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ARQUITECTURA, CAPITALISMO Y CRÍTICA

Por Ole W. Fischer

Tomado de Crysler, C.G., Cairns, S. y Heynen, H. (2012). The SAGE Handbook of Architectural Theory. SAGE
Publications, Londres, pp. 56-69.

Traducido por R. Paredes para la Clase de Teoría Superior. Escuela de Arquitectura y Diseño. Universidad Nacional
Autónoma de Honduras

Sobre la imposibilidad de ser “crítico”

En 1994, durante la conferencia de ANY en Montreal, Rem Koolhaas planteó sus dudas
fundamentales acerca del potencial crítico de la arquitectura como disciplina: “El problema con el
discurso prevaleciente en la crítica arquitectónica yace en su incapacidad para reconocer que dentro
de las motivaciones más profundas de la arquitectura hay algo que no puede ser crítico” (citado en
Kapusta, 1994). Esta afirmación, en forma de breve objeción contra el concepto de autonomía en la
arquitectura y en contra de la teoría como una forma de resistencia intelectual, puede ser
interpretada como un preludio al cinismo realista de S, M, L, XL (Koolhaas y Mau, 1995) y a las
subsecuentes publicaciones de OMA sino no hubiese desatado el debate sobre la disciplina de la
arquitectura la interrelación entre la teoría, el ejercicio profesional y la sociedad.

Si lo tomamos literalmente, Koolhaas por supuesto tiene la razón, porque la realización de


los proyectos de arquitectura consume grandes inversiones de capital, materiales y mano de obra y
porque el arquitecto tiene un encargo directo del cliente (privado o corporativo), coopera con
ingenieros y contratistas y colabora con oficiales del gobierno (incluyendo inspectores de la
construcción). La arquitectura es lenta en su ejecución, se resiste al cambio -a pesar de que se hable
constantemente de dinámica, flexibilidad y variación-, y ha demostrado ser duradera. La complejidad
de los proyectos de arquitectura demanda un alto grado de especialización y división del trabajo, que
conduce a estructuras jerárquicas y a la eliminación de la autoría distinta, como ocurre típicamente
en el sector de servicio y administración. Sin embargo, esto también pasa en otras producciones
culturales colaborativas, como la música, el teatro y el cine, sin afectar su contenido “crítico” o su
función dentro de la sociedad.

Un examen más detallado a lo dicho por Koolhaas nos puede conducir a resultados en otro
nivel del discurso arquitectónico: la posición incierta de la arquitectura entre la ingeniería, la industria
de servicios y el arte. El concepto de autonomía como una precondición para la función crítica de las
artes deriva de la estética moderna desde Kant hasta Adorno, pero en la arquitectura se ve limitada
por criterios relacionados con la satisfacción de necesidades, utilidad, función o programa, sin hablar
de construcción, tecnología o economía. Por tanto, el comentario de Koolhaas sobre “las
motivaciones profundas de la arquitectura” podría servir como recordatorio de su especificidad para
vincular e integrar estos factores internos y externos a la disciplina de forma productiva, lo que
implica que la arquitectura está necesariamente conectada y comprometida con la sociedad en varios
niveles y es, en consecuencia, inevitablemente afirmativa y contigua, o como dijera el mismo
Koolhaas: la tarea de la arquitectura está en “reinventar una relación plausible entre lo formal y lo
social”(Koolhaas y Whithing, 1999, pp. 50).

El análisis crítico de los años sesenta y la década de 1970 puso al descubierto la profunda
implicación de la arquitectura con el orden, el control, el poder y la jerarquía (por ejemplo,
Foucault,1977) y desacreditó la historia oficial de la arquitectura como una representación religiosa,
feudal y burguesa, como distribución capitalista, y como una política del cuerpo - en resumen: como
un instrumento al servicio de las clases dominantes (véase también Bentmann y Müller, 1992).
Viendo desde esta perspectiva, las dudas y objeciones de Koolhaas parecen ser mucho más
dialécticas y “críticas” respecto a la base material y a la superestructura cultural de las intervenciones
arquitectónicas, que lo que podría implicar la búsqueda de un “proyecto crítico" dentro de la
disciplina.

Por último, el cuestionamiento del "potencial crítico" de la arquitectura y el provocativo


llamado que hace Koolhaas a favor de la afirmación, la entrega y el oportunismo deben leerse con
relación a un contexto histórico y a un “contrincante oculto” -esto es, el autor, texto o discurso al que
se dirigió su afirmación: el grupo de arquitectos y teóricos involucrados con la revista ANY y con el
proyecto “crítico” en arquitectura que divulgó.

¿Criticismo, poscriticismo, posteoría?

La “arquitectura crítica” ha jugado un papel preponderante dentro de los debates de teoría


arquitectónica en las últimas tres décadas, al menos dentro de las influyentes universidades de las
costas este y oeste de Norteamérica (ver Lillymanet al. 1994; Ockman 1985; Speaks 1996). Bajo el
rótulo del “criticismo”, la teoría de la arquitectura fue reconocida y profesionalizada como una
disciplina académica, con sus propios programas y cargos, con sus revistas “críticas” como
Assemblage, Oppositions y ANY -con sus contrapartes europeas como AA Files, Quaderns, Archplus-
y sus publicaciones, exhibiciones y simposios, dando como efecto que el “criticismo” se convirtiera
en sinónimo de teoría de la arquitectura. El cuestionamiento a este criticismo, por parte de una nueva
generación de teóricos, se dirige hacia la “teoría crítica” de K. Michael Hays y hacia la “práctica crítica”
de Peter Eisenmann quien, en relación análoga al arte minimalista y conceptual, se dispuso a
replantear la disciplina sobre cimientos explícitamente teóricos. En este caso, el término teoría hace
referencia a un conglomerado de textos filosóficos, sociológicos y lingüísticos, escritos por autores
principalmente europeos -como Althusser, Barthes, Lacan, Adorno, Habermas, Lefebvre, Foucault,
Baudrillard, Derrida y Deleuze- que, a través de la literatura comparada, se transformaron mediante
un proceso de selección, fragmentación, traducción y reinterpretación en instrumentos para la
“lectura crítica” de una amplia gama de fenómenos sociales, culturales o artísticos y entre ellos, la
arquitectura.
El aspecto “crítico” de esta “teoría” nace del origen lingüístico, psicoanalítico y neomarxista
de estos textos, que de formas distintas continúan las tradiciones de pensamiento progresista desde
la Ilustración. Aquí incluimos las Críticas de Kant, quien -en el sentido literal de crítica como
autoexamen o separación- definió los límites de la cognición humana para establecer una nueva base
para el pensamiento filosófico y ayudar a las personas a lograr la libertad de pensar. La crítica de la
ideología de Marx pretendió exponer los contextos del engaño dentro de la sociedad y la cultura,
atribuyéndolos a las condiciones de dominación y producción con el fin de que las personas
adquirieran conciencia económico-política. La crítica analítica de Freud describió los límites de la
conciencia individual y colectiva para emancipar a las personas del poder del subconsciente, lo
reprimido y la compulsión. El criticismo se manifiesta siempre como el choque entre el orden
establecido, el statu quo dominante de la cultura y la sociedad, contra las posibilidades divergentes,
las latencias desviadas, el otro excluido como una búsqueda de cambios, vías alternativas e
iluminación.

El problema que enfrenta la “arquitectura crítica” es ser “¿crítica de qué?” (Martin, 2005).
En sentido estricto, hay al menos dos posturas divergentes asumidas por aquellos que se hacen llamar
críticos dentro de este debate académico. La primera apoya la idea de la autonomía de la disciplina
respecto a factores externos como la sociedad, la función, el significado histórico, dedicándose por
tanto a la manipulación de los elementos internos de la arquitectura. El argumento a favor de la
autonomía se basa en el modelo de la lingüística posestructuralista que interpreta los elementos
arquitectónicos como signos autorreferenciados cuya diferenciación inicia un proceso entre la
figuración y la abstracción (Eisenman, 2000). Su criticismo consiste, precisamente, en el repudio de
los sistemas de legitimación previos para descubrir un proceso generativo entre signo y forma que
permite que el signo arquitectónico sea “no motivado”, separándolo de los significados establecidos
abriendo, entonces, las posibilidades el discurso arquitectónico. El concepto de autonomía se disocia
de conceptos de la modernidad como el progreso tecnológico o la interacción social, así como de la
noción postmoderna de la interdisciplinariedad, presentándose en su lugar como criticismo
intraarquitectónico, como un análisis metódico-crítico de la estructura de la arquitectura.

La segunda postura se opone a la reificación, la mediación y fetichización de los objetos


arquitectónicos, y explora estrategias pensadas para evadir la presión de la mercantilización visual de
la cultura de la industria en el capitalismo tardío (Hays, 1984). Sobre la base del análisis freudiano-
marxista de la sociedad posindustrial de consumo -siguiendo los pasos de Walter Benjamin, Theodor
Adorno y Jacques Lacan- observamos posiciones dialéctico-críticas que afirman que el ejercicio crítico
de la arquitectura es posible dentro del orden social prevaleciente cuando se abre “un intersticio”
dentro del cual las formas arquitectónicas son más que el resultado de las fuerzas del mercado. Las
estrategias de esta forma de criticismo sociocultural en arquitectura incluyen la deceleración de la
percepción, el silencio de la arquitectura, el rechazo a la pictoralidad y a las marcas, el descubrimiento
de los dispositivos de montaje, como en el teatro de Brecht, la exhibición de los constructos y
convenciones sociales con sus efectos negativos de objetivación, alienación o discriminación. Ambas
posturas de la “arquitectura crítica” comparten la indexación de su estado “crítico” frente a la
disciplina; su intención “crítica” de resistir a las fuerzas sociales, económicas y culturales dominantes
y el proceso de generación de la forma a través de un complejo sistema de referencias que van del
objeto a la teoría y viceversa.

Luego que el arte pop, la teoría de los medios y el (neo) pragmatismo (Ockman, 2000)
cuestionaran la idea de una “arquitectura crítica” durante la década de 1990, el debate actual sobre
la postura “poscrítica” fue iniciado por un ensayo de Robert Somol y Sarah Whiting presentado en la
revista Perspecta (2002), en el que ambos autores distinguen entre el “proyecto crítico”-vinculado
con lo indicial, lo dialéctico y la “representación en caliente”- y la “genealogía alternativa de lo
proyectivo”, vinculada con lo diagramático, lo atmosférico y el actuación fresca”. La crítica hacia la
crítica de Somol y Whiting fue asumida, aumentada y expandida por otros teóricos de la misma
generación, como Michael Speaks (2002), Sylvia Lavin (2003) y Stan Allen (2004) y es más que un
conflicto generacional entre académicos o la propuesta de un nuevo estilo: esta revisión de la
tradición crítica de la teoría se preocupa por la relación entre la arquitectura, el poder, el capital y los
medios. El realismo, el pragmatismo y el profesionalismo aparecen como los nuevos temas de la
“posteoría” -desafiando de manera proactiva la utilidad y eficacia del pensamiento crítico, de la
resistencia intelectual y de elaborados constructos teóricos dentro del competitivo mercado global
del diseño arquitectónico. “Resolver” no “problematizar”, define el nuevo enfoque poscrítico: el ideal
de la autonomía como una precondición del criticismo arquitectónico, que lo separa de la edificación,
es sustituido por la inmersión en el ejercicio profesional. Como resultado, la relación entre la teoría
y el proyecto parece invertirse: mientras que el discurso “crítico” prefiere los escritos teóricos, los
modelos conceptuales abstractos y gráficos superpuestos (como palimpsestos), los protagonistas de
lo poscrítico prefieren dirigir la atención hacia las formas, imágenes y al desempeño de los objetos
construidos. Se despliegan diagramas, slogan, logos y se emplean nuevos medios -en una especie de
PowerPoint mental- para reducir la complejidad de los proyectos arquitectónicos a íconos
reconocibles, mensajes centrales y marcas e incluso para promover una percepción rápida y
aproximativa, una experiencia intensa o una “sensación” atmosférica” -particularmente en
consideración a una amplia audiencia de ocupantes, consumidores y clientes- en un deliberado
contraste respecto a la tensa “lectura crítica” de complejos textos teóricos y fragmentos de
pensamiento que, en términos de su concepción, se resisten a someterse a la apropiación emocional,
al uso cotidiano, a la representación visual o al fácil consumo, requiriendo la “explicación” por parte
del crítico profesional.

Los poscríticos afirman que la “arquitectura crítica”, con sus problemas teóricos acerca del
autor, los discursos de poder y las construcciones sociales, se convirtió en una institución dominante,
en lugar de un medio para generar interpretaciones inesperadas, nuevas perspectivas y conceptos
alternativos para la acción. Debido a que bajo este “régimen de la crítica”, la teoría juega un rol
determinante en el diseño, se reduce el proyecto arquitectónico a ser la “muestra”, la “ilustración” o
el indicio del concepto teórico. El autor-arquitecto “crítico” inscribe una aplicación teórica al proyecto
y limita el papel del ocupante, espectador o crítico a la “lectura” y “reproducción” del “texto”
arquitectónico. Si, por ejemplo, nos referimos a prominentes arquitectos críticos como Tschumi,
Eisenman o Diller y Scofidio, veremos la coherencia en los artículos, reseñas y publicaciones acerca
de su obra. Ya que se ven a sí mismos como “arquitectos conceptuales”, consideran la teoría y el
“contenido crítico” como factores esenciales de su producción en diseño. Pero esta falacia
autorreferencial entre el discurso y la “práctica crítica” resulta inapropiada para tópicos que van más
allá del ámbito de los temas “críticos” establecidos, lo que implica que la “arquitectura crítica”
degenera en un estilo. Además, el “discurso crítico” de los últimos treinta años ha seguido una
acelerada carrera por “nuevas” teorías que, a la luz de su rápido cambio, deja la impresión de que
sus planteamientos son arbitrarios o simplemente modas pasajeras.

Incluso los más severos críticos al “sistema” se han dado cuenta que el criticismo, la revuelta
y la subversión son parte del repertorio estabilizador del capitalismo tardío: los gestos críticos han
sido rápidamente internalizados, mercantilizados y reciclados como productos de nicho o como
estrategias de comercialización. En muchos aspectos, el criticismo académico ha demostrado ser una
herramienta no efectiva para la resistencia, la liberación y el cambio.

Por otro lado, el leviatán monolítico y hegemónico de una “arquitectura crítica”, presentado
por los poscríticos, parece ser una fantasmagoría en sí misma: la representación como gran
antagonista de un pequeño grupo de académicos y teóricos con limitada influencia dentro de la
disciplina. Este “gran contrincante” en común oscurece las significativas influencias entre las diversas
posiciones del poscriticismo entre las que se incluyen, en primer lugar, la posteoría afirmativa,
orientada al desempeño, la implementación y operatividad que analiza los campos futuros de la
actividad en diseño y desarrolla estrategias para la organización del trabajo, la intervención
arquitectónica y la comercialización; una posición poscrítica, en segundo lugar, que se apoya en la
revolución digital, los nuevos materiales y medios y, en tercer lugar, una arquitectura de la nueva
sensualidad y afectos (ver Deleuze, 2005), enfocada en el montaje de emociones, inmersiones y
atmósferas. En cierto sentido, lo poscrítico implica la repetición del fenómeno de transferencia
cultural transatlántica: el discurso norteamericano bajo la “arquitectura crítica” se alimentó de los
textos filosóficos, las hipótesis políticas y los métodos lingüísticos que luego fueron exportados de
vuelta como “teoría”; ahora, la obra de arquitectos como OMA/Rem Koolhaas, MVRDV, UNStudio,
FOA/Alejandro Zaera-Polo o Herzog & De Meuron les sirve a los autores poscríticos como evidencia
de la práctica “proyectiva” contemporánea.

Desde la caída del Muro de Berlín, Europa ha sido testigo del desarrollo de una generación
de arquitectos que proactivamente han aceptado las nuevas condiciones políticas y económicas
dentro del mercado desregularizado de la Unión Europea y en los países en transición, procurando
redefinir la profesión bajo los términos de producción, organización y efecto. De varias maneras han
permitido que la arquitectura se beneficie de las tecnologías de información y procesamiento, de la
ciencia de los materiales, la gestión corporativa, del mercadeo y la consultoría, combinándolas con
estrategias propias del arte, los medios de comunicación y de la moda con el propósito de colocar el
objeto arquitectónico como una experiencia eventual y creadora de identidad, agregándole valor
cultural a la arquitectura ante los ojos del público y de los tomadores de decisiones. Frente a estos
nuevos instrumentos operativos, el aparato “crítico” ha demostrado ser ineficiente al elegir el
aislamiento en el contexto de una economía de la atención y en donde se obtiene ventaja competitiva
mediante una política del propio nombre. Adicionalmente, el colapso del socialismo y la crisis de la
izquierda europea han provocado la sospecha generalizada respecto a la ideología y cualquier tipo
de “teoría” y “criticismo”. La consecuencia es un cansancio generalizado hacia la teoría entre los
arquitectos europeos, particularmente entre aquellos que tenían relaciones directas con los
representantes de 'Arquitectura crítica' como Herzog & de Meuron con Aldo Rossi, Rem Koolhaas con
Peter Eisenman, o Alejandro Zaera-Polo con Michael Hays. Lo que parece un pragmatismo europeo
"poscrítico" inteligente desde el punto de vista de los posteóricos norteamericanos a menudo no es
más que un escepticismo indiferente, un realismo emprendedor o un retiro retórico hacia una
objetividad, una profesionalidad y una experticia arquitectónica aparentemente imparcial, es decir
un grave desencanto con la crítica que se extiende en el discurso académico de las universidades
europeas y revistas profesionales (Van Toorn 1997).

La “teoría crítica” versus la “teoría” crítica

En el proyecto "poscrítico" se insiste una doble estrategia: por un lado, intentar superar el
cisma entre la teoría académica y la práctica del diseño y hacer que los objetos arquitectónicos
contemporáneos, los fenómenos y las estrategias sean accesibles (una vez más) para la reflexión; por
otro lado, la teoría "post-crítica" depende dialécticamente de la "criticidad" y trata de apartarse de
ella antitéticamente, como ya sugiere el prefijo "post". Sin embargo, como ya se ha dicho, en la teoría
arquitectónica “crítica”, se superponen dos conceptos diferentes de la crítica. Un vector histórico
proviene del ámbito de la filosofía sociopsicológica y de la crítica neomarxista de la sociedad y la
cultura, tal y como la define la "Escuela de Frankfurt", que acuñó el concepto de "teoría crítica"
respecto a la "teoría tradicional" del positivismo científico y del marxismo ortodoxo (Horkheimer
1937). Este es el vector que alimentó a la “arquitectura crítica” opuesta a la reificación, la mediación
y la fetichización de los objetos arquitectónicos.

Un segundo vector epistemológico conduce a la crítica de los textos, basada en la teoría de


la literatura comparada, se remite a modelos fenomenológicos, hermenéuticos, semióticos y
estructuralistas, y posteriores estrategias de lectura post-estructuralista, psicoanalítica y feminista
(como la deconstrucción). Este segundo sendero inspiró la "arquitectura crítica" basada en la
autonomía de la arquitectura y la mejora de la situación de la teoría. Si bien este modo de crítica
tiene por objeto analizar, interpretar, explicar y posiblemente subvertir los sistemas de signos
humanos (de ahí los artefactos culturales existentes), la "teoría crítica" sociopsicológica, por otra
parte, busca realizar un análisis autorreflexivo de la "totalidad de la sociedad", es decir, una crítica de
las precondiciones de la ciencia, la cultura y la política en la sociedad capitalista para cambiarla como
un todo. La presunción central de la "teoría crítica" es el fracaso - en consideración a las ideologías
totalitarias del fascismo y el estalinismo - de la iluminación burguesa, cuyas promesas de
conocimiento, autodeterminación y análisis racional de la naturaleza y el mito, se afirma, se han
transformado dialécticamente en "razón instrumental", en un sistema de gobierno económico
tecnológico en el que la irracionalidad del mito regresa como afirmación "positivista" de lo existente
(Adorno y Horkheimer 1972). Sin embargo, hay muchos puntos en común entre la "teoría crítica"
sociopolítica y la teoría de la literatura / lenguaje "crítica", que van desde la elección de temas hasta
el mutuo préstamo de métodos, textos y autores que pueden ser incluidos entre ambos grupos.
Manfredo Tafuri, historiador arquitectónico marxista de la Escuela de Venecia, desempeñó
un papel importante en la construcción, en este doble sentido, de una arquitectura / teoría "crítica"
en los años setenta. Basándose en la crítica cultural de la Escuela de Frankfurt, en particular Benjamín
y Adorno, define la historia de la arquitectura como parte de una historiografía materialista más
amplia, la teoría arquitectónica como una crítica de la ideología, no se limita al análisis formal de
objetos individuales o diseños, sino que, más bien, discute la arquitectura como la ofuscación de las
condiciones sociales. Al mismo tiempo, sin embargo, Tafuri se valió de métodos lingüísticos y
estructuralistas que remontan inicialmente a Barthes, Lévi-Strauss, Eco y Foucault, para proceder
posteriormente con Lacan, Derrida y Deleuze.

Su meta-crítica ecléctica pasa del nivel de lo estético-formal al nivel del lenguaje de la


arquitectura (es decir, semántica, estructura y tipología), coincidiendo en este nivel con los enfoques
teóricos del Instituto de Arquitectura y Estudios Urbanos de Nueva York (IAUS) co-fundado por Emilio
Ambasz y Peter Eisenman. Para ellos, la crítica analítica del lenguaje de Tafuri, su dialéctica negativa
de la modernidad y su escepticismo filosófico hacia las realidades y utopías sociales dadas parecían
eminentemente apropiadas como legitimación teórica de la arquitectura "crítica", difundida por la
revista IAUS Oppositions (Hays 1999) y perseguida en los proyectos de los New York Five (Drexler et
al., 1972).

El interés de Tafuri por el concepto de autonomía coincidió con el de arquitectos como Aldo
Rossi, Oswald Mathias Ungers y Peter Eisenman, aunque desde una perspectiva diferente: estos
representantes de la arquitectura/teoría "crítica" consideraron la autonomía a nivel de forma y
estructura, desafiando a la función, el significado, la construcción, la visualidad y la mediación de la
arquitectura. Enmarcaban la arquitectura lingüísticamente como un "lenguaje autónomo" o como un
artefacto culturalmente "dado" independiente de las intenciones del autor. Tafuri utilizó la
autonomía en el contexto del movimiento italiano de comunistas anárquicos "autonomia" y como
una demanda de compromiso sociopolítico y participación económica, cultural y política, en
oposición al sistema capitalista gobernante, por fuera de las instituciones establecidas (y por lo tanto
ya comprometidas), como el Estado, los partidos políticos o los sindicatos, como una extensión de la
lucha de clases.

En definitiva, «autonomia» significaba literalmente la autoorganización de los inquilinos en


la construcción de cooperativas y la acción directa del hazlo-tu-mismo y la ocupación urbana, en
definitiva, la lucha por la “arquitectura sin arquitectos” (Rudofsky, 1964). Para Tafuri, con referencia
a Horkheimer y Adorno, cualquier tipo de producción dentro del orden capitalista siempre es
contingente, colaborativa e instrumentalizada, por lo que insiste en la autonomía de la historia /
teoría arquitectónica respecto a la práctica de la justificación del diseño y en el desapego del crítico
frente al objeto -muy diferente de la teoría "operativa" del arquitecto "crítico" o de la versión
"poscrítica" de la crítica "comprometida".

El malentendido entre la autocrítica formal lingüística de la arquitectura "crítica" y la crítica


de Tafuri a la ideología basada en argumentos económicos, políticos y culturales no podría ser mayor.
El hecho de que la obra de Tafuri, que diagnosticara el fracaso histórico de la arquitectura moderna
para entrar en una relación crítica con el capitalismo, haya sido utilizada para legitimar la
arquitectura/teoría "crítica" americana parece ser una de las ironías de la historia, como ya lo observó
Diane Ghirardo (2002). Y, sin embargo, los protagonistas de la arquitectura "crítica" incluso
secuestraron la resignada evaluación de Tafuri sobre el "fin de la arquitectura", utilizándola para
justificar las operaciones autónomas y absolutas con los elementos arquitectónicos drenados de
significado, proclamando finalmente con Derrida el "fin del fin" (Eisenman 1984).

Sin embargo, a principios de los años 70, Tafuri hizo un intento de aclarar el papel de la crítica
(y del lenguaje) en la arquitectura en la plataforma IAUS Oppositions (1974): distinguió primero el
lenguaje como neutralidad técnica, en segundo lugar, la vacuidad de los signos después de la
disolución de los significados (Rossi) y, en tercer lugar, una arquitectura que se ve a sí misma
“críticamente”, irónicamente o como un medio de masas reducido puramente a la “información” -
abarcando los proyectos de Stirling, Venturi y los New York Five, que él criticó como
experimentalismo subjetivo, cinismo o como herméticos "juegos de lenguaje". La cuarta posición
defendida por Tafuri afirma la intercambiabilidad y futilidad de las tres posiciones expuestas
anteriormente, ya que la "crítica" permanece dentro del "lenguaje de la arquitectura", reproduciendo
simplemente lo que ya se ha dicho y lo que ya existe en vez de analizar o comprender los principios
y posibilidades de arquitectura y crítica dentro de las estructuras existentes en la sociedad. Para él, a
la arquitectura le corresponde cambiar la realidad de la sociedad con el “plan” (urbanístico y político)
de reorganizar la producción y la distribución del trabajo y del capital, lo cual implica, al mismo
tiempo, que el arquitecto debe cooperar con los tomadores públicos de decisiones e integrarse en
los procesos económico-políticos y administrativos como “ingeniero” o “productor” (conforme a la
fórmula de Benjamin de «el autor como productor» de 1934).

En cierto modo son los desarrollos europeos en la arquitectura de los años noventa, como se
ha señalado anteriormente, que confirman el camino de integración política, económica,
administrativa y técnica previsto por Tafuri, aunque bajo las circunstancias políticas de la
globalización. Y mientras que a principios de los años setenta Tafuri profetizó el inminente fin de las
vanguardias arquitectónicas como resultado del efecto desilusionador de la “teoría crítica” - con la
imposibilidad de demostrar la efectividad de un proyecto “crítico” (Tafuri 1980, 91)- el fin de la teoría
(crítica) parecería inminente como resultado de una práctica operativa que, irónica o ingenuamente,
adopta el progreso y la tecnología, persigue la instrumentalización a través del mercadeo y los medios
de comunicación, y coquetea con su estatus de mercancía, espectáculo o moda renunciando a todo
intento de crítica al capitalismo. A pesar de esta renuncia, incluso Tafuri parece traicionarse y admirar
el encanto discreto de la producción capitalista omnipresente, adaptable y excesiva.

Pero la decadencia de una conciencia cultural y políticamente crítica en la arquitectura no es


causada sólo por las "tentaciones del mercado", sino también por la evolución histórica de la
arquitectura / teoría "crítica": además del formalismo arquitectónico, el post- estructuralismo desafió
a la teoría crítica neomarxista como una ideología política y desmitificó la autonomía de la crítica
frente a las condiciones sociales como una construcción teórica. Lo que queda es la relatividad
postmoderna del "todo va" y también el predominio de la analogía lingüística en la academia durante
las décadas de 1980 y 1990, cuyo grado de abstracción es responsable de la pérdida de las cualidades
sensoriales, materiales, atmosféricas, temporales, estéticas, emocionales y performativas que hoy en
día son reconsideradas por los autores 'post-críticos'.

Autonomía, contigüidad y negación

George Baird (1995) ha propuesto reconocer un desarrollo más paralelo y continuo de


tendencias modernas, posmodernas, estructuralistas y post-estructuralistas en la teoría
arquitectónica, en lugar de enmarcarlo como un proceso revolucionario de cambios de paradigma.
Como ejemplo de esta complejidad y ambigüedad podría ser la posición de Aldo Rossi. Visto desde
una perspectiva europea, es un intelectual de izquierda -miembro del Partito Comunista Italiano y
uno de los profesores de Politecnico di Milano despedidos por su apoyo a la revuelta estudiantil de
1968/1970- y la figura paterna del postmodernismo neoclásico. Desde una perspectiva
norteamericana, pertenece a la neo vanguardia de los años setenta junto con Eisenman, Hejduk y
Tschumi. El propio Rossi, sin embargo, creyó en la continuación del proyecto moderno, y con la
Arquitectura de la Ciudad (1984) quiso reconstruir la disciplina al demostrar sus fundamentos en el
racionalismo de la Ilustración, combinando una crítica ideológica de la historia con una crítica
tipológica de las formas arquitectónicas de la ciudad que él consideraba como su realidad
fundamental. Por lo tanto, Rossi insistió en la autonomía de la arquitectura en un doble sentido. En
primer lugar, en el sentido de hecho histórico preexistente de los elementos primarios
monumentales permanentes y de las áreas residenciales estructurales de la ciudad separadas de la
determinación funcional, tecnológica, social o económica y, en segundo lugar, de la especificidad de
la arquitectura como tal, como una forma de conocimiento científico. Esta autorreflexión de la
arquitectura sobre su propia historia, lógica formal e ideas tipológicas permitió una revisión y
reevaluación del racionalismo italiano de los años treinta que implicó la purga de su contenido
político fascista, especialmente con respecto a Giuseppe Terragni, interés compartido por Rossi con
Eisenman (Eisenman 1998).

El proyecto de autonomía de Rossi pretende volver a contextualizar el objeto arquitectónico


dentro de la ciudad (europea) y la "memoria colectiva" de sus ciudadanos, pero al mismo tiempo
descontextualizarla de la realidad política, económica y social, incluso de la contemporaneidad, como
señaló Rafael Moneo que, en referencia a Tafuri, se avizoraba el peligro de que la arquitectura se
redujera a “parámetros inoperantes” y al “puro juego” (Moneo 1976, 18). Pero el intento de Rossi de
alejar la arquitectura del acalorado discurso político de finales de los años sesenta y principios de los
setenta, que arriesgaba la disolución de la disciplina en el trabajo social, el positivismo tecnológico
funcionalista o la instrumentalización tecnocrática, está impulsado por la visión melancólica que ya
no existen alternativas críticas al movimiento moderno. Ni el proyecto utópico de la vanguardia
radical ni la práctica social reformista emancipadora parecen una opción porque ambos se han
demostrado ineficaces o cómplices con el acceso instrumental capitalista al mundo, al trabajo y a los
seres humanos. Desde esta perspectiva distópica de la imposibilidad para la arquitectura de
representar o producir una realidad alternativa dentro de las relaciones sociales existentes, el
proyecto de autonomía rossiano -como un proceso de separación disciplinaria, abstracción tipológica
y reducción arcaica- abre una posición de repliegue de la práctica arquitectónica evadiendo la
realidad social, una realidad que retorna dentro de estas manipulaciones formales y analogías
poéticas, como demuestra la obra de Rossi, pero una posición evasiva que se alinea con el concepto
filosófico de negación, introducido por la "teoría crítica" de la Escuela de Frankfurt y transferido a la
arquitectura por Tafuri: “La (sencilla) verdad es que, así como no puede existir una economía política
de clase, sino sólo una crítica de clase de la economía política, tampoco se puede fundar una estética,
un arte o una arquitectura de clase, sino sólo una crítica de clase de la estética, el arte, la arquitectura,
o de la ciudad misma "(Tafuri 1976, 179).

Tafuri (1980) rechaza cualquier posibilidad de contemplar, bajo el régimen capitalista, una
"arquitectura para una sociedad liberada" o de mantener una postura crítica dentro del diseño, pero
destaca el aspecto negativo de la crítica ideológica en la historia y la teoría de la arquitectura. Esta es
una referencia clara a la Dialéctica Negativa de Adorno (1973), quien consideró que la tarea de la
filosofía consistía en desenmascarar las contradicciones sociales y situarlas como productos
históricos en la mediación teórica, aunque con la importante diferencia que Adorno concede al arte
un espacio autónomo más allá de la racionalidad instrumental de la producción capitalista (Adorno
1984). El arte gana autonomía a través de su negación de su "uso" o "función" operativa, así como de
su distanciamiento de la realidad social, pero al mismo tiempo el arte sigue siendo para Adorno una
práctica social o un producto del trabajo social y, por lo tanto, está determinado por la historia, las
técnicas, las influencias, el contexto, etc. Debido a la división histórica entre signos e imágenes, estos
se han vuelto operacionales dentro de la sociedad moderna, pero Adorno propone una
reconstitución de su independencia mediante el concepto dialéctico de mimesis. La semejanza del
arte a sí mismo evade el pensamiento identitario de las categorías lingüísticas y permite la experiencia
genuina de la "alteridad" en medio de la instrumentalizada sociedad moderna- lo que hace que el
arte sea "crítico". Por otra parte, el arte se relaciona miméticamente con la sociedad y reconoce la
realidad social, lo que hace que el arte sea similar a lo que critica. Si bien la semejanza es necesaria
para permitir la participación del observador, es la autonomía formal la que expone la realidad social
oculta (represión, explotación, extrañamiento, etc.) y pone el arte en oposición y negación de la
sociedad (Heynen 1999, 192). Esta dialéctica hace al arte moderno abstracto, disonante,
desconcertante y antiutopista. Una imagen positiva de la sociedad (como el realismo socialista) tiene
sus bases en premisas falsas, al igual que el arte "comprometido", ya que tanto la representación
como el "mensaje" exigen complicidad con el público. Adorno excluye el arte afirmativo, contingente
y tangible de su estética, pues sin la distancia de la autonomía se convierte en mercancía reificada,
populista y conformista de la "industria cultural" que reproduce los contextos manipuladores del
engaño.

La Teoría Estética de Adorno (1984) implica una selección de géneros específicos capaces de
dicha autonomía y negación, como la música, la literatura dramática y el arte visual abstracto (en
resumen, la alta cultura elitista). La arquitectura, sin embargo, es funcional, contingente u operativa,
casi nunca se ajusta a estas condiciones, incluso si retrocede en la abstracción formal y el "post-
funcionalismo" (Eisenman 1976). Sin embargo, Walter Benjamin – punto de referencia para Tafuri, al
igual que Adorno- examina el concepto de autonomía como un vestigio del ritual mágico prehistórico
que sobrevivió en el culto burgués a la obra aurática de arte singular, hecha a mano, determinada
por su acceso restringido, la propiedad privada y la autenticidad autoral - y lo contrasta con la
recepción colectiva simultánea de artefactos reproducidos como la fotografía, el cine y la
arquitectura. Benjamin, en su famoso ensayo de 1936 sobre “La Obra del Arte”, sustituye la inmersión
contemplativa del espectador individual de la obra de arte en la estética idealista por la dispersión de
reproducciones dentro de la masa urbana, donde la recepción se produce dentro de un estado de
distracción (Benjamin 2008). Es precisamente la contingencia del uso y de la función la que califica a
la arquitectura de Benjamin como el “prototipo” del nuevo arte (mediado) de masas percibido
táctilmente -en contraste con lo óptico-. La experiencia cotidiana, habitual y casual del arte
reproducido -o de la arquitectura- reemplaza el "valor de culto" por el "valor de exposición",
transformando así el arte de fetiche mercantil a un ejercicio omnipresente de la percepción humana
capaz de reconstituir la unidad histórica de la postura crítica con el deleite. Mientras que Adorno se
concentra en el papel crítico de la obra de arte, como promesa de una realidad social diferente, la
esperanza de Benjamin reside en el papel cognitivo del arte como campo experimental para nuevas
formas de demanda (estética), ya que conceptualiza el arte recibido en distracción como un
entrenamiento inconsciente en las nuevas habilidades de "apercepción" de las masas, que precede
al cambio en las relaciones sociales.

Mientras Adorno, por un lado, excluyó dentro de su reflexión teórica la economía del arte
para enfatizar su distanciamiento respecto a la reificación y al acuerdo instrumental con el mundo,
Benjamin, por otro, localizó un aspecto revolucionario en el proceso de (re) producción, distribución
y consumo masivo del arte que construye una audiencia colectiva, reconcilia arte con la ciencia, y
reestructura la percepción humana, la imaginación y la conciencia. Es decir, diferenció las relaciones
dialécticas entre la tecnología, las artes y la política, ya establecidas por el materialismo histórico.

Dentro del espacio del capital

Adorno y Benjamín presentaron dos alternativas para una práctica artística crítica dentro de
la sociedad capitalista: por un lado, está la noción de resistencia en el trabajo autónomo y, por otro
lado, la búsqueda de conceptos para estimular la oposición a partir de factores de producción,
programa o uso contiguos. Desde un punto de vista marxista, la arquitectura es tanto una parte de
las fuerzas productivas de la sociedad (por tanto, su base económica) como superestructura cultural
(por tanto, reproductora de la hegemonía capitalista). Esta dialéctica fue explorada por el sociólogo
francés Henri Lefebvre (1991, 26), quien consideró el espacio como un producto (social) resultante
de las fuerzas productivas, los modos de producción y las relaciones de producción (es decir, del
trabajo humano y su organización, de los instrumentos de trabajo y de sus recursos).

Siguiendo la teoría de la dialéctica materialista, Lefebvre definió la producción del espacio


como un proceso histórico en el que diferentes sociedades y por lo tanto modos de producción
cristalizan en diferentes espacios históricos; al mismo tiempo que apuntaba a una "teoría unitaria"
del espacio que abarcaba aspectos físicos, mentales y sociales.
Ya que consideraba al espacio no sólo como un producto "secretado" por la sociedad, sino
también como una fuerza productiva del capitalismo que reproduce las relaciones sociales, identificó
tres niveles interrelacionados: primero, las "prácticas espaciales" de producción y reproducción;
segundo, las “representaciones del espacio”, es decir, el espacio mental conceptualizado, codificado,
manifestado en signos contiguos al poder y al orden; y tercero, "espacio representacional", que
contiene la vida de los habitantes y usuarios (Lefebvre 1991, 33). En este esquema, la arquitectura
pertenece a la segunda categoría, lo que minimiza su potencial crítico, pero la oposición y la
subversión vuelven a entrar en la práctica cotidiana -la dimensión individual, imaginaria e histórica
del "espacio representacional". Esta reflexión sobre la vida cotidiana fue reforzada por Michel de
Certeau (1984), que persiguió el lado "productivo" de la cultura de consumo existente en la práctica
individual del bricolaje, la desviación y las artimañas.

Sin embargo, a diferencia de Lefebvre, De Certeau entiende la “práctica” principalmente


como un término lingüístico en el sentido “pragmático” y del “desempeño”. Siguiendo la teoría del
acto de habla de Saussure, distingue el sistema del lenguaje escrito (langue) como hegemónico,
institucional y estratégico, del uso individual del lenguaje hablado (parole) como temporal, astuto y
táctico. De Certeau, haciendo referencia a Foucault (1977), niega la posibilidad de una posición
autónoma dentro del sistema estratégico de poder, pero admite el uso táctico del espacio para crear
la libertad individual que opera dentro de la estructura establecida por la estrategia.

Un ejemplo del acto del habla como práctica espacial es el paseo peatonal en la calle como
"enunciación de la ciudad" (Certeau 1984, 97), el cual subvierte el orden dominante con la elección
individual del camino, aunque el mismo ejemplo demuestra lo problemático que puede resultar
equiparar la práctica del lenguaje (o las actividades cotidianas) con la producción económica y la
participación política - no muy diferente de la mezcla de la autonomía formal y política en la
arquitectura "crítica".

Esta reflexión sobre la vida cotidiana, el espacio y la práctica forma parte de la crítica
sociológica contra el funcionalismo de posguerra y los métodos de planificación modernistas de los
años sesenta, que asemejan a Lefebvre con Jane Jacobs (1961) o con Alexander Mitscherlich (1965).
Sin embargo, Lefebvre no fue reconocido en el debate arquitectónico de habla inglesa hasta la década
de 1990, cuando fue invitado por autores como Margaret Crawford (1999) o Mary McLeod (1997),
quienes se distanciaron del Nuevo Urbanismo y de las vanguardias formalistas (posmodernas, neo-
modernas o deconstructivista). Esta crítica sociológica, escéptica ante las teorías lingüísticas
dominantes en la academia que reducen la arquitectura a cuestiones de significación y de búsqueda
de formas, exige el retorno a lo "real" de la experiencia vivida sin caer en la condescendencia,
propone el examen de la cultura popular sin ser populista y demanda actuar bajo las condiciones
sociales existentes sin venderse. Al compartir la evaluación optimista de la vida cotidiana de Lefebvre
y De Certeau como rica, compleja y transformadora, esta práctica arquitectónica y urbana aborda
programas ordinarios (vivienda, comercio minorista, conversiones, mobiliario urbano) e
intervenciones a pequeña escala que cuestionan la comprensión normativa del espacio y el lugar, de
lo privado y lo público, de la política, la participación y la ciudadanía. Sin embargo, sigue existiendo
una brecha crucial entre este urbanismo informal, el realismo pragmático y el activismo micro-
político y la dialéctica de Lefebvre, quien introdujo el concepto de lo cotidiano como vector
complementario de la modernidad, para proyectar un cambio fundamental en las relaciones sociales
hegemónicas.

La persistencia de una perspectiva utópica, incluso una no determinista llena de tensiones y


contradicciones, separa también a Lefebvre de De Certeau, así como su entendimiento contrario del
"lugar": De Certeau favorece el espacio (espace) como operativo, actualizado, orientado, por sobre
la noción de lugar como estable, ordenado y definido, siendo el primero comparable a la narración
hablada y el segundo, al texto escrito. Lefebvre, por su parte, defiende al "espacio diferencial" del
lugar, la historia y la individualidad, frente al "espacio abstracto" de la sociedad capitalista, que él
describe como universal, instrumental y homogéneo - el espacio de las mercancías y el poder-,
administrado por consenso y desintegrador de la localidad tradicional, las relaciones y las prácticas.
Esta crítica de la homogeneización espacial fue retomada, aunque con referencia a De Certeau, por
Marc Augé (1995), quien desarrolló el modelo de oposición del 'lugar' versus el 'no-lugar', con el que
distingue entre la construcción de identidad por los individuos que interactúan entre sí en lugares
auténticos definidos por la historia, la centralidad y el reconocimiento frente a los ambientes no
personales, homogeneizados y genéricos de los supermercados, aeropuertos y vestíbulos de los
hoteles -los espacios desterritorializados y transitorios de consumo y tráfico-. Mientras Lefebvre
asoció el “espacio diferencial” con la inestabilidad y cambio social, fue De Certeau quien retornó a la
noción fenomenológica de identidad y autenticidad en el discurso sobre el "lugar"(Heidegger 1994,
Norberg-Schulz 1980), que se convertiría en el paradigma dominante en la antropología de Augé,
como lo demuestra su llamado a lo "social orgánico".

Aunque Augé no culpe a la arquitectura contemporánea por el abandono del lugar, sí reclama
por la pérdida de la diferenciación cultural y de la localidad, coincidiendo así con el concepto de
"regionalismo crítico" en la arquitectura. Este término, originalmente acuñado por Alexander Tzonis
y Liane Lefaivre (1985), fue divulgado por Kenneth Frampton (1983) – uno de los primeros miembros
del IAUS en Nueva York- como una respuesta a la universalización y la "escenografía" del
postmodernismo semiótico consumista, introducido significativamente con un pasaje de Paul
Ricoeur. Desviándose hacia el concepto de "aura" de Benjamin, los autores sugirieron ralentizar el
proceso de mercantilización visual trabajando con materiales, técnicas y tipologías locales y haciendo
referencia al contexto, la historia y la temporada, características que deben ser experimentadas en
el sitio y que son difíciles de reproducir en imágenes. En contraste con el regionalismo anterior o las
tendencias vernáculas (posmodernas), aquí lo "crítico" denota primero una comprensión reflexiva de
la inspiración local y la noción de lugar, una dialéctica de la "civilización" tecnológica versus la
"cultura" ejemplificada en la obra de Alvar Aalto o Álvaro Siza. Llevado por la creencia de Habermas
en la modernidad como un proyecto inacabado de emancipación (Habermas 1983), Frampton
pregunta cómo reconciliar la diversidad y la especificidad regionales con el progreso universal de la
razón (Frampton 1983). Una segunda noción de lo "crítico" se hizo más prominente en la última
revisión de la Historia Crítica de la Arquitectura Moderna (Frampton 2007, 344-389) donde Frampton
aboga por la reconstrucción de la "forma cívica" y la "apariencia pública" en el sentido de Hannah
Arendt (1958) como una esfera del encuentro e interacción directa de los ciudadanos, como en la
antigua ágora griega (véase también Baird 1995) y en contra de la mediación despolitizada y la
mercantilización del entorno (construido) contemporáneo. Sin embargo, las tendencias regionalistas
y organicistas son producto tanto de la modernización rigurosa como de las corrientes anti-urbanas,
anti-tecnológicas y anti-pluralistas que establecen una unidad ideal de comunidad y cultura en
oposición a la experiencia de extrañamiento, fragmentación y pérdida. Lo que las convierte en un
constructo ideológico que necesita un análisis dialéctico tanto como el proyecto de ilustración de
donde provienen (Dal Co 1979).

Ya Marx había pretendido superar la división capitalista del trabajo y la alienación, con la
producción libre, dando lugar al resentimiento anti-tecnológico expuesto en el movimiento Artes y
Oficios y luego en el expresionismo, el organicismo, el regionalismo y los modelos contemporáneos
de productores consumidores. Aparte de su cinismo, el contraataque de Koolhaas contra la identidad,
la autenticidad y la historicidad de la ciudad (europea) tiene su mérito en señalar los efectos
liberadores del pensar la arquitectura más allá de la memoria y el lugar o las teorías de planificación
utopistas. Sin embargo, a diferencia de Benjamin, quien conceptualizó el potencial emancipador de
la reproducción técnica y la cultura urbana cotidiana, Koolhaas no ofrece un proyecto crítico, como
la «politización del arte».

Perspectivas: ¿qué es lo que queda para la arquitectura?

¿Cómo podría la arquitectura resistir la omnipresencia del capitalismo global y la cultura


consumista? Dado que la crisis es una parte existencial del proceso capitalista, los gestos críticos se
internalizan, reciclan y explotan como novedad y comentario formal ("recuperación"), como las
tácticas de guerrilla urbana para la colocación de productos y mercadeo (Von Borries, 2004) o los
experimentos situacionistas para la creación de eventos. Sin embargo, si la planificación utópica,
incluso en el socialismo, no ha sido capaz de proyectar una alternativa arquitectónica y urbana a las
representaciones imperialistas de poder y cultura de consumo capitalista, sino que las ha reproducido
como entornos totalitarios, ¿significa esto que una práctica crítica en arquitectura será tan
“falsificada" como el marxismo científico (Popper 1945)? ¿Qué hay de la Nube de Hierro de El Lisitzky,
que explora una arquitectura que articula la propiedad comunal del suelo y la nueva base económica
de la sociedad?

¿O de los ejemplos de Tafuri? Los "Siedlungen" de la República Alemana de Weimar, los


bloques de viviendas de Viena Roja, el parque y las reurbanizaciones de Olmsted, todos adoptando
una postura social dentro del sistema. Si es el contenido social de la arquitectura, más que la
autonomía formal, el que constituye el proyecto "crítico" dentro de la disciplina, entonces incluso lo
"proyectivo" podría convertirse en parte de la continuación y legado de la modernidad como un
proyecto inacabado, como sugiere Hilde Heynen.

Si el pensamiento crítico aún tiene que desempeñar un papel y la práctica crítica puede ser
posible, la crítica -y sobre todo los críticos- debe tomar conciencia de los mecanismos, condiciones y
dependencias del pensamiento crítico y de la producción crítica, hacer lúcidos sus objetivos e
instrumentos y comprender cómo estas cuestiones están conectadas entre sí y con el conjunto
socioeconómico, cultural y político, llegando mucho más allá del acalorado intercambio académico
entre "críticos" y "poscríticos" de la actualidad. Un ejemplo es la autocrítica de Bruno Latour (2004)
quien examinó la crisis de la crítica en el contexto de la retórica de la guerra (contra el terrorismo)
durante 2003. Con cierta preocupación, observa la instrumentalización de la crítica por parte de los
creadores de opinión política y los medios controlados, que se han apropiado de argumentos y
estrategias de la teoría crítica para utilizarlos con fines manipuladores, habiendo entendido que su
fuerza analítica promueve la sospecha de cualquier tipo de argumentación, incluso si va en contra de
los propios intereses del público ilustrado.

Precisamente porque la teoría crítica de las últimas tres décadas ha desafiado la legitimación
de los conceptos clásicos de la Ilustración como la “verdad”, “método científico” o “realidad”,
desenmascarándolos como construcciones sociales, contribuye a la relativización y construcción de
realidades que han conducido a la perversión de los objetivos emancipadores de la crítica, a la pérdida
de significación, perspicacia y realidad, y al anti-empirismo en lugar de una renovación del
pensamiento empírico. Pero si la crítica se convierte en un gesto crítico o, peor aún, en las teorías de
la arbitrariedad, la relatividad y la conspiración (es decir, en un instrumento de desinformación,
manipulación política de la opinión pública, en producto de consumo de los medios masivos de
comunicación), la crítica debe revisar su actitud, instrumentos y métodos, con el fin de ajustar una
vez más a sus temas y objetivos originales: en lugar de abstracción, deconstrucción y sustracción de
las “cuestiones de hecho", Latour exige realismo, construcción y adición -una teoría crítica que se
“encargue de las cosas” (2004, 233).

La arquitectura todavía tiene que hacer inventario de su "arsenal crítico" en el sentido de


Latour. Incluso aunque veamos escépticamente esa metáfora marcial, la teoría crítica y la práctica
como potencial enriquecimiento, participación y discurso -como un “encuentro” en el sentido
político, espacial y disciplinario que interpreta la contigüidad de la arquitectura con la sociedad, la
cultura, los medios de comunicación, la tecnología, economía y producción como un regalo y no como
una desventaja, para progresar de esta condición para llegar a intervenciones arquitectónicas y
conceptos teóricos específicos - muestra así los puntos de partida que deben seguirse. A
continuación, exploraremos cómo la teoría de la arquitectura debe reformularse fundamentalmente
para ir más allá del bucle establecido por la máquina académica de los “críticos", "poscríticos",
"posteóricos" o simplemente por los bandos cínicos afirmativos y hacia la crítica constructiva. En la
redefinición de una agenda crítica, la distinción entre una crítica operativa que examina el modo de
manejar el material arquitectónico (es decir, el proyecto arquitectónico, el objeto, las cuestiones de
forma, estructura, programa, construcción, materialización, imagen, efecto, atmósfera, etc.) y la
crítica del contenido que reflexione acerca de la arquitectura como ejemplo de las condiciones
culturales, políticas y económicas de la sociedad. En lugar de separar el significado (o la estética) del
desempeño (o la política) y confundir uno con el otro, una nueva teoría crítica en la arquitectura
implicará modos reflexivos y proyectivos, crítica contemplativa e intervención activa. La diferencia
entre la teoría y la práctica no desempeñará un papel tan importante como el sostenido por Tafuri,
ya que un texto teórico es tanto un diseño como un producto cultural, está involucrado en
interacciones y dependencias y es parte de un mercado como proyecto arquitectónico.
Esta concepción de la crítica reunirá y enfocará precisamente estos diferentes factores,
niveles y discursos de la arquitectura para que la interacción, la fricción y los conflictos que surjan
naturalmente lleguen a realidades emergentes en lugar de establecerse como sistemas de discurso
monolíticos y roles disciplinarios firmemente codificados. Al reflexionar de manera autocrítica sobre
su propia situación y la condicionalidad de la arquitectura, examinando dialécticamente la replicación
y la autonomía, visualizando la construcción de la "realidad" como una de las diversas "verdades"
posibles, esta crítica levantará la discusión arquitectónica por encima de la expresión formal del
humor contemporáneo, por encima del servicio, la moda o el estilo de vida, recontextualizándola
dentro de la sociedad, la cultura y la experiencia cotidiana. El pensamiento crítico se ocupa de la
esfera pública, los clientes y sus puntos de vista (políticos), la producción, la financiación y la
propiedad, las cuestiones de accesibilidad, participación, urbanidad y espacio público. Busca la
concurrencia, la densidad, el compromiso, el intercambio, la discusión y los conflictos, y participa en
la negociación de intereses privados y públicos, aunque sin aislarse de la búsqueda de la calidad
arquitectónica y sus criterios. En resumen, examina la relación plausible entre la forma y la sociedad,
como ya ha observado Koolhaas.

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