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¿La educación presencial es un

valor absoluto?
 24 de abril de 2021 Por Sol Minoldo

Es cierto que en pandemia el cuidado de la salud entra en


tensión con otros derechos e intereses sociales. Sin
embargo, no estamos frente a dicotomías totales, donde
debemos elegir una opción o la otra. No se trata de salud
“contra” educación, o “contra economía”. De lo que se trata es de establecer
combinaciones flexibles, en función de las prioridades y los límites de lo que podemos
resignar como sociedad.

Estamos ante un debate eminentemente político, pero no en el sentido partidario, sino en


aquél en el que no hay respuestas verdaderas o falsas. Lo que hay son elecciones en función
de los valores que podamos consensuar. Ello no implica que el debate social pueda o deba
darse despegado de toda noción de la realidad. Con relación a la disputa sobre la interrupción
de la presencialidad escolar resulta fundamental que recuperemos los matices para
pensar la educación, la salud y la economía.

1. La educación.
En efecto, la pérdida transitoria de la presencialidad puede ser excluyente para algunos
sectores con dificultades de acceso a dispositivos y conectividad; implica una carga adicional
de apoyo educativo entre las tareas de cuidados que, en general, recaen sobre las mujeres de
la familia; supone también una reducción de los estímulos y la socialización con pares, que
resulta importante tanto para el proceso de maduración en esas edades como para el
bienestar psicológico y emocional; para algunes niñes implica también la pérdida de un
espacio externo a hogares que pueden ser ambientes hostiles.

Con todo, algunos de los problemas que implica la virtualidad no son inalterables ni


absolutos: tal y como comenzó a implementarse a finales del 2020, son posibles esquemas
mixtos con una presencialidad limitada o instancias de apoyo, focalizadas en quienes tengan
mayores dificultades con la modalidad virtual; existe margen para perfeccionar las estrategias
pedagógicas virtuales, para que resulten más eficaces y reduzcan la demanda de apoyo
educativo familiar; también puede avanzarse en democratizar el acceso a dispositivos y
ampliar la conectividad; como se hizo en 2020, la entrega de alimentos y ayudas sociales en
la escuela se puede sostener con un esquema de “take away” o con modalidades limitadas de
presencialidad. Con relación al rol de la escuela para detectar situaciones de violencia familiar
o abuso, es importante recordar que dichas situaciones son en general estructurales, por lo
que su detección no dependerá de la asistencia unas semanas o meses en particular. Si en
algunos casos es cierto que la inasistencia transitoria a la escuela podría demorar esa
detección, tampoco deberíamos sobreestimar la capacidad que tienen las escuelas para dar o
activar ágilmente respuestas a dichas situaciones.

En definitiva, aunque es indiscutible la relevancia de la presencialidad, su transitoria


suspensión no equivale a la suspensión de la educación. Con todas sus dificultades y
sacrificios, la modalidad virtual de 2020 supuso que la enorme mayoría de les alumnes
mantuvieran en alguna medida la continuidad pedagógica y no perdieran el año escolar.

Finalmente, es cuanto menos discutible identificar el interés y el bien de les niñes


exclusivamente con la escolaridad. Resulta en verdad impreciso considerar que estamos
ante un conflicto de intereses entre les niñes y las personas de otras edades, cuya salud, vida
e ingresos básicos se estarían protegiendo con el sacrificio de las infancias. El mundo de les
jóvenes y niñes no se agota en la escuela. Importa sin dudas la salud y supervivencia de sus
familias, así como el acceso de las mismas a bienes básicos.
2. La salud.
En efecto, no es cierto que las escuelas sean la única causa de la aceleración de contagios
que hemos visto en el transcurso de marzo y abril en casi todo el país pero, especialmente, en
la ciudad de Buenos Aires. Los altos niveles de contagios previos, en pleno verano, el
ingreso de nuevas variantes y el cambio estacional, ya permitían adivinar un aumento
en estas semanas. Pero ello de ninguna manera implica que sea irrelevante el papel de
las escuelas en la transmisión.

Por un lado, que en la escuela haya un nivel de transmisión similar al de otros sectores (que
también implementan protocolos para reducir el riesgo) implica que, cuando la transmisión
comunitaria es muy alta, en ellas el riesgo se vuelve alto como en todas partes. No sólo
les niñes pueden infectarse y transmitir el virus como cualquiera sino que, al ser en su mayor
parte asintomáticos, su transmisión es mucho más difícil de detectar y, por tanto, de evitar.
Por ello, incluso especialistas, organizaciones y países que han consensuado la
presencialidad escolar como enorme prioridad, en general reconocen que debe establecerse
un límite de seguridad, de acuerdo al contexto sanitario. Es decir, “semáforos” que prevean
la reducción y/o suspensión de la presencialidad de acuerdo con la cantidad semanal o
quincenal de contagios.

Si bien la implementación de medidas para reducir el riesgo en la escuela puede ser efectiva,
no es infalible, y cabe esperar que su cumplimiento tampoco sea perfecto. Los barbijos
caseros no son tan efectivos como los de uso médico y el distanciamiento no siempre
se respeta (por ejemplo, sabemos que hay niñes que siguen sentándose en un banco
compartido, o se acercan en el recreo para socializar). Además, aunque empieza a quedar
clara la importancia de la ventilación, no tenemos certeza de que ésta sea suficiente todo el
tiempo, ya que no tenemos medidores de CO2 en casi ninguna escuela, las condiciones
meteorológicas van cambiando y las aulas no dejan de ser ambientes cerrados con muchas
personas durante mucho tiempo hablando, a veces levantando la voz y riendo (todas
situaciones que elevan el riesgo).

A ello se suma que, más allá de lo que ocurre dentro de la escuela, la presencialidad
implica incrementar la movilidad de las personas: aumenta el uso de transporte
público, transportes escolares y autos particulares compartidos. Todas circunstancias
que en general impiden cumplir con un adecuado distanciamiento y no siempre
cuentan con la ventilación necesaria.

Se suman a estos riesgos los de actividades de socialización que ocurren “en torno a la
escuela” y no sólo incrementan la movilidad e interacciones, sino que muchas veces se
realizan sin medidas de protección: cumpleaños infantiles, reuniones de estudio o recreativas
en hogares particulares.

De alguna manera se trata de reconocer que la educación presencial no es un valor


absoluto. Cuando supone un riesgo alto para les niñes y sobre todo para sus familias, deja
de ser evidente su conveniencia. Por un lado, la presencialidad obligatoria puede generar una
paradoja en la que, quienes decidan que les niñes no asistan (para preservar la salud de la
familia en contextos de alto riesgo), terminen privados de la educación, por no tener habilitada
una opción virtual. Por otro, si el costo de asistir a la escuela termina en el contagio de un
familiar y eventualmente en la pérdida de su vida, el daño psicológico puede resultar
más grave y permanente para les niñes que la pérdida de algunas semanas o meses de
asistencia a la escuela. Por último, también puede afectar su salud mental el temor
completamente razonable que suponga asistir a la escuela en un contexto de gran peligro, al
tomar consciencia de estar transitando una circunstancia excepcionalmente dramática.

Sabemos que cuando la circulación viral es muy alta, reducir el crecimiento de los contagios
solo puede lograrse efectivamente con estrategias de restricción de la movilidad. No tomar
medidas, o insistir con las que son insuficientes, puede costar un colapso sanitario que ponga
en juego la salud y la vida de miles de personas. Frente al dilema de qué actividades
restringir, no sólo es importante recordar el peligro ya mencionado que supone asistir a la
escuela, sino que en absoluto resulta evidente que la mejor opción es “que la escuela sea lo
último en cerrar”. Si las restricciones impactan sobre los ingresos, pueden generar o
profundizar la pobreza en muchos hogares. Muchas veces en los mismos hogares donde
residen les niñes que creemos beneficiar cerrando al final la escuela.

3. La economía.
Hace muy poco estuvimos hablando de la pobreza en 2020. Durante la cuarentena estricta la
pobreza llegó al 47,5% en Argentina (con un salto enorme desde una base ya alta, de 35%).
Esta tragedia social ocurrió a pesar del pago de refuerzos en la AUH y tarjeta Alimentar, del
reperfilamiento de deudas con ANSES, de los primeros pagos del IFE, tarifas congeladas,
deudas hipotecarias UVA congeladas, alquileres congelados y desalojos suspendidos,
prohibición de despidos y obligación de pagar los salarios durante las restricciones. En el
segundo semestre, con recuperación económica y la continuidad de políticas sociales
(añadiendo el pago pleno de millones de IFE, ATP y créditos subsidiados para
monotributistas), la pobreza seguía en 42%. El sector más afectado era la infancia: en el
caso de los menores hasta 14 años la pobreza llegaba al 58%.

Sabemos entonces que las restricciones tienen enormes costos sociales y que


mitigarlos requiere medidas redistributivas de incluso mayor alcance que las del año
pasado. En este punto aparece el problema de la viabilidad de dichas medidas, en un
contexto donde resulta fundamental que las mismas se erijan sobre un proceso de
redistribución de la riqueza social. En tanto, los sectores económicos concentrados y los
sectores políticos que los representan lograron obstaculizar durante más de 8 meses la
legislación de un impuesto por única vez a las grandes fortunas, que no sólo contaba con el
apoyo de la mayoría de la opinión pública sino que era incluso mucho menos de lo que hoy
sugieren incluso organismos como el FMI. Y una vez aprobado, su cumplimiento fue evadido
con un fuerte proceso de judicialización. Si no podemos contar con la viabilidad política
para que el gobierno consiga tomar esas medidas, sería irresponsable darlas por
sentadas.

Es importante resaltar además que, algunos de quienes hoy se aferran a la bandera de la


presencialidad como valor absoluto, no parecerían abiertos a discutir redistribución o
incluso otras medidas sanitarias. En ese caso, pedir que lo último en cerrar sea la
escuela ¿implica que se considera menos grave el aumento de la pobreza (implícito en
el cierre de sectores productivos con una movilidad equivalente) y/o el colapso
sanitario?

En conclusión, la educación presencial no puede pensarse como un valor absoluto,


como no puede pensarse de forma absoluta la salud o la economía. Se trata de
considerar el contexto sanitario y económico de modo tal de buscar, en todo momento, el
menor daño social. Lejos de la idea estereotipada en la que les niñes pierden solo cuando
cierra la escuela, la crisis sanitaria y el aumento de la pobreza les competen también. De
hecho, afecta especialmente a quienes más pierden con la educación virtual, debido a sus
dificultades de acceso a dispositivos y conectividad. Porque son eses niñes quienes tienen
más frecuentemente un mayor riesgo familiar asociado a la presencialidad, debido a la
cohabitación con familias extendidas. Y son también quienes residen en hogares con especial
vulnerabilidad frente a las crisis económicas. Hablamos de niñes que requieren, en todo
caso, un tratamiento preferencial, en lugar de ser usados para justificar medidas
generales que indirectamente les perjudican.

Fuente: El Destape

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