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Por entre un ramal de algas de un aspecto cetrino y repulsivo descollaba un cuerpo de mujer.

 Una gaviota había empezado a roer


lo que había sido el hígado de la sirena. La sirena. El inspector Álvarez le agradeció la colaboración y le pidió a Jonás que no hiciera
declaraciones a la prensa en tanto no pudieran averiguar algo más de la mujer.

Pero debió de faltarle elocuencia o convicción porque, a los dos días, la noticia de la sirena misteriosa abría todos los informativos
y era portada en los tres periódicos locales. Aún no habían cicatrizado pero la curiosidad se me adelantó al dolor y, al final, acepté
comer con Álvarez en el Deenfrente, un bar de copas revenido en casa de comidas, a tiro de piedra de la comisaría. De modo que
la sirena tampoco tiene trazas de puta arrabalera. Pero esta muchacha debía de andar por los veinticinco.

Cuando se marchó ella , mi vida entró en una suerte de modorra lánguida de la que, precisamente, había venido a despertarme
Álvarez con la noticia de la sirena varada. Tanto Álvarez como yo sabíamos que en España los detectives privados no valemos ni
tela de mortaja. Pero ahora nadie había venido a contratarme ni tampoco parecía una cuestión de Estado lo de una pobre
muchacha escupida por el mar en unas islas donde por desgracia, día sí día no, nos desayunábamos con una noticia como
ésa. Total, no tenía nada mejor que hacer y, con un collar de oro en un cuello tan bonito, era probable que la muerte de la
muchacha incluyera a un padre o a un marido dispuesto a pagar bien por cazar al cabrón que la había descuartizado.

Le pedí a Álvarez que hiciera una llamada al IAF, el Instituto Anatómico Forense. No tuve tiempo de preguntar nada porque el viejo
ya estaba junto al depósito retirando el precinto al nicho de la sirena. Si él tuviera que resolver el crimen, empezaría buscando una
fábrica cercana al lugar donde apareció el cuerpo. Él no era ingeniero técnico pero allí debían de tener maquinaria capaz de
seccionar un cuerpo en dos sin dejar caer ni un retal.

Quise saber algo más de la sirena. Llevaba una blusa marrón pero tan deshilachada ya que apenas se sujetaba al cuerpo en un
punto del hombro y otro de la cadera. La cadena de oro que portaba la muchacha. Si le damos la vuelta al cuerpo , podíamos
encontrarnos con la mitad de un tatuaje.

En efecto, al final de la espalda asomaba lo que parecía el principio de un grabado mayor que, de no haberse tronchado, le hubiera
dado al culo de la sirena un nuevo encanto. Pero ni la última matanza tribal en un país dejado de la mano de Dios, ni las disputas
políticas de turno, ni la caída de la bolsa, ni la grave lesión de un esquiador lograron que olvidara a la sirena. Que fuese de una
pedrada en la cabeza o segada por una máquina cortadora no cambiaba el hecho incuestionable de que estaba muerta. Pero una
semana sin que la sirena diese señales de vida tendría que haber puesto en alerta a una madre, a una hermana, a un novio.

Álvarez ya estaba a punto de mandarme al carajo, eso dijo. Álvarez, por su parte, seguía indignado con los periodistas. Conocía los
arranques de genio de Álvarez. Ya vería Álvarez que, nada más salir su foto en las noticias, alguien iba a darse por aludido.

La sirena llevaba muerta una semana y se merecía al menos otra para poder enterrarla en paz. Mi abuelo y Álvarez sólo se habían
visto en una ocasión, y de eso hacía tres o cuatro años. Pero Álvarez no le dio importancia. Álvarez, que nunca se había
desentendido del todo de la perorata de mi abuelo, quiso saber cómo estaba tan seguro.

Pero San Cristóbal era un barrio pesquero con suficientes recovecos en los que ocultar y deshacerse de un cuerpo. Y aquella era
una zona de mareas revoltosas, lo que explicaba la aparición del cuerpo tres kilómetros más al sur. Álvarez frunció el
ceño, joder, Ricardo, ¿no decías que había que ser optimista?, pues vaya optimismo el tuyo. Álvarez le parecía buena gente.

Pero por ahora me conformo con la máquina con la que descuartizó a su víctima. La Isleta y, entonces, el cuerpo hubiera aparecido
mucho más al norte. Pero para hacer desaparecer una montaña se necesita algo más grande, una máquina capaz de dividir no un
cuerpo, sino un ejército entero. Volkswagen que, en ese momento, se dirigía a echarle un vistazo a la única máquina que podía
servir para cortar en dos un cadáver sin desmadejarlo.

La máquina me recordó a una silla eléctrica. El muchacho me explicó con detalle que eso era improbable, que la máquina tenía un
dispositivo de seguridad para evitarlo y que, si yo me fijaba bien, entre él y la hoja había una pantalla protectora. El pibe se
tranquilizó, mejor, porque esta máquina, más que matar, tritura. Pero una máquina como ésta no se estropea por tan poco.

Estaba investigando el caso de la muchacha de la playa y quería localizar el artilugio con el que la habían desmembrado. Y era del
todo imposible que a esa chica la cortaran en su máquina. Uno, porque hubiera desgarrado el cuerpo hasta dejarlo
irreconocible, puros jirones de carne y músculo. Y dos, porque la suya trabajaba en vertical, no hay espacio para que quepa un
cuerpo acostado, lo impide la barrera de protección.

A la muchacha la cortaron con una máquina, de eso no cabía duda. La muchacha levantó la vista, tapó el auricular con una mano y
me señaló al hombre de los planos. Me llamaba Ricardo Blanco, tenía una agencia de detectives en la calle Triana e investigaba el
crimen de la sirena.

¿Qué dijeron de los excrementos de la hoja?


Se llamaba Palmira y olía a vainilla. Joop era uno de tantos alumnos visitantes del programa Erasmus que vino, se enamoró de la
isla, del sol y de Palmira y se acabó quedando. No iba a decirme Palmira que ni un porro porque eso sería una trola como un burro
de grande, pero Joop sólo vivía para su trabajo y para ella. Salió del padre de Palmira, un médico anestesista incapaz de negarle
nada a su única hija.

Así las cosas, Palmira no conocía a muchos de los clientes de Alkemade. La trastienda de Alkemade era estrecha y penumbrosa, no
me extrañaba que Palmira estuviese tan complacida con su pisito de Viriato. Palmira no había estado allí desde la desaparición de
su novio. Si a Palmira le daba asco la sangre, a mí me lo daban aquellos dibujos sobre piel humana.

Estaba dándole vueltas a una idea cuando Palmira asomó la cabeza a través de la cortina lúgubre como si fuese una aparición
demoníaca. No fue consciente Palmira de lo que me estaba diciendo hasta que no vio mi cara de satisfacción. PUDE HABER
VUELTO a por Palmira media hora antes pero no quise atosigarla. Palmira ya no está.

La muchacha me reveló que Palmira se había marchado hacía unos veinte minutos, media hora como mucho.

¿Conocía al amigo?

Yo no debía olvidar que Palmira estaba en el ángulo muerto, al otro lado del calvo. Una cosa era la muchacha de La Laja y otra
Palmira. Palmira dependía ahora de mí. Yo quería, necesitaba encontrar a Palmira por encima de todo.

Y yo, que sólo pretendía ayudar a Palmira, tenía que rogarle y explicarle tres veces que sí, que era verdad que estaba investigando
el caso de la chica de La Laja, que no, que no era policía, pero que sí, que estaba trabajando para ellos. No me di por enterado de
que el edificio de Joop y Palmira tuviera ascensor. Ni rastro de Palmira. Volví sobre mis pasos buscando a la muchacha.

Y eché a correr al primer piso haciéndome promesa de que, si Palmira sobrevivía, haría una peregrinación a Teror. Era muy

importante que Reme entendiera que la vida de una chica estaba en sus manos. Porque entonces tuve la certeza de que, más
temprano que tarde, tendría que confesarle a la chica que no volvería a ver a su novio con vida. El asesino había huido después de
arrojar a la muchacha por la ventana. Me importaba más la muchacha que la ley.

¿Sería capaz?

LOS HOMBRES DE Álvarez dieron, a eso de las diez de la noche, con el taxista que lo había recogido. Una muchacha a la que
alguien había decidido robarle la juventud y la madurez y la vejez de un solo tajo, nunca mejor dicho lo del tajo. Una muchacha en
ropa deportiva salió de un portal. Tocaba, pues, noche americana.

Sabía que habían matado a una muchacha, sospechaba que extranjera. Sabía que la muchacha tenía un tatuaje, sospechaba que
su culo hubiera podido contarme muchas cosas. Cualquiera de las dos mujeres que ahora cenaban con los polacos en el Rías
Bajas, tal vez las dos, habían venido a ocupar el lugar de la chica de La Laja. Allí, los fines de semana, aparcaban su resaca distintas
pandillas después de una noche de copas y pastillas y bailes y magreos.

Aproveché para comer algo por si luego la noche se comprometía. Era la razón por la que continuaba en el caso, soportando un
kebab de cordero chicloso, una cerveza amarga y un viento peleón en mitad de la noche. Las mismas risas, los mismos rostros
complacidos del clan de los polacos, un suculento banquete. La noche joven y la luna brillante invitaban a continuar la farra.

El clan de los polacos se quedó a las afueras de la discoteca, en una glorieta abierta a la noche sureña con mesas altas y taburetes
de madera. Los polacos, qué menos, eligieron la del centro y pidieron champán. El trío de mariachis había llegado a la balconada
en su recorrido por los garitos de turistas y estaba en ese instante dándole una serenata a los polacos, la última serenata de su
vida bohemia y malhadada. Los seis polacos se habían colocado juntos, igual que si pensaran hacerse una foto, para escuchar Con
dinero o sin dinero hago siempre lo que quiero y mi palabra es la ley.

La muchacha no se inmutó. Por lo pronto urgía una ducha y ropa de recambio para la muchacha polaca, que medía y pesaba más o
menos lo que Inés. Había sido testigo de la facilidad con que disparaban los polacos y no era cosa de darles oportunidad de
rematar la faena. La muchacha tomó el café a sorbitos cortos, como si no quisiese acabarlo nunca.

Incluso sonrió de un modo pícaro cuando lo del gatillazo de un famoso deportista a quien acompañó toda una noche en Madrid, la
cara de cabreo del muchacho cuando tuvo que pagarle los mil euros por nada. Le costaba creer que una muchacha tan joven
hubiera tenido que sufrir tanto. Y Anne Marie le entendió la mirada detrás de sus gafas rojas y le explicó que no, que ella era una
muchacha afortunada, que Inés ni siquiera podría imaginar lo que tenían que hacer para sobrevivir las chicas feas en los barriales
de Varsovia o de Lodz. Antes había hablado yo de la facilidad con que disparaban los polacos.

Los polacos para los que ella trabajaba tenían el gatillo igual de fácil. Sentían un odio visceral por polacos, por checos, por
eslovacos, pueblos que para ellos eran pura escoria. La noche iba a ser larga para todos. Sobre los lugares adonde iban las chicas
por la noche.

Y yo me pasé el resto de la noche intentando recordar si alguien me había amado alguna vez. Me estaba obsesionando con rusos y
polacos, mariachis y tatuajes y ya veía peligro detrás de cada puerta.

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