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El inspector Álvarez le agradeció la colaboración y le pidió a Jonás que no hiciera declaraciones a la prensa en tanto no pudieran

averiguar algo más de la mujer. Aún no habían cicatrizado pero la curiosidad se me adelantó al dolor y, al final, acepté comer con
Álvarez en el Deenfrente, un bar de copas revenido en casa de comidas, a tiro de piedra de la comisaría. Cuando se marchó
ella , mi vida entró en una suerte de modorra lánguida de la que, precisamente, había venido a despertarme Álvarez con la noticia
de la sirena varada. Tanto Álvarez como yo sabíamos que en España los detectives privados no valemos ni tela de mortaja.

Le pedí a Álvarez que hiciera una llamada al IAF, el Instituto Anatómico Forense. Álvarez ya estaba a punto de mandarme al
carajo, eso dijo. Álvarez, por su parte, seguía indignado con los periodistas. Conocía los arranques de genio de Álvarez.

Ya vería Álvarez que, nada más salir su foto en las noticias, alguien iba a darse por aludido. Mi abuelo y Álvarez sólo se habían visto
en una ocasión, y de eso hacía tres o cuatro años. Pero Álvarez no le dio importancia. Álvarez, que nunca se había desentendido
del todo de la perorata de mi abuelo, quiso saber cómo estaba tan seguro.

Álvarez frunció el ceño, joder, Ricardo, ¿no decías que había que ser optimista?, pues vaya optimismo el tuyo. Álvarez le parecía
buena gente.

¿Conocía al amigo?

Una cosa era la muchacha de La Laja y otra Palmira. Volví sobre mis pasos buscando a la muchacha. El asesino había huido después
de arrojar a la muchacha por la ventana. Me importaba más la muchacha que la ley.

¿Sería capaz?

LOS HOMBRES DE Álvarez dieron, a eso de las diez de la noche, con el taxista que lo había recogido. Una muchacha a la que
alguien había decidido robarle la juventud y la madurez y la vejez de un solo tajo, nunca mejor dicho lo del tajo. Una muchacha en
ropa deportiva salió de un portal. Sabía que habían matado a una muchacha, sospechaba que extranjera.

Sabía que la muchacha tenía un tatuaje, sospechaba que su culo hubiera podido contarme muchas cosas. La muchacha no se
inmutó. Por lo pronto urgía una ducha y ropa de recambio para la muchacha polaca, que medía y pesaba más o menos lo que
Inés. La muchacha tomó el café a sorbitos cortos, como si no quisiese acabarlo nunca.

Le costaba creer que una muchacha tan joven hubiera tenido que sufrir tanto. Y Anne Marie le entendió la mirada detrás de sus
gafas rojas y le explicó que no, que ella era una muchacha afortunada, que Inés ni siquiera podría imaginar lo que tenían que hacer
para sobrevivir las chicas feas en los barriales de Varsovia o de Lodz.

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