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Dr.

HORACIO DANIEL ROSATTI

¿NUEVO CONSTITUCIONALISMO LATINOAMERICANO O POPULISMO?


¿Y POR QUE NO UN CONSTITUCIONALISMO POPULAR
LATINOAMERICANO?

Por HORACIO ROSATTI (*)


República Argentina
Índice
I. Introducción
1. Sobre el populismo
2. Sobre el constitucionalismo
3. Discrepancias entre populismo y constitucionalismo
II. Debates
1. El debate sobre el significado de la Constitución
2. El debate sobre los tipos de legitimidad
3. El debate sobre el modelo tradicional de la división de poderes
4. El debate sobre el rol del poder judicial
5. El debate sobre el significado actual de la democracia
6. El debate sobre la globalización y la muerte de los Estados-nacionales
7. El debate sobre el derecho de la convencionalidad
8. El debate entre europeidad y ancestralidad
III. Conclusiones

I. Introducción

1. Sobre el populismo
La referencia al populismo es siempre polémica. El significado polisémico de la
palabra, en el límite con el equívoco (*1), permite connotar a fenómenos disímiles
y -en el extremo- opuestos.
Cuando el término se utiliza como una referencia para el debate jurídico la
dificultad se amplifica, pues a la indocilidad conceptual del fenómeno se le agrega
su proyección a un ámbito (el derecho) que no es su reducto natural (la
politología)
Las definiciones sobre populismo remiten al ‘sujeto’ predominante de la política, a
una específica ‘forma’ de intervención en esa actividad y/o a los ‘contenidos’ de
esa intervención (*2)
Una definición ‘subjetivista’ es la de Incisa, para quien “pueden ser definidas como
populistas aquellas fórmulas políticas por las cuales el pueblo, considerado como
conjunto social homogéneo y como depositario exclusivo de valores positivos,
específicos y permanentes, es fuente principal de inspiración y objeto constante
de referencia” (*3)
Una definición ‘formalista’ es la de Di Tella, según la cual el populismo “es un
movimiento en el cual: a) hay un apoyo de masas movilizadas pero aun poco
organizadas autónomamente; b) existe un liderazgo fuertemente anclado en

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sectores externos a la clase obrera o campesina; y c) la vinculación entre masa y


líder es en gran medida carismática” (*4)
Una definición ‘contenidista’ es aquella que remite a la ideología dominante en los
populismos: la polémica aquí no puede ser mayor, pues si cierta doctrina los
ubica en el cuadrante anti-revolucionario (*5) otra habla de populismo
revolucionario (citando el caso del naródnichestvo ruso), y si algunos lo colocan
en el linde con lo anti-democrático (los gobiernos corporativistas basados en
liderazgos carismáticos), otros autores hablan de populismos democráticos o
pluralistas (*6).

2. Sobre el constitucionalismo
Si entendemos por constitucionalismo al proceso de organización de los Estados
Nacionales por medio de Constituciones escritas –compiladas o conformadas por
diferentes documentos- sancionadas como expresión de la soberanía del pueblo,
que reconocen los derechos de sus habitantes y estructuran el poder público
sobre la base de la división de funciones, la independencia orgánica y la
responsabilidad de los gobernantes (*7), es claro que –más allá de registrar
valiosos antecedentes históricos- la referencia remite al advenimiento de las
llamadas “revoluciones burguesas” (siglos XVII y XVIII), que provocan el
derrocamiento de las monarquías absolutas (Inglaterra y Francia) y el inicio de la
descolonización en América (EE.UU) (*8)
El término constitucionalismo está cargado de valoración, dado que no sólo alude
a un aspecto descriptivo (la organización de los Estados por medio de un orden
jurídico coronado por la Constitución) sino también –y fundamentalmente– a una
técnica organizativa al servicio de la libertad y dignidad humanas (no se trataría de
‘cualquier’ orden jurídico ni de cualquier Constitución, sino de un orden valioso
(*9)). Lo dice el Preámbulo de la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1789: “Los representantes del pueblo francés, constituidos en
Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los
derechos del hombre son las únicas causas de las desdichas públicas y de la
corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer, en una declaración solemne,
los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, con el fin de que esta
declaración, constantemente presente ante todos los miembros del cuerpo social,
les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes; con el fin de que los actos del
poder legislativo y los del poder ejecutivo, pudiendo a cada instante ser
comparados con el objeto de toda institución política, sean mejor respetados; con
el fin de que las reclamaciones de los ciudadanos … deriven siempre en el
mantenimiento de la Constitución y en la felicidad de todos...”
El constitucionalismo ha recorrido un largo camino y atravesado distintas etapas,
que no deben interpretarse en clave de confrontación sino de complementación:
 el primer constitucionalismo, o constitucionalismo liberal, que arraiga con las
revoluciones burguesas, se caracteriza por el reconocimiento de los derechos
civiles, aquellos que expresan de modo más inmediato y tangible la dimensión
individual y libertaria del ser humano (vida, integridad física, honor, privacidad,
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seguridad, locomoción, libertad de expresión, libertad de cultos, enseñar y


aprender, asociación, petición, reunión, comercio, propiedad, etc.) y por la
asignación de un rol acotado al Estado, que debe oficiar como garante de los
derechos y libertades individuales.
 el segundo constitucionalismo, o constitucionalismo social, incorporado a partir
de las primeras décadas del siglo XX, se distingue por el reconocimiento de los
derechos sociales y políticos, aquellos que asumen una ponderación situada y
no meramente teórica del ser humano, atendiendo a su vida de relación
(familia, trabajo y participación pública), más allá de su individualidad y por el
otorgamiento de roles más amplios al Estado, a efectos de garantizar la
igualdad real de oportunidades entre los habitantes mediante regulaciones
tuitivas (vgr: de las condiciones de trabajo), re-distributivas (vgr:
discriminaciones inversas) y prestaciones concretas (vgr: de salud,
previsionales, etc.). El constitucionalismo social no desconoce los
presupuestos del sistema capitalista (libre iniciativa, libre competencia y
propiedad privada irrestricta) sino que le coloca límites a partir del
intervencionismo del Estado en la economía. La ‘libre iniciativa particular’ es
conjugada con las ‘necesidades de la comunidad’, la ‘libre competencia’ es
reconocida a partir de la ‘igualdad real de oportunidades’ y la ‘propiedad
privada’ sufre restricciones jurídicas destinadas a posibilitar el ‘acceso de los
sectores más desprotegidos a los bienes primarios’.
 El tercer constitucionalismo se manifiesta a partir de segunda post-guerra
mundial y es divulgado en los últimos años del siglo XX y primeros del silgo
XXI, siendo sus características salientes la incorporación de nuevos derechos
que asumen al hombre como partícipe de la humanidad (vgr: derecho a la paz,
al medio ambiente) y el reconocimiento internacional de los derechos humanos
aunado con la posibilidad de ejercitar el control internacional de su vigencia al
interior de los Estados.

3. Discrepancias entre populismo y constitucionalismo


Resulta paradójico que pueblo y constitución puedan ser términos inconciliables.
Se supone que el constitucionalismo debería alimentarse de la soberanía popular
y -recíprocamente- que la satisfacción de los intereses del pueblo debería
encauzarse por las vías constitucionales.
En realidad, ciertos populismos extremos, aquellos que promueven el camino
revolucionario permanente o aquellos que proclaman la restauración por la vía de
la fuerza (y por tanto reniegan igualmente de la institucionalidad constitucional
establecida) son incompatibles con cualquier tipo de constitucionalismo. Pero
existe una zona de tensión en la que se libra la disputa entre un tipo de populismo
(aquel que no reniega de la existencia de una Constitución en tanto esa
Constitución exprese el protagonismo central del pueblo) y un tipo de
constitucionalismo, el llamado constitucionalismo liberal (así adjetivado por
adscribir a los postulados del racionalismo, el individualismo y el laicismo).

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La fuente de esta tensión derivaría de la impotencia histórica del


constitucionalismo liberal para incorporar –por medio de sus instituciones- a los
sectores excluidos (el ‘pueblo profundo’) y –recíprocamente- a la falta de apego
del populismo por los procedimientos de intermediación de la democracia liberal-
representativa.
En ese contexto, los términos de la antinomia se perciben mutuamente con un
sesgo peyorativo. El populismo es visto desde la otra orilla como una especie de
deformación (o una exageración, como cabe a todos los ismos) de la noción de
pueblo, una especie de entelequia auto-referente y abstracta que no reconoce
límites; y –recíprocamente- el constitucionalismo liberal es percibido como una
mera cáscara que sólo se entiende apelando a un antiguo régimen que ha
quedado muy lejos en el tiempo, un continente vacío en busca de contenido.
Entonces, desde el constitucionalismo liberal se interpela al populismo o bien
negando la categoría unívoca de pueblo –y consecuentemente su pretendida
representación también unívoca- o bien alegando que el respeto por la
intermediación es la única forma de mantener a un régimen político dentro de
parámetros democráticos (de modo que si se opta por esa categoría
indeterminada que es el populismo se deberá resignar toda pretensión
democrática). Y desde el populismo se interpela al constitucionalismo liberal
recordándole su historicidad frente a la permanencia del sujeto-pueblo y
enrostrándole su responsabilidad por los actuales déficits de representatividad de
nuestros mandatarios (de modo que si se opta por la representatividad indirecta –
propia del constitucionalismo liberal- como la única forma de expresión
institucionalizada, el pueblo -origen y destinatario de la política- queda
inmovilizado y reducido a una expresión degradada) (*10).
La pregunta sobre la posibilidad de un nuevo constitucionalismo (un
constitucionalismo popular) remite a otras preguntas que expresan otros tantos
debates, cuya elucidación deviene imprescindible para comprender la
desconfianza recíproca observable entre populismo y constitucionalismo liberal y
para arrojar luz sobre la posibilidad de compatibilizar pueblo y Constitución.
Describiremos esos debates y luego, sobre el final, insinuaremos las condiciones
de posibilidad de este nuevo constitucionalismo.

II. Debates
1. El debate sobre el significado de la constitución
A. Constitución formal y material
La primera etapa o generación del constitucionalismo, el constitucionalismo liberal,
tuvo sus detractores desde el inicio de su expresión histórica concreta.
El conservadorismo y el socialismo, cada uno según sus razones, manifestaron su
desconfianza en la supuesta capacidad transformadora y moralizante del
constitucionalismo liberal y no sería descabellado encontrar en el pensamiento de
Joseph de Maistre (1754-1821) y de Ferdinand Lassal, más conocido por Lassalle
(1825-1864), los argumentos de cargo que hoy asumirían –respectivamente- dos

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de las vertientes del populismo: el llamado populismo conservador y el llamado


populismo revolucionario.
Lo que auténticamente sorprende es que, partiendo de presupuestos filosóficos
tan distintos (De Maistre era defensor del Ancient Regime y Lassalle, socialista),
hayan expresado con tanta similitud su desconfianza en la razón jurídica,
descalificando –con idéntica vehemencia- la ilusión de un progreso basado en la
organización institucional mediante constituciones escritas (*11).
Estos son sus testimonios:
“Una asamblea cualquiera de hombres no puede dar una Constitución a una
Nación. Un intento de ese género debe en verdad recibir un lugar entre los actos
de insensatez más memorables”. ”Los legisladores propiamente tales son
hombres extraordinarios que tal vez sólo se dan en el mundo antiguo y en la
juventud de las naciones [...] Dichos legisladores, incluso con su poder
maravilloso, nunca hicieron más que reunir elementos preexistentes...” (*12) “La
verdadera ‘Constitución inglesa’ es ese espíritu público admirable, único, infalible,
superior a todo elogio, que lo conduce todo, que lo salva todo. Lo que está escrito
nada es” (*13)
“Ya pueden ustedes plantar en su huerto un manzano y colgarle un papel que
diga: ‘este árbol es una higuera’. ¿Bastara con que ustedes lo digan y lo
proclamen para que se vuelva higuera y deja de ser manzano? No. Y aunque
congreguen ustedes a toda su servidumbre, a todos los vecinos de la comarca, en
varias leguas a la redonda, y les hagan jurar a todos solemnemente que aquello
es una higuera, el árbol seguirá siendo lo que es, y a la cosecha próxima lo dirán
bien alto sus frutos, que no serán higos, sino manzanas [...] Pues lo mismo una
‘hoja de papel’, si no se ajusta a la realidad, a los factores reales y efectivos de
poder” (*14)
“¿Cuándo puede decirse que una Constitución ‘escrita’ es buena y duradera? La
respuesta, señores, es clara, y se deriva lógicamente de cuanto dejemos
expuesto: cuando esa Constitución escrita ‘corresponda a la Constitución real’, a
la que tiene sus raíces en los ‘factores de poder que rigen en el país’. Allí donde la
Constitución ‘escrita’ no corresponde a la ‘real’, estalla inevitablemente un conflicto
que ‘no hay manera de eludir’ y en el que a la larga, tarde o temprano, la
Constitución escrita, la hoja de papel, tiene necesariamente que ‘sucumbir’ ante el
empuje de la Constitución real, de las verdaderas fuerzas vigentes en el país”
(*15)
“...No creo que quede la menor duda sobre la verdad incontestable de las
siguientes proposiciones: 1) Que las raíces de las constituciones políticas existen
antes de toda ley escrita; 2) Que una ley constitucional no es ni puede ser más
que el desarrollo o la sanción de un derecho preexistente y no escrito”
De Maistre y Lassalle querían advertir a su contemporaneidad (y a la posteridad)
sobre la falacia que significa agotar la definición de Constitución en el plano
fenoménico, tal como lo había hecho Thomas Paine (“conjunto de secciones,
susceptibles de ser referidas y citadas, artículo por artículo, donde se hallan
contenidos los principios sobre los que deben establecerse los gobiernos, el modo
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en que habrán de organizarse sus poderes, el carácter de las elecciones, la


duración de las legislaturas, la designación de las cámaras, las atribuciones que
tendrá el Poder Ejecutivo y, en fin, todo lo que se relaciones con la completa
organización de un gobierno civil y los principios que debe seguir y acatar” (*16))
La condena de De Maistre y Lassalle a la pretensión de un ordenamiento racional
a-historicista es también, por carácter transitivo, una condena a la pretensión
escrituraria del derecho (*17). Con la misma desmesura con que la Revolución
Francesa había declarado, en el art. 16 de su célebre Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano, que “toda sociedad en que la garantía de
los derechos no esté asegurada ni determinada la separación de los poderes
carece de Constitución”, haciendo inseparables (en la práctica confundiendo) la
garantía con su formulación escrita (lo que permitía a Tomás Paine burlarse de
Edmundo Burke porque –según su criterio– Inglaterra no tenía Constitución) (*18),
Lassalle dice que -frente a la relación de los factores reales de poder- una
Constitución al estilo de Paine no es sino una mera hoja de papel (*19) y De
Maistre se lamenta por la “‘profunda imbecilidad’ de esa gente que se imagina que
los legisladores son hombres, que las leyes son papel y que se puede dar una
Constitución a las naciones ‘con tinta’” (*20).
La oposición metodológica entre los teóricos de la Revolución Francesa y Lassalle
no podía ser más contundente: mientras aquéllos clamaban por modificar la
Constitución para que la realidad cambie (*21), Lassalle sostenía que se debía
cambiar la realidad pues luego, como consecuencia, cambiaría la Constitución
(*22).
Esta disputa entre la Constitución escrita que privilegia la perspectiva del futuro
(expresando un deber ser) y la Constitución realista que privilegia la perspectiva
del presente (expresando lo que es) se renovará en los siglos subsiguientes bajo
el rótulo de constitución formal vs. constitución material.
B. Nuestra opinión
La importancia de las constituciones escritas -y relativamente compiladas- como
factor de ordenación y certeza al interior de los Estados parece estar hoy fuera de
discusión; pero lo que está en debate, y se refleja con virulencia frente a las crisis
políticas, es la sacralidad de las Constituciones. En particular:
 la existencia de contenidos pétreos, inmodificables, establecidos como
verdades absolutas por una generación anterior. Si la democracia es un
sistema político basado en la activa participación ciudadana, que toma sus
decisiones siguiendo el principio mayoritario, entonces no debería comulgar
con la existencia de contenidos pétreos.
En clave política, el principio de soberanía popular expresa que el pueblo sabe
lo que hace, que nunca habrá de suicidarse, o que –si decidiera hacerlo- no
habría instancia de legitimidad superior a él mismo para impedirlo.
En clave filosófica, el principio de autonomía personal y de igualdad debería
impedir que una generación (la que consagra contenidos pétreos en la
Constitución) encadene a las demás, generando –como alguna vez se ha
dicho- el gobierno de los muertos sobre los vivos.
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En clave histórica, la subsistencia sine die de cláusulas inmodificables


importaría la adopción de un criterio pesimista sobre el desarrollo humano, en
la medida en que no concebiría a futuro mejores ideas que las expresadas en
el núcleo duro.
 la división ontológica entre ‘poder constituyente’ y ‘poderes constituidos’, una
distinción necesaria para preservar ciertos contenidos de impulsos
coyunturales pero a condición de asumirla como una ficción, que debe ser
explicada y comprendida cada vez que se avecina un proceso reformador. Los
convencionales constituyentes, sean los primeros o los sucesivos, no son
seres ontológicamente especiales destinados a encarnar verdades absolutas o
de largo plazo; y los legisladores ordinarios no son seres ontológicamente
destinados a expresar las certezas contingentes. Pues si fuera de ese modo,
¿cómo explicaríamos que una misma persona pueda haber cumplido los roles
de convencional constituyente y de legislador?; ¿diríamos que habría podido
desnaturalizarse, desdoblándose para representar lo sustantivo y lo
contingente, como un actor que representa con la misma facilidad a la tragedia
y a la comedia?
Es claro que mientras más nos alejamos en el tiempo de la ‘primera
constitución’ (aquella que marca el inicio de una nueva legitimidad, como las
que se dictaron luego de las guerras de independencia y fueron defendidas por
los “padres fundadores” de una Nación), la diferencia entre un convencional
constituyente y un legislador ordinario, igualmente representantes del pueblo
surgidos de comicios, debe fundarse en la concientización de su disímil
cometido y en la necesidad de que aquellos (los convencionales) a diferencia
de éstos (los legisladores) sólo concreten su cometido en base a consensos
muy amplios. Pues una ley que se aprueba por un voto de diferencia podrá ser
una ley discutible; pero una Constitución que se aprueba por un voto de
diferencia es una catástrofe.

2. El debate sobre los tipos de legitimidad


A. Los tipos de legitimidad weberiana
Según Max Weber la dominación política puede basarse en tres factores: la
tradición, el carisma o la ley (*23).
La dominación basada en la ‘tradición’, cuyo paradigma sería la monarquía, es
predecible pero no participativa; la dominación basada en el ‘carisma’ de un líder,
cuyo paradigma serían los gobiernos populares o –según cierta doctrina- los
populismos, es participativa pero impredecible pues a lo sumo extendería su
predictibilidad durante la vida del líder; de modo que sólo la dominación basada en
la ‘ley’, cuyo paradigma es la democracia representativa, sería –a la vez-
participativa y predecible.
Los tres sistemas se afirman en instituciones lato sensu (“cada una de las
organizaciones fundamentales de un Estado, nación o sociedad. Institución
monárquica, del feudalismo”, según la cuarta acepción del Diccionario de la
Lengua de la Real Academia Española), pero sólo el tipo de dominación racional-
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legal se afirma en instituciones stricto sensu (“órganos constitucionales del poder


soberano de la nación” según la séptima acepción del mismo Diccionario); es
decir en órganos objetivos cuya dinámica funcional tiende a prevalecer por sobre
la tradición (en el sentido en que sus decisiones se basan en el principio
mayoritario y no en la costumbre o el pensamiento de los ancestros) y por sobre
el subjetivismo (en el sentido en que las instituciones están diseñadas para
supervivir al más longevo de los líderes carismáticos).
La politología occidental -influenciada por los tipos weberianos de dominación-
asumirá que el camino histórico (y deseable) es el que, comenzando por la
legitimidad tradicional discurrirá por la carismática para finalizar en la dominación
racional-legal. No se trataría sólo de una mutación (mero cambio) sino de una
evolución (desde algo imperfecto hacia algo cercano a lo ‘humanamente
perfecto’).
De modo que un síntoma irrefutable del ‘desarrollo político’ estaría marcado por la
cercanía a la dominación racional-legal basada en instituciones objetivas, en tanto
el ‘subdesarrollo político’ se caracterizaría por la cercanía a instancias ‘anteriores’
desde lo cronológico (como las primitivas dominaciones tradicionales) e ‘inferiores’
desde lo valorativo (como los ‘populismos’ expresados por un ‘líder carismático’).
La traslación geográfica de esta asimilación dentro del llamado mundo occidental
indicaría que el subdesarrollo político enraizaría (aunque no de modo excluyente)
en países latinoamericanos y que la dominación racional-legal hallaría cauce
(aunque no de modo excluyente) en Europa occidental y Estados Unidos de
América.
B. Nuestra opinión
Un análisis desprejuiciado de la historia política occidental del último siglo marca
la falacia de este pensamiento rectilíneo y de la inexorabilidad de la secuencia
evolutiva ‘tradición-carisma-institución’, pues:
1º) el liderazgo carismático
 no ha sido propio ni excluyente de los países latinoamericanos, observándose
en países europeos (Francia, Alemania, Italia) y -en ocasiones- en naciones
paradigmáticas de la legitimidad racional-legal (Inglaterra, EE.UU.);
 no siempre ha sido considerado un retroceso histórico sino que en épocas de
crisis ha sido valorado positivamente, por su capacidad para consolidar -antes
que desintegrar- al sistema político (v. gr., casos de Winston Churchill o
Franklin D. Roosevelt).
2º) la legitimidad tradicional mantiene vigencia en regímenes parlamentarios
históricos o tempranos (v. gr., casos de Gran Bretaña o España), en los que la
monarquía suele expresar la continuidad histórica y simbolizar la unidad nacional.
Por ello, sin menospreciar la dominación legal como tipo de legitimación ‘ideal’, es
necesario poner de manifiesto la falacia que supone vincular inexorablemente
tradición con atraso, carisma con autoritarismo y legalidad con racionalidad.
La racionalidad política no es la racionalidad del matemático, porque la política no
es una ciencia formal que se maneja con objetos ideales (aquellos que solo
existen en la mente humana, como el triángulo o el número) ni es una ciencia
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natural que estudia objetos materiales (*24) sino que es una ciencia social. Y las
ciencias sociales no buscan la consistencia de sus fórmulas (como lo hacen las
ciencias formales) ni la comprobación de sus teorías en la realidad (como lo hacen
las ciencias naturales) sino que priorizan las descripciones y explicaciones
cualitativas (*25).
Por ello, si la racionalidad en una ciencia formal se expresa en la consistencia de
sus fórmulas y en una ciencia natural se traduce en la verificación de sus teorías,
la racionalidad en una ciencia social (como la ciencia política) se traduce en el
abandono apriorístico de la exactitud o la unanimidad. El paradigma de la ciencia
social es la falta de paradigma o –visto de otro modo- la crítica constante sobre el
paradigma vigente.
A diferencia de las ciencias ideales y las ciencias naturales, las ciencias sociales
estructuran sus ‘fórmulas’ sobre la base del consenso. El consenso se construye
aceptando la diferencia, defendiendo la igualdad, renunciando a la imposición y
privilegiando el diálogo. Contrariamente, en las ciencias físicas el consenso es –
hasta cierto punto- irrelevante, porque el metal no habrá de conmoverse frente a
una arenga y se dilatará –inexorablemente- si se le acerca una fuente de calor; y
habrá de hacerlo -con la misma contumacia y puntualidad- cada vez que
repitamos la experiencia Por ello, aunque en ambos casos hablemos de “leyes”,
está clara la diferencia entre una “ley física” (como la ley de gravedad) cuya
modificación no depende de nuestra voluntad y una “ley social” (como la ley de
alquileres) que podemos modificar con sólo levantar el brazo en el Congreso.

3. El debate sobre el modelo tradicional de la división de poderes


A. La lógica de la división de poderes
La valorización de la institución stricto sensu, aquella que tiene la capacidad de
imponer su objetividad, racionalidad y previsibilidad a las decisiones políticas, se
debe al propulsor de la teoría de la división de poderes, el Barón de Montesquieu.
Según Catlin, Montesquieu se propone “…reemplazar el enfoque ético que había
dominado a la política durante más de un milenio por un tratamiento naturalista”,
basado en ‘frenos y contrapesos’ institucionales que generarían (en realidad
‘forzarían’) una armonía que en el mundo natural se produce sin necesidad de
recurrir a artefactos o artificios (*26)
Si el poder absoluto corrompe absolutamente, de lo que se trata entonces es de
evitar “el poder absoluto”: “El modo de debilitar el poder en interés de la libertad
individual –afirma Prelot con relación a Montesquieu- no es transferirlo, como
pronto habrá de proponer Rousseau, sino dividirlo” (*27)
Montesquieu no es un pensador optimista como lo serán casi todos los del siglo
XIX, incluidos el creador de la física social (Augusto Compte) y el inventor del
socialismo científico (Kart Marx) (*28). Lo paradojal de su construcción es que
para anular la maldad humana deposita su confianza en un diseño institucional
creado por el propio hombre, que tendrá luego (una vez creado) la capacidad de
hipnotizarlo y dominar sus desviaciones imponiendo una lógica objetiva e
imparcial.
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Pero este entramado organizativo (separación funcional, independencia orgánica


y controles cruzados) asumido por el constitucionalismo clásico como el sistema
más perfecto para gobernar al imperfecto hombre, evitando o reprimiendo los
desbordes generados por su maldad (o simplemente su ambición), ha padecido
con el tiempo numerosas defecciones. Y por ello no sólo no ha podido prevenir el
despliegue de la maldad absoluta (nacionalsocialismo alemán) sino que –en
ocasiones- tampoco ha podido ser eficaz para asumir y resolver situaciones de
crisis.
El fenómeno de acumulación de poder en pocas manos se ha observado no sólo
en países de bajo desarrollo institucional (aquellos que alternaron gobiernos
constitucionales con gobiernos de facto) sino en países considerados
emblemáticos de la institucionalidad racional-legal.
El ejemplo histórico más paradigmático del quiebre del equilibrio de poderes fue el
New Deal (textualmente Nuevo Trato, por ampliación también Nuevo Contrato,
Nueva relación o Nuevo reparto) implementado por el Presidente norteamericano
Franklin D. Roosevelt para conjurar la crisis económica de su país durante los
años ’30 del siglo XX. Las medidas del New Deal incluyeron, entre otras
disposiciones de corte intervencionista,
 leyes de Emergencia Bancaria, con posibilidad de emitir deuda en forma de
bonos públicos,
 leyes de Empleo para jóvenes que buscaban su primer trabajo,
 leyes de Auxilio Federal para la construcción de obras públicas,
 creación de órganos inter-jurisdiccionales destinados al aprovechamiento
integral de cuencas hidrográficas (canalización, navegación, construcción y
administración de represas, venta de electricidad, etc.),
 regulación del mercado bursátil (mediante la Comisión de Valores y Cambios),
de la actividad agropecuaria (para permitir la distribución de alimentos a los
indigentes), de los precios de las mercaderías y del valor del salario (Ley de
Administración de la Reconstrucción Nacional), y
 abandono del ‘patrón oro’ como referencia de valor.
Si en términos de relación Estado-Sociedad el New Deal significó un notorio
avance del primero sobre la segunda, en términos de división de poderes, medido
en el sentido clásico, el New Deal significó un notorio avance del Ejecutivo por
sobre las competencias del Legislativo. Ya lo advertía Roosevelt cuando pedía las
más amplias atribuciones ejecutivas al Congreso: “Es de esperar que el equilibrio
normal que haya entre las autoridades ejecutivas y legislativas sea totalmente
adecuado para acometer la tarea sin precedentes que nos espera. Pero puede ser
que la exigencia y la necesidad sin paralelo para emprender una acción sin
demoras imponga una desviación transitoria de ese equilibrio normal que debe
conservar el procedimiento público”
El New Deal es paradigmático porque se produce en un país de tradición política
‘racional-legal’ y en un contexto que no es el de la guerra, aunque el propio
Roosevelt se encarga de emparentar la búsqueda de soluciones a los problemas
económicos y sociales con la guerra, cuando –al pedir que se le otorguen “amplias
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facultades ejecutivas para emprender una guerra contra las necesidades


urgentes, tan grandes como las que podrían concedérseme si, en realidad
estuviéramos invadidos por un enemigo extranjero”- empeña su palabra “…para
que las empresas más arduas nos obliguen a todos, como un compromiso
sagrado, dentro de una unidad de deberes hasta ahora sólo evocada en tiempos
de contiendas armadas”, con la convicción de asumir “…sin vacilaciones la
dirección del gran ejército de nuestro pueblo, dedicado al ataque disciplinado de
nuestros problemas comunes” (*29)
Como es sabido, el avance del Ejecutivo intentó ser frenado por el Judicial, en
especial por la Corte Suprema de Justicia norteamericana, que –integrada por
magistrados longevos y conservadores- se consideró en la obligación de
reconstruir los términos originales de la relación Sociedad-Estado y el equilibrio de
poderes perdido, declarando –a partir de la cosmovisión liberal históricamente
dominante- la inconstitucionalidad de las medidas que lo violentaban. Pero en esa
batalla también se impuso el Ejecutivo.
Roosevelt propició una norma que autorizara a nombrar un juez de la Corte
Suprema de Justicia por cada magistrado del máximo tribunal que cumpliera 70
años y, aunque la medida no se concretó, logró indirectamente el efecto buscado,
pues a la muerte de algunos de los longevos jueces y su reemplazo por otros con
criterios más afines se sumó el cambio de criterio de algunos de los veteranos
magistrados de la Corte (*30)
B. Nuestra opinión
El diseño institucional del constitucionalismo clásico expresa desconfianza hacia
la naturaleza humana. Es lógico que así sea, porque el constitucionalismo clásico
es hijo del liberalismo y el liberalismo se construye sobre la base de la concepción
antropológica del hombre egoísta.
En palabras de Adam Smith, representante paradigmático del liberalismo: “Cada
individuo está siempre esforzándose para encontrar la inversión más beneficiosa
para cualquier capital que tenga. Es evidente que lo mueve su propio beneficio y
no el de la sociedad. Sin embargo, la persecución de su propio interés lo conduce
natural o mejor dicho necesariamente a preferir la inversión que resulta más
beneficiosa para la sociedad”. Y más adelante agrega: “Es verdad que por regla
general él ni intenta promover el interés general ni sabe en qué medida lo está
promoviendo… pero en este caso como en otros una mano invisible lo conduce a
promover un objetivo que no entraba en sus propósitos… Al perseguir su propio
interés frecuentemente fomentará el de la sociedad mucho más eficazmente que
si de hecho intentase fomentarlo” (*31)
El hombre “egoísta” es aquel que busca su bienestar personal sin interesarse por
el bienestar del prójimo; se diferencia del hombre “envidioso” que es aquel que
compara su bienestar personal con el del prójimo, encontrando satisfacción sólo
cuando aquél supera a éste y del hombre “altruista” que es quien busca el
bienestar del prójimo sin interesarse por su propio bienestar. El “egoísta” y el
“envidioso” se asemejan por su falta de altruismo; se diferencian porque el primero
es ‘autista’ y el segundo es ‘comparatista’, al punto que estaría dispuesto a
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resignar su propio progreso si con ello lograra que los demás no progresen más
que él (*32)
En términos de construcción social, parece claro que si dominara el altruismo la
coacción no sería virtualmente necesaria; si dominara la envidia la construcción
social sería virtualmente imposible y si dominara el egoísmo, como proclama el
liberalismo, la construcción social sería posible corrigiendo los excesos mediante
un sistema de controles institucionales.
Pero más allá de los beneficios que puedan derivarse de la técnica de la división
del poder como herramienta heterónoma para evitar la acumulación por medio de
una ingeniería de recelo institucional en base a controles horizontales (inter-
orgánicos) y verticales (gobierno-sociedad) eficaces, nunca deberá olvidarse cual
es su presupuesto (el hombre egoísta). Se trata de una construcción que -aunque
conveniente, necesaria y/o hasta, en el extremo, imprescindible- no debe implicar
el abandono de la búsqueda de un cambio profundo, sustantivo y duradero como
es el cambio personal.

4. El debate sobre el rol del Poder Judicial


A. De ventrílocuo a librepensador
En la concepción clásica de la teoría de la división de poderes la función
legislativa debía prevalecer sobre las otras dos.
John Locke (1632–1704) dirá reiteradamente que el Poder Legislativo es ‘el poder
máximo’, con preeminencia sobre los demás poderes constituidos (*33);
Rousseau (1712–1778) no dudará en calificar al legislador, ‘por su genio y su
función’ -a diferencia de quienes ejercen la soberanía y la magistratura- como ‘un
hombre extraordinario en el Estado’ (*34) y Montesquieu (1689-1755) habrá de
ratificar esta supremacía al afirmar que “… los jueces de la nación, como es
sabido, no son más ni menos que la boca que pronuncia las palabras de la ley,
seres inanimados que no pueden mitigar la fuerza y el rigor de la ley misma” (*35).
La posibilidad de que los jueces pudieran declarar la inconstitucionalidad de las
leyes, contradiciendo a la voluntad popular, no surge del pensamiento de los
ideólogos de las revoluciones burguesas, en los siglos XVII y XVIII, ni se expresa
de modo explícito en los textos constitucionales originarios. Es una construcción
del siglo XIX (el célebre caso “Marbury vs. Madison” data de 1803) (*36).
Paradójicamente, se consolida de este modo que el menos representativo de los
tres poderes (como dirá el juez de la corte norteamericana Félix Frankfurter en
“Witeker vs State of North Carolina” de 1949) sea el encargado de enmendar lo
que dice el más representativo.
La expresión de que la Constitución es lo que los jueces dicen que es, acuñada
por el juez Hughes (1862-1948) y repetida durante el siglo XX y el XXI, goza de
muy buena prensa en el constitucionalismo y cuestionarla –aunque más no sea
elípticamente- suele ser motivo de descalificación académica en función de una
interpretación ‘fidedigna’ o auténtica’ de la división de poderes con la que –
paradójicamente- no coincidirían, según vimos, ni Montesquieu, ni Locke, ni
Rousseau.
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Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

Lo cierto es que el control de constitucionalidad se incorporó a la práctica


institucional y la descalificación que surge de su aplicación dejó de ser –hace ya
mucho tiempo- una consecuencia excepcional. (*37).
En el siglo XXI hay quienes pregonan una mayor aplicación del instituto
(considerándose a la ‘presunción de constitucionalidad de las normas’
sancionadas por los Congresos como una fórmula ficticia), (*38) mientras desde
otros sectores se postula virtualmente su desaparición por estimar que ningún
poder constituido puede erigirse en último intérprete del poder constituyente,
(citándose el caso de Inglaterra donde la descalificación judicial de la voluntad
popular virtualmente no existe) (*39).
En términos de la división de poderes, en el primer caso se afirma que la justicia
debe poner freno a los avances de los poderes representativos; en el segundo
caso se afirma que lo que debe evitarse es desoír la voluntad popular a través del
gobierno de los jueces (*40). Si allí se invoca la defensa del pueblo frente al
avasallamiento de sus derechos; aquí se sostiene que los malos gobiernos deben
ser enmendados por el pueblo en las elecciones y no por los jueces en sus
sentencias.
En los extremos, la justicia
 es puesta en cuestionamiento por su carácter conservador, recordándose que
la creación del Consejo de Estado (un órgano destinado a controlar a la
Administración Pública ajeno a la justicia) se originó en la desconfianza de los
revolucionarios franceses hacia el retrógrado sistema judicial (*41); o
 es considerada como última reserva del progresismo, encarnación de un poder
contra-mayoritario o contra-poder: “Podríamos afirmar, por consiguiente, que
en este nuevo esquema el derecho no pierde su función simbólica como
elemento aglutinante y racionalizador, pero su peso específico se traslada de
la ley a la Constitución y del parlamento al juez… los jueces aparecerían así
como una instancia de racionalidad enfrentada al poder estatal, desde una
posición más emparentada con su pertenencia a la Sociedad que al Estado.
De este modo adquieren una legitimación social que se apoya en la supuesta
neutralidad política de su argumentación jurídica” (*42)
B. Nuestra opinión
Los extremos del ‘juez-ventrílocuo’ y del ‘juez-librepensador’ no son compatibles ni
con el principio de división de poderes ni con el de soberanía popular.
Clarificar cual debe ser el rol del Poder Judicial en las democracias actuales
resulta fundamental. Para ello es necesario:
a) afirmar el carácter de Poder del Estado (y no de contra-poder) del Judicial;
b) debatir socialmente sobre el status del juez (su forma de elección, las
garantías de su autonomía funcional, los alcances y límites de su activismo,
etc.);
c) comprometer a la sociedad en las cuestiones judiciales, implementando –en
los países en los que está previsto hacerlo pero aun no se lo ha hecho, como
la Argentina- el juicio por jurados (*43)

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Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

En nuestro criterio, en el juicio por jurados los representantes del saber técnico
se encargan de controlar que el camino hacia la decisión se encuentre
balizado conforme a reglas procesales previas y precisas (debido proceso
adjetivo), y los representantes de la opinión popular se encargan de construir
una conclusión sensata sobre la base del sentido común (debido proceso
sustantivo).
¿Qué es lo que hace suponer que una respuesta popular sea más adecuada
que una respuesta profesional unipersonal (o colegiada, pero de un número
reducido de magistrados) al momento de resolver un conflicto?. En nuestra
opinión, existen tres fundamentos de convalidación:
1°) La teoría de la ‘distancia justa’, originada en el juicio estético pero aplicable
al juicio moral, enseña que aquellos que se ubican ‘a la distancia justa’ -ni muy
cerca ni muy lejos- del acontecimiento que deben jugar, están en mejores
condiciones de emitir una opinión imparcial (se suele citar el caso del juicio de
los espectadores sobre la representación teatral del “Otello” de Shakespeare:
el marido celoso está ‘demasiado cerca’ del drama; el experto en escenografía
‘demasiado lejos’) (*44). En el caso de la resolución judicial de un conflicto
(especialmente en materia penal) la unipersonalidad del juzgador ‘concentra’
irremediablemente cualquier desenfoque sobre la ‘distancia justa’ (en el
sentido en que su mirada sobre el ‘tema dicendum’ no puede ser compensada
por otras miradas)
 2°) La teoría del ‘margen de error’ enseña que en el ámbito del conocimiento
social, donde no rige el tipo de ley propio de las ciencias fisico-matemáticas
(caracterizada por su inexorabilidad, como la ley de gravedad), existe una
relación inversa entre el número de personas que participan en la deliberación
previa a tomar una decisión y el margen de error en que tal decisión pueda
incurrir.
3°) La teoría del ‘valor epistemológico de la construcción de consensos’,
enseña que el proceso deliberativo previo a la toma de decisiones posee un
efecto positivo, no sólo en términos de la ‘calidad del resultado’ de la decisión
final sino en términos del aprendizaje que en los constructores de ese
consenso se desarrolla, medido en parámetros tales como ‘buena fe’ y
‘tolerancia’ (*45). El efecto multiplicador de esta experiencia derrama sus
beneficios cívicos sobre la comunidad toda, permitiendo ‘construir ciudadanía’.

5. El debate sobre el significado actual de la democracia


La democracia ha sido, desde la civilización helénica, un gran tema y, desde la
Revolución francesa, también una gran palabra (*46). No hay régimen político en
el mundo que –aún ubicándose en las antípodas de un mínimum democrático- no
se exhiba como un tipo de democracia (democracia liberal, democracia social,
democracia popular, democracia de masas, etc.). Dice Sartori que vivimos “en una
época de ‘democracia confusa’. Podemos aceptar que el término democracia
comprenda diversos significados, pero que pueda significar cualquier cosa es
demasiado” (*47).
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Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

A. Las respuestas incompletas


Las respuestas históricas formuladas en torno a lo que debe entenderse por
democracia pueden clasificarse en dos grupos: o se trata de un régimen que
realiza valores o se trata de un consenso sobre procedimientos.
a. La teoría de los valores.
La primera respuesta (democracia axiológica) remite a las palabras de Pericles:
“Por estas cosas y otras muchas, podemos tener en grande estima y admiración
ésta nuestra ciudad, donde viviendo en medio de la riqueza y suntuosidad,
usamos la templanza y hacemos una vida morigerada y filosófica; es a saber, que
sufrimos y toleramos la pobreza sin mostrarnos tristes ni abatidos y usamos de las
riquezas más para las necesidades y oportunidades que se pueden ofrecer que
para la pompa, ostentación y vanagloria. Ninguno tiene vergüenza de confesar su
pobreza, pero sí la tienen de evitarla con malas obras” (*48).
Convertida en un régimen que propugna la realización social de valores tales
como la libertad, la igualdad o la fraternidad, la democracia axiológica parte de
considerar a los valores como algo terminado, no necesitado de actualización, que
esperan ser des-cubiertos o de-velados.
Se trata de un presupuesto que, a su vez, plantea preguntas inquietantes: en
primer lugar, la pregunta acerca de quién es el que define –si no es ‘el pueblo
participando’- los valores a seguir, y, en segundo lugar, cómo se resuelve el
problema del conflicto entre valores que –en principio- tienen la misma valencia.
Si no se prevé la participación popular (y por ende cierta vertiente ‘procesalista’ de
la democracia), la respuesta a las preguntas acerca de cuáles son los valores a
respetar, cuál es el orden de prioridad en caso de conflicto y cómo se evalúa la
performance de un régimen político –justamente en términos de respeto de los
valores establecidos- quedaría reservada a una sola persona o a un selecto grupo
de personas. Siguiendo el razonamiento, el sistema emergente será más parecido
a un ‘despotismo ilustrado’ (el gobierno para el pueblo pero sin el pueblo) antes
que a una democracia.
En el extremo, la utopía de lograr ‘el bienestar sin participación’ no ha tenido –en
la experiencia histórica concreta- una realización sustentable en el tiempo.
b. La teoría de los procedimientos.
La segunda respuesta (democracia procesal) remite a los mecanismos de
participación de la sociedad en un Estado concebido como organización.
Afirman Przeworski, Álvarez, Cheibub y Limongi: “Definimos la democracia como
un régimen en el cual la ocupación de los cargos gubernamentales es el resultado
de elecciones competitivas. Sólo si la oposición tiene permitido competir, ganar y
ocupar los cargos, el régimen es democrático”. Y agregan: “lo que es esencial
para considerar democrático a un régimen es que dos tipos de cargo sean
ocupados por medio de elecciones: el cargo de jefe del ejecutivo y los escaños del
cuerpo legislativo efectivo”. La competencia real por el poder es esencial y
“…viene dada por la existencia de una oposición que tiene ciertas posibilidades de
ganar los cargos del gobierno como consecuencia de las elecciones”, pues “la
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Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

alternancia en los cargos constituye evidencia ‘prima facie’ de la competencia”


(*49).
La respuesta ‘procesalista’ de la democracia tiene –a su vez- dos ramificaciones,
conforme se privilegie al ‘pueblo elector’ o a los ‘potenciales elegidos’. En el
primer caso, los mecanismos participativos son analizados como herramientas
para traducir ‘la voluntad popular’ en ‘decisiones gubernamentales’ (teoría de la
representación política); en el segundo caso, son asumidos como herramientas de
‘la clase dirigente’ para captar ‘el voto popular’ (teoría del caudillaje competitivo).
Sieyes encarna la vertiente ‘procesal-representativa’ de la democracia (*50);
Schumpeter expresa la vertiente ‘procesal-elitista’ (*51).
Uno de los cuestionamientos más escuchados hacia la teoría de la democracia
procesal es aquel que afirma que la decisión de las mayorías (tanto para elegir a
un gobernante cuanto para tomar una medida de gobierno) no es infalible (*52),
citándose –como ejemplo de este reproche- que mayorías circunstanciales
legitimaron el acceso al poder y las políticas subsecuentes del nazismo en
Alemania (*53).
Una versión democrática que se circunscriba a los mecanismos procesales para la
obtención de consensos, que se autodefina como ‘un lugar vacío’ en el que
constantemente se diluyen ‘los indicadores de certeza’ o ‘las referencias de la
certidumbre’ (*54), que se presente como una arena imparcial en la que lo
importante es el procedimiento antes que la consecución de fines valiosos,
terminará por convertirse en un entretenimiento lúdico.
En el extremo, la utopía del reemplazo de los valores por el consenso sobre
procedimientos conlleva a reemplazar a la teoría política por la teoría de los
juegos, haciendo cierta la ironía del poeta cuando afirma que ‘la democracia es
una superstición basada en la estadística’.
B. Nuestra opinión
En el debate sobre la democracia, las dimensiones ‘axiológica’ y ‘procesal’ deben
entenderse como complementarias y no como contradictorias, en la medida en
que:
 Los valores no se encarnan en abstracto, necesitan de una cierta actualización
que, en un sistema genuinamente democrático, sólo puede lograrse mediante
mecanismos procesales participativos;
 Los procedimientos no sólo deben ser considerados como instrumentos;
también ellos constituyen una expresión decantada de valoraciones o, cuanto
menos, de juicios de congruencia entre las opciones procesales posibles
(escogiéndose unas y desechándose otras) y la forma de pensar de la
comunidad que habrá de aplicarlas (*55).
Cuadra preguntarse, en referencia a nuestros sistemas democráticos: las
resoluciones más valiosas –medidas según el interés de la gente común- que
deben tomar nuestros representantes ¿son decididas por medio de
procedimientos agravados, con requerimiento de mayores consensos (mayorías

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Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

especiales), mayor meditación (doble votación), mayor participación (consulta


popular) o mayor información (audiencia pública)?. ¿O la regla es que los temas
más relevantes, medidos en la vida cotidiana de la gente (eutanasia, sistemas de
salud, adopción, jubilaciones, etc.) suelen dirimirse con mayorías comunes sobre
un quórum reglamentario, cuando no se disponen por medios infra-legales, tales
como el decreto u otros actos administrativos?.
Si la respuesta a la primera pregunta es un “No” y la respuesta a la segunda
pregunta es un “Sí”, ¿no deberíamos comenzar con la tarea de vincular valores
con procedimientos?

6. El debate sobre la globalización y la muerte de los Estados-nacionales


A. Globalización y estatidad
En el lenguaje actual de las ciencias sociales, el término globalización puede ser
entendido –cuanto menos- con los siguientes significados:
a) desde una perspectiva gnoseológica, como un conocimiento progresivo, cada
vez más dilatado y detallado, de las distintas regiones y países del mundo y de
sus costumbres (desde esta perspectiva suele utilizarse la expresión aldea
global);
b) desde una perspectiva funcional, como un flujo creciente de relaciones entre
distintos actores que requieren herramientas comunes (idioma, tecnología,
unidad monetaria) para vincularse internacionalmente (desde esta perspectiva
suele hablarse del hombre/mujer de hoy como ciudadano/a del mundo);
c) desde un punto de vista ideológico, como una tendencia creciente hacia la
conformación de un paradigma unificador (aunque no necesariamente único),
integrado por creencias, instituciones y prácticas en torno a las cuales se
definen liderazgos, se plantean aceptaciones y rechazos y se alinean países y
regiones (desde esta perspectiva suelen utilizarse expresiones tales como
choque de civilizaciones).
Los Estados-Nacionales, concebidos como escalas político-institucionales de
específico perímetro territorial, se encuentran hoy en medio del vendaval que
supone la globalización, entendida como un fenómeno que disuelve los límites
geo-jurídicos a partir de la ruptura de la ecuación entre espacio y tiempo
(expresada tradicionalmente en la fórmula ‘mayor distancia se recorre en más
tiempo’ y desafiada hoy por la conexión simultánea y multitudinaria en red)
La disputa se exacerba cuando –desde el extremo globalizador- se considera al
Estado-Nación como una mera súper-estructura de carácter histórico dominado
por los rasgos de instrumentalidad y contingencia (propios de aquello que puede
dejar de existir en la medida en que se divise una instrumentalidad más eficiente),
y cuando –desde el extremo del Estado-Nación- se considera a la globalización
como una necesidad de la macroeconomía que reclama, como condición de
existencia y sustentabilidad, la aceptación de que el fin de la historia ha llegado
(con la victoria de un sistema de ideas sobre los demás), instalando la
desideologización y el advenimiento del hombre light (expresión concreta e
individual de la falta de ideales en disputa)(*56)
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Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

B. Nuestra opinión
Sin negar el carácter irreversible de la globalización y afirmados en la necesidad
de la pervivencia de los Estados-Nacionales, entendemos que no todas las formas
de relacionamiento internacional son necesariamente positivas ni necesariamente
nocivas.
Llamaremos formas puras de relacionamiento estatal a aquellas en las que
dominan la libre determinación y la igualdad de los Estados (globalización
igualitaria) y formas impuras de relacionamiento estatal a aquellas en las que
dominan las vinculaciones jurídicas o fácticas que consagran (o convalidan)
asimetrías (globalización desigualitaria).
Son formas puras, en el sentido descripto:
a) La inter-estatidad, entendida como la vinculación entre dos o más Estados que
se tratan como iguales y no crean una escala de decisión que los suplante en
algún sentido. La juridización de las relaciones de inter-estatidad da origen a
un sub-sistema del derecho internacional, el derecho inter-estatal,
tradicionalmente reconocido como derecho de co-existencia o de cooperación.
b) La supra-estatidad, entendida como la vinculación entre dos o más Estados
que, tratándose como iguales, crean (o adhieren a) una escala de decisión que
los suplanta en algún sentido y que se encuentra en relación de supra-
ordenación con respecto a ellos (vgr: OEA, ONU). La juridización de las
relaciones de supra-estatidad da origen a un sub-sistema del derecho
internacional, el derecho supra-estatal, enfocado a temas humanitarios y al
progreso de la comunidad internacional. En esta forma de vinculación
internacional, la transferencia de competencias y/o de jurisdicción de los
Estados a favor de órganos supranacionales -que se crean a través de la
suscripción de instrumentos multilaterales- es factible.
c) La ultra-estatidad, entendida como la transferencia, normalmente gradual, de
la soberanía estatal a un sujeto jurídico internacional no estatal. La juridización
de las relaciones de ultra-estatidad da origen a un sub-sistema del derecho
internacional conocido como derecho comunitario, derecho de integración por
antonomasia, en virtud del cual los Estados resignan crecientemente su
soberanía (vgr: Comunidad Europea).
En la inter-estatidad, la supra-estatidad y la ultra-estatidad, los Estados se
relacionan de un modo igualitario, pues hasta el grado de subordinación que se
genera a favor del entre supranacional (en el segundo caso) o de cesión
voluntaria de la soberanía (en el tercer caso) debe ser uniforme para todos los
Estados intervinientes. En los dos primeros casos (inter-estatidad y supra-
estatidad) a diferencia del tercero (ultra-estatidad), las relaciones entabladas entre
los Estados no procura disolverlos ni convertirlos en entes no soberanos; en todo
caso, procura transformar la soberanía nacionalitaria en una soberanía ampliada
(*57)
Son formas impuras, en el sentido descripto:
d) La trans-estatidad, entendida como la extensión de la capacidad decisional de
un Estado sobre la capacidad decisional de otro Estado derivada de una relación
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Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

–jurídica o fáctica- asimétrica; y,


e) La des-estatidad, entendida como la pérdida de algún atributo tradicionalmente
reconocido a un Estado en favor de otro Estado (contracara de la trans-estatidad),
o de otro actor internacional, derivada de una relación –jurídica o fáctica-
asimétrica (*58).
En general, estos procesos de dependencia que conforman la trans-estatidad y la
des-estatidad (también conocidas en la ciencia política como transnacionalización
y desnacionalización), en las que ciertos Estados sufren un detrimento en su
soberanía que no es producto de su libre determinación, se inician –y reproducen-
a partir de la internacionalización de la economía practicada en un escenario en el
que participan protagonistas con diferente nivel de desarrollo y expresa el
predominio del mercado (y su leit motiv “el capital no tiene nacionalidad”) por
sobre la política (*59).

7. El debate sobre el derecho de la convencionalidad


A. Globalización y convencionalidad
La globalización jurídica ha traído, al interior de los Estados, el debate en torno a
la incidencia del derecho internacional sobre los derechos nacionales. Un derecho
internacional integrado por normas (convenciones) que, cuando se refieren a
derechos humanos expresan un consenso inter-estatal logrado a partir de la
barbarie vivida durante la segunda guerra mundial (*60) y que ha venido a incidir
sobre las normas del derecho constitucional (estatal por definición) y sobre el
ejercicio de la jurisdicción en los ámbitos nacionales.
La incidencia de la convencionalidad genera interrogantes (*61):
a) ¿existe obligación judicial de realizar el control de convencionalidad por parte
de los jueces del país?;
b) el control de convencionalidad ¿es ‘paralelo’ al control de constitucionalidad o
se integra a éste?;
c) ¿debe prevalecer la respuesta que provenga de un control con relación al otro
en caso de conflicto?;
d) las fuentes internacionales que integran la convencionalidad a controlar (y
eventualmente a acatar) ¿son el nudo texto del convenio, o también su
interpretación realizada por quienes están autorizados para hacerlo?;
e) la interpretación convencional realizada por órgano internacional competente
obliga a los tribunales nacionales:
 ¿cuando se refiere al país concernido para el caso concreto o cuando se ha
referido al país concernido en causa similar con anterioridad, o incluso cuando
se ha referido, en causa similar, a otros países?
 ¿cuando es practicada en el marco de un proceso controversial o también
cuando se trata de una opinión consultiva?;
 ¿sólo en la parte resolutiva o también en la considerativa?.
La convencionalidad (integrada por normas internacionales, interpretaciones de

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Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

esas normas y opiniones consultivas) ha ido ganando terreno aplicativo en los


tribunales nacionales. De modo gradual pero incesante se observa que normas
locales resultan des-aplicadas (en algunos casos virtualmente derogadas);
criterios jurisprudenciales pacíficos, rechazados (*62), e instituciones incorporadas
por un Estado soberano obstaculizadas por interpretaciones normativas exógenas
referidas a terceros países o vinculadas a contextos históricos diferentes (*63)
B. Nuestra opinión
Es hora de preguntarse si la convencionalidad no ha llegado demasiado lejos. Y si
no es necesario reclamar de él (o del ultra-convencionalismo, que es su versión
extrema):
 el conocimiento de las formas en que cada Estado recepta al derecho
internacional en su ámbito interno, teniendo en cuenta que el ‘dualismo’ (*64)
(que vincula al derecho nacional con el derecho internacional sin fusionarlos)
es la regla en Latinoamérica;
 el respeto hacia la soberanía estatal para decidir cómo y cuándo reformar la
Constitución Nacional; reforma que reconoce formas específicas e
inconfundibles, que requiere del concurso del pueblo (o su aquiescencia) y que
en ningún caso puede ser concretada de modo encubierto por medio de una
sentencia o interpretación convencional;
 el reconocimiento de un “margen de apreciación nacional” para aplicar las
decisiones convencionales (*65)
8. El debate sobre europeidad y ancestralidad
A. Las bases de la llamada civilización occidental
Lo primero que debe aclararse cuando se habla de globalización “desde este lado
del mundo”, en referencia a valores jurídicos y/o a instituciones, es que no existe
hoy un consenso universal sino –eventualmente- un consenso ‘occidental’,
entendiendo este término en sentido cultural antes que estrictamente geográfico.
En un divulgado ensayo, Huntington resumió las “diversas instituciones, prácticas
y creencias que se pueden reconocer legítimamente como el núcleo de la
civilización occidental” (*66), destacando:
 El legado clásico “…en especial la filosofía y el racionalismo griegos, el
derecho romano, el latín y el cristianismo”.
 El catolicismo y el protestantismo.
 Las lenguas europeas “...Occidente heredó el latín, pero surgieron diversas
naciones, y con ellas lenguas nacionales agrupadas no muy estrictamente en
las amplias categorías de románicas y germánicas... Como lengua
internacional común para Occidente, el latín cedió su puesto al francés, el cual
a su vez fue reemplazado en el siglo XX por el inglés”.
 La separación de la autoridad espiritual y temporal.
 El imperio de la ley “…La idea de que la ley es fundamental para una
existencia civilizada fue heredada de los romanos... La tradición del imperio de
la ley sentó las bases del constitucionalismo y de la protección de los
derechos humanos... En la mayoría de las demás civilizaciones, la ley fue un
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Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

factor mucho menos importante en la configuración del pensamiento y la


conducta”.
 El pluralismo social. “Históricamente la sociedad occidental ha sido muy
pluralista... Este pluralismo europeo contrasta claramente con la pobreza de la
sociedad civil, la debilidad de la aristocracia y la fuerza de los imperios
burocráticos centralizados que existieron simultáneamente en Rusia, China,
los países otomanos y otras civilizaciones no occidentales”.
 Los cuerpos representativos. “El pluralismo social dio pronto origen a Estados,
Parlamentos y otras instituciones para representar los intereses de la
aristocracia, el clero, los mercaderes y otros grupos. Estos cuerpos brindaron
formas de representación que en el curso de la modernización se
transformaron en las instituciones de la democracia moderna...”
 El individualismo. “Muchas de las características de la civilización occidental
que acabamos de mencionar contribuyeron a la aparición de un sentimiento
individualista y de una tradición de derechos y libertades individuales únicos
entre las sociedades civilizadas...”
B. Nuestra opinión
Cuando se piensa en Latinoamérica, es claro que este listado de Huntington es
aplicable si (y solo si) se soslaya el factor ancestral, la cultura pre-colombina de
los pueblos originarios. Y aunque esta cultura se exprese hoy de modo muy
diverso en la región –siendo relevante en algunos países y residual en otros- lo
cierto es que constituye un rasgo originario común de todos los actuales países
americanos.
Si la Historia es, como ha dicho Huizinga, “la forma espiritual en que una cultura
se rinde cuentas de su pasado” (*67), es claro que el conocimiento y la
interpretación del pasado deviene imprescindible para entender las preferencias
valorativas de la población, la formación de sus costumbres políticas, el éxito o
fracaso de ciertas instituciones, etc.
En el caso latinoamericano, algunos temas e instituciones (tales como la cuestión
ambiental, la tipificación de acciones u omisiones que son delitos para una cultura
pero no lo son para la otra, las bases de la organización familiar y social, etc.)
plantean la disyuntiva entre civilización occidental y ancestralidad con toda
intensidad.
De lo que se trata es de asumir este desafío con una actitud constructiva,
desprovista de todo paternalismo. Y recordar que no es razonable asumir la
ancestralidad contradiciendo las bases de un pensamiento que -como el
occidental- proclama el principio de igualdad, rescata el valor de las diferencias y
propugna el respeto por el pluralismo.

III. Conclusiones

Creo en la posibilidad de un constitucionalismo latinoamericano,


 porque rechazo las profecías sobre el fin del debate ideológico que postula,
entre otras consecuencias, el triunfo de un sistema organizativo por sobre los
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Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

demás y circunscribe el debate a las modalidades de administración y gestión;


y,
 porque descreo en la pretensión de un constitucionalismo hegemónico, que
implicaría consagrar la paradoja de quien reivindica la libertad propia negando
la libertad del que piensa diferente y de quien propicia la igualdad
considerándose superior.
Creo en un constitucionalismo popular:
 que no reemplace a las normas y a las instituciones por la subjetividad de un
gobernante, ni que haga depender su vigencia de la vida de una persona o de
un grupo de personas (por muy valiosas que estas personas sean);
 que no se afirme en una Constitución venerada por los especialistas y
desconocida por el pueblo, de la que el común de la gente toma conocimiento
esporádico por la voz de una minoría (por muy ilustrada que esa minoría sea)
que le dice que ella ‘es’ lo que esa minoría ‘dice que es’;
 que reivindique a la división de poderes como técnica heterónoma de control
destinada a combatir el egoísmo y la envidia humanas, pero sin olvidar que el
cambio verdadero es el espiritual, aquel que viene ‘desde adentro’ del ser
humano (y no el que se impone desde afuera);
 que entienda (y defienda) a la democracia como un sistema en el que valores y
procedimientos no deben enfrentarse sino complementarse y fortalecerse;
 que asuma a la globalización como un desafío que se traduce en una actitud
de apertura receptiva para conocer lo que no se conoce y en una vocación
tolerante hacia lo que no se comparte;
 que recepte aquellas normas jurídicas internacionales necesarias para
fomentar la calidad de vida de nuestros pueblos y para dirimir -mediante reglas
conocidas y aceptadas de antemano- las disputas en este mundo ampliado y
variado, sin resignar “el margen de apreciación” que deriva de la perspectiva
local, nacional y regional de la realidad;
 que, sin negar la incidencia gravitante de la civilización occidental en nuestros
pueblos, no desoiga el legado cultural desplegado en los procesos de
emancipación colonial ni olvide que -en el origen- existía en las tierras que hoy
habitamos otra cultura que, en algún sentido y en alguna medida (sentido y
medida que tal vez ignoremos) también habla de nosotros.

CITAS

(*) Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales – Profesor titular de Derecho


Constitucional de la Universidad Nacional del Litoral – Director del Doctorado en
Ciencia Jurídica de la Universidad Católica de Santa Fe - Ex Convencional
Constituyente Nacional – Ex Procurador del Tesoro de la Nación – Ex Ministro de
Justicia y Derechos Humanos de la Nación – Conjuez de la Corte Suprema de
Justicia de la Nación.
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(*1) Un término es polisémico cuando asume pluralidad de significados; un


término es equívoco cuando “puede entenderse o interpretarse en varios sentidos,
o dar ocasión a juicios diversos” (REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, “Diccionario de
la Lengua Española”, 22 edición)
(*2) La complejidad del fenómeno es puesta de manifiesto en DI TELLA, Torcuato,
GERMANI, Gino e IANNI, Octavio, “Populismo y contradicciones de clase en
América Latina”, Ed. Era, México, 1977; IONESCU, Ghita y GELLNER, Ernest,
Populismo: sus significados y características nacionales”, Ed. Amorrortu, Buenos
Aires, 1970; LACLAU, Ernesto, “Política e ideología en la teoría marxista.
Capitalismo, fascismo, populismo”, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1978; del mismo autor:
“La razón populista”, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2005; DE ÍPOLA,
Emilio, “Ideología y discurso populista”, ed. Folios, Buenos Aires, 1982.
(*3) INCISA, Ludovico, en BOBBIO, Norberto, MATTEUCCI, Nicola y PASQUINO,
Gianfranco (Directores), “Diccionario de Política”, Ed. Siglo XXI, México, 2000,
trad. Raúl Crisafio, Alfonso García, Miguel Martí, Mariano Martín y Jorge Tula, t. II,
pág. 1280 y sgte.
(*4) DI TELLA, Torcuato, en Di TELLA, Torcuato (Director), “Diccionario de
Ciencias Sociales y políticas”, ed. Puntosur, Buenos Aires, 1989, pág. 472 y sgte.
En un sentido muy similar: CANSINO, César y COVARRUBIAS, Israel, “En el
nombre del pueblo. Muerte y resurrección del populismo en México”, Universidad
Autónoma de Ciudad Juárez, Centro de Estudios de Política Comparada, México,
2006, p. 25.
(*5) Los populismos serían “movimientos políticos con fuerte apoyo popular pero
que no buscan realizar transformaciones muy profundas del orden de dominación
existente, ni están principalmente basados en una clase obrera autónomamente
organizada”. DI TELLA, T., en Di TELLA, T. (Director), op. cit., pág. 469.
(*6) Cfr. Ludovico Incisa en BOBBIO, MATTEUCCI, op. cit., tomo II, pág. 1286 y
sgte.
(*7) Sobre esto: MATTEUCCI, Nicola, voz “Constitucionalismo” en Diccionario de
política, dirigido por Norberto Bobbio y Nicola Matteucci, trad. de Raúl Crisafio,
Alfonso García, Mariano Martín y Jorge Tula, Siglo XXI, México, 1965, t. I, p. 389.
(*8) El constitucionalismo arraigó también en América Latina, al punto que –
partiendo del texto fundamental de México de 1804– se dictaron en esa geografía
más de doscientas constituciones a lo largo de un siglo y medio. (KAPLAN,
Marcos, Formación del Estado Nacional en América Latina, Amorrortu, Buenos
Aires, 1983, p. 210).
(*9) La diferencia entre el Estado formal de derecho y el Estado sustancial de
derecho es, en alguna medida, lo que separa –en la terminología de Nino- al
constitucionalismo en sentido mínimo y al constitucionalismo en sentido pleno.
NINO, Carlos S., “Fundamentos de derecho constitucional”, ed. Astrea, Buenos
Aires, 2005, pág. 2 y ss.
(*10) Según palabras de Rousseau: “La soberanía no puede ser representada por
la misma razón de ser inalienable, consiste esencialmente en la voluntad general,
23
Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

y a la voluntad no se la representa: es una o es otra. Los diputados del pueblo no


son ni pueden ser representantes; son únicamente sus comisarios, y no pueden
resolver nada en definitiva. Toda ley que el pueblo en persona no ratifica es nula;
vale decir, no es una ley” “…tan pronto como un pueblo se da representantes [en
el sentido de intermediarios creativos] deja de ser libre y, además, deja de ser
pueblo”
ROUSSEAU, Jean Jacques, “El Contrato Social”, Libro III, Capítulo XV. En la
edición de Sarpe, Madrid, 1985, trad. Enrique Azcoaga, pág. 147 y 150.
(*11) Desde el punto de vista etimológico constitución (del latín constitutĭo –ōnis)
supone ‘acción y efecto de constituir’ y constituir (del latín constituĕre) es ‘formar’,
‘componer’, ‘ser’ (primera acepción), ‘establecer’, ‘erigir’, ‘fundar’ (segunda
acepción) y también ‘asignar’, ‘otorgar’ o ‘dotar a alguien o algo de una nueva
posición o condición’ (tercera acepción).
REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, “Diccionario de la Lengua Española”, ed. Espasa-
Calpe, 22da. edición.
Desde el punto de vista jurídico, la Constitución es “el enunciado institucional de
las grandes ‘reglas de juego’ político y social que una comunidad adopta, para un
cierto tiempo de su devenir histórico, por medio de un determinado reparto de
competencias y con proyección u orientación hacia ciertos fines en los que la
sociedad visualiza su porvenir” (VANOSSI, Jorge R., “El Estado de Derecho en el
Constitucionalismo Social”, ed. Eudeba, Buenos Aires, 1982, pág. 47) o también
el conjunto de “reglas que se ubican en la cúspide de la ‘pirámide jurídica’,
estableciendo el funcionamiento de los poderes estatales y los derechos y
obligaciones fundamentales de los ciudadanos” (CHUMBITA, Hugo, en DI TELLA,
Torcuato S. “Diccionario de Ciencias Sociales y Políticas”, ed. Puntosur, Buenos
Aires, 1989,, voz ‘constitución/constitucionalismo’, pág. 111).
(*12) DE MAISTRE, Joseph, Ensayo sobre el principio generador de las
constituciones políticas y de las demás instituciones humanas, trad. de Gustavo A.
Piemonte, Dictio, Buenos Aires, 1980, ps. 210 y 211.
(*13) Ídem, p. 220.
(*14) LASSALLE, Ferdinand, ¿Qué es una constitución?, Júcar, Barcelona, 1979,
trad. Wenceslao Roces, p. 55.
(*15) Ídem, p. 51.
(*16) PAINE, Thomas, Los derechos del hombre, trad. de Roberto Paine, Perrot,
Buenos Aires, 1959, p. 66. Paine decía que “una Constitución ‘precede’ al
gobierno” y que éste no es sino “la criatura de una Constitución”
(*17) DE MAISTRE, ob. cit., p. 239 ; LASSALLE, ob. cit., p. 55.
(*18) PAINE, ob. cit., p. 67.
(*19) LASSALLE, ob. cit., p. 45.
(*20) DE MAISTRE, ob. cit., p. 233.
(*21) “...la Revolución Francesa se proponía modificar todo, lo político y lo no
político, lo divino y lo humano (lo que le confiere el dudoso honor de ser
precursora de los totalitarismos), llegando incluso a mostrar rasgos de insania
mental, como los cambios del calendario, o la entronización de la Diosa Razón.
24
Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

Por una ironía de la historia, el pretendido prototipo de las revoluciones


democrático-liberales fue a parar en el régimen autocrático e imperialista de
Napoleón”.
PEREYRA-MENAUT, Antonio Carlos, Doce tesis sobre la política, en Ética y
política en la sociedad democrática, Espasa, Calpe, Madrid, 1981, ps. 143 y 144.
(*22) LASALLE, ob. cit., p. 51 y ss.
(*23) WEBER, Max, “Economía y Sociedad”, ed. Fondo de Cultura Económica,
México, 1983, trad. José Medina Echavarría, Juan Roura Parella, Eugenio Imaz,
Eduardo García Máynez y José Ferrater Mora, Primera parte, Capítulo III;
Segunda Parte, Capítulo IX.
(*24) La diferencia entre la ‘idealidad’ y la ‘materialidad’ de un objeto queda clara
con el ejemplo de Bunge: “En el mundo real encontramos 3 libros, en el mundo de
la ficción construimos 3 platos voladores: ¿pero quien vio jamás un 3, un simple
3?”. BUNGE, Mario, “La ciencia, su método y su filosofía”, Ed. Siglo Veinte,
Buenos Aires, 1985, pàg. 10
(*25) Sobre ésto: LORES ARNAIZ, María del Rosario, “Hacia una epistemología
de las ciencias humanas”, Ed de Belgrano, Buenos Aires, 1986.
(*26) CATLIN, George Gordon, “Historia de los filósofos políticos”, ed. Peuser,
Buenos Aires, 1946, trad. Luis Fabricant, pág. 330.
(*27) PRELOT, Marcel, “Historia de las ideas políticas”, ed. La Ley, trad. Manuel
Osorio Florit, Buenos Aires, 1971, pág. 453
(*28) ARON, Raymond, “Las etapas del pensamiento sociológico”, ed. Siglo
Veinte, trad. Aníbal Leal, Buenos Aires, 1985, t. I, pág. 80.
(*29) Párrafos del discurso pronunciado en Washington D.C. el 4 de marzo de
1933.
(*30) En “West Coast Hotel Co. Vs. Parrish” el juez Roberts cambió su criterio y
luego ingresó al máximo tribunal el juez Black, en reemplazo del juez van
Denvanter, que coincidía con las medidas del New Deal.
(*31) SMITH, Adam, “Una investigación sobre la naturaleza y las causas de la
riqueza de las naciones”, Libro IV, II. En la edición de Ed. Alianza, Madrid, 1999,
trad. Carlos Rodríguez Braun, pág. 552 y 554.
(*32) Hemos desarrollado este tema en referencia a las teorías contractualistas
sobre el origen lógico del Estado en: ROSATTI, Horacio, “El origen del Estado”,
ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2002.
(*33) LOCKE, John, “Ensayo sobre el gobierno civil”, Capítulo XI.
(*34) ROUSSEAU, Juan Jacobo, “El contrato social”, Libro II, Capítulo VII.
(*35) MONTESQUIEU, op. cit., Libro XI, Capítulo VI.
(*36) Recuérdese la disyuntiva sobre la apoya el control de constitucionalidad
según la Corte Suprema de Justicia norteamericana en “Marbury vs. Madison”: “…
o la Constitución controla cualquier ley contraria a aquélla, o la Legislatura puede
alterar la Constitución mediante una ley ordinaria. Entre tales alternativas no hay
términos medios: o la Constitución es la ley suprema, inalterable por medios
ordinarios; o se encuentra al mismo nivel que las leyes y de tal modo, como
cualquiera de ellas, puede reformarse o dejarse sin efecto siempre que al
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Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

Congreso le plazca. Si es cierta la primera alternativa, entonces una ley contraria


a la Constitución no es ley; si en cambio es verdadera la segunda, entonces las
constituciones escritas son absurdos intentos del pueblo para limitar un poder
ilimitable por naturaleza”.
(*37) “Erróneamente, en los últimos veinte años se intenta desarrollar la idea de
que los jueces pueden controlar todo; o, mejor dicho: “todo puede ser controlado
judicialmente”. Cada día se amplía más y más la frontera de la judiciabilidad de la
política. Esta argumentación provoca que quienes pierden la votación en el
Congreso (por mayorías ajustadas a la Constitución) acudan a los tribunales para
revertir esa misma votación. Llegado este punto, se presentan dos conjeturas en
apariencia opuestas: soberanía de los ciudadanos y ciudadanas que integran el
pueblo o supremacía judicial; dicho de otra forma: decisión de los ciudadanos que
integran el pueblo sobre la decisión mortuoria de los tribunales”. FEEREYRA, Raúl
Gustavo, “Conjeturas”, en periódico ‘Tiempo Argentino’, Buenos Aires, edición del
domingo 2 de junio de 2013,
(*38) GARCÍA-MANSILLA, Manuel José, “Constitucionalismo, presunción de
constitucionalidad y derechos naturales”, trabajo inédito
(*39) MAKIN, Guillermo, “El control de las mayorías y el Poder Judicial”, en diario
Pàgina12, Buenos Aires, 7 de mayo de 2013.
(*40) Recuerda García-Mansilla que para el Chief Justice Rehnquist, por ejemplo,
“la presunción de constitucionalidad tiene eminente buen sentido. Si la Corte
Suprema decide erróneamente que una ley sancionada por el Congreso es
constitucional, ha cometido un error, pero el resultado de ese error es solamente
dejarle al país una ley debidamente sancionada por los miembros popularmente
elegidos de la Cámara de Representantes y el Senado, y promulgada por el
Presidente popularmente elegido. Pero si la Corte decide erróneamente que la ley
sancionada por el Congreso no es constitucional, ha cometido un error de una
consecuencia considerablemente mayor; ha dejado sin efecto una ley
debidamente sancionada por los órganos de gobierno popularmente elegidos, no
como consecuencia de principio alguno de la Constitución, sino de las visiones
individuales que una mayoría de nueve jueces sostenga acerca de una política de
gobierno deseable en ese momento”. Rehnquist, William H., The Supreme Court,
Alfred A. Knopf, Nueva York, 2001, p. 279. En nuestro país, Oyhanarte sostuvo
una teoría similar (ver OYHANARTE, Julio C., “Poder Político y Cambio
Estructural en la Argentina. Un Estudio sobre el Estado de Desarrollo”, en Julio C.
Oyhanarte. Recopilación de sus Obras, La Ley, Buenos Aires, 2001, pp. 68 y 69.
GARCÍA-MANSILLA, Manuel J., op. cit.
(*41) En 1790, un año después de la toma de la bastilla, una ley se dispone que
“los jueces no podrán, bajo pena de prevaricato, inmiscuirse de manera alguna en
las operaciones de los cuerpos administrativos, ni citar ante ellos a los
funcionarios de la administración por razón de sus funciones”. Este criterio legal
es elevado a rango constitucional al año siguiente (1791). Este criterio de
“jurisdicción retenida” (por el Ejecutivo) fue complementada con la creación del
Consejo de Estado, órgano asesor que fue ampliando gradualmente sus
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Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

atribuciones para asumir competencias reglamentarias en materia de


reclamaciones y finalmente jurisdiccionales de resolución de los reclamos en los
que la Administración fuera parte (1872). Se pasó del sistema de “justicia retenida
a justicia delegada” (en nombre del pueblo).
(*42) THURY CORNEJO, Valentín, “Juez y división de poderes hoy”, Ed. Ciudad
Argentina, Buenos Aires, 2002, pág. 265.
(*43) ROSATTI, Horacio, “Tratado de Derecho Constitucional”, ed. Rubinzal-
Culzoni, 2011, t. II, Sexta Parte, Sección IV, Capítulo 1.
(*44) PIERANTONI, Ruggero, “El ojo y la idea. Fisiología e historia de la visión”,
trad. Rosa Premat, Paidós, Barcelona, 1984.
(*45) NINO, Carlos Santiago, “La paradoja de la irrelevancia moral del gobierno y
el valor epistemológico de la democracia”, en VV.AA., “En torno a la democracia”,
Ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1990, pág. 97 y ss.
(*46) MALIANDI, Ricardo, “Justificación de la democracia”, en VV.AA., “En torno a
la democracia”, Ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1990, pág. 48 y ss.
(*47) SARTORI, Giovanni, “Teoría de la democracia”, Ed. Alianza Universidad,
Madrid, 2000, trad. Santiago Sánchez González, t. I (El debate contemporáneo),
pág. 25.
(*48) Extraído de TUCÍDEDES, “Historia de la Guerra del Peloponeso”, Libro II,
VII.
(*49) PRZEWORSKI, Adam, ÁLVAREZ, Michael, CHEIBUB, José Antonio y
LIMONGI, Fernando, “Las condiciones económicas e institucionales de la
durabilidad de las democracias”, en ‘La Política’, Revista de Estudios sobre el
Estado y la Sociedad, Ed. Paidós, Barcelona, 1996, trad. Ignacio Miri, n° 2, pág.
105 y ss.
(*50) Protagonista de la Revolución francesa, Emmanuel Sieyes formula las tres
peticiones de representación del ‘Tercer Estado’: “Que los representantes del
Tercer Estado no sean elegidos más que entre los ciudadanos que pertenezcan
verdaderamente a él”; “Que sus diputados sean iguales en número a los de las
dos clases privilegiadas”; y “Que los Estados Generales voten no por clases, sino
por cabezas”.
SIEYES, Emmanuel J., “¿Qué es el Tercer Estado?”, Ed. Universidad Nacional
Autónoma de México, México, 1983, trad. José Rico Godoy (en especial, Capítulo
III).
(*51) “Método democrático es aquel sistema institucional, para llegar a las
decisiones políticas, en el que los individuos adquieren el poder de decidir por
medio de una lucha de competencia por el voto del pueblo”.
La decisión del electorado, “glorificada ideológicamente en la expresión ‘llamada
del pueblo’ no fluye de su iniciativa, sino que es configurada, y su configuración es
una parte esencial del proceso democrático. Los electores no deciden problemas
pendientes. Pero tampoco eligen a los miembros del Parlamento, con plena
libertad, entre la población elegible. En todos los casos normales la iniciativa
radica en el candidato que hace una oferta para obtener el cargo de miembro del
Parlamento y el caudillaje local que puede llevar consigo. Los electores se limitan
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Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

a aceptar su oferta con preferencia a las demás o a rechazarla”. SCHUMPETER,


Joseph A., “Capitalismo, socialismo y democracia”, Ed. Aguilar, México, 1963,
trad. José Díaz García, pág. 343, 359, cc y ss.
(*52) Ya en 1815 Benjamín Constant escribía: “La voluntad de todo un pueblo no
puede hacer justo lo que es injusto”. CONSTANT, Benjamín, “Principios de
política”, Ed. Aguilar, Madrid, 1970, trad. Josefa Hernández Alfonso, pág. 16.
(*53) Linz y Stepan afirman que “… no debería llamarse democrático a un
régimen a menos que sus gobernantes gobiernen democráticamente. Si los
representantes políticos elegidos libremente (no importa la magnitud de su
mayoría) infringen la constitución, violan los derechos de los individuos y las
minorías, interfieren en las funciones legítimas de la legislatura, transgrediendo
así los límites de un Estado de Derecho, sus regímenes no son democracias”
LINZ, Juan J., y STEPAN, Alfred, “Hacia la consolidación democrática”, en ‘La
Política’, op. cit., trad. Ignacio Miri, n° 2, pág. 29 y sgte.
(*54) LEFORT, Claude, “Democracia y advenimiento de un ‘lugar vacío’”, artículo
publicado en el Boletín del Colegio de Psicoanalistas de París en marzo de 1982,
luego incluido en el libro del mismo autor titulado “La invención democrática”, Ed.
Nueva Visión, Buenos Aires, 1990, trad. Irene Agoff, pág. 187 y ss.
(*55) “Una matriz de instituciones ‘está en conformidad’ con un conjunto de
valores cuando alguien que comprende y suscribe esos valores y sabe cómo
funcionan las instituciones la aprobaría” COHEN, Joshua, “El comunitarismo y el
punto de vista universalista”, en ‘La política’, Revista de estudios sobre el Estado y
la Sociedad, Ed. Paidós, Barcelona, 1996, trad. Sebastián Abad, n° 1, pág. 85.
(*56) FUKUYAMA, Francis, “¿El fin de la historia?”, publicado por primera vez en
inglés en ‘The National Interest’, en 1989 y reproducido en ‘Doxa’, Cuadernos de
Ciencias Sociales, Buenos Aires, otoño de 1990, trad. Tomás Várnagy, año 1, n°
1, pág. 12. Del mismo autor: “El fin de la historia y el último hombre”, Ed. Planeta,
trad. P. Elías, Buenos Aires, 1992.
(*57) CASALLA, Mario, “La soberanía ampliada”, diario ‘La Nación’, 1 de
diciembre de 2004, pág. 19.
(*58) Hemos descripto las vicisitudes de la República Argentina, cuya defensa
jurisdiccional ante organismos y tribunales arbitrales internacionales de naturaleza
patrimonial ejercimos como Procurador del Tesoro de la Nación entre 2003 y
2004, en varias publicaciones: “Los tratados bilaterales de inversión, el arbitraje
internacional obligatorio y el sistema constitucional argentino”, en La Ley, t. 2003-
F, pág. 1283 y ss.; “Prórroga de jurisdicción y soberanía nacional”, en ‘Revista de
Derecho Público’, Ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2004-1, pág. 43 y ss.; “La
‘pesificación’ de las tarifas de servicios públicos frente a los tribunales arbitrales
internacionales: ¿regulación soberana o expropiación indirecta?” en ‘Revista de
Derecho Público’, Ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006-2, pág. 515 y ss.;
“Globalización, Derecho Constitucional y Arbitraje Internacional: Conexiones e
interferencias en el caso argentino”, en ‘Revista Internacional de Arbitraje’, ed.
Legis, Bogotá, Colombia, n° 13, julio-diciembre de 2010, pág. 79 a 103; “La
inconsistencia del CIADI como régimen jurisdiccional internacional: reflexiones a
28
Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

partir del caso argentino”, en Comisión Económica para América Latina y el Caribe
(CEPAL), “Tratados internacionales de protección a la inversión y regulación de
los servicios públicos”, Colección documentos de proyectos, Santiago de Chile,
febrero de 2011, pág. 44 y ss.; “Las demandas contra la República Argentina en el
CIADI y la jurisdicción nacional”, en El Derecho, Suplemento de Derecho
Constitucional, Buenos Aires, edición del martes 20 de setiembre de 2011, pág. 1
y ss.
(*59) En materia de Derecho Administrativo la preocupación por la inserción de
normas e interpretaciones exógenas sobre el derecho nacional es puesta de
manifiesto en: KINGSBURY, Benedict, KRISCH, Nico y STEWART, Richard, “El
surgimiento del derecho administrativo global”, LL.M. International Legal Studies,
Facultad de Derecho New York University, 68 Law and Contemporary Problems,
15 (Summer/Autumn 2005), trad. Gisela Paris y Luciana Ricart.
(*60) La existencia de un derecho de la convencionalidad conlleva un control
judicial de convencionalidad La doctrina del control de convencionalidad, por la
cual se propugna el deber de los jueces de todo Estado parte de la Convención
Americana de Derechos Humanos de controlar la compatibilidad de su
ordenamiento jurídico interno con la Convención, tuvo su formulación inicial en
ocasión de fallar la Corte Interamericana de Derechos Humanos el caso
“Almonacid Arellano c/Chile”, el 26 de setiembre de 2006
(*61) ROSATTI, Horacio, “El llamado ‘control de convencionalidad’ y el ‘control de
constitucionalidad’ en la Argentina”, en La Ley, Suplemento de Derecho
Constitucional, lunes 13 de febrero de 2012, pág. 1 y ss.
(*62) Es recomendable la lectura del dictamen del Procurador General de la
Nación Argentina en la causa “Acosta, Jorge Eduardo y otros s/recurso de
casación”, del 10 de marzo de 2010.
(*63) ¿El juicio por jurados resultaría violatorio del art. 8, inc 2. h) de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos en la medida en que dispone
que “toda persona tiene derecho… de recurrir el fallo ante juez o tribunal
superior”?
¿Los sistemas de casación serían incompatibles con el principio de independencia
judicial que involucra –como dijo la Corte Interamericana de Derechos Humanos in
re “Apitz Barbera y otros (Corte Primera de lo Contencioso Administrativo) vs.
Venezuela”, del 5 de agosto de 2008- el derecho de los jueces de baja instancia a
no verse compelidos a evitar disentir con el órgano revisor de sus decisiones, “el
cual, en definitiva, sólo ejerce una función judicial diferenciada y limitada a atender
los puntos recursivos de las partes disconformes con el fallo originario" (párrafo
84)?
(*64) “El dualismo proclama que el Derecho Internacional y el Derecho interno
constituyen dos órdenes jurídicos separados e independientes, lo que implica que
las normas jurídicas internacionales resultan aplicables al Estado soberano sólo
cuando una norma del ordenamiento interno así lo hubiera establecido”
ACKERMAN, Mario, FERRER, Francisco, PIÑA, Roxana y ROSATTI, Horacio
(Directores), “Diccionario Jurídico”, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2012, t. II.
29
Dr. HORACIO DANIEL ROSATTI

(*65) “… desde la ciencia del derecho internacional se reconoce actualmente lo


que se denomina un "margen nacional de apreciación", doctrina nacida en la
Comisión Europea de Derechos Humanos, adoptada por la Corte Europea de
Derechos Humanos y recogida también por la Corte Interamericana de Derechos
Humanos (conf. OC-4/84 del 19 de enero de 1984). Su esencia es garantizar,
ciertamente, la existencia de la autonomía estatal, por la cual cada Estado tiene
reservado un margen de decisión en la introducción al ámbito interno de las
normas que provienen del ámbito internacional (Delmas-Marty Mireille, Marge
nationale d' appréciation et internationalisation du droit. Réflexions sur la validité
formelle d'un droit común en gestation, en AAVV, Variations autour d'un droit
commun. Travaux préparatoires, París, 2001, págs. 79 ss.)
Del Considerando 18 del voto del juez Fayt, Considerando 18, en la causa
“Arancibia Clavel Enrique Lautaro s/ Homicidio calificado y asociación ilícita y
otros” fallada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina el 24 de
agosto 2004 (Fallos 327:3312)
(*66) HUNTINGTON, Samuel P., “El choque de civilizaciones y la reconfiguración
del orden mundial”, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2001, trad. José Pedro Tosaus
Abadía, pág. 81 y ss.
(*67) HUIZINGA, Johan, El concepto de la Historia y otros ensayos, trad. de
Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1980, p. 88.

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