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Martín Santos Anaya

¿SABES CON QUIÉN ESTÁS HABLANDO?

Un UNSAYO SOBRE LA DINÁMICA INDIVIDUO-PERSONA IN LA SOCIEDAD


PERUANA

PRIMER PREMIO
I
La ciudadanía consiste en una relación de inclusión de los ciudadanos, en tanto
individuos, en el Estado-Nación moderno. El Estado funciona como un plano impersonal
que equipara a los ciudadanos. Éstos son iguales ante el Estado y sus leyes (Estado de
Derecho) pues tienen los mismos derechos (cívicos “derecho a la libertad individual, a la
libertad de opinión o pensamiento, a la propiedad”; políticos “participación política” y
sociales “derecho a la salud, educación, trabajo y seguridad social”) y deberes (pagar sus
impuestos, votar en época de elecciones, entre otros).

La noción de ciudadano presupone la idea de "individuo"; es decir un sujeto


anónimo (sin nombre propio), abstracto, universal. En un Estado-Nación moderno, los
ciudadanos deben ser tratados por las autoridades públicas como si fuesen dos idénticas
gotitas de agua, sin importar las peculiaridades provenientes de su diferente clase social,
cultura, credo político o religioso, raza, poder o cualquier otra fuente de discriminación
social. Es a través de leyes impersonales (en función de la naturaleza de las cosas y no
de las personas) que las autoridades ejercen (o deberían ejercer) un trato igualitario a
estos sujetos anónimos que son los ciudadanos. La anonimidad del individuo es el
supuesto sobre el que se estructura, por ejemplo, el inciso 2 del artículo 2 de la
Constitución de 19931 :
“Toda persona tiene derecho a la igualdad ante la ley. Nadie debe ser discriminado
por motivo de origen, raza, sexo, idioma religión, opinión, condición económica
o de cualquier otra índole”.
El principio de anonimidad no sólo funciona (o debe funcionar) en la relación
entre el Estado y sus ciudadanos, sino también en el trato entre ciudadanos en espacios
públicos. Al respecto, el antropólogo brasilero Roberto DaMatta (1989: 112) sostiene lo
siguiente:
"El deporte es un paradigma de la dinámica democrática porque este juego sólo
puede existir cuando los jugadores hacen un pacto, no entre ellos (como pretenden
las elites) sino entre ellos ¡y las reglas! Son las reglas y no las personas o las
situaciones, las que deben ser discutidas e interiorizadas por todos con igual
intensidad. No puede existir el juego si las reglas sólo son aceptadas por algunos
o bien si éstas han sido hechas contra otros. En este sentido, las reglas -por el
hecho de no tener dueño- constituyen el espacio público por excelencia. Sin ellas
no puede haber competencia ni lucha" (énfasis nuestro).
Ahora bien, ¿qué ocurre en nuestro país? En el Perú (como en otras sociedades de
Latinoamérica-Brasil, por ejemplo-) nos resulta difícil pensarnos y tratarnos, en espacios
públicos, como individuos anónimos que merecen igual trato y respeto. Los desconocidos
o extraños no son para nosotros con-ciudadanos, sino más bien personas dotadas de
características peculiares que exploramos con lupa lo más que podemos.
Más allá de nuestra red de familiares, amigos y conocidos, necesitamos saber “con
quién estamos hablando” para dispensar un determinado tipo de trato a los desconocidos
(diligente, cortés, amable, frio, indiferente, irrespetuoso, tosco, malcriado, insolente,
violento, humillante). Se nos ha hecho natural respetar a alguien según el grado de poder
y prestigio que posea en la sociedad y de acuerdo a la importancia que tenga para
nosotros. Un determinado tipo de trato según quién tenemos al frente (Mannarelli 1998: 9).
Los peruanos gustan distinguirse ("darse su lugar”) de los demás cada vez que la
situación lo permite o exige, por ejemplo, en reuniones y fiestas sociales. Como me lo
indicaba un joven de un barrio popular de Lima, cuando conversábamos sobre las casacas
de cuero negras que él y sus amigos anhelan tener: "el cuero de repente no es tan bueno,
todo lo que tú quieras, pero cuero es cuero, cuero es presencia, donde vayas". Esta
búsqueda de distinción social atraviesa a todas las clases sociales. Es posible rastrearla en
un callejón tugurizado de los Barrios Altos, en una manzana de Comas, en una quinta de
San Miguel, y por supuesto, en una residencia de Las Casuarinas. Como lo ha expresado
acertadamente Hugo Neira (1996: 477):
"¿La crisis y la escasez disminuyen la distancia social?[...]. Es verdad que la caída
de los niveles de ingresos ha empujado a capas enteras de sectores medios a la
pauperización, y es cierto que la crisis de los años ochenta entrevera a las clases
sociales, juntando en la miseria social, amontonando en el zócalo de la pobreza
absoluta, lo que los ciclos de la expansión de antaño tendían a separar, es decir,
clases enteras. Pero no hay que creer que los mecanismos de ostentación y
segregación han desaparecido. Se lucha por la supervivencia, pero también por
la distinción social y alguien observaba que resulta superfluo llevar en Lima
cadenas Cartier, porque todo el mundo, pese a la pavorosa crisis y la fuga de
capitales, tiene cadenas Cartier y entonces éstas resultan huachafas[...]. La nave
se hunde, pero con las banderas del decore en alto" (énfasis nuestro).
Simultáneamente habita en los peruanos un profundo deseo igualitario. Esto se
percibe en algo tan cotidiano como una cola, cuando un "colón" es rechazado por los
demás ("¡cola!, ¡cola!") debido a que no respeta el principio de igualdad, y más bien desea
para sí una excepción. El "colón" debe "hacer su cola", así sea hijo del dueño de un Banco.
Las colas, el sistema de turnos en que consisten, son rituales públicos propios de
sociedades fundadas en ciudadanos, es decir, en individuos anónimos
De igual manera, cuando comprobamos que las autoridades sólo aplican las leyes,
reglamentos, normas, para algunos, pero no para otros, nos solemos indignar y
reclamamos con todas nuestras 𝑔𝑎𝑛𝑎𝑠 2 . No es casualidad que en nuestro vocabulario
cotidiano hayan tres expresiones que constituyen una crítica a quien jerarquiza a los
demás ahí donde no le corresponde hacerlo: "creído", "¿quién te crees que eres?" y
"subírsele los humos a alguien”. En una sociedad que se piensa a sí misma como
naturalmente jerárquica (el caso de la India), difícilmente pueden generalizarse y
legitimarse expresiones como las mencionadas.
Nuestra sociedad tiene, por lo tanto, un rostro jerárquico y al mismo tiempo uno
igualitaria. La consecuencia de esta ambivalencia es que cuando tenemos cierta seguridad
de que estamos frente a un "igual", nos tratamos como individuos anónimos (como dos
gotitas de agua), "respeto guarda respeto"; pero cuando tenemos "indicios" de que se trata
de un inferior jerárquico, lo "ninguneamos". De otro lado, el rostro igualitario de nuestro
país es el que permite entender por qué un peruano no siempre se asusta cuando, en el
contexto de una acalorada discusión, su interlocutor le dice: "¡yo tengo un familiar en la
policía, vas a ver!". No es difícil imaginar la respuesta: "¡yo también!”.

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