos damos cuenta de nada de esto.
La ciudad en que creemos estar podrá tener aparentemente siglos de edad; el bosque podrá estar formado de
árboles pluricentenarios; los seres humanos y animales que oníricamente nos rodeen, podrán tener padres y
hermanos, podrán tener una historia preliminar a la de su vida onírica; pero, en realidad, tanto esta ciudad como
este bosque, estos seres humanos y estos animales, ni tienen historia ni prehistoria propias; no tienen pasado
propio “de ellos”, sino que tienen “nuestro” pasado, del cual provienen.
Nuestro "pasado", con la plenitud de "cosas pasadas" de que está colmando, es lo que forma el cántaro "fatal"
conque "sacamos" de la corriente de los acontecimientos nuestro destino.
Y así llegamos a una tercera forma de comunicación de nuestro ser con el universo: la comunicación por el destino
o comunicación obligada.
Y de esto surge una consecuencia importantísima, de la misma manera en que los sucesos oníricos están
esencialmente condicionados por la constitución psíquica del soñante y contiene los restos no liquidados del
registro secreto de sus deudas, de su registro de obligaciones, de esa misma manera el destino pone de
manifiesto la constitución de carácter del ser nacido, y la pone de manifiesto frente a dicho “ser" mismo; en esta
constitución de carácter está contenido un “resto no elaborado”: la resultante del pasado total del ser, remontada
hasta sus generaciones más remotas.
La herencia y el destino personal forman una comunidad indestructible de correspondencia, que a su vez, penetra
profundamente en lo cósmico.
Cuando Schiller expresa en uno de sus poemas lo siguientes "La Historia universal es el Juicio Final, se puede
decir, en este mismo sentido, lo siguiente, acerca de cada hombre individual: el destino de cada ser humano es el
juicio cósmico final acerca de su propia historia, del mismo modo en que el destino onírico es el juicio propio -el
juicio que el individuo formula acerca de sí mismo-, su confrontación, con su propio pasado.
La única manera de dominar el destino es la de amortizar la herencia o el pasado por liquidación de la "deuda", de
la obligación. Es esta una de las exigencias más difíciles de cumplir que nos impone la astrología: la exigencia de
transformar la constitución que nos es dada por nacimiento y herencia, la exigencia de barrer la escoria del
pasado.
En tanto nosotros mismos nos desembarazamos de esta escoria, destruimos un obstáculo que frustra de continuo
nuestra asimilación a la gran unidad. La obligación -el peor de los males- se interpone como un muro entre el yo y
el universo, rodeando, por así decir con una escoria oscura el luminoso núcleo de Dios.
Esta transformación es precisamente la exigencia fundamental de la evolución superior del ser humano, es la
transformación de nuestra "capacidad", la metamorfosis del "trapo" en la "sal" y, con ello, la evolución superior por
fuerza propia.
Y con esto llegamos a una noción que va más allá del terreno de la astrología y atañe al papel asignado al hombre
dentro del cosmos. Volvamos a la metáfora del sueño.
¿Quién de nosotros no ha sido perturbado por sueños terribles que retornaban periódicamente y que, en el fondo,
no representan otra cosa más que el obrar intermitente de restos de escoria de nuestra constitución psíquica en el
destino onírico, sólo que -a inconsciencia del soñante- somos nosotros mismos quienes nos deparamos este
destino?
Si al despertar estamos en condiciones de barrer estos resabios por el autoanálisis, si somos capaces de
esclarecernos, de eliminar la resaca, veremos que nuestros sueños se transformarán. Los elementos oníricos
"terribles" desaparecerán.
Lo que por esa vía hemos logrado dentro de nosotros mismos equivale a la amortización de la deuda, al "pago” de
la obligación a la "disolución” de una escoria tenida por insoluble o, como dice el químico, a la "apertura de una
sustancia químicamente resistente", y lleva necesariamente a la alteración a la transformación del destino.
La faz interior, esotérica, de dicho proceso de transformación científica oculta sin la cual no puede haber ninguna
evolución "superior”, configura el objeto de la parte de la ciencia oculta que, en contraposición con la astrología,
podemos caracterizar de doctrina de las relaciones cósmicas en general, doctrina científica oculta de la evolución,
o, para llamarla con un nombre antiguo: honorable, alquimia.
El sujeto que acierte a eliminar a conciencia la escoria de su propio yo, se puede considerar un alquimista en el
sentido en que Goethe dijo de sí mismo lo siguiente: "He sido de por vida un alquimista” .
Pero ser alquimista en este sentido es cualidad dada a muy pocos; la mayoría de nosotros tenemos que pasar por los "sacudones" del
destino, por los sufrimientos del destino.
Y es precisamente la astrología la que nos da la clave para reconocer los puntos débiles de nuestro carácter, los
puntos vulnerables al ataque del destino, ocurre algo parecido al análisis del sueño, que nos lleva a aclarar los
puntos oscuros de nuestra vida psíquica.
Y esto nos abre una nueva perspectiva de la relación total, lo que podríamos caracterizar ya, a base de los
conocimientos adquiridos, de relación moral entre eI micro y el macrocosmos.
¿Mis penas y mis dolores, no vienen a ser una especie de fenómeno patológico en la vida del organismo total, del
cual yo soy una pequeña, imperceptible célula?
¿No significa el coadyuvar a mi propia curación un deber moral máximo en el sentido de la vida total de la cual
parten las fuerzas de la vida universal, no sólo para mi sino también para lo más “próximo" y lo más alejado de mí?
Los dolores y los sufrimientos del individuo son síntomas de su despertar; cuanto más intensos los sufrimientos,
tanto más cercano el tiempo del despertar. Más, en cuanto el hombre ha despertado al reconocimiento de su deber
moral, reconoce también el sentido cósmico de esta "fuerza" del deber, ganando con ella la fuerza de penetrar con
poder transformador en las relaciones cósmicas. Pues las fuerzas que en el cosmos obran "con poder" con
expresión de la misma ley que en el interior del ser humano determinan Ia fuerza moral de éste; la ley moral es una
ley suprema de la evolución del mundo universal.
La participación moral del hombre en el acaecer cósmico, por más pequeña que pueda ser, coloca al hombre
dentro del Todo universal como fuerza motriz; y la doctrina esotérica del empleo de esta fuerza -tercera y última
parte de la doctrina oculta- se llama magia.
La astrología, la alquimia y la magia configuran el patrimonio de la doctrina oculta.
La astrología es la doctrina de la inserción del hombre en la totalidad del COSMOS.
La alquimia es la doctrina de la transformación de lo inferior en lo superior.
La magia es la doctrina del empleo y dirección de las fuerzas que guían la evolución.
Astrología: doctrina natural oculta.
Alquimia: doctrina evolutiva oculta.
Magia: ética oculta.
Para el pensamiento exotérico, la Iey natural y la ética no tienen nada que ver entre sí. Representan dos formas de
legitimidad separadas, no unidas por ningún puente. Y entre ambas formas, como un elemento extraño, "absurdo”,
se tiende el calvario de la "evolución" del ser humano, sin punto de partida ni meta.
Kant, ante cuyos ojos visionarios se develó la evolución del sistema solar, se espanta de la incompatibilidad de las
antinomias que la mera critica de la razón no puede franquear. AI final de su Critica de la Razón Práctica, escribe
las siguientes, medulares palabras:
"Dos cosas, cuanto más se ocupa de ello la reflexión, cuanto mayor es la frecuencia y el detenimiento con que la
reflexión se ocupa de ello, dos cosas llenan el ánimo de renovada y progresiva admiración y respeto: el cielo
estrellado sobre mi, y la ley moral dentro de mí. A ninguna de las dos debo buscarla o meramente sospecharla
como oculta en la oscuridad o en una inmensidad exterior a mi cuerpo visual; allí están las estrellas, yo las veo y
las conecto inmediatamente con la conciencia de mi existencia. La primera de aquellas dos cosas comienza en el
lugar que ocupo dentro del mundo sensorial exterior y amplifica la conexión en que me encuentro, llevándola a lo
inconmensurablemente grande, a los mundos más allá de los mundos, a los sistemas más allá de los sistemas y,
más aún, a los tiempos infinitos, al movimiento periódico de su principio y duración. La segunda de aquellas cosas
parte de mi yo invisible, de mi personalidad, y me sitúa en un mundo sin fin, sólo perceptible al entendimien to, con
el cual me reconozco, no como allí, en una conexión casual, sino (y por ello también con los mundos visibles) en
una conexión universal y necesaria. La primera visión de una multitud innumerable de mundos destruye, por así
decir, mi importancia, reduciéndome a la categoría de criatura animal que debe devolver al planeta del que fue
hecha (siendo este planeta un mero punto en la totalidad cósmica) la materia que le fue dada, luego de haberle
insuflado durante un tiempo breve, (no se sabe cómo) fuerza de vida. En cambio la segunda visión eleva mi valor
como inteligencia, lo eleva infinitamente por mi personalidad, en la cual la ley moral me revela una vida
independiente de la animalidad y aun de la totalidad del mundo de los sentidos, al menos en la medida en que de
la determinación práctica de mi existencia pueda emprenderse una reducción, por esta ley no subordinada, a
exigencias y limites impuestos por esta vida.
Kant quedó detenido en esta dualidad. El abismo que separa al mundo “exterior" del mundo "interior" solo puede
ser franqueado por el conocimiento esotérico. Sólo al abrirse las fuentes del conocimiento esotérico de las cuales
también Kant supo beber, aunque lo calló sabiamente, se abre el camino de la astrología, de una astrología que ya
no es un profano y supersticioso "arte de interpretación de los astros”, sino una cosmovisión en que el cielo
estrellado y la ley moral se unen en un Todo.
La ley moral dentro de mí guía mi mirada hacia el cielo y me permite intuir una relación que se plasma en saber, en cuanto he reconocido
dos cosas:

el cielo estrellado dentro de mi y


la ley moral sobre mi,
siendo ambas una sola cosa

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