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Las olas del mar batían contra los edificios a medio hundir.
Infinidad de algas, erizos y cangrejos ocupaban los pisos
inferiores en espera de la marea alta. Los apartamentos
construidos según la vieja arquitectura soviética habían
perdido puertas, y ventanas a manos del salitre. La pintura
que cubría los doce-plantas en la costa se había
desgastado lo suficiente para mostrar el gris color del
repello de las fachadas.
Un ejército de niños en short y sin camisa se lanzaba
desde los balcones superiores y bajaban por las ventanas
sin cristales hasta el mar. Pero la mayoría se mantenía
lejos del agua, en los pisos abandonados, uno o dos
niveles por encima de la línea de marea. Las parejas
buscaban los balcones con vista al horizonte, al tiempo que
las pandillas de principiantes merodeaban por los pasillos
deshabitados, destruyendo muebles y equipos
electrodomésticos olvidados. Por encima del quinto piso,
las familias ya establecidas, tendían innumerables prendas
de vestir que, colgando de los balcones, se agitaban al
compás de la brisa matutina y del reggae.
La música que competía con el batir de las olas sobre las
plantas bajas brotaba de grandes bocinas en los balcones
de los últimos pisos. Equipos de formato digital construidos
en la India o en la plataforma Malayocoreano-japonesa
eran amplificados por radio caseteras rusas que
alimentaban los grandes bafles.
Pequeñas balsas de caucho y polímero flotaban en el azul
de las aguas profundas. Los pescadores flotaban a la
deriva más allá del límite de seguridad. Casi en el
horizonte, las plataformas extractoras enarbolaban logos
de Corporación Unión Católica y Testigos de Jehová.
Algunos helicópteros de la FULHA surcaban el cielo, como
grandes pájaros negros, en dirección al cosmopuerto de La
Habana Vieja.
El Sol llevaba poco tiempo sobre el horizonte y Viejo
Alamar ya había despertado.
Las cosas ya no son lo que eran antes. La Habana Vieja sigue allí
delante, las viejas torres de los campanarios y las cúpulas de más de
cuatro siglos siguen allí. Las aguas de la bahía están igual que cuando
era niño, negras por el petróleo de los barcos. Pero La Habana ha
cambiado. Ahora es diferente. Ojeo los últimos informes de la patrulla
aérea. Underguater está en calma, supon-go que debo dar las gracias.
Una mierda.
Tengo la oficina tan regada que parece un nido de putas. Por suerte
me puedo dar ese lujo. Yo soy el jefe. Nadie me puede ordenar que
recoja. Es lo bueno del ejército, con determinado grado militar ya nadie
puede ordenarte nada.
Brilla una luz como de arco eléctrico en La Habana Vieja. Hay humo
entre los edificios abandonados en el agua. Los cristales blindados de
la oficina vibran por la onda sonora. Lentamente, el cohete portador
toma altura impulsado por un torbellino de hidrógeno en combustión.
Es el cosmódromo. Una estructura de acero y titanio, a modo de paso
superior, que los rusos construyeron encima de la plaza de la Catedral
y el semi-nario de San Carlos. Al menos eso no se lo llevaron.
Todos los días despegan cohetes. Cada tres horas. Repletos de gente.
Gente que paga el salario de toda una vida por un pasaje hacia la
tierra prometida. Las plataformas geoestacionarias de los rusos. El
sueño soviético, el modo de vida de los rusos en el espacio.
Tremenda mierda.
¡Rusos de mierda!
vu
—¡No vayas!
—Debo ir.
Por otro lado, si hay guerra civil, los rusos intervienen. Y lo que menos
necesito, son marines de los Estados Soviéticos del Espacio haciendo
un desembarco orbital sobre La Habana.
vu
Salgo al patio central. La vieja fortaleza de la Cabaña ha sido
remodelada ante las necesidades que imponen los nuevos tiempos.
Hay torretas blindadas con ametralladoras calibre 14,5 mm en las
esquinas de los bastiones. Helipuertos en lo alto de las murallas.
Cohetes antiaéreos ocultos en los fosos. Ahora es una fortaleza
moderna… y peligrosa. Ahora es la comandancia central de FULHA.
Desde aquí controlamos lo que aún se puede controlar.
vu
vu
Continúan los gritos. Los disparos son ahora ráfagas ciegas. Mi escolta
permanece arrodillada con los fusiles en ristre. Todos esperan. Algo
invisible se mueve entre el círculo de soldados. Veo la sangre brotar de
los cuellos. Las voces en la banda de comando de mi auricular forman
un caos de gritos. Consigo captar algunas palabras al vuelo. Traje
mimético, cuchilleros, mantener la calma, pasar a visión calorimétrica.
Me golpearon con los puños, con el canto de la mano, con los pies y el
mango de las pistolas. El dolor de muelas era peor. Cuando creyeron
que habían acabado conmigo, me arrastraron afuera. Rodé tres pisos
de escalera hasta llegar a la calle. Tres pisos de escalera maloliente y
estropeada.
Todo fue por culpa de Diana. Había hecho más de quince llamadas a
mi número, a pesar de mi pedido expreso para que no lo hiciera.
Estaba en problemas con los Santeros, la línea no era segura y ella se
ocupó de violar los veinte mil protocolos de seguridad que habíamos
acordado.
No es que Diana sea una mala mujer, sólo está algo perturbada. Venir
clandestina desde Miami fue traumático para ella. Hubo mal tiempo y la
balsa se volcó. Los tiburones se despacharon. A ella la salvó una de
las patrullas que custodian las plataformas petroleras de los Testigos
de Jehová. La rescataron y le permitieron llegar a La Habana sin
informar a inmigración. Pasarse más de 24 horas en una plataforma de
extracción rodeado de Testigos de Jehová puede ser traumático para
cualquiera. Incluso si los tiburones no se hubiesen comido a tus
compañeros de viaje. Sé cómo es, yo también llegué en balsa a La
Habana. Pero mi historia es diferente. He visto cosas más peligrosas
que el estrecho de la Florida.
vu
vu
Tres de los tipos estaban en mi campo visual, uno a cada lado y otro al
lado de Daniel, el cuarto Asere estaba tras de mí. Escuché el rastrillar
cuando sacó su pistola, o mejor dicho, la mía. Me volteé a toda
velocidad mientras apartaba la cabeza de la línea de tiro y le torcí la
muñeca en el segundo movimiento. Soltó el arma pero no la dejé que
tocara el suelo. Acto seguido disparé contra el que estaba a la
izquierda de Daniel. Los otros dos, también hicieron fuego.
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vu
Yo todo lo que hice fue por ella. El muchacho era sobrino suyo. Quería
dinero para montar una red neural y ponerse a quemar con un juego
de esos de inmersión total. Diana habló algo de un premio que se daba
al que ganara. El chama hizo lo único que sabía hacer, hackear. Y lo
hizo con la gente equivocada. Porque es verdad que los santeros
tienen mucho billete. Pero también es cierto que la mayoría de las
cosas que poseen, o no son de ellos, o son sagradas. No debe ser fácil
ganarse la vida dejando que un dios africano, residente en una red
cibernética, posea tu mente para atravesar cortafuegos inteligentes.
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vu
Pero pronto comprendí que la mayoría de las armas que entran a la
isla son de contrabando o llegan en lotes para el ejército o la policía,
que aquí creo que es lo mismo. En cierta ocasión me topé con una
Stechkin de cañón viejo, gloria de la mítica Armería Rusa, y me
comentó que el país no tenía dinero suficiente para costear un lote
completo como los que ofrece Madre. Ya por entonces comencé a
comprender que yo era como un peregrino recién llegado a tierra
profana.
Mi primer impulso fue odiar al que me compró. Este era un odio casi
visceral por la humillación a la que me había sometido al desarmarme
para entrar clandestina al país. Una injuria que una pistola con
munición Luger es incapaz de perdonar. Pero recibió su merecido
mucho antes de lo que imaginé. Y no por mi propia ánima.
vu
El negocio se hizo al aire libre. Los otros llegaron en una moto Ural
mientras mi dueño y el experto esperaban parados en la cuneta de la
carretera. Uno de ellos llevaba un Colt .45, revolver, digno de una
colección del salvaje oeste.
—¿Tienen el cuadro?
—Aquí está.
—Examínalo.
—Es auténtico. El dueño lo compró afuera antes de la revolución.
—¿Ves?, te lo dije.
—Aquí.
—Déjame ver.
—¡Salta te digo!
Sabía que mi dueño no tendría tiempo de empuñarme. No con la 45
apuntándole. No tenía más remedio que apelar a la ley del diablo.
Las reglas son bastante flexibles respecto a la ley del diablo. Algunas
familias las violan más que otras pero la generalidad es la misma: Ante
una amenaza potencial el arma puede controlar al portador. Tan solo
en funciones elementales como sacar una pistola, apuntar o disparar.
Ya se sabe, a las armas las carga el diablo. Un detallito de nuestra
naturaleza oscura.
—No seas comemierda ¿No ves que ahora podemos vender el cuadro
otra vez? Recoge la pistola y vamos pa la casa del Tropa.
vu
vu
Siempre pensé que eso del guerrero perfecto para cada arma eran
leyendas que solo se creía Madre. Hasta que te vi. ¿O debo decir, te
sentí? Por entonces me había comprado un tipo con la mente bien
retorcida. No sentía ningún aprecio hacia las armas. Tan solo las
consideraba una herramienta imprescindible para lograr lo que
necesitaba, supongo que haciendo eso era como único llegaba al
placer. O algo muy semejante.
vu
Apareciste una de las tantas veces en que él, olvidando por completo
que me sostenía en su mano izquierda, se deleitaba tocando a la
muchachita.
Lo único que nos separaba era ese estúpido. No tuve tiempo de nada.
Te lanzaste sobre él y lo golpeaste. Aproveché la confusión para saltar
al suelo y llevar una bala a la recámara. Esperé mientras peleabas, no
estaba preocupada por ti, sabía que ganarías. Que te percatarías de
mi presencia.
—Y tú, mejor te vas a trabajar que no tengo todo el tiempo del mundo
para cuidarte. Ponte para lo tuyo y deja de estarte paseando por aquí
que eso no da nada. Vamos, andando...
vu
Desde ese momento fui tu arma. Sondeé tu mente varias veces.
Quedé sorprendida con tu cultura sobre armamento. Soñabas con
pistolas desde niño, sabías usarlas. Ya habías disparado con
anterioridad, solo pistolas rusas. Pude percibir tu placer cada vez que
apretabas mi gatillo. Eras el tirador nacido para empuñarme. Pero
nada en este mundo ha sido concebido para durar.
vu
—Más vale que tengas razón y ese tipo valga la pena. No será por la
vieja armería soviética que pierdas al que te empuña.
vu
—El problema tuyo es que piensas que yo sigo siendo una guajirita de
Miami. Pero estás muy equivocado ¿me oíste? Si pensaste que con
traerme pa’ La Habana me habías hecho un favor, estás muy
equivocado. No me importó jinetear por ti, ni siquiera me importó halar
cana por tu culpa... Pero compartirte con las fleteritas de mierda esas
no, eso sí que no.
Por supuesto que le miré las tetas. Para eso llevo siempre bajo el visor
polaroide. Algunos aquí, en seguridad, dicen que el visor polaroide se
inventó para mirar a la Tte coronel sin que te convierta en piedra.
Personalmente me quedo con sus tetas que con su mirada de hielo.
Pero no podía olvidar que tenía delante a uno de los más poderosos
dentro de la cadena de mando. Uno de los tipos duros de la FULHA,
que podía enviarme a patrullar Underguater por solo mirarlo con mala
cara. Y lo hubiera dejado pasar si no hubiera sido por dos detalles casi
sin importancia.
El primero fue que siempre que alguien entraba al pasillo que yo
custodiaba el jefe de piso me lo informaba por radio. Apenas vi
aparecer al mayor intenté hacer un enlace con el jefe de piso pero
conseguí hacerlo. Nadie olvida cumplir con el protocolo de seguridad
cuando un alto oficial se pasea por los pasillos de tu piso. El segundo
detalle es que nadie, salvo la seguridad, porta armas dentro del
búnker. El mayor no solo iba armado sino que llevaba el panzer
completo, salvo el casco. Cuando digo panzer me estoy refiriendo a
una armadura de cerámica que cubre casi todo el cuerpo y aguanta
impactos directos de casi todas las armas. Como todo lo que hacen los
alemanes el panzer era seguro, cómodo y espantosamente caro. Al
punto que solo PALHA puede costearlas.
—Vamos entonces.
—Las armas robot les darán trabajo y el pasillo está lleno de ellas. Eso
más tres nanopuertas los retrasará al menos media hora.
Para mí.
—Es mi deber.
—No vale la pena. Yo viví antes y después del ciclón del 2016. Pasé
trabajo reconstruyendo esta ciudad, pacificando la anarquía de las
calles barrio por barrio. Pero también he disfrutado mi cargo. Me he
tomado muchas botellas de Vodka en el morro, bajo la luz de la luna,
para luego hacer el amor en una habitación con aire acondicionado. He
nadado desnuda en el protestródomo de Underguater mientras mi
guardia personal aislaba el perímetro. He contemplado la ciudad desde
la colina de la Universidad Vieja, donde la escalinata muere en las
arenas de la playa de San Lázaro. Así te llamas tú, ¿verdad? —pasó la
mano por mi indicativo grabado en la armadura—. Lázaro, como esa
máquina que te mantiene vivo ahora. ¿Has besado a una mujer,
Lázaro?
—… ssí, señora.
—¿Has hecho el amor a la orilla del mar? ¿Has mirado a las estrellas
durante un orgasmo? No, claro que no. FULHA no te ha dado tiempo.
Hoy vas a morir por mi culpa. Y por mi culpa no sabrás lo que es besar
a una mujer.
Me miró con los mismos ojos verdes con los que suele congelar a la
gente. Pero esta vez no había hielo en ellos. Se acercó a mí, sentí
electricidad en todo mi cuerpo. No iba a petrificarme. Durante un
instante recorrió mi cuerpo con la mirada. Me sentí como si me
estuviera quitando la ropa con la vista, evaluándome como los médicos
de la comisión de reclutamiento. Después de un rato se incorporó y
volvió a ser la misma mujer de hierro de antes.
vu
Allá arriba están las estaciones espaciales, los satélites con ojivas
nucleares, los servidores de la Red Neural Global, el Russian way of
life, como dicen los balseros de La Florida. Inmigrantes ilegales que
duermen en los pasillos del Almejeira y trabajan en las plataformas de
Underguater por cuatro kopec. Todo por la esperanza de montarse en
uno de esos y llegar a la estación Romanenko. O a cualquier otra.
Toda una vida de esfuerzos por ser como los rusos.
Un tavarish más.
Pero tú sabes bien que ese, más que un sueño es un espe-jismo. Que
los rusos nunca tratan a nadie como un igual. Que terminas siendo
otro inmigrante en otra parte. Otro extranjero en tierra extraña.
Y volviste.
Miras el mar, los edificios hundidos, el petróleo que crea una capa que
se mueve a la par del agua.
vu
Demasiado bien.
Pasas entre ellos sin hacerles el menor caso. Uno, el que parece el
líder, te cierra el paso.
—¿Y por qué habría de pagarte dinero a ti, sobrino? No veo que hagas
nada que te haga merecedor de un solo kopec.
—¿Tú mamá sabe que estás aquí? Mejor vuelve a casa, sobrino.
Antes que te hagas daño con ese revólver.
Tocas a la puerta.
Es un paso de avance.
—Ya no perteneces aquí —dice.
—El barrio está igual que cuando me fui —dices más por romper el
hielo que por hablarle—. Tú también.
—¿No te escribe?
—Tú tampoco.
—No.
—¿No, qué?
—Solo no. Es fácil irse para la órbita con los rusos o para Asia con las
corporaciones no católicas. Dejar que pase el tiempo y volver a
preguntar. ¿Tu hijo es mío o de él? Como si eso hiciera la diferencia.
Como si eso pagara todo el trabajo que he pasado yo sola con un niño
metida en este nido de aseres. Tuve que sacrificarme muy duro para
alimentarlo, educarlo, conseguir que pensara más allá del limitado
horizonte de todos aquí. Y ahora, que ya creció, que no se volvió ni
asere ni hacker, que tiene un trabajo decente en la Armada de Ifá…
¡Tú aterrizas en La Habana solo para preguntarme si es tuyo! ¿Y qué
pasa si te digo que lo es? Te vas a preocupar a estas horas por su
vida? ¿Te lo vas a llevar con los rusos a vivir en una estación orbital de
lujo?... y si te digo que es de Ricardo Miguel. ¿qué harás? Irás hasta la
plaza hundida de la catedral, subirás al cosmódromo, abordarás un
cohete y no te veremos más. ¿Acaso tendrás valor para localizar a
Ricardo Miguel con uno de los satélites espías sobre Asia? ¿Tendrías
el valor de decirle que mi hijo es suyo? No. No les voy a decir nada a
ninguno de los dos. Mi hijo no es de ninguno de ustedes. Es MIO y
punto.
vu
Sabes de sobra que no te dirá nada. Que a ella no le importa que los
rusos nunca traten a los inmigrantes orbitales como iguales. Que el lujo
y la baja gravedad tienen su precio. A ella no le importa si Ricardo
Miguel es algo menos que un esclavo programando ceros y unos en un
bunker de Pyongyang. En sus ojos solo está Underguater. Los trabajos
que ha pasado para criar a un hijo en medio de una zona de guerra.
Ella y ese mar que siempre quiso atravesar. Ni tú ni Ricardo Miguel
quisieron jamás salir de aquí. Tú querías ser el asere más duro de
Centro Habana. Ricardo Miguel, el mejor hacker. Sus horizontes jamás
llegaron tan lejos.
Dice ella agachada sobre ti. Sientes sus manos tratando de curar tu
herida. También sientes la sangre correr.
Escuchas los pasos en la escalera. Debe ser él. Es casi seguro que es
él. Ya no tienes fuerzas para voltear la cabeza. Haces un último
esfuerzo. Miras pero todo está negro. Un último mareo te hace sentir
como si un cohete protón te arrastrara fuera de la órbita.
—Algún sitio donde no lleves a nadie —me dijo—, lejos del recorrido
que siempre le das a las turistas bonitas.
El muerto era un pirata, que es como se les dice a los que buscan el
oro perdido de los rusos. Uno más entre los tantos locos que gastaron
la fortuna de toda una vida y compraron plataformas de exploración
submarina, vendidas en liquidación cuando se hundió puertohabana,
para perseguir una utopía submarina. Habría posiblemente una docena
de ellos en toda Underguater. Flotando entre las calles hundidas del
Vedado y Cayo Hueso. Por el día merodeaban ociosos, pescaban o
boteaban. Por las noches, cuando las cigarretas de la armada de Ifá
volvían a la base naval de la Colina Universitaria en San Lázaro
Hundido, encendían sus luces iluminando el fondo. Lanzaban buzos al
agua y se caían a tiros entre ellos.
—¿Y por qué le dicen el Muerto? —dijo Ella con el dejo distraído de las
europeas.
vu
Hay que reconocer que para haber permanecido aislado tantos años el
Muerto es un excelente anfitrión, además de buen cocinero. La rubia,
Astrid, asombrosamente se puso de buen humor. Comenzó a hablar
en alemán con el Muerto y nos ignoró a Elsa y a mí durante toda la
comida. Cosa que yo agradecí. Incluso consiguió que esa mujer de
hierro se riera. El Muerto era verdaderamente un tipo sorprendente.
Ella permaneció en silencio. A mi lado. Sin dejar de mirarme con esa
expresión de niña adolescente. Jamás había visto en Underguater una
expresión como esa. Como si proviniera de un reino lejano, donde no
llegaran las bajezas humanas. El Muerto solía decirme que semejante
lugar no existía en la Tierra. Cuanto más, en las plataformas de los
rusos. Y era un juicio cuestionable porque todo el mundo sabía que los
rusos eran unos hijos de puta.
—Vamos.
Me tiré tras ella y nadamos hasta el muro. Si se mira desde la parte del
lago interior de Underguater el muro sobresale solo unos centímetros
del nivel del agua. Pero una vez en él, cuando se mira del otro lado,
pueden verse cinco metros de caída hasta el diente de perro que
choca contra las olas. Es descubrir que el mar no subió cinco metros
sino que está contenido en Underguater y no puede salir.
—El agua dentro de la ciudad está más alta. Pensé que el lago interior
se había formado cuando subió el nivel del mar.
—Típico de ellos.
—Sí, hace mucho. Solía ser el mejor —dije—, hasta que la FULHA me
cogió. Pasé más de 24 horas en Acosta y 10 de octubre por violar el
espacio aéreo de La Habana Autónoma. Me decomisaron el rikimbili y
desde entonces no he volado más.
—Rikim...bili. Curiosa forma tienen ustedes de llamar a las jet-pack —
dijo—. ¿Podías enseñarme a volar?
Me contenté con mirar sus ojos y sentí como un escalofrío que reptaba
por mi espalda. El pecho se me llenó de aire y no pude respirar.
—¿Sí?
—Pero te tenemos a ti. Tu seguro sabes donde volar sin ser visto. A
qué horas hay menos helicópteros en vuelo. Como evitar los radares
de la FULHA.
—Sssí, claro.
Entonces me miró fijo y alzó una ceja con aire entre incrédulo y
seductor.
—¿Cuál?
—¿Nada más?
vu
—Lo sé.
—¡Pero este modelo es diferente a los que has usado hasta ahora! —
dijo Astrid irritada—. Esto es un Mercedes-Zeiss, no un jet-pack
malayocoreano-japonés.
—¡Ah!
—Sí.
Aquel rikimbili alemán era mucho más liviano que cualquier otro que yo
hubiera montado antes. La mochila y los arreos eran de un polímero
blanco que se ajustaba perfectamente al cuerpo sin apretar. Tanto la
turbina principal como las alas y los motores cohete para el despegue
eran de un material cerámico gris, que tampoco pesaba. Los controles
estaban en un arnés metálico montado sobre mi pecho. Casi todos los
instrumentos de navegación eran digitales y los mandos hidráulicos.
—Se nota la diferencia con los rikimbilis rusos —dije—. Estas palancas
no están recias y los controles no son de aguja.
—Es lo último en tecnologías de vuelo personal —dijo Elsa—. Esta
versión está pensada para un pasajero.
vu
Al atardecer, cuando los reflejos del sol volvían dorada el agua del lago
interior, llegó una cigarreta de la Armada de Ifá. Nosotros estábamos
en medio de la plataforma para un primer vuelo de prueba. El rikimbili
estaba perfectamente ajustado a mi cuerpo y de los pernos colgaban
fuertes sogas de polímero hasta el arreo del pasajero. Ella estaba tan
lista para volar como yo. Se había puesto una ropa enteriza y ajustada.
El cuerpo se le marcaba como si estuviera desnuda. Me detuve a
observar sus tetas grandes y redondas, la curva de su cadera. La
verdad es que no tenía mucho culo, ahora que la miraba a
profundidad, pero sí unas piernas muy bonitas. Largas y flacas como
debe ser. Ahora, por más que lo intento, no recuerdo el color de su
ropa.
Astrid llevaba una ropa similar. Su pelo rubio había sido recogido en un
moyo alto y no se veía tan mal. Conversaba con El Muerto como si
fueran amigos de toda una vida. Jamás había visto al Muerto tan
sociable con alguien. Tampoco había visto a la rubia sonreír en otra
ocasión que no fuera hablando con el viejo pirata.
—¿La qué?
—¡El Servicio de Seguridad del Estado alemán, muchacho! ¡Cállate y
déjame oír que esto se va a poner malo!
—¡Cojones!
vu
—¡Idy na jui!
—¡Aguántate!
vu
vu
—Sí, y de las rusas. No le hacen caso a nadie. Dejan pasar solo al que
les da la gana.
—¿Qué hago?
—¿De qué?
—¿Seguro?
Ella disparó y el cohete fue directo a lo que antes del ciclón debió ser
un campanario. La estructura tembló y la onda de choque nos empujó
a todos hacia el agua. Cuando tomé el control del rikimbili seguíamos
bajo fuego de los turbofulhas.
No hubo respuesta.
Podía escuchar las sirenas, los disparos, las aspas de los helicópteros,
las turbinas de los turbofulhas, pero nada de eso importaba ya. Uno de
los disparos le había dado en el pecho. Tenía sangre en casi todo el
cuerpo. Parecía dormida.
—No hay nada que supere la armería rusa. Eso no tiene discusión, mi
estimado Karamchand.
—Ahora se habla del armamento ruso porque casi todas las buenas
factorías quebraron. Pero, ¿y cuando la guerra fría qué?
—Cuando la guerra fría tampoco había armas como las rusas. ¿Me va
a decir ahora que el M-16 se compara con el AK?
—En la India también se usan las letras romanas, Kowalsky. Para ser
una BFI me parece usted un poco falta de respeto. Me refiero a que la
ESE es la extensión de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas,
cuando completaron el programa espacial y se fueron a vivir a la órbita.
El caso es que los orígenes son los mismos.
—Todas.
—No del todo, Señor. Perdimos las antenas de onda corta y TV pero el
enlace a la Red existe. Incluso los guardias están usando el canal
codificado para ver el partido de pelota.
—No lo es, jefe. Fui programado para uso militar como cortafuegos y
Barrera de Protección Autónoma, en 1999. Cuando la ESE era URSS,
Alemania era RDA y no había guerra santa en Europa del Oeste.
—Enseguida.
—Parece que se trata de un transporte de prisioneros que se perdió en
la lluvia.
—Los vientos deben ser muy fuertes para que hayamos perdido las
cámaras exteriores, ¿eh, Hawat?
—Para su información, soy una IA india, los hindúes son los que
profesan la religión hinduista. ¿Se puede saber quién es usted?
—De acuerdo, no hay que ponerse así. ¡Ya me habían dicho que las IA
no tenían sentido del humor!
—Fíjese en las armas que lleva. Ha guardado una Beretta Cougar para
sí mientras lleva para sus compañeros una Glock 17 y otra Beretta. Es
nuestra oportunidad de demostrar qué armería es superior: si la rusa
del espacio o la vieja escuela europea.
—Sólo cuchillos.
—Concedido, Kowalsky.
—Me gustaría hablar unas palabras con ustedes antes de que den la
alarma.
—Es una especie de robot con sistema de mandos IA. Casi tan bueno
como el jefe-Karamchand. Tiene forma de insecto, camina por las
paredes, posee armas de pequeño calibre y tecnología de interferencia
bastante buena.
—Lo dije, yo dije que era un virus... y que vendría un ataque terrestre.
Lo dije y no me creyeron, no me creíste Karamchand. Y mira, mira
ahora.
—Sabía que la cosa venía por ahí. De todas formas Kowalsky podría
averiguarlo de sólo consultar la base de datos. Mi usuario es José
Pérez Castillo, Alias Pepe Castillo.
—Desencriptación al 33%
—Desencriptación al 67%
—Final del noveno, Alemania va ganando tres por uno pero Israel tiene
las bases llenas y hay dos out.
—A la orden, jefe.
Afinidad....................................................................................180
El guardia de la puerta............................................................190
Asuntos pendientes..................................................................203
Rikinbili Rottenführer............................................................214