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(Génesis 3: 15)
Es muy normal que un niño pase toda su niñez expectantes. Podemos decir que son
expertos. Creo que cada uno lo ha vivido de alguna forma. Por ejemplo, cuando faltan
unos días para cumplir un año más y estar más cerca de ser un niño grande. Y apenas
termina el día del cumpleaños, ya está pensando en cuantos días faltan para el próximo.
Lo mismo pasa con la navidad. Muchos niños y niñas cuentan los días. Es noche buena y
tienen un ojo en el plato de comida, y el otro en los regalos debajo del arbolito. Y apenas
termina la navidad, ya están esperando para el próximo año.
Los adultos no nos damos cuenta de como pasan los días. No estamos expectantes de casi
ninguna fecha (excepto los maridos, por el cumpleaños de sus esposas y del aniversario
de matrimonio).
Parece ser que, en la medida que vamos creciendo, vamos perdiendo la capacidad de
mantenernos expectantes, y pasamos a estar en un estado más pasivo. No esperamos, solo
dejamos los días pasar.
Para lo que me interesa en esta predicación, es que quizás los adultos debamos intentar
recuperar esta naturaleza propia de los niños, y promoverla en ellos siempre que podamos,
pero no por su cumpleaños, ni por la próxima navidad por el hecho de que va a haber
regalos.
Una de las características del cristiano es la ESPERANZA ¿Se han puesto a pensar de
donde viene esta palabra? Viene precisamente de la palabra ESPERAR. Vienen de la
misma raíz etimológica.
Cuando una persona está esperando a otra, es porque tiene la esperanza de que esta
realmente se va a presentar.
Cuántos pasajes de la Palabra de Dios nos enseñan sobre la esperanza del cristiano. La
Esperanza que surge como resultado de las tribulaciones que hemos afrontado con éxito,
como nos señala Romanos 5. La Esperanza en la vida eterna (Tito 1:2; 3: 7). La Esperanza
que se genera como consuelo por el cumplimiento de las promesas de Dios en los
momentos difíciles (Jeremías 17: 17).
Podemos decir entonces, que la ESPERANZA, es ESPERAR CON CONFIANZA Y
CERTEZA. Y si tenemos certeza de lo que esperamos, muchas veces esto nos debería
llevar a la ACCIÓN ¿O no?
La Noche Buena es un buen ejemplo. Muchos tuvieron la esperanza de que sus invitados
llegaran a la cena de ayer. Esperaron confiados. Y por lo mismo, prepararon comida para
ustedes y para quienes tenían la certeza de que llegarían. Es, precisamente, esa certeza la
que nos mueve a actuar, a preparar las cosas como corresponden. Quizás algunos
invitados no llegaron, pero tuvieron sus motivos de último minuto. La esperanza, en ese
caso, no fue cumplida, pero aun así hubo preparación por parte de los anfitriones.
¿Por qué estoy hablando tanto sobre la esperanza y el acto de esperar? Porque el pueblo
de Dios es un pueblo que espera, y lo hace con esperanza.
¿Desde cuándo que los hijos de Dios esperan? Prácticamente desde el comienzo de
nuestra historia como humanidad.
Vemos a Adán y Eva pecando contra Dios en el Jardín del Edén, recibiendo
consecuentemente el castigo por su rebelión, pero a la vez, escuchando una promesa
cuando Dios reprende a la serpiente que engañó a la mujer:
He aquí la promesa de Dios que traería esperanza para la humanidad. A partir de aquí, los
hijos de Dios estarían constantemente esperando la llegada de esta simiente.
¿Habrá esperado Adán que naciera esta simiente mientras estuvo vivo? Hay que pensar
que Adán vivió 930 años. Casi un milenio.
A continuación, si seguimos leyendo el antiguo testamento, nos damos cuenta de que
aparecen las largas genealogías. Nombre tras nombre. Listados enormes de personas, una
tras otra. Ignorando que muchos se las saltan al leer la Biblia, de ellas podemos sacar
alguna que otra enseñanza.
La primera enseñanza que escuché respecto a las genealogías es que, así como están
escritas en detalle, persona tras persona, con extremo cuidado (donde vemos la
importancia que el pueblo de Israel le daba a las genealogías), de la misma forma Dios,
en el libro de la vida, registra con extremo detalle y cuidado el nombre de sus hijos.
La segunda enseñanza, y es la que apunta al objetivo de esta predicación, es que cada
nombre que aparece en cada genealogía es un paso cada vez más cerca en la larga espera
por la llegada de esta simiente prometida. Cada nombre que leemos trae consigo una
pregunta
¿Será este el nombre de la simiente prometida? ¿Será
este Señor? ¿Y podrá ser este otro?
Y nos damos cuenta que los listados continúan y continúan, y parecieran no terminar,
hasta que de repente el listado se interrumpe abruptamente y se hace hincapié en algo en
particular de un determinado nombre.
La primera genealogía que encontramos en la Biblia no nos da ninguna esperanza de que
por ahí aparecería la simiente prometida. Es la genealogía de Caín, al final de Génesis 4.
Sin embargo, la segunda genealogía que encontramos en la Biblia pareciera ser más
esperanzadora. La encontramos inmediatamente después, en Génesis 5. Comienza
señalando que Dios creó a Adam a su imagen y semejanza, y así como Dios lo había
hecho con Adam, Adam engendró a Seth a su imagen y semejanza. Un heredero divino
¿Podría ser Seth la simiente prometida? Pues no. Pero la lista continúa, y vemos nombre
tras nombre hasta llegar a Henoch, y se interrumpe la genealogía y se nos señala a este
hombre como uno que caminó con Dios ¿Será este? Tampoco. Pero al rato nos
encontramos con el nombre de Noé, quien se nos presenta de una manera especial:
“Y será que, cuando tus días fueren cumplidos para irte con
tus padres, levantaré tu simiente después de ti, la cual será de
tus hijos, y afirmaré su reino. El me edificará casa, y yo
confirmaré su trono eternalmente . Yo le seré por padre, y él
me será por hijo: y no quitaré de él mi misericordia, como la
quité de aquel que fué antes de ti; Mas yo lo confirmaré en mi
casa y en mi reino eternalmente; y su trono será firme para
siempre.”
(1 Crónicas 17:11-14)
Así que, de ahora en adelante, basta con que veamos el linaje de los reyes que nacerían
de David, y encontraríamos al hijo prometido de Dios. El Mesías.
Inmediatamente vemos el surgimiento de Salomón, quien reina al pueblo con sabiduría
divina, trayendo consigo paz y prosperidad para el reino. Además, es quien se encarga de
erigir el Templo que otrora su padre quería construir. Pareciera que cumple con todas las
características del mesías, pero fracasa. Peca contra Dios y lleva al pueblo a la idolatría.
De nada le sirvió toda la sabiduría que tenía, si no la administraba con la fe que dirige la
mirada de los hijos de Dios hacia la glorificación de su Padre, en lugar de buscar la gloria
propia.
Le sucede Roboam, su hijo, quien gobierna neciamente y por su negligencia, el reino se
divide en dos: El reino del Norte, Israel; y el reino del Sur, Judá, quienes serían
gobernados por los descendientes de David.
Rey tras rey, ninguno es el hijo prometido. El reino de Israel solo tendría reyes paganos,
que a pesar de la presencia de diferentes profetas que les trasmitían las advertencias de
Dios, nunca retomaron los caminos del Señor. Por su parte, el reino de Judá tendría altos
y bajos. Tendría pésimos gobernadores, como Acaz, Manasés, Amón o Joacím. Pero
tendría reyes que recordarían los tiempos de David, como Ezequías o Josías.
Finalmente, vemos que tanto el reino de Israel como el de Judá son subyugados por los
asirios y los babilonios, respectivamente. Han pasado más de 3 mil años, y aun no se
cumple la promesa que vimos en Génesis 3: 15.
Vemos un poco de esperanza con el retorno de los judíos a Jerusalem, con Zorobabel,
Esdras y Nehemías. Vemos un nuevo celo por querer cumplir con los mandamientos de
Dios, y el pueblo muestra arrepentimiento y una convicción renovada en no querer
apartarse de los caminos de Dios. Hasta que aparece el último profeta, Malaquías, y
después de su mensaje, nos encontramos con más de 400 años de silencio.
Cerca de 3.600 años de espera, y aun no sabemos nada de esta simiente prometida.
4 Navidad
Israel se encuentra nuevamente dominada por otro imperio, el imperio Romano. Los
judíos han pasado de dominio en dominio político, y están cansados de estar bajo la
potestad de otros reinos e imperios. Ha habido intentos por parte de los judíos de liberarse
del dominio extranjero, pero no han tenido éxito.
En un pequeño pueblo judío llamado Belén, llega una pareja buscando donde alojarse
para pasar la noche. La mujer se encuentra embarazada y en cualquier momento podría
dar a luz. A pesar de su condición, nadie les da cobijo ni resguardo. Deciden quedarse en
un establo para pasar la noche.
La mujer entra en trabajo de parto y puede dar a luz, a pesar de lo precario de su condición
actual.
Jesús, el Mesías prometido, llevó a cabo la misión para la cual había venido a esta tierra.
Vivió una vida de perfecta santidad, de comunión completa con su Padre Celestial,
predicando la Palabra de Dios, explicando y profundizando el sentido original de la ley
que Dios le había dado a su pueblo. Sano enfermos, libero a personas de demonios, dio
de comer a miles con unos cuantos panes y peces, etc.
¿Qué hicieron los judíos? Bueno, en un determinado momento, lo acogieron para hacerlo
su rey. Mientras Jesús montaba un asno, las personas le daban paso y gritaban vítores a
aquel a quien reconocían como el hijo de David, poniendo hojas de palma a su paso. Pero
lo que ellos buscaban en Jesús, no lo iban a encontrar en Él. Querían un libertador que los
guiara en la guerra contra los romanos y un futuro rey a quien poner en el trono cuando
vencieran a sus enemigos. Pero Jesús no había venido a vencer a los romanos, sino al
pecado, para restaurar la comunión, que se había roto en el jardín del Edén, entre Dios y
la humanidad.
La espera de más de 3000 años no culminó con el nacimiento del Mesías, sino con su
muerte. Jesús muere en la cruz, cargando en ella el castigo que nuestros pecados merecían,
y es sepultado. Ha cumplido con su tarea, consumando su labor para con su Padre.
Al tercer día, Jesús resucita y, durante 40 días, se queda en la tierra junto a sus discípulos.
Ha llegado el momento de partir de esta tierra, para ir a estar a la diestra de su Padre
Celestial en el cielo. Sin embargo, un tiempo atrás, Jesús hizo la siguiente promesa a sus
discípulos:
En la casa de mi Padre muchas moradas hay: de otra manera
os lo hubiera dicho: voy, pues, á preparar lugar para vosotros.
Y si me fuere, y os aparejare lugar, vendré otra vez, y os
tomaré á mí mismo: para que donde yo estoy, vosotros
también estéis.
(Juan 14:2-3)
Debemos ser como los siervos fieles que se describen en la Parábola de los
Talentos en Mateo 25, que tomaron los talentos que su señor les dio y los hicieron
rendir y fructificar. Porque, a pesar de que no sabían en qué momento llegaría su
señor, debían cumplir con lo que él les había mandado y estar preparados para su
llegada con el deber hecho. Y, por supuesto, no debemos mantenernos ociosos en
esta tierra sin hacer provecho de los dones y talentos que el Señor nos da, como
el siervo infiel que menospreció a su amo, y escondió el talento sin hacerlo
fructificar. Mucho tiempo pasó, pero el amo volvió para que sus siervos rindiesen
cuenta de su labor.
Jesús se tardó alrededor de 4 mil años en venir a esta tierra la primera vez. Ya han pasado
2 mil años desde que resucitó y subió al cielo. No sabemos ni el día ni la hora en que ha
de venir por segunda vez, pero podemos tener certeza de que va a ser así.
La Navidad no solo nos debe hacer mirar hacia el pasado para conmemorar la primera
venida de Jesús, sino que nos invita a mirar al presente y anhelar el futuro, para que hoy
sea el día en que me comprometa a estar activo en la obra del Señor, poniendo los talentos
que Él me ha dado a su servicio, mientras esperamos la venida de nuestro Señor y
Salvador Jesucristo.
Amén.