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Tomado de Crysler, C.G., Cairns, S. y Heynen, H. (2012). The SAGE Handbook of Architectural Theory. SAGE
Publications, Londres, pp. 56-69.
Traducido por R. Paredes para la Clase de Teoría Superior. Escuela de Arquitectura y Diseño. Universidad Nacional
Autónoma de Honduras
En 1994, durante la conferencia de ANY en Montreal, Rem Koolhaas planteó sus dudas
fundamentales acerca del potencial crítico de la arquitectura como disciplina: “El problema con el
discurso prevaleciente en la crítica arquitectónica yace en su incapacidad para reconocer que dentro
de las motivaciones más profundas de la arquitectura hay algo que no puede ser crítico” (citado en
Kapusta, 1994). Esta afirmación, en forma de breve objeción contra el concepto de autonomía en la
arquitectura y en contra de la teoría como una forma de resistencia intelectual, puede ser
interpretada como un preludio al cinismo realista de S, M, L, XL (Koolhaas y Mau, 1995) y a las
subsecuentes publicaciones de OMA sino no hubiese desatado el debate sobre la disciplina de la
arquitectura la interrelación entre la teoría, el ejercicio profesional y la sociedad.
Un examen más detallado a lo dicho por Koolhaas nos puede conducir a resultados en otro
nivel del discurso arquitectónico: la posición incierta de la arquitectura entre la ingeniería, la industria
de servicios y el arte. El concepto de autonomía como una precondición para la función crítica de las
artes deriva de la estética moderna desde Kant hasta Adorno, pero en la arquitectura se ve limitada
por criterios relacionados con la satisfacción de necesidades, utilidad, función o programa, sin hablar
de construcción, tecnología o economía. Por tanto, el comentario de Koolhaas sobre “las
motivaciones profundas de la arquitectura” podría servir como recordatorio de su especificidad para
vincular e integrar estos factores internos y externos a la disciplina de forma productiva, lo que
implica que la arquitectura está necesariamente conectada y comprometida con la sociedad en varios
niveles y es, en consecuencia, inevitablemente afirmativa y contigua, o como dijera el mismo
Koolhaas: la tarea de la arquitectura está en “reinventar una relación plausible entre lo formal y lo
social”(Koolhaas y Whithing, 1999, pp. 50).
El análisis crítico de los años sesenta y la década de 1970 puso al descubierto la profunda
implicación de la arquitectura con el orden, el control, el poder y la jerarquía (por ejemplo,
Foucault,1977) y desacreditó la historia oficial de la arquitectura como una representación religiosa,
feudal y burguesa, como distribución capitalista, y como una política del cuerpo - en resumen: como
un instrumento al servicio de las clases dominantes (véase también Bentmann y Müller, 1992).
Viendo desde esta perspectiva, las dudas y objeciones de Koolhaas parecen ser mucho más
dialécticas y “críticas” respecto a la base material y a la superestructura cultural de las intervenciones
arquitectónicas, que lo que podría implicar la búsqueda de un “proyecto crítico" dentro de la
disciplina.
El problema que enfrenta la “arquitectura crítica” es ser “¿crítica de qué?” (Martin, 2005).
En sentido estricto, hay al menos dos posturas divergentes asumidas por aquellos que se hacen llamar
críticos dentro de este debate académico. La primera apoya la idea de la autonomía de la disciplina
respecto a factores externos como la sociedad, la función, el significado histórico, dedicándose por
tanto a la manipulación de los elementos internos de la arquitectura. El argumento a favor de la
autonomía se basa en el modelo de la lingüística posestructuralista que interpreta los elementos
arquitectónicos como signos autorreferenciados cuya diferenciación inicia un proceso entre la
figuración y la abstracción (Eisenman, 2000). Su criticismo consiste, precisamente, en el repudio de
los sistemas de legitimación previos para descubrir un proceso generativo entre signo y forma que
permite que el signo arquitectónico sea “no motivado”, separándolo de los significados establecidos
abriendo, entonces, las posibilidades el discurso arquitectónico. El concepto de autonomía se disocia
de conceptos de la modernidad como el progreso tecnológico o la interacción social, así como de la
noción postmoderna de la interdisciplinariedad, presentándose en su lugar como criticismo
intraarquitectónico, como un análisis metódico-crítico de la estructura de la arquitectura.
Luego que el arte pop, la teoría de los medios y el (neo) pragmatismo (Ockman, 2000)
cuestionaran la idea de una “arquitectura crítica” durante la década de 1990, el debate actual sobre
la postura “poscrítica” fue iniciado por un ensayo de Robert Somol y Sarah Whiting presentado en la
revista Perspecta (2002), en el que ambos autores distinguen entre el “proyecto crítico”-vinculado
con lo indicial, lo dialéctico y la “representación en caliente”- y la “genealogía alternativa de lo
proyectivo”, vinculada con lo diagramático, lo atmosférico y el actuación fresca”. La crítica hacia la
crítica de Somol y Whiting fue asumida, aumentada y expandida por otros teóricos de la misma
generación, como Michael Speaks (2002), Sylvia Lavin (2003) y Stan Allen (2004) y es más que un
conflicto generacional entre académicos o la propuesta de un nuevo estilo: esta revisión de la
tradición crítica de la teoría se preocupa por la relación entre la arquitectura, el poder, el capital y los
medios. El realismo, el pragmatismo y el profesionalismo aparecen como los nuevos temas de la
“posteoría” -desafiando de manera proactiva la utilidad y eficacia del pensamiento crítico, de la
resistencia intelectual y de elaborados constructos teóricos dentro del competitivo mercado global
del diseño arquitectónico. “Resolver” no “problematizar”, define el nuevo enfoque poscrítico: el ideal
de la autonomía como una precondición del criticismo arquitectónico, que lo separa de la edificación,
es sustituido por la inmersión en el ejercicio profesional. Como resultado, la relación entre la teoría
y el proyecto parece invertirse: mientras que el discurso “crítico” prefiere los escritos teóricos, los
modelos conceptuales abstractos y gráficos superpuestos (como palimpsestos), los protagonistas de
lo poscrítico prefieren dirigir la atención hacia las formas, imágenes y al desempeño de los objetos
construidos. Se despliegan diagramas, slogan, logos y se emplean nuevos medios -en una especie de
PowerPoint mental- para reducir la complejidad de los proyectos arquitectónicos a íconos
reconocibles, mensajes centrales y marcas e incluso para promover una percepción rápida y
aproximativa, una experiencia intensa o una “sensación” atmosférica” -particularmente en
consideración a una amplia audiencia de ocupantes, consumidores y clientes- en un deliberado
contraste respecto a la tensa “lectura crítica” de complejos textos teóricos y fragmentos de
pensamiento que, en términos de su concepción, se resisten a someterse a la apropiación emocional,
al uso cotidiano, a la representación visual o al fácil consumo, requiriendo la “explicación” por parte
del crítico profesional.
Los poscríticos afirman que la “arquitectura crítica”, con sus problemas teóricos acerca del
autor, los discursos de poder y las construcciones sociales, se convirtió en una institución dominante,
en lugar de un medio para generar interpretaciones inesperadas, nuevas perspectivas y conceptos
alternativos para la acción. Debido a que bajo este “régimen de la crítica”, la teoría juega un rol
determinante en el diseño, se reduce el proyecto arquitectónico a ser la “muestra”, la “ilustración” o
el indicio del concepto teórico. El autor-arquitecto “crítico” inscribe una aplicación teórica al proyecto
y limita el papel del ocupante, espectador o crítico a la “lectura” y “reproducción” del “texto”
arquitectónico. Si, por ejemplo, nos referimos a prominentes arquitectos críticos como Tschumi,
Eisenman o Diller y Scofidio, veremos la coherencia en los artículos, reseñas y publicaciones acerca
de su obra. Ya que se ven a sí mismos como “arquitectos conceptuales”, consideran la teoría y el
“contenido crítico” como factores esenciales de su producción en diseño. Pero esta falacia
autorreferencial entre el discurso y la “práctica crítica” resulta inapropiada para tópicos que van más
allá del ámbito de los temas “críticos” establecidos, lo que implica que la “arquitectura crítica”
degenera en un estilo. Además, el “discurso crítico” de los últimos treinta años ha seguido una
acelerada carrera por “nuevas” teorías que, a la luz de su rápido cambio, deja la impresión de que
sus planteamientos son arbitrarios o simplemente modas pasajeras.
Incluso los más severos críticos al “sistema” se han dado cuenta que el criticismo, la revuelta
y la subversión son parte del repertorio estabilizador del capitalismo tardío: los gestos críticos han
sido rápidamente internalizados, mercantilizados y reciclados como productos de nicho o como
estrategias de comercialización. En muchos aspectos, el criticismo académico ha demostrado ser una
herramienta no efectiva para la resistencia, la liberación y el cambio.
Por otro lado, el leviatán monolítico y hegemónico de una “arquitectura crítica”, presentado
por los poscríticos, parece ser una fantasmagoría en sí misma: la representación como gran
antagonista de un pequeño grupo de académicos y teóricos con limitada influencia dentro de la
disciplina. Este “gran contrincante” en común oscurece las significativas influencias entre las diversas
posiciones del poscriticismo entre las que se incluyen, en primer lugar, la posteoría afirmativa,
orientada al desempeño, la implementación y operatividad que analiza los campos futuros de la
actividad en diseño y desarrolla estrategias para la organización del trabajo, la intervención
arquitectónica y la comercialización; una posición poscrítica, en segundo lugar, que se apoya en la
revolución digital, los nuevos materiales y medios y, en tercer lugar, una arquitectura de la nueva
sensualidad y afectos (ver Deleuze, 2005), enfocada en el montaje de emociones, inmersiones y
atmósferas. En cierto sentido, lo poscrítico implica la repetición del fenómeno de transferencia
cultural transatlántica: el discurso norteamericano bajo la “arquitectura crítica” se alimentó de los
textos filosóficos, las hipótesis políticas y los métodos lingüísticos que luego fueron exportados de
vuelta como “teoría”; ahora, la obra de arquitectos como OMA/Rem Koolhaas, MVRDV, UNStudio,
FOA/Alejandro Zaera-Polo o Herzog & De Meuron les sirve a los autores poscríticos como evidencia
de la práctica “proyectiva” contemporánea.
Desde la caída del Muro de Berlín, Europa ha sido testigo del desarrollo de una generación
de arquitectos que proactivamente han aceptado las nuevas condiciones políticas y económicas
dentro del mercado desregularizado de la Unión Europea y en los países en transición, procurando
redefinir la profesión bajo los términos de producción, organización y efecto. De varias maneras han
permitido que la arquitectura se beneficie de las tecnologías de información y procesamiento, de la
ciencia de los materiales, la gestión corporativa, del mercadeo y la consultoría, combinándolas con
estrategias propias del arte, los medios de comunicación y de la moda con el propósito de colocar el
objeto arquitectónico como una experiencia eventual y creadora de identidad, agregándole valor
cultural a la arquitectura ante los ojos del público y de los tomadores de decisiones. Frente a estos
nuevos instrumentos operativos, el aparato “crítico” ha demostrado ser ineficiente al elegir el
aislamiento en el contexto de una economía de la atención y en donde se obtiene ventaja competitiva
mediante una política del propio nombre. Adicionalmente, el colapso del socialismo y la crisis de la
izquierda europea han provocado la sospecha generalizada respecto a la ideología y cualquier tipo
de “teoría” y “criticismo”. La consecuencia es un cansancio generalizado hacia la teoría entre los
arquitectos europeos, particularmente entre aquellos que tenían relaciones directas con los
representantes de 'Arquitectura crítica' como Herzog & de Meuron con Aldo Rossi, Rem Koolhaas con
Peter Eisenman, o Alejandro Zaera-Polo con Michael Hays. Lo que parece un pragmatismo europeo
"poscrítico" inteligente desde el punto de vista de los posteóricos norteamericanos a menudo no es
más que un escepticismo indiferente, un realismo emprendedor o un retiro retórico hacia una
objetividad, una profesionalidad y una experticia arquitectónica aparentemente imparcial, es decir
un grave desencanto con la crítica que se extiende en el discurso académico de las universidades
europeas y revistas profesionales (Van Toorn 1997).
En el proyecto "poscrítico" se insiste una doble estrategia: por un lado, intentar superar el
cisma entre la teoría académica y la práctica del diseño y hacer que los objetos arquitectónicos
contemporáneos, los fenómenos y las estrategias sean accesibles (una vez más) para la reflexión; por
otro lado, la teoría "post-crítica" depende dialécticamente de la "criticidad" y trata de apartarse de
ella antitéticamente, como ya sugiere el prefijo "post". Sin embargo, como ya se ha dicho, en la teoría
arquitectónica “crítica”, se superponen dos conceptos diferentes de la crítica. Un vector histórico
proviene del ámbito de la filosofía sociopsicológica y de la crítica neomarxista de la sociedad y la
cultura, tal y como la define la "Escuela de Frankfurt", que acuñó el concepto de "teoría crítica"
respecto a la "teoría tradicional" del positivismo científico y del marxismo ortodoxo (Horkheimer
1937). Este es el vector que alimentó a la “arquitectura crítica” opuesta a la reificación, la mediación
y la fetichización de los objetos arquitectónicos.
El interés de Tafuri por el concepto de autonomía coincidió con el de arquitectos como Aldo
Rossi, Oswald Mathias Ungers y Peter Eisenman, aunque desde una perspectiva diferente: estos
representantes de la arquitectura/teoría "crítica" consideraron la autonomía a nivel de forma y
estructura, desafiando a la función, el significado, la construcción, la visualidad y la mediación de la
arquitectura. Enmarcaban la arquitectura lingüísticamente como un "lenguaje autónomo" o como un
artefacto culturalmente "dado" independiente de las intenciones del autor. Tafuri utilizó la
autonomía en el contexto del movimiento italiano de comunistas anárquicos "autonomia" y como
una demanda de compromiso sociopolítico y participación económica, cultural y política, en
oposición al sistema capitalista gobernante, por fuera de las instituciones establecidas (y por lo tanto
ya comprometidas), como el Estado, los partidos políticos o los sindicatos, como una extensión de la
lucha de clases.
Sin embargo, a principios de los años 70, Tafuri hizo un intento de aclarar el papel de la crítica
(y del lenguaje) en la arquitectura en la plataforma IAUS Oppositions (1974): distinguió primero el
lenguaje como neutralidad técnica, en segundo lugar, la vacuidad de los signos después de la
disolución de los significados (Rossi) y, en tercer lugar, una arquitectura que se ve a sí misma
“críticamente”, irónicamente o como un medio de masas reducido puramente a la “información” -
abarcando los proyectos de Stirling, Venturi y los New York Five, que él criticó como
experimentalismo subjetivo, cinismo o como herméticos "juegos de lenguaje". La cuarta posición
defendida por Tafuri afirma la intercambiabilidad y futilidad de las tres posiciones expuestas
anteriormente, ya que la "crítica" permanece dentro del "lenguaje de la arquitectura", reproduciendo
simplemente lo que ya se ha dicho y lo que ya existe en vez de analizar o comprender los principios
y posibilidades de arquitectura y crítica dentro de las estructuras existentes en la sociedad. Para él, a
la arquitectura le corresponde cambiar la realidad de la sociedad con el “plan” (urbanístico y político)
de reorganizar la producción y la distribución del trabajo y del capital, lo cual implica, al mismo
tiempo, que el arquitecto debe cooperar con los tomadores públicos de decisiones e integrarse en
los procesos económico-políticos y administrativos como “ingeniero” o “productor” (conforme a la
fórmula de Benjamin de «el autor como productor» de 1934).
En cierto modo son los desarrollos europeos en la arquitectura de los años noventa, como se
ha señalado anteriormente, que confirman el camino de integración política, económica,
administrativa y técnica previsto por Tafuri, aunque bajo las circunstancias políticas de la
globalización. Y mientras que a principios de los años setenta Tafuri profetizó el inminente fin de las
vanguardias arquitectónicas como resultado del efecto desilusionador de la “teoría crítica” - con la
imposibilidad de demostrar la efectividad de un proyecto “crítico” (Tafuri 1980, 91)- el fin de la teoría
(crítica) parecería inminente como resultado de una práctica operativa que, irónica o ingenuamente,
adopta el progreso y la tecnología, persigue la instrumentalización a través del mercadeo y los medios
de comunicación, y coquetea con su estatus de mercancía, espectáculo o moda renunciando a todo
intento de crítica al capitalismo. A pesar de esta renuncia, incluso Tafuri parece traicionarse y admirar
el encanto discreto de la producción capitalista omnipresente, adaptable y excesiva.
Tafuri (1980) rechaza cualquier posibilidad de contemplar, bajo el régimen capitalista, una
"arquitectura para una sociedad liberada" o de mantener una postura crítica dentro del diseño, pero
destaca el aspecto negativo de la crítica ideológica en la historia y la teoría de la arquitectura. Esta es
una referencia clara a la Dialéctica Negativa de Adorno (1973), quien consideró que la tarea de la
filosofía consistía en desenmascarar las contradicciones sociales y situarlas como productos
históricos en la mediación teórica, aunque con la importante diferencia que Adorno concede al arte
un espacio autónomo más allá de la racionalidad instrumental de la producción capitalista (Adorno
1984). El arte gana autonomía a través de su negación de su "uso" o "función" operativa, así como de
su distanciamiento de la realidad social, pero al mismo tiempo el arte sigue siendo para Adorno una
práctica social o un producto del trabajo social y, por lo tanto, está determinado por la historia, las
técnicas, las influencias, el contexto, etc. Debido a la división histórica entre signos e imágenes, estos
se han vuelto operacionales dentro de la sociedad moderna, pero Adorno propone una
reconstitución de su independencia mediante el concepto dialéctico de mimesis. La semejanza del
arte a sí mismo evade el pensamiento identitario de las categorías lingüísticas y permite la experiencia
genuina de la "alteridad" en medio de la instrumentalizada sociedad moderna- lo que hace que el
arte sea "crítico". Por otra parte, el arte se relaciona miméticamente con la sociedad y reconoce la
realidad social, lo que hace que el arte sea similar a lo que critica. Si bien la semejanza es necesaria
para permitir la participación del observador, es la autonomía formal la que expone la realidad social
oculta (represión, explotación, extrañamiento, etc.) y pone el arte en oposición y negación de la
sociedad (Heynen 1999, 192). Esta dialéctica hace al arte moderno abstracto, disonante,
desconcertante y antiutopista. Una imagen positiva de la sociedad (como el realismo socialista) tiene
sus bases en premisas falsas, al igual que el arte "comprometido", ya que tanto la representación
como el "mensaje" exigen complicidad con el público. Adorno excluye el arte afirmativo, contingente
y tangible de su estética, pues sin la distancia de la autonomía se convierte en mercancía reificada,
populista y conformista de la "industria cultural" que reproduce los contextos manipuladores del
engaño.
La Teoría Estética de Adorno (1984) implica una selección de géneros específicos capaces de
dicha autonomía y negación, como la música, la literatura dramática y el arte visual abstracto (en
resumen, la alta cultura elitista). La arquitectura, sin embargo, es funcional, contingente u operativa,
casi nunca se ajusta a estas condiciones, incluso si retrocede en la abstracción formal y el "post-
funcionalismo" (Eisenman 1976). Sin embargo, Walter Benjamin – punto de referencia para Tafuri, al
igual que Adorno- examina el concepto de autonomía como un vestigio del ritual mágico prehistórico
que sobrevivió en el culto burgués a la obra aurática de arte singular, hecha a mano, determinada
por su acceso restringido, la propiedad privada y la autenticidad autoral - y lo contrasta con la
recepción colectiva simultánea de artefactos reproducidos como la fotografía, el cine y la
arquitectura. Benjamin, en su famoso ensayo de 1936 sobre “La Obra del Arte”, sustituye la inmersión
contemplativa del espectador individual de la obra de arte en la estética idealista por la dispersión de
reproducciones dentro de la masa urbana, donde la recepción se produce dentro de un estado de
distracción (Benjamin 2008). Es precisamente la contingencia del uso y de la función la que califica a
la arquitectura de Benjamin como el “prototipo” del nuevo arte (mediado) de masas percibido
táctilmente -en contraste con lo óptico-. La experiencia cotidiana, habitual y casual del arte
reproducido -o de la arquitectura- reemplaza el "valor de culto" por el "valor de exposición",
transformando así el arte de fetiche mercantil a un ejercicio omnipresente de la percepción humana
capaz de reconstituir la unidad histórica de la postura crítica con el deleite. Mientras que Adorno se
concentra en el papel crítico de la obra de arte, como promesa de una realidad social diferente, la
esperanza de Benjamin reside en el papel cognitivo del arte como campo experimental para nuevas
formas de demanda (estética), ya que conceptualiza el arte recibido en distracción como un
entrenamiento inconsciente en las nuevas habilidades de "apercepción" de las masas, que precede
al cambio en las relaciones sociales.
Mientras Adorno, por un lado, excluyó dentro de su reflexión teórica la economía del arte
para enfatizar su distanciamiento respecto a la reificación y al acuerdo instrumental con el mundo,
Benjamin, por otro, localizó un aspecto revolucionario en el proceso de (re) producción, distribución
y consumo masivo del arte que construye una audiencia colectiva, reconcilia arte con la ciencia, y
reestructura la percepción humana, la imaginación y la conciencia. Es decir, diferenció las relaciones
dialécticas entre la tecnología, las artes y la política, ya establecidas por el materialismo histórico.
Adorno y Benjamín presentaron dos alternativas para una práctica artística crítica dentro de
la sociedad capitalista: por un lado, está la noción de resistencia en el trabajo autónomo y, por otro
lado, la búsqueda de conceptos para estimular la oposición a partir de factores de producción,
programa o uso contiguos. Desde un punto de vista marxista, la arquitectura es tanto una parte de
las fuerzas productivas de la sociedad (por tanto, su base económica) como superestructura cultural
(por tanto, reproductora de la hegemonía capitalista). Esta dialéctica fue explorada por el sociólogo
francés Henri Lefebvre (1991, 26), quien consideró el espacio como un producto (social) resultante
de las fuerzas productivas, los modos de producción y las relaciones de producción (es decir, del
trabajo humano y su organización, de los instrumentos de trabajo y de sus recursos).
Un ejemplo del acto del habla como práctica espacial es el paseo peatonal en la calle como
"enunciación de la ciudad" (Certeau 1984, 97), el cual subvierte el orden dominante con la elección
individual del camino, aunque el mismo ejemplo demuestra lo problemático que puede resultar
equiparar la práctica del lenguaje (o las actividades cotidianas) con la producción económica y la
participación política - no muy diferente de la mezcla de la autonomía formal y política en la
arquitectura "crítica".
Esta reflexión sobre la vida cotidiana, el espacio y la práctica forma parte de la crítica
sociológica contra el funcionalismo de posguerra y los métodos de planificación modernistas de los
años sesenta, que asemejan a Lefebvre con Jane Jacobs (1961) o con Alexander Mitscherlich (1965).
Sin embargo, Lefebvre no fue reconocido en el debate arquitectónico de habla inglesa hasta la década
de 1990, cuando fue invitado por autores como Margaret Crawford (1999) o Mary McLeod (1997),
quienes se distanciaron del Nuevo Urbanismo y de las vanguardias formalistas (posmodernas, neo-
modernas o deconstructivista). Esta crítica sociológica, escéptica ante las teorías lingüísticas
dominantes en la academia que reducen la arquitectura a cuestiones de significación y de búsqueda
de formas, exige el retorno a lo "real" de la experiencia vivida sin caer en la condescendencia,
propone el examen de la cultura popular sin ser populista y demanda actuar bajo las condiciones
sociales existentes sin venderse. Al compartir la evaluación optimista de la vida cotidiana de Lefebvre
y De Certeau como rica, compleja y transformadora, esta práctica arquitectónica y urbana aborda
programas ordinarios (vivienda, comercio minorista, conversiones, mobiliario urbano) e
intervenciones a pequeña escala que cuestionan la comprensión normativa del espacio y el lugar, de
lo privado y lo público, de la política, la participación y la ciudadanía. Sin embargo, sigue existiendo
una brecha crucial entre este urbanismo informal, el realismo pragmático y el activismo micro-
político y la dialéctica de Lefebvre, quien introdujo el concepto de lo cotidiano como vector
complementario de la modernidad, para proyectar un cambio fundamental en las relaciones sociales
hegemónicas.
Aunque Augé no culpe a la arquitectura contemporánea por el abandono del lugar, sí reclama
por la pérdida de la diferenciación cultural y de la localidad, coincidiendo así con el concepto de
"regionalismo crítico" en la arquitectura. Este término, originalmente acuñado por Alexander Tzonis
y Liane Lefaivre (1985), fue divulgado por Kenneth Frampton (1983) – uno de los primeros miembros
del IAUS en Nueva York- como una respuesta a la universalización y la "escenografía" del
postmodernismo semiótico consumista, introducido significativamente con un pasaje de Paul
Ricoeur. Desviándose hacia el concepto de "aura" de Benjamin, los autores sugirieron ralentizar el
proceso de mercantilización visual trabajando con materiales, técnicas y tipologías locales y haciendo
referencia al contexto, la historia y la temporada, características que deben ser experimentadas en
el sitio y que son difíciles de reproducir en imágenes. En contraste con el regionalismo anterior o las
tendencias vernáculas (posmodernas), aquí lo "crítico" denota primero una comprensión reflexiva de
la inspiración local y la noción de lugar, una dialéctica de la "civilización" tecnológica versus la
"cultura" ejemplificada en la obra de Alvar Aalto o Álvaro Siza. Llevado por la creencia de Habermas
en la modernidad como un proyecto inacabado de emancipación (Habermas 1983), Frampton
pregunta cómo reconciliar la diversidad y la especificidad regionales con el progreso universal de la
razón (Frampton 1983). Una segunda noción de lo "crítico" se hizo más prominente en la última
revisión de la Historia Crítica de la Arquitectura Moderna (Frampton 2007, 344-389) donde Frampton
aboga por la reconstrucción de la "forma cívica" y la "apariencia pública" en el sentido de Hannah
Arendt (1958) como una esfera del encuentro e interacción directa de los ciudadanos, como en la
antigua ágora griega (véase también Baird 1995) y en contra de la mediación despolitizada y la
mercantilización del entorno (construido) contemporáneo. Sin embargo, las tendencias regionalistas
y organicistas son producto tanto de la modernización rigurosa como de las corrientes anti-urbanas,
anti-tecnológicas y anti-pluralistas que establecen una unidad ideal de comunidad y cultura en
oposición a la experiencia de extrañamiento, fragmentación y pérdida. Lo que las convierte en un
constructo ideológico que necesita un análisis dialéctico tanto como el proyecto de ilustración de
donde provienen (Dal Co 1979).
Ya Marx había pretendido superar la división capitalista del trabajo y la alienación, con la
producción libre, dando lugar al resentimiento anti-tecnológico expuesto en el movimiento Artes y
Oficios y luego en el expresionismo, el organicismo, el regionalismo y los modelos contemporáneos
de productores consumidores. Aparte de su cinismo, el contraataque de Koolhaas contra la identidad,
la autenticidad y la historicidad de la ciudad (europea) tiene su mérito en señalar los efectos
liberadores del pensar la arquitectura más allá de la memoria y el lugar o las teorías de planificación
utopistas. Sin embargo, a diferencia de Benjamin, quien conceptualizó el potencial emancipador de
la reproducción técnica y la cultura urbana cotidiana, Koolhaas no ofrece un proyecto crítico, como
la «politización del arte».
Si el pensamiento crítico aún tiene que desempeñar un papel y la práctica crítica puede ser
posible, la crítica -y sobre todo los críticos- debe tomar conciencia de los mecanismos, condiciones y
dependencias del pensamiento crítico y de la producción crítica, hacer lúcidos sus objetivos e
instrumentos y comprender cómo estas cuestiones están conectadas entre sí y con el conjunto
socioeconómico, cultural y político, llegando mucho más allá del acalorado intercambio académico
entre "críticos" y "poscríticos" de la actualidad. Un ejemplo es la autocrítica de Bruno Latour (2004)
quien examinó la crisis de la crítica en el contexto de la retórica de la guerra (contra el terrorismo)
durante 2003. Con cierta preocupación, observa la instrumentalización de la crítica por parte de los
creadores de opinión política y los medios controlados, que se han apropiado de argumentos y
estrategias de la teoría crítica para utilizarlos con fines manipuladores, habiendo entendido que su
fuerza analítica promueve la sospecha de cualquier tipo de argumentación, incluso si va en contra de
los propios intereses del público ilustrado.
Precisamente porque la teoría crítica de las últimas tres décadas ha desafiado la legitimación
de los conceptos clásicos de la Ilustración como la “verdad”, “método científico” o “realidad”,
desenmascarándolos como construcciones sociales, contribuye a la relativización y construcción de
realidades que han conducido a la perversión de los objetivos emancipadores de la crítica, a la pérdida
de significación, perspicacia y realidad, y al anti-empirismo en lugar de una renovación del
pensamiento empírico. Pero si la crítica se convierte en un gesto crítico o, peor aún, en las teorías de
la arbitrariedad, la relatividad y la conspiración (es decir, en un instrumento de desinformación,
manipulación política de la opinión pública, en producto de consumo de los medios masivos de
comunicación), la crítica debe revisar su actitud, instrumentos y métodos, con el fin de ajustar una
vez más a sus temas y objetivos originales: en lugar de abstracción, deconstrucción y sustracción de
las “cuestiones de hecho", Latour exige realismo, construcción y adición -una teoría crítica que se
“encargue de las cosas” (2004, 233).